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    Con tal fin, el «valor intrínseco» de lanaturaleza se ha convertido en la premi-sa por excelencia de su discurso. Pero lasapelaciones al valor intrínseco se hanentremezclado con la tarea de dar razo-nes para fundamentar deberes hacia elmundo no humano y con los ataquescontra el «antropocentrismo» inherente ala «ética clásica» o «tradicional».2 Elantropocentrismo es, según la ética eco-lógica, una visión filosófica dualista,anclada en el pensamiento y la religióndominantes en la cultura occidental, que

    sólo considera merecedores de valorintrínseco a los seres humanos y sus inte-reses. Su predominio secular explicaríaque el mundo carezca de «consideraciónmoral» por nuestra parte.3 Esta críticadel antropocentrismo caracteriza granparte de los intentos de edificar una«nueva ética» que, animada por losimportantes avances de la ecología cien-tífica, se haga cargo de la actual crisisambiental.4

    El discurso de esta «nueva ética» haenredado las derivaciones ontológicas dela ecología con la tarea de fundamenta-ción ética, buscando los rasgos «objeti-vos» definitivos que permitan justificarla ampliación del ámbito de la morali-dad. Así, el utilitarismo reconoce quetodas las criaturas susceptibles de experi-mentar sufrimiento deberían ser dignasde consideración moral, pero esto deja

    insatisfechos a muchos autores, ya queestablece lo que Robin Attfield denomi-na «privilegio de lo sintiente» al despojarde relevancia moral a seres cuya capaci-dad de experimentar placer o dolor distade estar claramente demostrada (como esel caso de las encinas centenarias o lasbacterias).5 De ahí que el biocentrismopostule la «condición de estar vivo»como «criterio razonable y no arbitrario»de consideración moral.6 Es importante

    advertir que para el biocentrismo sólo losseres humanos pueden ser «agentes

    morales» (es decir, sujetos de obligacio-nes) mientras que los seres vivos nohumanos (y los humanos con sus capaci-dades de juicio seriamente afectadas)serían contemplados como «pacientesmorales» (objeto de nuestros deberes).Pero bajo el punto de vista biocéntricolas montañas o los cauces de los ríos aúnposeerían un valor subordinado al de losorganismos vivos. Dando un paso más,el ecocentrismo también considera por-tadores de valor intrínseco a los ecosiste-mas e incluso a la biosfera en su totali-

    dad. Es la clase de valor que HolmesRolston III denomina «valor sistémico».7Lo que comparten todas estas visio-

    nes, frente a lo que genéricamente deno-minan «antropocentrismo», es la afirma-ción de que el mundo no humano opartes de él «importan» más allá de suposible empleo como medio para fineshumanos ulteriores y que esa importan-cia deriva del «valor intrínseco» («valorno instrumental» o «valor como fin en

    sí») que es «descubierto» o «desvelado»por la ecología científica. Pero este sen-tido habitual de la expresión «valorintrínseco» se entremezcla a menudo conuna noción metaética de «valor objetivo»o «valor que un objeto posee indepen-dientemente de las valoraciones de losque valoran».8 Una buena muestra deesta anfibología la ofrece el ecologista«profundo» Fritjof Capra:

    La ecología superficial es antropocéntri-ca, es decir, está centrada en el ser humano.Ve a éste por encima o aparte de la naturale-za, como fuente de todo valor, y le da a aqué-lla un valor únicamente instrumental, «deuso». La ecología profunda no separa a loshumanos –ni a ninguna otra cosa— del entor-no natural. Ve el mundo, no como una colec-ción de objetos aislados, sino como una redde fenómenos fundamentalmente interconec-

    tados e interdependientes. La ecología pro-funda reconoce el valor intrínseco de todos

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    los seres vivos y ve a los humanos como unamera hebra de la trama de la vida.9

    Comprobamos aquí cómo el ecocen-trismo tiende a enmarañar los nivelesontológico y ético del discurso. Así, «veral ser humano por encima o aparte de lanaturaleza» es una proposición ontológicapropia de un antropocentrismo «fuerte»basado en un dualismo radical que explicapor qué la naturaleza posee «un valor úni-camente instrumental». La expresión «va-lor intrínseco» equivale aquí a un mismo

    tiempo a la noción metaética de «valor ob- jetivo» (noción que no dice nada acerca denuestros deberes morales)  y a la nociónde «valor como fin en sí» (que tiene clarasimplicaciones éticas, por cuanto algo queposee valor como fin en sí no debe ser empleado como medio para otros fines).En principio, debería quedar claro el sen-tido de la expresión «valor objetivo» cuan-do, por ejemplo, nos referimos a aquelloque satisface una necesidad biológica

    determinada. Así, es innegable que el aguaposee valor objetivo para la conservaciónde la vida «con independencia de las valo-raciones de los que valoran» o de su pre-sencia. Pero este sentido del término«valor» y de la acción de valorar, que noes privativo de la especie humana, no tie-ne nada que ver con la noción de valorintrínseco en sentido moral; pues puedoreconocer el valor objetivo del agua para

    la vida de alguien pero aun así negarme aproporcionársela afirmando no sentirmeconcernido por deber alguno que me obli-gue a hacerlo. Reconocer el valor objetivono es suficiente para prescribir deberesmorales. Hacen falta premisas adicionalespara afirmar el valor intrínseco de algo ytratarlo como un fin en sí.10

    Con todo, muchos filósofos de laecología creen que «descubrir» el valorobjetivo de seres o ecosistemas es con-

    dición suficiente para afirmar su valorno instrumental o valor como fin en sí,

    deslizándose hacia alguna variante denaturalismo ético. Ello se debe a que lacruzada antiantropocéntrica exige com-batir toda forma de subjetivismo. Pero eserróneo identificar necesariamente éstecon posiciones éticas instrumentalistas,del mismo modo que, como ya he dicho,el reconocimiento de propiedades objeti-vas no trae de suyo la obligación moralde respetarlas.11 Es indudable que la eco-logía científica afianza una ontologíanaturalista que subraya las continuidadesbiológicas entre el ser humano y el mun-

    do. La premisa metaética de la interde-pendencia biótica tiene una importanciadecisiva para nuestra forma de actuar enel futuro, por cuanto revela incertidum-bres esenciales que hemos de tener encuenta a la hora de fundamentar deberesmorales hacia nuestros semejantes yhacia el mundo no humano. Pero el «nue-vo paradigma» debe contemplarse comoun paso adelante en el ideal ilustrado delconocimiento racional, ya que apuesta

    claramente por la fundamentación inter-subjetiva de la «verdad» y la transdiscipli-nariedad científica. Así pues, lo que enningún caso cabría derivar de él es un fun-damento absoluto para los deberes mo-rales, algo a lo que, en definitiva, aspirael naturalismo ético (ejemplificado por eldarwinismo de Holmes Rolston III, apesar de sus reiteradas recomendacionesde cautela ante la falacia naturalista).

    Así, tras afirmar que «el tiempo evoluti-vo tiene una dirección ascendente»,Rolston sostiene que «el debe no se deri-va tanto de un es, sino que más bien sedescubre simultáneamente con el es».12En sus ataques contra el antropocentris-mo, los ecocentristas como Rolston con-funden dos dimensiones del término, sinadvertir que su relación mutua es mera-mente contingente. Es cierto que la onto-logía dualista antropocéntrica se ve

    seriamente cuestionada por la ecologíacientífica que viene a recordarnos que

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    somos tan sólo un sofisticado productobiológico de la inagotable capacidadautopoiética de Gaia. Sin embargo, elrechazo de la ontología antropocéntricano nos permite abandonar el «antropo-centrismo ético» al que estamos inevita-blemente encadenados, como nos recuer-da Javier Muguerza:

    [L]a ética no puede ser sino antropocéntri-ca. El antropocentrismo ético no excluye laheterodirección de la preocupación moral másallá de los confines de la especie humana. Y

    una ética antropocéntrica podría incluso serhecha compatible con una ontología cosmo-céntrica. Pero la idea de una «ética cosmocén-trica» no ofrece, al menos hoy por hoy, alter-nativa alguna al antropocentrismo ético, puesni el cosmos en su conjunto ni ninguno de sushabitantes no-humanos conocidos [...] son, nilo podrían ser, sujetos morales.13

    Lo que Muguerza denomina «hetero-dirección de la preocupación moral más

    allá de los confines de la especie huma-na» equivaldría a la pretendida amplia-ción de la esfera de consideración moralque biocentristas como Goodpaster o Att-field defienden, aunque sin afirmar quetodo lo que posee «una naturaleza propia»adquiere de suyo «valor intrínseco».14 Esdecir, Muguerza considera que sólo losseres humanos somos «agentes» moralespero  podemos (y seguramente debemos)

    extender el alcance de nuestros deberesreconociendo el status de «pacientes»morales a los seres no humanos. Por lo quepodemos aventurar ya que para el viaje dela consideración moral ecológica quizá nosean necesarias las alforjas del conceptode valor intrínseco.

     II 

    Los seres humanos somos los únicos

    seres «constitutivamente morales» y, portanto, la única «fuente» conocida de

    valor moral.15 Por tanto, entender elvalor intrínseco como «valor objetivo»sólo aporta confusión en la tarea de fun-damentación ética, pues el valor moralno es una propiedad objetiva sino algoque atribuimos los seres humanos a otrosseres u objetos. Sostener lo contrario sig-nifica abrazar alguna variante de naturalis-mo ético edificada sobre los tambaleantescimientos de una obsesión antiantropo-céntrica. Esto no significa que las premi-sas metaéticas carezcan por completo derelevancia para la ética; pues, en efecto,

    de continuo apoyamos nuestros juicioséticos con apelaciones a los hechos. Perootra cosa es que derivemos obligacionesmorales desde proposiciones fácticas.Cuando advierto a alguien diciendo «nodebes fumar aquí dentro», me apoyo enestudios científicos que muestran cómolos fumadores «pasivos» también contra-en cáncer. Con ello no cometo la falacianaturalista (si lo hiciera, casi todos los juicios éticos resultarían inconcebibles).

    Incurro en ella, sin embargo, cuandodigo: « puesto que es nocivo fumar, nadiedebe fumar»; es decir, cuando deduzco eldeber del ser . La independencia mutuaentre ambas esferas queda clara cuando,valorando intrínsecamente la libertadindividual (aunque sea para dañarse auno mismo), antepongo ésta al hechoobjetivo de que el tabaco mata y formu-lo mi juicio del siguiente modo: «puesto

    que es nocivo fumar, nadie debe fumar sicon ello causa un perjuicio a terceros».Aquí vemos cómo una proposición fácti-ca condiciona mi juicio ético –hoy sabe-mos que el tabaco mata, como tambiénsabemos que el «efecto invernadero» tie-ne algo que ver con nuestra actividadeconómica depredadora— pero no seantepone lógicamente a él. Del mismomodo, puedo aceptar como un hechoobjetivo que mi despilfarro de energía

    causa perjuicios graves al planeta perocontinuar tranquilamente conduciendo

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    un potente automóvil. En suma, la in-terdependencia biótica puede condicio-nar nuestra forma de relacionarnos conel mundo, pero no dicta prescripcionesque nos permitan evitar la tarea deaportar razones para establecer deberesmorales.

    Una vez que captamos la inconsisten-cia de las concepciones ecocéntricas yrechazamos las tentaciones naturalistasde fusionar el valor intrínseco y el valorobjetivo, hemos de plantear otra cues-tión. Se trata de comprobar si la atribu-

    ción de valor intrínseco, entendido como«valor no instrumental» o «valor como finen sí», es condición necesaria para otor-gar consideración moral. Este sentido dela noción de valor intrínseco se ha apli-cado generalmente a los seres racionalesy sus intereses vitales. La versión másconocida del principio de no instrumen-talización es la formulación kantiana delimperativo categórico recogida en laFundamentación de la metafísica de las

    costumbres: «obra de tal modo que terelaciones con la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro,siempre como un fin, y nunca sólo comoun medio».16 Este manifiesto antropo-centrismo explica el rechazo de la éticaecológica hacia Kant. A ello se añade elrelativo desdén que el filósofo alemánmostraba hacia los animales afirmandoexplícitamente que «existen únicamente

    en tanto que medios» y que «no tenemospor lo tanto ningún deber para con ellosde modo inmediato».17 Kant considerabalos deberes hacia el mundo no humanocomo «deberes indirectos» hacia lahumanidad y no contemplaba la posibili-dad de otorgarle valor intrínseco alguno.

    Pero eso no significa que los anima-les no merecieran ninguna consideraciónmoral para Kant. De hecho, en su opi-nión, «el hombre ha de ejercitar su com-

    pasión con los animales, pues aquel quese comporta cruelmente con ellos posee

    asimismo un corazón endurecido paracon sus congéneres. Se puede, pues,conocer el corazón humano a partir de surelación con los animales».18 Vemoscómo los animales son medios para fineshumanos pero, sin embargo, merecen untrato incruento. Lo que pretendo seña-lar, tras afirmar la inevitabilidad delantropocentrismo ético, es que atribuirvalor intrínseco a algo o alguien es unacondición suficiente para otorgarleconsideración moral, pero quizá no seauna condición necesaria en todos los

    casos. En otras palabras, la cuestión es sise puede reconocer el status de pacientemoral hacia algo o alguien sin postularsu valor intrínseco. De hecho, una éticaque se haga cargo de la cuestión ecológi-ca no tendrá más remedio que recurrir aesta estrategia, debido a dos razones queponen en dificultades la posibilidad deatribuir valor intrínseco al mundo nohumano. En primer lugar, la incertidum-bre aparejada a la mayoría de las contri-

    buciones de la ecología científica, queponen de manifiesto la complejidad de lainterdependencia biótica y los límites dela razón humana para dominar la natura-leza, transforma de continuo, y a vecesinesperadamente, nuestros criterios devalor. En segundo lugar, la instrumenta-lización inherente a la interdependenciabiótica –sin muerte no puede continuarhabiendo vida— convierte el empleo de

    la idea de valor intrínseco en un obstácu-lo para la prescripción de deberes mora-les, pues ésta exige una ordenación jerár-quica de las entidades que poseen dichovalor.

    Como ha mostrado Tom Regan, lasteorías del valor intrínseco «en términosde fines en sí mismos» no pueden jerar-quizar los diferentes valores intrínsecossin convertir aquellos que quedan supe-ditados en valores instrumentales, lo que

    las condena a la superficialidad.19 Ello sedebe a que «el valor intrínseco aplicado

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    a los individuos en tanto que fines en sí mismos es un concepto categórico; esdecir, o los individuos existen comofines en sí mismos o no, y entre los quesí existen como fines en sí mismos nadietiene esta categoría en mayor grado queotro».20 Regan muestra cómo las teoríasecológicas del valor intrínseco se apoyaninadvertidamente en concepciones delvalor instrumental cuando tratan de jerar-quizar los diferentes intereses en juego.Invocar el valor intrínseco en una teoríade «fines en sí mismos» no satisface las

    exigencias de economía conceptual.

     III 

    El carácter superfluo y problemático delempleo de la noción de valor intrínsecose advierte incluso en teorías más desa-rrolladas como la ética biocéntrica deRobin Attfield. Apartándose de la tenta-ción naturalista, Attfield distingue el«antropocentrismo tradicional», caracte-

    rizado por su prometeísmo, del «antro-pocentrismo epistémológico» que sehace cargo de la inevitabilidad del origensubjetivo del valor moral, sin dejar deaspirar a establecer una «ética cosmopo-lita» que estipule principios universali-zables.21 La reflexión de Attfield partede la «objetividad» ecológica de ciertasnecesidades o rasgos específicos de losorganismos vivos, ya que todos ellos

    necesitan realizar una serie de funcionesbiológicas básicas para florecer y desa-rrollar sus capacidades. Este elementoobjetivo sirve para articular una concep-ción biocéntrica que otorga relevanciamoral a todos los seres vivos considerán-dolos «pacientes morales». Ahora bien,Attfield señala que de ahí no debe derivar-se un igualitarismo biocéntrico. La rele-vancia o consideración moral ha de distin-guirse de la «importancia moral».22 La

    idea de importancia o significación moralasume que la posesión de necesidades

    específicas «objetivas» por parte de losdistintos seres vivos no trae de suyo laafirmación ética de su igual valor, delmismo modo que la confirmación de queel humo del tabaco produce cáncer nonos legitima para perseguir a los fuma-dores (y sí lo hace la vulneración delderecho de los no fumadores a respirarun aire limpio si así lo desean). Necesita-mos, como ya he dicho, una premisa adi-cional para dar ese paso.

    Attfield hace suya, pues, una visiónobjetivista «débil» del valor: allí donde

    podemos establecer necesidades, capaci-dades y una idea de «bien en sí» basadaen su florecimiento, podemos tambiénapoyar ciertos juicios éticos, aunque enningún caso derivarlos. El escalón si-guiente para una ética ecológica es esta-blecer un criterio razonable para jerar-quizar los diferentes intereses vitales enconflicto sin sacrificar el pluralismoaxiológico que caracteriza a las socieda-des contemporáneas. En realidad, ambos

    retos no son privativos de la ética ecoló-gica, sino que han de ser afrontados porcualquier teoría que no quiera convertir-se en una «doctrina comprehensiva», enla terminología de John Rawls.23 Pero eneste punto la propuesta de Attfieldsucumbe innecesariamente a la tentaciónde disolver los problemas con una con-cepción del valor intrínseco. Así, afirmaque la significación o importancia moral

    de los intereses de un ser vivo «dependede su valor intrínseco o de su contribu-ción a tal valor» y que el valor intrínsecoes «una razón para la acción indepen-diente o no derivada y basada solamenteen la naturaleza de lo que tiene estevalor». Esta definición solamente distin-gue las acciones que no están motivadaspor la consecución de un fin ulterior a laacción misma de aquellas otras que sí loestarían; es decir, hace equivaler el valor

    intrínseco al valor no instrumental. Loque es necesario saber –y se supone que

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    Attfield introduce la noción de valorintrínseco con ese propósito— es cuándoy hacia qué o quién se exige de nosotrosque actuemos de tal modo, es decir, quécriterio moral substantivo aplicar paradeterminar qué intereses vitales no sonen ningún caso sacrificables para finesulteriores. Attfield da un paso en estadirección haciendo descansar el valorintrínseco «en el bien o el bienestar delos portadores de la relevancia moral»,bien que a su vez consiste en «el desa-rrollo de las capacidades esenciales de su

    especie», teniendo en cuenta que «lascapacidades más complejas y desarrolla-das (tales como la autonomía) preceden alas más simples y menos sofisticadas,pero sólo cuando ambas estén en jue-go».24 Esto último supone que los serespertenecientes a una «especie sofistica-da» no poseerán una «prioridad automá-tica» sólo por el hecho de estar dotadosde capacidades más «complejas y desa-rrolladas».

    Estas definiciones resultan decepcio-nantemente circulares, puesto que si lasignificación moral de los intereses de unorganismo «depende de su valor intrínse-co o de su contribución a tal valor», ten-dremos que aportar un criterio substanti-vo para establecer éste y después derivarde él la significación moral de los dife-rentes organismos. Pero Attfield regresaal punto de partida –el «igualitarismo

    biocéntrico»— cuando equipara el valorintrínseco con «el bien o el bienestar delos portadores de la relevancia moral»;pues todo organismo –incluidos los viruspeligrosos— posee un «bien propio» alque tiende de suyo. El atisbo de criteriode significación moral que representa lapreferencia por los intereses de los seresmás complejos en caso de conflicto esuna buena muestra de los problemas quegenera la idea de valor intrínseco cuando

    tratamos de aplicarla al mundo no huma-no. Porque Attfield, al establecer que en

    caso de conflicto entre los intereses dedos o más especies han de primar los dela más «sofisticada», está sacrificando elvalor intrínseco de la especie menossofisticada y convirtiéndolo en valor ins-trumental. La idea de valor intrínseco esen este contexto, como apuntaba Regan,innecesaria. Nuestras decisiones acercade lo que debe ser respetado han de con-trapesar intereses en circunstancias espe-cíficas y, según el consecuencialismobiocéntrico de Attfield, prever los resul-tados. Este «cálculo» de consecuencias

    posibles es inconcebible sin tener encuenta las relaciones de «instrumentali-dad» entre los diferentes organismosvivos. Si tras dicho cálculo determina-mos que infligir daño «gratuito» a ani-males y plantas es rechazable moralmen-te, entonces no nos hemos apartado tantocomo creemos de la noción de valor ins-trumental que subyace a la idea de los«deberes indirectos» estipulados deonto-lógicamente por Kant.

    La teoría de Attfield tiene el méritode combinar acertadamente una perspec-tiva consecuencialista imprescindiblepara afrontar los problemas ecológicos–puesto que la actividad humana tieneefectos imprevisibles sobre el entorno ylos mandatos incondicionales puedenvolverse en contra de nuestras bieninten-cionadas acciones— con la exigenciaincondicional de dar prioridad a los inte-

    reses humanos justificados. Pero para talfin no es necesaria la idea de valor intrín-seco, pues ésta es reductible a diferentesconcepciones del valor instrumental. Laprueba de ello es que cuando Attfieldafirma el valor como fin en sí de losorganismos no humanos e inmediata-mente, para evitar el «igualitarismo bio-céntrico», sostiene que la significaciónmoral dependerá del grado de compleji-dad de los intereses que entran en con-

    flicto, en cierto modo está volviendo asituar al ser humano en la «cúspide de la

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    creación».25 Si los intereses respectivosde los humanos y de otras especies noentran en conflicto, entonces es evidenteque, como afirmaba Kant, no debemoscausar daño: pues al infligir sufrimientogratuito causamos, indirectamente, undaño a la humanidad (presente y futura).Así pues, reconocer deberes hacia elmundo no humano no implica reconocersu valor intrínseco, del mismo modo queestablecer criterios de significaciónmoral (tarea ineludible, pues el mundoconocido es una sucesión continua de

    instrumentalización de unos seres porotros) exige de nosotros favorecer con-cepciones «ilustradas» del valor instru-mental. De otro modo no podríamoscomer pimientos y proteger encinas cente-narias al mismo tiempo, cosas ambasnecesarias para el desarrollo de nuestrascapacidades, pero también para el desa-rrollo de las capacidades de otros organis-mos.26 Lo importante aquí es advertir quelas razones para comer pimientos y prote-

    ger encinas  pueden descansar en supues-tos puramente instrumentales sin que seresienta el «bien propio» al que tiendenunos y otras (aunque todo apunta a que lospimientos saldrán peor parados con inde-pendencia de que adoptemos una posiciónbiocéntrica o antropocéntrica). Lo que estáen juego es justificar qué intereses huma-nos es deseable perseguir y qué concep-ciones del valor (instrumental) resultan

    inadmisibles a la luz de tales intereses.Hemos de precisar ahora, por tanto, de quémodo podría entenderse el «valor instru-mental» sin que, como sucede habitual-mente en el discurso de la ética ecológica,se identifique con actitudes irrespetuosashacia el mundo no humano.

     IV 

    «Pues lo que acaso haya que hacer con las

    tensiones filosóficas no es tanto tratar de apa-ciguarlas cuanto exacerbarlas, hasta conseguir

    descifrar en ellas el indicio que a no dudarloson de nuestra condición humana».

    Javier Muguerza27

    Si seguimos el consejo de Muguerza, nohabremos de zanjar las controversias dela ética ecológica apelando a una únicaidea de valor intrínseco, aunque tampocodesoír a aquellos que tratan de justificar-las, pues ambas serían formas igualmen-te nocivas de eliminar las «tensionesfilosóficas». Aquí he pretendido «exa-cerbar» la tensión entre aquellos que

    consideran imprescindible la noción devalor intrínseco para prescribir debereshacia la naturaleza y aquellos que, comoyo, la contemplan como un innecesariopleonasmo. He afirmado en consecuen-cia que la significación moral del mundono puede fundarse en una concepción delvalor intrínseco debido a las dificultadespara establecer criterios de instrumenta-lización «razonable» ante los problemasecológicos. Captar la complejidad inhe-

    rente a las relaciones entre organismos yecosistemas no nos proporciona un cono-cimiento exhaustivo del mundo ni, portanto, una aprehensión directa del valorintrínseco de la naturaleza. La ideaimportante aquí es que los criterios paraestablecer la jerarquía de significaciónmoral en el mundo no humano –que sonlos realmente decisivos— están sujetos acambios profundos y acelerados como

    consecuencia, precisamente, de las inter-venciones humanas en el medio, lo quecuestiona de continuo nuestras concep-ciones más arraigadas del valor instru-mental. En otros términos, el problemafundamental que debe afrontar una éticaecológica es la inconmensurabilidad entre nuestras concepciones del valor.No cabe hablar entonces de una «nuevaética», aunque quizá cabría hacerlo deuna ética que asuma la derivación meta-

    ética más importante de la ecología cien-tífica: la incertidumbre epistemológica.

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    A mi juicio, esta incertidumbre viene aenterrar las ilusiones de encontrar unfundamento absoluto para interpretarunívocamente el «sentido» moral delmundo, ya que nos deja completamentesolos ante la responsabilidad de preser-varlo o destruirlo. Gran parte del discur-so de la ética ecológica ha interpretadoesta soledad filosófica de una formaerrónea, cayendo una vez más en la ten-tación de «leer» en el libro de la natura-leza. Por esta razón, la lectura de muchostextos de ética ecológica nos produce la

    sensación de estar dando un espectacularrodeo para llegar, finalmente, a prescrip-ciones morales que bien podrían alcan-zarse en términos de intereses humanos.

    Esto se capta especialmente cuandocontemplamos la ética ecológica desde elpunto de vista de su potencial político. Ala hora de articular institucionalmentedeberes hacia el mundo no humanoobservamos que el cultivo del pluralismoaxiológico, que es un valor fundamental

    de las sociedades contemporáneas, exigeintegrar tales deberes como parte de una«vida buena», como cuestiones de justi-cia social o como obligaciones hacia lasgeneraciones futuras.28 En otras pala-bras: la neutralidad entre las diferentesconcepciones del bien, como valor cen-tral de ese pluralismo, adquiere unadimensión diferente ante los problemasecológicos, pues éstos transforman ine-

    vitablemente nuestras ideas establecidasel bien y de la justicia. Si contemplamosla cuestión ecológica en esta dimensiónmás «política», la tarea del filósofo nohabrá de ser ya la de «exacerbar» las ten-siones sino, en cierto modo, «apaciguar-las», al menos entre los filósofos de laecología, quienes recuerdan con demasia-da frecuencia a las liebres que discutíanacerca del pedigrí de los perros que haciaellas se lanzaban. Como decía John

    Rawls, una de las tareas fundamentales dela filosofía política, que él denominaba su

    «papel práctico», ha de ser «fijar la aten-ción en las cuestiones profundamentedisputadas y ver si, pese a las aparien-cias, puede descubrirse alguna base sub-yacente de acuerdo filosófico y moral».De no ser así, como parece suceder entrelos defensores y los detractores del valorintrínseco de la naturaleza, Rawls creíaen la filosofía política como un mediopara que «al menos pueda limitarse ladivergencia de opinión filosófica y moralque está en la raíz de las políticas divisi-vas, de tal modo que todavía pueda man-

    tenerse la cooperación social entre ciuda-danos sobre la base del respeto mutuo».29Este espíritu pragmático nutre discursosecológicos como la «hipótesis de la con-vergencia» de Bryan Norton, quien estáconvencido de que el monismo ético queha perseguido gran parte de la filosofíaecológica, con el convencimiento de queello serviría para dar fuerza al movimien-to verde, se ha revelado como una estra-tegia errónea.30 Norton muestra cómo las

    propuestas políticas de las distintascorrientes y movimientos de la familiaecologista no difieren tanto como dan aentender sus fracturas teóricas. De ahí que muchas de las estrategias de acciónpolítica puedan justificarse apelando aintereses humanos y que carezca de sen-tido la distinción entre ecología «profun-da» y «superficial». Los intentos deencontrar una noción última de valor

    intrínseco que actúe como un «talismánmoral» y que descanse en «verdadesautoevidentes» se inscriben en esta erra-da concepción de la ética ecológica.31

    Estoy básicamente de acuerdo conNorton en la posibilidad de justificar lamayoría de propuestas ambientales ape-lando solamente a «intereses humanos».Como ya he dicho, esto supone hacersecargo de la inconmensurabilidad entrelas diferentes concepciones humanas del

    valor y, por tanto, establecer prioridadesentre necesidades y deseos. Plantear de

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    esta forma la cuestión ecológica permitecrear un espacio amplio de entendimien-to entre las posiciones de antropocentris-mo ético ecológicamente «ilustradas» yel biocentrismo moderado. La aportacióndecisiva de este último, como hemoscomprobado en el caso de las propuestasde Attfield y Goodpaster, es situar lavida y su conservación como principiode consideración moral. Desde mi puntode vista, este principio posee, sin necesi-dad de vincularse con una esquivanoción de «valor intrínseco», un poten-

    cial evidente en forma de lo que denomi-no «principio de reversión de la carga dela prueba». Este principio operaría comoel fundamento ético de la estipulación dederechos ambientales para los sereshumanos y como inspirador de la legisla-ción ambiental. El principio descansa,fundamentalmente, en un criterio pru-dencial que establece que aquellos queemprendan intervenciones en el mediohan de mostrar por adelantado que tales

    intervenciones proporcionan alguna cla-se de valor superior al que perdemos conellas. Este principio de responsabilidadpor la destrucción ambiental tendría quehacer frente a los problemas derivadosde la inconmensurabilidad y, por tanto, alos problemas de la traducción en térmi-nos de valor instrumental de diferentesclases. Allí donde el valor intrínseco–reservado a los seres humanos y sus

    derechos, incluidos los ambientales— seponga en peligro, ningún valor instru-mental, por elevado que sea, podrá justi-ficarse. Pero, además, la dificultad dehacer conmensurables el valor instru-mental de, por ejemplo, la conservaciónde determinadas especies y la construc-ción de infraestructuras viarias, dejaríade recaer sobre aquellos que se oponen alas intervenciones. En la actualidad,éstos tienen que demostrar que la conser-

    vación aporta más valor que la interven-ción. Pero esa demostración resulta

    imposible porque los términos en los quese mide socialmente el valor son siempredesfavorables para los conservacionistas,sobre todo porque no hay criterios socia-les adecuados para «medir» la irreversi-bilidad ecológica hasta que no se ha pro-ducido. De este modo, las políticas dehechos consumados, como el urbanismocostero en nuestro país, no encuentranobstáculos en su camino, puesto que lademostración de la irreversibilidad suelellegar años después.

    La cuestión fundamental para una

    ética ecológica no es, por tanto, encon-trar una formulación adecuada del «valorintrínseco» de la naturaleza. El verdade-ro problema es que las articulaciones ins-titucionales de las políticas ambientalesno favorecen realmente el pluralismoaxiológico porque dejan fuera una in-mensa gama de concepciones del valorinstrumental respetuosas con la naturale-za al imponérseles la carga de la pruebacuando defienden la preservación de

    especies o hábitats. Por ello es de la ma-yor importancia que entendamos el valorinstrumental como una clase muy ampliade valor que no puede expresarse a tra-vés de un único lenguaje. Generalmente,la literatura ecológica se refiere peyorati-vamente al valor instrumental como elvalor que algo posee «para fines huma-nos», como si la obtención de satisfac-ción o beneficio a través de nuestra rela-

    ción con la naturaleza pusiera ésta enpeligro. Hay aquí un rigorismo ético malentendido que viene a equiparar la explo-tación exhaustiva de la naturaleza comoun mero «recurso» o «materia prima» conmuchas otras acciones encaminadas aprotegerla, que quedan disminuidas por elhecho de apelar a alguna clase de interéshumano (por ejemplo, estético o senti-mental).32 Los fines e intereses humanosson muy diversos, así como los medios

    para satisfacerlos. Por ejemplo, no es lomismo talar un bosque por completo para

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    enriquecerse rápidamente que entresacarlos mejores árboles mientras se plantanotros nuevos. Tampoco se mide igual elvalor instrumental que otorgamos al bos-que como «almacén» de madera que elvalor instrumental que le atribuimoscomo proveedor de paz espiritual, goceestético o sublimación mística. Y, porsupuesto, el valor instrumental que se leatribuye en todos estos sentidos expues-tos difiere de su valor instrumental comoproveedor de un hábitat adecuado paraciertas especies animales, como ecosiste-

    ma que absorbe gases nocivos o que evi-ta la erosión del suelo, etc. Como vemos,hay una gran variedad de concepcionesinstrumentales del valor y gran parte deellas son inconmensurables entre sí: noadmiten una gradación cardinal, aunquede continuo nos veremos impelidos aestablecer una ordenación jerárquica porlas exigencias de satisfacción de nuestrasnecesidades y deseos.

    Por tanto, ¿es realmente necesario,

    para estipular deberes ecológicos, queestablezcamos un criterio de valor intrín-seco que otorgue a la naturaleza valorcomo «fin en sí»? ¿No incurriremos conello en un pleonasmo innecesario? Si de«apaciguar tensiones» se trata, hemos dearticular criterios de valoración ecológi-ca que prescindan de la noción de valorintrínseco. Hemos de considerar que,incluso cuando somos extremadamente

    respetuosos con la naturaleza por razo-nes espirituales «profundas», estamosextrayendo alguna clase de utilidad  yque ello no convierte nuestras accionesen moralmente «incorrectas». No impor-ta que mis razones apelen a argumentosmás o menos «instrumentalistas» o«intrínsecos»: lo que realmente importaes que las prescripciones morales de res-peto hacia la naturaleza conduzcan a laprotección adecuada de los derechos e

    intereses de las generaciones presentes yfuturas de seres humanos que deberán

    conservar sus oportunidades de elec-ción.33 Un principio semejante servirápara establecer un criterio jerárquicogeneral que determine qué concepcionesinstrumentales del valor han de serrechazadas. Para que una ética ecológicapueda responder con firmeza a la fe cie-ga en la prometeica posibilidad de susti-tución o de creación de sucedáneos bas-tará en principio con prescribir deberesecológicos desde la formulación origina-ria del imperativo kantiano y restringir lanoción de valor intrínseco al ámbito hu-

    mano. Dado que nos superponemosgeneracionalmente a través de los siglos,el imperativo no sólo ha de regir en elpresente, sino indefinidamente hacia elfuturo. Podemos afirmar que la naturale-za es sólo un medio para nuestros finessiempre que entre éstos tenga un lugarprivilegiado mantener una relación derespeto hacia ella. Hay aquí un lugarde encuentro para las posiciones aristoté-licas y kantianas que no tengo espacio

    para desarrollar convenientemente. Peroes evidente que los males más graves,como el calentamiento global o la deser-tización, no son sino atentados contra lahumanidad, especialmente contra losderechos de los habitantes de los paísesmás pobres y de nuestros descendientes.Una vez que se reconocieran derechosambientales, semejantes males comenza-rían a retroceder y de ello se beneficiaría

    indirectamente el mundo no humano.No obstante, puede argumentarse quela extinción de ciertas especies, cuya uti-lidad para los seres humanos dista de estarclara, posiblemente no acarrearía el in-cumplimiento de deber moral alguno des-de el punto de vista kantiano ni desde unaconcepción aristotélica de las virtudesecológicas. Esta es una seria objeción que,sin embargo, podría contrarrestarse me-diante un biocentrismo moderado que

    propone «cargar» la responsabilidad dela prueba sobre aquellos que promuevan

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    la extinción de tales especies, los cualesse verían obligados a demostrar que noexisten razones para preservarlas antesde proceder a su destrucción. Con ello,los organismos vivos, como pretendenlos biocentristas, serían merecedores deconsideración moral mientras no hubie-ra razones para convertirlos en mediospara fines humanos (o de otros organis-mos). Pero obsérvese que, incluso eneste caso, puede elaborarse un argumen-to que apela a intereses humanos para justificar la protección. Pensemos en

    organismos vivos que no aportan, apa-rentemente, bienestar alguno a los sereshumanos, como podrían ser las cucara-chas. Es complicado elaborar un argu-mento que demuestre el bienestar quenos procuran, pero no lo es más que afir-mar su valor intrínseco o convertirlas envida que debemos «reverenciar». A buenseguro, una minoría de entomólogos sen-tirán pasión por ellas y, probablemente,este es ya un argumento de peso para que

    no exterminemos la última cucaracha.Pero imaginemos que tales entomólogosseñalaran indicios fiables de que lascucarachas y sólo ellas producen ciertasustancia que puede emplearse paracurar una enfermedad grave. De pronto,el valor de las cucarachas para los sereshumanos se eleva enormemente, hasta elpunto de que exterminarlas significaatentar contra la humanidad. Pues bien,

    este es un argumento suficiente para noexterminar especie alguna: el exterminiode una especie es irreversible y con élperdemos para siempre el valor  posibleque tendría en el futuro para fines huma-nos. La incertidumbre ecológica, querecalca los límites de nuestra razón cien-tífica, aconseja adoptar un principio pru-dencial de conservación puesto que aúnestamos descubriendo el alcance denuestra relación con el mundo y cabe la

    posibilidad de que las generaciones futu-ras descubran el valor de las cucarachas.No deberíamos privarles de la oportuni-dad de hacerlo si valoramos a los sereshumanos futuros como fines en sí. Contodo, se podrá replicar que los organis-mos individuales quedan desprotegidos,es decir, puedo matar cuantas cucarachasdesee mientras esté seguro de que noestán en peligro de extinción ni curanenfermedades. No obstante, creo que encasos como éste una teoría que afirme elvalor intrínseco de las cucarachas no

    resultará más convincente para detener alexterminador que un argumento indirec-to en la estela kantiana. Me temo que encasos como éste, si pretendemos prote-ger a las cucarachas, cualquier ética eco-lógica habrá de adoptar un tono emoti-vista más o menos explícito y prescindirde razones últimas.34

    En definitiva, el «principio de rever-sión de la carga de la prueba» deberíaser especialmente contemplado cuando

    esté en juego el bienestar y los derechosde seres humanos. Éstos han de conce-birse progresivamente en un sentido másamplio, hasta abarcar derechos ambien-tales.35 Ello implicaría otorgar mayorsignificación moral a las necesidades delas generaciones futuras que a la satis-facción de nuestros deseos presentes, loque se antoja como una tarea enorme-mente ardua pero ineludible.36 Con todo,

    las distintas concepciones del valorintrínseco podrán continuar disputandoentre sí, aunque sea a riesgo de consti-tuirse como «doctrinas comprehensi-vas» o de eludir problemas fundamenta-les; ello contribuirá, a buen seguro, a lasana «exacerbación de las tensiones filo-sóficas». Pues los fines humanos —yentre ellos el filosofar libre de trabas—han de ser los primeros merecedores derespeto.

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    1 Émile Cioran, «Adiós a la filosofía», en Adiós a la filosofía y otros textos, (prólogo y selec-ción de Fernando Savater), Madrid, Alianza, pp.129-130.

    2 El uso de expresiones como «ética clásica» o«tradicional», «pensamiento convencional» o «cul-tura occidental» es muy frecuente en la literatura dela ética ecológica (sobre todo la ecocéntrica) paracombatir el antropocentrismo. Bajo ellas sueleincluirse el platonismo, la tradición judeocristianay el racionalismo filosófico heredero de la Ilustra-ción.

    3 Tomo prestada la expresión «consideración

    moral» de Kenneth E. Goodpaster, ‘On BeingMorally Considerable’, Journal of Philosophy, 75,1978, pp. 308-325. Hay traducción castellana a car-go de Laura E. Manríquez: «Sobre lo que merececonsideración moral», en Margarita Valdés (comp.), Naturaleza y valor. Una aproximación a la éticaambiental, México D.F., UNAM-FCE, 2004, pp.147-168.

    4 Véanse Aldo Leopold, ‘The Land Ethic,’enAndrew Light and Holmes Rolston III (eds.), Envi-ronmental Ethics. An Anthology, Oxford, Black-well, 2003, pp. 38-46 y Richard Sylvan (Routley),‘Is There a Need for a New, an Environmental,

    Ethic?’, en ibid., pp. 47-52. Hay dos versiones encastellano del texto de Leopold: «La ética de la tie-rra», (traducción de Isabel Lucio-Villegas), enAldo Leopold, Una ética de la tierra, (edición,introducción y notas de Jorge Riechmann), Madrid, LosLibros de la Catarata, 2000, pp. 133-156; y, conel mismo título, la traducción de Alicia HerreraIbáñez en Margarita Valdés (comp.), op. cit., pp.25-44.

    5 Véase Robin Attfield, «El ámbito de la morali-dad», en José Mª García Gómez-Heras, (coord.): Éticadel medio ambiente: problema, perspectivas, histo-ria, Madrid, Tecnos, 1997, pp. 71-88. La posición

    utilitarista clásica en defensa de los animales seremonta a Bentham, aunque encuentra formulaciónreciente en la obra de Peter Singer, Liberación ani-mal, Madrid, Trotta, 1999.

    6 Kenneth Goodpaster, op. cit., p. 149. Véanseasimismo Paul W. Taylor,  Respect for Nature. ATheory of Environmental Ethics, Princeton (Nva.Jersey), Princeton University Press, 1986; RobinAttfield, The Ethics of the Environmental Concern,Athens (Georgia), University of Georgia Press,1983/1991 y Environmental Ethics. An Overview for the Twenty-First Century,Oxford, Polity, 2003.

    7 Véase Holmes Rolston III, «Ética ambiental:

    valores en el mundo natural y deberes para con él»,en Margarita Valdés (comp.), op. cit., pp. 69-98

    (traducción de Laura E. Manríquez). Las teoríasecocéntricas más relevantes son la «Ética de la Tie-rra» de Aldo Leopold, John Baird Callicott o elpropio Rolston y la deep ecology («ecología pro-funda») promovida por el filósofo noruego ArneNaess. Una muestra suficiente de sus posiciones laencontraremos en John Baird Callicott, In Defenseof the Land Ethic: Essays in Environmental Philo-sophy, Albany, State University of NY Press, 1989;Bill Devall y George Sessions,  Deep Ecology: Li-ving as if Nature Mattered, Salt Lake City, PeregrineSmith Books, 1985; y Arne Naess, Ecology, Com-munity, and Lifestyle, Cambridge, Cambridge

    Univ. Press, 1989. En la antología antes citada acargo de Margarita Valdés se recoge la traducciónde textos de estos autores.

    8 Véanse John O’Neill, Ecology, Policy and Politics. Human Well-Being and the Natural World,Londres, Nva. York, Routledge, 1993, p. 9 y ‘TheVarieties of Intrinsic Value’, en Andrew Light andHolmes Rolston III (eds.), op. cit., p. 132.

    9 Fritjof Capra, La trama de la vida. Una nue-va perspectiva de los sistemas vivos, Barcelona,Anagrama, 1998, p. 29, subr. mío. En la ‘deep eco-logy platform’ se afirma el valor intrínseco del«florecimiento de la vida humana y no humana en

    la Tierra»; que «la riqueza y la diversidad de for-mas de vida son valores en sí mismos» y que «loshumanos no tienen ningún derecho a reducir esariqueza y diversidad, excepto para satisfacer nece-sidades vitales» (cf. Arne Naess, «La crisis delmedio ambiente y el movimiento ecológico profun-do», en Margarita Valdés, op. cit., pp. 220-221).

    10 Véase John O’Neill, ‘The Varieties of Intrinsic Value’, cit., pp. 138-139.

    11 Con ello se confunden las afirmaciones rela-tivas a la  fuente del valor con las relativas a suobjeto. Véase ibid., p. 132.

    12 Holmes Rolston III, op. cit., pp. 92 y 97. Cf.

    p. 82: «Una especie existe; la especie debe existir.La ética ambiental debe hacer estas aseveracionesy pasar cautelosamente de la biología a la ética»; p.84: «La unidad idónea de sobrevivencia (sic) es elnivel apropiado para la importancia moral»; y p.90: «El desafío es encontrar un modelo claro decomunidad y descubrir una ética para él; una mejorbiología para una ética mejor.»

    13 Javier Muguerza, «De la materia a larazón», en  Desde la perplejidad, Madrid, FCE,1990, p. 539. Véase asimismo «Filosofía y diálo-go», en op. cit., p. 94 y  La razón sin esperanza,Madrid, Taurus, 1986.

    14 Así reza la definición de valor intrínseco pro-porcionada por Robin Attfield en su Environmental

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    Ethics, cit., p. 197: ‘The kind of value that a thinghas when it is valuable because of its very nature.’

    15 Es importante subrayar que me refiero

    exclusivamente al valor moral. Por supuesto queotros seres «valoran», pero lo hacen en contextosmuy diferentes. Aquí sólo nos interesa indagar quésentido ético tiene la noción de valor intrínseco ysu posible relación con la estipulación de deberesmorales hacia la naturaleza.

    16 Immanuel Kant, Fundamentación de lametafísica de las costumbres, Madrid, Espasa-Cal-pe, p. 104.

    17 Immanuel Kant, «De los deberes para conlos animales y los espíritus», en Lecciones de ética,Barcelona, Crítica, 2002, p. 287.

    18 Ibid., p. 288.19 Véase Tom Regan, «¿Se basa en un error la

    ética ambiental?», en Margarita Valdés, op. cit., pp.119-146, esp. pp. 141-142. Regan distingue tresclases de teoría ética ecológica basadas en lanoción de valor intrínseco. A saber: «teorías delvalor intrínseco basadas en estados mentales»,basadas en «estados de cosas» y basadas en «finesen sí mismos».

    20 Ibid., p. 134.21 Véase Robin Attfield, The Ethics of the Glo-

    bal Environment, Edimburgo, Edimburgh Univer-sity Press, 1999, pp. 27-28.

    22 La distinción entre «consideración moral»

    (moral considerability) y «significación» o«importancia moral» (moral significance) es esta-blecida en Kenneth E. Goodpaster, op. cit., p. 151,para quien el «criterio de importancia moral [...]pretende regir los juicios comparativos de ‘peso’moral en casos de conflicto».

    23 Véase John Rawls, El liberalismo político,Barcelona, Crítica, 1993/2004, p. 43: «Una con-cepción es plenamente comprehensiva si abarca atodos los valores y virtudes reconocidos en un sis-tema articulado con precisión; mientras que unaconcepción es sólo parcialmente comprehensiva sise limita a abarcar un determinado número de valo-

    res y virtudes no políticos y está vagamente articu-lada. Muchas doctrinas religiosas y filosóficasaspiran a ser a la vez generales y comprehensivas.»A mi juicio, las perspectivas bio y ecocéntricas nopueden articularse de otro modo más que «compre-hensivamente».

    24 Cf. Robin Attfield, The Ethics of the GlobalEnvironment, cit., p. 39, trad. mía. Con anteriori-dad, Attfield sostenía una idea bastante similar delvalor intrínseco (cf. The Ethics of EnvironmentalConcern, cit., p. xvii).

    25 De hecho, Attfield defiende una ética subs-tantiva secular basada en la stewardship tradition

    –con raíces en la tradición judaica, cristiana e islámi-ca— que contempla al ser humano como «albacea»

    o «fideicomisario» del planeta y que, a mi juicio,admite una lectura en clave antropocéntrica quepropone una «instrumentalización responsable» de la

    naturaleza. Por otro lado, entre los méritos de Att-field hay que consignar que no aspira a revocar la«ética tradicional», como ilusoriamente pretendenlos deep ecologists, y que mantiene el respeto delpluralismo axiológico que caracteriza el mundocontemporáneo como un punto central de su teoría.

    26 No hay espacio aquí para tratar a fondo lascuestiones relativas a cómo una ética ecológicadebe tratar de proporcionar criterios razonablespara intervenir en los ecosistemas y definir el sufri-miento «gratuito». De hecho, biocentristas y eco-centristas disputan, a veces enconadamente, sideben tener prioridad los organismos individuales

    o la estabilidad ecosistémica en la gestión de losparques naturales. En esta clase de debates seadvierte con gran claridad, a mi juicio, cómo elantropocentrismo ético es inevitable; pues en ladecisión final tendrán sólo un peso limitado los cri-terios «objetivos» invocados por ambos.

    27 Javier Muguerza, «Filosofía y diálogo», cit.,p. 107.

    28 Véanse, respectivamente, la propuesta aris-totélica de John O’Neill en Ecology, Policy and Politics, cit., así como las reformulaciones contrac-tualistas de Andrew Dobson, en  Justice and theEnvironment. Conceptions of Environmental Sus-

    tainability and Dimensions of Social Justice,Oxford, Oxford Univ. Press, 1998 y Brian Barry,en ‘Sustainability and Intergenerational Justice’, enAndrew Dobson (ed.), Fairness and Futurity.Essays on Environmental Sustainability and Social Justice, Oxford / Nva. York, Oxford Univ. Press,1999, pp. 93-117.

    29 John Rawls,  Justicia como equidad. Unareformulación, Barcelona, Paidós, 2002, pp. 23-24.

    30 Véase Bryan G. Norton, Toward Unity Among Environmentalists, Nueva York, OxfordUniversity Press, 1991, esp. pp. 220-243.

    31 Ibid., p. 235. Con todo, Norton no escapa a

    la cacofonía del valor intrínseco, pues denomina«intrinsic value» al «valor objetivo» y reserva eltérmino «inherent value» para el «valor no instru-mental». A su juicio, la diferencia entre ambos esepistemológica, no moral. El «valor intrínseco»(objetivo) es «anterior a la conceptualizaciónhumana, es descubierto», mientras que el «valorinherente» (no instrumental) es « postulado dentrode una teoría o cosmovisión humana» (trad. mía).

    32 Esta es la sensación que produce el biocen-trismo deontológico de Paul W. Taylor, quien da aentender que cualquier acción que no proceda deuna «buena y pura voluntad» arraigada en la bio-

    centric outlook, no es una acción «respetuosa» conla naturaleza. Véase Respect for Nature, cit.

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    33 Véase Brian Barry, op. cit. y los artículoscontenidos en la sección «La ecología y los límitesdel liberalismo» de la  Revista Internacional de

    Filosofía Política, nº 13, Madrid, julio 1999, pp.11-117.

    34 No analizo, por razones de espacio, casosmás complicados, para los que probablemente unargumento basado exclusivamente en intereseshumanos resulte insatisfactorio, como puede ser elsacrificio de toros de lidia. En este caso, los aficio-nados a las corridas de toros argumentarán que subienestar depende del sacrificio de los animales,con lo que parecerá necesario apelar al valor intrín-seco de la vida de los toros para defenderlos ante

    los intereses de aquéllos. Pero cuando el número dedetractores sea lo suficientemente numeroso –porlas razones últimas que sean— un argumento utili-

    tarista, sumado al «principio de reversión de la car-ga de la prueba», bastaría para justificar su prohi-bición, puesto que el bienestar de la mayoríadependerá de que los toros dejen de sufrir.

    35 Véase Tim Hayward, «Derechos constitu-cionales medioambientales y democracia liberal»,en  Revista Internacional de Filosofía Política, nº13, cit., pp. 65-82.

    36 Un buen punto de partida es el orden deprioridades estipulado por Andrew Dobson, en Jus-tice and the Environment, cit., p. 39.