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BRAQUE, EL CUBISMO V LA VANGUARDIA. Francisco Calvo Serraller Organizada por la Fundación Juan March, se ha inaugurado el pasado 27 de septiembre una exposición antológica del pintor francés Georges Braque. Son 127 las obras expuestas: 69 grabados, 34 óleos, 19 gouaches y 5 relieves en bronce, representativas de todos los períodos fundamentales del artista, aunque haciéndose hincapié sobretodo en la época post-cubista, precisamente la peor conocida por el público español. La exposición permanecerá abierta hasta el próximo 2 de diciembre. «Cuando hizo que se conocieran Braque y Picasso a fines de 1907, Apollinaire determinó -según Golding- lo que habría de ser una de las más excepcionales y fructuosas colaboraciones de la historia del arte.» Edward Fry, por su parte, calificó este primer encuentro entre los entonces jóvenes vanguardistas como «un acontecimiento de una importancia crucial». Finalmente, Robert Rosenblum, otro de los más lúcidos cronistas del arte contemporáneo, llegó a comparar la relación que e ntonces iniciaban estos pintores con la que mantuvieron, en 1510, Miguel Angel, Rafael y Bramante, o aquella otra, también excepcional, que reunió, hacia 1870, a los impresionistas Monet, Renoir y Pisarro: «Son -nos dice- momentos de la historia del arte en los que la génesis de un nuevo estilo fundamental resulta tan importante que momentáneamente parece condicionar la evolución individual de la mayoría de los artistas». Así, aunque podríamos seguir recogiendo citas, coincidentes todas en destacar admirativamente la feliz consecuenia que para el arte contemporáneo se iba a derivar de esta amistad entre ambos artistas, creemos, sin embargo, que no mer ece la pena insistir sobre algo que ya sabe todo el mundo: 1907 es una fecha importante porque señala simbólicamente el origen del Cubismo, movimiento plástico que, en última instancia, se desarrolló a la estricta medida de la voluntad creadora de sus padres fundadores: los citados Braque y Picasso. En efecto, dentro de lo límite s cronológicos en los que se produce el Cubismo, aproximadamente entre 1907 y 1925, fechas que marcan el punto de 8 partida y la crisis definitiva del movimiento; la primera fase, que llega hasta 1914 y que está marcada casi exclusivamente por la impronta creadora de esa estrecha colaboración entre Braque y Picasso, es la más fecunda y determinante; mientras que la segunda, en la que aparecerán muchos más pintores a la manera cubista, aportó muy pocas innovaciones estilísticas que, en cierta manera, no hubieran quedado más o menos potencialmente sugeridas antes de la Primera Guerra Mundial. Estamos enunciando lo obvio: durante esa década prodigiosa que va desde los años diez a los veinte de nuestro siglo, fundamenta l para el destino del arte contemporáneo de vanguardia, los nombres de Braque y Picasso son inseparables, entre y respecto al nacimiento y desarrollo del Cubismo. Así que con razón dice Mario Valsecchi que «pronunciar el nombre de Georges Braque y cargar con el de Pablo Picasso es una misma cosa. Y no porque ambos pintores -añade- sean parecidos; todo lo contrario: son bastante diferentes entre sí. Pero los dos figuran en el momento inicial de la revolución más radical habida en la pintura desde los tiempos de Paolo Uccello hasta comienzos de nuestro siglo; por ello sus nombres resultan inseparables durante un cierto período, casi un decenio. Por otra parte, si se quiere penetrar en el sentido y la trascendencia de la convulsión causada por ambos artistas en los convencionalismos pictóricos y en las costumbres visuales universales, y para desentrañar me jor la personalidad de Braque, es inevit ab le poner frent e a frente a los dos pintores». Pues bien, ¿en qué consiste esa convulsión causada por los fundadores del cubismo que por un momento incluso borra lo singular de su personalidad? Si hiciéramos caso a J ean-Louis Breton, en su interpelación parlamentaria del 3 de diciembre de 1912, en la Cámara de los Diputados de París, el cubismo era poco menos que una con spiración «que amenazaba -dice- con comprometer nuestro maravilloso patrimonio artístico», realizada además mayoritariamente por extran jeros dispuestos a vilipendiar el arte francés; en una palabra : una conspiración anti-nacional y anti-artística. Hoy quizá el exabrupto parlamentario del excitado diputado Breton, que fue muy coreado por sus colegas en su interpelación anti-cubista, sólo consiga provocarnos una cierta nostalgia irónica hacia aquellos tiempos en los que un tema artístico -en realidad, una pura discusión estética-, era capaz de provocar una marejada parlamentaria y, p or ello, nos regocije también aquel benevolente sarcasmo conque le respondió el diputado Sembat: «Querido amigo: cuando un cuadro le parezca malo, tiene usted un derecho indiscutible: el de no mirarlo y pasar a ver otros; ¡pero no llame usted a los gendarmes!» La sangre, entonces, no llegó al río e incluso, con el tiempo, los parlamentos, que siguen sin entender de arte, financian, sin embargo, bienales. Ahora bien, dado que, en la vertiginosa y febril sucesión de ismos que se produce entre 1900 y 1945, época de las llamadas vanguardias históricas , el cubismo fue quizá el único movimiento que rehuyó por lo general los placeres del escándalo, cabe preguntarse por qué levantó tan airada po lvareda hasta el punto de que, anécdotas parlamentarias al margen, se incorporará como más tarde el arte abstracto, a la mitología popular como el prototipo de la desfachatez y sinsentido del arte contemporáneo. Como decíamos, provocación, desde luego, no querida por los cubistas. Picasso, por ejemplo, en 1923, confesaba a Zayas algo muy pareci do a lo que dij era el diputado Sembat para tranquilizar a sus colegas más agresivos: que «el cubismo no es diferente a ninguna otra escuela de pintura. Los mismos principios y elementos son comunes a todas ellas. El hecho de que el cubismo no haya sido comprendido y que aun hoy haya gente que no vea nada en él, no significa nada. Yo no entiendo inglés, y por tanto un libro en inglés para es un libro en blanco. Esto no significa que el idioma inglés no exista. ¿Por qué culpar a nadie más que a mismo si no puedo entender algo de lo que no nada?». Parecidas justificaciones fueron esgrimidas por otros d efensores del Cubismo, como Apollinaire, Braque o Metzinger, pero quizá la más concisa y rotunda fue la que dijo el propio Picasso en otra ocasión, esta vez a Pomar: que el principal y único objetivo del polémico movimiento era pintar y nada más. Pintar y nada más, he aquí la clave misma del asunto. Porque lo que ocurre es que en ese pintar y nada más se esconde toda una profunda revolución en el lenguaje artístico que dará al traste con el sistema de representación que había imperado en el arte occidental desde el Renacimiento, precisamente aquel mismo que se conoce como sistema de representación realista. Pero lo que nos interesa aquí destacar es que esta ruptura se hizo a espaldas de los gustos convencionales de la sociedad que seguía apagada a ese realismo tradicional. La consecuencia inmediata de ello fue la hostilidad recíproca declarada entre sociedad y arte. El artista conseguía, por primera vez, y de manera rotunda, algo que ni con su vida bohemia, ni con su adscripción a proclamas revolucionarias, había logrado: el artista escandalizaba, con ese escándalo que se provoca al sustraer el arte de la comprensión banal del público medio. A partir de aquel momento se suceden innumerables movimientos plásticos que, mediante una revolución formal, imprimen un vertiginoso dinamismo expresivo a un lenguaje definitivame nte más allá del límite de asimilación tolerado por los gustos convencionales. Este es precisamente el momento de las vanguardias. De esta mane ra los cubistas Braque y Picasso, aprovechando la experiencia del último Cézanne, el arte de los primitivos y ciertas cosas del instintivismo ingenuista del Aduanero Rousseau, trastocan completamente el orden de representación tradicional. De Cézanne, en concreto, les interesaba la descomposición a que sometía el objeto, reduciéndolo a sus elementos constructivos esenciales, como una mera yuxtaposición de formas geométricas y volúmenes . Cézanne había enunciado el principio por el que había que reducir la naturaleza al cubo, al cilindro y a la esfera, aunque este esfuerzo de abstracción, que huye del instante y del lugar determinados, como de todo lo pintoresco, se planteara, sin embargo, la recuperación de aquellos otros aspectos del objeto que quedaban marginados en su visión natural. Mediante «estas anomalías introducidas por Cézanne -según De Michelis- nacía una

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BRAQUE, EL CUBISMO V LA VANGUARDIA. Francisco Calvo Serraller Organizada por la Fundación Juan March, se ha inaugurado el pasado 27 de septiembre una exposición antológica del pintor francés Georges Braque. Son 127 las obras expuestas: 69 grabados, 34 óleos, 19 gouaches y 5 relieves en bronce, representativas de todos los períodos fundamentales del artista, aunque haciéndose hincapié sobretodo en la época post-cubista, precisamente la peor conocida por el público español. La exposición permanecerá abierta hasta el próximo 2 de diciembre.

«Cuando hizo que se conocieran Braque y Picasso a fines de 1907, Apollinaire determinó -según Golding- lo que habría de ser una de las más excepcionales y fructuosas colaboraciones de la historia del arte.» Edward Fry, por su parte, calificó este primer encuentro entre los entonces jóvenes vanguardistas como «un acontecimiento de una importancia crucial». Finalmente, Robert Rosenblum, otro de los más lúcidos cronistas del arte contemporáneo, llegó a comparar la relación que entonces iniciaban estos pintores con la que mantuvieron, en 1510, Miguel Angel, Rafael y Bramante, o aquella otra, también excepcional, que reunió, hacia 1870, a los impresionistas Monet, Renoir y Pisarro: «Son -nos dice­momentos de la historia del arte en los que la génesis de un nuevo estilo fundamental resulta tan importante que momentáneamente parece condicionar la evolución individual de la mayoría de los artistas». Así, aunque podríamos seguir recogiendo citas, coincidentes todas en destacar admirativamente la feliz consecuenia que para el arte contemporáneo se iba a derivar de esta amistad entre ambos artistas, creemos, sin embargo, que no merece la pena insistir sobre algo que ya sabe todo el mundo: 1907 es una fecha importante porque señala simbólicamente el origen del Cubismo, movimiento plástico que, en última instancia, se desarrolló a la estricta medida de la voluntad creadora de sus padres fundadores: los citados Braque y Picasso. En efecto, dentro de lo límites cronológicos en los que se produce el Cubismo, aproximadamente entre 1907 y 1925, fechas que marcan el punto de

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partida y la crisis definitiva del movimiento; la primera fase, que llega hasta 1914 y que está marcada casi exclusivamente por la impronta creadora de esa estrecha colaboración entre Braque y Picasso, es la más fecunda y determinante; mientras que la segunda, en la que aparecerán muchos más pintores a la manera cubista, aportó muy pocas innovaciones estilísticas que, en cierta manera, no hubieran quedado más o menos potencialmente sugeridas antes de la Primera Guerra Mundial. Estamos enunciando lo obvio: durante esa década prodigiosa que va desde los años diez a los veinte de nuestro siglo, fundamental para el destino del arte contemporáneo de vanguardia, los nombres de Braque y Picasso son inseparables, entre sí y respecto al nacimiento y desarrollo del Cubismo. Así que con razón dice Mario Valsecchi que «pronunciar el nombre de Georges Braque y cargar con el de Pablo Picasso es una misma cosa. Y no porque ambos pintores -añade- sean parecidos; todo lo contrario: son bastante diferentes entre sí. Pero los dos figuran en el momento inicial de la revolución más radical habida en la pintura desde los tiempos de Paolo Uccello hasta comienzos de nuestro siglo; por ello sus nombres resultan inseparables durante un cierto período, casi un decenio. Por otra parte, si se quiere penetrar en el sentido y la trascendencia de la convulsión causada por ambos artistas en los convencionalismos pictóricos y en las costumbres visuales universales, y para desentrañar mejor la personalidad de Braque, es inevitable poner frente a frente a los dos pintores». Pues bien, ¿en qué consiste esa convulsión causada por los fundadores del cubismo que por un momento incluso borra lo singular de su personalidad? Si hiciéramos caso a J ean-Louis Breton, en su interpelación parlamentaria del 3 de diciembre de 1912, en la Cámara de los Diputados de París, el cubismo era poco menos que una conspiración «que amenazaba -dice- con comprometer nuestro maravilloso patrimonio artístico», realizada además mayoritariamente por extranjeros dispuestos a vilipendiar el arte francés; en una palabra: una conspiración anti-nacional y anti-artística. Hoy quizá el exabrupto parlamentario

del excitado diputado Breton, que fue muy coreado por sus colegas en su interpelación anti-cubista, sólo consiga provocarnos una cierta nostalgia irónica hacia aquellos tiempos en los que un tema artístico -en realidad, una pura discusión estética-, era capaz de provocar una marejada parlamentaria y, por ello, nos regocije también aquel benevolente sarcasmo conque le respondió el diputado Sembat: «Querido amigo: cuando un cuadro le parezca malo, tiene usted un derecho indiscutible: el de no mirarlo y pasar a ver otros; ¡pero no llame usted a los gendarmes!» La sangre, entonces, no llegó al río e incluso, con el tiempo, los parlamentos, que siguen sin entender de arte, financian, sin embargo, bienales. Ahora bien, dado que, en la vertiginosa y febril sucesión de ismos que se produce entre 1900 y 1945, época de las llamadas vanguardias históricas, el cubismo fue quizá el único movimiento que rehuyó por lo general los placeres del escándalo, cabe preguntarse por qué levantó tan airada polvareda hasta el punto de que, anécdotas parlamentarias al margen, se incorporará como más tarde el arte abstracto, a la mitología popular como el prototipo de la desfachatez y sinsentido del arte contemporáneo. Como decíamos, provocación, desde luego, no querida por los cubistas. Picasso, por ejemplo, en 1923, confesaba a Zayas algo muy parecido a lo que dijera el diputado Sembat para tranquilizar a sus colegas más agresivos: que «el cubismo no es diferente a ninguna otra escuela de pintura. Los mismos principios y elementos son comunes a todas ellas. El hecho de que el cubismo no haya sido comprendido y que aun hoy haya gente que no vea nada en él, no significa nada. Yo no entiendo inglés, y por tanto un libro en inglés para mí es un libro en blanco. Esto no significa que el idioma inglés no exista. ¿Por qué culpar a nadie más que a mí mismo si no puedo entender algo de lo que no sé nada?». Parecidas justificaciones fueron esgrimidas por otros defensores del Cubismo, como Apollinaire, Braque o Metzinger, pero quizá la más concisa y rotunda fue la que dijo el propio Picasso en otra ocasión, esta vez a Pomar: que el principal y único objetivo del polémico

movimiento era pintar y nada más. Pintar y nada más, he aquí la clave misma del asunto. Porque lo que ocurre es que en ese pintar y nada más se esconde toda una profunda revolución en el lenguaje artístico que dará al traste con el sistema de representación que había imperado en el arte occidental desde el Renacimiento, precisamente aquel mismo que se conoce como sistema de representación realista. Pero lo que nos interesa aquí destacar es que esta ruptura se hizo a espaldas de los gustos convencionales de la sociedad que seguía apagada a ese realismo tradicional. La consecuencia inmediata de ello fue la hostilidad recíproca declarada entre sociedad y arte. El artista conseguía, por primera vez, y de manera rotunda, algo que ni con su vida bohemia, ni con su adscripción a proclamas revolucionarias, había logrado: el artista escandalizaba, con ese escándalo que se provoca al sustraer el arte de la comprensión banal del público medio. A partir de aquel momento se suceden innumerables movimientos plásticos que, mediante una revolución formal, imprimen un vertiginoso dinamismo expresivo a un lenguaje definitivamente más allá del límite de asimilación tolerado por los gustos convencionales. Este es precisamente el momento de las vanguardias. De esta manera los cubistas Braque y Picasso, aprovechando la experiencia del último Cézanne, el arte de los primitivos y ciertas cosas del instintivismo ingenuista del Aduanero Rousseau, trastocan completamente el orden de representación tradicional. De Cézanne, en concreto, les interesaba la descomposición a que sometía el objeto, reduciéndolo a sus elementos constructivos esenciales, como una m era yuxtaposición de formas geométricas y volúmenes. Cézanne había enunciado el principio por el que había que reducir la naturaleza al cubo, al cilindro y a la esfera, aunque este esfuerzo de abstracción, que huye del instante y del lugar determinados, como de todo lo pintoresco, se planteara, sin embargo, la recuperación de aquellos otros aspectos del objeto que quedaban marginados en su visión natural. Mediante «estas anomalías introducidas por Cézanne -según De Michelis- nacía una

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nueva dimensión del espacio pictórico, o sea, el sentido de una dimensión que excluía la idea de la distancia, del vacío y de la medida; en suma, del espacio material, que dejaba lugar a un espacio evocativo, verdadero, no basado en la ilusión. En este espacio, los objetos podían abrirse, distenderse, sobreponerse, deformando las reglas de la imitación y permitiendo al artista una nueva creación del mundo, de acuerdo con las leyes de un criterio intelectual propio: una verdadera operación de demiurgo». El estudio de las artes plásticas de los primitivos, por su parte, era algo que comenzaba a interesar vivamente a principios del siglo xx. Antes incluso, como apreciamos en la actitud y la obra de un Gauguin, existía una corriente de mitificación de estas culturas supervivientes como nostalgia romántica del buen salvaje. La actitud de Braque y Picasso era, sin embargo, muy distinta, ya que, como señala Golding refiriéndose al último de los citados, «no estaba sólo fascinado por el carácter formal y escultórico del arte negro, sino que su intuición le hacía admirar algo más: su aspecto razonable, sus cualidades intelectuales». Por eso, incluso en las primeras fases del movimiento cubista, cuando todavía sus fundadores permanecían vinculados al objeto visual, sus lienzos no son tanto exponentes de lo que veían como expresiones pictóricas de lo que pensaban o sabían. De ahí, el «pinto las cosas como las pienso, no como las veo» que declaraba Picasso a Gómez de la Serna. Pues bien, esta total revolución del lenguaje artístico moderno fue, en realidad, la auténtica provocación de los cubistas Braque y Picasso. Nada más y nada menos. Y ahí sí, entendámonos, ahí sí tiene sentido hablar de ambos pintores como de peligrosos revolucionarios, porque ahí, en los destartalados ateliers de Montmartre, en las excursiones a Horta o a L'Estaque, lejos del mundanal ruido, aunque en el centro mismo de la creación, se estaba maquinando la más completa transformación del arte contemporáneo. Pero hechas estas puntualizaciones sobre la significación general del Cubismo, que se reclamará siempre como un método y jamás, según Gleizes y Metzinger, como un sistema, podemos ya enfrentarnos directamente con Braque, el pintor que, con Picasso, renunció a su singularidad en tanto se fundaba

esa experiencia plástica revolucionaria. Una singularidad, la de Braque, que no cabe duda, tras lo dicho, que no dejará de sorprendernos,yaque, comparada con la de Picasso, no puede ser más dispar. Así lo supo ya percibir con extraordinaria precocidad y perspicacia Ardengo Soffici, en un ensayo publicado en 1911: «Picasso, lleno el espíritu de un fuego casi bárbaro, encierra en las bajas tonalidades y en el dibujo aparentemente algebraico de sus cuadros la violencia sorda del drama; Braque, con su técnica casi igualmente rigurosa, obtiene una especie de calma musical llena de ligereza y, al mismo tiempo, de severidad. Pero los dos pintores, sin traicionar su propio origen, más aún, relacionándose con la más profunda tradición de su propia raza, inauguraron una escuela de arte, de no fácil comprensión por el momento, pero digna y capaz de un glorioso porvenir». Georges Braque nació en Argenteuil-sur-Seine el 12 de mayo de 1882, exactamente unos seis meses más tarde que Pablo Picasso. De formación artesanal -era hijo de un pintor de brocha gorda- no se dedica a la pintura artística hasta 1902, cuando cuenta ya con veinte años cumplidos. Se instala entonces en París y frecuenta academias y talleres, aunque para alguien, como él, ya hecho a los secretos de la cocina pictórica, lo más importante son sus contactos directos con el mundo de vanguardia. Conoce a Picabia y a Marie Laurencin, pero la primera experiencia estimulante la va a tener junto a los fauves, algunos de cuyos miembros conocía personalmente -Othon Friesz y R. Dufy-, y a los que tuvo ocasión de admirar en la exposición del Salón de Otoño de 1905. Este primer contacto de Braque con la vanguardia militante merece una pequeña reflexión. Estamos en un momento de extraordinaria ebullición creadora, desde un punto de vista plástico, pero también -y lógicamente- de una gran confusión e incertidumbre: en 1903 había muerto Gauguin y se extinguía la Revue Blanche, órgano oficioso del grupo de los nabis, pero hasta 1906, cuando ya hecho su aparición el hetereogéneo movimiento fauve, no muere Cézanne, y, todavía en 1907, es cuando Monet comienza a pintar esos nenúfares que siguen inquie tándonos en la actualidad. Estos son también los años del expresionismo europeo: en 1906 se funda El Puente en Dresde y

nuestro Picasso cultiva entonces esta tendencia -período rosa- con su peculiar virtuosismo y refinamiento melancólico. En este ambiente, cuya complejidad hemos reducido a un par de sugerencias tomadas exclusivamente de lo que entonces se podía considerar vanguardia, es donde Braque se define como fauve. Este movimiento, que fue todo menos homogéneo, hizo del uso provocativo del color su bandera -Argan nos lo precisa afirmando que «el principal objetivo de su investigación era la función plástico-constructiva del color, entendido como elemento estructural de la visión»-, pero, incluso ahí, caben demasiadas cosas como para que pueda producirse una doctrina clara y distinta más que el simple juramento cómplice de unos jóvenes airados, dispuestos, eso sí, a terminar de una vez con el ornamentalismo modernista y la mixtificación literaria del simbolismo; en una palabra: todavía batallas post-impresionistas. Entre los fauves, Braque prefiere a Derain y Matisse, lo cual nos sirve para valorar su rápido desapego respecto a los desahogos emocionales del grupo. En 1906 cuelga siete telas en el Salón de los Independientes de Primavera, caracterizadas por su luminosidad malva y carmín, y realiza una excursión veraniega a Amberes en compañía de Othon Friesz. Pero la experiencia f auve se acaba rápidamente para este temperamento eminentemente reflexivo: la contemplación de la gran retrospectiva dedicada a Cézanne en el Salón de Otoño de 1907 y su· relación con el Picasso de Las señoritas de Avignon dan un sesgo revolucionario a su obra. Es la época de los paisajes que reflejan una preocupación por la estructuración de los volúmenes y el subrayamiento de los ángulos: comienza a pintar de memoria y emplea la luz y el color para separar geométricamente las formas. Pero he aquí que, entre paisaje y paisaje, aparece inopinadamente un desnudo femenino -El gran desnudo-, que demuestra con claridad la influencia de las señoritas picassiana y, a través del español, del arte primitivo. Entre el otoño de 1908 y el invierno de 1909, Braque hace unas declaraciones al periodista norteamericano Burgess que tienen el valor de un manifiesto decididamente cubista: «Yo no podría representar una mujer en toda su belleza natural... Carezco de

la habilidad precisa para ello. Nadi<! la tiene. Por eso debo crear una nueva clase de belleza, la belleza que percibo en términos de volumen. de línea, de masa, de peso y, a través de esta belleza, interpretar mi impresión subjetiva. La naturaleza es un simple pretexto para una composición decorativa, a la que se añade el sentimiento. El sentimiento nos sugiere una emoción que yo traduzco en arte. Quiero expresar el Absoluto, y no una simple mujer concreta.» Se refería entonces Braque al Gran desnudo antes citado, pero, como decíamos, sus palabras reflejan ya con perfecta claridad la estética cubista inmediata. En efecto, entre 1909 y 1914, Braque­y Picasso, en perfecta asociación, fundan el cubismo y desarrollan sus etapas esenciales: las llamadas analítica y sintética. No vamos a insistir aquí de nuevo sobre lo que significó esta experimentación plástica, tanto en relación a la descomposición total del objeto como a su posterior recuperación ya totalmente desvinculado de la servidumbre de la perspectiva, respecto al destino general del arte contemporáneo de vanguardia. Resaltemos, eso sí, la específica aportación de Braque respecto a la técnica del papier callé, recogida de sus memorias juveniles como pintor decorador de papeles pintados. El caso es que Braque, movilizado en 1914, cae gravemente herido un año después y la larga convalecencia que debe padecer abre un gran paréntesis, casi hasta los años veinte. Pues bien, tras la guerra, el panorama ha cambiado por completo: se ha acabado con toda una época y también con un estilo de vanguardia. En 1925 se puede dar por definitivamente clausurado el cubismo, pero ya antes Braque y Picasso lo había considerado agotado. En lo sucesivo, se terminará la colaboración incondicional entre ambos, aunque guarden siempre un diálogo a distancia. Y el caso es que, en lo que a Braque se refiere, tiene mucha importancia ese ser por fin uno mismo ... No esperemos cara al futuro ninguna audacia. Braque se ha consagrado y sabe ya muy bien lo que quiere. El mismo nos lo explica: «No creo en lo eterno, en lo perpetuo. Eterna es la muerte: la vida es renovación: Por otra parte, cada vez que un joven pintor viene a verme, le digo: crees ser original, pero dentro de

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Tras la introducción histórica y la descripción de sus componentes dentro de los diversos tipos de jardines que han sobrevivido a la destrucción humana (cuyo mejor ejemplo es la ciudad de Suzhou), Maggie Keswich emprende el proyecto más ambicioso del libro, es decir, la descripción analítica del fenómeno arquitectónico ya sea cons­truido o como mero paisaje.

La primera aseveración es el enfrentamiento de la axialidad y simetría de las partes construidas con las que conforman el paisaje. «Las líneas rec­tas representan malas influencias y van directa­mente al corazón de cada persona», de esta forma trata de sintetizar las connotaciones taoístas de los jardines chinos al mismo tiempo que expresa la intencionalidad del desorden como un orden más complejo.

El espacio nos viene relatado por el simbolismo del color que se entremezcla con ciertas alegorías de las formas construidas: así, los techos dorados o convexos serán el signo imperial, la puerta de la luna será el símbolo de entrada a la tierra de la perfección y las puertas de entrada y salida ten­drán siempre formas distintas.

En los jardines de escala urbana el simbolismo se repite pero la percepción del espacio varía al irse introduciendo por sí mismo en veladas apa­riciones. Los pabellones y sus paredes actuarán como cámaras de descompresión dejando entrever solamente parte de la realidad existente hasta lle­gar al espacio exterior total.

Como glosario del libro el capítulo desarrollado por Charles Jencks, que nunca ha visitado China, consigue, con la ayuda de Maggie, una exhaustiva sintetización de las referencias que necesita su estudiosa representación. Dicho capítulo refleja la intencionalidad de los autores de adecuar el libro a un campo arquitectónico arropado de un histo­ricismo cultural y filosófico que revele la panorá­mica de su totalidad.

Creo que si bien la especificación que el libro hace al capítulo desarrollado por Charles Jencks, va orientada a conseguir un público más enten­dido, arroja una sombra sobre la vivencia y la ca­pacidad del t rabajo desarrollado por Maggie Kes­wick como parte de su vida y que resulta admira­blemente expuesto a lo largo de la obra.

El único comentario a este m agnífico esfuerzo de Maggie Keswick es la incompetencia de Rizzoli como editora y distribuidora de evitar que el libro se encuentre clasificado en las librerías junto a ciertos tratados que se publican actualmente sobre botánica y jardinería.

Daydream Houses of Los Angeles

Charles Jencks Academy Editions 1978

Gabriel Allende

El último libro de Charles Jencks, Daydream Houses of Los Angeles (o quizás Aprendiendo de L.A.) es una guía ilustrada de ejemplos de una ar­quitectura que nunca encontraría un lugar en los libros de la historia de la arquitectura americana, ni en los libros que se ocupan de la arquitectura doméstica por su calidad de diseño, ni en ningún otro tipo de libros arquitectónicos excepto en este

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titulado Casas de ensueño. De acuerdo con Jencks, este tipo de arquitectura ocupa un lugar interme­dio entre la arquitectura seria y la arquitectura mediocre y, por lo tanto, está destinada a un lim­bo crítico de silencio. Es una arquitectura que evoca una primera idea de revulsión, pero que está neutralizada de alguna manera por un sentimiento de atracción y diversión, una diversión o shock de ver la costumbre rota. El libro de Jencks es un in­tento de sacar a esta arquitectura del silencio, con­templarla, analizarla y reírse ante ella.

Los ejemplos encontrados en este libro aparecen agrupados en ocho categorías que incluyen: Neo­Class (una mezcla de Nueva clase y Pseudo-Clási­ca) Witch houses (Casas embrujadas), LA Door y Span Miss (término relacionado con el reviva! del estilo Mision Española), aunque Jencks nos ad­vierte que no es una clasificación muy rigurosa desde el punto de vista del estudioso.

Ahondando un poco más profundamente, pode­mos ver que las Casas de Ensueño representan dos fenómenos estrictamente americanos: la vivienda unifamiliar y la ciudad extendida (tipificada por Los Angeles) a limentada y nutrida cada una en la otra y dando lugar a esta extraña aberración que es la Casa de Ensueño. Observando las raíces his­tóricas y culturales, la vivienda unifamiliar expre­sa la frontera ideológica tan común en los Esta­dos Unidos. Es el deseo de tener el mayor confort posible además del mayor aislamiento. Las casas unifamiliares con sus correspondientes jardines sólo son posibles en los asentamientos suburbanos y Los Angeles en su tota,lidad es un ejemplo típico. Aunque los planos de las casas son sorprendente­mente similares, el exterior es dejado generalmen­te al capricho del propietario para que pueda ex­presar su soberanía sobre su terreno y su gusto personal.

El coche predomina sobre las 70 millas cuadra­das de Los Angeles. Este hecho está reflejado no sólo en el tej ido ·urbano y en el tipo de vida de los residentes, sino también en su arquitectura doméstica, un ejemplo claro sigue siendo el Bunga­loid. En estas casas, la distorsión se convierte en exageración. La sobrearticulación de puertas, ven­tanas, buzones, picaportes y tiradores están todos diseñados como los anuncios de grandes dimen­siones para atraer la atención de los que pasan en coche.

Los Angeles tiene ya una historia de admirar a las estrellas (cinematográficas) y de observar sus casas. Esta historia comenzó en 1922 con los tours de autobuses que recorrían los barrios donde vi­vían. Los americanos, careciendo de familias rea­les y de todos los aderezos reales que demuestran ser tan interesantes para los visitantes han con­vertido a las estrellas cinematográficas en la rea­leza democrática elegido por los espectadores ame­ricanos. Por lo tanto, la visita a la casa de ensue­ño es una lógica extensión de este viejo pasa­tiempo.

El curso de la moda de Los Angeles tendría su paralelo en el mercado inmobiliario, mientras que la alta costura de Nueva York o París da cuerpo a lo último en buen gusto y sofisticación. Los An­geles, por otro lado, está plagado de exageracio­nes. Lo feo y ordinario de Las Vegas de Venturi también está presente en Los Angeles. Las oscila­ciones en el gusto del mercado inmobiliario han

sido vistas para seguir algunas corrientes discer­nibles. «En los años 60, el estilo Mediterráneo es­taba de moda igual que recientemente fue el Tu­dor. En los años SO, el estilo Misión Española fue convertido en el estilo Moderno, al adinterar los arcos. Ahora que el estilo Moderno y Criag Ell­wood no están de moda, la gente está rellenando sus arcadas adinteladas y las vuelven a hacer re­dondas.»

La casa de ensueño y sus alrededores están lle­nos de contradicciones que, a veces, dan el aire de falsedad a la situación. Se parece un poco al excesivo maquillaje que no corresponde a realzar la belleza natural , sino a intentar crearla. Las puer­tas desproporcionadas dan la bienvenida, pero la alta puerta de hierro y los perros guardianes pre­vienen la entrada; los jardines florecen todo tipo de plantas de un clima húmedo a pesar del clima seco de Los Angeles; la gran fachada y la entrada ocultan un edificio detrás bastante más pequeño; a veces puede apreciarse una puerta realmente antigua comprada la semana pasada. Todas estas contradicciones hacen que las casas de ensueño sean lo que precisamente son: ensueños. No pue­den clasificarse como sueños reales, ricos, imagi­nativos, genuinos. Son más bien imágenes que pasan cuando somos incapaces de concentrarnos en nuestros trabajos legítimos. A pesar de que estas casas y este pequeño libro de Jencks nunca tendrá un lugar importante en la historia de la arquitectura, nos dice algo sobre la cultura ame­ricana, sobre sus residentes y tiene «una habilidad para hacernos volver la cabeza, mirarlas y, de al­guna manera, de mala gana, sonreír».

Martha Thorne

(Viene de la pág. 9.)

poco serás un pintor del siglo veinte.» Este talante se traduce en una obra que rompe totalmente con el desarrollo lineal, con la progresión metódica. En esos cuarenta años que le quedan de creación hasta su muerte, en 1963, Braque se deja llevar por ideas y temas sobre todo. Es la época de las figuras de porte clásico, las naturalezas muertas, el redescubrimiento del paisaje, los interiores, etc., toda una constante meditación y reelaboración sobre las obsesiones de siempre. En los últimos años, aparece ese misterioso tema de los pájaros voladores que trae de lleno el problema del espa­cio abierto y el movimiento. Se ha llegado a una máxima sencillez y la silueta se recorta nítida sobre un fondo plano uniforme: el horizonte, el cielo, el espacio cósmico, tienen una consistencia táctil y el pájaro lo atraviesa con un vuelo irreal como en la imagen de un sueño. Quizá sea esa especie de viaje inmóvil que Georges Salles con­siderara como la mejor metáfora para la propia biografía artística de Braque. Estos cuarenta fe­cundos años del Braque postcubista, los peor co­nocidos en España, son, en definitiva, los que se pueden contemplar privilegiadamente en la expo­sición antológica de Braque que patrocina la Fun­dación Juan March.

Francisco Calvo