blanco viejo, alejandro - los jinetes del águila

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Cuatro hermanos astures se ven obligados a huir de su castro natal, perseguidos por una familia rival que cuenta con el apoyo del gobernador romano de la provincia. Los cuatro guerreros juran vengar con sangre la injusticia cometida con su familia asesinada. En su huida, se verán forzados a alistarse en la legión romana como auxiliares. Allí serán destinados a Germania, donde tomarán parte en la legendaria batalla de Teutoburgo. Servirán al general Julio Cesar Germánico, heredero del emperador Tiberio, en su guerra contra Arminio, el caudillo germano. Bajo el mando directo de Germánico se verán envueltos en conjuras que cambiarán el destino del Imperio Romano.

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LOS JINETES DEL ÁGUILA

Alejandro Blanco Viejo

KINDLE EDITION

Copyright © 2012 Alejandro Blanco Viejo

Twitter: @Jandro_blanco All rights reserved. Without limiting the rights undercopyright reserved above, no part of this publicationmay be reproduced, stored in or introduced into aretrieval system, or transmitted, in any form, or byany means (electronic, mechanical, photocopying,

recording, or otherwise) without the prior writtenpermission of both the copyright owner and the

above publisher of this book.

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This is a work of fiction. Names, characters, places,brands, media, and incidents are either the productof the author's imagination or are used fictitiously.The author acknowledges the trademarked status

and trademark owners of various productsreferenced in this work of fiction, which have beenused without permission. The publication/use of

these trademarks is not authorized, associated with,or sponsored by the trademark owners.

Edición y correcciónNieves García [email protected]

Foto de la portada

Andreu Gual

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Agradecimientos

A Olaya por estar ahí siempre, por ser como es,hacerme más feliz cada día y sufrirme pegado a un

teclado.A César, trovador de Marlia, de las llanuras de

Sinegual, por enredarme en estas lides, animarme yayudarme.

A Atxy por ser mi primera lectora, fan y correctora.A Oscar y Eva. Al primero por sus consejos y

dejarse sus ojillos y y a la segunda por ganarseunos bombones.

A Andreu Gual por cederme su fantástica foto parahacer la portada.

A Nieves por ese gran trabajo de corrección. Lo vioclaro. ¿Ves?

A todos los que me me aguantasteis, me aguantáisy me aguantaréis cuando empiezo a desbarrar dellibro. Y cuando desbarro de otras cosas, que por

desgracia para vosotros tengo repertorio…A todos los que dedicasteis vuestro tiempo a

ayudarme, gracias de corazón.

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Prólogo

Año 1 antes de Cristo. Castro de Noega,Asturia. Hispania Citerior.

Toda la población del castro se hallabaagolpada a las puertas. Allí estaba Taranis, aferradofuertemente a la mano derecha de su abuela,mientras que a su izquierda estaban sus hermanosmás pequeños, Aramo y Serbal, y su primo Aius.Todos sollozaban desconsoladamente. La abuelapermanecía impasible, pese al horror que tendríaque contemplar, con los ojos enrojecidos por eldolor y el insomnio.

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Un cargamento de oro procedente de las minasdel río Navia había sido robado, y su tío Auledio, elpadre de su primo, había sido señalado como unode los autores del robo. Los padres de Taranis lehabían dado asilo, pero alguien desde el castrohabía alertado a las autoridades romanas.

—Taranis, jamás dudes de la inocencia de tuspadres y tu tío. Siempre han sido personashonestas —le dijo su abuela.

—Lo sé, abuela, lo sé— respondió Taranismientras se frotaba las mejillas con la mano parasecar las lágrimas.

Su abuela, al igual que él, sabía que el hermanode su era un chivo expiatorio, y que sus padreshabían sido denunciados por Areusa], su eternarival. Desde pequeñas habían sido rivales en todo.Incluso las dos habían amado al mismo hombre, elabuelo de Taranis. Desde entonces, Areusa habíajurado odio eterno a la abuela de Taranis y sepropuso hacer todo lo posible por verla sufrir. Y loestaba consiguiendo. Antes de la ocupaciónromana, la familia de Taranis ocupaba el poder enel castro, pero desde entonces Areusa había

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ganado influencia a la vez que había ido minando elde su enemiga.

Tras una pantomima de juicio a la que acudió elmismísimo Cneo Calpurio Pisón, legado de laHispania Citerior —provincia romana a la quepertenecía el castro de Noega—, los padres y el tíode Taranis habían sido condenados a muerte poratentar contra el tesoro romano y asesinar a losguardias de la caravana que lo portaba. Además,habían sido torturados para que confesaran lasupuesta localización del oro o delataran a suscompinches. La pena se ejecutaría en las puertasdel castro, para dar ejemplo. Por si eso fuera poco,el modo elegido había sido la crucifixión.

Cuando Pisón subió a un estrado provisionalde madera, situado cerca de las cruces donde seprocedería al ajusticiamiento, el murmullo del gentíose apagó para escucharlo. Cneo Calpurnio Pisónera bajo, rechoncho y había dejado atrás lacuarentena. Su cabeza estaba bastante desprovistade pelo e intentaba peinar el poco cabello que teníahacia adelante para disimular su alopecia. Surostro, nada atractivo, era redondo, con una nariz

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aguileña y unos ojos negros, pequeños y redondos,que inspiraban desconfianza y ambición. Su fortunahabía aumentado de forma ostensible desde quefuera nombrado legado imperial en Hispania.

—Mi muy querido y leal pueblo de Noega. Meentristece estar aquí hoy con vosotros en esteaciago día. Roma os ha dado mucho, y solo os pidevuestra amistad y colaboración. Pero cuandoalguien atenta contra Roma, Roma es implacable.No podemos tolerar que la armonía existente serompa, y los que lo hagan deben ser castigados. Asíque hoy, aquí, a las puertas de vuestro castro, seajusticiará a estos miserables ladrones y asesinos.Pagarán sus culpas en la cruz y servirán de ejemplopara aquellos que osen volver a rebelarse contraRoma. Sea, pues…— apostilló Pisón mientrasdaba una señal a los guardias

Taranis podía ver como Areusa no podíacontener una sonrisa mientras mirabamaliciosamente a su abuela .Durato, el nieto deAreusa, que tantas palizas le había dado a Taranis,también disfrutaba con el sufrimiento de su familia.Taranis rechinó los dientes y apretó con fuerza la

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mano de su abuela.En ese instante aparecieron los supuestos

culpables. Los traían atados, con las muñecasasidas por delante. Caminaban con los puñoscerrados. Les despojaron de sus ropas paradejarlos con unos míseros harapos que apenasocultaban nada.

—Abuela, ¿van a sufrir mucho? —preguntóTaranis entre sollozos.

—Tranquilo, pequeño, ya no van a sufrir más —le tranquilizó su abuela con ternura.

Su abuela asintió con la cabeza dirigiéndosehacia sus dos hijos y su nuera, que mantenían la losojos fijos fija en ella. Los tres, a la vez, se acercaronel puño a la boca como buenamente pudieron,introduciéndose algo dentro. Para los soldados,más preocupados de empujarles hacia la cruz, elmovimiento pasó inadvertido. Después, los reos lesdedicaron una dulce sonrisa a sus hijos, querompieron en un desconsolado llanto.

—Vuestra abuela no los ha podido salvar, hijos,pero por lo menos ha podido evitar que sufran el

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tormento. Se irán en paz y sin dolor —les dijo lamujer dulcemente a los cuatro niños.

Los soldados comenzaron a subir a los tresprisioneros a las cruces, aunque cuando lo estabanhaciendo, los reos parecían algo aturdidos.Finalmente consiguieron colocarlos en la cruzatándolos con cuerdas. El gentío pensaba que eranormal su estado, debido a las torturas que habíanrecibido. Su aspecto revelaba los suplicios quehabían sufrido, con quemaduras y heridas por todoel cuerpo. Los tres, a los pocos segundos, ladearonsus cabezas, que se desplomaron hacia un lado.Los soldados se prepararon para clavarlos en lacruz. Uno de ellos, con el martillo en la mano, sedirigió a Pisón:

—¡Mi señor, este ya está muerto! —exclamó.—Mi señor, creo que estos dos también —

confirmó otro de los soldados.Taranis vio cómo la sonrisa de Areusa se borró

de sus labios. En su rostro apareció una un gestode ira dirigida a su abuela, que le mantuvo la miradaimpertérrita. Areusa sabía, como Taranis supo

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luego, que su abuela les había hecho llegar unveneno que les causaría una muerte indolora y casiinstantánea para que no sufrieran en la cruz. Suabuela era una experta en todo tipo de brebajes,medicinas, antídotos, venenos y plantas. El hechode que su rival le despojara de su diversiónexasperaba a Areusa. Dio media vuelta, mientrasque Pisón y Negalo, hijo de Areusa, seintercambiaban una mirada cómplice y bajabanligeramente la cabeza

—Taranis, no olvides nunca este día. Noolvides que tus padres y tu tío son inocentes, y queesto no ha sido culpa ni de Roma ni de nuestropueblo. Los culpables sabemos quiénes son y lostienes ahí, tampoco olvides sus caras. Prométemeque algún día los vengarás. Pero, sobre todo,prométeme, hijo, que ni tu ni tus hermanosdestrozaréis vuestras vidas para vengar a vuestrospadres, porque entonces estaremos dándoles anuestros enemigos lo que quieren. Debéis serpacientes y esperar a que la situación seafavorable.

—Sí, abuela —murmuró Taranis.—Taranis,

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prométemelo por la memoria de tus padres.Taranis se limpió la cara de lágrimas y con

gesto solemne le contestó:—Lo prometo, abuela. Lo prometo por la

memoria de mis padres.

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Capítulo 1Noega

Cerca de la actual Colunga, año 7 d.C.

Habían salido amparados por la oscuridad dela noche desde hacía dos días, y después de dosjornadas de marcha ya estaban a los pies de lasierra. No querían que en el castro se supiera lo queiban a hacer, ni que les vieran salir preparados parauna marcha de varios días. Habían evitado lospoblados cercanos a la sierra, ya que era biensabido que a los lugareños no les gustaba que los

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caballos fueran llevados por gente de otros castros.Probablemente les gustaría menos que cuatroadolescentes casi imberbes fueran losresponsables.

—¿Es que no hay caballos en toda Asturia, quetenemos que estar dos jornadas caminando sinparar para capturarlos? —protestó Aius.

—Hermano, si guardaras tus fuerzas paracaminar, en lugar de haber estado quejándote dosdías, seguramente hubiera sido menos duro. Sabestan bien como yo que los mejores caballos de todaAsturia están en esta sierra. Padre no dejaba derepetirlo —respondió Taranis.

—Por no hablar, Taranis, de que, si volvemoscon los caballos, habrá que mantenerlos. No sé sisabes que esos animalillos comen , y no pocacosa… —volvió a rezongar Aius.

Taranis ladeó la cabeza y enarcó las cejas congesto de resignación. Taranis era el mayor de lostres hermanos. Su primo Aius era como un hermanomás, ya que había crecido junto a ellos. Habíanperdido a sus padres muy pequeños y habían sido

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criados por su abuela, que también había fallecidohacía años

En aquel momento su preocupación másinminente era conseguir unos buenos caballos.Habían estado trabajando duro, ahorrando losuficiente para poder luego mantenerlos. Su oficioel de caldereros de bronce, de tradición familiar, eraun trabajo bien remunerado si se era losuficientemente habilidoso.

—Ya estamos a los pies de la sierra, no menegaréis que la caminata no ha merecido la pena.La vista es hermosa y lo será más cuando estemosarriba. Volveremos con lo que hemos deseado tantoestos años —animó Taranis a los suyos. Aiusmasculló algo inaudible entre dientes, mientras queSerbal y Aramo siguieron caminando, con el rostromarcado por la fatiga.

El paisaje era verdaderamente hermoso. A suizquierda podían ver el mar, y a poca distancia deeste comenzaban a alzarse las montañas, filas deescarpados picos que parecían hileras de dientesafilados, entre los cuales estaban las majadasdonde pacían los hermosos caballos salvajes que

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anhelaban.Comenzaron la subida siguiendo el curso de un

pequeño río, por un bosque de tejos, árboles bienconocidos entre su pueblo por el veneno que sepodía extraer de ellos. A medida que la alturaaumentaba, dejaban el bosque atrás, para llegar auna zona en la que predominaban arbustos decierta altura que bloqueaban el camino, teniendoque abrirse paso con sus puñales largos. Despuésde unas horas, llegaron a la zona de las majadas,donde solo había piedras, hierba y algún pequeñoarbusto. Para cuando habían llegado, el atardecerestaba cerca, así que decidieron acampar allí.

—Nada de fuegos, no es conveniente que nadadelate nuestra presencia —advirtió Taranis.

—¿Y dormir aquí, sin el calor de un fuego?Prefiero pelearme si es necesario a quedarmecongelado, tú sabes el frío que hará cuando caiga lanoche. Por no hablar del agradable rocío que nos vaa despertar… —protestó Serbal.

—Pues dormiremos juntos, hombro conhombro — replicó Taranis.

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—¡Ja! Esa si que es buena. ¡Con lo bien queoléis!, sobre todo esta mala bestia —dijo Serbalseñalando a Aramo—. La verdad es que prefieromorir congelado.

Aramo miró de reojo a su hermano mientraspreparaba sus cosas y gruñó algo con desgana.Aramo, si bien no era el mayor en años, era el máscorpulento y alto de todos con diferencia, algoentrado en kilos, pero con una fuerza descomunal.Era el de carácter más introvertido y el másreservado. La intensidad de su olor corporal eraproporcional a su tamaño. Era impensable que él ySerbal pudieran haber sido gestados en el mismo.Serbal gozaba de una complexión atlética y unadestreza sin igual en el grupo, mientras que Aius erael más endeble de los cuatro. Tras acomodarse lomejor posible en unas rocas que les darían abrigodel viento, se dispusieron a cenar.

—Mañana, al alba, iremos a buscar nuestroscaballos, así que procurad descansar —lesaconsejó Taranis después de la cena.

Taranis era el líder natural del grupo. Cuandose habían quedado huérfanos fue él quien llevó las

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riendas de la familia. Si bien las decisiones setomaban en grupo, la opinión de Taranis siempreera la que más peso tenía a la hora de decidir.Sabía muy bien cómo manejar a sus hermanos en lamayoría de las situaciones, cosa que en muchasocasiones, le divertía. El mayor de la familia, aunquepor un margen muy escaso, no destacabafísicamente en nada. No era el más alto, ni el másfuerte, ni el más ágil, pero si se hiciera una mediade estos atributos, sería el primero de laclasificación.

—Está bien, está bien, prometo no irme por lanoche con ninguna de las féminas de la zona. Lasveo bastante pequeñas y peludas, y el hecho de quetengan cuernos no me agrada mucho — dijo Serbalarrancando la sonrisa de Aius.

—Serbal, creo que tu última conquista no eramuy diferente —le contestó Aius a la vez que lelanzaba un pequeño hueso.

Nada más recibir el impacto del hueso, Serbalse levantó y se abalanzó hacia su primo,agarrándolo por el cuello mientras rodaban por elsuelo.

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—Te vas a arrenpentir, Aiusito. —Así solíallamarlo Serbal cuando quería enfurecer a su primo—. Te vas a tragar esas palabras junto con un pocode esto —le dijo mientras intentaba hacerle tragarun puñado de tierra.

De repente los dos vieron cómo eranagarrados por el cuello con fuerza. Aramo, que yase había acurrucado, se había levantado y los habíaaprisionado a cada uno con un brazo.

—Os lo voy a explicar rápido. Tengo sueño y noquiero que dos niñatos me estén molestando, asíque os vais a estar quietos y calladitos, ¿deacuerdo? —reprochó Aramo, cuyo humorempeoraba cuando alguien le impedía conciliar elsueño.

Los dos hermanos asintieron entre risas,dándose un par de golpes en la cabeza mientras seseparaban. Taranis contemplaba divertido laescena, que ya se había acomodado para dormir.Los demás, finalmente, también hicieron lo mismo.

—Buenas noches, hatajo de desgraciados…Descansad, mañana será una jornada dura.

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Tras alguna respuesta jocosa más de sushermanos, seguida de los resoplidos de Aramo, elcansancio hizo mella en ellos y se quedarondormidos profundamente. Horas después, aldespuntar el alba, Serbal, el primero en despertar,desperezó a sus parientes. Después de un buendesayuno, se encaminaron a buscar las manadasde caballos salvajes.

—Los romanos están empezando a apreciarnuestros caballos. Creo que los llaman asturcones—apuntó Aius mientras caminaban—. Sobre todoles fascina la facilidad que tienen para poder llevara cabo la ambladura. Algunos incluso dicen quesaben hacerlo de manera innata.

—¿Ambladura? —preguntó con curiosidadSerbal.

—Así que no sabéis ni de lo que son capacesnuestros caballos… —Tras una pausa, haciéndosedramáticamente el indignado, Aius continuó—: Laambladura es el paso del caballo por el cual muevea la vez una pata delantera y otra trasera de unmismo lado. Y es muy agradable cabalgar de esamanera, parece ser. Se lo oí a un centurión romano.

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Aius era el más inquieto e inteligente de lafamilia, y el que más interés mostraba por las artes.Había aprendido a leer latín, y estaba enseñando aTaranis. Aramo y Serbal se burlaban de él y lellamaban «poetisa». Sin embargo, en las demásartes que exigieran habilidades más manuales ofísicas no solía ser el más aventajado.

—Es bueno saberlo, es bueno... —asintióTaranis con la cabeza.

—¡Silencio! —dijo Aramo llevándose un dedo ala boca—. Están ahí.

Mediante señas, Aramo ordenó a los demásque se colocaran detrás de unas piedras queimpedían que los caballos los vieran.

—Es una buena manada —susurró Taranis—.Tenemos para escoger cada uno nuestro caballo.Así que ya podéis decidiros antes de que acabéisyendo a por el mismo. Os dejo que escojáisprimero, aunque yo ya he hecho mi elección.

Los asturcones eran de frente ancha, grandesojos negros y vivaces. Poseían una buenamusculatura y su pecho era ancho. Su tamaño no

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era su fuerte. Eran caballos pequeños, pero muyresistentes, que se adaptaban con facilidad acualquier tipo de terreno. Serbal escogió a un jovencaballo marrón, el más estilizado de cuantos había.Aramo se decidió por el caballo joven más robusto.La decisión de Aius, que Taranis hubiera jurado quehabía sido al azar, fue un caballo no tan joven. Lellegó al turno a Taranis.

—Veo que no habéis escogido al mío. Quiero aese —dijo Taranis.

La selección vino acompañada de risas. Elcaballo que había elegido era el más débil yescuálido de la manada. Era de un color negrointenso y tenía unos ojos mayores que los demás asimple vista. Su melena también parecía más larga.

—Pues procura no engordar mucho si quieresque te sostenga —bromeó Serbal.

—Fíjate en él. Me recuerda a mí cuando erapequeño. Yo era el más escuálido de los niños demi edad y por ello recibí unas cuantas palizas. Peroeso me hizo más fuerte. Este caballo va a ser elmejor de los cuatro —afirmó casi con orgullo del

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caballo que aún no poseía—. Es más, os digo queen dos años este caballo va a ganar la carrera de laFeria de Primavera.

—Acepto la apuesta —le retó Serbal—. En dosaños, nos jugaremos los ingresos de ese mes, quecon la Feria de Primavera es una buena suma. Si teatreves, claro está…

—Si ese mes quieres pasar hambre, por mí deacuerdo —contestó Taranis.

—Ya está bien de cháchara. A la de tres, cadauno que intente ir a por su caballo. A poder ser sinmolestar a los demás —dijo Aramo dirigiendo lamirada hacia Aius—. ¿De acuerdo?

El resto asintió, tras lo cual Aramo exclamó«¡Tres!», y salió corriendo.

—¡Maldito bastardo! —gritó Serbal mientrasempezaba a correr.

Aius reaccionó el último. Taranis salió delescondite y corrió con la cuerda en un brazo hacia elcorcel que había elegido. La manada, al verlosvenir, se percató de la amenaza y empezó a galoparen dirección contraria. Delante había una majada. A

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la derecha, un risco picaba hacia arriba, y al final dela majada una cresta de piedras anunciaba el final,tras lo cual habría una buena caída en picado.Taranis vio que el grueso de la manada corría defrente. Pensó que, por lógica, los caballos subiríanla cuesta empedrada que había a la derecha yentonces sería imposible alcanzarlos. Había queatraparlos justo cuando tomaran la curva, y no teníaclaro si eso sería factible. Sentía la sangrelatiéndole en las sienes y los músculos de laspiernas le ardían, por no hablar del aire de suspulmones, ya que respirar era cada vez máscostoso. Cuando ya estaban llegando al final de lamajada, Taranis vio que los caballos empezaban atorcer su curso hacia la derecha.

No estaban todavía a distancia de poderarrojarles la cuerda. Echando una mirada por elrabillo del ojo, vio que sus compañeros de batidaestaban en una tesitura similar o peor. Cuando yaestaba a punto de rendirse víctima del cansancio,vio que su caballo todavía no había girado. Elequino, de repente dio la vuelta y miró a Taranis alos ojos. Por un instante, le impactaron los

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hermosos ojos negros del animal, pero siguiócorriendo hacia él. Ya lo tenía a tiro. Cuando sedisponía a sacar la cuerda, el animal dio la vuelta yse lanzó al galope, con una violenta arrancada.

«Pero, ¿qué haces, insensato? No te darátiempo a frenar».

Cuando se quiso dar cuenta del error que habíacometido, el animal comenzó a parar ]. Sinpensarlo, instintivamente, Taranis le lanzó la cuerda.El animal, ya con las pezuñas resbalando al bordedel risco, porfiaba por no caer. La cuerda deTaranis le alcanzó, rodeándole el cuello.

«Por Belenos, aguanta, o nos vamos abajo losdos».

El animal, en sus intentos por mantener en pie ,tropezó con una piedra y perdió definitivamente elequilibrio. Taranis, no soltó la cuerda. El animalempezó a resbalar por el borde, arrastrando aTaranis a tirones. El joven astur consiguió aferrarsecon un brazo a uno de los pocos arbustos quehabía. El caballo siguió tirando de él y el peso delanimal hizo que pareciera que le estuvieran

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arrancando los tendones del brazo. Aguantó unossegundos que le parecieron eternos por el dolorsufrido. Entonces, el pequeño arbusto comenzó aceder.

Dudó durante un instante si soltar o no lacuerda, cuando sintió un enorme golpe. Habíadejado de moverse y tenía un enorme bulto encima.Un alarido lo sacó de su estupor.

—¡Despierta, Taranis, o nos vamos los tresabajo! ¡Tira, maldita sea!

Aramo había frenado su caída y estabaaguantando la cuerda. Se reincorporó rápidamentey ayudó a su hermano a arrastrar al caballo hastaarriba. Nada más subirlo, lo tumbaron en el suelo yTaranis lo ató cuidadosamente. Aramo tenía elrostro enrojecido por el esfuerzo y el enfado, debidoa la temeridad de su hermano.

—¡Estás loco! Si no me hubiera parado antes yno hubiera visto el disparate que acabas decometer, estarías allí abajo…. ¡Gran pastel deTaranis al caballo! Del idiota de Serbal me podríahaber esperado algo así, pero de ti… —le regañó

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Aramo.Taranis, todavía un poco aturdido, solo tenía

ojos para el caballo. El animal miraba asustado aljoven astur con sus ojos color azabache, e intentabarevolverse, pero había sido bien inmovilizado.

—Tranquilo, chis… chis —le susurró Taranis alcaballo—. No te va a pasar nada.

—Muy bien, no me des las gracias. Dioses,¿por qué no me disteis una familia normal? —exclamó Aramo mirando al cielo con los brazosabiertos, mientras los otros dos hermanos llegabancaminando, exhaustos.

—Tileno —dijo en voz alta Taranis.—¿Cómo? —preguntó Aius entre jadeos.—Se llamará Tileno, como el dios de la guerra.

Tileno y Taranis. La guerra y el trueno juntos.Taranis recordó en ese instante que sus padres

le habían contado que él había nacido en una nochede tormenta, con unos truenos como nunca sehabían oído antes, por lo que le llamaron como aldios del trueno: Taranis.

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Alrededores de Noega, año 9 d.C.

El viento golpeaba en el rostro a Taranis. Esasensación de velocidad y total libertad a lomos desu querido Tileno le apasionaba. Cuando su trabajode calderero le dejaba, se escapaba con Tilenorecorriendo la costa. Ahora estaban volviendo deuna pequeña excursión. Desde donde seencontraban, ya se podían ver a lo lejos las murallasdel castro. El castro de Noega estaba en unapequeña península, en cuyo istmo estaban situadaslas murallas, dispuestas en forma de uve.Constaban de un foso, un gran terraplén y unabarrera con distintos bloques. Cuando la altura delsuelo, que era bastante irregular, cambiaba, selevantaba otro bloque de muralla independiente,como si un gigante se hubiera construido unaescalera para atravesar el istmo de la península.

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Al oeste del castro estaba el fondeadero,donde unas pequeñas barcas se mecían con lasolas. Aguzando la vista se atisbaban otras maradentro, cuyos ocupantes estarían afanados porconseguir pargos, brecas, doradas, lubinas y todotipo de pescados. En las playas y las rocas tambiénera frecuente que se proveyeran de bígaros, lapas,percebes o erizos de mar. Al este de Noega habíaotra playa, aunque con aguas menos profundas.

—Bueno, Tileno, hoy es nuestro último día deentrenamiento antes de la Feria de Primavera. Hoyte daré una buena cena y mañana tú y yo seremoslos nuevos campeones —le dijo Taranis mientras seagachaba levemente, dándole unas cariñosaspalmadas en el cuello. Levantó la cabeza y divisóuna figura femenina a lo lejos, recogiendo frutos deun árbol—. Mira lo que tenemos allí…

Tras echar un vistazo a los lados y al frente,espoleó a Tileno y ambos salieron al galope.Cuando estaban acercándose, la mujer que Taranishabía divisado, miró hacia ellos con cara desorpresa. Pero cuando se quiso dar cuenta, yaestaban sobre ella. Taranis, en pleno galope, y

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agachándose hacia un lado sobre su caballo conuna ágil maniobra, agarró por la cintura a la mujer.Esta perdió el cesto que portaba,desparramándose su contenido por el suelo. Lamujer pataleaba y braceaba enérgicamente, perolos fuertes brazos de Taranis, que sonreíapícaramente, la tenían bien agarrada. Fuereduciendo el ritmo de Tileno hasta quedar casiparado.

—¡Eres un idiota! —chilló la mujer—. ¡Me hastirado al suelo el trabajo de toda una mañana!

La mujer a la que había sorprendido Taranisera una joven vestida con un sayo de lana de uncolor rojo muy vivo. Era alta, comparada con lasdemás mujeres del castro, y poseía una complexiónatlética. Tenía el pelo castaño, recogido en unacoleta. Su rostro era hermoso, con unos labioscarnosos y unos ojos color miel, que ahora mirabancon desaprobación. Taranis, en lugar de replicaralgo, trató de besarla, pero recibió una sonorabofetada. Al ver la cara de sorpresa del joven astur,la sorprendida muchacha rompió a reír, ante laestupefacción de Taranis.

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—Bésame, tonto —susurró la joven.Se besaron entonces apasionadamente, a

lomos del caballo, que daba pequeños pasostranquilamente buscando pasto, ignorando laescena que acontecía en su grupa.

—Me has dado un susto de muerte. Eres unbruto. Tendrás que ayudarme a recoger lasmanzanas —le regañó la mujer.

—La culpa es de Tileno, ya sabes que cadavez que te ve no sabe controlarse… —dijo Taranismientras esbozaba una inocente sonrisa.

—Eres un idiota encantador, Taranis. Todavíano sé cómo me has embaucado —le respondió elladulcemente.

—La verdad es que no sé si habrá sido mifuerza colosal, mi elegante manera de cabalgar, oquizás…

—¡Basta ya! O acabarás creyéndote esastonterías que dices —le interrumpió la chicamientras le volvía a besar.

Taranis se había fijado en Deva hacía mucho

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tiempo atrás. Era la muchacha más bella del castroy por eso no se había atrevido a decirle nada. Atodos los chicos les gustaba Deva y procurabanensalzarse delante de ella de una manera u otra. Lapelea era el recurso más utilizado. Y el que más lointentaba era Durato, el nieto de Areusa. Si habíaalguien a quien Taranis odiara, desde luego que eraDurato. Había tenido que sufrir muchas palizas de ély sus amigos.

Todo cambió cuando Taranis, con catorcesaños, y harto de ser vejado, se revolvió contraDurato y sus amigos, después de que sin mediarprovocación alguna, como tantas otras veces, lepegaran. El alboroto de la pelea atrajo a Aramo ySerbal, que se encontraban cerca. La peleacomenzó desigual, pues Durato contaba con elapoyo de cinco amigos y ellos eran solo tres. Tantarabia contenida se desató aquel día, y Durato y susamigos recibieron una buena tunda. Las heridasque recibieron Durato y los suyos tardaron variosdías en curar, pero su orgullo había sido másgravemente herido.

Desde aquel día, ni Taranis ni sus hermanos

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recibieron una paliza más. Durato trató que loscastigaran mediante la influencia de su familia, peromuchos vecinos habían visto la pelea y por quéhabía surgido, así que Durato se quedó con suberrinche, y con un odio todavía más intenso haciaTaranis y los suyos.

Deva les hacía a todos los chicos poco oningún caso y les miraba con desdén mientras reíacon sus amigas, pues pensaba que todos eran unosbrutos. Si hablaba con alguno, siempre era paraacabar burlándose de él. Pasaron tres años, hastaque un día, Taranis, cuando su hermano Serbal lehizo beber más zhytos del que solía tomarhabitualmente, y envalentonado por el alcohol, sedecidió a mostrarle sus sentimientos a Deva, ante laalgarabía de sus hermanos. El alcohol, si bien leproporcionó el valor suficiente, no le dio lainspiración necesaria. Ante todo, Deva era unamujer con carácter, y aquella noche no cayóprecisamente rendida a sus pies.

Al día siguiente, Taranis tenía un horrible dolorde cabeza, y cada vez que se cruzaba con Deva susmejillas tomaban una tonalidad roja que delataba la

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vergüenza que sentía por la noche anterior. PeroTaranis vio algo en la mirada de Deva aquel día,cuando agachaba la cabeza, que le dio esperanzas.Le había mirado de reojo y hubiera jurado que viouna pequeña sonrisilla en su rostro. Así que no cejóen su empeño, y después de unos meses, y sinzythos de por medio, acabó por conseguir suobjetivo.

Nadie, salvo sus hermanos y una íntima amigade Deva, lo sabían. El padre de Deva, sabedor delinterés de Durato en su hija, era partidario de queeste se desposara con ella, para así poder medrar,gracias a la posición de la familia de Durato. ADeva desde luego no le seducía la idea, pues no letenía el más mínimo afecto. Era un joven egoísta,engreído y cruel. El hecho de que la familia deTaranis y Durato hubieran estado enemistadasdesde hacía mucho tiempo no hacía sino empeorarlas cosas. Taranis continuaba trabajandoduramente, para ahorrar y poder tener una casapara Deva y él. Si ganaba la Carrera de Verano conTileno, recibiría un buen premio que le ayudaría aello. Para pedir la mano de Deva, debía de llegar

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con algo tangible. Incluso así, las cosas no seríannada fáciles.

—En un año tendré ahorrado lo suficiente parapoder construir una casa y nos casaremos. Ya estoyharto de tener que vernos a escondidas —dijoTaranis—. Ni tu padre ni Durato se podrán oponer.

—Qué optimista eres, Taranis. Mi padre esmuy testarudo. No será nada fácil convencerlo… —replicó Deva.

—¡Pues nos escaparemos los dos! ¡PorBelenos! Nos iremos lejos, donde nadie nosmoleste, y tendremos cinco hijos, fuertes yhermosos… — afirmaba Taranis mientras mirabahacia arriba, imaginándolo.

—¿Cinco hijos? Se nota que tú no los tendrásque parir… Por si no lo sabes, los niños ademáscomen, y no solo forraje. No creas que es tan fácilcriar a un hijo como a un caballo. Además, no sé sipodrías vivir lejos de tus hermanos —contestó lajoven—. Lo primero que tienes que hacer para serel padre de mis hijos es ayudarme a recoger lasmanzanas.

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Taranis sonrió, afirmando con la cabezamientras besaba a Deva, y se dirigió junto a ella yTileno hacia donde había caído el cesto. Una vezrecogieron las manzanas, comenzaron a besarsede nuevo. Taranis, visiblemente excitado, comenzóa subir el sayo de Deva, a lo que esta respondiócon un golpe en su mano.

—Eso tendrá que esperar a que seamosmarido y mujer —le interrumpió Deva—. Guarda tusenergías para la carrera. Eso sí, ten cuidado coneso —dijo burlonamente señalando a la entrepierna—, no le vayas a hacer daño a Tileno.

—Eres una hechicera malvada y cruel. Perocomo no me puedo librar de tu influjo, tendré quequererte tal como eres —le contestó Taranismientras la apretó contra su cintura.

Taranis se despidió de Deva. No querían quelos vieran llegar juntos al castro. Siguió al trote hastaNoega. Al entrar por la puerta, bajó de la grupa deTileno. La calle principal del castro no era una víaempedrada, sino un camino de tierra batida ypisada. El castro había sufrido algunos cambiosdesde la ocupación romana. Las viviendas que se

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encontraban cerca de la muralla estaban siendoabandonadas progresivamente.

La casa típica en Noega circular. Las paredeseran de piedra, si bien el techo estaba compuestopor ramas entrelazadas que formaban un tejado conforma de cono. La estructura] de las viviendasestaba empezando a cambiar desde la llegada delos romanos. Ahora empezaba a haber viviendascuadrangulares. Areusa y su familia se habíanconstruido una casa nueva de ese tipo, con más deuna estancia, lo cual no era común en Noega. Lasdimensiones también eran bastante superiores a loque se acostumbraba. Taranis no se explicaba,pese a lo que esa familia había progresado en losúltimos años, cómo podían manejar tanta cantidadde dinero y bienes. No solo era la casa; ropa, joyas,banquetes… Algo tenía que estar pasando y estabadispuesto a averiguarlo.

Tras caminar un poco, llegó a su casa. La suyarespondía al patrón habitual de la zona: unhabitáculo circular, con un hogar, en el que dormíanlos cuatro hermanos. La excepción era el horno enel que trabajaban el bronce, que era su manera de

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ganarse el sustento.Cuando Taranis llegó, solo estaba Aius, que se

encontraba intentando dar forma a una fíbula debronce.

—Hola, Aius —saludó Taranis.—Hola, Taranis. ¿Te has enterado de las

últimas noticias? —le preguntó Aius.—Pues la verdad es que no. He estado todo el

día fuera. Supongo que tú si estarás al corriente.Cuéntame.

—Pues como mañana es la Feria dePrimavera, antes de que empiecen todos losjuegos, se inaugurará una Ara a Augusto que hallegado hoy a Noega, y será colocada en el centrodel pueblo. Es de mármol puro. ¿Sabes lo que traeesculpido el ara? —preguntó Aius haciéndose elinteresante.

—Claro que no. Pero algo me dice que tú ya lahas leído y me lo vas a contar, asombrándome contu facilidad para el latín escrito —replicó Taranis contono jovial.

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—Bueno, no voy a negar que mi latín, tantoescrito como oral, es el mejor de este pueblo…Tienes la suerte de tenerme como hermano, así quete lo traduciré directamente: «Al emperador CésarAugusto, hijo del Divino, cónsul por decimoterceravez, emperador con veinte salutaciones, pontíficemáximo, padre de la patria, con tribunicia potestadtreinta y dos veces, Cneus Calpurnius Pisón leconsagró este monumento». —A Taranis le cambióel rostro al oír el nombre del legado—. Por cierto,debes retomar tus clases de latín, Taranis, las tienesmuy descuidadas y estabas haciendo grandesprogresos con la lectura. No puedo decir lo mismode tus hermanos, que no tienen ni actitud ni aptitud.

Justo cuando iba a seguir hablando, llegaronsus otros dos hermanos, también con semblanteserio.

—Maldito bastardo. Tiene que venir en la Feriade Primavera, para amargarnos, como si ya hubierahecho poco —masculló Serbal—. Ademástendremos que ver cómo Areusa y su prole le lamenel culo.

—¿De qué estáis hablando? —preguntó

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Taranis.—Iba a decírtelo justo ahora… El ara será

inaugurada mañana por Pisón. Llega mañanaexpresamente para inaugurarla —aclaró Aius.

—¡Deberíamos matar a ese malnacido y a todala familia de esa bruja! —exclamó encendidoSerbal.

—Baja la voz, ¡por los cuernos de Cerunnus!¿Quieres que te oiga todo el castro? —le advirtióAramo.

—¡Que vengan todos, maldita sea! Todos letienen miedo al hijo de esa vieja bruja y sussecuaces. ¡Pues yo no! —prosiguió Serbalindignado.

—¡Basta! —clamó Taranis—. Ya hemoshablado muchas veces sobre esto. No vamos ahacer ninguna locura. De qué nos sirve intentarhacer nada, cuando en el mejor de los casosmoriremos todos.

—Pues si hay que morir, hagámoslo. Perovenguemos a nuestros padres —replicó Serbal.

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—Se lo prometimos a la abuela, no lo olvides.No haríamos nada mientras el intentarlo fuera unalocura. Y sabes que ahora lo es. Serbal, se lo jurasteen su lecho de muerte. Espero que no se te hayaolvidado —le recordó Taranis con tono firme—.¿Estamos todos de acuerdo?

Aius y Aramo asintieron en señal deaprobación. Serbal caminó hacia el hogarmaldiciendo en voz baja.

—¿Serbal? —insistió Taranis.—Podéis estar tranquilos. No haré ninguna

tontería. ¿Contentos? —dijo con desgana.Serbal era el más visceral de los cuatro

hermanos. Siempre era el más proclive a llegar alas manos si había problemas, problemas de losque más de una vez Taranis, y sobre todo Aramo, lehabían sacado. Este último tampoco rehuía laspeleas.

—Pues vamos a tranquilizarnos todos y vamosa preparar el día de mañana. No permitiremos quenadie nos estropee la feria. Y por el amor de Naya,lavaos y buscaos algo de ropa limpia para mañana.

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¡Apestáis! —les recomendó Taranis intentandocambiar de tema para rebajar la tensión—. ¡Así nose os acercará ni una cabra!

Todos vestían de la misma manera. Ahora queel clima era más cálido en esta época del año,llevaban un sayo negro hasta las rodillas pero conmangas cortas, en lugar de largas, y atado a lacintura por un pequeño cinturón de piel. Los cuatrotenían el cabello largo, y una tupida y no muycuidada barba. Tenían el pelo castaño, aunque el deSerbal era ligeramente más claro.

Todos lucían una cabellera bastante sucia, asíque se pusieron manos a la obra para estar algopresentables para las chicas que acudieran a laferia. Como casi siempre, costaría convencer aAramo para que se la lavase, costumbre que no legustaba mucho.

Llegó por fin la mañana de la Feria dePrimavera. El ara se consagraría oficialmente por lamañana, pero ninguno de los hermanos iba apresenciar el acto, ya que no tenían muchas ganasde aguantar un discurso sobre las bondades delemperador y el Imperio Romano, y sobre todo ver a

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Cneo Calpurnio Pisón.Como todos los años, la feria se celebraría

cerca de la playa, donde estarían todos los puestosy donde se celebrarían los juegos. Taranis estabaimpaciente. Ardía en deseos de que comenzara lacarrera. El año pasado, Tileno era demasiado jovenpara participar, aunque este, según Taranis, yaestaba en condiciones de presentarse, pese a quesus hermanos le decían que esperara un año más.Confiaba ciegamente en su caballo. El rival eraDurato, que con su caballo había ganado los dosúltimos años. Sus padres le habían comprado uncorcel ya entrenado que no tenía rival hasta la fecha.«Hasta la fecha», pensaba Taranis. Él y Serbalbajaron juntos a la playa, con todo lo que habíanproducido últimamente para su venta. Vendría gentede poblados cercanos y había que aprovechar laocasión.

—Hace un día estupendo, la verdad, perfectopara ganarle la apuesta a un idiota redomado. ¿Nose te habrá olvidado lo que hemos apostado,verdad? —le recordó Serbal.

—Tranquilo. No se me ha olvidado y no se me

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olvidará cobrarla —le contestó Taranis mientras leguiñaba un ojo.

—Creo que Durato me cae hoy mejor, hastapuede que lo anime —dijo Serbal , soltando luegouna estruendosa carcajada—. Aunque tengo quereconocer que tu jamelgo me está generandodudas. Lo has criado bien, maldito desgraciado.

—Mira hacia allí. —Taranis señaló a Aius, queestaba tocando la flauta y recitando para un grupode jovencitas del pueblo, que asistían divertidas alrecital de su primo. Aunque no era su hermano desangre, siempre lo trataban como un hermano más.Se habían criado desde pequeños como tales.

—Veo que nuestro hermano ha afinado sustácticas. Desde luego que con demostraciones defuerza iba a hacer poco con ellas. ¡Es el másgrande poeta que ha visto Noega! —afirmó Serbaljocosamente.

—Puede que con sus tretas poéticas te superey le pidas que te enseñe. Las chicas del pueblo yate tienen muy calado, pillastre —le contestó Taranis.

—Tengo que dejarle algo a los demás,

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hermano, no hay que ser egoísta — replicó Serbal—. Además, hoy soy el encargado de vendernuestra producción, de manera que no me puedodistraer con nimiedades. Por la noche veremosquién es el conquistador de la familia.

—Desde luego que si lo que hubiera queconquistar fuera comida, ganaría ese pequeñuelo.—Taranis había visto a Aramo—. Ya estáinspeccionando los pocos puestos de comida quehay montados.

Aunque parte de la feria estaba ya estabainstalada, el grueso de la gente no bajaría a la playahasta que Pisón no inaugurara el ara a Augusto.Taranis, después de dejar a su hermano colocandola mercancía, se fue a por Tileno. Al ir por él, vio a lolejos a la gente apiñada en torno al monumentolevantado al emperador, mientras el obeso legadoles daba una casi segura soporífera perorata. Volvióa bajar a la playa, junto a su hermano.

Después de un rato, vieron como la gentecomenzaba a bajar, lo que era señal de que ya sehabía acabado el acto. Se les unió Aramo, que yahabía acabado su primera ronda de

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reconocimiento. De repente, Taranis se quedómirando algo, casi con la boca abierta. Serbal lesusurró algo a Aramo, que comprendió por qué suhermano se había quedado ensimismado. Devabajaba entre la multitud. Y la verdad es que estabaradiante. Se había hecho un hermoso peinado, contrenzas y flores. El vestido que llevaba, de colorverde embellecido con flores silvestres, realzaba subelleza natural. Cuando pasó cerca de Taranis, secruzaron una mirada cómplice, y Deva bajó luego lacabeza con una sonrisilla. Taranis sintió entonces ungolpe en la espalda. Aramo le había dado unapalmada en la espalda, pero con la fuerza de suhermano, el golpe no era poca cosa.

—Creo que Deva tiene tus ojos, vete apedírselos —le dijo su hermano con los brazoscruzados.

—Aramo, creo que no es lo único que le harobado —prosiguió Serbal con la chanza.

—No sé qué haré el día que no tenga unoshermanos tan graciosos —les contestó Taranis,ladeando la cabeza.

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—Taranis, hay que reconocerte que hoy estámuy guapa. Si la gente supiera lo vuestro, serías laenvidia del castro. Sobre todo de alguno que yo mesé… —afirmó Aramo.

—Y así debe seguir, así que controlad vuestralengua —advirtió el hermano mayor.

La gente seguía bajando. Unos iban montandosus puestos, mientras que otros se dedicaban avisitar los ya expuestos. Aramo vio entonces que asu hermano Serbal le cambiaba el semblante ytensaba su puño derecho. Pisón estaba bajando ala feria. Como de costumbre, venía acompañado deAreusa, Negalo, el hijo de esta, y su nieto Durato. Elobeso legado romano venía esta vez ataviado conuna elegante túnica romana. Y llegaba escoltado porcuatro guardias romanos, armados hasta losdientes.

—Tranquilo, Serbal, y si se acercan, buenacara —le calmó Taranis—. No les demos lasatisfacción de vernos enojados.

Durato, el nieto de Areusa, parecía haberhecho buenas migas con Marco, el hijo de Pisón.

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Eran más o menos de la misma edad. Como supadre, el hijo de Pisón era un chico bien entrado enkilos, que parecía llevar una vida bastante disoluta.Iban departiendo alegremente, hasta que llegaron ala altura de Taranis.

—Mira, Marco, uno de los caballos que llegarádetrás del mío —dijo Durato señalando hacia Tilenoen tono burlesco—. Taranis, espero que tu caballitono se canse mucho hoy, persiguiendo la cola de miTarco.

Aramo agarró a Serbal fuertemente por elhombro, pues conocía a su hermano, y preferíatenerlo controlado por si entraba al trapo de algunaprovocación.

—Gracias por tu preocupación, Durato —respondió Taranis con una cínica sonrisa apretandolos dientes—. Tileno y yo sabremos cuidarnos muybien y esperamos daros un buen espectáculo atodos.

—No estaría de más que algún caballo le dieraalgo de vida a esta carrera. Ganar tan fácilmenteresulta aburrido para el público. Aunque no creo que

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ese animalillo tuyo vaya a ser el que lo haga —leespetó maliciosamente Durato—. No os interrumpomás, supongo que querréis vender vuestrasbaratijas. Espero que el día os sea propicio.Vámonos, Marco, dejémosles con sus quehaceres.

Al dar la vuelta, Taranis resopló más fuerte queTileno después de haber recorrido cien millas algalope. «Algún día, bastardo, algún día», pensópara sus adentros.

—Guarda tu rabia para la carrera —lerecomendó Aramo—. Gánale y hazle tragar suspalabras. No habrá mejor manera de fastidiar a eseperro.

—Me da igual perder la apuesta y que medesplumes, pero gana a ese cerdo, Taranis —leanimó Serbal.

Para relajar la tensión, los hermanos sededicaron entonces a intentar dar salida a lo quehabían traído. La feria era famosa en toda lacomarca y venían gentes de diversos lugares. Era eldía del año que más podían vender o cambiar lo quetanto les había costado producir. Después de un par

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de horas, en las que la venta no había ido nada mal,apareció Aius, que venía a avisar a Taranis de queya quedaba poco para que empezara la carrera. Elresto de juegos gimnásticos y de habilidad yahabían sido celebrados. A Serbal le molestaba nopoder participar en ellos, pero era el mejorvendedor de todos los hermanos, gracias a sudesparpajo y atrevimiento. El dinero que serecaudaba en ese día sufragaba los gastos demeses. Al año que viene participaría en los juegos yestaba seguro de poder salir victorioso en más deuna disciplina.

Taranis se dirigió con Tileno a la parte de laplaya donde estaba la salida de la carrera. Por elcamino vio cómo Durato, agarrado a su corcel,estaba hablando con Deva, fanfarroneando paraimpresionar a la joven, como de costumbre. Ellaestaba lidiando con el arrogante joven comobuenamente podía, intentando no parecerimpertinente. Eso le sacaba de quicio, aunque nopodía hacer nada de momento. Decidió calmarse.Hoy tenía que ser su día. Y el de Tileno, porsupuesto.

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—Bueno, Tileno, ha llegado el día. Tú y yocontra el viento —le dijo al caballo mientras loacariciaba—. Vamos a dejarles a todos con la bocaabierta, y a ese cerdo de ahí se la dejaremos biencerrada. ¡Por Belenos, que lo haremos!

El caballo, como si entendiera lo que le decíaTaranis, resopló y levantó las patas delanteras.Ambos se encaminaron a la salida de la carrera,donde otros participantes ya estaban esperando.Por lo que estaba viendo, el rival sería Durato. Nohabía ninguna novedad de aspecto temible respectoal año pasado. En total, habría once participantes.Todos pagaban una cuota de inscripción a lacarrera, destinada a engordar el suculento premiofinal. Dos de los corredores eran amigos de Durato,a los que él mismo pagaba la inscripción.Lógicamente, en el caso de que el caballo deDurato pudiera ganar, no le disputarían la victoria.

Después de unos minutos, todos losparticipantes habían llegado. Durato llegó con sucaballo, y una arrogante y triunfal sonrisa.

«Ríete, a ver si cuando acabe la carrera sigueshaciéndolo».

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Una vez estuvieron todos, el juez de la carrerase dispuso a explicar las reglas a los corredores y ala multitud.

—Queridos paisanos y gentes provenientes delos alrededores. Hoy, como cada Feria dePrimavera, va a dar comienzo la esperada carrerade caballos. Hoy, tenemos el honor de contar con lapresencia de nuestro querido legado CneoCalpurnio Pisón —anunció el juez mientras hacíauna reverencia hacia el obeso romano, que estecontestaba con un movimiento de cabeza—. Acontinuación expondré las reglas, así que prestadatención. Los participantes saldrán de la líneamarcada aquí —dijo señalando el lugar—, con labajada de la bandera. Si alguno arranca antes de lodebido, se repetirá la salida. Una vez comenzada lacarrer], deberán dar la vuelta a aquel poste que estáen el otro extremo de la playa y volver aquí.Asimismo, está prohibido intentar derribar a losrivales. ¿Ha quedado claro, corredores?

Todos los competidores asintieron. Taranisdedicó una furtiva mirada a Deva, que le obsequióuna sonrisa. Vio que Durato hacía lo mismo,

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pensando que le sonreía a él. A Taranis le hizogracia. Aunque ahora tenía que concentrarse. Elmomento había llegado.

—Es la hora, pequeño, no me falles —lesusurró a Tileno—. Eres el mejor, el más rápido yninguno de esos te va a ganar.

Los corredores se colocaron en la línea, agrupas de sus corceles. Tileno se movía inquieto,como con ganas de que empezara la carrera.

—Chis, tranquilo… Yo te diré cuándo… —murmuró Taranis a Tileno mientras le acariciaba susnegras crines.

El juez tomó posición, agarró la bandera y sedispuso a dar la salida. Con todo el cuerpo entensión, Taranis estaba con la mirada fija en labandera. El juez subió el brazo, y a los pocosinstantes, a la vez que gritaba «Ahora», bajórápidamente la bandera. Al instante, todos loscorredores espolearon sus caballos. Taranis viocómo todos le habían ganado terreno en la salida«Esto no lo habíamos practicado». Durato se habíadestacado ya a golpes de fusta con su caballo.

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—¡Vamos, Tileno! ¡Vamos! —alentó Taranis asu fiel caballo.

La distancia al poste debía de seraproximadamente de unos mil pasos, o millaromana, medida que se utilizaba ahora desde lallegada de los itálicos a Asturia. Taranis vio quepoco a poco iba remontando en ese primer tramo,aunque el problema sería que dando la curva, sihabía un apelotonamiento, podía salir muy malparado para encarar la recta final. Después de losprimeros quinientos pasos, había superado a lamitad de los caballos. Durato iba en solitario, a lacabeza, a unos diez pasos del resto deperseguidores. Si no recuperaba algo de terreno yadelantaba a los que le precedían antes de dar lacurva, Taranis podía ir diciendo adiós a la carrera.Entonces Taranis se la jugó, convencido de lamayor velocidad y potencia de Tileno. Se abrió unpoco a la derecha, ya casi en el agua, y perdiendoun poco de distancia, pero abriéndose un carrildespejado.

—¡Ahora demuéstrales quién es el mejor! —arengó Taranis a su caballo.

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En los siguientes trescientos pasos, Tilenoadelantó a tres oponentes más y recuperó distanciarespecto a la cabeza de carrera. Ya solo lequedaban Durato y sus amigos, que eran sus másinmediatos rivales. Pero a medida que se acercabaal poste se percató de que estaban preparándosepara cerrarle en la curva. Si conseguían retrasarle losuficiente, la recta de vuelta sería un paseo triunfalpara su enemigo. Taranis tenía que pensar en algo yrápido. Vio que los caballos que iban delante paratorcer en la curva iban a frenar casi por completo,para recorrerla lo más cerrada posible, y allí los dosamigos de Durato le harían un tapón sin queresultara demasiado evidente. También se percatóde la velocidad que perdían al hacer eso.

Así que se encomendó de nuevo a la potenciade su caballo. Cuando estaba llegando al poste, vioque los dos jinetes que le precedían miraban haciaatrás, esperando a que también rodeara el poste dela forma más cerrada. Taranis, en lugar de eso,dirigió a Tileno dando la curva algo más abierta yreduciendo menos la velocidad. Sus dos oponenteslo miraron sorprendido, así como Durato, que ya se

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disponía a enfilar la recta hacia la meta. Con estamaniobra, Tileno perdió terreno, pero no tuvo quepararse, que era lo que pretendían los secuaces deDurato.

«Otra vez será, bastardos».Tileno, si bien perdió distancia con esa

maniobra, entró con más velocidad a la recta. Alencararla de nuevo, tenía a Tarco, el caballo deDurato, a una distancia de unos treinta pies.

—¡Ahora es todo tuyo! —rugió Taranis.Tras decir esto, soltó un alarido agudo, tras el

cual Tileno aceleró. Los músculos del cuerpo deébano de Tileno estaban ahora a pleno rendimiento,mientras Taranis encorvaba se encorvaba almáximo. Todavía había distancia para recuperar.Poco a poco, Taranis fue recortando terreno. Duratose percataba de ello cada vez que volteaba lacabeza para comprobar su ventaja. Vio la cara deTaranis con una sonrisa diabólica, lo cual le enervó,haciendo que la fusta arreciara en su caballo.

Durato se había acostumbrado a competircontra caballos que tenían que trabajar todo el año.

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Pero Tileno había sido entrenado y cuidado conmimo. A veces Deva le decía a Taranis queesperaba que tratara a sus hijos, por lo menos, lamitad de bien que a su caballo. A trescientos piespara la meta, Taranis se le estaba acercandopeligrosamente. Ahora sería una competición finalde bestia y hombre contra bestia y hombre. YDurato estaba temiendo su victoria, mientras queTaranis, la empezaba a saborear de cerca . Cuandoestaba casi a la par de Durato, este hizo unmovimiento extraño y de repente Taranis sintió ungolpe en la cara. Durato le había golpeado con lafusta .El golpe desequilibró un poco a Taranis, quea punto estuvo de caerse. Durato volvió a descargarla fusta contra él, pero esta vez, ya advertido de susintenciones, agachó la cabeza y esquivó el golpe.Mientras, Tileno ya sacaba una cabeza a suoponente. Durato, fuera de sí, continuabadescargando la fusta sobre su caballo a la vez queperdía terreno. En uno de esos golpes, se estiródemasiado tratando de alcanzar a Taranis y casisalió despedido, cayendo agarrado a las riendasdel caballo, que instintivamente frenó la marcha.

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Taranis, al ver esto, siguió con Tilenocabalgando, disfrutando de sus metros de gloria,riéndose a carcajadas mientras miraba a Durato.

—Vamos, campeón. ¡Lo hemos logrado!Ambos disfrutaron de sus últimos pasos, y al

llegar, Taranis se permitió dar un pequeño rodeopara lanzarle con la mano un beso a Deva, queruborizada, aplaudía al nuevo campeón. Al cruzar lalínea de meta, eufórico, oyó tres vozarrones quetronaban: «¡Taranis!¡Taranis!¡Taranis!».

Eran sus hermanos, que llegaban a abrazarle.No le hizo falta bajarse del caballo, los brazos deAramo lo hicieron de un tirón. Los cuatro hermanosestaban exultantes de alegría, aunque lógicamenteTaranis era el vivo rostro de la felicidad. Llegó eljuez, acompañado de una chica con el ramo deflores que se le daba al campeón de la carrera.Taranis se deshizo de sus hermanos como pudo,recogió el ramo y volvió a subirse a Tileno. Traspasar delante de Durato con aire burlón y entre losvítores de la multitud, lanzó el ramo a Deva, que lorecogió con el rostro sonrojado.

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—Hermanos, vamos a celebrarlo. ¡Estáisinvitados a tomar todo el zythos que os entre en elcuerpo! —exclamó Taranis.

No solo la victoria tenía un dulce sabor, sino elver a Durato humillado. Realmente no sabía cuál delas dos cosas le estaba gustando más. De lo queestaba seguro era de que Durato buscaría algunaforma de resarcirse, pero ahora era tiempo dedisfrutar.

Tras recibir numerosas felicitaciones, Taranisse fue con sus hermanos a celebrar la victoria. Elzythos no paró de correr. El resto del castro tambiénestaba de celebración, pues cuando se celebrabala feria, se cantaba y bailaba hasta bien entrada lanoche. El recién proclamado ganador de la carrera,vio que su cuerpo no iba a admitir más zythos, y queuna cefalea bastante contundente estabaempezando a gestarse.

—Hermanos, el campeón se va a dormir —acertó a decir Taranis—. Está bien de beber porhoy.

—¡Más para mí! —respondió Serbal, bastante

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poco ebrio para la cantidad de alcohol que ya habíaingerido—. Creo que me iré a buscar alguna mozadespistada… ¿Te vienes, Aius?

Serbal, al mirar hacia Aius, vio que estaba yadormido con una jarra de zythos en la mano.Demasiada bebida para un solo día.

—Pues me iré solo, porque Aramo creo queestá cenando por segunda vez —dijo mientras dabaun gran sorbo a su jarra de zythos—. Duerme bien,hermano, te lo has ganado. Y mi dinero también,¡maldita sea tu estampa¡

—Pasadlo bien y no os metáis en ningún lío —se despidió el hermano mayor.

Taranis, tras levantarse, dio un par de tumbos, ycon toda la dignidad posible, se fue caminandohacia su casa. Cuando llegó, se desplomó sobre sulecho a dormir. Pese a las vueltas que le daba lacabeza y las incipientes ganas de vomitar, elcansancio hizo mella en él y se durmió enseguida.

Unas horas después, se despertó con unterrible dolor de cabeza y un malestar estomacal.Vio que sus hermanos ya habían llegado, a

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excepción de Serbal, y estaban descansando. Lacasa apestaba a alcohol, ya que los que estabandurmiendo allí emanaban efluvios etílicos. A Taranisle vino una arcada, y aguantando a duras penas,salió fuera y vomitó. Todo lo que había entrado en elcuerpo estaba pidiendo paso. Tras devolver,pareció sentirse mejor, y después de beber un parde tragos de agua, decidió ir a dar una vuelta antesde volver a la cama. El frescor de la noche era muyagradable, así que decidió ir a ver a Tileno. Todo elmundo se había retirado ya a la cama, aunquealguno estaba durmiendo al aire libre comoconsecuencia de la ingesta masiva de alcohol.

Reinaba un silencio apacible, al contrario quehacía unas horas, cuando todo eran cánticos,música, voces y risas. Había dejado a su caballofuera del castro, cerca de los acantilados, pues aTileno le gustaba oír el sonido del mar. Cuando seestaba acercando a su querido caballo, le parecióoír ruidos extraños, pero los achacó a su dolor decabeza. Una vez que estaba a unos pocos metros,oyó relinchar a Tileno. Esa forma de relinchar no eranormal, y menos a esas horas de la noche, así que

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echó a correr. Al aproximarse, vio una escena quele dejó paralizado por unos instantes. Duratopugnaba por acercarse a Tileno con un cuchillolargo, acompañado del hijo de Pisón, que portabauna antorcha. Tileno intentaba esquivar a suatacante.

—¡Alejaos de él, bastardos! —bramó Taranistras salir de su asombro—. ¡Dejadle o juro que osmato a los dos con mis propias manos!

—¡Vas a buscar a tu caballo al infierno, perro!—le respondió Durato a la vez que acometía con elcuchillo a Tileno.

Esta vez, Durato alcanzó a Tileno, aunque node lleno. El caballo, relinchando de dolor, seencabritó y reculó. Taranis, loco de ira, se abalanzósobre ellos.

—Vamos,Marco, hazle frente —ordenó Duratoa su amigo, mientras volvía a la carga—. Estádesarmado.

El romano atacó con la antorcha a Taranis, quese había lanzado como un poseso hacia él. Taranistuvo que apartarse a un lado antes de llegar a sus

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dos oponentes para esquivar el golpe de laantorcha. El hijo del legado desenvainó un puñal, ycon la antorcha en la otra mano, incitaba a suenemigo. Taranis se hallaba en inferioridadnumérica, desarmado y con una resaca espantosa.El hijo de Pisón estaba con las piernas flexionadashaciendo gestos retadores a Taranis. El joven asturvio a su derecha un pedrusco, se abalanzórápidamente sobre él y se lo lanzó con violencia. Elromano, poco ágil debido a su peso, apenas pudoesquivarlo y le alcanzó en un hombro. Soltó laantorcha. Taranis aprovechó para lanzarse sobre él,agarrándole la mano que sostenía el puñal.

—Suelta eso antes de que te hagas daño —ledijo al romano mientras le quitaba la daga, paraacto seguido propinarle un derechazo en la cara.Vio de reojo cómo Durato seguía intentandoacuchillar a su caballo—. ¡Resiste, Tileno! —le gritóa su caballo.

Golpeó otra vez a Marco, que ahora solo podíaintentar defenderse torpemente. El tercer porrazo lealcanzó de lleno en la nariz. Por el chasquido que seoyó, debió de habérsela roto. Taranis dejó al

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romano, que parecía haber perdido la consciencia,y dio la vuelta para encararse contra Durato. Estehabía visto que su amigo era incapaz de derribar asu rival y se disponía a atacarlo. Se estabanacercando cada vez más al borde del acantilado.

—¡Vamos, perro! —le retó Taranis.—Voy a acabar lo que empezó mi abuela. ¡Te

vas a reunir con tus padres! —vociferó Duratomientras se abalanzaba cuchillo en mano contraTaranis.

A duras penas Taranis pudo contener elataque, agarrando la muñeca de Durato. Con lainercia de la acometida lo había derribado, y seencontraba encima de él, empujando su puñalcontra el pecho de Taranis, que resistía como podía,pero iba cediendo poco a poco. Una noche defiesta sin control no era lo mejor para duelos amuerte. Iba a morir a manos de su peor enemigo.Eso le dolía más que el mismo hecho de morir. Ypensaba en Deva, a la que nunca más vería.

—Ahora no estás tan arrogante. ¡Maldito! —legritó Durato con una maléfica sonrisa.

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Taranis sintió entonces el pinchazo del cuchilloen el pecho y cómo empezaba a penetrarlentamente. Esperaba que por lo menos el fin fuerarápido. Oyó a Durato.

—Te vas a reunir con tu…La frase se cortó violentamente con un relincho

y un golpe seco. Taranis, en aquel instante, no fuemuy consciente de lo que pasaba. Se incorporó yvio a Durato tambaleándose. Tileno le habíagolpeado la cabeza, y un reguero de sangre recorríasu rostro bajando desde la coronilla. Durato hizo unamago de atacar a Tileno con el cuchillo, aunqueesta vez, Tileno, encabritándose hacia él, lo golpeóviolentamente en el pecho. Durato, trastabilló, dio unpar de pasos hacia atrás y llegó al mismo borde delacantilado. Empezó a agitar los brazos, intentandomantener el equilibrio, pero no fue suficiente y sedespeñó por el acantilado entre alaridos.

Taranis corrió al borde para averiguar quehabía pasado, pero solo pudo ver las olas chocandocontra las rocas.

—Me has salvado la vida, amigo —dijo

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mientras corría a abrazar a su Tileno—. A esebastardo le has reventado la cabeza. Ahoratenemos un buen problema.

Revisó la herida de su equino amigo, y vio queera solo un rasguño. Una vez pasada la excitacióndel momento, Taranis fue realmente consciente dela situación. Habían matado al hijo de Negalo yhabía dejado inconsciente al hijo del legado. Desdeluego que a la mañana siguiente no iba a ser elhombre más popular de Noega. Cuando se dio lavuelta, notó que una sombra se acercaba a. Con elcuerpo en tensión aferró el cuchillo de Durato yesperó. Cuando la silueta se asomó respiróaliviado.

—¿Que tal, hermanito? ¿Te acuerdas de Mera,la hija de Vinio? —dijo Serbal en un tono alto, quedelataba que hacía poco que había estadobebiendo—. Pues… —¿Pero qué ha pasado aquí?¿Y quién está en el suelo?

Taranis, llevándose el dedo índice a los labios,hizo un gesto a su hermano para que guardarasilencio. Al oír a Serbal, el joven romano recuperó laconsciencia, echándose la mano a la cabeza. Ya de

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rodillas, dirigió la mirada a Serbal y Taranis.—Sois hombres muertos. Se lo diré a mi

padre, y cuando os deis cuenta, los cuervos osestarán sacando los ojos en la cruz.

Serbal, sin dudarlo un momento, le dirigió unpuntapié a la cabeza, que volvió al hijo del legado ala inconsciencia.

—A dormir, romano seboso —dijo Serbal sininmutarse—. ¿Qué ha pasado aquí?, ¿este noestaba con Durato?

—Sí, ¡maldita sea! Estamos metidos en un lío yde los gordos. Durato se acaba de despeñar por elacantilado. Hay que despertar a nuestros hermanosy salir de aquí. Si nos quedamos, mañana seremoshombres muertos. El hijo de Pisón te ha vistotambién, y Areusa y Pisón harán que nos ejecuten alos cuatro.

—Pues reunimos al gordo con su amiguito yaquí no ha pasado nada —afirmó Serbal mientrashipaba. Taranis ladeó a cabeza con un gesto dedesesperación.

—Yo no soy un asesino, y menos a sangre fría y

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contra un hombre indefenso. Que no se te pase porla cabeza —le replicó Taranis—. Además, nopiensas con mucha claridad que digamos. Todavíaestás borracho como una cuba. De todas maneras,ya encontrarían la manera de culparnos. No haynadie que tenga más razones que nosotros paramatar a Durato. A nuestros padres los ejecutaronsin haber tenido culpa ninguna. Con el nieto deAreusa muerto, ponemos nuestras cabezas enbandeja. Debemos largarnos de aquí cuanto antes.

—¿Y qué pretendes que hagamos ahora? —preguntó Serbal, un tanto confundido.

—Hay que ir a despertar a Aius y Aramo. Túvete a por los caballos y espéranos en el árbol enque solíamos jugar cuando éramos pequeños. Allínos reuniremos todos contigo. ¿De acuerdo?

—Está bien, está bien. Por cierto, ¿cómo hasmatado al cerdo de Durato? —preguntó Serbal.

—Pues no he sido yo. Tileno… Bueno, te loexplicaré luego, ahora no hay tiempo. Recuerda, loscaballos y al árbol —le repitió.

—Estoy un poco borracho, pero no sordo —

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respondió Serbal malhumorado.Taranis dio media vuelta y se fue a toda

velocidad a buscar a sus hermanos, escrutando elcamino por si alguien le veía. El castro parecíaseguir durmiendo. A toda prisa llegó a su casa, y sinperder tiempo, zarandeó a sus hermanos para quese despertaran.

—Arriba, muchachos, recoged todo lo quepodáis. Nos tenemos que ir del castro.

Aius y Aramo, todavía adormilados, miraroncon una mezcla de sorpresa y somnolencia a suhermano.

—¿Cómo dices? ¿Que nos tenemos que ir? —preguntó Aramo.

—Sí y no vamos a volver. Debemos recogertodo lo que podamos llevar con nosotros.Cogedtambién las cosas de Serbal. He quedado con él enel árbol en el que jugábamos de pequeños. Hay queirse y rápido. Ya sé que todo os suena raro, osprometo que os lo explico después, pero haced loque os digo, por favor.

—Si se trata de una broma pesada, no es el

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mejor día para ello —protestó Aius llevándose lamano a la cabeza.

—Por desgracia no es ninguna broma. Si nosquedamos aquí correremos la suerte de nuestrospadres. Daos prisa, luego os lo contaré todo, peroahora recoged todas nuestras cosas y luego id conlos caballos hasta el árbol. Yo tengo que hacer algoantes de largarnos. Me reuniré con vosotros encuanto pueda —dijo Taranis con semblantepreocupado.

—Está bien, Taranis, no sé qué locura es esta,aunque no me pinta nada bien. Sabes queconfiamos en ti —le contestó Aramo.

Taranis dejó a sus hermanos. Si se iba amarchar del castro, no podía irse sin despedirse deDeva. Eso era lo que mas le dolía. Al fin y al cabo,Noega no le había traído más que dolor.

Llegó hasta la casa de Deva, aunque ahoratenía que ingeniárselas para despertarla sin que suspadres se dieran cuenta. Seguro que a su padre nole haría mucha gracia una visita furtiva en la noche, yen bastantes líos se había metido en una sola

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noche. Se las arregló para arrancar una rama muylarga. Abrió la puerta con cuidado de no hacerruido, y con la punta de la rama golpeó suavementelos pies de Deva. Esta se despertó extrañada al vera Taranis, que por gestos le indicó que guardarasilencio y saliera.

—¿Qué pasa, Taranis? —preguntó Devapreocupada, pues no era normal lo que Taranisestaba haciendo—. Espero que no sea que estásborracho…

—Ojalá fuera eso, Deva. Me voy a tener que irde Noega y no sé cuando volveré. Oigas lo queoigas, no somos culpables de nada. Durato atacópor la noche a Tileno. En la lucha, el caballo legolpeó y Durato cayó por el risco que hay cerca dela entrada del castro... Y Serbal y el hijo de Pisóntambién estaban allí… —le aclaró Taranisatropelladamente.

—¡Navia nos ampare! ¿Has matado a Durato?Areusa y Pisón no pararán hasta verte muerto… —dijo Deva, dándose cuenta de lo grave de lasituación.

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—No lo he matado. Tileno y yo no hicimos sinodefendernos. Si no fuera por mi caballo, el queahora estaría muerto sería yo.

—¿Y qué vas a hacer ahora?—Me tengo que ir, Deva. No puedo llevarte

conmigo, porque te expondría al peligro. Pero ereslo que más quiero en este mundo. Te juro por losdioses más sagrados que volveré. Pero ahoratenemos que separarnos —le prometió Taranissolemnemente.

—No vas a volver, Taranis... Si ellos no teencuentran, aparecerá otra mujer y te olvidarás demí... —respondió Deva entre sollozos.

—¡Nunca! Mírame a los ojos. Eres la mujer demi vida. Te prometo que volveré. Espérame. Nopuedo decirte cuándo, pero lo haré —afirmóvehementemente Taranis.

—¿Y cómo sabré si vas a volver, o si hasmuerto o si…? —repuso Deva.

—Sé que es difícil, pero si me quieres, confíaen mí. No hay cosa que desee más en este mundoque estar contigo, pero ahora no va ser posible —

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replicó el joven—. Espérame y volveré. Sé que loque te pido es muy difícil, pero para mí también loserá.

Deva, con los ojos llenos de lágrimas, seabrazó fuertemente a Taranis. Permanecieron así unlargo rato. Querían demorar aquel momento lo másposible.

—Vamos, tienes que irte. No puedesarriesgarte más .Y no te preocupes, los hombres deeste castro son todos unos brutos, así que tendréque esperar a que vuelvas…

Taranis por toda respuesta la abrazó conpasión. Los dos jóvenes se besaban mientras laslágrimas recorrían sus rostros

—Te quiero, mi amor. No dudes ni un instanteque volveré —dijo Taranis mientras se separaba deDeva.

Deva no pudo responder, solo podía llorardesconsoladamente. Vio cómo Taranis se alejabacorriendo en la noche. El hombre al que amaba seiba y no sabía si lo volvería a ver ni cuándo. Taranisle lanzó un beso y siguió corriendo hasta

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desaparecer de su vista.

—Nos estamos jugando el pellejo y a nuestro

hermano mayor le da por ponerse romántico. Laverdad es que nunca lo entenderé. Las mujeres nodan más que problemas —apuntó Serbal.

—Desde luego eres todo sensibilidad, Serbal—dijo Aius—. Algún día te enamorarás y loentenderás.

—Algún día, sí, estoy seguro —replicó con tonoburlón.

—Dejaos de cháchara y revisad que tenéistodo. Ropa, dinero, nuestras armas… —dijo Aramo,llamando al orden—. No hacéis más que parlotearcomo viejas. Como luego falte algo, no quiero oírosprotestar. Mirad, alguien viene. ¡Atentos!

—Tranquilos, es nuestro hermano —aclaróAius.

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—¿Te has despedido ya, hermanito? Sinecesitas más tiempo, por mí no hay problema —espetó irónicamente Serbal.

—Cállate, ¡por los cojones de Cerunnus! —leinterrumpió Aramo—. No le hagas caso, Taranis,todavía está borracho.

—Dejémonos de hablar y vayámonos. Cadaminuto que pasamos aquí es un riesgo. Sientohaberos retrasado. Ahora os contaré todo por elcamino —dijo Taranis—. Debemos alejarnos lo másposible. Nos vamos dirección sur. Y nada de pasarcerca de castros o poblados.

Los cuatro hermanos, tras revisar todo porúltima vez, salieron al galope. Todos echaron unamirada atrás, pues no sabían si volverían a Noega.A todos se les encogió el corazón al alejarse ellugar en el que habían nacido y pasado toda su vida

Taranis fue aclarando los hechos de la nocheanterior. El resto del día lo pasaron cabalgando,triste y silencioso. Cada uno pensaba en lo quedejaba atrás y lo que estaba por venir. Por la noche,ya agotados, tanto monturas como jinetes,

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decidieron acampar en una colina. Viendo que nohabía nada en varios kilómetros a la redonda,decidieron arriesgarse a encender un pequeñofuego. Comenzaron a conversar una vez habíancenado.

—¿Y qué haremos ahora? No tenemos adónde ir y está claro que no podemos volver aNoega —apuntó Aius, visiblemente preocupado.

—Tampoco podemos quedarnos cerca, puesnos arriesgaríamos mucho —dijo Aramo.

—No sé si sabéis que, además, hemos de vivirde algo. ¿Qué haremos cuándo se nos acabe eldinero que tenemos ahorrado? —Aius era el quemás preocupado estaba sobre su futuro.

—Está claro que esos bastardos nos van abuscar y no cejarán en su empeño. Y lo harán losromanos y los hombres de Negalo. El primer sitiodonde buscarán será en el pueblo de los luggones,pues saben que tenemos parientes lejanos allí —aclaró Serbal, que se había despejado con aquellajornada al galope.

—La solución está en irse a donde no se les

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ocurra buscarnos, y además lejos —dijo Aramo—.Aunque sinceramente no tengo ni la más mínimaidea de a dónde ir. Solo conocemos Asturia y nomucho, precisamente.

Taranis se acariciaba la barbilla mientras sequedaba ensimismado mirando el fuego. Se lepasó un recuerdo por la cabeza y se levantó.

—Así que debemos ir lejos y donde nadie vayaa buscarnos. ¿Os acordáis lo que pasó hace un parde meses en el castro? —preguntó Taranis.

—No sé a dónde quieres llegar… —repusoSerbal.

—¡Ah, no! ¿No estarás pensando en eso?Tiene que haber más soluciones —dijo un nerviosoAius.

—¡Es perfecto! —exclamó Taranis.—¿Alguien me puede explicar algo, por favor?

—gruñó Aramo.—Hace dos meses pasaron por el pueblo a

reclutar soldados para servir en el ejército de Roma—explicó Aius.

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Serbal empezó a reírse a carcajadas. Aramoenarcó las cejas sorprendido, y Aius se frotabanervioso el pelo.

—¿No lo veis? A nadie se le ocurriríabuscarnos en el mismísimo ejército romano. Tienenla sede en Astúrica Augusta y allí no nos conocenadie. Además, nos destinarán bien lejos, por esono os preocupéis. Conoceréis mundo y no está malpagado. Y lo mejor de todo, podríamos volver algúndía siendo ciudadanos romanos —expuso Taranis—. Seríamos personas nuevas.

—¿Y acaso te crees que te lo van a concederen dos años? Lo más seguro es que acabemosmuertos luchando contra una tribu de saben losdioses qué provincia romana. Estás loco, loco deremate. —dijo Aius.

—Te dan armas y enseñan a manejarlas. Esalgo que no me desagrada. Estoy harto de estecuchillo. Además de la paga, creo que se repartenlos botines de guerra —adujo Serbal—. No tengomiedo a pelear, y lo cierto es que las chicas asturesya me estaban empezando a cansar. No estaría demás ver mujeres más exóticas.

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—No me puedo creer que con la situaciónactual estés pensando con la entrepierna. Mishermanos están todos como cabras. Aramo, dimeque tú no apoyas esta locura —le dijo Aius a suhermano.

—Aius, la verdad es que no se me ocurre otracosa. Acataré lo que proponga la mayoría —reconoció Aramo.

—Pues si Serbal está de acuerdo, y Aramoestá con la mayoría, Aius, creo que está claro. Nosvamos a Astúrica Augusta —afirmó Taranissatisfecho.

—No puede ser, esto tiene que ser unapesadilla y no me he despertado. ¡Que alguien mepellizque por favor! —exclamó Aius.

—Está decidido —dijo Taranis—. Pero nodebéis olvidar la promesa] a la abuela. Renovemoshoy los votos que hicimos en su día, hermanos.Jurad ante los dioses, que algún día, por lejano quesea, vengaremos las muertes de nuestros padres.

Los cuatro hermanos, pues así se sentían pesea que Aius fuese su primo, levantaron sus puñales

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largos al cielo.—¡Lo juramos ante los dioses! —gritaron al

unísono.Una vez terminado su pequeño ritual,

decidieron descansar, pues les esperaban largasjornadas hasta llegar a Astúrica Augusta.

—Por cierto, mañana nos cortaremos lamelena y la barba. Así seremos menos reconocibles—les dijo Taranis—. Buenas noches, hermanos.

Aius dio media vuelta, rezongando. Aramo ySerbal lo miraron algo extrañados. Aunque lespicaba la curiosidad de ver a sus hermanos conmenos pelo de lo habitual, Serbal dijo que seríahasta gracioso, a lo que Aramo le respondió con unmanotazo en la nuca.

—Y nada de decir que somos cilúrnigos —añadió—. Diremos que vivíamos en una colinaapartados del mundo, por la zona de los luggones.

El día siguiente sería el primero de sus nuevasvidas.

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Capítulo 2Artúrica Augusta

Cerca de Astúrica Augusta, año 9 d.C.

—No me canso de mirarte la cabeza, Aramo —dijo riéndose Serbal.

—Si quieres verla más de cerca… —le replicósu hermano en tono amenazador.

Hacía dos días que se habían cortado el pelo yel jolgorio les había acompañado mientras lo hacían.Aramo se había tomado a pecho el asunto el pelo yse lo había rapado por completo. Además del nuevo

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frescor en la cabeza, llevaba dos días de continuaschanzas. Las comparaciones con todo tipo de frutasy objetos habían sido continuas.

—Chicos, ya casi hemos llegado, mirad —interrumpió Asius—. Allí está.

Divisaron una gran llanura en cuyo centro selevantaba un cerro. En ese lugar, se levantabaAstúrica Augusta. Los cuatro hermanos estabanimpresionados, ya que nunca habían visto nada másgrande que su castro natal, y lo que estaba ante susojos no se parecía ni en forma ni tamaño. Desdeaquella distancia se podía ver una muralla con unaforma cuadrangular, con una gran cantidad deedificios dentro.

Dos ríos recorrían aquella gran explanada, queestaba rodeado por grandes montañas. El paisajeera verdaderamente hermoso. El cerro en el queestaba situado le daba a Astúrica una privilegiadaposición para controlar la llanura. La ciudad habíatenido su origen en las guerras de conquistaromanas, y había servido de base para las legionesX Gémina y VI Victrix. Su posición, además, eraestratégicamente cercana a las minas de oro.

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—Aquel debe ser el monte sagrado Tileno. ¿Lovéis? —dijo Aius—. Taranis, de ahí viene el nombrede tu caballo.

—Tileno, esa es tu montaña— le dijo Taranis alcaballo—. Bueno, chicos, bajemos. Nos espera elejército romano allá abajo.

—Estamos seguros de lo que vamos a hacer,¿verdad? —dijo Aius—. ¿No queréis pensároslo unpoco?

Por toda respuesta, Serbal espoleó a sucaballo cuesta abajo. Taranis y Aramo hicieron lomismo, seguidos de Aius, que con gesto deresignación cabalgo detrás de ellos. A medida quese acercaban, Astúrica Augusta les impresionótodavía más. La muralla y su correspondiente fosoformaban un rectángulo perfecto, que acogía unbuen número de torres defensivas. Fuera de losmuros se extendía un poblado con una importantecantidad de casas, que daba la sensación de estaren constante crecimiento, debido al auge deAstúrica.

Al llegar a la entrada de la ciudad, vieron que la

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puerta estaba custodiada por dos grandes torres.Había varios soldados romanos controlando eltrasiego de personas de la ciudad.

—Alto. ¿A qué venís? —les preguntó en tonoseco uno de los guardias.

—Venimos a alistarnos —contestó Aius, queera el que mejor se manejaba en la lengua latina.

—Si venís a alistaros, seguid la Vía Principalis,pasando el principia. Allí preguntad por Veleio.

—Pero…—Vamos, vamos, no tengo todo el día —les

apremió el soldado.Los hermanos siguieron andando y entraron en

la ciudad. Quedaron perplejos mirando las calles ylos edificios. En Noega estaba todo construidopoco menos que al azar, y las calles eran los huecosque dejaban las viviendas. Aquí todo estabaperfectamente organizado y había un constante ir yvenir de gente, en contraste con el ambiente másapacible del castro.

—Sigamos preguntando, porque no he

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entendido nada de lo que me ha dicho —les dijoAius a sus hermanos.

—¿La gran eminencia de Noega no loentiende? —se burló Serbal—. No me lo puedocreer…

Tras preguntar a otro soldado que pasaba porallí, averiguaron que la Vía Principalis era la callecentral, y el principia, el cuartel general de la legión.Siguieron caminando por la mencionada calle hastallegar a donde les habían indicado. Había unaespecie de mesa con dos soldados y un cartel conletras latinas. Detrás estaba el principia, el mayoredificio que habían visto en sus vidas. Debía medirunos diez metros de alto, y los arcos y lascolumnatas que poseía eran para ellos algototalmente novedoso.

—¡Eh!, vosotros —les gritó un soldado queestaba en una pequeña mesa—. Si venís aalistaros, pasad por aquí.

El grito del legionario los sacó de su asombro yse encaminaron todos hacia él.

—Por lo que veo tenéis monturas, así que

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deduzco que seréis capaces de manteneros enellas sin caeros. Estáis de suerte. Está formándoseuna nueva unidad de caballería —les anunció elromano, tras lo cual los cuatro hermanos afirmaroncon la cabeza.

—Esto es el ejército romano. Se trabaja duro,no se cobra mucho si no hay saqueos, y esprobable que acabéis muertos en una tierra que noconozcáis. La disciplina es férrea y la tolerancia esnula. Y todo eso si pasáis el entrenamiento. Sicreéis que venís aquí a hacer dinero fácil sin hacernada, mejor os dais la vuelta y os volvéis a vuestropueblo —advirtió el soldado—.

—Y sería mucho mejor. Los astures del norteoléis peor que vuestro ganado —añadió otra voz—.¿Tú crees que vas a aguantar aquí? Esto parahombres…vuelve a cuidar cabras, pastor —dijoseñalando a Aius.

Aius bajó la cabeza y no dijo nada. El que habíaproferido esos comentarios parecía ser un oficial,pues iba vestido de manera distinta a los demás yllevaba una rama de olivo en la mano. Aramo vioque su hermano Serbal iba a contestarle, por lo que

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le agarró del hombro, y con la cabeza le indicó queno merecía la pena.

El oficial romano ladeó la cabeza,menospreciando a los astures y preguntó.

—¿Cómo van las levas de Brigaecia, Veleio?Quiero completar ya mi unidad.

—Hoy por la mañana han llegado cinco nuevos,decurión Nevio. Los he ubicado ya en vuestrobarracón como me ordenaste.

—Perfecto, pasaré a verlos más tardeentonces.

El oficial, tras dirigirles una despectiva miradaa los cuatro hermanos, se cruzó de brazos mirandola escena.

—Bueno,¿Estáis interesados en enrolaros, sí ono? —preguntó Veleio.

—Sí —contestó secamente Taranis, mientraslos demás asentían con la cabeza.

—Si, como es vuestro caso, tenéis montura yqueréis servir con ella, los caballos deben pasar laspruebas pertinentes. Si preferís que el ejército os

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proporcione la montura, se os descontará delsueldo. Además, el forraje también es restado delsueldo. Y no se admiten quejas, Si no os gusta, allíal fondo está la puerta por la que habéis venido.

Los cuatro lo confirmaron gesticulando.—Será divertido ver a estos salvajes con sus

caballitos, cómo intentan hacerse soldados, Veleio,sobre todo al mequetrefe —dijo despectivamente eloficial.

—Está bien —dijo Veleio mientras sonreía aloficial, más por compromiso que porque le resultaragracioso—. Mañana, al caer la tarde, deberéispresentaros en el barracón que se os indicará, y aldía siguiente comenzaréis vuestra instrucción. En sumomento se os indicará la unidad en la queserviréis. El sueldo anual es de doscientosdenarios, y se queda en ciento cincuentadescontando vuestra comida y la del caballo. ¿Deacuerdo? ¿Alguna duda? Si estáis de acuerdo, osinscribiré ahora.

Todos volvieron a asentir. Taranis seguíamirando de reojo a Serbal, que estaba algo tenso

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ante las provocaciones del oficial romano, mientrasque Aius estaba algo sonrojado.

—Ahora solamente os queda superar laspruebas durante el adiestramiento. Y no será fácil,os lo puedo asegurar.

El decurión se fue dedicándoles una altivasonrisa. Ya estaban dentro. Taranis tenía fe en símismo y en sus hermanos, y esperaba pasar laspruebas. Aunque Aius era el que más lepreocupaba. La prueba de los caballos sí que letenía bastante más intranquilo. Si él no podía estar,no sabía cómo reaccionaría Tileno ante extraños.Por si fuera poco, ya habían hecho un «amigo»nada más llegar.

El día había comenzado bien, ya que les habíaninformado de que sus caballos eran aptos.Siguiendo las instrucciones, se habían presentadoal atardecer el siguiente día, y se les había asignadoun barracón. El edificio era rectangular, alargado yestrecho. La mayoría de edificios del campamentoeran barracones para alojar a las tropas. Había dos

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tipos, los de infantería y los de caballería. Laparticularidad del suyo era que, en uno de susextremos, tenía una parte en la que descansabanlas monturas.

Entraron al edificio y vieron una gran sala en laque otros, por la apariencia también astures,estaban acomodándose. Calcularon que habríaespacio para unas treinta personas.

—Creo que esto va a oler a flores del bosquepor la noche… —comentó Aius.

—Tranquilo, tenemos a Aramo para darlenuestro toque especial —replicó Serbal ante lamirada inquisitiva de Aramo.

—Vamos, muchachos, busquemos un sitiopara dormir. No sabemos lo que nos esperamañana y debemos descansar todo lo quepodamos. Esperemos que con tanta gentepodamos hacerlo —sugirió Taranis.

—Ya podemos acostumbrarnos, porque estosvan a ser nuestros compañeros durante una buenatemporada —dijo Aramo—. Taranis tiene razón. Nosé vosotros, pero yo me voy a dormir. A saber a qué

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hora nos despiertan los romanos.Los cuatro hermanos buscaron acomodo como

buenamente pudieron y se acostaron en el suelocon sus mantas. Tardaron bastante en dormirsedebido a la sinfonía de ruidos y ronquidosprovenientes de los demás.

—¡Arribaaaaaaa! —tronó una voz—. ¡Arriba,hatajo de haraganes! ¡Os quiero fuera a la voz de«ya»!

Todos despertaron súbitamente. Cuando sefrotaron los ojos vieron que un oficial romano estabaen medio de la sala gritándoles para quedespertasen. Rápidamente todo el barracón sedesperezó, y salió cumpliendo las órdenes. Cuandotodos estuvieron fuera, se sorprendieron de quetodavía era de noche. Se colocaron de maneradesordenada delante del oficial, que se dirigióhacia ellos.

—Soy Quinto Degecio y, por alguna funestabroma de los dioses, he sido encomendado paraser vuestro decurión. Por si fuera poco, tendré que

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hacer unos soldados de unos desgraciados comovosotros. Y por Júpiter que lo haré. Sangraréis ysudaréis, eso os lo garantizo. No quiero ir a lucharcontra una horda de bárbaros con una banda deineptos. Por desgracia, mi vida puede que dependade que pueda sacar algo bueno de vosotros. Si noconocíais el infierno, podéis estar tranquilos, enestas semanas os lo enseñaré gustosamente. —Eloficial hizo una pausa mientras golpeabasuavemente la palma de su mano izquierda con unarama de olivo.

—Ahora estáis en el ejército romano. Y ladisciplina es férrea. Cualquiera que no cumpla lasreglas será castigado duramente. Ya no estáiscuidando cabras ni recogiendo bellotas. Cumplidlas reglas, hacedme caso, esforzaos al máximo ypuede que haga algo provechoso con vosotros.Acabad con mi paciencia y os faltará carne paraque os la arranque a tiras.

—Ahora sois la cuarta turma del ala IVAsturum. Espero que se os quede en esas bolascon pelo y piojos que tenéis por cabezas. Paravuestra información, cada turma está formada por

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treinta y dos hombres, y cada ala tiene dieciséisturmas. —Quinto sonrió al ver la cara de confusiónde los reclutas—. Y mañana os quiero a todos conel pelo corto y sin barba, no quiero que me infestéisel barracón. Se os dará ahora un desayuno,comedlo rápido, os va a hacer buena falta. Encuanto desayunemos, haremos nuestra primeramarcha. Solo beberéis cuando yo os lo diga.Veremos de qué pasta estáis hechos, soldaditos.

Medio adormilados todavía, al igual que elresto, los hermanos comieron el desayuno que lespasaron, que consistía en unas gachas de avena,algo de queso y tocino. Como el oficial había dicho,después comenzaron a caminar. Y vaya sicaminaron, pues cuando el sol asomó ya llevabanun par de horas en marcha. Algunos fanfarroneaban,diciendo que si todo lo que había que hacer en elejército romano era caminar, aquello era pancomido.

Cuando el sol estaba en lo más alto, el calorera asfixiante, lo que unido al esfuerzo hacía que lasfuerzas empezaran a mermar en algunos, aunque eloficial, aparentemente incansable, arengaba a

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seguir. Se empezaban a oír protestas por caminar,ya que si iban a ser una unidad de caballería, quésentido tenía eso. La sed comenzaba a ser otroenemigo que comenzaba a aparecer.

Después de ya no sabían cuántas horas, Quintoles dejó descansar un poco para beber unos sorbosde agua. Solo se oían quejidos y jadeos. Aius teníaya unas ampollas de buen tamaño en la planta desus pies y no parecía encontrarse muy bien.

—Vamos, Aius, aguanta —le animaba Taranis—. No le des la razón al bastardo del otro día.

Y siguieron caminando. Todos estaban alborde del agotamiento. Aius ya casi se arrastrabamás que caminaba. Taranis empezaba acuestionarse realmente si su hermano podríaaguantar la instrucción completa, aunque debíaaparentar que tenía una fe inquebrantable en él.Incluso Serbal, siempre dispuesto a ridiculizarle sipodía, trataba de animarlo. Después de toda unajornada de agotadora marcha, por fin llegaron alcampamento. Estaba ya atardeciendo. Seencontraban realmente exhaustos, aunque su oficialparecía que se había dado un ligero paseo, por las

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nulas muestras de cansancio que mostraba. Aius,ayudado al final por Aramo, había conseguido llegara duras penas. Degecio, al llegar, les volvió ahablar.

—Lo que habéis hecho hoy es lo que unlegionario romano hace cualquier día normal encampaña. Y después de eso, en lugar descansar enun barracón, debe construir un campamento en elque guarecerse. Pero nosotros somos la caballería,me diréis. Explicadme eso cuando maten a vuestramontura en un país que no conocéis, lleno deenemigos que solo quieren rajaros el gaznate.

—Si hoy os habéis cansado —continuó—,panda de vestales, esto no ha sido nada. Mañana loharéis al estilo verdaderamente romano. Conimpedimenta. Armadura, equipo de campaña yarmas. Nos lo vamos a pasar en grande —les dijosonriendo—. Ahora id a cenar y procuraddescansar, lo necesitaréis.

La cara de fatiga de todos se descompusomás todavía solo de imaginar lo que les esperaba aldía siguiente. Todos se fueron a cenar, yrápidamente volvieron al barracón a descansar. A

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pesar de la fatiga, no les fue fácil dormirse por eldolor muscular. De momento, todos habíanaguantado, aunque el día siguiente pasaría factura.

Antes del alba, Degecio volvió a despertarles.—Arriba, ¡despojos humanos!. Ahora saldréis

fuera, desayunaréis y os vestiréis como soldadosromanos.

Tras desayunar, se pusieron lo que les habíantraído. Unos pantalones hasta la mitad de lapantorrilla y un sayo acolchado que cubría hasta larodilla. Por encima de este, la armadura, una cotade malla que como Degecio les dijo, se llamabalorica hamata. Como calzado, al igual que todo elejército, les equiparon con unas caligae, sandaliascon una gruesa suela de cuero y unos pequeñostacos por debajo.

Degecio les advirtió de que llevaran en el cuelloel pañuelo que se les daba, para evitar lasrozaduras del casco. En comparación con el de lainfantería, su pañuelo difería en que la parte queprotegía la nuca era más larga, y las orejas sí ibanprotegidas. También disponía de dos carrilleras que

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se ataban por debajo de la barbilla.—Ahí tenéis unas armas de madera. Y un saco

que deberéis llevar. Cogedlo y andando.Recogieron lo que les había indicado el

decurión. El escudo era de mimbre y muy pesado.El saco llevaba unas piedras y, en conjunto, con elresto de armas, había que llevar encima una buenacantidad de kilos. Con los músculos y las ampollassin recuperar del día anterior, la tropa debería hacerlo mismo en condiciones mucho peores.

El segundo día de marcha fue todavía peor queel primero y dos de los reclutas no pudieroncompletarlo, por lo que fueron expulsados sinmiramientos. Aius, constantemente animado porsus hermanos, pudo acabar a duras penas lajornada, llegando al campamento por pura fuerza devoluntad.

La siguiente jornada empezó también prontopor la mañana.

—¡Damiselas! Sé que os gusta ir de paseoconmigo. —Degecio hizo una pausa mientrasobservaba divertido las caras de sus reclutas,

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esperando una jornada de duro camino—. Pero eshora de que aprendáis a montar un caballo.

El rostro de Aius, que probablemente nohubiera aguantado otra marcha, se inundó de unasensación de alivio.

—Gracias a los dioses. Estos pies no hubieranllegado hoy ni a la puerta del campamento —susurró Aius.

Todos respiraron aliviados. La jornada fuerelativamente relajada para los cuatro hermanos,pues en relación con muchos de sus compañerosse les podía considerar expertos en el arte ecuestre,aunque la silla con cuatro astas que usaba elejército romano era algo nuevo para Taranis y sushermanos. Mientras que algunos de suscompañeros empezaron el día aprendiendo amontar en un caballo de madera, Taranis disfrutó elhecho de cabalgar con Tileno de nuevo. Lossiguientes días continuaron las marchas, peroalternadas con otros tipos de adiestramiento. Lospies se fueron endureciendo y los músculoscomenzaron a acostumbrarse a las largascaminatas con el equipo al completo. Taranis

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estaba gratamente sorprendido con Aius, queaunque sufriendo más que los demás, estabaadaptándose poco a poco y progresandoaceptablemente en las tareas que lesencomendaban. Incluso Serbal se burlaba menosde lo habitual.

El decurión Degecio siempre estaba encimade ellos, implacable. Después de enseñarles cómomontar un campamento, llegó el primer día deinstrucción con armas.

—Amazonas mías, hoy empezaremos a verqué sois capaces de hacer con las armas. Porsupuesto, para evitaros males mayores,comenzaremos con armas de madera. Primero,ensayaremos luchas cuerpo a cuerpo sin caballo. Sisois descabalgados, debéis saber defenderos, y noaspiro a que sepáis manejar una espada encima deun caballo si no sois capaces de hacerlo en elsuelo. Vuestra espada será la spatha. Como veis,es más larga que el gladius que lleva la infantería.

Degecio, con su segundo oficial Manio, seafanaba en enseñarles las fintas básicas, no sindesesperarse. De vez en cuando, sacaba a uno de

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los aspirantes y, cuando este atacaba de formaincorrecta, además de llevarse una buena tunda degolpes, servía de ejemplo de cómo no había quehacer las cosas.

Serbal era el que más rápidamente progresabacon la espada, si bien Aramo, sin la destreza de suhermano, usaba adecuadamente su fuerza bruta ensu beneficio. Degecio se fijó en ello y lo aprovechópara dar una lección de cómo luchar contra unenemigo más poderoso. El resultado fueron variosmoratones en el cuerpo de Aramo. Taranis no era eldiscípulo más aventajado, pero no llegaba al nivelde Aius, que se encontraba entre los peoresespadachines de la turma. En medio de unainstrucción de esgrima, Nevio pasó por delante y separó a observar.

—Degecio, ¿por qué no les das un par deazadas? Seguramente se sentirán más cómodos —le sugirió Nevio.

—Gracias por tu interés. Al final, creo que conestos cretinos seremos capaces de conseguir algo—le contestó Degecio con una sonrisa—. Peroveremos si tus soldados nos superan en las

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pruebas. Acepto apuestas, decurión.—Sea, luego hablaremos de la cantidad —le

dijo Nevio, mientras se borraba su sonrisa de lacara y se alejaba.

—¡No os riáis, perros¡ ¡Seguid a lo vuestro! Miabuela os daría una buena tunda. Me voy a jugardinero por vosotros, así que ya podéis empezar apareceros a un soldado. Por Minerva, que si pierdodinero, os lo cobro a vosotros. ¡Y como sigáis asínos vamos a arruinar! —les arengaba Degecio.

A los hombres les agradó que su decurión lesdefendiera y tuviera fe en ellos. Por lo que habíanobservado, Degecio y Nevio, el decurión que loshermanos se habían encontrado el primer día, noparecían profesarse una gran amistad, a juzgar porlas miradas que habían observado entre elloscuando las turmas de cada uno se cruzaban en lasinstrucciones.

—Ese Nevio creo que no cae bien a nadie —dijo Serbal—. Aunque tampoco me extraña.

—Por lo que he oído, su padre murió en lasguerras contra los nuestros, y por eso nos tiene

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tanto cariño —comentó Abieno, otro de loscompañeros astures—. Por eso, solo quiere en suturma astures que sean brigantinos.

—Los brigantinos fueron los traidores en laguerra contra Roma —aclaró Aius, mientras Serballadeaba la cabeza frunciendo el ceño en gesto deburla.

—Además, parece ser que tiene amigos oparientes muy influyentes. Al menos, eso es lo queha llegado a mis oídos —recalcó Abieno.

—Prefiero a Degecio cien veces. Aunque creoque somos la turma con el ritmo de instrucción másduro. ¡Si el cabrón de Quinto no nos mata, no lohará nadie! —aseveró Aramo con una carcajada—.Es un oficial duro, pero creo que en la lucha será unbuen jefe. Y espero no equivocarme.

Los días siguieron con entrenamientos másespecíficos. Empezaron a entrenar con la espada yla lanza a caballo contra un gran poste de madera.Degecio los corregía constantemente.

—¡Pedazo de inútiles! No podéis ni darle a unposte que no se mueve ¿Te crees que el enemigo

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se va a quedar mirándote sin moverse? —sedesesperaba Degecio mientras veía cómo sushombres atacaban con la lanza al poste—.Seguiréis repitiéndolo hasta que la madera delposte se pudra, ¡por Marte!

Repitieron los ejercicios una y otra vez, hasta laextenuación, durante días. Después llegaron loscombates jinete contra jinete, lo que volvió asuponer otra buena tanda de magulladuras y algúnhueso roto. Se practicaban persecuciones ycontraataques, y ataques a distancia. Llegó tambiénla hora de entrenarse como turma.

—Aunque todavía no sois capaces de derribara un viejo en una mula, el tiempo apremia ydebemos aprender a luchar como un todo. Es horade que empecéis a parecer una turma digna.Aunque viéndoos me conformaré con que podáis irjuntos y no os derribéis unos a otros. Empezaremosa ensayar formaciones y tácticas en grupo —vociferó el decurión.

—Desde luego, dando ánimos es único —susurró Serbal.

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—Aunque sea lo último que haga, haré queseáis la mejor turma del IV ala Asturum. Marte, diosde la guerra, concédeme la gracia de hacer deestos ineptos algo semejante a soldados —rezódramáticamente Degecio entre las risas de sussubordinados—. ¡Vamos, haraganes! ¡Hasta esosbrigantinos de Nevio son mejores que vosotros! ¡Atrabajar!

A su manera, Degecio intentaba mantener lamoral de la turma y motivarles, si bien a la hora demantener la disciplina era implacable. Había hechomandar azotar sin contemplaciones a Abieno porhaberse dormido en una guardia, recordándole a ély a los demás que en tiempos de guerra eso podíacostarles la vida.

Durante los entrenamientos de tácticas, seensayaban varias formaciones, como la formaciónen cuña, el círculo cántabro, que era una manera dehostigar al enemigo con armas arrojadizascabalgando en círculos, y practicabanpersecuciones, cargas y contraataques. Todo ello,además, se hacía en distintos tipos de terreno, paraadaptarse a ellos que pudieran encontrarse. Aius

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sorprendió a todos el día que se instruyeron en eltiro con arco a caballo, pues demostró poseer unahabilidad innata. Al contrario que con la esgrima,Aius parecía encontrarse cómodo, lo que eraextraño, ya que esa disciplina requería habilidad yequilibrio. Es cierto que la silla, ahora que seencontraban habituados a ella, ayudabaenormemente a mantener la estabilidad encima delcaballo.

Según iba avanzando la instrucción, las armasde madera fueron sustituidas por armas reales conuna funda de cuero para evitar percances. Sepercataron entonces de que las armas de maderaque habían usado pesaban el doble que las reales,lo que hacía que estas les parecieran ligeras.

Los días iban pasando rápidamente, y loshermanos ya habían perdido la cuenta del tiempoque llevaban allí. Estaban ocupados todo el día ycasi no tenían tiempo a veces ni para recordar todolo que les había sucedido. Taranis, de vez encuando, se quedaba absorto en sus pensamientos,añorando a Deva. Agradecía estar ocupado, de esamanera se evitaba recordar lo mucho que la echaba

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de menos.Un día por la mañana, Degecio se dispuso a

anunciarles algo.—Muchachos, han llegado órdenes desde la

prefectura. El prefecto de nuestro ala en persona hapreparado para mañana una prueba en la queparticiparán todas las turmas de nuestra ala. Laprueba consiste en lo siguiente. Cada turma tienecomo objetivo rescatar un objeto que deberemosencontrar con la ayuda de un mapa. Cada turmatendrá su propio objeto que buscar. Pero no serátan fácil. Los legionarios de la VI Victrix tambiénjuegan. Ellos serán el enemigo y tratarán deeliminarnos. Se queda fuera aquel jinete que seaembadurnado con sangre. A cada ala leacompañará un juez. Gana el ala que lo haga en elmenor tiempo posible. También se tiene en cuentael número de efectivos que regrese sin eliminar.Asimismo está prohibido interactuar con las demásalas. El premio será un par de días de permiso.

Ante estas palabras de su decurión, la turmaestalló en un rugido de júbilo.

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—Gritad, gritad, ¡malditos necios!… Comomañana nuestra turma no sea la primera, yo sí queos haré gritar. Si no ganamos, os voy a poner alimpiar letrinas hasta que los fuegos del infierno seapaguen, ¡por Cástor y Pólux!

—¡Cuarta! ¡Cuarta! ¡Cuarta! —comenzaron aexclamar todos. La cuarta era su número de turmadentro del ala.

Desde antes del amanecer, ya había un gran

revuelo en el campamento. Los legionarios habíanpartido ya para colocarse en sus puestos y lasturmas estaban preparándose para la salida. Unavez que se repartieron las instrucciones de laprueba, el prefecto se subió a una tarima paradirigir unas palabras a los soldados

—¡Reclutas¡ Estáis a pocos pasos de formarparte del mejor ejército que haya visto la faz de latierra: el ejército romano. Vuestros oficiales me

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mantienen al tanto de vuestros progresos. Y esosprogresos serán hoy puestos a prueba. Espero queno me decepcionéis. ¡Doy por comenzada laprueba! ¡Que gane el mejor!

Dichas estas palabras, cada decurión abrió sumapa y tras observarlo salieron en busca de susrespectivos objetivos. Todos portaban escudos yarmas de madera. Degecio abrió el mapa, loobservó brevemente y se dirigió a ellos.

—La zona a la que tenemos que ir está a unasocho millas, y es un bosque en una colina.Seguramente nos estarán esperando allí, aunquequiero que dos de vosotros patrulléisconstantemente los flancos del camino. No quierosorpresas. Manio, organiza los turnos para patrullar.Vamos, ¡seguidme!

Toda la turma siguió a su decurión, así como eljuez que los acompañaba, un optio de la VI legión.

—Hijos de mala madre, he apostado dinerocon Nevio por vosotros. Espero por vuestro bienque no me falléis.

Las primeras millas transcurrieron con

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tranquilidad. Se iban cambiando los turnos depatrulla para no cansar a las monturas. A lo lejos yapodían ver el bosque donde se escondía encontrarel objeto, que al parecer consistía en un saco conalgo dentro que debían de llevar al fuerte.

—Estarán esperándonos allí, supongo —dijoAius.

—Teniendo en cuenta que en el camino nohabía muchas posibilidades de realizar unaemboscada, debemos entrar con los cinco sentidosbien alertas —advirtió Taranis—. Ese bosque espropicio para ello, parece bastante frondoso.

Degecio se acercó a Taranis mientras hablaba.—Taranis, quiero que tú y Serbal os adelantéis.

Rastread la parte izquierda del bosque. Nosotros osseguiremos de cerca .A la mínima señal salíscorriendo como alma que lleva el diablo. ¿Deacuerdo?

—Sí, señor.—Los demás, a partir de aquí, quiero silencio

sepulcral. Al que hable le arranco la lengua y se laecho a los cerdos.

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Taranis y Serbal, a paso lento y en silencio,condujeron a sus caballos al interior del bosque. Eraun hermoso robledal. Los árboles, poco frondosos,dejaban pasar abundante luz, pero la gran cantidadde arbustos permitiría a los legionarios de la VIlegión apostarse en numerosos lugares parasorprenderles. Al entrar en el bosque, se oía elcantar de los pájaros, el ruido que provocaba elviento meciendo las hojas y algún animal corriendo.Súbitamente, Taranis hizo un gesto a Serbal. Tilenoestaba intranquilo.

—Están aquí —le susurró Taranis a Serbal—.Tileno lo ha notado y te puedo asegurar que no fallanunca. Y lo que está allí al fondo es lo que tenemosque llevarnos. Es una especie de saco. Hay quehacerles creer que no nos damos cuenta de supresencia y damos la vuelta a avisar. Vamos, mediavuelta con tranquilidad.

Volvieron grupas hacia Degecio y los demáshombres, que se encontraban unos doscientosmetros atrás.

—Señor, hemos encontrado el objeto, es una

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especie de saco, pero está rodeado deenemigos.Está rodeado de enemigos ocultos.

—¿Y cómo lo sabes?—Tileno, señor. Conozco bien a mi caballo y sé

cuándo se da cuenta de las cosas.—Aquí tenéis un buen ejemplo de soldado a

caballo. El caballo no solo sirve para subirse a él yrepartir mandobles. No olvidéis que la bestia tienealgunos sentidos mucho más aguzados quevosotros. Conoced a vuestro caballo y puede que ossalve el pellejo. —Degecio hizo una pausaagarrándose el mentón—. Está bien, está claro quenos esperan. Pues si eso es lo que quieren, asíserá. Manio, llévate cuatro hombres y rodéalos pordetrás, tu te encargarás de coger el maldito saco olo que demonios sea, os daremos algo de tiempo.Los demás entraremos y serviremos comodistracción, pero arriesgando lo menos posible.Manio, cuando veáis que empieza la fiesta, oslleváis el saco y nos dais una señal con el silbato.Acercaos sin los caballos para poder pasarinadvertidos.

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—Vosotros cuatro, conmigo —dijo Manio aTaranis, Serbal y otros dos astures que estaban allado—. ¡Vamos! ¡Al galope!

Rodearon el bosque a toda velocidad,bordeando otra colina, para entrar por la partetrasera del robledal. Taranis indicó la zona dondedebería estar el saco, y cuando estabanaproximándose se bajaron de sus monturas y lasataron a los árboles. Taranis tranquilizó a Tilenosusurrándole unas palabras al oído.

—Señor, está a unos doscientos pies en esadirección — le dijo Taranis a Manio.

—Está bien, en cuanto oigamos sonido delucha, corremos, nos llevamos el saco, y mediavuelta a los caballos, como si os persiguiera lamuerte, ¿de acuerdo?

Siguieron agazapados esperando unosinstantes. De repente, se oyó un griterío.

—Adelante, muchachos. Taranis, guíanos —ordenó Manio.

Los cuatro astures y el oficial salieron raudoshacia su objetivo. Después de una agotadora

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carrera llegaron a las proximidades del lugar. Losruidos de la lucha ya se oían claramente. Cuandoestaban más cerca pudieron ver cómo los hombresde Degecio estaban siendo acosados por una grancantidad de hombres con vegetación sobre susuniformes. Habían estado camuflados entre lamaleza y habían saltado sobre sus presas al veracercarse al grupo principal.

—¡Ahora! —les indicó Manio.Se dirigieron corriendo hacia el saco que ya

tenían a la vista. Súbitamente, Manio, que iba encabeza, tropezó con algo y cayó rodando. Dossoldados salieron de entre la espesura de unosarbustos cercanos y se abalanzaron sobre ellos.Venían con una espada de madera en una mano yuna especie de brocha empapada de sangre. Unode ellos se dirigió hacia Manio, que trataba deincorporarse, y cuando le iba a marcar con labrocha Taranis saltó hacia él, empujándole con todala fuerza de su cuerpo y haciéndole rodar por lossuelos. El legionario soltó la brocha, lo queaprovechó Taranis para hacerse con ella.

—Serbal, vete a por esa maldita cosa, nosotros

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los entretendremos.Taranis hizo señas a los dos astures para que

se ocuparan del otro legionario, mientras él y Manio,que ya se había incorporado, se encaraban con elsoldado que quedaba. Taranis vio cómo el resto desoldados estaban ocupados con el grueso de laturma. Se percató de que Aramo había sidodesmontado y ahora estaba defendiéndose de treslegionarios con el escudo. Por un instante, pudo vercómo cargaba contra ellos, vociferando ante lasorpresa de los soldados, que era lo último queesperaban. Los derribó debido a la enorme fuerzadel golpe con su enorme inercia. Taranis no pudoreprimir una sonrisilla mientras él y Manio luchabancontra el romano. El oficial, recibiendo una buenaestocada con la espada de madera en un hombro,le atacó por un lado, mientras Taranis hacía lopropio por el otro costado. Entre los dosconsiguieron reducirle.

Entonces dirigieron su mirada a sus doscompañeros, que también habían abatido a su rival,aunque uno de ellos había recibido un buenbrochazo. Su cara delataba que no le había hecho ni

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la más mínima gracia. Taranis miró entonces aSerbal. Había llegado al saco, y se disponía acogerlo, cuando vio cómo un legionario se disponíaa saltar sobre él desde un árbol.

—¡Serbal! Cuidado —advirtió Taranis.Serbal a la vez que agarraba el saco, vio por el

rabillo del ojo al romano, por lo que dio una volteretaen el suelo que le permitió esquivarlo. El bulto, sibien era voluminoso, era bastante ligero. Otroromano más saltó y entre los dos arrinconaron aSerbal .Taranis, que se había ido acercando, le hizoun gesto con las dos manos a su hermano. Ante lasorpresa de los dos soldados, que ya veían cómosu presa estaba arrinconada, lanzó con todas susfuerzas el saco a Taranis, que lo recogió y se lanzóa correr como un poseso. Manio vociferó a sushombres que corrieran, para acto seguido soplar elsilbato, la señal que esperaban Degecio y el restode hombres.

Serbal aprovechó la confusión del momento, ycorriendo hacia los dos romanos saltó, agarrándosea una rama, e impulsándose en ella le propinó unapatada en el pecho a uno de ellos, que le derribó.

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Eso le dejó un hueco para poder escapar del otrolegionario, que empezó a correr detrás del astur.

Taranis echó una mirada atrás y vio cómoSerbal venía unos treinta pies detrás de ellos,perseguido por dos soldados, uno de ellos másrezagado. Divisó a lo lejos que el resto de la turmaestaba intentando huir a caballo para zafarse de losromanos. Iba corriendo con las dos brochas de losromanos en sus manos. Cuando llegaron a loscaballos, soltó primero el de Serbal y luego a Tileno,mientras guardaba las brochas y los demásmontaban a sus caballos. Espoleó a Tileno parasalir de allí. Serbal llegó a toda prisa con losromanos pisándole los talones. De un ágil salto,subió a su caballo y le gritó para salir al galope,entre las maldiciones de los soldados romanos.

En pocos momentos, los cinco jinetes seencontraban saliendo del bosque, riéndose acarcajadas.

—Muy buen trabajo, muchachos, se la hemosmetido bien a esos payasos de la sexta —lesfelicitó Manio.

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—¡Malditos bastardos! ¡Mirad cómo me hanpuesto! —rezongaba Venio, el astur que había sidoeliminado por la sangre que le habían embadurnado—. A saber de dónde habrán sacado esta sangre.¡Apesta! Y no creo que se limpie fácilmente.

—No te quejes, Venio. Si esto hubiera sidoreal, estarías reunido con tus antepasados —dijoManio mientras echaba una curiosa mirada aTaranis—. ¿Para qué quieres esas brochas,Taranis?

—Tengo el presentimiento de que puedensernos útiles, señor. Todavía no hemos llegado alfuerte.

—Está bien… —asintió extrañado Manio—.¡Venga! Debemos reunirnos con Degecio y el resto.

Manio y sus cuatro subordinados fueron areunirse con el decurión. Una vez llegaron a ellos,Degecio les habló.

—Muchachos, lo habéis hecho bien y tenemoslo que buscábamos. Ahora nos resta volver al fuerte.No os relajéis, seguiremos patrullando la vanguardiay los flancos. ¡Larguémonos ya!

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Toda la turma siguió entonces a su oficial. Eljuez les seguía a duras penas, pues le habían dadoun caballo de aspecto poco saludable y poco apoco fue perdiendo terreno. Les indicó quesiguieran, pues él ya había presenciado la disputa.Taranis se fue a buscar a sus hermanos. Vio que aAius le habían pintado con sangre.

—No me mires así, me arrinconaron doslegionarios. A uno le partí la nariz y el otro se llevó unbuen par de golpes de mi espada —dijo orgullosoAius.

—¡A callar¡ Los muertos no hablan —se burlóSerbal.

—No te burles. Tu hermano se ha batido hoycon valor —le replicó Aramo—. Eso sí, Aius, esperoque aprendas que la próxima vez no van a venir soloa intentar embadurnarte.

—He visto tu estampida contra los tresromanos, Aramo. Desde luego, si les pasa un bueypor encima les habría sorprendido menos. No pudeevitar reírme mientras estaba peleando —dijo entrerisas Taranis.

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Entre la expedición, también había algún queotro hueso roto, aunque nada que revistieragravedad. Siguieron el camino de vuelta tan rápidocomo pudieron. Quedaban un par de millas cuandollegaron cerca de una loma que era rodeada por elcamino. Alguien dio una voz y apareció deimproviso un gran grupo de jinetes colina abajo.

—¡Formad, muchachos! Recibámosles comoes debido. ¡Por Marte! —rugió Degecio.

—Señor —advirtió Serbal—. Es la turma deNevio.

—¡Perro bastardo! Esto es ilegal. Está bien, siquieren fiesta se la daremos chicos. ¡A la carga encuña! ¡Vamos!

Las dos alas se dirigieron una contra la otra. Lamayoría de los jinetes de Nevio habían sidomarcados por los legionarios. Degecio iba encabeza con expresión furibunda gritando como unposeso arengando a los suyos, a la par quementaba de forma poco decorosa a la madre deNevio. El choque entre las dos escuadras fue brutal.Más de uno cayó en el encontronazo.

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—¡A por el saco! ¡Prendedlo! —gritó Nevio.Degecio comprendió lo que querían. Debían

haber fracasado en el intento de conseguir el objetoque le habían asignado y había decidido, contra lasreglas, arrebatárselo a su turma.

—¡Proteged a Taranis! —bramó Degecioconsciente de que era él quien portaba el saco—.¡Taranis, corre!

El joven astur obligó a Tileno a emprender unintenso galope lejos de la escena. En el tumulto,Degecio estaba intentando buscar a Nevio, perocuando lo encontró ya se había escabullido paraperseguir a Taranis. Este, dando la vuelta sobreTileno, vio que Nevio lo perseguía y apretó el paso asu caballo, aunque parecía que no iba a ser rivalpara el espléndido corcel del decurión en campoabierto. El caballo de Nevio era mejor y más velozque el de Durato, al que Tileno había vencido confacilidad. Nevio se estaba acercandopeligrosamente, y ya podía oír los cascos de sucaballo acercándose. Echó una mirada atrás y viocómo Nevio, iracundo, se disponía a lanzarle unmandoble con la espada de madera en su cabeza,

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aunque le dio tiempo para agacharse y esquivarlo.Pero el segundo golpe no pudo evitarlo plenamentey le alcanzó en un costado. Taranis sintió unapunzada de dolor y aulló.

Se echó con Tileno a un lado para estar unosmomentos fuera del alcance de Nevio, pero esteenseguida estaba encima de nuevo. Taranis intentódesenvainar la espada pero Nevio lo advirtió, y conuna pérfida sonrisa dibujada en su rostro, desarmóal joven astur. Nevio, confiado ya en que el siguientegolpe sería el definitivo, lo calculó bien, pero se viosorprendido por un estacazo en el pecho y la cara, ehizo que frenara su caballo. Cuando se quiso darcuenta, tenía la cara y las ropas empapadas desangre, lo que le aterrorizó. Volvió sus ojos hacia elastur, que le dirigía una mirada burlona mientrassostenía una brocha como las que habían utilizadolos legionarios. Cuando se recuperó de susorpresa, un enorme golpe por detrás le derribó delcaballo. Rodó varios metros, y cuando se quisoincorporar, un pie le impidió hacerlo, a la vez que leseñalaban con una espada de madera.

—Ni se te ocurra moverte o te parto los dientes,

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cerdo.Degecio les había seguido en cuanto había

podido y le había derribado por detrás. Losintegrantes de ambas turmas habían seguido a susdecuriones y ya habían llegado. Contemplaban laescena expectantes y en silencio.

—Dile a tus hombres que se vayan o juro porJúpiter que pasarás el resto de tu vida comiendopuré.

—Hacedle caso. Idos, ¡maldita sea! —ordenóNevio a sus hombres.

De repente, Degecio empezó a reír acarcajadas.

—¿De que te ríes ahora? — preguntomalhumorado Nevio.

—El decurión Nevio ha sido eliminado. Suturma no tiene oficial —dijo teatralmente Degecio,entre las risas de su turma.

—Ha sido ese perro, no es válido, los jueces…—Si quieres les contamos a los jueces lo que

has hecho. No creo que te convenga decir nada —le

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espetó Degecio.Nevio maldijo entre dientes, mirando a Taranis

con odio.—En cuanto la turma de Nevio doble la loma,

nos vamos. Por cierto, Nevio, vete preparando tudinero.

La turma de Nevio se fue en dirección opuesta,y cuando Degecio lo estimó oportuno, partieron denuevo.

—Gracias, decurión —le dijo Taranis aDegecio.

—Has estado bien, Taranis. Lo de la brocha hasido ingenioso. Pero has de saber que tienes unenemigo para los restos. Ese perro de Nevio no esde los que olvida con facilidad. Lo has humilladodelante de sus hombres Ándate con cuidado —leadvirtió Degecio.

El esfuerzo y los golpes llevados habían

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El esfuerzo y los golpes llevados habíanmerecido la pena. Habían ganado la prueba y leshabían dado dos días. El decurión les había invitadoa unas cuantas rondas para celebrar la victoria y elpermiso. Nunca habían visto a nadie beber tantocomo a Degecio. No era solo la cantidad de alcoholque ingería, si no la sobriedad que mantenía. Sidisimulaba, la verdad es que lo hacía muy bien. Esanoche Degecio fue uno más entre la tropa. Dehecho, era el que más chistes contaba y podíadecirse que fue el alma de la fiesta. Pero al díasiguiente, temprano al alba, volvió a ser el decuriónimplacable de siempre, que les corregía hasta elmás mínimo detalle.

Después de unos jornadas de entrenamientosvarios y alguna marcha, Degecio se presentó, comosiempre, bien temprano, pero con un semblantemás serio de lo habitual. Les quería comunicar algo.

—Queridas señoritas. Ayer noche estuvehablando con el prefecto, y además de recordarmeque soy el oficial más guapo del fuerte, me hacomunicado algo importante. —Degecio tragósaliva y se preparó—. Por razones que no alcanzo aentender, el prefecto cree que ya estáis preparados

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para servir en el ejército romano. —Degeció fueinterrumpido por un clamor de vítores—. Si vosotrosos vais a convertir en caballería auxiliar del ejércitoromano, que Júpiter nos asista. .¡Hasta dóndehemos llegado! —añadió con sorna—. Si yo fueraun legionario y supiera que vosotros guardáis misflancos, estaría más asustado que una gallinadelante de un lobo. —Ahora fueron risas las queinterrumpieron a Degecio—. Mañana haréis eljuramento. Así que, damiselas, pónganse susmejores vestiduras para la ocasión. ¡Procurad almenos parecer soldados por una vez!

Los nuevos soldados comentaron la buenanueva entre una gran algarabía.

—Bueno, Aius, parece que lo hemosconseguido —le dijo Taranis mientras le daba unapalmada en la espalda.

—Cuando llegué el segundo día de marcha, nome hubiera imaginado poder aguantar hasta hoy —admitió Aius—. Aunque lo peor está por llegar.Espera a ver a dónde y contra qué nos destinan.

—¡Muchacho, disfruta del momento! Aunque en

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algo estamos de acuerdo. Yo no hubiera dado undenario porque hubieras llegado hasta aquí —apuntó Serbal con una pícara sonrisa.

—Pues ya somos oficialmente la IV turma de laIV Ala Asturum, chicos —dijo alegremente Serbal,totalmente satisfecho.

Degeció continuó hablándoles.—En tres días tendrá lugar la Hípikka

Gimnasia, que para vuestra información es unaexhibición en la que estarán presentes el prefecto,el comandante de la VI legión y personalidadespolíticas. Ensayaremos estos días. Os agradeceríaenormemente que no me dejarais en ridículo y quemi padre no tenga que retorcerse en su tumbaporque una banda de paletos deshonra el buennombre de los Degecio. ¡Así que ¡a entrenar se hadicho!

Los siguientes tres días se practicó la HípikkaGimnasia, ensayando las tácticas y formacionesaprendidas. Afortunadamente esta vez no huboningún incidente que lamentar, aunque Taranispodía sentir las miradas de odio de Nevio. Todo

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transcurrió con tranquilidad hasta el final del acto,cuando un mensajero llegó y se dirigió hacia elprefecto del ala con un correo. Leído el mensaje, elprefecto ordenó silencio y comenzó a hablar. Parcoen palabras,“siempre se dirigía a ellos de formadirecta y sin grandes rodeos.

—Ya habéis jurado lealtad a Roma y habéispasado las pruebas impuestas. Ya sois parte delejército romano. Pues bien, ha llegado la hora deque probéis de verdad vuestra valía. Se os haasignado destino y mañana al alba partiremos. Nosvamos a la Germania Magna.

Un murmullo se adueñó del silencio reinante.Taranis y sus hermanos se quedaronensimismados. Se iban a Germania. Ni siquierasabían lo que tardarían en llegar ni donde estaba,pero eso era muy lejos de Noega y de Asturia.

«Y muy lejos de Deva», pensó Taranis.

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Capítulo 3Teutoburgo

Germania, año 9 d.C.

Publio Quintilio Varo estaba sumido en suspensamientos. Estaba recordando las cálidastierras de Siria, donde había sido gobernador antesde que le destinaran a Germania. Tenía muy buenosrecuerdos de su paso por Oriente. Las moradoresde aquella parte del mundo, a excepción de losjudíos, eran mucho más pacíficos y civilizados quelos siempre belicosos germanos, por no hablar dela diferencia en la comida y las mujeres. A Varo le

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gustaba disfrutar de los placeres terrenales. El buencomer y las mujeres estaban entre sus prioridades.La vida castrense de los campamentos militares enGermania no eran precisamente el ideal de Varo.Por lo menos, había conseguido unos aposentosmedianamente dignos, aunque nada se comparabacon los palacios de Siria. Sabía que a algún oficialno le gustaba su tienda por parecerle demasiadoostentosa. Estaba llena de tapices traídos de Asia,esculturas de leones alados y varios baúles con laspertenencias de Varo. ¿Por qué iba a tener que vivircomo los legionarios? Él era el gobernador. El granAugusto le había designado para gobernarGermania. Debía pacificar definitivamente laprovincia y conseguir más riquezas, y para ello,había subido los impuestos a los germanos, que nohabían recibido esa medida de buen grado. Varo,con sus tres legiones, estaba seguro de poderromanizar de una vez por todas a los bárbaros.Alguien entró de repente.

—Señor, Segestes pide audiencia —le anuncióFidias, su esclavo griego.

—¿Segestes? Con qué nos vendrá esta vez…

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Hazle pasar —contestó secamente Varo.Varo hizo un esfuerzo para parecer cordial. No

soportaba a Segestes. El noble querusco sentíaenvidia de Arminio, la mano derecha de Varo enGermania, condición que el gobernadorsospechaba que Segestes codiciaba para sí.Además, el casamiento de Arminio con su hijaTusnelda, sin el consentimiento del noble germano,había tensado la relación ya tirante que ambosmantenían. Pero el gobernador germano confiabaen el inteligente oficial. Además, Arminio había sidocriado en Roma y servido en el ejército romano conprobado valor y diligencia. De todas maneras,Segestes tenía alguna influencia y siempre se habíamostrado amigo de Roma, así que debía procurartratarlo con deferencia.

Segestes era un germano especialmente alto yeso, entre los suyos, significaba ser muy alto.Aunque ya estaba entrado en años, era un hombrevigoroso. Llevaba su casco en la mano,profusamente ornamentado, lo que hacía que sularga melena rubia cayera sobre sus hombros.Venía ataviado con una armadura bastante lujosa,

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sobre todo para un germano, y una capa con pieles.Era un noble de la tribu de los queruscos, al igualque Arminio. Varo tenía que reconocer que teníaaspecto de ser un guerrero formidable.

—Salve, Segestes. ¿A qué debo el placer de tuvisita? —preguntó amablemente Varo—. ¿Puedoofrecerte una copa de vino o algo de comer? Fidias—dijo Varo mientras le hacía una señal el esclavo.

—Gracias, Varo, pero mi visita es corta y notengo tiempo. Solo he venido a advertirte.

—¿Cuál es ese peligro que tanto te preocupa,mi buen amigo?

—En mi pueblo empieza a haber ciertodescontento hacia Roma. Hasta ahora solo losjóvenes hablaban de rebelión, pero no eranescuchados. Sin embargo, esas voces estánempezando a encontrar oídos cada vez másreceptivos. Me temo que pueda estar gestándoseuna rebelión organizada. No estoy hablando de unapequeña tribu soliviantada, Varo. Esto va más allá.Los bructerios, los marsos, los chatti..., no son sóloun puñado de queruscos.

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—Ah, mi buen Segestes, siempre tan cauto…Sabes tan bien como yo que las tribus germanasnunca se ponen de acuerdo. Y menos sin tener a unlíder que los aglutine.

—Puede que ese líder exista. Y puede que eselíder sea quien menos te esperes, Varo. Te estoyadvirtiendo. Hazme caso antes de que sea tarde.

—Ya sé por dónde quieres ir. No es la primeravez que acusas a Arminio de algo parecido.Comprendo que tengáis vuestras diferencias y lolamento. Pero de ahí a acusar a Arminio… Es unoficial leal del ejército romano. Ha luchado enPanonia brillantemente y desde que he llegado aGermania no ha hecho sino ayudarme.

—Mis espías no dicen lo mismo…—Puede que tus espías estén confundidos o te

mientan. De todas maneras, sal un momentoconmigo fuera, Segestes. —Varo y Segestessalieron de la tienda—. ¿Ves esto, Segestes? Sontres legiones. ¿Crees que unos bárbarosdesorganizados pueden siquiera plantarle cara a miejército? No olvides que este es el mejor ejército del

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mundo.—No pretendo menospreciar a tus legiones,

gobernador. Pero no creas que te van a plantar caraen campo abierto. Saben perfectamente que en unabatalla de ese tipo sois invencibles.

—Segestes, te agradezco mucho que te hayasmolestado en venir a advertirme, pero no tienesentido seguir discutiendo sobre esto. Lo sientomucho, pero los preparativos de la marcha a loscampamentos de invierno me tienen muy ocupado.Te agradecería que me dejaras continuar con ellos.

El semblante de Segestes pareció enrojecerde ira.

—Varo, no quieres verlo, pero tienes un granproblema en ciernes .Recapacita, todavía estás atiempo. Detén a todos los nobles germanos, inclusoa mí, como prueba de que no te estoy mintiendo..

—¡Basta he dicho! —le interrumpió Varobruscamente—. No hay más que hablar al respecto.

—Recuerda, Varo, que Segestes vino aadvertirte y no quisiste escucharlo. Cuando loshuesos de tus soldados blanqueen nuestra tierra

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será demasiado tarde. Reza a tus dioses para quete ayuden, porque te hará falta —le dijo visiblementeofendido mientras abandonaba los aposentos deVaro.

—Estos bosques tienen un algo que no tienen

los nuestros. No me gustaría vérmelas solo en ellos—apuntó Aius—. Siempre hay niebla y no es que laluz penetre mucho.

—Tranquilo, hermanito, ahora estás caminandopor la calzada militar, no va a salir ningún germano amorderte —le contestó Serbal.

—Ríete lo que quieras, hermano, pero ya hasvisto cómo son los germanos. Con ese tamaño, encombate tienen que ser temibles.

Los cuatro hermanos, con el resto del ala, yaestaban en Germania. Se dirigían a reunirse con elejército de Publio Quintilio Varo, gobernador de la

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Germania Magna, que estaba en los campamentosde verano más allá del Rhin. Iban a unirse a laslegiones XVII, XVIII y XIX. No les hacía mucha graciainternarse en Germania para luego deshacer elcamino con el grueso del ejército, pero esas eranlas órdenes. Bien es cierto que el trayecto seestaba haciendo por calzadas militares y ademásno se habían encontrado en ningún aprieto.

—Os contaré, además, que en los últimostiempos no reina precisamente la alegría y laconcordia entre los pueblos germanos. Por lo quese contaba por Vétera, desde la llegada de Varo lasituación está empeorando —dijo Aius.

—Supongo que nos vas a informar del estadode la cuestión, ¿verdad, Aius? Como el camino eslargo nos entretendrás un poco…—preguntó Serbal.

—No está de más saber dónde se mete uno —replicó Aius con indignación—. Se aprende muchohablando con los legionarios cuando estánborrachos. Parece ser que Varo viene de habersido gobernador en Siria, donde se ha hechoinmensamente rico a costa de empobrecer a laprovincia. Y una cosa es Siria, mucho más

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romanizada, y otra Germania. Varo está yendo muydeprisa intentando romanizar a los germanos y lesestá ahogando con los impuestos. La tensiónparece que va en aumento.

—No creo que los germanos, por muy fierosque sean, les puedan plantar cara a tres legionesromanas con sus tropas auxiliares, Aius —lecontestó Taranis.

—Yo espero no tener que comprobarlo.Además, Varo no tiene historial militar, y sepreocupa más por la buena comida y demásplaceres. Para los asuntos de la región confía en ungermano llamado Arminio, un oficial de tropasauxiliares que tiene la ciudadanía romana. Así queya podéis rezar a los dioses para que no tengamosque lidiar con estos pueblos.

—No esperaba menos de alguien tan aguerridoy valiente como tú —le replicó Serbal.

Finalmente llegaron al campamento de veranodel ejército romano. Era enorme, mucho mayor queAstúrica Augusta. Para ser un campamentoeventual, era bastante impresionante. No en vano

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albergaba tres legiones, tropas auxiliares y, por loque se podía ver, a un gran número de civiles. Treslegiones de soldados con dinero en la mano eranalgo muy jugoso para prostitutas, buhoneros ydemás población civil que les seguían. La murallano era de piedra, sino de madera, con suscorrespondientes fosos, y en lugar de barraconeshabía una infinidad de grandes tiendas que seextendían casi hasta donde alcanzaba la vista. Erauna ciudad ambulante que se desmontaría en breve.Y cuando los romanos abandonaban un fuerte, noquedaba nada en pie. No era conveniente dejarlenada al enemigo que pudiera aprovechar.

—Muchachos, nuestro jefe irá ahora a hablarcon el prefecto del campamento para ver dónde nosacomodan. Mientras tanto esperad aquí —les dijoDegecio.

La actividad era frenética. Todo el mundo iba yvenía. Se estaba ultimando los preparativos paraabandonar el campamento. Ya se podían vermuchos carros cargados. Después de un rato,Degecio volvió con cara de pocos amigos.

—Ya tenemos órdenes. Mañana nos vamos, así

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que dormiremos donde buenamente podamos. Esosí, no entorpezcáis la actividad. Antes del alba osquiero ver preparados para la marcha. —Aiusmiraba con curiosidad al grupo. El anuncio deDegecio vino acompañado de un murmullo dedescontento.

—Nos hacen venir al culo del mundo para darmedia vuelta. ¿Estos romanos quieren marearnos?—refunfuñaba un malhumorado Aramo, que resumíael sentir general.

En ese momento, pasó un pequeño grupo degermanos, con un enorme guerrero al frente, quesalía del campamento. El que parecía su caudillo, ala vista de su armadura, casco y ropajes, salía conun evidente gesto malhumorado.

—Moveos —les gritó Degecio—. ¡Parecéisuna banda de verduleras! ¡Venga! Debemos buscarun sitio para pasar la noche.

Obedeciendo a su oficial, los soldadosbuscaron un rincón donde poder colocar sus tiendasy descansar. Una vez asentados, Aius y Taranis sefueron a curiosear por el campamento, ya que por lo

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excepcional de la situación no tenían orden alguna.Llegaron cerca de los alojamientos de Varo, muchomás amplios que los del resto del campamento. Noparecía que el gobernador escatimara en gastospara su comodidad personal.

El día transcurrió sin más novedades hasta queotro grupo de jinetes germanos entróapresuradamente Esta vez eran auxiliares delejército romano con un joven oficial, tambiéngermano. Su uniforme era similar al del prefecto desu ala. Tenía un brillo de inteligencia en los ojos ypara su edad, que no debía sobrepasar losveinticinco años, daba la sensación de estarespecialmente curtido. Taranis vio algo especial enaquel guerrero y su rostro se le quedó grabado. Sebajó rápidamente del caballo y al llegar a losaposentos de Varo entró raudo con gestopreocupado.

Varo seguía ultimando los detalles de la partida

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con sus oficiales. No sería nada complicado volver aVétera por la calzada militar, aunque quizá un algotedioso debido a que los civiles los retrasarían].Cuando Varo ya estaba despidiendo a susoficiales, Fidias le anunció que Arminio habíallegado y que deseaba hablar con él de algourgente, así que despachó a sus oficiales parahablar a solas con el oficial germano. Le indicó aFidias que le hiciera pasar. Momentos después,entró Arminio. Con veinticinco años, ya era el oficialen jefe de los auxiliares germanos, y había servidocon valor en la guerra de Panonia. Arminio no era ungermano al uso. No era excesivamente alto, llevabasu pelo rubio corto, al estilo romano, una barba biencuidada y vestía con el uniforme de un prefectoauxiliar romano. Era la mano derecha de Varo enGermania.

—Querido Arminio, es un placer verte, comosiempre, aunque tu cara me dice que no traesbuenas noticias —dijo Varo.

—En efecto, señor. He cabalgado todo el díapara venir a informaros. Ha surgido una rebelión enel Norte. Han asesinado a los recaudadores de

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impuestos y varias aldeas se han levantado enarmas.

—¡Malditos bárbaros desagradecidos!...Perdóname, Arminio, sé que son compatriotastuyos, pero me duele que cuando les damos laposibilidad de vivir civilizadamente nos loagradezcan así. Ojalá fueran todos los germanoscomo tú, Arminio. Esta bién... Mandaremos unascohortes y sofocaremos el levantamiento. —Varovio cómo la propuesta no parecía agradarle aArminio—. Arminio, algo te ronda la cabeza...

—Ya que se ha de sofocar la rebelión, ¿porqué no llevar a todo el ejército? Hay que demostrarel poder de Roma. Si enviamos unas cohortespuede que se envalentonen. Con tres legionesprobablemente no sea necesario ni luchar y sedarán cuenta de que no se puede jugar con elImperio. No llevará mucho tiempo —razonó Arminio—. Además, mis espías me dicen que hay vetas demineral que compensarían mucho el esfuerzo. Setrata de oro y plata, que los lugareños no sabenexplotar.

Los ojos de Varo se abrieron de par en par al

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oír esto último. La codicia brillaba en sus ojos. Unpequeño rodeo en el traslado de su campamentoserviría para pacificar la provincia y aumentar sufortuna. Varo se acarició la barbilla mientrasanalizaba la situación.

—Como siempre, Arminio, creo que tienesrazón. Además, tú conoces mejor a tus gentes quenadie. Daremos un rodeo en nuestra vuelta a loscuarteles de invierno y solucionaremos el problema.Puede que podamos obtener algunas ganancias ala vez que castigamos a los rebeldes, ¿no crees?—dijo Varo con una sonrisa—. Por cierto, Arminio,tu suegro ha pasado por aquí…

Al mencionarlo, el semblante de Arminio mudóa una mueca mezcla de rabia y resignación.

—Segestes afirma que poco menos que todaslas tribus germanas se van a levantar en armascontra mis legiones. Eso no es lo peor, porqueademás está convencido de que tú estás detrás detodo eso —prosiguió Varo con una carcajada—.¡Por Júpiter! Deberías haberte buscado otra esposaque no fuera su hija.

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—¡Ese maldito viejo está loco! Como ya te hedicho, sí que hay problemas, pero es un pequeñofoco aislado. Mi suegro no sabe nada acerca de supueblo. Segestes solo quiere medrar a la sombrade Roma, y si con ello además puede borrarme dela escena, mucho mejor. Desde lo de Tusnelda noes precisamente mi mejor amigo… Espero que nohagas mucho caso a sus habladurías.

—No te preocupes Arminio, sé apreciar a losaliados fieles.

Por la noche, toda la turma estaba junto al

fuego charlando. Degecio llegó y se colocó con sushombres al calor de la lumbre. Por su semblanteparecía traer órdenes nuevas, así que todosguardaron silencio esperando a que les comunicaralas nuevas.

—Muchachos, ya sabéis que mañana nosvamos. Volvemos a los cuarteles de invierno. Pero

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me he enterado de que la vuelta no la haremos pordonde hemos venido. Arminio ha informado a Varode una pequeña rebelión al Norte y todo el ejércitoirá a sofocarla. Después de acabar con losrebeldes, volveremos a Vétera. Para llegar allípasaremos por territorio inhóspito, así que os quierobien atentos.

—Pero, señor —replicó Tarno, otro de loscomponentes de la turma—. ¿Hacen falta treslegiones para sofocar una rebelión?

—No te pagan por pensar, soldado. Te paganpor obedecer órdenes, como a mí. Los que tienenque pensar lo han decidido, así que eso haremos.¿No tenéis nada de comida? Estoy hambriento, porJúpiter. Las reuniones de decuriones son odiosas.

La tropa se dedicó a comentar las nuevasórdenes. Aius se acercó al decurión. La curiosidadlo estaba devorando. Taranis, al ver a su hermano,también se acercó, pues comprendió que Aiusquería sacarle algo de información a Degecio.

—Señor, ese caudillo germano que vino por lamañana, ¿con qué motivo venía? No pareció

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marcharse muy contento.—No se te escapa una, ¿eh, Aius? Si usaras la

espada como la cabeza serías un gran soldado. —Degecio miró hacia los lados y continuó en voz másbaja—. Ese germano es un caudillo, se llamaSegestes. Por lo que me he podido enterar, havenido a advertir a Varo de que le espera unatrampa, y creo que el gobernador poco menos quelo ha echado a patadas. Arminio y él no tienen muybuena relación que digamos, pues este se hacasado con su hija sin permiso, y le culpa de estarpreparando una sedición. Varo, no obstante, confíaen Arminio y son sus consejos los que más calan,más incluso que los de oficiales romanos de rangosuperior. No corráis el rumor, no conviene que latropa esté demasiado nerviosa. Aunquepermaneced ojo avizor cuando emprendamos lamarcha... Ese Arminio me da mala espina —prosiguió Degecio—. Tiene algo que no me acabade gustar. Lo huelo. Y Varo… —Volvió a mirar enderredor—. Unos amigos que tengo en la XVII mehan contado que será mejor no encontrarnosproblemas de verdad, porque si dependemos de

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sus habilidades como militar…. —dijo Degecio contono preocupado—. De esto ni una palabra,¿entendido?

Tanto Aius como Taranis asintieron. Se fuerona dormir pensando en los acontecimientos queestaban por venir. Pero era mejor, pensaba Taranis,que esos acontecimientos los cogieran biendespejados después de un buen sueño.

La jornada al día siguiente comenzó todavía denoche, y fue frenética desde el inicio, con todo elcampamento yendo de aquí para allá ultimando lapartida. Antes de salir, Varo reunió a todos lossoldados y pronunció un grandilocuente discursodesde una improvisada tarima. Al frente estabatoda la plana mayor: los legados, los primuspilos,los tribunos superiores, el prefecto del campamentoy los prefectos de las alas y cohortes auxiliares. Eldiscurso, durante el cual Taranis tuvo que dar un parde palmadas a Aramo para que no se durmiera,versó sobre la grandeza de Roma, su papelcivilizador en aquellas tierras, el valor de sussoldados, y lo orgulloso que Augusto, su emperador,estaba de ellos. Finalmente, para ganarse a la

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audiencia, hizo hincapié en las posibilidades debotín en aquella misión, en la que no tendrían queluchar prácticamente, ya que la gran superioridaddel glorioso ejército romano frente aquellosbárbaros sería suficiente para intimidarlos.

En solo dos horas, el enorme contingente detropas y civiles comenzó a desfilar por la puerta. Sesalió del campamento sin orden alguno. Los civilesy los carros con toda la impedimenta se mezclabancon los legionarios. Tan seguro estaba Varo de suposición de poder, que no estaba prestandoexcesiva atención al orden de marcha.

Estaba claro que el verano en aquella parte delmundo se estaba yendo. El clima empezaba a sermuy desagradable, y tras varios días de marcha,muchos de los cuales regados con abundante lluvia,la moral de la tropa desde luego no era óptima.Moverse en aquellas condiciones meteorológicasfavorecía el cansancio de los soldados, que sequejaban amargamente. Un día, iban todavía por lacalzada militar, Taranis vio que la columna empezóa decelerar sin motivo aparente.

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—Varo, aquí debemos salir de la calzada y

girar en dirección norte para llegar a la zona de larebelión —indicó Arminio al gobernador romano—.Creo que al atardecer podremos acampar cerca, ymañana podremos ocuparnos de los sublevados.Cuando nos demos cuenta, ya estaremos en loscuarteles de invierno con la provincia pacificada.

—Está bien, ordenaré que la columna vire alNorte. Por aquí pasaremos por el bosque deTeutoburgo, ¿verdad, Arminio?

—Sí, Varo. Ya veo que empiezas a conocerbien la provincia —dijo con una aduladora sonrisa—. Por esta zona hay un par de poblados con cuyosjefes mantengo una estrecha relación. Si te parececonveniente, podría ir a reclutar levas. Nos sería degran ayuda contar con un contingente de tropas queconocieran bien estas tierras, el enemigo no tendríaventaja en ese aspecto. Con una pequeña parte delbotín que consigamos, les pagaremos.

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—De acuerdo, Arminio. Nosotros seguiremosla ruta establecida, nos veremos al caer la noche, enel punto de reunión que habíamos acordado.

—Me llevaré a mis auxiliares. No nosdemoraremos mucho, nos reuniremos con elejército muy pronto —dijo Arminio mientras volvíagrupas para buscar a sus hombres—. Te dejaréunos guías que te indicarán el camino.

Varo quería solucionar pronto el problema,pues la vida castrense no era de su agrado. Preferíauna buena residencia estable donde poderasentarse y disfrutar de las comodidades. Larespuesta al levantamiento, al igual que hizo enJudea, sería dura, y a los germanos se les quitaríanlas ganas de seguir rebelándose contra él y contraRoma. Llenaría los caminos de cruces. Ya era tardepara deponer las armas. Los cadáveres servirían deejemplo para el resto de la provincia. Recordarían elnombre de Publio Quintilio Varo.

Pocos momentos después, se sabía el motivode haber parado. Varo, en cabeza con Arminio,había dado orden de salir de la vía y torcer endirección norte. Cuando llegaron al nuevo camino,

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Taranis vio cómo éste era más estrecho que losanteriores.

—Decurión, esto no me gusta nada —le dijo aDegecio.

—Lo sé, Taranis. Varo no ha dispuesto ordenalguno en la marcha y ahora nos metemos en uncamino más estrecho. Y eso no es malo del todo, lopeor es que luego se estrechará más. Por si fuerapoco, no hay patrullas para explorar la vanguardia,ni para proteger los flancos.

—¿Y esos a dónde van? —preguntó extrañadoAramo.

Desde su posición, Taranis reconoció aArminio que, con un importante contingente deauxiliares germanos, salían de la kilométricaformación.

—Muchachos, Manio queda al mando. Voy aver qué ocurre.

Degecio avanzó hacia la vanguardia. Despuésde un rato, volvió cabalgando. Taranis pudo oír loque hablaba con Manio.

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—El germano se ha ido a buscar más reclutasy se ha llevado a todos sus auxiliares. Esto cada vezme gusta menos. Mantén atentos a los hombres.

A Taranis tampoco le gustaba el cariz queestaba tomando la situación. Siguieron marchandoy el camino empezó a angostarse más todavía y aadentrarse en los bosques. La columna, por lo tanto,se estrechó y se hizo mucho más larga. Por si fuerapoco, empezó a llover. Primero unas gotas y luegoel cielo descargó un buen aguacero. Los arqueros,cuyos arcos se empaparon, maldecían a los dioses.El sendero por el que transitaban comenzó a ser unbarrizal, lo que entorpecía la marcha. Tambiénarreciaba el viento.

Degecio les llamó para desatascar un carroque se había quedado atrapado en el barro.Escenas como esa se repetían a lo largo delenorme convoy. A medida que avanzaba el día, lalluvia no cejaba en su fuerza y las condiciones erancada vez peores. Los civiles también retrasabanmucho la marcha, pues no estaban acostumbradosa las duras caminatas y menos con el climareinante. Entre los civiles había muchas mujeres y

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bastantes niños. El sendero cada vez se adentrabamás en los bosques, donde predominaban lashayas, cuyo tupido ramaje no dejaba pasar excesivaluz. Eso, unido al cielo gris, daba la sensación deque ya estuviera oscureciendo.

—Taranis, dile a tu dios que deje de enviarnoslluvia —protestó Aramo—. Estoy harto de tantaagua. ¡Por Navia!

—Mirad el lado bueno. Nuestro hermano hoypor fin se va a lavar a fondo —dijo Serbal paraaumentar el mal humor de su hermano.

La marcha estaba ya siendo un auténtico caos.Aquí y allí se estancaban carros, resbalabanlegionarios o se caían civiles. El sendero apenas sípodía contener a los carros y su estrechezentorpecía sobremanera las labores de ayuda. Paramás dificultad, por un costado del camino había unrío que seguía el mismo curso. Por el otro lado, todoeran empinadas y boscosas laderas en las que sepodía ver a pocos metros, entre la oscuridadreinante y la espesura del bosque. Las armadurasde cuero cada vez pesaban más debido al agua.Los soldados optaban por quitarse los cascos para

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no estar continuamente escuchando el repiqueteode la lluvia en su cabeza. Los astures avanzaban enla parte delantera de la columna.

—Al que se quite el casco le arranco yo mismola cabeza. ¡Por Marte! No olvidéis que estamos enterritorio enemigo —les ordenó Degecio a sushombres gritándoles entre la incesante lluvia—. Meda igual que os moleste, no estamos aquí paradisfrutar de unas vacaciones.

La maldita lluvia ya le había calado hasta los

huesos. Esos condenados germanos iban amaldecir el día que se levantaron en armas contraRoma. Varo esperaba estar, a lo sumo, un año másen Germania y poder volver a Roma. Ya habríaganado suficiente dinero para seguir con su carrerapolítica en la capital del imperio. Esperaba exprimiralgo de esta provincia, aunque no fuera tan ricacomo Siria. Varo iba en la vanguardia de laexpedición, acompañado de su guardia de corps y

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de sus mejores oficiales. Iba a lomos de su corcel,que también había venido de Siria.

—Veleio, ve hacia atrás e infórmame delestado de la marcha en la columna —dijo Varo auno de sus oficiales, tras lo cual el oficial volviógrupas para cumplir las órdenes de Varo.

—Por Júpiter, el clima es muy agradable,¿verdad Mario? —le dijo Varo al jefe de su guardiapersonal, un hombretón de Siracusa de anchoshombros y rostro endurecido.

—Sí, señor, parece que los dioses hoy solo nosquieren enviar agua…

—Señor… —dijo Décimo, uno de sus oficiales—. Siento interrumpir…

—Sí, Décimo —contestó Varo.—Me preguntaba si no sería conveniente enviar

unas patrullas a reconocer la vanguardia y losflancos. Nuestra columna además ahora se estáestrechando…

Décimo era un veterano de las campañas deDruso contra los germanos. Llevaba tantos años en

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Germania, que casi no recordaba la madre patria.—Ah, Décimo, siempre tan prudente. Mira a tu

alrededor. Solo hay bosque, ríos y marismas.¿Acaso nos va a aparecer un ejército de la nada?Creo que ya llevas demasiados años aquí y vesfantasmas donde no los hay, mi querido amigo.

—De todas maneras… —El oficial guardósilencio unos instantes. Había visto algo—. ¿Qué eseso? ¿Habéis ordenado dar algún tipo de señal,señor?

—No. ¿Por qué lo dices, Décimo?Décimo le señaló el cielo y Varo elevó la vista.

Entonces vio lo que estaba ocurriendo. Una serie deflechas incendiarias surcaban el cielo. Las flechasparecían provenir del bosque.

—¡Maldita sea! Espero que nadie haya dado laorden de hacer semejante estupidez. ¡Le mandaré alas minas para el resto de su vida!

Al acabar de decir esto, Varo miró a susoficiales y vio horrorizado cómo Décimo eraatravesado por una jabalina. La punta le sobresalíaen el pecho e intentaba balbucear mientras escupía

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sangre. Ese no había sido el único ataque. De laespesura empezaron a caer infinidad de jabalinas,dardos y piedras. No se sabía de dónde salían. Unade las piedras pasó silbando cerca de la oreja deVaro.

—¡Guardia! ¡A mí! —gritó aterrorizado Varo—.¡Cubridme, por Marte!

En pocos segundos los guardias habían creadoun muro de escudos en torno a su general, que seagachaba en su caballo lo más posible mientrasseguían lloviendo todo tipo de piedras y armasarrojadizas. Por todas partes se oían gritos dedolor, consignas de oficiales llamando al orden,golpes de piedras y armas contra escudos. Reinabauna total sinfonía de caos, proveniente de unenemigo invisible.

—¡Enviad hombres ladera arriba a eliminar aesos bastardos! ¡Numerio!

Numerio, tribuno de una de las legiones, concara de tener poca convicción en las órdenes deVaro, se dirigió hasta el centurión más cercano,cuidando de que no le alcanzara ningúna flecha.

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—Avanza con tu centuria ladera arriba, por esaparte del bosque —le dijo Numerio señalándole ellugar.

—Pero, señor, eso es una locura…—¡Vamos! Son órdenes directas de Varo, así

que ladera arriba he dicho.—Está bien… —respondió malhumorado el

centurión—. ¡Centuria! ¡En formación y conmigo!¡Subiremos esa ladera!

Unos setenta hombres de los ochenta quecomponían la centuria al inicio de la marcha,siguieron a su superior. A duras penas podíancerrar algo que se pareciera a una formacióndebido a que, fuera del camino, los árbolesdificultaban cualquier agrupación estratégica. Por sifuera poco, el terreno se había vueltocompletamente resbaladizo y era un completolodazal. El que estuvieran empapados no mejorabaprecisamente su movilidad Eso hizo que siguierancayendo hombres, debido a todo lo que les queseguían cayendo desde arriba. Algunos podíanvolver a levantarse, pues solo habían recibido

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impactos de piedras que no eran graves, pero otrosestaban heridos o muertos por lanzas y dardos. Lopeor era que no habían abatido a ningún enemigo ycasi no distinguían donde estaba el bando contrario.La intensa lluvia empeoraba la visibilidad. Cuandopor fin tuvieron al enemigo a tiro, los legionarioslanzaron sus pilum, acertando en los cuerpos desus enemigos o en sus escudos.

Cuando se disponían a atacarlos, vieron quesus enemigos estaban cargando ladera abajo. Eranfieros guerreros germanos que venían gritandocomo si les arrancaran las entrañas. La mayoríallevaba el pelo atado en un moño, a un lado de lacabeza. Algunos iban pintados, otros con el pechodescubierto. Los escudos, si bien no todos losportaban, eran grandes y de madera, adornadoscon vivos colores y dibujos. La mayoría venía conlargas lanzas. La carga de los germanos, al serdesde una posición ventajosa, hizo que el atisbo deformación que habían conseguido los legionariosromanos se perdiera. Los germanos cargaroncontra ellos con furor guerrero. Algunos inclusosaltaban por encima de los escudos romanos por la

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fuerza de su empuje, para ser rematados en el suelopor la segunda línea de legionarios. Varios romanoscayeron víctimas del primer ataque.

Casi tan pronto como los germanos cargaron,dieron media vuelta, para sorpresa del centuriónromano, que ordenó seguir avanzando, pero lohicieron de manera lenta y lo más ordenada quepudieron. Una vez que los germanos habían vuelto ala espesura, otra lluvia de proyectiles cayó sobreellos. El centurión se percató entonces de que losgermanos habían construido una especie de cercacon abundantes arbustos, que no solo les protegía,sino que les ocultaba. El centurión miró en derredory vio que el panorama era similar. En unos sitios semantenía la posición en el sendero, mientras que enotros se intentaba cargar contra el enemigo sinsaber muy bien dónde estaba. Cuando iba a dar lasiguiente orden, una piedra le golpeó en la cara, y lanegrura se apoderó de su mente. Al caer sucenturión y quedar diezmados en tierra de nadie, loslegionarios volvieron sobre sus pasosatropelladamente, siendo un blanco más fácil paralos proyectiles. Al volver a la posición inicial, la

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centuria era aproximadamente la mitad.Varo, que seguía intentando proteger su vida

dentro del muro de escudos que ofrecía su guardia,no sabía muy bien qué hacer, así que optó porinformarse.

—Enviad hombres atrás para que nos informendel estado de la situación de la columna. Si estánmejor, que nos envíen refuerzos inmediatamente.

—Diréis que estoy loco, pero se me están

erizando los pelos de la nuca. Siento como si algonos observara desde el bosque —dijo Aius.

—Seguro que son unos malvados duendesgermanos que van a comerte, pequeñín —le replicóSerbal.

Los hermanos cabalgaban junto a su turma aun ritmo lento, al igual que el resto del ejército através de aquel lodazal.

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—Cómo me gusta Germania. Desde luego,cuando me retire me voy a venir a vivir aquí —gruñóun malhumorado Aramo—. En nuestra casa llovía,pero se podía caminar por el campo sin tantoproblema. ¿Qué diablos es eso?

Unas flechas ardiendo silbaban el cielo.—¡Bajaos ya del caballo! ¡Formación con

escudos protegiendo hombres y monturas! ¡Loscaballos al centro! —gritó Degecio—. Si es unaemboscada, tendremos poco margen ¡Ya! Haypoco sitio, pero hacedlo como podáis, usad losárboles también. Esa señal no creo que seanuestra. ¡Rápido! Si no os mata algún germano, loharé yo, ¡panda de inútiles!

Taranis, siguiendo las indicaciones deldecurión, se bajó de Tileno, y al igual que losdemás, lo colocó dentro del hueco que se habíaformado con las dos filas de escudos. Degecioseguía vociferando para que sus órdenes fuerancumplidas. El resto de la caravana que estaba alalcance de su vista parecía estar expectante anteaquellas flechas, sin entender muy bien lo quepasaba. A los pocos instantes, empezó a caer una

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lluvia de proyectiles entre los que había jabalinas,flechas y piedras. Muchos soldados desprevenidoscaían sorprendidos. La turma de Degecio ya estabacolocada gracias a su agilidad de actuación y eransus escudos los que están recibiendo los golpes.Solo un par de astures recibieron impactos en laspiernas. Cayeron aullando de dolor, mientrasDegecio gritaba que los cubriesen y los metieran enel área protegida. Taranis vigilaba también condesasosiego que a Tileno no le pasara nada. Ahorajugaba a su favor su pequeño tamaño.

Tras la sorpresa inicial, el resto de la columnaestaba empezando a reaccionar para protegerse.Seguían cayendo armas arrojadizas sin parar. Elhecho de que la columna hubiera avanzado sin unorden establecido y que su longitud fuera de varioskilómetros estaba haciendo que no hubiera unasinstrucciones claras y cada unidad actuara por sucuenta y riesgo.

—Por los dioses del Hades, deberíamos estaravanzando y no parados. ¡Seguid aguantandomuchachos! —les arengaba Degecio.

Taranis vio que Serbal ya empezaba a sentirse

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inquieto, mientras Aius parecía esperar a que algofuera a cargar contra ellos en breves momentos. Lalluvia había puesto de mal humor a Aramo, peroesto ya le estaba exasperando sobremanera.Taranis no querría ser un germano si a alguno deellos se le ocurría la idea de acercarse a suhermano. La tensión iba en aumento. Taranis seconsolaba con el hecho de tener a Degecio comooficial, que parecía manejar la situación con frialdad.Era el primer combate real para la turma.

—De momento aguantad la posición hasta queyo dé la orden. Nada de salir a hacerse los valienteshasta que yo lo diga —siguió ordenando Degecio.

—¡Malditos cerdos! ¿Por qué no atacan de unavez? Que se dejen de tirarnos tanta mierda y nosataquen a la cara. ¡Por Cerunnus! —bramó Aramo.

Varo nunca se había enfrentado a nada

parecido. Estaba acostumbrado a enviar a sus

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generales contra enemigos inferiores que cometíanel error de plantarle cara. Pero esto era distinto,casi no habían visto al adversario cara a cara y yaeran muy numerosas las bajas. Seguía pensando enla situación hasta que Servio, legado de la XVIIlegión, le sacó de sus pensamientos.

—Señor, debemos seguir avanzando, aquísomos presa fácil. Nos conviene salir a un terrenomás favorable.

—Organizaremos un ataque y barreremos aesos malditos germanos.

—Señor, los germanos están en una posiciónventajosa y parapetados .Si a eso añadimos quedeberemos atacar cuesta arriba y con un sueloembarrado bajo este aguacero, soloconseguiremos que ellos nos masacren sin que seesfuercen mucho. Debemos buscar un claro paraagruparnos. Hay que avanzar sí o sí.

Servio parecía estar dándole las órdenes a él.Nunca le había hablado así, pero dadas lascircunstancias, el razonamiento de su oficial parecíamuy lógico. Además, era un militar con gran

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experiencia, que Varo carecía.—Sí, sí, claro… Avancemos —asintió Varo

intentando aparentar tener la situación bajo control yparecer seguro de sí mismo.

—¡Que todas las tubas toquen avance! —ordenó Servio—. Enviad una docena de jinetes paraque vayan avisando de ello. Hay que salir de aquícuanto antes.

La cabeza de la columna comenzó a avanzarpenosamente. La lluvia caía sobre sus cabezas sindescanso, el camino estaba cada vez másimpracticable y solo podían protegerse de lasarmas arrojadizas de los germanos, pues el terrenono permitía ningún tipo de maniobra organizada. Alcabo de pocos minutos, el ataque cesó y hubo unosinstantes de tranquilidad. De repente, otras flechasincendiarias surcaron el cielo.

Por fin habían empezado a avanzar aunque a

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un ritmo bastante lento. El ataque germano habíabajado de intensidad. Taranis no sabía muy bien siera porque habían agotado sus proyectiles o porquese estuvieran replegando. No parecía que fuera unasimple escaramuza, pues los parapetos construidosen las laderas no indicaban eso. Para reiniciar lamarcha, habían vuelto a montar sus caballos. Todosestaban en máxima tensión, esperando el siguientemovimiento de los germanos. Cuando vieron surcarde nuevo las flechas incendiarias por el cielo,Degecio volvió a prorrumpir en gritos para quetodos estuvieran atentos.

—Esta vez creo que no van a ser solo piedras—dijo Aius.

—Eso espero, estoy harto de estar aquíesperando a que me den con esas malditas lanzas—dijo Aramo mientras desenvainaba la spatha.

Taranis estaba bastante sorprendido conAramo. Si bien por su carácter siempre estabagruñendo, en el fondo era una persona tranquila,pero parecía que el combate sacaba de él algo queTaranis no había visto hasta ahora. Sí lo esperabade Serbal, pero no de su enorme hermano.

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Tras unos momentos de incertidumbre, se oyóuna especie de rugido colectivo. De lasprofundidades del bosque, comenzaron a salirgermanos como si el bosque los estuvieraescupiendo. Guerreros con lanzas en la mano ygrandes escudos cuadrados de madera se dirigíanhacia ellos cuesta abajo, corriendo, mientrasaullaban como locos. Taranis, ante la visión deaquellos guerreros altos, con su coleta a un lado, ypintados para el combate con el rostro desencajadopor la ira, sintió un escalofrío por su cuerpo. Pero noeran momentos para achicarse.

—Soldados, manteneos juntos. Cuidad que laslanzas no os alcancen a vosotros ni a vuestroscaballos. Enviemos a estos perros al infierno delque han salido —tronó Degecio.

El estrépito de los gritos de guerra germanosfue sustituido a los pocos segundos por elestruendo del choque de lanzas y espadas contraescudos. Taranis vio cómo un germano de fieroaspecto cargaba contra él con una larga lanza, queapuntaba hacia el cuello de Tileno. Adelantó elbrazo de escudo hacia la izquierda para parar el

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golpe del germano. El choque hizo que la lanza delgermano se deslizara a un lado, dejando un huecoque Taranis aprovechó para asestarle un tajo en elhombro y alcanzarlo de lleno. Cuando su oponente,entre gritos de dolor, intentaba reincorporarse,Taranis lanzó un ataque final al cuello. Durante uninstante, Taranis pensó que ese era el primerhombre que mataba mientras veía cómo la sangreescapaba con la vida, del cuello del germano.

Degecio se batía con los germanosmaldiciendo a los dioses mientras repartíamandobles con su spatha. A su lado, Aramo,también profiriendo gritos sobre las madres de losgermanos, repartía temibles golpes con su escudo yespada, tratando de ayudar a Aius. Serbal estabacombatiendo con una diabólica sonrisa. Parecíadisfrutar de la carnicería. Desde luego era elespadachín más elegante y hábil de la turma. Susmovimientos al luchar parecían una danza demuerte. Nada que ver con el estilo de Aramo, fuerzay brutalidad en estado puro.

Varios caballos y jinetes habían sido heridos.Algunos de ellos habían caído entre el empuje

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enemigo y el resbaladizo suelo. La lucha continuabaencarnizada. Taranis se había encargado de otrogermano, cuando de repente un golpe por el lateraldel escudo le derribó. Cayó al lodazal en que sehabía convertido el suelo, ahora regado también consangre. Había perdido el escudo, pero no habíasoltado la espada. Cuando se iba a incorporar, viocómo un robusto germano con una enorme hachade doble filo iba a aplastarle el cráneo como unmelón maduro. Los reflejos hicieron que parase aduras penas el golpe, aunque el entrechocar dearmas hizo que trastabillara de nuevo. El germanose dispuso a descargar de nuevo otro hachazo, queTaranis paró a costa de que su espada salieradespedida. El germano, sonriente, levantó su hachapara asestarle el golpe final. Taranis instintivamentepuso los brazos delante de su cara para protegerse.Cuando estaba esperando el golpe definitivo, pudover cómo el germano de repente recibía un tajo quele cercenaba medio cuello. Acto seguido recibióotro que acabó de separar la cabeza del cuello.

—Levanta, hermano. Me gustaba su arma… —le dijo Aramo con una tranquilidad pasmosa—. Usa

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la mía.Su hermano, que le acababa de salvar la vida,

recogió la enorme hacha del germano, para dar lavuelta aullando y seguir luchando. El arma que sehabía procurado parecía idónea para su estilo delucha. Pocos hombres podían manejar un arma tanpesada, pero su hermano se desenvolvía consoltura. No era una buena noticia para los cráneosgermanos. Taranis siguió luchando con la espadade su hermano, otra vez a lomos de Tileno, hombrocon hombro con Aius, que parecía haber perdido elmiedo. En estos momentos, sentía una extrañaeuforia correr por sus venas. Había temidoencogerse de miedo, pero ahora que estaba enmedio de todo, la cuestión era sencilla. Matar omorir. Aius parecía que estaba experimentandoalgo parecido, aunque Aramo estaba a su lado, loque facilitaba las cosas.

Unos minutos más tarde, los germanosempezaron a abandonar posiciones y volver a susparapetos. Algunos romanos los siguieron peroacababan cayendo abatidos. Por todas partes seoían gritos de oficiales para que no los siguieran. La

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consigna ahora era avanzar. El camino estabaatestado de muertos y heridos, lo que dificultabatodavía más el avance. El respiro que dieron losgermanos fue aprovechado para seguir buscandoun terreno más favorable. La turma de Degeciollegó a un punto donde se había estancado lacolumna. Un carro se había atascado en el barro.

—¡Malditos carros! Aramo, Taranis, Abieno,Cirmio, bajad del caballo y seguidme —ordenóDegecio.

Degecio pasó entre los legionarios queestaban intentando que el carro siguiera en ladirección que estaba llevando la columna.

—Soldados, este carro tardará mucho en salirhacia delante. Además, la rueda está casi rota. Hayque tirarlo a un lado. Vamos, ayudadnos.

—Pero este carro lleva comida y piezas deartillería —le replicó un optio.

—¿Quién se comerá esa comida y dispararáesa arma cuando estés muerto? Vamos, porJúpiter. ¡Empujad!

Degecio y sus astures, ayudados por los

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legionarios que estaban cerca, empujaron el carrodesde un lado, y después de unos segundos deforcejeo, el carro empezó a ladearse hasta que porfin cayó hacia un lado, rodando hasta el río con granestrépito.

—¡Seguimos adelante! —vociferó Degecio.—Decurión —dijo un oficial a Degecio—, tiene

órdenes de adelantarse a la expedición con unoshombres y buscar un lugar donde acampar.Póngase en camino al instante.

—Por fin una orden sensata, aunque noscueste la vida. Manio, quedas al mando del resto dela turma. Vosotros seis, conmigo.

Entre esos seis estaban todos los hermanosexcepto Serbal y otros tres astures, Abieno, Tarno yAbario , un luggon que podía pasar perfectamentepor germano por su piel, ojos y pelo claros. Degeciose subió al caballo y les hizo una seña de que losiguieran. El oficial romano que les había dado laorden también había ido con ellos, pues debía deregresar junto a Varo. Iban en fila para poderadelantar como buenamente podían a la columna.

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Avanzaron hasta llegar a la cabeza. Allí, el oficial lesdejó seguir adelante y les avisó de que esperarannoticias suyas.

—Ese es Varo —les dijo Degecio en voz bajamientras les señalaba al gobernador.

A Taranis le sorprendió la apariencia de Varoal verlo tan de cerca. Esperaba un hombre con másporte militar, no alguien con apariencia de haberllevado una buena vida dentro de muros de palacio.Ahora comprendía su paupérrima fama como jefemilitar entre los soldados. Comparándolo conDegecio, parecían hombres de mundos distintos.

—A partir de aquí, silencio absoluto. Noscomunicaremos por gestos. Vamos a entrar enterritorio enemigo. Así que mientras que podamos,hay que evitar ser vistos. Nos dividiremos en dosgrupos de tres para abarcar más terreno. Taranis,llévate a Aius y Abieno. Yo me voy con Aramo yTarno. Investigaremos a tres millas de distanciacomo mucho. En todo caso, volved antes delatardecer.

Los seis jinetes se dividieron en los dos

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grupos. Taranis se quedó sorprendido a la vez quehalagado de que Degecio delegara en él. Partieronen direcciones contrarias. El grupo de Taranis,siguiendo las instrucciones del decurión, cabalgabaen silencio. Después de un buen rato no habíantenido ningún contacto con el enemigo.Probablemente solo estuvieran alrededor de lacolumna en marcha. Tras media hora rastreando,encontraron lo que estaban buscando. El bosquedejaba paso a un gran claro, donde parecía habertenido lugar un incendio. Se podían ver muchostocones de árboles calcinados.

—Debemos volver e informar —susurróTaranis.

Los tres soldados volvieron en dirección allugar donde habían dejado al ejército. No podríanhaber avanzado mucho teniendo en cuenta lavelocidad a la que se movían. Cuando estabanacercándose, vieron un gran contingente desoldados a pie y a caballo.

—Es Arminio. Lo vi en el campamento yrecuerdo muy bien cómo era —dijo Aius—. Son delos nuestros, vamos a avisarlos. Ya nos han visto.

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—Es Arminio, es cierto, pero espera. No mefío.

Arminio pareció dar una orden y una docena dejinetes germanos salieron al galope en su dirección.

—¡Mierda! El germano tenía razón. Arminioestá detrás de la emboscada. Abieno, tú y yointentaremos despistarlos. Aius, trata de llegar einforma de que hemos encontrado un claro y de queArminio nos ha traicionado. ¡Rápido!

Abieno siguió a Taranis mientras que Aiussalió al galope en dirección contraria.

—¿Qué sabemos de Arminio? Sus tropas nos

serían ahora de gran ayuda —se lamentaba Varo—.Probablemente esté acudiendo al punto de reuniónsin saber nada de esto. Deberíamos mandarle unmensajero.

Los oficiales se miraron entre ellos. La columna

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seguía avanzando a su penoso ritmo. Ahora por lomenos había dejado de llover con tanta fuerza. Losdioses les estaban dando un pequeño descanso. Ylos germanos parecía que también. Varo yapensaba en las crueles represalias que sufrirían losgermanos por esta terrible afrenta. Pagarían concreces todas las gotas de sangre romana que seestaban derramando.

—Hace ya media hora que no atacan.Probablemente hayan pensado que es una locura.Pues no por eso nuestra venganza será menor.Arrasaremos todos los poblados. Esto no se volveráa repetir.

—Señor, uno de los jinetes que envié vienehacia aquí. Veamos qué nos dice.

El jinete era un soldado de las alas.Probablemente sería del ala astur. Llegaba agalope tendido y parecía herido.

—Infórmanos, soldado —le ordenó el oficialque había ordenado la expedición dereconocimiento—. ¿Dónde está el decurión?

—Señor, el decurión Degecio nos dividió en

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dos grupos. El mío ha encontrado un claro que se haformado por un incendio, a una millaaproximadamente. Allí podremos reorganizarnos yacampar. El resto de mi grupo está intentandodespistar a los germanos.

—¿Os habéis topado con el enemigo? ¿Eranmuchos?

—Señor... Parecían ir en dirección a engrosarlas filas de los germanos parapetados. No creo queestén en el camino. Eran todos los germanosauxiliares de Arminio más un buen puñado dehombres a pie. Arminio... —Al ver el rostro de Varoenrojecer, el joven astur pareció escoger bien laspalabras—. Arminio nos ha traicionado.

—¿Cómo? —bramó Varo—. ¿Seguro que eraél? ¿No sería otro germano parecido?

—No, señor, lo vi bien, era él, llevaba suarmadura...

—No puede ser. ¡Arminio, no! ¡Maldito sea!¡Arda en el infierno toda la eternidad! Bastardotraidor —seguía maldiciendo Varo—. ¡Lo empalaré!¡Lo deshollaré!

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—Señor, debemos seguir.Varo intentó calmarse, aunque la noticia de la

traición de Arminio le había encendido. Debíadespejar su cabeza para poder pensar. Cuandoestaba intentando analizar la situación, oyó algo queno le era familiar. Ese algo eran cuernos de guerragermanos. Volvían a atacar.

Los germanos habían cargado de nuevo de

manera brutal y causaron numerosas bajas. El sueloera una mezcla de barro, sangre y cadáveres. Losciviles tampoco se habían librado de la matanza al ircon el convoy. Las bajas a lo largo del día estabansiendo muy numerosas en el bando romano,mientras que no se veían muchos cuerpos degermanos tirados en el suelo.

Después del último ataque, habían tenido otrorespiro que habían aprovechado para seguirprogresando. Aius calculaba que les quedaba muy

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poco para poder llegar al claro que habíandescubierto. Todavía estaba cansado después dela pelea con los dos germanos. Se habíadesembarazado de ellos con el arco, aunque uno lehabía herido lanzándole un hacha, pero no era nadagrave. Daba gracias a las horas que dedicó enAstúrica a practicar con el arco. Estaba preocupadopor la suerte de sus hermanos. A Taranis lo habíadejado cuando lo perseguía una docena degermanos, aunque le consolaba la idea de queTileno era un caballo excepcional. De Aramo sabíamenos todavía, pues había ido con Degecio.

Al poco tiempo llegaron al lugar indicado,después de varios hostigamientos por parte de losgermanos. Ya habían llegado algunas cohortesantes que ellos y estaban preparando la defensa delterreno. Unos construirían el campamento mientrasotros estarían vigilando para repeler cualquierposible ataque. Aius pidió permiso a Manio parabuscar a sus hermanos, que en consideración a lapeligrosa misión que Aius había llevado a cabo,accedió. Se dispuso a ello con Serbal. Después devarios minutos de busca infructuosa y angustia, oyó

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una voz que le hablaba.—Soldado, ¿qué hace? ¿ Por qué no está con

su turma?—¡Taranis! —exclamó Aius—. Estáis bien los

dos… Pero cómo…—Los germanos nos perseguían cuando

Aramo y Degecio aparecieron. La lucha, pese aestar en inferioridad, se inclinó a nuestro lado sobretodo gracias al hacha de Aramo y la espada deDegecio. Los tres germanos que quedaban al finalsalieron huyendo.

—Aius estaba nervioso. Si ya le decía yo queno os quieren ni en el infierno —dijo Serbal consorna, aunque con alivio en su voz.

Los hermanos, disfrutando de aquella pequeñaalegría dentro de tan caótico día, se dirigieron adonde se había estacionado la turma para ayudaren las labores de construcción del campamento.Varias cohortes guardaban el perímetro para poderpermitir las tareas.

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Varo intentaba asimilar la traición de Arminio.

Segestes se lo había advertido varias veces y nohabía podido o no había querido verlo. No parabade caminar en su tienda con los brazos cruzadospor detrás de la espalda ante la mirada de susoficiales. Veía en sus caras el reproche de no habertomado las medidas adecuadas. Después de unoslargos instantes de incómodo silencio, uno de losoficiales lo interrumpió.

—Señor, el ejército entero ya ha llegado alcampamento. Estamos esperando un informe másdefinitivo de las bajas, pero… creo que hemosperdido un tercio de las fuerzas.

—¡Un tercio! ¡Por Marte!¡ ¡Cómo hemospodido perder un tercio de los hombres frente aesos salvajes! —bramó Varo—. Lo pagarán consangre. Sobre todo Arminio .Quiero que ofrezcáisuna recompensa a quien me lo traiga vivo. ¡Loquiero vivo! Lo despellejaré con mis propiasmanos…

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—Señor, hay que dar las órdenes para mañana—dijo Servio con timidez.

—Es cierto, Servio. Mañana… —Después deunos segundos acariciándose el mentón, dijo—: Yaque estáis aquí, decidme qué haríais en mi lugar.

—En medio de estos bosques nuestras fuerzasno tienen su poder habitual. No podemos presentarorden alguno de batalla. Ellos conocen mejor elterreno y están más avezados a estas tácticas dedesgaste. Debemos abandonar toda laimpedimenta y volver rápidamente a nuestrocampamento de verano.

—¿Dejar todas nuestras pertenencias enmanos de esos salvajes? —replicó Varo.

—Señor… Los carros nos retrasan y ademásobstaculizan el camino al atascarse sus ruedas enlos lodazales. Debemos partir con lo indispensable.Ya contamos con un tercio de hombres menos. Conel retraso debido al avance de la población civil,tenemos bastante.

Por el silencio de los demás oficiales, Varoentendió que todos compartían la misma opinión.

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Siguió pensando mientras caminaba y escrutabalos rostros de los oficiales, todos casco en mano.

—Está bien, dejaremos toda la impedimentaaquí y avanzaremos a marchas forzadas endirección a Vétera. ¿Cuántos días calculáis que nostomará llegar?

—Es difícil de calcular. Dependerá mucho delas condiciones que nos encontremos. Si el climasigue como hoy, eso nos retrasará sobremanera. Yel terreno por el que debemos volver no es conocidopara nosotros, pero sí para ellos. Nos hemosadentrado lejos de las vías habituales. Debemosbuscar lugares abiertos, y si es posible, presentarbatalla en alguno, aprovechando nuestras ventajastácticas.

—Sea pues, Servio, comienza con lospreparativos de mañana. Tienes plena potestad.

Varo le cedió la iniciativa a su oficial, ya que seveía sobrepasado ante los acontecimientos. Losasuntos militares sobrepasaban sus habilidades,aunque no lo reconociera públicamente. Pero podíaver cómo sus oficiales sí lo pensaban. Así pues,

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delegaría en ellos, pues varios eran veteranos devarias campañas.

El campamento se había montado finalmente,pese a las escaramuzas germanas. Después de laeuforia inicial del reencuentro entre los hermanos, lamoral ahora no se encontraba alta. El ver que lasbajas habían sido muy grandes, y que las de losgermanos no habían ido en consonancia, no inflabalos ánimos. La turma de Degecio no había tenidograndes pérdidas en comparación con otrasunidades, pues solo habían caído seis hombres.Degecio, pese a que él mismo sabía de lo delicadode la situación, intentaba animar a sus hombres. Noera fácil, teniendo en cuenta que se podían oír losalaridos de dolor de los oficiales capturados por losgermanos, que estaban siendo torturados.

—Con esos aullidos no vamos a pegar ojo entoda la noche —dijo Aius.

—Díselo a los soldados que están torturando—replicó Aramo.

—Yo dormiré bajo mi escudo. No han paradode caer flechas y jabalinas, no con la misma

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intensidad que en el bosque, pero…— comentóAius.

—Vamos, muchachos, están consiguiendo loque quieren. No podemos hacer nada por esospobres diablos. Lo mejor que podéis hacer esdescansar cuando no os toque guardia. Mañananecesitaréis vuestras fuerzas intactas, y no quieroque me cojan esos salvajes porque mis hombresestán medio dormidos, por Júpiter. Si me llegan atorturar, vuelvo de la tumba y os despellejo uno auno. —Degecio intentaba animarles.

—¿Hay alguna orden para mañana, decurión?—preguntó Abieno.

—Las órdenes son volver a Vétera, es decir,volver al Rhin. Mañana dejaremos todos los carros ycualquier impedimenta que nos retrase, excepto lamilitar. Trataremos de abrirnos paso. Podéis rezar alos dioses para que el tiempo sea mejor mañana.

Al decir esto, Nevio pasó cerca dedicándolesuna despectiva mirada, especialmente a Taranis.

—Taranis, tu amigo parece que sigue vivo —dijo Serbal—. No sé si tendrías que tenerle más

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miedo a él o a los germanos.De repente, un objeto cayó cerca de ellos e

interrumpió la conversación. Aius se acercó y fueincapaz de reprimir una arcada. Taranis seaproximó para ver qué producía tal desagrado en suhermano. Era la cabeza de un soldado romano.Degecio cogió una manta y se apresuró a taparla.Cuanto menos la vieran sus hombres mejor. Lamisma escena se repitió en muchos lugares delcampamento. Los germanos estaban tratando dedesmoralizar a sus enemigos. Después, loshombres de Degecio intentaron dormir algo, peroen la mayoría de los casos sin éxito. Taranis estabaintentando entrar en calor al lado del fuego,pensativo.

—Tampoco puedes dormir, ¿verdad? —le dijoAramo.

—Lo cierto es que no, no puedo dejar depensar si saldremos de aquí, y si…

—¿Estás pensando en Deva? Como oscomplicáis la vida con las mujeres. Sólo sirven paradar problemas. Al menos Serbal pierde la cabeza

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por cualquiera que se le ponga a tiro. Pero tú, con lacantidad de mujeres que hay, solo ves a una queestá a miles de millas de aquí.

—Si algún día te enamoras, lo comprenderás,hermano.

—No, Taranis. No verán tus ojos que Aramo semeta en un lío de esos. No digo que no me gusten,pero estar pendiente siempre de la misma mujer…no, gracias. Ahora debemos preocuparnos desalvar el pellejo. Si salimos de esta, ya tendrástiempo de pensar en ella.

—Supongo que tienes razón, pero no es tanfácil…

Aramo le dio un par de palmadas en el hombro.Ninguno de ellos pudo pegar ojo, así que estuvieroncharlando hasta muy tarde. Pasaron la noche envela, ya que la tensión les impidió conciliar el sueño.Antes de despuntar el alba, comenzaron lospreparativos para la marcha. Las caras de todos lossoldados eran una mezcla de todo tipo desensaciones, ninguna positiva. Tristeza por haberperdido amigos, cansancio por no haber dormido,

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tensión por lo que había acontecido y por lo queestaba por venir… Muchos debían dejar susbotines, pero la jornada anterior les había enseñadoque cargados no podrían llegar muy lejos.

Partieron de nuevo, esta vez con un tiempomás benévolo, aunque con los caminos algoembarrados todavía, fruto de la tormenta del díaanterior. Esta vez se tomaron más precauciones ala hora de configurar el orden de marcha. De nuevocolocaron a la turma de Degecio en la partedelantera. Bien es cierto que el terreno no lespermitía muchas alegrías tácticas. Cada hombre ibaen completa tensión esperando que en cualquiermomento volvieran a ser atacados. Los germanosparecían haberles dado un pequeño respiro, puesno había indicios de actividad germana deimportancia.

—Señor, ¿por qué los germanos no nos estánhostigando? —le preguntó Taranis a Degecio.

—Pues teniendo en cuenta todo lo que hemosdejado atrás en el campamento, probablementeestén ocupados saqueándolo. En cuanto acaben,volverán a por nosotros, no os hagáis ilusiones.

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Seguid con todos los sentidos puestos en elbosque.

A medida que avanzaba la mañana, el paisajeiba cambiando poco a poco y el bosque parecía sermenos frondoso. La novedad ahora eran losbarrancos que veían a lo lejos y por los que debíanpasar. Taranis pensó que ese era otro lugar idóneopara otra celada. De momento no había claros enlos que poder presentar un combate ordenado.Antes de llegar a los barrancos, el bosque volvió acerrarse y los zapadores romanos debieronponerse en vanguardia, a trabajar duro para permitirel avance de la columna. Las horas seguíanpasando y ya habían dejado atrás el mediodía.Después de tanta tranquilidad, cuando circulabanpor una parte del bosque especialmente salvaje, elhorror comenzó de nuevo. Proyectiles de todo tiposilbaban entremezclándose con aullidos de dolor.Por doquier, los legionarios eran alcanzados.Taranis no solo estaba preocupado por él, sinotambién por Tileno, que era un blanco fácil, aunquehasta ahora se las habían apañado bien.

Uno de los astures que marchaba al lado de

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Taranis pareció perder el control debido a latensión. La situación le estaba sobrepasando. EraGerio, un luggon. Empezó a gritar a la vez quegesticulaba ostensiblemente, con el rostrodesencajado, dejando de protegerse]con el escudo.Taranis trató de advertirle, pero cuando se acercó aayudarle vio cómo una flecha le atravesaba el cuelloy le seccionaba la yugular, cayendo al barro yahogándose en su propia sangre. La cara de Gerioen el suelo era una tétrica mueca, mezcla de unhombre que ha perdido la cabeza y ve que la muerteha venido a buscarle. Taranis se quedó paralizadodurante un instante hasta que una voz lo sacó de suensimismamiento.

—¡Taranis! —le gritó Aramo—. ¡Cúbrete yavanza!

Taranis hizo caso de su hercúleo hermano ysiguió avanzando, cubriéndose de la lluvia deproyectiles.

—Permaneced juntos, ¡hijos de mala madre!No os separéis aunque llueva fuego del infierno,¡por Cástor y Pólux ! —ordenaba Degecio—. Sialguno intenta algo por su cuenta será pasto de los

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buitres.Esta vez el ataque no había sido tan grave

como los del día anterior. El tiempo estaba siendomás benigno y el factor sorpresa ya no era tal. Lamoral sí jugaba en contra de los romanos, puesmantenerla no resultaba fácil para los oficiales, asícomo la disciplina.

Durante una hora sufrieron varias andanadas,esperando que en cualquier momento los germanosse abalanzaran al cuerpo a cuerpo. Y ese momentoacabó llegando.

Ya habían pasado unas horas y los germanos

no habían dado señales de vida. Probablemente lohabían pensado bien y habían recapacitado sobrelas consecuencias de rebelarse contra Roma. Siera así, Varo volvería con nuevas legiones y borraríadel mapa a aquellos salvajes. Llenaría de cruces loscaminos de Germania. El escarnio sería tal, que iría

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de boca en boca siglos después. Parecía que losdioses hoy estaban a su lado, pues el tiempo habíamejorado e incluso había ratos en los que hacía sol.«Eso animará a la tropa», pensaba Varo. Empezó aescuchar la conversación entre sus oficiales.

—Mantén siempre un puñal guardado por siquedamos rodeados y no hay escapatoria. Es mejormorir a manos de uno mismo que de esos salvajes.Las torturas a las que someten a los prisioneros soninenarrables. Cuando serví en tiempos de Druso, untribuno de la legión fue capturado y se cuenta quetardó cuatro días en morir entre horribles torturas.Los germanos lo torturaban lo justo para no matarle,pero sí para que desease morir cien veces.Finalmente murió al poder clavar su propia cabezaen un hierro al rojo que le habían acercado. En elarte de infligir dolor no son tan primitivos.

—Mis hombres me han dicho que toda la nochese han oído los alaridos de los soldados y oficialesque estaban siendo torturados… —El oficial hizouna pausa para tragar saliva—. Creo que hacenaltares con los huesos de sus enemigos.

Varo se estremeció al oír esa conversación.

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Desde luego no quería pensar lo que le harían sillegaban a capturarle. Si prendían al mismísimoVaro, los germanos sacarían lo mejor de sí mismoscomo torturadores. Dejó de escuchar aquellosoficiales y se dirigió a Servio, buscando algo decharla para distraer la mente de aquellospensamientos.

—Servio, los germanos hoy no están tancombativos, si la suerte nos sigue acompañandopuede que lleguemos a nuestro objetivo sin sufrirmuchas más bajas.

—Si le soy sincero, señor, me preocupa másque no hayan atacado que lo que pudieran estarhaciendo. Algo estarán tramando. No son unossalvajes melenudos que no saben lo que hacen.Tienen un líder. Y ese líder conoce nuestros puntosfuertes y nuestros puntos débiles. Tiene la ventajade conocer el terreno y de desenvolverse mejor enél. Con otra jornada como la de ayer, no sé lo quepodríamos aguantar.

—¿Tú que harías si fueses Arminio, Servio?—Pues haría exactamente lo que él está

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haciendo. No atacaría en campo abierto, puessabría que las legiones romanas me aplastarían. Iríaminando las fuerzas y la moral hasta asestar elgolpe definitivo. Y sabrá dónde y cómo darlo. Loslegionarios romanos son los mejores soldados delmundo, pero en estas condiciones no sé sivencerán.

Desde luego que si Servio pretendía animarlo,tenía una extraña manera de hacerlo. Varo anhelabacon todas sus fuerzas estar ahora mismo en Siria,lejos de aquella humedad de los bosques deGermania que calaba los huesos. O en Roma. Dehecho, deseaba estar en cualquier lugar excepto enaquella tierra mil veces maldita.

—¡Señor, a cubierto! ¡Los germanos atacan denuevo!

Arminio volvía a la carga. El hombre en el quehabía confiado ciegamente podía ser el que cavasesu tumba. Que Júpiter le maldijera por su estupidez.Esta vez la codicia podía resultarle muy cara.

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La carga de los germanos había sido, como de

costumbre, brutal. Además habían aprendido del díaanterior, y allí donde veían que centurias másveteranas podían plantar una resistencia más feroz,no atacaban con tanto ahínco. La turma de Degecioestaba recibiendo la carga de un buen puñado degermanos. A su lado estaba una centuria que hizocausa común a la hora de intentar repeler el ataque.Degecio le hizo una seña al centurión, querespondió asintiendo.

—¡Muchachos, atrás! Nos reagrupamos,abandonad la primera fila de combate tras loslegionarios.

Dicho esto, los jinetes de la turmaretrocedieron. Degecio les indicó por gestos queintentaran rodear la parte derecha de la línea quehabía formado la centuria, cargando para intentardebilitar esa parte. Sería complicado por el pocoespacio de que disponían y la cantidad de árbolesque les impedían maniobrar, pero el propio

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Degecio, vociferando como un demente se puso ala cabeza y cargó. El primer germano que estaba ensu camino cayó bajo los cascos de su caballo, quele fracturaron el cráneo. Su compañero apenas tuvotiempo de darse cuenta de que el bravo decuriónromano le había sesgado el brazo izquierdo de untajo. Se puso a gritar viendo el muñón sangrandocomo si fuera un sifón. Enardecidos por sudecurión, los demás atacaron. Taranis observó queAius estaba dejando a un lado sus miedos yembestía con la misma furia que los demás. Lasreacciones de una persona en aquellascircunstancias eran impensables.

Taranis cargó contra un germano que portabaun gran escudo con un oso pintado. La primeraestocada chocó el suyo, y después contraatacó consu lanza contra el pecho del astur. Este,reaccionando a tiempo, también utilizó su escudopara parar el ataque, aunque el arma penetró varioscentímetros. La lanza quedó clavada, hiriéndolelevemente. Taranis arrojó el escudo a un ladorápidamente, y le asestó un tajo con la espada a sucontrincante sin que pudiera esquivarlo. Su arma

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abrió la cabeza del germano, salpicándole en lacara y el pecho. En el devenir de la refriega sushermanos se abrían paso entre la marabunta degermanos. Serbal mataba con una precisiónmatemática, como si llevara toda la vida haciéndolo.Taranis tenía que reconocer que su hermano ledaba un poco de miedo cuando luchaba, aunqueera un alivio tenerlo combatiendo a su lado. Aramocubría el flanco de un envalentonado Aius.

Taranis vio cómo el caballo de Aramotropezaba con un cadáver, derribando a suhermano, lo que aprovecharon dos germanos paraabalanzarse sobre él. Taranis, espoleó a Tileno enesa dirección. Vio a un germano que estaba en sucamino y cargaba contra él, mientras gritaba con ungesto iracundo que acentuaba el belicoso aspectoque le daban las pinturas de guerra. Sin escudo,cuando se estaba acercando a su enemigo, se dejócaer a un lado, agarrándose fuertemente con laspiernas a Tileno, mientras el germano le lanzaba suarma hacia donde había estado su cara unosinstantes atrás. Esa maniobra la habían hecho pordiversión cientos de veces en su añorada Asturia. El

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guerrero bárbaro solo pudo intentar sujetarse lastripas que le salían por el enorme boquete queTaranis le había abierto en el abdomen con laespada.

Taranis se reincorporó y siguió cabalgando.Vio que Aramo estaba intentando parar los golpesdesde el suelo, y a continuación cómo Aius se habíaprecipitado desde el caballo para empujarles. Aiuscayó rodando al lado de un germano, que acababade derribar a un legionario, y vio en su hermano unapresa fácil. El guerrero nórdico.se disponía adescargar un hachazo contra la cabeza de Aius.Taranis instintivamente echó mano a la alforja yagarró una jabalina. «Menos mal que me quedauna», pensó. La disparó y afortunadamente paraAius atravesó el pecho del germano. Aramo paraentonces ya estaba en pie y había tomado lainiciativa.

A los pocos segundos, los germanosempezaron a retroceder, y como ya iba siendohabitual, parecieron fundirse con el bosque al huir.Esta vez no había sido tan fácil para los asaltantes,aunque los soldados de Roma no sabían qué

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resultado estarían teniendo las escaramuzas que seestarían produciendo a lo largo de la columna.Degecio les apremió a seguir avanzando. Taranis,Aramo y Aius se miraron con cierto alivio yagradecimiento.

—Vamos, hermanitos. ¿Queréis que llame a laabuela para que os cuide? —les dijo Serbal.

No perdía el humor ni en medio de aquelatolladero. Estaban rodeados por enemigos en losbosques de Germania, pero no perdía la ocasión demofarse de sus hermanos. Taranis no sabía siadmirarlo o estrangularlo, aunque no pudo evitar unasonrisa al pensarlo. Al seguir avanzando, vieron quelos combates no habían sido muy favorables enotras zonas, pues los cadáveres de los legionariosromanos tapizaban el suelo, lo que no elevó elespíritu de los astures. A lo largo de la tarde,volvieron a recibir ataques de armas arrojadizasdesde la espesura.

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En la parte más adelantada de la columna,

donde Varo se encontraba, las cosas tampocomarchaban muy bien. Como en muchas partes delcamino, los soldados intentaban protegerse de laslluvias de proyectiles y de las posteriores cargas.Varo ya empezaba a dudar de que pudieran salirvivos de allí. Sus huesos blanquearían aquellosmalditos bosques, como había dicho Segestes. Lecorroía el alma imaginarse a Arminio con unasonrisa viendo a su ejército aniquilado. Augustomontaría en cólera y el nombre de su familia caeríaen el deshonor.

—¡Señor! —le advirtió Servio—. Losexploradores nos han informado de que un pocomás adelante hay un terreno favorable.

—Ya era hora, ¡por Marte! ¡Algo favorable porfin! — exclamó Varo mirando al cielo—. Debemosllegar allí rápidamente y establecer un orden debatalla. Extiende la noticia, que se vayacomunicando hacia atrás.

—Será difícil que los germanos nos plantencara, señor. Esperemos que su espíritu belicoso los

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cara, señor. Esperemos que su espíritu belicoso lostraicione, pero no confiaría mucho en ello.

—¡Da las órdenes y deja de lamentarte comouna vieja! Los aplastaremos si conseguimos formar.¡Quiero formación de batalla en ese claro!

El oficial, con rostro cariacontecido, dio mediavuelta y se dispuso a cumplir las órdenes. Al pocotiempo de seguir avanzando, llegaron a la zonaindicada. Era un enorme claro. Varo vio cómo loslegionarios, pese a estar exhaustos y con la moralpor los suelos, volvían a ser esa máquina de guerradisciplinada. Coordinadas por sus oficiales, lascenturias de soldados iban formando en el centro.Por fin empezaban a parecer un ejército. Se podíaver en la cara de los soldados el alivio por habersalido de los oscuros bosques y poder formarhombro con hombro, como normalmenteacostumbraban. Muchos soldados llegaban entropel, pero una vez entraban en el claro, ocupabanrápidamente sus posiciones bajo los gritos de losoficiales. Parecía que aquel claro transformara a loshombres. Varo, por fin, vio esperanza. Si losgermanos atacaban aquí, podrían ganarles.

En el otro lado del claro empezaban a aparecer

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En el otro lado del claro empezaban a aparecermás y más germanos, aunque no en un númerotodavía importante. «Venid todos, bastardos, así ospodremos aniquilar de una vez», pensaba Varo.

Taranis quedó algo perplejo al salir de aquellos

bosques y llegar a aquel enorme descampado. Yacasi le parecía raro que el paisaje no estuviera llenode árboles, barro y cadáveres. Vio cómo seempezaba a establecer un orden de batalla. Variascohortes ya estaban formando el centro.

—Vamos, señoritas, debemos apostarnos enel flanco derecho de la formación, órdenes delprefecto —les dijo Degecio.

—Decurión, ¿los germanos realmente nos vana presentar batalla? —le preguntó Taranis.

—Sería una gran noticia que ahora,creyéndonos presa fácil, nos atacaran. Seríanuestra única oportunidad. Si no lo hacen, creo quela próxima vez que intentemos plantar batalla será

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en el Elíseo —le contestó Degecio con una risanerviosa—. Aunque ese cerdo de Arminio esinteligente y no creo que se preste al juego.Esperemos que pese la indisciplina de losgermanos.

—Tengo ganas de librar mi primera batalla encondiciones. Estoy harto de luchar en bosquesdonde no hay sitio ni para sacudírtela —dijo Serbal—.A ver si estos perros tienen huevos a venir ahora.

Mientras los astures conversaban, seguíanentrando más y más soldados. Aún no se podíahacer un balance de las bajas del día. Hasta que nollegara la mayoría de la expedición, no se harían unaidea. El ánimo de los astures se había recuperadoun poco al ver que por fin podrían tener algo deventaja.

—Es la primera vez que estamos ante algoparecido a un ejército en formación —apuntó Aius—. No habíamos presenciado nada más queescaramuzas aisladas, por no decir que no hemosvivido más que masacres. Parece que, demomento, los germanos no se deciden a atacar,aunque ya han acumulado un buen número de

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guerreros. Por lo menos, debe haber unos dos milgermanos y siguen llegando de dentro de losbosques.

—Estos días se habrán unido más germanos aArminio. Las noticias de que el ejército romano estásiendo derrotado habrán corrido entre las tribus y sehabrán ido uniendo más hombres. Estánenvalentonados. Nosotros somos la carroña y elloslos buitres —dijo Taranis.

—Yo no los culpo. Están defendiendo su tierra.Si nosotros hubiéramos nacido cincuenta añosantes, habríamos luchado contra los romanos y nocon ellos. Aunque ahora me apetezca degollarlos atodos, los admiro. Además, no se puede decir quesean cobardes precisamente —afirmó Aramo.

—El problema no es solo que ellos cada vezsean más. Es que a nosotros nos estánesquilmando y no vamos a tener refuerzos. Ahoramismo, si la batalla siguiera en el infierno,estaríamos ganándola. Somos muchos más allí —añadió Serbal con una irónica sonrisa.

—Si me hieren de gravedad, prometedme una

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cosa. No me dejéis vivo —dijo Aius solemnemente—. He oído los gritos de los prisioneros y no quieroque me torturen como a un perro.

Hasta el momento, no habían pensado en eso ya Taranis se le heló la sangre en las venas. No soloporque pudieran ser torturados, sino por el hecho detener que rematar a su hermano. ¿Sería capaz?

—Dejad de pensar en eso y procurad seguirvivos. Le prometí a la abuela que cuidaría devosotros, así que sacaré vuestros culos sanos ysalvos de aquí. Además, recordad que tenemos unaserie de cuentas pendientes en casa. No es debuena educación no pagarlas —les dijo Taranisintentando quitar hierro al asunto.

—¡Por las tetas de Navia! ¡Atacad bastardos!—gritó Aramo—. Estoy hasta las narices de estapuñetera espera.

El que normalmente era más apacible de loscuatro parecía muy agitado en cuanto había queluchar. Parecía como si descargase en la batallatodo lo que llevaba dentro. De repente, se oyó sonaruna tuba. Estaba tocando avance. Mientras los

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hermanos esperaban, ya había llegado una buenaparte de los supervivientes. Taranos calculaba , omás bien anhelaba, que quedaran bastantes porvenir. Enfrente tenían ya a un contingente degermanos igual o superior.

—Adelante, nos ordenan avanzar despacio.Quieren provocar a los germanos.

Todos los soldados que ya estaban formadosavanzaron como si fueran uno. La maquinariaromana estaba bien engrasada.

—Tocad avance. Debemos acercarnos.

Seremos una tentación demasiado golosa paraellos. No aguantarán sin atacar.

—Eso espero, Servio—contestó Varo.Varo vio cómo el ejército iba avanzando hacia

su enemigo. Mientras, los germanos les gritaban yprovocaban. Al llegar a unos doscientos pies dedistancia, el ejército recibió la orden de parar y se

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detuvo. Los germanos continuaban haciendo gestosobscenos a sus contrincantes romanos, mientras elgoteo de bárbaros que se incorporaban eraconstante.

—Malditos salvajes, no atacan —se quejóVaro.

—Si Arminio no está aquí, acabarán atacando.En cuanto estén seguros de su superioridadnumérica, se lanzarán a por nosotros.

—Fíjate en ese germano que estáarengándolos. ¿No es Inguiomero?

—Es cierto. Es el tío de Arminio. Si él está almando, ahora estamos de suerte. No es tan frío ycalculador como su sobrino. Es un germano desangre caliente.

Después de unos minutos, muchos germanosse habían incorporado a los que estaban formados.Ya sobrepasarían con creces en número a loslegionarios. Desde luego no debían de haber estaral completo todos. Tras unos instantes, llegó lo quetanto esperaban. La primera fila de germanoscomenzó a correr aullando hacia el frente romano.

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Por fin los germanos se habían decidido. Todos losgermanos que estaban en la planicie corrían haciael muro de escudos que habían formado losromanos. El choque fue terrible, pero la primeralínea de legionarios aguantó el empuje bárbaro.

—Esto no son escaramuzas aisladas en uno deestos malditos bosques, mi buen Servio. Ya sonnuestros —dijo satisfecho Varo—. Por primera vezen dos días la balanza se inclina a nuestro favor.

—Señor, el centro está aguantando yavanzando, haciendo retroceder a los germanos,deberíamos enviar a las alas auxiliares a rompersus flancos.

—Sí, posiblemente sea una buena idea… —admitió Varo—. Aunque parece que, de momento,nuestros legionarios se las apañan bien.

Los germanos caían ante las formacionescerradas de las centurias de legionarios. Cuando unlegionario caía, otro le sustituía. Después de unosminutos de lucha inicial, los cuerpos inertes quepredominaban en el campo de batalla erangermanos. Los romanos también sufrían bajas,

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aunque no en el mismo número.—Da la orden a las alas, Servio… ¿Qué ruido

es ese? —dijo Varo.Se habían oído unos cuernos de guerra

germanos. Los bárbaros miraron hacia dondeprovenía el sonido. Estaban recibiendo órdenes.

—Es ese maldito bastardo. ¡Lo reconocería amillas! ¡ Es Arminio!

—Mal asunto, señor, no creo que permita quela batalla continúe.

Como bien había predicho Servio, Arminioentró en el claro para organizar una retiradaorganizada, no una desbandada que acabara en lamasacre de la mitad de sus fuerzas. Entró en elcampo de batalla con valentía, dando órdenes deque retrocedieran. Los germanos, bajo las el mandode Arminio fueron reculando hasta el bosque, dondehabía apostado un buen número de arqueros queasaetearon a las filas de romanos que perseguíanansiosos a los germanos más rezagados. Desdedentro de los bosques, los germanos lesprovocaban a entrar. Los legionarios, que

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impetuosos les perseguían, acababan en el suelocon una jabalina o una flecha clavadas.

—Se nos ha ido nuestra oportunidad, señor.Debemos decir a los hombres que recuperenposiciones. Si entramos al bosque a pelear, nosdestrozarán. Ya sabemos de lo que son capacesahí. Arminio ha conseguido que una horda degermanos se retire ordenadamente. No es un jefecualquiera, desde luego.

Varo, con expresión iracunda, no sabía si esoera un comentario incisivo contra él. Tampoco leimportaba. La sangre le ardía en las venas. Daríatoda su fortuna por tener la cabeza de Arminio a suspies. Las tubas sonaron y los soldados volvieron aocupar posiciones. Los romanos, en formación,siguieron esperando a que los germanos lesvolvieran a atacar.

—Definitivamente, Varo es un inepto. Las alas

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deberíamos haber penetrado antes en sus flancos—decía indignado Degecio—. No hemosdesenfundado la espada en toda la batalla.

—Al menos hemos ganado —replicó Aius.—¿Ganado? Sí, hemos matado más hombres

que ellos. Pero también han muerto algunos de losnuestros. Ellos seguirán aumentando sus filas,mientras que a nosotros nos van diezmando poco apoco. No hará falta repetiros que no vendránrefuerzos.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó unimpaciente Serbal.

—Las órdenes son que esperemos a que nosvuelven a atacar. Varo piensa que Arminio es tanestúpido como él. Seguirán con su hostigamiento,hasta que vean que la fruta está madura paracomérsela. Para entonces, estaremos todoscorreteando en el Más Allá.

—No tengo intenciones de morir en esta tierra.Es muy húmeda hasta para un astur. No le sentaríabien a mis huesos —dijo irónicamente Serbal.

Todos estallaron en una risa nerviosa. Taranis

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también reía, aunque veía complicado salir de allícon vida. No podrían volver a Noega. No podríancumplir con lo que le habían prometido a su abuela ylo peor de todo, no volvería a ver a Deva. Aunquecada día se preguntaba si le estaría esperando.Tampoco la culparía si no lo hiciera.

Siguieron pasando los minutos y las horas. Losgermanos continuaron agazapados. Todavíallegaban grupos de romanos rezagados. Algunosparecían cualquier cosa menos soldados. Habíansoltado todo lo que les lastrara para huir. A Taranisno le hacía falta ningún recuento oficial para saberque el día se había cobrado muchas vidas. En laturma solo quedaban quince hombres. Dabagracias a los dioses porque sus hermanos y élsiguieran con vida. Degecio, que había ido aconsultar las órdenes, volvió.

—Por hoy no nos moveremos más,montaremos el campamento aquí y mañanaavanzaremos. Es lo que ha decidido nuestroglorioso general Publio Quintilio Varo. Seguro queestará contento por haber ganado una gran batalla.

Taranis nunca había visto a Degecio hablar así

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de un superior, lo cual era un claro síntoma de lareputación de Varo entre la tropa y los oficiales. Elhecho de haber podido luchar cara a cara y conéxito contra los germanos había contribuido alevantar el ánimo de la tropa. Pero al día siguientese encontrarían otra vez en marcha con losgermanos al acecho, pensaba Taranis.

Tras montar el campamento, llegaron los turnosde guardia. Taranis fue asignado al segundo turnocon Serbal. Ya era noche cerrada. Apenas habíanpodido dormir hasta ese momento. No dejaban deoírse los gritos de dolor de los prisioneros.

—Es extraño, hoy parece que los germanoshan hecho más hogueras —dijo Taranis.

—No son hogueras para calentarse —repusoDegecio con rostro sombrío, que pasaba envueltoen su capa a revisar la situación—. Son cajas demimbre ardiendo.

—¿Y para qué quieren quemar cajas demimbre? —preguntó Serbal.

—Eso pregúntaselo a los prisioneros que estándentro.

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Taranis oyó un ruido extraño y súbitamente algole golpeó en el casco. Se puso en guardia, al igualque Serbal. Lo que le había golpeado no eraexcesivamente duro ni tampoco excesivamentepesado.

—¿Qué ha sido eso?Degecio les señaló el suelo. Era un pie

amputado. Taranis y Serbal no pudieron reprimiruna mueca de asco. Esta vez ni Serbal podía hacerun comentario para quitarle hierro al asunto. Seempezaron a oír gritos por todo el campamento y elcaer de objetos al suelo.

—Cerdos bastardos. Saben cómo minarnos lamoral. Están enviándonos una lluvia de miembrosde los prisioneros. No solo nos hostigan de día, sinoque no quieren que descansemos de noche...Estupendo, lo que nos faltaba. Empieza a llover —dijo Degecio mientras la lluvia empezaba arepiquetear en los cascos.

—¿Llegaremos a nuestro destino? —lepreguntó Taranis.

—¿Quieres que sea sincero? —Taranis asintió

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con la cabeza—. Si como parece, mañana tenemoslluvia, volveremos a transitar por lodazales rodeadosde bosques infestados de germanos. El resultado loconocéis. No hay nada que podamos hacer a estasalturas que no sea intentar salir vivos de aquívolviendo al Rhin. Pero no apostaría un sestercio aque lleguemos con vida. Todo para enriquecer aese gordo seboso. Espero que si no salimos deesta, él tampoco lo haga. Su avaricia nos ha llevadoa la ruina. ¡Por Marte!¡Por si fuera poco, esospuñeteros germanos han matado a casi todas lasputas! No podremos ni follar antes de que nosensarte un germano —Degecio hizo una pausa—.Si el panorama se pone muy feo, cada uno acabarápor su lado. Se oyen cosas en el campamento. Siese momento llega, no desobedeceremos órdenes.No las habrá. Si queréis salir vivos de aquídebemos intentar mantenernos juntos. Eso no nosgarantiza nada, pero el ir solo te asegura acabarmuerto en el mejor de los casos. Ya habéis visto lahospitalidad germana.

—Esos cerdos no me cogerán vivo —afirmóSerbal—, y antes de que me maten, me llevaré unos

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cuantos conmigo.—Es una lástima. Aunque me costó bastante,

había hecho una buena turma con unos enclenquesde mierda como vosotros. En manos de un buengeneral quizás os hubiéramos sacado provecho —dijo Degecio con una sonrisa, mientras los dejaba.

—Viniendo de Degecio, eso es todo uncumplido —dijo Taranis.

—Pues sí… ¡Ah! lo que daría yo ahora por unabuena borrachera. Me bebería todo el zythos deNoega. En lugar de estar bebiendo con mujeres,estoy en medio de un bosque de Germania,haciendo guardia con mi hermanito y rodeado deguerreros feroces que quieren degollarme en elmejor de los casos. Desde luego que la suerte mesonríe.

—Dejad de parlotear e iros a dormir —lesinterrumpió un malhumorado Aramo, que llegabacon Aius y otro componente de la turma—. Cambiode guardia.

—Tened los ojos bien abiertos. Hasta ahora noha habido nada más que… Bueno, supongo que lo

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habréis visto…Aius bajó la cabeza . Cuando acercó una

antorcha, vio su cara. Su rostro estaba surcado pordos grandes ojeras, y estaba bastante demacrado.Por mucho que estuviera adaptándose a aquellavida a pasos agigantados, seguía siendo el mismochico al que le encantaba leer latín y cantarcanciones. Taranis y Serbal se fueron a descansar.Consiguieron dormir pequeños lapsos de tiempodebido al enorme cansancio que tenían acumulado,pero no pudieron conciliar un sueño continuo entoda la noche. Taranis tuvo pesadillas conlegionarios muertos que volvían a combatir desde elMás Allá, mientras los germanos masacraban a lossoldados vivos.

—Numonio, ¿cómo va tu caballería?, ¿has

perdido a muchos hombres? —le preguntó Varo aVala Numonio, el jefe de la caballería romana.

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—Supongo que como todos, señor. Hemosperdido aproximadamente la mitad de los hombres—le contestó el oficial romano.

—Dile a tus hombres que estén pendientes delas tubas. La caballería debe estar lista para intentarreforzar aquellos lugares en que la situación seadelicada —dijo Servio.

—Ni el terreno ni la situación son muyfavorables para que ayudemos a nadie. Si nosespera lo de días anteriores, cada uno tendrábastante con apañárselas para intentar llegar alRhin —contestó Numonio, ante la despectivamirada de Servio.

—Servio, ¿cuál es el estado de los civiles? —preguntó Varo.

—Casi no quedan, la mayoría ha caído por elcamino. Puede que queden unos pocos centenares,niños entre ellos.

—Está bien. No quiero ni que se les espere nique se les proteja.

—Pero, señor… —intentó replicar Servio.

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—¡Es una orden! No podemos retrasarnos niperder más hombres por un puñado de viejos,mujeres y niños. Nadie les obligó a venir —afirmóVaro fríamente.

Varo, como en las anteriores jornadas, iba encabeza con su guardia personal y lo que quedabade la primera cohorte de la legión XVIII. Estabanllegando a una zona plagada de ciénagas en el ladoderecho del camino. A la izquierda, había una seriede colinas no muy altas, pero con un tupido bosqueen sus faldas. La vanguardia de la columnacomenzó a adentrarse en aquel terreno. Todos loshombres caminaban con una mezcla de fatiga ytensión, debido a la espera de un ataque de losgermanos. La lluvia no solo no había parado, sinoque arreciaba con más fuerza, cayendo sin piedadsobre los soldados romanos. La marcha continuó ensilencio hasta que fue interrumpida por la caída deun árbol. Unos cincuenta metros más atrás, vieroncómo caían varios árboles, cortando a la caballeríaromana.

—¡Soldados!¡Preparaos! —vociferó Servio—.¡A cubierto, señor! Intentan aislarnos.

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Los soldados romanos juntaron sus escudos,mientras que la guardia de Varo cerró filas en tornoa su jefe. Instantes después oyeron el ya conocidocuerno germano. De la espesura comenzaron a salirgermanos en gran número.

—Esta vez el ataque va en serio, soldados¡Vienen con todo! ¡Resistid! —arengó Servio.

Varo se encontraba aterrado entre susguardias. Darían su vida por él si era necesario,porque ese era su deber, pero muchos de ellos lomiraban con desprecio, pues lo consideraban uncobarde avaricioso. Hasta hace cuatro días, eso leimportaba poco a Varo, pero ahora su vida estabaen manos de esos hombres.

Los germanos, con sus melenas amarradas enuna coleta a un lado de la cabeza, cargaban haciaellos en gran número. Por primera vez en su vida,Varo sintió que quizás no sobreviviría. Comenzó achillar.

—¡Que la cohorte forme aquí también!Proteged a vuestro general, por Júpiter.

Pero ya nada se oía con el griterío de los

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germanos y el posterior entrechocar de las dosfuerzas. Los romanos resistieron bien el primerenvite. Servio sabía que no podrían aguantar mucho.Esta vez Arminio había calculado bien su objetivo.Quería descabezar a su enemigo. Probablementelas demás partes del ejército estarían sufriendoataques similares, aunque quizás para este trozo dela columna se había puesto especial atención enreforzar el ataque. Los legionarios romanos,pinchaban con sus gladios, y caían bastantesgermanos delante del muro de escudos. Estoslegionarios eran veteranos y no eran presa fácil.Pero por cada germano que mataban, otros dosocupaban su lugar. Cuando caía un romano, seabría un hueco más por el que los germanos podíanpenetrar. Después de unos minutos, la fuerza de losromanos empezó a flaquear y comenzaron a ceder.Varo seguía refugiado en el interior de la formaciónde su guardia, pero estos, pese a ser grandessoldados, no podían hacer gran cosa ante laavalancha de germanos.

—¡Servio! —gritó Varo—. ¡Haz algo! ¡Malditoseas, trae refuerzos de la retaguardia!

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—Señor, los hombres que he enviado hancaído como moscas. Además, el ataque es a granescala. Aquí nos tienen bien jodidos, señor.

—¡Aaaah! —aulló Varo. Una flecha le habíaatravesado el hombro. Dos de sus hombrescorrieron a socorrerle mientras sollozaba como unniño.

Servio entró en la formación cerrada de laguardia mientras observaba cómo estaban cadavez más copados. Levantó la vista y unos metrosmás allá divisó al mismísimo Arminio contemplandola batalla. Varo, pese al dolor, miró en esa direccióny, levantando el puño cerrado hacia Arminio,comenzó a maldecirlo. Arminio permanecía en susitio, con una plácida sonrisa.

—Señor, no aguantaremos mucho más,debemos hacerlo… Si caemos prisioneros, ya sabelo que nos espera —dijo fríamente Servio.

—¿Qué sugieres? ¿Intentar salir de aquí acaballo? —preguntó un incrédulo Varo.

—No, nosotros mismos debemos hacer lo quenos van a hacer ellos, pero por nuestra mano y sin

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dolor.—¿Qué? —exclamó Varo con los ojos como

platos—. No…, yo…—¡Maldito cobarde inepto! ¡No puedes ser un

hombre ni al final! —rugió inesperadamente Servio—. Has llevado a la muerte a muchos buenossoldados de Roma por tu maldita codicia. ¡Coge tugladius y hazte un favor, por Cástor y Pólux!

Varo quedó perplejo ante la forma en queServio le estaba hablando. Pensó en decirle quecómo se atrevía a hablarle así, pero vio que ya dabaigual. Su oficial estaba en lo cierto. No había salida.Servio había descargado todo lo que pensaba, yano le importaba. Había sido correcto con Varodemasiado tiempo. Debería haberle plantado caraantes y quizás habría salvado al ejército, pero era unmilitar y debía de respetar la jerarquía. Servio cerrólos ojos, y pensó en su casa de Campania. Sacó sugladius, se puso de rodillas y lo apoyó en el suelocon la punta amenazando su pecho. Miró a Varo.

—Adiós, Publio Quintilio Varo. Recuerda quefuiste tú y tu avaricia quienes enviasteis a estos

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hombres a la muerte. —Dicho esto, Servio seabalanzó sobre el gladius y fue ensartado por él,con un gemido de dolor. Cayó boca arriba con losojos mirando al cielo. Se había atravesado elcorazón.

—Señor, no pueden cogerlo vivo. Yo leayudaré.

Un soldado sacó del estupor a Varo, que viocómo solo seis soldados estaban entre él y losgermanos. Los demás oficiales de su Estado Mayorhabían optado por seguir el ejemplo de Servio. Varoentonces recordó a su padre, que se habíasuicidado tras la batalla de Filipos. La tradiciónfamiliar parecía mantenerse. Con la mirada perdida,Varo se dirigió hacia el soldado, que le ayudósosteniendo el gladius. Haciendo un últimoesfuerzo, se lanzó con todo el empuje de su cuerpo.Sintió entonces una gran punzada de dolor en elpecho. La boca tomó un repentino sabor salado. Lavista se le empezó a nublar. Ya no podría cumplirsus planes de carrera política. Sus grandes planes.Trastabilló, y cayó al suelo, mientras la guardia sesuicidaba o intentaba correr para salvar sus vidas.

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Ya solo estaban las copas de los árboles y el cielo.Lo último que vio Varo fue cómo un hacha seaproximaba hacia su cuello. Después, llegaron lastinieblas.

Los germanos habían derribado árboles por

doquier, aislando partes de la columna. La turma deDegecio estaba ahora luchando, casualidades deldestino, con la turma de Nevio y los restos de unacenturia de legionarios. Los germanos estabanacosándoles con sus lanzas, tratando de matar aljinete o a la montura. Taranis había parado con laespada un par de ataques que podían haberacabado con Tileno. Los cuatro hermanos estabanluchando casi codo con codo. En medio del fragordel combate, un legionario pasó corriendo sinarmadura ni armas, gritando y con la expresiónfuera de sí.

—¡Varo ha muerto! ¡Varo ha muerto!

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Incluso en el estruendo de la batalla, la noticiase fue extendiendo. Todos se miraron conpreocupación, aunque Degecio reaccionó pronto.

—¡Vamos, señoras! Ahora es el momento deque me demostréis que soy un gran instructor. ¡Hayque salir de este atolladero! —bramó Degeciomientras se abría paso hasta Manio, su segundo,que se encontraba al lado de Taranis—. Esto va aser un caos y una masacre. No esperéis órdenes deningún sitio. Debemos permanecer juntos e intentarsalir de aquí. Cuidad de las monturas, serán las quenos puedan salvar. A pie no creo que podamossalir.

Taranis oyó lo que dijo Degecio mientrasluchaba con un germano que intentaba atravesarlecon una lanza. Después de acertarle con unmandoble en pleno rostro, oyó algo inusual. Cuandose dio la vuelta, divisó a lo que quedaba de lacaballería romana, que se acercaba al galope.Taranis pensó aliviado que venían a apoyarles, peroel pensamiento se fue tan rápido como vino, cuandoal darse cuenta de que arrollaban a su paso agermanos y romanos por igual. Estaban huyendo. El

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jefe de la caballería los dirigía. No recordaba sunombre, pero sí el uniforme que portaba. Degeciotenía razón. Esto ya no era una batalla, era unamasacre. Ahora estaba por ver si ellos podríansalvar el pellejo. Taranis siguió combatiendo y pudoatisbar cómo mataban el corcel de Nevio.«Lástima», pensó, «era un gran caballo».

Luchando ahora al lado de Aramo, loshermanos seguían intentando repeler a losgermanos. Ya no había tácticas ni nada que se lepareciera. Eran luchas de hombre contra hombre.Taranis y sus hermanos se afanaban en mantenersecon vida y no perderse de vista. Manio, que seencontraba luchando con un enorme germano con lacabeza rapada, cayó del caballo. Taranis intentóayudarlo, pero pero se sorprendió al darse cuentade que el romano había sido derribado por Nevio.Con una sonrisa miró a Degecio y espoleó elcaballo en la dirección por la que había huido lacaballería romana, tumbando hábilmente a dosgermanos para abrirse paso.

«Maldito bastardo, pagarás por esto» pensóTaranis

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Manio, que estaba a punto de sucumbir ante elgermano, fue salvado por Degecio en el últimoinstante al clavar su espada en el pecho delgermano. Mientras, Taranis se había topado conotro enemigo que no le dejaba avanzar, aunquevarios germanos se abalanzan sobre Manio yDegecio. Taranis paró el ataque del germano con elescudo, hizo que Tileno se encabritara y estegolpeó con los cascos el escudo del germano,derribándole. Cuando el enemigo se incorporaba,Taranis aprovechó para cortar la mano que portabala espada. El germano chilló con horror cuando sumano se desprendió de su cuerpo], a la vez que unchorro de sangre brotaba de su muñeca. Pocotiempo tuvo para lamentarse, ya que el siguienteataque de Taranis le seccionó la yugular.

Cuando Taranis siguió en dirección a Degecioy Manio. Éste último había perdido el escudo ymanejaba la espada con su mano izquierda. Sepercató de que sus hermanos eran conscientes dela situación y estaban tratando de ayudarlestambién, aunque cada uno lidiaba con susoponentes. Aramo le hizo una seña. Comprendió

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que le guardaba las espaldas, para ir a ayudar a sudecurión. El enorme astur, blandiendo en círculos surecién adquirida hacha de doble filo, le facilitó elpaso. Para cuando quiso llegar, Manio ya estabacon una lanza clavada en un costado,defendiéndose con torpes y débiles estocadas. Losgermanos que le rodeaban lo lancearon de nuevo, yle alcanzaron en el pecho. Manio cayó de rodillas yun germano que estaba cerca le asestó un tajo finalen el cuello. Al segundo golpe, la cabeza de Maniorodó por el suelo, ante el aullido de Degecio, quepareció enloquecer arrojándose desde el caballo apor el germano que lo había decapitado. Taranis sequedó helado por un instante, pero tuvo quereaccionar súbitamente, pues dos de los germanosque habían arrinconado a Manio le atacaron.

Degecio, fuera de sí, estaba rodeado porcuatro germanos. Alcanzó a uno de ellos en unapierna, lo que hizo que cayera al suelo. Maldecía alos germanos, a Varo y a los dioses mientras sebatía con los bárbaros. Uno de los germanos intentólancearle en el pecho, pero Degecio lo esquivó ylogró herirle en pleno abdomen con la espada. El

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germano cayó de rodillas y echó sus manos a labarriga, intentando cortar la hemorragia. Soloquedaban el germano que había matado a Manio yotro con apariencia de campesino, pues ibaarmado con una hoz. Cegado por la venganza, selanzó contra el asesino de su amigo, comoimpulsado por un resorte y agarrando la espada conlas dos manos. El germano, sorprendido, apenaspudo apenas pudo esquivarle. El siguiente golpe,con una fuerza brutal de arriba abajo, partió elcráneo del infortunado germano, mientras gritabapreso de la ira. Degecio, de repente, perdió elequilibrio .Cuando cayó al suelo sintió un terribledolor en la pierna. Miró hacia arriba y vio cómoTaranis derribaba al germano con pinta decampesino. Comprobó luego con horror que elcampesino le había destrozado la pierna. Le habíacortado por encima de la rodilla, que se manteníapegada a su cuerpo por unas pocas hebras demúsculo. Perdía sangre a raudales. Degecio semareó.

—¡Degecio! —gritó Taranis inclinándose haciaél mientras sus hermanos los intentaban proteger.

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—Taranis… Para mí se ha acabado… Osespero en el Elíseo, panda de vestales, osprepararé la bienvenida.

—Pero, señor…—No, Taranis. Sabes que no saldré de esta.

Dame mi espada… —Taranis le acercó la spatha—. Intentad huir de aquí. Si os quedáis, moriréiscomo ratas. —Degecio comenzó a toser mientraspalidecía—. No soy muy religioso…, pero si salesde esta, prométeme que sacrificarás un carnero pormí a los dioses, Taranis…

—Sí, Degecio, lo haré —dijo Taranis con losojos llenos de lágrimas. Degecio había sido un buenoficial para ellos. Había sido duro, pero gracias aeso ahora todavía estaban vivos.

—¡Corred! Corr… —Degecio tosió y los ojosse le quedaron en blanco.

Se había ido. Taranis le cerró los párpados ypensó que Degecio estaría ya en el Elíseo. O esoesperaba. Si había un sitio para los buenossoldados, su decurión debería estar allí. No tuvomucho tiempo más para lamentarlo, pues Aramo le

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gritó para que subiera de nuevo a Tileno. Lasituación ya era insostenible en esa zona, suscompañeros de turma estaban cayendo comomoscas y solo aguantaba la centuria que luchabacon ellos, gracias a su férrea disciplina.

—Muchachos, hay que salir de aquí. Esto es uncaos, si nos quedamos, moriremos como ratas.Intentad seguirme, creo que he visto un hueco —lesdijo Taranis, mientras se llevaba con él al caballo deDegecio.

Los hermanos de Taranis, como buenamentepudieron, siguieron a su hermanodesembarazándose de los germanos que se lesoponían. Taranis había visto que, entre la zonadonde estaba la centuria que luchaba a su lado y unárbol que habían derribado, se podía pasar paraadentrase en el bosque por detrás de los germanos.

—¡Pero eso es una locura! ¡Nos meteremos enel bosque! —gritó Aius.

—¡Quédate si quieres! —contestó Serbal—.No creo que nos vaya a ir peor que aquí. El otro ladoes una maldita ciénaga.

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Después de abrirse paso, llegaron al bosque.Los germanos no habían previsto que nadie seinternara, ya que esperaban que los romanos entodo caso huyeran por la ciénaga. Los hermanosdecidieron girar hasta que llegaron a un claro,donde descansaron unos segundos para pensar supróximo movimiento. Desde allí, todavía se oía elfragor de la lucha.

—¿Qué deberíamos hacer ahora? —preguntóAius.

—Dejadme pensar —pidió Taranis.—Yo sé qué vamos a hacer. Salir de aquí a la

voz de ya —dijo Aramo señalando a un nutridogrupo de jinetes que les acababa de descubir—.¡Los huevos de Marte! ¡Vámonos!

Los cuatro hermanos salieron al galopeperseguidos por un grupo de unos veinte jinetes.

De los ochenta hombres de la centuria que

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había salido del campamento de verano, apenasquedaban veinte. Y parecía que no iban a durarmucho si las cosas seguían así. El centurión habíamuerto a manos de un germano, lo que le colocabaal mando de los hombres restantes. Hacía un añoque había sido nombrado optio. Desde luego, sihabía un día para demostrar que él era un buenoficial, era ese. Estaban intentando salir del cercoque les habían impuesto los germanos, y por la fieraresistencia de sus hombres, los germanos nohabían insistido mucho. Ahora preferían ir porpresas débiles. Los germanos estaban masacrandopor doquier, especialmente donde la disciplina yase había quebrado. Casi una cohorte entera rindióarmas. Los pobres diablos fueron pasados acuchillo sin miramiento. Otros les habían ahorrado eltrabajo a los germanos, y por miedo a las torturas,habían seguido el ejemplo de Varo. Siguieronavanzando sin oposición. Cuando parecía quetenían un pequeño respiro, unos germanos, queestaban acabando con los restos de otra centuria,decidieron que era un buen momento para acabarcon otra. Como ya era normal en aquel maldito ylluvioso día, los germanos les sobrepasaban en

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número, y se lanzaron contra ellos.—¡Permaneced juntos! ¡Escudo contra escudo!

—gritó Casio.Aguantaron la embestida como buenamente

pudieron, con un pie adelantado y otro soportandola mayor parte del peso del cuerpo, hombro conhombro. Los gladios salían de entre la muralla deescudos para pinchar los cuerpos de los germanos.Estaban conservando la posición y causandobastantes bajas germanas. Casio estaba orgullosode sus hombres. La situación empezaba a ser másfavorable y comenzaban a ganar terreno. Solo dossoldados romanos habían caído y la superioridadnumérica estaba empezando a equilibrarse. Aquelgrupo de germanos estaba a punto de huir, hastaque por un flanco comenzaron a llegar másenemigos. Y no eran pocos para infortunio de losromanos.

—¡Formación en cuadro! —ordenó Casio.Los legionarios, al ser ya de número reducido

pudieron cumplir la orden, pues una formación deese tipo necesitaba espacio si la centuria hubiera

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estado al completo. Los germanos los rodearon .No había salida posible.

—Enseñemos a estos cerdos cómo muere unromano, muchachos. Llevaos por delante a todoslos que podáis —dijo Casio para luego seguircombatiendo mientras gritaba.

Casio sabía que era cuestión de tiempo.Maldecía a los dioses por dejarlo morir en aquellatierra tan fría y húmeda. A los pocos minutos soloquedaban tres de los suyos, pero se habían llevadoun buen botín de almas germanas antes de morir,aunque no las suficientes para salir de allí. Dosgermanos le atacaron. Casio paró el la embestidadel primero, y pudo herirlo con un preciso mandobleen un brazo, pero el otro cargó con su cuerpo y loderribó. Otro germano más se unió y le pisó laespada para que no pudiera levantarla. Casioesperó entonces el golpe de gracia. Pero en lugarde eso, vio que el germano, con su arma porencima de la cabeza para rematarlo, tenía un astade flecha en la garganta, lo que hizo que cayerahacia atrás. Casio se incorporó y vio cómo un jineteabatía de un hachazo al que le había pisado. Miró

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en derredor y se percató de que sus dos hombresyacían en el suelo.

—¡Vamos! ¡Sube al caballo! Deprisa —le gritóuno de los jinetes.

Eran cuatro los jinetes, que traían consigo uncaballo libre. Uno de ellos llevaba un arco, lo que lehizo suponer que era el que le había salvado la vida.El jinete del hacha era muy alto y fuerte encomparación con los demás y llevaba el cráneorasurado. Eran soldados de una de las alasauxiliares. Casio, sin pensarlo dos veces, cogió sugladio y se subió al caballo, lo espoleó y siguió a losauxiliares. Se abrieron paso con la espada entre losgermanos que quedaban y salieron de allí. Mientrasgalopaban, Casio se acercó al que le habíahablado.

—¿A dónde os dirigís? —le preguntó Casio.—A algún sitio donde no haya germanos, a

poder ser. Intentamos salir de este meollo.Acabamos de dejar atrás a un buen puñado decaballería germana. Parece ser que los llamaronpara agruparse.

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—Me habéis salvado la vida.—Dale las gracias a Aius. Si no fuera por su

habilidad con el arco, los germanos tendrían unacabeza más de oficial romano.

—¿Sois auxiliares, verdad?—Sí. Somos lo que queda de la IV turma de la

IV ala Asturum. Nuestros dos oficiales han caído. Yosoy Taranis.

—Yo soy Casio Querea, optio de la VI centuria,V cohorte, XVIII legión —dijo solemnemente. Os doylas gracias por haberme salvado la vida. Podíaishaber pasado de largo.

—Es que los germanos prefieren a losoficiales. Está bien llevar uno por si acaso —dijouno de los auxiliares.

—Ese es Serbal. Siempre es así, no es nadapersonal… El grandullón es Aramo —dijo Taranismientras Casio agachaba la cabeza en señal desaludo y agradecimiento.

—¿Cómo está el resto del ejército? —preguntóAius.

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—Ya no hay legiones, solo hombres tratandode salvar la vida de este infierno. He visto alaquilifer de otra legión arrojarse con el águila a lasciénagas, para que los germanos no lo capturaran,cohortes enteras rendirse para ser asesinadas…Está todo perdido… —dijo Casio con la miradaperdida y haciendo una pausa—. Pero debemosintentar salir de aquí. Además de salvarnos,debemos informar de lo que ha pasado. En el Rhinprobablemente no sepan nada de esto todavía.

Al huir, se pararon unos instantes en lo alto deuna colina desde la que se podía divisar gran partedel bosque. Por todas partes se veían germanospersiguiendo y masacrando soldados romanos.Había algunos focos de resistencia, aunque notardarían en caer ante el número y empuje de losgermanos. Casio no pudo reprimir que se lehumedecieran los ojos.

Habían conseguido salir con vida de aquella

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matanza, aunque se encontraban solos en medio deterritorio enemigo. El bosque de Teutoburgo habíasido la tumba de prácticamente tres legiones consus tropas auxiliares y los civiles que losacompañaban. Al escapar, se habían encontradocon más soldados que se les fueron uniendo y yaeran unos treinta hombres. Eran restos de legiones,cohortes y alas auxiliares. Casio era el oficial conmás alto rango y se había erigido en el líder delgrupo. Por la noche, terriblemente fatigados,encontraron un lugar que parecía adecuado paradescansar, si es que en aquella tierra había algo deeso.

—De aquí al Rhin lo único que nosencontraremos que pueda sernos de ayuda es elfuerte Aliso, si es que sigue en pie. Debemosmarchar sin descanso y en total silencio. Los quevayan en monturas realizarán labores dereconocimiento por los lugares que pasemos.Supongo que os habrán entrenado en eso —dijoCasio mientras miraba a los astures, que asintieron—. Debemos evitar ser vistos a toda cosa. Nosqueda un mínimo de dos jornadas hasta el fuerte.

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Os quiero a todos con los cinco sentidos alertas.Estableceremos un código de señas y solo sehablará en susurros, siempre y cuando seaestrictamente necesario. Habrá turnos de guardiacuando descansemos. Aunque seamos pocos,seguimos siendo el ejército romano, así que noquiero ningún tipo de indisciplina. El que no esté deacuerdo puede marcharse ahora. —Nadie abrió laboca. Casio prosiguió—. No quiero a nadie conarmadura. Debemos ir lo más ligeros que podamos,así que solo lo imprescindible —dijo ante la atónitamirada de los soldados. Si los germanos noscogen, ya habéis visto de lo que ha valido la cota demalla. Prefiero ligereza. ¿Está claro? ¿Algunaduda? Procurad descansar. En tres horas nosmovemos hacia el suroeste.

Los soldados se acurrucaron comopudieron,para descansar. Casio buscó a Taranis.

—Taranis, quiero que organices las tareas dereconocimiento. Debéis reconocer los flancos ysobre todo el terreno por el que vamos a ir. Noquiero sorpresas. Y si hay algo, debemos saberlocon antelación, para poder evitar que nos cojan

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desprevenidos.Taranis se sorprendió al ver la energía y dotes

de mando de aquel joven optio. Casio era moreno,no muy alto, pero de anchos hombros. Llevaba elpelo corto y sus ojos verdes tenían un brillo deastucia. En su cuerpo se adivinaban los años deservicio en el ejército, por las cicatrices y loscurtidos músculos.

—¿Qué crees que harán los germanos, Casio?—preguntó Taranis.

—Espero que estén emborrachándosecelebrando su victoria y saqueando. Por mucho quehaya logrado Arminio, no van a cambiar de la nochea la mañana. Seguirán batiendo la zona, peroespero que esta noche, al salir antes del alba,ganemos tiempo. Dentro de lo que cabe, hemostenido suerte. Ya somos un buen número, y siencontramos un grupo pequeño, podremosplantarles cara. Yo haré la primera guardia.Deberías intentar dormir. Te quiero fresco mañana.

—No sé si podré, con todo lo que han visto misojos estos días…

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—¿Es tu primera batalla?—Sí.—Pues has escogido una mala batalla para

estrenarte. Solemos ganarlas —dijo Casio con unaamarga sonrisa—, pero esta vez nos hananiquilado. Cuando esto se sepa en Roma… Debede haber poca gente con vida aparte de nosotros.

Casio se dirigió a su puesto de guardia yTaranis fue a echarse junto a sus hermanos. Aiusestaba recostado, pero con los ojos bien abiertos.Probablemente no dormiría, aunque confiaba enque el cansancio hiciera mella en él y pudieradescansar. Aramo ya se encontraba roncando,mientras que Serbal miraba malhumorado a suhermano, que no le dejaba dormir con susronquidos.

Aquella primera mañana, Serbal y Aramofueron encomendados para vigilar la vanguardia.Avanzaban en silencio, hasta que Serbal le señaló aAramo que dejaran los caballos atados yprosiguieran a pie. Serbal había oído algo. Despuésde avanzar unos metros, descubrieron el origen de

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los ruidos. Desde luego aquellos bárbaros no teníancuidado de pasar inadvertidos. Serbal y Aramo semiraron el uno al otro al contemplar la escena.Varios germanos estaban celebrando una especiede macabro festín. Habían levantado un altar conhuesos de animal, adornado con cabezas deromanos clavadas en picas. Varios cuerpos habíansido empalados. El que parecía ser un sacerdoteestaba abriendo el torso de un oficial romanomientras este aullaba de dolor, pidiendo que lomataran. Otros germanos bebían cerveza sin parar.Había miembros de romanos esparcidos por todaspartes, cascos y armaduras, aunque todavíaquedaba algún romano vivo. Serbal y Aramoestaban horrorizados. Todo en aquel lugarrezumaba muerte y horror. Los hermanos dieronmedia vuelta hacia los caballos y se dirigieron ainformar a su grupo.

El rostro de Casio cambió cuando recibió lanoticia de boca de los hermanos astures. Ordenó alos hombres que avanzaran sin hacer ruido hasta ellugar. Una vez allí, sin ser vistos los germanos,ensimismados en su festín de cerveza y muerte,

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Casio no aguantó más y ordenó atacar. Losgermanos, embriagados y en inferioridad numérica,no fueron rivales para los enrabietados hombres deCasio. La vista de aquel espectáculo les habíaalterado, ya que llevaban tres días oyendo torturas,pero ver aquella macabra ceremonia, de cerca eraotra cosa. Los masacraron sin piedad.

—¿Qué clase de monstruos son estas gentes?Entiendo que se rebelen para defender su tierra,pero esto… —dijo Aius mientras intentaba novomitar contemplando la escena.

—Bajad los cuerpos de las picas. No tenemostiempo para unas honras fúnebres, pero por lomenos que no cuelguen de un palo —ordenó Casio—. Viendo los uniformes, parece que ya sabemosqué suerte corrió nuestra caballería al intentarevadirse de sus líneas. Esa cabeza es de su jefe,Numonio. Solo los dioses sabrán qué tormentos leharían sufrir los germanos antes de matarlo.

—Señor, este está vivo —avisó uno de lossoldados.

El superviviente, que se incorporó, era un

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decurión. Cuando empezó a hablar, Taranis y sushermanos se quedaron atónitos. Era Nevio. Serbalya se había adelantado dos pasos, pero Aramo lesujetó por el hombro.

—Tranquilo —le susurró Taranis. La verdad eraque en ese momento le hubiera apetecido sacar suespada y acabar con aquel maldito bastardo. Si nofuera por él, Degecio seguiría vivo.

—Gracias, gracias… —dijo Nevio después dedar dos grandes sorbos de agua—. Intentamosromper sus líneas para… pedir refuerzos, pero nosrodearon y nos masacraron. Numonio, el jefe de lacaballería, y unos pocos fuimos capturados.Estuvieron toda la noche torturando soldados yoficiales. A unos los quemaban, otros losdespellejaban, otros… —Nevio hizo una pausa—.Si hubierais tardado un poco más, yo hubiera sidoel siguiente. —Tras decir esto, el oficial se diocuenta de que Taranis estaba en el grupo, al igualque sus hermanos. Sus miradas se cruzaron. Nevioestaba tranquilo, sabía que mientras hubiera algoque se asemejara al ejército romano, no osarían ahacerle nada. Y aquel pequeño grupo parecía tener

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una jerarquía.—Ahora no podemos hacer nada. Ya llegará el

momento de ajustar cuentas, pero no ahora. Detodas maneras, no le perdáis de vista —dijo Taranisen voz baja a sus hermanos—, Nada de tonterías.¿Serbal? —Su hermano, con el rostro enrojecidopor la rabia, se dio la vuelta para ayudar a suscompañeros.

—Aramo, vigila a Serbal. No quiero más líospor culpa del miserable de Nevio. Créeme, a nadiemás que a mí le apetece darle a ese bastardo sumerecido, pero de momento tendremos queesperar.

Los cuatro hermanos se dispusieron a cumplirlas órdenes de Casio. En cuanto terminaron delimpiar aquel macabro lugar, apilaron los cuerpos ylos restos, y los quemaron, para partir. No era muyinteligente, pero Casio no quería dejar a aquellossoldados romanos de esa manera. Una vezempezaron a arder, abandonaron el lugar a todaprisa. Ya habían perdido demasiado tiempo.

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Tras dos días de marcha en los que solo habíantenido una pequeña escaramuza, estaban cada vezmás cerca del Aliso. Por fin habían dejado atrásaquel maldito bosque, aunque el paisaje no habíacambiado mucho. El primer día al amanecer, sehabían encontrado con los restos de una centuria dela XVII legión y ya eran en total unos 50. Taranis sepreguntaba cuántos habrían sobrevivido, aunquesuponía que no muchos. Se encontraba explorandocon Aius en la vanguardia, cuando los dos divisaronalgo que no esperaban.

—No es germano. Eso es un pequeño fuerteromano —dijo Aius en voz baja, acercándose—.Deberíamos dar la vuelta y avisar.

—No, debemos inspeccionarlo.Acerquémonos. Este silencio no me gusta nada.

Las puertas estaban abiertas de par en par.Desenfundaron sus espadas y entraron en silencioal fortín romano. Cuando se adentraron noidentificaron signo alguno de vida humana. Derepente, un ruido rompió el silencio, lo que puso enguardia a los dos astures.

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—¡Maldito perro! —dijo Aius—. Me ha dado unsusto de muerte…

—Aquí no hay muertos, esto ha sidoabandonado, no hay restos de lucha. Busquemosalgo de utilidad —sugirió Taranis—. Estate atentode todas formas. No quiero que me mate ungermano que salga de detrás de un barril despuésde haber sobrevivido a aquel infierno.

El lugar había sido abandonado.Probablemente habrían sido avisados de lasituación y se habrían ido antes de la llegadagermana. En los almacenes encontraron escasosvíveres. También vieron un buen número de tubas.

—Parece que aquí fabricaran las tubas paratoda Germania —dijo Aius—. Me gustaría llevarmeuna, pero no es la ocasión, lástima…

—Parece que no hay nada aquí. Debemosvolver a informar al resto. Vámonos.

Los dos hermanos se reunieron con el grupo ey contaron lo que habían visto. La marcha siguió sucurso sin incidentes hasta llegar a la falda de unapequeña montaña.

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—Detrás está el valle donde se encuentra elfuerte Aliso. Estos parajes ya me son familiares.Estuve destinado una temporada en el fuerte y nofueron pocas las patrullas que me asignaron —lesdijo Casio.

Los soldados subieron sigilosamente por laladera de la montaña, y Taranis y Casio seadelantaron para divisar el panorama. Una vezllegaron a la cima y pudieron ver el valle conclaridad, quedaron perplejos. Podía verse el fuerteAliso. Seguía en pie, pero estaba asediado por losgermanos.

—Los dioses se ríen de nosotros, Casio. Estántotalmente copados. No hay manera de entrar ni desalir —dijo Taranis.

—La situación de momento no es tan malacomo parece. Si te fijas, los germanos no tienenarmas de asedio. Si la guarnición no ha cambiado,hay un buen número de arqueros sirios. Son losmejores. Eso causará muchas bajas entre losgermanos. Además, su jefe, Lucio Cedicio, es unbuen comandante.

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—Pero, ¿cuánto podrán aguantar? Arminioacabará llegando o el asedio se decidirá pordesgaste.

—Supongo que unos días más, aunque nosabría decir cuántos. A estas alturas, ya tienen queestar al tanto en el Rhin. No creo que los germanoshayan llegado tan lejos. Aunque si los nuestros losaben, probablemente estén reforzando lasdefensas y nadie venga a ayudar a estos pobresdiablos. Nosotros somos muy pocos. Si llegamos alRhin, habremos hecho bastante. Aquí no podemoshacer nada. Se necesitaría un ejército parasacarlos.

—¿Y si les conseguimos un ejército? —preguntó Taranis.

—¿De qué hablas? ¿Estoy hablando conAugusto sin saberlo? —contestó Casioirónicamente.

—Ahí habrá germanos que han sido auxiliares,es decir, que conocen el ejército romano, ¿verdad?

—Probablemente, ¿pero por qué preguntaseso?

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—Casio, puede que sea una locura, peropodemos conseguir un ejército para el fuerte Aliso.

La situación no había mejorado nada. Por más

enemigos que abatieran, los germanos seguíanllegando más y más. De momento había víveres,pero el prefecto no sabía cuánto tiempo podríanaguantar así. Al menos los germanos no disponíande armas de asedio, aunque eso podría cambiar encualquier momento. Los ataques habían sidobastante desorganizados hasta el momento, y LucioCedicio, el prefecto del fuerte, se las habíaingeniado sin excesivos problemas para repelerlos.Pero el prefecto sabía que por desgaste, hambre oasedio, todos acabarían cayendo si no llegabanrefuerzos, y no confiaba en que los hubiera, con lasnoticias que habían llegado. Las tres legiones deVaro habían sido aniquiladas, lo que dejaba vía librea toda la Germania Magna hasta el Rhin. Y porcasualidades del destino, el fuerte Aliso era el único

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reducto que se levantaba entre los germanos y elrío. Al atardecer, Cedicio estaba meditando algunasolución con su segundo al mando. Como casitodos los días de la última semana, estaballoviendo, aunque ahora lo hacía con más fuerza.

—Mario, ¿cuál es el informe de bajas?—Señor, hemos perdido un cuarto de las

tropas aproximadamente.—¿Cuántos arqueros sirios?—Las bajas han sido menores en ese grupo.

Aunque si seguimos así, las flechas empezarán aescasear.

—Si no llegan refuerzos, que no creo que lohagan, llegará un momento en que la falta de víveresnos obligará a salir, si los germanos no rompenantes nuestras defensas. Nuestros hombres sonverdaderos soldados romanos, pero su moraltambién empezará a flaquear. No estoy dispuesto amorir de hambre en esta ratonera. Si se nos acabanlos víveres, saldremos a morir como soldados deRoma.

—Señor, ¿qué es ese ruido?

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Cedicio y su oficial salieron fuera a ver quepasaba. Todo el fuerte había oído algo también ytodos estaban expectantes. El sonido volvió a oírse,esta vez con más claridad.

—Gracias a Marte. Señor, ¡son los nuestros!Nos vienen a ayudar.

—Eso parece… Están tocando marchasforzadas… aunque no se puede decir que esté muyclaro… Vamos a la muralla, quiero ver lo que hacenlos germanos.

Acto seguido se encaminaron hacia la muralladel fuerte, cogiendo un par de escudos paracubrirse. Cuando llegaron arriba, vieron que entrelos germanos cundía el desconcierto. Al cabo deunos minutos, empezaron a replegarse e ibanlevantando el cerco tímidamente para retirarse unoscientos de metros, al amparo de los bosques.

—¡Señor! ¡Estamos salvados! —exclamó eloficial de Cedicio.

Desde las murallas se lanzaban todo tipo degestos e improperios a los germanos. Ya estabacomenzando a caer la noche y las antorchas se

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dirigían hacia el bosque de hayas que estaba cercadel fuerte, en dirección contraria al Rhin.

—¿De dónde vendrán esos refuerzos? No creoque lleguen de la frontera y no es posible que aRoma les haya dado tiempo a enviarlos… De todasmaneras, bienvenidos sean. No hubiéramosaguantado mucho más y si ese bastardo traidor deArminio hubiera llegado hasta aquí, las cosas sehubieran puesto mucho más feas. Habrá queesperar a ver qué contingente de tropas viene ycuáles son sus órdenes.

—¿Querrán adentrarse en territorio germano?—No lo creo, sería un suicidio. Varo nos ha

enseñado lo que no hay que hacer. Espero quehayamos aprendido. Mario, quiero que los guardiasde las murallas informen de cualquier cambio desituación. ¿Entendido?

—Sí, señor —contestó Mario.Cuando se dirigían otra vez al puesto de

mando, un centurión llegó corriendo en medio de lalluvia y se dirigió hacia ellos.

—Prefecto, nos ha llegado esto en una flecha.

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Es un mensaje.—¿Qué dice? ¿Quién nos lo envía?—Dice que debemos abandonar el fuerte de

inmediato en dirección al Rhin, aprovechando eldesconcierto germano y amparándonos en lanoche. Además…

—¿Y por qué habríamos de abandonar el fuertecon los refuerzos que están llegando? Déjame leerel resto. —Cedicio cogió el mensaje y lo leyóatentamente. Después de que se le escapara unasonrisa, prosiguió—: Dad la orden. Abandonamosel campamento, nos llevamos lo imprescindible.Nos vamos en dirección al Rhin. En una hora hayque estar en marcha. Nada de carros o cualquiercosa que nos entorpezca la marcha. Quiero que sehaga en el mayor de los silencios, no se debe oír niuna mosca, y nada de antorchas. Esta maldita lluvianos ayudará. Mario, escoge un grupo. Quedarán enla muralla principal para aparentar presencia. Unavez que estemos lejos deben huir de aquí. Que usenlas monturas que nos quedan.

—Pero, señor… —intentó replicar Mario.

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—¡Nada de peros! Te lo explicaré todo, peroahora no hay tiempo. Raudos, ¡por Marte!

Desde la posición de Taranis se podía ver

cómo el fuerte estaba siendo abandonado. Losgermanos, ante la amenaza de refuerzos romanos,se habían replegado y seguían manteniendo suposición.

—Taranis, he de reconocer que la idea meparecía una locura, pero está funcionando. Hemostenido suerte de que ese legionario supiera cómotocar las tubas. Aunque los otros que las han tocadosegún sus instrucciones no lo han hechoperfectamente, que digamos. Y los germanosparece que han entendido el mensaje… Esperemosque nos den el tiempo suficiente.

Mientras hablaban, se acercó a ellos unromano con aspecto de tener un alto rango. Yaestaba entrado en años, y aunque le sobraba algún

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kilo, se podía ver que había sido un militar toda suvida.

—Así que, Casio, vosotros sois mi ejércitosalvador. Cincuenta hombres han salvado el fuerteAliso —dijo con una carcajada.

—Salve, prefecto Cedicio. Dale las gracias aTaranis —dijo señalando hacia el astur, mientrasCedicio le dedicaba una extrañada mirada—. Laidea fue suya, yo pensaba que era una locura, perotodo ha salido bien. Los germanos han creído quellegaban refuerzos. Gracias a la lluvia y la oscuridad,el fuerte está siendo desalojado. ¿Qué haremosahora, señor?

—Debemos volver al Rhin. Supongo que AuloCécina estará reforzando las defensas ante unposible ataque germano. Mira hasta dónde hanllegado ya, estamos a pocas millas.

—Totalmente de acuerdo. Debemos darnosprisa, en cuanto descubran el engaño, saldrándetrás de nosotros como lobos.

—Mi buen Casio, no creo que nos alcancen y tevoy a decir por qué. Ya soy perro viejo, y llevo

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muchos años en esta tierra para dolor de mishuesos. Los germanos descubrirán que el fuerteestá vacío, pero antes tendrán que saquear lo quehay dentro. De eso no me cabe la más mínimaduda. Recuerda que siempre es bueno conocer a tuenemigo. Entre la ventaja que ya tenemos y algomás que nos concederán entre que se percaten delengaño y tengan a bien rapiñar el fuerte, creo quellegaremos sin problemas. Nos vamos en direcciónoeste a Vétera.

Se reunieron con el grueso de la columna ysiguieron avanzando sin antorchas hacia Vétera enaquella noche lluviosa. Taranis vio cómo Nevio lemiraba. Se le podía leer la envidia en los ojos. Elhecho de que Taranis hubiera tenido aquella idea leestaba royendo las entrañas. Haciendo caso omisodel decurión romano, se reunió con sus hermanos.

—Aquí llega Taranis ¡el ilusionista! El granmago que hizo aparecer un ejército que hizoretroceder a los germanos —dijo Serbal entre lasrisas de todos los presentes.

—Hermano, hay que reconocer que tu idea fuebrillante. He de admitir que al principio me pareció

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absurda, pero ha resultado ser de lo más efectiva —apuntó Aius.

—Lo importante es que hemos salido vivos deaquel infierno. Si os digo la verdad, no pensé quepudiéramos salir con vida de Teutoburgo. Hemostenido mucha suerte. Ahora podríamos servir deabono para los bosques de Germania —afirmóTaranis.

—En eso algo ha tenido que ver mi nuevaamiguita. Me gusta mucho más que la espada —dijo Aramo mientras acariciaba su hacha.

—Muchas germanas estarán llorando ahora porculpa de ella. No es una mala arma para una malabestia carente de habilidad como tú, Aramo —semofó Serbal.

—Cuando quieras estás invitado a probarla, ysi quieres también este —le dijo Aramo contranquilidad, mientras se señalaba el puño.

—Casi os prefiero luchando contra losgermanos, por Navia. Por lo menos no tengo queoíros discutir —protestó Aius.

—Venga, muchachos, en breve estaremos bajo

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techo y puede que hasta veáis alguna mujer —lesanimó Taranis cambiando de tema.

Taranis creía que llegarían a Vétera sinproblema. Pero una vez que llegaran allí ya se veríacuál era la situación. Tres legiones habían sidoexterminadas, la provincia se había levantado enarmas y solo dos legiones custodiaban la fronteracon la Galia. Pero ahora era el momento de disfrutarde su pequeña victoria, ya vendría el tiempo depreocuparse.

Roma, Palacio Imperial, año 9 d.C.

Matio Aponio era un centurión de origenhumilde. Había nacido hijo de dos libertos. Supuesto de centurión se lo había ganado a pulso conaños de duro servicio en las legiones. Habíacombatido contra hordas de todo tipo de bárbaros,pero lo que tenía que hacer ahora le hacía temblar

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más las piernas que cualquier feroz enemigo. Por sifuera poco, llegaba sucio y con mal aspectodespués de varias jornadas sin parar de cabalgar.Estaba exhausto y muerto de hambre, por lo que suaspecto debía de ser poco agradable. Pero lo quetenía que hacer era apremiante.

Matio estaba maravillado con el lujo y lasuntuosidad del palacio del princeps. Ni en susmejores sueños se podría haber imaginadoaquellas enormes columnatas y la impresionantebóveda del salón central, por no hablar de lasestatuas y la cantidad de ornamentos que había enaquel lugar. Matio pensaba que con que le dejaranllevarse algo de aquello, podría retirarse e irse avivir al campo con unas esclavas que cuidaran de él.Mientras estaba divagando, un esclavo imperial sele acercó.

—Centurión, estate preparado. César vendráahora.

Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Elmismísimo Augusto venía hacia a su encuentro. Nosabía cómo comportarse ante él. El hombre quehabía derrotado a Marco Antonio, el sobrino del

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divino Julio, el más grande gobernador que hubieravisto Roma, y Matio no sabía cómo informarle, cómodebía saludar... En la legión no enseñaban esascosas. Augusto no sabía nada de lo sucedido, asíque tendría que elegir con cuidado las palabras,pues las nuevas no iban a alegrarle precisamente.De repente, Augusto entró en la sala. Era él, nopodía ser otro. Cayo Julio César Augusto yacontaba con setenta y dos años, pero aunque sucuerpo lógicamente era el de un anciano, sus ojosdenotaban una chispa de inteligencia sin límites.Venía vestido con una sencilla túnica, manchadacon vino, por lo que Matio dedujo que debía dehaber interrumpido la cena. Bien, lo que le faltaba.

—Centurión, ¿qué es eso que tienes quecontarme que no puedo acabar mi maldita cena yno puedes revelarle a mis sirvientes? Espero quesea algo realmente importante. Vamos, di lo quesea y sin rodeos —dijo Augusto con firmeza. Matiose alegró de que le hiciera ir directamente al grano,así se saltaría el protocolo que él desconocía—.Estás hecho un asco, soldado… —añadió Augustopara sonrojo de Matio.

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—Mi señor, he cabalgado sin descanso desdeGermania para traeros nuevas de lo que ha pasado.En Germania… —dudó Matio.

—Vamos, vamos, que no tengo toda la noche—le apremió Augusto—. ¿Alguna revuelta de losbárbaros? Para eso están Varo y sus legiones,espero que sea otra cosa…

—El asunto es que Varo… —Matio decidió quelo mejor era soltarlo todo y dejarse de rodeos—. Miseñor, ha habido una revuelta de los germanosliderada por Arminio y hemos sido derrotados.

—¿Arminio? ¿Ese noble germano que habíasido educado aquí, en Roma?

—El mismo, señor. Varo se fiaba ciegamentede él y lo llevó a una celada en lo más profundo delos bosques de Germania. Varo acudió con treslegiones.

—Maldito estúpido. ¿Dónde se encuentranVaro y las legiones? ¿Ha retrocedido al Rhin?

—Señor, Varo ha muerto.—¿Y las legiones?

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—Exterminadas. Apenas han sobrevivido unoscientos de soldados que han escapado. Treslegiones, tropas auxiliares y los civiles que losacompañaban han sido masacrados —soltó Matiode una vez, aliviado por una parte de haberlocontado, pero asustado de cómo reaccionaríaAugusto. El princeps empezó a palidecer.

—Tres legiones… Tres legiones… Y solo dosen la frontera entre los germanos y la Galia. Varo,maldito necio… Nunca debí enviarlo a Germania.¡Nunca! ¡Varo! —exclamó Augusto fuera de sí—.¡Varo! ¡Devuélveme mis legiones! ¡Maldito seas! —dijo mientras se dio un cabezazo contra unacolumna ante la sorpresa de los esclavos. Derepente, el airado rostro del emperador pareciórelajarse—. Llamad a Tiberio y a Germánico. Me daigual dónde estén y qué estén haciendo. Los quieroaquí. Dad de cenar a este soldado —añadiómientras daba la vuelta.

Matio se secó el sudor de la frente y respiróaliviado. No solo había salido airoso, sino queademás cenaría en el palacio de Augusto.

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Capítulo 4Alke

Germania, año 9 d.C.

Habían pasado ya varios días desde que lossoldados romanos salieron del fuerte Aliso.Después de los frenéticos días de Teutoburgo, delasedio y la huida, la tropa llegó a la relativatranquilidad de Vétera. La actividad estaba siendofebril, pues se estaba trabajando a destajo parapreparar las defensas de un posible ataquegermano, aunque era mejor que estar expuestoconstantemente a una lanza germana. Por todas

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partes se construía a contrarreloj para asegurar losfuertes, se reforzaban guarniciones en puentes y sedistribuían las tropas en puntos neurálgicos. AuloCécina estaba a cargo de las dos legiones queprotegían la frontera con la Galia. Si sobrepasabanel Rhin, los germanos podrían campar a sus anchaspor la provincia y desde ahí lanzar un ataque contrala mismísima Roma.

Taranis y sus hermanos estaban exhaustosdespués de varios días de duros trabajos, a los quese sumaba la fatiga de la huida de Teutoburgo.Apenas habían descansado en condiciones desdehacía mucho. Solo cuando llegaron a Vétera leshabían permitido un reponer fuerzas, pero a lamañana siguiente se habían incorporado comotodos a las labores de construcción de defensas.Por la noche, junto al fuego, mientras estabanarrebujados en sus capas, Casio se acercó adonde se encontraban.

—¿Qué tal muchachos? —les preguntó Casio.—Oh, muy bien —respondió Serbal con

sarcasmo—. Primero los germanos nos usan parahacer prácticas de tiro, luego nos recorremos media

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Germania y ahora el ejército nos va a partir elespinazo trabajando. Hacía tiempo que no meencontraba tan bien, Casio.

—Podía haber sido peor, podríamos estarmuertos en los bosques como casi todos —replicóel romano.

—Yo creo que solo lo hemos aplazado. Esahorda de germanos no se detendrá y nos pasaránpor encima. Somos dos legiones para cubrir toda lafrontera —dijo un apesadumbrado Aius.

—Aius, las cosas no están muy bien, pero noestá todo perdido. Ahora sí esperamos el ataque.En Teutoburgo ellos escogieron el campo de batallay nos pudieron masacrar a su antojo. Aquí estamosagazapados esperándolos. Además, Arminiotendrá problemas para movilizarlos. No es lo mismoconvencerles para expulsar al enemigo de su tierra,que adentrarse en territorio hostil. Esperemos queno sea capaz de unirlos, y si es así, que desdeRoma nos lleguen refuerzos para cuando puedahacerlo. Parece ser que hay problemas parareclutar levas, pero se rumorea que están a puntode llegar.

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—Pues como tarden mucho vendrán a honrarnuestros cuerpos —apuntó Aius.

—Pues no se si prefiero que vengan losgermanos de una vez —se quejó Aramo mientrasasía su enorme hacha de doble filo—. Estoy hartode cavar zanjas, cortar árboles y levantarempalizadas. ¡Por Cerunnus!, si tienen que venirque vengan. Aramo y su hacha les esperan.

—Si llegamos a viejos, por lo menos podremoscontar a nuestros nietos que sobrevivimos a labatalla de Teutoburgo. No creo que esta batallavaya a quedar en el olvido. Serbal, imagínate a lasmozas de Noega, cuando les cuentes tus andanzas—dijo Taranis tratando de animar a sus hermanos,aunque al recordar la lejana Noega y a Deva, unposo de tristeza se anidó en su interior.

—Eso me recuerda a la canción que noscantaba la abuela, que siempre nos decía que elabuelo le dedicaba cuando eran jóvenes —dijo unextrañamente melancólico Serbal.

Aius empezó a entonar esa melodía, y por unmomento los corazones de los astures se

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calentaron, en medio de aquella tierra fría einhóspita. Incluso Casio, aunque sin comprendernada de lo que decía, se emocionó por la belleza dela canción, y se sorprendión al escuchar la hermosavoz de Aius. Por unos instantes, los cinco hombresse olvidaron de todos los problemas mientrasescuchaban la canción. Luego se quedaron un ratoen silencio mirando el fuego.

Taranis pensaba en cómo les había cambiadola vida en tan poco tiempo. Hacía poco estaban enNoega, trabajando como caldereros y por finparecía que les empezaba a ir bien. Pero aquelloquedaba tan lejos… Un sonido de tubas interrumpiósus divagaciones. Provenía de las puertas. Todoslos soldados, curiosos, fueron acercándose. Amedida que los astures y Casio fueron llegando,empezaron a escuchar un estruendo de gritos yvítores. Cuando estuvieron más cerca se dieroncuenta del porqué de la algarabía general. Losrefuerzos estaban llegando. El rostro de Casiocambió por completo y Taranis vio una mezcla deorgullo y felicidad en el cara de su amigo romano.Desde luego no era para menos en aquellos

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momentos tan delicados. Gracias a los dioses,Roma no parecía haber escatimado en medios estavez. Al frente de la comitiva iban lo que a él leparecían dos generales. Todo el mundo les dirigíasus gritos de júbilo, aunque en medio de todo eljaleo Taranis no era capaz de distinguir los nombresque la multitud exclamaba. Casio se percató de quesus amigos astures no sabían quiénes eran losrecién llegados.

—Roma no nos ha enviado a un generalcualquiera, muchachos. Esos dos que veis ahí sonTiberio y Germánico. El primero es el hijo adoptivode César, y el segundo es el hijo adoptivo deTiberio —dijo con orgullo—. Está claro que Augustoestá preocupado con el estado de Germania, y noes para menos.

Cécina estaba algo nervioso, pues sabía

quiénes serían sus invitados. Tenía que causar unagrata impresión. Se trataba nada menos que

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Tiberio y Germánico, o lo que era lo mismo, el futurode Roma, ya que Augusto no sería eterno.Esperaba que se presentaran más tarde, así que nohabía tenido tiempo de preparar a conciencia unosaposentos para tan distinguidos huéspedes. Habíacoincidido con ellos un par de veces, pero su tratocon ellos no había sido especialmente cercano].Guardaba el recuerdo de que Germánico le habíaparecido un joven inteligente y muy amable. ATiberio lo recordaba algo amargado. De todasmaneras, lo que importaba era que los refuerzoshabían llegado y la situación empezaría a mejorardespués de la tensión de los últimos días. Habríaque ver qué intenciones traía Tiberio y quédecisiones tomaría. Para bien o para mal, él ya nosería el comandante en jefe. Pensaba que por unaparte estaría bien, ya que en caso de fracaso, sunombre no se uniría al del malogrado Varo, aunqueél no se habría dejado engañar tan fácilmente comoel engreído de Publio Quintilio. Todavía recordabacómo le había mirado por encima del hombro en laúltima visita.

Un centurión entró y le indicó a Cécina que

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Tiberio y Germánico ya estaban a punto de llegar,así que revisó que su armadura estuviera relucientey bien colocada, y se dispuso a recibirles. No habíaacabado de comprobarla cuando dos hombres conaspecto cansado entraron por la puerta. Allí estabandelante de él los dos hombres más importantes deRoma, después del mismísimo Augusto.

El primero en entrar fue Tiberio. Tiberio ClaudioNerón era un hombre ya bien entrado en años,aunque para su edad todavía lucía una complexiónatlética. Su rostro no era agradable y sus gestos nohacían pensar que su carácter fuera distinto. El pocopelo que le salía en la nuca estaba peinado haciaadelante para disimular la calvicie, aunque el efectocasi era el contrario. Una de las cosas que algobernador le llamaba la atención eran los ojos deTiberio. Cada uno de ellos era de distinto color, unoverde y el otro azul. Detrás de Tiberio llegabaGermánico. Desde luego no se parecía a su padreadoptivo. Su verdadero padre había sido Druso elMayor, y era nieto de Marco Antonio. Germánico eraun hombre joven y apuesto, con una sonrisaencantadora. Tenía un tupido y claro cabello, algo

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rizado, y poseía un cuerpo estilizado y fibroso.Cécina pensaba que las mujeres seguramenteperderían la cabeza por él en Roma, aunque serumoreaba que le era fiel a su mujer, Agripina, unamujer de carácter.

—Bienvenidos. Espero que el viaje no hayasido muy duro. Supongo que querréis algo decomer y de beber —dijo el gobernador—. Quizásqueráis asearos antes de almorzar…

—Tráenos algo para comer aquí —respondiósecamente Tiberio mientras se aproximaba a lamesa donde había unos mapas desenrollados—.Tenemos que ponernos al día inmediatamente.

—Salve Cécina, me alegro de que conserves lacabeza y de que los germanos no te hayan pasadopor encima —le saludó alegremente Germánico.

Cécina dio indicaciones para que trajeran sillasy las colocaran alrededor de la mesa, además decomida y bebida. Antes de que llegara llos víveres,Tiberio fue al grano.

—Cécina, quiero que me cuentes todo. Desdela salida del campamento de verano con el maldito

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desgraciado de Varo, hasta ahora. Quiero oírlo todode primera mano. No tenemos prisa —dijo Tiberiomientras se sentaba en una silla mirando haciaCécina con los brazos cruzados.

Cécina comenzó a narrar lo acaecido en el yamaldito bosque de Teutoburgo. Podía ver cómo elrostro de Tiberio se contraía cuando le relataba lasdecisiones que había tomado Varo.

—Nuestro difunto amigo Varo no pudo hacerlopeor. Hay que reconocerle su mérito. No está alalcance de cualquiera ser el general que envía decabeza a la muerte a tres legiones enteras —apuntóTiberio con desdén—. Le advertí a Augusto de queVaro no era el hombre idóneo para Germania. ¿Mehizo caso? Claro que no, pero ahí está el resultado.Hasta Claudio lo habría hecho mejor, por los dioses.Arminio debe de estar todavía riéndose y no espara menos. —Germánico miró de reojo a Cécinacuando nombró a Claudio. Era su hermano y no legustaba que todo el mundo le despreciara.

—Cécina, de tres legiones... ¿No ha habidosupervivientes? —intervino Germánico.

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—Han llegado a cuentagotas. El mayor grupoorganizado que logró escapar fue uno de casi cienhombres. Estaba liderado por Casio Querea, unoptio de la XIX legión. Y no solo eso, sino que en suhuida además ayudaron a evacuar el fuerte Alisoengañando a los germanos con unas tubas yhaciéndoles creer que llegaba un ejército romano.

—Brillante… —dijo Germánico mientras seacariciaba la barbilla—. Me gustaría conocer a eseQuerea. Además, debería ser recompensado portales acciones, seguramente tendrá una granreputación entre la tropa.

—Lo cierto es que sí… —reconoció Cécina—.Había pensado en ello pero con la situación actual ylos preparativos de la defensa…

—No olvides la moral de la tropa, mi buenCécina, puede ser tu mejor aliado. Una tropaalicaída no nos beneficia en nada. Estos soldadosnecesitan héroes que les recuerden la grandeza delsoldado romano.

—¿Y las águilas de las legiones? —siguiópreguntando Tiberio sin reparar en la conversación

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de Germánico y gobernador.—Dos de ellas están con toda seguridad en

poder de los germanos. De la otra nos han llegadoinformaciones de que el aquilifer* se arrojó con ellaa lo profundo de una ciénaga. El consuelo que nosqueda es que no la tiene el enemigo.

—Eso no caerá muy bien en Roma… Estábien. Centrémonos en la situación actual: cuál esnuestro estado y el de los germanos.

—Con las dos legiones de las que dispongo hecubierto lo mejor posible todos los fuertes y puentesdel Rhin. Os cubrirían la retaguardia si decidísatacar a Arminio con las tropas que habéis traído.

—¿Me tomas por loco? Yo no soy Varo —replicó un indignado Tiberio—. No me arriesgaré aentrar en territorio enemigo buscando a Arminiocomo un inconsciente para acabar sirviendo deabono a estas tierras. Con un general irresponsablehemos tenido bastante. Ahora mismo la prioridades asegurar la frontera con la Galia e impedir elataque germano. Esta guerra no la ganaremos en elcampo de batalla. ¿Qué noticias hay de Arminio y

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los germanos?—Es extraño que Arminio no haya atacado

sabiendo que las defensas no eran muy numerosas—dijo Germánico.

—Mis informadores me han dicho que Arminioahora está tratando de convencer a las tribusgermanas. Pensaba que la victoria de Teutoburgosería motivo suficiente para unificar al pueblo contraRoma. Pero no todas las tribus lo han seguidodespués de masacrar las legiones de Varo. Unacosa es defender sus tierras, pero salir de ellas auna invasión contra Roma es distinto. Todavía se letiene respeto al ejército —afirmó Cécina con ciertoorgullo—. El hecho de que hayáis llegado conrefuerzos no hará sino dificultar la labor de Arminio.

—No te hagas muchas ilusiones con nuestrosrefuerzos. Son levas que se han hecho muy deprisay casi a la fuerza. No son veteranos lo que traemos.Lo bueno es que los germanos todavía no sabeneso —repuso Germánico.

—Además hay tribus que se siguenmanteniendo fieles a Roma. Los marcomanos, pese

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a que Arminio les envío la cabeza de Varo comomuestra del poder germano, permanecen siendonuestros aliados. Si los marcomanos se unieran aArminio, estaríamos hablando de una situación biendistinta. Otras tribus además podrían acabar dedecidirse. Respecto a esto hay un pequeñoproblema, que esperamos solucionar… —reconoció Cécina.

—¿Qué problema? ¡Vamos, habla! —exigióTiberio.

—Marbod, el rey de los marcomanos tieneespecial afecto y predilección por su hija. Arminio,sabedor de eso, la ha secuestrado y amenaza conenviársela en pedazos si no se une a su causa.

—¿Y Marbod qué ha dicho al respecto? —preguntó con preocupación Tiberio.

—Insiste en que sigue con nosotros, pero metemo que pueda ceder. Tengo espías que estánintentando dar con el paradero de la muchacha.

—Está bien. Despachad a un mensajerodiciendo que Tiberio le promete a Marbod que ledevolverá sana y salva a su hija.

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—Pero, señor, si no lo conseguimos…—¡Lo conseguiremos! —interrumpió

bruscamente Tiberio—. Y si no es así, nosencargaremos de que sea el odio a Arminio el quelo acerque a nosotros. La muchacha o su cadávernos ayudarán a atraer a Marbod definitivamente —dijo Tiberio con una sonrisa cruel—. Yo meencargaré de Marbod. Germánico, prepara lamisión para rescatar a la muchacha. Lo mejor serárecuperarla, pero si no es posible ya pensaremosalgo. Espero que os haya quedado claro que novengo aquí a buscar héroes. Lo principal esasegurar la frontera y prevenir una invasión.Bastantes recursos hemos perdido ya. No nospodemos permitir el lujo de perder más legiones.Además, si nos derrotaran, ¿quién protegería aRoma de estos salvajes?

Cécina hizo amago de empezar a hablar, perooptó por guardar silencio. Le pareció notar queGermánico no secundaba la opinión de su padreadoptivo. No estaba de acuerdo con Tiberio, pero élera quien mandaba y con toda seguridad sería elfuturo emperador de Roma. Convenía estar a bien

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con él.—Bueno, yo me voy a descansar. Cécina,

ordena que envíen a mi tienda la mejor comida quehaya en este agujero y un par de esclavas. Nada degermanas, a poder ser.

Cécina se sintió aliviado al ver partir a Tiberio.Germánico seguía pensativo sentado en la silla,sumido en sus elucubraciones, hasta que derepente se levantó y comenzó a caminar con lasmanos entrelazadas por detrás de la espalda.

—Ya sé que no estás de acuerdo con Tiberio—comenzó a hablar con sonrisa cómplice—. Hassido inteligente no llevándole la contraria. Él manday no atiende a razones si cree que está en lo cierto.Es algo que he aprendido en mis campañas con él.—Germanio hizo una pausa a la vez que enarcabalas cejas—. Bueno, Cécina, tenemos una dama enapuros que rescatar, ¿verdad? —prosiguió con tonodivertido—. Deduzco que estará cautiva en territorioenemigo, lo que supondrá entrar y salir de ahí.Necesitamos hombres de probada valía y valentía.Ese Casio Querea que has nombrado fue capaz desalir del infierno de Teutoburgo. Creo que es

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nuestro hombre. Hazlo venir.—Como desees, Germánico —repuso Cécina.

Casio estaba revisando su equipo como le

gustaba hacer todas las noches. Era nuevo, puestoque toda la impedimenta la había perdido huyendoen los bosques de Germania. Estaba cepillando laarmadura cuando se le acercó un centurión.

—Eres Casio Querea, ¿no? —le preguntó elcenturión.

—Sí, soy yo.—Sígueme. Cécina quiere verte.Casio lo siguió extrañado, preguntándose para

qué querría verlo. El centurión caminaba delante deél y lo llevó hasta la puerta del praetorium, donde lehizo un gesto para que entrara. Se adentró en elalojamiento, sorprendiéndose por su sobriedad,pues esperaba algo más ostentoso. Desde luego

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en eso Cécina no se parecía a Varo. Su segundasorpresa fue mayor, al reparar en que no solo leestaba esperando Cécina, sino también el que porel uniforme y aspecto parecía el mismísimoGermánico. Casio saludó militarmente, visiblementeapabullado por las circunstancias.

—Así que este es el gran Casio Querea. Por loque cuentan de ti, te hacía más alto. Espero que noscuentes toda tu odisea por tierras germanas, Casio.No estaría de más oír lo acontecido de uno de sustestigos directos. Vamos, pasa y toma una copa devino. Con todo lo que nos tienes que contar se tesecará el gaznate —le dijo Germánico.

Casio asintió y se acercó a la mesa mientras elmismo Germánico le servía una copa de vino.

—Vamos, Casio, no quiero que escatimes endetalles. Cuéntanoslo todo, desde antes de la salidadel campamento con Varo hasta que llegasteis aquí.Estoy ansioso por oír las aventuras de un gran héroede Roma.

Casio se sintió henchido de orgullo y a la vezconfuso. Contarle una batalla a un compañero era

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una cosa, pero darle los detalles a Julio CésarGermánico era otra. Empezó a hablar casitartamudeando, pero a medida que iba recordandolos hechos, todavía frescos en su memoria, fuecogiendo soltura, contestando a las preguntas quele hacían. El vino era excelente y ayudaba a que sele soltara la lengua, aunque evitó fanfarronear en elrelato de lo acontecido. No era un engreído y muchomenos quería parecerlo delante de Germánico. Elgeneral romano se interesaba por todo tipo dedetalles acerca de la batalla de Teutoburgo y hacíamuy cómoda la conversación.

—Casio, tengo que reconocerte que lamaniobra de las tubas me parece sencillamentegenial. Me hubiera gustado ver a los germanosreculando por un puñado de romanos con unastubas. Gran espectáculo.

—Señor, si he de serle sincero, la idea no fuemía. Es más, al principio me parecía una locura.

—¿Y quién fue el que maquinó semejanteestratagema?

—Un auxiliar de la IV ala asturum. De hecho

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estoy aquí gracias a un grupo de astures que en lahuida de Teutoburgo salvaron mi vida.

—Tendré que conocer a los hombres quesalvaron al héroe de Teutoburgo. El caso es que note he convocado solo para hablar de la batalla.Tenemos una misión que cumplir y he pensado en ti.No es una misión fácil y es probable que el que lalleve a cabo no pueda volver. Requiere entrar enterritorio enemigo y salir de él con alguien...,digamos, especial, que está retenido contra suvoluntad. Has demostrado sobradamente tu valíapara operar en territorio hostil. La ventaja en estecaso es que sabremos dónde hay que actuar ytendremos a nuestro favor el factor sorpresa.¿Puedo contar contigo, Casio?

Casio sintió en ese momento cómo su orgullode soldado romano se acrecentaba. Germánico,uno de los hombres más poderosos de Roma, lehabía escogido a él para una importante misión. Sisu padre estuviera allí, se sentiría orgulloso de suhijo. Desde luego, un Querea debía aceptar esatarea aunque implicara intentar apagar los fuegosdel mismísimo infierno.

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—Por supuesto, señor.—¡Así me gusta, muchacho! —respondió

alegremente Germánico—. Debe quedar claro quetodo esto es totalmente confidencial: Bajo ningúnconcepto debes hablar de lo que te vamos a contaraquí. Si te preguntan, puedes decir que te queríafelicitar personalmente, lo cual por otra parte no dejade ser cierto.

Casio asintió con la cabeza. Germánicocomenzó a relatarle a Casio la situación en lafrontera y que Arminio había secuestrado a la hijadel caudillo marcomano Marbod.

—En uno o dos días podremos indicarte dóndese encuentra. Contarás con guías que te conduciránal punto en cuestión. Pide lo que necesites y te loconseguiremos. Como comprenderás, no es unamisión para irrumpir con una centuria en territorioenemigo.

—Totalmente de acuerdo, señor. Me llevarépocos hombres, no debemos llamar la atención. Sino hay inconveniente, ya tengo en mente algunos.Me gustaría llevarme a los astures que le he

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mencionado.—Elabora la lista y estarán a tus órdenes.

Confío en tu criterio. Tengo una corazonada contigoy creo que no me equivoco. —El rostro deGermánico se ensombreció—. Casio, esta misiónes muy importante, en vuestras manos estará evitarque los marcomanos se unan a Arminio y nosataquen en masa. Espero que no me falles.

—No lo haremos, señor. Lo juro por mi honor.Si no regresamos con ella será porque estamos enel Elíseo.

—¡Ja! —exclamó Germánico recuperando lasonrisa—. ¡Con unos cuantos como tú recuperaría laGermania en dos semanas! Casio, te dejo quedescanses, que bien te hará con lo que te aguarda.Recuerda no mencionar nada del tema, y mañanapor la mañana espero la lista de hombres quenecesitas. Te mantendremos informado —le dijomientras lo acompañaba a la entrada de la tienda.

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Después de otro día de trabajos preparando

defensas, Taranis y sus hermanos gozaban de unmerecido descanso alrededor de un fuego. Estabanrecordando anécdotas de la niñez, de cómo Aramosiempre los acababa sacando de líos en las peleascon los otros niños del castro. La conversación fueinterrumpida por un creciente murmullo del resto desoldados, que se movían para averiguar qué estabapasando. Los cuatro hermanos se acercaron ycomprobaron que estaban llegando más refuerzos,en este caso tropas auxiliares. Una de las unidadesera de caballería.

—Apostaría algo que esos que vienen ahí sonastures —dijo Asius.

—Eso parece, la verdad… Vendrán a formarde nuevo el ala. Ahora mismo nosotros somos loque queda del IV ala asturum.

—A ver qué oficial nos asignan. No me quieroimaginar a las órdenes de una rata como Nevio —apostilló Taranis.

—¡Por las sagradas tetas de Navia! Los dioses

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se cagan en nosotros —interrumpió Aramo.—¿Qué ocurre? —preguntó un sorprendido

Aius.—Ocurre, Taranis, que aquella noche no

mataste al bastardo de Durato. El muy cerdo estávivo —dijo con el ceño fruncido.

—¿Y cómo diantres sabes que está vivo?Aquella caída hubiera matado a cualquiera.

—Nos vamos al culo del mundo y ¿qué nosencontramos después de que casi nos masacren?Allí lo tienes, hermanito, vivito y coleando, y con ununiforme de auxiliar romano.

Taranis miró en la dirección que Aramo leseñalaba, y tras buscar unos segundos, palidecióde repente. Su hermano tenía razón, los diosestenían un pésimo sentido del humor y él era el objetode sus bromas pesadas. No solo Durato no habíamuerto, sino que lo tenían delante de sus narices.Aquello no podía estar pasando. Cuando Taranisestaba saliendo de su asombro, las miradas deDurato y Taranis, por casualidad o quizás porque eldestino así lo quería, se cruzaron. Los dos astures

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se miraron estupefactos, aunque en pocossegundos el rostro del que hacía poco creían muertose retorció en un rictus de ira contenida. De nohaber ocurrido en el seno del ejército romano, esereencuentro habría sido de otra manera, pero losdos sabían que la férrea disciplina del ejércitoromano no les permitía una reyerta. Taraniscomenzó a volver en sí.

—Bueno, parece que tenemos un problemaserio, muchachos. Nuestra lista de amigos sigueaumentando —dijo Serbal—. A partir de ahoradeberemos andar con ojos en la nuca.

—No debemos perderle de vista, pero mientrasestemos bajo bandera del ejército romano, no se leocurrirá hacer ninguna locura —intentó tranquilizarAius.

—De todas maneras no me fío un pelo de esarata asquerosa.

—Yo dormiré abrazado a mi hacha, por siacaso… —añadió Aramo.

Taranis seguía sin decir palabra. Parecía estaresperando a despertarse de un mal sueño. Habían

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huido de Noega y ahora los problemas parecíanperseguirlos. Se preguntaba si algo podía ir a peor.En medio de sus tribulaciones apareció Casio conel semblante sonriente.

—Hola, chicos. Os traigo noticias, perodebemos hablar en privado, lejos de los demás —les anunció, a la vez que reparó en que estabanmirando ensimismados hacia algún lugar—. ¿A quévienen esas caras? Parece que hubierais visto unfantasma.

Taranis comenzó a reírse, primero con una risanerviosa un tanto extraña, para luego romper acarcajadas que se fueron contagiando a los demás,ante el asombro de Casio. El romano se encogió dehombros sin entender por qué aquellos astures sedesternillaban de risa sin motivo aparente. Seempezaba a preguntar si sería buena idea llevar aaquel puñado de locos al corazón del enemigo.

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El padre de Durato había insistido en que debíaservir en el ejército romano. No haría falta queestuviera tantos años como los demás auxiliares,pero el mismo Cneo Calpurnio Pisón, elgobernador, se lo había recomendado y le habíagarantizado que su estancia en la legión romanasería lo más cómoda posible. Aceleraría lostrámites para la ciudadanía romana y le ayudaría ensu carrera. Durato y su familia tendrían poder en laregión y ellos se encargarían de ayudar a Pisón.Todos salían ganando.

El gobernador de la Hispania Citerior le habíaasignado un puesto de intendencia dentro de un alay no esperaba ni deseaba tener que trabarcombate. El hecho de estar en la legión con unpadrino como Pisón, hacía las cosas mucho másfáciles. Estaría unos pocos años y volvería como unhéroe a Noega sin haber usado la espada, aunqueeso nadie lo sabría allí.

Todavía no había un solo momento en el que norecordara aquella noche en la que aquel malditocaballo le había despeñado. Parecía un milagro quehubiera salido vivo, pero los dioses habían estado

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con él. Aquello no iba a quedar así. Después deunas cuantas pesquisas, Durato se había informadode que Taranis y los suyos ya se habían encargadode granjearse enemigos en el ejército. Traspreguntar aquí y allá, sin llamar mucho la atención, lehabían revelado que un tal Nevio, un decurión de laIV ala asturum, se la tenía jurada. No fue difícil llegarhasta él y concertar una cita para poder tratarasuntos comunes. Vio cómo se le acercaba unhombre con uniforme de decurión. Debía de ser él.

—Tú debes ser Durato, ¿verdad? —preguntó elrecién llegado mientras el aludido asentía con lacabeza. Parece ser que tenemos ciertos asuntos encomún.

—Eso me han dicho. Podemos decir queambos profesamos mucho cariño a las mismaspersonas.

—Antes de nada, chico, tengo tantas ganas dever muertos a esos cerdos como tú, pero no olvidesque estamos en el ejército y no se puede hacercualquier cosa impunemente, por muy bienrecomendado que vengas —le dijo Nevio con unasonrisa que denotaba que se había informado sobre

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él—. Aquí hay que andar con pies de plomo, ¿deacuerdo?

A Durato no le gustaba mucho el tono deldecurión, pero necesitaba aliados para sus fines,así que pese a su arrogancia debía seguirle eljuego. Además, él no dejaba de ser un reciénllegado y Nevio tenía la experiencia y conocimientodel ejército romano que él carecía. El rostro deldecurión, con una nariz águileña y una cínicasonrisa, no inspiraba mucha confianza, pero demomento aliarse con él serviría a sus propósitos.

—Está bien. Me han contado que tienesbuenos contactos dentro y fuera del ejército —replicó Durato con otra sonrisa forzada—. Si siguesde cerca sus pasos, me informas y tomas cartas enel asunto. Te aseguro un buen puñado desestercios. El dinero no será problema.

—Sabes cómo motivar a alguien, muchacho —dijo Nevio con un brillo de codicia en sus ojos—.Tengo unas informaciones acerca de ellos que hede confirmar. En cuanto lo haga, serás el primero ensaberlo, y veremos qué les podemos preparar anuestros queridos amigos... Necesitaré algo de

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dinero para mis colaboradores.—Nevio, creo que tú y yo nos vamos a llevar

bien. Ven conmigo, abriremos un buen vino que hetraído para sellar esta nueva amistad.

Taranis estaba en la popa de la embarcación

con la mirada perdida. La aparición de Durato lehabía descolocado totalmente. Si había un diospara las casualidades, ahora mismo estaríariéndose a carcajadas de él. Después del impactoque les había supuesto la aparición de su enemigo,el mismo Germánico les había hecho llamar. Nuncahabían conocido, y menos, hablado con un general,pero la impresión que se llevaron fue muy grata.Además de ser amable, cortés y educado, Taranisvio en los ojos de Germánico una gran inteligencia.Aquel hombre tenía algo especial. El mismo hijoadoptivo de Tiberio le había felicitado por lamaniobra de las tubas, y aunque no fuera romano, laverdad es que a su ego no le había sentado nada

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mal ese reconocimiento.Después de eso embarcaron para cumplir la mi

misión en la que estaban embarcados. Debíanrescatar a la hija del rey de los marcomanos, quepor informadores infiltrados, se sabía que estaba enel territorio de los catos. Un buen puñado de millasadentro en zona enemiga, al sureste de Vétera.Ahora se encontraban bajando en barco por el Rhin,para tomar tierra y comenzar la parte peligrosa de lamisión. Adentrarse sin levantar sospechas era unacosa, pero después de rescatar al rehén, salir vivosde allí sería otra diferente. Mientras seguíapensativo, Casio se le acercó.

—Casio, ¿no crees que somos muy pocos? —le preguntó.

—Debemos pasar desapercibidos y movernoslo más rápido posible. No podemos ni llevar loscaballos, que aunque nos darían más movilidad nonos permitirían ocultarnos con facilidad. Por esovamos así vestidos, sin nada que huela a romano.Vosotros me habéis demostrado que sois capacesde eso y más.

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A Taranis no le había gustado nada la idea dedejar a Tileno en el campamento y menos conDurato rondando por allí. Había procurado dejarlo abuen recaudo, pero no podía evitar preocuparse porel asunto de preocuparle el asunto.

—Pero, Casio, no sabemos cuántos hombresla custodian…

—Confían en que no sabemos donde están yno creo que hayan puesto una guarnición entera.Además contamos con el elemento sorpresa. ¡Me lodice el que hizo huir a un ejército de germanos! —replicó Casio con una carcajada que arrancó unasonrisa a Taranis.

—Espero que tengas razón, pero que no seconvierta en una costumbre lo de cruzarnos mediaGermania con el territorio infestado de enemigos.Mi salud no creo que lo resista mucho…

—Yo solo espero que la princesa en cuestiónmerezca la pena. Como me hagáis cruzar mediaGermania para rescatar a una princesa fea, mequejaré al mismo Augusto —interrumpiójocosamente Serbal, que llegaba con Aius—. ¿Nos

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queda mucho? Nuestro hermanito parece que tieneganas de llegar —dijo señalando a Aius.

Aius estaba vomitando la cena por la borda delbarco. Desde que habían salido, su rostro habíacambiado de color tantas veces como su estomagose había vaciado, para chanza de su hermanoSerbal. Aramo parecía no pasarlo muy bien, pero semantenía todo lo dignamente que podía.

—Al alba, el barco llegará a su destino. Hehablado con los guías y de ahí a nuestro objetivodebe de haber unas dos jornadas de marcha, con loque espero que lleguemos al atardecer del segundodía y preparar un ataque nocturno.

Después de un rato de charla, intentarondescansar para estar despejados para la marchaque les esperaba el día siguiente. Desembarcaronen un lugar del río, junto a un pequeño bosque derobles. Casio acordó con el piloto de laembarcación que en un plazo máximo de cinco díasestarían de vuelta. En cuanto empezaron a caminary se introdujeron en los oscuros bosques deGermania, a todos les embargó el oscuro recuerdode la batalla de Teutoburgo. Todas las muertes,

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torturas y demás horrores estaban frescos en sumemoria. Caminaban casi sin pronunciar palabra,para evitar hacer ruido y estar receptivos a cualquiersonido que delatara la presencia del enemigo. Asítranscurrió la casi totalidad de las dos jornadas demarcha; solo se cruzaron con algún que otrovenado, al que Aramo miró con ojos tiernos.Cuando estaba cayendo la tarde, uno de los guíasgermanos hizo señas e indicó que pararan y seagacharan. Por gestos señaló que habían llegado.Estaban en una pequeña formación rocosa queacababa en un barranco de poca altura.Arrastrándose, llegaron al borde y en el pequeñovalle que se formaba divisaron su objetivo. Sesorprendieron al descubrir que solo había trescasas, una de ellas de unas dimensiones pococomunes, pues era de un tamaño muy considerable.

—Deben de tenerla en una de esas casaspequeñas, pero nuestro objetivo principal es la casagrande —susurró Casio—. No podemos dejar anadie con vida para evitar que corra la voz de quehemos rescatado a la hija de Marbod. No quieromiramientos, ¿está claro? Son ellos o nosotros. —

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Todos asintieron—.Esperaremos a que sea denoche. Si los germanos no han perdido sus buenascostumbres, estarán borrachos o durmiendo. Serbaly yo nos encargaremos de los que haya haciendoguardia. Taranis entrará luego con nosotros. Aramoy Aius, casas pequeñas y buscar a la princesa. Losguías no participarán. ¿Estáis de acuerdo? Osquiero ligeros, hay que moverse con rapidez.

—Yo llevaré mi arco, puede que nos haga falta—sugirió Aius.

—Todavía quedan unas horas, así queesperaremos aquí hasta que la noche esté bienavanzada. Mientras, podremos hacernos una ideade lo que nos vamos a encontrar.

—Casio, sería conveniente establecer turnosde guardia, para que no nos sorprendan por laretaguardia antes de que empiece el jaleo.

—Bien pensado, Taranis. Yo haré, la primera,organiza tú las siguientes.

Permanecieron echados en la maleza,observando las idas y venidas, pendientes de queninguno saliera del pequeño emplazamiento en

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dirección a ellos.—Calculo que no hay menos de quince, así que

más nos vale que estén bien borrachos o dormidos.Y no he visto a ninguno que parezca debilucho —susurró un preocupado Aius.

—Tranquilízate, tampoco he visto ninguno queno llevara algún recipiente con líquido —le calmóTaranis.

—He de reconocer que estos germanos sabendivertirse, lástima que haya que matarlos, bajaría atomarme su brebaje con ellos —afirmó Serbal.

—Pues el olor del asado me está matando…Estaremos lejos, pero mi nariz y mi estómago estánsufriendo —dijo con total seriedad Aramo.

Taranis tuvo que reprimir una carcajada. Seiban a tener que enfrentar a una manada de fierosgermanos y sus hermanos pensaban en comer ybeber. Las horas de espera se estaban haciendoeternas. Todos tenían ganas de entrar en acción, yaque el hecho de estar allí agazapados y aguardandoles estaba poniendo cada vez más tensos. Lesllegaban las voces y canciones de los germanos; a

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tenor de lo que podían oír, aquellos hombres noestaban pasándolo mal precisamente.

—Veremos en breve si siguen cantando. Si enunas horas continúan, seremos nosotros los queestaremos cantando, pero en el infierno.

—Gracias, Aramo. Pensar en que en unashoras podré cantar en el infierno es algo que mereconforta mucho —contestó Aius.

Después de un par de horas, las voces yahabían cesado. Parecía que el alcohol ya habíahecho efecto y los germanos debían de estardurmiendo su borrachera. Solo se rompía el silenciocuando los dos guardias que estaban vigilandohablaban entre sí, visiblemente malhumorados porno poder haber estado comiendo y bebiendo consus compañeros.

—Muchachos, ha llegado la hora. Actuaremosconforme a lo establecido. Recordad, sinmiramientos. Tened cuidado, os quiero a todos devuelta en Vétera, ¿de acuerdo? Silencio total apartir de ahora.

Mientras los guías retrocedían, comenzaron a

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bajar sigilosamente cuidándose de no hacer ruidoalguno. Siguiendo lo establecido. Serbal y Casio sedeslizaron para colocarse en un lateral de la casa,aprovechando la oscuridad de la noche, mientrasTaranis les seguía de cerca. Aramo y Aiusaguardaban a que acabaran con los guardias de lapuertas para dirigirse a las otras casas a buscar ala hija del rey marcomano.

Casio y Serbal iban a abalanzarse sobre susvíctimas cuando se oyó un grito ahogado. Justodespués, en dirección hacia donde antes seencontraban escondidos, oyeron un alarido. Nosabían qué ocurría, pero el grito parecía germano.Sea lo que fuere, los guardias reaccionaron,gritando a su vez para dar la alarma. Casio y Serbalse lanzaron a la carrera hacia ellos, intentando evitarque alertaran a más germanos. Taranis y los demástambién corrieron hacia ellos. Habían perdido elfactor sorpresa y ahora las cosas se iban acomplicar bastante.

Serbal, más rápido que Casio, dio un gransalto para impedir que uno de los guardias entrara.Se lanzó a su cuello y seccionó su yugular con un

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tajo certero. El guerrero nórdico apenas tuvo tiempopara ver a Serbal atacándole y cayó al sueloagarrándose el cuello, intentando inútilmente pararla hemorragia. Casio, menos ágil que Serbal,arengó a los demás a que lo siguieran mientrasentraba por la puerta de la casa principal gladio enmano, excepto a Aius, al que envió en busca de laprincesa. Taranis siguió a Casio y, cuando entró,pudo ver que la casa constaba solo de una sala,alumbrada por tres antorchas, en la que estabandurmiendo los guerreros que custodiaban a laprincesa, aunque en un primer vistazo no vio rastrode ella. Calculó rápidamente que los hombres quehabía allí los doblaban en número en el mejor de loscasos. Pudo observar que algunos de ellos estabandesperezándose, mientras que otros no se habíanenterado, con toda probabilidad por la granborrachera. Taranis avanzó siguiendo a Serbal yCasio, dándole un fuerte puntapié en la cabeza a ungermano que intentaba incorporarse, que provocóque varios dientes salieran despedidos. Nada máspropinarle la patada, le clavó el gladio en elespinazo, entre los aullidos de dolor del guerreroherido. Sus compañeros aprovechaban que los

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germanos no estaban listos para el combate,causando estragos en sus filas. Serbal estaba yaempapado de sangre de tres germanos a los quehabía liquidado, Casio forcejeaba con otro, mientrasque Aramo ya había entrado con su hacha. Mientrasluchaban, un par de germanos, a órdenes del queestaba luchando con Casio, saltaron por unaventana de madera que estaba en dirección al restode casas, uno de ellos con una antorcha.

Casi todos los germanos se encontraban entreellos y ventana por la que habían saltado los dosguerreros. La superioridad numérica se habíaequilibrado y ahora dentro de la casa soloquedaban siete de ellos contra cuatro. Seencontraban unos frente a otros, con actitudretadora después de la sorpresa inicial.

—Aramo, ocúpate de los dos de la derecha ysigue a los que han saltado. Nosotros tecubriremos, ¿de acuerdo?

—¿Solo dos? —dijo mientras se lanzaba consu hacha gritando como un poseso.

Los demás siguieron su ejemplo. Taranis vio

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por un instante cómo Serbal le hacía una finta a surival apoyándose en la pared con una inverosímilmaniobra, pero tuvo que concentrarse en detener elpoderoso golpe del nórdico que le atacaba. Portabauna poderosa maza, que a duras penas pudoesquivar con el gladio. El germano volvió a atacardesde un lado. Esta vez, Taranis no pudo evitar elgolpe en su totalidad y la maza impactó en supierna, haciéndolo trastabillar. Sin perder tiempo, suenemigo le asestó una patada en el vientre que lohizo caer al suelo. Los ojos del germano brillabande ira asesina y veían cerca la muerte de su víctima.Volvió al ataque dirigiendo su arma a la cabeza deTaranis, que se apartó en el último momento,evitando que se la partiera como un melón maduroSin tiempo casi para reaccionar, el germano lepropinó otra patada que volteó a Taranis contra lapared. Quedó tumbado boca arriba con los piescontra el muro. Vio cómo la maza bajabainexorablemente. En un último reflejo, se impulsócon los pies, deslizándose por debajo de laspiernas de su enemigo, y lo atravesó desde debajocon una estocada, destrozándole la entrepierna yllegando al estómago, lo que bañó a Taranis de

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todo tipo de jugos desagradables, ante la cara desorpresa de su enemigo, que ya se veía vencedor.El germano cayó en el suelo retorciéndose de dolor,para morir instantes después.

Taranis se reincorporó al momento, se limpiólos ojos de sangre y se preparó para entablarcombate de nuevo. Vio que sus compañeros habíansido más rápidos que él. Había más cuerpos en elsuelo. Serbal tenía arrinconado a un enemigo contrael que luchaba mientras sonreía de una manera, quepese a ser su hermano, reconocía que le dabamiedo. Casio acababa de ensartar a su rival contrala pared y se disponía a ayudar a Serbal.

—¡Taranis! Vete a ayudar a tus hermanos —legritó Casio

Haciendo caso a las instrucciones del romano,Taranis corrió hacia fuera y vio que Aius y Aramoestaban luchando con dos germanos mientras unade las casas, con techo de ramaje, parecido a losque había en los castros de Noega, estabaardiendo. Oía gritos desesperados de mujer.

—Arderéis todos en el infierno, cerdos

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romanos, ¡como ella! —les gritó uno de losgermanos en un tosco latín mientras se lanzabadentro de la cabaña ardiendo.

El otro guerrero esperaba amenazante laacometida de sus enemigos. Su rostro era el de unsoldado que ve la muerte cercana y espera que loacompañe el mayor número de enemigos posibles.Taranis miró a Aramo y le hizo una señal paraatacarlo, a la vez que pareció no comprender. Elgermano aprovechó la confusión para abalanzarsesobre ellos vociferando. Taranis se disponía a pararel ataque cuando su oponente cayó fulminado. Sucuello había sido atravesado por una flecha. Miróatrás y pudo ver cómo Aius les miraba con loshombros encogidos y una inocente y cómicamirada. Entonces, Taranis recordó que la princesaseguía allí dentro.

—Aramo, tú ocúpate de la princesa, elgermano que hay dentro es mío.

Los dos hermanos irrumpieron en el pequeñoedificio cegados por las llamas y respirando condificultad por el humo. Dentro había una mujerforcejeando con el soldado que habían visto entrar.

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Era una mujer alta, de complexión atlética y anchoshombros. Taranis, sin perder el tiempo, acuchilló algermano por la espalda, mientras que Aramoapartaba a la mujer. Cuando Taranis se aseguró deque su oponente ya no resultaba un peligro, miróhacia su hermano. Estaba intentando desatar a lamujer. En cuanto le liberó las piernas, esta lepropinó un puntapié en sus partes nobles. Aramocayó al suelo retorciéndose de dolor y la princesaemprendió una enérgica carrera hacia la puerta, enmedio del humo e intentando esquivar a Taranis. Elastur pudo reaccionar y, saltando hacia ella, laderribó antes de que pudiera salir. Al intentarreincorporarse, recibió un golpe en la cabeza.Aturdido, pudo ver cómo su supuesta presa leestaba apaleando con un trozo de madera sinpiedad. Después de varios golpes , mujer sedetuvo. Taranis intentó levantarse como pudo y sepercató de que Aramo se había recuperado a duraspenas y había asido a la princesa por detrás,inmovilizándola, aunque no paraba de revolverse ygritar. Mientras, la techumbre en llamas cada vezestaba más cerca de derrumbarse sobre suscabezas y el aire cada vez era más irrespirable.

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Aramo, usando toda su fuerza, consiguió sacarla deallí, y una vez fuera, los gritos continuaron.

—¡Malditos asquerosos! No penséis que vais atocarme un pelo. ¡Antes os corto las pelotas! —lesgritó con el rostro enrojecido por la ira.

—Pero, señora…—Suéltame, pedazo de bestia, y te enseñaré

de lo que es capaz una mujer marcomana.Serbal, Casio y Aius, estaban siendo testigos

de aquella escena en una mezcla de perplejidad ydiversión.

—Pues sí que tienen modales refinados lasprincesas germanas… —comentó Aius.

—Hermano, tengo la sensación de que nosvamos a divertir. —dijo un divertido Serbal.

—Tranquila, somos amigos —trataba deexplicar Taranis entre los improperios de laprincesa—. Hemos venido a rescatarte —seguíaexplicándole mientras ella le propinaba patadas enla espinilla a Aramo, cuya cara empezaba a reflejarcierta desesperación. La princesa seguía chillando

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hasta que Aramo gritó, con su poderoso chorro devoz.

—¡Basta! —Tal fue el volumen del alarido, quela hija de Marbod se calló y cesó todo movimiento—. No vamos a hacerte nada, ¡por Lug! Escucha unmomento y estate quieta o creo que por primera vezen mi vida le pegaré a una mujer. —La princesapareció entender las palabras del astur, que hizouna seña a Taranis para que continuara.

—Somos soldados de Roma y hemos venido arescatarte para llevarte con tu padre. No queremoshacerte ningún daño.

—¿Y esto es todo? ¿No habéis traído máshombres?, ¿así pretendéis salir de aquí? Qué bien,me rescatan de Arminio un puñado de locos.

—No es necesario que nos lo agradezcas tanefusivamente, oh, princesa —replicó Serbal con unaexagerada y burlona reverencia ante lamalhumorada mirada de ella.

—¡Me llamo Alke! ¿Y ahora cuál es el plan?¿Llevarme andando hasta mi padre? —les inquiriócon los brazos en jarras.

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—Tenemos un barco en el Rhin a dos días deaquí que nos está esperando. El que seamos pocosfavorece que podamos viajar con sigilo y pasardesapercibidos fácilmente. Y como puedes ver no,somos tan malos… —dijo Taranis señalando elespectáculo reinante, lleno de fuego y cadáveres.

—Ya está bien de cháchara, debemos partircuanto antes. No es cuestión de esperar a que nosvengan a buscar. Adelante —ordenó Casio.

—¿Quién daría la alarma? —preguntó Aius.—Supongo que algún germano descubriría a

los guías. He visto el cadáver de uno de ellos. Elotro habrá creído que moriríamos en el intento yhabrá escapado. De todas formas no importa, yasabemos el camino de vuelta. Vámonos.

Todos partieron sin demora, iniciando lamarcha de vuelta hacia el barco que les esperabaen el Rhin. Caminaron algunas horas, pero antes deque despuntara el alba el agotamiento les pudo yhubieron de descansar antes de reemprender lacaminata. Con los primeros rayos de sol,desayunaron frugalmente y reanudaron la marcha.

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Se encontraban bajando una colina cuando Alke,inesperadamente tropezó y rodó varios metros.Aramo fue el primero en llegar y la ayudó aincorporarse. La princesa estaba dolorida eintentaba no exteriorizar mucho el sufrimiento, perolas lágrimas le recorrían las mejillas.

—No sabía que nuestro hermano fuera unhombre tan educado con las mujeres —susurróSerbal.

—A lo mejor solo lo es con la nobleza —lerespondió Aius con un guiño.

—Me he torcido el pie, pero creo que podréseguir andando —dijo mientras intentaba levantarsede nuevo, escapándosele un grito de dolor.

—Así no puede caminar —determinó Casio—.Tampoco podemos dejarla aquí ni parar mástiempo. Así que hay que ver la manera de llevarla.

—Yo creo que el más fuerte de nosotros podríacargarla… —propuso suavemente Taranis, mientrastodas las miradas se dirigieron a Aramo.

—¿Qué? ¿Yo? ¿Me habéis visto cara demula?

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—¡A ver si te crees que a mí me hace graciaque me lleven en volandas! —refunfuñó Alke.

—Está decidido. Aramo, llevarás a la princesay continuaremos el camino —sentenció Casiointentando reprimir una sonrisa—. Pero si te cansaspodemos ayudarte... —le dijo a Aramo apelando asu orgullo.

—No hará falta —gruñó.Alke se montó a la espalda de Aramo, que con

cara de circunstancias empezó a caminar. Mientras,la princesa trataba de mantenerse lo más dignaposible, ante la risa contenida de los demás, quesusurraban entre ellos.

—El primero que suelte una risita va a comerpurés hasta el día que se muera, ¿de acuerdo? —espetó un malhumorado Aramo.

—Vamos, grandullón, reserva fuerzas, que elcamino es largo —dijo Alke inesperadamentemientras le daba palmaditas, ante la sorpresa deAramo, que siguió andando mientras farfullaba.

El resto de la jornada transcurrió sin

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novedades, y avanzaron de manera lenta, debido ala lesión de la hija de Marbod. Taranis vio cómo a lolargo de día Alke hablaba cada vez más con suhermano. Lo que más le sorprendía es que él lecontestaba, pues su hermano era poco dado ahablar y menos con las mujeres; le gustaban losplaceres de la carne, pero en el plato. Incluso Casiolos regañó en alguna ocasión para que guardaransilencio, recordándoles que no estaban dando unalegre paseo por el campo. Prosiguieron la marchahasta que se hallaron exhaustos y decidieronreparar fuerzas en una pequeña cueva. Sedecidieron las guardias, y de nuevo, para sorpresade Taranis y sorna de Serbal y Aius, Alke seacurrucó muy cerca de Aramo.

Pocas horas más tarde y después de comeralgo de tocino y queso, volvieron al camino, aún conlos músculos doloridos. Recordaron las rigurosasmarchas con Degecio que tanto les habíanendurecido y agradecieron que les hubieraentrenado de forma tan rígida, si bien en Astúrica nolo apreciaran tanto. De esta manera, y sincontratiempos, fueron acercándose a su objetivo.

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Aramo incluso sonreía de vez en cuando, mientrasque Serbal y Aius reían con complicidad, pero ensusurros. Querían evitar que su hermano les oyera,si bien este les dedicaba unas miradas un tantoiracundas. El más preocupado en este distendidoambiente era Casio, que como buen militar romanoestaba atento a cualquier imprevisto que pudierasurgir, pidiendo silencio cada vez que hablaba elresto.

Otro día había transcurrido. El ocaso seaproximaba y estaban ya muy cerca del lugar enque el barco les esperaba. Llegaron a un pequeñoclaro del bosque que estaban atravesando. A unadistancia de media milla aproximadamente, Casioles instó a parar y agacharse. Hizo señas indicandoque había oído un ruido. Todos volvieron a laespesura del bosque, agazapados, tensos y enalerta. Una figura surgió de entre los árboles. Parasu alivio, vieron que era el guía. Aius destensó suarco y salieron a su encuentro.

—Qué susto nos has dado, muchacho —dijoCasio.

—Buenos ojos os vean —exclamó sonriente el

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guía—. Pensé que estaríais muertos.—¿Qué ocurrió la otra noche?—Mi compañero y yo estábamos escondidos

cuando de repente un guerrero nos sorprendió porla espalda y mató a Ilbar. Yo pude escapar a duraspenas. Luego oí el grito de alarma y supuse que oshabían descubierto, así que me dirigí hacia aquí,pues de poca ayuda os podía haber sido, yo no soyun buen soldado. Lo importante es que estamostodos vivos. Vamos, seguidme hasta el barco, nosaguardan. Está todo despejado, he hecho unaronda por los alrededores.

Siguieron al guía, adentrándose de nuevo en elbosque en dirección a su destino. Cuandocaminaban por la parte más densa, cerca ya dellugar de encuentro, el guía comenzó a correr ante alextrañeza de los demás. Cuando se quisieron darcuenta, dos docenas de germanos surgieron de lanada.

—¡Maldito cerdo!¡Cómo hemos podido ser tanestúpidos! —bramó Casio.

Cuando los germanos los tuvieron rodeados, el

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guía volvió sobre sus pasos.—¿Cuánto te ha pagado Arminio? ¡Rata

miserable! —le gritó Aius.—No os lo toméis como algo personal.

Además, os sorprendería saber quién me pagópara que os delatara.

El que aparentaba ser el jefe de la partida diooren de que se los llevara. Alke se dirigió hacia él.

—Gracias por rescatarme de estos suciosromanos. Espero que me llevéis con Arminio. Ese síque es un hombre y no el pusilánime de mi padre.Estos perros querían llevarme de vuelta con él.Gracias a los dioses que me habéis salvado —dijoAlke a la vez que escupía el rostro de Casio, ante elasombro de los astures y del oficial romano—. Esun placer volver a estar entre germanos —añadiócon una encantadora sonrisa a la vez que seacercaba al oficial germano, lo que parecióagradarle.

—¡Serás ramera! —gritó Serbal, a lo que Alkerespondió con un puñetazo en la cara del astur.Serbal se lamió la sangre que le manó del labio con

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una sádica sonrisa.Todos fueron atados y comenzaron a caminar

en dirección contraria al Rhin. El paseo duró poco,ya que al llegar la noche, los germanos decidierondetenerse. Los prisioneros fueron apartados ypuestos bajo la vigilancia de un vigía, mientras losdemás hacían un fuego y preparaban la cena. Alkeestaba totalmente integrada entre ellos, riendo ybebiendo como el que más. La noche fueavanzando y los germanos comenzaron a quedarsedormidos. El guardia, no obstante, seguíavigilándoles.

—Nos han engañado como a niños. Primero elguía y luego la princesita —se quejó amargamenteTaranis susurrando—. Por lo que nos dijo el guía,empiezo a sospechar quién nos ha delatado. Y noes ni germano ni romano. Ese hijo de mala madrehabrá conseguido saber nuestros planes y los hafiltrado. Dinero no creo que le falte. Si me apuraspuedo hasta imaginar quién le habrá ayudado. ¡Parde ratas inmundas!

—¿Qué nos pasará ahora? —preguntó Aius.

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—Creo que Arminio nos dará una fiesta debienvenida y luego nos regalará a cada uno tierrasen Germania. ¿Tú qué crees? —espetó Serbal.

—Hay que buscar la forma de salir de aquí —dijo Casio—. La verdad es que no veo la manera.¡Maldita sea! Salir de Teutoburgo para morir aquíatados como perros.

—Pues si que estamos bien, pero muy bien…—gruñó Aramo—. Estas cuerdas con que nos hanatado son fuertes. Ellos son muchos más quenosotros. Y encima esa maldita princesa, ¡porCerunnus!

Nada más decir esto, se oyó un golpe y elguardia cayó al suelo, como si lo hubiera fulminadoun rayo. Por detrás apareció Alke con un cuchillo enla mano, que se acercó a ellos.

—Así que maldita, ¿eh? Mereces que te claveel cuchillo en las costillas.

—Bueno, yo... —balbuceó Aramo.—Rápido, desataos. En breve cambiarán el

turno de guardia. Les dije que tenía que hacer miscosas…, así que no tardarán en echarme de menos.

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Aramo fue el primero en ser desatado y en uninstante todos se encontraron libres. Sin mediarpalabra, cogieron la lanza y la daga del guardiaderribado, y en el amparo de la noche comenzaronla huida, corriendo velozmente. Alke,afortunadamente, ya se había recuperado de sucaída. Había momentos en que los pulmones lesardían, pero volver a caer en manos de losgermanos les insuflaba fuerzas. No fallarían unasegunda vez. Miraban atrás cada poco, confiandoen que la ventaja y el desconcierto les dierasuficiente margen. Al llegar a la orilla del río, entrejadeos, vieron aliviados que el barco seguía allí.

—Gracias a los dioses no lo han hundido.Alabado sea Marte. Subamos al barco, peroatentos, ya está bien de trampas, no quiero caer enotra. Revisadlo bien, y en cuanto estemos listos,partimos —ordenó Casio.

Revisaron el barco, y lo único que encontraronfueron los cadáveres de los tripulantes, que losastures se encargaron de lanzar al río. Comobuenamente pudieron, pues no eran duchosprecisamente en el arte de la navegación,

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empezaron a subir río arriba escorándose hacia laotra orilla.

—Mirad. Allí llegan nuestros amigos.Saludémoslos como es debido —avisó Serbal, queacto seguido dedicó una serie de palabras y gestospoco agradables a los germanos, que habíanllegado hasta la orilla, enfurecidos por haberperdido a sus presas. La embarcación empezó aavanzar, dejando atrás a sus perseguidores, quepararon de correr detrás de ellos, pues era inútilintentar seguirlos desde tierra.

—Espero no adelantar acontecimientos, peroparece que al final hemos salido de esta —dijoCasio—. Alke, creo que todos debemos darte lasgracias y ofrecerte una disculpa. Nosotros creímosque… En fin, nos has dado una lección de ingenio einterpretación, desde luego…—se disculpó unencantador Casio ante la sonrisa de la princesa.

—Ya que me habéis rescatado, no me quedaotra opción que perdonaros —replicó Alke con tonoburlón.

Una relativa tranquilidad volvió a reinar en la

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expedición, sin dejar de estar atentos. Taranisdescansó en la bodega mientras los demásvigilaban. Una vez hubo dormido algo, subió acubierta, mientras Aramo bajaba a descansar. Eldía seguía gris y oscuro, como tantos en aquellatierra, pero eso no ensombrecía el ánimo del astur,acostumbrado a la lluvia de su tierra natal. Encubierta estaba Casio. Entretanto, Aius y Serbal seocupaban de los remos. Alke decidió tambiéntomarse un descanso.

—¿Hemos avanzado mucho mientras dormía?—preguntó a Casio.

—Calculo que mañana al atardecer estaremosde vuelta. Cuando Aramo se pone a los remosavanzamos más, es un verdadero titán.

—Pues nuestro titán ha encontrado un rival alque no se sabe enfrentar.

—¿A qué te refieres? —preguntó un intrigadoCasio.

—Conozco a mi hermano, Casio, y no le habíavisto hablar tanto con una mujer. Alke sabe tratarlecomo no he visto a nadie, ni siquiera a nuestra

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abuela, que fue la que nos crió. Con el hacha notiene rival, pero en estas batallas es como pez fueradel agua. Pregúntaselo a Serbal y a Aius. No hanparado de reírse.

—Ahora me lo explico. No sabía qué tenía dedivertido escapar en medio de un bosque en tierrahostil. Sois unos soldados excepcionales, Taranis,pero creo que estáis un poco locos, la verdad… —afirmó Casio con una sonrisa—. Voy a darle elrelevo a Aius, antes de que reviente.

Aius aceptó de buen grado el relevo y congesto cansado saludó a su hermano y se encaminóa la bodega después de comer algo. Pocosinstantes después, subió, pálido. Taranis, queseguía vigilando en cubierta se sobresaltó al verleen ese estado.

—¿Qué te ocurre, Aius? ¿Estás bien?—Sí, sí… —contestó con cara de asombro.—Y esa cara, ¿a qué se debe?—Bueno, es que… Pues resulta que nuestro

hermano ha descubierto nuevos apetitos…

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—¿Qué? ¿Qué me estás diciendo?—Pues justo cuando he bajado, oía risas de

Aramo y Alke, y al llegar he visto como ella lebesaba, y… —se interrumpió—. Bueno, no me hequedado a ver lo siguiente.

—¡Dioses! ¡Casio y Germánico nos matan!Vamos a rescatar a una princesa y se ladevolvemos… —Taranis se llevó las manos a lacabeza—. A Casio ni palabra de esto. —Sesacudió la cabeza y no pudo reprimir una sonrisa—.Maldito desgraciado, cuando se espabila en estostemas no le vale nada más que una princesa.

—Pues espera a que se entere Serbal…—¡Ni una palabra! Hasta que no la

entreguemos, ni una palabra, ya sabes cómo es dediscreto. Esperemos que tengan un poco decuidado y no se entere hasta el mismo Tiberio… Yalo sabes, aquí no ha pasado nada.

Taranis y Aius no hablaron ni siquiera entreellos el resto del viaje, aunque se entrecruzabanmiradas cada vez que Aramo y Alke tenían un gestocómplice o veían que podían quedar solos. Estaban

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atentos, sobre todo, a que los demás no sepercataran del romance. Nunca habían visto sonreírtanto a su hermano, aunque su rostro, así como elde Alke, empezó a ensombrecerse cuando vieronque estaban cerca del destino. Los dos sabían queuna vez que llegaran a Vétera, aquello no podríacontinuar.

Después de desembarcar, el grupo dirigió suspasos hacia Vétera. El hecho de estar ya rodeadosde legionarios romanos les relajó sobremanera,pues ya estaban totalmente a salvo. Pudieronobservar que, desde la llegada de Tiberio, lostrabajos de fortificación habían avanzado mucho.Con Casio a la cabeza, se dirigieron hacia losaposentos de Germánico.

Cuando caminaban por la Via Principalis deVétera, Taranis tuvo uno de los momentos desatisfacción del día, que además confirmó lassospechas que tenía sobre quién les podría haberdelatado, aunque no pudieran probarlo delante deun tribunal. El rostro petrificado por el asombro deDurato, que se torció en un gesto de rabia al verles,le supo a ambrosía. Dio media vuelta

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inmediatamente, totalmente enfurecido. «Vete a vera tu amigo Nevio», pensó Taranis. Estaba casiseguro de que ese tendría que ser su contacto en elcampamento, pues habría tardado poco enenterarse de que Nevio le profesaba un odioenfermizo.

Casio avisó a un oficial de que debían verurgentemente a Germánico. Por el aspecto quetenían, sin uniforme y totalmente sucios ydesaliñados, el oficial los miró con desdén. Noobstante, los argumentos y el énfasis con que hablóCasio hicieron que el romano avisara al hijoadoptivo de Tiberio. Poco tiempo después, el oficialsalió, instándoles a entrar. Germánico estabaesperándolos dentro, escrutándolos e intentandoadivinar si la misión había sido exitosa. Al generalromano se le iluminó la cara al ver a Alke.

—Bueno, muchachos, veo que no me heconfundido con vosotros. Habéis conseguido traerlasana y salva. Espero que hayáis tenido un viaje lomenos pesaroso posible, mi señora —dijoGermánico aduladoramente, dirigiéndose a Alke—.Vuestro padre espera ansioso volver a abrazaros.

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Mañana al alba partiréis a encontraros con él.Supongo que estaréis deseando volver a casa.

—Sí, claro… —dijo Alke mientras bajaba lavista y miraba hacia Aramo.

—También tendréis ganas de asearosdespués de tantas penurias. Os enviaré unadoncella y luego podréis comer lo que deseéis.

A una señal de Germánico, un criadoacompañó a la princesa germana, seguida por lamirada de Aramo. Taranis se percató de ello yesperó que solo él y Aius siguieran sabiendo lo queestaba pasando. Una vez Alke se hubo marchado,el general romano se dirigió a ellos.

—¡Ah, mis valientes! Otra vez habéis salido convida de las entrañas de Germania. Los diosesdesde luego están con vosotros. Estaréis sedientos,así que mientras me dais los detalles de vuestraexpedición, brindaremos por vuestro éxito con unbuen vino romano. Tiberio se alegrará mucho. En sunombre y en el de Roma, os agradezco y felicito.Ahora, por favor, deleitadme con vuestrasandanzas. Serán un soplo de aire fresco después

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de estos días aburridos en Vétera.Casio tomó la palabra y comenzó a contar con

todo lujo de detalles el periplo que les había llevadoa rescatar a la mujer germana, aunque eludió hablarde la colaboración de Alke en la liberación final,adornando especialmente esa parte de la historiacon detalles que, si bien no eran ciertos,demostraron que Casio era un gran contador dehistorias. Taranis y sus hermanos, sonrieron concomplicidad cuando el oficial romano relataba esaparte. Germánico escuchaba atento, interesándoseen los pormenores, y lamentando que los hubierandelatado. El general se comprometió a abrir unainvestigación para identificar a los culpables.Taranis sabía quién había sido, pero no teníapruebas, ni las encontraría nadie.

—Está visto que tendré que buscar una formade recompensaros. Pero ya hablaremos de eso otrodía. Empecemos por esta noche —les dijo. A dospalmadas suyas entraron dos criados con todo tipode manjares. A todos se les hizo la boca agua al veraquellas carnes y frutas tan bien condimentados ycocinados—. Esto es para vosotros, así que

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adelante.Se miraron unos a otros, y acto seguido se

lanzaron como fieras sobre la comida, ante lamirada divertida de Germánico. Casio intentó quecuidaran sus modales.

—Mi buen Casio, estamos entre soldados, note preocupes y disfruta. No hay damas delante a lasque agradar.

Quedaron pocos restos. Disfrutaron entre risasde la comida y el buen vino que les dispensaba sugeneral. Nunca habían comido tales manjares, loque unido al hambre que todos tenían en esemomento, dio como resultado que no fuera mucho eltiempo que la comida duró en la mesa.

—Aramo, no has comido mucho para lo queacostumbras —dijo Serbal a su hermano.

—No sé, supongo que comer poco estos díasme habrá encogido el estómago —contestó unincómodo Aramo.

Taranis sabía por qué su hermano no teníaapetito. El hecho de que comiera poco, y ante talfestín, hablaba a las claras de que su hermano

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estaba muy afectado. Sentía pena por él, puessabía por experiencia propia lo que podía estarsintiendo y, por si fuera poco, todo aquello eranuevo para su hermano.

Germánico despidió a sus soldados y estosfueron a descansar. Habían sido unos díasextenuantes y un sueño reparador les vendría bien.

Durato, enrojecido por la ira, estaba buscando

a Nevio. Lo vio charlando con otro decurión, pero noesperó a que acabara.

—Nevio, tenemos que hablar.—Flato, discúlpame, seguiremo luego —le dijo

Nevio al hombre con el que departía—. ¿Qué pasa,Durato? No es conveniente que nos vean hablando,¡maldita sea!

—¿Conveniente? ¿Sabes qué he visto ahora?A Taranis y sus perros falderos entrando por lapuerta. ¿Así es como funcionan tus planes

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infalibles? Me han costado bastante dinero, porcierto —le recriminó ante la incrédula expresión deNevio.

—¿Cómo? ¡Malditos cerdos! Los dioses estáncon ellos…

—Me dan igual los dioses. Quiero que teenteres de todos sus movimientos, quiero saberincluso con qué mano mean. Y vete preparándotepara volver a actuar. Los quiero muertos, Nevio,muertos.

—Muchacho, no te confundas y háblame conmás respeto —le espetó duramente Nevio—. Yotambién quiero que esos perros ardan en el Hades.Veremos qué podemos hacer. Pero tranquilízate,debemos hacer las cosas bien. Nada de volver averme hecho una furia o se acaba nuestra sociedad.¿De acuerdo?

—Está bien… Pero no te olvides de lossestercios que recibes. Espero resultados.

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Taranis despertó de repente de su profundo

sueño y observó cómo Aramo se levantabasigilosamente, vigilando que nadie lo viera. Elsilencio a esas horas de la noche y en esa parte deVétera era sepulcral. Aguardó un poco y lo fue trasél. Tras seguirlo varios minutos, intuyó cuál era eldestino de su hermano: Alke. En tan solo unasemana dejaba de comer como una bestia y searriesgaba por una mujer.

Estaba llegando a la tienda en la que habíanacomodado a la princesa, cuando Taranis se situódetrás de su hermano y le agarró por el brazo. Suhermano dio la vuelta armando el brazo paraasestarle un puñetazo, pero en última instancia sepercató de que era él y se frenó.

—¿Qué haces aquí? —le susurró Aramo.—La pregunta es que haces tú aquí.—Yo…—No hace falta que digas nada, lo sé todo. No

hay más mujeres en el mundo, que tiene que seresa…

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—Taranis, yo no quería… — balcuceó—.Necesito despedirme de ella.

—Aramo, como nos descubran nos van adespellejar vivos, ¿estás loco?

—Voy a entrar ahí contigo o sin ti. Tú tendríasque entenderlo.

—Está bien. Eres testarudo como una mula. Yote cubro las espaldas. Si te hago una señal, nosvamos de aquí corriendo, ¿de acuerdo? Procura nohacer mucho ruido…

Aramo asintió con la cabeza y le dio un abrazoa su hermano, que lo dejó un tanto descolocado,pues no era habitual en él exhibir esas muestras deafecto.

—Anda, vete… No gastes cariño conmigo…Todo eso era una locura, pero comprendía a su

hermano. Él hubiera hecho lo mismo. Taranis sentíaen esos momentos algo de envidia de Aramo. Ojalátuviera tan cerca a Deva.

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Capítulo 5Asturcones

Germania, año 10 d.C.

Habían transcurrido unos meses desde quehabían rescatado a la hija de Marbod. Desdeaquella fecha, había reinado una relativatranquilidad. Los hermanos habían procurado nometerse en problemas con Durato, si bien algunavez su viejo enemigo los había intentado provocar.El hecho de que sirvieran directamente aGermánico enfurecía sobremanera al nieto deAreusa.

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Aramo seguía bastante cabizbajo desde lamarcha de Alke. No era una persona especialmentealegre, pero su humor se había ensombrecidodesde entonces. Ni siquiera Serbal hacía bromas alrespecto.

Germánico no les había asignado a ningún ala.Decidió que formaran una especie de unidad dereconocimiento con Casio al mando. Les habíaencargado varias misiones, y en ninguna habíantenido ningún contratiempo serio. No les habíavenido mal algo de sosiego después de Teutoburgoy el rescate de Alke en tierra de los catos.Germánico les iba anunciar hoy cuál sería susiguiente cometido, pero se había mostradodiferente a otras ocasiones, parecía que esta vezles iba a pedir algo de mayor envergadura. Casiollegó y les indicó que se dirigieran a ver al generalromano, que les estaba aguardando. Normalmentesolo era Casio el que departía con él, pero esta vezGermánico quería hablar con todos.

—Casio, tú ya sabes algo, ¿verdad? —preguntó Aius.

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—No seáis impacientes, el mismo Germánicoos lo dirá.

—A mí esto no me gusta nada, ya me veorodeado de miles de germanos de nuevo —protestóSerbal mientras Casio sonreía, detalle que no lepasó desapercibido a Taranis.

A decir verdad tampoco le gustaba mucho elcariz de la situación, pero esa sonrisa que se lehabía escapado a Casio podía significar que lo queles iban a ordenar no era tan peliagudo. De todasmaneras, en unos momentos saldrían de dudas.Germánico les recibió en su tienda. Tras el saludoinicial, el general no se anduvo con rodeos.

—Os preguntaréis para qué os convoco. Puesbien, el caso es que debo potenciar mi carrerapolítica en Roma y eso implica hacer ciertos regalosa ciertas personas. En este mundo de la política, noestá de más tener muchos amigos en Roma. Hepensado que vosotros podéis conseguirme unoscuantos regalos. Me gustaría ofrecer algo exclusivoy que sea valioso.

Taranis y sus hermanos se miraron extrañados

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los unos a los otros. No se imaginaban ni porasomo qué querría su general de ellos. Cuatroastures y la vida política romana no parecíancuadrar mucho.

—Me habéis servido bien estos meses.¿Estáis dispuestos a acatar mis órdenes? —lespreguntó Germánico mientras dirigía una sonrisacómplice a Casio.

Los cuatro hermanos asintieron con una mezclade intriga y perplejidad. Estaban ya ansiosos porsaber cuál sería su cometido. Germánico comenzóa caminar con los brazos detrás de la espalda yretomó su discurso.

—Me he fijado en vuestros caballos. Excelentesbestias, no cabe duda.

Taranis palideció. Si Germánico le iba a pedirque entregara a Tileno se iba a encontrar con unbuen problema. ¿Cómo le diría que no le daría sucaballo a un general romano? Sus miradas secruzaron y Germánico rompió a reír.

—Tranquilo, Taranis, sé que tienes muchoaprecio a tu caballo. No os voy a pedir que me

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regaléis vuestras monturas, podéis estar tranquilos.—¿Entonces qué es lo que quiere de nosotros,

señor? —preguntó un impaciente Aius.—Vuestros caballos, los asturcones —

prosiguió—, están muy de moda en Roma, y sonmuy apreciados. Puesto que la situación en lafrontera es menos tensa, he pensado que podríaistraer para mí unos cuantos.

—Pero, señor, ¿dónde vamos a conseguir aquíasturcones? —volvió a preguntar Aius, que recibióun codazo de Taranis.

—He ahí la cuestión. Quiero que vayáis aAsturia a por ellos. Espero que no sea muchotrastorno para vosotros. Entendería que quisieraispermanecer aquí, yo buscaría a otros —dijomientras guiñaba un ojo a Casio.

A los cuatro jóvenes astures se les iluminó elrostro. Por la cabeza de cada uno pasaron losparajes en los que vivieron su infancia. Aquello quehacía unos momentos les parecía imposible lotenían al alcance de la mano. Muchas veces habíanpensado que morirían en aquella tierra extraña sin

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volver a pisar su amada patria. Taranis, con un nudoen la garganta, fue el único capaz de contestar algo.

—Por supuesto que iremos, señor.Agradecemos mucho que nos conceda el honor deenviarnos —alcanzó a decir emocionado. Su mentese fue a las montañas de su tierra natal, losbosques, las montañas, los verdes prados, lasplayas, y sobre todo, a Deva.

Costa de Asturia, año 10 d.C.

Era poco lo que les quedaba para volver aponer pie en su tierra. La excitación se palpaba enlos cuatro hermanos, deseosos de volver a estar enel lugar que los había visto nacer y crecer. Los dosúltimos días habían sido muy movidos debido a unamar muy agitada, y Taranis había tenido que bajar atranquilizar a Tileno, que se había puesto muynervioso. Todos se habían mareado, aunque los quemás veces habían vomitado eran Aius y Aramo.

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Este último no dejó dios de ningún panteón dedioses sin nombrar.

Se oyó una voz avisando de que habíanavistado tierra y todos se abalanzaron a la proa delbarco para divisar la costa.

—¡Esa parte la conozco! —exclamó Aius.—¡Cómo lo vas a saber! Si no se ve nada

desde aquí —replicó Serbal.Además de la distancia, hacía poco que había

amanecido y la niebla estaba todavía levantando,pero ya se empezaban a adivinar las abruptascostas astures. Al seguir acercándose, pudieron verdesde el mar la sierra donde habían conseguido asus caballos y donde volverían para capturar variospara Germánico.

—Serbal, ¿estás llorando? —preguntó Taranis.—¿Qué dices? Es esta maldita brisa marina,

que me irrita los ojos —contestó indignado ante lamirada divertida de Casio, que estaba observandoa los cuatro hermanos.

—Casio, ahí tienes la tierra más hermosa del

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mundo. Montañas, playas, verdes prados… No lefalta de nada —exclamó Aius lleno de orgullo.

—Bueno, por fin voy a conocer esta tierra de laque tanto me habéis hablado. Con que sea la mitadde hermosa de lo que me habéis contado, habrámerecido la pena venir —dijo en un tono burlón.

El barco siguió acercándose. Taranis y sushermanos habían pedido explícitamente nodesembarcar cerca de Noega para evitarproblemas innecesarios. Ya se las arreglarían paraver su castro natal. Antes de que el barco seacercara a la arena, Aius ya se había lanzado por laborda seguido de Serbal, y para cuando Taranis yAramo empezaron a bajar, Aius ya estaba tiradosobre la playa mirando hacia arriba y llorando defelicidad. Fueron unos momentos especiales paratodos, en los que no hubo palabras, pero queestuvieron cargados de sentimiento. Casio no habíavisto nunca a nadie tan conmovido por la vuelta acasa. Pasado un buen rato, Casio se dirigió a ellos.

—Muchachos, no quiero estropearos elregreso, pero debemos empezar a desembarcar,

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¡Manos a la obra!Mientras ayudaban al resto, los hermanos le

contaban todo tipo de detalles sobre el entorno: lasierra que casi rompía en el mismo mar, quéárboles había en los bosques, qué caza se podíaencontrar. Casio se sintió abrumado ante tanto lujode detalles, pero los escuchó encantado, ya quesabía que a sus muchachos les hacía mucha ilusión.Incluso Aramo, que llevaba varios meses de malhumor, tenía otro brillo en los ojos.

Después de desembarcar todo el equipo yreconocer los alrededores, cayó la tarde y comenzóa anochecer, así que hicieron un fuego en la mismaplaya, para dormir allí esa noche.

—Muchachos, mañana buscaremos dóndeasentar nuestro campamento base —dijo Casio.

—Conozco un sitio, donde hay una braña, quecreo que será perfecto. Estaremos cerca de loscaballos, y cuando los tengamos, tendremos pastospara ellos.

—Perfecto, mañana asentaremos nuestrocampamento allí y en dos días comenzaremos con

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nuestro cometido.Todos se miraron unos a otros con caras de

circunstancias.—¿Qué ocurre? Vamos, decídmelo…—Bueno, pensábamos que ya que hemos

venido, tendríamos algunos días para poder… —respondió tímidamente Aius.

—¡Ah! Es eso… No sé, Germánico me haapremiado —dijo Casio acariciándose la barbillacon gesto taciturno. —Serbal estaba a punto deprotestar cuando Casio no aguantó más y siguióhablando entre risas—. No os preocupéis , encuanto acabemos de capturar los caballos, tendréisunos días para hacer lo que más os plazca.Germánico os agradece mucho todo lo que hicisteisen Germania y me lo comunicó explícitamente. Peroprimero tenemos trabajo que hacer.

No había habido un día de la última semana enque no hubiera llovido. Miró al cielo gris conpesadumbre . No había dejado de llover ni un solodía en la última semana. Deseaba disfrutar de] un

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día soleado. El único consuelo que tenía desdehacía tiempo había sido la partida de Durato.Llevaba mucho tiempo intentando casarse con ella,pero sus padres, que lo conocían bien, se habíanopuesto a ello, no sin dificultades. Deva se disponíaa salir a trabajar cuando su padre se dirigió a ellacon gesto preocupado.

—Deva, un oficial romano pregunta por ti.—¿Por mí?—Sí... No sé qué quiere, pero insiste en que

debes acompañarle.Deva, que no comprendía nada en absoluto, se

dirigió fuera. En la puerta esperaba un oficialromano con el casco en la mano.

—Le ruego que por favor me acompañe. Séque le resulta extraño, pero recibo órdenes. Le juropor mi honor que no sufrirá ningún daño —le dijo elromano solemnemente.

—Pero... ¿Para qué me necesitan a mí?—No estoy en situación de decírselo —

respondió el oficial—. Prometo volver a traerla sana

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y salva —le dijo al padre intentando tranquilizarlo,pues en su rostro se adivinaba nerviosismo.

—Padre… Será mejor que haga lo que dicen.Ya sabes que no es bueno contravenir la autoridadromana.

El padre de Deva asintió con impotencia ytristeza. Su hija tenía razón. Si la debían llevársela loharían de todas maneras. Aunque le extrañaba queel romano insistiera en devolverla sin sufrir dañoalguno, pues los romanos acostumbraban a hacer loque querían por la fuerza y sin contemplaciones.

—Puede que tardemos varios días, pero legarantizo que a ella no le pasará nada. Yo mismo latraeré de vuelta. Si nos demoramos más de lacuenta, me comprometo a enviarle un mensajeropara su tranquilidad —dijo el oficial ante laextrañeza de Deva y su padre—. Sígueme por favor,tenemos un caballo esperando para ti.

Deva se despidió de su preocupado padre conun fuerte abrazo y siguió al romano. Salieron delcastro ante la mirada curiosa de los vecinos quepasaban cerca de ellos. Fuera del castro había

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otros dos soldados romanos con dos caballos más.—¿Puedo saber a dónde voy, oficial? Y si no

fuera mucho pedir, ¿para qué? —inquirió confirmeza Deva.

—Nuestro destino está a una jornada encaballo. Es todo lo que puedo decir. Una vez allí, losabrás. —Deva pareció ver un atisbo de sonrisa enel oficial—. No insistas más. No puedo revelar nada.

Dicho esto, subieron a los caballos yemprendieron la marcha. Durante la mayor parte delcamino, los soldados romanos iban hablando entreellos, y aunque Deva trató de escuchar, por si podíaaveriguar algo, sus conversaciones eran totalmentebanales. A mitad de la jornada, llegaron a las faldasde una sierra, donde comenzaron a subir hasta unavaguada en la que había instaladas unas tiendas.Deva cada vez entendía menos. Cuando llegaron alcampamento, estaba oscureciendo.

—Ahora debes presentarte en aquella tienda.Se te darán instrucciones de para qué se terequiere. Obedece y no tendrás problema alguno —le aconsejó el oficial romano mientras la

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acompañaba a la tienda.Deva obedeció y lo único que vio fueron unas

antorchas en la entrada y un hombre sentado alfondo, aunque la luz no le iluminaba el rostro.

—Quédate ahí. No te muevas —le dijo una vozcon un extraño acento—. Necesito hacerte unaspreguntas. Limítate a responder —prosiguió contono autoritario—. Dime tu nombre.

—Me llamo Deva.—Bien, Deva. ¿Cómo está tu familia?—Eh… Pues están todos bien —respondió

ella, atónita ante la pregunta.—Una mujer como tú tendrá muchos

pretendientes. Supongo que estarás casada conalguien de Noega…

—Pues no es así.—¿Y por qué no te has casado? —dijo con voz

algo temblorosa.—Bueno..., tengo mis motivos… —Deva no

podía creer que la hubieran hecho venir parahacerle semejantes preguntas.

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—Me gustaría saberlo.—¿Pero esto qué es? ¿Me hacen traer aquí

para preguntarme esto? Si lo que queréis es abusarde mí, ¡por los dioses que antes me encontraréismuerta! —Deva vio cómo el hombre se levantaba yandaba hacia la luz. Tenía uniforme romano, ycuando estuvo a la luz, vio que tenía los ojosenrojecidos y llenos de lágrimas. Cuando quisoexaminar el rostro, casi le da un vuelco el corazón.

—Eres tú… ¿Qué has hecho con el pelo y labarba…? —Eso fue lo único que Deva alcanzó adecir con una risa nerviosa. Le temblaban laspiernas. No sabía si estaba soñando e iba adespertarse.

—Te dije que volvería —dijo Taranis mientrasse acercaba y la besaba con pasión. Los dos sefundieron en un largo beso.

—Taranis, supongo que tendrás que contarmevarias cosas.

—Esos que vienen ahí nos podrán ayudar —contestó sonriendo.

Por la puerta de la tienda aparecieron tres

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Por la puerta de la tienda aparecieron treshombres más, uniformados como soldadosromanos. Los reconoció rápidamente. Eran Aius,Serbal y Aramo.

Germania, año 10 d.C.

Nevio estaba tiritando de frío. Era nochecerrada y a las afueras del campamento el aire eragélido en aquella noche. Llevaba esperando unbuen rato. Si no fuera por el dinero de Durato, ya sehabría ido de allí, pero convenía tener contento alastur mientras siguiera pagando. Por mucho que searrebujara en la capa, aquel frío nocturno se metíaen los huesos. Por fin, pareció atisbar una figuraque se acercaba.

—Llegas tarde, por Júpiter. Estoy helado —protestó el romano.

—No he podido venir antes. ¿Qué es eso quetienes que decirme para hacerme salir a la

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intemperie a estas horas?—Ya sé dónde han ido tus amigos —dijo Nevio

—. Lo primero es lo primero. Quiero ver lossestercios.

—Ya sabes que eso no es problema, Nevio.Maldita sea, dime dónde están esos perros. Hacetiempo que han partido y necesito saberlo ya.

—La verdad es que es bastante curioso que yote lo tenga que decir…

—Vamos. ¡Desembucha ya! —apremió unalterado Durato.

—Está bien, está bien… Pues los handestinado a una misión a… Asturia.

—¿Cómo? ¿A Asturia? Malditos sean losdioses. —Durato comenzó a dar gritos y maldecir atodos los dioses que conocía. Cuando se serenó unpoco, trató de mantener la cabeza fría y pensar—.Nevio, necesito mandar un mensaje a Noega.

—Puede hacerse, pero…—Ya lo sé, tiene un precio… Ya hablaremos del

dinero, hasta ahora siempre te he pagado

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puntualmente. Necesito enviarlo urgentemente.—De acuerdo. Mañana al alba intentaré

conseguir que parta un mensajero, pero no puedogarantizarte que llegue a tiempo. Asturia no está ala vuelta de la colina precisamente.

Taranis llevaba horas y horas hablando conDeva. Ambos se habían contado lo que les habíasucedido durante tanto tiempo.

—¿No teníais miedo a morir en aquellosbosques de Germania? —preguntó Deva.

—El miedo siempre nos acompañaba, pero noera el miedo a la misma muerte lo que más meaterrorizaba. Lo peor era pensar que si alguno deaquellos germanos me mataba, no volvería a verte—confesó Taranis. Las mejillas de Devaenrojecieron—. Todos los días pensaba en ti, en siestarías bien, si no me habrías olvidado.

—¿Y crees que yo aquí no pensaba en dóndeestarías y qué te estaría ocurriendo? Pensando quete hubiera pasado algo malo o que estarías en losbrazos de otra mujer—dijo Deva.

—Nunca. Tú eres la única. No ha habido, no

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hay ni habrá otra que no seas tú —afirmó Taranis,mientras sacaba algo de un pequeño saquito—. Séque no es gran cosa, pero con lo poco que hepodido ahorrar en Germania...

—Por el amor de Navia, Taranis. ¡Es un anillode oro! Te habrá costado mucho dinero... Nopuedo...

—Deva, esté donde esté te prometo que serástú, solo tú. Siempre has sido tú. No hay nada en estemundo que me pueda apartar de ti. Ni la mismamuerte. Desde donde fuera, cuidaría de ti. —Taranis hizo una pausa—. Deva, cásate conmigo.

—Pero... tú tendrás que irte de nuevo...—Y volveré como lo he hecho esta vez. Te lo

prometo. En nuestra familia no rompemos unapromesa —dijo con ternura mientras le acariciaba elrostro—. Deva, quiero que seas mi mujer. —Deva lemiró con los ojos húmedos, le acarició el pelo y lebesó con pasión.

—Es una locura. Pero tú y yo estamos algolocos —contestó Deva ante la algarabía de Taranis,que la alzó en volandas y la besó con alegría.

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Después de estar un largo rato abrazados, sindecir nada, tendidos en el suelo mirando lasestrellas, acabaron por dormirse. Al día siguiente,después de desayunar, Taranis y Deva se dirigierona los demás.

—Casio, necesito que nos hagas un favor.Necesitamos que vuelvas a Noega y traigas a lospadres de Deva. —Los demás les miraronextrañados—. Os preguntaréis para qué... Deva y yovamos a casarnos. —Taranis observó divertido quetodos se habían quedado pasmados—. Vamos,podéis decir algo.

—Yo... Supongo que... ¡Felicidades! —dijoAramo todavía sorprendido.

—Mis mejores deseos para ambos —alcanzóa decir Casio—. Por supuesto iré hasta el castro ytraeré a tus padres.

—¡Es una gran noticia! ¡Enhorabuena, chicos!—exclamó un dicharachero Aius.

—Taranis, que tú te hayas llevado a la mujermás bella del castro, desde luego es para felicitarte.—Serbal se había acercado a él y le había

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abrazado por el hombro. Acto seguido cogió lamano de Deva—. Querida, pese a no escoger almás guapo de los hermanos y que tengas ladesgracia de casarte con semejante enclenque, nome queda más que pedirte encarecidamente quelos hijos que tengáis se parezcan a ti. Por su bien, loruego a los dioses —dijo Serbal ante las risas deDeva.

Casio partió en busca de los padres de Deva yvolvió con ellos al atardecer del día siguiente.Tendrían que prepararlo todo con bastante premura.El padre de Deva se reunió con Taranis durantevarias horas, para jolgorio de sus hermanos, quesabían que estaría recibiendo un buen rapapolvo. Lamadre de Deva conocía a un sacerdote que vivíacerca de allí y además les aconsejó un lugar para laceremonia. Cuando Taranis y Deva lo vieron, nodudaron ni un instante.

Deva se pasó el día siguiente decorando aquellugar con flores, mientras su madre hacía unadiadema y ornamentaba el vestido con el que ellamisma se había casado y que había traído para suhija. Al día siguiente estaba todo preparado. El lugar

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elegido era un pequeño claro del bosque, en el quehabía una enorme piedra de la que brotaba unapequeña cascada, presidido todo por un enormeroble. El día lucía estupendo y los rayos de luziluminaban la ceremonia, acompañada por los trinosde los pájaros. Taranis miraba embelesado a Deva,que estaba radiante.

—Nos juntamos aquí en paz para esta ocasiónsagrada que es el rito de matrimonio entre Taranis yDeva. Como nuestro círculo se ha tejido yconsagrado, este momento en el tiempo y este lugarse bendicen. Que cada alma esté en verdad aquí yahora para que los espíritus de los aquí unidospuedan fundirse en un lugar sagrado, con unpropósito y una sola voz.

El sacerdote continuó con la ceremonia, en laque Taranis y Deva pronunciaron sus votos. Lasmanos de ambos fueron atadas con una cuerda,simbolizando la unión que estaban consumando. Asus hermanos les costó mantenerse serios, perouna vez que la ceremonia hubo acabado,comenzaron las risas, los gritos, los cánticos y eljolgorio.

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Después de un buen rato de banquete, Casioestaba ligeramente mareado. Había estadobebiendo ese brebaje llamado zythos durante unascuantas horas. Al principio, no le había entrado muybien, pero con la alegría generalizada de la boda sehabía dejado contagiar por el ambiente.

Casio seguía pensando que aquellos dosestaban un poco locos. Llevaban mucho tiempo sinverse, y al poco de volver ya estaban casándose.Taranis debería volver a Germania y Deva sequedaría en Noega. Aunque pocas veces en su vidahabía visto más felicidad en un rostro que la queemanaban los recién casados. «Cosas del amor»,pensaba el oficial romano. Una vez acabada laceremonia en sí, todo fueron canciones, bebida,comida y jolgorio.

—Vamos, Casio, te traigo otra jarra de zythos—le dijo un achispado Aius.

—No se si debo beber más…—Pero bueno, ¡es la boda de Taranis!

¡Brindemos por el novio!Los dos brindaron y un buen trago resbaló por

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sus gaznates. No sabía la de veces que lo habíanhecho brindar por el novio, pero esta vez, el líquido,una vez llegó al estómago, pareció querer volver asalir. Casio reprimió una arcada, pero a la segunda,todo el zythos fue a encontrarse con el verde pradoante la algarabía general. Con los ojos rojos, pudover cómo era jaleado mientras vomitaba.Verdaderamente aquellos astures eran un hatajo demajaderos.

—Come algo, Casio. En breve estarás mejor ypodrás seguir bebiendo —le dijo Serbal mientras letraía comida. El solo hecho de oler la comida le hizovolver a vomitar y tuvo que ponerse de rodillas enesta ocasión, entre las risas de los demás.

—¡Malditos astures! —alcanzó a decir con vozronca—. Vais a conseguir lo que no pudieron losgermanos. ¡Por Marte!

El juramento de Casio fue jaleado con un nuevobrindis. No sabía muy bien si eran ellos los quepodían beber demasiado o que él mismo noaguantaba mucho, pero estaba claro que en esa lidestaba en inferioridad con aquellos astures. Devase le acercó con un trozo de tela.

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—Toma, Casio —le ofreció con una sonrisa—.No les hagas mucho caso a estos animales.Pueden estar bebiendo hasta acabar inconscientes.

—Gracias, Deva. —Casio se limpió comobuenamente pudo—. Deberíamos librar las batallasbebiendo, por Júpiter. Seríamos invencibles. —Casio hizo una pausa mientras se sentaba—.¿Sabes que estoy aquí gracias a ellos? Estaba enun bosque rodeado de germanos, y me rescataron,cuando podían haber pasado de largo. Están unpoco tarados, pero son buenos soldados. Puedesestar orgullosa de tu marido, Deva. —Casio viocómo la sonrisa de Deva se oscurecía un poco y sedio cuenta de que estaba pensando en el momentoen el que ellos partirían.

—No pienses en ello. Disfruta de estos días.Estos mastuerzos son duros de pelar. Además,Casio Querea, el mejor oficial de Roma, estarácuidándolos para traértelos de nuevo sanos ysalvos, mi señora —dijo Casio solemnementemientras se levantaba. Al incorporarse muy deprisa,se mareó y trastabilló, lo que arrancó las risas deDeva—. Con tu permiso me retiraré a dormir un

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poco —añadió con una cómica reverencia.Mientras Casio se alejaba a dormir, Taranis se

acercó, la levantó en volandas abrazándola fuerte yla besó. El beso estaba bien regado en zythos.

—Estás borracho.—Puede que un poquito…—Espero que eso no te impida cumplir con tus

labores como marido —le dijo Deva con una pícarasonrisa. Vio cómo su marido se ruborizaba. Aiusapareció de repente con un flautín en la mano.

—Vamos, tortolitos, ¡es hora de bailar! —lesdijo mientras los agarraba y los llevaba con el resto.

Aquella no era la boda con la que Deva habíasoñado toda su vida, pero había sido una muybonita. El lugar era hermoso, habían estado susseres más queridos y se había casado con elhombre al que amaba. Hacía una semana no sabíasi Taranis estaba vivo, así que agradecía a losdioses que se lo hubieran traído de nuevo. Dejó a unlado estos pensamientos, y cuando la músicaempezó a sonar, comenzó a bailar. Era su boda yhabía que celebrarlo.

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Taranis salió a respirar el aire fresco de lanoche. Estaba agotado después de una largajornada de celebración. Había llegado la noche, enla que él y Deva habían estado haciendo el amorhasta que cayeron exhaustos. «Demasiado para undía», pensaba. Por si fuera poco, le dolía la cabeza,pues el zythos había corrido en exceso. Observabaa Tileno. El caballo también estaba feliz por estar denuevo en su tierra, y desde que habían vuelto, se leveía más tranquilo y libre, pastando alegremente enlas tierras que le habían visto crecer. De repente,sintió cómo alguien se le acercaba por detrás y leabrazaba. Deva también había salido. Los dos sequedaron mirando al cielo sin decir nada hasta queTaranis rompió el silencio.

—Sabes que me gustaría llevarte conmigo,pero no puedo. Sería demasiado peligroso.

—Así que yo estaré aquí sin saber nada de ti.¿Y cómo sabré que no has muerto?

—No pienses en eso. Hemos salido hastaahora de situaciones en las que era impensable que

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lo hiciéramos. Te dije que volvería y he vuelto. Conel tiempo podremos arreglar las cosas, pero ahora,con Pisón en el poder y la familia de Areusa contanta influencia, no podemos hacer nada. Perohemos jurado vengar a nuestros padres más tarde omás temprano, y por el dios que me da nombre quelo haremos. Sé que será difícil, pero tendrás quemantener lo nuestro en secreto. No nos conviene aninguno de los dos que se sepa.

—Mis padres no dirán nada —dijo Deva ante lamirada inquieta de Taranis—. Además, aunque nosé por qué, a mi padre le gustas.

—Quién lo diría... En Germania pensé quemoriría sin volver a verte. Nos queda una semanaaquí. Disfrutémosla, no nos pasemos el tiempo quetenemos preocupándonos por el futuro. —Taranisbesó a Deva y los dos olvidaron sus problemas porunos momentos en los que se sintieron másafortunados que los reyes más poderosos delmundo.

Aquellos días habían pasado demasiado

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rápido. Habían sido los más felices de su vida, peroahora debía dejar atrás todo aquello. La despedidacon Deva había sido uno de los momentos másduros que recordaba, y pese a su edad, ya habíapasado por muchos. Lo que más le dolía a Taranisera la incertidumbre de no saber cuándo volvería. Yeso si es que volvía, pues ya había mirado a lamuerte de cerca varias veces. Deva estaba ya enNoega con sus padres y Taranis se encontraba conlos demás, llevando los caballos de Germánico a lacosta. El general romano estaría contento, pues loscorceles que le habían capturado eran excelentes.Todo había salido a la perfección sin incidentealguno. Solo quedaba transportarlos hasta la playaen la que se encontraba la nave que les llevaría devuelta.

El camino de regreso a la nave les pareció unapequeña agonía a los cuatro hermanos, solo losdioses sabían cuánto, pues eran los últimosmomentos en su tierra. Por si fuera poco, el díahabía amanecido con un cielo gris y plomizo, y cadapoco. La playa donde aguardaba el barco estabarodeada por pequeñas montañas, y a ella se

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accedía por un empinado sendero en una de lasrocas.

El resto de la expedición ya se encontraba enel barco, junto con Serbal, que se había adelantadosolo. Taranis sabía que estaba triste como todos,pero no le gustaba que los demás le vieran así.Casio, Aius, Aramo y él llevaban los caballos.Estaban cerca de empezar a subir el sendero queles llevaba a la cuesta, cuando Aius, que venía algorezagado, llegó hacia ellos a todo galope.

—Un grupo de al menos veinte jinetes armadosviene hacia aquí. Doblarán esa colina en pocotiempo. Vienen a galope tendido —dijo Aius casisin aliento.

—No creo que vengan a ayudarnos —repusoCasio—. Tenemos que darnos prisa. Si nos cogenen el llano, no tendremos escapatoria. Por lo menosdebemos de tener la ventaja de la posición elevada.Taranis, vete guiando los caballos hacia arriba,nosotros te cubrimos las espaldas. ¡Marte losmaldiga! No tenemos tiempo a avisar a la gente delbarco.

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Taranis, espoleó a Tileno hacia los otroscaballos, haciéndoles subir por la cuesta, por la quedebían de pasar de uno en uno debido a suestrechez. Por el rabillo del ojo vio cómo seacercaban los jinetes que Aius había avistado, loque hizo gritarle más a los corceles para queapretaran el paso. Taranis calculó las distancias ypudo deducir que sería imposible evadirse de ellos.

Continuaron, pero.. pero el número de caballosy la estrechez del camino entorpecía el ascenso.Cuando estaban a mitad de camino, losperseguidores empezaron a subir, recortando lasdistancias. Viendo que serían alcanzados, Casio yAramo se dispusieron a recibir a los primerosjinetes mientras Aius se colocaba detrás y sacabasu arco. Taranis intentaba poner los caballos a salvopara poder ayudar a los demás. Ya casi habíallegado a la cima. Seguía empujando a los caballospara que pasaran hacia la parte que bajaba hacia laplaya, mientras observaba a los demás. Pudo verque los jinetes ya habían empezado a hostigarles.Tan rápido como pudo, acabó de hacer pasar a loscaballos y bajó a lomos de Tileno hacia el lugar de

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la lucha.Aramo y Casio se las veían a mandobles con

dos oponentes. La estrechez del paso y lo agrestedel terreno favorecían que no los pudieran rodear.Mientras, Aius, desde la retaguardia, había dejadosu montura a un lado. Había encontrado un salientede roca, desde el cual lanzaba sus mortíferosdardos. Más de una viuda iba a llorar hoy por lasflechas de su hermano. Cuando llegó hacia ellos viocómo Aramo y Casio continuaban aguantando laposición, mientras que los enemigos no podíanatacar en masa, a lo sumo, tres cada vez. Dos deellos ya habían caído bajo la espada de Casio y otrohabía saboreado el dolor del mordisco del hacha deAramo. Para su preocupación, Taranis vio cómocuatro hombres a pie estaban intentando rodearlespor un flanco, cerca de donde Aius se encontraba.Decidió que lo mejor sería ir a su encuentro, paraimpedir que rodearan a sus compañeros. Aius, queno se había percatado de la maniobra de flanqueo,se sorprendió al ver pasar a Taranis hacia allí, perocomprendió rápido cuando su hermano le hizo unaseña.

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El primero de los que iban hacia Taranisportaba una pica, con la que intentó alancearlo enun muslo, pero Taranis, viendo las intenciones, pudoesquivar el embiste con agilidad. Aprovechó que suoponente desprotegió el brazo del ataque paralanzarle un tajo que le hirió profundamente. Elasaltante gritó de dolor y se hizo a un lado. Losustituyeron dos más con sendas espadas cortas.Intentaron atacarle a la vez, aunque en alguna desus maniobras, al no coordinarse bien, le facilitaronlas cosas a Taranis. Aun así, el empuje de los dosenemigos, hizo que el astur tuviera que recular. Enun paso atrás, trastabilló un poco, lo que hizo queuno de ellos pudiera aprovechar y herirlo en unhombro. El golpe había sido bastante acertado y dela enorme brecha manaba abundante sangre. «Almenos no ha sido el brazo de la espada», pensóTaranis. Al ver a su enemigo herido, los asaltantesse envalentonaron y uno de ellos, pensando en queese sería el golpe definitivo, lanzó un estoque quefalló gracias a los reflejos de Taranis, chocando suespada contra una roca. Aprovechando el fallidoataque, Taranis pudo clavarle la espalda en suabdomen. Taranis se dio cuenta de que había sido

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un error, pues el sacar la espada del estómago deaquel infeliz era un tiempo precioso que necesitaría.Mientras intentaba extraerla, esquivó como pudootra acometida, y de repente, en un fugaz instante,vio cómo algo se acercaba a él a gran velocidad. Elguerrero que restaba le había lanzado una piedraque le había alcanzado en la cabeza. Quedótotalmente aturdido por unos momentos, sincapacidad de reacción y con la vista borrosa.Cuando esperaba el golpe de gracia, pudo alcanzara oír dos gritos ahogados. Al recuperar un poco laconsciencia, vio cómo sus dos enemigos habíancaído con dos flechas clavadas en el pecho. Suhermano Aius le había salvado el pellejo.

Taranis se sacudió la cabeza y comenzó aandar hacia sus hermanos. Se percató de que lehabían herido en la pierna mientras cojeaba. Cadavez retrocedían más y los enemigos seguían siendounos quince por lo menos. Aius continuabaintentando derribar enemigos desde su posición,pero tenía que tener cuidado de no herir a sushermanos.

Cuando se estaba acercando, vio cómo una

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pequeña hacha saltaba desde el tumulto donde seencontraban luchando Aramo y Aius. Ante lahorrorizada mirada de Taranis, el hacha se clavó enel pecho de Aius. Este, sin emitir un sonido, y conlos ojos muy abiertos, se echó las manos al pecho yse tambaleó. Taranis fue corriendo hacia élmientras gritaba y lo recogió antes de que cayera alsuelo.

—Taranis… Tengo suerte… Me voy a quedarpara siempre en Asturia… No tendré que volver aGermania… —alcanzó a decir.

—No digas eso, te curarás y seguirás cantandoesas horribles canciones tuyas, y haciéndonosparecer tontos —dijo Taranis con los ojos bañadosen lágrimas. Sabía que esa herida era mortal.

—Hermano... No sabes, mentir… Prométemeuna cosa…

Taranis solo pudo asentir con la cabeza. No lesalían las palabras.

—Entiérrame cerca de Noega, en el árboldonde jugábamos... No quiero que me queméis... —Asius tosió y escupió sangre—. Y ahora súbeme a

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mi caballo.—¿Qué?—Súbeme. —Aius volvió a toser—. Súbeme,

¡maldita sea! —dijo con un espasmo de dolor.Taranis, que no sabía muy bien qué hacer, lo

subió como pudo a su caballo.—Taranis, cuida de nuestros hermanos… —

dijo con una sonrisa.Dicho esto, ascendió varios metros con su

caballo, casi tumbado encima de él, para espolearlodespués hacia abajo. Parecía haber recobrado lasfuerzas, pues con un grito de guerra saltó con elcaballo por encima de las cabezas de Casio yAramo, dejándose caer sobre los desprevenidosenemigos ante el asombro de los demás. En suloca caída, arrastró a todos los enemigos exceptolos que se encontraban luchando cara cara enprimera fila. El impacto fue brutal, y hombre y bestiafueron arrollando con violencia a los hombresagolpados en el sendero que conducía a la cima.Casio y Aramo arreciaron el ataque. Taranis,olvidando su cojera, se dirigió camino abajo

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gritando como si estuviera poseído. Los siguientesinstantes fueron un frenesí de sangre. Tras eliminara los dos asaltantes que estaban batiéndose,Taranis, seguido de sus compañeros, fueronmasacrando a los maltrechos bandidos. Leimportaba poco que estuvieran en el suelo,desarmados y pidiendo piedad, o queprobablemente ya estuvieran muertos debido alencontronazo con Aius y su caballo. Los heridos quese intentaban incorporar tardaban poco en serpasados a espada por aquellos astures fuera de sí.

Tras una matanza sin gloria alguna, Taranis sefue a buscar a Aius entre aquella vorágine decuerpos y huesos rotos. Cuando llegó, seguido deAramo, Aius todavía respiraba.

—Quería despedirme a lo grande… Me hellevado a unos cuantos por delante —dijo mientrasintentaba reírse, pero el dolor se lo impidió.Entonces, Aramo se dio cuenta realmente de lasituación y las lágrimas también empezaron a correrpor sus mejillas. Aius trató de decir algo mirandohacia el fornido astur, pero el cuerpo se le relajótotalmente y su cabeza cayó hacia atrás. Taranis

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gritó como si fuera un lobo herido en la noche. Eldolor le estaba royendo las entrañas. Su hermanose había ido. Aramo se quedó paralizado.

Entretanto, llegó Serbal al galope. Casio seadelantó para advertirle. Al bajarse del caballo y verla escena, caminó hacia Aius, con el semblanteserio y sin decir una palabra. Se rasgó parte de susropas, y comenzó a limpiar a su hermano ante lamirada perdida de sus hermanos. Casio, dolidotambién, sabía que eso tenía que ser para ellos unahorrible punzada en el corazón. Una vez Serbalacabó, lo cogió en brazos y comenzó a subir por elsendero. Los demás, le siguieron. Aramo comenzóa cantar la canción preferida de Aius, que hablabasobre Noega, y Taranis y Serbal lo acompañaronmientras las lágrimas surcaban los rostros de losastures.

Cabalgaron con el cuerpo de Aius hasta elárbol en que había pedido que lo enterraran, cercade Noega. Era un gran tejo al que les llevaba suabuela y donde solían juguetear de pequeños. Unaenorme melancolía se apoderó de ellos al recordara su abuela, y al pensar que Aius no volvería. Aius

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se había ido, pero les parecía imposibleLlegaron de noche y no pusieron especial

énfasis en no ser vistos. Casio les ayudó a cavar elhueco en la tierra en el que los huesos de Aiusdescansarían para siempre, en su querida tierra.Para ellos fue muy duro limpiar el cuerpo de suhermano y envolverlo con una tela blanca. Conmucho cuidado, Aramo colocó el cuerpo de suhermano. Casio, que era el que más entero seencontraba de todos ellos, pronunció unas palabrasde despedida. Taranis, haciendo un esfuerzo,también habló.

—Hermano, allá donde ya estés, espero queseas feliz. Aquí nunca te olvidaremos. Nuncaolvidaremos tu risa, tus canciones y la alegría con laque llenabas nuestras vidas. Siempre decías que noeras un valiente, pero has demostrado ser el másbravo, dando tu vida por la de los demás. Gracias atu sacrificio, estamos vivos. Aius, siempre estarásvivo en nosotros.

Aramo y Serbal no pudieron pronunciarpalabra. Estaban hundidos. Aramo no podía pararde llorar y Serbal tenía la mirada perdida. Echar

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tierra sobre el cuerpo de su hermano fue aún másdoloroso. Cada uno de ellos se despidió a solas deAius antes de abandonar el lugar. Les quedaba unlargo viaje a Germania, acompañados de aqueldolor que parecía comerles las entrañas.

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Capítulo 6Motines

Germania, 14 d.C.

Habían pasado años, pero la herida seguía sincerrar. Y probablemente no lo haría nunca, aunque eldolor se había atenuado. Taranis y sus hermanoshabían estado muy unidos desde pequeños y lapérdida de Aius había sido un golpe muy duro paratodos. Cada uno sufrió a su manera la ausencia delmás pequeño de los hermanos. Había muerto comoun auténtico héroe, salvándolos a todos. Al volver a

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Vétera, supieron que todo había sido obra deDurato. Cuando llegaron, su enemigo les dedicóuna sonrisa burlona y preguntó con sarcasmo dóndeestaba su hermano. Si no hubiera sido por laintervención de Casio, aquello podía haber acabadoen algo bastante peor. El oficial romano templó losnervios, ordenó a Durato que se retirase e intentócalmarles. Pese a tener las mismas ganas que sushermanos de estrangular a aquel bastardo, Taranisintentó poner cordura. Ya habría tiempo y lugar paravenganzas. Hacerlo allí mismo solo traería másdesgracias. Si el hecho de encontrarse en el senodel ejército romano ya era bastante, Cneo CalpurnioPisón seguía siendo el gobernador en Hispania, conmuchas influencias, lo que hacía que Durato y sufamilia fueran poco menos que intocables.

Poco tiempo después, Durato habíaconseguido gracias a sus influencias un destinomejor en las Galias, así que pasó a ser unquebradero de cabeza menos. Ninguno de loshermanos olvidaba todo lo que había hecho. Algúndía Durato pagaría por todo, se juraba a sí mismoTaranis. «Algún día». De todas maneras, los

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hermanos seguían siempre con un ojo puesto enNevio, el cual no había cejado en su odio haciaellos.

Los astures siguieron bajo las órdenes deGermánico hasta que este fue nombrado cónsul yabandonó Germania. Les encomendó, bajo elmando de Casio, a las órdenes de Aulo Cécina,legado de las legiones de la Germania superior.Cecina no era un mal jefe, pero no tenía ni el talento,ni el carisma ni la inteligencia de Germánico.Tiberio también había abandonado Germania hacíatiempo. La situación durante todo ese tiempo habíasido relativamente tranquila, con varias reyertasfronterizas sin demasiada importancia. Todo esteclima de paz se alteró a finales del verano. Taranis ysus hermanos habían vuelto de unosreconocimientos rutinarios y vieron que el ambientedel campamento estaba enrarecido. Todo el mundoestaba alterado y había muchos legionarioshablando en corros. Casio se acercó hacia uno deesos corros, para averiguar qué era lo que estabaocurriendo. Volvió con el rostro cariacontecido.

—¿Qué ocurre Casio? ¿A qué se debe todo

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este alboroto? —preguntó Taranis.—Han llegado noticias de Roma. Augusto ha

muerto —contestó secamente Casio.Los astures se quedaron estupefactos ante la

noticia. Augusto llevaba tantos años al frente deRoma que parecía que estaría ahí para siempre.Ellos habían nacido bajo su gobierno y no habíanconocido a otro emperador.

—Supongo que el nuevo emperador seráTiberio — prosiguió Casio—. Aunque todavía no sesabe nada a ciencia cierta. Todo son rumores, perola muerte de Augusto sí que parece segura.Intentaré hablar con el legado en cuanto seaposible, aunque teniendo en cuenta la situación,supongo que estará bastante ocupado.

—Tiberio. Gran elección. Hombre apuesto yamable donde los haya. Quedará muy bien en losdesfiles en Roma —añadió con sarcasmo Serbal.

A Casio se le veía realmente preocupado ytriste por la noticia. Era un militar romano íntegro yadmiraba a Augusto por todo lo que había hecho.De una Roma convulsa por las guerras civiles había

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forjado un imperio estable y próspero. El oficialromano esperaba que Tiberio no tirara por la bordatodo lo que había conseguido su padre adoptivo,aunque preveía que vendrían tiempos inciertos conla sucesión.

Nevio no echaba de menos a Durato, pero

tenía que reconocer que sí a sus sestercios. El jovenseguía enviándole dinero para que lo mantuvierainformado, y si conseguía hacer desaparecer aalguno de aquellos malditos astures o a su engreídooficial, sabía que le llegaría una buena suma.Estaba releyendo una carta que le habían enviadodesde la mismísima Roma. Hombres de confianzade Tiberio, que habían sido amigos de su padre, lehabían encomendado que enviara toda lainformación posible, en especial cuando Germánicose encontrara en Germania. Tiberio quería tenervigilado de cerca al hijo de Druso, pues no parecíaconfiar en exceso en él, dada su popularidad entre

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la tropa y la plebe.Una vez releyó la carta de nuevo, se dirigió al

exterior. El clima que se respiraba en elcampamento era de una tensión creciente. Desde lanoticia de la muerte de Augusto, la indisciplinaestaba comenzando a germinar con fuerza, y loscenturiones tenían que multiplicar los castigos enuna tropa cada vez más descontenta. Nevio pasó allado de un grupo procedente de las últimas levas deRoma. Ninguno de esos jóvenes estabaacostumbrado a la vida castrense. No entendían porqué debían hacer trabajos muchas vecesinnecesarios ni la férrea disciplina a la que eransometidos, máxime cuando la situación militar eratranquila. Muchas eran ya las voces provenientes delos recién llegados que clamaban contra los durostrabajos. Primero de forma aislada y tímida, yreprimidos por los oficiales. Pasados varios días, eldescontento se fue haciendo mucho más evidente.Nevio estaba convencido de que algo se estabacociendo.

Nevio siguió caminando y vio a un grupo deveteranos charlando. Conocía a varios de ellos y

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decidió unirse a la conversación, por ver qué podíasacar en claro oyendo a aquellos hombres. Variosde ellos gozaban de una gran reputación entre latropa, pues ya habían servido en innumerablescampañas. Nevio saludó y se incorporó a laconversación.

—No es normal que con veinte años de serviciome pongan a cargar como una mula. Así me pagaRoma que me haya jugado el pellejo paramantenerla a salvo, mal rayo me parta.

—Tienes toda la razón, Léntulo. Y de lossalarios mejor no hablamos. Si algún día podemoslicenciarnos, no tendremos ni para comprarnos unpar de burros.

—Y eso si podemos movernos. Ya he perdidola cuenta de las cicatrices, y mis huesos ya no sonlos que eran. Va siendo hora de reclamar lo que esnuestro. Hermanos, creo que es el momento —dijoMarcio mientras miraba a Nevio de reojo y concierta desconfianza. Nevio comprendió que estabaponiéndole a prueba. Debía sacar provecho a lasituación, aunque tampoco quería decantarse enninguna facción por lo que pudiera pasar. Debía

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jugar sus bazas con inteligencia.—Desde luego, si yo no estoy de acuerdo con

nuestras condiciones, que mantenemos a losenemigos del imperio a raya, con más razón seentiende vuestro descontento, que sois veteranosde tantas campañas, que tanta sangre habréisderramado por Roma. —Nevio les regaló los oídosy por sus caras vio que no les desagradaba—. Laclave está en los centuriones —continuó Nevio—.Son los que realmente mantienen la disciplina en elejército. Y ya sabéis que hay alguno que estávelando especialmente por los intereses de los demás arriba —dejó caer—. Si los más influyentes noestuvieran, muchos se decantarían por lo quequisiera la mayoría.

—¿De quién estás hablando?—Hay un oficial que está bajo el mando del

mismo Aulo Cécina que sabéis que tiene muchainfluencia, así como popularidad entre los soldados.Es un romano de los pies a la cabeza, no me cabeduda —suavizó Nevio—, pero si tiene que escogerentre el bienestar de la tropa o tener contentos a losde arriba, ya sabéis qué escogerá. Casio Querea

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es uno de los protegidos de Germánico y notolerará que la injusta disciplina que nos ata seafloje lo más mínimo. Y esos astures, que son susperros falderos…

El resto de soldados se quedó pensando.Asintieron con la cabeza, para luego seguir la charlacon encendida pasión. Nevio reprimió una sonrisa.En realidad, no le preocupaba lo más mínimoninguna de las reivindicaciones que se planteaban,pero si podía aprovecharse de ello, desde luegoque lo haría, y ahora mismo no se le estaba dandonada mal. Aquellos soldados no tenían mucho sesoy no era muy difícil manipularlos. Dejó que laconversación siguiera, moviéndola a sus interesesen los momentos oportunos, para luego disculparsey encaminarse otra vez hacia su tienda. Habíasembrado la discordia y esperaba que sus frutosenvenenasen a sus viejos enemigos. El descontentoque reinaba iría en aumento y, como solíaacostumbrar, debía aprovechar las circunstanciasen su favor.

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Casio había acabado la oración matutina en la

que siempre recordaba a sus padres ya fallecidos.Los soldados más jóvenes estaban perdiendo loshábitos de los buenos romanos en cuanto a lareligión y la disciplina en el ejército. Poca gente yase preocupaba de ofrecer un buen sacrificio a Marteen vísperas de una batalla o de rendir los cultosapropiados a los dioses y a los antepasados. PeroCasio seguía fielmente la tradición militar y religiosade su familia. Estaba seguro de que si su padreestuviera vivo, estaría orgulloso de él. Si Roma y suejército habían llegado a ser lo que eran era graciasa la disciplina.

El legado Cécina le había ordenado quereconociera el campamento y a continuación fuera ainformarle del estado en el que se encontraba. Elánimo de las tropas empezaba a preocuparle allegado y al propio Casio, que también veía cómo lasituación empeoraba día tras día. Pensaba queCécina estaba siendo muy blando y no estaba

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atajando como debía la creciente indisciplina. Peroél no era el legado y como buen soldado debíaacatar las órdenes que le encomendaran. Al menosayer Cécina le había comunicado una buena noticia.Ante la situación reinante, Tiberio había decididoque Germánico emprendiera camino desde laGalia, donde se encontraba realizando el censo,para arreglar la situación. También le había contadoque en Panonia las legiones se habían amotinado,aunque le había pedido encarecidamente que no lohablara con nadie. No convenía que los soldados losupieran.

Casio salió de su tienda respirando el gélidoaire matutino de Germania, que acabó pordesperezarle del todo. El vaho que salía de su bocahacía patente la baja temperatura que hacía esamañana. Tras estirarse, comenzó a caminar conpaso resuelto para comprobar cuál era la situacióne informar a continuación a su legado. Se habíadespertado muy temprano y el campamento seencontraba todavía dormido. Cuando llevaba unosmetros, se dio cuenta de que oía pasos a suespalda. Instantes después oyó una voz.

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—¡Querea!Casio se dio la vuelta y vio a seis soldados.

Los conocía de vista, pues eran ya veteranos.—¡Soldado! ¿Es esa manera de dirigirse a un

oficial? —les contestó con tono autoritario.—Hemos venido a hablar contigo. Queremos

que nos acompañes.—¿Acompañaros? ¿Pero quién te has creído

que eres? Vete con tu oficial antes de que tengaque informar sobre vosotros.

Por toda respuesta, los soldados se miraronentre ellos y empezaron a avanzar hacia Casio. Lasituación estaba peor de lo que esperaba. Si estossoldados se atrevían a desafiarle es que se estabagerminando algo y estaba seguro de que no seríanada bueno. Tensó los músculos al verlosacercarse, a la vez que observaba que intentabanrodearle. Uno de ellos fue el primero en abalanzarsesobre él, intentando agarrarlo del brazo. Casio loevadió y le soltó un puñetazo en la cara que le hizotambalearse hacia atrás.

—¡Querea! No lo hagas más difícil. Será por

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las buenas o por las malas.—¡Vamos perros! —les provocó con furia.Tenía

pocas posibilidades, pero no se llevarían a unQuerea sin luchar.

Cuando esperaban cómo poder acometerle,Casio se lanzó hacia ellos. Sorprendidos por laaudacia del oficial, el que recibió el primer golpeapenas pudo ladear la cara, con lo que el impactocayó casi de lleno. El soldado escupió un par dedientes entre maldiciones. Mientras tanto, Casio yale había propinado una patada en la entrepierna aotro de sus compañeros, que cayó al sueloretorciéndose mientras se agarraba sus dañadosgenitales. Una vez recuperados de la sorpresainicial, dos de ellos atacaron a Casio, uno por cadalado. Pudo parar el ataque de uno de ellos, perorecibió un fuerte puñetazo en un costado por partedel otro. Por un momento, perdió la respiración,pero fue capaz de recular un par de pasos para quelos demás no se lanzaran sobre él.

Cuando estaba pensando qué paso dar, unode los soldados se lanzó para placarle. Casio lepropinó un fuerte golpe, pero eso no impidió que el

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veterano le hiciera perder el equilibrio. Cayó haciaatrás con su contrincante tratando de apresarle.Flexionando las piernas le lanzó un puntapié a lacara para hacerle retroceder. Cuando se pudoincorporar, ya le habían agarrado los brazos, unopor cada lado, y antes de que pudiera reaccionar,ya le habían dado un fuerte puñetazo en la boca delestómago que le hizo bajar la cabeza. Al elevar elmentón para ver lo que estaba pasando, pues ungancho dirigido a su barbilla hizo que subiera lacabeza. Instintivamente, y apoyándose en los brazosde los soldados que lo agarraban, levantó laspiernas, flexionándolas, y las lanzó contra el hombreque le estaba golpeando, haciendo que trastabillarahacia atrás. Acto seguido se revolvió, soltándose deuno de ellos. Le dio un golpe lateral con los nudillosen el rostro y le apartó.

Cuando iba a lanzarse contra el que tenía a suotro lado, sintió un golpe en las piernas que le hizohincar la rodilla en el suelo. Le habían dado unterrible golpe por detrás en la espalda. Por el rabillodel ojo alcanzó a ver a uno de ellos con un gruesopalo de madera en la mano. Casio empezaba ya a

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perder fuelle y no sabía lo que podría aguantar.Siguió propinando golpes a sus adversarios contoda la fuerza de la que era capaz, pero por cadauno que daba, recibía tres, y estaba comenzando aflaquear. Cada vez que recibía un impacto, casi ledolían más las risas que el golpe en sí. Empezaba anublársele la vista y era casi incapaz de distinguirqué miembro del cuerpo le estaba doliendo más.

En otra andanada de golpes, Casio volvió aacabar de rodillas. Solo veía los cuerpos de lossoldados apaleándolo, pero de repente, elapaleamiento que estaba recibiendo paró. Los losveteranos habían girado la cabeza y retrocedidounos pasos. Por el hueco que dejaron, pudo ver auna enorme figura con la cabeza rapada y con ungran trozo de madera que golpeaba contra la palmade su mano.

—¿Algún problema? Creo que mi amiga estádeseosa de conoceros —dijo el fornido hombremientras señalaba a su arma—. Así que si no oslargáis de aquí a la voz de ya, tendréis unadiscusión con ella.

Por fin Casio reconoció la voz. Era Aramo.

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Casi semiinconsciente observó que los soldadosque lo habían apaleado se fueron, mientras unosfuertes brazos los recogían.

—Casio, te han dado una buena. Pero hemosvisto que ellos no se han ido de vacío. Eres duro depelar, amigo.

La voz que le hablaba era la de Taranis, que leestaba ayudando a levantarse. Al incorporarse semareó, pero pocos segundos después empezó arecobrar el aliento, solo para sentir unas enormespunzadas de dolor por todo el cuerpo a costa de lapaliza recibida.

—Casio, hay que hacer algo. En todo elcampamento está sucediendo lo mismo que aquí.Se está preparando algo muy gordo. ¿Quéhacemos?

El oficial romano intentó recuperar el resuello.—Si lo que decís es cierto, tenemos un motín

en ciernes. Estarán yendo a por los oficiales. Aquíno estamos seguros. Vosotros tampoco, pues osrelacionan conmigo y querrán eliminaros también dela escena. Germánico está dirigiéndose hacia aquí

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desde la Galia. Lo mejor será ir hacia su encuentroy advertirle de la situación.

—¿Y Cécina?—Tal y como está la situación, el único que

puede hacer algo es Germánico. Si nos quedamoscon Cécina, perderemos el campamento, y cuandollegue Germánico, él entrará en una ratonera. Nosoy un cobarde, pero debemos utilizar la cabeza. Eslo mejor.

Taranis advirtió que Casio tomaba esadecisión con la cabeza, aunque su corazón le decíaque debía quedarse allí a defender al legado. Elastur se alegraba de que así fuera, pues de esamanera no tendría que convencerlo de lo contrario.Además, Casio no había salido muy bien paradodel encontronazo con aquellos soldados. Comenzóa andar, pero Taranis tuvo que agarrarlo para queno cayera al suelo. Había perdido el conocimiento.

—Aramo, Serbal, yo me quedaré con él. Id apor los caballos y traed a todos los hombres fielesdel ala IV que encontréis. ¡Rápido! —les dijo a sushermanos mientras esperaba que en ese lapso de

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tiempo no volvieran más soldados a su posición.Durante unos minutos que le parecieron

eternos, Taranis se ocultó en la tienda con Casio ala espera de sus hermanos. Haber cargado conCasio los hubiera retrasado. Ahora solo esperabaque sus hermanos no tardaran mucho y que a losamotinados no se les ocurriera volver. Si ya eradifícil que pudiera arreglárselas solo, el que Casioestuviera inconsciente no ayudaba. Taranis podíaoír revuelos lejanos y gritos. El caos estaba yendoen aumento.

Mientras esperaba, se dedicó a recogernervioso toda la impedimenta de Casio para tenerlalista cuando llegaran sus hermanos. Esperaba queno encontraran problemas para coger los caballos.Luego habría que salir de allí, pero esa sería otrahistoria. Nada más acabar de recoger, oyó cascosde caballo. Con la espada de Casio en la mano ylos músculos en tensión, preparado para lo quefuera, respiró aliviado cuando vio que los que seacercaban eran sus hermanos. Habían traídoconsigo varios astures de la IV ala asturum. Algunade las turmas de esa ala había compartido con ellos

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varias misiones y servido a las órdenes de Casio.Se habían mostrado fieles hasta en esos tensosmomentos y era de agradecer.

—Esto cada vez se está poniendo peor, ya esun motín a gran escala. Están capturando a muchosoficiales, y los amotinados no son pocosprecisamente —dijo un preocupado Serbal—. Ynosotros tenemos a Casio, así que imagínate lopopulares que somos ahora. Tienen más ganas deponernos las manos encima que a una doncellaromana.

Realmente ya no se trataba de una protestaaislada. Aquello era un motín de todas las legionesen toda regla. Taranis se acercó a dar unaspalmadas a Tileno, susurrándole al oído para que secalmara, pues había visto signos de que el caballoestaba alterado. Se enfundó su gladio y se puso lacota de malla y el casco, así como el pañuelo queevitaba las rozaduras del casco en el cuello.Convenía estar preparado.

—Serbal, monta a Casio contigo, eres el másligero. Irás en el medio, por si tenemos problemaspara salir. Lo que vamos a hacer es lo siguiente.

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Saldremos a todo galope. No nos detendremos ano ser que sea estrictamente necesario. ¿Deacuerdo?

—Por Marte, me quedo dormido un momento, yeste astur ya me está quitando el puesto —dijo unaparentemente dolorido pero recuperado Casio—.Taranis está en lo cierto. —El oficial seguía un pocoaturdido, pero quería aparentar entereza—. Si nosimpiden la salida, nos llevaremos por delante aquien sea. Nada de miramientos. Son traidores yasí hay que tratarlos. Saldremos rápidamente hastaun par de millas fuera del campamento. Iremos porla Via Principalis. Es la más concurrida, pero haymás espacio para maniobrar y esquivar .Noentablaremos combate si no es estrictamentenecesario. Quiero que cabalguéis como si ospersiguieran los demonios del abismo. Hay quecabalgar hasta que nos pierdan de vista. Nosvemos en el claro del río que está unas millas aleste. Vámonos, antes de que nos caigan encima.

Casio se subió esta vez solo al caballo, aunquede manera aparatosa debido a los traumatismosque había sufrido, e indicó con la mano que

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emprendieran el galope. Comenzaron una frenéticahuida mientras veían el revuelo reinante en elcampamento. Por todas partes había alborotos yforcejeos. Pudieron pasar por la Via Principalis, yaque nadie esperaba que fuera a pasar un grupo dejinetes, y ninguno de los amotinados se atrevió ainterponerse en su paso, a riesgo de ser aplastadopor los cascos de los caballos. Taranis pudo vercómo unos metros más adelante Nevio gritaba a unnumeroso grupo de soldados señalando hacia ellos.«Los dioses quieran enviarle un rayo que lofulmine», pensó.

El grupo de soldados que estaba a un lado dela vía comenzó a correr hacia el centro, tratando dealcanzarles desde un lado. Los que ibancabalgando más adelante pasaron sin problema,pero a Taranis y Casio, que cerraban el grupo, seles abalanzaron desde un lado. Taranis lanzó un tajoal soldado que se le echó encima, hiriéndolo en unbrazo. Casio hizo lo propio, pero el empellón delsoldado hizo que el oficial y la bestia cayeran, y queel romano rodara por el suelo, llevando la peor parteel caballo, que pareció romper una pata. Esto fue

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aprovechado por los demás para rodearle. Taranis,desesperadamente, dirigió a Tileno hacia Casio.Hizo que su caballo se encabritara para alejar a losdos soldados que se habían acercado al oficial.Rápidamente lo asió por el brazo y, con un salto,Casio se montó en la parte de atrás de la grupa deTileno. Arengando a su caballo, volvieron aemprender el galope, con más dificultad debido alsobrepeso. Taranis echó una mirada atrás y vio queNevio les lanzaba algo. Cuando Tileno relinchó dedolor, comprobó que tenía clavada una daga.

—Aguanta, amigo, no es nada. Nos sacarás deaquí —animó Táranis al caballo, aunque temía por lagravedad de la herida.

El asturcón siguió galopando, espoleado por eldolor. Mientras, Taranis y Casio tuvieron que apartara varios soldados a mandobles de espada. Cuandoestaban llegando a la puerta, vieron con pavor queestaban intentando cerrarla. Los demás ya estabanfuera, aunque podía atisbar a lo lejos cómo Aramo ySerbal daban la vuelta. «Malditos estúpidos, huid».Si la puerta se cerraba era el fin. Agarró el gladio y,acordándose de su hermano Aius, lo lanzó a uno de

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los legionarios que estaba empujando la el portón.Su lanzamiento no fue tan preciso como si lohubiera hecho su difunto hermano y se clavó en lapuerta. Por unos instantes, Taranis lo vio todoperdido. Caerían en manos de los amotinados yNevio se encargaría de que no salieran con vida.Pero acto seguido vio volar otro gladio que sí acertóde pleno en el pecho del soldado, que cayódesplomado.

—No ha estado mal, ¿verdad? —le dijo Casioriéndose. El oficial romano había tenido la mismaidea y con mejor puntería.

Siguieron galopando y llegaron a tiempo deatravesar la puerta antes de que otro legionariopudiera acabar el trabajo del que había sidoalcanzado. El que manejaba la otra parte del portóntrató de pararlos, pero fue repelido por una patadade Casio. Segundos después ya se encontraban avarios metros de la puerta del campamento. Serbaly Aramo ya habían llegado a su encuentro.

—Coged a Casio. ¡Rápido! Tileno está heridoy no puede llevar tanto peso.

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Casio se desmontó como buenamente pudopara subir a la montura de Serbal y siguieron a todaprisa por un camino que bordeaba una colina, trasla cual había un denso bosque. Taranis y sushermanos conocían bien los alrededores, pueshabían reconocido el terreno en muchas ocasiones.Llegaron al punto convenido varias millas másadelante sin ningún problema, donde pararon unosinstantes a recuperar fuerzas.

—Se está empezando a convertir en costumbreque me salvéis la vida. Hemos de darle gracias aMarte por salir con vida de allí —dijo Casio.

—Pues ya puedes invitarnos a un buen vino,porque tu querido Marte no creo que lo vaya a hacer—le respondió Serbal entre las risas de todos, queagradecieron un momento de sosiego entre tantatensión.

—Debemos seguir a caballo hasta elanochecer. Seguiremos una ruta que no esperen ymañana cambiaremos nuestro rumbo parainterceptar a Germánico desde la Galia. Creo quesé por dónde vendrá.

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Taranis revisó nervioso la herida de Tileno.Respiró aliviado cuando vio que no revestíagravedad. El astur acarició a su equino amigomientras se disponía a hacerle una cura rápidaantes de partir.

Roma había acogido la noticia de la muerte de

Augusto con gran pesar e incertidumbre. Parecíacomo si el viejo césar fuera el padre eterno deRoma y fuera a vivir para siempre. Aunque Tiberiotrataba de mantener el control del imperio que supadre adoptivo le había legado, los focos derebelión desde la muerte del emperador no hacíansino multiplicarse. Póstumo se encontraba enPanonia sofocando las rebeliones de las legionesque se encontraban en aquel rincón del imperio, y aél, que se encontraba en pleno censo de las Galias,le habían encomendado que se dirigiera aGermania, pues la situación allí parecía ser tensa.

Así pues, Germánico volvía a Germania, el país

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que le había dado nombre a su padre, Druso, y a élpor herencia y méritos. El clima seguía siendo tandesagradable como de costumbre, los bosquesigual de frondosos y los germanos le seguíanprofesando el mismo odio a los romanos. Nadahabía cambiado desde su partida años atrás paraasumir el consulado. Arminio seguía agazapado sinatacar. A Germánico no le cabía la más mínimaduda de que si el caudillo germano supiera de lamás inestabilidad en las legiones, atacaría.

Los últimos rumores apuntaban a que laslegiones de Germania seguirían el ejemplo de lasque estaban en Panonia. Lo primero sería restaurarel orden en las legiones. Luego, tenía planes paraGermania. Venía para quedarse una buenatemporada. De hecho, se había traído a su esposaAgripina y a su hijo Cayo, al que le gustaba vestirsecomo un legionario, para deleite de sus soldados.Quedaban dos jornadas para el campamento de laslegiones y no paraba de llover. Podía ver en el rostrode Agripina lo poco que le gustaba aquel clima yaquella tierra, aunque una mujer romana de los piesa la cabeza como lo era ella jamás protestaría. Los

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caminos estaban embarrados, y todos estabanempapados y con los huesos calados por aquellamaldita lluvia incesante.

La marcha de la pequeña columna deGermánico se detuvo mientras caía una tromba deagua que incluso dificultaba la visión. Solo habíallevado una centuria de escolta. Se acercó a lacabeza y vio a sus soldados en alerta con los pila,las lanzas que utilizaban los legionarios, mientras elcenturión Licinio Vérculo discutía con el que parecíael jefe de una especie de caballería avanzada. Porla actitud de sus hombres, dedujo que podían serrebeldes, pues la discusión parecía que iba a llegara las manos. Los caballos de los jinetes que habíanencontrado estaban tensos y algunos de ellos sehabían encabritado. No le molestaba entrar encombate, pero con su mujer, que además estabaembarazada, tendría que preocuparse de máscosas que de acabar con el enemigo.

—¡Rebeldes! El general Germánico está aquí.Deponed las armas y puede que os perdone la vida,aunque no os lo merezcáis —vociferó—. Vengo ennombre del legítimo emperador de Roma, Tiberio, al

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que le debéis lealtad.—Eso estoy intentando explicar al cabeza

hueca de tu centurión, ¡señor! —gritó el que parecíael jefe. Se movió para quitarse el casco. Elmovimiento hizo que los legionarios se tensaran—.No creo que haya cambiado tanto para que no meconozcas, general.

Germánico examinó el rostro desde ladistancia. La intensa lluvia hizo que tardara enreconocer los rasgos, ocultos también por multitudde moratones, golpes y rasguños.

—Antes estabas más limpio. Desde que me heido parece que te lavas menos. Por no hablar de lapaliza que te han dado. Bajad las armas soldados.Ante vosotros tenéis a uno de los supervivientes deTeutoburgo —dijo Germánico mientras se acercabaa aquel hombre.

—Bienvenido a Germania, señor.—Gracias, mi buen Casio. Supongo que

tendrás muchas cosas que contarme.—Por desgracia, sí, y ninguna buena. La

situación es un caos.

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—Tenemos todo el camino hasta elcampamento para que me pongas al día. Veo quesigues rodeándote de lo peor del ejército —dijodivertido con una sonrisa mientras observaba aTaranis, Aramo y Serbal, que detrás de Casiosaludaron respetuosamente al general, llevándoseel puño al pecho.

Los dos grupos de soldados se unieron. Losque iban a pie fueron los primeros en avanzar.Después de eso, el carro en el que estabanAgripina y Cayo pasaron por donde estaban, y esteúltimo se quedó mirando a Aramo, impresionadopor su tamaño y fortaleza. Aramo le devolvió lamirada, extrañado al ver un niño pequeño vestido delegionario y no pudo reprimir una sonrisa quepareció no hacerle demasiada gracia al jovenromano.

—Ese que ahora os mira es mi hijo Cayo.También ha venido mi esposa Agripina, que seencuentra encinta. Esta vez creo que será una niña.

—Enhorabuena, señor —dijo Casio.—Sigamos adelante, Casio, cabalga junto a mí.

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Tienes que ponerme al día de la situación hasta enel último detalle.

La columna prosiguió su marcha sin incidentealguno, a través de senderos embarrados, hastaque llegó a una vía romana, donde el camino se hizomás llevadero. Se detuvieron al atardecer yestablecieron un campamento. Por fin había dejadode llover, para deleite de los soldados que estabanhartos de estar todo el día arrebujados en sus yahúmedas capas, oyendo el incesante repiqueteo delas gotas de lluvia en sus cascos. Taranis estabapreparando el sitio donde iba a dormir cuando derepente vio algo que le extrañó. Aramo y el hijo deGermánico estaban hablando. Taranis se acercó unpoco a escuchar la conversación, atraído por meracuriosidad.

—Cuando sea mayor, seré un gran soldado,como mi padre.

—No lo dudo. Desde luego no hay más que verel porte que tienes con el uniforme —dijo Aramo conuna sonrisa. Su hermano no dejaba desorprenderle. Ahora también hablaba con los niños—. Aunque a tu uniforme le falta una cosa.

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—¿El qué? —preguntó el niño con sus grandesojos, ávidos de saber la respuesta.

—Fíjate en los demás soldados. ¿Qué tienenellos que a ti te falta? —preguntó Aramo mientrasCayo observaba a los militares. Aramo le dio unapista señalando con la mirada a los pies de unlegionario que pasaba por allí. Cayo seguía sincomprender—. ¡Las cáligas! Un gran soldado deRoma como tú debe calzar unas buenas sandalias.

—Pero, ¿dónde puedo conseguir unas de mitalla?

—No te preocupes. Yo te haré unas. Ven aquí,tendremos que tomarte la medida del pie. —Cayose acercó y levantó el pie para que Aramo se lomidiera—. Cuando les tengamos que dar unpuntapié a los germanos, tendrás que ir bienequipado, ¿no crees? —dijo Aramo mientras el niñoasentía con los ojos llenos de ilusión—. Ahora vetecon tu madre o nos va a caer una buena riña a losdos.

Cayo salió corriendo a la tienda de su madre,mientras que Aramo se fue en dirección contraria.

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Taranis, que ya estaba acompañado de Serbal, leesperaba con los brazos cruzados apoyado en unárbol, con gesto burlón. A decir verdad, hacíatiempo que no veía sonreír de esa manera a Aramo.

—Vamos a empezar a pensar que en eseenorme pecho tienes un corazoncito, hermano.

—Bueno… yo… Es el hijo del general… —balbuceó el enorme astur.

—¿Podrías hacerme también unas nuevascáligas para mí, hermanito? Creo que ya están unpoco gastadas —añadió socarronamente Serbal.

—¡Ya está bien! ¡Casio nos espera! ¡Dejaosde tonterías! —les gruñó entre las risas de sushermanos.

—Está bien, está bien. No quiero problemascon la niñera de Agripina —replicó Serbal mientrasAramo le hacía un gesto con el puño.

Los tres hermanos se dirigieron a ver a Casio.Durante el camino, siguieron con las chanzas acosta de Aramo, que respondía con juramentos alos dioses y amenazas de todo tipo, para mayordiversión de Serbal y Taranis. Cuando llegaron,

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Casio estaba departiendo con Germánico.—Mis valientes astures… Creo que tengo un

plan para cuando lleguemos al campamento de lalegión. Debemos tener mucho cuidado. Si la cosase pone complicada, que seguro que lo hará, voy anecesitar de vuestra ayuda. Aramo, tú te quedaráscon mi familia unas millas más atrás. Necesitosaber que ellos están a salvo y que tu fuerza losprotege.

—Sea, señor. Es todo un honor para mí —respondió el gigante astur.

—Los demás tendréis que estar muy atentos alo que va a acontecer allí. Os explicaré el plan ydebéis coordinaros muy bien. Espero que lo hagáis,mi físico dependerá de ello —dijo enigmáticamenteel general romano. Mandaré a diez de mis hombresadelantarse ya, para que avisen de nuestra llegada.Mientras cenamos os daré los detalles.

Había llegado la hora de la verdad. Después deotro día de marcha, Germánico había enviadoemisarios para anunciar su llegada. No sabían muy

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bien qué les esperaría. Taranis y Serbal seencontraban tensos; si Germánico estaba nerviosono se notaba un ápice. Taranis a veces pensabaque el general era más frío que un témpano de hielo.Las legiones se habían amotinado y él permanecíatan tranquilo, como si fuera a comer con su familia alcampo.

Al atisbar los muros de la empalizada delcampamento, la comitiva comprobó que loslegionarios estaban fuera, esperando a Germánico.Aguardaban sin orden alguno, como si fuera ungentío en la plaza de un pueblo. Taranis vio cómo elrostro de Germánico se empezó a endurecer ycómo sus mandíbulas se apretaban. Después detodo, parecía humano. A la derecha delcampamento yacían los cuerpos de varios oficialesinertes. A medida que se acercaban, se empezarona oír quejidos entre la multitud, en especial de losmás veteranos y los que más achaques tenían.Germánico, impasible, se acercó lentamente, ycuando vio que estaba en una posición que era laidónea para dirigirse a ellos, paró a su caballo.Pasaron unos segundos tensos en los que se

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dedicó a observar a los legionarios. Germánicoentonces rompió su silencio.

—¡Soldados de Roma! ¿Esto es lo que osenseñamos mi padre y yo? ¿Así es como forma unejército romano? ¡Ni los germanos que van entaparrabos son capaces de recibir así a su general!¡Marte debe de estar avergonzado! Por Júpiter,formad en manípulos, ¡si es que todavía soiscapaces! —rugió el general.

Lentamente, los legionarios comenzaron amoverse para formar como les había indicadoGermánico. El ruido de miles de sandalias ymurmullos llenó aquella parte de Germania en esosinstantes. Una vez estuvieron colocados, Germánicoprosiguió hablando. Taranis vio que el general habíaconseguido su primera victoria. Los soldadosestaban formados y escuchándole. Aunque habríaque ver cómo acababa todo aquello. Germánicovolvió a hablar con un chorro de voz más potente yfirme todavía.

—Heme aquí delante de las legiones que mipadre y yo dirigimos hace pocos inviernos, aquellaslegiones fieles que lucharon bajo las órdenes del

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que ahora es nuestro emperador. En todo el imperioreina la armonía. —Se oyó algún murmullo entre latropa—. En todos los rincones del imperio seaclama a Tiberio como el sucesor del divinoAugusto. En las Galias, de donde vengo, solo herecibido manifestaciones de lealtad. Llego aGermania, pensando que me encontraría a las fieleslegiones de mi padre, y esto es lo que meencuentro: una chusma sin disciplina, que se dedicaa asesinar a sus oficiales. Sois peores que losbárbaros que están allende los bosques. ¿Dondeestá la disciplina que nos ha llevado a ser el imperioque somos ahora? ¿Donde está? —rugió el generalcon más fuerza—. ¿Qué os ha llevado a cometersemejante atrocidad? Vamos, ¡contestadme!

La respuesta primero fue tímida, pero poco apoco los soldados empezaron a clamar por todaslas penalidades que sufrían en el servicio. Los másveteranos le enseñaban el cuerpo lleno decicatrices, unas procedentes del enemigo y otras decastigos de oficiales. Aunque era difícil entender enmedio de aquel bullicio, Germánico pudo oírlamentos sobre la dureza de los trabajos a los que

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eran sometidos constantemente, muchos de ellosinnecesarios, pero que debían ser realizados parano estar inactivos. Las protestas eran másvehementes entre los más veteranos. Germánicointentaba que las reclamaciones se emitieran deforma ordenada, pero ante aquella multitudresultaba complicado. Otro grupo exigió el dineroque Augusto les había legado. Después de oírtantas tantos reproches, Germánico intentó abrirsepaso con el rostro lleno de indignación, hacia elinterior del campamento. «Bien, a la boca del lobo»,pensó Taranis, que cabalgaba junto a él, lo mismoque Casio y Serbal.

Entonces, muchos soldados empezaron ajalear «Germanico Imperator, GermánicoImperator». Le estaban ofreciendo el imperio enbandeja. Mientras Taranis seguía a su general entrela multitud, se preguntaba qué pasaría por la cabezadel general romano en esos momentos. Le ofrecíanel poder, algo que no era tan fácil de rechazar.Germánico, altivo en su caballo, hacía caso omiso.Siguieron avanzando hasta que un grupo numerosode soldados se plantó delante de ellos, armas en

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mano, gritándole para que asumiera el poder.Mirando hacia los lados, a Casio y Taranis, hizo ungesto con la cabeza. Acto seguido se bajó delcaballo y comenzó a gritar:

—Por Júpiter, ¡prefiero morir a vermeensuciado con esta traición! Dioses, cuidad de mifamilia —aulló ante el asombro de los presentes,mientras sacó la espada de su funda. La asió conlas dos manos, y cuando se disponía a clavárselaen el pecho, Casio y los astures llegaron conrapidez para evitar que se suicidara allí mismo. Fuetal el estupor que causó la acción de Germánico,que la comitiva pudo continuar, pese a que se oíanalgunos gritos que animaban al general a queacabara lo que había empezado. Aprovechando eldesconcierto, siguieron hasta la tienda del legado,dejando atrás a los soldados, que empezaron amurmurar, unos comentando lo que había pasado, yotros que se encontraban más atrás preguntandosobre lo que había ocurrido.

—Menos mal que habéis estado raudos —lesdijo Germánico mientras cabalgaban—. No mehubiera hecho mucha gracia tener que clavarme el

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gladio.—¿Cómo sabías que te ofrecerían el poder,

señor? —preguntó un intrigado Casio.—Desde pequeño he crecido estando cerca de

los soldados. Además, he leído mucho sobre lahistoria del ejército. Era algo que me parecía quepodía pasar. Ellos pensaban que yo caería en latentación y ellos serían las legiones favoritas delnuevo emperador.

Taranis recordó que Germánico les habíaadvertido de que si les hacía una señal, estuvieranatentos. Él intentaría suicidarse, pero ellos debíanevitarlo. El resultado fue bastante impactante. Unavez llegaron a la tienda del legado Cécina,Germánico ordenó a varios soldados que habíanentrado con él en el campamento que hicieranguardia a la puerta de la tienda. Cécina llegóinstantes después que Germánico.

—Aulo, tendrás que informarme puntualmentede todo lo ocurrido, pero ahora debemos tratar desolucionar esto. Además, debemos hacerlo rápido.Esto puede extenderse a las demás legiones como

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la peste, si no lo ha hecho ya. Tendrán variasdemandas. Envía a un oficial de confianza y que lasrecoja.

—Señor, ¿estás pensando en concederles loque pidan? —preguntó un sorprendido Cécina.

—Primero tendremos que saber lo que nospiden y analizarlo. Me gusta tan poco como a tidarle algo a una legión romana que se haamotinado. Pero debemos ser inteligentes.Podríamos enfrentarnos a ellos con los auxiliares.Pero si actuamos con mano de hierro, esto acabaráen un enfrentamiento en el que el vencedor quedarámuy disminuido. Con los germanos de Arminioacechando, es lo que menos nos conviene. Nopodemos permitirnos el lujo de diezmarnos entrenosotros. Sé que esto me granjeará muchas críticasaquí y en Roma, pero hago lo que creo que es mejorpara la patria. Además, tengo planes para estaslegiones.

Taranis adivinó por el rostro de Casio que aloficial no le gustaba la decisión de Germánico. Erade una tradición militar firme y no estaba deacuerdo en dejar pasar por alto una sedición,

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aunque acataría las órdenes de su general. El asturcomprendía las razones de Germánico. Además,tenía al general romano por una persona muyinteligente y cabal. Había hecho un análisis frío de lasituación.

—Podemos hacer una lista de lo que nosparece razonable ofrecerles, sobre todo, ventajas alos más veteranos. Son los que más influenciatienen y es conveniente que ellos sean los quequeden más contentos. Debemos actuar rápido,antes de que puedan organizarse de nuevo.

Después de recoger las solicitudes, estudiarlasy realizar una propuesta, finalmente se pudo llegar aun acuerdo. Efectivamente, los veteranos fueron losque más provecho sacaron. Los que llevaban másde veinte años de servicio fueron licenciados. Losque llevaran dieciséis se beneficiaban de unarebaja y solo tendrían que prestar servicio en casosde gravedad. Era lo que en el ejército romano sellamaba «estar retenido bajo el estandarte».

Después de restablecer el orden con laslegiones I y XX, los astures y Casio partieron conGermánico hasta los campamentos de las legiones

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de la Germania Superior. Eran la II, VI, XIII, y XIV. Elgeneral romano quería aplacar los ánimos cuantoantes en todas las legiones de Germania. Además,parecía tener algún plan entre manos, aunque no lohabía dejado entrever. Las legiones juraron lealtadsin muchos percances, aunque las arcas de Romase resintieron con el dinero entregado en licencias ypagas. Una vez que se aseguró que no hubierasedición alguna en las legiones, se encaminaron alAltar de los Ubios, el acuartelamiento de invierno delas legiones primera y vigésima.

Esa tarde habían llegado embajadores delSenado, que debían reunirse con Germánico. Casioy los astures estaban fuera del recinto donde elgeneral y los emisarios de Roma debatían susasuntos. Agripina pasó con Cayo, que caminabacontento con su uniforme. Al pasar delante de ellossoltó la mano de su madre para ir a saludar aAramo, con el que había hecho buenas migas.

—¡Hola, Aramo! —le saludó alegremente elniño.

—Hola, Cayo. Llegas justo a tiempo. Heacabado de hacer una cosa para ti.

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—¿Qué es? —preguntó con los ojos abiertoscomo platos.

—Algo que necesita un soldado como tú —dijoAramo mientras sacaba unas pequeñas sandaliasde legionario ante la algarabía del pequeño—. Yatienes tus pequeñas cáligas. Ya eres todo unsoldado de Roma. —Aramo hizo una pausa yexclamó—. ¡Ave, soldado Calígula!

El nombre con el que había llamado Aramo alhijo de Agripina hizo que todos se rieran, incluso sumadre. El pequeño pareció sentirse orgulloso.

—Legionario Calígula, tus primeras órdenesson escoltar a esta bella dama —le dijo Serbalaparentando seriedad, aunque no pudo evitar quese le escapara una sonrisilla.

Cayo se acercó a su madre, mientras todossaludaron al pequeño llevándose el puño al pecho.Cayo hizo lo mismo ante la mirada divertida de sumadre. El pequeño, henchido de orgullo, parecíahaber crecido unos centímetros. Después de lapartida de Cayo y su madre, los soldadoscontinuaron charlando.

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La reunión se alargó hasta bien entrada lanoche. Desconocían por completo de qué podíanestar hablando el general y los senadores. Cuandoacabaron, Germánico acompañó a sus invitados ala puerta y se despidió de ellos.

—Muchacho, comed algo y luego id a dormir.Mandaré que os releven.

—Gracias, señor —contestó Casio—. Yahabéis oído al general.

De buen grado obedecieron las órdenes, y trascenar con ansia después de muchas horas de piesin probar bocado, se fueron a dormir. Taranis sequedó profundamente dormido. Estaba soñandoplácidamente cuando sintió que lo zarandeaban.

—Taranis, despierta, rápido. Algo ocurre.Entreabrió los ojos y vio el preocupado rostro

de Casio. Se desperezó rápidamente y seincorporó. Serbal y Aramo ya habían sidodespertados.

—Coged las armas y seguidme. No me gustanada el alboroto que hay, proviene de donde está laI legión. Taranis, vete a llamar a la turma que nos

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acompañó a buscar al general en el motín. Di queson órdenes mías. Nos vemos allí.

Sin perder más tiempo que para vestirse yecharse agua en la cara para despejarse, Taranisse dirigió a cumplir las órdenes de Casio. Yaquedaba poco para que amaneciera. Corrió hacialas tiendas donde estaba la turma de astures quehabía mencionado Casio. A sus órdenes estaba elahora decurión Mario Batiato, un amigo de Casio,que lo había recomendado para ese puesto. Encuanto Taranis llegó y habló con Batiato, este pusoen pie a sus hombres, y tras coger sus armas,siguieron a Taranis. Atravesaron las tiendas dondese alojaba la I legión hasta el origen del tumulto.Cuando llegaron, la escena que vieron fue bastantesorprendente. Uno de los embajadores estaba juntoal águila de la primera legión, con los ropajesrasgados y aparentemente magullado. Era MunacioPlanco, que había sido cónsul de Roma. Junto a élestaban otros soldados que no conocía, aunque unode ellos parecía un aquilifer. Casio y sus hermanostambién se encontraban junto a él. Taranis y loshombres de Batiato se abrieron paso y oyeron a

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Casio vociferarles.—¡Malditos bastardos! No respetáis nada. Ni

siquiera al águila sagrada de la legión. Si nohubiera sido por Calpurnio, vuestro propio aquilifer,habríais matado a sangre fría a un embajador deRoma —gritaba Casio fuera de sí con el rostrototalmente enrojecido. El hecho de que se violaraalgo tan sagrado como el águila de la legión lohabía exasperado sobremanera. Al verle, Taranispensó que el oficial se enfrentaría a todos aquellossoldados que tenía delante sin pensarlo dos veces,aunque esperaba que aquello no ocurriera, puesestaban en clara inferioridad numérica. «Comosiempre», pensó el astur.

Taranis y los que le acompañaban se colocaronal lado de Planco. Era difícil precisar cuántoshombres había delante, pero desde luego eranmuchos. Casio, fuera de sí, seguía gritándoles.

—Venid si queréis, perros. Muchos irán alElíseo antes de llegar al águila, ¡por Marte!

La tensión iba en aumento. Los soldados quese habían rebelado de nuevo no sabían muy bien

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qué hacer. Después de varios minutos en los que noestaba claro qué ocurriría, comenzaron a disolverse.Al marchar, algunos de ellos escupierondespectivamente en dirección a Casio.

—Pensaba que de esta no salíamos —confesóSerbal.

—Desde luego en número no teníamos nadaque hacer —afirmó Taranis.

—¿Habéis visto a Casio? Nunca le había vistotan fuera de sí. Se parecía a Aramo cuando estávarias horas sin comer —dijo ante la mirada depocos amigos de su hermano.

—Hubo momentos en los que creí quearremetería contra ellos.- dijo Serbal.

—Hay que avisar a Germánico —lesinterrumpió Casio—. Esto debe cortarse de unavez. Es una maldita vergüenza para la legión. Id acasa del general y avisadle, yo me quedaré conPlanco.

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Germánico había ordenado formar a las

legiones después de los incidentes de la nocheanterior, y estaba en una tarima de madera conPlanco. El silencio era total entre los legionarioscuando Germánico levantó los brazos para hablar.Todos estaban colocados frente a él. Taranisestaba expectante ante lo que les pudiera decir acontinuación.

—¡Soldados de Roma! —comenzó el general—. ¡Hoy siento vergüenza! El glorioso ejército deRoma ha sido mancillado por vosotros. Habéistratado de matar a un embajador de Roma. Nocontentos con haberos amotinado ya una vez,volvéis a levantaros contra vuestra patria. Se os haperdonado una vez. ¿Así me lo agradecéis?. Y nosolo eso, sino que habéis estado a punto de matarlobajo la sagrada enseña del águila. Nuestrosvalientes antepasados deben de estarretorciéndose en la tumba ante tal sacrilegio.

—¿Queda algo que respetéis, soldados?

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¡Vamos! ¡Sed valientes ahora y contestadme! —Sehizo un silencio mientras muchos legionariosmiraban hacia abajo—. Atacasteis a alguien que hasido cónsul de Roma. ¿Me atacaréis a mí también?Pensabais que Roma los enviaba para que no osconcediera todo lo que os he dado. ¡Pues no es así!Vuestro emperador Tiberio está con vosotros,aunque no seáis dignos de ello. ¿Qué será losiguiente? ¿Cuánto más podréis mancillar losnombres de vuestras legiones? —Germánico hizouna pausa. De repente, se hizo un murmullo ymuchas cabezas de soldados giraron en otradirección.

Taranis alcanzó a ver que Agripina estabaabandonando el campamento con Cayo en brazos yuna pequeña escolta. Aquello pareció afectar alánimo de los soldados, que empezaron a clamarpara que la mujer de Germánico no se fuera de allí.Incluso alguno se interpuso en el camino de la mujerromana para rogarle que no se fuera. Otros muchosgritaban al general que no la dejara marchar. Elromano entonces levantó de nuevo la manopidiendo la palabra.

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—¿Me pedís ahora que mi mujer embarazada ymi pequeño no se vayan? ¿Vosotros? ¿Los mismosque os levantasteis contra Roma? ¿Los mismosque quisisteis matar a un embajador de Roma?Cien veces daría gustoso mi vida en combate porvosotros, pero no voy a dejar a mi familia entrehombres que ya no sé de lo que son capaces —lesincrepó.

Taranis notó que el discurso de Germánicoestaba haciendo mella entre los soldados. No sabíasi la salida de Agripina con Cayo había sido unaestratagema del general romano o no, pero desdeluego había calado hondo, y eso, sumado a laoratoria del general, estaba empezando a conseguirque muchos de los soldados empezaran a mostrarel arrepentimiento en sus rostros.

—Preferiría que me hubierais dejado morir amanos de mi espada antes que ver el día quellegarais a degradar a las legiones de esta manera—prosiguió Germánico—. Solo de pensar en cómocontar a mi padre Tiberio todo lo que habéis hecho,se me rompe el corazón. He encontrado más lealtadentre las gentes de la Galia que entre los soldados

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de Roma. —Germánico hizo una pausa y muchossoldados se quedaron pensativos ante suspalabras.

—Soldados, ¿estáis dispuestos a redimiros?—Un creciente murmullo siguió a la propuesta deGermánico, y creció hasta formar el griterío de lamayoría apoyando la propuesta.

—Si queréis recuperar vuestro honor, castigada los que han provocado esta sedición, dejad quelos embajadores vuelvan sanos a Roma yrestableced el orgullo de esta legión. —Loslegionarios comenzaron a jalear a Germánico—.¡Seguidme a Germania! —Los soldados quedaronatónitos ante la propuesta del general—. Allíexpiaremos nuestras culpas, vengaremos la derrotade nuestros hermanos en Teutoburgo y obtendréisun cuantioso botín. Seguidme, por Júpiter.Seguidme o subid aquí y acabad con mi vida de unavez por todas. —Germánico hizo otra pausa y volvióa gritar—: ¡A Germania! ¡ Por la legión! ¡Por Roma!¡Por la gloria!

Los soldados comenzaron a corear también losvítores que había pronunciado Germánico. Taranis

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no salía de su asombro. Con un discurso, el generalromano había convertido a unos soldados al bordedel motín en dos legiones que le seguirían a lasentrañas del enemigo. Serbal y Aramo se mirabancon gesto incrédulo, también sorprendidos por loque acababan de ver y oír.

Los días posteriores al discurso de Germánicofueron bastante convulsos. La última arenga delgeneral, con el golpe de efecto de ver a Agripinaembarazada marchando, había conseguido elresultado deseado entre la tropa. Taranis se seguíapreguntando si la marcha de Agripina habría sidourdida a propósito por el astuto general romano.Fuera así o no, estaba claro que había favorecido alos intereses de Germánico. Las legionesajusticiaron de manera interna y unánime a los queconsideraron los instigadores de la rebelión. Nevio,una vez más, había salido indemne. Había quereconocer que sabía manejar y manipular comopocos. Siempre hacía las cosas de manera que lacabeza visible fuera otra. Era tan listo comodespreciable. A eso se añadía que tenía buenos

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contactos dentro del ejército, que lo hacían alguienpoco recomendable como enemigo. Taranis nosabía si era por los ruegos de los soldados, pero elque sí se mantuvo con el general, fue su hijo Cayo. ATaranis no dejaba de sorprenderle la pintorescaamistad del hijo de Germánico con su hermanoAramo.

Ahora los planes de Germánico parecían másclaros. Estaba claro que quería una guerra abiertacontra Arminio. No quería seguir los pasos deTiberio con una táctica conservadora. Taranis, sushermanos y Casio partieron del altar de los Ubioscon el resto del ejército. Germánico no los habíaasignado a ninguna unidad en concreto, pues queríaseguir teniéndolos a su servicio directo comounidad de reconocimiento y para cualquier misiónque estimara necesaria. Después de salir del altarde los Ubios, se dirigieron al campamento donde serefugiaban las legiones quinta y vigésima, queparecían haber vuelto a la senda de la sedición. Ellegado Aulo Cécina estaba al mando de laslegiones, aunque en ese momento carecía de unaautoridad real. Germánico estaba dispuesto a

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combatir a las legiones si éstas no atendían arazones. En vista de que habría una carnicería deromanos contra romanos y de que no le conveníadisminuir sus fuerzas, optó por darles una últimaoportunidad. El general romano consiguió introduciren el campamento una carta en la que apremiaba alos soldados a que acabaran con los promotores dela rebelión y se liberaran de la vergüenza de habertraicionado a su patria. Cécina leyó la carta a losoficiales más significativos. Una vez hecho esto,Germánico no tuvo que intervenir para nada. Dentrodel campamento, tienda por tienda, los mismoslegionarios fueron acabando con los que habíancomenzado la sedición. No fue una batalla a campoabierto ni nada que se le pareciera. Germánicohabía conseguido su propósito sin tener que recurrira una encarnizada batalla que habría mermado demanera considerable a sus legiones.

Taranis y los astures fueron nuevamentetestigos del hábil verbo de Germánico ante lasmasas, cuando con otro discurso recondujo losencendidos ánimos de las legiones para suspropios intereses. Enardeció a sus soldados de tal

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manera, que a los pocos días partió a la guerra, almando de miles de legionarios, veintiséis cohortesde infantería auxiliar y ocho alas de caballería. Trasconstruir un puente para vadear un río, el ejércitotomó rumbo a la selva Cesia. Lo que los asturesvieron aquellos días fue casi tan terrible comoTeutoburgo, aunque esta vez no eran ellos los quetenían que escapar para no ser masacrados. Estavez los romanos cayeron sin piedad sobre losdesprevenidos germanos, que se encontraban enmedio de celebraciones. Se sorprendieron de queGermánico mostrara tan poca compasión con elenemigo. Poco o nada se respetó y una gran áreade terreno germano fue arrasado. La excepción a lacampaña fue una emboscada en plena selva Cesia,en la que Germánico soliviantó a la legión XX paracontrarrestar el ataque germano. Los romanos no loesperaban y no pudieron agruparse de ningunamanera. Pero las arengas de su general,recordándoles sus desmanes anteriores y queahora estaban a tiempo de restaurar su honor,lograron que los soldados cargaran con furia contrael enemigo y que la situación no desembocara enun fracaso para las filas romanas.

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De esa manera, entre saqueos y matanzas,prosiguió la campaña hasta la llegada del frío, en laque las legiones se acantonaron en sus cuarteles deinvierno en espera de temperaturas más favorablespara la siguiente campaña.

Roma, palacio imperial, año 15 d.C.

Tiberio había salido a pasear temprano por losjardines imperiales antes de ir al Senado. Leesperaba otra maratoniana sesión con aquellacamada de ancianos insoportables. Además, hoyse trataría todo lo referente a los motines de laslegiones en Panonia y Germania, así como lasvictorias de su hijo adoptivo frente a los bárbaros.

—Por fin los motines de las legiones han sidosofocados, señor, tanto en Germania como enPanonia. La situación había llegado a ser muycrítica —dijo Elio Sejano a Tiberio.

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—Pero, ¿a qué precio, Elio? Las concesionesa tantas legiones han erosionado las arcas delImperio. ¿La próxima vez qué nos pedirán? Si yohubiera estado allí, las cosas se hubieransolucionado de otra manera. Tendríamos nuestraslegiones algo más mermadas, pero desde luegoque no nuestro tesoro.

—Tenéis razón en eso. Germánico y Druso hansido bastante blandos frente a las legiones. Pero loprincipal era la estabilidad del Imperio. No eraconveniente que vuestro gobierno comenzara conguerras civiles.

—No solo es eso. Germánico es el favorito dela plebe. En Germania no solo ha sofocado larebelión, sino que ha entrado en territorio enemigocon éxito. La chusma y los soldados le adoran. Y lopeor es que tendremos que darle reconocimientopúblico. Por si eso fuera poco, tendremos queconcederle un triunfo. Y la guerra no va a acabaraquí. Esa tierra dos veces maldita puede seguirproporcionándole victorias y popularidad. Augustopodría haberme hecho adoptar a otro, por Júpiter.No podía haber sido mi hijo Druso… —Tiberio miró

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hacia arriba y prosiguió tras una pausa—.Vámonos. He de ponerme la toga y partir hacia elSenado. Tengo que dar un emotivo discurso sobrelas hazañas de mi hijo adoptivo —dijo con fingidosentimiento.

Germania, año 15 d.C.

Después de pasar otro invierno en tierrasgermanas, se acercaba el relativo buen tiempo, conlo que estaba más próximo el retomar la guerra queGermánico había iniciado el año anterior. Habíadedicado todo el invierno a preparar su próximacampaña. Taranis y sus hermanos ya llevaban unbuen puñado de años en aquella tierra de bosques yguerreros. No había día en que no le invadiera elrecuerdo de Deva. Gracias a Casio, había podidoenviar un mensaje a Deva para decirle que seencontraba bien, aunque no sabía si ese mensajellegaría a su destino. Y lo que era peor, él tampoco

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tenía la certeza de que su mujer estuviera sana ysalva. Lo que más reconcomía al astur era no sabercuándo podría volver a verla. Sus hermanos y Casiose acercaron y lo sacaron de sus pensamientosmientras cepillaba a Tileno.

—Hola, hermano. Hemos dado un paseo por elcampamento y todo indica que este año la diversióncomenzará algo antes. La campaña de primaveracreo que se va a adelantar —dijo Serbal.

—Serbal está en lo cierto. Esta vez se adelantala fecha de partida. No conviene que lo vayáisaireando, pero creo que vamos a ir a territorio delos catos —afirmó Casio.

—¿Este año nos dedicaremos también amasacrar aldeas de inocentes? —preguntóduramente Serbal—. Creo que hay bastantesguerreros en Germania para tener que hacer lo dela campaña pasada.

La campaña del año anterior había sidodiferente para ellos. Estaban acostumbrados aestar siempre en territorio enemigo con losgermanos acechándoles. Pero esa vez las tornas se

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habían cambiado y el avance romano había sidoimparable. A los astures les había sorprendido queGermánico hubiera ordenado sin miramientos elexterminio de tantos poblados germanos. El generalromano era inteligente, muy afable en el trato y ungran líder, pero a la vez era implacable con elenemigo. Taranis no podía olvidar las escenas dealdeas arrasadas, quemadas y llenas de cadáveres.La guerra era cruel y al final no hacía distingos entreedades, sexos y nacionalidades.

—Sabéis que no estoy de acuerdo con eso,pero la guerra es la guerra, y nosotros no damosórdenes, solo las recibimos. Supongo que el fin deesas acciones será provocar y asustar al enemigo.Germánico es el general y sabrá por qué lo hace.Esto es una guerra, y nosotros, soldados. Al menos,nosotros no somos los que tenemos que cumpliresas órdenes. Y espero que siga así —respondióun taciturno Casio—. Además, esta vez nocogeremos desprevenidos a los germanos. No sé sipara bien o para mal, a nosotros se nosencomendará lo de siempre: entrar en territorioenemigo antes que nadie e informar. Así que id

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poniendo en alerta todos vuestros sentidos, pues osirá la vida en ello, y puede que la mía, y eso sí quees importante —les dijo con una sonrisa.

Dos días después, Germánico dividió alejército. Dio a Cécina el mando de cuatro legiones ycinco mil tropas auxiliares. El comandante en jefede las tropas romanas se quedó con otras cuatrolegiones y el resto de tropas auxiliares a susórdenes. El tiempo fue favorable y pudieron avanzarcon rapidez hacia la tierra de la tribu germana delos catos. En esta ocasión, no se encontraron concaminos embarrados en los que las marchas de lascolumnas ralentizaran el avance. Casio y los astureshicieron varias misiones de reconocimiento ypudieron ver con cierto asombro que el enemigo noestaba preparado para recibir el ataque. Elresultado fue otra masacre por parte del ejércitoromano. La capital de los catos, Mattio, fuearrasada y quemada hasta los cimientos.

Germánico había dividido al ejército para quelos queruscos no socorrieran a sus aliados mientrasél se enfrentaba a ellos. Cécina y sus cuatrolegiones eran un asunto bastante llamativo del que

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preocuparse. En plena campaña se recibió unamisiva de Segestes, el caudillo germano leal aRoma. En su carta mencionaba que estaba siendoasediado y pedía la ayuda del ejército de Roma.Germánico decidió auxiliarlo]. Una vez más, Taranisy sus hermanos , al mando de Casio y en lavanguardia del ejército, informaron de que, enefecto , Segestes estaba siendo asediado, si biendieron cuenta de que aquella tropa no era rival parael tamaño del ejército que comandaba el generalromano. Las legiones no tuvieron mayoresdificultades en aplastar a los germanos queasediaban a Segestes y liberarlo.

Los tres hermanos y Casio estaban charlandodespués de la liberación del caudillo germano.

—¿Ese Segestes es el que intentó avisar aVaro? —preguntó Aramo.

—El mismo. Varo habría hecho bien en hacerlecaso. Ahora tendríamos tres legiones más —dijoCasio—. Aquello fue una vergüenza para laslegiones romanas.

—Tienes que estarle agradecido a Varo,

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Casio. Si no hubiera sido por él, no serías uno delos héroes de Teutoburgo — apuntó Serbal—.Aunque no todo el mundo sabe que si no fuera porunos astures, tus huesos estarían descansando enaquel bosque —añadió con tono jocoso—. EsteSegestes era familia de Arminio, ¿verdad?

—Su hija está casada con Arminio —aclaróCasio—. Creo que además se casó con él encontra de la voluntad de su padre... Hablando deArminio, no parece haber podido agrupar todavía alos germanos. Hasta ahora no nos hemosencontrado con ningún contingente importante.

—Yo no me fiaría mucho de ese hombre. Hademostrado ser un líder inteligente, y el hecho deque nos venciera, le ha granjeado muchapopularidad entre los suyos. Ha demostrado sabercombatir a Roma. Puede presumir de haberaniquilado a tres legiones romanas, pero esconsciente de que en un combate abierto contra elejército romano no tendría muchas posibilidades.Ahora parece que Germánico quiere debilitar a losgermanos antes de que haya una batalla decisiva —repuso Taranis.

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Mientras hablaban, un oficial del general llegó yles advirtió de que requería su presencia. Casio ylos astures se dirigieron a la tienda del oficial paraver qué quería su general. Cuando llegaron a latienda, Germánico departía con un enormegermano, ataviado con ropas más ricas que las deun germano normal. Era casi tan voluminoso comosu hermano Aramo, aunque su aspecto fiero parecíahacerle ganar más altura. En la tienda deGermánico, muy austera comparada con la de Varo,que gustaba mucho más del lujo y la ostentación,había además una mujer germana embarazada.Parecía de mal humor y guardaba cierto parecidofísico con el hombre que hablaba con Germánico.

—Ya estáis aquí. —El general se dirigió haciaellos—. Necesito vuestros servicios, Casio. Quieroque escoltéis a esta mujer hasta territorio seguro yque os ocupéis de que no le ocurra nada. Llevadlahasta Vétera y llevad este mensaje al jefe de laguarnición. Cuando hayáis acabado con vuestrocometido, volved a reuniros con nosotros.

—Así se hará, señor.—Toma varios hombres de la turma de Batiato.

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Se han mostrado siempre eficientes y fieles. Estamujer no debe caer en poder del enemigo bajoningún concepto. ¿Entendido?

—Sí, señor. La llevaremos a su destino.—Empezad a prepararlo todo. Mañana al alba

partiréis. Casio, quiero hablar contigo a solas unmomento.

El germano asistía a la escena con rostroimpasible, aunque dirigió una furtiva mirada a lamujer. Los demás asintieron con la cabeza y seretiraron para empezar con los preparativos de lamisión. Momentos después, cuando se encontrabanya en faena, llegó Casio. La curiosidad de Serbalno se hizo esperar.

—¿Quién es esa mujer a la que tenemos queescoltar, Casio?

—Es Tusnelda. Esa mujer es la hija deSegestes, que era el enorme germano que estabaen la tienda de Germánico. Pero no solo eso, sinoque es la mujer de Arminio. Y lo que lleva en susentrañas es el hijo del caudillo germano.

Los astures se quedaron bastante

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sorprendidos ante la identidad de la persona quedebían escoltar.

—Germánico ha ordenado que se vaya aRoma cautiva. —Casio tragó saliva y siguióhablando—. Tenemos órdenes de llevarla a Vétera.Si ocurriera algo por el camino, no debe caer vivaen manos del enemigo.

Todos se miraron con extrañeza. Una cosa eramatar al enemigo en plena batalla, pero tener quematar a una mujer embarazada a sangre fría eraotra cosa bien distinta.

—Germánico quiere provocar a Arminio a unaguerra abierta y no quiere desperdiciar laoportunidad de enfurecerle con esto. Sé que no osgustan, pero estas son las órdenes. Es lo que noshan encomendado y así lo haremos. ¿De acuerdo?

Los astures asintieron con la cabeza, ypensativos, continuaron con los preparativos. Esanoche se acostaron pronto y se levantaron antes deque despuntara el alba. Tras reunirse con los otrosastures de la turma de Batiato, recogieron aTusnelda, y la escena que vino a continuación no

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dejó indiferentes a los astures.Podía verse que Tusnelda era una mujer de

carácter fuerte. Caminaba orgullosa y pasó conmirada desafiante al lado de Germánico. Cuando lotuvo cerca, escupió en el suelo, a los pies delgeneral romano. A su padre, Segestes no le tratómejor. En este caso, el objetivo de la saliva de lamujer fue la cara. Su padre, sin inmutarse, se limpiósin decir nada. Caminó hacia el carro en el queharía el viaje altivamente y sin mirar atrás. Taranissintió admiración por la esposa de Arminio, era unamujer de los pies a la cabeza. Sintió pena porArminio pese a que fuera su enemigo. Se podíaimaginar la ira e impotencia del caudillo germanocuando se lo comunicaran. Si le ocurriera algoparecido a Deva no quería ni pensar cómo sesentiría.

Una vez entró la germana en el carro, lacomitiva partió hacia su destino. Taranis deseó contodas sus fuerzas que no ocurriera nada durante elcamino hacia Vétera, pues no quería verse en latesitura de tener que cumplir las fatales órdenes deGermánico. El general estaba endureciéndose a

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medida que avanzaba la guerra y parecía que haríatodo lo que estuviera en su mano para ganarla.

Taranis veía con tristeza cómo Tusnelda seacariciaba el vientre durante el viaje, mientras teníala mirada perdida en los bosques de su patria. Talvez pensaba que era la última vez que los vería. Alos astures, aquella tierra les parecía bastanteinhóspita, pero los germanos la amaban. Era sutierra y la defendían hasta la última gota de sangre.También lo habían hecho los antepasados deTaranis, así que podía entenderlos. Su abuela leshabía contado muchas historias acerca de aquellasguerras. El mismo Agripa, la mano de derecha deAugusto, había tenido que ir a Asturia a acabar conlos levantamientos.

El viaje a Vétera transcurrió tranquilo y laexpedición llegó a su destino sin incidentes quelamentar. Dejaron a Tusnelda tal y como habíaordenado Germánico y volvieron para reunirse conlas legiones. Más tarde llegaron a saber que eldestino de la mujer de Arminio era Rávena. Ellaparecía saber que nunca volvería a pisar Germania.

El viaje de vuelta fue más rápido, ya que no

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dependían del carro. Cuando por fin llegaron,informaron a Germánico de que habían entregadocon éxito y sin incidentes a la mujer de Arminio, traslo cual el general los felicitó por llevar a buen fin lamisión. El ejército había avanzado y se encontrabacerca de un lugar familiar para Taranis y los demás.Estaban cerca de la selva de Teutoburgo y todoindicaba que iban a atravesarla. Además, lessorprendió el revuelo que había en el campamento.Había una algarabía fuera de lo común. Intrigados,preguntaron el motivo.

—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó Serbal aun soldado.

—En una expedición de castigo a la tribu de losbrúcteros, se ha encontrado el águila de la legióndecimonovena —contestó un soldado visiblementealterado.

Cuando Casio oyó eso, se le iluminó el rostro.Para los soldados romanos, el águila de la legión noera una mera enseña militar. Era algo más, era algoreligioso. Casio no pudo evitar emocionarse ante lanoticia. El oficial romano era un soldado romanoíntegro, que respetaba las tradiciones, y que se

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hubiera recuperado el águila de una legión romanaera para él un motivo de alegría.

—Es una señal de los dioses —dijo Casio—.Ganaremos esta guerra.

—Espero que tengan razón tus dioses, Casio.Rézales para que nosotros podamos contarla —añadió Serbal.

Esa tarde se hizo un sacrificio a los dioses enagradecimiento por haber encontrado el águila.Germánico sabía que eso subiría la moral de latropa. Taranis vio cómo Casio asistió emocionadoal ritual. Le parecía extraño que se diera tantaimportancia a un mero símbolo, pero viendo a Casiolo entendía. De hecho, el águila tenía un oficialdedicado solo a ella, el aquilifer, y era uno de losoficiales con más peso en las legiones.Aprovechando la ocasión, Germánico se dirigió alas legiones.

—¡Legionarios! Mañana partiremos a uno delos lugares que más dolor ha infligido a nuestroejército. Entraremos en la selva de Teutoburgo,donde Varo y muchos de nuestros hermanos fueron

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masacrados sin piedad por Arminio. Algunos devosotros estuvisteis allí y sabéis el infierno que fueaquello. Muchos de nosotros hemos perdidoamigos y familiares en aquellos cruentos días. Peroestamos aquí de nuevo y hemos venido para honrara aquellos valientes que dieron su vida por Roma.No debéis temer entrar en el bosque. Varo fue uninconsciente, pero nosotros hemos aprendido lalección. No solo saldremos indemnes deTeutoburgo, ¡sino que honraremos a los caídos! —gritó Germánico entre los vítores de la multitud—.¡Después aplastaremos a Arminio y acabaremosde vengar a nuestros hermanos! ¡Caeremos sobreellos como el fuego de los dioses sobre paja seca!—arengó con el puño en alto—. ¡Por Roma!

Taranis vio una vez más cómo Germánicoenardecía los ánimos de sus tropas con éxito. Elgeneral sabía que entrar en Teutoburgo podía minarla moral de la tropa. Además, había aprovechadopara echar más leña al fuego en el corazón de sushombres contra Arminio.

Germánico envió en vanguardia a Cécina parapreparar el paso de las legiones. No quería

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imprevistos. Como Casio, Taranis y sus hermanosconocían aquellos lugares, habían sido puestos almando de Cécina para ayudarle. Muchos recuerdosvinieron a sus mentes en aquellos días. Todosrecordaron a Degecio, el oficial que los habíaentrenado y los había llevado hasta Germania, paraterminar muriendo valientemente. Los treshermanos recordaron especialmente a Aius, suhermano, que también había estado en aquellabatalla. Todo lo que encontraron allí les hizorememorar vívidamente lo ocurrido. Primeropasaron por los restos del primer campamento,antes de que comenzara la masacre. A partir de ahí,se podían ver por doquier huesos de soldadosmuertos. Muchos de los altares levantados por losgermanos para sus sacrificios todavía seguían enpie. En todas las partes del bosque se encontrabanfiguras con calaveras humanas y uniformes romanosen torno a extraños altares o túmulos levantados contodo tipo de armas, armaduras y escudos delegionarios. Muchos esqueletos se encontrabancalcinados. Cuando los soldados los vieron,recordaron las noches en las que oían los aullidoslejanos de los hombres que estaban siendo

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quemados vivos por los germanos. Todas aquellasvivencias hacían que se les estremeciera elcorazón. Esas visiones ensombrecerían el corazónde cualquier hombre, pero más el de uno quehubiera estado allí, y visto y oído los horrores ycrueldades que se habían perpetrado. Taranis llegóa la conclusión de que la guerra sacaba lo peor delhombre, pues los romanos habían actuado tambiéncon excesiva crueldad en sus últimas incursiones.Los germanos, por lo menos, estaban defendiendosu tierra. Aunque él era un soldado, y como tal debíahacer lo que le ordenaban... Era mejor no pensarmucho en ello. Mientras seguían avanzando,señalaban dónde habían luchado, cómo la lluviahabía caído sin tregua y había hecho los caminosimpracticables, frenando el avance de la columna.

Germánico ordenó sepultar los restos de losmuertos. Eso hizo que creciera el odio de la tropahacia Arminio, al enterrar a aquellos que podrían sersus familiares, sus vecinos o sus amigos. Aunque elavance del ejército se frenara, el general mandólevantar un monumento en ofrenda a los que habíansucumbido en tan aciagas fechas.

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Los astures, junto a Casio, seguían avanzandoen vanguardia. En un momento de la marcha, Serbaldetuvo a su caballo.

—Juraría que en este mismo lugarencontramos a un pobre romano indefenso al quetuvimos que liberar de las garras del enemigo —lesdijo a sus hermanos mientras todos observabandetenidamente.

—Creo recordar este lugar. Estabacombatiendo contra hordas de germanos, y leshabría vencido de no ser por unos astures que mearrastraron con ellos —repuso Casio alegremente—. Aunque podía haber sido en cualquier otro sitio.En este bosque tres veces maldito todo son árbolesy pantanos. —Casio miró hacia arriba—. Por lomenos, esta vez el cielo no nos descarga todo loque tiene ni hay miles de germanos aullando paraexterminarnos. Recuerdo que fue Aius quien mesalvó.

Al decir estas palabras, todos guardaron unespontáneo y emocionado silencio, acordándosedel difunto hermano.

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—¿Os acordáis? Era él el más escéptico a lahora de entrar en este bosque —recordó Aramo—.Si Varo le hubiera escuchado, le habría ido mejor.

—Si Varo hubiera escuchado a Aius,probablemente le hubiera hecho dirigir las legionesa Noega —dijo Serbal.

Todos siguieron hablando con nostalgia de lasanécdotas de su hermano mientras cabalgaban porlos bosques donde años atrás habían salvado lavida en medio de aquella vorágine de lluvia ysangre.

Antes de que el ejército saliera de Teutoburgo,Arminio intentó repetir de nuevo la historia. Peroesta vez no era Varo con tres legionesdesorganizadas a quien trataba de batir. Pese a lasorpresa inicial, y a que varias unidades auxiliaresque habían sido arrolladas huyeran presa delpánico, generando desconcierto en las líneasromanas, el general romano se apresuró a ponerorden entre sus filas. El hecho de que los romanoscontraatacaran con orden y firmeza hizo queArminio retirara a sus tropas. Taranis y los suyos nollegaron ni a entrar en combate, pues les habían

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concedido un descanso y se encontraban detrás delfrente.

Una vez terminada aquella batalla, Germánicodecidió devolver a las legiones a sus cuarteles deinvierno. Casio y los astures regresaron con elgeneral romano en barco, con el grueso del ejército,mientras que Cécina volvió con el resto por tierra. Elviaje en barco hacia los acuartelamientos deinvierno transcurrió tranquilo, salvo por lasconstantes idas de Aramo a la borda del barco adejar salir lo que había comido. No acababan desentarle bien los viajes en el agua.

Habían pasado ya varios días desde quellegaron a los cuarteles de invierno. Un día, al caer latarde, se oyó a los vigías de las puertas gritar ysonaron trompetas. Todo el campamento serevolucionó curioso por ver qué ocurría. Eran lastropas de Cécina que estaban llegando. Cuandopudo verlos más de cerca, Taranis vio en susrostros un enorme cansancio. Muchos de ellosllegaban heridos. En otros se veía una expresión dealivio por haber arribado a territorio seguro. Una vezhubieron entrado en el campamento y después de

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una reparadora cena, Batiato, que había llegadocon la expedición de Cécina, se dispuso a contarlesjunto al fuego todo lo que había sucedido, pese alagotamiento.

—Después de vuestra partida en barco,nosotros emprendimos la marcha por tierra. Cuandosalimos de Teutoburgo creíamos que lo peor habíapasado, pero parece que los dioses hicieronGermania para tragar hombres… Nos introdujimosen una zona pantanosa en la que solo era posibleavanzar construyendo puentes. Los puentes quehabía estaban destrozados, así que hubo queponerse manos a la obra. Cuando estábamos enpleno faena, los germanos cayeron sobre nosotros.Mientras unos seguían trabajando, los demás teníanque luchar con las riadas de germanos que nosasaltaban. Estuvimos a punto de sucumbir ante losataques aquel día, pero llegó la noche y el ataquegermano se diluyó. —Batiato hizo una pausa paraechar un trago de agua.

—Por la noche solo oíamos los cánticos de losgermanos y apenas pudimos dormir. A la mañanasiguiente volvimos a salir. Seguimos avanzando por

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terrenos cenagosos. No podíamos combatir conformación alguna, además de que no había espaciosuficiente, y con el peso de las armaduras era fácilhundir los pies hasta las rodillas en el lodo. Lasituación llegó a tal punto que Cécina ordenó dejartodos los bagajes, pues nos estaban retrasandosobremanera. Si hubiéramos seguido con losgermanos nos habrían aniquilado en aquellasmalditas ciénagas.

Taranis escuchaba a Batiato y podíaimaginarse perfectamente lo que habrían pasado.Lo que le estaban contando ya lo había vivido enTeutoburgo.

—Aquella noche pudimos volver a levantar uncampamento. Por si fuera poco, no teníamos útiles,pues se habían quedado en los carros que losgermanos estaban saqueando, aunque eso nos dioun tiempo de oro. Yo no lo vi personalmente, perocuentan que un caballo que se soltó desencadenóuna ola de pánico. Muchos soldados estaban yaprestos a huir fuera del campamento, y el mismoAulo Cécina, al ver que no podía pararlos, se tiró alsuelo. Si querían salir de allí, debían pasar por

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encima del viejo legado. —La concurrencia sedesató en risas—. Cécina nos arengó y nos dijo quedebíamos salir de allí por las armas, pero como unejército. No éramos una chusma descarriada y nopodíamos huir cada uno por nuestra cuenta, puesacabaríamos muertos en aquel lodazal. A la mañanasiguiente, se planeó que los germanos nosasaltaran confiados. En la primera línea delcampamento se destacaron varios soldados quehuyeron, simulando estar asustados. De estamanera, cuando estuvieron dentro de la zona delcampamento, ya pensando en una fácil victoria,pudimos contraatacar para sorpresa de los malditosgermanos de Arminio. El terreno nos permitióorganizarnos en formaciones, lo que añadido a ladesesperación de vernos en aquella situación, hizoque los germanos se vieran obligados a retroceder.¡Les dimos una buena! Me hubiera gustado ver lacara del bastardo de Arminio cuando vio a lascohortes formadas en frente de su ejército debárbaros. ¡Brindo por Cécina! —dijo Batiato atodos, que acompañaron con alegría su brindis.

El decurión romano siguió contándoles los

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pormenores de la vuelta. Después de aquella últimabatalla, habían podido salir de allí, aunque siemprehostigados por los germanos. Una vez acabó surelato, exhausto, se retiró a dormir, mientras Taranisy sus hermanos siguieron charlando.

—Han tenido suerte. Tuvieron un general.Nosotros en Teutoburgo tuvimos a Varo. Por lomenos, aquello sirvió para que se aprendiera algo—apuntó Taranis.

—Esos germanos… Podrían plantarnos carade una vez…. Un ejército frente a otro. ¡PorCerunnus! En un día acabaríamos la guerra. Quegane el mejor, y los que sobrevivan, a su casa. Yaestoy harto de bosques, humedad, ciénagas ygermanos. A ese Arminio le voy a cortar las pelotaspersonalmente y se acabó la guerra —gruñó unmalhumorado Aramo ante las carcajadas de suhermano Serbal.

—El general Aramo ha hablado. Creo quevamos a tener que relevar a Germánico —apostillóSerbal.

—Aprovechad ahora la tranquilidad que

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tenemos, aunque el tiempo no vaya a acompañar.En cuanto llegue la primavera, volverá la diversión.Tendréis de nuevo guerras y batallas. Algo me diceque la guerra se decidirá el año que viene —dijoTaranis.

—¿Crees que volveremos algún día a casa? —preguntó Aramo.

—Eso espero, hermano, eso espero… —contestó Taranis con gesto nostálgico—. No solo esDeva y el amor a la tierra lo que hace que micorazón quiera volver. No me olvido de que tenemosuna promesa que cumplir a nuestra abuela. Sabéisque si la muerte no lo impide, cumpliremos con loque le prometimos. Más tarde o más temprano…

Los tres hermanos se miraron, reafirmándosecon la mirada lo que había dicho Taranis.

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Capítulo 7Idistaviso

Germania, año 16 d.C.

Cabía pensar que la flota que Germánico habíaencargado hacia el interior de Germania iba a sergrande, pero la visión de aquel espectáculo lessobrecogió. Taranis no sabía la cantidad de navesque podría haber, pero desde luego el conjuntodaba idea de la magnitud del poder de Roma.Había barcos y barcazas de todos los tamaños.Cécina había hecho bien su trabajo. Una vez más,Taranis, junto con sus hermanos, irían por delante

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del ejército a inspeccionar la zona donde iban adesembarcar las legiones. El grueso del ejércitotodavía se hallaba en camino, hacia la zona deembarque. Rápidamente, los astures embarcaroncon sus caballos y zarparon hacia su destino.Germánico les había ordenado que rastrearan almáximo las zonas colindantes al desembarco yvolvieran a dar parte de la situación, especialmenteen cuanto a movimientos de tropas enemigas yterrenos que fueran favorables para unenfrentamiento a campo abierto.

Aramo, como en todos sus viajes en barco, seencontraba indispuesto. El viaje fue un continuo ir yvenir a la borda entre vómitos y juramentos a losdioses, tanto astures como romanos.Desembarcaron unas millas antes del lugar previstopara el desembarco del ejército. Caballos yhombres tomaron tierra, para alivio de Tileno, quehabía estado alterado durante todo el viaje.

—Echaba de menos esta sensación,adentrarme en bosques oscuros repletos deenemigos que en cualquier momento pueden salirde entre la espesura para degollarte —masculló

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Serbal mientras se desperezaba antes de subir alomos de su caballo—. No hay nada como estarsolos en territorio enemigo.

—No hará falta que os repita que vamos aentrar en zona enemiga y que a partir de ahoradebemos hacer el mínimo ruido posible... —recordóCasio.

—Como no comamos algo, mis tripas alertaránal mismo Arminio, ¡por Marte! Dejadme comer algoantes de meternos en esos malditos bosques otravez —protestó Aramo.

—Germánico debe de odiarme mucho parahacerme ir a la guerra con vosotros. —Casio miró alsuelo y se echó la mano a la frente—. No sé cómopuedo seguir vivo después de luchar al lado desemejante hatajo de lunáticos. Está bien,comeremos algo rápido, ¡pero luego nos ponemosen camino!

Después de una frugal comida, partieron haciael interior. Todos iban con los cinco sentidospuestos en lo que les rodeaba, pues ya sabían queaquellos bosques eran propensos a escupir

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germanos sedientos de sangre. Pronto alcanzaronel punto elegido para el desembarco. Las órdeneseran seguir adentrándose, batiendo el mayorterritorio posible. Extremando las precaucionescada vez más, el grupo siguió internándose enterritorio enemigo.

—¿No te parece extraño que no hayamos vistoseñales del enemigo? Deberíamos haber visto almenos alguna partida de guerreros, campesinos ocazadores. Pero nada de nada... —dijo Taranis.

—Tienes razón —asintió Casio—. Lo lógicosería haber avistado a algún enemigo. No me gustamucho... No sabemos si Arminio sabe queGermánico viene con todo el ejército. Me extrañaríaque esté reclutando un verdadero ejército entre losgermanos, no pudo conseguirlo ni después demasacrarnos en Teutoburgo. Sus queruscos le sonfieles, pero el resto de tribus no ve con buenos ojosque alguien quiera ser el rey de los germanos. —Casio se quedó pensativo unos instantes—. Demomento, seguiremos con lo establecido.

Después de otro día evitando lugares pobladoso de tránsito, pero sin alejarse de ellos para poder

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observar todo cuanto pudieran, los soldadosdecidieron acampar al pie de una colina cuandoanochecía. Después de cenar, se acostaron adescansar. A Taranis le tocó la primera guardia.Como casi siempre que le tocaba guardia, sucabeza voló hasta Deva y Noega. Se preguntaba sisu mujer estaría bien, si lo habría olvidado y muchascosas más. A veces parecía que la distancia y el nosaber nada le iban a devorar por dentro. Estabasentado en una piedra, y para evitar quedarsedormido, decidió levantarse y dar vueltas alrededorde su pequeño campamento. Acudió a ver a Tileno,y mientras lo acariciaba, el aire le trajo un extrañoolor, algo cargado. Taranis despertó a Serbal.

—Serbal, sigue con la guardia.—Está bien. Maldita sea, no he descansado

nada —dijo mientras se frotaba los ojos y mirabahacia la luna—. ¡Serás perro! Todavía no es miturno.

—Hazme caso, quiero ir a ver una cosa —respondió Taranis mientras daba la vuelta y dejabaa un desconcertado Serbal con la palabra en laboca.

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Comenzó a subir la colina, de altura y anchurasuperior a las que solía haber en aquella zona deGermania. Tenía un presentimiento, así que subiórápidamente, con el vaho que producía su propioaliento iluminado por la luna. Aminoró la velocidadcuando llegó arriba. Una vez que hizo cima, pudover el valle que tenía delante gracias a la claridadque la luna emanaba esa noche. Pero eso no fue loque hizo que el corazón le diera un vuelco. Hastadonde alcanzaba la vista podían verse fuegos y másfuegos de hogueras. Delante de sus narices, tenía loque Germánico se temía. Aunque no sabía si lotemía o lo deseaba. Esta vez no era una granpartida de guerreros germanos para abalanzarsesobre unas centurias romanas. Hasta allá arriballegaban sonidos del enorme campamento.«Valiente y astuto cabrón. Lo ha conseguido»,pensó el astur sobre el caudillo germano. Todavíano había olvidado el día en que lo vio salir delcampamento antes de partir a Teutoburgo. Aquelrostro y aquellos ojos se le habían grabado a fuego.Durante unos instantes contempló espectáculo con,hasta que salió de su asombro y se dio cuenta de

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que tenía que avisar a Casio.Corrió cuesta abajo con el corazón acelerado,

a punto de tropezar y caer varias veces. Llegó casisin aliento y zarandeó a Casio ante la mirada deSerbal, que no entendía nada.

—¡Están ahí! —alcanzó a decir entre jadeos aun adormilado Casio—. ¡Están ahí!

—¿Pero quién esta ahí, Taranis? —preguntóCasio mientras intentaba comprender lo que ledecía Taranis .Este apoyó los brazos en las rodillasy trató de recuperar el aliento.

—Arminio. Arminio y un enorme ejército degermanos —anunció ante la atónita mirada deloficial romano.

—Así que el perro viejo de Arminio lo haconseguido. ¿Tan grande es el ejército?

—Sube conmigo a verlo, creo que las fuerzasvan a estar equilibradas, me temo...

—Sea, subiremos a verlo. Serbal, despierta atu hermano y preparadlo todo para partir.

Casio subió con Taranis para ver por sus

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propios ojos el espectáculo. Cuando por finllegaron, el romano se quedó en completo silenciooteando el enorme valle, lleno de tiendas yhogueras. Taranis pudo observar el asombro en elrostro de Casio.

—Marte nos ayude. Arminio esta vez no vienesolo con los queruscos. Debemos avisar aGermánico cuanto antes —dijo a la vez que daba lavuelta en dirección al campamento.

Después de recoger a toda prisa, el grupocabalgó sin descanso hacia la zona de desembarcode las tropas, descansando lo necesario para quelos caballos no reventaran de puro cansancio. Solose tomaron tiempo, ya cerca del objetivo, paraobservar con detenimiento una zona que Casioestimó que era buena para acampar y que disponíade una gran llanura, con bosques a un lado, unacadena de pequeñas montañas al otro, y el río alfondo.

Cuando llegaron, gran parte del ejército yahabía desembarcado y se encontraba marchando.Casio tuvo que hablar con varios oficiales paraabrirse paso y llegar hasta Germánico. Exhaustos,

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llegaron al improvisado cuartel general, que no eramás que una mesa hecha con un tablón de maderaencima de unas piedras. El general estabadepartiendo con otros oficiales mientras analizabanunos mapas.

Casio se acercó al general romano, al que fueponiendo al día de las nuevas. Taranis observó queGermánico pareció sorprenderse al principio,aunque después adoptó un gesto pensativo.Hubiera jurado que además había esbozado unapequeña y maliciosa sonrisa.

Una vez informado, Germánico dio orden deacelerar el desembarco y la construcción delcampamento. La actividad se volvió frenética entrelas labores de construcción, los desembarcos ymovimientos de tropas. Estaban desembarcandonada menos que ocho legiones y treinta mil tropasauxiliares. El hecho de que se informara con rapidezimpidió que el ejército germano cayera sobre elromano mientras sus soldados intentaban bajar delas naves y asentarse. La red de espías de Arminiotambién había funcionado bien.

Germánico envió a Casio y los astures a otro

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reconocimiento, en el cual descubrieron un grancontingente de caballería germana que se dirigíahacia los romanos. Dieron media vuelta tan rápidocomo pudieron para dar la alerta, con lo que pudoprepararse las defensas ante la embestida delenemigo. Los germanos, al ver que habían perdidoel factor sorpresa, volvieron grupas y desistieron. Lacampaña de ese año ya se podía dar porcomenzada.

Germánico estaba esperanzado y preocupado

a la vez. Tenía a los germanos como habíadeseado, agrupados en un solo ejército, pero no sepodía menospreciar a los soldados de aquellastierras, pues ya habían dado cuenta de tres legionescon muy pocas bajas. Se había devanado la cabezaen busca de algún plan ingenioso que hiciera queArminio le plantara cara sin recurrir a la táctica dehostigamiento y guerrilla. Había discurrido

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maniobras imposibles y desarrollado algún que otroplan, que después de haberlo concebido, le parecíaincluso demencial. Finalmente llegó a una soluciónque consideraba más simple y esperaba quefuncionara teniendo en cuenta al enemigo. Ahoradebía explicárselo a sus oficiales.

—Caballeros, como ya sabemos todos,tenemos a Arminio a poco más de una jornada deaquí. Esta vez no son un puñado de queruscoslevantiscos, sino que ha unificado a varias tribusbajo su mando y dispone de un ejército de unnúmero similar al nuestro. He de reconocer que noesperaba que fuera a conseguir reunir a un ejércitotan numeroso, pero ahí lo tenemos. Muchospensarán que es el mayor reto al que nos hemosenfrentado en estas tierras, pues este ejército esmucho mayor que el que acabó con las legiones deVaro. Muchos verán una amenaza en una granhorda de bárbaros dispuestos a pasarnos acuchillo. Pero eso no es lo que yo veo. Veo laoportunidad de acabar con esta guerra. Tenemosdelante a Arminio y su ejército al completo, y eso esalgo que hasta ahora no habíamos tenido, pues no

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hacíamos más que perseguir fantasmas entre lasbrumas de los bosques. Es el momento de queacabemos con Arminio y lo conseguiremos. Lesderrotaremos en una sola batalla y apagaremos laestrella de ese maldito rebelde.

—Pero mi señor —dijo Cécina—, aún no noshan plantado cara en campo abierto. ¿Por qué ibana hacerlo ahora?

—Buena pregunta, viejo amigo. Hasta elmomento nunca hemos tenido enfrente un granejército que pudiera oponerse a nosotros, puesestaban divididos, y con intentar cortar nuestraslíneas de suministros y hostigarnos pretendíandebilitarnos. Como ya todos sabréis, el pueblogermano es muy belicoso, y eso es algo que voy ausar en su contra. Arminio es un líder inteligente ysabe que en una batalla, con los dos ejércitos caraa cara, pierde sus ventajas, que son el ataque porsorpresa y retirarse en cuanto quiera, amparado porlos bosques. Puede que con un pequeño ejército dequeruscos pueda manejar adecuadamente supoder, pero con decenas de miles de germanossedientos de sangre romana, ¿creéis que será

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capaz de pararlos? Si lo que esperan es que nosinternemos en su territorio, dividiéndonos comohasta ahora, se equivocan. A partir de mañana nospresentaremos en la llanura de Idistaviso enperfecta formación de batalla, esperando alenemigo. Correremos la voz si es necesario, yharemos que Arminio quede como un cobarde sirehúye el combate. Quiero ver si es capaz derefrenar los ánimos de sus hordas de bárbaros.Veremos qué pasa después de que los germanosnos vean esperándolos, si atacan o no. Arminiodeberá luchar si no quiere que haya disensionesinternas.

Germánico esperaba que su plan sedesarrollara como había previsto. Si bien no estabaseguro del todo, aparentó estar totalmenteconvencido delante de sus oficiales. Si su plan nosalía como había imaginado, tendría que pensar enotra cosa. Todo dependía de que los germanosactuaran como él esperaba que lo hicieran.

—Nuestros espías, además, nos informan deque Arminio está bastante afectado por la capturade su mujer, y que su carácter se ha endurecido, lo

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que favorece a nuestros intereses —añadió paraintentar acabar de convencer a sus oficiales,aunque sabía que acatarían sus órdenes fuerancuales fueran—. Así que, señores, mañana al albaquiero a todas las tropas armadas y en formación.Ahora os contaré sobre el mapa lo que quiero decada uno de vosotros y vuestras tropas.

La última batida que habían hecho Casio y los

astures parecía indicar que los germanos por fin sedirigían hacia ellos. Las órdenes que había dadoGermánico habían sido formar en orden de batallaal alba, y ya habían pasado dos días. Los soldadosse habían asentado en el lugar que Casio y losastures habían recomendado a Germánico. Era unvalle delimitado por un bosque con pequeñascolinas en un lado, mientras que por el otro, el ríodibujaba una curva que casi acababa uniéndosecon el bosque. Aquel lugar recibía el nombre deIdistaviso y los germanos lo llamaban el Valle de las

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Doncellas.Después de dar parte a Germánico del avance

del enemigo, ataron los caballos y se sentaron juntoal fuego a charlar hasta que una voz les interrumpió.

—Venid aquí —les dijo una oscura figuraencapuchada.

—¿Quién eres? —preguntó Casio.El hombre encapuchado se acercó a donde

empezaba a alumbrar el fuego, ante el desconciertode Casio y los astures. Retirando hacia atrás lacapucha, se acercó el dedo índice a los labios enseñal de que guardaran silencio.

—Mi general —dijo Casio todo losilenciosamente que pudo. Todos se sorprendieronal ver a Germánico de aquella guisa.

—Silencio, no quiero que nadie sepa que soyyo. Quiero que me acompañéis a dar un pequeñopaseo por el campamento. Necesito saber cuálesson los ánimos de mis soldados, pero quiero oírloshablar libremente. Por eso me he puesto estoencima. Vamos. No creo que esto sea más difícilque liberar a la hija de un caudillo germano en

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medio de territorio enemigo —les dijo Germánicocon sorna.

Todavía un poco sorprendidos, hicieron casode lo que les había indicado su general y loacompañaron por el campamento pasando cercade tiendas y corros de soldados, pero sin acercarselo suficiente para evitar ser reconocido. Germánicoescuchaba atento todas las conversaciones. Casitodo lo que pudieron oír de boca de los legionariosagradó a su general. Las tropas confiaban en él yestaban seguros de que los llevaría a la victoria.Incluso en la oscuridad Taranis pudo ver cómobrillaban los ojos del general romano,probablemente del orgullo de escuchar que sussoldados le apoyaban y confiaban en él. Les hizouna señal a Casio y los astures y dieron mediavuelta. Después de un rato en silencio, Germánicohabló.

—Según parece tendremos la batalla que tantohemos estado esperando. Mañana no quiero quehagáis ninguna misión de reconocimiento más.

—¿Cuáles son las órdenes entonces, señor?

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—Mañana os quiero a mi lado en la batalla. Asíque descansad, no quiero que estéis dormidos.Que los dioses os otorguen un buen sueño —dijocasi sin importancia al grupo, caminando endirección a su tienda.

Si Germánico si hubiera echado la vista atrás,si se hubiera vuelto hacia atrás, los habría vistomirándose unos a otros con gesto de incredulidad.El mismo Julio César Germánico les había dichoque los quería a su lado en la batalla decisiva porGermania. Taranis tragó saliva. Incluso Serbal sequedó sin palabras, cosa poco habitual en él. Casioera la viva imagen del orgullo en un soldado deRoma.

Todos se retiraron a intentar dormir, pero elhecho de que al día siguiente fuera a tener lugar labatalla, hizo que ninguno de ellos pudiera pegar ojo.Solo los dioses sabrían si vivirían para poder volvera ver otro atardecer.

Antes de que las primeras luces del albaempezaran a iluminar el valle, el campamento

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comenzó a movilizarse. El caos de decenas demiles de soldados recogiendo sus espadas,colocando sus armaduras y agrupándose con susunidades se apoderó de la previa y tensa calma.Taranis y sus hermanos se colocaron todo elequipo, lo cual no era lo más habitual, pues muchasveces, dependiendo de la misión, dejaban la cotade malla para ir más ligeros. Casio les indicó quedebían dirigirse a la tienda de Germánico, que seencontraba en un pequeño promontorio cerca delrío, desde el que se divisaba buena parte del valle.Desde allí pudieron observar cómo los soldados seiban moviendo para formar el frente de batalla.

Los auxiliares fueron los primeros en moverse,pues ocuparían la primera línea de combate.Cohortes de auxiliares galos, bátavos y helveciosdesfilaban para formar el muro contra el quechocarían las fuerzas germanas. Detrás de ellosformaban los auxiliares con arcos y hondas ,yfinalmente comenzaron a avanzar las legionesromanas. Cuando todos estuvieron colocados, elespectáculo era imponente. Se podían ver los tresgrandes bloques. El sol de la mañana refulgía sobre

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las cotas de malla y los cascos, creando unhermoso cuadro.

—Germánico ha colocado a la infanteríaauxiliar en la vanguardia, a los arqueros y honderosen segunda línea y ha preparado dos líneas máscon los legionarios. He de confesaros que hastaahora no había visto nada parecido —dijo Casiomientras él y los hermanos avanzaban hasta suposición.

—Esperemos que las novedades deGermánico no pasen a la historia como undisparate, que hizo que un ejército romano deochenta mil hombres fuera masacrado —dijoSerbal.

—Hasta ahora ha demostrado siempre ser unbuen general, así que no hay motivo paradesconfiar. Lo que no acabo de ver es dónde estátoda la caballería, solo está una parte —dijoTaranis. Casio se acarició el mentón pensativo.

Una vez llegaron al lugar indicado, pudieron vera la guardia pretoriana que Tiberio había enviado aGermánico. Por su aspecto físico, todos parecían

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guerreros bien entrenados, y sus armaduras eransensiblemente mejores que las del resto delegionarios, así como el resto de su equipamiento.Los demás oficiales del Estado Mayor contribuíancon su aspecto a que Taranis se sintiera fuera delugar.

—Por Cerunnus, ojalá empiece pronto el jaleo,me siento incómodo aquí en medio —gruñó Aramo.

—Si no te conociera, pensaría que eres elmismo Germánico. Qué porte tienes hermano —apuntó Serbal con sorna ante la mirada furibunda deAramo.

—Ahí llega, muchachos —dijo Casio.Germánico apareció a lomos de su caballo con

su paludamentum, la capa de color escarlata quedistinguía al legado y su hermosa armadura. Elcasco también era de bella factura, coronado conuna hermosa cimera de plumas. Todo eso, unido asu aspecto atlético, hacía de él una figurainspiradora, todo lo contrario que Varo, recordóTaranis.

—Buena mañana para ganar una batalla,

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¿verdad caballeros? —saludó de buen humor elgeneral romano—. Hoy he visto águilas surcando elcielo, y bien es sabido que no hay mejor auguriopara nuestro glorioso ejército. Así que tendremosque ganar la batalla, no debemos contradecir losaugurios de los dioses.

A los pocos instantes, se comenzó a oír unmurmullo creciente entre las tropas que seencontraban más adelante.

—Mirad a lo lejos. Ya vienen —advirtió Aramo—. Menos mal, ya estaba empezando aimpacientarme.

De entre los bosques, comenzaron a surgirgermanos y más germanos. No tenían un orden tanestricto como el del ejército romano, pero laimpresión de ver salir del bosque aquella enormemarabunta de bárbaros era una visiónsobrecogedora. Para Taranis y sus hermanos esaera su primera gran batalla en campo abierto.Teutoburgo no se le había parecido en nada y lasdemás batallas habían sido casi merasescaramuzas comparadas con la magnitud de laque iban a librar. Todos estaban nerviosos, pues el

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hecho de estar junto a Germánico en lugar de conlas alas auxiliares o en misiones de reconocimiento,era algo que les era ajeno hasta ahora. Habíancumplido misiones muy peligrosas, pero esto eratotalmente distinto.

Después de una media hora, los germanos yaestaban sobre el campo de batalla. De sus miles degargantas empezaron a surgir gritos amenazantes ycomenzaron a chocar las armas contra los escudos.Aquellos sonidos llenaron el valle, y mirando dereojo a sus hermanos, Taranis vio cómo en susrostros se reflejaba cierto sobrecogimiento ante elespectáculo de aquella enorme horda de bárbarosdesafiando al ejército romano.

Lo único que se podía atisbar de la formacióngermana, si es que se podía llamar así, era que losqueruscos de Arminio estaban en el centro. Taranissuponía que estarían organizados por tribus.Germánico permanecía con el rostro impasible, sindar orden alguna. Estaba esperando que losgermanos hicieran el primer movimiento. Al pocotiempo, los germanos, formando cuatro cuñas,comenzaron a avanzar a gran velocidad por la

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llanura.—Eso lo llaman cabeza de cerdo. Es su

manera preferida de atacar. No me gustaría estarahora en primera línea —dijo Casio con aparentetranquilidad.

Taranis, que seguía nervioso, acarició la crin deTileno, no sabía muy bien si para tranquilizar alcaballo o a sí mismo, mientras seguía contemplandoel avance germano por la llanura. Vio cómoGermánico empezaba a dar órdenes. Las cuatrocuñas seguían acercándose entre un rugido demiles de gargantas germanas que proferían susgritos de guerra. Cuando estuvieron a la distanciaadecuada, los arqueros y los honderos descargaronuna andanada de proyectiles que hizo que muchosgermanos cayeran antes de llegar. Eso no impidiósu avance, y en lugar de parapetarse o protegersecon escudos, siguieron corriendo, más deprisaincluso, espoleados por la amenaza de lo que caíadel cielo.

Una vez que entraron en contacto con laprimera línea de auxiliares, el choque fuesumamente violento. La línea romana aguantó el

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envite a duras penas, mientras muchos de losgermanos volaban por encima de los escudosromanos debido a la fuerza de la carga, para seracuchillados sin piedad por la segunda línea. Enalgunas partes del frente, la línea sucumbió ante labrutal embestida. Una vez perdido el ímpetu de laprimera carga, siguió un terrible cuerpo a cuerpo.

Germánico, con el semblante pensativo,observaba con detenimiento el desarrollo de labatalla, y Taranis pudo ver en su rostro lapreocupación cuando la primera línea romanaempezó a dar síntomas de debilidad. Pese a lucharcon denuedo, los germanos, especialmente en elcentro, estaban ganando la partida. El flancoderecho parecía aguantar mejor, pero el izquierdo,el más cercano al bosque, comenzaba a ceder.Germánico miraba con insistencia hacia esa partedel bosque. A Taranis le habría gustado saber quépasaba por la cabeza del general romano enaquellos momentos. Mientras, Aramo se revolvíaimpaciente en su montura.

Después de varios minutos, el empuje germanono cedía y la línea romana retrocedía cada vez más.

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A los pies de los germanos iban agolpándose másy más cadáveres. La situación iba empeorando pormomentos. Lo que ocurrió a continuación parecióensombrecer más el rostro de Germánico. A lo lejosse oyó un cuerno de guerra germano, y pudo verseque Arminio y sus queruscos, que todavía no habíanentrado en batalla avanzaban hacia la parte centralde las líneas romanas. Aquello acabaría por romperdefinitivamente el centro romano. Germánico, al veresto, y después de echar una furtiva mirada al flancoizquierdo, se acercó a Casio y los astures.

—Casio, quiero que os adentréis en el bosque.Nuestra caballería ya debería de haber aparecidopor ese flanco y no sabemos nada de ella. Noquiero que os paréis bajo ningún motivo.Encontradlos, y volved inmediatamente a informarde la situación. Vamos, ¡rápido! —rugió el general.

—¡Ya habéis oído! ¡En marcha! —ordenóCasio.

Los cuatro guerreros salieron al galope en ladirección indicada por detrás de las líneas romanas,adentrándose en el bosque, una arboleda quecubría las colinas cercanas y donde no entraba

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mucha luz. A medida que se internaban en elbosque, fueron dejando atrás los sonidos de gritos,lamentos y entrechocar de espadas procedentes dela batalla. Tras cabalgar un rato, comenzaron a oírde nuevo el inconfundible ruido de la lucha, aunqueahora aderezado con relinchos y cascos de caballo.Casio les hizo una seña y cabalgaron a todavelocidad hacia el origen de los sonidos. El oficialromano levantó su mano para que pararan lamarcha al llegar a un gran claro, donde pudieron verpor qué la caballería romana no había hecho acto deaparición. En aquella parte del bosque, se habíanencontrado las caballerías germana y romana, queahora mismo estaban enzarzadas en un cruentocombate, sin que se pudiera apreciar quién llevabaventaja.

—Los germanos han tenido la misma idea, poreso nuestra caballería no ha aparecido por el flanco—dijo Casio—. Debemos volver inmediatamente einformar al general.

Aramo gruñó entre dientes. Estar en una batallay no haber utilizado todavía su hacha le estabaponiendo de mal humor. Haciendo caso de las

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órdenes del oficial romano, volvieron grupas haciala llanura. El regreso fue a galope tendido, con lasuerte de no tropezarse con ningún enemigo.Corriendo el riesgo de despeñarse, bajaron a todavelocidad por la ladera de la colina hasta alcanzarfinalmente la posición de Germánico, que al verlosles miró con gesto curioso y preocupado.

—Señor, nuestras fuerzas de caballería estánatascadas en un claro dentro del bosque, luchandocon la caballería germana —informó Casio sinaliento.

Germánico se acarició la barbilla y miró haciaabajo, probablemente pensando en lo que deberíahacer. Taranis echó un vistazo a la batalla y vio condesazón cómo los germanos habían avanzado másy estaban destrozando literalmente el frente romano.Las líneas de auxiliares estaban cediendo ante elbrío de los bárbaros. Los queruscos de Arminiotambién habían comenzado a avanzar por el centro,haciendo estragos. Tras unos instantes, Germánicolevantó la cabeza, se colocó el casco y con gestoserio se dirigió a su Estado Mayor.

—Aulo, quedas al mando. Ordena que las

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legiones VI y XIII avancen y refuercen el frente.¡Pretorianos! ¡Seguid a vuestro general! —rugiómientras desenvainaba la espada—. Casio,guiadnos.

Taranis y sus hermanos, siguiendo a Casio,dirigieron grupas hacia el lugar de donde habíanvenido, dejando atrás la llanura donde la infanteríaestaba decidiendo el curso de la batalla. Lacaballería pretoriana salió tras su general con ungran estruendo de cascos de caballos ante lamirada extrañada de los oficiales de Germánico,que a lomos de su corcel seguía a susexploradores.

Avanzando a galope tendido por el bosque,llegaron al claro donde todavía continuaba la cruentalucha entre los dos cuerpos de caballería de ambosejércitos. Germánico, alzando la mano, ordenóparar unos instantes, mientras escudriñaba laescena de la batalla. Breves instantes después,desenvainó la espada, y alzándola, profirió un gritode guerra que sorprendió a los astures, puesparecía casi imposible que aquel alarido salvajehubiera salido de la boca de aquel general romano.

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Los astures vieron cómo se lanzaba hacia el flancogermano cabalgando como un poseso y con elrostro encendido mientras arengaba al resto a quehicieran lo mismo. Tras aquellos instantes deestupor, los demás reaccionaron siguiéndole, aligual que los pretorianos que espolearon a suscaballos espada en mano para cargar contra lossorprendidos germanos.

La carga fue terrible para los germanos, ya quese encontraban ocupados contrarrestando a suenemigo y casi sin capacidad de reacción, mientrasque las tropas que comandaba Germánicochocaron con gran violencia debido al empuje de suembestida.

El impacto del choque hizo que algunos jinetesromanos salieran despedidos por encima de susenemigos, para ser rematados en el suelo. Pero losgermanos ahora tenían que ocuparse de dos líneasde enemigos donde antes solo había una, lo quehizo que empezaran a caer numerosos guerreros yretrocedieran. Los ahora copados germanosempezaban a flaquear. El ataque no solo habíareforzado la posición romana en aquella ala de la

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batalla; también el ímpetu y moral de los jinetesromanos que ya estaban allí combatiendo fue enaumento. Se empezó a correr la voz de que elmismo Germánico estaba liderando la carga, lo queenardeció más los ánimos de los soldadosromanos.

Taranis vio cómo Germánico seguía dibujandomortales círculos con su espada y llevando amuchos germanos a reunirse con sus dioses. Elgeneral desde luego no era un pusilánime como lohabía sido Varo. Era un gran guerrero, un generalromano digno de su cargo, que inspiraba a loshombres que tenía al lado, a los que arengabaconstantemente con gritos de ánimo. A su lado,Aramo y Serbal hacían viudas también a variasgermanas, cada uno con su peculiar estilo. Casiohabía llegado al lado de Germánico y sepreocupaba de que no rodearan a su general. Elempuje romano en el flanco ganaba fuerza, y losgermanos, cada vez con más bajas, estabanempezando a retroceder. El ala izquierda estabacompletamente diezmada y resistía a duras penas.Germánico retrocedió unos pasos y se elevó sobre

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su montura, para poder ver durante unos instantes eldevenir de la batalla. Entonces, puso las manoscerca de su boca a modo de altavoz para dirigirse asus hombres.

—¡Primera cohorte de pretorianos,permaneced aquí y seguid avanzando! ¡Segundacohorte, seguidme! —Dicho esto, Germánico volviógrupas haciendo una señal a Casio para quetambién lo siguiera. Taranis y sus hermanos fueronretrocediendo poco a poco sin entender muy bienaquella maniobra y siguieron a sus oficiales—.¡Rodearemos nuestra retaguardia y atacaremos suotro flanco! —vociferó.

Germánico entonces giró por detrás de las filasromanas seguido de la mitad de sus pretorianos,mientras gritaba a las tropas al pasar por detrás.Taranis hubo de reconocer que aquel vigorosoromano, cabalgando con su brillante armadura agalope tendido, era una verdadera inspiración parasus hombres, que veían cómo su general luchaba ysangraba a su lado. Incluso él, sin ser romano, sesentía orgulloso de luchar bajo el mando de unhombre como aquel. En las filas romanas, el griterío

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se empezó a hacer cada vez mayor, alentados porsu líder. Cuando llegaron al otro extremo de labatalla, Germánico volvió a dar orden de cargarcontra los germanos. Taranis espoleó a Tileno, y selanzó aullando, espada en mano, presa de laemoción del momento, sin pensar en si sería heridoo muerto. Verse rodeado de aquella belicosaatmósfera le hacía sentirse extraño, con una euforiafuera de lo normal. Sus hermanos cabalgabantambién con el rostro enrojecido, profiriendo gritosde guerra mientras cargaban contra los germanos.

De nuevo, el empuje romano hizo mella en lacaballería germana. Los romanos estabanejerciendo una pinza implacable por ambos lados alos jinetes rivales. Los germanos se veíansobrepasados por un enemigo que les estabadestrozando en ambos lados del campo de batalla.Pese a ser la mitad de hombres que en la anteriorembestida, Taranis advirtió que esta segundaarremetida estaba siendo más fácil. Las primerasunidades germanas empezaban a huir. Parecíacuestión de tiempo que el resto volviera grupas.Después de batirse con dos germanos a los que

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derribó, empezó a oír un creciente griterío en lasfilas romanas. Ahora los germanos estabanempezando a huir en masa. El oficial al mando de lacaballería romana se acercó a Germánico.

—Señor, ¿perseguimos a los germanos?

—No,están huyendo en dirección contraria.Envía un par de turmas a asegurarnos de que nonos sorprendan por la retaguardia. El restovolvemos al campo de batalla. —El general romanolevantó la mano pidiendo silencio a los soldadosque vociferaban—. ¡Soldados! ¡Tenemos unabatalla que ganar! —rugió Germánico—.¡Seguidme¡

Cuando se quiso dar cuenta, Taranis seencontró una vez más siguiendo a Germánico,rodeado esta vez de un número mayor de jinetes,pues ahora la caballería en pleno cabalgaba con sugeneral. Dándole una cariñosa palmada a Tileno,emprendió galope junto a Casio y sus hermanoshacia el punto del cual habían venido, la llanura deIdistaviso.

—Parece que hoy nos vamos a divertir —dijo

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Serbal.—De momento no estamos teniendo muchas

complicaciones y no sé si eso me reconforta o meinquieta, la verdad… —apuntó Taranis.

—No llames a la mala suerte, Taranis.Ganaremos esta batalla, por Marte —afirmódecididamente Casio—. Enviaremos a estosgermanos al infierno de una vez por todas.Germánico nos conducirá a la victoria.

—Pues como no sea un poco más cauto,llevaremos sus restos a Agripina. No me gustaríaque el pequeño Cayo se quedara huérfano, así quehabrá que echarle un ojo a su padre —dijo Aramoante la mirada extrañada de los demás: Aramoestaba pidiendo prudencia.

Los jinetes romanos continuaron avanzandohasta el final del bosque y alcanzaron la llanura deIdistaviso de nuevo. Germánico dio orden de pararmientras parecía analizar lo que estaba ocurriendo.Taranis intentó adivinar el curso de la batalla, perotodo parecía bastante confuso.

—Están barriendo a los auxiliares en el centro,

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pero las legiones siguen intactas. Los queruscos deArminio han avanzado y están en el centro luchando—aclaró Serbal, haciendo gala de su excepcionalvista, al ver que su hermano escrutaba la escena debatalla.

—Sí, mi general —replicó con sorna Taranis.—Preparaos. Nos tocará atacar de nuevo el

flanco germano, pero ahora nos toparemos con lasmejores tropas de Arminio, así que no será tan fácilcomo antes —advirtió Casio con gesto taciturno—.Hay que reconocer que estos bastardos son buenosguerreros.

Taranis pudo ver mejor la escena que estabaante sus ojos. En la retaguardia romana aguardabala mayoría de las legiones. Las tropas auxiliaresestaban recibiendo ahora lo peor de la batalla, conel agravante de que las mejores tropas germanasya habían entrado en combate. Vio cómoGermánico escribió en un pergamino unas notasrápidas y firmó. Acto seguido llamó a un oficial.

—Quiero que le digas a mi Estado Mayor quehe vuelto con la caballería y que voy a cargar sobre

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su flanco derecho. Mis órdenes están aquí escritas yfirmadas de mi puño y letra. Quiero que haganavanzar a las legiones después de que yo lesgolpee por el flanco. ¿Queda claro? —El soldadosasintió—. No te pares ante nadie. Debes dárselodirectamente a Aulo Cécina, ¿entendido? —Germánico hizo una pausa para luego dirigirse asus soldados a voz en grito—. Soldados. ¡El día esnuestro! ¡Aplastemos a estos malditos germanos deuna vez! ¡Ahora completaremos nuestra venganza ysabrán que nadie puede enfrentar a Roma sinpagarlo! ¡Hoy vengaremos a nuestros hermanoscaídos! ¡Por Marte! ¡Seguidme!

Taranis, como el resto de los hombres que allíestaban, alzó su espada gritando, para luego seguiral general romano en su carrera hacia losqueruscos, que ahora ocupaban la primera línea decombate germana. La carga se hizo formando encuña, intentando penetrar en el flanco enemigo. Estavez, los germanos se percataron de la maniobraromana, y reforzó aquella posición para aguantar elenvite de la caballería. Pese a la fuerza con la quecargaron, esta vez no fue tan sencillo. Las lanzas de

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la infantería germana hirieron a muchos caballos yjinetes, aunque eso no hizo medrar el espíritu deGermánico. Taranis, al igual que Casio y sushermanos, procuraban permanecer cerca delgeneral, que luchaba con denuedo por avanzar.

La carga romana dio un respiro a los auxiliares,que habían sufrido muchas bajas ante los ataquesde los queruscos de Arminio. Taranis, que luchabaa lomos de Tileno, oyó a las trompetas romanassonar a lo lejos. Miles de caligae, scuta, pila y gladiise pusieron en marcha. Eso hizo que Germánicovolviera a alentar a sus hombres.

—¡Las legiones avanzan, mis valientes!¡Acabemos con ellos! —dijo el general mientrascargaba contra los queruscos con mayor ímpetu sicabía.

A duras penas, abriéndose paso a golpes deespada y hacha, Taranis, sus hermanos y Casiopudieron seguir a Germánico, que a golpe de gladiose había internado unos metros en las filasromanas. Cuando se quisieron dar cuenta, estabancopados por los queruscos. Germánico parecíacegado por el fragor de la batalla y parecía que lo

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hubieran drogado, pues solo pensaba en avanzar ymatar. Casio, que estaba alejado unos metros y seencontraba luchando contra dos germanos con lapiel pintarrajeada, le hizo un gesto en dirección algeneral. Taranis comprendió rápidamente lo quequería decir. Un enorme germano con una enormelanza, que parecía medir unos siete pies, avanzabacontra Germánico por su retaguardia. El generalestaba batiéndose con un querusco semidesnudocon largas melenas y barbas, que portaba unaextraña arma, mezcla de espada y lanza. Taranis,después de derribar de un tajo en el cuello a un rivalque se le interponía, espoleó a Tileno parainterceptar al germano que se dirigía a ensartar a sugeneral con una enorme lanza. Taranis gritó aGermánico tratando de avisarle, pero el fragor de labatalla ahogó el aviso del astur y el general romanosiguió luchando con su oponente sin saber que lamuerte en forma de una enorme lanza caminabahacia él por detrás. Dándose cuenta de que nopodría interceptarlo con la espada, hizo que Tilenoacelerara en lugar de adoptar posición de batalla. Elimpacto fue brutal. Hombre y bestia chocaron contrael enorme germano. Taranis salió despedido y un

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tremendo golpe le freno en seco.Muy aturdido, sacudió la cabeza intentando

saber dónde estaba. Cuando empezó a recobrar elsentido, vio a un germano semidesnudo deespaldas , incorporándose. Ahora el germano yasabía qué le había frenado. El germano, tras echarmano a la espalda, dolorida por el golpe, dio mediavuelta. De larga melena rubia, recogida a un lado enuna coleta y con el rostro bañado de pinturas que leconferían un fiero aspecto, el guerrero blandía ungladio romano, probablemente robado de algúnlegionario. Instintivamente Taranis buscó su espada,pero rápidamente se percató de que debía dehaberla perdido en el encontronazo. El germano lelanzó un ataque hacia el cuello, que el astur esquivóarqueando la espalda y el cuello hacia atrás. Elsiguiente tajo se dirigió hacia su estómago, lo quele obligó a encogerse. Ese movimiento hizo quetrastabillara y cayera, al tropezar con un caído delcampo de batalla. El germano, con una sonrisadesdentada, se dispuso a darle el golpe de gracia,pero Taranis vio a su derecha un escudo que agarrórápidamente y con el que pudo parar el golpe. El

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germano siguió aporreando el escudo sindescanso, mientras que el astur veía conpreocupación que aquel aquella protección noaguantaría mucho más. Entonces, el germanodescargó un estacazo definitivo y el escudofinalmente se partió en dos. Con un grito, el bárbaroechó el arma hacia atrás para rematar a Taranis.Una fugaz silueta negra apareció de repente yderribó al nórdico. Taranis, que ya esperaba que laespada cayera sobre él, vio que su fiel Tileno habíaderribado a su enemigo. Rápidamente se puso enpie, asió una daga que encontró en el suelo y sereincorporó. El germano se había levantado y sedirigía a ensartar a Tileno. Taranis, sin pensarlo dosveces, lanzó su daga. Le alcanzó a su rival en elcuello, que paró su avance en seco y terminócayendo al suelo retorciéndose, mientras echabasus manos al cuello, como si tratara de evitar que lavida se le escapase. Taranis llegó hasta su monturadándole una palmada, a lo que Tileno contestó conun bufido.

—¡Gracias, compañero! ¡Me alegro de queestés bien!

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Taranis se encontraba desarmado y variosgermanos llegaban hasta su posición. Se subiórápidamente a Tileno y se apresuró a intentar llegardonde se encontraba la línea romana, varios metrosmás atrás. Los germanos corrieron con sus lanzasgritando, aunque Tileno fue más rápido que ellos.Aramo, que lo había visto llegar, salió a suencuentro.

—Busca un arma, yo me ocupo de ellos —dijosu hermano mientras blandía su enorme hacha ycargaba contra los germanos que le perseguían.

Taranis buscó en el suelo una espada de algúncaído, y tras unos instantes pudo encontrar una.Cuando dio la vuelta, Aramo ya había despachado atodos los germanos excepto a uno, al que Serbal,uniéndose a Taranis, hirió de muerte. Germánicoseguía luchando como un poseso y Casio intentabano separarse de su lado. La batalla siguió con unencarnizado combate. Los queruscos, duros yexperimentados guerreros, estaban plantando caraal ataque combinado del frente y el flanco. Losmúsculos ya empezaban a acumular cansancio y losgolpes eran cada vez más débiles. El campo de

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batalla empezaba a llenarse de muertos y heridos,cuyos gritos se entremezclaban con el chocar de lasespadas.

Comenzó a caer una fina lluvia que hizo que ella tierra se empezara a embarrar. El suelo seestaba convirtiendo en un lecho de lodo y sangre.Taranis seguía combatiendo junto a sus hermanos,cuando advirtió que los estandartes de las legionesVI y XII ya estaban acercándose a su posición. Losgermanos empezaban a perder fuerza en el centro,aunque seguían batiéndose con extraordinariaferocidad. A su derecha, tres jinetes romanoshabían sido abatidos por el mismo germano, queahora se dirigía hacia él con una espada larga.Estaba mejor equipado que la mayoría de suscompatriotas. Astur y germano entrechocaron variasveces sus espadas sin que ninguno de los dosconsiguiera ventaja alguna, aunque Taranismantenía una posición elevada al montar a Tileno,mientras que el germano combatía a pie. Tileno,bien entrenado, hizo retroceder al rival, que al pisarel barro se tambaleó, lo que aprovechó Taranis paraasestarle un profundo corte en el brazo que llevaba

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el arma. El bárbaro soltó la espada con un aullidode dolor, a la vez que retrocedía para quedar fueradel alcance del astur. En ese instante, el germano lemiró a los ojos y Taranis quedó petrificado al ver unrostro que recordó de repente. Hacía mucho tiempoque lo había visto, y solo por unos momentos, peroreconoció aquellas facciones y aquellos ojos, querecordaba más vivos. Era Arminio. Casio, quetambién reconoció al caudillo germano, le gritó.

—¡Es Arminio!El caudillo germano llenó la mano con sangre

de su herida, se la restregó por la cara y huyó entrela marabunta de germanos. Casio se lanzó en supersecución, pero dos germanos se interpusieronen su camino. Uno de ellos fue brutalmenteembestido por la montura del romano, que fuederribado. Taranis salió hacia allí, pero un germanole impidió el paso. Con un golpe de espada, apartóla lanza con la que el germano le atacó y la desvió,para luego asestar un ataque de arriba a abajo quederribó al germano. Taranis siguió avanzando y vioque Casio había sido rodeado. Casi había llegadohasta la posición del romano, cuando uno de sus

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oponentes le alcanzó en el brazo que sostenía laespada de Casio. Su arma cayó al suelo, mientrasque otro germano hundía su espada desde uncostado haciendo que Casio cayera de rodillas,casi inerte. Taranis gritó impotente al ver aquellaescena. El germano que había herido en el brazo asu oficial se disponía a cortar el cuello de Casio,pero Taranis llegó a tiempo de alcanzarle con elgladio y se lo hundió en el pecho mientras aullabacon rabia.

Serbal también llegó para ayudarlos y contenera los germanos. Pocos instantes después, seincorporaba Aramo. Los tres hermanos protegían asu oficial, que se había derrumbado en el lodo.Después de resistir varios envites de los germanos,se oyó un cuerno de guerra. Los germanos semiraron unos a otros y empezaron a retroceder.Poco a poco, iban retirándose entre los gritos devictoria de los soldados romanos. Las legiones yalos rodeaban, cuando, exhaustos, fueron a ver a suoficial.

—¿Está...? —preguntó Aramo.—Respira. —Taranis se había agachado a

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comprobar el estado de Casio.—No se si saldré de esta… —balbuceó Casio

entre toses.—No hables —replicó Taranis—. Te llevaremos

a que te curen eso.—No te preocupes, hace falta más que estas

heridas para acabar con un romano tozudo como tú—intervino Serbal con una sonrisa nerviosa.

Casio siguió tosiendo, mientras que loshermanos se miraban entre ellos con gestopreocupado. La herida era grave y estabaperdiendo mucha sangre. En medio de toda aquellaconfusión, se alzó la voz de Germánico.

—¡No quiero prisioneros! ¡Debemos acabarcon esta maldita guerra aquí y ahora! ¡Sin cuartel!—aulló con el rostro deformado por una mueca deira,entre los vítores de sus hombres—. ¡A ellos!

Aquel encantador e inteligente hombre quehabía visto Taranis tantas veces parecía haberdesaparecido y otra persona hubiera ocupado sulugar. La guerra desde luego cambiaba a laspersonas. Aunque tampoco él seguía siendo el

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mismo jovenzuelo que había salido de Noega rumboa Astúrica. Taranis le dio algo de agua a Casiocuando oyó de nuevo, pero más cerca, la voz deGermánico.

—Hoy me has salvado la vida arriesgando latuya. No lo olvidaré —dijo solemnemente, a la vezque miraba con gesto preocupado a Casio—.Llevadlo a la retaguardia y buscad un médico.Roma no puede perder hombres como este.

Taranis y sus hermanos asintieron con lacabeza y levantaron a Casio. El ejército romanosalió entonces en persecución de los germanos. Labatalla había acabado. Ahora comenzaba unamatanza. Taranis se alegraba de no tener queparticipar en aquello.

El sol comenzaba a languidecer en el horizonte,

iluminando la llanura de Idistaviso. El espectáculoque Taranis podía contemplar no era nada

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agradable. Toda la planicie estaba cubierta decuerpos y las aves carroñeras ya empezaban ahacer acto de presencia. Eran millas enteras decuerpos inertes, la mayoría, de germanos quehabían sido aniquilados en la huida. No habíanoticias de Arminio, así que todo apuntaba a quehabía escapado con vida de la batalla. Las tropasauxiliares se habían llevado la peor parte de las filasromanas, si bien las legiones habían sufrido pocasbajas. Taranis todavía podía recordar la mirada delcaudillo germano cuando se había encontrado conél horas antes. En su rostro había visto reflejada ladesesperación de la derrota.

Ahora, lo más preocupante era Casio, queestaba tendido en una camilla después de haberrecibido atención médica.

—Es fuerte. Saldrá de esta —dijo Aramo sinmucha convicción. Serbal estaba sentado cerca,cabizbajo.

—Eso espero, hermano —asintió Taranis.—Vamos, vamos, en nada estará

aburriéndonos otra vez con gloriosas historias del

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ejército romano. —Serbal intentaba animar, perotampoco sonaba muy convincente.

—Habéis combatido bien, astures —les hablóuna voz familiar.

Rápidamente se dieron cuenta. Se pusieron depie y se llevaron el puño al pecho. Era Germánico,tan cubierto de sangre y barro, que resulta difícil dereconocer.

—Descansad, soldados. Ya habéis hechobastante por hoy. Incluso salvar a vuestro general —dijo con una sonrisa cómplice mientras miraba aTaranis—. Rezaré a los dioses por Casio. Esperoque se recupere y pronto esté otra vez en forma. Id adescansar, os necesitaré frescos en los próximosdías.

Tras decir esto, siguió visitando al resto de losheridos. Aquel volvía a ser el Germánico encantadory carismático, tan cercano a sus soldados, y tandiferente al que pocas horas antes habían vistoimplacable y lleno de ira.

—Si sigue comportándose así, Agripina notardará en ser viuda. Un general no debería

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arriesgar su vida de esa manera —dijo Aramo.—Es cierto que se arriesga demasiado, pero

también es igual de cierto que eso motiva a sustropas. Recuerda cuando se lanzó al ataque, cómolas tropas se encorajinaron al ver a su generalluchando con valentía —apuntó Taranis.

—Mientras vosotros dos, grandes estrategas,seguís discutiendo, yo me voy a ir a dormir —dijoSerbal—. Ya habéis oído a Germánico. Nos quierefrescos. Así que yo le haré caso. Estoy agotado.

—Tienes razón. Deberíamos descansar. Aquíno podemos hacer nada por Casio, así queprocuremos dormir —convino Taranis.

Los tres hermanos se fueron a descansar,echando una mirada atrás a su amigo, que luchabapor seguir con vida. Cada uno de ellos rezó a losdioses a su manera, para que ayudaran al oficialromano.

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Capítulo 8Los jinetes del águila

Germania, año 16 d.C.

Hacía una noche especialmente cálida para loque solía deparar aquella parte del año enGermania, pero Nevio había llevado la capa paracubrirse. Además de resguardarse del frío, leayudaba a no ser fácilmente reconocible, cosa másque recomendable para los encuentros clandestinosnocturnos. Nevio había tenido que mover otra vezsus contactos. Durato le había enviado un mensajebien claro. No enviaría más sestercios si no había

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resultados. No podía mentirle, aunque estuvieralejos, pues el astur tenía contactos poderosos.Según sus pesquisas, Cneo Calpurnio Pisón, quehabía sido gobernador en Hispania, parecía tenermuy buena relación con la familia de Durato.

Nevio había hecho contactos que le podíansuministrar información que le sería muy útil. Habíapensado en aprovechar la batalla del día anteriorpara intentar eliminar a los astures, pero esohubiera implicado arriesgar su vida en la batallacomo uno más, y esa idea no le seducía lo másmínimo. En la tumba no podría cobrar sestercios, asíque decidió algo nada novedoso, pero menosarriesgado.

Una vez llegó al lugar convenido, vio unasombra. Por precaución asió una pequeña dagaque llevaba en un costado. El hombre que estaba ala sombra llevaba un casco de optio.

—¿Nevio?—Sí, soy yo.—Me han dicho que tenías ganas de verme.

Espero que…

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—Vamos al grano. Tengo prisa —cortósecamente—. Tú tienes acceso a guardias quepueden escuchar órdenes en las tiendas de losoficiales y la de Germánico, ¿verdad?

—Puede ser… ¿Para qué querrías tú sabereso?

—Eso no te incumbe. ¿Puedes hacer lo que tepido, sí o no?

—Digamos que puedo hacer un esfuerzo, peroya sabes que el que pide favores, debe devolverlos.

—No te preocupes —contestó Nevio a la vezque le tiraba un saquito. Acto seguido, el interlocutorde Nevio lo abrió, y tras contar y morder lasmonedas sonrió—. Mañana quiero saber las rutasde exploración y a quién son asignadas.

—Mañana a primera hora te enviaré un hombrecon esa información.

—Parece ser que también tienes ciertos...,digamos negocios con el exterior, por así decirlo, yque tienes varios contactos fuera de nuestras filas.

—Parece ser que la gente habla mucho —

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contestó el otro hombre con aparente malhumor.—Tranquilo, los negocios son los negocios,

amigo. No seré yo quien diga nada al respecto. Laguerra es algo de lo que debemos aprovecharnos.Pero si necesitara enviar un mensaje que tuvieraque llegar a donde un romano no es bien recibido,¿podrías ayudarme?

—Eso que me pides parece bastantepeligroso, Nevio. Creo que con la ayuda que me hasprestado no me va a ser posible… —dijo el optiomirando el saco que tenía en la mano.

—Toma, maldito chupasangre —dijo Neviomientras echaba mano de otro saquito que teníaguardado. Sacó varias monedas y se las lanzó.

—Creo que no valoras el riesgo que corrohaciéndote ese favor.

Nevio le lanzó otra moneda:—Ni una más.—Está bien, está bien…—Mañana quiero esa información antes de que

se repartan las órdenes. En cuanto me lo

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comuniques, te escribiré un mensaje para que lohagas llegar al destino que yo te diga, ¿deacuerdo? Sobra decir que esto no debe salir deaquí. Ni a ti ni a mí nos conviene. Vámonos ya antesde que alguien nos vea juntos.

—Es un placer hacer negocios contigo, Nevio.Nevio emitió un gruñido y se alejó del optio.

Esperaba que aquellas monedas que habíainvertido le reportaran muchas más. Además, lasatisfacción de cumplir su misión también tendría suencanto.

Las órdenes acababan de llegar. Los astures

tenían que explorar parte de la zona por la que elejército romano debía transitar, y asegurarse de queno hubiera presencia enemiga. Germánico, pese ala victoria en Idistaviso, seguía sin fiarse de Arminio.Aunque la mayor preocupación de Taranis y sus

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hermanos era la salud de Casio. El oficial seguíainconsciente y presa de elevadas fiebres. Losmédicos habían dicho que las próximas horasserían cruciales.

—¡Maldita sea! Sé que tenemos que cumplirlas órdenes, pero no me gusta irme sin saber quéocurre con Casio —gruñó Aramo.

—Venga, grandullón, aquí no podemos hacernada por él. Si cumplimos las órdenes, por lomenos estaremos distraídos, y para cuandovolvamos, seguro que vemos a Casio recuperado—dijo Taranis, intentando convencerse a sí mismode lo que estaba diciendo.

—En cuanto despierte, es capaz de salir ennuestra búsqueda. «Un soldado romano no puedepermitirse estar postrado en la cama» —dijo Serbalimitando a Casio—. ¿A dónde nos mandan,hermano?

—Pues según las órdenes, tenemos queasegurarnos de que las legiones no encontraránproblemas en dirección suroeste.

—Y como siempre, si hay problemas, ya nos

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los encontraremos nosotros… —protestó Serbal.—No seas agorero. Lo mejor será partir cuanto

antes, así que andando.Aramo se dirigió hacia los caballos y los

demás le siguieron. A los pocos minutos, habíanabandonado aquel enorme campamento provisionalque daba cabida a ocho legiones y a miles deauxiliares, si bien la población del campamento sehabía reducido después de la batalla.

Estar a lomos de Tileno amainó la ansiedadque Taranis sentía ante la impotencia de no poderhacer nada por su amigo romano. Mejor seríacentrarse en lo que tenían que hacer y mantener lacabeza ocupada. Taranis no pudo evitar acordarsede Aius y el dolor por la pérdida de su hermano. Sushermanos también cabalgaban cabizbajos. AunqueCasio era su oficial, no un hermano, tantos años deconvivencia habían hecho que los lazos que losunían fueran muy fuertes. De hecho, Casio, pese aque siempre insistía en que la legendaria disciplinaromana les había llevado a ser grandes, se habíavuelto más indulgente con el tiempo. Tantasvivencias compartidas hacían que el romano fuera

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como uno más de la familia. No estaba resultandoser una expedición especialmente alegre y nisiquiera Serbal mostraba su habitual y punzantesentido del humor.

—Por Cerunnus, nunca creí que diría esto, peroecho de menos que Casio nos dé órdenes y nosesté corrigiendo constantemente. Espero que esemaldito romano perfeccionista esté bien… —dijoAramo rompiendo el silencio y arrancando unasonrisa melancólica a sus hermanos.

El día se les hizo largo, aunque transcurrió sinnovedad. A lo largo de la jornada, el grupo exploróla zona que se le había asignado sin atisbar señalalguna del enemigo. Tras cenar, los hermanosquedaron pensativos, arrebujados en sus capas, sinlas habituales conversaciones y bromas que solíansurgir antes de descansar y comenzar el turno deguardias. Taranis, ante la ausencia de Casio, fue elencargado de organizar los turnos.

El nuevo día amaneció oscuro con grises nubesen lontananza. Parecía que el tiempo se hubieracontagiado del humor de los astures. Una vezrecogieron todo, emprendieron de nuevo la marcha.

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Tras varias horas, llegaron a un estrecho senderorodeado por un frondoso bosque. A Taranis lerecordaba bastante a Teutoburgo, a aquellasfatídicas jornadas, cuando de aquellos bosquesaparentemente solitarios salían germanos a tropel,sedientos de sangre. Cruzaron un pequeño y pocoprofundo río, sin que tuvieran que desmontar.

—Esto es extraño. ¿No notáis nada raro? —dijo Serbal.

—Es como si… No se oye nada —apuntóAramo.

—Esto no es normal… No se oye ni un ruido enel bosque… Y Tileno está nervioso. Ahí debe dehaber alguien. Demos media vuelta, silencio a partirde ahora.

Los tres hermanos se dirigieron en direccióncontraria. Instantes después de dar media vuelta,aparecieron de entre la espesura del bosquedecenas de germanos aullando y corriendo haciaellos.

—¡Rápido! ¡ Huyamos! —gritó Taranis.Espoleando a sus caballos, deshicieron a toda

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velocidad el camino que habían hecho. Taranis viocon alivio que poco a poco iban dejando atrás a losgermanos, que no podían seguir el ritmo de susmonturas. Volvieron a cruzar el río. La ventaja quehabían conseguido les permitió cruzar con ciertaprecaución para evitar que ninguno de los caballospudiera caer. Al ganar la otra orilla, el caminoestaba lejos de aparecer diáfano. Unos cincuentagermanos armados los estaban esperando.

—Hermanos, creo que nos tienen cogidos. Noshan pillado como a novatos. Si los germanos no nosmatan, Casio lo hará si se entera —se lamentóTaranis.

—Esto no parece muy normal. Parece que nosestuvieran esperando —apuntó Serbal.

—Bueno, pues viendo como está la situación,solo nos queda intentar llevarnos al infierno acuantos perros germanos podamos, antes de quenos maten —dijo Aramo.

Un germano, vestido con un sayo marrón, y conla típica coleta germana a un lado de la cabeza, seadelantó y se dirigió hacia ellos. Al mismo tiempo,

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los germanos que los habían perseguido yaalcanzaban la otra orilla.

—Rendíos. Nuestro jefe no os quiere muertos.—¡Que te parta un rayo, cerdo germano! —

bramó Aramo, mientras blandía su hacha, dispuestoa arremeter contra ellos. Taranis agarró la monturade su hermano.

—Aramo, si hacemos eso somos hombresmuertos. De otro modo, si seguimos vivos, veremosqué podemos hacer para salir de esta —susurróTaranis.

Aramo frunció el ceño y vio que Serbalaprobaba con la cabeza las palabras de Taranis.

—Por los huevos de Cerunnus, puede quetengáis razón, pero no me hace gracia ponerme enmanos de esos cerdos —admitió Aramo mientrasarrojaba el hacha con fuerza a los pies del germano,que dio un paso atrás sorprendido.

Los hermanos, despacio, siguieron avanzando.Dejaron sus armas al llegar a la orilla y se llevaronlas manos a la nuca. El germano les dioindicaciones para que bajaran de los caballos.

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Varios guerreros más se acercaron con cuerdas.Dos de ellos se dirigieron a Aramo, que reaccionóempujando al primero que se le acercó y tirándolo alsuelo. El resto de germanos apuntaron con suslanzas a los astures.

—Aramo, tranquilízate —le recomendó Taranis.—Las tetas de Navia os maldigan, perros —

masculló Aramo, que dejó de ofrecer resistencia.Los hermanos fueron atados con los brazos a

la espalda, y cada uno de ellos, a un caballo.Cuando uno de los germanos intentó subirse aTileno, este se encabritó y lo lanzó al suelo, ante lascarcajadas de sus compañeros. Volvió a intentarlo,con el mismo resultado. Taranis, aunque orgullosode su caballo, vio que el germano estaba perdiendola paciencia y empezó a temer por Tileno.

—Dejadme que me acerque a él —pidióTaranis a los germanos.

El jefe de los germanos, todavía riéndose, dejóque Taranis se acercara a Tileno. El astur le dio unpar de palmadas, le acarició las crines y le susurróal oído.

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—Dile a tu hombre que puede montarlo. Peroha de tener cuidado. Este caballo está protegidopor los dioses de mi tierra, y una horrible maldicióncaerá sobre aquel que le haga daño —advirtió consolemnidad. Taranis esperaba que aquellosguerreros fueran supersticiosos.

Todavía entre risas, el jefe le tradujo al germanolo que había dicho Taranis. El guerrero recibió lanoticia con aparente estupor. «Buena señal», pensóTaranis. El germano se acercó de nuevo a Tileno,que miraba a su dueño con una tristeza queemanaba de sus profundos ojos negros. Taranis lehabló en su lengua astur. Con cuidado, el germanose subió de nuevo, temiendo que el caballo hicieraotra vez lo mismo. Tileno resopló y movió las patasen señal de descontento, pero dejó que el germanolo montara.

Caminaron hacia el interior del bosque. De vezen cuando, algún germano pasaba a su lado y lesimprecaba en su lengua nativa con miradas de odio,o les decían algo y luego se reían. Alguno seacercaba y les escupía. Taranis podía entenderlos.Su pueblo había sido derrotado y era normal que

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profesaran odio al enemigo que les invadía.Después de un par de horas de marcha,

llegaron a un claro del bosque, en el que vieron uncampamento germano. Allí estaban parte de lossupervivientes del ejército de Arminio. Aquello no separecía en nada a los campamentos del ejércitoromano. Los elaborados por romanos siempre seerigían de la misma manera, de modo que no solofuera algo pasajero en lo para pasar la noche, sinoque también sirvieran de parapeto a las tropas,convirtiéndose en pequeños fuertes gracias a losterraplenes y a los fosos. Nada se dejaba al azar ytodo se hacía de manera sistemática. Nada que vercon lo que los hermanos contemplaban ahora, puesaquello era fruto de una desordenada colocación,todo estaba situado sin seguir ningún tipo de plan .Taranis se imaginó que si Casio estuviera allí,ensalzaría las virtudes del ejército romano yprobablemente les contaría alguna historia de CayoMario, su militar favorito junto con Julio César. Se leescapó una amarga sonrisa recordando a su oficialy rogó a los dioses que se encontrara bien.

La mayoría de los germanos se desperdigó por

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el campamento. A ellos los llevaron hasta uno de losextremos del reducto. Vieron a lo lejos una tiendaque destacaba sobre el resto, cuyo mayor tamañoparecía indicar que sería la del hombre queestuviera al mando. Siguieron caminando endirección hacia ella, hasta llegar a la entrada. El jefedel grupo que les había apresado se adelantó yentró en la tienda. Los tres hermanos seintercambiaron miradas, preguntándose qué haríancon ellos. Pocos instantes después, el jefe volvió asalir y dio indicaciones de que los astures fueranllevados dentro.

La tienda, incluso siendo la más grande delrecinto, nada tenía que ver con la de los oficiales almando que los hermanos acostumbraban a ver enlos campamentos romanos. Esta apenas tenía unatabla de madera encima de dos maderos, haciendolas veces de mesa. La misma tienda parecía habersido improvisada con palos y telas de distintaprocedencia.

Un hombre permanecía de espaldas, dejandocaer su peso sobre sus puños apoyados en lamesa. Vestía un sencillo sayo marrón oscuro,

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aunque el cinturón y el arma que asomaba en sucostado denotaban una posición superior respectode los demás guerreros. Al darse la vuelta, Taranisvio ante él un rostro que le resultaba familiar. Y nohacía mucho tiempo que lo había visto. Delante deellos, estaba el mismísimo Arminio. Les susurró asus hermanos la identidad del caudillo germano.Tenía el rostro cansado y su mirada solo parecíadesprender odio. Los tres hermanos fueroncolocados en fila ante él.

—Debéis tener pocos amigos en el ejércitoromano —comenzó a hablar en un perfecto latín.Después de tantos años todos habíanperfeccionado su latín y podían entenderlo y hablarlosin problemas—. No es normal que sin pedirlo merevelaran vuestra ruta para capturaros. —Losastures se miraron entre ellos con sorpresa.

—El maldito bastardo de Nevio —mascullóSerbal—. No ha podido ser otro… Ya es la segundavez…

—Silencio —cortó secamente el germano—.La cuestión es que ahora estáis aquí, en mi poder.Sé que tenéis mucho contacto con vuestro general.

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Así que vamos a hablar del asunto que me interesasin rodeos. Quiero saber cuáles van a ser lossiguientes pasos de

Germánico. Quiero saber qué va a hacerexactamente, cuál será la estrategia. Si me locontáis, os doy mi palabra de que os respetaré lavida. —Dicho esto se acercó a ellos, mirándoles alos ojos—. Tu cara me resulta conocida… — seacercó más a Taranis—. Ya recuerdo… EnIdistaviso, estuviste a punto de matarme, soldado.

—Has tenido suerte de que no fuera yo —dijoSerbal—. En ese caso, no estarías aquí.

—He aquí un soldado con la lengua bien larga.Espero que seas igual de locuaz para darme lainformación que quiero.

—Germano, no sabemos nada, y puede quetampoco nos apeteciera decírtelo aunque losupiéramos… —replicó Serbal con tono chulescoante el gesto de desaprobación de Taranis.

—Parece que no me vais a decir nada por lasbuenas. No me sorprende… Ulf, que Batestesempiece con el más grande, y a los otros dos átalos

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en una tienda que esté cerca, quiero que lo oigantodo. Acabaréis hablando, vaya si hablaréis…Lleváoslos.

Los hermanos fueron sacados a empellones dela tienda y conducidos hacia un extremo delcampamento. Les condujeron hasta un germanobastante entrado en carnes y con una sonrisaburlona. Probablemente ese fuera el tal Batestes.Ordenó que los llevaran hacia una tienda. Elgermano se quedó haciendo preparativos para loque Taranis sospechaba no sería nada bueno. Unavez en la tienda, los astures fueron atados al posteque la sostenía, y uno de los germanos se quedóapostado de guardia.

—¿Y ahora qué hacemos? Aunquequisiéramos, no podemos contarles nada, y si lesmentimos lo sabrán.

—Pues no van a escatimar esfuerzos ensacarnos la verdad. Mintiendo puede que ganemostiempo, Taranis.

—Arminio es un viejo zorro. Sabrá queestamos mintiendo. Debemos pensar en algo y

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rápido…El guardia germano les gritó algo. Taranis

dedujo que pedía que guardaran silencio. El asturagachó la cabeza intentando pensar en cómo salirde aquel atolladero en el que se habían metido. Trasvarios minutos sin que su mente pudiera pergeñarplan alguno, levantó la cabeza y vio que ya habíaoscurecido. No tardaría en ser noche cerrada.

El tiempo transcurrió sin novedad. Empezarona llegar olores de comida. Después de todo el díasin comer, sus estómago les recordaron quenecesitaban que algo entrara en ellos .Después deun rato, acudieron] varios germanos, y señalando aAramo, lo desataron del poste y lo sacaron de latienda. El más grande sería el primero. Aramo seresistió como pudo, maldiciendo a los germanos,pero poco pudo hacer, apresado entre todos losgermanos que lo asían.

—Fuerza, hermano —alcanzó a decir Taraniscon un nudo en la garganta, sabiendo lo que leesperaba a su hermano.

—Tranquilos, yo lo cansaré —dijo Aramo

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soltando una carcajada que descolocó a sushermanos y a los germanos.

—Loco. Está muy loco… —susurró Serballadeando la cabeza.

A Taranis le podía el desánimo. Y más cuandodespués de un rato empezaron a oír gritosahogados. Ambos pudieron reconocer que eran losde Aramo.

—Desatadme si tenéis lo que hay que tener,perros —comenzó a gritar Serbal—. ¡Os voy amatar a todos!

Acto seguido, el guardia entró y le propinó ungolpe en la cara, con el extremo de la lanza. Serbaltorció la cabeza y le escupió la sangre al germano,que esta vez le respondió con un puntapié en losriñones. Serbal se retorcía de dolor ante las risasdel guardia, que volvió a salir.

—Voy a hacer que el guardia entre de nuevo, yesta vez te aseguro que entrará cabreado a por mí—susurró Serbal una vez que recuperó el aliento—.Quiero que cuando venga, lo hagas caer al suelo, lomás cerca de nosotros posible. ¿Entendido?

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Serbal entonces empezó a gritar algo queTaranis no entendió, pero que sonaba a germano.Justo después, el guardia entró en la tiendaenfurecido, con la mirada fija en Serbal ydirigiéndose hacia él. Haciendo caso a lasinstrucciones de su hermano, Taranis hizo tropezaral guardia, que cayó justo delante de ellos. Serbal,sin perder ni un momento, vio que el guardia estabaa su alcance, incluso desde su posición, asido alposte. Levantó sus dos manos atadas golpeandocon violencia la cabeza del guardia. Desde suposición, Taranis no podía hacer nada. Con unarapidez pasmosa, Serbal golpeó de nuevo alguardia, dejándolo semiinconsciente. Aprovechó elmomento para cogerle la cabeza y con unmovimiento seco giró su cuello hasta oír unchasquido. Había roto el cuello del germano.

Serbal se acercó la lanza con los pies y lacogió con las dos manos, para empezar a cortar lascuerdas que ataban las manos de su hermano.Después, pudo cortar rápidamente el resto deataduras que los mantenían prisioneros. El germanotambién portaba una pequeña daga, de la que se

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apropió Serbal. Por gestos, Taranis le dijo a suhermano que él se asomaría a comprobar si habíaalguien fuera. Con cautela atisbó el exterior y vioque el campamento estaba en silencio. No habíanadie despierto.

—Debemos ir a donde estaba el germanogordo. Allí estará Aramo —susurró Taranis.

Con total sigilo salieron de la tienda en ladirección que Taranis había indicado. Elcampamento estaba durmiendo. Los germanos sesabían lejos de los romanos y a salvo de laslegiones. Cuando Taranis y Serbal llegaron a suobjetivo, vieron a Aramo de espaldas, entre dosárboles y atado de manos. Había sido azotado y suespalda estaba surcada de heridas y sangre. No semovía. Esperaban que estuviera vivo. El gruesogermano que se había encargado de torturarleestaba ahora escogiendo unos instrumentosmientras dialogaba divertido con otro germano. Nose veía a ningún otro cerca. Taranis y Serbal sehicieron una señal y cada uno se dirigió a ellos pordetrás, Serbal con la daga y Taranis con la lanza.Se acercaron por la espalda, y tapándoles la boca

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con la mano para evitar que gritaran, losatravesaron con sus armas una y otra vez hasta quecayeron fulminados, con los ojos abiertos de par enpar, mirando a una muerte que no sabían de dóndehabía llegado.

—Tortúrame ahora, cerdo —dijo Serbal antesde escupir el cadáver del verdugo germano.

Taranis corrió a desatar a Aramo, y con laayuda de Serbal, lo echaron al suelo.

—¿Estará...? – dijo Taranis.Serbal puso la oreja sobre el pecho de su

hermano. Y con un guiño de ojo, para alivio deTaranis, le indicó que tenía pulso. Viendo un calderocon agua que había cerca, lo lanzó sobre la cara deAramo. Este entreabrió los ojos e instintivamente lepropinó un puñetazo a Serbal que le lanzó haciaatrás.

—Aramo, tranquilo, somos nosotros,tranquilízate. —Taranis se llevó el dedo índice a laboca, indicándole que guardara silencio.

Aramo sacudió la cabeza, y con la ayuda deTaranis, se incorporó torpemente. Serbal hizo lo

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mismo, acariciando su maltrecha barbilla.—Pedazo de animal —gruñó Serbal.—Deja de quejarte y ayúdame, que tu hermano

pesa mucho.—Pues no parece que haya perdido muchas

fuerzas.—Lo habéis matado. Me hubiera gustado

hacerlo yo, por Cerunnus —protestó Aramo al ver algermano muerto en el suelo.

—Silencio —cortó Taranis—. Alguien viene,esconded los cuerpos y vayamos a esa tienda deahí sin hacer ruido.

Sin perder ni un segundo, cogieron los cuerposde los germanos y los arrastraron al interior de latienda que les había señalado Taranis. La tiendaparecía una especie de pequeño almacén. Prontooyeron la conversación de varios germanos, queparecía que habían bebido más de la cuenta.Aramo, fatigado, se apoyó con cuidado contra unbulto. Al arrimarse, se mordió los labios parareprimir un grito de dolor. Dio media vuelta en la

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oscuridad y tanteó qué contenía el saco con el quese había hecho daño. Tras palparlo, hizo una seña aTaranis y Serbal para que hicieran lo propio.Taranis enarcó las cejas. Se hallaban en medio deun campamento germano, recién escapados, yAramo se ponía a robar. Serbal, más curioso que suhermano, hizo lo mismo que Aramo y finalmentedeshizo el nudo que ataba el saco. Cuando Taranisalcanzó a ver lo que había dentro, no daba crédito.Si los ojos no le engañaban en aquella penumbra,aquello era un águila romana. Debía de ser unáguila de las legiones que habían sido masacradasen Teutoburgo.

Después de un rato que se le hizo eterno,Taranis dejó de oír a los germanos e hizo una señala Serbal para que echara una ojeada a ver si teníanoportunidad de salir. Serbal lo comprobó e hizo unaseñal de aprobación. Taranis volvió a meter eláguila en el saco y la cargó.

—Debemos ir a donde tengan los caballos ylargarnos de aquí antes de que se den cuenta —dijoTaranis.

—Hemos encontrado un águila de las legiones.

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Los romanos nos van a besar el culo —dijo Serbaltodavía emocionado por el hallazgo.

—Como no salgamos de aquí, no nos van abesar nada. Así que concentraos en salir con vida.-advirtió Taranis.

Ayudando a Aramo, que andaba condificultades, los hermanos avanzaron por elperímetro del campamento en busca de loscaballos, protegidos por la frondosidad de lavegetación que circundaba el campamento y con laesperanza de no encontrar más germanos.

—Ahí están. —Taranis conocería a Tileno amillas de distancia—. No se ve a ningún guardiacerca.

—Si Casio estuviera aquí, los mandaría azotarpor irresponsables —añadió Serbal.

—Cogemos nuestras monturas y nos vamos.—Taranis, esta vez creo que habrá que hacer

algo más. Debemos hacer que los demás caballosno puedan perseguirnos —sugirió Serbal—. Se meocurre algo que además les servirá de distracción alos germanos durante un rato. Prendamos fuego y

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que los demás caballos huyan. Los germanospensarán que están recibiendo un ataque. Eso losconfundirá, y para cuando se den cuenta de nuestraausencia, ya estaremos lejos. Aramo, tú quédateaquí apoyado.

Taranis se quedó gratamente sorprendido porla brillantez e iniciativa de Serbal. Haciendo caso asus instrucciones, primero sacaron a sus caballos.Abrazó a Tileno, que le respondió con un cariñosogesto con la cabeza. Después de apartarlos, condos piedras y un trozo de tela hicieron un pequeñofuego con el que prendieron varias tiendascercanas. Con grandes aspavientos y gritos,espantaron al resto de los caballos. En pocosinstantes, los caballos corrían despavoridos y variastiendas comenzaron a arder. Serbal gritó de nuevoalgo en germano y corrieron hacia sus caballos.Ayudaron a Aramo a montar, y emprendierongalope para salir de allí.

—Serbal, ¿qué has gritado? —preguntó uncurioso Taranis.

—Que nos atacaban los romanos. Ahora debede estar montándose una buena allí.

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—¿Y qué diantres le dijiste al guardia cuandoestábamos en la tienda?

—Que después de la batalla, me había folladoa su mujer.

—¿Desde cuándo sabes germano? —preguntó un sorprendido Taranis.

—Hermano, se aprende mucho con lasrameras germanas —dijo Serbal con una pícarasonrisa.

Los astures espolearon a sus caballos mientrasdejaban atrás el creciente alboroto que habíanformado. Giraron la cabeza y pudieron ver cómo losgermanos se afanaban en coger sus armas yapagar el fuego, en un clima de absoluta confusión.

Ahora debían darse prisa, para interponer lamayor distancia posible con los germanos, aunqueaquella maldita águila no facilitaba mucho lascosas. Gracias a su sentido de la orientación,pudieron dirigirse sin problemas en la oscuridad.Aramo aguantaba, pese al dolor que todavía sufríade la tortura que le habían infligido.

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Cabalgaron durante toda la noche sindetenerse hasta que despuntó el alba. Al pasar porun riachuelo, dieron un poco de descanso a loscaballos y los dejaron beber. Continuaron un rato apie para que pudieran recuperar fuerzas y despuésvolvieron a subirse a sus grupas. Cuando el sol delmediodía estaba en lo alto, decidieron descansarde nuevo para no reventar de cansancio a losequinos. Debían de llevar una ventaja considerablea los germanos, pero no podían desaprovecharla.Tenían que salir cuanto antes de territorio peligroso.

Varias horas después, los hermanos seguíanavanzando sin que hubiera señal alguna de cercaníade los germanos de Arminio. Ya quedaba menospara salir de territorio enemigo, aunque elcansancio y el hambre empezaban a hacer mella.Bajaron el ritmo de marcha, pues los caballosestaban al borde de la extenuación. Después dedejar atrás un pequeño pantano, tomaron unsendero. Al dar una curva, Taranis vio que Serbal,que abría la marcha, se había parado en seco.Pocos instantes después, comprendió por qué.

—Esta vez sí que nos hemos metido en una

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buena, hermanos.Delante de ellos se hallaba una columna de

germanos a caballo, y por si fuera poco, a susespaldas había más guerreros a pie. Taranis intentópensar algo, pero su cerebro se había quedadobloqueado. Esta situación parecía superarles.

Aquellas fiebres casi acabaron con él, pero

gracias a los dioses había salido con vida. Casioaún se encontraba débil y caminaba con una muleta,pero el aire que respiraba sabía a néctar de losdioses.

Cuando el oficial despertó, le pusieron alcorriente de que sus hombres habían salido en unamisión de la que ya deberían haber vuelto. No sesabía nada de ellos. Había hablado con Germánicopara organizar una batida en su busca, pero este lehabía instado a recuperarse, ya que no estaba encondiciones de acometer semejante misión.

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Aunque le dolía reconocerlo, Germánico tenía razón.Le había prometido que, en cuanto estuvierarestablecido, le daría hombres para ir en busca delos astures, aunque insistió en que no haría falta.Eran soldados fuertes, astutos y los dioses estabancon ellos.

Aquellos hermanos habían salvado su vida másde una vez y ahora no podía hacer nada por ellos.Salió a dar un paseo para calmar su rabia. Eratemprano todavía y no había podido dormir muchodebido a los dolores y a los pensamientos querondaban su cabeza. Cuando estaba en la puertaprincipal del campamento, tuvo que detenerse adescansar, pues se encontraba muy fatigado. Elviento arreciaba, así que se envolvió en su capa. Seacarició la barba; no solía dejársela crecer, pero laconvalecencia y el desánimo habían hecho que nose afeitara.

Perdió la mirada en los bosques que estaban alo lejos, viendo cómo el viento mecía las ramas delos árboles. El sol empezó a calentar algo, al salirentre varias nubes. Le pareció distinguir un destelloen la lejanía. Momentos después, volvió a verlo. Se

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puso en camino hacia el bosque y descubrió a ungrupo de hombres a caballo. Los hombresavanzaban rápidamente y cuando ya estaban máscerca Casio sacudió la cabeza. No podía serverdad lo que estaba viendo. No podía ser verdad.

Era la ocasión perfecta para pacificar aquellas

tierras de una vez. Tenía al enemigo contra lascuerdas. Un año más y se aseguraría aquellafrontera durante generaciones. Pero el emperadortenía planes para él. El año anterior ya habíaconseguido otra prórroga cuando se habíadecretado el triunfo. Pero esta vez, Germánicosabía que debía volver a Roma. Tiberio habíainsistido en que le necesitaba a su lado. Despuésde tantas luchas y con solo un año más, aquellaparte de Germania estaría bajo el yugo de laságuilas romanas irremisiblemente. Solo un año.Pero no tendría aquel año. Además la campañaestaba siendo muy costosa para las arcas del

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imperio y el emperador había dicho tajantementeque no podría financiarse otro año de campaña.

Germánico obedecería las órdenes de supadrastro, el emperador Tiberio, aunque noestuviera de acuerdo. Un triunfo le esperaba enRoma. Con él honraría a su familia y a susantepasados. Esperaba que Druso, su padre, alládonde estuviera, estuviera orgulloso de él. Aunqueantes debía volver con sus tropas a los cuarteles deinvierno, y llevar a sus tropas sanos y salvos. Loshombres estaban cansados de los duros años delucha en aquellas inhóspitas tierras. A veces, elgeneral se sorprendía de que los germanosdefendieran con tanto amor aquellos parajes tanpoco acogedores. Eran curiosos aquellosgermanos. «Gracias a Júpiter carecen de todadisciplina, pues son grandes y valientes guerreros»,pensaba el general romano.

Arminio se le había escapado en Idistaviso yera algo que le reconcomía. Si hubiera capturado allíder germano, todo sería distinto, pues lo quehubiera quedado del ejército germano estaríatotalmente descabezado. Germánico admiraba al

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querusco, pese a ser un enemigo de Roma. Era unhombre inteligente y valiente que defendía su patria.

Ahora debía reunirse con Mariovendo, uncaudillo germano que decía saber dónde estabauna de las águilas de Varo. Un guardia entró aanunciarle su llegada. Germánico dijo que saldría arecibirle en breve. Cuando se estaba vistiendo pararecibir al germano, el general empezó a oír unbullicio que iba en aumento. Se oían gritos y cadavez más cercanos. Se colocó bien a mano laespada y salió curioso a averiguar qué estabaocurriendo. Vio rostros felices en los soldados ytambién a Mariovendo con un gesto contrariado. Unnutrido grupo de soldados se abrió para dejar paso.Eran los tres astures, con un águila.

—Señor, creo que esto se le perdió a Varo —dijo divertido Serbal, que recibió un codazo deTaranis.

—Os damos casi por muertos y volvéis con unade las águilas perdidas de Varo. Decidme cuálesson vuestros dioses porque he de hacerles unaofrenda. Está claro que al menos a vosotros ostienen en alta estima. Casio —dijo el general

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dirigiéndose al oficial romano—, te dije queseguramente se las arreglarían solos. Aunque he dereconocer que esto no me lo esperaba.

Taranis bajó del caballo y le entregó el águila aGermánico. Este la miró con emoción. Estababastante sucia, pero seguía siendo preciosa.Levantó con gesto firme el águila, vociferando, a locual le siguieron el resto de legionarios con granalgarabía.

—¿Cómo lo habéis hecho? —preguntó Casioen cuanto pudo acercarse a los astures.

—Le pedimos a Arminio que si por favor nospodía dejar el águila —contestó con sorna Serbal.

—Estaba en el campamento de Armiño, en elque habíamos sido hechos prisioneros, y laencontramos al huir, por pura casualidad —aclaróTaranis—. Cuando volvíamos, nos encontramos concientos de germanos y lo creímos todo perdido.Gracias a los dioses, resultaron ser auxiliaresaliados. Tranquilo, Casio, te lo contaremos con tododetalle si nos invitas a un buen vino.

—Taranis, habéis rescatado el águila de mi

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antigua legión, hoy beberéis a mi salud.—Todo eso me parece muy bien, pero yo me

voy a buscar a un médico. Esta espalda me estámatando —protestó Aramo.

—Casio, te tomo la palabra… —añadió Serbal.Desde que recuperaron una de las águilas de

Varo, los hermanos se habían convertido en lossoldados más populares del campamento. Multitudde romanos los felicitaban. Alguno se habíaacercado emocionado, para decirles que algúnpariente suyo había servido y muerto en aquellalegión, y para darles las gracias por haberrecuperado la enseña romana. Serbal estabaencantado de que lo invitaran a vino cada poco,aunque después, un par de mañanas con unaterrible cefalea le hizo maldecir todos los caldos alos que había sido convidado.

Al volver, comprobaron que Nevio ya no estabaallí. Había sido trasladado a la Galia.Probablemente hubiera utilizado sus contactos parasalir e ir a un destino más cómodo. Se habríamarchado pensando que los astures estarían

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muertos. Taranis esperaba que por lo menos lellegara la noticia de que seguían vivos y que habíanencontrado el águila. Por una parte, se alegraba deque Nevio no estuviera allí, pues Serbal y Aramo nose habrían contenido. También él quería vengarsede aquel maldito oficial, pero aquello le habríacausado graves problemas y sus hermanos nohabrían escuchado sus consejos de prudencia.Bastante le costaba calmarse a sí mismo comopara convencerles a ellos.

Taranis y sus hermanos estaban limpiando suscaballos. A Tileno le encantaba y se le veía feliz.Casio, que había sido llamado por un oficial deGermánico, había vuelto y se dirigió hacia ellos.

—Dejad lo que estáis haciendo, Germániconos llama.

—Eso me huele a misión. Y como todas lasque nos asignan, será peligrosa y en territorioenemigo. ¿Qué os apostáis? Probablementetengamos que traer los piojos de Arminio.

—Para eso os pagan —replicó Casio—. Bastade lamentos, el general nos espera.

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Se dirigieron todos juntos a la tienda delgeneral. Al llegar, Casio comunicó a un oficial quehiciera saber a Germánico que ya se encontrabanallí. Esperaron inquietos hasta que el mismo oficialles dijo que ya podían entrar. El general estaba deespaldas, estudiando unos mapas, vestido con unsencillo sagum rojo por encima de un sayo delegionario. Otro par de oficiales departía con él.Germánico se dio la vuelta al darse cuenta de queCasio y los astures habían entrado.

—Ya estáis aquí... Marco, Cátulo, muchasgracias por vuestro tiempo. Ahora debo ocuparmede otros asuntos. —Los dos oficiales abandonaronla tienda—. Bien, muchachos, ahora estoy convosotros. —Germánico recogió los mapas quehabía estado estudiando—. Hace años que nosconocemos, desde que vine con el césar aGermania por primera vez. En aquella ocasión oshabíais librado de la masacre de Teutoburgo.Después de aquello os he encomendado muchasmisiones y siempre las habéis cumplido con éxito,algunas de ellos incluso con resultados muyinesperados, como el último presente que me

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habéis traído —dijo con una pícara sonrisaseñalando al águila de la legión XVIII de Varo—. Nome cabe duda que sois buenos soldados y leales.Los dioses, Júpiter y Marte sabrán por qué, pareceque os tienen en alta estima. Ni el mismo Arminioes rival para vosotros.

»No se si habréis oído algún rumor, pero lacampaña en Germania se va a acabar. Tiberio mereclama en Roma. Quisiera acabar con esta malditaguerra y dejar asegurado el territorio, pero mi padreme necesita en Roma y debo volver, así que eso eslo que haré. Pero antes conduciré a las legiones asus campamentos de invierno. Veo por vuestrascaras que os preguntáis que para que os estoycontando esto. Pues bien, tengo algo queproponeros.

Todos se quedaron intrigados, y Germánico,divertido ante la curiosidad de sus soldados, dio unpar de vueltas a la tienda con las manos cruzadaspor detrás de la espalda.

—Supongo que estaréis un poco cansados deGermania, ¿verdad? —Todos asintierontímidamente con la cabeza—. Vamos, sed sinceros,

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hablad sin tapujos.—Estamos hartos de esta tierra tres veces

maldita, llena de guerreros locos, marismas fétidas,mujeres aulladoras y bosques siempre con esapuñetera niebla —gruñó Aramo ante las carcajadasde Germánico y el atónito rostro de Casio y sushermanos.

—Has sido claro, Aramo. Supongo que losdemás pensáis lo mismo, y que queréis abandonaresta tierra en la que ya lleváis bastantes años, os lovoy a decir sin rodeos: quiero que seáis mi guardiapersonal.

Todos se miraron unos a otros estupefactos.Casio tragó saliva visiblemente emocionado.

—Casio seguiría siendo el oficial al mando, ydependeríais única y exclusivamente de mí. Siaceptáis, deberéis jurar lealtad a mí y a mi familia.Mi familia es para mí lo más sagrado junto a Roma,así que deberéis protegerlos con la vida si espreciso. Solo os pido eso. Mi intuición y lo que hevisto me dice que sois personas nobles y leales,pero os lo advierto —prosiguió con un tono serio—:

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no toleraré ni la más mínima traición. Os perseguiréhasta el fin del mundo si es necesario. Exijo lealtadincondicional.

—Es.. es …es —tartamudeó Casio—. Es ungran honor, señor. No sé qué decir…

—Decidme que sí. Es muy sencillo.Casio escudriñó a los astures, intentando

adivinar su parecer. Taranis desde luego no seesperaba aquello. Había imaginado algún tipo dereconocimiento en territorio enemigo o escoltar aalguien, pero no que les plantearan ser la guardiapersonal del segundo hombre de Roma.

—Quiero aclararos que esto no es ningunaorden o imposición, ni habrá ninguna consecuenciasi os negáis. No quiero en ese puesto a nadie queno desee estar.

Los tres hermanos asintieron con la cabezamirando a Casio, que recibió aquel gesto consatisfacción. Para Taranis suponía un honor, peroseguro que Casio estaría henchido. Era un soldadode Roma desde que se despertaba hasta que sedormía. Probablemente también lo sería durmiendo.

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Vivía para servir a su patria. El hecho de queGermánico depositara tal confianza en él le llenaríade orgullo. Solo bastaba ver su rostro.

—Señor, creo que hablo en nombre de loscuatro cuando digo que aceptamos. —Esta vezCasio pudo hablar sin tartamudear—. Será un granhonor para nosotros protegerte a ti y a tu familia.

—¡Estupendo! —exclamó Germánico despuésde mirarles a los ojos—. Esto se merece una copade vino. —El mismo general sacó cinco copas y lessirvió—. Brindemos por que hagáis bien vuestrotrabajo. Puede que me vaya la vida en ello. —Todosentrechocaron las copas entre risas—. Seréis misjinetes. Los jinetes del águila. —A Taranis le gustócómo sonaba aquello.

—Dado que hasta ahora habéis realizadograndes hazañas por Roma y casi no os herecompensado, y además no os quiero perder en elfinal de esta maldita guerra, he pensado que no mequeda más remedio que daros un permiso. Sí, nome miréis con esa cara. Tendré que estar en Romaantes de la calenda de mayo, así que quiero quehasta esa fecha descanséis haciendo lo que os

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plazca. La única condición es que estéis sanos ysalvos para esa fecha y empezar vuestro nuevotrabajo en Roma. Lo tengo todo escrito en estosdocumentos. Os los entregaré, siempre y cuando osparezca bien, claro…

Todos asintieron, de nuevo sorprendidos porGermánico. El general siguió contándoles con másdetalle cuáles serían sus cometidos y los pasospara ser oficialmente su guardia. Después de eso,les despidió, pues estaba esperando otra visita, yles agradeció haber aceptado.

—No me lo puedo creer. De verdad que no melo puedo creer. —Casio era la viva imagen de lafelicidad—. No sé si os dais cuenta del honor quese nos ha concedido. Es…

—Casio, no dudó de tan grandes honoresconcedidos. Pero tenemos un permiso. Podremossalir de este agujero de una vez por todas —leinterrumpió Serbal.

—Con el permiso que nos ha dado podremosvolver a Noega —pensó en alto Taranis.

—Hermano, sé que estás muy enamorado y

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todas esas cosas tan hermosas, y que quieresvolver a ver a Deva. Pero un servidor quiere conocermundo, y no tendremos ocasión como esta. Antesde dar de comer a los gusanos de la tierra, quieroconocer bien Roma. Así que yo me voy a conocersus lupanares —dijo Serbal con los puños en alto—.No me mires con esa cara, Taranis.

—Aramo, ¿tú qué vas a hacer? —preguntóTaranis.

—Pues sinceramente… Creo que me atraemás la idea de Serbal. No tendremos otraoportunidad como esta. Todo el mundo hablamaravillas de la ciudad, Taranis…

—Desde luego, amigos, es lo más hermoso delmundo. Quedaréis maravillados. Yo mismo osguiaré en la ciudad. Aunque antes os enseñaré mipueblo natal, que está de camino a Roma. —ACasio le brillaban los ojos y parecía que una lágrimaquería asomarse a sus mejillas.

—Está bien… Me gustaría que vinieraisconmigo, pero si eso es lo que queréis no seré yo elque me oponga. Me vendrá bien una temporada sin

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aguantaros —dijo Taranis con una triste sonrisa.Era la primera vez que se separaban desde quehabían nacido. Habría preferido que sus hermanosle acompañaran, pero la idea de volver a ver a Devallenaba ahora su corazón. Aunque siempre loacompañaría la angustia de no saber qué se podríaencontrar.

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Capítulo 9Oriente

Asturia, año 17 d.C.

Los verdes prados, el mar, las montañas, aquelolor húmedo y característico después de la lluvia…Taranis saboreaba esas sensaciones tanconocidas después de un largo viaje a través deGermania, las Galias y el norte de Hispania. Elperiplo atravesando las entrañas del imperioromano se le había hecho eterno sin la compañía desus hermanos. La idea de poder ver a Deva era loúnico que lo animaba en las largas jornadas de

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marcha, en las que su fiel Tileno había sido sucompañero de fatigas.

Por fin podía ver a lo lejos el castro. No iba aentrar para evitarse problemas, así que esperó porlos alrededores, donde solían ir a jugar los niños.Comprobó con satisfacción que varios de ellosestaban correteando al—egremente. Se les acercóy los críos le miraron con mezcla de miedo ysorpresa

—Hola muchachos. ¿Alguno de vosotros quiereganarse una moneda?— les preguntó Taranis.Todos permanecieron quietos, excepto un pequeñode ojos despiertos que se adelantó a los demás.

—No me vendría mal, señor. ¿Qué es lo quequiere?—dijo con atrevimiento arrancando unasonrisa a Taranis.

—¿Vives en Noega, verdad? — PreguntóTaranis. El niño asintió. – Si vives en Noegasupongo que conocerás a Deva.— el pequeñovolvió a afirmar.— Pues bien, lo que quiero quehagas es que le transmitas un mensaje. Pero debesde decírselo a ella directamente. Nadie más debe

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saberlo ¿entendido?—el niño meneó la cabeza—Quiero que vayas y le digas que su amigo deGermania le espera en el tejo con su caballo negro.Ella lo comprenderá. ¿Lo has entendido?

—Perfectamente señor— dijo el niño con gestopícaro extendiendo la palma de la mano haciaTaranis. Éste le tiró una moneda que el pequeñorecogió con entusiasmo.

—Espero que hagas bien tu trabajo. Si notendrás que devolvérmela.— dijo Taranis intentandoreprimir una sonrisa. Aquel pequeño descarado lerecordaba a su hermano Serbal.— ¡Vamos! ¡Corre!

El pequeño dio media vuelta y se lanzó cuestaabajo hacia el castro. Taranis dirigió a Tileno al tejoque le había indicado al niño. Se comenzó arevolver nervioso, mirando a lo lejos buscandoencontrar la conocida figura de Deva. Después deuna espera que le pareció eterna atisbó una figurafemenina que subía con rapidez hacia él. Cuando seestaba acercando pudo comprobar que era Deva.El corazón comenzaba a latirle con más rapideztodavía. Por fin, su mujer llegó a su lado.

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—Hacía tiempo que esperaba por ti— le dijoDeva con el ceño fruncido y los brazos en jarra,intentando aparentar enfado.

—He estado algo ocupado— respondióTaranis con toda la sorna de la que fue capaz. Actoseguido agarró a Deva por la cintura y la besó conpasión. Estuvieron abrazados durante un buen rato,hasta que se sentaron al lado del tejo.

—No sabes las ganas que tenía de verte.Atravesar Germania y las Galias ha merecido lapena.

—Has venido solo. ¿Tus hermanos?—preguntóDeva con miedo a la respuesta.

—Tranquila, están bien. Probablementeestarán en Roma— Deva hizo un gesto de nocomprender nada.— Tengo muchas cosas quecontarte. ¿Te acuerdas de Germánico, nuestrogeneral?—Deva asintió— Pues adivina quién formaparte de su guardia personal.

—¿De verdad? ¡Eso es estupendo! –Devamiró a Taranis con orgullo sincero — Seguro queahora no os mandará a tantas misiones tan

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arriesgadas. Me gustaría conocerlo para decirle unpar de cosas…— rezongó Deva.

—No te quejes. Nos ha dado un permiso, ygracias a eso estoy aquí. Podré estar un tiempo yluego tendré que ir a Roma— Taranis vio que elrostro de Deva se entristeció— ¡Pero ahoradebemos aprovechar nuestro tiempo!—exclamó ala vez que volvía a besarla.

Los dos siguieron hablando durante horas ycontándose todo lo que había pasado durante eltiempo que habían estado separados. Deva lo pusoal día de la situación en el castro. Pisón ya no eragobernador en Hispania, pero la influencia de lafamilia de Durato continuaba siendo prácticamentela misma.

Decidieron irse a pasar el tiempo que Taranisestuviera en Asturia lejos de Noega. Deva avisó asus padres y los dos se fueron cerca de la sierradonde Taranis había encontrado a Tileno. Allívivieron acampados alejados del castro. Pese a lascondiciones precarias, los dos eran felicesdisfrutando uno del otro. Sabían que tenían pocotiempo para estar juntos y solo importaba el

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aprovechar cada día juntos como si fuera el último.Aquel tiempo tan dichoso les pasó con rapidez.Llegó el momento de la partida de nuevo. Taranisllevó a Deva a los alrededores de Noega. Allí debíande despedirse de nuevo. El astur dejaría su corazónen Asturia para partir con sus hermanos.

—Cuida de tus hermanos. Toma este amuleto.Te protegerá.— Deva le puso en el cuello a Taranisaquel objeto— Ten mucho cuidado Taranis.Prométeme que volverás.— dijo Deva con los ojoshumedecidos.

—Ya te lo he prometido dos veces y he vuelto.Ya te he dicho que soy hombre de palabra. Ni losfuegos del infierno me impedirán que vuelva a verte.–contestó Taranis con ternura mientras leacariciaba el rostro.

—Más te vale que vuelvas. —dijo Deva.Deva le susurró algo al oído a Taranis. Éste se

quedo con gesto sorprendido, sin saber que decirdurante un rato. Deva sonreía mirándole mientraslas lágrimas surcaban su rostro. Taranis reaccionócogiéndole por la cintura y levantándola por el aire.

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Lo que Deva le había susurrado le colmaba defelicidad. Debía de partir a Roma. Lo haría con laalegría de una gran noticia, pero con la melancolíade no poder quedarse con Deva.

Roma ,año 17 d.C

Lo que Taranis estaba viendo ese díasuperaba las expectativas de todo lo que le habíancontado. Roma era un lugar increíble en todos losaspectos. El tamaño de la ciudad de las SieteColinas debía de ser descomunal, así como lacantidad de gente que vivía en ella. Había vistopersonas de todas las razas, por no hablar de losolores. En su nariz se habían entremezclado aromasde todo tipo, algunos más agradables que otros.

Aquello no se parecía ni por asomo a nada quehubiera visto hasta ahora. Cuando llegó a la partede la ciudad en la que estaban el foro de JulioCésar y el de Augusto, no pudo más que admirarlos

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boquiabierto. No cabía duda que aquellos romanossabían hacer edificios majestuosos. El foro, labasílica, el senado, los templos... Todo era de unabelleza sin igual. No podía imaginar la cantidad demármol que había allí. Taranis se sintió como siestuviera en otro mundo. Ahora entendía a Casiocuando les hablaba de Roma. Todo aquello le hizoolvidar durante unas horas lo que había dejado atrásen Noega. Había sido un tiempo maravilloso el quehabía pasado con Deva.

Taranis llevaba un buen rato buscando ladomus de Germánico, siguiendo las indicacionesque le habían dado varios romanos. El último al quele había preguntado le había dicho que seencontraba ya cerca y siguió caminando con Tilenopor donde le habían indicado. Llegó a una calledonde vio un portón más grande que los demás. Lacasa tenía unos altos muros que la hacían destacarde entre las colindantes. Taranis dedujo que quizásesa sería la casa de Germánico. Escrutó el portón,intentando buscar algún indicio que le sacara dedudas, pero no vio nada que le indicara tal cosa.Harto de dar vueltas se decidió y golpeó en la

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puerta con una argolla. Instantes después, se abrióuna mirilla.

—¿Quién llama? —preguntó una voz desde elinterior.

—Soy Taranis. Vengo en busca de la casa deGermánico. ¿Es esta?

—Esta es la casa de Julio César Germánico.¿Qué quieres?

—Vengo a formar parte de su guardia. Meestán esperando.

—Sí, claro, y yo soy la amante de Tiberio. Dejade molestar, pordiosero, y lárgate de aquí antes deque te tengas que arrepentir —espetó la voz desdeel interior. A juzgar por el acento, aquella voz no erala de un romano.

—Ve dentro y di que Taranis el astur está aquí.Verás que lo que te digo es verdad.

—Y yo te digo que como no dejes de molestaracabarás dando de comer a los perros del Tíber.

—¡Maldita sea! No he viajado miles de millaspara discutir contigo, estúpido —respondió Taranis

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enfurecido. El cansancio y aquel impertinente lehabían alterado el ánimo—. Déjame entrar o…

—¡Basta ya! —dijo otra voz desde el interior.El portón se abrió de repente, y alguien salió

apresuradamente hacia él. Taranis, casi no tuvotiempo de retroceder. Cuando se quiso dar cuenta,aquella figura estaba abrazándolo, y pudoreconocer aquel olor. Era su hermano Aramo.Mientras, oyó de nuevo la voz que le habíacontestado.

—Te las has arreglado para sobrevivir sinnosotros. Me has sorprendido —dijo Serbal, con lamano en forma de cuenco en la boca. Esa era lainsolente voz que le había sacado de quicio. Actoseguido corrió también al encuentro de su hermano.Entre risas entraron en la domus del general. Unavez traspasada la puerta, se entraba a un gran patiocon dos hermosas columnatas, una a cada lado, enel que había un jardín decorado con exóticas yvistosas plantas.

—Ven, te enseñaremos nuestros aposentos.Desde luego son mucho mejores que los cuchitriles

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de Germania. No está mal esto de que vayamos aser la guardia personal de Germánico, hermano —dijo Serbal.

—Ya lo veo. Has engordado algo. La buenavida, supongo.

—Eso se va a acabar. A partir de ahora,ejercicio todos los días —dijo una voz detrás deellos.

—¡Casio! —exclamó Taranis.—Bienvenido a Roma, Taranis.—Casio, he de reconocerte que Roma no

desmerece nada de lo que nos habías contado.Estoy realmente asombrado. Y hablo solo de lo quehe visto hoy.

—En Roma hay mucho que ver, amigo mío.Puedes preguntárselo a tus hermanos.

—Ya te digo, Taranis. Hay muchas cosas pordescubrir —apuntó Serbal con una maliciosasonrisa.

—Tenéis que contarme todo lo que habéishecho durante este tiempo. Supongo que tendréis

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muchas historias.—Hermanos, este reencuentro se merece que

lo reguemos con un poco de vino. Conozco un sitiocerca de aquí.

—Serbal, estoy cansado del viaje…—¡Tonterías! Será solo un rato y luego podrás

dormir todo lo que quieras. Germánico se ha ido aCapua y no volverá hasta mañana por la tarde. Asíque nos vamos y no se hable más. —Taranis asintiócon una sonrisa. Se encontraba agotado peroestaría bien tomar algo de vino y charlar con sushermanos.

—Id vosotros. Yo tengo bastantes cosas quehacer —les dijo Casio—. Tened cuidado.

Sus hermanos le indicaron dónde dejar a Tilenoy después de posar sus bultos, se encaminaron allugar que Serbal les había dicho. Era una pequeñataberna, no muy lejos de allí. Dentro de ella, elambiente estaba cargado y había bastantealgarabía. Varias mujeres que parecían prostitutas,por su apariencia, saludaron afectuosamente aSerbal, que les devolvió una sonrisa cómplice.

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Serbal pidió tres vinos y se sentaron en la únicamesa que quedaba libre. Empezaron a charlaranimadamente. Serbal comenzó a contar a Taranistodo lo que había acontecido desde que él se habíamarchado. En Germania, la vuelta a loscampamentos de invierno había sido muyaccidentada debido a una tormenta que hizo quenaufragaran muchos de los barcos quetransportaban tropas. Siguieron hablando sobre elviaje a Roma y lo que habían hecho hasta entonces.Serbal parecía bastante feliz en la ciudad. Despuésde un buen rato hablando, se animaron a pedir otrovino, y Taranis comenzó a relatarles su viaje. Lescontó la situación en Noega.

—¿Así que Deva se encuentra bien? ¿No seha buscado otro marido más guapo? La verdad esque si lo hiciera no tendría que buscar mucho… —dijo Serbal.

—Me alegro de que esté bien, hermano.Brindemos por ello —dijo un achispado Aramo. Losojos ya comenzaban a brillarle un poco más de lacuenta. Echó un gran trago a su copa y luego eructóde manera bastante escandalosa ante las risas de

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sus hermanos.—Hermanos, tengo algo que contaros. Esta vez

ha pasado algo que os incumbe. —Taranisensombreció la expresión de su rostro e hizo unapausa.

—Vamos, dilo, ¿a qué esperas? —apremió unimpaciente Serbal.

—El caso es que…hermanos… —volvió ahacer otra pausa.

—Por Navia divina, dilo ya —bramó Aramo.—¡Vais a ser tíos, pedazo de bestias! —

exclamó Taranis.Serbal y Aramo se miraron uno a otro con cara

de estupor. Acto seguido comenzaron a gritar y seabalanzaron sobre su hermano, tirándolo de sutaburete al suelo.

—Por los cuernos sagrados de Cerunnus queesto sí que se merece alzar la copa. ¡Bebamos pornuestro sobrino! —Los tres alzaron la copa ybebieron. Taranis comenzaba a sentir un ligeromareo.

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—Hermano, creo que esto exige que nospagues otra ronda.

—No se si…—¡No seas huraño! ¡No todos los días se

celebra esto!Serbal se dirigió al tabernero a pedir más vino.

El cansancio y el alcohol comenzaban a hacer mellaen Taranis, aunque la emoción de ver a sushermanos y anunciarles su próxima paternidad bienmerecía aguantar un poco más.

Taranis abrió los ojos y lo primero que sintió fueun fuerte dolor de cabeza. Parecía como si unalegión entera estuviera tocando tambores en sucabeza. Vio un mugriento techo que no conocía. Depronto, un pestilente hedor acudió a su nariz. Intentóincorporarse, pero antes de que pudiera hacerlo,una arcada le sobrevino y vomitó. Después deexpulsar los dioses sabrían qué, se le quedó unsabor ácido en la boca. Con la mirada nublada,empezó a distinguir un pequeño habitáculo. Sushermanos se encontraban allí echados. Aramo

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roncaba ruidosamente. Taranis se esforzó enrecordar, pero no se acordaba absolutamente denada. Lo último que su memoría había retenido eraestar en aquella taberna y decirle a Serbal que notrajera más vino.

El sol entraba por un pequeño ventanuco.Taranis se levantó a despertar a sus hermanos.Zarandeó a Aramo, pero dormía profundamente,tras lo cual meneó a Serbal, que maldiciendo, sedespertó.

—Maldito sea Baco, qué dolor de cabeza —masculló malhumorado.

—Serbal, ¿dónde estamos?—¿No sabes dónde estamos?—No consigo recordar nada.Serbal comenzó a reírse hasta que echó mano

a su cabeza, visiblemente dolorida. Taranis observóademás que estaba lleno de golpes y con parte dela ropa rota.

—Taranis, estamos detenidos.—¿Cómo?

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—Ayer nos peleamos en la taberna, ¿norecuerdas nada?

—Maldita sea, no. Te dije que no pidiéramosmás vino. ¿Qué ocurrió?

—Pues puede decirse que tuvimos unadiscusión con un grupo de galos, debido a un…malentendido acerca de una… doncella que yoconozco y que estaba en la taberna. Los ánimos sefueron encendiendo y la cosa llegó a las manos.Tendrías que haberte visto. «Perros galos, ningunode vosotros le vais a poner la mano encima a mihermano. Os voy a despedazar a todos». Ni enIdistaviso había visto ese ímpetu. Cuando dijeronque los astures eran unas vestales no pudeconteneros a ti y a Aramo. La verdad es que no séquién de los dos estaba más borracho —dijo undivertido Serbal.

—No le veo la gracia ¿Yo hice eso? Ah,¡maldito vino! Ahora comprendo por qué me dueletambién la cara.

—Pues tenías que haber visto cómo losdejamos a ellos. Les dimos una buena y eso que

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eran cinco. Por Belenos, que les dimos una buena.Después llegaron varios guardias y nos apresaronpor alterar el orden. Aunque tuvieron que venirbastantes a hacerlo, les costó algo reducir a esabestia que tienes por hermano —dijo Serbalseñalando a Aramo—. Y cuando se pasa bebiendoya sabes cómo es…

Entonces Aramo despertó, aparentemente conuna cefalea similar a la de sus hermanos. Intentólevantarse, pero tuvo que volver al suelo entremaldiciones, pues no mantenía muy bien elequilibrio. Los tres volvieron a tumbarse en el sueloa intentar descansar como buenamente pudieron. Alrato, unos gritos que cada vez se acercaban másles sacaron de su sopor.

—¡Los voy a despellejar vivos! ¡Les voy aarrancar la piel a tiras! ¡Por Marte!

La puerta se abrió ante ellos y descubrieronquién gritaba.

—¡Debería arrancaros la piel de la espalda alatigazos y echaros al Tíber!¡ Malditos imprudentes!—les gritó un enfurecido Casio—. Llevo toda la

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noche y media mañana buscándoos. Si os vieraGermánico, qué iba a pensar de los hombres quese supone van a protegerle. ¡Sois una panda deborrachos! —El rostro de Casio cada vez seencendía más—. Voy a sacaros de aquí, pero lossestercios que me ha costado, bien sabe Júpiterque me los devolveréis con creces. No diremos niuna palabra de esto a Germánico, pero esto nopuede volver a repetirse, ¿entendido? —Los treshermanos asintieron con la cabeza—. Si vuelve apasar algo parecido me haré una capa con vuestrospellejos, por Cástor y Pólux. —Casio se echó lasmanos a la cabeza. Iba a seguir gritándoles, perorespiró hondo—. Os espero fuera. Ya hablaremosluego. —Casio dio la vuelta y se marchó.

—Menos mal, tanto grito me estabaretumbando en la cabeza… —dijo Serbal.

Los tres hermanos salieron afuera. El sol quehacía aquella mañana les hizo daño en los ojoscomo si fueran aves nocturnas. Caminaron conCasio, que con el ceño fruncido no dijo una palabraen todo el trayecto. Llegaron a la domus deGermánico, y cuando se

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disponían a ir a sus estancias a descansar yrecuperarse de los golpes y el cansancio, Casio sedirigió hacia ellos.

—¿A dónde vais?—Vamos a recostarnos un poco. Estamos

molidos —contestó Serbal.—De eso nada. Hoy vamos a hacer un poco de

ejercicio. Vamos a ser la guardia de Germánico, asíque debemos estar en forma. Y no solo levantandocopas de vino, así que, mis queridos y aguerridosastures, coged aquellos sacos que están apoyadosen la pared y cargadlos. Nos vamos de paseo. Mevoy a asegurar de que hoy durmáis toda la noche.Mañana es el triunfo de Germánico y tendremosmucho que hacer.

Con aquella terrible resaca y el cuerpo doloridopor los golpes, parecía que no podían estar peor.Pero Casio se encargó de que así fuera. Lesrecordó al viejo Degecio con aquellas interminablesinstrucciones en Astúrica Augusta. Sudaron cadagota de vino que habían bebido. Para cuando llegóGermánico aquella tarde, no había músculo que no

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les doliera. Toda su familia acompañaba al general.—Celebro que ya hayas llegado, Taranis. Me

gusta ver cómo mi guardia personal se entrena conahínco —dijo Germánico ante la sonrisa satisfechade Casio, que se encontraba cruzado de brazosdirigiéndolos, mientras ellos entrenaban con unaspesadas armas de madera. Todos saludaron a sugeneral llevándose el puño al pecho—. A partir demañana empezaréis a ser mi guardia oficialmente.No me queda más alternativa que desearos muchasuerte en vuestro nuevo trabajo. Seguid entrenandomuchachos, tengo muchos preparativos pendientesy poco tiempo —se despidió el general.

A Taranis le extrañó ver a Germánico depaisano, acostumbrado como estaba a verlo conropas militares. El pequeño Cayo, que habíacrecido mucho desde la última vez, saludó a Aramocariñosamente. Los astures aprovecharon aquellosinstantes para recuperar el resuello.

—¡Vamos! ¡Seguid! No he dicho quedescanséis —les apremió Casio.

Después de varias horas de sufrimiento,

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aquella interminable jornada llegó a su fin. Les costómás que nunca estar despiertos en las guardiasnocturnas, durmiendo profundamente en losdescansos, pues el cansancio era inmenso. Lajornada siguiente iba a ser muy larga y agotadora.

—Ahora mismo estamos en el campo de Marte

—les explicaba Casio, al que parecía que se lehabía olvidado un poco el incidente de la taberna—.Entraremos en Roma por esa puerta de ahí, que sellama Porta Triumphalis. Los primeros serán lossenadores.

—Sí, es muy lógico. Los senadores hanganado la guerra ellos solos. Qué habríamos hechosin ellos… —replicó ácidamente Serbal. Casioprosiguió desoyendo el comentario.

—Después de eso, irán las trompetas y toda laparafernalia que veis ahí: armas confiscadas, losnombres de las plazas conquistadas, estandartes

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capturados, esas grandes maquetas queescenifican las batallas... —Casio disfrutabaenseñándoles cómo sería el triunfo—. Acontinuación, Germánico irá en su carro, seguido delos músicos y los lictores. Detrás de ellos iremosnosotros —recalcó con satisfacción y una ampliasonrisa en la cara—. Y por último las legiones. Eldesfile atravesará Roma para finalizar en el temploCapitolino. Ahí llega el general.

Germánico llegaba en un imponente carro deoro, acompañado de sus hijos. Encima de unaespectacular armadura dorada, que recreaba unfornido torso con preciosos ornamentos, caía unatúnica purpúrea adornada con motivos en oro.Germánico llevaba el rostro pintado de rojo. Unhombre detrás de él sostenía sobre su cabeza unacorona dorada de laurel.

—Ese es un esclavo que le irá diciendo durantetodo el trayecto que recuerde que es un hombre y noun dios —aclaró Casio ante la aparente curiosidadde sus hombres—. Y los toros blancos que estánllegando ahora serán sacrificados a Júpiter.

—Seguro que Aius se sabría todas estas

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cosas —recordó Taranis con cariño.Germánico pasó entonces por donde se

encontraban. El pequeño Cayo, cada vez másconocido por su apodo Calígula , tuvo un gestocómplice con Aramo, que este correspondió. Elcarro era tirado por cuatro hermosos caballosblancos.

—¡Un gran día muchachos! ¡Disfrutad! Estavictoria también es vuestra. —Germánico, que sehabía dirigido a ellos, hizo una pausa—. En el díadel triunfo, se les permite a las tropas mofarse de sugeneral, así que podéis reíros en mi cara. ¡Noaguantéis más!

—He de decir que le sienta muy bien el rojo,señor. Debería salir así más a menudo. El toque dela cara amedrentaría a los enemigos más fieros —dijo Serbal con descaro, ante el asombro de Casio.Taranis no pudo reprimir una sonrisa. Germánico riode buen grado.

Los senadores por fin comenzaron a caminar ydio comienzo el triunfo. Todos estaban un poconerviosos. Roma entera se echaría a las calles a

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verlo, y ellos irían justo detrás del protagonista deltriunfo.

—Si no os conociera, diría que sois unossoldados romanos honorables. Viéndoos con estosuniformes he de reconocer que todavía tengo laesperanza de poder hacer algo con vosotros —dijoCasio con sorna.

—Pues no se puede decir que sean muycómodos. A mí me queda un poco pequeño, por loscuernos de Cerunnus —protestó Aramo.

—Intentad parecer dignos, aunque sea por undía. Esto no son los bosques de Germania —advirtió el oficial romano—. No estaría de más quela guardia de Germánico no pareciera un hatajo depordioseros.

Serbal, exagerando un porte altivo ante ladesesperación de Casio, arrancó las risas de sushermanos. Poco después, ellos tambiéncomenzaron a avanzar en dirección a la entrada deRoma. Al acercase a la puerta, ya se empezaba aoír el griterío de la plebe. Cuando los asturessobrepasaron el umbral de la Porta Triumphalis,

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quedaron estupefactos ante la cantidad de genteque se agolpaba a los lados de las vías. La multitudrugía a su paso. Un cosquilleo de emoción seapoderó de Taranis.

La marcha continuó rodeada de un interminablegentío que les jaleaba. La plebe venía con ramas deárboles y les arrojaban pétalos de flores, que dabanun gran colorido al desfile. Todo esto, junto a losestandartes de las legiones, los soldadosdesfilando, el botín, las armas y las enormesmaquetas, conformaban un espectáculo grandioso.La comitiva continuó por el Circo Flaminio y el CircoMáximo, que se hallaban abarrotados, aclamando aGermánico .Estaba claro que la plebe adoraba a sugeneral. Los soldados, por su parte, desfilabancantando todo tipo de canciones, desde rancioshimnos militares a obscenas canciones que hacíansaltar los colores de más de algún estirado oficial.Aquel día todo era válido. Después de abandonar elCirco Máximo, se dirigieron por la Via Sacra haciael foro. El gentío y la algarabía eran abrumadores.

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—Hijo, la plebe adora a Germánico. Le

quieren, puedes verlo—dijo Livia—. No sé qué tieneen esa familia, pero la chusma los ama.

—Lo sé, madre. Germánico tiene el amor delpueblo. Trata de sonreír un poco. Como si enrealidad te alegraras por el triunfo. Es mi hijoadoptivo, ¿recuerdas?

—Augusto y su testarudez... Se empeñó en quelo adoptaras y no cejó hasta que lo consiguió. Peroqueríamos que llegaras a donde estás ahora y habíaque tener contento al viejo —respondió Livia condesdén, a la vez que dibujaba una cínica sonrisa ensu rostro.

Tiberio estaba malhumorado, pues veía cómoel pueblo, que no demostraba amor hacia supersona, se entregaba a Germánico. Por si esofuera poco, tenía que hacer las veces de padreorgulloso. Pero si tenía que sucederle alguien,Tiberio tenía claro que su favorito era Druso, su hijo,sangre de su sangre. Estaba deseando que aquel

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día acabara de una vez por todas y tener que dejarde fingir que estaba disfrutando con todo aquello.

—Tanta popularidad puede ser peligrosa enRoma. Una persona tan válida como nuestroquerido Germánico será muy útil en otros puntos delimperio. ¿No crees, hijo?

—Sí, madre. Ya se ha empezado a mover hilos,te lo he dicho más de una vez —contestó un hurañoTiberio.

—¡Háblame con más respeto, Tiberio! —lereprendió Livia con dureza—. Si no fuera por mí noestarías ahí sentado. Gracias a mí eres el dueño delmundo. No lo olvides.

Livia, la viuda de Augusto, puso entonces sumejor sonrisa para la concurrencia. A veces, Tiberiono sabía qué pensar de su madre. No sabía sirealmente era ella la que tomaba las decisiones,haciéndole creer que él manejaba la situación. Erala mujer más fría y calculadora que conocía. Leasaltaban dudas de si estaba realmente orgullosade que su hijo fuera el primer ciudadano de Roma,por amor de madre, o por haberlo conseguido ella

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misma, convenciendo a Augusto. Probablementenunca lo sabría. Como tampoco sabría nunca laverdadera razón de tantas muertes repentinas entrelos que en su día apuntaron a suceder a Augusto.

—Cómo nos miran, Taranis. Fíjate en cómo nos

miran. Hoy, alguna de esas mujeres tan felices ysonrientes acabará en los brazos de este astur —comentó Serbal.

—Serbal, cada vez piensas más con laentrepierna. Algún día tendrás un problema.

—Hermano, tú ya has encontrado al amor de tuvida y es muy bonito— respondió con tono jocoso—, pero yo reparto y encuentro mi amor en muchossitios. Respira… ¿Lo hueles? Está en el aire. Elvino que va a correr estos días, las fiestas, lascelebraciones… Las romanas están esperando aconocer a un héroe de las guerras de Germania. No

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seré yo quien les niegue ese placer.—Haces que suene hasta convincente, pero a

las que tienes que convencer es a ellas.—Vosotros oleréis amor, pero los olores que a

mí me llegan están haciendo que mi estómago estéen pie de guerra, por Belenos. Y no sé cuándoacabará esto. Esto es casi peor que los latigazosde aquel germano —masculló Aramo—. ¡Comotarden mucho en sacrificar esos toros, me los comovivos!

Casio, ajeno a los comentarios de sushombres, contemplaba lo que les rodeaba sinperder detalle. Se le podía ver disfrutar de aquellaceremonia romana. Para él también era algoreligioso. Se trataba de la celebración religiosa deltriunfo de su general, sus legiones y su patria. Yaestaban en el foro y parecía imposible que unapersona más pudiera entrar. El triunfo, al pasardonde se encontraba Tiberio, se detuvo. Germánicosaludó a su padre con solemnidad. Taranis advirtióque Tiberio respondió con frialdad.

—Casio, ¿ qué ocurrirá ahora? —preguntó un

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curioso Taranis.—En caso de que el caudillo enemigo hubiera

sido capturado, sería ejecutado. Como no es así,Germánico subirá ahora al templo de Júpiter, en elCapitolio, donde se sacrificarán los toros, y élofrecerá su corona de laurel. Allí se celebrará unafiesta con los senadores. Si Germánico nos loindica, estaremos allí, si no, nos iremos con el restode las tropas al templo de Hércules. —Casioentonces cambió el tono del discurso—. Espero queno tenga que recordaros que aunque toda la ciudadesté celebrando el triunfo estos días, nosotrosestaremos trabajando. Espero que no tenga querecogeros otra vez en una cárcel. Por Marte, que osdejo que os pudráis con las ratas si eso vuelve asuceder.

Apoyado en una columna, Cneo Calpurnio

Pisón esperaba a que alguien saliera a comunicarleque entrara en la estancia. Tiberio le había hecho

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llamar para tener una reunión con él. Su esposaPlancina —una buena amiga de Livia, la madre deTiberio—, no perdía ocasión de hablar de su maridoy el gran servicio que había prestado a Roma comocónsul en tiempos de Augusto, y como gobernadoren Hispania. Habían pasado buenos años enHispania. Hicieron muchos y provechosos negocios,especialmente en el norte, en tierra de los astures.De hecho, no había perdido el contacto con aquellatierra, sino que seguía manteniéndolo a través depersonas de confianza en las que delegaba susactividades. Bien es cierto que no era convenienteque aquellas actividades relacionadas con lasminas de oro del norte salieran a la luz.

Pisón se encontraba impaciente por saber quéquerría el emperador de él. Golpeaba el suelo con lasandalia de su pie derecho, nervioso, mientras susdedos jugueteaban con un ribete de la toga. Lapuerta se abrió y le indicaron que entrara. Allíestaba Tiberio esperándole. A su derechaaguardaba su madre Livia.

—Salve, Tiberio, guía de nuestra queridaRoma. Primero entre los ciudadanos, luz de…

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—Vamos, Pisón, no seas adulador. No megustan los rodeos ni el protocolo, así que seamosdirectos.

—Sí, mi señor —contestó un descolocadoPisón.

—Como supongo que ya sabrás, se hanproducido ciertos acontecimientos en Asia. Antíocode Comagena y Filópator de Cilicia han fallecido enextrañas circunstancias. Judea y Siria clamanporque los impuestos, según ellos, son muy altos.Se ha designado a mi querido hijo adoptivo paraque se ocupe de las provincias de Asia. Mepreocupa el Oriente, y creo que es convenientetener una persona de total confianza allí. Mi madresiempre me habla muy bien de ti,Pisón. Mepregunto si podrías ser ese hombre.

—Mi señor, sería un gran honor para mí poderservirte en lo que desees. Mi humilde persona estáa vuestra entera disposición.

—Pisón, la provincia de Siria está ahora bajo elgobierno de Crético Silano, pero no por muchotiempo. Te estoy ofreciendo el gobierno de esa

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provincia. —Los ojos de Pisón se abrieron de paren par. El brillo del poder y la codicia hicieronaparición en ellos—. A cambio deberás hacer todolo que yo te indique desde Roma. Serás mis ojos yejecutarás mis órdenes sin cuestionar nada. Seacual sea esa orden. Bajo ningún concepto harásalgo que no se te ordene ni cuestionarás la orden.En todo momento contarás con mi apoyo yprotección. ¿Queda claro?

—Como un arroyo de aguas cristalinas. Aquítenéis a vuestro más fiel servidor —contestó Pisóninclinando la cabeza.

—Por lo que he oído de tu gobierno enHispania, eres un hombre de decisión y con pocosescrúpulos. Eso me gusta. —Tiberio esbozó unacruel sonrisa—. Te asignaré hombres de confianzaque te ayudarán en tu labor. Confío en ti, Pisón. Nome defraudes. Espero no tener que arrepentirme dehaberte escogido.

—Y no lo haréis. Por Júpiter que no lo haréis.—Ve preparando la partida. Se te irán dando

las instrucciones pertinentes. Ahora puedes irte,

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tengo muchos asuntos que atender.—Sí, señor. Espero impaciente ponerme a su

servicio y… —Pisón vio cómo Tiberio enarcaba unaceja, por lo que decidió que sería mejor cortar laconversación—. Y como sé la gran responsabilidadque cae sobre sus hombros, su ferviente servidor seretira para dejarle con sus ocupaciones.

Cuando el gobernador dio media vuelta, LiviaAugusta lo llamó:

—Pisón, dile a Plancina que venga a verme.—Así lo haré, mi señora —contestó Pisón.Salió de la sala, pletórico. El gobierno de una

provincia de Oriente. Haría todo lo que Tiberio leordenara, pero seguro que podría sacar provechode la situación. Hay muchas cosas que se puedenhacer siendo gobernador de una provincia. Y seguroque Oriente era una tierra de grandesoportunidades.

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Mare Nostrum, año 18 d.C.

Parecía que iban a estar una buena temporadaen Roma, pues después de varios meses, loshermanos seguían en la ciudad, aunque Casio, consus entrenamientos diarios, se encargaba de queno perdieran la forma, pues no estabanacostumbrados a la falta de actividad. Pocodespués, el Senado decidió, a proposición deTiberio, que Germánico tuviera poder sobre todaslas provincias de Oriente. Había problemas envarias de ellas y Tiberio había pensado que elhombre ideal para solucionarlos era su hijoadoptivo. Germánico entonces decidió partir loantes posible hacia Oriente para cumplir sus nuevasobligaciones. Como guardia personal, los asturesse encontraban viajando junto a él hacia Asia.

Habían recorrido la costa Ilírica y ahora sehallaban en Nicópolis. Germánico había recibido allíla noticia de que ese año sería de nuevo cónsul deRoma. En ese ambiente alegre, Germánico decidióque era el día idóneo para visitar el lugar donde

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había tenido la batalla de Actium. La familia deGermánico al completo se unió a la comitiva.

—He de confesaros que tenía muchas gana deconocer este lugar —les dijo Germánico—. Miabuelo Marco Antonio perdió casi definitivamente laguerra en la batalla naval que se libró aquí. Agripa,el general de Octavio, le ganó la partida.

—¿Qué paso después? —preguntó Taranis.—Marco Antonio se tuvo que retirar a Egipto

con Cleopatra, su amante, donde los dos acabaronmuriendo por sus propias manos. Octavio ganó laguerra y con el tiempo se convirtió en Augusto. Detodas maneras, mi familia acabó ganando laguerra... Mi abuela era hermana de Octavio —afirmó con una sonrisa—. Nicópolis, la ciudad en laque dormiremos, fue fundada por Augusto paracelebrar la victoria.

Germánico se dirigió entonces a sus hijos y losllevó a un promontorio desde el que se veíaperfectamente donde había tenido lugar la batalla, yles relató con detalles cómo había sido elenfrentamiento entre los ejércitos de Octavio y

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Marco Antonio. Después, visitaron los restos delcampamento de las tropas de Antonio. Comenzabaa atardecer, así que Germánico dio orden de volvera la ciudad.

Un par de días después, partieron de Nicópolisrumbo a Atenas. En la travesía sufrieron unatormenta, que hizo que Aramo, que parecía queempezaba a acostumbrarse a navegar, arrojara desu cuerpo cualquier cosa que intentara comer. EnAtenas, todos se quedaron maravillados con labelleza de la ciudad. Germánico, fiel a la tradiciónque había en Atenas para con los dignatariosromanos, solo entró con un lictor. Casio fue elelegido para acompañarlo, en condición de oficial.El resto tuvo que admirar desde fuera las murallas laciudad. Aun así, la visión de la Acrópolis eraimponente.

Dejaron atrás la ciudad del Partenón y volvierona las naves, para fastidio de Aramo. Partieron haciala isla de Lesbos donde hicieron un pequeño alto,pues Agripina, en avanzado estado de gestación,se encontraba bastante cansada. Se alojaron enuna pequeña villa con unos hermosos jardines y

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fuentes. Tras un par de días, Agripina, harta de estarconfinada en la casa, decidió ir a dar un paseo.Tras discutir con Germánico, este accedió, aunquela obligó a que Aramo y Serbal la acompañaran.Calígula también se les unió. Se encontraban a unpar de millas de la villa, disfrutando de la brisamarina, cerca de unos acantilados, cuando Agripinase paró en seco y se agarró la prominente barriga.Serbal y Aramo se acercaron rápidamente sinsaber muy bien qué hacer. Pocos instantesdespués, observaron que las ropas de Agripinaestaban mojadas.

—Mi señora… —alcanzó a decir Serbal.Agripina comenzó a respirar hondo, mientras

Serbal y Aramo se enzarzaron en una discusiónsobre qué debían hacer.

—Hay que ir a buscar a la matrona y que vengaaquí, nosotros no tenemos idea de atender a unamujer en estos casos… —dijo un confuso Aramo.

—Claro, lo mejor es que la dejemos aquí y dé aluz al lado de un acantilado, ¡pedazo de alcornoque!¡No es una yegua! —replicó Serbal.

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—Pero… pero moverla en ese estado no se siserá bueno… y no puede andar. Será mejor quevaya uno de nosotros y el otro se quede.

—Sí, claro. Te quedas tú y si el niño quierevenir al mundo tú le haces salir. ¡Con esasmanazas! ¡Tú solo sabes coger hachas y filetes,hermano! —respondió un nervioso Serbal.

—Ha hablado la matrona de las legiones. ¡Porlos huevos de Cerunnus! —replicó un alteradoAramo.

—¡Basta ya! —gritó Agripina cortando ladiscusión—. He roto aguas, pero puedo llegar hastala casa perfectamente. Mi hijo no me ha comido laspiernas.

—Pero…—No hay pero que valga. —Los dos astures se

quedaron estupefactos mirando a la mujer. Desdeluego era un carácter—. He tenido otros cinco hijos.Si alguno de vosotros ha tenido más que yo,escucharé vuestras sugerencias. Si no, andando.Estáis poniendo nervioso a Cayo. Vamos, hijo.

Agripina se encaminó con cuidado, pero con

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decisión, hacia la casa. Por el camino tuvo quetranquilizar de nuevo a Aramo y a Serbal más deuna vez. Aramo, nervioso, corrió antes hacia la casapara avisar . Cuando Serbal, Calígula y Agripinallegaron, Germánico esperaba con la matrona,visiblemente angustiado.

—La próxima vez que escojas guardia procuraque no sean unos histéricos —le dijo Agripina aGermánico ante el desconcierto de este—. Ya tengobastante con calmar a mi hijo. —Germánico miró aSerbal y Aramo, que hicieron gesto de no entendernada. Agripina se agarró los riñones y en su cara seadivinó una punzada de dolor—. Vamos adentro, tuhijo quiere salir.

Todos se metieron en la casa. La matrona seencerró con Agripina, sin dejar entrar a nadie másque a un par de sirvientas. Germánico, junto Serbaly Aramo, así como Casio y Taranis, que acababande llegar, aguardaban a la entrada de la estancia enla que Agripina iba a dar a luz. Germánico se sentóy se levantó varias veces. Taranis se preguntabacómo habría sido el parto de Deva; habían salido deRoma antes de que pudiera llegar noticia alguna.

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Rezaba a los dioses para que madre e hijoestuvieran bien. Ojalá hubiera podido estar con sumujer en aquellos momentos.

—¡Dioses! Prefiero estar en una batallarodeado de enemigos —exclamó un alteradoGermánico mientras se frotaba nerviosamente elcabello con las manos—. Esta espera me estámatando. Da igual haber tenido otros cinco. Estaparte es la peor.

Germánico recorrió aquella estancia sindescanso, con las manos entrelazadas por detrásde la espalda, hasta que se oyó el lloro de un bebé.

—¡Mi hijo! —gritó el general—. ¡Mi hijo!Minutos después, la matrona, con el rostro

cansado, hizo una señal a Germánico para queentrara. Al rato, el general salió con la criatura enbrazos.

—Es una niña preciosa. ¡Saludad a Julia!Taranis sintió alegría, pero una enorme

melancolía a la vez. Él no tuvo la oportunidad deestar al lado de Deva y abrazar a su hijo reciénnacido, pero esperaba hacerlo algún día. Le

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gustaría saber cómo era, si era un niño o una niña,si se parecía a él o a su madre. El nombre, si eravarón, ya lo habían escogido. Se llamaría Aius, enhonor a su hermano.

Una vez Agripina y el bebé estuvieron encondiciones para viajar, se dirigieron a Perinto yBizancio. Las provincias de Asia siempre estabansumidas en conflictos o malos gobiernos, así queGermánico tenía que templar los ánimos en aquellossitios por los que pasaban. Taranis admiraba lasdotes diplomáticas del romano. Cualquierembajada que recibía parecía salir satisfecha traslas reuniones.

Germánico pretendía visitar Samotracia, perolos vientos del Aquilón se lo impidieron, algo queAramo acogió de buen grado. En lugar deSamotracia, visitaron Illion, donde Germánico lescontó la mítica historia de la ciudad, cómo Parishabía secuestrado a la bella Helena y los relatos delos héroes que habían combatido en aquella guerra:Aquiles, Ulises, Héctor, Áyax… Aramo pensaba quelos griegos y los troyanos estaban locos por estarguerreando diez años por una mujer.

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Dado que no se encontraban muy lejos de suruta, acudieron al famoso oráculo de Apolo Clario.Taranis se esperaba un templo más grande yespectacular, debido a la fama que parecíaostentar. Era un edificio circular, con otrocuadrangular adosado a él. Germánico entró altemplo mientras que los demás aguardaron fuera.Los hermanos le preguntaron a Casio si sabía quéhabía dentro.

—Germánico me lo contó ayer. El ritualconsiste en que el que viene a consultar debe decirnombre y rango. Después, una sacerdotisa sacaagua de una fuente que hay dentro del templo. Acontinuación, pronuncia su vaticinio en forma depoema, pero no de forma directa, es difícil deinterpretar.

—Así que una sacerdotisa saca agua de unafuente, dice un poema y la gente se lo cree… —replicó un escéptico Serbal enarcando las cejas.

Un buen rato después, Germánico salió deltemplo con gesto sombrío y sin decir palabra. Nomencionó nada de lo que había pasado dentro ypasó el resto de la jornada casi sin hablar, algo

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extraño en él, pues solía ser un alegre compañerode viaje.

Volvieron a embarcar y siguieron bordeando lacosta hasta la isla de Rodas. Cuando estaban en laisla, sobrevino una terrible tormenta. Llegaronnoticias a Germánico de que el nuevo gobernadorde Siria estaba atrapado en la tormenta y habíanaufragado en una pequeña isla.

Casio y los tres astures se encontrabancobijados, contemplando la tormenta.

—Hace un tiempo de perros —dijo Taranis.—No me subiría en el barco de rescate ni por

todo el oro de Roma —comentó Aramo.—Pisón puede dar gracias si sale de esta sano

y salvo —dijo Casio mientras los tres asturesgiraban la cabeza. Entonces, Casio se dio cuenta.Los tres hermanos todavía no lo sabían.

—Ese Pisón del que hablas, ¿es el quegobernará en Siria? —Casio asintió a la pregunta eTaranis—. ¿Es el mismo que gobernó en Hispaniahace años?

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Los tres hermanos recordaron que Pisón era elque, junto a la familia de Durato, había condenado asu familia a muerte, cuando era gobernador enHispania.. El destino volvía a cruzarlo en su camino.

—El mismo.—Maldita tormenta, acaba lo que empezaste

—masculló Serbal.—Sé lo que os pasó y me lo habéis contado…

Y creedme que os entiendo. —El tono de Casio setornó muy serio—. Pero no cometáis ningunatontería. No es el momento y no tendríais a donde iren todo el mundo. Os encontrarían. Además,tenemos un juramento y un deber que cumplir. No loolvidéis.

Aramo maldijo entre dientes y Serbal arrojó conrabia una piedra a lo lejos. Taranis se quedópensativo. Sus enemigos parecían perseguirlos porel mundo. Si había un dios de las casualidades, lesvolvía a maldecir. Esperaba que el hijo de Pisón, sies que lo acompañaba, no se acordara de loacontecido en Noega hacía ya un buen puñado deaños. Le había atizado un buen par de golpes

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Siria

Había sido su primer encuentro y Germánico lehabía rescatado en una tempestad. Si el generalcreía que estaba en deuda con él, desde luegopodía esperar a que volvieran Cástor y Pólux antesde que Cneo Calpurnio Pisón devolviera ese favorque nunca pidió.

Después de naufragar en Rodas, Pisón llegó aSiria sin problemas. Ahora tenía que encargarse deque las tropas estacionadas en aquella provinciasolo obedecieran sus órdenes. Los informes quehabía recibido hablaban de que el ejército en Siriaera disciplinado. Eso implicaba que Germánicodaba una orden sería cumplida a rajatabla. Habríaque cambiar eso.

—Querido —le interrumpió Plancina—, hallegado el oficial que han enviado de Roma. ¿Le

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hago pasar?—Sí. Veamos al hombre nos envía Tiberio—

dijo Pisón.Plancina hizo entrar al oficial. Al entrar saludó,

llevándose el puño al pecho.—Me han hablado bien de y vienes bien

referenciado. Tenemos muchas cosas que haceraquí, y por lo que me han dicho, nos serás de granayuda. Tu nombre es…

—Me llamo Nevio, señor.—Vienes desde la Galia, ¿verdad? —Nevio

asintió—. Un largo viaje, sin duda. Bien, Nevio,supongo que te habrán contado que tenemos que…incentivar la lealtad de los soldados de las legiones.Necesitamos a alguien que sepa moverse entreellos y que les haga ver las bondades de estar allado de su gobernador. ¿Eres ese hombre, Nevio?

—Soy su hombre, señor.—Eso me gusta. Decidido. Supongo que

tendrás algún plan.—Primero debo conocer las legiones en

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cuestión, pero como ejército romano, gran parte desu cohesión se basará en sus oficiales. Loscenturiones son la clave. Si los centuriones no estánmuy de acuerdo con lo que nuestro queridogobernador disponga, puede que tengamos quehacer ciertos cambios… Puede que les venga bienun soplo de aire fresco con nuevos oficiales.Oficiales que estarían recomendados y…motivados. Claro está, esto tiene un coste, señor,supongo que lo entiende.

—Por supuesto. Haremos un esfuerzo en…mejorar nuestras legiones. Tienes una mente clara yrápida, Nevio.

—Estoy de acuerdo —dijo Plancina. Nevio notóque la mujer de Pisón le miraba fijamente—. Creoque nos serás de gran utilidad.

—Nevio, quiero que viajes hasta elcampamento de las legiones X Fratensis y XIIFulminata y nos envíes un informe de la situación.Después, te enviaremos los recursos necesariospara las… mejoras que nos has comentado. Quieroa esas tropas a mi completo servicio.

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—Así se hará, señor.—Puedes retirarte. Descansa, Nevio. Te

espera mucho trabajo.—Nevio, yo te acompaño —dijo Plancina

agarrándolo por el brazo. Nevio volvió a notar lamirada de la mujer de Pisón. Juraría que lo estabamirando con lascivia.

Pisón, una vez quedó solo, volvió a desenrollarla última misiva que había llegado desde Roma,donde se le informaba de los últimosacontecimientos y además se le dabaninstrucciones. Y como buen siervo de su señorTiberio, las cumpliría. Eso le haría medrar en sucarrera política. Volvería a ser cónsul. A la vez quecumplía las órdenes imperiales, podía dedicarsetambién a tareas que seguramente le resultaríanmuy provechosas. Ser gobernador en una provinciaromana era una profesión muy lucrativa. Todavíaseguía ingresando oro por sus negocios enHispania, algunos más turbios que otros, pero todosle reportaban buenas sumas. Siria no sería menos.

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Armenia, año 18 d.C.

Después de la estancia en Rodas, laexpedición de Germánico había dejado atrás la islapara volver al continente. El ahora cónsul tenía queocuparse de infinidad de asuntos en aquellastierras. Germánico estaba reunido con Casio,explicándole la hoja de ruta que iban a seguir.

—Mañana pondremos rumbo a la capital deArmenia para solucionar la situación en ese país.Después de que fuera derrocado Vonones, elantiguo rey, todavía no hay sustituto. El pueblo tienecomo favorito a Zenón, que no es armenio, perodesde pequeño ha vivido con ellos. Es hijo dePolemón, el rey del Ponto. Además de ser popularentre el pueblo armenio, es aliado de Roma, por loque nos conviene que suba al poder. Así que nosdirigiremos a Artaxata, su capital, para coronarlorey. Roma respaldará esa coronación. Por lasituación estratégica del país, nos conviene tener un

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gobierno estable y afín a nuestros intereses. Daréorden a Pisón de que las legiones de Siria avancenhasta Armenia.

—Señor, ¿cree que Pisón obedecerá lasórdenes? Han llegado noticias de movimientosextraños en esas legiones. Se ha destituido amuchos oficiales.

—Lo sé, Casio. Todo eso estará pensado paraque los nuevos oficiales tengan más autoridad entrelas legiones. Pero el Senado me ha dado soberaníaen todas las tierras de Asia y tendrán que acatarmis decisiones.

—Eso espero, señor. De todas maneras,estaremos muy atentos y con los ojos bien abiertosen todo momento. ¿En este viaje nos acompañaránAgripina y los niños?

—Pues creo que en esta ocasión será mejorque se queden aquí. Agripina podrá seguirdescansando y cuidar de nuestra pequeña. —Germánico hizo una pausa—. Cómo han cambiadolas cosas con respecto a Germania, mi buen Casio.Allí teníamos un enemigo al que había que derrotar.

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Aquí en Asia es todo tan distinto… Tantos reinos alos que contentar… ¡Por Júpiter, que a veces casideseo que haya una guerra! Las cosas son másfáciles. Batallas que ganar, enemigos a los quederrotar... Aquí debemos actuar con tiento.Cualquier decisión que se toma, debe hacerse consumo cuidado y procurar que contente a todos, yeso es complicado. A veces, los gobernantes sonpeores que mis hijos… Casio, no voy a aburrirte concuestiones de estado… Avisa a tus hombres de quepartiremos y envíame un mensajero para despacharlas órdenes a Pisón.

Casio dejó a Germánico con suspreocupaciones y se dirigió a comunicar a sushombres las nuevas órdenes. Estaba seguro de queRoma tendría un gran emperador cuandoGermánico sucediera a Tiberio.

Campamento de las legiones. Siria.

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Nevio no entendía muy bien para qué vendría aun campamento de la legión la mujer delgobernador sin su marido, pero el caso es quePlancina había insistido en visitarlo. Acababa dellegar y le había pedido que le hiciera de guía. Lossoldados, al verla pasar, se quedabansorprendidos, pues no era normal que una mujer desu alcurnia se dedicara a visitar el campamento dela legión. Muchos de ellos se quedaban mirándola,pues Plancina, pese a no ser una mujer joven, eraatractiva. Y sabía cómo manejar a los hombres,pensaba Nevio.

—Parece que has hecho un buen trabajo,Nevio.

—Solo he cumplido con mi deber, mi señora.—Oh, vamos, no seas modesto. Tu idea de…

darle un aire fresco a la legión con los cambios deoficiales nos ha venido muy bien. Llegarás lejos,Nevio. Y si estás con nosotros estoy segura de quelo harás. —Plancina le dirigió una penetrantemirada—. Mi marido es un hombre generoso. —Sepasó la mano por la frente—. Empiezo a estar unpoco cansada. El viaje ha sido largo. ¿Podrías

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hacer que me prepararan un baño, por favor? —lepreguntó mientras le pasaba la mano suavementepor la cara.

—Por supuesto, mi señora.—Bien. Quiero que pases después por mi

tienda. Espero que me cuentes todo con detalles.Nevio no sabía muy bien si Plancina estaba

jugando con él. Tenía que reconocer que aquellamujer le desconcertaba. Pero convenía tenerlacontenta, pues era la esposa del gobernador.Además, había llegado a sus oídos que manteníauna estrecha relación con la madre de Tiberio, Livia.

Tras dejar a Plancina, fue a cenar, y estuvocharlando con varios oficiales, antes de volver a vera su invitada. La tienda había sido montada conpremura y estaba decorada con telas de gasa deexuberantes colores. Era una tienda bastanteamplia. Plancina salió a recibirle.

—Nevio, ya estás aquí. Entra, quiero que mepongas al corriente y me des detalles de todo lo queha pasado.

—Mi señora, me temo que eso será aburrido.

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—Bueno, eso ya lo decidiré yo. Toma asientocerca de mí y comienza.

Plancina se reclinó en un diván que se habíatraído e hizo que sus sirvientes colocaran otro a sulado, para Nevio. Ordenó servir vino para ambos yNevio comenzó a relatarle cómo había llegado eidentificado los oficiales con más influencia. Una vezlocalizados, los había tanteado, así que elaboró unalista de los centuriones que deberían ser sustituidosy otra con una lista de optios que podrían ocuparsus lugares. A estos nuevos oficiales se les gratificócon una buena suma de dinero, para garantizar sulealtad. Plancina escuchaba interesada ypreguntaba por los pormenores de las gestionesque Nevio había realizado.

—Me has impresionado, Nevio. Ponednos másvino y marchad fuera —les dijo Plancina a sussirvientes, que siguieron las indicaciones de su ama—. Veo que eres un hombre que consigue lo que sepropone. Es algo que me gusta mucho en loshombres. —Se levantó y se sentó en el diván en elque Nevio se encontraba. Nevio había bebidobastante vino y el perfume de Plancina y el contacto

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de su piel hizo que un súbito calor le recorriera elcuerpo. Debía tener cuidado. Era la mujer delgobernador—. En esta provincia hace un calorhorrible, ¿no crees?

—Desde luego, mi señora, el calor essofocante —contestó Nevio.

—Entonces creo que no te molestará si mepongo más… cómoda. —Plancina se quitó unbroche, de modo que la parte superior de su túnicaresbaló y dejó un seno al descubierto, ante elasombro de Nevio, que se ruborizó—. ¿Qué pasa,Nevio? ¿Ves algo que te guste? —Nevio seencontraba desconcertado. Ahora mismo ardía depasión y ansiaba poseer a Plancina, pero no sabíasi la mujer lo estaba poniendo a prueba. Plancinaentonces se puso de pie y se quitó la túnica, paraquedar completamente desnuda. Deslizó su manoentre las ropas de Nevio, acariciándole su yaexcitado miembro viril. Nevio no aguantó más y latomó entre sus brazos. Si era eso lo que deseaba lamujer del gobernador, no sería él quien se lonegara.

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Cirro

La coronación de Zenón en Armenia, por partede Germánico, había sido todo un espectáculo.Zenón había sido coronado como el rey Artaxias.Después de varios días de festejos, Germánico dioorden de trasladarse hasta Cirro, donde seencontraba el campamento de invierno de la legión.Las órdenes enviadas a Pisón para acercar laslegiones a Armenia no habían sido cumplidas, loque había desatado las iras de Germánico.

Taranis se encontraba fuera de la tienda delcónsul junto con sus hermanos y Casio. Ese díahabía llegado Pisón a los campamentos yGermánico esperaba impaciente entrevistarse conél. Se hallaba nervioso dentro, caminando de unlado para otro. El cónsul, que por lo general hacíagala de un carácter afable, estaba ahoravisiblemente enfadado.

A lo lejos vieron cómo una figura pequeña y

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rechoncha se acercaba con una pequeña comitiva.Taranis apreció que su hermano Serbal estabaapretando la mandíbula y Aramo no tenía un gestomucho más amable. Uno de los culpables de lamuerte de sus padres pasaría justo delante de ellosy debían guardar la calma. Casio ya les habíaadvertido y ordenado que se mantuvieran tranquilosy sin hacer ninguna tontería. A medida que elgobernador de Siria se acercaba, Taranis pudocomprobar que Pisón no había envejecido muy bien.Se dirigió hacia la tienda de Germánico con pasoaltivo y una cínica sonrisa en el rostro. Por el rabillodel ojo, Taranis vio que la inquietud de sushermanos iba en aumento. Casio tampoco perdíadetalle. Después de unos tensos instantes, elgobernador de Siria por fin entró en la tienda.

Desde el exterior de la tienda, pudieron oírcómo la discusión entre Germánico y Pisón fuesubiendo de tono progresivamente. De correctosmodales se acabó llegando a los gritos.

—Se te habían dado órdenes expresas demover a las legiones, ¡por Júpiter!

—¿Y dejar mi provincia sin soldados? ¿Cómo

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mantendría el orden? —contestó Pisón.—Las legiones estarían cerca, y no habría

ninguna sublevación sabiendo que están a pocadistancia. Además, las órdenes se te habían dadopara cumplirlas, no para cuestionarlas.

—Esas legiones estaban en mi provincia.Puedo hacer con ellas lo que estime oportuno.

—Pisón, no olvides que el Senado me diopoderes sobre todas las provincias de Asia.

—Y tú no olvides que Tiberio me dio podersobre Siria. ¿Acaso es más Germánico queTiberio? —le espetó Pisón.

Germánico estaba perdiendo la paciencia y eltono de la discusión iba en aumento. Entoncesdando un puño encima de la mesa, prosiguió:

—A partir de ahora harás lo que se te ordene,sin cuestionar nada. ¿Está claro?

—Muy claro —contestó Pisón con un tono casiburlesco que exasperó a Germánico.

—Ahora vete de aquí .Espero no tener querepetírtelo.

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Pisón se retiró, susurrando algo entre dientes.Cuando salió fuera, volvió a dibujar aquella cínicasonrisa en su rostro, mientras departíarelajadamente con sus hombres. Taranis vio aSerbal apretando el puño con tal fuerza que sepodían apreciar con claridad las venas de su brazo.Poco después, Germánico salió con los brazos enjarras y el rostro todavía encendido.

—Venid conmigo a dar un paseo. Necesitoairearme.

Siguieron a su general, caminando por la ViaDecumana*, y salieron por la puerta del mismonombre. Germánico comenzó a desahogarse.

—Ese Pisón es un maldito engreído. ¿Peroquién se cree que es?

—Señor, si hay algo que podamos hacer alrespecto… —dijo Serbal. Casio le lanzó una miradafulminante.

—Nos va a dar problemas. Este Pisón nos va adar muchos problemas. Lo que más me preocupaes que no actúe por voluntad propia… —apuntóenigmáticamente Germánico.

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—En Hispania no se ganó fama de ser un granpolítico, si se me permite decirlo —dijo tímidamenteTaranis.

—Eso parece. He recabado informes sobre ély no son muy positivos. El problema es que se tratade un gobernador romano, designado directamentepor Tiberio. Eso le va a dar la oportunidad dedarnos bastantes quebraderos de cabeza.

—Mejor hubiera sido dejarlo morir en Rodas —murmuró Aramo entre dientes. Germánico parecióno oírlo.

—Convendrá vigilar sus movimientos. Aunquealgo me dice que él también vigila los nuestros —prosiguió Germánico—. Pero no nos dejemos llevarpor la ira. Hace un día espléndido, ¿no creéis? —Elcónsul esbozó una sonrisa—. Tengo noticias paravosotros. Hay varios asuntos que tenemos queatender. Entre ellos, el más importante es Partia y lavisita de su embajador. Creo que el rey Artabanoquiere renovar su amistad con Roma y solicitaráque me reúna con él. En cuanto solucionemos ese yvarios asuntos pendientes más, nos dirigiremos aEgipto, muchachos.

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Egipto, aquella mítica tierra de la que tantasleyendas habían escuchado. Egipto, la tierra de losfaraones, las pirámides y el gran río Nilo. Quién leshubiera dicho a unos jóvenes y humildes caldererosde Noega que recorrerían aquel exótico país junto alhombre destinado a ser el primer ciudadano deRoma. A Taranis le gustaría poder contarle a Devaque visitaría aquellas tierras, pero se encontraba aun mundo de distancia.

Siria

Nevio no traía buenas noticias a Pisón. No eradifícil imaginar que el gobernador de Siria noencajaría de buen grado aquellas nuevas. Además,estaría Plancina, aquella imprevisible mujer, queparecía estar acostumbrada a conseguir todo lo quequería. En su estancia en el campamento de laslegiones se había exhibido ante las tropas, y cadanoche había yacido con él. Debería actuar con

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tiento, Pisón no debía enterarse de nada de eso.Nevio llegó por fin a la sala de audiencias. El

gobernador estaba sentado en una elegante silla ysu mujer se encontraba de pie, a su derecha.

—Bienvenido, Nevio. Tu presencia siempre noses grata.

—Salve, Cneo Calpurnio Pisón —saludó Neviocon una reverencia.

—¿Qué nuevas nos traes?—Me temo que no son muy buenas, señor.

Germánico se ha reunido con Artabano, el rey delos partos. Este le ha solicitado que Vonones seexilie de Siria y Germánico ha aceptado. Seráenviado a Pompeyópolis.

—¡Maldito bastardo! Sabe muy bien queVonones es un buen amigo y aliado mío. No solocontenta a ese advenedizo de Artabano, sino que ala vez me perjudica a mí —bramó un iracundo Pisón—. Vonones era un gran apoyo.

—Me temo que hay más… —dijo tímidamenteNevio.

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—Continúa.—Los rumores que me traen mis informadores

es que Germánico partirá a Egipto.—¿Egipto? Marte le envíe un rayo que le parta.

¡Egipto! Ahí no podremos controlar susmovimientos. No podremos enviar informes aRoma… —Pisón empezaba a sofocarse.

—Querido, contrólate. Sabes que no es buenopara tu salud que te acalores de esa manera —intervino la mujer de Pisón.

—Señor, si me lo permite…—Continúa, Nevio —le instó Plancina.—Creo recordar que Augusto había

proclamado un edicto por el que no permitía queningún gobernante romano entrara en Egipto. Lohabía redactado para impedir que nadie se hicieracon el país, pues no en vano es la despensa deRoma. Si enviamos una misiva a Tiberio,advirtiéndole de la llegada de Germánico a Egipto yrecordándole esto, será visto con buenos ojos.Tendremos una oportunidad de dejar en mal lugar aGermánico y Tiberio no se olvidará de quién le ha

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informado.—Estupendo, Nevio, estupendo. ¿Verdad,

Cneo? —dijo Plancina.—Sí, Plancina, por supuesto… Así lo

haremos… —contestó un afectado Pisón.—Querido, creo que sería conveniente que

salieras fuera a que el aire te refresque un poco.Tienes mala cara. Un largo paseo te vendrá bien. Yome ocupo ahora de esto.

—Tienes razón. Nevio, tus informaciones comosiempre han sido de gran ayuda. Si me disculpáisvoy a tomar mi tónico y daré un paseo por losjardines.

Pisón abandonó la sala, dejando a Plancina y aNevio solos. Plancina se sentó en la silla en la quehabía estado su marido y se puso cómoda.

—Mi marido dará uno de sus largos paseos.Nevio, ahora me iré a mis aposentos. Quiero queme acompañes, así podremos… discutir toda esainformación que nos has traído —dijo Plancina conuna lividinosa mirada.

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Nevio se estaba metiendo en un buenproblema. No podía decir que no a Plancina, peroestaban en el mismo palacio que Pisón. Aquellopodía ser arriesgado. Aunque reconocía que aquellasituación le excitaba. Plancina era una mujerversada en las artes del amor y estaba deseandovolver a probarlas.

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Capítulo 10Egipto

Alejandría, año 19 d.C.

El puerto de Alejandría poco tenía que envidiaral de Ostia en Roma. La actividad la ciudad egipciaera febril e infinidad de mercancías de todo tipo semovían de un lado a otro. Su gran faro habíaimpresionado a los hermanos astures, pero nomenos impresión les había causado el museo, unapequeña ciudad de la ciencia, donde había unaenorme biblioteca y varios edificios dedicados alestudio. No pudieron evitar acordarse de Aius. A su

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hermano le hubiera encantado aquel lugar.Germánico, preocupado por la provincia

egipcia, se había dirigido a Alejandría y habíarecibido varias embajadas. Después de escuchar atodas las partes implicadas tomó varias decisiones,la mayoría de ellas encaminadas a que la plebetuviera un acceso a los alimentos más barato y fácil.

Germánico había decidido entrar vestido decivil, al modo de vestimenta griego, y así tuvieronque hacerlo Casio y los astures. Todos se vieronextraños con aquellas vestiduras, sobre todoAramo, que fue objetivo de las chanzas de Serbal.Pasearon por aquella hermosa ciudad llena de vida.

—Egipto es una tierra muy importante paraRoma, pues gran parte del grano que queconsumimos sale de aquí. Si alguien se hiciera conla provincia, nuestro pueblo tendría seriosproblemas. Esta ciudad que contempláis fuefundada por el gran Alejandro, el más grande de losgenerales que haya visto la tierra, junto al divinoJulio. Con solo treinta y tres años, habíaconquistado todo el mundo. Aunque esta es la másfamosa, el Magno fundó muchas Alejandrías. Es una

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ciudad llena de historia Aquí resistió Julio César,aquí murió mi abuelo Marco Antonio junto conCleopatra —les relataba Germánico.

—Pero aquí no hay ninguna de esas famosaspirámides… —comentó Taranis.

—No seas impaciente, todo a su tiempo.Veremos las pirámides en cuanto remontemos elcurso del Nilo. Nos adentraremos por el río yvisitaremos el resto de la provincia. Nuestro primerdestino será Canopo, que según la leyenda fuefundada por los espartanos. Menelao y suexpedición llegaron aquí, y en el lugar donde seenterró a su timonel Canopo, se fundó la ciudad.Menelao combatió en Illión contra el rey Príamo,aunque esa historia ya os la he contado. En esteviaje nos llevaremos a Cayo, pero el resto de lafamilia permanecerá en Alejandría. Quiero que mihijo conozca esta tierra. El viaje y el calor quesufriremos no les hará bien a los más pequeños.

Germánico era un hombre cultivado quesiempre ilustraba a su guarda sobre los lugares quevisitaban. Les contaba qué reyes habían caído, québatallas se habían librado o qué templos se habían

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levantado. Siempre instaba a sus hijos a leer comoél había hecho y les contaba con todo lujo dedetalles las historias de los lugares por dondepasaban. Más tarde les preguntaba por ello, paraque no lo olvidaran.

Después de que Germánico despachara todoslos asuntos que quería cerrar en Alejandría,embarcaron rumbo a Canopo. Para satisfacción deAramo, el Nilo era un río navegable sin los vaivenesde la mar.

Después de visitar dicha ciudad, siguieron Niloarriba, para hacer otra parada en Tebas. Unsacerdote les enseñó aquella antiquísima ciudad,les contó todos los pormenores de su historia y leshabló de los textos que adornaban los edificios.Tebas había sido una gran ciudad, capital de Egiptohacía mucho tiempo, y el sacerdote narrabaorgulloso los numerosos tributos que llegabanprocedentes de todo el mundo, así como la enormepoblación que llegó a albergar aquella ciudad.

Tras dejar Tebas, la expedición pudo admirarlas colosales pirámides, un espectáculo que a todosdejó boquiabiertos. Taranis se preguntaba cómo

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pudieron los egipcios construir aquellosgigantescos monumentos. ¿Cuánta gente habríatrabajado en la construcción de aquellos colosos depiedra? También contemplaron los lagos que losegipcios habían excavado para intentar controlar lascrecidas del Nilo. Aquel río era la fuente de vida deEgipto, y el que hacía que sus riberas fueran tanfértiles, pero sus crecidas podían tenerconsecuencias fatales.

Durante el viaje, Germánico aprovechó parainstruir a su hijo en Historia y Filosofía. Cayo era unalumno aplicado y escuchaba con atención todo loque le explicaba el maestro que Germánico habíahecho traer en el viaje. Recostado bajo un toldo,Cayo leía los pergaminos que su padre que supadre le daba y de vez en cuando le contaba aAramo lo que había leído. El astur le escuchaba máspor la ilusión del niño, que por curiosidad. El viajeprosiguió en barco, antes de la última etapa enSiene y Elefantina, cerca de la primera catarata delNilo.

Los tres hermanos estaban comiendo en elbarco.

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—Este calor es sofocante. Casi echo demenos aquel frío húmedo que calaba hasta loshuesos en Germania —se quejó Taranis.

—No hago más que sudar, Navia me asista. Yocreo que me estoy quedando en los huesos. Y luegoestán esos malditos mosquitos, me están comiendovivo —dijo Aramo mientras intentaba deshacersede uno de esos mosquitos con un manotazo.

—Contigo tienen comida para rato, hermano —dijo Serbal—. Este país es fascinante. Con un climamejor, sería estupendo. Si os digo la verdad, coneste calor me bebería ahora un buen par de jarrasde zythos.

—Un buen pescado, una jarra de zythos, elmar, las montañas… —dijo un melancólico Taranis—. ¿No echáis de menos nuestra tierra?

—Amo nuestra tierra, Taranis, pero ¿cuántosde los nuestros han tenido la oportunidad de ver loque estamos viendo? Disfruta de ello. Ya tendremostiempo de volver, hermano —contestó Serbal—.Aunque los dos sabemos qué es lo que echas demenos verdaderamente.

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—Si pudiera verlos aunque fuera solo unmomento, saber que mi hijo está bien… No sé si esun varon o una hembra, por Belenos.

—Seguro que estarán bien, hermano. No tepreocupes —le animó Aramo.

—Deva es una mujer sana y fuerte, no debestener miedo. Bueno, sí deberías temer que tu hijo separezca a ti y sea un enclenque feúcho. Esperemosque la criatura haya salido a la madre.

Taranis le tiró a su hermano un dátil a la cara,ante el jolgorio de este.

—Lo que no sé es cómo le diré a mi hijoquiénes son sus tíos. Espero no faltar nunca paraque tengáis que cuidarlo, pobre criatura… Pero noes solo Deva y mi hijo lo único que nos espera allí.Tenemos unas deudas que saldar —recordóTaranis, mirando al horizonte—. Algo me dice queno queda mucho para eso…

Después de comer, pudieron echar unapequeña siesta bajo el toldo que se había instaladoen la cubierta del barco. Las jornadas en la nave,con aquel calor resultaban bastante largas y

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sofocantes. Así pasaron varias días hasta llegar aSiene, antes de la primera catarata del Nilo.Desembarcaron para poder visitar la ciudad, dondehicieron noche. Al día siguiente se dedicaron a anavegar hasta la isla de Elefantina, donde pudieronver el templo del dios Jnum, una pequeña pirámide,unas curiosas escaleras donde se iban anotandolos distintos niveles del río Nilo y varias ruinas detiempos antiguos.

Germánico quería visitar las famosas canterasque había cerca de Siene, pero debido al intensocalor, decidió que Cayo se quedaría en elcampamento que habían instalado a las afueras dela ciudad. Aramo fue designado para quedarse alcuidado del pequeño con el resto de la expedición,mientas los demás acompañaron al cónsul a ver lascanteras de piedra de las que se habían nutridotantas construcciones egipcias. El viaje se hizobastante pesado debido al calor. Cuando estabanvolviendo, cerca ya del campamento, Serbal sepercató de algo con su aguda vista. El astur se pusola mano en la frente para poder ver mejor, sin que lemolestara el sol.

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—Esto no me gusta. Aquí ha pasado algo —advirtió.

—¿Qué has visto? —preguntó un preocupadoGermánico.

—Creo que…Creo que no hay nadie y pareceque el campamento ha sido atacado.

Por toda respuesta, Germánico espoleó a sucaballo sin decir palabra. Los demás le siguieron ycuando llegaron pudieron comprobar que Serbaltenía razón. En el campamento había restos delucha, varios sirvientes asesinados y nadie con vida.Germánico, ayudado por los demás, buscó entre loscadáveres con el temor de encontrar el cuerpo desu hijo. Pero entre ellos no estaba Calígula. Losdemás también vieron aliviados que Aramotampoco se encontraba entre las víctimas.

—¡Por Marte! ¡Dónde está mi hijo! ¡Dónde! —aulló Germánico de rodillas, mientras dabapuñetazos en el suelo.

Taranis, aunque también desconcertado,intentó averiguar qué había pasado. Había muchashuellas de caballos y camellos, por lo que se podía

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deducir que un gran grupo de jinetes había asaltadoel campamento. Cualquier cosa que fuera de valorhabía sido robada. Vio que se acercaba un ancianocon una mula. Aquella mula llevaba una especie decamilla en la que el anciano transportaba algo.Taranis empezó a temerse lo peor, pero alacercarse más, vio que no llevaba ningún cuerpohumano, sino sacos de comida. El intérprete queviajaba con ellos se acercó al anciano y, despuésde hablar durante un rato, regresó.

—Señor, ese anciano dice que le hanordenado que transmita este mensaje y que tengapiedad de él, pues le han amenazado con matar asus hijos si no lo hacía. Su hijo Cayo está vivo, peroFalaq el Oscuro lo tiene en su poder. Si le entregatreinta mil denarios, le entregará a su hijo sano ysalvo. Si no, lo devolverá en pedazos.

—¡Falaq el Oscuro! ¡ Quién es Falaq el oscuro!¡Por Marte, que va a pagar esta afrenta! Si seatreve a tocar un solo pelo a mi hijo, le despellejarécon mis propias manos. Pregúntale quién es eseFalaq y dónde puedo encontrarlo. —Germánicointentó calmarse.

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—Falaq es el jefe de unos forajidos que tienenuna pequeña fortaleza a treinta millas de aquí, en unoasis del desierto —tradujo de nuevo el intérprete.

—Pregúntale cuántos hombres tiene esemalnacido.

—No lo sabe muy bien, pero puede que unosdoscientos o trescientos. –volvió a traducir elintérprete.

—Dile que no se preocupe, que no le haremosdaño si nos guía hasta él. Una vez que estemos allí,podrá marcharse. —El anciano asintió agradecido—. ¡Maldita sea nuestra suerte! La guarnición máscercana está a varias jornadas de aquí y no puedoconseguir esa suma de dinero. Por Marte que no sequé hacer.

Era la primera vez que veían a Germánico tanimpotente. En todo momento hallaba unaescapatoria, pero aquella situación le superaba.Caminaba de un lado a otro, nervioso ymaldiciendo.

—Señor, si Cayo está con Aramo, que pareceque así es porque no está entre los muertos, se

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encontrará bien. No estará solo —intentó tranquilizarTaranis a Germánico.

—Doscientos o trescientos hombres. —Germánico estaba absorto—. Necesitaría al menosuna cohorte, y somos muy pocos. Además, siintentáramos tomar el lugar, puede que lo mataran.Y esa suma de dinero es imposible de conseguirahora mismo en este agujero del mundo. ¡Quién memandaría venir hasta aquí...! Un ejército, necesitaríaun maldito ejército. En la ciudad solo hay unospocos soldados. Pero no me puedo quedar aquísentado. Si es necesario iré hasta allí solo y volverécon mi hijo. Haré entrar en razón a ese Falaq y sihace falta moriré en el intento.

—Eso es una locura, señor —replicó Casio—.Le prenderán a usted también. O quizás le maten.Es gente sin escrúpulos.

—Casio, por eso mismo no puedo dejar a mihijo con ellos. Tengo que hacer algo. —Germánicoaulló de nuevo mirando al cielo. La mula del ancianose asustó y salió corriendo varios metros,levantando una gran polvareda ante la atenta miradade Taranis.

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—Sé qué es difícil pensar en estos momentos,señor, pero creo que tengo una idea. Es arriesgada,pero puede funcionar —dijo Taranis—. Todavíatenemos algo de dinero, ¿verdad?

—No mucho. Te escucho, Taranis. —Germánico intentó calmarse de nuevo mientrasescuchaba la propuesta de Taranis.

Roma

Tiberio acababa de leer la última carta que lehabía enviado Pisón y se lo había contado a sumadre. Estaba furioso, pues su mismo hijo adoptivoestaba desobedeciendo una ley dictada por elpropio Augusto. Había entrado en Egipto sin supermiso expreso. Estaba prohibido para loscaballeros ecuestres y senadores de Roma entraren Egipto sin el permiso del princeps.

—¿Pero quién se cree Germánico que es? Le

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he dado gobierno en Asia, pero no puede hacer ydeshacer a su antojo. Debería haberme consultadoantes de entrar en Egipto. ¿Me estará desafiando?—le dijo a su madre, que estaba pensativa.

—Tiberio, ahora mismo no creo que tengasque preocuparte en exceso por Germánico en esostérminos. Es un hombre honesto y salvo. Aunquecreyera que tus acciones fueran contra la mismaRoma, nunca levantaría ni un solo dedo contra ti.Créeme, hijo, tu madre sabe bien cómo escrutar aun hombre. Germánico ya pudo rebelarse enGermania y no lo hizo. Pero debemos tener mil ojosencima de él. El ansia de poder cambia a muchoshombres.

—Se ha dedicado a bajar los precios de lacomida para la plebe. A cada provincia que va loadoran. Y además le tenemos que conceder unaovación en Roma por la coronación de Artaxias.

—En eso sí que puede llegar a ser unaamenaza. El amor de la plebe es un arma muypeligrosa. Y no eres el divino Julio en ese aspecto,hijo mío. —Tiberio frunció el ceño—. Germánicopuede llegar a ser alguien muy molesto si la plebe

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está con él. Debemos aprovechar lo que ha hecho ydar un discurso en el Senado en el que reprobemossu comportamiento en Egipto. Pero no debemosexcedernos, ni dar a entender que queremoshundirle. Seremos firmes y justos. Cuando vuelva desu expedición, lo tendremos bien controlado denuevo y veremos qué hacer… Mientras, tambiéndebemos trabajar para que Druso sigaconsiguiendo mérito a ojos de la plebe y el Senado.

Fortaleza de Falaq el Oscuro, Egipto

A Aramo no le gustaba la idea de haberserendido y ser el último superviviente junto alpequeño Cayo, pero no podía dejarlo solo. Antesque someterse, hubiera preferido llevarse al infiernoa varios de aquellos bandidos egipcios, pero flacofavor le habría hecho al pequeño. «Es lo másinteligente», habría dicho Taranis. Aramo se

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encontraba en la celda, con el hijo de Germánico.Era una celda de adobe, como el resto de lapequeña fortaleza en la que se encontrabanrecluidos.

—Aramo, ¿crees que mi padre nos rescatará?—le preguntó un triste Cayo.

—Claro, pequeño. Tu padre es Julio CésarGermánico, vencedor de los germanos. Es un granhombre. Nos va a sacar de aquí. Eso no lo dudes.—Aramo quería creer que eso fuera verdad. Pero larealidad era que se encontraban prisioneros enaquel rincón del mundo sin saber nada del resto—.Ganó a miles de bárbaros en Germania. ¿Creesque lo detendrán unos simples bandidos?

Cayo pareció animarse un poco. Llevaban yados días encerrados allí y era difícil mantener elánimo del pequeño cuánto más tiempo pasaba.Nadie les decía nada y tampoco parecíanentenderlos. Sus secuestradores solo abrían lapuerta para darles comida. Y el estómago deAramo daba fe de que en pocas cantidades.

—Tengo hambre, Aramo —musitó Cayo.

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—Aguanta, ya queda poco para que nostraigan otra vez comida. Creo que estoy oliendo loque están cocinando —mintió el astur—. Tienes queser fuerte. Algún día serás emperador de Roma, lopresiento. Y no me suelo equivocar, así que estateseguro de que saldremos de aquí. Solo tienes queaguantar un poco más.

—¿De verdad crees eso, Aramo? —contestóel pequeño con los ojos abiertos de par en par.

—Por los dioses que sí. Serás un granemperador, Cayo Julio Cesár Germánico. Serásrecordado cuando los demás seamos polvo. «Elgran Calígula», dirán los historiadores.

Cayo sonrió. Le gustaba el apodo con el queAramo le había bautizado en Germania. Y a lastropas también, pues todos le llamaban Calígula.

Aramo oyó ruidos y a los pocos instantes seabrió la puerta. El que parecía ser el jefe deaquellos bandidos entró acompañado de unadocena de sus soldados. Si les iban a hacer algo,Aramo intentaría que alguno de ellos visitara elHades ese día. Los soldados se colocaron en torno

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a ellos, amenazándoles con lanzas y dejando unpasillo a su jefe. El cabecilla, con gestomalhumorado, dio una señal de que los sacaranfuera, y asieron a Aramo entre varios guerreros.Este se revolvió, pero le pusieron una lanza en elcuello a Cayo y tuvo que desistir. Finalmente lossacaron. Fuera lo que fuese lo que iban a hacerles.Aramo se sentía impotente.

Germánico, con semblante impasible,

cabalgaba unos pasos por delante de su guardia.Estaban acercándose a las puertas de aquellafortaleza. Era una fortaleza cuadrada con pequeñastorres en las esquinas y de un color arena oscuro,que le confería el adobe del que estaba hecha. Enun asedio no sería difícil excesivamente difícilderribar esos muros.

Se pararon a unos doscientos pies. Taranisportaba un estandarte. Después de un rato, sonaronlos goznes de la puerta y un puñado de guerreros

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bien armados salieron del interior. Montados encamellos, se acercaron hasta su posición. Aquelloshombres eran de piel algo más oscura que la de losegipcios. Vestían de forma parecida a la egipcia,pero con alguna piel de animales cazados,especialmente el que parecía ser el portavoz:

—¿Quiénes sois? —preguntó en un rudo latíncon un fuerte acento.

—Soy Julio César Germánico, cónsul de Romapor dos veces y gobernador de las provincias deAsia. Quiero hablar con Falaq.

—Yo soy Falaq —contestó secamente.—Tú tienes a mi hijo. Quiero que me lo

devuelvas ahora mismo.—¿Traes el dinero?—No, no traigo el dinero. Pero si miras a lo

lejos he dado a mi ejército orden de avanzar. Si nome entregas a mi hijo ahora mismo, derribaré tufuerte hasta la última piedra, os crucificaré a todos yluego os daré como pasto a los cocodrilos. —Falaqmiró a donde Germánico le había señalado. Viocómo una inmensa polvareda se había levantado.

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Se veían estandartes y el sol se reflejaba en lasarmas de los soldados. Tragó saliva. Germánicocontinuó hablando—. Después buscaré a vuestrasmujeres e hijos. Mis soldados violarán a vuestrasmujeres, las harán esclavas y a vuestros hijos lesarrancarán los ojos. Será como si nunca hubieraisexistido. Os borraré de la faz de la tierra. Mi padrees Tiberio, el césar, el hombre más poderoso delmundo. Enviará aquí más legiones y lo arrasarátodo. —Taranis se sorprendió de la cruel expresiónque adoptó Germánico para amenazar al bandido—. Si me entregas a mi hijo ahora, serémisericordioso, me iré y me olvidaré. Si no,lamentaréis haber nacido. —Faraq continuómirando al ejército que se estaba acercando sindecir nada—. No lo voy a repetir.

—Está bien. La mitad del oro —contestó Falaqmientras parecía calcular la amenaza que se cerníasobre ellos.

—Tú lo has querido. Te he dado opción y nome has escuchado, os mataremos a todos. —Germánico dio media vuelta despacio con sucaballo, sin mirar a Falaq. Los demás le

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acompañaron. Después de unos instantes de tensosilencio, Falaq gritó.

—¡Alto! Os lo entregaré, os lo entregaré —contestó Falaq visiblemente asustado.

Germánico resopló aliviado antes de dar lavuelta y volver a mutar su semblante en una muecade odio.

—Traed también al hombre que está con él. Yno lo repetiré más. —Falaq bajó la cabeza en señalde afirmación.

Falaq dio unas órdenes en su lengua queGermánico y sus hombres no entendieron. Pocodespués, aparecían por la puerta de la fortalezaCayo y Aramo. El cónsul intentaba mantener lacalma, pero durante un instante se emocionó al vera su hijo sano y salvo, y los ojos se le humedecieron.Los condujeron hasta ellos.

—Como muestra de arrepentimiento, osregalamos dos camellos para que puedan viajar devuelta —se disculpó Falaq con una reverencia.

Taranis y Serbal ayudaron a montar al chico y aAramo, que todavía se encontraban perplejos.

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Aramo iba a preguntar, pero Taranis le indicóllevándose el dedo índice a la boca que no dijerapalabra. Montar a camello también le produjobastantes problemas como para preocuparse demás cosas. Serbal, a pesar de la tensión delmomento no pudo evitar reírse de su hermanomientras intentaba subir al animal.

—Espero que no se os ocurra ninguna treta oentrometeros en mi camino. No volveré a ser tanmisericordioso por segunda vez. Agradeced a losdioses que sigáis con vida. Y respetad la vida delanciano —dijo Germánico.

De nuevo, Germánico dio la vuelta, casi sinmirar a su hijo. Los demás siguieron al romano ycabalgaron lentamente. Taranis miró por el rabillodel ojo y vio que los acongojados hombres de Falaqse dirigían de nuevo al interior de la fortaleza.

—Cabalgad despacio. No debemos pareceransiosos… —dijo Taranis. Aramo les seguía concara de no entender nada.

—¿De dónde habéis sacado semejanteejército? Por los cuernos de Cerunnus... ¿Cómo…?

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—Ahora lo verás, hermano, ahora lo verás —sonrió Taranis.

Al ir acercándose a donde el ejército seencontraba, Aramo comenzó a notar algo raro.Después de un par de millas por la árida llanura quese extendía en frente de la fortaleza, llegaron a laslíneas amigas que seguían avanzando, Taranis miróatrás y comprobó que los hombres de Falaqseguían agazapados dentro de su fortaleza.

—¡Se lo han tragado! —gritó Taranis, seguidode nerviosas carcajadas a las que se sumaronSerbal y Germánico. Este se bajó del caballo yabrazó entre lágrimas a su hijo.

Aramo comprendió entonces lo que habíapasado. Aquel ejército que había salido de la nadano eran si no mulas arrastrando escobas, variossoldados e incluso ancianos con armas yestandartes. Entre los soldados y ancianos nohabría mas de cincuenta, pero habían sidosuficientes para que el sol reflejara las armas. Elpolvo que habían levantado las mulas había hecho elresto, para que pareciera que eran miles de pieslevantando arena.

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—Hermano, esta vez te has superado. Estaañagaza es incluso más grotesca que cuandohiciste que con unas tubas ahuyentáramos a losgermanos del fuerte Aliso en Germania —dijoSerbal.

—Este desierto hace que veas cosas que noson. De lejos, no se percibe con claridad. Nonecesitábamos un ejército. Necesitábamos queellos creyeran que teníamos uno. —Apuntó Taranis.Germánico se acercó con su hijo, con los ojostodavía humedecidos—. Señor, el discurso deaniquilación fue muy convincente. Falaq estabacagado de miedo. Y el farol de dar la vuelta cuandopedía la mitad de oro…

Todos rieron soltando la tensión acumulada.—Taranis, eres un loco.¡Pero eres un genio!

Aunque si no hubiera funcionado, no sé dóndeestaríamos ahora. Mejor no pensemos en eso…Muchachos, me habéis salvado la vida en otrasocasiones. Pero esta vez habéis salvado la vida demi hijo. No lo olvidaré nunca —dijo mientrasestrechaba el hombro de su hijo.

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—Creo que nos merecemos un aumento depaga —apuntó un sonriente Serbal. Casio se echóla mano a la frente y enarcó las cejas.

—Bueno, no debemos tentar más a la suerte.Debemos irnos antes de que se den cuenta delengaño. Así que a galope tendido hasta Siene —ordenó Germánico.

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Capítulo 11Germánico

Siria, año 19 d.C.

Pisón había hecho todo lo posible por incumplirlas órdenes de Germánico. Sabía por su red deinformadores que estaba terriblemente enojado conél. Había intentado degradar su imagen todo loposible, ante las tropas y todos los gobernantes conlos que había tenido audiencias. Incluso habíallegado a despreciarlo con desdén públicamente ycon la presencia del mismo Germánico, ante el reyde los nabateos. Pisón temía que Germánoco

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pudiera llegar a tomar acciones contra él. En esecaso, era consciente de que el hijo adoptivo deTiberio era un gran militar y con un gran carismaentre la tropa. Y en eso no podía competir con él.

Cuidando de que nadie le descubriera, Pisónse fue hasta sus aposentos con la última cartalacrada que había llegado desde Roma. Nadiepodía leer esa correspondencia, pues eraconfidencial. En esas misivas llegaban directricesde Roma. Pero no eran órdenes oficiales, así queconvenía que nadie tuviera acceso a ellas. Despuésde leer cada carta, Pisón la guardaba en lugarseguro.

El gobernador de Siria llegó a sus aposentos,donde Plancina descansaba remolona, se sentó yabrió el sello de la carta. Comenzó a leerla y surostro fue palideciendo a medida que avanzaba.Cuando la acabó, dejó caer la misiva al suelo y sequedó petrificado mirando a la pared. Plancina, aladvertir esto, se levantó, recogió la carta y la leyó.

—Querido, ¿estás bien? —preguntó Plancina.—¿Que si estoy bien? ¿Has leído la carta?

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—Sí, la he leído.—Por Júpiter, Plancina, ¿y te quedas tan

tranquila?—¿Por qué habría de alterarme? Nos llegan

órdenes de Roma, y tal como hemos hecho hastaahora, las cumpliremos.

—Diciéndolo así suena tan fácil… Por Cástor yPólux, ¿acaso no ves la magnitud de lo que se nosordena?

—No veo dónde está la complicación, Cneo.Solo debemos hacer las cosas bien y con tiento. Esmás, sé cómo arreglar este asunto y quién nosproporcionará una gran ayuda. Necesito que envíesuna carta que yo escribiré a Martina, una buenaamiga mía. El resto de los arreglos necesarios losdiscutiré con Nevio. No quiero que te preocupes nite agobies. Yo me ocuparé de ello. Tú descansa,que últimamente estás muy débil con tanto ajetreo.

—Está bien, Plancina… —asintió un resignadoPisón—. Voy a tomar un poco el aire.

Pisón salió de la habitación. Si se hubieradado la vuelta, podría haber visto a Plancina con

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una pérfida sonrisa.

Cerca de Antioquía, año 19 d.C.

Afortunadamente, durante el regreso no huboque lamentar ningún incidente más. Todos teníaninstrucciones de no contar ni una palabra de lo quehabía sucedido, en especial a Agripina. Taranispensaba que ella era el único ser del mundo al queGermánico temía. Sabía que si se enteraba de queCayo había sido hecho prisionero montaría encólera y le reprendería con dureza. Agripina era unamujer con carácter.

Al volver a las provincias del Norte, Germánicohabía comprobado con desagrado cómo Pisónhabía desobedecido sus órdenes una vez más.Germánico estaba ya más que harto. Tendría quetomar medidas contra el gobernador de Siria, peroel trabajo se le acumulaba en las provinciasasiáticas y había asuntos prioritarios que atender. Él

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y su guardia, junto con su familia, se dirigían aAntioquía, donde varios asuntos diplomáticosaguardaban a Germánico.

—Pisón… Si Germánico dejara el asunto enmis manos, le haría una visita a ese maldito hijo dezorra y le rebanaría la cabeza con mi hacha. Sesolucionaría con rapidez —dijo Aramo.

—No suele ser habitual, pero esta vez estamosde acuerdo. Aunque yo optaría por algo más sutil…—repuso Serbal.

—Por mucho que parloteéis, las decisiones lastoma Germánico y no vosotros. Así que centraos enhacer bien vuestro trabajo —les replicó secamenteCasio.

—¿Cuánto tiempo crees que estaremos en lasprovincias de Oriente, Casio? —preguntó Taraniscambiando de tema, antes de que la tensión seapoderara del momento.

—Pues la verdad es que no lo sé. Ni el mismoGermánico lo sabe. Supongo que hasta que elcónsul no sea necesario en otra parte, seguiremosaquí. Ya sabéis que trabajo no le falta. Estas

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malditas provincias no saben convivir en paz.Cuando se pacifica una, en otra salta una rebelión,o en otra se quejan de los impuestos. Estaríamosasí una eternidad y no acabaríamos nunca.

—Gracias, Casio…, eso me anima mucho… —Casio se dio cuenta de que Taranis echaba demenos su tierra, a su mujer y al hijo que no conocía.

—Bueno…, nunca se sabe lo que puedepasar… Parecía que nunca saldríamos deGermania y ya hace mucho que nos fuimos de allí —repuso Casio.

Poco después, tuvieron que parar, puesGermánico se sintió indispuesto y tuvo que bajar delcaballo a vomitar. Tras arrojar todo lo que tenía en elestómago, pareció sentirse algo mejor y laexpedición continuó. Siguieron cabalgando hastaque un rato después, Germánico levantó la mano ydio orden de parar. Si Casio no hubiera llegadorápido, se hubiera caído de su caballo. Estabapálido y débil.

—Acamparemos aquí y mañana retomaremosla marcha —ordenó Agripina—. Germánico no está

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en condiciones de seguir. —El romano intentó hacerun gesto, pero Agripina le interrumpió—. Mañanacontinuaremos hasta llegar a Antioquía, hoy debesdescansar. Lo que tengas que hacer allí puedeesperar.

Se montó el campamento cerca ya deAntioquia. Agripina pasó la noche despierta,cuidando a Germánico, que presa de fuertes fiebresestuvo delirando. Taranis intentó convencer a lamujer de que descansara un poco, pero ella senegó a dejar solo a su esposo. Bien entrada ya lanoche, Germánico pudo dormir algo, y Agripinacayó rendida a su lado. Al alba, el cónsul romanohabía experimentado una leve mejoría, pero seguíabastante débil.

—Debemos levantar el campamento. Tenemosque llegar a Antioquia —sugirió un débil Germánico.

—Sí, pero tú irás en una camilla, en un carro —replicó Agripina.

—Pero…—No hay pero que valga. Estás muy débil, y si

montas a caballo, caerás y te romperás algo.

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Haremos el camino que queda hasta Antioquia, y alllegar allí nadie te molestará. Me da igual si el rey deesta o aquella provincia tienen que esperar. Estásenfermo y hasta que no te restablezcas no recibirása nadie. —Germánico no tenía fuerzas paracontradecir a su esposa—. Casio, habilitad unacamilla y subidlo a un carro.

—Como ordene, mi señora.Parecía que Casio también acataba las

órdenes de Agripina como si el general másautoritario las estuviera dando.

El viaje prosiguió hasta Antioquia, donde unode los nobles de la ciudad se ofreció a darlesalojamiento en su casa, garantizándoles que noserían molestados. Germánico estaba impacientepor restablecerse, para atender los asuntos que lehabían llevado hasta allí. La fiebre pareció remitiralgo, pero a la mañana siguiente se levantó,quejándose de un fuerte dolor de cabeza. Además,un par de pequeñas úlceras habían aparecido en sucostado. Agripina intentaba no parecer preocupada,pero su rostro, mezcla de cansancio y desasosiego,la delataba.

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Al día siguiente, la residencia en la que sehallaban se levantó con gran alboroto. Casio y losdemás bajaron armados a averiguar que sucedía.Cuando llegaron, pudieron ver que lo que habíaocurrido. Uno de los sirvientes que los acompañabadesde hacía meses había sido degollado. Cuandorebuscaron en sus pertenencias, vieron que tenía unpequeño saco de monedas. Aquello no lo podíahaber ahorrado con lo que se le pagaba.

—Esto no me gusta nada —dijo Casio congesto preocupado.

—Si este hombre tiene ese dinero y ha sidoasesinado, es que ha hecho algo que alguien noquiere que se sepa. ¿Piensas lo mismo que yo?

—Veneno —afirmó Taranis con gesto sombrío—. Puede que la enfermedad de Germánico no seauna casualidad. De todas formas, no digamos nadahasta estar seguros. No conviene preocupar más aAgripina y los niños.

Un par de días después, las altas fiebresvolvieron, además de nuevas úlceras. El estado deGermánico parecía ir de mal en peor. El pequeño

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Cayo no paraba de pasar preocupado por lahabitación de su padre, y Aramo trataba detranquilizarlo, jugando y hablando con él para queestuviera distraído.

Ese mismo día, Taranis y Serbal vieron a unpar de individuos husmeando por los alrededoresde la casa. Por la noche, uno de ellos fuesorprendido vigilando, subido a uno de los murosque rodeaba la propiedad de la casa en la que seencontraban, pero escapó antes de que lo pudieranatrapar.

En los días siguientes, Germánico pareciómejorar, lo que hizo que Agripina se alegrara unpoco, esperanzada por que su marido empezara arecuperarse. Las fiebres estaban bajando y parecíaque las llagas comenzaban a curar. Pese a todo,Germánico, un hombre vital, seguía débil, y debido ala enfermedad, había adelgazadoconsiderablemente.

Taranis y Casio se hallaban fuera de lahabitación, charlando.

—Puede que nos hayamos confundido. Parece

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que se recupera, Taranis.—Eso espero, Casio. Por los dioses, ¡qué

bueno sería equivocarse! —afirmó Taranis.De todas maneras, el asesinato de aquel

sirviente seguía sin resolverse y no se sabía lacausa. Habían investigado y no habían sacado nadaen claro.

Agripina salió entonces de la habitación deGermánico y, como todos los días desde quehabían llegado, se dirigió al templo que había en laciudad a orar a los dioses por su marido y aofrecerles sacrificios.

Siria

Pisón entró en la estancia y lo que vio le dejóestupefacto. Había regresado antes de lo previstode su reunión con los informadores. Su mujerestaba totalmente vestida de negro ante un

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improvisado altar lleno de huesos, no sabía muybien si humanos o animales, canturreando algoininteligible y contoneándose. En el suelo habíaextraños signos pintados con sangre. La escena leheló la sangre en las venas.

—Plancina, por el amor de Júpiter. ¿Quéhaces?

Plancina pareció no oírle y siguió con suobsceno baile y aquel extraño canto. Pisón estabaen la puerta sin saber qué hacer. Después de unosinstantes, Plancina acabó arrodillándose frente alaltar y llevando la cabeza al suelo. El canturreocesó. Se levantó y se dirigió a Pisón.

—Querido, hay que hacer las cosas que seannecesarias. No me mires con esa cara.

—¿Pero qué estabas haciendo? —preguntó unconfundido Pisón.

—No lo entenderías… Es algo que nos ayudaráen nuestros propósitos .Es todo lo que necesitassaber. —Plancina comenzó a despojarse deaquellas vestiduras negras—. Supongo que tendrásnoticias.

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—Sí… —Pisón seguía impresionado por lo queacababa de contemplar.

—¡Vamos, querido! Dime lo que te hancontado.

—Pues… Por lo que nuestros espías hanpodido saber, los planes siguen lo establecido.Todo marcha como habíamos previsto.

—Perfecto. Ahora, vámonos. No nos convieneestar cerca de Germánico en estos momentos.Mañana al alba partiremos y esperaremos nuevasnoticias. Debemos avisar a Nevio para que partacon nosotros. Alegra esa cara, Cneo. ¡Parece quehubieras visto a un fantasma! La fortuna nos sonríe.

«Si hubiera visto un fantasma, tal vez me habríasobresaltado menos». Pisón a veces pensaba queen verdad no conocía a su mujer ni sabía de lo queera capaz. Si Plancina hubiera sido un hombre,desde luego habría llegado lejos, eso no le cabía nila más mínima duda.

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Antioquía

Germánico parecía haber mejorado, perocuando las llagas estaban curando, comenzó unatos seca y problemas de respiración. Cada vez seencontraba más débil y fatigado. Agripina estabalimpiándole la frente con un paño húmedo. Casio ylos astures estaban también en la habitación deGermánico.

—Sé lo que pensáis todos. Yo también creo lomismo, estoy mal, pero la cabeza todavía mefunciona con normalidad. Esto no es unaenfermedad. Este mal está causado por algúnveneno. Y si hay alguien que tenga motivos paraenvenenarme, sabemos todos que ese es Pisón.

—¿Y crees que Pisón actuaría así si no tuvieraalgún respaldo? —preguntó Agripina.

—Sé por dónde vas, Agripina. Una cosa esacusar a Pisón, que ha demostrado más que desobra su desprecio por mí. Pero querer acusar a

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Tiberio… Es mi padre adoptivo…—¿Tu padre adoptivo? Lo hizo porque Augusto

se lo impuso. Él quiere que Druso sea su sucesor,pero sabe que la plebe te ama y está usando a esemalnacido de Pisón.

—Agripina —dijo Germánico con dulzura—.Este veneno me llevará con mis antepasados.¿Recordáis el oráculo de Apolo Clario? Allí mepredijeron que moriría pronto… Tú te quedarás alcargo de nuestros hijos. Prométeme por lo mássagrado que acatarás la justicia de Roma, y sobretodo, que no harás nada para acusar a Tiberiocuando yo no esté. No soy un ingenuo y piensocomo tú, pero sin una prueba irrefutable, acusarlesería firmar tu sentencia de muerte y la de nuestrafamilia. Si Tiberio está detrás de esto, seguro quese habrá cubierto bien las espaldas. Livia, sumadre, es una experta en estas lides…

—Pero…—Debemos pensar en nuestros hijos, Agripina.

Prométemelo, por favor. Dime que no harás ningunatontería. Nuestros hijos tienen que ser lo primero. —

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Agripina miró hacia abajo y con lágrimas en los ojoscerró con rabia los puños—. Agripina…

—Lo prometo…—He enviado una carta a Pisón expulsándole

de la provincia. Esta vez parece que me haobedecido. Por lo menos, de momento...

—Casio, Taranis, Serbal, Aramo… Acercaos…—les dijo Germánico—. He aquí a mi guardia, misjinetes, que tan bien me han servido. Hijas decaudillos, águilas de la legión, ejércitos degermanos, bandidos egipcios… No hay nada quese os resista… —recordó el cónsul con una sonrisa,aunque tuvo que detenerse por un ataque de tos.Agripina le dio un vaso de agua y continuó—: Casio,mi buen Casio. El día que falten hombres como tú,Roma dejará de ser lo que es… —Casio seemocionó ante las palabras de Germánico—.Serbal, el hombre más descarado que he conocidoy con una lengua casi tan afilada como su espada.Aramo, esa montaña de músculos a la que mi hijoadmira, y con el que no me atrevería a enfrentarmeni con una cohorte. Y Taranis, el mago que invoca aejércitos de la nada y al cual le debo mi vida y la de

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mi hijo. Allá a donde vaya os echaré de menos y osllevaré en mi corazón. —Todos tenían los ojoshumedecidos por la emoción—. Mis queridosamigos, os quiero dar mis últimas órdenes. Quieroque escoltéis a mi familia hasta Roma y la dejéis allísana y salva. Sé que lo haréis, mis valientesguerreros.

—Por supuesto, señor —alcanzó a decir Casiocon la voz quebrada.

—Antes quiero daros algo. —Señaló una bolsacon documentos, que le acercó Agripina—. Conestos documentos, ya redactados y firmados,Casio, eres un caballero de la Orden Ecuestre.

—No, no… —tartamudeó Casio. Germánico yAgripina esbozaron una sonrisa—. No sé qué decir,señor. Es un gran honor, no se si me lo merezco.

—Tonterías, Casio… —dijo Germánico antesde toser de nuevo—. Mis tres guerreros del norte deHispania… Vosotros volveréis a vuestra tierrasiendo ciudadanos romanos. Cualquier cargo quehubiera sobre vosotros queda absuelto.

Los tres hermanos miraron a su general

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emocionados. Tenían una mezcla de sensaciones.Serían ciudadanos romanos, era un regalo queGermánico les hacía y que además les descargabade cualquier pena que pudiera pesar sobre ellos.Podrían volver a su patria sin temor y sin tener queesconderse. Pero ver a Germánico postrado en unacama agonizando les encogía el corazón. No solose había ganado su respeto como general, sinotambién su amistad.

—Vamos, no os entristezcáis, amigos.Brindemos por ello. Agripina, trae vino.

—¿Vino? ¿Estás loco?—¿Qué mal me ha de hacerme ya un poco de

vino? Por lo menos me humedecerá el gaznate. Lotengo como una cáliga después de una marcha, porJúpiter.

Taranis admiraba a aquel hombre, que inclusoviendo su muerte cerca, conservaba el ánimo.Agripina trajo el vino a regañadientes y dispuso unacopa para cada uno.

—Por la amistad. —Germánico alzó su copa.—Por la amistad —dijeron todos al unísono.

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Después de beber la copa de vino, Germánicose recostó fatigado y Agripina les pidió que ledejaran descansar. Salieron fuera y se sentaron sindecir palabra, pensando en todos losacontecimientos recientes. Atardecía ya, y aunqueninguno de ellos tenía apetito para cenar. Pasaronlas horas, hasta que por la noche oyeron a Agripina.Entraron en la estancia y vieron que Germánico seretorcía en su lecho con los ojos fuera de sí yechándose la mano al cuello, con gestos quedenotaban que no podía respirar. Agripina no sabíaqué hacer y le preguntaba nerviosa qué le ocurría.Serbal corrió a llamar al médico. Germánicoentonces pareció relajarse, el aire pareció entrar denuevo a sus pulmones, aunque su cara palidecíapoco a poco y una enorme fatiga se podía leer en surostro. Les miró a todos con una leve sonrisa.Acarició suavemente el rostro de su mujer y la mirócon dulzura.

—Cuida de nuestros hijos —dijo con un hilo devoz—. Te quiero, mi amor.

Un espasmo recorrió el cuerpo de Germánico.El cónsul echó su mano derecha al brazo izquierdo y

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movió la cabeza hacia atrás, para luego relajarsepor completo con los ojos quietos. Poco a poco, lafatiga pareció desaparecer del rostro deGermánico, con sus ojos inmóviles mirando haciaarriba. Agripina comenzó a gritar. Casio puso eloído sobre el pecho de Germánico y se apartó congesto sombrío. Agripina entonces sollozó con lacabeza recostada sobre su marido. Julio CésarGermánico había muerto.

Taranis se llevó las manos a la cabeza ycomenzó a dar vueltas en la habitación, incrédulo.Aquello tenía que ser una pesadilla. Serbal llegó conel médico, todavía somnoliento. Aramo le hizo ungesto negando con la cabeza y Serbal entendióentonces lo que acababa de pasar.

Agripina pasó toda la noche llorando, velando asu marido, y Casio y los tres astures permanecieroncon ella. El dolor y la falta de sueño se reflejaban enlos ojos de todos. Al alba, Agripina se levantó,frotándose los ojos enrojecidos.

—Debo ir a decírselo a mis hijos. Haced quepreparen el cuerpo de mi marido.

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Dicho eso, Agripina fue hasta la puerta.Cuando estaba a punto de salir, Casio tuvo quesujetarla para que no cayera al suelo. Estabacompletamente agotada.

—Yo la ayudaré, mi señora. —Agripina seencontraba demasiado agotada como para decirleque no. Los dos se dirigieron a los aposentos de losniños—. Taranis, encárgate de… —Casio tenía unnudo en la garganta y no pudo seguir. Taranisasintió con la cabeza.

Más por conveniencia que por obediencia,

Pisón había abandonado Siria cuando Germánicose lo ordenó, aunque ya tenía tomada la decisióncuando se enteró de que la salud del difunto cónsulhabía empezado a empeorar. Un mensajero leshabía traído la noticia. Germánico había muerto.Pisón estaba reunido con su mujer, Nevio, que sehabía ganado su confianza, y Domicio Célere, unbuen amigo suyo, para decidir los pasos que iban a

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seguir. El legado de Tiberio dudaba y no tenía muyclaro qué hacer.

—Mi buen amigo, creo que no es convenienteque vuelvas a Siria e intentes tomarla. No solotendrías que tomarla por las armas, sino queademás, Agripina llegaría mientras tanto a Romacon las cenizas de Germánico. El pueblo entoncesya te habrá juzgado. Sería conveniente queacudieras a Roma a demostrar tu inocencia antesde que los demás lleguen y las emociones dominenal vulgo —le aconsejó Domicio mientras Pisón loescuchaba pensativo.

—¿A Roma? ¿Irnos a Roma? —replicóairadamente Plancina—. Ir a Roma es reconocerque hemos hecho algo. Ir ahora mismo a Roma eslo mismo que decir que somos culpables. Si nohemos hecho nada malo, debemos quedarnos aquí.El gobierno de Siria nos fue dado por Tiberio, y queyo sepa no nos lo ha quitado. ¿Por qué habríamosde irnos?

—Plancina, conoces bien Roma, y sabes quela plebe es muy voluble. Adoran a Germánico y, sise corre el rumor de que Pisón tiene algo que ver

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con su muerte, la plebe lo verá culpable.—¿La plebe? La plebe llorará a Germánico,

pero al poco se olvidará de él. Cuando volvamos aRoma ya ni se acordarán de su nombre.

—¿Y qué me dices de la provincia? Laslegiones afines a Germánico no dejarán que Pisónvuelva así como así.

—No olvides que tenemos tropas fieles anuestra causa. Y aliados. Podemos contar con loscilicios.

—Tampoco olvidemos que las tropas que sonfieles a Germánico, pueden sernos fieles a nosotrossi se les estimula convenientemente —añadió Nevioante la mirada complaciente de Plancina.

—Domicio, sé que tus consejos son con lamejor de las intenciones. Pero en esta ocasiónestoy de acuerdo con Plancina. Ir a Roma es tantocomo decir que soy culpable. Además, tengo unaprovincia que gobernar, provincia que legítimamentees mía, por muchas cartas que me escribaGermánico ordenándome que me marcha, yademás él ya no está entre los vivos. Así que

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volveremos a Siria. Está decidido. Es todo.Gracias, Domicio —dijo Pisón ante la resignaciónde un Domicio que abandonó la sala.

—Mañana embarcaremos de vuelta a Siria.Debemos ocuparnos de enviar un mensaje anuestros aliados cilicios. Nevio, quiero que teencargues de convencer a las legiones deGermánico.

—Hay un par de centuriones en nuestras filascon contactos allí. Los enviaremos con algún oficialde confianza con lo necesario para… estimular sulealtad.

—Está bien. Voy a ordenar la partida. —Pisón,todavía pensativo, se fue de la sala, dejando allí aNevio y Plancina.

—Nevio, hay otra cosa que debe de hacerse yquiero que te encargues personalmente. No quierofallos —dijo Plancina—. Martina, la mujer a la que teenvié para que te diera …ciertas sustancias…,debe ser eliminada. Yo me ocuparé de que envíen aotro a los campamentos de las legiones.

—Sí, mi señora.

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—Mi marido tiene que ir hasta el puerto. Eso lellevará tiempo Atranca la puerta y ven aquí —le dijoPlancina mientras se acercaba a Nevio y le besabacon pasión.

Mare Nostrum, costa de Panfilia

Habían sido días muy duros, en especial paraAgripina y los niños. Germánico había sidoincinerado en Antioquía y Agripina portaba ahorasus cenizas. El pequeño Calígula se apoyaba enAramo para pasar aquellos dolorosos momentos.Después de honrar a Germánico, habíanembarcado para volver a Roma, y ahora seencontraban bordeando la costa de Panfilia. Losánimos de la expedición no se encontraban muyaltos. Taranis estaba en la cubierta del barco,observando el horizonte mientras la suave brisa leacariciaba el rostro. Casio se le acercó.

—¿Qué tal está Agripina? —preguntó Taranis.

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—Cada vez la veo más demacrada. Casi nocome y su ánimo no mejora nada. Ni sus hijos soncapaces de arrancarle una sonrisa. Parece quehubiera perdido años de vida en este tiempo,Taranis —respondió Casio con expresiónpreocupada.

—¿Y los niños?—Los niños están tristes. Además, ver a su

madre así no les ayuda. Pero son muy jóvenes y losuperarán. Me preocupa más Agripina. —Casiomiró a lo lejos, entrecerrando los ojos—. Allí vieneotra nave en dirección opuesta a la nuestra. Pareceromana. Aun así, habrá que estar atentos.Pongamos en alerta a todo el mundo.

Casio y Taranis avisaron al resto del barco quetuvieran las armas a mano. No querían sorpresas.Agripina también subió a la cubierta, a ver quéocurría. Mientras, la otra nave cada vez se acercabamás.

—Mi señora, no es un buen momento paraestar en la cubierta —dijo Casio.

—Casio, llevas la mitad del viaje diciéndome

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que suba a tomar el aire. Ahora que lo hago, no medigas que baje.

—Esa nave, esa bandera… —interrumpióSerbal, que estaba junto a ellos. Si mi vista no meengaña y no suele hacerlo, esa es la nave de Pisón.

El rostro de Agripina se tensó. Casio ordenó atodo el mundo colocarse en los puestos decombate. Todos miraban a la mujer de Germánico.

—Aunque lo que más deseo en este mundo esasir una espada y lanzarme a por ese barco, si ellosno hacen nada, no quiero que se le ataque. No voy aarriesgar la vida de mis hijos. Si se atreven aabordarnos, no quiero que dejéis a nadie con vida.A nadie, no respetéis ninguna condición —dijoAgripina con tono firme.

Los siguientes minutos fueron de extrematensión. El otro barco seguía su trayectoria yaparentemente no iba a hacer ningún giro brusco. Elpeor momento llegó cuando las dos navesestuvieron frente a frente y la distancia que lasseparaba era de cien pies. Desde los dos barcosse profirieron insultos. Agripina se mantenía digna

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en la cubierta del barco, aunque mirando con odiohacia el barco de Pisón, al que pudo ver arrebujadoen una capa, en la popa del barco junto a Plancina.Taranis podía imaginar la rabia contenida de laviuda de Germánico. Él tenía también sobradosmotivos para querer asaltar aquel barco. Pisónhabía sido cómplice de la muerte de sus padres, yahora de la de Germánico. Pero todos habían dadosu palabra de proteger a los niños y no podíanarriesgar sus vidas.

La nave de Pisón se fue alejando lentamente.El enemigo de Germánico tampoco se decidió aatacar. Al poco de que el peligro se alejara,Agripina se dirigió hacia ellos.

—Pisón regresa para retomar el gobierno deSiria. Hay que impedírselo. Quiero que volváis atierra. Que Aramo se quede con nosotros. —Aramofrunció el ceño extrañado—. Debéis informar aCneo Sencio, el gobernador designado por loslegados de nuestras legiones, e impedir que esarata de cloaca se salga con la suya. Lo quiero enRoma, delante del Senado, para responder por suscrímenes. Nosotros seguiremos nuestro rumbo. Os

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esperaremos en Corcira. Necesitaremos descansaralgo antes de llegar a Roma. Coged cuanto seanecesario. Pero haced que ese perro sea juzgadoen Roma, por Júpiter.

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Capítulo 12Siria

Siria, año 19 d.C.

Habían desembarcado hacía ya dos días ydejado a la expedición rumbo a Corcira por mar.Tileno había agradecido bajar del barco, pues no legustaba navegar, encerrado en el barco. La guardiade Germánico había seguido de cerca a Pisón, quese había dirigido a Cilicia, al fuerte de Celenderi, enel norte de Siria. El fuerte estaba construido en lafalda de una montaña, y pese a parecer antiguo,contaba con unos formidables muros de piedra.

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Casio, Serbal y Taranis estaban acampados nomuy lejos de allí, en una cueva excavada en unacolina, desde la que se podía observar la fortaleza yel camino que llegaba a ella. Estaban vigilando losmovimientos para luego informar a Cneo Sencio,que había sido nombrado gobernador de Siria porlos legados de las legiones a la muerte deGermánico. Esa noche, Casio hacía la primeraguardia de la noche, mientras Serbal y Taranisdescansaban.

—Despertad. Vamos, rápido —les dijo Casiomientras zarandeaba a los somnolientos astures—.Han salido dos jinetes de la fortaleza. Si nos damosprisa, podremos apresarles y sacarles algo deinformación. Iremos al punto donde se estrecha elcamino y les esperaremos agazapados entre laspiedras que hay a los lados.

Casio y Serbal se desperezaron, cogieron susarmas y siguieron a Casio. Serbal cogió un arco.Corrieron hacia el punto que Casio había dicho. Elcamino era angosto y había grandes piedras a loslados que les permitieron ocultarse en la oscuridad.Llegaron con suficiente tiempo para preparar la

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emboscada.—Taranis y yo saltaremos sobre ellos y los

derribaremos. Tú, Serbal, quédate a la espera conel arco. Si la cosa se pone difícil, coge tu espada ybaja.

Rápidamente se colocaron como Casio habíadispuesto, agazapados tras las piedras. Pocodespués oyeron los cascos de los caballos que seacercaban. Los jinetes avanzaban a paso lento, loque favorecería el asalto. Cuando llegaron a sualtura, Casio, primero y acto seguido, Taranis selanzaron a descabalgar a los desprevenidossoldados. Con el impulso, los derribaron de susmonturas y rodaron por el suelo. Casio le propinó unbuen puñetazo en la barbilla a su contrincante antesde que pudiera reaccionar, desenvainó el gladio yse lo puso en el cuello. El jinete entendió la señal.No hizo ningún movimiento y levantó las manos.

Taranis estaba enzarzado con el otro jinete. Elastur fue empujado dos pasos atrás. Los dossacaron sus armas, y antes de que comenzaran aluchar, se oyó una voz.

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—No hagas nada, romano, o te atravieso elgaznate —advirtió Serbal con voz firme y una flechatensada en su arco, apuntándole.

El romano, con gesto de desprecio, lanzó elarma a un lado. Taranis se acercó a él con laespada y lo hizo caminar junto a su compañero.Habían tenido suerte, pues no eran soldados rasos.Eran un centurión y un optio, así que era probableque estuvieran informados de los planes. Les ataronlas manos a la espalda y les llevaron hasta laentrada de la cueva. Una vez allí, también les ataronlos pies y los tumbaron en el suelo, boca arriba.Casio se dirigió a ellos.

—Escoria. Eso es lo que sois. Mancilláis laságuilas de Roma sirviendo por un puñado demonedas al asesino de Germánico. Sois un hatajode traidores.

—Pisón es el gobernador de Siria y como tal leobedecemos —contestó uno de ellos.

—Las monedas con las que os ha compradono tienen nada que ver, ¿verdad? No me digáis quesois fieles soldados de Roma —contestó Casio con

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desprecio—. Sois muy jóvenes para ser oficiales, yno veo torques en vuestra vestimenta que me hagansuponer méritos militares, con lo cual está claro porqué habéis sido ascendidos. Aunque eso ahora eslo que menos me importa. Como oficiales, estaréisal tanto de los planes, así que me vais a contar adónde ibais y cuáles son los planes de Pisón.

—A nosotros no se nos cuenta nada. Noshabían enviado a una misión de reconocimiento.

—¿Y por eso lleváis este saco repleto demonedas? —intervino Taranis, que volvía deregistrar sus monturas—. ¿Y Pisón envía a un optioy a un centurión de reconocimiento? Me parece unpoco raro.

—No agotéis mi paciencia. Empezad a hablarya —dijo Casio con tranquilidad mientras se alejabacaminando unos pasos y se agachaba.

—Es todo lo que sabemos. Esas monedaseran para reclutar nuevas tropas…

Antes de acabar la frase, el optio soltó unalarido, precedido del ruido de un chasquido.Taranis vio sorprendido que Casio había cogido

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una piedra y le había partido la pierna al optio conun golpe por debajo de la rodilla. El optio se retorcíade dolor, maldiciendo.

—Centurión, espero que empieces a hablar.Aquí hay muchas piedras y yo tengo muy pocapaciencia —advirtió un impasible Casio. Serbal nopudo reprimir una carcajada.

—Está bien, está bien…, hablaré —respondióun tembloroso centurión mirando la pierna de sucompañero. Podía verse el hueso partido porencima de la piel…—. Nos habían enviado asobornar a los oficiales de las legiones de CneoSencio. Pisón quería que se pasasen a nuestrobando.

—Muy bien, soldado, honrando a la legiónromana…Sigue —dijo Casio con un gélido tono devoz—. No me hagas enfadar más y sigue. ¿Quémás planea Pisón?

—Pisón ha llamado a sus aliados cilicios y estáprevisto que lleguen refuerzos. Además, se hainterceptado un nuevo grupo de reclutas que veníande Roma. Eso es todo, no sé más, lo juro. —Casio

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se acarició la barbilla, alzó el brazo en el que teníala piedra y volvió a bajarlo rápidamente hacia abajo—. No sé más, lo juro. ¡Ah!

—Parece que dices la verdad. —Casio habíahecho amago de aplastarle la rodilla, perofinalmente golpeó al suelo—. Subid a esta escoria asus caballos, nos vamos. Hay que avisar a Sencio.Entablillad la pierna a ese desgraciado. Aunque nolo merezca, será juzgado por un tribunal militar.

Después de hacer una precaria cura al optio,ataron a los dos prisioneros y los subieron a susrespectivas monturas. Con los caballos uncidos alos suyos, partieron en dirección a loscampamentos de las legiones de Cneo Sencio.Después de un pesado viaje, que intentaron hacerlo más rápido posible, Casio y los hermanosllegaron a su destino muy fatigados. Aun así, trasponer en custodia a los dos prisioneros, sedirigieron al praetorium del campamento a ver aSencio. Tras discutir con los guardias para poderentrar, apareció un centurión que conocía a Casio ehizo que pasaran a ver al gobernador.

—Casio, ¿no deberíais estar rumbo a Roma?

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¿Dónde está Agripina? —preguntó extrañadoSencio. Era un militar ya veterano de muchascampañas y la plata ya teñía desde hacía tiempo elpoco pelo que le quedaba—. ¿Qué es lo queocurre?

—Señor, al bordear la costa de vuelta a Roma,nos encontramos con la nave de Pisón, queregresaba a Siria. Agripina continuó rumbo aCorcira, pero nos ordenó informarte. Nosotrosdesembarcamos y les seguimos. Pisón se ha hechofuerte en Celenderi, donde agrupa a sus tropas. Allíestuvimos espiando sus movimientos, para intentaraveriguar sus planes, y después de un par de díascapturamos a dos oficiales. Les sonsacamos losplanes de esa rata de cloaca. Quería recurrir alsoborno para que varios oficiales con sus tropasdesertaran de estas legiones para unirse a él.

—Maldito Pisón... No le ha bastado con acabarcon Germánico, sino que ahora se rebela. Así quequiere recuperar Siria... Pues no se la daremos unabandeja de plata si es lo que espera.

—Además, ha llamado a sus aliados cilicios,con lo que contará con más tropas. También ha

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interceptado una partida de reclutas, así que habráreunido a buen número de hombres.

—Nos pondremos en camino. Contamos con labaza de que él no sabe que hemos descubierto susplanes y vamos a avanzar contra él. Decidle a mislegados que los quiero aquí ya —dijo Sencioseñalando a uno de sus guardias.

—Mi señora Agripina le pide que por favorhaga que Pisón sea enviado a Roma y juzgado —dijo Casio.

—Y así se hará, Casio, así se hará. Ahoracomed y descansad algo. Mañana partiremos.

—Está bien, señor. Hemos traído dosprisioneros. Sería conveniente llevarlos connosotros.

Después de aquel intenso y largo viaje acaballo, en el que habían descansado poco, Casio ysus hombres cumplieron de buen grado las órdenesde Sencio. Esa noche pudieron dormir sin hacerguardias y recuperaron fuerzas. Al alba del díasiguiente, el campamento bullía de actividad, pueslas legiones se preparaban para salir hacia

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Celenderi. Los bien entrenados soldados romanoscomenzaron a salir del campamento a mediodía.Les esperaban unas cuantas jornadas a pie, bajo elsol de Siria y Cilicia, hasta su destino.

Después de avanzar a marchas forzadas, lastropas de Sencio llegaron al fuerte en el que Pisónestaba refugiado. Al lado, se habían instalado lastropas cilicias que habían acudido en ayuda dePisón. Sencio ordenó levantar un campamento enlas inmediaciones. Esa noche decidió dardescanso a las tropas antes de acometer acciónalguna.

—¿Y ahora qué haremos, Casio? —preguntóTaranis mientras se dirigían a dormir después dehaber establecido el campamento.

—Sencio dará órdenes de atacar mañana alalba y le haremos frente a los cilicios que están alas puertas. Además, hay parte de las legiones XII,X y VI, los que han traicionado a las legiones, quesiguen a ese perro por dinero —dijo Casio condesprecio—. Si salimos victoriosos, lo siguienteserá un asedio a la ciudad, si Pisón no se rindeantes.

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—Esa rata cobarde… Si tuviera que luchar consus propias manos, seguro que rendiría el fuertemañana —dijo Serbal con rabia.

—Ese fuerte será difícil de rendir. Esos murosno son fácilmente superables —dijo Taranis.

—Sí, me temo que sitiarlo sería bastante largo.Primero habría que montar las máquinas de asedio,seguro que se levantaría un muro rodeando el fuertepara evitar ser sorprendidos por refuerzos… Muchaingeniería que lleva mucho trabajo y tiempo.Esperemos que no tengan demasiadas provisionesdentro. Y con el hombre que está al mando meextrañaría que se arriesgaran a sacar todas lastropas a campo abierto. Mañana será un díaintenso…

—¿Casio Querea? —preguntó un jovensoldado que se les acercó.

—Soy yo, muchacho.—Traigo órdenes de Sencio, señor. Ha

ordenado que mañana no entréis en combate.—¿Cómo? ¿Por qué? —contestó un

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sorprendido e indignado Casio—. ¿Qué tontería esesta?

—El legado dice que, al estar al servicio deAgripina, no quiere que vuestras vidas searriesguen sin sentido. —El joven tragó saliva anteel gesto malhumorado de Casio—. Mañana estaréisen la retaguardia.

—Estupendo. Mañana asistiremos a la batallacomo espectadores de lujo. ¡Marte envíe un rayoque me parta! —bramó Casio—. Puedes irte,muchacho… —El joven se fue rápidamente pordonde había venido, aliviado por haber entregadosu mensaje—. Ya sabéis nuestras órdenes.

—Está bien que por una vez nosotros podamosdescansar mientras los demás se arriesgan.Disfrutémoslo. Yo, por lo menos, voy a hacerlo —apuntó Serbal mientras Casio se iba, mascullandomaldiciones.

—Dudo que vaya a disfrutar viendo cómocombaten las legiones mientras él tiene que estarmirando. Ya sabes como es… Yo me voy adescansar, hermano. Ha sido un viaje largo —dijo

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Taranis.Taranis no tardó en dormirse profundamente,

debido al cansancio de varias jornadas de viaje.Como había predicho Casio, a la mañana siguientelas tropas de Sencio fueron llamadas a formardelante del fuerte de Pisón. Las cohortes secolocaron delante de los cilicios, inferiores ennúmero. A Taranis se le hacía raro contemplar todoaquello desde la lejanía y no estar inmerso en lavorágine de la batalla. Ahora mismo estaríannerviosos, pues los momentos antes de entrar encombate eran los peores. Una vez comenzaba labatalla, se daba rienda suelta a la tensión. Sinembargo, Taranis pensaba que Casio estaría mástenso hoy que si fuera a entrar en combate.

Sencio dio la orden de avance y sonaron lastubas. Los arqueros fueron los primeros en actuar,descargando una mortífera lluvia de flechas sobrelos cilicios, que se protegieron con sus escudos delos dardos que les caían encima. Después de variasandanadas, las tubas sonaron de nuevo y lainfantería avanzó. Miles de sandalias avanzaron alencuentro del enemigo, marchando ordenadamente

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como la bien engrasada máquina de guerra que erala legión romana. El choque de los dos ejércitos fuebrutal. Los cilicios comenzaron a ceder terrenodesde el primer momento.

—No creo que esta batalla vaya a durar mucho—aseveró Casio al ver que las líneas de cilicios noaguantaban el empuje romano.

Los aliados de Pisón continuaban reculando,hasta que uno de los flancos cedió definitivamente ycomenzó a huir en dirección al fuerte. Las bienentrenadas legiones no eran rivales para aquelloscilicios poco motivados para la lucha. Pocodespués, los restos del ejército cilicio se retirabanen desbandada. Sencio dio orden de que lospersiguieran hasta cierta distancia, pues no queríaque sus hombres llegaran a estar a tiro de laartillería de la fortaleza. La batalla se había decididoen muy poco tiempo y con pocas bajas para elbando de Sencio. La mayoría de cadáveres quequedaron en el campo de batalla eran enemigos.

Entonces el legado dio orden de comenzar lospreparativos del asedio. Los ingenieros se pusieronmanos a la obra y varios hombres fueron a cortar

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madera para los ingenios de asedio. Las piezas deartillería que el ejército había traído consigo semovieron hacia los puestos donde se abriría fuegocontra las murallas enemigas. Casio estabaalterado al no tomar parte en nada de lo que allíacontecía. Pero no quería reunirse con Agripinahasta estar seguro de que Pisón fuera enviado aRoma a ser juzgado.

—Esto se va a alargar mucho. Hay que haceralgo. Seguidme. —les dijo Casio a los astures derepente—. Voy a hablar con Sencio.

Taranis y Serbal se miraron con cara de noentender nada de lo que ocurría y siguieron a Casio.Este se dirigió a toda prisa a la tienda del legado eintentó entrar a hablar con él. Los guardias que seapostaban a la entrada le impidieron el paso yCasio discutió fuertemente con ellos. Fue tal elrevuelo que organizó Casio, que el mismo Senciose asomó a la entrada de la tienda. Taranis y Serbalcontemplaban la escena algo perplejos.

—¿Qué es este alboroto? ¿Qué ocurre? —preguntó Sencio con el ceño fruncido.

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—Señor, quiere entrar a toda costa a hablarcontigo y le hemos dicho que estás reunido, pero noatiende a razones —dijo uno de los guardias.

—¿Qué demonios es lo que pasa para queformes este alboroto en la tienda de un legado deRoma, Casio?

—Señor, quiero hablar contigo. Este asediopuede ser muy largo y perderse muchas vidas. Peropuede haber una forma de acortarlo. Déjame entrary te lo explicaré. Solo te robaré un poco de tiempo—rogó Casio ante la mirada escrutadora deSencio.

—Está bien. Pero estas no son formas, Casio.Y tú más que nadie deberías saberlo, por Cástor yPólux.

Los dos se adentraron en la tienda.—Parece que la inactividad no le sienta muy

bien a nuestro Casio. Nunca lo había visto tangruñón. Se parece a Aramo cuando tiene hambre yno hay comida. Aunque hay que reconocer que esbastante divertido verle así.

—No me quiero imaginar a Casio el día que

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sea licenciado. Espero que le encontremos unaesposa o que le empiece a gustar la labranza —dijoTaranis con una sonrisa—. ¿Qué habrá pensado?—preguntó un intrigado Taranis.

—No lo sé. Casio es capaz de pedir un ariete yatacar el solo. Aunque seguro que nos pide que loayudemos a empujar. Esperemos que sea algo mássofisticado. ¿Sería mucho pedir que lo hicieranotros? —pidió Serbal con ironía.

Poco después, Casio salió de la tienda deSencio. Con paso decidido y una bolsa que parecíallevar monedas, se dirigió hacia los hermanos antesde que ellos le hicieran ninguna pregunta.

—Ahora escuchadme. Vais a ayudarme.

Apio Porcio maldecía su suerte. El tintineo de

las monedas y un ascenso habían hecho que sedecantara por la causa de Pisón. Pero su avaricia lehabía condenado. Estaba prisionero y no parecía

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que Pisón fuera a ganar, cuando menos arescatarle. Tampoco veía claro salir con vida, puessi le juzgaban por deserción, sería ejecutado, yescapar de allí con vida era poco menos queimposible. La entrada de un oficial le sacó de suspesimistas elucubraciones. Para su sorpresa vioque era el oficial que le había apresado junto conaquellos dos hombres que le habían ayudado.

—Nos volvemos a encontrar, Apio. Así tellamas, ¿verdad? No te voy a engañar. Si fuera pormí, estarías dando de comer a los buitres. Peroparece que puede que incluso una rata infecta comotú pueda servirnos de algo. ¿Estás dispuesto acolaborar, Apio?

—¿Colaborar? ¿En qué os podría ser útil? —Apio estaba intrigado, aunque recelaba de lo queaquel hombre le podía contar.

—Bueno, sabes como es el fuerte. Dentro eresun oficial al que conocen. Quizás puedas prestarnosalgún servicio útil… No es que me agrade tener quepedírtelo…

—¿Qué debería hacer?

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—Te daremos un caballo y fingirás que vuelvesa la fortaleza, sorteando nuestras líneas. Una vezdentro, debes de ayudarnos a entrar.

Apio sintió un escalofrío. Volver a Celénderis.Aquel tipo definitivamente estaba loco.

—¿Volver? Primero sería un milagro que no meatravesaran con sus flechas, pensando que soy unenemigo. Y si no me llenan de flechas, ¿qué voy adecirles cuando esté dentro?

—Eso es cosa tuya. Seguro que un miserablecomo tú tiene recursos para la mentira. Por siacaso, te daremos unos buenos golpes para hacermás creíble que te has escapado—le dijo con unamalévola sonrisa.

—Es una locura, un suicidio.Apio bajó la cabeza, y cuando volvió a alzar el

rostro, vio que el oficial se daba la vuelta. Oyó cómomurmuraba: «A ver si con una mano menos, lopiensas mejor». Súbitamente desenfundó el gladio,lo levantó hacia él y descargó su brazo hacia abajo.Apio cerró los ojos y se protegió en un gestoinstintivo. Esperó el golpe durante un instante

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eterno. Pero no llegó. Cuando abrió los ojos, vio quelos otros dos hombres le habían sujetado.

—Cálmate, Casio. Tullido no nos vale de nada—dijo uno de ellos.

—¡Dejadme que le corte en trozos! ¡No mereceotra cosa! —aullaba el oficial—. Por Marte que lodescuartizo. Es una rata cobarde.

—Serbal. Saca a Casio fuera, a que setranquilice —dijo uno de ellos. El otro sacó al oficial,que se iba visiblemente alterado.

—Mira, no sé quién eres ni me importa, perocomo no le hagas caso, no podremos contenerlesiempre. Si te parece arriesgado lo que te pide,más es no hacerlo. Te matará. Y luego se lasarreglará para que no le culpen. Está loco. Nosotrosestamos bajo su mando y lo conocemos bien. No esla primera vez que lo hace. Lo hemos parado unavez, pero no podremos hacerlo más. Tiene uncarácter muy violento .Y yo no te he dicho nada —lesusurró cuando entraba de nuevo el oficial, algomás calmado.

—Te lo voy a decir por última vez. Vas a entrar

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en el fuerte, les dirás lo que mejor te parezca paraque te crean. Te daremos dinero para que una vezdentro sobornes a quien estimes conveniente.Después nos ayudarás a entrar. Me han dicho quese levantarán los cargos de deserción contra ti si lohaces. Aunque si de mi dependiera… ¿Lo harás?

—Sí, sí…, lo haré. —Apio vio cómo los otrosdos esbozaban una sonrisilla.

—Está bien. Ahora escúchame. Y escúchamebien. Esa fortaleza caerá más tarde o mástemprano, así que si se te pasa por la cabezatraicionarnos, te buscaremos cuando entremos ahí ydesearás no haber nacido. Yo mismo me encargaréde que desees la muerte con todas tus fuerzas —legritó el oficial, mientras acercaba su rostro al suyo.Estaba tan cerca que le escupía al gritarle—. Luegovolvemos y te damos más instrucciones.

Dicho esto, el oficial y los dos soldadossalieron de la tienda. Se había metido en otro buenlío, pero no tenía otra alternativa. Aquel chiflado lomataría; si no, otros lo harían de todas manerascuando lo juzgaran. Mientras pensaba en lo quedebía hacer, a Apio le pareció oír carcajadas

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alejándose de la tienda.

Aquel día el asedio había sido especialmente

intenso, para desgastar a las tropas de la fortaleza,y se habían repetido ataques con escalas a lo largode todo el día. Llevaban un buen rato arrastrándoseen la penumbra, amparados por la oscuridad deaquella noche, en la que unos negros nubarronesocultaban la luna. Apio Porcio debía facilitarles laentrada para abrir las puertas. Ahora habría que versi no les traicionaba y si habría sido capaz decumplir su cometido. Si no, sería complicado salircon vida de allí. Pero el hacer fracasar los planes dePisón bien merecía el riesgo.

Como habían acordado, se acercaron a lamuralla esperando la señal que habían convenido.Llevaban el cuerpo teñido con pinturas negras, asícomo ropajes oscuros para no reflejar ninguna luz.Al poco de llegar, oyeron el sonido de un pájaro.Serbal respondió imitando el sonido. La señal había

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llegado. Una cuerda se deslizó por el muro.—Subiré yo primero —susurró Casio—. Si es

una trampa no tiene sentido que subamos los tres ala vez. En caso contrario, asomaré la mano con elpuño cerrado. Si os dan cualquier otra señal o noocurre nada, huid.

Sin perder ni un instante, Casio trepó por lacuerda con rapidez. Al llegar arriba, el oficial saltódentro. Los siguientes instantes de espera fuerontensos. Aunque con dificultad, debido a laoscuridad, los astures atisbaron cómo un puñocerrado se asomó por la muralla. Acto seguido,Taranis y Serbal subieron el muro agarrados a lacuerda. Al llegar arriba, Apio estaba con Casio yvarios hombres.

—Estos hombres están con nosotros. Ahorahemos de recorrer la muralla hasta la puerta.Poneos esto para pasar desapercibidos —lesindicó Apio—. Después, hemos de avanzar por lamuralla hasta la puerta. Allí debemos sorprender alos guardias y abrir las puertas rápido. Espero queSencio actúe con celeridad, porque en cuanto nosdescubran, la cosa se va a poner muy fea.

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Los tres se pusieron los uniformes que Apio leshabía dado, limpiaron con premura los rostros depintura y caminaron por la muralla. Apio iba al frentede ellos. Con los soldados que había traído eran unadecena. Antes de llegar a la escalera que bajabahacia las puertas, Apio se paró a hablar con unoptio. Todos estaban tensos y con las manos cercade los gladios por lo que pudiera ocurrir. Apio sedespidió del optio y siguieron adelante bajando lasescaleras, donde les hizo una señal de que sedetuvieran. Poco después regresó.

—Hay cinco hombres custodiando la puerta.Vosotros —dijo Apio señalando a los otrossoldados—, id a hablar con ellos, distraedlos concualquier tontería. Nosotros iremos por detrás yacabaremos con ellos entre todos. Hay que procurarque no hagan mucho ruido. Tulio, tú subirás y teencargarás del optio que hay en la muralla. ¿Deacuerdo?

—Parece que el cobarde desertor nos va a serútil —murmuró Serbal. A Taranis también lesorprendía la decisión con la que se estabacomportando Apio. Casio le seguía mirando con

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recelo.—Después iremos tranquilamente, como si

fuéramos a unirnos a la conversación. Al llegar,desenvainamos y nos encargamos de ellos.

—Sea —convino Casio.Siguiendo el plan establecido, cuatro de ellos

entablaron conversación con los guardias. Apio hizouna señal y todos, excepto el hombre que tenía queencargarse del optio, se dirigieron hacia ellos. Alllegar, los desprevenidos guardias charlabananimadamente con el grupo de hombres de Apio.Casio fue el primero en actuar. Tapando la bocacon la mano libre, ensartó por la espalda a uno deellos. Los demás hicieron lo mismo. Casi sin darsecuenta y en unos instantes, los guardias habíanmuerto o se desangraban en el suelo.

—Vamos, hay que abrir esas puertas. Taranis,coge una antorcha y sube a dar la señal —ordenóCasio.

Taranis cogió una antorcha que había cerca ysubió las escaleras corriendo. Cuando llegó arriba,vio que el optio estaba forcejeando con un soldado

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de Apio. El soldado mantenía una de sus manos enla boca del optio. Antes de que pudiera llegar, eloptio clavó una daga en el cuello de su oponente yse lo rajó. El soldado comenzó a desangrarse yperder fuerza. Taranis corrió hacia ellos,embistiendo a ambos antes de que el optio se dieracuenta. La fuerza del ataque de Taranis hizo que losotros dos cayeran por la muralla, del lado exteriordel fuerte. Ambos quedaron inmóviles a los pies delmuro. Sin pensarlo dos veces, Taranis agitó laantorcha de un lado a otro para dar la señal a lastropas de Sencio. Al mirar abajo pudo ver que suscompañeros ya estaban abriendo las puertas.

Poco después de dar la señal, se oyó un ruidoy pudo escudriñar en la oscuridad cómo el millar desoldados de Sencio corría a toda velocidad a laspuertas. Por delante de ellos, iba una buenacantidad de jinetes destinada a llegar lo antesposible para asegurar la puerta.

El estruendo causado por el avance hizo queen la fortaleza se percataran de que algo estabapasando. Pero cuando los primeros soldadosalcanzaron las puertas, la caballería de Sencio ya

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estaba apoyando a Casio y los suyos. Poco a poco,la infantería fue llegando. Las tropas de Senciocomenzaron a abrirse paso entre los sorprendidossoldados de Pisón, que vieron cómo de repente elenemigo estaba dentro.

Esta vez, la batalla tampoco se demoró mucho,pues los defensores no tenían la ventaja delparapeto de los muros, mientras que los invasorescontaban con el número y la sorpresa a su favor.Viendo la causa perdida, muchos de elloscomenzaron a arrojar las armas y levantar losbrazos. Solo unos pocos no se rindieron y seretiraron a una pequeña ciudadela fortificada queestaba en el centro del fuerte.

—Bueno, la verdad es que no ha sido paratanto —dijo jovialmente Serbal.

—Es cierto, nos hemos visto en batallas muchopeores —convino Taranis.

—Ahora solo falta sacar a ese perro cobardede ahí adentro. —Casio se dirigió a Apio—. Loprometido es deuda. Hablaré con Sencio para quese te pague lo que habíamos acordado y se te

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libere de tus cargos. Lo has hecho bien, aunque esono quita que hayas sido un miserable y un traidor.No se te permitirá volver al ejército y espero que lohagas mejor en tu vida de civil. Y por cierto, no iba acortarte la mano, pedazo de cagón —dijo Casioante las carcajadas de Taranis y Serbal—. Estabatodo preparado. Les dije que me agarraran.

Apio agachó la cabeza, ruborizado, mientrasCasio y los hermanos se dirigían a ver qué ocurríaen frente de aquel pequeño reducto en el que Pisónse había encerrado con los últimos soldados fieles.Sencio había llegado ya y se disponía a hablar conellos. Con dos oficiales se dirigió a caballo hasta lapuerta. Pisón se asomó a una almena.

—Pisón, entrégate ya o reduciré esto a cenizascontigo dentro —exigió Sencio con firmeza.

—Sencio, admito mi derrota, pero Tiberio meenvió como gobernador a estas tierras. ¡Yo soy elgobernador de Siria! —protestó Pisón.

—Tú ya no eres gobernador de nada.Germánico y los legados han decidido que yogobierne ahora en Siria. Te has rebelado y además

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has perdido. Admite la derrota y ríndete de una vez.No estás en posición de negociar nada.

—Esperemos pues a que Tiberio decida quiénes el que debe gobernar en Siria. Si Tiberio decideque debo irme yo, lo haré gustoso, pero permítemepermanecer aquí hasta que el césar lo decida.

—Pisón, da gracias a los dioses de que no tearranque la cabeza y la cuelgue de un palo. Porsuerte para ti, te juzgarán en Roma. Si por mí fuera,te crucificaría ahora mismo. Lo único que te daréserán barcos y escolta hasta Roma. No juegues conmi paciencia ni me hagas cambiar de opinión.

Pisón, con el rostro enrojecido de ira y rabia,apretó el puño, y aunque iba a decir algo, se dio lavuelta y desapareció. Al rato, la puerta se abrió y lospocos soldados que estaban con Pisón fueronsaliendo y entregando las armas. Por último,intentando salir todo lo altivamente que podían,salieron Pisón y Plancina. Sencio ordenó a unacenturia que los llevaran hasta el puerto máscercano y los escoltaran hasta Roma. Al pasarcerca de Taranis, él y sus compañeros le miraroncon desprecio. Serbal no pudo contenerse y le lanzó

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un esputo. Los soldados entonces comenzaron ainsultarlo y llamarlo asesino. Si la centuria de Senciono hubiera intervenido, probablemente le hubieranmatado en aquel momento. Pisón y Plancina,aterrorizados, habían perdido aquel aire arroganteal que acostumbraban. El mismo Sencio tuvo que ira poner paz y decirles a sus soldados que seabstuvieran de hacer nada. Taranis tuvo quetranquilizar a su hermano. Casio permanecía debrazos cruzados mirando con profundo desprecio.

—Maldita sea, Serbal, debes controlarte.Desprecio a Pisón tanto como tú, pero tu ímpetu nosacabará trayendo un disgusto. Espero que algún díayo no pierda los nervios y tenga que depender de tio el alcornoque de tu hermano.

—¡Debería estar muerto! Veremos cómoprocede la justicia romana [], hermano, veremos…

—Confiemos en el Senado —dijo Casio no conmucha convicción—. Ahora debemos prepararnospara partir. Debemos reunirnos con Agripina.Hemos cumplido con nuestro cometido. Ya noshemos demorado bastante.

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Capítulo 13Roma

Península Itálica, año 20 d.C.

Agripina había tenido algo de tiempo paradescansar en Corcira mientras la guardia deGermánico se ocupaba de Pisón en Siria. CuandoTaranis, Serbal y Casio arribaron a la isla, todoscontinuaron el viaje juntos. La mujer no parecía tenermejor aspecto, quizás algo menos tensa, perotambién más triste y melancólica, pese a quedelante de sus hijos aparentaba estar más alegre.

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El lugar elegido para desembarcar en lapenínsula itálica fue Brindisium. Al llegar, había unamultitud esperándolos, que guardó un emotivo yrespetuoso silencio cuando Agripina bajó con lascenizas de Germánico.

Ese no fue el único lugar donde la comitivarecibió señales de cariño y duelo, pues así ocurrióen todos todos aquellos por los que el grupotransitaba en su ruta a Roma. Cada personamanifestaba a su manera el dolor por la muerte deGermánico.

Tiberio les había enviado dos cohortespretorianas para escoltarlos hasta Roma. Agripinapensaba que aquello era un gesto cínico por partede Tiberio, y Casio tuvo que convencerla con tactode que no despreciara ostensiblemente los gestosde Tiberio, al menos públicamente. Agripina lerespondió con un buen rapapolvo, aunque, dándosecuenta de que Casio actuaba guiado por laprudencia y la buena fe, finalmente se disculpó.

Cuando llegaron a Terracina, una pequeñaciudad en el camino a Roma, Druso, el hijo deTiberio, y Claudio, el hermano de Germánico, los

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recibieron. A Taranis no dejaba de sorprenderlesque Germánico y Claudio pudieran ser hermanos. Eldifunto cónsul de Roma era un hombre atlético ybien parecido, todo lo contrario que su hermano.Germánico siempre les decía que su hermano, pesea las taras físicas aparentes, era un hombre muyinteligente y erudito. Parecía que era de los pocos,sino el único, que lo trataba a Claudio con cariño ,pues el resto de la familia le despreciaba por susdefectos.

—Mi querido Claudio, siempre es un placerverte —le dijo Agripina afectuosamente.

—Agri... Agripina —tartamudeó Claudio—.¿Quién… quién es este hombrecito que te escolta?

—Es tu sobrino Cayo. Hijo, este es tu tíoClaudio, ¿lo recuerdas? —Cayo se colocó detrásde su madre tímidamente, algo asustado.

—Era muy… muy pequeñito cuando se fue deRoma. Es un niño… niño muy guapo, Agripina. Separece mucho a su padre. —Agripina bajó el rostro.

—Mi señora Agripina, mis más sentidascondolencias, así como las de mi padre y mi abuela.

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Todos lloramos contigo la pérdida del gran hombreque era Germánico. Era casi como un hermanopara mí —intervino Druso, el hijo de Tiberio.

—Gracias, Druso —le contestó secamenteAgripina, dirigiéndose de nuevo a su cuñado—.Claudio, tendrás muchas cosas que contarmedesde la última vez que hablamos. Vamos, quieroescuchar algo alegre entre tanta tristeza. Druso, sinos disculpas, nos vamos a dar un paseo. Teagradezco mucho que hayas venido a honrar a mimarido. —Druso asintió con la cabeza y Agripinacogió a Claudio por el brazo y se alejaron del grupo.

—Parece que estar con el hermano deGermánico la consuela algo —dijo Taranis. Laguardia de Germánico caminaba metros atrás deClaudio, Agripina y Cayo.

—Eso parece. La sonrisa al verlo ha sidobastante sincera. Todo lo contrario que la que le habrindando a Druso —convino Casio.

—Parece mentira que Germánico y Claudiosean hermanos. Uno se llevó todo lo bueno mientrasque el otro… —dijo Aramo.

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—No sé de qué te extraña. Tú eres hermanomío y eres feo, no muy listo, aunque eso sí, bastantegrande. Y mírame a mí, pequeñín, pero me llevé lomejor… —replicó Serbal con una sonrisa burlona—.Es una injusticia, pero los dioses decidieronrepartirlo así.

—Hasta que un día este puño te arregle esacara tan bonita que dices que tienes —dijo Aramoseñalando a su enorme manaza—. Veremosdespués cómo el guapito de la familia come sindiente alguno. —Cuanto más sacaba de quicio aAramo, más se divertía Serbal, que seguíahaciéndole gestos burlescos a su hermano. Taranispensaba que cuando esos dos fueran ancianos,seguirían con el mismo tipo de conversaciones quellevaban teniendo desde pequeños. Y si algún díafaltaran esas chanzas, por Belenos que las echaríade menos.

—Muchachos —les interrumpió Casio—. Nosqueda muy poco para llegar a Roma. Una vez allídebemos tener los ojos bien abiertos. No quieroque perdáis de vista a Agripina y los niños. Habrámultitud de gente en las calles de Roma y hay que

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estar atentos.Continuaron su viaje por la vía Apia hasta

Roma. Llegaron a la capital del imperio bienentrada la tarde y se fueron directamente adescansar a la domus de Germánico. Al díasiguiente, se llevaría a cabo la ceremonia en la quese daría descanso a los restos del marido deAgripina. No estaba previsto ningún funeral deestado, lo que era un motivo más para el enfado deAgripina.

Nadie salió de la casa hasta que llegó la horade la ceremonia. Todo estaba preparado para ir endirección al túmulo de Augusto, donde Agripinadepositaría las cenizas de su marido. Cuando el solestaba ya desapareciendo, salieron para que laurna con las cenizas de Germánico hiciera su últimoviaje antes de reunirse con su abuelo adoptivo.

—Esto es una deshonra para el nombre deGermánico. El propio Augusto acudió por los restosde su padre Druso, ¡por Cástor y Pólux! Tiberio loúnico que hace es encerrarse en sus aposentos yno salir. Ni un acto oficial digno del vencedor de lasguerras de Germania, del hombre que pacificó

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Oriente. Roma no reconoce a uno de sus másgrandes generales. —Casio estaba indignado.

—Al menos la gente está con Agripina y conGermánico. Casio, mira —dijo Taranis señalando algentío que se empezaba a agolpar en el camino. Laplebe aclamaba a la viuda de Germánico.

Siguieron caminando junto a una cabizbaja ytriste Agripina, que parecía no oír los gritos que lesprofería la plebe en señal de duelo y admiración.Avanzaron por toda la ciudad y cuanto más cercaestaban de la muralla serviana, el gentío era mayor.Taranis recordó que la última vez que había vistotanta gente había sido por una causa mucho másfeliz, para celebrar el triunfo de Germánico. Alatravesar la puerta de la muralla, el espectáculo quecontemplaron sus ojos les sobrecogió el corazón.

Al atravesar aquel umbral, les esperaban losCampos de Marte, una enorme explanada donde seencontraba el mausoleo de Augusto. La llanuraestaba repleta de gente con antorchas, con lo que laestampa cargaba más de emoción aquel solemnemomento. Muchos lloraban, otros no dejaban deaclamar a Agripina. Aquel último tramo pareció

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hacérsele especialmente largo a la viuda deGermánico. Taranis vio que, al acercarse al túmulo,la mujer habló con la vasija, despidiéndose parasiempre del amor de su vida. Entró sola, puesinsistió en que nadie la acompañara. Después deun largo rato salió, con la cara desencajada, y Casiotuvo que acercarse a ella para evitar que se cayeray ayudarla a caminar. Tantas emociones y ladebilitada salud de Agripina, que apenas comíadesde la muerte de Germánico, habían hecho mella,aunque se recompuso para volver a caminarorgullosa entre la plebe. Taranis sentía verdaderalástima por aquella mujer y dudaba que algún día serecuperara de la pérdida de su marido.

Nevio estaba esperando a que llegara la nave

de Pisón, que ya se atisbaba a lo lejos. El oficialhabía desembarcado en Ancona y seguido luegopor el Tíber. Pisón Iba a arribar justo al lado de latumba de los césares, pero a Nevio no le parecía

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una buena idea, tal y como estaban los ánimos de laplebe con Pisón. Él y Plancina bajaron de la navecon aires altivos y gesto despreocupado. Despuésde saludar a varios amigos que habían ido arecibirles, instaron a Nevio a acompañarlos a sudomus para poder hablar con tranquilidad.

—Es bueno estar en Roma otra vez. Nevio,tendrás noticias que contarnos, ¿verdad? —dijoPisón.

—Así es, mi señor. Tal y como me ordenasteis,me adelanté en cuanto supimos que Martina, lamujer que… os prestó algún que otro servicio…había sido enviada a Roma por Sencio. Lainterceptamos en Brindis y puede decirse que tuvoun trágico final… No podrá decir ninguna palabra envuestra contra.

—Excelente, Nevio —afirmó Plancina—. Sutestimonio podría haber sido bastante incómodopara nosotros. Ya que has llegado antes a Roma,¿Cuál es el sentir de todo esto en las calles?

—Pues…—Nevio, sin rodeos —insistió Plancina.

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—No es ninguna novedad que la plebe tenía aGermánico en gran estima. Si eso lo unimos a loscrecientes rumores que apuntan a que Pisón podríaestar detrás su muerte… Os recomendaría noprodigaros por las calles, el ambiente no es el máspropicio para con vuestra persona…

—¡Plebe estúpida y voluble! No importa, se lesolvidará… Nosotros debemos preocuparnos deljuicio. Nos han citado para mañana los cónsulesMarco Valerio y Marco Aurelio. Esperemos quederiven la causa y el juicio caiga en manos delSenado y de Tiberio. Probablemente tenganinstrucciones de hacerlo así… En ese caso, notendremos muchos problemas para salir airosos. —dijo Pisón mientras se intercambiaba una miradacómplice con Plancina.

—De todas maneras, yo redoblaría la guardia ysiempre saldría con escolta… —aconsejó Nevio.

—Tendremos tus consejos en cuenta, Nevio.Ha sido un largo viaje y necesitamos descansarpara la vista de mañana. –dijo Pisón.

Nevio notó que Pisón y Plancina tenían mucha

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seguridad en salir con éxito de aquel juicio.Afortunadamente para ellos, no sería el populacho elque los juzgara. Sí así fuera, y por lo que había vistoen las calles de Roma, esos dos acabarían en elfondo del Tíber.

Casio y los tres astures se encontraban

esperando que acabara la sesión del día. Estabancerca del templo de la Concordia. Desde allí podíanver el edificio de la Curia, donde se reunía elSenado. No era el edificio más grande de todos losque había en el Foro, pues las basílicas Emilia yJulia eran mucho más grandes en comparación. ATaranis le encantaban aquellos edificios con sussucesiones de arcos. También le gustaba admirarlas grandes columnas de los templos. En el Forohabía varios: el templo de Saturno, de Venus, eltemplo que habían erigido los romanos en honor asu querido Julio César, el templo de Marte… Detrásdel edificio de la Curia, se encontraban los foros. El

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más pequeño de ellos era el de Julio César.Augusto había construido uno más grande que losya existentes, adyacente al de su tío Julio. Taranisno podía evitar acordarse de Aius, que habríadisfrutado contemplando las monumentales bellezasque los romanos habían erigido.

Muchos curiosos pululaban por la zonaesperando a que los senadores salieran del juicio aPisón. Todos los días del juicio Casio y los asturesiban a recabar información sobre el transcurso delproceso. Los amigos de Germánico que estabandentro les relataban diariamente el pleito, para queluego fueran a comunicárselo a Agripina, quepermanecía encerrada en la domus. En los díasprevios Casio se había reunido con ellos , paradarles todo tipo de detalles sobre lo acontecido enAsia. Los senadores afines a Germánico queríantener sus testimonios para preparar la ofensiva en eljuicio.

—Por los cuernos de Cerunnus, que mal rayome parta si entiendo a la justicia romana. ¿Alguienme puede explicar qué es lo que pasa? Desdeluego, no se puede decir que los juicios en Roma

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sean rápidos —gruñó Aramo.—Te lo voy a repetir otra vez, Aramo, y reo que

es la tercera —contestó Casio.—Apostaría a que te quedan unas cuantas

más… —dijo Serbal.—Veamos, Aramo… Los cónsules recibieron a

Pisón, y estos llegaron a la conclusión de queTiberio debía ser el que decidiera en esta ocasión.Después de eso, Tiberio escuchó a ambas partes ydecidió que remitiría la causa al Senado.

—Qué extraño que Tiberio no quiera juzgar aPisón… —dijo Serbal con ironía—. El discurso delprimer día del juicio fue totalmente cínico… Todavíame acuerdo de la cara de Agripina cuando se locontaron. Primero les recuerda a los senadores quePisón había sido legado con su padre y que elmismo Senado le había nombrado gobernador enSiria… ¿Tendría miedo de que a Pisón se leolvidara decirlo en su defensa? Aunque lo peor vinoluego, cuando les dijo a los senadores que notuvieran en cuenta el dolor de padre que estabasintiendo ni la tristeza de Druso. ¡Hipócrita!

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—¡Serbal! No hables tan alto… A todos nosindigna tanto como a ti, pero recuerda que estamosen Roma y aquí los muros tienen oídos. —Taranisintentaba calmar a su visceral hermano.

—Como iba diciendo—continuó Casio—,Tiberio derivó el juicio al Senado y todos estos díasse han presentado cargos contra Pisón. Habrá undescanso de tres días y luego Pisón podrácomparecer ante el Senado a presentar su defensa.

—Podían dejarme a mí el juicio, se acabaríamucho más rápido. Qué manera de perder eltiempo. Ese bastardo es culpable y lo sabe todo elmundo.

Poco tiempo después, vieron que lossenadores comenzaban a salir y la muchedumbrese agolpaba curiosa a la entrada de la Curia.Aquellos hombres vestidos con sus togas, querepresentaban al pueblo romano, comenzaron asalir por la columnata que daba a la plaza. Al rato seacercaban a ellos Veranio y Vitelio, buenos amigosde Germánico que estaban participando en laacusación, y comenzaron a relatarles los progresos.

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—Hoy hemos acabado nuestro alegato. Hemosresumido los puntos fuertes de nuestra acusacióndurante estos días y vuelto a insistir en ellos, ya queera nuestro último día. Hemos recordado que enHispania fue un gobernador cruel y que seaprovechó de su posición para enriquecerse.Veranio hizo una larga disertación con pruebas deque en Siria destituyó a buenos oficiales sin motivoaparente y sobornó a otros muchos. Nuestro buenamigo Fulcinio insistió en que está siendo juzgadono por voluntad propia, sino porque fue vencido porlas armas, después de sublevarse, incumpliendoórdenes directas de Germánico, al que estabaobligado a obedecer. Todos los desplantes ydesprecios a Germánico han vuelto a salir para quelos senadores los tuvieran frescos. Hemos acabadocon la acusación de envenenamiento, aunquedesgraciadamente no tenemos ninguna pruebadefinitiva. Aunque hemos dado motivos suficientespara que el Senado lo baraje como una posibilidad.

—¿Tiberio se ha pronunciado? —preguntóCasio.

—Tiberio cada vez parece más frío y distante a

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medida que pasa el juicio. Parece que quierequedar a un lado definitivamente y que sea elSenado el que cargue con la decisión. Ahora quedaver cómo es capaz de defenderse Pisón.

—Gracias, Vitelio. Iremos a contarle las nuevasa Agripina. —Vitelio y Veranio se despidieron ymarcharon apresuradamente—. No sé si lasnoticias de hoy le gustarán mucho a Agripina —selamentó Casio—. Además, tenemos que recabar loque hoy nos pueda decir el espía que tenemos encasa de Pisón.

Agripina, mediante sus contactos, se las habíaingeniado para sobornar a uno de los esclavospersonales de Pisón. Le había prometido la libertadsi le informaba de todo lo que oyera en aquellacasa.Confiaba cada vez menos en que Pisón fuerahallado culpable de la muerte de su marido. Estabafirmemente convencida de que había sido ordenadapor Tiberio y que el emperador no le condenaría.Hasta ahora, Agripina se había contenido, peroTaranis no quería ni pensar qué ocurriría si Pisónsalía indemne de aquel juicio.

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Tiberio había llegado ya de otra agotadora

jornada en el Senado. Hoy había sido el primer turnode la defensa y no se podía decir que Pisón sehubiera defendido con éxito. Livia Augusta, sumadre, estaba preguntándole cómo había ido aqueldía.

—Madre, Pisón ha tenido un viaje entero desdeSiria para preparar su defensa, ha escuchado yaantes todas las acusaciones, y ¿crees que harealizado una buena defensa? Pisón es un necio.Todo ha sido confuso y se ha contradicho endiversas cuestiones. Cuando le han replicado, se havisto superado varias veces y ha tenido quereconocer aquello con lo que se le atacaba. Desdeluego, la oratoria no es el fuerte de ese hombre.

—Nosotros no recurrimos a sus servicios porsu facilidad de palabra —dijo Augustadespreocupadamente.

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—Ni en los casos de soborno, las sustitucionesde oficiales, la desobediencia a Germánico,acusaciones de levantarse contra Roma… Losamigos de Germánico le han destrozado. Solo en lacausa de envenenamiento parece que se estélibrando… Todavía quedan dos días más y me temoque irá a peor. El muy estúpido giraba la cabezahacia a mí esperando a que fuera ayudarle.

—El pobre incauto pensaba que íbamos aganar el juicio para él. Claro… Augusta y Tiberio sevan a enfrentar al Senado y a la plebe por el posibleasesino de su querido hijo adoptivo. —Augustasoltó una cruel carcajada—. Ha sido el peónperfecto.

—La plebe…, tenías que haberlos visto hoy…Le odian, vaya si lo odian. Han llevado estatuas dePisón a las Gemonias y querían destrozarlas. Hatenido que intervenir la guardia de la ciudad. Por nohablar del mismo Pisón, al que destrozarían si nofuera escoltado. Son peores que las fieras del circo.—Tiberio se quedó pensando e hizo una pausa—.Pero recuerda, madre, que le enviamos órdenes aSiria. Puede que tenga algún documento

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controvertido y eso nos traería problemas.—Aunque sería mejor para nosotros que esas

pruebas no vieran la luz, sería casi imposible probarque las órdenes partieron del mismo Tiberio.Plancina cada vez ve más claro que Pisón estáperdiendo el proceso, no es estúpida y es una mujerastuta, pragmática y ambiciosa. Créeme cuando tedigo que quiere sobrevivir y no le importará dejar asu marido en la estacada. Ya me ha venido a visitary me encargaré de que destruya cualquier cosa quenos pueda implicar. Le prometeremos protección yse la daremos. Es inteligente y sabrá que luegodeberá guardar silencio.

—Está bien. Debemos asegurarnos de quetodo eso desaparece si Pisón lo tiene en su poder.

—Hijo, tú sigue manteniéndote distante en lassesiones del Senado. Debemos mantenernos almargen. Esto pasará rápido, pero debemos actuarcon cautela.

—Madre, parece que disfrutas utilizando agente como Pisón para tus fines y luego verlos caer—confesó un pensativo Tiberio.

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—Es todo por tu bien y el de Roma, hijo mío —le dijo ella mientras se acercaba a él y le acariciabala cabeza—. No lo olvides nunca. Ni olvides queestás donde estás gracias a tu madre.

Nevio había recibido orden de un criado de

Plancina de citarse en aquel sitio. Era una pequeñacallejuela en el barrio del Aventino. Justo al ladohabía una casa de lenocinio, por lo que Neviosospechó que la cita podría ser para saciar elapetito de aquella mujer. Se distrajo lanzandopiedras al aire y recogiéndolas, hasta que vio unafigura encapuchada acompañada de un par deesclavos. Echó mano a la empuñadura de suespada, pues convenía estar preparado paracualquier cosa.

—No es ese el arma que quiero que usescontra mí, Nevio —le dijo el familiar rostro queapareció al levantar la capucha.

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—Mi señora Plancina, tan hermosa comosiempre.

—Nevio, eres un adulador…. Vosotros, vigiladque no venga nadie —ordenó a los dos esclavosque la acompañaban.

—Mi señora, no es que no te desee, pero no sesi…

—No eres tan irresistible como para que quierame montes como a una vulgar ramera en unacallejuela del Aventino. —Nevio se sonrojó, y antesde que pudiera decir algo, Plancina continuó—: Hevenido a hablar contigo. Mi marido no está teniendoun juicio muy favorable. Aunque parece que saldráairoso de la acusación del asesinato de Germánico,no creo que pueda esquivar los demás cargos.Como podrás comprender, su pobre mujer no tienepor qué pagar los errores de su marido. Y si Pisóntuviera que estar mucho tiempo sin poder cuidarmetendré que buscar mis propios medios. Ahí esdonde me podrás ayudar, Nevio. Evidentementeserías generosamente recompensado y porsupuesto contarías con mi… gratitud.

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—Mi señora, sabe que estoy a su servicio.—Nevio, necesito que te vayas de Roma.

Debes de ir al norte de Hispania, concretamente aAsturia, a un oppidum llamado Noega. Allí tenemosunos… lucrativos negocios que están ahora enmanos de una familia local. Creo recordar quehabías hablado en alguna ocasión con mi maridosobre que habías servido con el hijo de ellos enGermania.

—Así es mi señora, Durato y yo coincidimos enGermania en la guerra, y he de decir que siempretuvimos intereses comunes.

—Tanto mejor que os conozcáis, más fácil serátodo. El fruto de muchas transacciones llevadas acabo durante años están allí, y dado que mi maridopuede perder ciertas influencias, creo que esconveniente trasladar los beneficios a un lugarseguro en las Galias, que se te indicará. A Duratose le prometerá una parte de las ganancias y unpuesto de privilegio en el destino. Te daré undocumento firmado que le entregarás. ¿Deacuerdo?

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—Está todo muy claro, mi señora. Comosiempre, intentaré no defraudarte.

—Y seguro que no lo harás... Parece que no esmuy tarde, Nevio, y el aspecto del edificio de al ladome dice que puede que encontremos un sitioacogedor.

—No hay nada que desee más ahora mismo.Nevio no se había confundido. Plancina era una

criatura insaciable. Estaría con ella en aquella casahaciendo el amor hasta que cayera exhausta y luegoseguiría trabajando. Tiberio también le pagaba bienpor tenerle informado de todos los movimientos dePlancina y Pisón. En Siria había ganado muchodinero por medio de esa labor. Y ahora estaba eseviaje a Asturia. Seguro que podría sacar provechogracias a sus habilidades. Puede que hubieramuchísimos denarios en esos negocios, y si erainteligente, encontraría la manera de que parte deellos acabara en sus manos. Todos creían queNevio era un buen peón, pero Nevio solo trabajabapara Nevio. Una sonrisa se le dibujó en el rostromientras pensaba en ello. Plancina le miró algoextrañada.

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No podía decirse que aquel primer día de juicio

hubiera sido el mejor como orador. Los partidariosde Germánico le habían atacado sin descanso, y sudefensa empezó a tambalearse. Lo que más lepreocupaba a Pisón no eran las acusaciones queno podía negar sobre los sobornos, los cambios deoficiales en las legiones o los desacatos ydesobediencias a Germánico. Lo que más lepreocupaba era que Tiberio se mantenía al margen.Él y Augusta habían sacado de él lo que querían yahora lo abandonaban a su suerte. Aunque no sepudiera probar que tuviera algo que ver en la muertede Germánico, el resto de cargos eran suficientespara arruinar su carrera política en el mejor de loscasos.

Solo le quedaba una baza para poder contarcon el apoyo de Tiberio y Augusta. Había guardadotoda la correspondencia que le habían enviado. Asíque habría que recordarles que si no le prestaban

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su colaboración, todo eso podría ver la luz, y estabaseguro de que eso era algo que ninguno de los dosquerría. Era su última oportunidad y tendría quejugarla. Se dirigió entonces a buscar el arcón en elque había traído todos aquellos documentos.Cuando llegó a la estancia, vio con sorpresa quePlancina, a la que no había visto entrar en la casa,se encontraba allí. Su desconcierto fue en aumentoal ver un fuego en el arcón que había venido abuscar.

—Plancina, ¿qué estás haciendo? ¡Por losdioses! —exclamó Pisón.

—Cneo, mi pobre Cneo… Sabes tan biencomo yo que te condenarán en ese juicio. Tiberio yAugusta te han abandonado. He intentadointerceder por ti, pero esta vez no me ha sidoposible. Estás perdido, Cneo —le espetó Plancina—. Pero yo no me hundiré contigo. Hay quesobrevivir. Tienes que comprender que tú ya notenías salida. Esto hubiera sido una locura.

—Tú, tú… has quemado las cartas… —Pisónno salía de su asombro—. Era mi últimaoportunidad y tú…

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—Cneo, sería poco menos que imposibleprobar nada con estos documentos, no…

—¡Las has quemado! —bramó Pisón—¡Maldita arpía! Con esto le pagas a esa malditavíbora de Augusta, ¿verdad? En el fondo soisiguales… —Pisón se echó las manos a la cabeza yse apoyó contra la pared. Comenzó a sollozar.

—Has fracasado, Cneo. Al menos ten un pocode dignidad. —Pisón se dio la vuelta con el rostroenrojecido por la ira y se dirigió a Plancia,agarrándola violentamente por el cuello yempujándola hasta la pared. Pisón podía ver elmiedo en los ojos de su mujer.

—Debería partir tu lindo cuello, Plancina.Siempre he consentido que fueras una ramera y teacostaras con otros hombres. En el fondo no meimportaba mucho. Pero esta traición… ¿Qué meimpide matarte aquí mismo? —Pisón apretó lapresa que le estaba haciendo en el cuello y Plancinaempezó a abrir la boca intentando respirar—. Unhombre como yo, que no tiene otra alternativa, ¿quéproblema tendría en seguir estrujando este delicado

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cuello hasta que dejaras de respirar?Plancina intentaba liberarse golpeando cada

vez con menos fuerza a su marido. Pisón la mirabacon una sádica expresión. De repente, la soltó y laempujó con fuerza. La mujer cayó al suelo.

—Desaparece de mi vista antes de quecambie de opinión —le dijo Pisón secamente.Plancina se aferraba el cuello con las manos yaspiraba grandes bocanadas de aire.

La mujer se recuperó y en cuanto pudoabandonó apresuradamente la habitación sinmirarle a los ojos. Pisón comenzó a pensar. Ya nopodía jugar su última carta. La alternativa más claray honorable era el suicidio. No había otra salida.Pisón se fue entonces, con la mente más clara, apreparar una carta de despedida. Atardecía ya enRoma. En la mesa en la que solía leer sus obrasfavoritas comenzó a escribir aquella despedida. Enella comenzó a relatar cómo había servido a lapatria y se encomendaba a los dioses para que lojuzgaran. En la carta intentaría, al menos, echarsobre él las culpas para que su hijo no tuviera quecargar con ninguna. Al acabar la carta, la firmó y se

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dirigió a buscar el gladius que guardaba. Al veraquella espada comprendió que no tenía valorsuficiente como para quitarse la vida. No podíahacerlo. Amaba demasiado su vida como paraabandonarla de aquella manera. Si se quedaba enRoma, se exponía a ser agraviado y tal vezejecutado. Así que si quería vivir, debía escapar deallí.

El sueño de volver a ser cónsul se habíadesvanecido, y las glorias y el honor poco leimportaban. Solo pensaba en seguir viviendo.Debía irse de Roma de manera furtiva. Seguíateniendo amigos en el imperio que podríanesconderlo. Hispania podría ser un buen lugar.Habría que hacerlo todo rápido y a escondidas.Llamó a su esclavo.

—Mi señor, ¿qué desea?—Fenio, nos vamos a ir hoy por la noche. Nos

iremos a escondidas hacia el puerto de Ostia.Recoge lo indispensable para viajar.

—Pero señor… ¿Y el juicio?Pisón le interrumpió con un sonoro sopapo:

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—¿En algún momento te he dicho que pienses,maldito estúpido? Vamos, obedece.

Fenio se echó la mano a la enrojecida cara ydio media vuelta. Salió al pasillo, aquel pasillo queFenio había recorrido tantas veces, en el quesiempre soñaba con ser el héroe de aquellas bellasimágenes pintadas en las paredes. Fenio era unesclavo joven, que desde pequeño había servido ala familia Pisón en Roma. Nunca le habían tratadobien. Ahora tenía que ayudar a su amo a escaparse.Pero Fenio podía informar de esto a aquellos que lehabían prometido la libertad si lo hacía. Obedeceríaa su amo, pero después de enviar el mensaje comole habían indicado. Actuaría con tiento para nolevantar ninguna sospecha.

Cneo Calpurnio Pisón seguía pensando en la

traición de Plancina. Nunca había sido una mujergenerosa ni piadosa, y sabía que se acostaba conotros hombres, pero no esperaba aquello. Siempre

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se había portado bien con ella y le había dado todocuanto se le había antojado. Debería haber hechocaso a su buen amigo Domicio Célere y habervuelto a Roma en vez de volver a Siria cuandoGermánico murió.

Aunque ahora Plancina no era su mayorproblema. Debía huir de Roma. Esperaba que lacarta que dejaba distrajera varios días la atención yrealmente pensaran que se había suicidado. Paraentonces ya estaría lejos, en Hispania, y habríaencontrado una solución.

Pisón estaba recogiendo todo lo que pudieratener valor para llevárselo consigo cuando oyó unruido. Probablemente sería Fenio haciendo elequipaje. No conseguía recordar dónde habíapuesto el último saco de monedas que le habíantraído de Siria. Intentó hacer memoria cuando uncontacto en la espalda le interrumpió.

—Fenio, por Cástor y Pólux, ¿qué…? —Pisóndio la vuelta y se quedó pasmado al ver a tresdesconocidos con tres capas negras. Uno de ellosdirigía un gladius hacia él.

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—No soy Fenio, Pisón —le contestósecamente aquel hombre a la vez que se quitaba lacapucha que impedía ver su cara. Los otros doshicieron lo mismo—. Cualquier grito o señal y teatravieso.

—Tu cara me es familiar… Tú… Vosotros…—Sí, Pisón. Somos la guardia de Germánico.—¿Qué es lo que queréis? ¿Queréis dinero?

Os daré oro, mucho oro, más del que podáis soñar.Os daré lo que queráis, pero no me matéis —rogóPisón desesperadamente.

—¿Oro? ¿Qué nos impide quitarte ahora todolo que queramos, matarte y arrojar tu cuerpo sebosoal Tíber? —le contestó con desprecio el más alto ycorpulento—. Puedes meterte tu oro por el culo.

—¿Qué es lo que queréis? —preguntó Pisónmientras caminaba hacia atrás, hacia una pequeñamesa.

—Si fuera por mí te mataría ahora mismo. —Eltercer desconocido se acercó hacia él—. ¿Teacuerdas de Noega, maldito bastardo? —Pisón lemiró confundido—. Yo te ayudaré a hacer memoria.

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Hace años, en el oppidum de Noega, al norte deHispania, en Asturia, eras gobernador. Ajusticiastea tres inocentes en la cruz. Tú y Areusa losculpasteis de haber robado un cargamento de oro.Eran inocentes. Y los colgasteis de aquellas crucescomo auténticos criminales. —Aquel hombre, encuyo rostro la ira iba aumentando, le propinó unbuen golpe en la cara—. ¡No habían hecho nada!

—Cálmate, Serbal—le dijo otro.—Ahora lo recuerdo. Sí, lo recuerdo… No fue

culpa mía. Os lo contaré todo si queréis, pero no mehagáis nada, por los dioses. Os juro que oscompensaré… —clamó Pisón.

—Habla —le dijo sin más miramientos elhombre que lo había golpeado.

—Supongo que ahora ya da igual que sesepa… Los cargamentos de oro eran robados porhombres de Areusa y luego buscábamos chivosexpiatorios. Supongo que aquellos de los que mehabláis fueron algunos de ellos. Areusa nos decía aquién podíamos acusar. Así, Roma tenía culpables ynosotros el oro… —Pisón vio cómo uno de los

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guardias tranquilizaba a los demás—. Yo no teníanada en contra de ellos…

—Tampoco en contra de Germánico,supongo… —le contestó el que parecía mantener laserenidad, aunque también podía ver odio ydesprecio en sus ojos—. Y no intentesconvencernos de que tú no estás detrás de sumuerte. —El hombre tragó saliva—. Germánico eraun gran hombre, mucho más de lo que una ratacomo tú llegaría a ser jamás.

—No voy a decir que le tuviera especial cariñoa Germánico, pero cumplía órdenes. Me hanutilizado para acabar con él. Se supone quedespués me protegerían… Todo fue planeado porTiberio y Augusta… Ya se han encargado de que nohaya ninguna prueba.

Hasta mi mujer me ha traicionado —dijo unapesadumbrado Pisón casi entre lágrimas.

—Pobre Pisón, todos le traicionan. Maldita ratacobarde y traidora —masculló entre dientes elhombre que le había golpeado.

—Tienes suerte de que nuestra señora

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Agripina te quiera vivo por el momento. Nosacompañarás y ella decidirá qué hacer contigo.

Pisón rompió a sollozar mientras se apoyabaen la mesa. Sin que los asaltantes se dieran cuenta,abrió un pequeño cajón, y deslizó los dedos parasacar una daga que tenía allí. Con toda la rapidezde la que fue capaz, agarró por el cuello al que teníamás cerca. Éste fue cogido por sorpresa. Pisón lecolocó la daga en el cuello, haciendo la presiónjusta para no abrírselo, pero sí para tenerlo bienatrapado. El guardia intentó revolverse, pero ya erademasiado tarde. Habían infravalorado a Pisón.

—Suelta el gladius o te abro el gaznate. Yvosotros, atrás. Tirad las armas también. —Todoshicieron lo que Pisón les pidió—. Vosotros dos,poneos de rodillas y las manos detrás de la cabeza.—Ambos obedecieron—. Malditos estúpidos.Agripina, Germánico, y vosotros y vuestrosparientes podéis iros todos al Hades. Esa malditaamargada de Agripina seguramente me habríahecho matar. ¿Creéis que Pisón es tonto? Sé queAgripina nunca me perdonará. Ahora quedaos ahí yno os mováis. Vuestro amigo y yo nos vamos No

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mováis ni un dedo o le rajo el cuello.Pisón se iba acercando a la salida. Tenía que

aparentar seguridad, aunque realmente estabaaterrado. Cuando ya estaba llegando a la puerta,comenzó a entreabrirla con un pie. Por el rabillo delojo pudo ver cómo uno de ellos hacía una seña conla cabeza. Acto seguido, su presa le propinó unpuntapié en la pierna que tenía apoyada. No perdióel equilibrio, pero tuvo que aflojar la fuerza con queagarraba al intruso. Entonces se percató de que supresa había echado la cabeza hacia un lado. Losiguiente que vio, antes de que le diera tiempo acortarle el cuello a aquel maldito astur, fue cómo unode los que estaban de rodillas echaba la mano pordetrás de la capucha con velocidad felina, sacabaalgo brillante y lo lanzaba hacia él.

Pisón quiso gritar, pero se dio cuenta de queno podía. Sintió que un líquido caliente sederramaba por su pecho. Las fuerzas le empezarona abandonar. Dio un paso atrás y soltó a su presa.Se echó la mano al cuello y con horror se percató deque le habían clavado una daga. Con ambasmanos, intentó frenar la vida que se le escapaba.

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Cayó de rodillas, abriendo los ojos todo lo quepodía. Quería maldecirlos a todos, a aquellosastures, a Tiberio, a Augusta, a Plancina, aGermánico, a Agripina… Pero solo salían gorjeosde su boca. La vista se le empezó a nublar. Loúltimo que vio fue la mirada de desprecio que lededicaron aquellos astures. Pisón se derrumbó ycayó en la negrura.

—Podrías haberle desarmado. Agripina loquería vivo —protestó Taranis.

—Gracias, hermano. Siento haberte salvado lavida. Para la próxima vez indícame más claro cómoquieres que lo haga —contestó Serbal con acidez—. Siento mucho haber matado al bueno de Pisón.

—Agripina dijo que lo quería vivo a ser posible.Pues bien no ha sido posible, es una pena. Nosvamos y le informamos de que este cerdo estámuerto. ¿Creéis que lo va a lamentar? —aseverócon total tranquilidad Aramo, ante el pasmo de sushermanos—. ¿Qué miráis? Vámonos.

—Tienes razón. Espero que se lo tome bien…

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Me ha puesto perdido de sangre, ¡por Navia! Antesde irnos recojamos la daga de Serbal. Dejadla allado de su cuerpo. Parecerá que ha sido unsuicidio. Tal y como estaban las cosas tampocosería tan descabellado que se quitara la vida. –dijoTaranis.- Basta de cháchara, Casio estaráimpaciente.

Los hermanos revisaron la habitación para nodejar ningún indicio de su presencia allí. Una vezhubieron comprobado todo, volvieron a salir pordonde habían entrado. Casio se había quedadofuera para comprobar que nadie se acercara.Ninguno de ellos se quería quedar fuera así que lodecidieron al azar. Casio, a regañadientes y con lasensación de que lo habían engañado, se encargóde evitar que nadie los sorprendiera. No había sidonada difícil entrar, máxime contando con la ayudadel esclavo de Pisón. Al salir a la calle, Casio lesesperaba visiblemente tenso. Le explicaronrápidamente lo que había ocurrido. Casio entoncesinsistió en que debía de haber entrado.Asegurándose de que nadie les siguiera, volvierona la casa de Agripina. Cuando llegaron a la domus,

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Agripina les esperaba despierta.—¿Qué ha ocurrido? ¿Estás bien, Taranis?

Estás lleno de sangre, ¿estás herido? —preguntóuna impaciente Agripina. Intentaba disimular suinquietud su rostro reflejaba que estaba ansiosa porsaber qué había ocurrido.

—Estoy bien. Mi señora, no hemos podidotraer a Pisón. Hubo… ciertas complicaciones. Estasangre es de él. —Taranis no sabía cómo explicarlo—. Lo teníamos…

—Le hemos rebanado el cuello —le interrumpióSerbal con decisión—, De hecho, ha sido mi manola que lo ha hecho. Nos sorprendió y tenía a Taraniscon una daga al cuello. Mi señora, sé que preferíaisque lo hubiéramos traído con vida, pero en esemomento había que actuar y la vida de mi hermanocorría peligro. La responsabilidad es toda mía. Hede decir que he disfrutado rajando el gaznate deese maldito bastardo. La venganza tiene un sabormuy dulce… —afirmó Serbal apretando lamandíbula.

—Debería de haber entrado yo… —murmuró

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Casio. Agripina pareció oírle pero hizo oídossordos.

—No tienes por qué disculparte. Habéisarriesgado vuestras vidas y vengado a mi marido.Os estoy más que agradecida. En mi nombre y en elde mi esposo, os doy las gracias una vez más. Esamaldita víbora ya no hará mal a nadie más. —Elrostro de Agripina tornó en un rictus de odio alrecordar a Pisón. Acto seguido se sentó, y másrelajada, se dirigió de nuevo hacia ellos—: Yahabéis hecho mucho por nosotros. Habéisarriesgado vuestra vida por mi familia muchasveces. Incluso en Egipto, no creáis que no me lleguéa enterar del secuestro de Cayo. —Agripina lesmiró como una madre que regaña a un niño, y nopudo evitar una pequeña sonrisa—. Es hora de quesigáis vuestro camino. Sé que mi marido lo querríaasí. Me apena mucho perderos, pero os libro deljuramento que hicisteis a Germánico. En cuantopasen unos días, podréis regresar a vuestra tierra.Os deseo lo mejor en la vida, amigos. —Laemoción de Agripina era sincera.

—Mi señora, no sé qué decir… —intentó

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contestar Taranis.—No hace falta que digáis nada. Lo puedo ver

en vuestros rostros. Os daré los documentos queredactó mi marido.

—Mi señora, siempre estaremos a vuestradisposición. Si algún día necesitáis nuestra ayuda, ycreo que hablo por todos, no dudéis en pedirla —dijo Casio.

—Vamos, vamos. —A Agripina le brillaban losojos y una lágrima pugnaba por salir—. No megustan las despedidas. Además, todavía no oshabéis ido. Ya es tarde y debemos ir a dormir.

Haciendo caso a la recomendación deAgripina, todos fueron a descansar. Taranis nopudo dormir en toda la noche. Volvería de nuevo asu tierra. Volvería a ver a Deva. Conocería a su hijo.Una parte de él estaba triste, porque iba a dejar a lafamilia con quien había compartido tanto tiempo,pero ya era hora de recorrer su propio camino.Esperaba que sus hermanos también volvieran conél, aunque ya habría tiempo de hablar eso.

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Capítulo 14Asturia

Asturia, año 20 d.C.

Después de la muerte de Pisón, nadiesospechó ni lo más mínimo que los tres hermanosastures hubieran sido la mano ejecutora; todo elmundo pensaba que Pisón mismo se había quitadola vida. Para desconsuelo de Agripina, Plancinahabía salido indemne de los juicios posteriores,apoyada por Tiberio y Augusta. Esto no habíasentado nada bien entre la plebe, que no veía conbuenos ojos que el emperador y su madre

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defendieran a la mujer del hombre que habíaasesinado a su hijo y nieto, respectivamente. Loshijos de Pisón tampoco compartieron sus cargas.Se decidió que, debido a que tuvieron que acatarlas órdenes de su padre en Siria cuando loacompañaban, nada fue hecho por iniciativa propia.Marco Pisón fue desterrado con la nadadesdeñable cifra de cinco millones de sestercios ydestituido en los cargos que ostentaba en laadministración romana. Cneo Pisón heredó partede la fortuna de su padre, pero tuvo que cambiarseel nombre.

La despedida de Roma no había sido fácil.Tantas y tan duras vivencias compartidas les habíanunido mucho a la familia de Germánico. El adiós deAramo y el Calígula fue especialmente emotiva,pues el enorme astur no pudo reprimir las lágrimasal despedirse y fundirse en un largo abrazo conCayo.

Los tres hermanos habían decidido volver aNoega. Taranis llegó a temer que sus hermanosquizás no quisieran volver, pero tantos años deaventuras por todos los rincones del imperio habían

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saciado su sed de conocer mundo. Casio tambiéntomó la decisión de acompañarles, lo que el restoacogió de buen grado. El oficial pidió una carta derecomendación a Agripina para poder seguir con sucarrera militar en Asturia. Necesitaba unatemporada alejado de las intrigas de Roma.

En esta ocasión, el viaje no se le hizo tan largoa Taranis como el último, después de abandonarGermania, cuando tuvo que cruzar toda la Galiasolo. Era peor el aburrimiento que el peligro de quepudieran asaltarle. Solo su fiel Tileno le había hechocompañía.

Taranis estaba preocupado por su caballo, queempezaba a dar muestras de fatiga, lógicas porotra parte, pues ya contaba con una avanzada edadpara un caballo. Tileno le había salvado la vidavarias veces y le había sacado de tantosatolladeros, que ya había perdido la cuenta.

A medida que se iban a acercando a Noega,Taranis estaba más nervioso. Cada vez estaba másimpaciente por llegar, ver si Deva estaba bien y sipodría conocer a su hijo. La ansiedad iba enaumento, y aunque los demás intentaban animarle,

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había días que no conciliaba el sueño sino conmucha dificultad y de puro agotamiento. Los parajesya comenzaban a serles familiares. La llegada yaestaba cerca. La última noche en ruta, todosestaban emocionados.

—¿Os dais cuenta de que no hemos entradorealmente en Noega desde que nos fuimos hacetanto tiempo? Otras veces hemos estado cerca, lahemos visto desde la lejanía, pero no hemosentrado —comentó Taranis.

—Es cierto. La verdad es que tengo curiosidadpor saber cómo estará el castro después de tantosaños. Ya estaba empezando a cambiar antes deque nos fuéramos —apuntó Serbal.

—Me pregunto si la familia de Areusa seguiráallí. Espero que esa vieja bruja esté criando malvasya. Ya era muy vieja cuando nos fuimos. Estabamás arrugada que un higo seco, por Belenos —recordó Aramo.

—¿Se acordará alguien de nosotros? Puedeque no nos reconozcan. Supongo que habremoscambiado. Aunque Aramo sigue siendo

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especialmente feo —dijo Serbal ante la miradaairada de su hermano.

—Una cosa, muchachos —interrumpió Casio—. Sé que es vuestro castro y que volvéis comociudadanos romanos, pero es probable que hayauna guarnición romana. Si yo entro con el uniformede centurión, no nos pondrán ninguna traba y todoserá más fácil.

Los hermanos aceptaron el consejo de Casio.Siguieron charlando, recordando a la gente quevivía en el castro y de los edificios que había cuandose fueron. Después de estar hablando hasta bienentrada la noche, decidieron descansar, aunque elúnico que lo hizo realmente fue Casio, pues losdemás estaban nerviosos por la vuelta a casa.Taranis apenas consiguió dar alguna pequeñacabezada. Recogieron todo con los primeros rayosde sol, tras un frugal desayuno, y se pusieron enmarcha de nuevo. A medida que la distancia eramenor, mayor era la emoción que los embargaba.Casio, como hacía años, cuando habían venido pororden de Germánico, observaba cómo aquellosrecios hombres se conmovían al volver a sus

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orígenes. Nunca había conocido a nadie que amaraa su tierra como aquellos astures.

Por fin apareció a lo lejos la silueta de Noega.Taranis tuvo que reprimir un impulso de espolear aTileno y lanzarse a toda velocidad hacia el castro.Casio les instó a mantener la calma e insistió enque él hablaría con los guardias en caso de que loshubiera, aunque nadie parecía escucharle mucho. Alllegar, efectivamente había dos soldados romanosen las puertas. Casio se adelantó y habló con ellos,tras lo cual les hizo una seña a los tres hermanospara que entraran. Después de tantos años, losastures traspasaron aquella entrada. Taranis,bastante tenso, escrutaba con la mirada, buscandoa Deva. Serbal entraba altivo y ufano, mientras queAramo lo hacía con total parsimonia.

El ambiente en el castro seguía siendoapacible, y después de haber recorrido tanto mundoy haber visto ciudades como Roma o Alejandría,todavía se lo parecía más. De camino a casa de lospadres de Deva, los hermanos pasaron por suantigua casa. Les intrigaba bastante qué habríasido de ella. Comprobaron que no había sido

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ocupada y que parecía la estaban utilizando comoalmacén. Serbal se bajó del caballo, se asomó ysolo vio herramientas y trastos apilados.

—¿Sabes de quién es esta casa? —lepreguntó Serbal a un joven que pasaba por allí.Aquel joven tendría la misma edad que cuando ellosdejaron el castro.

—Pues creo que una familia del castro la utilizade almacén. Parece ser que hace años vivían ahíunos hermanos que desaparecieron sin dejar rastro.

La contestación de aquel joven pareció hacerlegracia a Serbal.

Después de revisar con curiosidad su antiguohogar, siguieron caminando. Pocos pasos después,Serbal miró hacia un lado y paró en seco.

—Hermano, déjame tu espada —le dijo aTaranis.

—¿Para qué la quieres? —le preguntóextrañado.

—Dámela y déjate de preguntas. —Taranis ledio la espada y Serbal se salió del camino. Se

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dirigió a un lado—. En este pedazo de piedra estáel nombre de Pisón, pero no sé dónde, mi latínescrito anda un poco espeso...

Taranis entonces recordó qué era aquellapiedra. Era el ara que Pisón había consagrado aAugusto el día que se había celebrado la Feria dePrimavera, en la que Tileno y él habían ganado lacarrera. Esa fue la última noche que estuvieron en elcastro. Casio se acercó y le indicó a Serbal dóndeestaba escrito el nombre. Con una espada contra lapiedra y con la otra haciendo de martillo, golpeandoen la parte superior de la empuñadura, Serbalcomenzó a borrar el nombre del difunto legado.Algún curioso se acercó, aunque nadie se atrevió ahacer ni decir nada.

—Bueno, asunto arreglado. No quiero enNoega el nombre de ese cerdo ni que nadie quevenga lea que estuvo aquí. Ahora es como si nuncahubiera pasado por nuestro castro. Podemos seguir—dijo Serbal con toda tranquilidad. Aramo le diouna palmada en la espalda mientras los demás, sindecir palabra, continuaron andando.

Taranis seguía buscando con la mirada la

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silueta de Deva, pero no alcanzaba a verla porningún lado. Siguieron caminando y Serbal saludópor el nombre a un par de ancianas que le miraronextrañado ante su divertimento. Todo el que secruzaba con ellos se le quedaba mirando, aunquenadie pareció reconocerlos. Por fin llegaron a lacasa de Deva. Taranis sentía que el corazón le iba asalir del pecho, pues le latía como un potrodesbocado a causa de los nervios. Harto ya detanta espera, decidió entrar. Lo unico único que viofue a la madre de Deva sentada al lado de supadre, que se encontraba echado, y al que parecíaestar atendiendo. La madre de Deva, al oírle, dio lavuelta extrañada.

—Señora, soy Taranis…—Lo sé, hijo.—Deva, el niño, ¿dónde están?—Siéntate, Taranis.—Pero…, ¿están bien? —preguntó un alterado

Taranis.—Taranis, siéntate, por favor —le dijo la madre

de Deva con un tono suave pero decidido, y con un

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triste brillo en los ojos—. Si hubieras llegado unosdías antes… —Taranis hizo amago de volver apreguntarle, pero ella le hizo un gesto para que ledejara hablar—. Durato volvió hace días con unoficial romano y vino a pedirle a Deva que se fueracon ella a la Galia. Deva se negó. Al día siguiente,regresó con dos hombres más, estaba borracho ycomenzó a forcejear para llevársela. Su padreintentó impedirlo y le pegaron una buena paliza.Durato se llevó a Deva y a tu hijo.

—Mi hijo… —dijo Taranis—. Es un niño,¿verdad?

—Sí. Desde luego, solo hace falta echarle unamirada para saber que es hijo tuyo… Se llama Aius.—A Taranis se le llenaron los ojos de lágrimas. Lamadre de Deva prosiguió—. Viendo el cariz quetomaba la situación, Deva le dijo que dejara a supadre, que se iría con él, pero que se llevaría a suhijo.

—¿Y ahora están en la Galia? —preguntóTaranis con temor.

El padre de Deva entonces se reincorporó.

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—Todavía no, Taranis. Están en el cerro quehay al este de Noega. Allí, Durato y su familia llevanya años con una pequeña base de operaciones enla que nadie sabe exactamente lo que hacen.Durato es ahora el único miembro de la familia.Areusa y Negalo contrajeron una extraña fiebre ymurieron el año pasado. Los dioses debieroncastigarlos por todo lo que hicieron. Y pensar quehace tiempo yo quería casar a mi Deva con esafamilia… Taranis, por lo que sabemos, todavía nohan partido.

—¿Con quién más puedo hablar?¿Quién deNoega puede saber algo más? —preguntó unimpaciente Taranis.

—El hijo de Pintaio los ha ayudado muchasveces a cargar mercancías hasta el cerro. Os podrádecir algo de cuántos hombres tienen y quizás sepacuándo van a partir. —El padre de Deva se acercóun poco más a Taranis—. Date prisa, por favor, hazlo que este anciano no ha podido. Tráeme a mi niñay a mi nieto. Por lo dioses, tráemelos —le suplicómientras lo agarraba por el pecho.

—Por supuesto que lo haré. Acabaremos con

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esto de una vez por todas. Lo juro por mis padres.Volveré con ellos o estaré muerto.

Taranis, con el ceño fruncido y apretando losdientes, dio media vuelta, decidido, y salió de latienda.

No fue difícil sonsacar información al hijo dePintaio, que al ver un a centurión romano y tressoldados, habló sin que fuera necesario insistir. Lescontó que Durato y sus hombres efectivamentetenían una base en aquel cerro que se encontraba aleste de Noega. Era una pequeña península con unistmo estrecho, en el cual se había levantado unaempalizada. Para alivio de Taranis, Durato todavíano había embarcado para la Galia, aunque parecíaque lo haría de manera inminente, cuando acabarande cargar toda la mercancía en un barco que habíaen una playa contigua. Por su experienciatrabajando con ellos y lo que habia visto estos diasPintaio calculó que Durato tendría unos quince oveinte hombres, sin contar la tripulación del barco,pero esos hombres estarían en la nave y no eranguerreros.

Todavía era mediodía, cuando después de

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interrogar al hijo de Pintaio, Taranis y los demás sedirigieron hacia el cerro donde estaba Durato, aestudiar el terreno. Dejaron los caballos a unadistancia prudente y, caminando sin llamar laatención, se fueron acercando. Serbal, que era elque poseía una vista más aguda, trepó a lo alto deun árbol para tener una mejor perspectiva.

—Bueno, como ya sabíamos, el cerro está casicompletamente rodeado por marismas. Lasconocemos y no son peligrosas, aunque para loscaballos no son tan seguras. Han hecho un par decaminos. Uno que llega desde Noega y otro quebaja a la playa que hay al este del cerro. Hay unapuerta en el centro, que corta la empalizada en dos.Dentro parece que hay más de un edificio. Alcancéa ver tres, dos de ellos bastante más grandes que elotro. Se veía movimiento, pero calculo que en elpeor de los casos habrá veinte hombres, aunque losque he visto van armados.

Taranis se quedó pensativo. Veinte hombres yellos solo eran cuatro. Entrar allí podía ser unsuicidio.

—No os puedo pedir que me acompañéis —

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dijo Taranis—. Si entramos ahí puede que nosalgamos ninguno, pero yo tengo que hacerlo.Entiendo que no queráis venir, pero mi mujer y mihijo están ahí, y aunque muera intentándolo, tengoque hacerlo.

—¿Dejarte solo? Eres muy patoso, hermano.No podrías ni ir a sacudírtela sin mí. Por favor, nodigas tonterías. Además no está bien que tediviertas tú solo —dijo Serbal.

—La verdad es que tengo ganas de conocer ami sobrino. Y si esos desgraciados lo tienen ahídentro, habrá que enviarlos al infierno. Pero por loscuernos de Cerunnus que conoceré a mi sobrino —añadió un convencido Aramo.

—Casio, tú no tienes por qué arriesgar lavida… — comenzó a decir Taranis, pero el romanole interrumpió.

—Taranis, ¿cuántas veces me habéis salvadola vida? Creo que ya he perdido la cuenta. Así queno me digas que no tengo que arriesgar la vida. Osdebo mucho. No puedo dejar a tres locos asturessin su oficial. No tenemos mucho tiempo, así que

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debemos trazar un plan.Taranis no pudo evitar emocionarse ante las

muestras de lealtad de sus hermanos y Casio. Se lehumedecieron los ojos. Si las cosas se torcieran,morir al lado de aquellos hombres sería un honor,aunque por Deva y su hijo esperaba que aquello nosucediera.

—Desde luego tendremos que hacerlo por lanoche —continuó Casio—. No tenemos tiempo paraentrar por los acantilados ni podemos atacar con laluz del sol. Sin embargo, esas marismas sonperfectas para arrastrarse por la noche. Podemosocuparnos de los guardias y entrar con sigilo. Unavez dentro, deberemos de improvisar.

—Mirad al horizonte —dijo Serbal—. Estanoche tendremos tormenta. Y parece que de lasfuertes.

—Tanto mejor. El estruendo de la tormenta nosayudará y tapará cualquier ruido que podamoshacer. Además, si es intensa se pierde visibilidad—dijo Taranis.

—No nos olvidemos de los rayos y relámpagos

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—recordó Casio—. Nos pueden jugar una malapasada si alumbran cuando no deben.

Casio y Taranis dibujaron un pequeño planocon un palo. Comenzaron a hablar de por dónde seacercarian y lo que habría de hacer cada uno.Después de un rato analizando los pormenores delplan, Taranis se dirigió a ellos con seriedad.

—Por mucho que planeemos, sabéis quecuando estemos dentro no sabremos muy bien loque nos encontraremos. No se cómo daros lasgracias y os estaré eternamente agradecido poresto, pero… sabemos que Durato está allí. —Taranis dirigió su mirada a sus hermanos—.También sabemos que tenemos una cuentapendiente y una promesa que cumplir. Tengo lasmismas ganas que vosotros. Pero antes que esoestán la vida de mi hijo y la de Deva. Esa es laprioridad. Prometedme que lo primero será salvar aDeva y a vuestro sobrino. Aunque yo caiga,salvadlos.

Serbal y Aramo bajaron la cabeza en señal deasentimiento.

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—Pero si las cosas salen bien, ese perrodormirá hoy en el infierno —masculló Serbal entredientes.

Ya era de noche y la lluvia arreciaba. Tal como

habían decidido, se separaron para llegar a lapuerta de la empalizada. Serbal y Aramo por unlado, y Taranis y Casio por el otro, llevaban un buenrato reptando por las marismas cercanas alcampamento de Durato. La noche, la lluvia y el sigiloy cuidado que habían puesto a la hora de avanzarhasta la empalizada les había ayudado a no serpercibidos. Taranis y Casio alcanzaron laempalizada por la parte oeste, lejos de la puerta,que se encontraba en el centro, mientras que suscompañeros lo hacían por la otra parte. Desde allídivisaron que había un par de guardias, cubiertoscon capas, que no parecían mostrar muchaatención. Nadie esperaría un ataque aquella noche y

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menos con aquel tiempo. Debían aprovechar elfactor sorpresa. Pegados a la empalizada,siguieron arrastrándose hasta una distancia segura.Los guardias no se movian . A duras penas, ydebido a la cantidad de lluvia que estaba cayendo,Taranis y Casio pudieron discernir dos figurashaciendo lo mismo que ellos en la otra parte de laempalizada.

Una vez que Taranis y Casio alcanzaron ladistancia a la que habían acordado parar, el astur lehizo un gesto al oficial romano, y con cautela seaproximaron a los desprevenidos guardias daga enmano. Casio y los astures habían decidido queatacaría el flanco al que los guardias dieran laespalda y ahora mismo ese era el flanco de Taranis.Acometió a uno de ellos por detras, poniéndole unamano en la boca para que no emitiera ningún gritode alarma, mientras le acuchillaba por la espalda. Elotro guardia, que se encontraba a su lado, recibiólas mismas atenciones por parte de Casio. En unmomento, aquellos dos infelices habían pasado deestar lamentándose por hacer guardia durante lanoche, a que unas daga furtivas acabaran con sus

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vidas.Rápidamente arrastraron los cuerpos hacia

fuera, para que no pudieran ser vistos. Serbal yAramo se incorporaron y fueron a su encuentro,mientras Taranis y Casio vigilaban en la puerta parano ser descubiertos. Afortunadamente la puerta nose encontraba atrancada, así que no fue necesarioescalar la empalizada. Desde allí pudieron observarmejor el campamento. Como ya habían atisbadodesde lejos, había tres edificios, dos de ellosvisiblemente más grandes que el otro. En uno de losedificios de mayor tamaño, el que se encontraba aloeste, se podía ver que había un fuego encendidoen su interior. El otro edificio de gran tamañoparecía un almacén, mientras que el más pequeño,que se encontraba detrás de los otros, era similar alas casas del castro. Todos los edificios tenían unabase de piedra, mientras que los tejados estabanhechos con ramajes, al igual que en Noega.

—Viendo el campamento supongo que a Devay a Aius los tendrán en la casa pequeña del fondo—susurró Taranis—. Probablemente ellos estén enel edificio donde hay un fuego. Iremos por la parte

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de atrás del edificio que parece un almacén paraacercarnos a la casa. Entramos, y si Deva y Aiusestán allí, nos los llevamos y salimos de aquí. ¿Deacuerdo? —Taranis buscó a sus compañeros con lamirada, que asintieron—. Por los dioses, nada detonterías. La vida de Deva y mi hijo están en juego.Ya habrá tiempo para venganzas cuanto estén asalvo.

—Vamos allá —dijo Serbal con el ceñofruncido.

Taranis avanzó en primer lugar, adentrándoseen el campamento hasta una esquina del almacén.Desde allí, y después de mirar a los lados, hizo unaseñal a los demás para que le alcanzaran. Los tressalieron raudos. El almacén tenía una puerta frontalde madera que estaba cerrada. Comenzaron abordear el edificio y llegaron a la parte posterior.Justo al rodear la siguiente esquina, Taranis se topóde bruces con dos hombres. Los tres sesorprendieron. El estupor de Taranis fue mayor aldescubrir que otro hombre se encontraban detrásde aquellos hombres de Durato y que estabanarmados. Los dos que tenían enfrente cargaban un

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bulto—Pero... ¿Quiénes sois? —preguntó el que

estaba detrás de los hombres de Durato a la vezque reculaba.

Instantes después, Serbal ya había llegadohasta allí, y con decisión lanzó un tajo a uno de loshombres que habían soltado el bulto, que sincapacidad de reacción solo pudo llevarse lasmanos al abdomen, donde había sido herido, antesde caer al suelo. El otro hombre retrocedió un pasoy pudo evitar un mandoble que Taranis destinaba asu costado.

—No puede ser, no puede ser cierto —dijo elhombre que se encontraba detrás de los esbirrosde Durato.

Al oírlo, Taranis dirigió una fugaz mirada, y apesar de la oscuridad, discernió un rostro y unafigura que le era familiar. Por un instante sepreguntó qué haría allí, en Asturia. Aquel hombre eraNevio. Rápido como un felino, empujó al otrohombre contra ellos, mientras se lanzó en unadesesperada carrera, desapareciendo por la

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esquina contraria en la que estaban Taranis y lossuyos, en dirección al otro edificio. Taranis se quitóde encima al hombre que Nevio les había echadoencima y Serbal acabó con él de un golpe certero.Eso le había dado el tiempo justo a Nevio paraganar una preciosa ventaja.

—Dime que ese de ahí no era Nevio —dijoSerbal mientras comenzaba a correr detrás delromano a la vez que Taranis—. Dioses, os odio, ¡deverdad que os odio! —Casio y Aramo, sincomprender mucho de lo que había pasado tanfugazmente, hicieron lo mismo.

Los cuatro persiguieron a Nevio, pero elromano fue rápido y llegó al edificio enfrente delalmacén antes de que pudieran reducirlo.

—¡Maldita sea nuestra suerte! Ya estánalertados. Ahora saldrán todos, así que preparados—bramó Serbal, que se plantó delante de la puertacon un gladius en una mano y una daga en la otra—.¡Venid a morir, cerdos!

A los pocos instantes, comenzaron a salir de lacasa hombres armados y Serbal se lanzó como un

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poseso a por ellos. Taranis y los demás avanzarondetrás de él. El primero que salió fue al encuentrode Serbal, intentando alcanzarle con su espada.Serbal esquivó el ataque y con una hábil fintaalcanzó la pierna de su oponente, seccionándolemedia pierna. El hombre cayó al suelo intentandoparar el manantial de sangre que escapaba de supierna. Otros dos aprovecharon la circunstanciapara arrollar a Serbal y derribarlo. Antes de queTaranis y sus compañeros pudieran hacer nadaAramo había llegado y describía mortíferos círculoscon su hacha, lo que hizo que sus oponentesretrocedieran y se agolparan en la puerta con losdemás que intentaban salir. Aramo, con un alaridode guerra, y después de lanzar un ataque con elhacha, pateó a uno de ellos, que cayó hacia atrásempujando a los otros, lo que dio tiempo a Serbal areincorporarse.

Entonces los cuatro formaron una línea pararecibir a los hombres de Durato. Había otra puertaen otro lateral y comenzaron a salir hombres por ahítambién. Esta vez, en vez de atacar cada uno por sucuenta, esperaron a que se incorporaran los demás

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y les rodearon. Taranis y los suyos, con las piernasflexionadas y en máxima tensión, esperaban arecibir el ataque mientras la lluvia caía sin cesarsobre ellos. Durante unos instantes, solo se oían lasgotas repicando sobre el lodo hasta que se hastaque un grito cortó el aire.

—Vosotros. ¡Malditos seáis! ¿Es que no hayforma de mataros? —La voz que gritaba era la deDurato—. ¡Matadles! ¡Matadles a todos! —vociferóDurato mientras miraba a Taranis y con el dedopulgar hacía un gesto de un lado a otro del cuello,como si lo estuviera degollando. En lugar deprestarse al combate, Durato salió corriendo en otradirección, para desesperación de Taranis.

—¡Va a por Deva! ¡Maldita sea! —gritóTaranis.

—Pues habrá que ponerle solución a esto —dijo Aramo con tranquilidad, justo antes de volver ala carga contra el cerco de enemigos mientrasaullaba.

Los hombres de Durato, que no estabanpreparados para tal ataque, se vieron sorprendidos

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por la temeridad del astur. Taranis tampoco loesperaba y tardó unos instantes antes dereaccionar y cubrir los flancos de su hermano.

La situación derivó entonces en un auténticocaos. Se encontraban luchando espalda contraespalda, contra la nube de enemigos que lesrodeaban. Debían de ser unos quince hombres, porlo que Taranis había calculado. Desgraciadamente,parecían guerreros bien entrenados. Ni Durato niNevio se encontraban entre ellos.

Aramo intentaba equilibrar la balanza con suhacha. Había herido de gravedad a dos de ellos yen medio de aquel aguacero parecía un titánluchando contra la multitud. Serbal, que ahoramanejaba dos gladios, también disminuyó lacantidad de enemigos mientras peleaba conaquella risa que estremecía a Taranis. Casio, queestaba a su derecha, intentaba abrirse paso, perodos guerreros de fiero aspecto se lo impedían.Cuando Taranis derribó a uno de ellos, consiguieronal menos romper el círculo que los rodeaba.Seguían en una clara inferioridad numérica pero almenos no estaban rodeados por los cuatro

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costados.—¡Taranis! ¡Huyen a caballo! —gritó Casio—.

¡Se los llevan!Taranis pudo ver por un fugaz instante cómo

Durato intentaba subir a Deva y su hijo a loscaballos. Tenía que llegar a ellos como fuera.Perdiendo el control, se lanzó contra el muro deenemigos desesperadamente. Con un mandoblehizo retroceder al primer enemigo, que resbaló en elbarro y provocó que Taranis cayera con él al suelo.Los demás llegaron para protegerle antes de quefuera acuchillado.

—¡Usa la cabeza si no quieres perderla,hermano! —gritó Serbal.

—¡Necesito llegar hasta ellos! —contestóTaranis con angustia.

Desesperado, vio cómo Durato con el niño, yDeva, que iba en otro caballo con otro hombre,salían al galope de la pequeña casa. Pasarían cercade ellos, pero no podía hacer nada, ya que loshombres de Durato les cortaban el paso. Siguieronluchando tratando de hacerlos retroceder, pero no

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podrían interceptarlos. De pronto, Casio, que era elque más cerca se encontraba del lugar por el quedebían de pasar al galope, retrocedió, agarró unbuen puñado de barro y se lo lanzó a la cara de losdos soldados que le obstaculizaban. CasioAprovechó ese momento para salir corriendo ylanzarse por encima de ellos en un desesperadosalto, intentando agarrar al primer caballo, en el queDurato cabalgaba con el pequeño Aius. Durato, alpercatarse de la acometida del romano, le propinóun puñetazo que hizo que cayera al suelo. CuandoCasio se quiso incorporar, el siguiente caballo, conNevio y Deva, le arrolló, golpeándolo brutalmente ypasando por encima de él. El cuerpo de Casioquedó inerte en el suelo.

—¡Casio! —gritó Taranis.Poco tiempo tuvo Taranis de pensar en la

valiente acción del romano, pues el resto dehombres seguía combatiendo. Y ahora ellos eranuno menos. Poco a poco, iban siendo empujadoshacia la casa y siendo rodeados de nuevo. Taranisveía cómo su mujer y su hijo se alejaban de él y nopodía hacer nada. Cuando ya casi estaban contra la

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pared de la casa, Serbal echó una fugada miradaatrás y vio algo que le llamó la atención.

—¡Hermanos ! ¡Cubridme! —pidió a sushermanos mientras se escurría.

Rápidamente dio la vuelta, mientras Taranis yAramo, sin saber muy bien qué hacía Serbal,seguían luchando contra los hombres de Durato,que cada vez estaban más encima. De repente,Taranis vio algo pasar por encima de su cabeza.

—¡Aramo! ¡Embistámoslos! —gritó Serbal.Su hermano había atrapado a los enemigos en

una red de pescador. Mientras los hombres deDurato intentaban zafarse de la trampa, Aramo ySerbal se lanzaron contra ellos y derribaron a lamitad.

—¡Hermano! ¡Corre! ¡Ve por tu familia! —leordenó Serbal.

Con la confusión reinante por el movimiento deSerbal, el cerco que les habían impuesto se habíaroto. Durante un instante, Taranis dudó. Aquelloshombres se reincorporarían y solo quedarían Serbaly Aramo para hacerles frente.

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—¡Venga, estúpido! ¡Nos las arreglaremos! —bramó Aramo mientras atacaba a un hombre queintentaba deshacerse de la red.

Taranis entonces comenzó a correr hacia laentrada del campamento, dejando a sus hermanosatrás. Si les pasaba algo, no se lo perdonaríanunca, pero tampoco podía dejar a su mujer y su hijoen manos de Durato. Cuando estaba llegando a lapuerta, echó una mirada atrás y vio que un hombrecorría hacia él. El hombre se lanzó hacia él, leagarró un tobillo y le hizo caer al suelo de bruces.Taranis se dio media vuelta rápidamente, a tiempode esquivar el golpe de espada que iba dirigido asu cabeza. Entonces, el hombre se colocó encimade él. Era alto y pesado. Intentó encajarle un par degolpes más, pero Taranis pudo pararlos con laespada, que gracias a los dioses no se le habíacaído de la mano. En el siguiente ataque, el hombrede Durato no retiró la espada y comenzó a hacerpresión. Era fuerte y la propia espada de Taraniscomenzaba acercarse hacia su cara, presionadapor la de su oponente. Por más fuerza que hacía, nopodía hacerle retroceder. Cuando la espada estaba

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ya a punto de empezar a cortarle, giró la cabeza y elcuello, y apartó su espada, de modo que la espadade su enemigo se clavó dolorosamente en suhombro izquierdo. Por la inercia de la presióntrastabilló un poco hacia delante. Taranis aprovechópara lanzar un golpe al lateral del cuello de suenemigo. El tajo le alcanzó de lleno. Taranis volvió arepetir la maniobra y el hombre cayó desplomado aun lado.

Taranis se incorporó rápidamente y echó unafugaz mirada a sus hermanos, que continuabanluchando arrinconados, y siguió corriendo.Esperaba que pudieran salir de aquel atolladero. Alsalir, corrió un poco por el camino, en direccióncontraria a la que habían ido los caballos de Durato,el barco que se encontraba amarrado en la playa.De repente se paró, se introdujo dos dedos en laboca y silbó. Poco después, una negra y equinafigura apareció.

—Vamos, amigo, corre como nunca —le dijoTaranis a Tileno mientras se subía a su grupa ycomenzaba a cabalgar.

Los dos se dirigieron hasta la playa. Taranis no

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perdía el barco de vista, y con alivio comprobó queaún no había zarpado. Cuando llegó al barco, vioque Durato y Nevio no se habían subido a la nave.Deva y Aius estaban junto a ellos. Su mujer porfiabacon Durato. Taranis bajó de Tileno y con pasodecidido se dirigió hacia ellos.

—¡Durato! ¡Suéltalos!—¡Tú! ¡Pero quieres morirte de una vez! —

contestó un incrédulo Durato, que agarró a Deva yAius. Sacó su espada y la puso en el cuello del niño—. Acércate y tu hijo será pasto de los peces —leamenazó mientras retrocedían—. Nevio… —Duratogiró la cabeza, pero vio que el romano había corridoen dirección al barco y ya estaba subiendo—.Maldito romano cobarde… Ya hablaremos luego.

Taranis estaba en una situación desesperada.Si se lanzaba a por Nevio, Durato podía matar aDeva o a su hijo, pero si no hacía nada, se losllevaría con él. El destino no podía ser tan cruel.Después de volver a su tierra, aquella malditafamilia le iba a arrebatar de nuevo lo que másquería.

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—Voy a subir al barco con ellos. No hagasninguna tontería o por los dioses que degüello alcrío. Adiós, Taranis, me llevo a tu mujer. Ya meencargaré de que tú y tus malditos hermanosacabéis como cebos de pez —dijo Durato con unamalévola sonrisa.

Entonces Deva hizo un movimiento brusco,zafándose del brazo de Durato. Se lanzó a morderel otro brazo con el que tenía rodeado a su hijo ysostenía la espada cerca de su cuello. Durato, conun chillido de dolor, aflojó la presa del niño, que seescurrió y salió corriendo. Con el puño de la espadale propinó a Deva un terrible golpe en la cabeza,que cayó al agua, inmóvil. Taranis, enloquecido,salió corriendo hacia allí, para atacar a Durato, queparó con habilidad el golpe. Los dos quedaron caraa cara.

—Parece que voy a tener que acabar yo esto,Taranis. Tendré que terminar lo que empezaron mispadres y te voy a mandar con la zorra de tu abuela—le espetó un confiado Durato.

Durato arremetió contra Taranis, que en cuantoparó el golpe, empezó a darse cuenta de lo que le

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dolía el hombro izquierdo, donde le habían heridopoco antes y que ahora sangraba profusamente.Vio por el rabillo del ojo que el pequeño Aiusintentaba levantar a su madre, que estaba inerte enel agua.

Comenzó entonces un intercambio de golpes.Durato se percató de que estaba más fresco queTaranis y que este se encontraba herido. Además,el cansancio y la pérdida de sangre comenzaban ahacer mella en él. El empuje de Durato hizo quevolvieran otra vez a la arena. Taranis había perdidola iniciativa y no hacía sino defenderse de losataques de Durato. En uno de ellos, Durato leasestó un golpe bien calculado en el hombro herido,que hizo que Taranis aullara de dolor. Acto seguido,le propinó una patada en un costado que le hizocaer de rodillas. Durato lanzó otro ataque queTaranis apenas pudo parar con la espada, que cayóal suelo por la violencia del golpe.

Durato, con una diabólica sonrisa, se disponíaa acabar con él, dándole el golpe de gracia. Taranisdirigió su última mirada a su hijo. Por lo menoshabía podido verle antes de morir, aunque lo peor

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era irse sin saber qué le pasaría a su hijo. Confiabaen que al menos sus hermanos pudieran hacer algo.Durato, entonces, arqueó el cuerpo para asestar elgolpe final. Cuando Taranis esperaba que laespada de Durato acabara con aquello, una sombrafugaz se cruzó. Lo siguiente que oyó Taranis fue unrelincho de dolor y un golpe en el agua.

Levantó la vista y en lugar de una hojadirigiéndose hacia él vio que Durato estaba en elsuelo. Tileno había interceptado el ataque y seencontraba herido en el suelo. Con celeridad,Taranis cogió su espada, y sacando fuerzas deflaqueza, arremetió contra Durato. No podía fallardos veces. Durato también se incorporó y recogiósu arma. De nuevo, volvieron a entrechocar lasespadas. Esta vez, Taranis comenzó atacando, yaque Durato parecía algo aturdido por la embestidade Tileno. La lluvia arreció. Un rayo surcó el cielo ypoco después se oyó un terrible trueno. El dios deTaranis rugía. El dios del Trueno estaba con él.

Durato siguió reculando y perdiendo fuerza. Sele había borrado de la cara la sonrisa que teníainstantes antes. En un desesperado intento, Durato

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lanzó un ataque arriesgado que Taranis esquivó. Elbrazo de la espada de Durato quedó al descubierto,y con un acertado mandoble, Taranis cercenó sumano de cuajo. Del muñón comenzó a brotar unchorro de sangre, y chillando, se lo agarró con laotra mano mientras se arrodillaba.

—No me mates, Taranis. Os cubriré de oro.¡Por los dioses! —gimió Durato.

—¿Que no te mate, rata cobarde y miserable?Tú y tu familia no habéis hecho sino causarnosdesgracia.

—Yo solo hacía lo que me decían, créeme, yosolo…

Durato echó su mano sana al cinturón y sacóuna pequeña daga que dirigió hacia el abdomen deTaranis. De nuevo otro rayo desgarró el oscuro cieloy se oyó un trueno todavía más ensordecedor que elanterior. Taranis reaccionó al ataque y dibujando unarco lateral con la espada le decapitó. La cabezade Durato, con una expresión de terror y los ojosbien abiertos, rodó por el suelo.

Casi sin tiempo para asimilar que lo había

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matado, Taranis se volvió. Vio que el barco seestaba alejando de la costa, con Nevio dentro. Elmuy cobarde se había largado con el oro hacia laGalia. Al menos, Taranis había tenido suerte de queni Nevio ni los marineros se inmiscuyeran en supelea con Durato. De todos modos, ya nada de esole importaba. Fue corriendo hacia la orilla, donde elpequeño Aius seguía tirando de su madre hacia laarena. Su hijo le miró extrañado cuando Taranisacudió a ayudarle. Cogió a Deva en brazos y la llevóa la arena, donde la recostó.

—Deva, por los Dioses, ¡dime algo! No tevayas ahora… no… —dijo Taranis mientrassollozaba en su pecho.

—¿Crees que ese golpe es suficiente paraacabar con una mujer astur? —dijo Deva con undébil hilo de voz.

—¡Deva! ¿Estás bien? Dime que estás bien.—Taranis la besaba nerviosamente.

—Me duele la cabeza como si me fuera aestallar, pero creo que saldré de esta —le dijo conuna tierna sonrisa. Deva torció la cabeza hacia su

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hijo—. Aius, este es Taranis, tu padre.El pequeño, de grandes ojos, miró tímidamente

a Taranis sin saber muy bien qué hacer, aunque depronto se vio levantado por los aires y abrazado poraquel hombre que según su madre era su padre.Por un momento la felicidad más absoluta invadió aTaranis. Abrazó a los dos amores de su vida hastaque recordó a Tileno.

—Ahora vengo, mi amor —le dijo a Deva.Taranis se dirigió entonces a donde estaba

Tileno, que le había salvado la vida una vez más. Elcaballo estaba tirado en el suelo. Cuando llegó,comprobó con horror que había parado el golpe conuna pata. El golpe se la había destrozadocompletamente. Taranis gritó al cielo. Miró a suquerido caballo y al ver a su noble amigo amigopostrado en el suelo a Taranis le invadieron la rabiay la tristeza. Lo abrazó y lloró amargamente al ladode su caballo. Poco después, llegó Deva con Aius.

—Me ha salvado la vida, Deva. Nos ha salvadola vida a todos. —Deva le miró con tristeza ycomprensión a la vez—. Dejadme solo con él, por

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favor. —Deva cogió a Aius de la mano. Taranissiguió abrazado a Tileno, acariciándole las mojadascrines. La lluvia entonces comenzó a aflojar.

—No puedo hacerlo, amigo, no puedo hacerlo—le dijo Taranis. Sabía que aquel caballo nuncapodría levantarse de allí, pero era incapaz de hacerlo que sabía que tenía que hacer. Aquel animal noera una montura. Había sido su amigo, sucompañero y le había salvado la vida más de unavez. Siguió abrazado a él en el suelo durante unbuen rato. Al poco, oyó una voz familiar.

—Hola, hermano.Taranis levantó la cabeza y vio a Aramo y a

Serbal, que entre los dos cargaban con unmaltrecho Casio.

—¡Estáis vivos! ¡Los tres estáis vivos! —Taranis corrió a abrazarlos con lágrimas en los ojos.

—Taranis, por Marte, no me abraces así oacabarás con los pocos huesos sanos que me hanquedado —gimió Casio.

—Tus hermanos son duros de pelar, Taranis —dijo Serbal—. En cuanto te fuiste manejamos mucho

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mejor la situación. Incluso con la torpeza de tuhermano pudimos enviar a la mayoría de aquellosdesgraciados a mejor vida, y los que quedaroncomprendieron que era mejor huir que no acabarcon sus huesos en aquel cerro.

—Taranis —dijo Aramo con semblante seriomirando hacia Tileno—, si quieres que yo…

Taranis, que por un momento había olvidado elsufrimiento de su caballo por la alegría de ver convida a Casio y sus hermanos, miró hacia Tileno.Con gesto sombrío, resopló.

—No, Aramo. Se merece que sea yo. Dejadmesolo con él, por favor.

Los demás se alejaron y Taranis volvió conTileno.

—Tenías que volver a ser un héroe, ¿verdad?—le dijo con cariño a su caballo—. Se la teníasguardada a Durato... Tú y yo hemos recorrido unlargo camino, y si no fuera por ti, no estaría aquí. Mihijo crecerá conmigo gracias a ti. Eres el mejoramigo que he tenido… Hemos recorrido juntos todoel mundo, compañero… Eres el mejor caballo que

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cualquier hombre haya soñado tener. Te voy a echarmucho de menos… —Taranis miró a los ojos deTileno y no pudo reprimir el llanto de nuevo—.Sabes que tengo que hacer esto y que es lo últimoque desearía hacer… —Taranis abrazó con fuerza aTileno y sacó el gladius.

Intentó hacerlo rápido para que el animal nosintiera dolor. Tileno relinchó y se retorció, pero actoseguido se relajó. Ver cómo se apagaban aquelloshermosos ojos negros fue para Taranis unatremenda punzada en lo más profundo de su alma.La nueva vida que empezaría se la debía a aquelamigo que acababa de irse.

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Epílogo

El dolor seguía desgarrándole el corazón.Aquel animal lo había dado todo por él y su familia.Aunque la lluvia había dejado de caer, les habíacostado reunir leña seca durante todo el día paraconfeccionar una pira funeraria para Tileno. En lamisma playa pudieron reunir madera suficiente delos alrededores, y al atardecer del día siguientehabían acabado. Con lágrimas en los ojos yayudado por sus hermanos, subieron al caballo a lapira funeraria. Taranis encendió una antorcha.Todos guardaron un respetuoso y emotivo silenciodelante del cuerpo de Tileno.

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—Hijo, nunca olvides que Tileno salvó a nuestrafamilia. Gracias a su sacrificio tu padre está vivo, ytú y tu madre estáis a salvo. Ha sido un valiente y hadado su vida por nosotros. No lo olvides nunca, hijo,nunca —dijo Taranis al pequeño Aius, mientras lepasaba la mano por el hombro.

Después de tomar aire, se acercó con laantorcha y prendió fuego a la leña que conformabala pira.

—Adiós, amigo, hasta siempre. Nosvolveremos a ver —se despidió Taranis mientras sefrotaba las lágrimas de los ojos.

La pira comenzó a arder. La brisa marinaentonces sopló con más fuerza y el fuego se avivó.Las llamas se reflejaron en los rostros de lospresentes, que miraban con tristeza al animal.

—Por los que dieron sus vidas por nosotros.Por Aius, por Tileno —interrumpió solemnementeTaranis—. Porque descansen allí donde estén. Osvolveremos a ver.

Mientras contemplaban la pira, Deva se abrazóa Taranis, mientras que Aius le cogió tímidamente la

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mano. Taranis miró con ternura a su hijo.—¿Sabes que tienes el nombre de tu tío? Era

un hombre muy valiente, y además muy listo.—Sí, mamá me lo ha contado —respondió su

hijo. Aquel niño era un poco esmirriado. Pero éltambién lo había sido de pequeño. Ya tendríatiempo de crecer—. Padre —dijo el niño mirando aTaranis—. ¿Yo también podré tener algún día uncaballo como Tileno?

—Claro, hijo —dijo Taranis mientras cogía a suhijo en brazos—. Cuando tengas edad para ello yomismo iré contigo y te buscaremos un asturcón parati. Mañana recogeremos las cenizas de Tileno y lasllevaremos donde lo encontré, y allí descansará parasiempre en esos pastos que tanto quería. Y podrásver caballos como él. —Taranis se giró hacia losdemás—. A vosotros quiero daros las gracias en minombre y también en el de Deva. Si no fuera porvosotros, no podría estar aquí y ahora con mi mujer ymi hijo. Estaré en eterna deuda con vosotros.

Nadie dijo nada más y siguieron durante un ratoen silencio, honrando a aquel noble amigo y

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recordando también a Aius. El fuego acabó dearder y Taranis, con sumo cuidado, recogió lascenizas de su fiel Tileno. Seguía pareciéndoleimposible que no pudiera cabalgar más con él.Todos estaban de pie excepto Casio, que estabaapoyado en una piedra, pues se encontraba muydolorido. Se dirigieron entonces a los edificios delcerro.

—Por fin nuestros antepasados puedendescansar en paz. Hemos saldado nuestrapromesa, hermanos —dijo Aramo mientras subían—. Hemos cumplido el juramento de nuestra abuela.Todos los que tenían que pagar ya lo han hecho. Yaes hora de que busquemos un poco de paz.

Areusa, Negalo, Durato, Pisón… Todos habíanmuerto ya. La deuda con su abuela había sidosaldada. A los tres hermanos les reconcomía queNevio hubiera escapado con vida, aunque ningunode ellos lo mencionara. Pero lo importante era queestaban a salvo, y Deva y Aius habían sidorescatados. Debían comenzar a vivir sin mirar haciaatrás.

—Ya hemos recorrido medio mundo. Es hora

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de que nos asentemos aquí. Pero yo no quieroregresar a Noega. Solo me trae recuerdosdolorosos. Podríamos establecernos en este cerro—dijo Taranis señalándolo.

—No me parece mala idea, incluso para sertuya… —admitió Serbal—. Aquí podremos hacer loque nos venga en gana.

—Hay que buscarle un nombre a vuestro nuevohogar, ¿no creéis? —les sugirió Casio.

—Tienes razón. ¿Qué os parece si le ponemosel nombre de nuestra abuela? —dijo Taranis.

—Gigia —asintió Deva—. Es un bonitonombre. Estoy de acuerdo.

Todos asintieron. Gigia sería su nuevo hogar,donde comenzar de nuevo.

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Table of ContentsLOS JINETES DEL ÁGUILAAgradecimientosPrólogoCapítulo 1Capítulo 2Capítulo 3Capítulo 4Capítulo 5Capítulo 6Capítulo 7Capítulo 8Capítulo 9Capítulo 10Capítulo 11Capítulo 12Capítulo 13Capítulo 14Epílogo

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