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ROLAND BARTHES DOSSIER Todas las imágenes son cortesía de las editoriales Seix-Barral, Siglo XXI y Paidós. © RB

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ROLAND BARTHES

DOSS

IER Todas las imágenes son cortesía de las editoriales S

eix-Barral, S

iglo XXI y Paidós. ©

RB

It might be worthwhile to insist on this point: it is possible to be a Chomskyan (in the field of linguistics) and a Greimasian (in the field of generative semiotics), but one cannot be a Barthesian unless one is willing to commit the extremely severe crime of tweeness, or, at the very least, of extemporary arrogance.

Barthes, who suffered from tuberculosis and, as early as the 1940s, had already prepared an Esquisse de la société sénatoriale, began writing for the TB sanatorium magazine, which bore the meaningful title Existence. It was there that he began to produce record cards on his beloved Michelet, about whom he would later publish Michelet par lui même, where he reminded readers that the romantic historian was also a resuscitator, and where he discovered Marx and Trotsky, which led him to briefly support Trotskyism.

As a Brechtian, he was fascinated by the performance of Mother Courage he saw in 1954 in Paris, leading him to proclaim: “Brecht is a Marxist who has reflected on the effect of the sign”. And, also as a Brechtian, he tackled what would eventually become Mythologies, a protosemiotic book which propelled him straight toward a semiology capable of destroying, building and dissipating what was then known as the cultural, social and ideological connotations which the bourgeoisie had introduced into language.

Toward the end of his life, when asked about his reasons for embracing semiology, he replied, without any kind of emphatic gesture, “semiology has made me more intelligent”. Whatever he was, Barthes became an exceptional semioclast, delving into the whisper of language and discovering and denouncing the Stereotype, which he once described as our society’s great Manitou.

He saw in the Stereotype the efficiency of the myth, while the consumer of such semiorrhoea was an analogon of Flaubert’s Bouvard et Pécuchet. This approach allowed him to discover the love discourse in which the lover, another Bouvard et Pécuchet, is able to say “I love you”, a performative utterance which contains the whole truth, outside any reference point. It is not surprising, therefore, that he would always speak in that illusory, effet de réel referential line, where the sign appears bare, and where the signifier does not require any sort of meaning in order to signify something, to simulate, to ensure that the reality it shows is always an effect of reality.

He worked in advertising, cinema, theatre, literature always, photography, history, and, how could we forget, art: from Artemisia Gentileschi to Masson, from Louise Bourgeaois to Saul Steinberg (All Except You) –“what is drawing is drawing, and what is drawing stems from the drawing”.

He also worked in fashion, which is characterised by an always vengeful present, exercising the right to amnesia, very pertinent issues given the current presentism, full of generalised stereotypes.

* Jorge Lozano is a professor of semiotics at the University Architecture Institute of Venice. His book The Historic Discourse has a prologue by Umberto Eco.

All Except YouJORGE LOZANO*

Acaso convenga insistir: se puede ser chomskyano (en lingüística), se puede ser greimasiano (en semiótica generativa), pero no se puede ser barthesiano salvo incurriendo en el gravísimo delito de la cursilería o, en cualquier caso, de una extemporánea arrogancia.

Barthes, que fue tuberculoso y preparó ya en los años cuarenta un Esquisse de la société sénatoriale, comenzó escribiendo para la revista del sanatorio que significativamente se llamaba Existence. Allí comenzó a hacer fichas sobre su amadísimo Michelet, sobre quien publicaría más tarde Michelet par lui même, recordando que el historiador romántico era un resucitador, descubriendo también a Marx y Trotsky, lo que le llevó a militar temporalmente, por contagio, en el trotskismo.

Fue brechtiano. Fascinado por la versión de Madre coraje a la que asistió en 1954 en París, proclamó: «Brecht es un marxista que ha reflexionado sobre el efecto del signo». Y como brechtiano, afrontó lo que luego se titularía Mitologías, un libro protosemiótico, que conducía directamente a una semiología capaz de destruir, de construir y disipar el conjunto de lo que entonces se llamaba connotaciones culturales, sociales e ideológicas que la burguesía había introducido en la lengua.

Al final de su vida, cuando se le preguntó por qué había abrazado la semiología, respondió sin ningún gesto enfático: «la semiología me ha hecho más inteligente». Fuere lo que fuere, Barthes ha sido un excepcional semioclasta, indagando en el susurro del lenguaje, descubriendo y denunciando al Estereotipo, a quien él denominó alguna vez el gran manitú de nuestra sociedad.

Veía en el Estereotipo la eficacia del mito y en el consumidor de tanta semiorragia un analogon del Bouvard et Pécuchet de Flaubert, siendo capaz de descubrir en esa línea el discurso amoroso en el que el enamorado, otro Bouvard et Pécuchet, capaz de decir “yo te quiero”, un enunciado performativo que contiene toda la verdad siendo extraño a todo referente. No es extraño, pues, que él hablara siempre en esa línea de ilusión referencial y de effet de réel, efectos de sentido donde el signo aparece desnudo y donde el significante no necesita de significado alguno para significar, para simular, para hacer que la realidad que muestra sea siempre un efecto de realidad.

Se ocupó de publicidad, de cine, de teatro, siempre de lite-ratura, de fotografía, de historia y también, cómo olvidarlo, de arte: de Artemisia Gentileschi a Masson, de Louise Bourgeaois a Saul Steinberg (All Except You) –«lo que es dibujo es dibujo; y lo que es dibujo se deriva del dibujo».

Se ocupó también de la moda, caracterizada por un pre-sente siempre vengador, ejerciendo el derecho de la amnesia; con-sideraciones del todo pertinentes en el presentismo actual preñado de estereotipia generalizada.

* Jorge Lozano es Profesor de Semiótica en el Instituto Universitario de Arquitectura de Venecia. Autor de El discurso histórico con prólogo de Umberto Eco.

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Permítanme que comience recordando una metáfora barthesiana: el juego mano sobre mano. Se trata de un juego de parejas que colocan repetidamente las manos una sobre otra, de forma alternativa y sin un orden fijo. Se produce, al parecer, un leve y fugaz placer de contacto y de calor y el ritmo se acelera hasta que el juego se disuelve en un ligero susurro. Lejos del alboroto de los medios de comunicación, sin la pretensión de acabar apretándonos indefinidamente las manos, en forma de acuerdo, sobre el pensamiento de Roland Barthes, acepta-mos el riesgo de acabar en un susurro más que en una máxima.

No se trata de reconstruir un sistema de ideas (para Barthes el mejor modo de formularlo era el de desembarazarse de él), sino de seguir la trayectoria de un gesto: el del arúspice que apunta con el bastón hacia el cielo. No el del rabdomante que busca un tesoro de agua bajo la tierra, sino el del adivino que fija la profundidad indivi-sible del “litoral vertical” con la certeza de trazar secciones y líneas, cifras y figuras. Este acto adivinatorio –dar nombres a las aguas y al viento– prolonga en Barthes aquel otro de las estatuas que seña-laban con voluble firmeza un cero construido con escritura blanca en los jardines de Marienbad3. Este gesto, que en el estudio de los signos y del lenguaje es la empresa y el blasón de Barthes, es ri-guroso y reglado aunque circunscriba espacios inconsistentes que tienen como fin no durar. Para el semiólogo la designación de un portento es un indicativo categórico: señala y da acceso y, en una atenta escucha, conserva más de cuanto promete. Para compren-der no se debe mirar sino escuchar, más con el pensamiento que

con el oído, El susurro de la lengua4, pequeño poema en prosa que en 1975 reconfiguraba aquella utopía del lenguaje que ya culminara de otra forma el Grado cero de la escritura5. Mi propuesta es la de partir de esta utopía del sentido como susurro para identificar el hilo con que Barthes recorre pacientemente el laberinto de la sig-nificación –el hilo del deseo y no el de la verdad. Es el precio que se ha de pagar al tomar a Barthes como arúspice que, al señalar portentos, nos sigue detrás como guía o nos precede para perder-nos, a nosotros, los investigadores (normales o extraordinarios) del paradigma semiótico.

Para Barthes el susurro no es la evacuación del sentido, sino una medida contra su codificado terrorismo, un proceso de máximo ale-jamiento de su inevitable inquietud. Susurrar es un signo cuyo signi-ficado no es la destrucción del significado, sino de su indefinido des-vanecimiento. Contra la dogmática del sentido absoluto (los códigos de una lengua nos darían todos los sentidos de una cultura), contra la dogmática del sentido nulo (atávico conjunto de movimientos de liberación que no creaba simpatías ni desconfianzas), Barthes se co-loca en un lugar intermedio e inestable: entre la práctica científica que disuelve formalmente el sentido absoluto y la escritura que depone (como se dice también de un soberano) el sentido nulo. Por otro lado el significante del signo ‘susurro’ es un crujir plural, una heterofonía de voces vanamente discordantes donde se incluyen sistemas de dife-rencias fonológicas y singularidades fonéticas y, también, intensidad de tonos y de afectos.

¡El susurro de Barthes!1

«Al borrar la firma del escritor, la muerte funda la verdad de la obra que es un enigma»2

Roland Barthes

PAOLO FABBRI*

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He aquí –creo (o digo solamente)– la huella de la postura del Barthes lingüista y semiólogo. Estas disciplinas no son –¿cómo se ha podido pretender?– reservas de imágenes para el beato novelesco. La estructura fue para Barthes una (modesta) garantía contra el rumor autoritario que no nos permite distinguir entre silencio y palabra, y el susurro del que se hace elogio es filtrado mediante esa regla formal jamás olvidada. Barthes no ha cesado de decir que el análisis estruc-tural nos había vuelto más atentos a las relaciones, por tanto más in-teligentes, aún sabiendo que la conquista de la inteligibilidad se paga con un quizás excesivo condensamiento del sentido. El metalenguaje de firme consistencia, que Barthes siempre había practicado y del que nunca renegó (“¿en nombre de qué presente?”), termina por persistir. De aquí su reiterada postulación de una disciplina lingüística adecua-da a una utopía y no al estatus de una ciencia: una lingüística de los nombres propios (copiada de una erótica), una bathmología o ciencia de los grados (diferente a la artrología, disciplina de las oposiciones categoriales), una lingüística del deíctico, una ifología (que estudie los tejidos textuales más allá de las gramáticas frásticas y actanciales). Y sobre todo, junto a una lingüística de los estereotipos y de la “voz culta”, una disciplina semiótica diafórica (para Nietzsche ningún estu-dio es adiáforo), un saber (y un saber hacer) que tuviese la intensidad como objeto de su reflexión y como aspecto de su propio hacer. No una ciencia fiel a la dispositio, que cierra las categorías dentro del texto, sino una teoría y una práctica de los efectos del lenguaje que incluya el modo con el que se opera.

A esta postulación –sobre la que fundamos Barthes–, de blanda densidad, se ha adscrito quien no practica una epistemología a gran-des rasgos (que son siempre los más bajos). Incluso en los más extra-ños límites disciplinares –que nos hacen preferir los errores dirigidos a los errores errátiles–, la semiótica no ha dejado de responder. Es legítimo, y tal vez no tan obvio, recordar los recorridos semióticos que van de las frases a los actos, de los códigos a los textos, de la narra-tividad enunciada a la discursividad enunciacional, de las oposiciones fonológicas a los gradientes prosódicos y tonales, de las acciones a las pasiones, de las constatadas relaciones a la variedad de las infe-rencias, etc. Nosotros continuamos leyendo en las líneas de Barthes el saber y el sabor que aún nos falta.

Precisemos entonces los bordes y los pliegues del campo en nuestra mirada sobre la cientificidad. Si la semiótica del signo como denotación/connotación y del texto como metáfora/metonimia ha querido cautivarnos (así dicen las sirenas post-estructuralistas) con un método infinitamente modesto, entonces debemos reconocerle la virtud de habernos hecho desear y materializar su propia antítesis. Sin embargo, este método era más complejo que el denso principio de la crítica paramétrica o la reiteración ad libitum de una polisemia que es constitutiva de todo texto (¡se me antoja difícil construir tex-tos inambiguos!), método complejo y abierto porque, sin creer que el sentido es un don imprevisto –maná o gracia suplementaria–, sa-bemos que el análisis formal prueba, más que su supuesto rango de verdad, su rigor gracias al carácter inacabado de su construcción de objetos, que atiende a la palabra sucesiva y no a la última, y que

no quiere así totalizar las otras (deja esta tarea al coleccionista y al filósofo).

A diferencia de muchos deconstruccionistas, que terminan por gi-rar en torno a categorías textuales hereditarias, Barthes no dejó nunca de pensar otras unidades conceptuales (figuras y procesos), otros va-lores y otros afectos. Es difícil decidir si se trata de semiótica, filosofía o pura literatura. Pero si hizo suyo el compromiso de una ciencia de las condiciones formales del contenido6 haciendo decir, sin embargo, “otras cosas” a un Benveniste o a un Hjemslev (como Lacan o Lévi-Strauss lo hacían con Jakobson), la suya es entonces una filosofía regida por otros medios –¿podría ser ésta una definición de la semiótica?– que no se agota en el estilo de “voz decorativa de la carne”. Antes bien, de la obra de Barthes emerge una imagen del lenguaje totalmente estratifi-cada, articulada en signos de diversa sustancia y naturaleza (términos y metatérminos, sonidos articulados y prosodias) que excluyen toda preocupación “ingenuamente dada”. Véanse los textos sobre la deter-minación (y su importancia especulativa), sobre la enunciación (en par-ticular sobre la fotografía) y el acento puesto sobre los problemas del proceso (invisibles para Saussure: la aspectualidad –con referencias a los haiku a los satori del zen nipón– y la tensividad –véase la idea del fading** como «ligera, pero no definitiva extinción»).

Estas nociones, conceptos o como se quiera, junto a las de tono y timbre y a la hipótesis de una lógica de la sustancia sensible (en su obstinada reflexión sobre Michelet), son condiciones (in)suficientes para postular una “lingüística del valor” a la que estaría encomendada la descripción del “sentido obtuso”. Sentido con valencia no única-mente diferencial, sino que atravesando, con un efecto de extinción provisoria del propio sentido, nos “toca” en una emoción sin pasar por el juicio ni, por tanto, enredarse en la ideología. Un sentido que nos obliga a tomar en cuenta las figuras de la pasión que ya fueran expurgadas de la retórica por Fontanier, en provecho de las figuras de palabra y de pensamiento.

Freud tenía a bien decir que no se avanza nunca sin especu-lar, teorizar y fantasear7. El lingüista querría hacerlo con la prótesis de sus instrumentos, y con razón. Pero Barthes acorta siempre el paso y siente, no el objeto, sino el instrumento de análisis. He aquí su legado: nos toca a nosotros trocar en pensamiento cierto un cierto pensamiento que la semiótica cognitivista e inferencialista ha hecho intratable en cuanto filosofía que, de la lengua (hogar del ser), no sabe distinguir la planta del alzado (salvo las entradas y los armarios).

Antes debemos escuchar de nuevo, indirecto y libre, a la utopía del lenguaje, a la polifonía del susurro. Si Barthes nos ha guiado o sólo precedido al ponernos en guardia frente a las viejas categorías y a la acuñación de otras, es así gracias a sus posturas –implícitas y presu-puestas– éticas y políticas. Esta utopía no es ya una separación del sentido denotativo, que el análisis libera del peso fósil de un sentido muerto. En las Mitologías la lengua “blanca” de la escritura desteñía las diversidades connotativas, los segundos sentidos naturalizados, para alcanzar una especie de susurro sin diferencias, isomorfo, gra-cias a la ausencia de discrepancias sociales. El susurro era la prolife-ración de una sociedad sin clases8. Luego Barthes invirtió la corriente

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de su pensamiento: la escritura no es ya responsabilidad de la forma que salva a los sentidos de la brea y de la melaza de los estereoti-pos (la figura princeps de la ideología), a través de un proyecto de inteligibilidad de la máquina humana que pone el sentido en condi-ciones de significar. A partir de 1975, la discreta indistinción de las voces es homóloga a una sociedad de las singularidades copresen-tes. Cada una es un susurro de diferencias sin valorización: como el rostro oriental –ni típico ni singular– es un susurro de diferencias, un flujo de diferencias, así también cada sujeto es un suk, un mercado de singularidades posibles. Barthes decía sentirse así en el afecto y en el conocimiento.

En la “inteligencia moral” del signo se halla la capacidad de ima-ginar el “neutro goce” del murmullo del habla y del rostro frente a la náusea viscosa del pedante y del erudito. Esta “utopía inflexional del trans-sentido” –sin nostalgia ni aboliciones–, texto adánico situado por debajo de la palabra y por encima de la sílaba, es una estereo-fonía conjunta de la carne profunda y del cuerpo social. Un social “obtuso”, que va más allá de las dicotomías del individualismo y del socialismo, no es un pastiche de Fourier. ¿La utopía –reprimida por el político revolucionario, que la promete sin poder describirla, so pena de enfrascarse en la violencia– puede ser expresada sólo indepen-dientemente, en una escritura breve y dulce? La elipsis barthesiana se hace enfática9 por el abandono posmoderno de la acción ética y el compromiso sumiso emerge y despunta con un indivisible aura singu-lar provocando (¿en mí sólo?) una consigna de intenso sabor.

Se prueba así a releer la concurrida escritura de Barthes más allá

de ciertas invenciones circunstanciales contra verdades patentadas («la lengua es fascista»10) y de coqueteos tempestivos que sólo la es-peranza –a menudo insatisfecha– de no tener razón. Se explica así la ventaja de sus idiosincrasias y apreciaciones. Las figuras predilectas de este grand rhétoriqueur son alusiones y catacresis, anfibologías y paradojas, enumeraciones, nominaciones y etimologías11, “surenchères et tourniquets”. Toda una tropología del “neutro” y del “casi” que es una verdadera a-topía: la búsqueda de un término inaudito y excén-trico, una heterología discursiva suntuosa y excesiva encuadrada en una sintaxis clásica. Sentido errático por lo tanto (mais sens quand-même) que pone en escena el inconsistente destello de una aparición, la instantánea inmovilidad viva de un haiku incisivo y latente. Es todo lo que Barthes busca y a veces descubre en el gag (Chaplin), en el detalle (de moda), en el cartel (brechtiano), en el panfleto (político), en el fotograma (Eisenstein), en los intermezzi (Schumann), en los graffiti (Twombly y el mismo Barthes). Formas breves, como los escritos de Barthes, escritos en escorzo o por sustracción, según procedimientos de diseminación y de postergación, de suspensión. Otras figuras pre-dilectas son el síncope, el anacoluto y el asíndeton (“generalizado”), la tmesis: tropos antisintéticos del placer y del ritmo que construyen un texto inpatch-work, rapsódico e hilvanado, el único que tiene la astucia de apuntar hacia un tercer sentido.

Una crónica o una biografía12 es una anamnesis estroboscópica, hecha de instantáneas y de satori, de “biografemas”: un engranaje de detalles descentrados, enlazados por una enunciación no psicológica sino estructural. Para Barthes la narratividad no es sino una demora, un

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pasaje en el tiempo del texto (utópico/atópico) que elabora el modelo de su sutil subversión a partir del despistado vuelo de una mosca. El riesgo calculado de una heterología es heteróclito, pero para burlarse del (estéreo) moralismo de las máximas y la jactancia recalcitrante de las letanías políticas y religiosas, Barthes debe definirnos mediante la disipación y montar una continuidad de figuras que se detienen. El fragmento, sin nostalgia de totalidades extraviadas, y las citas, sin autoridad ni parabólico misterio, se urden en una cinta de pliegues y de ritmos, se desarrollan como ideas musicales en un ciclo. Las unidades discursivas vuelven, incluso iguales, pero en otro lugar, con efectos de radiación y de sinestesia interna: en espiral (para Barthes “un emblema materialista”), construyendo no una dialéctica sino un “fuera de campo” y un espacio abierto de interlocución. En efecto, es-tos procesos consideran al menos la otredad en cuanto escritura. La semiótica de Barthes, la implícita, no da mensajes sino que conversa: sus proposiciones son propuestas y su exposición es un exponerse. Los modos de discursividad, o los tic de escritura están, así pues, orientados hacia los efectos de realidad y los códigos de presenta-ción, pero no hacia la referencia (“casi” es “una noción simpática, se presta a la complicidad”, dice Barthes); introducen una lingüística del habla y de la conversación. También la tropología, como la topofilia bacherladiana (conocimiento de los espacios odiados y laudados)13, es estudio de felices expresiones en cuanto expresiones de felicidad.14 Retomémoslo hasta el susurro. A esta escritura, discreta y antia-sertiva, concebida como no prensil y no ablativa, se le ha dado una etiqueta antes que una ética, una sintaxis ceremonial para una afir-mación exigua del valor. Sin carecer de obviedades –se requiere ol-fato, sin embargo, para reconocer en lo banal, indicativo y amodal una anti-palabra de orden– la sagacidad moral de Barthes destripa el texto desbrozado de sentido afirmando así, contra las intimidacio-nes y la férrea arrogancia de la doxa militante, la comodidad de una diferencia sin exclusión. No exento de prismática malicia, al modo de formulación científica se añade un modo de eliminación puntual y evanescente. Barthes gira su mirada de la expresiva falsedad de las generalizaciones intemporales hacia una mathesis singolaris en la que los procesos analíticos tienen el aspecto de la puntualidad (punc-tum vs studium) y de la intensidad (consistencia vs fading “como la e muda que termina en una sombra de palabra”). Contra el escaso rigor de un lenguaje leído como retahíla cognitiva de símbolos, Bar-thes halla el material alquímico y quintaesencial de la palabra en la persuasión (bachelardiana) de que la sustancia tenga una vida mo-ral15. ¿Es éste el modo, no el único ni únicamente el mío, de perci-bir la reverberación de esta palabra y de reconocerle, así, el derecho exigente y diligente de una escucha perfecta, adivino del devenir? Dejémonos seducir nuevamente por el susurro con su tácita argumen-tación alegórica. De esta utopía de la palabra plural Barthes infiere su cualidad de medium, su originalidad cambiante entre géneros críti-cos y novelescos. Su capacidad de hacer “tourner les tables” de los valores críticos no está en el uso, multiforme e infiel, de una crítica débil que acepta todo metalenguaje o en las exquisiteces literarias de su escritura. Lo vemos mejor ahora: la aceleración ha sido tan fuerte

que el tiempo de Barthes parece casi perpendicular al nuestro, y sus amigos (en lo que el propio Barthes consideraba haber tenido más éxito que con su misma obra) se dispersan en fidelidades discrepan-tes entre sí. Fidelidad a una historia de los signos literarios, como la literatura significa señalando su propia máscara; observancia de una crítica conversacional y paramétrica; práctica de una escritura de pas-tiche, llena de ecos y variaciones; aserción de una filosofía que rastree las oposiciones metafísicas e ideológicas enmascaradas por y en los textos, para invertir las jerarquías internas y desplazar los puntos de articulación; proposiciones de una metodología discursiva dotada de un mínimo epistemológico para contener la proliferación de la glosa y de la exégesis (a la que tienden nuestras más estimulantes prefe-rencias: lo verdadero no se opone a lo falso sino a lo insignificante)16. De la recopilación crítica surgen en Barthes signos de aflicción y de reproche: haber mantenido la distinción lansoniana entre un texto pensado independientemente, preparado filológicamente, y un len-guaje crítico incapaz de fundar su estatus meta-discursivo17; ponerse en camino hacia el Oriente del texto cuando la descripción, condu-cida por otras vías, ha instaurado ya los límites del campo, etc. De aquí el impás teórico: incapaz de salvar el obstáculo epistemológico del signo, hacia los sistemas y los procesos de la significación, hace proliferar la subjetividad y recupera la fenomenología (el Sartre de las emociones, por ejemplo); deja abierto únicamente el pasaje a los lími-tes de la novela; etc. “Casi”, diría Barthes, ¡que siempre amenazó con escribir Guerra y paz! En cuanto a nosotros, el hecho de que Barthes tenga seguidores nos ahorra la necesidad de encontrar precursores: a cada uno su Roland Barthes. Nosotros nos concentraremos un ins-tante en el “mitismo” inherente de su escritura. Precisamente la rup-tura y la metamorfosis de los géneros críticos (su degeneración) y la suspensión del nombre propio que diferencia el ensayo de la novela hacen de Barthes un punto, singular e irrepetible, de divergencia coin-cidente. Si el mito es generador de figuras y mediaciones, contradic-torias y complejas (para mantenerlas y disolverlas), entonces es mítico también el modo en que Barthes ha sabido confundir el manejo de los dispositivos reflexivos y el placer “filosofal” de la palabra. El ritmo de su pequeña y cuidadosa sintaxis es mítico en su aniquilamiento de mitologías, si –como indica Lévi-Strauss– el mito, desvinculado de la narración, se articula hoy en la música. Nos da carta blanca: oigámos-la cum grano vocis. Y si, como creía Wittgenstein18, los mitos pueden volver a fluir y con ellos se desplazan los lechos de los ríos por donde corren los pensamientos, la escritura barthesiana, tan bien elaborada que nos resulta inevitable e inolvidable (obvia en definitiva), seguirá di-ciendo aún cuando el lector actual, demasiado actual, desaparezca.

De esta palabra inimitable, último testimonio de lo inactual, sin herencias ni secuelas, no se dirá como de una foto, interfuit (ahí-estuvo), pero, míticamente, era y es aún.

* Paolo Fabbri es Profesor de Semiótica del Arte y de Literaturas artísticas en el Departamento de Arte y Diseño del Instituto Universitario de Arquitectura de Venecia. Director del Laboratorio Internacional de Semiótica en Venecia (LISaV) y miembro del Grupo de Estudios de Semiótica de la Cultura.

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** N. del t.: fading se puede traducir como “interferencias”, pero perdería su sentido original que conlleva la idea de tensividad lingüística a la que el autor se refiere.

NOTAS1.– El presente artículo, inédito en español, lleva originalmente por título Era, ora, Bar-thes, cuya traducción literal al español pierde el doble sentido de la partícula italiana “ora”, que significa tanto “entonces” como “ahora”. El título definitivo en español ha sido propuesto por el propio autor. El texto fue en origen una conferencia que Paolo Fabbri dio en Reggio Emilia durante el Congreso de la Asociación Italiana de Semiótica en 1984 y que luego sirvió como introducción para la antología Mitolo-gías de Roland Barthes, publicada por la editorial Pratiche en 1986 y editado por el propio autor y la también semióloga Isabella Pezzini. Ha sido reeditado con ocasión del último número monográfico de la revista académica Riga, dedicado a Barthes y coordinado por Marco Consolini y Gianfranco Marrone.2.– Roland Barthers, (sobre Kafka), Crítica y verdad (1966), Buenos Aires, Siglo XXI, 19723.– Roland Barthes, Ensayos críticos, Barcelona, Seix Barral, 2002.4.– “Le bruissement de la langue”, en Essais critiques IV, Paris, Seuil, 1984, pp. 93-96.5.– Se trata del último capítulo, “L’utopia del linguaggio”, pp. 103-108 de la traduc-ción italiana, Milano, Lerici, 1966.

6.– Roland Barthes, Crítica y verdad, Buenos Aires, Siglo XXI, 1978. 7.– S. Freud, Análisis terminable e interminable, en Obras completas, vol. Xl, Buenos Aires, Amorrortu, 1991. 8.– Roland Barthes, El grado cero de la escritura, Buenos Aires, Siglo XXI, 1973. 9.– Sobre el concepto de “elipsis enfática” véase Lo obvio y lo obtuso, Bercelona, Paidós, 1985, donde hallamos el único haiku escrito por Barthes: “lengua fuera / ojos cerrados y estrábicos / cofia baja sobre la frente / ella llora”, para describir un fotograma del Acorazado Potemkin de S. Eisenštein.10.– Roland Barthes, El placer del texto y lección inaugural, Buenos Aires, Siglo XXI, 2002. 11.– La etimología, para Barthes como para Jakobson, es una disciplina de perspec-tiva, no verdad fundamental. 12.– Roland Barthes, Roland Barthes por Roland Barthes, Barcelona, Paidós, 2004. 13.– Gaston Bachelard, La poética del espacio, México DF, FCE, 1975. 14.– Véase la relación de concertada indecisión con el psicoanálisis.15.– Para Barthes, cuando una teoría se hace plenamente coherente y consistente, entonces es realmente una ficción... y es momento de pasar a otra. 16.– Aludimos aquí a los estudios de Genette, de Todorov y de Charles, de los decon-structivistas y de la semiolingüística.17.– Para algunos (Charles) no existe discrepancia real entre Roland Barthes y su deuteragonista en Crítica y verdad, Raymond Picard.18.– Ludwig Wittgenstein, De la certitude, París, Gallimard, 1976.

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Se cuenta que, a principios de los años sesenta, Georges Péninou asistía muy a menudo a los seminarios de Roland Barthes: en la École des Hautes Études en Sciences Sociales, entre literatos y semiólogos, expertos de cine y psicoanalistas, críticos y sociólogos, se insinuaba un valioso publicitario. Eran los años en que, ante la perplejidad de sus colegas de la Sorbona, Barthes escribía sobre publicidad: desde las mitologías sobre los detergentes y la Déesse, la retórica de la pas-ta Panzani, hasta un ensayo en los Cahiers de la publicité.

Es menos sabido que Péninou, responsable de investigación de Publicis, propuso a Barthes colaborar en un proyecto para Renault1. Barthes se trasladó a las oficinas de la Étoile, escuchó con atención, examinó innumerables anuncios, comentó algunos detalles: al final se retiró educadamente. Para él, la semiología era un análisis ético de las formas sociales, la revelación de su ideología subyacente, el intento de liberar al lenguaje de los estereotipos. Poner su olfato al servicio de una campaña publicitaria significaba subyugar las exigencias críticas de la ciencia de la significación a las perspectivas del mercado y a las constricciones de la cultura de masas. Su espíritu brechtiano no habría podido aceptar tal compromiso2.

Es el destino de Barthes: identificar un inusual campo de dis-curso, suscitar sospechas en los biempensantes, promover la aper-tura intelectual y encontrarse sistemáticamente disuelto en la palabra común, transformado en objeto à la mode, salteado como una frite3. Había ocurrido con las mitologías, estaba ocurriendo con la semiolo-gía de la publicidad, sucedería con la nouvelle critique, con el análisis

del cuento, con Tel Quel, con el discurso amoroso, con la fotografía... El estudio del anti-estereotipo devenía siempre, inevitablemente, es-tereotipo de sí mismo4.

Pero la distancia que ahora, en un clima cultural profundamente distinto, podemos tomar respecto a Barthes nos permite analizar me-jor su tan aciago destino. De la misma forma que se ha sostenido5 que la mejor semiótica barthesiana no se encuentra en los Éléments de sémiologie y que su mejor análisis literario no se encuentra tampoco en los Essais critiques, podemos afirmar que lo más interesante de Barthes sobre la comunicación publicitaria no está en sus escritos más conocidos acerca de la misma. Más allá del rechazo de Barthes a pensar la publicidad como ejercicio positivo de la significación, es de-cir, de transformar el análisis semio-lingüístico en producción textual –rechazo difícilmente aceptable hoy día– es posible, de hecho, hallar textos de interés para el estudio actual de la publicidad. Y si –como se ha dicho6– la semiología barthesiana aplicada al mensaje publicitario es hoy más un obstáculo que una ayuda para quien desee analizar eficazmente el universo comunicativo, se trata entonces de encontrar los lugares en que Barthes habla en modo más o menos directo de publicidad para ver si y cómo pueden ser aún útiles: al publicitario (principalmente), al historiador de las ideas (obviamente), al estudioso del arte (cómo no) y al estudioso del lenguaje y de la significación (sobre todo). Tales lugares son innumerables7.

Abordemos ahora, aunque sea brevemente, la idea de la “fran-queza del sentido publicitario”. Donde muchos autores (desde Adorno

Una retórica de las sustancias

GIANFRANCO MARRONE*

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a Packard, desde Williams a Baudrillard) quisieron ver una ocultación de la persuasión a la que la publicidad recurriría, o sea, una manipu-lación de las conciencias guiada por oscuros objetivos de mercado, Barthes revela que el anuncio publicitario no esconde en absoluto sus objetivos de convencimiento o de seducción hacia la marca que promueve. A diferencia de otros “grandes alimentos de la nutrición psíquica” que circulan en la sociedad de masas (literatura, espectá-culo, deporte, moda, etc.), los cuales tienden a disimular su carácter sígnico presentándose como objetos de la naturaleza, la publicidad no sabe ni quiere generar misterio sobre sí misma.

Si de hecho se sabe de antemano qué es lo que quiere decir una publicidad, el objetivo del análisis semiológico será simplemente el de reconstruir las estrategias que utiliza para decirlo. De esta forma, la semiología se configura definitivamente como una ciencia del empleo de formas lingüísticas. El análisis semiológico se ocupa entonces de “explicar la evidencia”, mostrando cómo la franqueza del sentido pu-blicitario es el eje en un sistema de significación subyacente que está constituido por complejas tramas entre niveles sígnicos (denotación y connotación) y entre sustancias expresivas (imágenes y texto).

No es apropiado hablar de la publicidad como de una lengua, con sus signos específicos y sus respectivas reglas para combinarlos. La publicidad no es una lengua en el sentido en que lo son el italiano, el alemán o el bantú. Pero no es ni siquiera un lenguaje como lo son el lenguaje gestual, el musical o el fotográfico. «La publicidad es un len-guaje […], no en cuanto define un cierto modo de decir las cosas (un estilo) sino en cuanto impone sustancialmente una estructura original a sus enunciados». Se puede hablar así de la publicidad como de un “género literario” o, mejor aún, como de un tipo de discurso con dis-tintas temáticas, configuraciones, tiempos, lugares y personajes ca-racterísticos, más allá del hecho de que este discurso use una cierta lengua o un cierto sistema de expresión sígnica: como se está ante una novela prescindiendo de que ésta sea en francés o en húngaro, o ante un drama sin importar que éste sea recitado o leído, también se está ante una publicidad prescindiendo del hecho de que se configure como anuncio impreso o spot televisivo.

Esto no significa que los soportes expresivos y los medios de comunicación no tengan importancia. Estos, aunque no contribuyan a determinar una definición semiológica de la publicidad, entran en jue-go a otro nivel cultural: el de la recepción de la publicidad misma, es decir, de los nexos entre el discurso realizado, pongamos, por cierta marca y los modos en que es recibido por sus posibles destinatarios (Barthes). Emerge aquí el valor antropológico que el discurso publi-citario asume en nuestra sociedad: desde hace ya mucho tiempo ha comenzado a formar parte de nuestra relación ordinaria con el mundo «del mismo modo que la tierra era parte del horizonte del campe-sino». El gesto publicitario es desde entonces de tipo “subacqueo”, se insinúa entre nuestras acciones a cada momento, hasta el punto que, cuando hojeamos un periódico, percibimos sin solución de conti-nuidad un artículo, un anuncio y una fotografía sin preocuparnos por reconocer las eventuales diferencias de forma y de función.

Desde este punto de vista, la significación del discurso publici-

tario alcanza todo su sentido en la relación con el contexto comunica-tivo en el que se lo consume. Se requiere tener claro en todo caso que ese contexto está producido, según Barthes, por el mismo discurso, en el momento mismo de su construcción, y no por un conjunto de si-tuaciones concretas. Además de proferir enunciados, de producir sus tristemente conocidos mensajes dobles, la publicidad construye su propia escena enunciativa: por un lado su autor (una marca, un grupo empresarial, etc.), por otro su lector (el consumidor).

¿Debemos entonces plantear un consumidor pasivo, presto a recibir sin reproche todas las propuestas más o menos etéreas que la publicidad pone ante sus ojos? Sabemos que las cosas son muy diferentes, y que existen en los consumidores, no sólo formas de re-sistencia muy fuertes, sino verdaderos comportamientos activos que, dirigiendo la producción hacia ciertos bienes antes que otros, hacen posibles ciertas publicidades y no otras. He aquí en apariencia la dis-tancia que nos separa de Barthes, ya sea debida a las diferencias sociales entre el tiempo en que escribía sus ensayos o al avance de los estudios sociológicos sobre los comportamientos de consumo y de los semióticos sobre los modelos comunicativos. De hecho, según la interpretación más difundida de la obra barthesiana, la visión de la comunicación que ésta nos da sería sustancialmente unidireccional: el emisor, gracias a su propia facultad, suministra al destinatario cierto mensaje rápida y correctamente en base a un código común, a un ca-nal de transmisión y a un contexto dado. Esta visión es cuanto menos reduccionista, ya que no tomaría en consideración las actitudes del destinatario en relación al mensaje recibido, es decir, la posibilidad de que lo transforme o de que incluso lo rechace.

La posición de Barthes es bien diferente. Entre finales de los cincuenta y principios de los sesenta, se produce un rapidísimo auge de la sociedad de consumo y del discurso publicitario cuya relación es orgánica. Desvelamos así la comprensión tanto de una como del otro, mostrando cómo el lenguaje, más que un instrumento neutro desti-nado a transmitir información, es un proceso eficaz de transformación de las relaciones humanas. Lo que no significa, como ya he dicho, que Barthes piense la publicidad como manipulación oculta, sino que plantea una imagen del discurso social, a la manera de Austin, no como un simple espejo de lo real sino como una acción efectiva sobre lo real. Acción a la que responden ulteriores acciones, en un juego de estrategias y contra-estrategias muy complejo que la ciencia social y el análisis semiótico han de reconstruir8. Una prueba de ello es el continuo reenvío realizado por Barthes a la cuestión, ya indicada, del imaginario humano y social, un imaginario pensado como una relación íntima entre hombre y mundo, y sobre todo entre el mismo cuerpo y la variable consistencia de las cosas. La publicidad hace referencia y, en modo particular, alimenta el depósito de imágenes y de valores de la psique humana: entra así en relación con un universo imagina-rio preexistente, asimilándolo y otorgándole nuevas configuraciones y significaciones.

La retórica del discurso publicitario, por lo tanto, no es solamen-te una estrategia de tipo argumentativo o persuasivo, es decir, no se adscribe a los procesos que los latinos conocían con el nombre de

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inventio. La retórica publicitaria es principalmente de tipo figurativo: se sirve de las argucias de la elocutio, los tropos (metáfora, metoni-mia, sinécdoque, etc.) a través de las cuales el lenguaje enriquece el plano del contenido gracias a las figuras del mundo. “La excelencia del significante publicitario depende del poder de relacionar su lector a la mayor cantidad de mundo posible: el mundo, es decir, la expe-riencia de antiquísimas imágenes, obscuras y profundas sensaciones del cuerpo, definidas poéticamente de generación en generación, sabiduría de las relaciones del hombre con la naturaleza, conquista paciente de una inteligencia de las cosas a través del único poder incontestablemente humano: el lenguaje”.

Si la mejor publicidad emula a la poesía –piensa Barthes– no es por las eventuales sensaciones impalpables que pueda provocar, o por la belleza con que desea expresarse. Es, si acaso, porque pone en juego estructuras lingüísticas de tipo eminentemente poético que en ocasiones es tranquilizador y reconfortante y, en otras, profundo e inquietante.

La actualidad del pensamiento de Barthes está en haber seña-lado este valor profundo del imaginario publicitario, un imaginario donde lo sensible toma el lugar de lo inteligible y donde lo real no es ya el lugar de valores culturales compartidos, sino el de una pura sub-sistencia de las sustancias. El discurso publicitario rompe la relación representativa entre el sujeto humano y el mundo para hacer emerger como único protagonista al cuerpo mismo, que es un conjunto frag-mentado de mundo y de una perspectiva de éste, interno y externo, naturaleza y cultura. La exploración sobre el imaginario de Bachelard se fusiona en Barthes con la la fenomonología de Merleau-Ponty, con el psicoanálisis de Freud y Lacan y –lo que más importa– con el análi-sis lingüístico y semiótico9. El cuerpo, para Barthes, no es más que el intersticio en que se produce y se regenera el lenguaje.

He aquí la clave para leer (o releer), más allá de sus muchas fa-ses y transformaciones, el pensamiento de Barthes sobre el universo de la comunicación publicitaria y, aventuramos, sobre gran parte del universo de la comunicación artística y multimedial. Desde las mitolo-gías hasta los ensayos semióticos, desde su libro sobre Japón hasta las crónicas periodísticas, encontramos siempre, con sorprendente insistencia, esta idea de un imaginario humano inquietante, de una reserva de trazos y de figuras que estimulan el discurso poniendo el sujeto ante sí mismo, incluso en ocasiones interrogándolo y decons-truyéndolo, haciendo de él un cuerpo que obtiene placer no sin antes haber encontrado, con cierta dificultad, su lugar entre las sustancias del mundo.

* Gianfranco Marrone es Profesor de Semiótica de la Cultura y Director del Doctorado de Diseño, expresión y comunicación visual de la Universidad de Palermo. Ha traducido numerosas obras de Roland Barthes al italiano.

NOTAS1.– La anécdota se relata en la biografía de Barthes escrita por Louis-Jean Calvet, Roland Barthes 1915-1980, Paris, Flammarion 1990, pp.177-179.2.– Roland Barthes “La voiture: projection de l’Ego” in Réalités, n. 213, 1963; con el

título “Mythologie de l’automobile” y actualmente en Roland Barthes, Oeuvres com-plètes, Eric Marty ed., vol. I, Paris, Seuil 1993, pp. 1136-1142.3.– Roland Barthes, “L’image”, in Pretexte. Roland Barthes, Antoine Compagnon ed., Paris, U.G.E. 1978, ora in Roland Barthes, Le bruissement de la langue, Paris, Seuil 1984.4.– Sobre estos temas cfr. mis obras: Il sistema di Barthes, Milano, Bompiani 1994; “Introduzione” a Roland Barthes, Scritti. Società, testo, comunicazione, Torino, Ei-naudi 1998.5.– Cfr. Umberto Eco e Isabella Pezzini, “La sémiologie des Mythologies” en Commu-nications, n. 36, 1982; Paolo Fabbri, “Era, ora, Barthes” en Mitologie di Roland Bar-thes, Paolo Fabbri e Isabella Pezzini (eds.), Parma, Pratiche 1986, también traducido en el presente número.6.– Cfr. Jean-Marie Floch, Sémiotique marketing et communication, Paris, Puf 1990; Andrea Semprini, Introducción de Lo sguardo semiotico, A. Semprini (ed.), Milán, An-geli 1990. Ambos autores insisten en la necesidad de superar los dos puntos de vista de la metodología barthesiana: la oposición verbal/visual (estrategias semióticas profundas) y la dicotomía denotación/connotación (categorías de análisis textual más refinadas) Cfr. también G. Marrone, Corpi sociali, Einaudi, Torino 2001.7.– Algunos de estos textos son: Roland Barthes, “Rêve et poesie”, in Cahiers de la publicité, n. 7, 1963, titulado ahora “Le message publicitaire” en Roland Barthes, L’aventure sémiologique, Paris, Seuil 1985. Roland Barthes, “Rhétorique de l’image”, in Communications, n. 4, 1964, ahora en Roland Barthes, L’obvie et l’obtus, Paris, Seuil 1983. Roland Barthes, “Société, imagination, publicité” en Oeuvres complètes, cit., t. II, pp. 507-517. “Saponides et détergents”, “L’opération Astra”, “Publicité de la profondeur”, “Photogénie electorale”, etc. en Roland Barthes, Mythologies, Paris, Seuil 1957. Roland Barthes, “Sémantique de l’objet” en L’aventure sémiologique, cit. “Encore, le corps”, en Critique, pp. 423-424, 1982.8.– Cfr. por ejemplo la conclusión del ensayo “Societé, imagination, publicité”, donde Barthes propone apropiarse irónicamente del mensaje publicitario antes que vivirlo como una fatalidad.9.– No habría ninguna oposición –como sostiene Anne Sauvageot (Figures de la pu-blicité, figures du monde, Paris, Puf 1987)– entre el análisis semio-lingüístico de la publicidad y el estudio de sus simbologías profundas.

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En una célebre caricatura del año 1967, aparecida en la prestigiosa publicación La Quinzaine littéraire, podemos identificar a Michel Fou-cault, Jacques Lacan, Claude Lévi-Strauss y Roland Barthes, vestidos con apenas un ridículo taparrabos mientras conversan animadamente en la hierba. El chiste evidencia que el mensaje estructuralista había calado en la opinión pública: del mismo modo que los significados de nuestro lenguaje tenían que comenzar a aprender de la alteridad de los significantes, era hora de que nuestros valores occidentales em-pezaran a ser contemplados desde la distancia de las otras culturas. En una palabra: lo Mismo debía ser visto por fin como –y desde– lo Otro. Nada más coherente, pues, que aquellos que se empeñaban en aplicar la óptica etnológica a los signos de nuestra cultura y extender estos avances a las nuevas ciencias humanas aparecieran ellos mis-mos como “extrañados” o presentados al gran público como antro-pólogos culturales apenas distinguibles de hombres primitivos.

Ahora bien, ¿es justo presentar a Barthes como un “teórico sal-vaje”? Ciertamente, la semiótica barthesiana es la de un hombre fas-cinado por el signo, seducido por el voluptuoso placer de deletrear los significados ocultos latentes de la cultura. Sin embargo, no deja de ser curioso que quien más contribuyera a impulsar una nueva re-flexión de segundo orden sobre la función de la crítica a partir de los desafíos planteados por las nuevas artes de vanguardia y sus proce-dimientos subversivos –el nouveau roman, por ejemplo– apareciera aquí caricaturizado como un hombre primitivo, como un apologista de la ingenuidad.

Por un lado, en realidad, como teórico deudor del instrumental marxista –ese “horizonte insuperable de nuestro tiempo”, por decir-lo con su admirado Sartre–, el primer y, orgullosamente “moderno”, Barthes estaba obligado a percibir toda tentativa institucional del arte como “objetivamente reaccionaria”; por otro, como estructuralista, no podía por menos subrayar la dimensión pura e intransitiva del len-guaje, su carácter productor de mundo y realidad. Aquí, la llamada “liberación del significante” era entendida estrictamente como un plan equivalente a su política de ruptura progresista con los solidificados fetiches de la sociedad burguesa: en un mundo sin Autor había llegado el momento en el que todos podían llegar a ser autores potenciales.

Mucho se ha discutido sobre la necesidad de distinguir diversas fases dentro del work in progress barthesiano. Pero, a decir verdad, hay un momento decisivo en el que el enterrador del Autor deja de interesarse por estar en la vanguardia, por ser moderno. Por ello, aun-que se han diferenciado cuatro etapas en su devenir intelectual –la mitología social, la semiología, la textualidad y, finalmente, una última etapa marcada por las relaciones entre el cuerpo, el texto y el goce–, tal vez sería más exacto hablar de un itinerario marcado por el pau-latino desplazamiento a una singular retaguardia. Es entonces cuando Barthes empieza a ser consciente de que para estar a la altura de la escurridiza fragilidad de lo real, para ser capaz de desvelarla adecua-damente, se necesita una actitud diferente ante el paso del tiempo. Algo así como un incremento del pudor y del dolor… por el duelo.

Éste será el momento en el que en la vida de Barthes el estudio

Roland Barthes:Orfeo de los signos

GERMÁN CANO*

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de la imagen fotográfica coincida con la traumática desaparición de su querida madre, quien, fallecida el 25 de octubre de 1977, le había desencadenado, según confesión del hijo, una nueva madurez, una vita nuova. No es un dato casual: como intempestivo reflejo de los complejos mecanismos del duelo y la melancolía, la imagen fotográ-fica siempre ha tenido en cuenta, aunque a veces sólo intuitivamente, esta espectral circunstancia de la ausencia. En su extraordinario y úl-timo libro póstumo –¿mórbido presagio de lo que iba a suceder poco después?–, y calificado significativamente como «una novela sobre la imagen tan amada de la madre», La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía (1980), el hijo desconsolado por la pérdida se hace eco pre-cisamente de esta tensión con el tiempo de la vida y la muerte que brilla en ciertas instantáneas familiares. Destrozado literalmente por la ausencia del ser querido, Barthes parece reparar en que en el simple hecho de sobrevivir a los seres que amamos existe una suerte de desmentido escandaloso a la representación usual del tiempo, siem-pre protegida y blindada por la confortable sensación de progreso o continuidad.

Barthes empieza por recordarnos en estas primeras páginas del ensayo que aquello que la fotografía reproduce únicamente ha tenido lugar una sola vez: la rotunda presencia de la imagen repite lo que nunca más podrá repetirse existencialmente. Por eso la fo-tografía lleva siempre su referente consigo y está marcada por una misma inmovilidad amorosa o fúnebre. En verdad, hay algo terrible en toda fotografía: el retorno de lo muerto. De ahí que Barthes confiese que le interesa profundizar en esta disciplina artística no como tema sino como herida, como el encuentro con un dolor irrecuperable, no susceptible de metabolización subjetiva. No en vano la fotografía es ajena a cualquier maniobra de recuperación dialéctica: un teatro des-naturalizado en el que la muerte no puede contemplarse a sí misma, pensarse e interiorizarse; más aún, excluye toda purificación, toda catarsis.

Si hablábamos antes de “retaguardia” es porque Barthes desa-rrolla su idea de la fotografía como huella o residuo de la realidad. La ex-periencia traumática, que estará muy ligada a su reflexión sobre el es-tatuto de la imagen, le llevara a problematizar su situación como el gran maestro y crítico de la modernidad. Es como si comprendiera ahora que su papel como gurú de lo más nuevo no ha sido sino una actitud de defensa, de repliegue narcisista: desde este momento vanguardista es aquel al que le “pesa” demasiado el pasado, quien ve en sus molestas inercias sólo un obstáculo, un pesado lastre a los esfuerzos demiúrgi-cos de su voluntad; mora en la retaguardia, en cambio, el superviviente: alguien que no puede evitar tener la sensación de que, en cierto sen-tido, de alguna forma, le “falta” el pasado; sólo éste mira hacia atrás, recoge las huellas borradas tras el impetuoso paso de aquél. ¿No surge la violencia de la imagen fotográfica precisamente como el continuo intento de dar testimonio de aquellos a los que en su día amamos, de los momentos irrepetibles que vivimos, de esos fragmentos de vida que no han existido simple, cruelmente, para desaparecer, para convertirse en nada? ¿No asume el fotógrafo la obsesión por pensar lo irreductible en su lucha contra el estereotipo? ¿No son las imágenes que ahora nos

muestra Barthes tentativas de frustrar la propensión inmunizadora del cliché a apoderarse del referente y a vaciarlo de su concreción, de su singularidad, de su frágil contingencia?

Como es sabido, al hilo de estas preguntas Barthes desarrollará su célebre noción de punctum: «En latín existe una palabra para designar esta herida, este pinchazo, esta marca hecha por un instrumento puntiagudo; esta palabra me iría tanto mejor cuanto que remite también a la idea de puntuación y que las fotos de que hablo están en efecto como puntuadas, a veces incluso moteadas por estos puntos sensibles; precisamente esas marcas, esas heridas, son puntos. Ese segundo elemento […] lo llamaré punctum; pues punctum es también: pinchazo, agujerito, pequeña mancha, pequeño corte y también casualidad. El punctum de una foto es ese azar que en ella me despunta (pero que también me lastima, me punza)»1.

Haciéndose eco de estas epifanías del álbum familiar, Barthes descubre, perdido en el “laberinto” de estas imágenes, una violencia singular: la de sentirse como alguien asediado por un alteridad enig-mática que cuestiona y hace difícil hablar de un yo impuesto al mundo. Una foto antigua de la madre le muestra este hilo secreto. «La Foto del Invernadero era mi Ariadna, no tanto porque me permitiría descubrir algo secreto (monstruo o tesoro), sino porque me diría de qué estaba hecho ese hilo que me atraía hacia la fotografía. Había comprendido que de ahora en adelante sería preciso interrogar lo evidente de la fo-tografía no ya desde el punto de vista del placer, sino en relación con lo que llamaríamos románticamente el amor y la muerte»2.

Aquel que dijera a menudo que un significado nombrado era un significado muerto tenía necesariamente que situarse bajo la influen-cia de Orfeo, condenado a retornar a la amante perdida, Eurídice, a darse la vuelta y mirarla. No es casualidad que esta figura reaparezca recurrentemente en la obra barthesiana. En El grado cero de la escri-tura, se afirma que «[…] la lengua de escritor es menos un fondo que un límite extremo; es el lugar geométrico de todo lo que no podría decir sin perder, como Orfeo al volverse, la estable significación de su marcha y el gesto esencial de su sociabilidad»3.

La figura aparece, asimismo, en Fragmentos de un discurso amoroso: «Lo que bloquea la escritura amorosa es la ilusión de ex-presividad: escritor, o pensándome tal, continúo engañándome sobre los efectos del lenguaje: no sé que la palabra ‘sufrimiento’ no expresa ningún sufrimiento y que, por consiguiente, emplearla, no solamente es no comunicar nada, sino que incluso, muy rápidamente, es provo-car irritación (sin hablar del ridículo). Sería necesario que alguien me informara que no se puede escribir sin pagar la deuda de la ‘sinceri-dad’ (siempre el mito de Orfeo: no volverse a mirar). Lo que la escritura demanda y lo que ningún enamorado puede acordarle sin desgarra-miento en sacrificar ‘un poco’ de su Imaginario y asegurar así a través de su lengua la asunción de un poco de realidad»4.

Dicho esto, no es extraño que en La cámara lúcida Barthes conciba la esencia de su viaje intelectual por la experiencia fotográ-fica como un “giro”, una especie de movimiento que “vuelve” el rostro y, por supuesto, la mirada hacia la muerte, de una forma muy similar al movimiento de Orfeo en umbral del Hades. Lo interesante es que

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se trata de un giro que nada tiene que ver con ninguna conquista de la soberanía; lo que aquí se experimenta, más bien, es un desfonda-miento subjetivo en el que la imagen del ser perdido revela la fragi-lidad de la identidad. En este sentido, las huellas que revela Barthes en La cámara lúcida son los restos que no hacen sino “encarnar el lugar”, que tratan de hacer visible un espacio inédito, umbrales que en absoluto se han pretendido conquistar en términos violentos. A través de una generosa e intensa conversación visual, estas fotografías, asi-mismo, intentan “abrir el lugar” para que éste se desoculte, para que revele por fin un posible “estar” capaz de generar algún ser. Un acon-tecimiento muy simple, que puede parecer ingenuo al espectador ac-tual, saturado de imágenes, pero para el cual resulta imprescindible algo esencial: que la mirada intelectualizada hacia nuestro espacio más próximo, pertrechada cómodamente con todos los clichés dis-ponibles, llegue a desarmarse y contaminarse con algo distinto, con algún “Otro” imprevisto.

Como ha destacado agudamente Alain Finkielkraut, frente a esta certeza de lo irrepetible fotográfico, a Barthes sólo le cabía tomar una decisión: mirar como Prometeo o como Orfeo5. Dos miradas, dos um-brales de sensibilidad, dos regímenes de atención. «A Barthes [...] le

hizo falta la prueba del duelo para que el artista prometeico fuera des-tronado por otra imagen y otro itinerario: los del hombre atraído por el reino de las sombras. Orfeo desafía a los infiernos porque ha perdido a su Eurídice. Quiere arrebatar al mundo de los muertos a su amada». Fotografiar las sombras, las huellas es, quizá, nuestra principal pro-testa contra lo desaparecido, la caducidad, contra la absurda levedad de una existencia ciegamente orientada a no dejar rastros.

*Germán Cano es Profesor Titular de Filosofía en la Universidad de Alcalá de Henares (Madrid).

NOTAS1.– Barthes, Roland. La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, Barcelona, Paidós, 1989. Pp. 58-59.2.– Barthes, Roland, ibíd., p. 116.3.– Barthes, Roland. “¿Qué es la escritura?”, en El grado cero de la escritura. Editorial Siglo XXI, Madrid, 1999. Pp. 17.4.– Barthes, Roland. Fragmentos de un discurso amoroso. Editorial Siglo XXI, Madrid, 2000. Pp. 121.5.– Finkielkraut, A. Nosotros, los modernos, Madrid, Encuentro, 2006. Pp. 38.