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Nick Dybek Traducción del inglés de Magdalena Palmer B AJO EL CIELO DE G REENE HARBOR

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Nick Dybek

Traducción del inglés de Magdalena Palmer

Bajo el Cielo de Greene HarBor

Título original: When Captain Flint was still a good man

Copyright © Nick Dybek, 2012Copyright de la edición en castellano © Ediciones Salamandra, 2013

Publicaciones y Ediciones Salamandra, S.A.Almogàvers, 56, 7º 2ª - 08018 Barcelona - Tel. 93 215 11 99

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Los personajes y situaciones que aparecen en esta obra son ficticios. Cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, es pura coincidencia.

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones

establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento

informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

ISBN: 978-84-9838-553-3Depósito legal: B-21.669-2013

1ª edición, octubre de 2013Printed in Spain

Impresión: Romanyà-Valls, Pl. Verdaguer, 1Capellades, Barcelona

A mi madre

Por lo que contaba, debía de haber vivido entre los hombres más malvados que Dios haya puesto en los mares.

RoBert Louis Stevenson, La isla del tesoro

Qué agria es la dulce músicacuando se rompe la armonía y se pierde el compás.

William SHakespeare, Ricardo II

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Cuando mi hermana era un bebé, mi madre la sacaba de la trona y le cantaba: «Sal fuera, sal. Diablo, sal.» Vivíamos en el número 213 de Seachase Lane, en Loyalty Island, estado de Washington. Iluminaban la sala unas lámparas de latón sus­pendidas de cuatro cadenas tan bajas que, si extendía el brazo, podía tocarlas con la punta de los dedos. Aquellas noches, mi madre las encendía y sostenía a mi hermana casi pegada a la ventana que daba a Greene Harbor, como si fuera a atravesar el cristal. Han pasado los años, pero todavía oigo aquella me­lodía. Todavía veo a mi madre con Em en brazos, meciéndola con suaves balanceos. Más allá del impreciso ref lejo de sus caras, todavía veo la oscuridad truncada por las tenues luces de las otras ventanas y, más abajo, las luces de los pesqueros, meciéndose como si también escucharan una nana.

—¿A mí también me cantabas esa nana? —le pregunté una noche a mi madre.

—No, Cal. Dejó a Em en el balancín y la seguí a la cocina.—¿Por qué no?Corría la primavera de 1987. Aquel invierno, mi madre

había regresado de California con el cabello teñido del co­lor del hierro candente. Ya no escuchaba sus discos y apenas cantaba otra cosa.

—La oí en algún lado. Se me pegó. Pasa a veces, supon­go. ¿Por qué?

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Mi hermana dormía de nuevo. El viento arrojaba lluvia contra la ventana. Mi madre esperaba que yo hablase, que reconociera que esa canción era una señal, su forma de admi­tir lo sucedido en nuestro pueblo y nuestro hogar; esperaba que le contara lo que no le dije a los catorce años y apenas puedo confesar ahora, a los veintiocho. Nunca estuve tan cerca de admitir mi participación en lo ocurrido. Desde en­tonces, he sentido el silencio como un dolor en la mandíbula.

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Loyalty Island era el hedor a arenque, pintura niquelada y algas pudriéndose en los amarraderos y las playas. El olor de la pinaza verde que se secaba en el suelo. Era el rumor de los fuerabordas, el viento y las máquinas de hielo, y el chirrido de las grúas hidráulicas. Era una luz grisácea que crecía y menguaba al amanecer y al ocaso.

Era la costumbre de la soledad. Pasábamos las horas mi­rando calendarios, esperando el caos que se desataría cuan­do las radios crepitaran, sonasen los teléfonos y los coches se precipitaran levantando polvo a los aparcamientos próximos al puerto, Greene Harbor. Oteábamos el horizonte para vis­lumbrar a los pescadores que volvían, greñudos y grasientos, contando sus historias, pero nunca sus secretos.

Es normal creer que el lugar donde se ha nacido es dis­tinto de cualquier otro, pero había pueblos como el nuestro a lo largo de toda la península, de toda la costa. Nuestra biblioteca estaba bien surtida de libros que nadie leía y de películas que todos veían. Nuestros niños jugaban al béisbol en campos invadidos por la maleza. Nuestros jóvenes hacían novillos en sucias cafeterías donde ensayaban los insultos pa­ternos con lenguas escaldadas por el café azucarado. Nuestros adultos compraban coches y lavadoras a crédito. Llorábamos y nos consolábamos mutuamente en caso de tragedia, que se producía con mayor frecuencia de lo que merecíamos.

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En realidad, Loyalty Island, la isla de la Lealtad, ni siquie­ra era una isla. El pueblo se asentaba en una protuberancia de tierra que se adentraba en el estrecho de Juan de Fuca, una angosta península torcida noventa grados como el cuello y la cabeza de una jirafa. Detrás teníamos el bosque fluvial, cuyos helechos y musgo resplandecían verdes en contraste con los troncos. Árboles lo bastante frondosos para bloquear el paso de la luz flanqueaban las carreteras y convertían los caminos en toboganes por los que deslizarse, como en hielo. Detrás del bosque, montañas blancas parpadeaban en la neblina.

El estrecho era un camaleón de aguas grises, azules, ver­des y negras. Uno podía pasarse los días en un embarcadero, una colina o, si se era afortunado, como en el caso de mi fa­milia, en la propia sala de estar, sin pensar en nada más que en darle un nombre al color de las aguas. Detrás de estas lá­minas de agua y luz, unas islas tapizadas de árboles oscuros se alzaban en el horizonte. Más allá de las islas, el océano empujaba nubes por el cielo. Llovía todo el otoño, el invierno y la primavera. El cielo se elevaba y hundía. El océano se reti­raba y volvía para anegarlo todo, pero, hasta el verano que cumplí catorce años, Loyalty Island nunca cambió.

Aquel verano, el de 1986, llovió sin cesar. Mi padre volvía a casa todas las noches con las botas de goma encharcadas. Por lo general, yo esperaba hasta que veía su silueta en el cristal emplomado de la puerta, pero aquella noche estaba en la cocina con mi madre, ante el horno encendido.

—Mañana iré a casa de los Gaunt; no creo que John so­breviva un día más —anunció mi padre.

—Ven aquí —me dijo mi madre, que estaba inclinada ante el horno abierto, el calor rojo reflejado en su cara.

—Puede que muera esta noche, pero seguramente llega­rá a mañana —añadió mi padre.

Sujeté la fuente de humeantes verduras, pero resbaló del trapo que me protegía la mano y mi madre tuvo que sostener

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el cristal caliente con la palma desnuda. Cerró el horno con el pie y puso la mano bajo el grifo.

—No puede ser —dijo ella. —Es verdad.—¿Es cuanto tienes que decir?—¿Qué más quieres que diga? —Mi padre tenía una

cicatriz encima del labio, fruto de una antigua mordedura de perro; a veces parecía que hablara por la cicatriz y no por la boca—. Fallo hepático, fallo renal, no lo sé. No he podido oír lo que decía el médico. —Se dejó caer en el banco rojo de la cocina y se sacudió la lluvia del pelo.

Mi padre no sabía contarnos nada. No era por pereza o falta de sensibilidad; no sabía porque no nos conocía. Pa­saba al menos medio año en Alaska y después compensaba como podía sus prolongadas ausencias. En verano me leía una historia cada noche antes de dormir, creo que sobre todo para impresionar a mi madre, para recalcar que se tomaba muy en serio la orden de ella de que yo no debía emularlo ciegamente. El año que cumplí los ocho, me leyó La isla del tesoro tres veces, de cabo a rabo. Aunque me encantó el joven narrador, Jim Hawkins, mi corazón siempre estuvo con los desventurados piratas: el ciego Pew, arrollado en la calle; Pe­rro Negro y sus dedos mutilados como los de Don Brooke, el amigo de mi padre; Israel Hands, abatido por la caña del timón. Y especialmente el capitán Flint, muerto y enterrado como su tesoro. El capitán Flint, cuya sombra seguía pro­yectándose años después de que muriera a consecuencia de una borrachera en Savannah. Le supliqué a mi padre que me contara más.

—¿Qué más puedo contarte? —respondió entre risas—. Tendrás que pedírselo a Robert Louis Stevenson... ¿Está muerto? Oh, vaya. A ver, pensemos.

Esperé bajo las mantas mientras mi padre se acomodaba en el puf azul y apagaba la lámpara de noche. Su aliento olía al café de la cena.

—Hace años, cuando Flint todavía era bueno...

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Y durante el resto del verano, todas las noches me contó un nuevo episodio. El capitán Flint defendió aldeas de los bandidos en Haití, liberó esclavos en Brasil y congenió con el yeti en Nepal.

Cuando aquel otoño mi padre se marchó a Alaska, como era habitual, me pasé el invierno pensando en el capitán Flint. ¿Cómo, me preguntaba, el bueno de Flint se había transfor­mado en el hombre que enterró su tesoro en la isla del Es­queleto y asesinó a su tripulación para proteger el secreto? ¿Cómo se había convertido en el hombre que abandonó a Allardyce para que se pudriera con los brazos extendidos, señalando el camino? Al regresar mi padre en primavera, fue prácticamente lo primero que le pregunté.

—Es sólo un cuento, Cal. Lo sabes, ¿verdad? —Iba de una habitación a otra como siempre que regresaba, como si necesitara aprenderse de nuevo la casa.

¿Sabía yo que sólo era un cuento?Dije que lo sabía.—Bueno, seguramente se volvió codicioso —comentó

mientras lo seguía a la sala.—¿De qué? ¿Qué es lo que quería?Las manos de mi padre eran gruesas como bistecs y tenían

cicatrices, sobre todo en las yemas de los dedos. De hombros anchos y piernas cortas, parecía especialmente diseñado para una cubierta en movimiento. Incluso en casa continuaba con las piernas separadas, como si siempre guardase el equilibrio.

—No funciona así. La codicia no es querer sólo una cosa. Significa que lo quieres todo, que no sabes lo que quieres. Querer una sola cosa está bien. Eso no se llama codicia.

—¿Cómo se llama?Ojalá recordara su respuesta. ¿Por qué no me acuerdo?

¿Quién decide lo que conservamos y lo que perdemos? ¿Quién decidió que se grabara en mi memoria la expresión desespe­rada de mi padre la noche que nos anunció que John Gaunt agonizaba? Su aspecto habitual era el de una fuerza de la naturaleza perfectamente equilibrada, encostrado en sal, em­

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papado de mar y llovizna, pero en aquella ocasión se quitó el abrigo de pana marrón forrado de borrego y lo dobló encima de la mesa. Apoyó en él la mejilla.

—Es como si no hubiese visto algo que lleva años ahí. John es el dueño de todo —dijo—. Cuando Richard llegue, pasará a sus manos.

Mi madre contrajo la boca. Unas finas arrugas blancas, como olas a punto de romper, enmarcaron sus ojos verdes. Mi padre solía decir que se había casado con ella para no estar nunca lejos del mar. Poesía barata, pero lo decía en serio.

—¿No acabas de anunciar que John agoniza? ¿No acabas de entrar diciéndolo? —Mi madre lo miró fijamente y des­pués cerró los ojos, como si no soportara lo que veía.

—Tampoco me siento bien al respecto.Mi madre había vuelto al grifo y tuvo que gritar para

hacerse oír por encima del rumor del agua:—¿Cuánto hace que lo sabes? ¿Por qué no dijiste nada?Añadió algo más que no entendí. Cerró el grifo y se en­

jugó los ojos con el paño de la cocina. Mi padre alzó la vista, con la mejilla todavía pegada al

abrigo. Tenía un pegote de pintura en la muñeca. Olía a tre­mentina.

—Ayer sufrió un colapso, pero nadie supo lo grave que era hasta esta noche. Me siento muy mal, como puedes ima­ginar.

Se incorporó; las botas rechinaron en las baldosas naran­ja cuando estiró las piernas. Mi madre se arrodilló a sus pies, con la mano quemada envuelta en un trapo. Despacio, con la mano sana, lo descalzó. Nunca la había visto hacerlo.

—Nosotros también iremos mañana a casa de John. Cal y yo.

Mi padre no respondió; no sabía negarle nada. El agua de los espaguetis formaba cortinas de vapor. Mi madre dejó las botas junto a la puerta de la cocina.

—Escurre esos fideos, Cal —me pidió. Y entonces rom­pió a llorar.

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Mi padre la miró un instante antes de volver a apoyar la cabeza en el abrigo y apretar el labio inferior contra un botón de metal.

John Gaunt era el presidente de Pesqueros Loyalty y el único hombre rico del pueblo. Era el dueño del Laurentide, el bar­co cangrejero de cuarenta y cinco metros de eslora que capi­taneaba mi padre, del Cordilleran, cuyo patrón, Sam North, era amigo de mi padre, y del resto de las embarcaciones de la flota isleña. Era el dueño de las cámaras frigoríficas, la he­dionda fábrica de conservas y las nasas cangrejeras acumula­das en Dutch Harbor, así como de las redes de arrastre de Greene Harbor. Era el dueño de las cañas de curricán, los anzuelos con plomada y las cucharas de quince centímetros. Era el dueño de los sistemas de navegación, las radios, las ecosondas y los radares instalados en las cabinas de pilotaje. Era el dueño de las teteras y las cafeteras y los tazones des­conchados y las alacenas de pino de todas las cocinas de las naves, y también de los diminutos ganchos de latón de donde colgaban las tazas. Era el dueño de los atracaderos de Greene Harbor donde echaban amarras sus pesqueros y, en realidad, de todos los demás. También de una parte del pescado y ma­risco que llegaba a puerto: cangrejo real, cangrejo glacial nórdico, cangrejo de nieve, salmón, fletán, bacalao, abadejo.

Poseía esas cosas desde su nacimiento. La compañía pes­quera y el pueblo entero, supuestamente fundado por Ra­leigh, el bisabuelo de John, habían pasado por tres generacio­nes de Gaunt.

Para nosotros, la historia de los Gaunt era tan funda­mental e inaprensible como un mito griego. Se decía que Raleigh era el hijo indeseado de una prostituta de Seattle que, una noche sin luna, introdujo al bebé en un moisés y lo abandonó en la bahía de Elliott. La marea lo arrastró por el estrecho hasta el Pacífico, antes de depositarlo en la orilla septentrional de la península Olímpica. Según otra versión,

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Raleigh era el piloto inglés de un globo aerostático, un caba­llero aventurero que había intentado cruzar el Pacífico, pero a unos cien kilómetros de Vancouver su globo se quedó sin aire caliente y tuvo que aterrizar en nuestra agreste costa.

Don Brooke, uno de los muchos patrones de John, con­taba cada septiembre su propia versión de la historia. Era un hombre canijo y triste. No es sólo que fuese bajito, que lo era; me refiero a que era pequeño, en todos los sentidos. Evitaba mirar a los ojos, sobre todo a los niños; su concepto de broma consistía en simular que te estrangulaba, y siempre apretaba demasiado. Sin embargo, un día al año era mi persona favo­rita del mundo.

En Loyalty Island no moríamos en guerras, sino en las corrientes del mar de Bering. Justo antes de la temporada que se iniciaba en septiembre, celebrábamos nuestro particular día de los caídos guardando un minuto de silencio ante la en­salada. Después de cenar, John Gaunt hacía tintinear su copa con el anillo de boda y su voz suave bañaba la mesa: «Por otro año —decía alzando la copa—. Que es cuanto pedimos.»

Los adultos encendían cigarrillos. Se retiraban las servi­lletas de las rodillas, las dejaban sobre el mantel como bande­ras y se limpiaban la boca con el dorso de la muñeca. Ésa era la señal para que Don avanzara lentamente hasta la cabecera de la mesa y contase la historia de Raleigh Gaunt con voz des­piadada, la voz de Billy Bones. Primero apoyaba una rodilla en una silla para descansar la maltrecha cadera; después ful­minaba con la mirada, uno a uno, a todos los niños de la mesa.

—Raleigh Gaunt —decía, alzando el puño como si la mera mención del nombre fuese motivo de celebración—. ¿Qué sabemos de Raleigh Gaunt? Era oficial de un ballenero de San Francisco. Eso lo sabemos. Y también que, en lugar de zarpar hacia los mares del Sur, el barco navegó al norte para cazar ballenas jorobadas en Juan de Fuca, donde se toparon con mal tiempo. En el ocaso, había veintiséis hombres a bor­do; por la mañana, la mitad ya había muerto y acompañaban a Davey Jones. —Aquí hacía una pausa, durante la cual ce­

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rraba un ojo ojeroso y escrutaba con el otro a todos los niños, como si fuera la punta de un alfanje—. ¿Cuántos hombres quedaban? —preguntaba.

—¡Trece! —gritábamos.Simulaba contarlos con los dedos, uno a uno. Se había

rebanado el índice de la mano derecha con una máquina y, cuando llegaba a trece, meneaba el muñón amenazadora­mente y sonreía.

—¿Y qué dice la tradición acerca de trece tripulantes?—¡La plancha! —gritábamos.Callaba de nuevo, para darnos tiempo a asimilar lo que

venía; pero nunca lo conseguimos, por lo menos no durante años.

—La tradición, como sabemos, es el motor de la historia. Según la tradición, trece tripulantes traen mala suerte. Trece tripulantes son una especie de última cena. El capitán los con­vocó por la mañana: «Lo siento, compañeros. Tendremos que echarlo a suertes.» Pero Raleigh Gaunt lo detuvo. —Aquí, Don se volvía hacia John Gaunt—: ¿Qué dijo Raleigh?

John siempre se pasaba una mano por la barba, como si verdaderamente estuviera considerando la cuestión.

—¿Por qué no yo?—¿Por qué no yo? —Y Don golpeaba los nudillos contra

la mesa para demostrar la fragilidad del cuerpo, para recor­darnos a lo que Raleigh renunciaba—. Valientes palabras.

Aunque el sol ya se ponía por el este, todavía resplande­cía cuando la tripulación formó en cubierta, contaba Don. Las poleas chirriaron y el bote descendió dos niveles, hasta el mar. Cegado por el sol, Raleigh no lograba distinguir los rostros de la tripulación, pero sí olía el jabón de pino utili­zado para fregar la cubierta después de la tempestad y yo, sentado a la mesa de los niños, casi lo olí también. Casi pude saborear la galleta que habían ofrecido a Raleigh como última cena y oír el viento que zarandeaba las banderas e hinchaba la vela mayor mientras el barco se alejaba, relegán­dolo al olvido.

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—¿Por qué no Raleigh? —preguntaba Don—. Alguien tenía que renunciar y él fue el único valiente capaz de ello. Pasada una hora, el barco parecía una huella dactilar en el horizonte; al cabo de una semana, Raleigh había fundado nuestro pueblo.

Aplaudíamos y vitoreábamos. La historia de Raleigh era la nuestra, nos revelaba quiénes éramos. ¿Y quiénes éramos? Los descendientes, en espíritu, de un hombre de valor in­concebible, que se había sentado tranquilamente en la popa de un pequeño bote ballenero porque la tradición así lo exi­gía. Que remó solo por el Pacífico norte, que llegó a tierra en el extremo del continente, exhausto, con ampollas en los labios, y forjó nuevas tradiciones a partir de las antiguas. En aquel instante, sentía que no había en el mundo un destino más extraordinario que el mío.

Esta sensación ha seguido acompañándome a pesar de que me fui de Loyalty Island. Muchos domingos de septiem­bre me paso la tarde pelando patatas y rebozando filetes de fletán para recrear el día de los caídos de mi infancia. Cuando cocino, me imagino sentado a la mesa, mientras mi padre y el resto de los hombres zarpan rumbo al mar de Bering. En cambio, yo invito a amigos que en algunos casos ni siquiera han visto el océano.

Seguramente, la historia de Don era pura invención. Lo más probable es que Raleigh llegase al oeste procedente de quién sabe dónde en busca de oro y, cuando no le fue bien, probó suerte con la pesca, desplazándose lo bastante al norte para adueñarse de un gran caladero de abadejos, salmones y algunas obstinadas ballenas grises. Treinta años después el abadejo había desaparecido, y a los cuarenta el salmón casi se había esfumado, pero entonces ya dio lo mismo. Los motores diésel y las cámaras frigoríficas permitieron a los Gaunt aden­trarse aún más en el océano, al norte y al oeste, generación tras generación.

A diferencia de las poblaciones industriales que se hun­dieron o se convirtieron en insustanciales enclaves turísticos,

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Loyalty Island se conservó más o menos igual a lo largo de un siglo. Eso había que agradecérselo a los Gaunt. Barcos más grandes, mejores aparejos, todo comprado a crédito y con mu­cha antelación, nos permitieron seguir los caladeros a lo largo de la costa, mientras nos diversificábamos y continuábamos pescando. Cuando se disparó la pesca del cangrejo en Alaska en los años setenta, la flota de John era prácticamente la me­jor preparada del Pacífico. Sus cinco barcos cangrejeros nue­vos, dos de ellos de cuarenta y cinco metros de eslora y con capacidad para transportar ciento veinte nasas, situó a los pescadores de Loyalty a la cabeza de capturas valoradas en millones de dólares.

Gracias a la familia Gaunt, los pescadores conservaron su trabajo y, por consiguiente, las maestras y los electricistas conservaron los suyos. Bob Rusk siguió bebiendo pintas de cerveza Olympia en el pub Eric’s Quilt, llamado así en honor de la manta que abrigó y resucitó a Bob cuando lo pescaron en el mar de Bering. La señora Zhou siguió dándole al botón que accionaba el perchero automático de la tintorería. Will Percy siguió charlando torpemente con los clientes del cine Orpheum —de una sola sala—, cuyo vestíbulo olía siempre a su pipa. La señora Gramercy, con media cara inmovilizada por una parálisis, siguió sacudiendo el polvo de un libro tras otro en los estantes de la biblioteca pública.

John Gaunt murió una de esas mañanas septentrionales en que el sol parece haberse quemado durante la noche, sin dejar más que una lluvia de ceniza. Mi madre entró en el baño sin llamar, mientras me duchaba. A través del plástico empañado de la cortina la vi peinarse, pero si dijo algo se perdió en el siseo del agua caliente. Cuando volví a mi habitación, mi traje gris estaba sobre la cama. Una vez abajo, me tendió el abrigo, negro y demasiado grueso para la temperatura de ese día.

Antes de que mi padre se la llevase a Loyalty, había sido maestra en Santa Cruz, California. Era difícil de imaginar;

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para empezar, era mucho más guapa que cualquier maestra que yo hubiese conocido. Aquella mañana llevaba un largo vestido negro y un colgante de ámbar con forma de flecha en el cuello. Como estaba embarazada de cinco meses, du­rante semanas sólo la había visto con vestidos floreados de premamá. La figura austera que de pronto tenía ante mí me impresionó.

Un día, años atrás, el teléfono había sonado mientras almorzábamos. Mi madre había sostenido largo rato el auri­cular sin hablar. Cuando colgó, regresó a la mesa de la cocina y colocó las palmas en el tablero amarillo.

—Andrómeda —anunció.«Andrómeda» era la contraseña del mes. El primer día

de cada mes que mi padre estaba ausente, elegíamos un nuevo nombre de la Mitología de Edith Hamilton. Un mes era «Hermes», el siguiente «Hades». Cuando teníamos algo importante que discutir, pronunciábamos la contraseña y colocábamos las palmas en la mesa, con los dedos exten­didos, hasta que ambos acordábamos que podíamos mo­vernos.

—Ayer la radio del Laurentide dejó de transmitir. Segui­rán buscando. ¿Lo comprendes?

—Sí.—No han encontrado restos en el agua, es buena señal.

¿Lo comprendes?—Sí.Al pronunciar las siguientes palabras, me miró fijamente,

como si lo hubiese practicado:—Pero no hay muchas probabilidades. ¿Lo comprendes?

—Me pasó un brazo por los hombros y me susurró al oído—: ¿Estás bien?

—Sí —respondí, y así era. Me habría puesto histérico de no ser por la entereza de

su mirada y la compostura de su voz, que sin duda, creía yo, provenían de la certeza de que mi padre estaba vivo y volvería de Alaska como de costumbre.

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Y así fue. Un día después localizaron al Laurentide, con un cortocircuito y la radio inservible, pero por lo demás en perfectas condiciones.

Esa noche, a la hora de cenar, mi madre puso un tercer cubierto en la mesa, como cuando yo era muy pequeño y mi padre no estaba.

—¿Sabes cuál es la única forma de celebrar algo de ver­dad? —me preguntó—. Tienes que cocinar y bailar a la vez.

Se sirvió una copa de whisky y me dijo que eligiera un disco de su estudio del sótano. Tenía cientos, ordenados en estantes que superaban con creces mi estatura. Casi nunca me permitía estar allí a solas, así que me tomé el trabajo en serio. Elegí uno titulado Cuarteto para el fin de los tiempos porque sonaba a relato de aventuras.

—Hum... Bueno, lo intentaremos —dijo. Cuando se inició la música —violines fantasmales y sones

discordantes de piano—, empezó a menear la cadera.—Iré a buscar otra cosa —propuse.—No; creo que es perfecto.Su falda larga giró y giró. La cocina olía a tomate cocién­

dose a fuego lento. Bebió más whisky y al realizar un giro se le cayó la cuchara al suelo. Apagó la lámpara del techo y dejó únicamente la luz de la encimera, como un foco que alum­brara la parte equivocada del escenario.

—Vamos, no se puede bailar solo. —Me tomó de la mano y acometimos unos pasos que recordaban a un vals.

—No está bien, no encaja —dije.—Es verdad. Dirige tú.El piano atronaba como cascos de caballo. El clarinete

gemía y vibraba. Intenté moverme con la música y mi ma­dre me observaba muy sonriente. Empezó a imitarme, a bailar con movimientos espasmódicos, con las manos levan­tadas por encima de la cabeza, hasta que la risa nos impidió continuar.

Sin embargo, más tarde, durante la cena, me di cuenta de que ya no estaba contenta. Me había acostumbrado a estos

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cambios de humor. En el pasado, mi madre solicitaba traba­jos y luego no acudía a las entrevistas; cocinaba copiosas cenas que después tiraba a la basura. Quizá sacara fuerzas de eso, quizá encontrase cierta libertad en la posibilidad de cambiar de opinión, de rebelarse en cualquier momento, aunque sólo fuese contra sí misma.

—Ya ves lo peligroso que es —dijo—, ya ves lo que po­dría pasarte.

Claro que lo sabía, pero las noticias de la supervivencia de mi padre habían vuelto a enterrar la noción de que alguien importante para mí pudiese morir.

—Siempre hay peligro en lo que vale la pena —repetí como un loro: era lo que decía mi padre.

Mi madre asintió, se levantó de la silla y se sirvió más whisky.

—No es culpa tuya; pero no imaginas la tontería que acabas de decir. Si quieres hacer algo en la vida, al menos sé capaz de explicar por qué. No uses las ideas de otro. Sé que eso es lo que hace la mayoría de la gente, pero tú no deberías. No sería justo.

—¿Justo para quién?—Para mí.En lo referente a mi padre, en lo referente a mi futuro,

era intransigente. Casi siempre mostraba esa firmeza. Pero el día que John Gaunt murió, recorrió la sala frotándose las enrojecidas comisuras de los ojos, las mejillas manchadas e hinchadas, el rímel ya corrido. Mientras me anudaba los za­patos de vestir, tosió en un pañuelo arrugado; ya en la puerta, me atrajo hacia sí y apretó la frente contra mi hombro.

—Hoy tendrás que ayudarme —susurró—. Cuando lle­guemos a casa de John, necesitaré tu ayuda.

Fue tal mi sorpresa que no pregunté para qué.

Ya no recordaba cuánto hacía que John no se embarcaba. Ni siquiera parecía un pescador. Contaría unos sesenta y cinco

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años, era alto y de constitución delicada. Tenía la barba cana aunque conservaba un matiz anaranjado, como un amanecer envuelto en niebla. Cojeaba y andaba con bastón.

Fuera de temporada, cuando él y el resto de los patrones venían a cenar a casa, John siempre llegaba el primero, anun­ciado por dos golpes de bastón en la puerta: toc, toc.

Esas tardes, mientras mi madre guisaba, toda la cocina parecía chillar: el aceite chisporroteaba en la sartén, los fogo­nes se encendían con un clic, las llamas azules se abrían como flores bajo las cazuelas. Ella vigilaba la sopa y las verduras entre nubes de vapor; al desplazarse de la tabla de cortar al fregadero, sus tacones resonaban en las baldosas naranja.

Acabé reconociendo el redoble de John en la puerta como la señal para que mi madre se alisara el cabello y echa­se un último vistazo a la sala. En cuanto abría, la presión se escurría fuera.

Después llegaban los otros patrones, Don Brooke y Sam North; los seis nos sentábamos alrededor del mantel color crema y sacábamos las servilletas de sus aros de plástico. Mi madre nunca preguntaba qué opinábamos de su comida, pero cuando John la felicitaba curvaba los labios sólo apenas, como si por sonreír fuera a delatar algo.

En la mesa sólo se hablaba de trabajo. John, Sam, Don y mi padre discutían los precios del combustible, qué planta procesadora los timaría y en cuál podían confiar. Yo apartaba la silla, me acodaba en el mantel como ellos e intentaba ca­talogarlo todo. Creía que si memorizaba la conversación de pe a pa llegaría el día en que Don, Sam o incluso mi padre acabarían por cometer un error, aunque fuese pequeño, y allí estaría yo para enmendarlo. Sin embargo, inevitablemente mis pensamientos volvían al pescado que tenía en el plato o al jazz del equipo de música.

Sólo me concentraba cuando la conversación trataba de adónde enviar los barcos. El Paso del Interior. Cabo Deci­sión. Bahía de Veta. Alaska. Esos lugares se me antojaban tan fantásticos y reales como la isla del Esqueleto, la Atlántida

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o el planeta de los simios. Al oír los nombres, sentía que el cerebro se me expandía. Imaginaba mares blancos y silencios. Chorros de luz y ráfagas de frío viento. Barcos que surcaban las olas bajo bandadas de pájaros, negros como cerraduras en el cielo.

Aunque habíamos llegado a toda prisa a casa de los Gaunt, aunque cruzamos presurosos la sala a oscuras y corrimos es­caleras arriba, mi madre me obligó a detenerme ante la puerta abierta del dormitorio de John. Se oían voces.

—No hay por qué decidir nada ahora; tu padre... aún no lo sabemos, por Dios. —Esta primera voz era de Sam North.

—No parece que mi padre vaya a incorporarse en la cama próximamente. —Esta segunda voz era velada y cruel. Supe de inmediato que se trataba del único hijo de John, Richard. No lo veía desde hacía al menos un año. Había estado fue­ra. Eso es lo que siempre se comentaba de él. Estaba fuera. Nunca decían dónde.

—Entonces podrás decidir lo que quieras. Está claro que ahora es un mal momento, joder. Dentro de un mes empieza la temporada del cangrejo. Nos encargaremos de todo, pero tenemos que saber si vamos a zarpar —señaló Sam.

—O yo podría ir con vosotros —propuso Richard.—Podrías, si quieres. —Sólo me costaría media cara congelada, ¿verdad? —Como mucho —repuso Sam, riendo.—Aunque quizá no quiera tener aspecto de película de

terror.—Richard, debes comprender lo que esto significaba

para tu padre.—Lo que significa para John, no lo que significaba —co­

rrigió Don Brooke—. Puede oírnos, no quiero que piense...—No piensa nada —sentenció Richard.Estaban hablando de qué pasaría con la empresa tras la

muerte de John Gaunt. Yo sabía que su hijo se quedaría con

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todo, aunque nunca hubiera puesto un pie en un pesquero. Sabía que el desprecio que mi padre, Sam y Don sentían por él sólo era comparable al odio de Richard hacia ellos. Pero también sabía que nada cambiaría, jamás.

Todos los otoños, los barcos zarpaban de Dutch Har­bor. Todas las primaveras, los barcos regresaban. Y todos los veranos, el sol se demoraba en las barbacoas organizadas en Cousins Park. Los fines de semana, los fuegos artificiales iluminaban el cielo de Greene Harbor y una banda tocaba en un pequeño escenario próximo al paseo marítimo. Sin em­bargo, en agosto el supermercado ya se había aprovisionado de alimentos congelados y leche en polvo. Los hombres que se habían pasado el verano durmiendo hasta tarde o viendo el béisbol volvían al trabajo, a pintar y reparar los barcos y aparejos. Al resto de nosotros sólo le quedaba contemplar el verano que se encogía, de semanas a días, de días a horas.

Cada hombre tenía su propia forma de marcharse. Justin Howard, tripulante del barco de Sam, conducía hasta Ash­land para ver una obra en el festival de Shakespeare, pues estaba enamorado de una de las actrices. Andrew Ramzi se quedaba despierto toda la noche viendo películas, para tener algo que recordar durante las guardias en cubierta. Otros, muchos otros, bebían hasta caerse de los taburetes del Eric’s Quilt.

Mi padre se afeitaba la barba. Todos los septiembres: el chasquido de las tijeras cuando recortaba, el siseo de la anti­cuada brocha con que se untaba la cara; luego, el roce de la hoja de afeitar al retirar la crema. Hasta que asomaba un nuevo rostro, un rostro en cierto modo menos amable, qui­zá porque yo sabía lo que implicaba. Esa noche me abrazaba contra una mejilla suave que olía a loción y por la mañana ya se había ido, dejando únicamente los recortes de barba en el lavabo, casi roja en contraste con la porcelana, aunque en realidad era castaña.

Los que nos quedábamos atrás nos atrincherábamos. A lo largo del otoño, a lo largo del invierno, vivíamos en la

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frontera de una existencia real que transcurría en otra parte. Parecía que la ausencia era nuestra, no de ellos, que éramos nosotros quienes habíamos partido. ¿Sorprende entonces que muchos lo hubiésemos dado todo por participar en esa otra vida, sin importarnos lo poco que nos convenía, lo poco que la comprendíamos?

—Vamos —dijo mi madre.El ambiente de la habitación recordaba al siglo pasado: la

cama con dosel, vacía y primorosamente hecha; las cortinas granate sujetas con cordel que caían sobre los oscuros tablo­nes del suelo. Los polvorientos libros que cubrían las paredes. El aire olía a uñas sucias. En el rincón más alejado había tres hombres de espaldas a nosotros.

—Henry, estamos aquí —susurró mi madre con una va­cilación que nunca le había oído.

Mi padre se volvió y dio un único paso, revelando a John postrado en una cama de hospital, rodeado de monitores verdes y negros. Mi madre cerró los ojos.

—¿Tu familia, Henry? —preguntó Richard. Estaba sentado en una silla junto a la cama, con los co­

dos apoyados en las rodillas. Vestía una camisa a rayas negras por cuyo cuello desabrochado asomaba una mata de vello. El negro flequillo le rozaba los ojos. Como la nariz se torcía a la derecha, parecía que su cara intentaba escabullirse del cráneo.

—¿Prefieres que se marchen? —preguntó mi padre.—Me da igual, la verdad. —Richard se puso en pie—.

Tienen el mismo derecho a esto, sea lo que sea, que cualquie­ra de nosotros. —Cruzó la habitación y se echó en la cama con dosel—. Me refiero a que es un momento para estar en familia. Pero ¿quién decide dónde termina la familia?

—Sólo di lo que quieres, Richard —zanjó mi padre.—Haz lo que quieras, ahora no puedo pensar. —Se apo­

yó en un codo y esbozó una sonrisa—. Henry, ¿crees que la china que lleva la lavandería querrá visitar a mi padre en su lecho de muerte? Siempre he intuido que mi viejo le gustaba.

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—Richard, si quieres podemos irnos todos, pero no creo que a tu padre le convenga oír estas cosas —intervino Sam.

—Tienes razón. Estoy histérico, o algo así.—Es comprensible —concedió Sam.—Claro que lo es —repuso Richard en voz baja. Cuando

volvió a levantar la vista, nuestras miradas se cruzaron—. Eso sí que es un traje. ¿Te has graduado hoy?

Bajé la vista a las arrugas de mis pantalones grises. Don Brooke llevaba la camisa de franela arremangada hasta los codos. Las botas de trabajo de mi padre estaban manchadas de barro grisáceo. Sentí vergüenza y después rabia, aunque no hacia Richard. Miré a mi madre, pero ella se limitó a morderse el labio y negar con la cabeza, más enfadada que triste.

Mi padre tampoco me hizo el menor caso. No nos había mirado más que cuando entramos. Ahora ocupaba la silla de Richard junto a la cama, reclinado con la barbilla hacia arri­ba, como si alguien le tirase del pelo. Mi madre y yo nos quedamos en el umbral, sin entrar, hasta que Sam North se acercó y me apretó el bíceps.

—¿Estás en forma, Hombre de Hierro?Siempre me llamaba así, como apodaban al jugador de

béisbol Cal Ripken.—Dime qué pasa —le pidió mi madre.Sam era altísimo. Tuvo que encorvarse para rodear con

su brazo los hombros de mi madre.—Pasa de todo y nada funciona. Ahora es la tensión. Le

han dado un medicamento para que la mantenga alta, pero quiere bajar.

—¿Él puede... puede oírnos?—Ese monitor de ahí es el de la tensión. —Sam señaló el

arsenal de silbantes pantallas junto a la cama—. Hemos esta­do toda la mañana contando viejas historias. A veces, cuando se nos ocurría una buena, veíamos que la tensión subía. Así que tal vez nos oye, sí.

—¿Qué clase de historias? —preguntó ella.