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DIECIOCHO 37.1 (Spring 2014) 7 ‘NEITHER HERE NOR THERE.’ PRESENCIAS INCÓMODAS Y ADULTERACIÓN EN EL TEATRO DEL XVIII ESPAÑOL SARA MUÑOZ-MURIANA Dartmouth College “¡Qué cansada vengo, y qué molida! Vaya, vaya, que está la calle Mayor con tanta gala y primor que casi pasa de raya” (Fernández de Moratín, La petimetra 242) “ ‘¿Y mi cuñada?’ ‘En las Arrecogidas.’ ‘Hizo bien, que bastante anduvo suelta’” (Cruz, Manolo 237-38) “Se ha perdido una muchacha, paseando por el Prado, y buscándola el cortejo se la encontró en San Fernando…. Se ha perdido la inocencia de una niña de quince años y no han podido encontrarla por más que la andan buscando” (Laserna, “El diario” 55) Como son los hombres para lo público, assí las mugeres para el encerramiento: y como es de los hombres el hablar y el salir a la luz, assí dellas el encerrarse y encubrirse (Fray Luis de León, La perfecta casada 98) En su estudio sobre la novela urbana moderna, en un itinerario que sin respetar orden cronológico alguno arranca en Varsovia con la novela de 1945 The Family Moskat y concluye en el Londres de 1925 de Mrs Dalloway, Hana Wirth-Nesher apunta a la calle como espacio cultural emergente, extremadamente relevante en la construcción del sujeto moderno. Sin desplazar completamente al ámbito privado del hogar, ambos escenarios interactuan y se mezclan, desafiando cualquier demarcación y categoría fija, lo cual no sólo tendrá poderosos efectos de subjetivación en el individuo que los transite, sino también en la temática y forma de la novela. Si bien en la novela de los siglos XVIII y XIX el hogar es todavía tradicionalmente construido como entorno que, aislado del exterior, proporciona estabilidad y refugio al individuo, en la novela moderna del siglo XX –señala Wirth- Nesher—ambas esferas confluyen, se confunden, estableciéndose un flujo continuo entre ámbito privado y público, hogar y calle, en una relación altamente conflictiva en la que el hogar es infiltrado por el exterior y la calle es a su vez “domesticated” esto es, invadida por todo aquello perteneciente hasta ese momento a la existencia privada (18-20). Volume 37.1 Spring, 2014 The University of Virginia

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 DIECIOCHO 37.1 (Spring 2014) 7

‘NEITHER HERE NOR THERE.’ PRESENCIAS INCÓMODAS Y

ADULTERACIÓN EN EL TEATRO DEL XVIII ESPAÑOL

SARA MUÑOZ-MURIANA

Dartmouth College “¡Qué cansada vengo, y qué molida! Vaya, vaya, que está

la calle Mayor con tanta gala y primor que casi pasa de raya”

(Fernández de Moratín, La petimetra 242)

“ ‘¿Y mi cuñada?’ ‘En las Arrecogidas.’ ‘Hizo bien, que bastante anduvo suelta’”

(Cruz, Manolo 237-38)

“Se ha perdido una muchacha, paseando por el Prado, y buscándola el cortejo se la encontró en San Fernando…. Se ha

perdido la inocencia de una niña de quince años y no han podido encontrarla por más que la andan buscando”

(Laserna, “El diario” 55)

Como son los hombres para lo público, assí las mugeres para el encerramiento: y como es de los hombres el hablar y el salir a la

luz, assí dellas el encerrarse y encubrirse (Fray Luis de León, La perfecta casada 98)

En su estudio sobre la novela urbana moderna, en un itinerario que sin

respetar orden cronológico alguno arranca en Varsovia con la novela de 1945 The Family Moskat y concluye en el Londres de 1925 de Mrs Dalloway, Hana Wirth-Nesher apunta a la calle como espacio cultural emergente, extremadamente relevante en la construcción del sujeto moderno. Sin desplazar completamente al ámbito privado del hogar, ambos escenarios interactuan y se mezclan, desafiando cualquier demarcación y categoría fija, lo cual no sólo tendrá poderosos efectos de subjetivación en el individuo que los transite, sino también en la temática y forma de la novela. Si bien en la novela de los siglos XVIII y XIX el hogar es todavía tradicionalmente construido como entorno que, aislado del exterior, proporciona estabilidad y refugio al individuo, en la novela moderna del siglo XX –señala Wirth-Nesher—ambas esferas confluyen, se confunden, estableciéndose un flujo continuo entre ámbito privado y público, hogar y calle, en una relación altamente conflictiva en la que el hogar es infiltrado por el exterior y la calle es a su vez “domesticated” esto es, invadida por todo aquello perteneciente hasta ese momento a la existencia privada (18-20).

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T h e U n i v e r s i t y o f V i r g i n i a

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Muñoz-Muriana, "Presencias incómodas en el teatro del XVIII" 8

En su estudio, Wirth-Nesher no explora texto español alguno, pero si lo hiciera, tendría que hacer notar que en España no habría que esperar al siglo XX para que se produzca tal intersección. A lo largo del XVIII, especialmente en su segunda mitad, encontramos ya numerosos exponentes literarios que, bajo forma teatral, ofrecen este encuentro espacial. Es cierto que el escritor puja por ofrecer una representación maniquea de la dialéctica hogar-calle, en tanto que el primero quiere ser construido como refugio de los peligros que representa el segundo. Enclave protector de la tradición y del orden familiar y social, el hogar se revela como esa celda de la reclusión que en términos pascalianos proporciona seguridad y, en la terminología de la época, recato y encogimiento. Pero este espacio potencialmente seguro dejará de serlo al ser frecuentemente permeado, invadido e infiltrado por la calle la cual, en un movimiento recíproco, se verá a su vez contagiada por el interior, produciéndose así una adulteración entendida en su sentido más amplio como mezcla y alteración: cuando se acerca una cosa hacia otra de naturaleza completamente distinta a ella con el fin de alterarla y corromperla, o en palabras de Jo Labanyi, “the mixing of things that should be kept apart” (55). El uso de la palabra “cosa” o “thing” para definir la adulteración es altamente pertinente en nuestro estudio, el cual se centra en los procesos adulteradores desencadenados por la figura femenina, la cual es referida comúnmente en los textos de la época como “cosa”.1 Será por ello que, tal y como rezan las citas que encabezan este trabajo, los movimientos físicos de Jerónima la petimetra en la calle Mayor, de la cuñada del personaje de Manolo en las calles o de esa muchacha perdida en el Prado como lee la tonadilla de Laserna, se perciban como actos de transgresión y

                                                                                                               1Uno de los ejemplos más palmarios de tal cosificación se da en La petimetra (1762) de Nicolás Fernández de Moratín, en la que los personajes masculinos se referirán constantemente a Jerónima, sujeto portador del discurso de rebelión, como objeto del que tomar posesión que “no vale más de 4 reales” (202), o una “cosa que es mía” (206), como afirma Damián. Esta “cosa” desafía las convenciones sociales al salir de su encerramiento y cobrar una visibilidad pública, corrompiendo en el camino su naturaleza virtuosa. De ahí que la cosificación tenga el objetivo de, no sólo empequeñecer al sujeto femenino para controlarlo, sino también desnaturalizarlo y desfamiliarizarlo como expresión del malestar que produce al escritor la adulteración iniciada por el mismo. La presencia de la mujer en la calle, percibida como una desviación y fisura en la dominación masculina, es revestida del mismo lenguaje de la sumisión para asegurar la dependencia: en el sainete de Ramón de la Cruz “Los picos de oro” (1765) Jacobo reconoce el gusto en el paseo “de tener una bella muchacha al lado y que todos la miren a mí sujeta” (131). En la calle la mujer es construida por el ojo masculino como objeto de culto a ser mostrado y admirado, inerte y sumiso, esto es, una cosa de la que tomar posesión para ser expuesta, la misma representación que se hace de ella en el interior del hogar.

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violación de los límites, y se traduzcan en el texto como presencias incómodas y problemáticas, conducentes al desorden social según el escritor de la época quien, todavía heredero de la discursividad frayleoniana, añora el encerramiento femenino como medida para preservar el orden, la virtud y la inviolabilidad de jerarquías.

El presente trabajo examina el concepto de adulteración desde una perspectiva espacial y de género a partir de una serie de textos de la segunda mitad del XVIII –comedias, sainetes y tonadillas— los cuales revelan cierta perturbación ante la mezcla incómoda que arrancando en el interior del hogar, espacio privativa y esencialmente femenino en la mentalidad de la época, se desplaza al exterior en un movimiento desencadenado por los pasos femeninos. Este desplazamiento despertará la atracción e interés del escritor –de ahí la recurrente construcción que se hace del mismo y el papel central que le concede en la obra— pero también la preocupación pues, tal y como argumenta Labanyi, “fluidity provides an image of the lack of differentiation that is both desired and feared” (55). La mezcla, como toda adulteración, lleva inherente la idea de fluidez y movimiento el cual, iniciado por los pasos de los sujetos que cruzan las líneas divisorias entre ambos entornos y que se ubican simultáneamente en el interior y el exterior, apunta a una sociedad en transformación cuyas fronteras –de las cuales tomamos el hogar y la calle como sinécdoque— dejan de estar nítidamente demarcadas para empezar a desmoronarse, cuestionando una serie de categorías hasta ahora fijas y estáticas que piden ser reinterpretadas y recontextualizadas en la sociedad moderna. Este estudio es especialmente relevante a la luz de una época que, aunque de mentalidad reformista y progresista, se encuentra fuertemente embebida en una ideología rousseaniana que aboga por una rígida separación de los espacios y el necesario mantenimiento de fronteras entre el afuera y el adentro para el buen funcionamiento de la sociedad. Será por ello que el concepto de adulteración, negativa y conscientemente elegido como portador de fuertes implicaciones sociales que trascienden el espacio textual, se revela ideal para problematizar la demarcación entre el afuera y el adentro y extrapolarla a otros binomios fronterizos muy de moda en la sociedad dieciochesca: el centro y la periferia; la ciudad y el campo; lo social y lo natural.

En los procesos de adulteración provocados por los pasos femeninos, espacios liminales como la puerta, ventana o verja, situados en el umbral entre el exterior y el interior, jugarán un papel esencial en los textos bajo estudio. A veces simplemente a través del poder de la mirada, estos espacios intermedios invitan a la mujer a experimentar y proyectarse en un mundo exterior, fomentando la movilidad y fluidez, un rasgo perfectamente coherente con la naturaleza transitoria y efímera de la calle a la que sirven de antesala y a la que dan paso. La creciente popularidad y el mayor protagonismo de la calle como espacio social en la producción cultural dieciochesca la define como espacio por excelencia de la modernidad, movible y lábil. En efecto, a lo largo de nuestra peripecia por las siguientes

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páginas, y en el marco del dinámico y fluido proceso adulterador bajo estudio, quedará más que demostrado que no hay que esperar a los siglos XIX o XX para contextualizar la experiencia moderna, sino que la semilla de la modernidad prende, en efecto, en el siglo XVIII a través de su literatura.

En 1789, en una carta a los editores de la revista Memorial literario sobre los efectos perniciosos del lujo, Manuel Romero del Álamo, economista ilustrado y abogado de los Reales Consejos, escribe: “Cuántas mujeres se tropiezan por las calles, perdidas, que podrían haber sido muy útiles a la población, colocadas en el matrimonio…” (102). Lo primero que llama la atención es la oposición que el economista establece entre calle y matrimonio, definiendo éste como reducto físico y contenedor espacial que evita que las mujeres salgan a la calle. Colocadas en el matrimonio, o lo que es lo mismo, intramuros, las mujeres son rentables, útiles a la población. Romero del Álamo participa de un discurso dieciochesco que preconiza educar e instruir a la mujer al servicio de la institución familiar, lo que repercutiría en el buen funcionamiento de la economía nacional. La mujer es contenida intramuros bajo pretextos utilitaristas y teorizaciones económicas por vía del matrimonio el cual, en su dimensión espacial, se erige como equivalente del hogar, o como extensión del mismo. Encontramos numerosos ejemplos de cómo esta alianza hogar-matrimonio en efecto controla y reprime, no sólo a la mujer, sino también al género masculino. En el sainete de 1769 de Cruz “Manolo”, ante la demanda de la Potajera de que le debe casamiento, el protagonista recién regresado de la guerra le contesta muy ufano que “tengo aborrecidas las esposas después que conocí lo que sujetan” (241). En la tonadilla de 1784 “El gurrumino tuerto” Pablo Esteve invierte los papeles de género, tanto en las tareas como en el espacio que ocupan hombres y mujeres, para presentar un atribulado marido que, dedicado a labores domésticas, se lamenta y advierte a otros hombres: “Maridos, escarmentad, que a esto y a más nos reduce la carga matrimonial” (65). Esta queja, extendida al género masculino, llama a la (re)inversión de papeles y a la puesta de cada cosa en su sitio, esto es, mujer en espacio privado, como efectivamente sucede en el desenlace de la tonadilla. Aunque de forma poco convencional puede pertenecer al ámbito masculino,2 la domesticidad sigue teniendo un fuerte componente sexuado y así suelen ser femeninos los personajes colocados en espacios interiores, con el fin de hacer la obra más prescriptiva y evitar que la mujer se desvíe del camino de la domesticidad. En “Los picos de oro”, doña Elena aconseja a sus amigas durante una tertulia en su casa que no se cieguen con los

                                                                                                               2 Ver el artículo de Susan Fraiman sobre “Shelter Writing” para una desnaturalización y reivindicación de la domesticidad como ámbito que, despojado de cualquier asociación convencional con el género y sexo femenino, destruye toda oposición binaria y fomenta la fluidez espacial.

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petimetres y no se entreguen a pasear por Madrid con cualquiera, pues este acto puede ser catastrófico para cualquier mujer: “Tienes una hija soltera que puede perder, y tú también, que no eres tan vieja” (125). Acto seguido, doña Elena sugiere que, para evitar estas perdiciones, permanezcan encerradas, lejos de la mirada masculina y de las posibles tentaciones del exterior: “Cerrad la media vidriera de esa alcoba y corred bien las cortinas” (126), sugiriendo así que el hogar como espacio cerrado, mantenido aislado del exterior, asegura las buenas apariencias y por tanto la conservación de la virtud femenina. En “La oposición a cortejo” (1773), doña Laura, recién casada con poder de elegir cortejo, renunciará a tal práctica porque “está ya mi albedrío sujeto… a mi marido” (140). El “encogimiento” (137) con el que actua el personaje hace referencia a la ocultación, al encubrimiento y al “recato”, término dieciochesco que no alude tanto a la doncellez y honradez de la dama como a su actitud hacia el espacio público. No en vano doña Laura optará por sujetarse a su marido –y por extensión al hogar— y “no esponerse” (140) en la calle.3

                                                                                                               3 La reticencia “a esponerse” del personaje está íntimamente relacionada con su ocupación geográfica y la mezcla espacial. “Exponerse” hace referencia a las malas lenguas y habladurías de la gente que al ver al personaje en un espacio público, mezclada con un hombre que no es marido, podrían tacharla de adúltera y arruinar su reputación. De hecho, en el siglo XVIII, como bien nos recuerda Esteban de Terreros en su Diccionario castellano, el verbo “exponer” está fuertemente asociado con la idea de lo público y el exterior, con la exhibición y puesta en venta de mercadurías. En esta línea, podría decirse que una mujer que se expone exhibe su cuerpo públicamente, como una mercancía a la venta. En The Inoperative Community, Jean-Luc Nancy define “to be exposed” como “to be posed in exteriority, having to do with an outside in the very intimacy of an inside” (xxxvii). Se desprende de esta definición la misma noción de simultaneidad que caracteriza el proceso de adulteración: el afuera y el adentro, personificados simultáneamente por el mismo sujeto. Para Nancy la cara es el ejemplo más paradigmático de tal simultaneidad: “My face always exposed to others, always turned toward an other and faced by him or her, never facing myself” (xxxvii-viii). La exposición referida por el personaje del sainete alude por tanto a un proceso de adulteración concebido por una joven sumisa y asustadiza como un acto de transgresión que la llevaría a salir al exterior, abandonar el hogar y poner su cuerpo y cara a la vista de otros hombres. En el contexto dieciochesco esto conlleva un riesgo, pues como Terreros documenta, una de las acepciones de “exponer” es “poner en peligro” y por tanto “exponerse” vendría a significar “ponerse en peligro, entrar en él” (135). Una vez más, la idea de movimiento con connotaciones negativas está implícita en esta definición, que alude al abandono de un enclave seguro para entrar a otros ámbitos más arriesgados. De ahí que el marido y el hogar se revelen como opciones deseables para una mujer “encogida” y “resuelta”, como el mismo Cruz indica, a no correr riesgos. Lo mismo aplica a María en La petimetra, quien felizmente dedicada a sus quehaceres domésticos, sale a la calle “tapada” (196) para no ser reconocida.

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Existe por tanto en los textos del periodo una recurrente obsesión por transmitir una imagen bachelardiana del hogar como “felicitous space” (xxxv), enclave cerrado y aislado que consuela y protege la virtud, fidelidad y moralidad femeninas, cualidades que “en sus casas cerradas y ocupadas las mejoran” pero “andando fuera de ellas las destruyen”, como diría en su día Fray Luis (98). Pero esta imagen empieza a cambiar en el siglo XVIII a partir de un fenómeno que marca un claro punto de inflexión a nivel espacial el cual Bridget Aldaraca ha anotado de manera pertinente: “El aislamiento de la mujer dentro del hogar perdió importancia al abrirse las puertas del hogar, no para dejar salir a la mujer a la sociedad, sino para que ésta pudiera entrar” (71). Esta apertura contribuirá enormemente al proceso de adulteración al disolver toda frontera rígida y posibilitar un flujo entre el adentro y el afuera pues, una vez abiertas las puertas para que la sociedad entre, será inevitable que la mujer se sienta tentada a salir, movida por una promesa de libertad y disfrute. El sainete “El chasco del mantón” (1812) de Juan Ignacio González del Castillo pone de relieve este fluir y el malestar que provoca en el sujeto masculino, cuando Tesifón recrimina a su amada Inés que deje entrar a tanta gente en su casa: “Aquí se junta una turba de mozuelos a recreo… Ésta baila, aquélla brinca, unas entran y otras salen” (308). Una de las moralejas de este sainete es avisar del peligro de permitir las entradas del exterior a sujetos que por sus prácticas, hábitos y costumbres, poseen el potenciar de alterar la naturaleza sumisa, virtuosa y altamente manipulable de la mujer que habita el interior.

En el breve pero conciso ensayo “Bridge and Door” Georg Simmel define la puerta como la unidad que a pesar de haber sido diseñada “to cut out a part from the continuity and infinitude of space”, en realidad “creates a sort of hinge between the space of man and all that lies outside it”, precisamente superando “the separation between inside and outside” (65). No podría ser más coherente esta caracterización de la puerta con su funcionalidad en las obras teatrales del XVIII español, como espacio que simbólicamente separa y a la vez conecta –puerta pero también puente—que además implica cierta agencialidad por parte del sujeto que la cruza pues, tal y como Simmel resume, la puerta queda definida por el “human activity” (65) que tiene lugar en sus aledaños. Tal actividad queda bien representada por el sainete de 1768 “El fandango de candil” de Cruz, ilustrador ejemplo de las precisiones que caracterizan al espacio de la puerta y su papel en la alteración de la relación entre espacios sociales. La primera parte sitúa la acción en la calle de Lavapiés, donde un grupo de variados tipos de la plebe, liderado por un grupo de majas, se congrega en masa afuera de una casa para demandar con exasperación que les dejen entrar al baile, uno de esos que “tiene guitarra, violín y bandurria, y toda llena de asientos la sala” (144). Hay que entender tales deseos exacerbados en el marco de una filosofía ilustrada que promueve la felicidad terrenal, esto es, la búsqueda de entretenimiento y puro divertimento por vía de nuevas prácticas y costumbres domésticas, entre las que destaca como de las más

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revolucionarias la de recibir a la sociedad en las propias casas bajo la forma de una reunión amenizada con música y baile llamada “sarao” (Martín Gaite 36). Son trece las páginas a lo largo de las cuales el grupo de mujeres puja por atravesar la puerta, la cual finalmente se abre por presión popular, produciéndose una tremenda confusión –choques, tropiezos, voces—intensificada cuando, al penetrar la turba, caen los candiles y la oscuridad. La confusión provocada por la mezcla del adentro –la gente honrada—y el afuera –el populacho— trata de ser remediada con la imposición de cierto orden social: “Aguarden a que pasemos las gentes de circunstancias y luego entrará la plebe si cupiere” (157), dice una de esas “gentes honradas” que también espera entrar en el baile. Pero el caos sólo se apaciguará cuando, al final del sainete, la gente retorne a la calle, espacio al que la “gentuza” pertenece, como insinúa el propio autor (170) en un intento por mostrar los efectos desastrosos de adulterar clases sociales mediante la puesta en contacto de dos espacios sociales.

Con una funcionalidad parecida a la puerta, otra imagen espacial que marca esta infiltración del exterior en el interior, alterando el papel de la mujer en el camino, es el estrado. Lugar físico pero también simbólico, el estrado era un espacio privativamente femenino “elevado por medio de una tarima de corcho o de madera y separado del otro ámbito de la sala mediante unas barandillas” (Martín Gaite 27). A lo largo del siglo XVI servía como separación rígida de los sexos y como Martín Gaite señala, “admitir en este reducto a un caballero suponía una excepcional prueba de confianza” (27). Pero desde el momento en que las puertas del hogar se abren en el XVIII, este mismo baluarte separatista de los sexos y espacios sociales contribuye a establecer una conexión entre ambos. En La petimetra, tras criticar a su prima Jerónima por pasar horas frente al tocador sin “hacer labor”, María resume lo que debe ser una mujer de bien: “Que la que ha de ser mujer de todo debe saber, del estrado y del fogón” (165). El personaje identifica a la mujer de bien como moradora de ambos espacios interiores, pero mientras el fogón, sitio de la cocina donde preparar el abastecimiento familiar, sí responde a una tarea femenina fundamentalmente doméstica, el estrado establece una conexión con el afuera, con la sociedad, como lugar reservado a la mujer donde ésta recibía a las visitas, abriendo la puerta a nuevas prácticas de sociabilidad. Y es aquí donde precisamente reside la naturaleza adulterada de este recinto: ubicado entremedias, el estrado se alza como espacio ambiguo y liminal tal y como Victor Turner entendió el término, en tanto permite el contacto entre el mundo privado y el público. Esta naturaleza liminal, además, se contagia al sujeto que lo ocupa, quien está “neither here nor there” esto es, ni adentro ni afuera, y a la vez en ambos ámbitos, con un pie en el hogar y la mirada en la calle, siempre más allá de cualquier “position assigned and arrayed by law, custom, convention, and ceremonial” (95). Y será por esta posición escurridiza que la entidad liminal y su espacio se revele perturbador e incómodo, pues como Bonnie Sustein señala, “because of their ambiguous, inconsistent quality, liminal

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spaces can feel dangerous” (14). Asimismo lo indican las palabras de Mariano de Nipho, periodista de la época, quien establece un contraste entre prácticas femeninas tradicionales y modernas mediante la nostálgica evocación a tiempos pasados, cuando los espacios estaban más que delimitados: “Dichosos tiempos aquellos de nuestra España cuando en los estrados de las señoras había determinado un prudente, y justo coto la modestia… y aún de lejos, el recato era el que gobernaba el peligroso ejército de los afectos” (65-66). Ahora la presencia de la mujer en el estrado no está regida por la modestia ni el recato, sino por los afectos, lo que apunta a un espacio de mezcla entre hombres y mujeres que se mueven por pulsiones instintivas, siempre peligrosas por ubicarse al margen de lo social. Además, el estrado funciona como ventana al exterior desde la cual la mujer puede acceder a otros mundos, apoderarse de ciertas libertades y conquistar nuevos espacios. Si bien Moratín parece no hacerse eco de esta dimensión transgresora del estrado en La petimetra, no será el caso de Pablo Esteve. En su tonadilla “La cuenta sin la huéspeda” Esteve recrea el cuento de la lechera, ficcionalizado hasta la saciedad por Esopo, Don Juan Manuel o Samaniego, en el personaje de una criada que fantasea con las libertades que le supondrían las ganancias de la lotería. A la mitad de la obra y como síntesis de su prurito de emancipación, la criada exclama: “¡Fuera cocina, y sólo quiero estrado!” (71). El fogón y el estrado ya no están al mismo nivel, sino que mientras el primero pertenece al ámbito privado, el segundo es del público. Con estas palabras, el estrado se revela plataforma de las libertades que las mujeres empiezan a conquistar, relacionadas todas ellas con las salidas a la calle, la exposición y experimentación del espacio público. De hecho, unas líneas antes de expresar sus deseos de estrado, la criada sueña con la oportunidad que la lotería le brindaría de “salir de casa” y tener a su disposición “en montón” una serie de “cortejitos” (71). El estrado convierte así a la mujer en ente deseante que, liderada por ese peligroso ejército de afectos, protagoniza un proceso de adulteración gestado en el interior para ser proyectado y desplazado al exterior.

En esta línea y por su naturaleza liminal, el estrado funciona en los textos de la época como antesala de otros espacios –ventana, reja y balcón— localizados en el umbral entre el adentro y el afuera que definen en sí mismos la adulteración, no sólo porque invitan a relaciones adúlteras, sino porque el sujeto que los habita da rienda suelta a sus deseos a través del posicionamiento simultáneo en ambas dimensiones espaciales, bien con la presencia física o simplemente con la mirada, destruyendo en cualquier caso toda barrera física, social y simbólica que impediría a la mujer moverse y desplazarse al exterior. En el sainete de González del Castillo “La cura de los deseos” (1812), Rosa le cuenta a su esposo el zapatero que al asomarse a la reja, vio pasar por la calle a una señora cuya vestimenta le despierta un poderoso deseo por los zapatos, la saya de seda, el mantón y otras prendas de ropa, en definitiva, por el lujo y excesos materiales que atribularán al marido y lo llevarán a la ruina (285). Deseos de diferente índole sienten las

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vecinas de una calle sin especifidad en el sainete de 1787 de Cruz “Las castañeras picadas”, quienes emplean su tiempo asomadas a la reja de su “casa decente” en espera de los petrimetres que llegan de la calle a cortejarlas (365). Algo parecido ocurre en una tonadilla de 1768 de José Castel en la que un cortejante busca en la calle mujer a la que cortejar y le “quiera acompañar a pasear” (“La maja petardista” 88), encontrándola por fin en una ventana asomada. La petimetra es otro exponente de cómo la reja y el balcón, espacios intercambiables en funcionalidad en muchos de los casos, se articulan como antesala de la calle y concentran las tentaciones de ésta. Jerónima, la petimetra, admite que “a las rejas o al balcón suelo estar siempre” (182) con el fin de agradar, con su apariencia, al galán. Estas mujeres, eternamente asomadas a sus rejas, ventanas y balcones, “neither here nor there” y en estrecha relación con el espacio transgresor que ocupan, anuncian y empiezan a afirmar su presencia física en la calle, llamando a la puerta –sirva el juego de palabras— de costumbres modernas que, frente a las prácticas tradicionales femeninas de comportamiento y sociabilidad, llevarán a la mujer a erigirse como sujeto deseante, enunciador de anhelos materiales y sexuales que contaminarán –adulterarán— al hombre, incitando en palabras de Fray Luis de León en una idea que aún circula en el siglo XVIII, a “corromper los corazones agenos” y “enmollecer las almas de los que las veen” (99).4

El vaivén entre el exterior y el interior alterará la imagen del hogar como concepto estático y pone de relieve que, en palabras de Fraiman, “the private sphere is never sealed off from but is always produced and interpenetrated by the public” (348). Aplicando las teorías modernas de críticos y pensadores del espacio, el hogar deja de ser un “static container to be filled” en términos lefevbiranos (citado en Fraser 11), un reducto vacío que da asiento en sus rincones al sujeto femenino y donde éste desempeña tareas propias de su género, para convertirse en enclave dinámico, abierto al público, por el que desfila una serie de personajes dispares que aparecen y desaparecen, perfilando la identidad femenina en el proceso. El hogar adquiere visos de la calle a la que sirve de antesala como espacio itinerante que se estructura y desestructura, en “una oscilación constante” (Delgado 12), al contacto con los sujetos y acciones de los que la transitan. La procesión de peluqueros, criados, payos, petimetres y pajes en “Las escofieteras” (1773) de Cruz apunta a ese dinámico tráfico que circula

                                                                                                               4 Ni que decir tiene que no es ésta una costumbre novedosa del siglo XVIII, sino que era un tópico recurrente en el teatro de siglos anteriores. Por citar un solo ejemplo, en la obra de Sor Juana Inés de la Cruz Los empeños de una casa (1683) doña Ana reconocerá su enamoramiento de don Carlos al verlo pasar por la calle desde su ventana. En las representaciones dieciochescas, no obstante, la mujer no se contentará con permanecer en la reja a la espera del galán, sino que de este espacio liminal saltará a la calle a buscarlo. De ahí que estos recintos liminales contribuyan y definan en cierto modo el mismo proceso de adulteración.

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libremente entre el espacio privado y el público, alterando las psicologías de los que habitan el primero, quienes se convierten en embaucadores e infringidores de la justicia ante el deseo de los transeúntes por las modas extranjeras. El sainete “Los novios espantados”, también de Cruz, muestra cómo las entradas del peluquero en el hogar y las salidas del paje poseen poderosos efectos de subjetivación en el personaje femenino, el cual reacciona ante estas visitas expresando sus anhelos, formulando una opinión, articulando un conato de discurso feminista y exigiendo el derecho a elección; en definitiva, construyéndose como sujeto moderno.

Este tipo de construcciones textuales apunta ya a la importancia fundamental de la calle en los procesos de adulteración conducentes a procesos formativos. De hecho, llama la atención el número de obras que desplazan su acción del interior al exterior y abren, por ejemplo, en una “calle con una casa, puerta y una reja usual” (“El fandango de candil”) o en “una calle con una puerta de casa decente” (“Las castañeras picadas”). Si bien al abrirse la puerta el hogar se veía infiltrado y adulterado por el exterior, otra importante forma de contaminación tendrá lugar cuando la mujer salga a la calle y, convertida en figura pública, retorne al hogar, impregnándolo de la dimensión pública.

Aunque La petimetra acontece de puertas para adentro, la acción es constantemente permeada y alterada por referencias a la calle como el espacio donde Jerónima adquiere sus malos hábitos o “la malas condiciones” que según su tío heredó de su padre (211). De hecho, las primeras referencias que nos llegan del personaje son espaciales: la petimetra es introducida al lector sentada bajo un árbol “del fresco ambiente gozando” (147) en el Prado, ese sitio ocioso y delicioso como cantan numerosas tonadillas de la época. Allí es donde se entrega a paseos diarios; donde muestra “aquel andar tan airoso” y “aquel chiste y desenfado” (148);5 donde, preocupada de ver y ser vista, saluda coqueta y garbosamente a los galanes; y donde, precisamente, captura la atención de

                                                                                                               5 Aquí “desenfado” funciona como lo opuesto al recato y falta de encogimiento, y una vez más con resonancias espaciales, vendría a referirse a la experiencia del personaje en el espacio público. De hecho, hay numerosas menciones a la forma de andar de Jerónima, la cual no pasa desapercibida a los personajes: Roque, el criado, describirá su estancia en la calle como “presuntuosa”, con un andar “ten con ten cual paso de procesión” (204), esto es, con una gestualidad y aspavientos exagerados; ella misma corrobora tal brío en la calle, cuando presume de que nadie le podrá quitar su “garbo en el andar” (223); de modo parecido, su atribulado tío se lamenta de sus “galanteos, bufonadas y paseos” (213). Todos estos términos referidos al andar se relacionan con el “despejo” que según Martín Gaite apunta a “un horizonte despejado de obstáculos” (119), esto es, vía libre y acceso sin impedimentos a una calle metafórica que abre paso a la conquista de nuevas libertades.

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Damián, quien falto de juicio, se enamora de ella al instante.6 Por estas salidas, Jerónima “en Madrid es conocida” (149), un hecho positivo en un principio que pronto se revela altamente negativo cuando nadie acceda a casarse con ella por motivo de tales exposiciones callejeras (el término en inglés “streetwalker” sería apropiado para describir a un personaje cuyos contoneos corporales y exposición en la calle busque recibir agasajos materiales y despertar deseo en otros hombres, desviándose de la actividad sexual legítima, esto es, la acontecida en el marco del matrimonio).

La ociosidad y holgazanería de la que el personaje hace gala en el espacio público es transportada al interior del hogar, donde el personaje “no hace más que holgar” y “ninguna labor de provecho” (210), quedando este reducto contaminado al albergar a un personaje que pasa el día durmiendo, acicalándose frente al espejo y tomando el desayuno en la cama –una costumbre típica de mujeres casadas, con lo que Jerónima participa así de otro tipo de adulteración, usurpando espacios privados y hábitos que no le corresponden. Todos sus galantes paseos en el exterior, destinados a capturar la atención de las gentes y los cortejantes, se corresponden en el interior con tiempo muerto frente al espejo con el fin de atraer la mirada de los dos hombres que la visitan en casa. En conclusión, y como su tío le recrimina, es un personaje dedicado a la “disolución” (214), término que el diccionario de autoridades define como “libertad de vida, relajación y desorden de costumbres, abandono a todo género de vicio y escándalos”. Es más, cabría interpretar esta “disolución” como un rompimiento o separación de lo que antes estaba unido, a saber, mujer y esfera privada; figura femenina y productividad doméstica. La disolución sería el paso

                                                                                                               6 El juicio como la facultad que permite distinguir lo verdadero de lo falso aparece mencionado de manera recurrente en muchos textos, y es lo que según muchos autores escasea en esta época. No es casualidad que el enamoramiento de Damián acontezca en el Prado, lugar que “deja los sentidos embelesados” (Laserna, “Los signos” 35) y arrebata la capacidad de distinguir el bien del mal. Más adelante, la misma falta de juicio hará que Félix se deje seducir por lo moderno y se enamore de Jerónima, mujer vanal, loca y pura hojarasca. Será la ausencia de juicio lo que permita a las mujeres vestir “sin pudor” o demostrar “valor” en “cafés, Prado y tertulias” como canta Laserna en “Moderna educación” (52), esto es, descaro y atrevimiento, valores considerados modernos en contradicción con el tradicional recato. El buen juicio establece límites entre realidad y apariencia y la falta del mismo contribuye a disolver la línea entre ambas categorías, imponiéndose otros tipos de adulteraciones: la mezcla de valores tradicionales y modernos; de modas que permiten confundir a una dama con una prostituta; de prácticas que permiten a una soltera vagabundear sola por las calles y a una casada dar entrada a su alcoba a un hombre que no es marido. La adulteración, relacionada con la falta de juicio, se revela como la causante de muchas de las ansiedades sobre las que se construyen estos textos.

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previo y necesario para la adulteración: una vez el sujeto femenino se libera de lo que antes la ataba, pasa a mezclarse con otras cosas de naturaleza diferente. Y es precisamente este desplazamiento, de la unión a la disolución, del hogar a la calle, de lo puro a lo contaminado, el que, no libre de crítica y rechazos por parte de múltiples personajes, personifica la petimetra con sus pasos y desplazamientos.

Si tomamos adulteración como desplazamiento, o al menos éste como componente esencial de aquélla, y teniendo en cuenta que la mujer a menudo vuelve al hogar tras callejear, cabría concluir con que no existiría adulteración sin el concepto de hogar, del mismo modo que, como alega Nathalie Bouzaglou en su tesis sobre nación y adulteración en la novela venezolana, “no hay infidelidad si no hay matrimonio, no hay desplazamiento sin la existencia de un hogar al que regresar” (23), una teoría que cobra plena relevancia en nuestro estudio al retomar la equiparación entre hogar y matrimonio establecida por Romero del Álamo. Tiene que existir algo estable a lo que la mujer retorna –el hogar—para que se produzca un desplazamiento y oscilación –la calle como espacio-tránsito—que a su vez sacudirá y alterará la naturaleza fija del hogar. Hogar, en el caso de los textos estudiados, no sería la antítesis de viaje, como argumenta Georges Van Den Abbeele en Travel as Metaphor (xviii), sino un punto de partida necesario para que tal viaje femenino se produzca.

En el sainete de Cruz “El casamiento desigual” (1769), la esposa casquivana y amante de las diversiones “gusta de bailes y fiestas” (177) y anda entre “el fandango y las grescas” (178). Es una “mujer loca” que no se “sujeta fácilmente” (179), pasando su tiempo en la calle o en la puerta “a coger el fresco” (198). Sin ser infiel a su marido, encuentra a su paso galanes que la cortejan, despertando los celos y sospechas de aquél. Sin embargo, tras salir a la calle y entregarse al disfrute, su principal obsesión es regresar a casa para guardar las apariencias; volver a ese “felicitous space” que la proteja de habladurías y malas lenguas. Cuando su marido, cansado de las salidas, cierra la puerta con llave impidiéndole entrar, la esposa se sume en la desesperación más absoluta y pide la muerte antes de perder su honor. Estos deseos por retornar al hogar, así como la circularidad que observamos en el viaje de la petimetra, entrarían en contradicción con las teorías de Giuliana Bruno sobre la circularidad que define el viaje masculino frente a la “dislocation” con que las mujeres experimentan el viaje, el cual no se caracteriza por la “possibility of return” (86). Es cierto que en el deseo por descubrir nuevos territorios a través de la experimentación del espacio público se podría hablar de dislocación en tanto que existe un intento de romper con la sujeción del hogar como concepto estático, pero al mismo tiempo la nostalgia por regresar al hogar está muy presente, aunque a veces no esté articulada como deseo explícito, como es el caso de La petimetra. En “El casamiento” no deja de ser significativo que las súplicas de la esposa no estén motivadas por el prurito de libertad que le concedería la calle, sino por un deseo de estar adentro. Eso sí, a pesar de regresar al hogar y aunque la

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acción teatral culmina donde empezó, esta peripecia circular no ha sido en vano y tiene una serie de consecuencias derivadas de los pasos femeninos: la imagen del hogar se verá alterada y perdiendo su aura íntima y segura, se convierte en “cosa temible” cuya fachada incluso hace “temblar” al hombre (179), quien vendría a desarrollar una ansiedad que en la interpretación de Bruno no es más que “fear that, upon return”—de la esposa, en este caso, “he may not find the same home/woman/womb he has left behind” (85); el honor del marido se verá igualmente afectado y por tanto el matrimonio sufrirá las consecuencias de las salidas femeninas; y la mujer, en su viaje, también sufrirá una suerte de metamorfosis, construyéndose como un sujeto deseante, manipulador, peligroso y rebelde que, aunque al final se aviene a razones, ya advierte del daño que los procesos de subjetivación femeninos pueden producir si no se controlan. Finalmente, el matrimonio se reconcilia, pero el sainete concluye con la moraleja de “cada uno en su casa, y Dios en la de todos” (211); en otras palabras, no adulterarse, dando a entender, una vez más, que la presencia de la mujer en la calle, aparte de “enmollecer las almas de los que las veen” (Fray luis 99), tiene un efecto moralmente contaminante para el hogar y la familia.7

En esta línea, en un estudio sobre los procesos de adulteración en el siglo XVIII es ineludible hacer una breve referencia al cortejo, práctica a la que ya se ha aludido en varias ocasiones y que Martín Gaite brillante y extensamente analizó en sus Usos amorosos. Entendido como la costumbre según la cual “ciertos maridos de condición principal permitían, más o menos tácitamente, a sus mujeres anudar una estrecha amistad con determinada personal del sexo contrario” (1), el cortejo debe considerarse una adulteración en toda regla pues responde a esa mezcla de cosas que no deberían mezclarse: la mujer, tanto fuera como dentro de casa, se pasea, conversa, es adulada y en definitiva dedica su tiempo a un hombre que, a fin de cuentas, no es su marido.

En “La cura de los deseos” la esposa de un zapatero se niega a vivir con la decencia de su clase y ansía aparentar, mezclarse y confundirse con señoras de clase alta por medio de la ropa. Para este fin, tras intentar infructuosamente que su marido transgreda el orden moral (le propone                                                                                                                7 Este desplazamiento circular tiene sentido a la luz del razonamiento de Van Den Abbeele respecto a la idea de viaje narrativo: “Oikas is most easily understood as that point from which the voyage begins and to which it circles back at the end” (xviii). Si tenemos en cuenta que oikos significa hogar, familia en griego, entonces el hogar debe ser considerado punto de partida así como destino final en el viaje femenino. La mujer se forma a lo largo de este itinerario, especialmente al contacto con la calle como vía propicia para dar rienda suelta a una serie de deseos, tanto materiales como sexuales, que determinarán su subjetividad y alterarán su papel en sociedad. Es por ello que, tras desviarse del surco, debe volver a ser canalizada y retornada al hogar, al domos, equivalente latino de oikos, esto es, a la dominación así como a la domesticación.

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robos y falsificaciones de dinero), no dudará en “tomar otros arbitrios” (292) y convertirse ella misma en sujeto transgresor: amenazará con dar “sus asistencias” a un viejo cortejante a cambio de que éste “la vista de seda” (292). Si bien Martín Gaite preludia su libro con la idea de que “la serie de atenciones, galanterías y obsequios” propios del cortejo eran tan “determinados y obligatorios que acabaron por perder su cariz inicial de pasión contenida” (1), páginas más adelante la autora remarca que “entre el reinado de Carlos III y el de Carlos IV se aceleró la metamorfosis del cortejo en adulterio” (144). Por tanto, parece justo referirse a las “asistencias” con las que la esposa quiere corresponder al viejo como adúlteras. Y es más: “semejante conveniencia” como ella misma denomina la posible relación adúltera, es planteada como una mera transacción económica al ser ofrecida a cambio de dinero, por lo que participaría de las mismas características de la prostitución. 8 El cortejo, revestido de transgresión sexual y colocado al mismo nivel que el adulterio y la prostitución, es una adulteración en tanto que “the wrong people are in the wrong beds” como Labanyi sagazmente lo expresa (55).9

                                                                                                               8 Existe una estrecha relación entre adulterio y prostitución en muchos textos de la época, relación unificada bajo el valor del dinero. Se concilia así la fuerte crítica hacia el lujo como exceso y la conducta frívola de las mujeres bajo un discurso popularizado en el siglo XVIII, una vez más, herencia del siglo anterior, según el cual el deseo femenino de objetos costosos lleva a la mujer a venderse a sí misma. Recordemos que Fray Luis, por ejemplo, no establecía diferencia entre adulterio y prostitución en tanto que ambas actividades estaban afuera de la actividad sexual permitida por la Iglesia. Aldaraca, quien dedica todo un capítulo de su libro a esta relación, explica este principio de ascetismo cristiano de la siguiente manera: “La mujer casada que comete adulterio es una ramera. La apetencia de galas es sintomática de pensamientos pecaminosos, porque la mujer virtuosa no desea nada para sí misma, ni adornos, ni amor, ni vida sexual” (70). 9 El acto sexual no tiene por qué ser llevado a cabo; basta con ser insinuado, especialmente en una sociedad donde las apariencias juegan un papel fundamental. Dice Tony Tanner que “language can create adultery when it does not in fact take place –its verbally evoked image working more powerfully on the speaker than any other countering evidence in the outside world” (40). Sin llegar nunca a comenter adulterio, la esposa del zapatero se sirve del lenguage para desencadenar la sospecha y “trastornarle la cabeza” al marido (294). En la tonadilla de 1788 “Nadie juzgue por la vista”, Laserna censura los daños ocultos: “Con mantilla de toalla y con zapatos de pico, una moza va a paseo sin padre, hermano o marido. No es el daño el que se ve, sino el que queda escondido” (53). Porque, como afirma doña Elena en “Los picos de oro”, “las hembras, si no lo parecen, nada logran con ser buenas” (140). Este poder del lenguaje para infundir sospecha es perfectamente coherente con el cortejo como práctica que fácilmente conduce a un equívoco, a las malas apariencias y a hacer parecer a la mujer lo que puede no ser –adúltera y prostituta.

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Algunos críticos han observado que la libertad sexual constituye la primera libertad de la que se apropia la mujer, plataforma de otras muchas (Densmore 265; Miller 348). Esta libertad es concedida por el cortejo, adulterio encubierto, mediante el derecho a elección. En “El oficial de marcha” de Cruz, Serafina se jacta de tener amantes “a docenas” (68). Al respecto, el viajero inglés Townsend documenta su sorpresa ante el “enjambre de competidores” que ambicionan ser elegidos (1485). “Es materia delicada esto de elegir cortejo”, le dice doña Elvira a Elena, dándole a elegir entre cuatro petimetres dispuestos a acompañarla “dentro y fuera de casa” (“La oposición a cortejo” 138). No es casual que momentos antes de que desfilen frente a ella los cuatro cortejantes, la joven sea conducida por Madrid por su madre con el fin de “enseñarla las calles” (136). Calle es sinónimo de esparcimiento y libertad, y como antesala del flirteo, coqueteo y cortejo que empodera a la mujer, permite al sujeto femenino posicionarse al margen de los roles tradicionales de la sociedad. El cortejo coloca al sujeto femenino en la liminalidad, no sólo por el derecho a elección, pero también al brindarle la posibilidad de experimentar el placer y darse gustos por vías extramatrimoniales en una época en la que, como Martín Gaite documenta, la palabra “gusto” estaba en boca de todo el mundo (169). Además, si como ya ha quedado constancia, “liminality is about process” (Bredendick 2), nada ilustra mejor este proceso como la práctica del cortejo, la cual posibilita la adulteración tanto en el adentro como en el afuera como corolario de la disolución de fronteras. Las obligaciones del “vasto empleo” que es el cortejo son coherentemente sintetizadas por un cortejante que ofrece sus servicios en “El cortejo sustituto” (1812) de González del Castillo: “Con unas sólo me obligo a llevarlas al teatro, al paseo, a la visita; y con otras me contrato para el tocador, la mesa, la tertulia y el estrado” (267). Bien servicios “visibles” en el exterior, bien “privados” en el interior, bien ambos, como le exige una dama a su pretendiente en un texto de la época: “Vmd ha de venir por las mañanas a tomar conmigo el chocolate y tal vez a abrocharme la cotilla; lo mismo por las tardes a sacarme a los paseos…” (Ramírez y Góngora 35). En resumidas cuentas, el cortejo debe acompañar a la mujer dentro y fuera de casa, y en estas entradas en el hogar y salidas a la calle reside la naturaleza fluida y por tanto liminal e incómoda de la práctica. En efecto, el galán invade el hogar y la alcoba, “muy de mañana a ver si ha dormido bien o mal madama” como reza la tonadilla “Atención señores” (67). Si el cortejante posee buenas intenciones y licencia del propio marido, nos dice Laserna en esta tonadilla, serían “cortejos sanos” en los que el galán peina y ayuda a vestirse a la dama, la aconseja y la agasaja, aún a riesgo de “desmentir su sexo” (“Oposición a cortejo” 134). A pesar de vender este cortejo como sano, no hay duda del riesgo de adulteración que conlleva, pues como señala el padre Calatalud, predicador preocupado por la inmoralidad de estas prácticas, el cortejante posee una “llave” que da acceso a “visitas secretas” y que abre la puerta a una “relación significativa en que poco a poco se va despojando a una dama

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para introducirla en el lecho o en el baño…” (17). Estas visitas desafían las “leyes del recato”, o lo que es lo mismo, el recogimiento al que debe someterse una dama en la privacidad del hogar, alejada de la vista de otros, para evitar la inmoralidad.

Pero igual o incluso más condenatorios que estas visitas secretas o “servicios privados” son los “servicios visibles”, precisamente por ser ostensibles y no recogidos. De hecho, cortejar se equipara en muchos de los casos a “sacar a pasear”, como declara el cortejante de la tonadilla “La maja petardista” (88). Jerónima la petimetra desea fervientemente casarse para tomar un cortejo y “siempre andar en coche” –una de las costumbres más generalizadas en la segunda mitad del siglo (Martín Gaite 36)—o en otras palabras, estar en la calle, “por de día y de noche” (Fernández Moratín 253). Isidora, la dama de “El cortejo sustituto”, un sainete probablemente ubicado en Cádiz, ciudad de nacimiento de su autor, no sólo exige a su cortejante que la pasee, sino que la lleve a una calle específica en un horario determinado: “La Alameda es sitio de polvareda y codazos; el Arrecife es paseo de coches y de caballos; y sólo la calle Ancha, entre once y doce, es el campo donde puede una mujer soltar las riendas al garbo” (267). Importa que Isidora no quiera pasear en cualquier calle, sino en la Ancha, centro neurálgico gaditano desde el siglo XVIII, vía de abundante tránsito, fundamentalmente comercial y por tanto sinécdoque del lujo y las compras. El galán así mismo lo entiende: “Ya se ve; como que están las tiendas llenas de argos, y al olor de una basquiña salen más de mil gazapos fuera de sus madrigueras” (267-68). Llama la atención en esta cita las numerosas referencias a elementos de la naturaleza: si bien la Alameda, paseo de árboles, es sitio de polvareda y el Arrecife es transitado por caballos, cabría pensar en la calle Ancha como una vía más urbanizada y civilizada, al estilo de la calle Mayor madrileña, dado que acoge tiendas y locales comerciales. Sin embargo, el narrador se refiere a esta calle como un campo donde liberar a la mujer y donde ésta da rienda suelta a su garbo –esto es, sus instintos consumistas— como un animal que sale de su madriguera –del hogar— al olor atrayente de la comida –la basquiña— guiado por los instintos más básicos y salvajes, los cuales pueden dañar a la sociedad si no se controlan. De hecho, las consecuencias de dejar a la criatura femenina suelta en la calle expuesta a tentaciones materiales no son solamente nefastas para el sujeto femenino, sino que éste, casi como una femme fatale, arrastra al hombre en su descenso moral. Víctimas de su anquilosamiento y de un sistema que las aisla, a diferencia de las francesas quienes son “hábiles practicantes del discurso en sociedad” (Chartier 73), las mujeres españolas no saben de nada “ni reparan en geografías”, dejándose guiar únicamente por el olor a la “moda extraordinaria” (Cruz, “Las escofieteras” 294) pues después de todo “su asunto fundamental era el de las modas” (Martín Gaite 69). Son sujetos “currutacos”, dice una tonadilla de Laserna, una ciencia digna de estudio. Tal ignorancia es una enfermedad peligrosa que se contagia al hombre que las sirve: el cortejante de doña Elvira se queja de

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que “por vos soy un animal, pues ni me aplico ni leo, y sólo sé hablar de modas, o murmurar” (“La oposición a cortejo” 134). Una vez más, establece el personaje la relación entre la mujer que, como ente salvaje, sale de la madriguera al olor de la moda, frente al sujeto ilustrado, preocupado de asuntos más trascendentales. La mujer es así causante de otro tipo de adulteración al apartar al hombre de su mundo, el de la ilustración y la cultura, para acercarlo a un campo que no es el suyo, el de la vanidad y superfluidades, que vendrían a desmentir su sexo.

La mujer es comúnmente asociada a la naturaleza, una asociación que como Celia Amorós ha señalado en Hacia una crítica de la razón patriarcal, no remite sólo a la función reproductora sino también a su papel social marginal en una cultura patriarcal (299). Su presencia en las calles urbanizadas la señala como un ente híbrido, mezcla de naturaleza (femenina) y cultura (masculina), y por ello adulterado así como completamente desnaturalizado y perturbador. El hecho de que esta presencia adulterada, la cual apunta a la intrusión del campo en la ciudad en un movimiento posibilitado por la disolución de fronteras, se perfile en el texto como perturbadora es particularmente significativa en una época en la que circula con fuerza la noción de contrato social promulgada por Rousseau en 1762 como la demarcación entre sociedad y naturaleza, o entre el adentro y el afuera, lo que nos remite nuevamente a la equivalencia entre hogar y matrimonio que establecía Romero del Álamo, pertinente en tanto ambos delimitan fronteras: el hogar erigiendo un muro que separa el interior de la calle y el matrimonio como una “wall that separates civilization from barbarism” (Labanyi 56). El matrimonio, institución relacionada con “the emergence of man’s ability to establish boundaries, which is what distinguishes the human from the prehuman” (Tanner 60), se ve amenazado por el cortejo, si entendemos éste como portador de libertades e incitador a la movilidad femenina por territorios públicos del brazo de un hombre que no es marido. Baluarte de una sociedad que necesita de la conservación de barreras espaciales y límites para su orden y buen funcionamiento, el matrimonio marca el paso “from a state of nature to that of culture” (59), separando el interior del exterior en la sociedad capitalista mediante el levantamiento de una muralla, física o metafórica. Sin embargo, cabe apostillar que ya empieza a resultar difícil identificar una perfecta separación entre campo y ciudad en los textos dieciochescos, afirmando la naturaleza su presencia en la sociedad de manera domesticada bajo la forma de parques y jardines, los cuales comienzan a ser representados en obras del periodo para ser popularizados especialmente en el siguiente siglo.10 El excelente estudio de Daniel Frost, Cultivating Madrid,

                                                                                                               10 Recordemos que el Prado fue urbanizado hacia 1780 con la intrusión de motivos naturales que lo hacían más atractivo como lugar de paseo, entre ellos, las fuentes diseñadas por Ventura Rodríguez o el Jardín Botánico. Dice Labanyi que “the landscaped gardens constitute perfect images of this blurring of distinctions

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ofrece múltiples exponentes de las implicaciones sociales de cultivar la naturaleza en el ámbito urbano a lo largo del siglo XIX. Igual que la naturaleza es domesticada mediante la urbanización, la mujer como animal suelto en las calles urbanas es amansada mediante el matrimonio y enjaulada en el hogar, reconducida al interior y marginalizada, produciéndose nuevamente una armónica relación entre matrimonio y hogar. Si bien el contrato social rousseauiano impedía que los instintos más naturales y salvajes penetraran y contaminaran la esfera social, hogar y matrimonio se aúnan para conseguir la domadura de lo salvaje, controlando el comportamiento sexual femenino mediante la separación de la actividad sexual legítima (de la mujer casada) de la ilegítima (de la mujer adúltera o prostituta) y controlando los movimientos físicos, pero en cualquier caso, abortando toda adulteración.11

En definitiva, cabe señalar que el cortejo como forma de adulteración amenaza el matrimonio, pero al mismo tiempo éste constituye una suerte de plataforma para la mujer que aspira a tener cortejo, una práctica a la que las solteras no podían acceder. “Hay quienes suelen fingirse casadas por vivir

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con libertad”, escribió Juan Ruiz de Alarcón en La verdad sospechosa (54). Esta contradicción se encuentra en la misma dimensión que la condena patriarcal de los procesos de adulteración, cuando es el mismo sujeto masculino quien tienta y anima a las mujeres a transgredir las líneas marcadas por la moralidad: petimetres, majos, peluqueros, y en muchas instancias, el mismo marido: en “El cortejo sustituto” el esposo de doña Ana ruega al cortejante Pedro que la acompañe a un sarao para que pueda esparcirse y de paso, darle a él su propio espacio de esparcimiento. De esta ambigüedad y falta de definición deriva la incomodidad que despierta esta práctica pues como señala Martín Gaite “la esencia del cortejo era su indeterminación” (143): amante en apariencias, pero no marido; agasajador y cortejante, pero no criado ni aspirante a matrimonio; “ni carne ni pescado”, como resume El pensador, periódico de la época (Clavijo y Fajardo 18). Y no hay que olvidar que el sustrato de tal indeterminación es principalmente espacial: es permitir la presencia de un galán en la alcoba de la dama, que no es su amante; es dejarse acompañar por un hombre en la calle, que no es su marido; es el estar afuera y adentro, y no permanecer adscrito de manera fija a ninguno de los dos ámbitos. Es aquí donde el cortejo queda definido como principal forma de adulteración la cual, a través de un constante flujo entre el adentro y el afuera y personificado en la figura femenina, hace referencia a una sociedad cuyas fronteras nítidas y claramente demarcadas empiezan a desmoronarse, donde nada es fijo ni estable y todo se encuentra en continua resignificación. La adulteración no puede ser definida más que como un proceso alterable, móvil y dinámico, cuyos protagonistas son sujetos lábiles y escurridizos que escapan a toda sujeción y cuyos pasos o desplazamientos disuelven activamente toda barrera, tanto física (la puerta, ventana o reja como catalizadores del proceso adulterativo) como figurativa (el contrato matrimonial, pared simbólica erigida para deslindar el adentro del afuera, la cual es permeada, amenazada y debilitada a través del adulterio como forma suprema de adulteración).

Y nos sirva esta idea para concluir este trabajo. Los textos analizados proporcionan abundantes ejemplos del empeño por fijar cuerpos en espacios concretos y por establecer un contraste maniqueo entre el hogar como ámbito privativo de la mujer y la calle como entorno peligroso vetado para la misma. Tal empeño aparece ratificado en muchos casos por el determinismo geográfico que informa muchos textos: la adulteración es un derroche absurdo de energía y de tiempo, porque al final, todo es puesto en su lugar. Tras buscar fallidamente casa en un barrio marginal, una señora renunciará a mezclarse con las mujeres del pueblo en el sainete “La casa de linajes” pues “vivir entre tanta vecinilla una mujer de sus prendas” sería una “ginebra”, esto es, un desorden (Cruz 14-15). El famoso refrán, en palabras de Laserna, “aunque a monas y monos vistan de seda… monos se quedan” cobra un giro espacial en la tonadilla “La maja constante” al apuntalar los cantantes que “quién nació en el barrio de las Maravillas ¿cómo podrá

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nunca parecer usía?”(55). La dialéctica maniquea y la explícita moraleja didáctica forman parte del discurso de la dominación y hacen de estos textos obras preceptivas y preventivas que exhiben las malas prácticas y animan a no seguirlas. Sin embargo, como apunta Chartier, “las fisuras que agrietan la dominación masculina pueden nacer reutilizando el lenguaje de la dominación para sostener una insumisión” (69). En efecto, la demonización de la adulteración da lugar a una construcción rica y fructífera que vendría a subvertir y neutralizar la aparente agenda moralizadora del texto; en otras palabras, vendría a adulterarla. Al poner a sujetos femeninos en movimiento por los intersticios de la ciudad y del texto, estas mismas obras galvanizan procesos de adulteración que irremediablemente y casi con capacidad de acción propia disuelven fronteras y facilitan el flujo espacial.

Es cierto que pocas obras de teatro dieciochescas muestran mujeres paseando y callejeando libremente por las calles urbanas, siendo todavía el hogar de puertas para adentro el escenario prototípico para ambientar la acción y desde donde proyectar una posible experiencia femenina callejera, como se vio en La petimetra. Sin embargo, tal construcción, así como el hecho de que un número creciente de obras desplace su acción a la calle demuestra, no sólo que la libertad femenina constituye ya una preocupación a la que se le empieza a dar forma artística, sino también que es en el XVIII cuando la mujer empieza a tomar verdadera conciencia de que “an infinite number of possible roads spread out from the door” (Simmel 65). Se pone así de manifiesto el poder de la literatura para, desde el fondo de la imaginación del escritor, como desde el interior de las paredes del hogar, fabular, construir, destruir y abrir caminos que de ninguna otra forma podrían existir.

Las obras analizadas desafían afirmaciones de teóricos de la modernidad como Stephen Kern o críticos urbanistas como Manuel Delgado, quienes sitúan el contexto en que se desarrolla la experiencia moderna entre finales del XIX y principios del XX, cuando el espacio pasaría a experimentarse, no ya en términos de categorías fijas y homogéneas que establecen divisiones radicales en dos planos segregados, en cierto modo incompatibles –lo público y lo privado, lo exterior y lo interior (Delgado 12)— sino categorías movibles y mutables (Kern 132). Como se ha visto, tales categorías ya se vienen gestando en el XVIII, en cuyas últimas décadas parece justo situar una experiencia moderna que sainetes y tonadillas atribuyen a sujetos femeninos, sus pasos adulteradores y sus nuevas prácticas de cuño moderno. A menudo tachadas de enfermedad, las modernas andaduras femeninas necesitan de una cura radical, a saber, “ad hospicium domus” (Laserna, “Las recetas” 83), como la practicada a la cuñada de “Manolo” en el sainete de Cruz, quien termina sus días en las Arrecogidas –recogida— tras “mucho andar suelta” (238). La asociación de la locura con la presencia callejera femenina en textos dieciochescos es sin duda materia digna de analizar en otra ocasión. Terminemos por ahora reafirmando la naturaleza simultánea, compleja y

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fluida del proceso de adulteración, síntoma de modernidad, que disolviendo toda frontera y posibilitando cualquier mezcla, propone nuevas resignificaciones de la vida pública y privada en la sociedad española, al tiempo que bosqueja pequeños pero significativos cambios en el itinerario social femenino. Del mismo modo que la naturaleza/el afuera/lo periférico empieza a invadir la sociedad/el adentro/el centro, el sujeto femenino de nuevo cuño, hasta ahora subyugado a un rincón marginal, irá penetrando y demandando un papel más central en la literatura, como demuestra el número de novelas en el XIX de inusitado protagonismo femenino. Y la construcción de la calle como espacio-tránsito moderno que instruye, encandila y a la vez aterroriza a la mujer será concomitante a los avances en la situación de la mujer, y se revelará esencial en el caminar hacia adelante de futuros sujetos femeninos quienes, transgrediendo fronteras sociales y morales, se desviarán del camino marcado, continuarán el proceso de adulteración y saldrán a la calle a la conquista de un destino propio.

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