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En Borges esencial. Madrid, Real Academia Española – Alfaguara, 2017; pp. XXXI-XLVII.

Borges ensayista. La ética de un lector inocente

Alberto Giordano

En la breve nota que precede y da título a la compilación de sus ensayos literarios, Virginia Woolf esbozó la figura de un lector capaz de decidir sobre la grandeza poética de las obras que lo conmueven sin recurrir más que a su “instinto” y sin pretensiones de sabiduría perdurable ni de objetividad. Lo llamó “lector común”, citando una ocurrencia del doctor Johnson, para diferenciarlo del crítico y del académico, que sí tienen que someter sus juicios estéticos al tribunal de las creencias autorizadas por el deseo de imponerlos como verdades a una audiencia de consumidores o de especialistas. Libre de compromisos institucionales, de la presión que ejercen las morales intelectuales sobre quienes necesitan legitimar sus opiniones, el lector común puede permitirse ser “apresurado, impreciso y superficial”, por lo mismo que se permite “el afecto, la risa y la discusión” apasionada, porque sus criterios son soberanos, al estar fundados únicamente en la propia convicción y la propia sensibilidad.1 Cuando lo gana el deseo de contar y reflexionar sobre sus experiencias por escrito, el lector común se convierte en ensayista, alguien que, como quería Montaigne, no oculta sus inepcias, ni se preocupa ante la posibilidad de equivocarse o contradecirse, ya que no pretende dar a conocer las cosas sino a sí mismo, sus inclinaciones y sus facultades, con todo lo que la subjetividad tiene de cambiante y equívoco.

Borges es un heredero prodigioso –por el talento para apropiársela creativamente– de la espléndida tradición del ensayismo inglés. Un William Hazlitt cimarrón, que sabe inquietar el buen juicio y 1 Virgina Woolf, “El lector común”, en El lector común. Selección, traducción y notas de Daniel Nisa Cáceres. Buenos Aires: Lumen, 2009; pp. 9-10.

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las sutilezas del “estilo familiar” con ocurrencias sintácticas que abren discretos intervalos de vacilación2. En el Prólogo de Nueve ensayos dantescos, cuando se lamenta por la imposibilidad de frecuentar la Comedia con la dichosa “inocencia” de alguien que desconociese su abrumadora condición de monumento cultural, fantasea, sobre las huellas del doctor Johnson y Woolf, con un lector capaz de encarnar la ética (el arte de vivir las intensidades literarias) que profesa el “lector común”. Si pudiésemos leer el poema de Dante con inocencia, conjetura Borges,

lo universal no sería lo primero que notaríamos y mucho menos lo sublime o lo grandioso. Mucho antes notaríamos, creo, otros caracteres menos abrumadores y harto más deleitables; en primer término quizá, el que destacan los dantistas ingleses: la variada y afortunada invención de rasgos precisos.3

Para el lector avisado en el que se termina convirtiendo cualquier escritor, sobre todo los que cuentan, como Borges, con un dominio reflexivo de sus recursos, la lectura “inocente” es una especie de paraíso perdido en el que todavía no existían los prejuicios culturales que se adquirieron con el oficio. Pero cuando el escritor se aventura por los caminos del ensayo, para intentar configurar lo irrepetible de sus experiencias con formas literarias que lo conmovieron íntimamente, la inocencia se transformar en utopía crítica, una meta acaso inalcanzable pero deseada, a la que sólo es posible aproximarse gracias a un ejercicio de desprendimiento y depuración de lugares comunes con pretensión de verdad. Como en toda encrucijada ética, las decisiones del ensayista tienen que interrogar, e incluso ignorar, el valor de las creencias consensuadas para dar lugar a la afirmación singular de las propias potencias.

A los prejuicios que las instituciones culturales buscan establecer como evidencias, cuando pretenden imponer criterios de valoración que justifiquen y expliquen la existencia de lo literario, 2 William Hazlitt, “Sobre el estilo familiar”, en Ensayos sobre el arte y la literatura. Introducción, selección y traducción de Ricardo Miguel Alfonso. Madrid: Espasa, 2004; pp. 109-118.3 Jorge Luis Borges, Nueve ensayos dantescos. Madrid: Espasa Calpe, 1982; p. 86.

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Borges les da el nombre de “supersticiones”. Sergio Pastormerlo indicó la procedencia de este término que alude a creencias convencionales o fingidas: los ensayos críticos de Paul Groussac sobre los clásicos.4 También se lo puede remitir a la filosofía de Baruj Spinoza, en particular, al Prólogo del Tratado teológico-político, ya que para Borges las supersticiones son, antes que certidumbres falsas, creencias que apartan a la sensibilidad del lector de sus potencias de actuar, de gozar e imaginar sin inhibiciones, conforme a lo intransferible de sus apetencias. En “La supersticiosa ética del lector”, encontramos una descripción precisa y convincente de esta afección que sufren los lectores demasiado informados y complacientes con lo que reclaman las convenciones culturales:

Los que adolecen de esa superstición [la superstición del estilo] entienden por estilo no la eficacia o la ineficacia de una página, sino las habilidades aparentes del escritor: sus comparaciones, su acústica, los episodios de su puntuación y de su sintaxis. Son indiferentes a la propia convicción o propia emoción: buscan tecniquerías (la palabra es de Miguel de Unamuno) que les informarán si lo escrito tiene el derecho o no de agradarles. Oyeron que la adjetivación no debe ser trivial y opinarán que está mal escrita una página si no hay sorpresas en la juntura de adjetivos con sustantivos, aunque su finalidad general esté realizada. Oyeron que la concisión es una virtud y tienen por conciso a quien se demora en diez frases breves y no a quien maneje una larga. [...] Oyeron que la cercana repetición de unas sílabas es cacofónica y simularán que en prosa les duele, aunque en verso les agencie un gusto especial, pienso que simulado también.5

A estos lectores que actúan como críticos potenciales, porque subordinan la emoción a las imposturas de un saber que consideran especializado, Borges opone la ficción de un lector irresponsable, que aprendió a no dejar pasar la señales de lo misterioso que a veces 4 Sergio Pastormelo, “Besos bárbaros: pretensión y privación cultural. La figura del supersticioso en la crítica de Borges”. Orbis Tertius, 2000 4 (7); pp. 73-88.

5 Jorge Luis Borges, “La supersticiosa ética del lector”, en Discusión. Buenos Aires: Emecé, 4ª impresión; pp. 45-46.

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despuntan en una texto y a renunciar metódicamente a cualquier certidumbre que pudiese obstruir o debilitar esa manifestación incierta. Si el hecho literario es, quizá, una promesa de sentido que vive de su aplazamiento, la “inminencia de una revelación, que no se produce”6, la ocurrencia borgiana del lector “inocente” sugiere que solo participará en ese acontecimiento paradójico quien pueda aligerar su discurso de certidumbres teóricas o historiográficas, y desprenderlo de valoraciones consensuadas e intimidatorias.

Cuando escribe sus lecturas de la Divina Comedia, en breves ensayos dirigidos a

un público no académico, Borges juega, con irresponsable seriedad, a ser un lector

“inocente” que no presta atención a lo que el poema tiene de "universal", "sublime" o

"grandioso", sino a la invención, a veces involuntaria, de "pormenores" novelescos. Juega

a desatender los imperativos de la Tradicción para recuperar el placer infantil de los

hallazgos curiosos. Por eso casi no muestra interés en la articulación de las grandes

secuencias simbólicas (los periplos míticos o místicos), ni en las intrincadas

combinaciones de temas y motivos, ni en los abigarrados conjuntos de personajes. Cuando

los tiene en cuenta, es sólo como contextos de aparición de un detalle anómalo, pero no

para reducir el detalle a la representación del contexto, sino para hacer más sensible el

carácter irreductible de esa curiosidad, cómo se desprende de cualquier totalidad de

sentido y neutraliza su identificación con algún valor trascendente. Vale la pena recordar

algunos de los motivos dantescos que atraen y desencadenan la escritura ensayística de

Borges, para hacer evidente que se trata, en todos los casos, de puntos de enrarecimiento o

vacilación en los que la significación se configura como ambigua: una “discordia” casi

imperceptible en la construcción poética del castillo que aparece en el canto IV del

Infierno; la incertidumbre, cifrada en un verso del Infierno, acerca del canibalismo que

Ugolino della Gherardesca habría ejercido sobre sus hijos; la paradójica compasión con la

que Dante escucha el relato de Francesca, condenada por la voluntad moral del propio

Dante al Infierno; dos “anomalías” en la representación gloriosa de Beatriz cuando Dante

la encuentra al entrar al Paraiso; la inquietante sonrisa de la Amada al desaparecer de la

vista del poeta definitivamente.

6 Jorge Luis Borges, “La muralla y los libros”, en Otras inquisiciones. Buenos Aires: Emecé, 6ª impresión; p. 12.

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La escritura como ejercicio retórico que señala y despliega los atractivos

intelectuales o estéticos de un detalle marginal, de algo que aparece como anómalo en el

contexto de una obra, una tradición o una disciplina, es el principio compositivo de

muchos ensayos borgianos. Si pensamos en la filosofía, a la que él considera otro registro

de la imaginación ficcional, lo motivos que atraen el interés de Borges forman un conjunto

heteróclito de ocurrencias que impresionan por su textura tropológica antes que por su

densidad conceptual: la metáfora pascaliana de la esfera infinita, que entrecide la

naturaleza ominosa de la divinidad y del universo; la paradoja de Aquiles y la Tortuga,

atribuida a Zenón de Elena, que abre “interstición de sinrazón” a través de los que se

revelaría el carácter ilusorio del mundo; la tesis “espléndida”, aunque poco convincente, de

J. W. Dunne sobre la regresión infinita, tesis según la cual el porvenir ya existe, tal como

lo probarían los sueños premonitorios.7 También son curiosidades en los límites de lo fútil

los motivos que llevan a Borges a intervenir imaginariamente en discusiones teológicas,

como las que se tramaron alrededor de la duración del Infierno, o a propósito de esa

invención “teratológica” que es el dogma de la Trinidad.8 Estos ensayos de tema teológico,

escritos por alguien que confiesa una atracción incrédula pero persistente hacia sus

complejidades, son la mejor ocasión para apreciar la audacia de algunas operaciones

criticas o irónicas que realiza la escritura del ensayo sobre la superficie discursiva de los

saberes que aspiran a la pretenciosa condición de verdaderos y definitivos.

La atracción impía de Borges por las curiosidades teológicas, lo que él mismo

denomina su condición de “amateur”, lo sitúa desde un punto de vista justo para recuperar

el trasfondo de excentricidades y misterios sofocados que el dogma disimula y envuelve.

Desde ese punto de vista conviene examinar la composició de “La duración del infierno”

para advertir su carácter jueguetón e incidioso. En forma alternada y de acuerdo con un

orden de inverosimilitud creciente, Borges evalúa los argumentos que niegan o validan

la atribución de eternidad al Infierno. Los primeros efectos disuasorios provocados por

la perspectiva del “amateur” los identificamos con las resonancias que despierta el uso

de dos términos de procedencia retórica: “argumentos” e “inverosimilitud”. A través de

ese discreto expediente se habre una vía promisoria para los desenmascaramientos. En

la escritura del ensayo el corpus teológico deviene disputatio: campo de batalla en el

que se enfrentan interpretaciones antagónicas. El desborde se asentúa cuando el 7 Ver, respectivamente, “La esfera de Pascal”, “Avatares de la tortuga” y “El tiempo y J. W. Dunne”, en Otras inquisiciones (ed. cit.; pp. 13-17, 149-156 y 31-35, respectivamente).8 Ver, respectivamente, “La duración del Infierno” y “Una vindicación de la cábala”, en Discusión (ed. cit.: pp. 97-103 y 55-60, respectivamente).

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ensayista valora los argumentos no por su consistencia teológica, sino por lo que tienen

de “importantes y hermosos”, por su eficacia “dramática”, antes que por su virtud

lógica. En esa misma dirección oblicua, otro sonoro golpe de extrañamiento lo da la

descalificación de “las razones elaboradas a favor de la eternidad del Infierno” por

“frívolas” y “engañosas”, primero, por “policiales” y “disciplinarias”, después. Las

impertinencias de Borges recuerdan las conclusiones a las que llega Roland Barthes

después de leer, al detalle, algunos textos etnográficos de Georges Bataille: por la

intrusión del valor, por la puesta en juego de valores que se imponen como ajenos a un

orden de razones establecido, la escritura del ensayo excede e impugna las pretenciones

del saber. Obligado por ese exceso a quitarse la máscara, el saber descubre su verdadero

rostro: se muestra como ficción interpretativa9. ¿De qué otro modo calificar los gestos

borgianos, cuando muestran lo que escamotean los argumentos teológicos, sino como

excesivos? ¿Qué otro valor, más que el del exceso, representa para la teología la

afirmación de lo dramático, lo curioso o lo policial? La mirada extrañada de Borges

ilumina, con una luz sesgada, el corazón secreto de las creencias piadosas: las

especulaciones teológicas no serían más que ejercicios retóricos, o, si se prefiere una

fórmula más frecuentada, la teología no es sino una rama de la literatura fantástica. Se

podría hablar aquí de “retorización de la teología”, como se ha hablado de

“literaturización del saber” a propósito de los ensayos borgianos de tema filosófico

(ensayos en los que la metafísica declina su condición de saber venerable para

convertirse en la ocasión de que un lector “amateur” experimente el más filosófico de

los afectos: el asombro ontológico).10

En la nómina de los procedimientos que traman, en “La duración del Infierno”,

la retorización de lo teológico, se pueden consignar: a) la construcción de series

heterogéneas, como la que encabeza “el cartaginés Tertuliano”, para enhebrar su

nombre con los de Dante, Quevedo, Torres Villaroel y Baudelaire, o como la que

yuxtapone “el infierno sabiano”, “el infierno de Swedenborg” y “el infierno de Bernard

Shaw” (en las dos series se advierte un mismo desplazamiento radical: el que va desde

un primer término teológico hacia los otros, literarios); b ) el ejercicio de la ironía,

cuando son convocados alrededor de “Infierno” una serie de términos tomados del

léxico comercial: “establecimiento”, “servicial”, “propaganda” (la referencia a la 9 Ver Roland Barthes, “Las salidas del texto”, en AA.VV., Bataille. Barcelona: Mandrágora, 1976; pp. 41-58.10 Ver Alberto Giordano, “Borges ensayista: avatares de la lectura”, en Modos del ensayo. De Borges a Piglia. Rosario: Beatriz Viterbo, 2005; p. 70.

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etimología católica del último término, lejos de reducir la vibración irónica, la acentúa);

c) el recurso ladino a la reductio ad absurdum, en la refutación del segundo argumento

que sostiene la eternidad infernal, el que deriva la infinitud del castigo del carácter

infinito de Aquel contra quien se atentó (“argüir que es infinita una falta por ser

atentatoria de Dios que es Ser infinito, es como argüir que es santa porque Dios lo es, o

como pensar que las injurias inferidas a un tigre han de ser rayadas”); d) la enunciación

de una creencia personal como forma intempestiva de cerrar la exposición en unas

páginas que se declaran “de mera noticia” (la creencia expone una paradoja que

potencia lo intempestivo de la conclusión: “Yo creo que en el impensable destino

nuestro, en que rigen infamias como el dolor carnal, toda estrafalaria cosa es posible,

hasta la perpetuidad de un Infierno, pero también que es una irreligiosidad creer en él.”).

El juego múltiple de estos procedimientos configura el ensayo como espacio

heterológico, en el que convergen, hasta confundirse, impulsos retóricos que en el orden

disciplinario deberían excluirse: la seriedad de lo que se pretende verdadero y el humor

irreverente de los simulacros; el recurso a la erudición para autorizar un argumento y el

hallazgo de una información curiosa, que impregne de rareza el conjunto de la

exposición.

Los modos en los que el ensayo borgiano procede con las disciplinas, para

desestabilizar sus fundamentos y usufructuar creativamente de su carácter ficcional, son

similiares a los que pone a prueba cuando dialoga con obras literarias expropiadas por la

Tradición. Volmamos sobre los Nueve ensayos dantescos. Se dejan leer como una serie

de notas al pie de página escritas a partir de un conjunto de detalles curioso hallados en

la Comedia. Pero no hay que confundir esta práctica de la notación marginal con los afanes

filológicos de la crítica erudita. Las notas de Borges quieren ser algo más que un añadido a

la monumental bibliografía especializada, algo más que un aporte personal a la infatigable

glosa que acompaña, desde hace siglos, la lectura del poema. Por un desplazamiento en el

que se define la singularidad de su ética ensayística, Borges apunta desde los márgenes

hacia lo esencial de la Comedia, que no es su centro, sino, más bien, el proceso de su

descentramiento infinito (la escritura del ensayo dialoga con la literatura cuando pone en

obra este proceso incesante). Se podría afirmar que cada detalle vale para Borges por todo

el poema, no porque lo represente de acuerdo con una lógica metonímica, porque dé una

versión microscópica de su grandiosidad, sino porque en la lectura de ese detalle

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circunstancial se pueden experimentar todas las potencias de conmoción y de goce que

envuelve la escritura de Dante. Si cada pormenor vale por la totalidad de la Comedia es

porque esa totalidad verbal se convirtió, para un lector “inocente” atraído por su rareza, en

objeto amoroso y, se sabe, basta con un rasgo de la persona amada, incluso menos: con su

recuerdo, para experimentar todo lo que puede la pasión.

El detalle que atrae la atención del ensayista y lo hace olvidar circunstancialmente

la totalidad canónica de una obra vale por ésta, no porque la represente, sino porque

instaura un nuevo punto de vista para pensarla, fundado en los afectos que intervienen en

la lectura de lo que entredice su aparición. La adición de un recuerdo patético en el final de

una sextina del Martín Fierro vale por todo el poema de Hernández, no porque condense

la eficacia del conjunto de sus técnicas compositivas, sino porque desde su “postulación de

la realidad” se puede leer el poema de un modo inédito, como una novela.11 De la misma

forma, los versos del Paraíso que contienen la sonrisa equívoca de Beatriz antes de

desaparecer definitivamente valen por toda la Divina Comedia, no porque en ellos se

condensen sus sentidos alegóricos, sino porque desde el patetismo que los recorre, y que

suspende la intencionalidad doctrinaria y edificante, se puede, inesperadamente, leer el

poema de Dante como una conmovedora historia de amor no correspondido.12

La emergencia del detalle suplementario se convierte en una perspectiva capaz

de reformular conjeturalmente el sentido de la totalidad gracias a la convicción y la

emoción que intervienieron en el acto de localizarlo. El recorrido que traza la lectura de los

ensayos borgianos, a fuerza de “inocencia” e imaginación, más que de ingenio, va –como

se dijo– desde los márgenes de la obra, allí donde despunta el detalle insólito, hacia lo

esencial: su descentramiento y su metamorfosis. La potencia crítica de este desplazamiento

(si por “crítica” entendemos la posibilidad de suspender la reproducción de evidencias para

abrir la especulación a la inminencia de lo desconocido) se vuelve más intensa cuanto

mayor resulte la solidez institucial de lo que la padece, cuanto más firme sea su valor como

documento o monumento cultural. En el caso de la lectura ensayística de los “clasicos”,

esas obras que la Tradición juzga como venerables porque darían voz al espíritu de una

nación o un pueblo, las tensiones entre conservación y exceso tienden a intensificarse. En

dos ocasiones Borges se ocupó de formular los problemas hermeneúticos derivados de esas

tensiones, dos ensayos que llevan el mismo título: “Sobre los clásicos”. El primero y más

11 Jorge Luis Borges, “La poesía gauchesca”, en Discusión, ed. cit.: pp. 36-37.12 Ver “El encuentro en un sueño”, en Nueve ensayos dantescos, ed. cit.; pp. 145-153.

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conocido ocupa las últimas páginas de Otras inquisiciones a partir de la edición de 1966.

Borges, que declara haber cumplido más de sesenta años, decide hacer a un lado las

definiciones autorizadas (Sainte-Beuve, Arnold, Eliot) para comunicar sus propios

pensamientos sobre la cuestión. No serían las virtudes intrínsecas de las obras lo que

permite considerarlas como “clasicos”, sino la vida que le procuran quienes decidieron

leerlas “como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y

capaz de interpretaciones sin término”.13 Es lo que habría conseguido Borges, por una vía

paradójica, con la Divina Comedia, al despojarla de su grandiosidad y su apariencia de

texto sublime para convertirla en una “antología casual” de circunstancias felices o

conmovedoras. “Clásico”, dice el narrador de “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-

1874)”, es un texto “capaz de casi inagotables repeticiones, versiones, perversiones”14,

aquello en lo que una obra venerada puede convertirse cuando se la reescribe con audacia

y sin supertisticiones, como hizo Borges con el Martín Fierro en dos cuentos y algunos

ensayos.

La otra versión de “Sobre los clásicos” también ayuda a situar los alcances éticos

de los gestos ensayísticos de Borges, cuando actúa como un lector “inocente” que desoye

los imperativos de la Tradición. Después de examinar la situación de las literaturas

centrales (la francesa, la inglesa, la italiana y la alemana), e ironizar sobre la decisión de

erigir al Quijote en el clásico mayor de la literatura española, Borges considera la

promoción del Martín Fierro a epopeya nacional argentina. La tesis le parece

“estrafalaria”, como “burocráticos” y “caóticos” los argumentos que propusieron Lugones

y Rojas para sostenerla. Más allá de la diatriba, la inteligencia borgiana descubre, en esos

arrebatos nacionalistas, los síntomas de un vínculo errado, por lo debil, con la condición

subalterna o menor de nuestra cultura. Los “pedagogos” que improvisan un clásico

autóctono, sublimando la historia de un gaucho alzado en gesta heroica comparable a la del

Campeador, responden a la superstición de que no hay ejercicio de las letras legítimo sin el

respaldo de una tradición solida. Se equivocan porque pretenden cumplir con una

exigencia que excede las posibilidades de nuestra literatura nacional, y, sobre todo, porque

no advierten lo que esa imposibilidad entraña de venturoso.

Carecemos de tradición defenida –reconoce Borges, carecemos de un libro capaz de ser nuestro símbolo perdurable; entiendo que es

13 Jorge Luis Borges, “Sobre los clásicos”, en Otras inquisiciones, ed. cit.; p. 260.14 Jorge Luis Borges, “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)”, en El Aleph, Obras Completas. Buenos Aires: Emecé, 1974; p. 561.

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privación aparente es más bien un alivio, una libertad, y que no debemos apresurarnos a corregirla. También es líciro decir: gozamos de una tradición potencial que es todo el pasado.15

Es el argumento que Borges desarrolla en uno de sus ensayos más citados, “El escritor

argentino y la tradición”: somos ricos por lo que carecemos; toda la tradición occidental

puede convertirse en nuestro patrimonio, a condición de que la usemos sin supersticiones,

porque no disponemos de una tradicción autóctona a la que deveríamos atarnos por una

devoción especial. Para que la apropiación sea auténticamente creadora, el escritor

argentino debe actuar con “irreverencia”, no sólo sin inhibiciones, con un atrevimiento

“que puede tener, y ya tiene, consecuencias afortunadas”.16

Los Nueve ensayos dantescos son una prueba espléndida de las consecuencias

afortunadas que puede tener el diálogo irreverente con los textos canónicos. Borges actúa

como un lector “argentino” –según la idealización propuesta por él mismo, como clave de

su propia ética literaria– cuando decide exacerbar el interés de algunos detalles curiosos y

prescindir de las rutinas que reclama la exégesis alegórica, el protocolo de interpretación

tradicional. Para descifrar, en sus distintos niveles, los sentidos que justificarían la

existencia de cada episodio del poema, la hermeneútica especializada actúa con “frigidez”

y reduce las tramas de pormenores a “míseros esquemas” alegóricos. Cuando el ensayista

“argentino” intenta razonar sobre lo conmovedor o extraño de un detalle, se afirma como

un polo intransferible de atracciones y rechazos circunstanciales, contra la postulación del

carácter monumental y casi sagrado de la Comedia: se la apropia para satisfacer sus

propios intereses estéticos e intelectuales, como si la hubiesen escrito para él. La lectura de

y desde el detalle produce un suplemento de significación irrecuperable para la economía y

la lógica de la exégesis hermenéutica, tal como la practicaron generaciones de autoridades

críticas (el ensayista irreverente las menciona con frecuencia, para mostrar que no las

ignora, sino que precisa desconocerlas porque busca experimentar un vínculo singular con

el imaginario dantesco, que acaso lo reavive). Borges se permitie los placeres y los riesgos

de la lectura “inocente” porque cree que la vida del poema depende de su plasticidad para

dejarse transformar en direcciones imprevistas, no de la permanencia de algunos atributos

eminentes.

15 Jorge Luis Borges, “Sobre los clásicos”, en Páginas de Jorge Luis Borges seleccionadas por el autor. Estudio preliminar de Alicia Jurado. Buenos Aires: Celtia, 1982; p. 231 (el ensayo se publicó por primera vez en Sur 298-299, 1966).16 Jorge Luis Borges, “El escritor argentino y la tradición”, en Discusión, ed. cit.; p. 161.

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Según un extendido consenso crítico, “La muralla y los libros” encabeza Otras

inquisiciones porque se lo puede leer como una poética de la forma ensayística que Borges

practicó con tal maestría que nos sentimos inclinados a considerarla una invención de su

talento: el ensayo conjetural. La escena de lectura que dramatiza el incipit expone con

elegancia el modo en que se implican inteligencia y afecto, pensamiento y misterio, en el

curso de la exposición ensayística:

Leí, días pasados, que el hombre que ordenó la edificación de la casi infinita muralla china fué aquel primer Emperador, Shih Huang Ti, que asimismo dispuso que se quemaran todos los libros anteriores a él. Que las dos vastas operaciones –las quinientas a seiscientas leguas de piedra opuestas a los bárbaros, la rigurosa abolición de la historia, es decir del pasado– procedieran de una persona y fueran de algún modo sus atributos, inexplicablemente me satisfizo y, a la vez, me inquietó. Indagar las razones de esa emoción es el fin de esta nota.17

Esta vez fue una curiosidad de la historia china, un detalle que los sinólogos no

ingnoran, pero en el que no advierten nada extraño, lo que salió al encuentro de Borges

bajo la apariencia, satisfactoria e inquietante, de una imagen incierta. Como en “El sueño

de Coleridge” o “El enigma de Edward Fitzgerald”, la respuesta que da el ensayista a esa

aparición inestable toma la forma de conjeturas, que al mismo tiempo que proponen

explicaciones, conservan activa una poderosa reserva de incertidumbre. La etimología de

“conjeturar” abre un haz de significaciones (“arrojar”, “lanzar”, “exponer”) que se

reagrupan en un término entredicho: “jugar”. La conjetura sería entonces una modalidad de

la apuesta, y el ensayista que arriesga explicaciones probables, alguien que juega y se

juega, frente a una comunidad de lectores, con las armas equívocas de la imaginación.

Históricas, mágicas o dramáticas, las explicaciones que pone a prueba Borges en “La

muralla y los libros” van configurando lo incierto como una experiencia en la que el

pensamiento y la escritura vacilan y se potencian, hasta alcanzar el límite de sus

posibilidades en los márgenes de la ficción. Las últimas conjeturas, antes de que el

movimiento se interrumpa, con sus variaciones sobre el tema del doble y la forma secreta

del mundo, ya son microrelatos borgianos.

La poética del ensayo conjetural extrae sus fuerzas retóricas de la preeminencia

otorgada a la emoción por sobre el razonamiento. Lo que Borges hace en “La muralla y los

17 Jorge Luis Borges, “La muralla y los libros”, en Otras inquisiciones, ed. cit.; p. 9.

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libros”, después de anunciar que indagará las razones del placer y la inquietud que le

deparó una coincidencia histórica, es mostrar cómo procede la emoción cuando razona,

cuando actúa como sujeto de la enunciación conjetural, y ensaya razonamientos que

encausen la ambigüedad de los impulsos afectivos. Las razones conjeturales no son “las

que explican la emoción, sino aquellas en las que la emoción busca explicarse”18 y

potenciar, o al menos preservar, las posibilidades estéticas de la incertidumbre.

En otro ensayo dantesco, “El falso problema de Ugolino”, Borges reflexiona sobre

lo valioso que es conservar activos los factores de incertidumbre, cuando se comenta un

texto citiado por interpretaciones autorizadas, y pone a prueba el vigor de esas reflexiones

en la lectura de un verso, el número 75 del penúltimo canto del Infierno. En este verso se

localiza un problema que inquieta a los exégetas porque no advierten la confusión entre

arte y realidad en la que incurren cuando intentan resolverlo. Después de recordar

prolijamente lo que escribieron las autoridades críticas tratando de dilucidar si Ugolino

devoró o no los cadáveres de sus hijos, para no morir de hambre mientras estaba en

prisión, Borges da un salto magistral de lo histórico a lo literario:

El problema histórico de si Ugolino della Gherardesca ejerció en los primeros días de febrero de 1289 el canibalismo es, evidentemente, insoluble. El problema estético o literario es de muy otra índole. Cabe enunciarlo así: ¿Quiso Dante que pensáramos que Ugolino (el Ugolino de su Infierno, no el de la historia) comió la carne de sus hijos? Yo arriesgaría la respuesta: Dante no ha querido que lo pensemos, pero sí que lo sospechemos. La incertidumbre es parte de su designio.19

En el desvío de la referencia histórica, Borges experimenta la afirmación de la

incertidumbre, a través de un único verso, como lo más intenso que puede depararnos el

encuentro con la literatura. Más tremendo que negar o afirmar el monstruoso delito de

Ugolino (en este juego de alternativas contrapuestas, de decisiones sin resto, se agotan los

estudiosos) es vislumbrarlo, sospechar que podría haber ocurrido. Para un crítico que

corteja los dones del lector “inocente”, la Comedia está hecha menos de una rigurosa trama

de sentidos superpuestos, que de su inesperada vacilación. Por eso Borges busca dar una

respuesta justa a las preguntas que formula el poema, una respuesta que no las anules y las

18 Darío González, “La lógica de la lectura escéptica”, en Co-textes 38, 2001: p. 87.19 “El falso problema de Ugolino”, en Nueve ensayos dantescos, ed. cit.; p. 108.

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mantenga vivas, porque la vida de las obras literarias depende, fundamentalmente, de su

poder de interrogación. "Ugolino –dice la espléndida conclusión borgiana– devora y no

devora los amados cadáveres, y esa ondulante imprecisión, esa incertidumbre, es la extraña

materia de que está hecho”.20

La incertidumbre es el efecto de una ambigüedad irreductible, que no quiere ser

reducida. Por eso es un valor tan fuerte para la ética del ensayista: su afirmación cumple

una función crítica (impugna las supersticiones que inhibirían el cumplimiento de la

experiencia estética), al mismo tiempo que establece las condiciones para el goce literario,

goce físico, anterior y ajeno a todas las interpretaciones, que puede afectar el cuerpo del

lector “como la cercanía del mar o de la mañana”.21 Este goce inmediato es el único

fundamento de las valoraciones estéticas que podría reconocer un lector “inocente”.

Borges sabe que el campo de las instituciones artísticas está tramado por juicios morales,

los que se confrontan en las luchas por la legitimidad cultural, a las que él tampoco

permanece indiferente, pero también sabe, porque piensa todos los problemas

institucionales desde la perspectiva singular del lector, que “un hecho estético (...) no

puede autorizar un juicio moral”22 y que conviene actuar sobre el anudamiento inevitable

de la moral y la estética para liberar a esta última de la servidumbre a valores que, en

última instancia, la niegan. La afirmación de lo incierto, por obra del ensayo conjetural,

que señala mundos posibles sin precipitarse a su corroboración, contamina de ambigüedad

y misterio la trama moral con la que se tejen las políticas de la literatura y ejerce un

apreciable efecto de dicidencia.

La ironía es, según Beatriz Sarlo, la “cualidad escrituraria” que une los tres

rasgos distintivos del ensayo borgiano: la brevedad, la centralidad del detalle y el gusto

por lo menor.23 De Friedrich Schlegel a Oscar Wilde, por mencionar otra tradición que

Borges heredó creativamente, la ironía es un juego formal que usufructúa del carácter

equívoco de las referencias contextuales y descentra la significación: la afirmación

simultánea e indescidible de sentidos y valoraciones antagónicos en un mismo acto

20 Ibíd.; p. 111.21 Jorge Luis Borges, “The Unvanquished, de William Faulkner”, en Textos cautivos. Buenos Aires: Tusquets, 1986; p. 246.22 Jorge Luis Borges, “Un libro sobre Paul Valéry”, en Textos cautivos, ed. cit.; p. 147.23 Beatriz Sarlo, “Borges, un fantasma que atraviesa la crítica”. Entrevista de Sergio Pastormelo. Variaciones Borges 3, 1997; p. 36.

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textual. A veces es tan sutil, que pasa inadvertida. Como en la frase que cierra el

Prólogo a La invención de Morel, la que califica de “perfecta” la trama de la novela:

sólo quienes comparten la creencia en el valor relativo, e incluso negativo, del concepto

de “perfección” estética, pueden apreciar la ambigüedad del juicio.24 Lo interesante es

que el matiz irónico no arruina el impacto publicitario del elogio, le añade un

suplemento de caprichosa incomprensibilidad (¿el prologuista lo advirtió o la ocurrencia

se impuso a sus espaldas?, ¿calculó el efecto disuasorio o se dejó arrebatar por un

impulso irresistible?). Otras veces la ironia es tan obvia, en apariencia, que se la reduce

a una broma o a un modo indirecto de afirmar la seriedad de ciertos valores. Ocurre con

alguna de las máximas que Borges propuso circunstancialmente para violentar el

sentido común intelectual, como “Las invenciones de la filosofía no son menos

fantásticas que las del arte” o “El concepto de texto definitivo no corresponde sino a la

religión o al cansancio”.25 Estos hallazgos pierden parte de su poder desestabilizador, si,

por un exceso de comprensión, los desprendemos del fondo ambiguo en el que se

originan y hacia el que buscan precipitarse. Es probable que un lector informado sobre

las virtudes “teóricas” del borgismo las identifique de inmediato como ocurrencias

irónicas, pero en el sentido de verdades que expresan otro orden de razones, más lúcido

que el de las supersticiones tradicionales (uno en el que se reconoce que todo

pensamiento es imaginación y que la identidad textual es el efecto de una variación

originaria). Acaso el designio de Borges era que nos sirviesen para experimentar lo que

cualquier razonamiento desconoce de sí mismo para poder plantearse con seriedad, sus

inconsistencias lógicas. Según Friedrich Schlegel, en la ironía habita “una bufonería

auténticamente trascendental”: lo cómico y lo serio coexisten sin resolución ni

equilibrio, afectándose uno al otro en formas incalculables. El elemento bufo no sería

una instancia de pasaje entre dos interpretaciones, la segunda más inteligente que la

primera, sino un factor de interrupción que suspende la posibilidad de fijar el proceso

interpretativo en algún punto de certidumbre y valoración inequívoca. Las ocurrencias

borgianas tienen la forma de lo que los románticos alemanes llamaban Witz, en el que el

golpe de ingenio se deja interferir por lo cómico y lo involuntario para crear semejanzas

inauditas a partir de la reunión de lo heterogéneo, como la semejanza entre las

24 En una reseña casi contemporánea de la escritura del Prólogo, Borges mismo advierte que “el concepto de perfección es negativo: la omisión de errores explícitos lo define, no la presencia de virtudes” (ver “Stories, Essays and Poems, de Hilaire Belloc”, en Textos cautivos, ed. cit.; p. 291).

25 En “Magias parciales del Quijote”. Otras inquisiciones, ed. cit.; p. 68 y en “Paul Valéry. El cementerio marino”, en Prólogos. Con un Prólogo de Prólogos. Buenos Aires: Torres Agüero, 1975, p. 163.

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supersticiones religiosas, el agotamiento de la tensión intelectual y los propósitos de la

Filología en el Wits del “texto definitivo”. La ironía interfiere la lógica de la razón con

los recursos del juego, no para provocar un salto enriquecedor en el campo de un

determinado saber (la filología, la filosofía), sino para inducir al goce instantáneo de

otro saber que no es el de la discursividad analítica y la argumentación, el de los

encuentros azarosos. Como del hecho estético, de la ocurrencia irónica puede decirse

que depara un placer intelectual inmediato, que antecede a la interpretación y no

depende de ella.

Los vínculos estructurales entre ensayo e ironía fueron señalados por uno de los

teóricos más brillantes del género, Georg Lukács. De ese vínculo dependería la

posibilidad de considerar al ensayo una forma artística, ya que su proceder expresa

irónicamente las tensiones entre concepto y experiencia, la insuficiencia del saber

cuando intenta ceñir lo irrepetible, pero también su poder de crear formas de vida

imaginarias. “El ensayista –dice Lukács– habla siempre de las cuestiones últimas de la

vida, pero siempre con un tono como si se tratara sólo de imágenes y libros, sólo sobre

los hermosos e insignificantes ornamentos de la gran vida”. 26. Es la estrategia borgiana

que consideramos en las páginas anteriores: apegarse al detalle curioso o anómalo, para

propiciar desde ese margen la reescritura virtual del centro y hacer que la totalidad

aparezca iluminada bajo una luz insólita (la Divina Comedia como un relato de amores

desdichados; la teología y la metafísica como ejercicios retóricos). Pero hay otra forma

todavía más indirecta de tensionar la articulación entre saber y experiencia en la

escritura del ensayo, una especie de ironía a la segunda potencia, que consiste en fingir

que se está hablando de las cuestiones últimas de la vida o de la literatura a partir de

algunos fragmentos circunstanciales, para impugnar la presuposición de que se podría

distinguir y jerarquizar lo circunstancial y lo definitorio en términos generales, fuera de

una experiencia de lectura singular. Es la operación de Borges en su desconcertante

“Elementos de preceptiva”, una breve nota publicada en el Nº 7 de Sur, en abril de

1933.

El encuentro, a la manera del Witz, de cuatro páginas de apuntes circunstanciales

y análisis caprichosos, en los márgenes de una revista cultural, con un título que es el de

un género específico de tratados, los manuales de retórica literaria, provoca un enérgico

26 “Sobre la esencia y forma del ensayo (Carta a Leo Popper)”, en El alma y sus formas. Barcelona: Grijalbo, 1970; p. 22.

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descentramiento del punto de vista argumentativo y una ostensible inestabilidad en el

horizonte de la comprensión. ¿Se busca subrayar el carácter incidental de los apuntes a

través de una referencia equívoca, con la que no hay modo de identificarlos? Este es el

juego de la ironía vulgar, que nos convierte en cómplices si aceptamos que se trata solo

de invertir la literalidad del título (leer resaltado “nota marginal” donde se señala

“tratado”). Pero hay dos frases del último párrafo que complican el juego, porque se las

puede leer, y se las ha leido, como la condensación de una teoría literaria, antes que

como su irrisión: “Invalidada sea la estética de las obras; quede la de sus diversos

momentos. (...) “La literatura es fundamentalmente un hecho sintáctico”.27 ¿Será

entonces que la distancia entre las pretensiones del título y lo modesto del texto quiere

darnos a entender que lo que un tratado de preceptiva promete sólo se puede conseguir a

través de un ejercicio fragmentario con lo circunstancial y lo indecidible? Entre el título,

con su aura prestigiosa, y las frases del final, con sus resonancias doctrinarias, el

proceso discontinuo del ensayo simula el de los análisis estilísticos, sobre un corpus

escandalosamente heterogéneo (una milonga “chabacana”, un verso del Paradise Lost,

una estrofa de Cummings, un cartel callejero). En ese juego, el “amateur” que simula

actuar como especialista reconoce aciertos sutiles e inventa virtudes paródicas con la

misma seriedad argumentativa. Si nos preguntamos qué lector presuponen estos

malabarismo retóricos, si un lector cómplice o uno que se reconozca burlado, tal vez lo

más conveniente para la ética ensayística sea actuar con “inocencia”, dejar en suspenso

la afirmación de una respuesta. La asunción de una u otra posición no haría más que

interrumpir el juego.

Referencias bibliográficas sobre Borges ensayista

María Elena Arenas Cruz, “La abducción creativa en los ensayos de Borges”, en Variaciones Borges 5, 1998.

Daniel Balderston, “Borges, ensayista”, en Borges: realidades y simulacros. Buenos Aires: Biblos, 2000.

27 Jorge Luis Borges, “Elementos de preceptiva”, en Páginas de Jorge Luis Borges seleccionadas por el autor, ed. cit.; p. 120.

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Alberto Giordano, Modos del ensayo. De Borges a Piglia. Rosario: Beatriz Viterbo, 2005.

Darío González, “La lógica de la lectura escéptica”, en Co-textes 38, 2001.

Sylvia Molloy, Las letras de Borges y otros ensayos. Rosario: Beatriz Viterbo, 1999.

José Miguel Oviedo, “Borges: el ensayo como argumento imaginario”, en Letras libres 56, 2003.

Sergio Pastormelo, Borges crítico. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2007.

Beatriz Sarlo, “Borges, un fantasma que atraviesa la crítica”. Entrevista de Sergio

Pastormelo. Variaciones Borges 3, 1997.