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Leer con mucha atención la información, ejemplos, explicaciones e instrucciones que se presentan para realizar las Anotar datos del alumno en esta página para que su trabajo pueda identificarse al momento de calificar, o escribir encabezado: Nombre del docente: Silvia Verónica Obregón Morales. Asignatura: Comunicación y Lenguaje Bimestre: (enero-febrero LENGUA Y LITERATURA 5 Fecha de asignación: martes 16 de febrero 2,021. Fecha para entregar: miércoles 17 de febrero 2,021. NOMBRE DEL ALUMNO: Aspectos que influyen en la calificación de tu trabajo: Trabajar en el horario asignado de 8:00 am a 14:00 horas > Después de las 14:00 horas el trabajo se revisa, pero no se califica. Todas las actividades se realizan de forma manuscrita, limpieza, con buen trazo de letra de manera que se pueda leer y calificar. * Si no se puede leer no se califica. Se resta 5 puntos por cada uno de los siguientes aspectos: Sin anotar los datos del alumno. Presenta faltas redacción y ortografía. Manchones, tachones o falta de limpieza. Trazo poco o nada legible: escribir con letra clara, de tamaño y forma que se pueda leer para calificar. Imágenes que presentan falta calidad, orden y colocación vertical, de frente y no de lado; en ángulo frontal y no extendido. Por no cumplir las normas de NETIQUETA: mensaje con saludo, contenido y despedida, lenguaje inapropiado, tratamientos inapropiados hacia los demás.

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Leer con mucha atención la información, ejemplos, explicaciones e instrucciones que se presentan para realizar las actividades completas y con los requerimientos que se Anotar datos del alumno en esta página para que su trabajo pueda identificarse al momento de calificar, o escribir

Nombre del docente: Silvia Verónica Obregón Morales.

Asignatura: Comunicación y Lenguaje

Bimestre: (enero-febrero LENGUA Y LITERATURA 5

Fecha de asignación: martes 16 de febrero 2,021.Fecha para entregar: miércoles 17 de febrero 2,021..NOMBRE DEL ALUMNO:

Aspectos que influyen en la calificación de tu trabajo:

Trabajar en el horario asignado de 8:00 am a 14:00 horas> Después de las 14:00 horas el trabajo se revisa, pero no se califica.

Todas las actividades se realizan de forma manuscrita, limpieza, con buen trazo de letra de manera que se pueda leer y calificar. * Si no se puede leer no se califica.

Se resta 5 puntos por cada uno de los siguientes aspectos:

Sin anotar los datos del alumno. Presenta faltas redacción y ortografía. Manchones, tachones o falta de limpieza. Trazo poco o nada legible: escribir con letra clara, de

tamaño y forma que se pueda leer para calificar. Imágenes que presentan falta calidad, orden y

colocación vertical, de frente y no de lado; en ángulo frontal y no extendido.

Por no cumplir las normas de NETIQUETA: mensaje con saludo, contenido y despedida, lenguaje inapropiado, tratamientos inapropiados hacia los demás.

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COMPETENCIA LECTORAINSTRUCCIONES: en el siguiente listado aparecen los nombres de los alumnos y de los cuentos para leer y analizar; no se admiten cambios, por lo tanto, se debe ser muy cuidadoso(a) y trabajar el asignado.

NOMBRE DEL ALUMNO NOMBRE DEL CUENTO QUE DEBE LEER Y ANALIZAR

1. Sofía Guadalupe La señorita Cora.2. Farid La profecía autocumplida. 3. José Carlos El monte de las ánimas.4. Adrián El libro de Arena.5. Javier El profesor suplente.6. Diego El río.7. Gabriela La señorita Fabiola.8. Alejandro La migala.9. Ian Continuidad de los parques.10. Sebastián Bola de sebo.11. Pablo A la deriva.12. Anthony Perdiendo velocidad.13. Axel El cuerpo robado. 14. María Alejandra Síncope blanco.15. Mario La casa del juez.

INFORME ESCRITO DE CADA CUENTO1. NOMBRE DEL CUENTO y AUTOR2. DATOS BIOGRÁFICOS DEL AUTOR

Se debe investigar y anotar datos relevantes de su vida en relación con la literatura.

3. TEMA O ASUNTO QUE TRATA EL CUENTO: redactar un párrafo con por lo menos cinco oraciones.

4. RESUMEN DEL ARGUMENTO DEL CUENTO. La introducción que hace el autor. El nudo, conflicto o desarrollo que presenta. La resolución o final.

5. PERSONAJES PRINCIPALES: descripción física y emocional, con apego a la obra.

6. PERSONAJES SECUNDARIOS Y COMPLEMENTARIOS: descripción física y emocional.

7. CONTEXTO DE LA OBRA: lugar, época, ciudad -poblado-región, clima, ambiente, situación social – política – religiosa.

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8. TIEMPO EN EL QUE TRANSCURRE LA OBRA: horas, días, semanas, meses, años.

Anotar dos citas textuales para demostrarlo.9. INTENCIONALIDAD DEL AUTOR

Explicar lo que pretende el autor al publicar el cuento. 10. ILUSTRACIÓN DE UNA ESCENA DEL CUENTO

Tamaño carta, página completa, deben apreciarse los personajes, el ambiente, el escenario y las acciones.

VALORACIÓN: 10 PUNTOS CADA ASPECTO = 100 PUNTOS

La señorita CoraPor Julio Cortázar

No entiendo por qué no me dejan pasar la noche en la clínica con el nene, al fin y al cabo soy su madre y el doctor De Luisi nos recomendó personalmente al director. Podrían traer un sofá cama y yo lo acompañaría para que se vaya acostumbrando, entró tan pálido el pobrecito como si fueran a operarlo en seguida, yo creo que es ese olor de las clínicas, su padre también estaba nervioso y no veía la hora de irse, pero yo estaba segura de que me dejarían con el nene. Después de todo tiene apenas quince años y nadie se los daría, siempre pegado a mí aunque ahora con los pantalones largos quiere disimular y hacerse el hombre grande. La impresión que le habrá hecho cuando se dio cuenta de que no me dejaban quedarme, menos mal que su padre le dio charla, le hizo poner el piyama y meterse en la cama. Y todo por esa mocosa de enfermera, yo me pregunto si verdaderamente tiene órdenes de los médicos o si lo hace por pura maldad. Pero bien que se lo dije, bien que le pregunté si estaba segura de que tenía que irme. No hay más que mirarla para darse cuenta de quién es, con esos aires de vampiresa y ese delantal ajustado, una chiquilina de porquería que se cree la directora de la clínica. Pero eso sí, no se la llevó de arriba, le dije lo que pensaba y eso que el nene no sabía dónde meterse de vergüenza y su padre se hacía el desentendido y de paso seguro que le miraba las piernas como de costumbre. Lo único que me consuela es que el ambiente es bueno, se nota que es una clínica para personas pudientes; el nene tiene un velador de lo más lindo para leer sus revistas, y por suerte su padre se acordó de traerle caramelos de menta que son los que más le gustan. Pero mañana por la mañana, eso sí, lo primero que hago es hablar con el doctor De Luisi para que la ponga en su lugar a esa mocosa presumida. Habrá que ver si la frazada lo abriga bien al nene, voy a pedir que por las dudas le dejen otra a mano. Pero sí, claro que me abriga, menos mal que se fueron de una vez, mamá cree que soy un chico y me hace hacer cada papelón. Seguro que la enfermera va a pensar que no soy capaz de pedir lo que necesito, me miró de una manera cuando mamá le estaba protestando… Está bien, si no la dejaban quedarse qué le vamos a hacer, ya soy bastante grande para dormir solo de noche, me parece. Y en esta cama se dormirá bien, a esta hora ya no se oye ningún ruido, a veces de lejos el zumbido del ascensor que me hace acordar a esa película de miedo que también pasaba en una clínica, cuando a

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medianoche se abría poco a poco la puerta y la mujer paralítica en la cama veía entrar al hombre de la máscara blanca…

La enfermera es bastante simpática, volvió a las seis y media con unos papeles y me empezó a preguntar mi nombre completo, la edad y esas cosas. Yo guardé la revista en seguida porque hubiera quedado mejor estar leyendo un libro de veras y no una fotonovela, y creo que ella se dio cuenta pero no dijo nada, seguro que todavía estaba enojada por lo que le había dicho mamá y pensaba que yo era igual que ella y que le iba a dar órdenes o algo así. Me preguntó si me dolía el apéndice y le dije que no, que esa noche estaba muy bien. “A ver el pulso”, me dijo, y después de tomármelo anotó algo más en la planilla y la colgó a los pies de la cama. “¿Tenés hambre?”, me preguntó, y yo creo que me puse colorado porque me tomó de sorpresa que me tuteara, es tan joven que me hizo impresión. Le dije que no, aunque era mentira porque a esa hora siempre tengo hambre. “Esta noche vas a cenar muy liviano”, dijo ella, y cuando quise darme cuenta ya me había quitado el paquete de caramelos de menta y se iba. No sé si empecé a decirle algo, creo que no. Me daba una rabia que me hiciera eso como a un chico, bien podía haberme dicho que no tenía que comer caramelos, pero llevárselos… Seguro que estaba furiosa por lo de mamá y se desquitaba conmigo, de puro resentida; qué sé yo, después que se fue se me pasó de golpe el fastidio, quería seguir enojado con ella pero no podía. Qué joven es, clavado que no tiene ni diecinueve años, debe haberse recibido de enfermera hace muy poco. A lo mejor viene para traerme la cena; le voy a preguntar cómo se llama, si va a ser mi enfermera tengo que darle un nombre. Pero en cambio vino otra, una señora muy amable vestida de azul que me trajo un caldo y bizcochos y me hizo tomar unas pastillas verdes. También ella me preguntó cómo me llamaba y si me sentía bien, y me dijo que en esta pieza dormiría tranquilo porque era una de las mejores de la clínica, y es verdad porque dormí hasta casi las ocho en que me despertó una enfermera chiquita y arrugada como un mono pero muy amable, que me dijo que podía levantarme y lavarme pero antes me dio un termómetro y me dijo que me lo pusiera como se hace en estas clínicas, y yo no entendí porque en casa se pone debajo del brazo, y entonces me explicó y se fue. Al rato vino mamá y qué alegría verlo tan bien, yo que me temía que hubiera pasado la noche en blanco el pobre querido, pero los chicos son así, en la casa tanto trabajo y después duermen a pierna suelta, aunque estén lejos de su mamá que no ha cerrado los ojos la pobre. El doctor De Luisi entró para revisar al nene y yo me fui un momento afuera porque ya está grandecito, y me hubiera gustado encontrármela a la enfermera de ayer para verle bien la cara y ponerla en su sitio nada más que mirándola de arriba a abajo, pero no había nadie en el pasillo. Casi en seguida salió el doctor De Luisi y me dijo que al nene iban a operarlo a la mañana siguiente, que estaba muy bien y en las mejores condiciones para la operación, a su edad una apendicitis es una tontería. Le agradecí mucho y aproveché para decirle que me había llamado la atención la impertinencia de la enfermera de la tarde, se lo decía porque no era cosa de que a mi hijo fuera a faltarle la atención necesaria. Después entré en la pieza para acompañar al nene que estaba leyendo sus revistas y ya sabía que lo iban a operar al otro día. Como si fuera el fin del mundo, me mira de un modo la pobre, pero si no me voy a morir, mamá, haceme un poco el favor. Al Cacho le sacaron el apéndice en el hospital y a los seis días ya estaba queriendo jugar al fútbol. Andate tranquila que estoy muy bien y no me falta nada.

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Sí, mamá, sí, diez minutos queriendo saber si me duele aquí o más allá, menos mal que se tiene que ocupar de mi hermana en casa, al final se fue y yo pude terminar la fotonovela que había empezado anoche.

La enfermera de la tarde se llama la señorita Cora, se lo pregunté a la enfermera chiquita cuando me trajo el almuerzo; me dieron muy poco de comer y de nuevo pastillas verdes y unas gotas con gusto a menta; me parece que esas gotas hacen dormir porque se me caían las revistas de la mano y de golpe estaba soñando con el colegio y que íbamos a un picnic con las chicas del normal como el año pasado y bailábamos a la orilla de la pileta, era muy divertido. Me desperté a eso de las cuatro y media y empecé a pensar en la operación, no que tenga miedo, el doctor De Luisi dijo que no es nada, pero debe ser raro la anestesia y que te corten cuando estás dormido, el Cacho decía que lo peor es despertarse, que duele mucho y por ahí vomitás y tenés fiebre. El nene de mamá ya no está tan garifo como ayer, se le nota en la cara que tiene un poco de miedo, es tan chico que casi me da lástima. Se sentó de golpe en la cama cuando me vio entrar y escondió la revista debajo de la almohada. La pieza estaba un poco fría y fui a subir la calefacción, después traje el termómetro y se lo di. “¿Te lo sabes poner?”, le pregunté, y las mejillas parecía que iban a reventársele de rojo que se puso. Dijo que sí con la cabeza y se estiró en la cama mientras yo bajaba las persianas y encendía el velador. Cuando me acerqué para que me diera el termómetro seguía tan ruborizado que estuve a punto de reírme, pero con los chicos de esa edad siempre pasa lo mismo, les cuesta acostumbrarse a esas cosas. Y para peor me mira en los ojos, por qué no le puedo aguantar esa mirada si al final no es más que una mujer, cuando saqué el termómetro de debajo de las frazadas y se lo alcancé, ella me miraba y yo creo que se sonreía un poco, se me debe notar tanto que me pongo colorado, es algo que no puedo evitar, es más fuerte que yo. Después anotó la temperatura en la hoja que está a los pies de la cama y se fue sin decir nada. Ya casi no me acuerdo de lo que hablé con papá y mamá cuando vinieron a verme a las seis. Se quedaron poco porque la señorita Cora les dijo que había que prepararme y que era mejor que estuviese tranquilo la noche antes. Pensé que mamá iba a soltarle alguna de las suyas pero la miró nomás de arriba abajo, y papá también pero yo al viejo le conozco las miradas, es algo muy diferente. Justo cuando se estaba yendo la oí a mamá que le decía a la señorita Cora: “Le agradeceré que lo atienda bien, es un niño que ha estado siempre muy rodeado por su familia”, o alguna idiotez por el estilo, y me hubiera querido morir de rabia, ni siquiera escuché lo que le contestó la señorita Cora, pero estoy seguro de que no le gustó, a lo mejor piensa que me estuve quejando de ella o algo así.

Volvió a eso de las seis y media con una mesita de esas de ruedas llena de frascos y algodones, y no sé por qué de golpe me dio un poco de miedo, en realidad no era miedo pero empecé a mirar lo que había en la mesita, toda clase de frascos azules o rojos, tambores de gasa y también pinzas y tubos de goma, el pobre debía estar empezando a asustarse sin la mamá que parece un papagayo endomingado, le agradeceré que atienda bien al nene, mire que he hablado con el doctor De Luisi, pero sí, señora, se lo vamos a atender como a un príncipe. Es bonito su nene, señora, con esas mejillas que se le arrebolan apenas me ve entrar. Cuando le retiré las frazadas hizo un gesto como para volver a taparse, y creo que se dio cuenta de que me hacía gracia verlo tan pudoroso. “A ver, bajate el pantalón del piyama”, le dije sin mirarlo en la cara. “¿El pantalón?”, preguntó

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con una voz que se le quebró en un gallo. “Si, claro, el pantalón”, repetí, y empezó a soltar el cordón y a desabotonarse con unos dedos que no le obedecían. Le tuve que bajar yo misma el pantalón hasta la mitad de los muslos, y era como me lo había imaginado. “Ya sos un chico crecidito”, le dije, preparando la brocha y el jabón aunque la verdad es que poco tenía para afeitar. “¿Cómo te llaman en tu casa?”, le pregunté mientras lo enjabonaba. “Me llamo Pablo”, me contestó con una voz que me dio lástima, tanta era la vergüenza. “Pero te darán algún sobrenombre”, insistí, y fue todavía peor porque me pareció que se iba a poner a llorar mientras yo le afeitaba los pocos pelitos que andaban por ahí. “¿Así que no tenés ningún sobrenombre? Sos el nene solamente, claro.” Terminé de afeitarlo y le hice una seña para que se tapara, pero él se adelantó y en un segundo estuvo cubierto hasta el pescuezo. “Pablo es un bonito nombre”, le dije para consolarlo un poco; casi me daba pena verlo tan avergonzado, era la primera vez que me tocaba atender a un muchachito tan joven y tan tímido, pero me seguía fastidiando algo en él que a lo mejor le venía de la madre, algo más fuerte que su edad y que no me gustaba, y hasta me molestaba que fuera tan bonito y tan bien hecho para sus años, un mocoso que ya debía creerse un hombre y que a la primera de cambio sería capaz de soltarme un piropo.

Me quedé con los ojos cerrados, era la única manera de escapar un poco de todo eso, pero no servía de nada porque justamente en ese momento agregó: “¿Así que no tenés ningún sobrenombre. Sos el nene solamente, claro”, y yo hubiera querido morirme, o agarrarla por la garganta y ahogarla, y cuando abrí los ojos le vi el pelo castaño casi pegado a mi cara porque se había agachado para sacarme un resto de jabón, y olía a shampoo de almendra como el que se pone la profesora de dibujo, o algún perfume de esos, y no supe qué decir y lo único que se me ocurrió fue preguntarle: “¿Usted se llama Cora, verdad?” Me miró con aire burlón, con esos ojos que ya me conocían y que me habían visto por todos lados, y dijo: “La señorita Cora.” Lo dijo para castigarme, lo sé, igual que antes había dicho: “Ya sos un chico crecidito”, nada más que para burlarse. Aunque me daba rabia tener la cara colorada, eso no lo puedo disimular nunca y es lo peor que me puede ocurrir, lo mismo me animé a decirle: “Usted es tan joven que… Bueno, Cora es un nombre muy lindo.” No era eso, lo que yo había querido decirle era otra cosa y me parece que se dio cuenta y le molestó, ahora estoy seguro de que está resentida por culpa de mamá, yo solamente quería decirle que era tan joven que me hubiera gustado poder llamarla Cora a secas, pero cómo se lo iba a decir en ese momento cuando se había enojado y ya se iba con la mesita de ruedas y yo tenía unas ganas de llorar, esa es otra cosa que no puedo impedir, de golpe se me quiebra la voz y veo todo nublado, justo cuando necesitaría estar más tranquilo para decir lo que pienso. Ella iba a salir pero al llegar a la puerta se quedó un momento como para ver si no se olvidaba de alguna cosa, y yo quería decirle lo que estaba pensando pero no encontraba las palabras y lo único que se me ocurrió fue mostrarle la taza con el jabón, se había sentado en la cama y después de aclararse la voz dijo: “Se le olvida la taza con el jabón”, muy seriamente y con un tono de hombre grande. Volví a buscar la taza y un poco para que se calmara le pasé la mano por la mejilla. “No te aflijas, Pablito”, le dije. “Todo irá bien, es una operación de nada.” Cuando lo toqué echó la cabeza atrás como ofendido, y después resbaló hasta esconder la boca en el borde de las frazadas. Desde ahí,

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ahogadamente, dijo: “Puedo llamarla Cora, ¿verdad?” Soy demasiado buena, casi me dio lástima tanta vergüenza que buscaba desquitarse por otro lado, pero sabía que no era el caso de ceder porque después me resultaría difícil dominarlo, y a un enfermo hay que dominarlo o es lo de siempre, los líos de María Luisa en la pieza catorce o los retos del doctor De Luisi que tiene un olfato de perro para esas cosas. “Señorita Cora”, me dijo tomando la taza y yéndose. Me dio una rabia, unas ganas de pegarle, de saltar de la cama y echarla a empujones, o de… Ni siquiera comprendo cómo pude decirle: “Si yo estuviera sano a lo mejor me trataría de otra manera.” Se hizo la que no oía, ni siquiera dio vuelta la cabeza, y me quedé solo y sin ganas de leer, sin ganas de nada, en el fondo hubiera querido que me contestara enojada para poder pedirle disculpas porque en realidad no era lo que yo había pensado decirle, tenía la garganta tan cerrada que no sé cómo me habían salido las palabras, se lo había dicho de pura rabia pero no era eso, o a lo mejor sí pero de otra manera.

Y sí, son siempre lo mismo, una los acaricia, les dice una frase amable, y ahí nomás asoma el machito, no quieren convencerse de que todavía son unos mocosos. Esto tengo que contárselo a Marcial, se va a divertir y cuando mañana lo vea en la mesa de operaciones le va a hacer todavía más gracia, tan tiernito el pobre con esa carucha arrebolada, maldito calor que me sube por la piel, cómo podría hacer para que no me pase eso, a lo mejor respirando hondo antes de hablar, que sé yo. Se debe haber ido furiosa, estoy seguro de que escuchó perfectamente, no sé cómo le dije eso, yo creo que cuando le pregunté si podía llamarla Cora no se enojó, me dijo lo de señorita porque es su obligación pero no estaba enojada, la prueba es que vino y me acarició la cara; pero no, eso fue antes, primero me acarició y entonces yo le dije lo de Cora y lo eché todo a perder. Ahora estamos peor que antes y no voy a poder dormir aunque me den un tubo de pastillas. La barriga me duele de a ratos, es raro pasarse la mano y sentirse tan liso, lo malo es que me vuelvo a acordar de todo y del perfume de almendras, la voz de Cora tiene una voz muy grave para una chica tan joven y linda, una voz como de cantante de boleros, algo que acaricia aunque esté enojada. Cuando oí pasos en el corredor me acosté del todo y cerré los ojos, no quería verla, no me importaba verla, mejor que me dejara en paz, sentí que entraba y que encendía la luz del cielo raso, se hacía el dormido como un angelito, con una mano tapándose la cara, y no abrió los ojos hasta que llegué al lado de la cama. Cuando vio lo que traía se puso tan colorado que me volvió a dar lástima y un poco de risa, era demasiado idiota realmente. “A ver, m’hijito, bájese el pantalón y dese vuelta para el otro lado”, y el pobre a punto de patalear como haría con la mamá cuando tenía cinco años, me imagino, a decir que no y a llorar y a meterse debajo de las cobijas y a chillar, pero el pobre no podía hacer nada de eso ahora, solamente se había quedado mirando el irrigador y después a mí que esperaba, y de golpe se dio vuelta y empezó a mover las manos debajo de las frazadas pero no atinaba a nada mientras yo colgaba el irrigador en la cabecera, tuve que bajarle las frazadas y ordenarle que levantara un poco el trasero para correrle mejor el pantalón y deslizarle una toalla. “A ver, subí un poco las piernas, así está bien, echate más de boca, te digo que te eches más de boca, así.” Tan callado que era casi como si gritara, por una parte me hacía gracia estarle viendo el culito a mi joven admirador, pero de nuevo me daba un poco de lástima por él, era realmente como si lo estuviera castigando por lo que me había dicho. “Avisá si está

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muy caliente”, le previne, pero no contestó nada, debía estar mordiéndose un puño y yo no quería verle la cara y por eso me senté al borde de la cama y esperé a que dijera algo, pero aunque era mucho líquido lo aguantó sin una palabra hasta el final, y cuando terminó le dije, y eso sí se lo dije para cobrarme lo de antes: “Así me gusta, todo un hombrecito”, y lo tapé mientras le recomendaba que aguantase lo más posible antes de ir al baño. “¿Querés que te apague la luz o te la dejo hasta que te levantes?”, me preguntó desde la puerta. No sé cómo alcancé a decirle que era lo mismo, algo así, y escuché el ruido de la puerta al cerrarse y entonces me tapé la cabeza con las frazadas y qué le iba a hacer, a pesar de los cólicos me mordí las dos manos y lloré tanto que nadie, nadie puede imaginarse lo que lloré mientras la maldecía y la insultaba y le clavaba un cuchillo en el pecho cinco, diez, veinte veces, maldiciéndola cada vez y gozando de lo que sufría y de cómo me suplicaba que la perdonase por lo que me había hecho.

Es lo de siempre, che Suárez, uno corta y abre, y en una de esas la gran sorpresa. Claro que a la edad del pibe tiene todas las chances a su favor, pero lo mismo le voy a hablar claro al padre, no sea cosa que en una de esas tengamos un lío. Lo más probable es que haya una buena reacción, pero ahí hay algo que falla, pensá en lo que pasó al comienzo de la anestesia: parece mentira en un pibe de esa edad. Lo fui a ver a las dos horas y lo encontré bastante bien si pensás en lo que duró la cosa. Cuando entró el doctor De Luisi yo estaba secándole la boca al pobre, no terminaba de vomitar y todavía le duraba la anestesia pero el doctor lo auscultó lo mismo y me pidió que no me moviera de su lado hasta que estuviera bien despierto. Los padres siguen en la otra pieza, la buena señora se ve que no está acostumbrada a estas cosas, de golpe se le acabaron las paradas, y el viejo parece un trapo. Vamos, Pablito, vomitá si tenés ganas y quejate todo lo que quieras, yo estoy aquí, sí, claro que estoy aquí, el pobre sigue dormido pero me agarra la mano como si se estuviera ahogando. Debe creer que soy la mamá, todos creen eso, es monótono. Vamos, Pablo, no te muevas así, quieto que te va a doler más, no, dejá las manos tranquilas, ahí no te podes tocar. Al pobre le cuesta salir de la anestesia. Marcial me dijo que la operación había sido muy larga. Es raro, habrán encontrado alguna complicación: a veces el apéndice no está tan a la vista, le voy a preguntar a Marcial esta noche. Pero sí, m’hijito, estoy aquí, quéjese todo lo que quiera pero no se mueva tanto, yo le voy a mojar los labios con este pedacito de hielo en una gasa, así se le va pasando la sed. Si, querido, vomitá más, aliviate todo lo que quieras. Qué fuerza tenés en las manos, me vas a llenar de moretones, sí, sí, llorá si tenés ganas, llorá, Pablito, eso alivia, llorá y quejate, total estás tan dormido y creés que soy tu mamá. Sos bien bonito, sabés, con esa nariz un poco respingada y esas pestañas como cortinas, parecés mayor ahora que estás tan pálido. Ya no te pondrías colorado por nada, verdad, mi pobrecito. Me duele, mamá, me duele aquí, dejame que me saque ese peso que me han puesto, tengo algo en la barriga que pesa tanto y me duele, mamá, decile a la enfermera que me saque eso. Sí, m’hijito, ya se le va a pasar, quédese un poco quieto, por qué tendrás tanta fuerza, voy a tener que llamar a María Luisa para que me ayude. Vamos, Pablo, me enojo si no te estás quieto, te va a doler mucho más si seguís moviéndote tanto. Ah, parece que empezás a darte cuenta, me duele aquí, señorita Cora, me duele tanto aquí, hágame algo por favor, me duele tanto aquí, suélteme las manos, no puedo más, señorita Cora, no puedo más.

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Menos mal que se ha dormido el pobre querido, la enfermera me vino a buscar a las dos y media y me dijo que me quedara un rato con él que ya estaba mejor, pero lo veo tan pálido, ha debido perder tanta sangre, menos mal que el doctor De Luisi dijo que todo había salido bien. La enfermera estaba cansada de luchar con él, yo no entiendo por qué no me hizo entrar antes, en esta clínica son demasiado severos. Ya es casi de noche y el nene ha dormido todo el tiempo, se ve que está agotado, pero me parece que tiene mejor cara, un poco de color. Todavía se queja de a ratos pero ya no quiere tocarse el vendaje y respira tranquilo, creo que pasará bastante buena noche. Como si yo no supiera lo que tengo que hacer, pero era inevitable; apenas se le pasó el primer susto a la buena señora le salieron otra vez los desplantes de patrona, por favor que al nene no le vaya a faltar nada por la noche, señorita. Decí que te tengo lástima, vieja estúpida, si no ya ibas a ver cómo te trataba. Las conozco a éstas, creen que con una buena propina el último día lo arreglan todo. Y a veces la propina ni siquiera es buena, pero para qué seguir pensando, ya se mandó mudar y todo está tranquilo. Marcial, quedate un poco, no ves que el chico duerme, contame lo que pasó esta mañana. Bueno, si estás apurado lo dejamos para después. No, mirá que puede entrar María Luisa, aquí no, Marcial. Claro, el señor se sale con la suya, ya te he dicho que no quiero que me beses cuando estoy trabajando, no está bien. Parecería que no tenemos toda la noche para besarnos, tonto. Andate. Váyase le digo, o me enojo. Bobo, pajarraco. Sí, querido, hasta luego. Claro que sí. Muchísimo.

Está muy oscuro pero es mejor, no tengo ni ganas de abrir los ojos. Casi no me duele, qué bueno estar así respirando despacio, sin esas náuseas. Todo está tan callado, ahora me acuerdo que vi a mamá, me dijo no sé qué, yo me sentía tan mal. Al viejo lo miré apenas, estaba a los pies de la cama y me guiñaba un ojo, el pobre siempre el mismo. Tengo un poco de frío, me gustaría otra frazada. Señorita Cora, me gustaría otra frazada. Pero sí estaba ahí, apenas abrí los ojos la vi sentada al lado de la ventana leyendo un revista. Vino en seguida y me arropó, casi no tuve que decirle nada porque se dio cuenta en seguida. Ahora me acuerdo, yo creo que esta tarde la confundía con mamá y que ella me calmaba, o a lo mejor estuve soñando. ¿Estuve soñando, señorita Cora? Usted me sujetaba las manos, ¿verdad? Yo decía tantas pavadas, pero es que me dolía mucho, y las náuseas… Discúlpeme, no debe ser nada lindo ser enfermera. Sí, usted se ríe pero yo sé, a lo mejor la manché y todo. Bueno, no hablaré más. Estoy tan bien así, ya no tengo frío. No, no me duele mucho, un poquito solamente. ¿Es tarde, señorita Cora? Sh, usted se queda calladito ahora, ya le he dicho que no puede hablar mucho, alégrese de que no le duela y quédese bien quieto. No, no es tarde, apenas las siete. Cierre los ojos y duerma. Así. Duérmase ahora.

Sí, yo querría pero no es tan fácil. Por momentos me parece que me voy a dormir, pero de golpe la herida me pega un tirón o todo me da vueltas en la cabeza, y tengo que abrir los ojos y mirarla, está sentada al lado de la ventana y ha puesto la pantalla para leer sin que me moleste la luz. ¿Por qué se quedará aquí todo el tiempo? Tiene un pelo precioso, le brilla cuando mueve la cabeza. Y es tan joven, pensar que hoy la confundí con mamá, es increíble. Vaya a saber qué cosas le dije, se debe haber reído otra vez de mí. Pero me pasaba hielo por la boca, eso me aliviaba tanto, ahora me acuerdo, me puso agua colonia en la frente y en el pelo, y me sujetaba las manos para que no me arrancara el vendaje. Ya no está enojada conmigo, a lo mejor mamá le pidió disculpas o algo así, me miraba de

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otra manera cuando me dijo: “Cierre los ojos y duérmase.” Me gusta que me mire así, parece mentira lo del primer día cuando me quitó los caramelos. Me gustaría decirle que es tan linda, que no tengo nada contra ella, al contrario, que me gusta que sea ella la que me cuida de noche y no la enfermera chiquita. Me gustaría que me pusiera otra vez agua colonia en el pelo. Me gustaría que me pidiera perdón, que me dijera que la puedo llamar Cora.

Se quedó dormido un buen rato, a las ocho calculé que el doctor De Luisi no tardaría y lo desperté para tomarle la temperatura. Tenía mejor cara y le había hecho bien dormir. Apenas vio el termómetro sacó una mano fuera de las cobijas, pero le dije que se estuviera quieto. No quería mirarlo en los ojos para que no sufriera pero lo mismo se puso colorado y empezó a decir que él podía muy bien solo. No le hice caso, claro, pero estaba tan tenso el pobre que no me quedó más remedio que decirle: “Vamos, Pablo, ya sos un hombrecito, no te vas a poner así cada vez, verdad?” Es lo de siempre, con esa debilidad no pudo contener las lágrimas; haciéndome la que no me daba cuenta anoté la temperatura y me fui a prepararle la inyección. Cuando volvió yo me había secado los ojos con la sábana y tenía tanta rabia contra mí mismo que hubiera dado cualquier cosa por poder hablar, decirle que no me importaba, que en realidad no me importaba pero que no lo podía impedir. “Esto no duele nada”, me dijo con la jeringa en la mano. “Es para que duermas bien toda la noche.” Me destapó y otra vez sentí que me subía la sangre a la cara, pero ella se sonrió un poco y empezó a frotarme el muslo con un algodón mojado. “No duele nada”, le dije porque algo tenía que decirle, no podía ser que me quedara así mientras ella me estaba mirando. “Ya ves”, me dijo sacando la aguja y frotándome con el algodón. “Ya ves que no duele nada. Nada te tiene que doler, Pablito.” Me tapó y me pasó la mano por la cara. Yo cerré los ojos y hubiera querido estar muerto, estar muerto y que ella me pasara la mano por la cara, llorando.

Nunca entendí mucho a Cora pero esta vez se fue a la otra banda. La verdad que no me importa si no entiendo a las mujeres, lo único que vale la pena es que lo quieran a uno. Si están nerviosas, si se hacen problema por cualquier macana, bueno nena, ya está, deme un beso y se acabó. Se ve que todavía es tiernita, va a pasar un buen rato antes de que aprenda a vivir en este oficio maldito, la pobre apareció esta noche con una cara rara y me costó media hora hacerle olvidar esas tonterías. Todavía no ha encontrado la manera de buscarle la vuelta a algunos enfermos, ya le pasó con la vieja del veintidós pero yo creía que desde entonces habría aprendido un poco, y ahora este pibe le vuelve a dar dolores de cabeza. Estuvimos tomando mate en mi cuarto a eso de las dos de la mañana, después fue a darle la inyección y cuando volvió estaba de mal humor, no quería saber nada conmigo. Le queda bien esa carucha de enojada, de tristona, de a poco se la fui cambiando, y al final se puso a reír y me contó, a esa hora me gusta tanto desvestirla y sentir que tiembla un poco como si tuviera frío. Debe ser muy tarde, Marcial. Ah, entonces puedo quedarme un rato todavía, la otra inyección le toca a las cinco y media, la galleguita no llega hasta las seis. Perdoname, Marcial, soy una boba, mirá que preocuparme tanto por ese mocoso, al fin y al cabo lo tengo dominado pero de a ratos me da lástima, a esa edad son tan tontos, tan orgullosos, si pudiera le pediría al doctor

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Suárez que me cambiara, hay dos operados en el segundo piso, gente grande, uno les pregunta tranquilamente si han ido de cuerpo, les alcanza la chata, los limpia si hace falta, todo eso charlando del tiempo o de la política, es un ir y venir de cosas naturales, cada uno está en lo suyo, Marcial, no como aquí, comprendés. Sí, claro que hay que hacerse a todo, cuántas veces me van a tocar chicos de esa edad, es una cuestión de técnica como decís vos. Sí, querido, claro. Pero es que todo empezó mal por culpa de la madre, eso no se ha borrado, sabés, desde el primer minuto hubo como un malentendido, y el chico tiene su orgullo y le duele, sobre todo que al principio no se daba cuenta de todo lo que iba a venir y quiso hacerse el grande, mirarme como si fueras vos, como un hombre. Ahora ya ni le puedo preguntar si quiere hacer pis, lo malo es que sería capaz de aguantarse toda la noche si yo me quedara en la pieza. Me da risa cuando me acuerdo, quería decir que sí y no se animaba, entonces me fastidió tanta tontería y lo obligué para que aprendiera a hacer pis sin moverse, bien tendido de espaldas. Siempre cierra los ojos en esos momentos pero es casi peor, está a punto de llorar o de insultarme, está entre las dos cosas y no puede, es tan chico, Marcial, y esa buena señora que lo ha de haber criado como un tilinguito, el nene de aquí y el nene de allí, mucho sombrero y saco entallado pero en el fondo el bebé de siempre, el tesorito de mamá. Ah, y justamente le vengo a tocar yo, el alto voltaje como decís vos, cuando hubiera estado tan bien con María Luisa que es idéntica a su tía y que lo hubiera limpiado por todos lados sin que se le subieran los colores a la cara. No, la verdad, no tengo suerte, Marcial.

Estaba soñando con la clase de francés cuando encendió la luz del velador, lo primero que le veo es siempre el pelo, será porque se tiene que agachar para las inyecciones o lo que sea, el pelo cerca de mi cara, una vez me hizo cosquillas en la boca y huele tan bien, y siempre se sonríe un poco cuando me está frotando con el algodón, me frotó un rato largo antes de pincharme y yo le miraba la mano tan segura que iba apretando de a poco la jeringa, el líquido amarillo que entraba despacio, haciéndome doler. “No, no me duele nada.” Nunca le podré decir: “No me duele nada, Cora.” Y no le voy a decir señorita Cora, no se lo voy a decir nunca. Le hablaré lo menos que pueda y no la pienso llamar señorita Cora aunque me lo pida de rodillas. No, no me duele nada. No, gracias, me siento bien, voy a seguir durmiendo. Gracias.

Por suerte ya tiene de nuevo sus colores pero todavía está muy decaído, apenas si pudo darme un beso, y a tía Esther casi no la miró y eso que le había traído las revistas y una corbata preciosa para el día en que lo llevemos a casa. La enfermera de la mañana es un amor de mujer, tan humilde, con ella sí da gusto hablar, dice que el nene durmió hasta las ocho y que bebió un poco de leche, parece que ahora van a empezar a alimentarlo, tengo que decirle al doctor Suárez que el cacao le hace mal, o a lo mejor su padre ya se lo dijo porque estuvieron hablando un rato. Si quiere salir un momento, señora, vamos a ver cómo anda este hombre. Usted quédese, señor Morán, es que a la mamá le puede hacer impresión tanto vendaje. Vamos a ver un poco, compañero. ¿Ahí duele? Claro, es natural. Y ahí, decime si ahí te duele o solamente está sensible. Bueno, vamos muy bien, amiguito. Y así cinco minutos, si me duele aquí, si estoy sensible más acá, y el viejo mirándome la barriga como si me la viera por primera vez. Es raro pero no me siento

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tranquilo hasta que se van, pobres viejos tan afligidos pero qué le voy a hacer, me molestan, dicen siempre lo que no hay que decir, sobre todo mamá, y menos mal que la enfermera chiquita parece sorda y le aguanta todo con esa cara de esperar propina que tiene la pobre. Mirá que venir a jorobar con lo del cacao, ni que yo fuese un niño de pecho. Me dan unas ganas de dormir cinco días seguidos sin ver a nadie, sobre todo sin ver a Cora, y despertarme justo cuando me vengan a buscar para ir a casa. A lo mejor habrá que esperar unos días más, señor Morán, ya sabrá por De Luisi que la operación fue más complicada de lo previsto, a veces hay pequeñas sorpresas. Claro que con la constitución de ese chico yo creo que no habrá problema, pero mejor dígale a su señora que no va a ser cosa de una semana como se pensó al principio. Ah, claro, bueno, de eso usted hablará con el administrador, son cosas internas. Ahora vos fijate si no es mala suerte, Marcial, anoche te lo anuncié, esto va a durar mucho más de lo que pensábamos. Sí, ya sé que no importa pero podrías ser un poco más comprensivo, sabés muy bien que no me hace feliz atender a ese chico, y a él todavía menos, pobrecito. No me mirés así, por qué no le voy a tener lástima. No me mirés así.

Nadie me prohibió que leyera pero se me caen las revistas de la mano, y eso que tengo dos episodios por terminar y todo lo que me trajo tía Esther. Me arde la cara, debo de tener fiebre o es que hace mucho calor en esta pieza, le voy a pedir a Cora que entorne un poco la ventana o que me saque una frazada. Quisiera dormir, es lo que más me gustaría, que ella estuviese allí sentada leyendo una revista y yo durmiendo sin verla, sin saber que está allí, pero ahora no se va a quedar más de noche, ya pasó lo peor y me dejarán solo. De tres a cuatro creo que dormí un rato, a las cinco justas vino con un remedio nuevo, unas gotas muy amargas. Siempre parece que se acaba de bañar y cambiar, está tan fresca y huele a talco perfumado, a lavanda. “Este remedio es muy feo, ya sé”, me dijo, y se sonreía para animarme. “No, es un poco amargo, nada más”, le dije. “¿Cómo pasaste el día?”, me preguntó, sacudiendo el termómetro. Le dije que bien, que durmiendo, que el doctor Suárez me había encontrado mejor, que no me dolía mucho. “Bueno, entonces podés trabajar un poco”, me dijo dándome el termómetro. Yo no supe qué contestarle y ella se fue a cerrar las persianas y arregló los frascos en la mesita mientras yo me tomaba la temperatura. Hasta tuve tiempo de echarle un vistazo al termómetro antes de que viniera a buscarlo. “Pero tengo muchísima fiebre”, me dijo como asustado. Era fatal, siempre seré la misma estúpida, por evitarle el mal momento le doy el termómetro y naturalmente el muy chiquilín no pierde tiempo en enterarse de que está volando de fiebre. “Siempre es así los primeros cuatro días, y además nadie te mandó que miraras”, le dije, más furiosa contra mí que contra él. Le pregunté si había movido el vientre y me dijo que no. Le sudaba la cara, se la sequé y le puse un poco de agua colonia; había cerrado los ojos antes de contestarme y no los abrió mientras yo lo peinaba un poco para que no le molestara el pelo en la frente. Treinta y nueve, nueve era mucha fiebre, realmente. “Tratá de dormir un rato”, le dije, calculando a qué hora podría avisarle al doctor Suárez. Sin abrir los ojos hizo un gesto como de fastidio, y articulando cada palabra me dijo: “Usted es mala conmigo, Cora.” No atiné a contestarle nada, me quedé a su lado hasta que abrió los ojos y me miró con toda su fiebre y toda su tristeza. Casi sin darme cuenta estiré la mano y quise hacerle una caricia en la frente, pero me rechazó de un manotón y algo debió tironearle en la herida porque se crispó de dolor. Antes de que

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pudiera reaccionar me dijo en voz muy baja: “Usted no sería así conmigo si me hubiera conocido en otra parte.” Estuve al borde de soltar una carcajada, pero era tan ridículo que me dijera eso mientras se le llenaban los ojos de lágrimas que me pasó lo de siempre, me dio rabia y casi miedo, me sentí de golpe como desamparada delante de ese chiquilín pretencioso. Conseguí dominarme (eso se lo debo a Marcial, me ha enseñado a controlarme y cada vez lo hago mejor), y me enderecé como si no hubiera sucedido nada, puse la toalla en la percha y tapé el frasco de agua colonia. En fin, ahora sabíamos a qué atenernos, en el fondo era mucho mejor así. Enfermera, enfermo, y pare de contar. Que el agua colonia se la pusiera la madre, yo tenía otras cosas que hacerle y se las haría sin más contemplaciones. No sé por qué me quedé más de lo necesario. Marcial me dijo cuando se lo conté que había querido darle la oportunidad de disculparse, de pedir perdón. No sé, a lo mejor fue eso o algo distinto, a lo mejor me quedé para que siguiera insultándome, para ver hasta dónde era capaz de llegar. Pero seguía con los ojos cerrados y el sudor le empapaba la frente y las mejillas, era como si me hubiera metido en agua hirviendo, veía manchas violeta y rojas cuando apretaba los ojos para no mirarla sabiendo que todavía estaba allí, y hubiera dado cualquier cosa para que se agachara y volviera a secarme la frente como si yo no le hubiera dicho eso, pero ya era imposible, se iba a ir sin hacer nada, sin decirme nada, y yo abriría los ojos y encontraría la noche, el velador, la pieza vacía, un poco de perfume todavía, y me repetiría diez veces, cien veces, que había hecho bien en decirle lo que le había dicho, para que aprendiera, para que no me tratara como a un chico, para que me dejara en paz, para que no se fuera.

Empiezan siempre a la misma hora, entre seis y siete de la mañana, debe ser una pareja que anida en las cornisas del patio, un palomo que arrulla y la paloma que le contesta, al rato se cansan, se lo dije a la enfermera chiquita que viene a lavarme y a darme el desayuno, se encogió de hombros y dijo que ya otros enfermos se habían quejado de las palomas pero que el director no quería que las echaran. Ya ni sé cuánto hace que las oigo, las primeras mañanas estaba demasiado dormido o dolorido para fijarme, pero desde hace tres días escucho a las palomas y me entristecen, quisiera estar en casa oyendo ladrar a Milord, oyendo a tía Esther que a esta hora se levanta para ir a misa. Maldita fiebre que no quiere bajar, me van a tener aquí hasta quién sabe cuándo, se lo voy a preguntar al doctor Suárez esta misma mañana, al fin y al cabo podría estar lo más bien en casa. Mire, señor Morán, quiero ser franco con usted, el cuadro no es nada sencillo. No, señorita Cora, prefiero que usted siga atendiendo a ese enfermo, y le voy a decir por qué. Pero entonces. Marcial… Vení, te voy a hacer un café bien fuerte, mirá que sos potrilla todavía, parece mentira. Escuchá, vieja, he estado hablando con el doctor Suárez, y parece que el pibe…

Por suerte después se callan, a lo mejor se van volando por ahí, por toda la ciudad, tienen suerte las palomas. Qué mañana interminable, me alegré cuando se fueron los viejos, ahora les da por venir más seguido desde que tengo tanta fiebre. Bueno, sí me tengo que quedar cuatro o cinco días más aquí, qué importa. En casa sería mejor, claro, pero lo mismo tendría fiebre y me sentiría tan mal de a ratos. Pensar que no puedo ni mirar una revista, es una debilidad como si no me quedara sangre. Pero todo es por la fiebre, me lo

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dijo anoche el doctor De Luisi y el doctor Suárez me lo repitió esta mañana, ellos saben. Duermo mucho pero lo mismo es como si no pasara el tiempo, siempre es antes de las tres como si a mí me importaran las tres o las cinco. Al contrario, a las tres se va la enfermera chiquita y es una lástima porque con ella estoy tan bien. Si me pudiera dormir de un tirón hasta la medianoche sería mucho mejor. Pablo, soy yo, la señorita Cora. Tu enfermera de la noche que te hace doler con las inyecciones. Ya sé que no te duele, tonto, es una broma. Seguí durmiendo si querés, ya está. Me dijo: “Gracias” sin abrir los ojos, pero hubiera podido abrirlos, sé que con la galleguita estuvo charlando a mediodía aunque le han prohibido que hable mucho. Antes de salir me di vuelta de golpe y me estaba mirando, sentí que todo el tiempo me había estado mirando de espaldas. Volví y me senté al lado de la cama, le tomé el pulso, le arreglé las sábanas que arrugaba con sus manos de fiebre. Me miraba el pelo, después bajaba la vista y evitaba mis ojos. Fui a buscar lo necesario para prepararlo y me dejó hacer sin una palabra, con los ojos fijos en la ventana, ignorándome. Vendrían a buscarlo a las cinco y media en punto, todavía le quedaba un rato para dormir, los padres esperaban en la planta baja porque le hubiera hecho impresión verlos a esa hora. El doctor Suárez iba a venir un rato antes para explicarle que tenían que completar la operación, cualquier cosa que no lo inquietara demasiado. Pero en cambio mandaron a Marcial, me tomó de sorpresa verlo entrar así pero me hizo una seña para que no me moviera y se quedó a los pies de la cama leyendo la hoja de temperatura hasta que Pablo se acostumbrara a su presencia. Le empezó a hablar un poco en broma, armó la conversación como él sabe hacerlo, el frío en la calle, lo bien que se estaba en ese cuarto, él lo miraba sin decir nada, como esperando, mientras yo me sentía tan rara, hubiera querido que Marcial se fuera y me dejara sola con él, yo hubiera podido decírselo mejor que nadie, aunque quizá no, probablemente no. Pero si ya lo sé, doctor, me van a operar de nuevo, usted es el que me dio la anestesia la otra vez, y bueno, mejor eso que seguir en esta cama y con esta fiebre. Yo sabía que al final tendrían que hacer algo, por qué me duele tanto desde ayer, un dolor diferente, desde más adentro. Y usted, ahí sentada, no ponga esa cara, no se sonría como si me viniera a invitar al cine. Váyase con él y béselo en el pasillo, tan dormido no estaba la otra tarde cuando usted se enojó con él porque la había besado aquí. Váyanse los dos, déjenme dormir, durmiendo no me duele tanto.

Y bueno, pibe, ahora vamos a liquidar este asunto de una vez por todas, hasta cuándo nos vas a estar ocupando una cama, che. Contá despacito, uno, dos, tres. Así va bien, vos seguí contando y dentro de una semana estás comiendo un bife jugoso en casa. Un cuarto de hora a gatas, nena, y vuelta a coser. Había que verle la cara a De Luisi, uno no se acostumbra nunca del todo a estas cosas. Mirá, aproveché para pedirle a Suárez que te relevaran como vos querías, le dije que estás muy cansada con un caso tan grave; a lo mejor te pasan al segundo piso si vos también le hablás. Está bien, hacé como quieras, tanto quejarte la otra noche y ahora te sale la samaritana. No te enojés conmigo, lo hice por vos. Sí, claro que lo hizo por mí pero perdió el tiempo, me voy a quedar con él esta noche y todas las noches. Empezó a despertarse a las ocho y medía, los padres se fueron en seguida porque era mejor que no los viera con la cara que tenían los pobres, y

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cuando llegó el doctor Suárez me preguntó en voz baja si quería que me relevara María Luisa, pero le hice una seña de que me quedaba y se fue. María Luisa me acompañó un rato porque tuvimos que sujetarlo y calmarlo, después se tranquilizó de golpe y casi no tuvo vómitos; está tan débil que se volvió a dormir sin quejarse mucho hasta las diez. Son las palomas, vas a ver, mamá, ya están arrullando como todas las mañanas, no sé por qué no las echan, que se vuelen a otro árbol. Dame la mano, mamá, tengo tanto frío. Ah, entonces estuve soñando, me parecía que ya era de mañana y que estaban las palomas. Perdóneme, la confundí con mamá. Otra vez desviaba la mirada, se volvía a su encono, otra vez me echaba a mí toda la culpa. Lo atendí como si no me diera cuenta de que seguía enojado, me senté junto a él y le mojé los labios con hielo. Cuando me miró, después que le puse agua colonia en las manos y la frente, me acerqué más y le sonreí. “Llamame Cora”, le dije. “Yo sé que no nos entendimos al principio, pero vamos a ser tan buenos amigos, Pablo.” Me miraba callado. “Decime: Sí, Cora.” Me miraba, siempre. “Señorita Cora”, dijo después, y cerró los ojos. “No, Pablo, no”, le pedí, besándolo en la mejilla, muy cerca de la boca. “Yo voy a ser Cora para vos, solamente para vos.” Tuve que echarme atrás, pero lo mismo me salpicó la cara. Lo sequé, le sostuve la cabeza para que se enjuagara la boca, lo volví a besar hablándole al oído. “Discúlpeme”, dijo con un hilo de voz, “no lo pude contener”. Le dije que no fuera tonto, que para eso estaba yo cuidándolo, que vomitara todo lo que quisiera para aliviarse. “Me gustaría que viniera mamá”, me dijo, mirando a otro lado con los ojos vacíos. Todavía le acaricié un poco el pelo, le arreglé las frazadas esperando que me dijera algo, pero estaba muy lejos y sentí que lo hacía sufrir todavía más si me quedaba. En la puerta me volví y esperé; tenía los ojos muy abiertos, fijos en el cielo raso. “Pablito”, le dije. “Por favor, Pablito. Por favor, querido.” Volví hasta la cama, me agaché para besarlo; olía a frío, detrás del agua colonia estaba el vómito, la anestesia. Si me quedo un segundo más me pongo a llorar delante de él, por él. Lo besé otra vez y salí corriendo, bajé a buscar a la madre y a María Luisa; no quería volver mientras la madre estuviera allí, por lo menos esa noche no quería volver y después sabía demasiado bien que no tendría ninguna necesidad de volver a ese cuarto, que Marcial y María Luisa se ocuparían de todo hasta que el cuarto quedara otra vez libre.

La profecía autocumplidaGabriel García Márquez

Imagínese usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno de 17 y una hija de 14. Está sirviéndoles el desayuno y tiene una expresión de preocupación. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella les responde:

No sé, pero he amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a sucederle a este pueblo.

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Ellos se ríen de la madre. Dicen que esos son presentimientos de vieja, cosas que pasan. El hijo se va a jugar al billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el otro jugador le dice:

Te apuesto un peso a que no la haces.

Todos se ríen. Él se ríe. Tira la carambola y no la hace. Paga su peso y todos le preguntan qué pasó, si era una carambola sencilla. Contesta:

Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi madre esta mañana sobre algo grave que va a suceder a este pueblo.

Todos se ríen de él, y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde está con su mamá o una nieta o en fin, cualquier pariente. Feliz con su peso, dice:

Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un tonto. ¿Y por qué es un tonto? Porque no pudo hacer una carambola sencillísima. Estaba con la idea de que su

mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo.

Y su madre le dice:

No te burles de los presentimientos de los viejos porque a veces salen.

Una pariente oye esto y va a comprar carne.

Ella le dice al carnicero: “Deme un kilo de carne” y en el momento que la está cortando, le dice: Mejor córteme dos, porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado”. El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar un kilo de carne, le dice: “mejor lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar y se están preparando y comprando cosas”. Entonces la vieja responde: “Tengo varios hijos, mejor deme cuatro kilos…”

Se lleva los cuatro kilos y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la carne, mata a otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el mundo en el pueblo está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto a las dos de la tarde.

Alguien dice:

¿Se ha dado cuenta del calor que está haciendo? ¡Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor!

Tanto calor que es pueblo donde los músicos tenían instrumentos remendados con brea y tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos.

Sin embargo -dice uno-, a esta hora nunca ha hecho tanto calor. Pero a las dos de la tarde es cuando hace más calor. Sí, pero no tanto calor como ahora.

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Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la voz:

“Hay un pajarito en la plaza”.

Y viene todo el mundo espantado a ver el pajarito.

Pero señores, siempre ha habido pajaritos que bajan. Sí, pero nunca a esta hora.

Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo, que todos están desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo.

Yo sí soy muy macho -grita uno-. Yo me voy.

Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central donde todo el pueblo lo ve.

Hasta que todos dicen: “Si este se atreve, pues nosotros también nos vamos”.

Y empiezan a desmantelar literalmente el pueblo.

Se llevan las cosas, los animales, todo.

Y uno de los últimos que abandona el pueblo, dice: “Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa”, y entonces la incendia y otros incendian también sus casas.

Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en un éxodo de guerra, y en medio de ellos va la señora que tuvo el presagio, le dice a su hijo que está a su lado: “¿Vistes mi hijo, que algo muy grave iba a suceder en este pueblo?”

El monte de las ánimas

Por Gustavo Adolfo BécquerLa noche de difuntos me despertó a no sé qué hora el doble de las campanas; su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición que oí hace poco en Soria.

Intenté dormir de nuevo; ¡imposible! Una vez aguijoneada, la imaginación es un caballo que se desboca y al que no sirve tirarle de la rienda. Por pasar el rato me decidí a escribirla, como en efecto lo hice.

Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito volviendo algunas veces la cabeza con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire frío de la noche.

Sea de ello lo que quiera, ahí va, como el caballo de copas.

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Atad los perros; haced la señal con las trompas para que se reúnan los cazadores, y demos la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las ánimas.

¡Tan pronto! A ser otro día, no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos que las nieves del

Moncayo han arrojado de sus madrigueras; pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte.

¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme? No, hermosa prima; tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no hace un

año que has venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el camino te contaré esa historia.

Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos; los condes de Borges y de Alcudiel montaron en sus magníficos caballos, y todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían la comitiva a bastante distancia.

Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida historia:

Ese monte que hoy llaman de las ánimas, pertenecía a los Templarios, cuyo convento ves allí, a la margen del río. Los Templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria a los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad por la parte del puente, haciendo en ello notable agravio a sus nobles de Castilla; que así hubieran solos sabido defenderla como solos la conquistaron.

Entre los caballeros de la nueva y poderosa Orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló al fin, un odio profundo. Los primeros tenían acotado ese monte, donde reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus placeres; los segundos determinaron organizar una gran batida en el coto, a pesar de las severas prohibiciones de los clérigos con espuelas, como llamaban a sus enemigos.

Cundió la voz del reto, y nada fue parte a detener a los unos en su manía de cazar y a los otros en su empeño de estorbarlo. La proyectada expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ella las fieras; antes la tendrían presente tantas madres como arrastraron sendos lutos por sus hijos. Aquello no fue una cacería, fue una batalla espantosa: el monte quedó sembrado de cadáveres, los lobos a quienes se quiso exterminar tuvieron un sangriento festín. Por último, intervino la autoridad del rey: el monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo monte y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse.

Desde entonces dicen que cuando llega la noche de difuntos se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y al otro día se han visto impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de los

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esqueletos. Por eso en Soria le llamamos el Monte de las ánimas, y por eso he querido salir de él antes que cierre la noche.

La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del puente que da paso a la ciudad por aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual, después de incorporárseles los dos jinetes, se perdió por entre las estrechas y oscuras calles de Soria.

II

Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor iluminando algunos grupos de damas y caballeros que alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento azotaba los emplomados vidrios de las ojivas del salón.

Solas dos personas parecían ajenas a la conversación general: Beatriz y Alonso: Beatriz seguía con los ojos, absorta en un vago pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz.

Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio.

Las dueñas referían, a propósito de la noche de difuntos, cuentos tenebrosos en que los espectros y los aparecidos representaban el principal papel; y las campanas de las iglesias de Soria doblaban a lo lejos con un tañido monótono y triste.

Hermosa prima -exclamó al fin Alonso rompiendo el largo silencio en que se encontraban-; pronto vamos a separarnos tal vez para siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales sé que no te gustan; te he oído suspirar varias veces, acaso por algún galán de tu lejano señorío.

Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia; todo un carácter de mujer se reveló en aquella desdeñosa contracción de sus delgados labios.

Tal vez por la pompa de la corte francesa; donde hasta aquí has vivido -se apresuró a añadir el joven-. De un modo o de otro, presiento que no tardaré en perderte… Al separarnos, quisiera que llevases una memoria mía… ¿Te acuerdas cuando fuimos al templo a dar gracias a Dios por haberte devuelto la salud que viniste a buscar a esta tierra? El joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu atención. ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de una desposada; mi padre se lo regaló a la que me dio el ser, y ella lo llevó al altar… ¿Lo quieres?

No sé en el tuyo -contestó la hermosa-, pero en mi país una prenda recibida compromete una voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un deudo… que aún puede ir a Roma sin volver con las manos vacías.

El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó un momento al joven, que después de serenarse dijo con tristeza:

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Lo sé prima; pero hoy se celebran Todos los Santos, y el tuyo ante todos; hoy es día de ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el mío?

Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para tomar la joya, sin añadir una palabra.

Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y Volvióse a oír la cascada voz de las viejas que hablaban de brujas y de trasgos y el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el triste monótono doblar de las campanas.

Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a anudarse de este modo:

Y antes de que concluya el día de Todos los Santos, en que así como el tuyo se celebra el mío, y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás? -dijo él clavando una mirada en la de su prima, que brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico.

¿Por qué no? -exclamó ésta llevándose la mano al hombro derecho como para buscar alguna cosa entre las pliegues de su ancha manga de terciopelo bordado de oro… Después, con una infantil expresión de sentimiento, añadió:

¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que por no sé qué emblema de su color me dijiste que era la divisa de tu alma?

Sí. Pues… ¡se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo. ¡Se ha perdido!, ¿y dónde? -preguntó Alonso incorporándose de su asiento y con una

indescriptible expresión de temor y esperanza. No sé…. en el monte acaso. ¡En el Monte de las ánimas -murmuró palideciendo y dejándose caer sobre el sitial-;

en el Monte de las ánimas!

Luego prosiguió con voz entrecortada y sorda:

Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces; en la ciudad, en toda Castilla, me llaman el rey de los cazadores. No habiendo aún podido probar mis fuerzas en los combates, como mis ascendentes, he llevado a esta diversión, imagen de la guerra, todos los bríos de mi juventud, todo el ardor, hereditario en mi raza. La alfombra que pisan tus pies son despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus costumbres; y he combatido con ellas de día y de noche, a pie y a caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me ha visto huir el peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa banda, y volaría gozoso como a una fiesta; y, sin embargo, esta noche…. esta noche. ¿A qué ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas… ¡las ánimas!, cuya sola vista puede helar de horror la sangre del más valiente, tornar sus cabellos blancos o arrebatarle en el torbellino de su fantástica carrera como una hoja que arrastra el viento sin que se sepa adónde.

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Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que cuando hubo concluido exclamó con un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y crujía la leña, arrojando chispas de mil colores:

¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de difuntos, y cuajado el camino de lobos!

Al decir esta última frase, la recargó de un modo tan especial, que Alonso no pudo menos de comprender toda su amarga ironía, movido como por un resorte se puso de pie, se pasó la mano por la frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza y no en su corazón, y con voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el hogar entreteniéndose en revolver el fuego:

Adiós Beatriz, adiós… Hasta pronto. ¡Alonso! ¡Alonso! -dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso o aparentó

querer detenerle, el joven había desaparecido.

A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con una radiante expresión de orgullo satisfecho que coloreó sus mejillas, prestó atento oído a aquel rumor que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último.

Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón las campanas de la ciudad doblaban a lo lejos.

III

Había pasado una hora, dos, tres; la media roche estaba a punto de sonar, y Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, cuando en menos de una hora pudiera haberlo hecho.

¡Habrá tenido miedo! -exclamó la joven cerrando su libro de oraciones y encaminándose a su lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la iglesia consagra en el día de difuntos a los que ya no existen.

Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso.

Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la campana, lentas, sordas; tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído a par de ellas pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana.

Será el viento -dijo; y poniéndose la mano sobre el corazón, procuró tranquilizarse. Pero su corazón latía cada vez con más violencia. Las puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus goznes, con un chirrido agudo prolongado y estridente.

Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su orden, éstas con un ruido sordo y grave, aquéllas con un lamento largo y crispado. Después silencio, un silencio lleno de rumores extraños, el

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silencio de la media noche, con un murmullo monótono de agua distante; lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota no obstante en la oscuridad.

Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinillas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar: nada, silencio.

Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se movían en todas direcciones; y cuando dilatándolas las fijaba en un punto, nada, oscuridad, las sombras impenetrables.

¡Bah! -exclamó, volviendo a recostar su hermosa cabeza sobre la almohada de raso azul del lecho-; ¿soy yo tan miedosa como esas pobres gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura, al oír una conseja de aparecidos?

Y cerrando los ojos intentó dormir…; pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse, y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y arrebujándose en la ropa que la cubría, escondió la cabeza y contuvo el aliento.

El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las ráfagas del aire, y las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, otras distantes, doblan tristemente por las ánimas de los difuntos.

Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz. Al fin despuntó la aurora: vuelta de su temor, entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz. Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las cortinas de seda del lecho, y ya se disponía a reírse de sus temores pasados, cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal descoloró sus mejillas: sobre el reclinatorio había visto sangrienta y desgarrada la banda azul que perdiera en el monte, la banda azul que fue a buscar Alonso.

Cuando sus servidores llegaron despavoridos a noticiarle la muerte del primogénito de Alcudiel, que a la mañana había aparecido devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las ánimas, la encontraron inmóvil, crispada, asida con ambas manos a una de las columnas de ébano del lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca; blancos los labios, rígidos los miembros, muerta; ¡muerta de horror!

IV

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Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador extraviado que pasó la noche de difuntos sin poder salir del Monte de las ánimas, y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió cosas horribles. Entre otras, asegura que vio a los esqueletos de los antiguos templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la capilla levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible, y, caballeros sobre osamentas de corceles, perseguir como a una fiera a una mujer hermosa, pálida y desmelenada, que con los pies desnudos y sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.

El libro de arena

Por: Jorge Luis Borges

La línea consta de un número infinito de puntos; el plano, de un número infinito de líneas; el volumen, de un número infinito de planos; el hipervolumen, de un número infinito de volúmenes… No, decididamente no es este, more geométrico, el mejor modo de iniciar mi relato. Afirmar que es verídico es ahora una convención de todo relato fantástico; el mío, sin embargo, es verídico.

Yo vivo solo, en un cuarto piso de la calle Belgrano. Hará unos meses, al atardecer, oí un golpe en la puerta. Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto, de rasgos desdibujados. Acaso mi miopía los vio así. Todo su aspecto era de pobreza decente. Estaba de gris y traía una valija gris en la mano. En seguida sentí que era extranjero. Al principio lo creí viejo; luego advertí que me había engañado su escaso pelo rubio, casi blanco, a la manera escandinava. En el curso de nuestra conversación, que no duraría una hora, supe que procedía de las Orcadas.

Le señalé una silla. El hombre tardó un rato en hablar. Exhalaba melancolía, como yo ahora.

Vendo biblias –me dijo.

No sin pedantería le contesté:

En esta casa hay algunas biblias inglesas, incluso la primera, la de John Wiclif. Tengo asimismo la de Cipriano de Valera, la de Lutero, que literariamente es la peor, y un ejemplar latino de la Vulgata. Como usted ve, no son precisamente biblias lo que me falta.

Al cabo de un silencio me contestó:

No solo vendo biblias. Puedo mostrarle un libro sagrado que tal vez le interese. Lo adquirí en los confines de Bikanir.

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Abrió la valija y lo dejó sobre la mesa. Era un volumen en octavo, encuadernado en tela. Sin duda había pasado por muchas manos. Lo examiné; su inusitado peso me sorprendió. En el lomo decía Holy Writ y abajo Bombay.

Será del siglo diecinueve –observé. No sé. No lo he sabido nunca –fue la respuesta.

Lo abrí al azar. Los caracteres me eran extraños. Las páginas, que me parecieron gastadas y de pobre tipografía, estaban impresas a dos columnas a la manera de una biblia. El texto era apretado y estaba ordenado en versículos. En el ángulo superior de las páginas había cifras arábigas. Me llamó la atención que la página par llevara el número (digamos) 40.514 y la impar, la siguiente, 999. La volví; el dorso estaba numerado con ocho cifras. Llevaba una pequeña ilustración, como es de uso en los diccionarios: un ancla dibujada a la pluma, como por la torpe mano de un niño.

Fue entonces que el desconocido me dijo:

Mírela bien. Ya no la verá nunca más.

Había una amenaza en la afirmación, pero no en la voz.

Me fijé en el lugar y cerré el volumen. Inmediatamente lo abrí. En vano busqué la figura del ancla, hoja tras hoja. Para ocultar mi desconcierto, le dije:

Se trata de una versión de la Escritura en alguna lengua indostánica, ¿no es verdad? No –me replicó.

Luego bajó la voz como para confiarme un secreto:

Lo adquirí en un pueblo de la llanura, a cambio de unas rupias y de la Biblia. Su poseedor no sabía leer. Sospecho que en el Libro de los Libros vio un amuleto. Era de la casta más baja; la gente no podía pisar su sombra, sin contaminación. Me dijo que su libro se llamaba el Libro de Arena, porque ni el libro ni la arena tienen ni principio ni fin.

Me pidió que buscara la primera hoja.

Apoyé la mano izquierda sobre la portada y abrí con el dedo pulgar casi pegado al índice. Todo fue inútil: siempre se interponían varias hojas entre la portada y la mano. Era como si brotaran del libro.

Ahora busque el final.

También fracasé; apenas logré balbucear con una voz que no era la mía:

Esto no puede ser.

Siempre en voz baja el vendedor de biblias me dijo:

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No puede ser, pero es. El número de páginas de este libro es exactamente infinito. Ninguna es la primera; ninguna la última. No sé por qué están numeradas de ese modo arbitrario. Acaso para dar a entender que los términos de una serie infinita admiten cualquier número.

Después, como si pensara en voz alta:

Si el espacio es infinito estamos en cualquier punto del espacio. Si el tiempo es infinito estamos en cualquier punto del tiempo.

Sus consideraciones me irritaron. Le pregunté:

¿Usted es religioso, sin duda? Sí, soy presbiteriano. Mi conciencia está clara. Estoy seguro de no haber estafado al

nativo cuando le di la Palabra del Señor a trueque de su libro diabólico.

Le aseguré que nada tenía que reprocharse, y le pregunté si estaba de paso por estas tierras. Me respondió que dentro de unos días pensaba regresar a su patria. Fue entonces cuando supe que era escocés, de las islas Orcadas. Le dije que a Escocia yo la quería personalmente por el amor de Stevenson y de Hume.

Y de Robbie Burns –corrigió.

Mientras hablábamos yo seguía explorando el libro infinito. Con falsa indiferencia le pregunté:

¿Usted se propone ofrecer este curioso espécimen al Museo Británico? No. Se lo ofrezco a usted –me replicó, y fijó una suma elevada.

Le respondí, con toda verdad, que esa suma era inaccesible para mí y me quedé pensando. Al cabo de unos pocos minutos había urdido mi plan.

Le propongo un canje –le dije–. Usted obtuvo este volumen por unas rupias y por la Escritura Sagrada; yo le ofrezco el monto de mi jubilación, que acabo de cobrar, y la Biblia de Wiclif en letra gótica. La heredé de mis padres.

A black letter Wiclif –murmuró.

Fui a mi dormitorio y le traje el dinero y el libro. Volvió las hojas y estudió la carátula con fervor de bibliófilo.

Trato hecho –me dijo.

Me asombró que no regateara. Solo después comprendería que había entrado en mi casa con la decisión de vender el libro. No contó los billetes, y los guardó.

Hablamos de la India, de las Orcadas y de los jarls noruegos que las rigieron. Era de noche cuando el hombre se fue. No he vuelto a verlo ni sé su nombre.

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Pensé guardar el Libro de Arena en el hueco que había dejado el Wiclif, pero opté al fin por esconderlo detrás de unos volúmenes descabalados de Las mil y una noches.

Me acosté y no dormí. A las tres o cuatro de la mañana prendí la luz. Busqué el libro imposible, y volví las hojas. En una de ellas vi grabada una máscara. El ángulo llevaba una cifra, ya no sé cuál, elevada a la novena potencia.

No mostré a nadie mi tesoro. A la dicha de poseerlo se agregó el temor de que lo robaran, y después el recelo de que no fuera verdaderamente infinito. Esas dos inquietudes agravaron mi ya vieja misantropía. Me quedaban unos amigos; dejé de verlos. Prisionero del Libro, casi no me asomaba a la calle. Examiné con una lupa el gastado lomo y las tapas, y rechacé la posibilidad de algún artificio. Comprobé que las pequeñas ilustraciones distaban dos mil páginas una de otra.

Las fui anotando en una libreta alfabética, que no tardé en llenar. Nunca se repitieron. De noche, en los escasos intervalos que me concedía el insomnio, soñaba con el libro.

Declinaba el verano, y comprendí que el libro era monstruoso. De nada me sirvió considerar que no menos monstruoso era yo, que lo percibía con ojos y lo palpaba con diez dedos con uñas. Sentí que era un objeto de pesadilla, una cosa obscena que infamaba y corrompía la realidad.

Pensé en el fuego, pero temí que la combustión de un libro infinito fuera parejamente infinita y sofocara de humo al planeta.

Recordé haber leído que el mejor lugar para ocultar una hoja es un bosque. Antes de jubilarme trabajaba en la Biblioteca Nacional, que guarda novecientos mil libros; sé que a mano derecha del vestíbulo una escalera curva se hunde en el sótano, donde están los periódicos y los mapas. Aproveché un descuido de los empleados para perder el Libro de Arena en uno de los húmedos anaqueles. Traté de no fijarme a qué altura ni a qué distancia de la puerta.

Siento un poco de alivio, pero no quiero ni pasar por la calle México.

El profesor suplentePor: Julio Ramón Ribeyro

Hacia el atardecer, cuando Matías y su mujer sorbían un triste té y se quejaban de la miseria de la clase media, de la necesidad de tener que andar siempre con la camisa limpia, del precio de los transportes, de los aumentos de la ley, en fin, de lo que hablan a la hora del crepúsculo los matrimonios pobres, se escucharon en la puerta unos golpes estrepitosos y cuando la abrieron irrumpió el doctor Valencia, bastón en mano, sofocado por el cuello duro.

¡Mi querido Matías! ¡Vengo a darte una gran noticia! De ahora en adelante serás profesor. No me digas que no… ¡espera! Como tengo que ausentarme unos meses del país, he decidido dejarte mis clases de historia en el colegio. No se trata de un gran puesto y los emolumentos no son grandiosos pero es una magnífica ocasión para iniciarte en la enseñanza. Con el tiempo podrás conseguir otras horas de clase, se te

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abrirán las puertas de otros colegios, quién sabe si podrás llegar a la Universidad… eso depende de ti. Yo siempre te he tenido una gran confianza. Es injusto que un hombre de tu calidad, un hombre ilustrado, que ha cursado estudios superiores, tenga que ganarse la vida como cobrador… No señor, eso no está bien, soy el primero en reconocerlo. Tu puesto está en el magisterio… No lo pienses dos veces. En el acto llamo al director para decirle que ya he encontrado un reemplazo. No hay tiempo que perder, un taxi me espera en la puerta… ¡Y abrázame, Matías, dime que soy tu amigo!

Antes de que Matías tuviera tiempo de emitir su opinión, el doctor Valencia había llamado al colegio, había hablado con el director, había abrazado por cuarta vez a su amigo y había partido como un celaje, sin quitarse siquiera el sombrero.

Durante unos minutos, Matías quedó pensativo, acariciando esa bella calva que hacía las delicias de los niños y el terror de las amas de casa. Con un gesto enérgico, impidió que su mujer intercala un comentario y, silenciosamente, se acercó al aparador, se sirvió del oporto reservado a las visitas y lo paladeó sin prisa, luego de haberlo observado contra luz de la farola.

Todo esto no me sorprende -dijo al fin-. Un hombre de mi calidad no podía quedar sepultado en el olvido.

Después de la cena se encerró en el comedor, se hizo llevar una cafetera, desempolvó sus viejos textos de estudio y ordenó a su mujer que nadie lo interrumpiera, ni siquiera Baltazar y Luciano, sus colegas del trabajo, con quienes acostumbraba reunirse por las noches para jugar a las cartas y hacer chistes procaces contra sus patrones de la oficina.

A las diez de la mañana, Matías abandonaba su departamento, la lección inaugural bien aprendida, rechazando con un poco de impaciencia la solicitud de su mujer, quien lo seguía por el corredor de la quinta, quitándole las últimas pelusillas de su terno de ceremonia.

No te olvides de poner la tarjeta en la puerta -recomendó Matías antes de partir-. Que se lea bien: Matías Palomino, profesor de historia.

En el camino se entretuvo repasando mentalmente los párrafos de su lección. Durante la noche anterior no había podido evitar un temblorcito de gozo cuando, para designar a Luis XVI, había descubierto el epíteto de Hidra. El epíteto pertenecía al siglo XIX y había caído un poco en desuso pero Matías, por su porte y sus lecturas, seguía perteneciendo al siglo XIX y su inteligencia, por donde se la mirara, era una inteligencia en desuso. Desde hacía doce años, cuando por dos veces consecutivas fue aplazado en el examen de bachillerato, no había vuelto a hojear un solo libro de estudios ni a someterse una sola cogitación al apetito un poco lánguido de su espíritu. Él siempre achacó sus fracasos académicos a la malevolencia del jurado y a esa especie de amnesia repentina que lo asaltaba sin remisión cada vez que tenía que poner en evidencia sus conocimientos. Pero si no había podido optar al título de abogado, había elegido la prosa y el corbatín del notario: si no por ciencia, al menos por apariencia, quedaba siempre dentro de los límites de la profesión.

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Cuando llegó ante la fachada del colegio, se sobreparó en seco y quedó un poco perplejo. El gran reloj del frontis le indicó que llevaba un adelanto de diez minutos. Ser demasiado puntual le pareció poco elegante y resolvió que bien valía la pena caminar hasta la esquina. Al cruzar delante de la verja escolar, divisó un portero de semblante hosco, que vigilaba la calzada, las manos cruzadas a la espalda.

En la esquina del parque se detuvo, sacó un pañuelo y se enjugó la frente. Hacía un poco de calor. Un pino y una palmera, confundiendo sus sombras, le recordaron un verso, cuyo autor trató en vano de identificar. Se disponía a regresar -el reloj del Municipio acababa de dar las once- cuando detrás de la vidriera de una tienda de discos distinguió a un hombre pálido que lo espiaba. Con sorpresa constató que ese hombre no era otra cosa que su propio reflejo. Observándose con disimulo, hizo un guiño, como para disipar esa expresión un poco lóbrega que la mala noche de estudio y de café había grabado en sus facciones. Pero la expresión, lejos de desaparecer, desplegó nuevos signos y Matías comprobó que su calva convalecía tristemente entre los mechones de las sienes y que su bigote caía sobre sus labios con un gesto de absoluto vencimiento.

Un poco mortificado por la observación, se retiró con ímpetu de la vidriera. Una sofocación de mañana estival hizo que aflojara su corbatín de raso. Pero cuando llegó ante la fachada del colegio, sin que en apariencia nada lo provocara, una duda tremenda le asaltó: en ese momento no podía precisar si la Hidra era un animal marino, un monstruo mitológico o una invención de ese doctor Valencia, quien empleaba figuras semejantes para demoler sus enemigos del Parlamento. Confundido, abrió su maletín para revisar sus apuntes, cuando se percató que el portero no le quitaba el ojo de encima. Esta mirada, viniendo de un hombre uniformado, despertó en su conciencia de pequeño contribuyente tenebrosas asociaciones y, sin poder evitarlo, prosiguió su marcha hasta la esquina opuesta.

Allí se detuvo resollando. Ya el problema de Hidra no le interesaba: esta duda había arrastrado otras muchísimo más urgentes. Ahora en su cabeza todo se confundía. Hacía de Colbert un ministro inglés, la joroba de Marat la colocaba sobre los hombros de Robespierre y por un artificio de su imaginación, los finos alejandrinos de Chenier iban a parar a los labios del verdugo Sansón. Aterrado por tal deslizamiento de ideas, giró los ojos locamente en busca de una pulpería. Una sed impostergable lo abrasaba.

Durante un cuarto de hora recorrió inútilmente las calles adyacentes. En ese barrio residencial sólo se encontraban salones de peinado. Luego de infinitas vueltas se dio de bruces con la tienda de discos y su imagen volvió a surgir del fondo de la vidriera. Esta vez Matías lo examinó: alrededor de los ojos habían aparecido dos anillos negros que describían sutilmente un círculo que no podía ser otro que el círculo del terror.

Desconcertado, se volvió y quedó contemplando el panorama del parque. El corazón le cabeceaba como un pájaro enjaulado. A pesar de que las agujas del reloj continuaban girando, Matías se mantuvo rígido, testarudamente ocupado en cosas insignificantes, como en contar las ramas de un árbol, y luego en descifrar las letras de un aviso comercial perdido en el follaje.

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Un campanazo parroquial lo hizo volver en sí. Matías se dio cuenta de que aún estaba en la hora. Echando mano a todas sus virtudes, incluso a aquellas virtudes equívocas como la terquedad, logró componer algo que podría ser una convicción y, ofuscado por tanto tiempo perdido, se lanzó al colegio. Con el movimiento aumentó el coraje. Al divisar la verja asumió el aire profundo y atareado de un hombre de negocios. Se disponía a cruzarla cuando, al levantar la vista, distinguió al lado del portero a un cónclave de hombres canosos y ensotanados que lo espiaban, inquietos. Esta inesperada composición -que le recordó a los jurados de su infancia- fue suficiente para desatar una profusión de reflejos de defensa y, virando con rapidez, se escapó hacia la avenida.

A los veinte pasos se dio cuenta de que alguien lo seguía. Una voz sonaba a sus espaldas. Era el portero.

Por favor -decía- ¿No es usted el señor Palomino, el nuevo profesor de historia? Los hermanos lo están esperando. Matías se volvió, rojo de ira.

¡Yo soy cobrador! -contestó brutalmente, como si hubiera sido víctima de alguna vergonzosa confusión.

El portero le pidió excusas y se retiró. Matías prosiguió su camino, llegó a la avenida, torció al parque, anduvo sin rumbo entre la gente que iba de compras, se resbaló en un sardinel, estuvo a punto de derribar a un ciego y cayó finalmente en una banca, abochornado, entorpecido, como si tuviera un queso por cerebro.

Cuando los niños que salían del colegio comenzaron a retozar a su alrededor, despertó de su letargo. Confundido aún, bajo la impresión de haber sido objeto de una humillante estafa, se incorporó y tomó el camino de su casa. Inconscientemente eligió una ruta llena de meandros. Se distraía. La realidad se le escapaba por todas las fisuras de su imaginación. Pensaba que algún día sería millonario por un golpe de azar. Solamente cuando llegó a la quinta y vio que su mujer lo esperaba en la puerta del departamento, con el delantal amarrado a su cintura, tomó conciencia de su enorme frustración. No obstante se repuso, tentó una sonrisa y se aprestó a recibir a su mujer, que ya corría por el pasillo con los brazos abiertos.

¿Qué tal te ha ido? ¿Dictaste tu clase? ¿Qué han dicho los alumnos? ¡Magnífico!… ¡Todo ha sido magnífico! -Balbuceó Matías-. ¡Me aplaudieron! -pero al

sentir los brazos de su mujer que lo enlazaban del cuello y al ver en sus ojos, por primera vez, una llama de invencible orgullo, inclinó con violencia la cabeza y se echó desconsoladamente a llorar.

Texto tomado de: Ciudad Seva

El río

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Por: Julio Cortázar

Y sí, parece que es así, que te has ido diciendo no sé qué cosa, que te ibas a tirar al Sena, algo por el estilo, una de esas frases de plena noche, mezcladas de sábana y boca pastosa, casi siempre en la oscuridad o con algo de mano o de pie rozando el cuerpo del que apenas escucha, porque hace tanto que apenas te escucho cuando dices cosas así, eso viene del otro lado de mis ojos cerrados, del sueño que otra vez me tira hacia abajo. Entonces está bien, qué me importa si te has ido, si te has ahogado o todavía andas por los muelles mirando el agua, y además no es cierto porque estás aquí dormida y respirando entrecortadamente, pero entonces no te has ido cuando te fuiste en algún momento de la noche antes de que yo me perdiera en el sueño, porque te habías ido diciendo alguna cosa, que te ibas a ahogar en el Sena, o sea que has tenido miedo, has renunciado y de golpe estás ahí casi tocándome, y te mueves ondulando como si algo trabajara suavemente en tu sueño, como si de verdad soñaras que has salido y que después de todo llegaste a los muelles y te tiraste al agua. Así una vez más, para dormir después con la cara empapada de un llanto estúpido, hasta las once de la mañana, la hora en que traen el diario con las noticias de los que se han ahogado de veras.

Me das risa, pobre. Tus determinaciones trágicas, esa manera de andar golpeando las puertas como una actriz de tournées de provincia, uno se pregunta si realmente crees en tus amenazas, tus chantajes repugnantes, tus inagotables escenas patéticas untadas de lágrimas y ajetivos y recuentos. Merecerías a alguien más dotado que yo para que te diera la réplica, entonces se vería alzarse a la pareja perfecta, con el hedor exquisito del hombre y la mujer que se destrozan mirándose en los ojos para asegurarse el aplazamiento más precario, para sobrevivir todavía y volver a empezar y perseguir inagotablemente su verdad de terreno baldío y fondo de cacerola. Pero ya ves, escojo el silencio, enciendo un cigarrillo y te escucho hablar, te escucho quejarte (con razón, pero qué puedo hacerle), o lo que es todavía mejor me voy quedando dormido, arrullado casi por tus imprecaciones previsibles, con los ojos entrecerrados mezclo todavía por un rato las primeras ráfagas de los sueños con tus gestos de camisón ridículo bajo la luz de la araña que nos regalaron cuando nos casamos, y creo que al final me duermo y me llevo, te lo confieso casi con amor, la parte más aprovechable de tus movimientos y tus denuncias, el sonido restallante que te deforma los labios lívidos de cólera. Para enriquecer mis propios sueños donde jamás a nadie se le ocurre ahogarse, puedes creerme.

Pero si es así me pregunto qué estás haciendo en esta cama que habías decidido abandonar por la otra más vasta y huyente. Ahora resulta que duermes, que de cuando en cuando mueves una pierna que va cambiando el dibujo de la sábana, pareces enojada por alguna cosa, no demasiado enojada, es como un cansancio amargo, tus labios esbozan una mueca de desprecio, dejan escapar el aire entrecortadamente, lo recogen a bocanadas breves, y creo que si no estaría tan exasperado por tus falsas amenazas admitiría que eres otra vez hermosa, como si el sueño te devolviera un poco de mi lado donde el deseo es posible y hasta reconciliación o nuevo plazo, algo menos turbio que este amanecer donde empiezan a rodar los primeros carros y los gallos abominablemente desnudan su horrenda servidumbre. No sé, ya ni siquiera tiene sentido preguntar otra vez

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si en algún momento te habías ido, si eras tú la que golpeó la puerta al salir en el instante mismo en que yo resbalaba al olvido, y a lo mejor es por eso que prefiero tocarte, no porque dude de que estés ahí, probablemente en ningún momento te fuiste del cuarto, quizá un golpe de viento cerró la puerta, soñé que te habías ido mientras tú, creyéndome despierto, me gritabas tu amenaza desde los pies de la cama. No es por eso que te toco, en la penumbra verde del amanecer es casi dulce pasar una mano por ese hombro que se estremece y me rechaza. La sábana te cubre a medias, mis manos empiezan a bajar por el terso dibujo de tu garganta, inclinándome respiro tu aliento que huele a noche y a jarabe, no sé cómo mis brazos te han enlazado, oigo una queja mientras arqueas la cintura negándote, pero los dos conocemos demasiado ese juego para creer en él, es preciso que me abandones la boca que jadea palabras sueltas, de nada sirve que tu cuerpo amodorrado y vencido luche por evadirse, somos a tal punto una misma cosa en ese enredo de ovillo donde la lana blanca y la lana negra luchan como arañas en un bocal. De la sábana que apenas te cubría alcanzo a entrever la ráfaga instantánea que surca el aire para perderse en la sombra y ahora estamos desnudos, el amanecer nos envuelve y reconcilia en una sola materia temblorosa, pero te obstinas en luchar, encogiéndote, lanzando los brazos por sobre mi cabeza, abriendo como en un relámpago los muslos para volver a cerrar sus tenazas monstruosas que quisieran separarme de mí mismo. Tengo que dominarte lentamente (y eso, lo sabes, lo he hecho siempre con una gracia ceremonial), sin hacerte daño voy doblando los juncos de tus brazos, me ciño a tu placer de manos crispadas, de ojos enormemente abiertos, ahora tu ritmo al fin se ahonda en movimientos lentos de muaré, de profundas burbujas ascendiendo hasta mi cara, vagamente acaricio tu pelo derramado en la almohada, en la penumbra verde miro con sorpresa mi mano que chorrea, y antes de resbalar a tu lado sé que acaban de sacarte del agua, demasiado tarde, naturalmente, y que yaces sobre las piedras del muelle rodeada de zapatos y de voces, desnuda boca arriba con tu pelo empapado y tus ojos abiertos.

Tomado de: Literatura.us

La señorita Fabiola

Por: Julio Ramón Ribeyro

Yo aprendí el abecedario en casa, con mamá, en una cartilla a cuadrados rojos y verdes, pero quien realmente me enseñó a leer y escribir fue la señorita Fabiola, la primera maestra que tuve cuando entré al colegio. Es por ello que la tengo tan presente y que me animo a contar algo de su vida, su triste, oscura y abnegada vida de mujercita fea y pobre, tan parecida a tantas otras vidas, de la que nada sabemos.

Cuando digo que era fea no exagero. No tenía un Dios te guarde, Fabiola. Era pequeñita, casi una enana, pero con una cara enorme, un poco caballuna, cutis marcado por el acné y un bozo muy pronunciado. La cara estaba plantada en un cuerpo informe, tetón pero sin

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poto ni cintura, que sostenían dos piernas flaquísimas y velludas. A esto se añadía una falta absoluta de gracia, de sexy como diríamos ahora y una serie de gestos y modales pasados de moda o ridículos. Por ejemplo, tenía la costumbre de hacer huesillo o sea empujar el carrillo con la punta de la lengua cada vez que creía haber dicho algo ingenioso o de estirar mucho el dedo meñique cuando levantaba su taza de té para llevársela a la boca.

Aparte de ser nuestra maestra en el colegio era amiga de la casa, pues vivíamos en Miraflores, en calles contiguas. Como la escuela que frecuentábamos se encontraba en Lima, mis padres le pidieron que nos acompañara en el viaje, que entonces era complicado, ya que había que tomar ómnibus y luego tranvía. Todas las mañanas venía a buscarnos y partíamos cogidos de su mano. Gracias a este servicio que nos prestaba, mis padres le tenían mucho aprecio y una o dos veces al mes la invitaban a tomar el té.

Ella nos invitó una vez y todavía recuerdo la impresión que me causó la casa un poco ruinosa en la que vivía con toda su familia. Era una casa de una sola planta pero bastante grande, como correspondía a una familia numerosa que se mantenía unida para defenderse de las dificultades de la vida. Esas familias ya no existen, ni probablemente esas casas. Empobrecidos no sé por qué razones, Fabiola y sus cinco hermanos habían resuelto seguir viviendo juntos, con sus padres ancianos y prácticamente inmortales. Eran tres hombres y tres mujeres, todos solteros, todos incapaces de casarse, porque no tenían plata, porque todos eran muy feos. De los hermanos sólo recuerdo a uno que era oficial del ejército, medio loco, que había inventado algo así como un nuevo tipo de bomba, a otro que componía aparatos eléctricos y a la hermana mayor, que Fabiola odiaba, pues era mandona, austera, malgeniada y tenía a su cargo el gobierno de la casa. Entre todos reunían lo suficiente para seguir pagando el alquiler de esa casona miraflorina e irse extinguiendo con su aire de dignidad. Pero un día el militar fue destacado fuera de la capital, el electricista se mandó mudar, el padre se murió, la casa resultó grande, la renta disminuyó y tuvieron que dispersarse.

La señorita Fabiola se mudó a Lima con su mamá y su hermana mayor a un departamento que tenía al menos la ventaja de estar cerca del colegio. Por nuestra parte fuimos matriculados en un colegio de Miraflores. Así Fabiola dejó de ser nuestra maestra y nuestra vecina, pero nuestro contacto con ella se mantuvo.

Una noche la invitamos a cenar. Como el ómnibus se detenía a varias cuadras de la casa me encargaron que fuera a buscarla al paradero. Yo fui en mi bicicleta, con la intención de acompañarla lentamente. Pero cuando la señorita Fabiola descendió del ómnibus la vi tan chiquita que le propuse llevarla sentada en el travesaño de mi vehículo. Ella aceptó, pues las calles eran sombrías y no había testigos, se acomodó en el fierro y emprendí el viaje rumbo a casa. Antes de llegar había de dar una curva cerrada. Tal vez el piso estaba húmedo o calculé mal la velocidad, pero lo cierto es que la bicicleta patinó y los dos nos fuimos de cabeza a una acequia de agua fangosa. La tuve que rescatar a pulso del légamo, con la carterita y el sombrero embarrados. La pobre estaba tan asustada que ni siquiera podía llorar y se limitaba a repetir: «Ave María Purísima, Ave María Purísima». Cuando llegamos a casa mis padres se pusieron furiosos y me enviaron esa noche a comer a la cocina.

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Este incidente grotesco no enfrió nuestras relaciones, antes bien las estrechó y nuevos contactos surgieron, haciéndose extensivos a otros miembros de su familia. Pero estaba escrito que la familia de Fabiola se encontraba en plena caída y no cabía esperar nada de ella.

Mi padre era muy aficionado al fútbol y no se perdía un solo partido internacional. Cada vez que venía un equipo argentino o uruguayo era sabido que ese domingo no almorzaría en casa, pues desde antes del mediodía partía hacia el estadio con su fiambre en una maletita y una visera para protegerse del sol. Su pasión por el fútbol no se limitaba a presenciar los partidos sino a escucharlos por radio. Se realizaba en esa época un campeonato sudamericano, el Perú jugaba contra Brasil y todos estábamos reunidos en la sala escuchando el encuentro. Los peruanos jugaban muy bien y el scorer iba cero a cero. De pronto el radio quedó mudo y de su parlante surgió al poco rato un ronquido. Mi padre movió todos los botones posibles, manipuló incluso detrás del aparato jalando alambres y enchufes, pero no había nada que hacer, la emisión se había perdido y sólo nos llegaban todos los ruidos del espacio. Mi padre era un hombre colérico y de decisiones intempestivas. Lo vimos entonces hacer algo memorable, que nos dejó pasmados. Se alejó hasta la puerta de la sala y tomando impulso corrió hasta el radio y le aplicó un puntapié tan preciso que su zapato se introdujo por el parlante incrustado en el aparato. El ronquido desapareció, naturalmente, pero el radio también.

No sé cómo la señorita Fabiola se enteró de este percance y sugirió que para componer radios no había nadie mejor que su hermano Héctor. No tenía taller ni era un profesional, pero sus precios eran módicos y su trabajo impecable. Mi padre aceptó encantado su propuesta y la instó a que el técnico viniera cuanto antes.

Héctor se presentó al día siguiente. Era la versión de Fabiola, pero en masculino. La misma cabezota y cutis agrietado, casi la misma estatura. La pretina de sus pantalones le llegaba a las tetillas y usaba tirantes. Cuando vio el radio dijo que era un juego de niños, abrió su maletín de cuero y se puso a desarmarlo. Mi hermano y yo observamos durante largo rato sus manejos. Con un destornillador iba retirando una a una las piezas, que distribuyó sobre la alfombra, con una aplicación artística en la que entraba en juego colores, formas y tamaños. A mediodía había desmontado íntegramente el aparato y haciendo una pausa dijo que iba a almorzar para continuar su trabajo en la tarde.

Lo esperamos en vano. Nunca en la vida regresó. ¿Se encontró en la esquina con algún amigo? ¿Le dio un colapso mortal? ¿Se dio cuenta que el radio era incomponible? Lo cierto es que cuando en la noche llegó mi padre, agitadísimo e impaciente por seguir escuchando sus partidos, se encontró con una caja de madera vacía y cientos de tornillos, tuercas y pilas diseminados por el suelo. Una patada más y las piezas salieron volando por la ventana.

La chambonada de su hermano Héctor no nos alejó de Fabiola. Mi mamá era su más encarnizada protectora y siguió viniendo a casa a tomar el té o a cenar. Se quejaba siempre de su trabajo de maestra de primaria, no ganaba nada, se gastaba todo en trapos y pasajes, cualquier sirvienta u obrera la pasaba mejor pues no tenía que mantener su

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fachada de señorita de clase media. Fue así como mi padre, que era invulnerable, se dejó conmover y decidió darle un puesto en su oficina.

Aparte de enseñar a leer y escribir a niños la señorita Fabiola no sabía nada. No era taquígrafa, ni mecanógrafa, ni redactora de cartas comerciales. Fue rodando de puesto en puesto hasta que mi padre resolvió que se ocupara de la caja de su departamento, al menos conocía su aritmética y era honrada. Los frutos fueron inmediatos. Mi padre estaba encantado con la exactitud de los balances mensuales. Nunca faltaba ni sobraba un centavo. Las cuentas de fin de mes eran impecables. Pero cuando se hizo el arqueo de fin de año mi padre notó que sobraba una importante cantidad de dinero, que no lograba justificar, por más que se rompió la cabeza durante noches cotejando facturas. Después de una larga pesquisa descubrió la verdad: la señorita Fabiola, como las cuentas no le casaban cada mes, ponía de su bolsillo la plata que faltaba y así había logrado construir una contabilidad perfecta pero viciada en su origen. Esto era inadmisible como método de trabajo, el cajero general tuvo que rehacer todas las cuentas, sus quejas llegaron a oídos del gerente y mi padre se vio en la necesidad de despedir a Fabiola. Fue todo un drama. Fabiola vino a casa a llorar, mi madre intervino una vez más en su favor y así pudo seguir en su puesto, después de jurar que pondría más atención.

Y allí duró, más que mi padre, que se murió tiempo después, y fue aprendiendo lo que tenía que aprender y acumuló años de servicios y beneficios sociales y probablemente hasta ahorró. Ya su madre inmortal había muerto y Hortensia, su hermana mayor, el mandamás de la casa, se había fugado con un libanés que vendía corbatas a domicilio, de modo que vivía sola en su diminuto departamento de Santa Beatriz. Iba todos los días a la oficina, puntual, sobre sus piernecitas velludas, era una solterona eficaz, una veterana de las cuentas, una rutera en la carretera de la vida. Unos años más y listo, jubilada, al retiro, con sueldo completo y ríete de mí.

Pero nadie está libre de las celadas ni de las chanzas de la vida. Alguien, por allí, la observó, la siguió, la estudió, la eligió, la convenció. Lo cierto es que un día, cuando ya por la fuerza de las cosas habíamos perdido su pista, llegó a casa un parte de matrimonio y quedamos asombrados: ¡se casaba la señorita Fabiola! Mi padre, de vivir, se hubiera rascado pensativo la barbilla diciendo que se trataba de un hecho que trastocaba las leyes del universo. Fuimos a su matrimonio. El novio era un jovenzuelo, quince o veinte años menor que ella, un poco gordo, desteñido, reilón, muy simpático y dicharachero, lleno de atenciones para con Fabiola, a quien no soltó de la mano ni dejó de dar besitos durante la ceremonia. Sirvieron un pésimo champán nacional. Nos llamó la atención que no asistiera uno solo de sus parientes y que su único amigo, que sirvió de testigo, era un boticario charlatán, desdentado y borracho que, al salir de la iglesia, patinó en la acera y se fue de cabeza rompiéndose la frente.

Volví a ver a Fabiola sólo una vez, muchísimos años más tarde. Tenía varios hijos, se había separado de su marido y a pesar de estar jubilada necesitaba encontrar otro trabajo para mantener a su prole. Estaba más chiquitita, viejísima y fea como nunca. Quería por el momento que la ayudara en un juicio de divorcio, pues su marido seguía viniendo a casa para sacarle plata y la última vez, según me dijo, le había dado «una patada en la boca». Yo le di una recomendación para un amigo abogado y otra para un vocal de la

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Corte. Antes de partir me dijo que tenía una sorpresa e hizo un huesillo, esperando que le preguntara cuál era. De su cartera extrajo uno de mis libros y me lo mostró diciendo que lo había leído de principio a fin —estaba en realidad subrayado en muchas partes— añadiendo que estaba feliz que uno de sus viejos alumnos fuera escritor. Me pidió, como es natural, que le pusiera una dedicatoria. Nada me incomoda más que poner dedicatorias. Traté de inventar algo simpático u original, pero sólo se me ocurrió: «A Fabiola, mi maestra, quien me enseñó a escribir». Y tuve la impresión de que nunca había dicho nada más cierto.

(París, 1976)

Tomado de: La palabra del mudo– Julio Ramón Ribeyro. Seix Barral, 2010.

La migala

Por Juan José Arreola

La migala discurre libremente por la casa, pero mi capacidad de horror no disminuye.

El día en que Beatriz y yo entramos en aquella barraca inmunda de la feria callejera, me di cuenta de que la repulsiva alimaña era lo más atroz que podía depararme el destino. Peor que el desprecio y la conmiseración brillando de pronto en una clara mirada.

Unos días más tarde volví para comprar la migala, y el sorprendido saltimbanqui me dio algunos informes acerca de sus costumbres y su alimentación extraña. Entonces comprendí que tenía en las manos, de una vez por todas, la amenaza total, la máxima dosis de terror que mi espíritu podía soportar. Recuerdo mi paso tembloroso, vacilante, cuando de regreso a la casa sentía el peso leve y denso de la araña, ese peso del cual podía descontar, con seguridad, el de la caja de madera en que la llevaba, como si fueran dos pesos totalmente diferentes: el de la madera inocente y el del impuro y ponzoñoso animal que tiraba de mí como un lastre definitivo. Dentro de aquella caja iba el infierno personal que instalaría en mi casa para destruir, para anular al otro, el descomunal infierno de los hombres.

La noche memorable en que solté a la migala en mi departamento y la vi correr como un cangrejo y ocultarse bajo un mueble, ha sido el principio de una vida indescriptible. Desde entonces, cada uno de los instantes de que dispongo ha sido recorrido por los pasos de la araña, que llena la casa con su presencia invisible.

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Todas las noches tiemblo en espera de la picadura mortal. Muchas veces despierto con el cuerpo helado, tenso, inmóvil, porque el sueño ha creado para mí, con precisión, el paso cosquilleante de la araña sobre mi piel, su peso indefinible, su consistencia de entraña. Sin embargo, siempre amanece. Estoy vivo y mi alma inútilmente se apresta y se perfecciona.

Hay días en que pienso que la migala ha desaparecido, que se ha extraviado o que ha muerto. Pero no hago nada para comprobarlo. Dejo siempre que el azar me vuelva a poner frente a ella, al salir del baño, o mientras me desvisto para echarme en la cama. A veces el silencio de la noche me trae el eco de sus pasos, que he aprendido a oír, aunque sé que son imperceptibles.

Muchos días encuentro intacto el alimento que he dejado la víspera. Cuando desaparece, no sé si lo ha devorado la migala o algún otro inocente huésped de la casa. He llegado a pensar también que acaso estoy siendo víctima de una superchería y que me hallo a merced de una falsa migala. Tal vez el saltimbanqui me ha engañado, haciéndome pagar un alto precio por un inofensivo y repugnante escarabajo.

Pero en realidad esto no tiene importancia, porque yo he consagrado a la migala con la certeza de mi muerte aplazada. En las horas más agudas del insomnio, cuando me pierdo en conjeturas y nada me tranquiliza, suele visitarme la migala. Se pasea embrolladamente por el cuarto y trata de subir con torpeza las paredes. Se detiene, levanta su cabeza y mueve los palpos. Parece husmear, agitada, un invisible compañero.

Entonces, estremecido en mi soledad, acorralado por el pequeño monstruo, recuerdo que en otro tiempo yo soñaba en Beatriz y en su compañía imposible.

Continuidad de los parques

Por: Julio Cortázar

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles.

Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el

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terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

Bola de sebo

Por Guy de Maupassant

Durante muchos días consecutivos pasaron por la ciudad restos del ejército derrotado. Más que tropas regulares, parecían hordas en dispersión. Los soldados llevaban las

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barbas crecidas y sucias, los uniformes hechos jirones, y llegaban con apariencia de cansancio, sin bandera, sin disciplina. Todos parecían abrumados y derrengados, incapaces de concebir una idea o de tomar una resolución; andaba sólo por costumbre y caían muertos de fatiga en cuanto se paraban. Los más eran movilizados, hombres pacíficos, muchos de los cuales no hicieron otra cosa en el mundo que disfrutar de sus rentas, y los abrumaba el peso del fusil; otros eran jóvenes voluntarios impresionables, prontos al terror y al entusiasmo, dispuestos fácilmente a huir o acometer; y mezclados con ellos iban algunos veteranos aguerridos, restos de una división destrozada en un terrible combate; artilleros de uniforme oscuro, alineados con reclutas de varias procedencias, entre los cuales aparecía el brillante casco de algún dragón tardo en el andar, que seguía difícilmente la marcha ligera de los infantes.

Compañías de francotiradores, bautizados con epítetos heroicos: Los Vengadores de la Derrota, Los Ciudadanos de la Tumba, Los Compañeros de la Muerte, aparecían a su vez con aspecto de facinerosos, capitaneados por antiguos almacenistas de paños o de cereales, convertidos en jefes gracias a su dinero —cuando no al tamaño de las guías de sus bigotes—, cargados de armas, de abrigos y de galones, que hablaban con voz campanuda, proyectaban planes de campaña y pretendían ser los únicos cimientos, el único sostén de Francia agonizante, cuyo peso moral gravitaba por entero sobre sus hombros de fanfarrones, a la vez que se mostraban temerosos de sus mismos soldados, gentes del bronce, muchos de ellos valientes, y también forajidos y truhanes.

Por entonces se dijo que los prusianos iban a entrar en Ruán.

La Guardia Nacional, que desde dos meses atrás practicaba con gran lujo de precauciones prudentes reconocimientos en los bosques vecinos, fusilando a veces a sus propios centinelas y aprestándose al combate cuando un conejo hacía crujir la hojarasca, se retiró a sus hogares. Las armas, los uniformes, todos los mortíferos arreos que hasta entonces derramaron el terror sobre las carreteras nacionales, entre leguas a la redonda, desaparecieron de repente.

Los últimos soldados franceses acababan de atravesar el Sena buscando el camino de Pont-Audemer por Saint-Severt y Bourg-Achard, y su general iba tras ellos entre dos de sus ayudantes, a pie, desalentado porque no podía intentar nada con jirones de un ejército deshecho y enloquecido por el terrible desastre de un pueblo acostumbrado a vencer y al presente vencido, sin gloria ni desquite, a pesar de su bravura legendaria.

Una calma profunda, una terrible y silenciosa inquietud, abrumaron a la población. Muchos burgueses acomodados, entumecidos en el comercio, esperaban ansiosamente a los invasores, con el temor de que juzgasen armas de combate un asador y un cuchillo de cocina.

La vida se paralizó, se cerraron las tiendas, las calles enmudecieron. De tarde en tarde un transeúnte, acobardado por aquel mortal silencio, al deslizarse rápidamente, rozaba el revoco de las fachadas.

La zozobra, la incertidumbre, hicieron al fin desear que llegase, de una vez, el invasor.

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En la tarde del día que siguió a la marcha de las tropas francesas, aparecieron algunos ulanos, sin que nadie se diese cuenta de cómo ni por dónde, y atravesaron a galope la ciudad. Luego, una masa negra se presentó por Santa Catalina, en tanto que otras dos oleadas de alemanes llegaba por los caminos de Darnetal y de Boisguillaume. Las vanguardias de los tres cuerpos se reunieron a una hora fija en la plaza del Ayuntamiento y por todas las calles próximas afluyó el ejército victorioso, desplegando sus batallones, que hacían resonar en el empedrado el compás de su paso rítmico y recio.

Las voces de mando, chilladas guturalmente, repercutían a lo largo de los edificios, que parecían muertos y abandonados, mientras que detrás de los postigos entornados algunos ojos inquietos observaban a los invasores, dueños de la ciudad y de vidas y haciendas por derecho de conquista. Los habitantes, a oscuras en sus vivencias, sentían la desesperación que producen los cataclismos, los grandes trastornos asoladores de la tierra, contra los cuales toda precaución y toda energía son estériles. La misma sensación se reproduce cada vez que se altera el orden establecido, cada vez que deja de existir la seguridad personal, y todo lo que protegen las leyes de los hombres o de la naturaleza se pone a merced de una brutalidad inconsciente y feroz. Un terremoto aplastando entre los escombros de las casas a todo el vecindario; un río desbordado que arrastra los cadáveres de los campesinos ahogados, junto a los bueyes y las vigas de sus viviendas, o un ejército victorioso que acuchilla a los que se defienden, hace a los demás prisioneros, saquea en nombre de las armas vencedoras y ofrenda sus preces a un dios, al compás de los cañonazos, son otros tantos azotes horribles que destruyen toda creencia en la eterna justicia, toda la confianza que nos han enseñado a tener en la protección del cielo y en el juicio humano.

Se acercaba a cada puerta un grupo de alemanes y se alojaban en todas las casas. Después del triunfo, la ocupación. Los vencidos se veían obligados a mostrarse atentos con los vencedores.

Al cabo de algunos días, y disipado ya el temor del principio, se restableció la calma. En muchas casas un oficial prusiano compartía la mesa de una familia. Algunos, por cortesía o por tener sentimientos delicados, compadecían a los franceses y manifestaban que les repugnó verse obligados a tomar parte activa en la guerra. Se les agradecían esas demostraciones de aprecio, pensando, además que alguna vez sería necesaria su protección. Con adulaciones, acaso evitarían el trastorno y el gasto de más alojamientos. ¿A qué hubiera conducido herir a los poderosos, de quienes dependían? Fuera más temerario que patriótico. Y la temeridad no es un defecto de los actuales burgueses de Ruán, como lo había sido en aquellos tiempos de heroicas defensas, que glorificaron y dieron lustre a la ciudad. Se razonaba —escudándose para ello en la caballerosidad francesa— que no podía juzgarse un desdoro extremar dentro de casa las atenciones, mientras en público se manifiestase cada cual poco deferente con el soldado extranjero. En la calle, como si no se conocieran; pero en casa era muy distinto, y de tal modo le trataban, que retenían todas las noches a su alemán de tertulia junto al hogar, en familia.

La ciudad recobraba poco a poco su plácido aspecto exterior. Los franceses no salían con frecuencia, pero los soldados prusianos transitaban por las calles a todas horas. Al fin y al cabo, los oficiales de húsares azules que arrastraban con arrogancia sus sables por

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aceras no demostraban a los humildes ciudadanos mayor desprecio del que les habían manifestado el año anterior los oficiales de cazadores franceses que frecuentaban los mismos cafés.

Había, sin embargo, un algo especial en el ambiente; algo sutil y desconocido; una atmósfera extraña e intolerable, como una peste difundida: la peste de la invasión. Esa peste saturaba las viviendas, las plazas públicas, trocaba el sabor de los alimentos, produciendo la impresión sentida cuando se viaja lejos del propio país, entre bárbaras y amenazadoras tribus.

Los vencedores exigían dinero, mucho dinero. Los habitantes pagaban sin chistar;

A la deriva

Por: Horacio Quiroga

El hombre pisó algo blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yaracacusú que, arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque.

El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.

El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.

El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que, como relámpagos, habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una

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metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.

Llegó por fin al rancho y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.

¡Dorotea! -alcanzó a lanzar en un estertor-. ¡Dame caña!

Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.

¡Te pedí caña, no agua! -rugió de nuevo-. ¡Dame caña! ¡Pero es caña, Paulino! -protestó la mujer, espantada. ¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!

La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.

Bueno; esto se pone feo -murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.

Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.

Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentose en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.

El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito -de sangre esta vez- dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.

La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.

La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.

¡Alves! -gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.

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¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! -clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.

El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.

El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.

El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.

El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.

¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.

Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.

De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho.

¿Qué sería? Y la respiración…

Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo… ¿Viernes? Sí, o jueves…

El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.

Un jueves…

Y cesó de respirar.

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“Perdiendo velocidad”

Por Samanta Schweblin

Tego se hizo unos huevos revueltos, pero cuando finalmente se sentó a la mesa y miró el plato, descubrió que era incapaz de comérselos.

¿Qué pasa? —le pregunté.

Tardó en sacar la vista de los huevos.

Estoy preocupado —dijo—, creo que estoy perdiendo velocidad.

Movió el brazo a un lado y al otro, de una forma lenta y exasperante, supongo que a propósito, y se quedó mirándome, como esperando mi veredicto.

No tengo la menor idea de qué estás hablando —dije—, todavía estoy demasiado dormido.

¿No viste lo que tardo en atender el teléfono? En atender la puerta, en tomar un vaso de agua, en cepillarme los dientes… Es un calvario.

Hubo un tiempo en que Tego volaba a cuarenta kilómetros por hora. El circo era el cielo; yo arrastraba el cañón hasta el centro de la pista. Las luces ocultaban al público, pero escuchábamos el clamor. Las cortinas terciopeladas se abrían y

Tego aparecía con su casco plateado. Levantaba los brazos para recibir los aplausos. Su traje rojo brillaba sobre la arena. Yo me encargaba de la pólvora mientras él trepaba y metía su cuerpo delgado en el cañón. Los tambores de la orquesta pedían silencio y todo quedaba en mis manos. Lo único que se escuchaba entonces eran los paquetes de pochoclo y alguna tos nerviosa. Sacaba de mis bolsillos los fósforos. Los llevaba en una caja de plata, que todavía conservo. Una caja pequeña pero tan brillante que podía verse desde el último escalón de las gradas. La abría, sacaba un fósforo y lo apoyaba en la lija de la base de la caja. En ese momento todas las miradas estaban en mí. Con un movimiento rápido surgía el fuego. Encendía la soga. El sonido de las chispas se expandía hacia todos lados. Yo daba algunos pasos actorales hacia atrás, dando a entender que algo terrible pasaría —el público atento a la mecha que se consumía—, y de pronto: Bum. Y Tego, una flecha roja y brillante, salía disparado a toda velocidad.

Tego hizo a un lado los huevos y se levantó con esfuerzo de la silla. Estaba gordo, y estaba viejo. Respiraba con un ronquido pesado, porque la columna le apretaba no sé qué cosa de los pulmones, y se movía por la cocina usando las sillas y la mesada para ayudarse, parando a cada rato para pensar, o para descansar. A veces simplemente suspiraba y seguía. Caminó en silencio hasta el umbral de la cocina, y se detuvo.

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Yo sí creo que estoy perdiendo velocidad —dijo.

Miró los huevos.

Creo que me estoy por morir.

Arrimé el plato a mi lado de la mesa, nomás para hacerlo rabiar.

Eso pasa cuando uno deja de hacer bien lo que uno mejor sabe hacer —dijo—. Eso estuve pensando, que uno se muere.

Probé los huevos pero ya estaban fríos. Fue la última conversación que tuvimos, después de eso dio tres pasos torpes hacia el living, y cayó muerto en el piso.

Una periodista de un diario local viene a entrevistarme unos días después. Le firmo una fotografía para la nota, en la que estamos con Tego junto al cañón, él con el casco y su traje rojo, yo de azul, con la caja de fósforos en la mano. La chica queda encantada. Quiere saber más sobre Tego, me pregunta si hay algo especial que yo quiera decir sobre su muerte, pero ya no tengo ganas de seguir hablando de eso, y no se me ocurre nada. Como no se va, le ofrezco algo de tomar.

¿Café? —pregunto. ¡Claro! —dice ella. Parece estar dispuesta a escucharme una eternidad. Pero raspo un

fósforo contra mi caja de plata, para encender el fuego, varias veces, y nada sucede.

El cuerpo robado

Por HG Wells

Mr. Bessel era el socio más antiguo de la empresa Bessel, Hart y Brown, de St. Paul’s Churchyard. No estaba casado, y en lugar de vivir en las afueras, como estaba de moda entre la gente de su clase, ocupaba unas habitaciones en el Albany, cerca de Piccadilly. Estaba particularmente interesado en cuestiones de transmisión de pensamiento y de aparición de personas vivas e inició una serie de experimentos junto con Mr. Vincey para verificar la supuesta posibilidad de proyectar, a través del espacio, la aparición de uno mismo por la fuerza de la voluntad.

Sus experimentos fueron llevados a cabo de la siguiente manera: a una hora previamente acordada, Mr. Bessel se encerró en una de sus habitaciones del Albany y Mr. Vincey en su cuarto de estar . Cada uno concentró su mente, con la mayor fuerza posible, en el otro. Mr. Bessel había adquirido el arte del autohipnotismo y, en la medida de lo posible, intentó en primer lugar hipnotizarse a sí mismo y luego proyectarse como el «fantasma de un ser vivo» a través del espacio de cerca de tres kilómetros que había entre ellos, hasta el

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aposento de Mr. Vincey. Durante varias noches, lo intentaron sin ningún resultado satisfactorio, pero en la quinta o sexta ocasión, Mr. Vincey vio o imaginó ver realmente una aparición de Mr. Bessel en su habitación. Afirma que la aparición, aunque breve, fue muy vívida y real.

Notó que la cara de Mr. Bessel estaba blanca, que su expresión era de ansiedad y, además, que su pelo estaba desordenado. Por un momento, Mr. Vincey, a pesar de estar esperándolo, se llevó tal sorpresa que no pudo hablar ni moverse, y en ese momento le pareció como si la figura mirara por encima del hombro y desapareciera inmediatamente. Así, acordaron que se intentaría fotografiar cualquier fantasma que fuera visto pero Mr. Vincey no tuvo el suficiente ánimo como para disparar la cámara que se encontraba en una mesa situada junto a él. Cuando lo hizo, ya era demasiado tarde. Muy contento, sin embargo, por este éxito parcial, apuntó la hora exacta y en seguida cogió un coche y se dirigió hacia el Albany para informar a Mr. Bessel del resultado.

Se quedó sorprendido al encontrar la puerta de Mr. Bessel abierta a la oscuridad de la noche y los aposentos interiores iluminados y en extraordinario desorden. Había una botella de champán hecha pedazos en el suelo; el cuello roto de la botella se encontraba junto al tintero del escritorio, Una pequeña mesa octogonal, en la que había una estatua de bronce y unos cuantos libros escogidos, había sido volcada con violencia, y en la parte inferior del papel amarillo de la pared, se veía la marca de unos dedos manchados de tinta, como si lo hubieran hecho por el mero placer de manchar. Una de las delicadas cortinas de quimón había sido arrancada violentamente de las anillas y arrojada al fuego, de modo que el olor de su lenta combustión invadía la habitación. Todo el lugar, en efecto, estaba desordenado de la forma más extraña. Durante unos minutos Mr. Vincey, que había entrado con la seguridad de ver a Mr. Bessel esperándole en su cómodo sillón, apenas podía dar crédito a sus ojos y se quedó contemplando, vacilante, estas cosas inesperadas.

Luego, invadido por una sensación de calamidad, llamó al portero.

¿Dónde está Mr. Bessel? —preguntó—. ¿Sabe que todos los muebles de su habitación están destrozados?

El portero no dijo nada, pero siguiendo sus indicaciones, fue en seguida al aposento de Mr. Bessel para ver lo que había sucedido.

Ahora se explica todo —dijo, contemplando el demente desorden—. No sabía nada de esto. Mr. Bessel se ha ido. ¡Está loco!

Después procedió a contar a Mr. Vincey que una media hora antes, aproximadamente cuando se apareció Mr. Bessel en las habitaciones de Mr. Vincey, el caballero desaparecido había salido a toda velocidad por las puertas del Albany hacia Vigo Street, sin sombrero y con el pelo desordenado, y había desaparecido finalmente en dirección a Bond Street.

Y cuando pasó por delante de mí —dijo el portero—, se rió a carcajadas (era una risa entrecortada) con la boca abierta y una mirada feroz. ¡Le aseguro, señor, que me pegó un buen susto! Se reía así…

Tal y como la imitaba, la risa no dejaba de ser agradable.

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Agitó las manos con los dedos encorvados y arañando… así. Y dijo susurrando ferozmente: «¡Vida!». Sólo esa palabra: «¡Vida!».

¡Ay! —dijo Mr. Vincey—. ¡Qué horror! ¡Ay!No se le ocurría otra cosa que decir. Estaba, como es natural, muy sorprendido. Iba de la habitación al portero y del portero a la habitación, gravemente preocupado y perplejo. Aparte de su sugerencia de que Mr. Bessel volvería dentro de poco y explicaría lo que había sucedido, la conversación que mantenían no llevaba a ninguna parte.

Puede haber sido un dolor de muelas repentino —dijo el portero—, un dolor de muelas repentino y violento que le ha dado de golpe y le ha vuelto loco. Yo mismo he roto cosas en situaciones semejantes… —reflexionó—. Si fuera así, ¿por qué tenía que decirme «vida» cuando pasó delante de mí?

Mr. Vincey no lo sabía. Mr. Bessel no volvía y, finalmente, Mr. Vincey, después de haber echado otra ojeada inútil y haber escrito una nota donde preguntaba por lo ocurrido y que dejó en un lugar visible del escritorio, volvió en un estado de ánimo sumamente perplejo a sus habitaciones de Staple Inn. El caso le había conmocionado. No acertaba a explicarse la conducta de Mr. Bessel de acuerdo con alguna hipótesis sensata. Intentó leer, pero no pudo hacerlo; salió a dar un pequeño paseo, pero iba tan preocupado que casi le atropella un coche al final de Chancery Lane; y, finalmente, una hora antes de lo habitual, se fue a la cama. Durante mucho tiempo, fue incapaz de dormir a causa del recuerdo del desorden silencioso de los aposentos de Mr. Bessel, y, cuando por fin se sumergió en un sueño intranquilo, fue perturbado inmediatamente por un sueño vívido y doloroso sobre Mr. Bessel.

Vio a Mr. Bessel gesticulando de un modo violento, con la cara pálida y retorcida. Se mezclaban inexplicablemente con su aspecto un temor intenso y una súplica apremiante, sugeridos quizá por sus gestos. Incluso cree que oyó la voz de su compañero de experimento que le llamaba angustiosamente, aunque entonces consideró que esto era una ilusión. La vívida impresión permaneció, aunque Mr. Vincey se despertase. Durante un tiempo estuvo despierto y temblando en la oscuridad, poseído por ese terror vago e inexplicable hacia las posibilidades desconocidas que se revela hasta en los sueños de los hombres más valientes. Pero se animó, se dio la vuelta y se durmió de nuevo, sólo para que el sueño volviese con vividez más intensa.

Se despertó tan convencido de que Mr. Bessel se hallaba en un peligro agobiante y de que necesitaba ayuda, que no pudo dormir más. Estaba persuadido que su amigo se había arrojado a alguna horrenda calamidad. Durante un tiempo, estuvo luchando contra esta creencia, pero al final cedió ante ella. Se levantó, desobedeciendo toda norma de prudencia, encendió la lámpara de gas, se vistió y se lanzó a través de las calles desiertas —desiertas salvo por la presencia de un policía silencioso y las carretas de los periódicos— hacia Vigo Street para preguntar si Mr. Bessel había vuelto.

Pero no llegó allí. Cuando bajaba por Long Acre, un impulso inexplicable le desvió hacia Covent Garden, que empezaba a despertar a sus actividades nocturnas. Vio el mercado delante de él: una extraña impresión de luces amarillas incandescentes y negras figuras atareadas. Percibió un grito y vio una figura que daba la vuelta a la esquina del hotel y

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corría velozmente hacia él. Supo en seguida que se trataba de Mr. Bessel, pero estaba transfigurado. Iba sin sombrero y despeinado, con el cuello de la camisa, desabrochado; tenía la boca retorcida y llevaba, cogido cerca de la contera, un bastón con puño de hueso. Corría a gran velocidad, dando ágiles zancadas. El encuentro fue cosa de un instante.

¡Bessel! —gritó Vincey.

El hombre que iba corriendo no dio muestras de reconocer a Mr. Vincey, ni su propio nombre. En cambio, le produjo una herida con el bastón al golpearlo salvajemente en la cara, muy cerca del ojo. Mr. Vincey, aturdido y pasmado, se tambaleó hacia atrás, perdió el equilibrio y cayó pesadamente sobre la acera. Le pareció que Mr. Bessel saltó por encima de él cuando cayó al suelo. Cuando volvió a mirar, Mr. Bessel ya había desaparecido y un policía y unos cuantos mozos de cuerda y vendedores corrían precipitadamente hacia Long Aire, en impetuosa persecucion.

Con la ayuda de varios transeúntes —toda la calle se llenó de gente —, Mr. Vincey intentó levantarse. En seguida se convirtió en el centro de una muchedumbre inquieta por ver su herida. Una multitud de voces compitió por tranquilizarle diciéndole que estaba a salvo, y luego por contarle la conducta del loco, como consideraban a Mr. Bessel. Había aparecido de repente en medio del mercado gritando: «¡Vida! ¡Vida!», golpeando a diestro y siniestro con el bastón manchado de sangre, saltando y riendo a carcajadas cada vez que acertaba un golpe. Un muchacho y dos mujeres tenían la cabeza abierta; había destrozado la muñeca de un hombre y había golpeado a un niño dejándole sin conocimiento. Durante un tiempo mantuvo alejados a todos de él, tan furioso y decidido era su comportamiento. Hizo una incursión en un puesto de café, lanzó la lámpara por la ventana de la oficina de correos y huyó riéndose después de dejar sin sentido al primero de los dos policías que habían tenido el valor de atacarle.

Naturalmente, el primer impulso de Mr. Vincey fue unirse a la persecución de su amigo para evitar, en lo posible, que fuera presa de la violencia de la gente indignada. Pero se movía con lentitud, el golpe le había dejado semincosciente y, cuando su impulso seguía siendo sólo un propósito, oyó, mezclado entre la multitud, que Mr. Bessel había eludido a sus perseguidores. En un primer momento, Mr. Vincey apenas podía dar crédito a esto, pero la unanimidad de la noticia y el grave regreso al poco rato, de los policías burlados acabaron por convencerle. Después de hacer algunas preguntas sin objeto, volvió a su hospedaje introduciéndose un pañuelo en la nariz, que ahora le dolía mucho.

Estaba enojado, preocupado y perplejo. Le parecía indiscutible que Mr. Bessel tenía que haberse vuelto loco de repente en el transcurso del experimento de transmisión de pensamiento, pero por qué se aparecía en sueños a Mr. Vincey con la cara triste y pálida era un problema de solución inalcanzable. En vano se devanó los sesos buscando una explicación. Finalmente, pensó que no sólo Mr. Bessel debía de estar loco, sino que también había enloquecido el orden de las cosas. Pero no se le ocurría nada que pudiera hacer. Se encerró prudentemente en su habitación, encendió la estufa —una estufa de gas con ladrillos de asbesto— y, como temía nuevos sueños si se metía en la cama, se quedó lavándose la cara herida y después intentó inútilmente leer algún libro hasta el

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amanecer. Durante toda aquella vigilia, tuvo la curiosa persuasión de que Mr. Bessel intentaba hablar con él, pero se negó a prestar atención a semejante creencia.

Al amanecer, el cansancio físico le venció, y al fin, se acostó y durmió a pesar de los sueños. Se levantó tarde, angustiado y desasosegado, con la cara muy dolorida. Los periódicos de la mañana no traían noticia alguna de la aberración de Mr. Bessel; había ocurrido demasiado tarde para que la pudieran incluir. La perplejidad de Mr. Vincey, a quien la fiebre producida por sus contusiones añadía una nueva irritación, se hizo finalmente insoportable, y, después de hacer una infructuosa visita al Albany, se dirigió a St. Paul’s Churchyard para ver a Mr. Hart, socio de Mr. Bessel, y, por lo que sabía Mr. Vincey, su mejor amigo.

Se sorprendió al enterarse de que Mr. Hart, aunque no sabía nada del escándalo, había sido perturbado por una visión, la misma que Mr. Vincey había visto: Mr. Bessel, pálido y despeinado, pidiendo ayuda de todo corazón por medio de gestos. Este es el sentido que Mr. Hart creyó ver en esas señas.

Iba al Albany a verle justo cuando usted llegó —dijo Mr. Hart—. Estaba seguro de que algo malo le había pasado.

Como resultado de esta consulta, los dos caballeros decidieron preguntar en Scotland Yard por su amigo desaparecido.

Seguro que le echan el guante —dijo Mr. Hart—. No podrá seguir mucho tiempo a este paso.

Pero la policía no había echado el guante a Mr. Bessel. Confirmaron los sucesos nocturnos a los que Mr. Vincey había asistido y aportaron nuevos datos, algunos de ellos de un carácter aún más grave que los que él ya conocía: una serie de cristales rotos en la parte alta de Tottenham Court Road, una agresión a un policía en Hampstead Road, un asalto atroz a una mujer. Todos estos desmanes fueron cometidos entre las doce y media y las dos menos cuarto de la madrugada, y en este tiempo —en realidad, desde el mismo momento en que Mr. Bessel salió corriendo de sus habitaciones a las nueve y media de la noche la policía pudo seguir el rastro de la violencia, que iba en aumento, de su fantástica carrera. Durante la última hora, esto es, desde antes de la una hasta las dos menos cuarto, corrió enloquecido por las calles de Londres, escapando con asombrosa agilidad de cualquier intento de detenerle o capturarle.

Pero a partir de las dos menos cuarto había desaparecido. Hasta esa hora los testigos habían sido muy numerosos. Docenas de personas le habían visto, habían huido de él o le habían perseguido, y entonces todo terminó súbitamente. A las dos menos cuarto le habían visto corriendo por Euston Road hacia Baker Street, agitando una lata de aceite de colza combustible y rociando el aceite en llamas por las ventanas de las casas por donde pasaba. Pero ninguno de los policías de Euston Road que están más allá del Museo de Cera, ni ninguno de los que están en las bocacalles por donde tenía que haber pasado de haber dejado Euston Road le habían visto. Desapareció repentinamente. Nada se supo de lo que hizo después, a pesar de las intensas investigaciones que se realizaron.

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Esto constituyó una nueva sorpresa para Mr. Vincey. Había encontrado un gran consuelo en la convicción de Mr. Hart: «Seguro que no tardan mucho en echarle el guante», y con esta certeza había sido capaz de suspender su perplejidad. Pero cualquier novedad parecía destinada a añadir nuevas dificultades a un montón que ya pesaba más de lo que él podía soportar. Comenzó a preguntarse si su memoria no le había jugado una mala pasada y si era posible que todo esto hubiera sucedido; y por la tarde, fue a ver otra vez a Mr. Hart para compartir el peso insoportable que abrumaba su mente. Encontró a Mr. Hart conversando con un detective muy conocido, pero como este caballero no logró nada en este caso, no tenemos por qué tratar con más extensión su modo de proceder.

Durante todo el día y toda la noche, se investigó activa e incesantemente sin lograr dar con el paradero de Mr. Bessel. Y durante todo ese día, Mr. Vincey tuvo, en el fondo de su espíritu, la convicción de que Mr. Bessel, con la cara cubierta de lágrimas por la angustia, le persiguió a través de sus sueños. Y siempre que veía a Mr. Bessel en sus sueños, también veía otras cosas, confusas, pero malignas, que daban la impresión de perseguir a Mr. Bessel.

Fue al día siguiente, el domingo, cuando Mr. Vincey recordó ciertas historias extraordinarias de Mrs. Bullock, la médium, que por aquella época llamaba la atención por primera vez en Londres. Decidió consultarla. Se alojaba en casa del famoso investigador, el doctor Wilson Paget, y Mr. Vincey, aunque no conocía a este caballero, se dirigió a él sin dilación con el propósito de implorar su ayuda. Pero apenas había mencionado el nombre de Bessel, cuando el doctor Paget le interrumpió.

Anoche, justo al final —dijo—, tuvimos una comunicación.Abandonó la habitación y volvió con una pizarra sobre la que había ciertas palabras escritas con una letra poco firme, en efecto, pero que era sin discusión ¡la de Mr. Bessel!

¿Cómo ha conseguido esto? —dijo Mr. Vincey ¿Quiere decir…? Lo recibimos anoche —dijo el doctor Paget.

Con numerosas interrupciones por parte de Mr. Vincey, procedió a explicar cómo habían obtenido el escrito. Parece ser que en sus séances, Mrs. Bullock entra en trance, sus ojos giran de un modo extraño bajo los párpados y su cuerpo se queda rígido. Entonces empieza a hablar muy rápido, normalmente con una voz diferente a la suya. Al mismo tiempo, una de sus manos o ambas empiezan a moverse, y si hay pizarras y lápices preparados, escriben a la vez e independientemente del torrente de palabras que brota de su boca. Muchos la consideran una médium todavía más extraordinaria que la célebre Mrs. Piper. Era uno de esos mensajes, el que escribió la mano derecha de Mrs. Bullock, el que tenía ahora Mr. Vincey delante. Consistía en ocho palabras escritas de un modo deslavazado: «George Bessel… excavación prueba… Baker Street… socorro… inanición». Aunque parezca mentira, ni el doctor Paget ni los otros dos investigadores que estaban presentes habían oído hablar de la desaparición de Mr. Bessel —las noticias sobre ella sólo salieron en los periódicos de la tarde del sábado— y habían puesto el mensaje aparte, junto a muchos otros de carácter vago y enigmático que Mrs. Bullock recibe con frecuencia. Cuando el doctor Paget oyó la narración de Mr. Vincey, concentró todas sus fuerzas en seguir el rastro que permitiera encontrar a Mr. Bessel. Sería inútil

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describir aquí sus investigaciones y las de Mr. Vincey; baste decir que la pista era auténtica y que Mr. Bessel fue descubierto, en efecto, gracias a ella.

Lo encontraron en el fondo de un pozo solitario que habían excavado y abandonado cuando se iniciaron las obras del nuevo ferrocarril eléctrico, cerca de la estación de Baker Street. Tenía rotos un brazo, una pierna y dos costillas. El pozo está protegido por una valla de cerca de siete metros y, por increíble que parezca, Mr. Bessel —hombre gordo y de edad madura— tuvo que escalarla para caer en el pozo. Estaba empapado de aceite de colza y la lata, que estaba hecha pedazos, se encontraba junto a él; pero, por fortuna, la llama se había extinguido al caer. Su locura había desaparecido por completo. Pero estaba, como es natural, terriblemente debilitado, y, al ver a sus salvadores, se echó a llorar de forma histérica.

En vista del deplorable estado de sus habitaciones, le llevaron a casa del doctor Hatton, en Baker Street. Fue sometido a un tratamiento sedativo y se evitó cualquier cosa que pudiera recordarle la crisis violenta que había atravesado. Pero al segundo día se ofreció a relatar los hechos.

Desde entonces, Mr. Bessel ha repetido varias veces su relato —a mí entre otras personas— variando los detalles, como sucede siempre que se narran experiencias reales, pero sin contradecirse nunca en ningún punto. Y el relato que hace es, en esencia, como sigue.

Para comprenderlo con claridad es necesario remontarse a sus experimentos con Mr. Vincey, antes de que sufriera el extraordinario ataque. Los primeros intentos que hizo Mr. Bessel, con la colaboración de Mr. Vincey, fueron, como el lector recordará, un fracaso. Pero a lo largo de todos ellos, fue concentrando todo su poder y voluntad en salir del cuerpo: «queriéndolo con todas mis fuerzas», dice él. Al fin, casi en contra de lo que esperaba, tuvo éxito. Y Mr. Bessel afirma que él, estando vivo, abandonó realmente su cuerpo, gracias a un esfuerzo de la voluntad, y entró en un lugar o estado situado más allá de este mundo.

La liberación, afirma, fue instantánea: «en un determinado momento, estaba sentado en mi sillón, con los ojos totalmente cerrados y las manos agarradas a los brazos del sillón, haciendo todo lo que podía para concentrar mi mente en Vincey, y luego me percibí a mí mismo fuera del cuerpo. Vi mi cuerpo cerca de mí, pero ya no me contenía; las manos se relajaban y la cabeza se inclinaba sobre el pecho».

Nada puede conmover su creencia en esta liberación. Describe la nueva sensación que experimentó de un modo tranquilo y realista. Sintió que se había vuelto impalpable, esto se lo esperaba; pero lo que ya no se esperaba era sentirse enormemente grande. Parece ser, sin embargo, que ésta fue la forma que adquirió. «Era una gran nube —si puedo expresarlo así— anclada en mi cuerpo. Tuve la impresión, al principio, de haber descubierto un yo mayor del cual el ser consciente de mi cerebro era sólo una pequeña parte. Vi el Albany, Piccadilly, Regent Street y todas las habitaciones y lugares de las casas muy diminutos, brillantes y definidos, esparcidos debajo de mí como una ciudad vista desde un globo. De vez en cuando, vagas figuras, como espirales de humo a la deriva, hacían que la visión fuese un poco borrosa, pero al principio apenas les presté

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atención. La cosa que más me asombró, y que aún sigue asombrándome, fue que veía muy nítidamente los interiores de las casas, así como las calles; veía gente pequeña cenando y hablando en sus casas, hombres y mujeres cenando, jugando al billar y bebiendo en restaurantes y hoteles, y varios lugares de diversión repletos de gente. Era como observar los acontecimientos de una colmena de cristal».

Éstas eran las palabras exactas de Mr. Bessel, tal como las apunté cuando me contó la historia. Durante un rato, observó estas cosas sin acordarse de Mr. Vincey. Impulsado por la curiosidad, según dice, se inclinó, y con el quimérico brazo informe que descubrió que poseía intentó tocar a un hombre que paseaba por Vigo Street. Pero no lo consiguió, aunque parecía que su dedo atravesaba al hombre. Algo le impidió hacerlo, pero es difícil saber lo que encontró. Compara el obstáculo con una lámina de cristal.

«Sentí lo mismo que un gatito puede sentir —dijo cuándo va por primera vez a acariciar su imagen en un espejo». Cuando le oigo contar esta historia, Mr. Bessel vuelve una y otra vez a esta comparación de la lámina de cristal para explicar este punto. No es, sin embargo, una comparación totalmente precisa porque, como el lector verá en seguida, había lagunas en esa resistencia generalmente impenetrable, medios de volver a atravesar la barrera del mundo material. Pero, naturalmente, existe una gran dificultad para expresar estas impresiones insólitas con el lenguaje de la experiencia cotidiana.

Algo que le impresionó al instante, y que le inquietó hasta el final de la experiencia, fue el silencio de aquel lugar: estaba en un mundo sin sonido.

Al principio, el estado mental de Mr. Bessel consistía en un asombro desprovisto de emoción. Su pensamiento estaba principalmente ocupado en averiguar en qué lugar podría hallarse. Estaba fuera de su cuerpo —fuera del cuerpo material, en cualquier caso—, pero eso no era todo. Cree —y yo, por lo menos, también lo creo— que estaba en un lugar situado completamente fuera del espacio, tal como lo entendemos. Gracias a un esfuerzo intenso de la voluntad, había salido del cuerpo y se había introducido en un mundo situado más allá de éste, un mundo nunca soñado, que, sin embargo, se encuentra tan cerca y tan extrañamente situado con relación a éste, que todas las cosas de la tierra son claramente visibles, tanto por dentro como por fuera, desde ese otro mundo que nos rodea. Durante mucho tiempo, así le pareció, esta observación ocupó su mente, excluyendo cualquier otra cuestión, y luego se acordó de la cita que tenía con Mr. Vincey, de la cual esta asombrosa experiencia era, después de todo, sólo un preludio.

Dirigió su atención hacia la locomoción de este nuevo cuerpo en el que se encontraba. Durante un tiempo, fue incapaz de separarse del lazo que le unía al cuerpo terrestre. Durante un tiempo este nuevo cuerpo extraño y nebuloso simplemente oscilaba, se contraía, se dilataba, se enrollaba y se retorcía por los esfuerzos que hacía para liberarse, y luego, de pronto, el vínculo que le unía se rompió. Por un momento todo quedó oculto por lo que a él le parecían esferas giratorias de vapor oscuro, y luego, a través de un resquicio efímero, vio su cuerpo inerte que se derrumbaba con languidez, su cabeza sin vida que se desplomaba hacia un lado, y se vio arrastrado como una inmensa nube por un extraño lugar de nubes misteriosas, a través de las cuales se vislumbraba la complejidad de Londres, que se extendía como una maqueta.

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Pero ahora se dio cuenta de que el vapor que fluctuaba alrededor de él era algo más que vapor, y el entusiasmo temerario de su primer ensayo se convirtió en temor. Porque percibió, al principio borrosamente, pero después muy claramente y de una forma súbita, que estaba rodeado de caras, que cada rollo y espiral de lo que parecía una materia hecha de nubes era una cara. ¡Y qué caras! Caras de sombras transparentes, caras de temeridad gaseosa. Caras como las que miran con furia, de una forma insoportable y extraña, al durmiente en las horas aciagas de sus sueños. Ojos diabólicos y codiciosos llenos de codiciosa curiosidad, cosas con las cejas fruncidas y enredadas, y labios que insinuaban sonrisas. Sus manos informes se agarraban a Mr. Bessel cuando pasaba, y el resto de sus cuerpos no era más que una estela esquiva de tinieblas que se arrastraban. Nunca dijeron una palabra, nunca salió un sonido de las bocas que daban la impresión de farfullar. Se estrujaban a su alrededor en ese silencio de pesadilla, atravesando libremente la débil bruma que era su cuerpo, reuniéndose cada vez más numerosos a su alrededor. Y el informe Mr. Bessel, presa ahora de un súbito miedo, paseaba a través de la silenciosa y activa multitud de ojos y manos violentas.

Tan inhumanas eran estas caras, tan malvados sus ojos saltones y sus gestos misteriosos y amenazadores que no se le ocurrió a Mr. Bessel tratar de establecer ninguna relación con estas criaturas flotantes. Fantasmas imbéciles, hijos del vano deseo, seres nonatos y privados del don de la existencia, cuyas únicas expresiones y gestos manifestaban el deseo y el anhelo de vivir, que era su solitario vínculo con la existencia.

Dice mucho en favor de su audacia que, en medio de toda la nube hormigueante de estos espíritus mudos del mal, pudiera todavía pensar en Mr. Vincey. Hizo un violento esfuerzo de voluntad y se vio, sin saber cómo, bajando hacia Staple Inn, y vio a Mr. Vincey sentado en su sillón, atento y alerta, junto al fuego.

Y reunida en torno a él, como siempre lo hacen en torno a todo lo que vive y respira, se hallaba otra multitud de estas vanas y calladas sombras, anhelando, deseando, buscando una grieta que los llevara a la vida.

Durante un rato, quiso llamar la atención de su amigo, pero no lo consiguió. Intentó ponerse delante de sus ojos, mover los objetos de la habitación, tocarle. Pero Mr. Vincey permanecía imperturbable, ignorando el ser que estaba tan cerca del suyo. La cosa extraña que Mr. Bessel había comparado con una lámina de cristal los separaba de una forma inexorable.

Finalmente, Mr. Bessel hizo algo desesperado. Ya he dicho que, de algún modo extraño, podía ver no sólo el exterior de un hombre, como lo vemos nosotros, sino también el interior. Extendió su misteriosa mano y metió sus vagos dedos negros a través del cerebro desatento.

Entonces, súbitamente, Mr. Vincey se sobresaltó, como alguien que emerge de pensamientos errantes, y a Mr. Bessel le pareció que un pequeño cuerpo rojo oscuro, situado en el centro del cerebro de Mr. Vincey, se inflaba y brillaba. Después de esta experiencia, han mostrado a Mr. Bessel láminas anatómicas del cerebro, y ahora sabe que aquel cuerpo oscuro es esa estructura inútil que los doctores llaman el ojo pineal. Pues, por extraño que parezca a muchos, tenemos, en las profundidades del cerebro —

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donde posiblemente ninguna luz terrenal puede acceder— ¡un ojo! En aquellos días este dato, como el resto de la anatomía interna del cerebro, era totalmente nuevo para él. Sin embargo, al ver que modificaba su aspecto, impulsó el dedo y, más bien temeroso de las consecuencias, tocó este pequeño punto. Mr. Vincey se sobresaltó al instante y Mr. Bessel supo que Vincey le estaba viendo.

Y en ese mismo instante, Mr. Bessel sintió que algo malo le había ocurrido a su cuerpo; de repente, una gran ráfaga de viento dispersó ese mundo de sombras y lo arrebató. Tan fuerte era esta persuasión que no pensó más en Mr. Vincey, sino que se dio media vuelta en seguida y todas las innumerables caras retrocedieron con él como hojas arrastradas por un vendaval. Pero volvió demasiado tarde. En un instante vio que el cuerpo que había dejado inerte y desplomado —que yacía en realidad como el cuerpo de un hombre que acaba de morir— se había levantado; se había levantado en virtud de una fuerza y voluntad que no eran las suyas. Se mantenía de pie con los ojos saltones, estirando los miembros torpemente.

Durante un momento lo observó con una consternación frenética y luego se inclinó hacia él. Pero la lámina de cristal se había vuelto a cerrar y le impidió llegar a su cuerpo. Se estrelló furiosamente contra ella y, a su alrededor, los espíritus del mal se reían, le señalaban y se mofaban de él. Se puso colérico y furioso. Mr. Bessel se compara a sí mismo con un pájaro que, sin advertirlo, entra revoloteando en una habitación y golpea los cristales que le niegan el camino de la libertad.

Y he aquí que el pequeño cuerpo que una vez había sido suyo está saltando de alegría. Le vio gritar, aunque no podía oír sus gritos y observó que sus movimientos eran cada vez más violentos. Contempló cómo arrojaba sus queridos muebles, ebrio del loco placer de la existencia; también le vio destrozar sus libros preferidos, romper botellas, beber descuidadamente de los trozos de vidrio, saltar y dar golpes a modo de aceptación apasionada de vivir. Mr. Bessel observó estas acciones paralizado por el asombro. Luego se lanzó una vez más contra la barrera infranqueable, y después, rodeado de toda esa multitud de fantasmas burlones, volvió rápidamente, en medio de una horrible confusión, a casa de Vincey para contarle el atropello de que había sido objeto.

Pero el cerebro de Mr. Vincey estaba ahora cerrado a las apariciones, y el Mr. Bessel incorpóreo le persiguió en vano cuando salió apresuradamente a Holborn para llamar un coche. Frustrado y aterrorizado, Mr. Bessel volvió rápidamente a su casa para encontrarse con su cuerpo profanado, que iba gritando, presa de un enorme frenesí, por el Arco de Burlington.

Y ahora el lector atento empezará a comprender la interpretación de Mr. Bessel de la primera parte de esta extraña historia. El ser cuyo loco ajetreo por las calles de Londres había causado tantos daños y desastres tenía, en efecto, el cuerpo de Mr. Bessel, pero no era Mr. Bessel. Era un espíritu perverso que se había escapado de ese extraño mundo situado más allá de la existencia, y en el que Mr. Bessel se había aventurado independientemente. Durante veinte horas poseyó su cuerpo, y durante todas esas horas el espíritu desposeído de Mr. Bessel vagó de un lado para otro por ese desconocido mundo de sombras, buscando ayuda en vano.

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Pasó muchas horas golpeando las mentes de Mr. Vincey y de su amigo Mr. Hart. Como ya sabemos, despertó a ambos gracias a sus esfuerzos. Pero desconocía el lenguaje que pudiera transmitir su situación a estos salvadores a través del abismo; sus débiles dedos buscaban a tientas en sus cerebros vana e impotentemente. Una vez, en efecto, como ya hemos dicho, fue capaz de desviar a Mr. Vincey de su camino para que tropezara con el cuerpo robado en su carrera, pero no pudo hacerle entender lo que había pasado: fue incapaz de obtener ayuda alguna de este encuentro…

A lo largo de estas horas, el espíritu de Mr. Bessel se sintió abrumado por la persuasión de que en poco tiempo su furioso inquilino acabaría con la vida de su cuerpo y de que él tendría que permanecer en aquel país de sombras para siempre. De modo que aquellas largas horas fueron una creciente agonía de terror. Y mientras corría de un lado para otro agitándose inútilmente, incontables espíritus de ese mundo que le rodeaba, le acosaban y le desconcertaban. Y una multitud envidiosa corría aplaudiendo detrás de su compañero afortunado mientras proseguía su gran carrera.

Así debe de ser, al parecer, la vida de estas cosas sin cuerpo de ese mundo que es la sombra del nuestro. Siempre están al acecho, codiciando un camino que los introduzca en un cuerpo mortal, para poder descender, como furias y frenesíes, como apetitos violentos e insensatos, extraños impulsos que se regocijan en el cuerpo que han conquistado. Pues Mr. Bessel no era la única alma humana que había en ese lugar. Lo prueba el hecho de que primero encontró una, y después varias sombras de hombres, hombres como él mismo, al parecer, que habían perdido sus cuerpos, tal vez como él había perdido el suyo, y erraban desesperadamente por ese mundo perdido que no es la vida ni la muerte. No podían hablar porque ese mundo es mudo; supo, sin embargo, que eran hombres por sus tenues figuras humanas y por la tristeza de sus caras.

Pero cómo habían entrado en ese mundo, no lo podía decir, ni dónde podrían estar los cuerpos que habían perdido, si siguen anhelando la tierra o si habían caído en la muerte sin retorno. Que fueran los espíritus de los muertos no lo creemos ni él ni yo. Pero el doctor Wilson Paget piensa que son las almas racionales de los hombres que se han extraviado en la locura, aquí en la tierra.

Al fin, Mr. Bessel fue a dar con un lugar donde estaba reunido un pequeño grupo de estas criaturas silenciosas e incorpóreas, y, abriéndose paso entre ellas, vio abajo una habitación muy iluminada, cuatro o cinco caballeros y una mujer; una mujer corpulenta vestida de bombasí negro y sentada en una silla de forma incómoda con la cabeza echada para atrás. Por los retratos que había visto de ella, supo que era Mrs. Bullock, la médium. Y percibió que las regiones y estructuras de su cerebro brillaban y se agitaban como lo hacía el ojo pineal del cerebro de Mr. Vincey que ya había visto. La luz era muy desigual; a veces era una amplia iluminación y otras sólo un débil punto crepuscular que se trasladaba lentamente por su cerebro. No dejaba de hablar ni de escribir con una mano. Y Mr. Bessel vio que las sombras de hombres que se agolpaban a su alrededor y gran multitud de espíritus tenebrosos del país de las sombras se esforzaban y se empujaban para tocar las regiones iluminadas de la médium. Cuando uno alcanzaba su cerebro u otro era expulsado, la voz y la escritura de la mano cambiaba, de modo que lo que decía era algo desordenado y confuso en su mayor parte; ya escribía un fragmento

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del mensaje de un alma, ya un fragmento del de otra, ya farfullaba las fantasías descabelladas de los espíritus del vano deseo. Entonces Mr. Bessel comprendió que hablaba por el espíritu que la había tocado y empezó a luchar furiosamente por llegar hasta ella.

Pero estaba alejado del centro de la multitud y en ese momento no pudo alcanzarla; finalmente, cada vez más angustiado, se fue a ver lo que le había sucedido a su cuerpo.

Durante mucho tiempo fue de un lado para otro buscándolo en vano, con el temor de que estuviera sin vida, hasta que lo encontró en el fondo de un pozo de Baker Street, maldiciendo y retorciéndose de dolor. Tenía rotos una pierna, un brazo y dos costillas a causa de la caída. Además, el malvado espíritu estaba colérico por haber poseído tan poco tiempo ese cuerpo y, a causa del dolor, hacía movimientos bruscos y agitaba con violencia su cuerpo.

Entonces Mr. Bessel volvió con redoblado celo a la habitación donde tenía lugar la séance. En cuanto logró alcanzar la vista la habitación, vio que uno de los hombres que estaban alrededor de la médium miraba el reloj, como si diera a entender que la séance terminaría dentro de poco. Entonces, muchas de las sombras que habían estado luchando se marcharon con gestos de desesperación. Pero la idea de que la séance estuviera a punto de terminar sólo hizo aumentar el celo de Mr. Bessel, y luchó tan tenazmente contra los otros que al poco tiempo alcanzó el cerebro de la mujer. Resultó que en ese preciso instante brillaba con mucha intensidad, y en ese instante escribió el mensaje que el doctor Wilson Paget conservó. Y luego las otras sombras y la nube de espíritus malvados que le rodeaban le empujaron y le alejaron de ella, y durante todo el resto de la séance ya no pudo volver a alcanzarla.

Por lo tanto, volvió a Baker Street y contempló, durante largas horas, el fondo del pozo donde el espíritu malvado yacía en el interior del cuerpo robado que había dañado, retorciéndose y maldiciendo, llorando y gimiendo, y aprendiendo la lección del dolor. Y hacia el amanecer ocurrió lo que estaba esperando, el cerebro brilló con intensidad y el espíritu del mal salió, y Mr. Bessel entró en el cuerpo donde había temido que nunca más volvería a entrar. Cuando lo hizo, el silencio —el melancólico silencio— cesó; y oyó el tumulto del tráfico y las voces de la gente que llegaban desde arriba, y ese extraño mundo que es la sombra del nuestro —las sombras oscuras y calladas del fútil deseo y las sombras de los hombres perdidos— desapareció por completo.

Allí yació por espacio de unas tres horas antes de que lo encontraran. Y a pesar del dolor y el tormento de sus heridas, y del lugar húmedo y sombrío donde yacía; a pesar de las lágrimas que brotaban como consecuencia de su agotamiento físico, su corazón se llenó de alegría al ver que había vuelto de nuevo, a pesar de todo, al mundo benévolo de los hombres.

El síncope blanco

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Horacio Quiroga

Yo estaba dispuesto a cualquier cosa; pero no a que me dieran cloroformo.

Soy de una familia en la que las enfermedades del corazón se han sucedido de padres a hijos con lúgubre persistencia. Algunos han escapado —cuentan en mi familia— y según el cirujano que debía operarme, yo gozaba de ese privilegio. Lo cierto es que él y sus colegas me examinaron a conciencia, siendo su opinión unánime que mi corazón podía darse por bueno a carta cabal, tan bueno como mi hígado y mis riñones. No quedaba en consecuencia sino dejarme aplicar la careta, y confiar mis sagradas entrañas al bisturí.

Me di, pues, por vencido, y una tarde de otoño me hallé acostado con la nariz y los labios llenos de vaselina, aspirando ansiosamente cloroformo, como si el aire me faltara. Y es que realmente no había aire, y sí cloroformo que entraba a chorros de insoportable dulzura: chorros de dulce por la nariz, por la boca, por los oídos. La saliva, los pulmones, las extremidades de los dedos, todo era náuseas y dulce a chorros.

Comencé a perder la noción de las cosas, y lo último que vi fue, sobre un fondo negrísimo, fulgurantes cristales de nieve.

* * *

Estaba en el cielo. Si no lo era, se parecía a él muchísimo. Mi primera impresión al volver en mí fue de que yo había muerto.«¡Esto es! —me dije—. Allá abajo, quién sabe ahora dónde y a qué distancia, he muerto de resultas de la operación. En una infinita y perdida sala de la Tierra, que es apenas una remota lucecilla en el espacio, está mi cuerpo sin vida, mi cuerpo que ayer había escapado triunfante del examen de los médicos. Ahora ese cuerpo se queda allá; no tengo ya nada más que ver con él. Estoy en el cielo, vivo, pues soy un alma viva».

Pero yo me veía sin embargo en figura humana, sobre un blanco y bruñido piso. ¿Dónde estaba, pues? Observé entonces el lugar con atención. La vista no pasaba más allá de cien metros, pues una densa bruma cerraba el horizonte. En el ámbito que abarcaban los ojos, la misma niebla, pero vaguísima, velaba las cosas. La luz cenital que había allí parecía de focos eléctricos, muy tamizada. Delante de mí, a 30 o 40 metros, se alzaba un edificio blanco con aspecto de templo griego. A mi izquierda, pero en la misma línea del anterior, y esfumado en la niebla, se alzaba otro templo semejante.

¿Dónde estaba yo, en definitiva? A mi lado, y surgiendo de atrás, pasaban seres, personas humanas como yo, que se encaminaban al edificio de enfrente, donde entraban. Y otras personas salían, emprendiendo el mismo camino de regreso. Más lejos, a la izquierda, idéntico fenómeno se repetía, desde la bruma insondable hasta el templo esfumado. ¿Qué era eso? ¿Quiénes eran esas personas que no se conocían unas a otras, ni se miraban siquiera, y que llevaban todas el mismo rumbo de sonámbulos?

Cuando comenzaba a hallar todo aquello un poco fuera de lo común, aun para el cielo, oí una voz que me decía:

¿Qué hace usted aquí?

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Me volví y vi a un hombre en uniforme de portero o guardián, con gorra y un corto palo en la mano. Lo veía perfectamente en su figura humana, pero no estoy seguro de que fuera del todo opaco.

No sé —le respondí, perplejo yo mismo—. Me encuentro aquí, sin saber cómo… Pues bien, ese es su camino —dijo el guardián, señalándome un edificio de enfrente

—. Es allí donde debe usted ir. ¿Usted no ha sido operado?Instantáneamente, en una lejanía inmemorial de tiempo y espacio, me vi tendido en una mesa —en un remotísimo pasado…

En efecto —murmuré nebuloso—. He sido —fui operado… Y he muerto.El guardián sacudió la cabeza.

Todos dicen lo mismo… Nos dan ustedes más trabajo del que se imaginan… ¿No ha tenido aún tiempo de leer la inscripción?

¿Qué inscripción? En ese edificio —señaló el guardián con su palo corto.Miré sorprendido hacia el templo griego, y con mayor sorpresa aún leí en el frontispicio, en grandes caracteres de luz tamizada:

SÍNCOPE AZUL

Este es su domicilio, por ahora —agregó el guardián—. Todos los que durante una operación de cloroformo caen en síncope, esperan allí. Vamos andando, porque usted hace rato que debía tener su número de orden.

Turbado, me encaminé al edificio en cuestión. Y el guardián iba conmigo.

Muy bien —le dije por fin al llegar—. Aquí debo entrar yo, que he caído en síncope… ¿Pero aquel otro edificio?

¿Aquel? Es la misma cosa, casi… Lea el letrero… Nunca he visto uno de ustedes, los cloroformizados, que lea los letreros. ¿Qué dice ese? Puede leerlo bien, sin embargo.

Y leí:

SÍNCOPE BLANCO

Así es —confirmó el hombre—. Síncope blanco. Los que entran allí no salen más, porque han caído en síncope blanco. ¿Comprende por fin?

Yo no comprendía del todo, por lo que el guardián perdió otro minuto en explicármelo, mientras señalaba uno y otro edificio con su corto palo.

Según él, los cloroformizados están expuestos a dos peligros, independiente del de un vaso cortado u otro detalle de la operación. En uno de los casos, y al inspirar la primera bocanada de cloroformo, el paciente pierde súbitamente el sentido; una palidez mortal invade el semblante; y el enfermo, con sus labios de cera y su corazón paralizado, queda listo para el entierro.

Es el síncope blanco.

El otro peligro se manifiesta en el curso de la operación. El rostro del cloroformizado se congestiona de pronto; los labios, las encías y la lengua se amoratan, y si el organismo

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del individuo no es lo bastante fuerte para reaccionar contra la intoxicación, la muerte sobreviene.

Es el síncope azul.

Como se ve, la persona que cae en este último síncope tiene su vida pendiente de un hilo sumamente fino. En verdad vive aún; pero anda tanteando ya con el pie el abismo de la Muerte.

Usted está en este estado —concluyó el guardián—. Y allí debe ir usted. Si tiene suerte, y los cirujanos logran revivirlo, volverá a salir por la misma puerta que entró. Por el momento, espere allí. Los que entran allá, en cambio —señaló al otro edificio—, no salen más; pasan de largo la sala. Pero son raros los que caen en síncope blanco.

Sin embargo —objeté— cada dos o tres minutos veo entrar a uno. Porque son todos los cloroformizados en el mundo. ¿Cuántas personas operadas cree

usted que hay en un momento dado? Usted no lo sabe, ni yo tampoco. Pero vea en cambio los que entran aquí.

En efecto, en el sendero nuestro era un ir y venir sin tregua, una incesante columna de hombre, mujeres y niños, entrando y saliendo en orden y sin prisa. La particularidad de aquella avenida de seres—fantasmas era la ignorancia total en que parecían estar unos de otros, y del lugar en que actuaban. No se conocían, ni se miraban, ni se veían tal vez. Pasaban con su expresión habitual, acaso distraídos o pensando en algo, pero con preocupaciones de la vida normal —negocios o detalles domésticos—, la expresión de las gentes que se encaminan o salen de una estación.

Antes de entrar en mi casa eché una ojeada a los visitantes del Síncope Blanco. Tampoco ellos parecían darse cuenta de lo que significaba el templo griego esfumado en la bruma. Iban a la muerte vestidos de saco o en femeniles blusas de paseo, con triviales inquietudes de la vida que acababan de abandonar.

Y este mundanal de aspecto de estación ferroviaria se hizo más sensible al entrar en el Síncope Azul. Mi guardián me abandonó en la puerta, donde un nuevo guardián, más galoneado que el anterior, me dio y cantó en voz alta mí número: ¡834! —mientras me ponía la palma en el hombro para que entrara de una vez.

El interior era un solo hall, un largo salón con bancos en el centro y en los costados. La luz cenital, muy tamizada, y aun la ligera bruma del ambiente, reforzaban la impresión de sala de espera a altas horas de la noche. Los bancos estaban ocupados por las personas que entraban y se sentaban a esperar, resignadas a un trámite ineludible, como si se tratara de un simple contratiempo inevitable al que se está acostumbrado. La mayoría ni siquiera se echaba contra el respaldo del banco; esperaban pacientes, rumiando aún alguna preocupación trivial. Otros se recostaban y cerraban los ojos para matar el tiempo. Algunos se acodaban sobre las rodillas y ponían la cara entre las manos.

Nadie —y no salía yo de mi asombro— parecía estar enterado de lo que significaba aquella espera. Nadie hablaba. En el hall no se oía sino el claro paso de los visitantes, y la voz de los guardianes cantando los números de orden. Al oírlos, los dueños de los números se levantaban y salían por la puerta de entrada. Pero no todos, porque en el otro

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extremo del salón había otra puerta también grandemente abierta, con un guardián que cantaba otros números.

Los dueños de estos números se levantaban con igual indiferencia que los otros, y se encaminaban a dicha puerta posterior.

Algunos, sobre todo las personas que esperaban con los ojos cerrados o estaban con la cara en las manos, se equivocaban en el primer momento de puerta, y se encaminaban a otra. Pero ante un nuevo canto del número notaban su error y se dirigían con alguna prisa a su puerta, como quien ha sufrido un ligero error de oído. No siempre tampoco se cantaba el número; si la persona estaba cerca o miraba distraída en aquella dirección, el guardián la chistaba y le indicaba su destino con el dedo.

¿La puerta del fondo era entonces…? Para mayor certidumbre me encaminé hasta dicha puerta y abordé al guardián.

Perdón —le dije—. ¿Puede decirme qué significado concreto tiene esta puerta?El guardián, al parecer bastante fastidiado de sus propias funciones para tomar sobre sí las del público, me miró, como miraría un boletero de estación al sujeto que le preguntara si el lugar donde se hallaba era la misma estación.

Perdón —le dije de nuevo—. Yo tengo derecho a que los empleados me informen correctamente.

Muy bien —repuso el hombre, tocándose la gorra y cuadrándose—. ¿Qué desea saber?

Lo que significa esta puerta. En seguida; por aquí salen los que han muerto. ¿Los que mueren…? No; los que han muerto en el Síncope. ¿En el Síncope Azul? Así parece.No pregunté más, y me asomé a la puerta; más allá no se veía nada; todo era tiniebla. Y se sentía una impresión muy desagradable de frescura.

Volví sobre mis pasos y me senté a mi vez. A mi lado, una joven de traje oscuro esperaba con los ojos cerrados y la cabeza recostada en el respaldo del banco. La miré un largo rato, y me acodé con la cara entre las manos.

¡Perfectamente! Yo sabía que de un momento a otro los guardianes debían cantar mi número; pero por encima de esto yo acababa de mirar a la jovencita de falda corta y pies cruzados, que en una remota sala de operaciones acababa de caer en síncope como yo. Y nunca, en los breves días de mi vida anterior, había visto una belleza mayor que la de aquel pálido y distraído encanto en el dintel de la muerte.

Levanté la cabeza y fijé otra vez la mirada en ella. Ella había abierto los ojos y miraba a uno y otro guardián, como extrañada de que no la llamaran de una vez. Cuando iba a cerrarlos de nuevo:

¿Impaciente? —le dije.Ella volvió a mí los ojos, me miró un breve momento y sonrió:

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Un poco.Quiso adormecerse otra vez, pero yo le dije algo más. ¿Qué le dije? ¿Qué sed de belleza y adoración había en mi alma, cuando en aquellas circunstancias hallaba modo de henchirla de aquel amor terrenal?

No lo sé; pero sé que durante tres cuartos de hora —si es posible contar con el tiempo mundano el éxtasis de nuestros propios fantasmas— su voz y la mía, sus ojos y los míos hablaron sin cesar.

Y sin poder cambiar una sola promesa, porque ni ella ni yo conocíamos nuestros mutuos nombres, ni sabíamos si reviviríamos, ni en qué lugar de la tierra habíamos caminado un día con firmes pies.

¿La volvería a ver? ¿Era nuestro viejo mundo bastante grande, para ocultar a mis ojos aquella bien amada criatura, que me entregaba su corazón paralizado en el limbo del Síncope Azul? No. Yo volvería a verla —porque no tenía la menor duda de que ella regresaba a la vida. Por esto, cuando el guardián de entrada cantó su número, y ella se encaminó a la puerta despidiéndose con una sonrisa, la seguí con los ojos como a una prometida…

¿Pero qué pasa? ¿Por qué la detienen? Aparecen nuevos empleados en cabeza —jefes, seguramente— que observan el número de orden de la joven. Al fin le dejan el paso libre, con un ademán que no alcanzo a comprender. Y oigo algo así como:

Otro error… Habrá que vigilar a los guardianes de abajo…¿Qué error? ¿Y quiénes son los guardianes de abajo? Vuelvo a sentarme, indiferente al nocturno vaivén, cuando el guardián de la puerta del fondo grita: ¡124!

Mi vecino, un hombre de rostro energético y al parecer de negocios, se levanta indiferente como si fuera a su despacho como todos los días. Y en ese instante, al oír el 4 final recién cantado, siento por primera vez la posibilidad de que yo pueda ser llamado desde la otra puerta.

¿Es posible? Pero ella acaba de levantarse, y la veo aun sonriéndome, con su vestido corto y sus medias traslúcidas. Y antes de un segundo, menos quizá, puedo quedar separado de ella para siempre jamás en el más infinito jamás que establece una puerta abierta, detrás de la cual no hay más tinieblas, y una sensación de fresco muy desagradable. ¿Desde dónde se va a cantar mi número? ¿A qué puerta debo volver los ojos? ¿Qué guardián aburrido de su oficio va a indicarme con la cabeza el rastro aún tibio del vestido oscuro, o la Gran Sombra Tiritante?

* * *

¡De buena hemos escapado! Ya vuelve el mozo… ¡Diablo de corazón incomprensible que tienen estos neurópatas!Yo no volvía en mí, todo zumbante aún de cloroformo. Abrí los ojos y vi los fantasmas blancos que acababan de operarme.

Uno de ellos me palmeó el hombro diciendo:

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Otra vez trate de tener menos apuro en pasarse de largo, amigo. En fin, dese por muy contento.

Pero yo no lo oía porque había vuelto a caer en sopor. Cuando torné a despertar, me hallaba ya en la cama.

¿En la cama…? ¿En un sanatorio…? ¿En el mundo, no es esto…? Mas la luz, el olor a formol, los ruidos metálicos —la vida tal cual— me dañaban los ojos y el alma. Lejos, quién sabe a qué remota eternidad de tiempo y espacio, estaba el salón de espera y la jovencita a mi lado que miraba a uno y otro guardián. Esa solo había sido, era y sería mi vida en adelante. ¿Dónde hallarla, a ella? ¿Cómo buscarla entre el millar de sanatorios del mundo, entre los operados que en todo instante están incubando tras la careta asfixiante el síncope del cloroformo?

¡La hora! ¡Sí! Solo ese dato preciso tenía y podía bastarme. Debía comenzar a buscarla en seguida, en el sanatorio mismo. ¿Quién sabe…?

Hice llamar a un médico, a mi médico de confianza que había asistido a la operación.

Óigame, Fitzsimmons —murmuré—. Tengo un interés muy grande en saber si, al mismo tiempo que a mí, se ha operado a otras personas en este sanatorio.

¿Aquí? ¿Le interesa mucho saber esto? Muchísimo. A la misma hora… O un momento antes, si acaso. Pero sí, me parece que sí… ¿Quiere saberlo con seguridad? Hágame el favor…Al quedar solo cerré de nuevo los ojos, porque lo que yo quería ver era muy distinto de los crudos reflejos de la cama laqué, y de la mesa giratoria, también laqué.

Puedo satisfacerlo —me dijo Fitzsimmons, volviendo a entrar—. Se ha operado al mismo tiempo que a usted a tres personas: dos hombres y una mujer. Los hombres…

No, Fitzsimmons; la mujer solo me interesa. ¿Usted la ha visto? Perfectamente. Pero —se detuvo mirándome a los ojos— ¿qué diablo de pesadilla

sigue usted rumiando con el cloroformo? No es pesadilla… ¡Después le explicaré! Óigame: ¿la ha visto bien cuando estaba

vestida? ¿Puede describírmela con detalles?Fitzsimmons la había visto bien, y no tuve la menor duda. Era ella. ¡Ella! ¡A despecho de la vida y la muerte y la inmensidad de los mundos, la jovencita estaba a mi lado! Viva, tangible, como lo estaba en un pasado remoto, infinitamente anterior, en la luz tamizada de una sala de espera ultraterrestre…

El médico vio mi cambio de expresión y se mordió los labios.

¿Usted la conocía? ¡Sí! Es decir… ¿Sigue bien?Titubeó un instante. Luego:

No sé si esa joven es la que usted cree. Pero la enferma que han operado… ha muerto.

¡Muerta!

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Sí… Hoy hemos tenido poca suerte en el sanatorio. Usted, que casi se nos va; y esa chica, con un síncope…

Azul… —murmuré. No, blanco. ¿Blanco? —me volví aterrado—. ¡No, azul! ¡Estoy seguro…!Pero mi médico exclamó:

No sé de donde saca usted ahora sus diagnósticos… Síncope blanco, le digo, de lo más fulminante que se pueda pedir. Y sosiéguese ahora… Deje sus sueños de cloroformo que a nada lo conducirán.

Quedé otra vez solo. ¡Síncope blanco! Súbitamente se hizo la luz: Volví a ver a los jefes de la sala de espera, revisando el número de la joven; y aprecié ahora en su total alcance las palabras que en aquel momento no había comprendido: Ha habido un error…

El error consistía en que la jovencita había muerto en la mesa de operaciones, del síncope blanco; que había entrado muerta en la sala de espera, por el error de algún guardián; y que yo había estado haciendo el amor, cuarenta minutos, a una joven ya muerta, que por error me sonreía y cruzaba aún los pies.

En el curso de mi vida yo he recorrido sin duda las mismas calles que ella, tal vez con segundos de diferencia; hemos vivido posiblemente en la misma cuadra, y quizá en distintos pisos de la misma casa. ¡Y nunca, nunca nos hemos encontrado! Y lo que nos negó la vida, tan fácil, nos lo concede al fin una estación ultraterrestre, donde por un error he volcado todo el amor de mi vida oscilante, sobre el espectro en medias traslúcidas —de un cadáver.

Es o no cierto lo que me dice el médico; pero al cerrar los ojos la veo siempre, despidiéndose con su sonrisa, dispuesta a esperarme. Al salir de la sala ha tomado a la derecha, para entrar en el Síncope Blanco. Jamás volverá a salir. Pero no importa; allí me espera, estoy seguro.

Bien. Mas yo mismo; este cuarto de sanatorio, estos duros ángulos y esta cama laqué, ¿son cosa real? ¿He vuelto en realidad a la vida, o mi despertar y la conversación con mi médico blanco no son sino nuevas formas de sueño sincopal? ¿No es posible un nuevo error a mi respecto, consecutivo al que ha desviado hacia la derecha a mi Novia—Muerta? ¿No estoy muerto yo mismo desde hace un buen rato, esperando en el Síncope Azul el control que de nuevo efectúan los jefes con mi número?

Ella salió y entró serena, calmada ya su impaciencia, en el edificio blanco, ante el cual toda ilusión humana debe retroceder. Nunca más será ella vista por nadie en la Tierra.

¿Pero yo? ¿Es real esta cama laqué, o sueño con ella definitivamente instalado en la Gran Sombra, donde por fin los jefes me abren paso irritados ante el nuevo error, señalándome el Síncope Blanco, donde yo debía estar desde hace largo rato?…

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La casa del juez

Por Bram Stoker

1

Cuando se fue acercando la época de exámenes, Malcolm Malcolmson decidió irse a algún lugar solitario donde pudiera estudiar sin ser interrumpido. Temía las playas, por lo atractivas, y también desconfiaba del completo aislamiento rural, pues desde hacía tiempo conocía sus encantos. Lo que buscaba era un pueblecito sin pretensiones ni nada que le distrajese del estudio; y se decidió a encontrarlo. Aguantó su deseo de pedir consejo a algún amigo, pues pensó que cada uno de ellos le recomendaría un sitio ya conocido donde, sin duda, tendría amigos a su vez. Malcolmson deseaba evitar a las amistades y tenía aún muchos menos deseos de trabar contacto con los amigos de los amigos. Por ello decidió irse él solo a buscar el lugar por sí mismo. Hizo su equipaje, consistente en una maleta con algunas ropas y todos los libros que necesitaba, y sacó billete para el primer nombre desconocido que vio en el itinerario local de ferrocarriles.

Cuando, al cabo de tres horas, se apeó en Benchurch, se sintió satisfecho de lo bien que había conseguido borrar su pista para poder disponer del tiempo y tranquilidad con que proseguir sus estudios. Fue inmediatamente a la única posada del pequeño y soñoliento lugar, y tomó allí una habitación para pasar la noche. Benchurch era un pueblo donde se celebraban mercados, y durante una semana de cada cuatro era invadido por una enorme muchedumbre; pero durante los restantes veintiún días no tenía más atractivos que los que tendría un desierto. Al día siguiente de su llegada Malcolmson buscó por los alrededores a fin de encontrar una residencia aún más aislada y apacible incluso que una posada tan tranquila como “El Buen Viajero”. Solamente encontró un lugar del que prendarse y que satisfaciese verdaderamente sus más exageradas ideas acerca de la quietud. En realidad, quietud no era la palabra más adecuada para aquel sitio; desolación era el único término que podía transmitir cierta idea adecuada a su aislamiento. Era una casa vieja y anticuada, de construcción pesada y estilo jacobino, con macizos aleros y ventanas, más pequeñas éstas de lo acostumbrado y situadas más alto de lo que es habitual en tales casas; estaba rodeada de una alta tapia de ladrillos sólidamente construida. Ciertamente, al examinarla, daba más la impresión de un edificio fortificado que de una vivienda ordinaria. Pero todas estas cosas agradaron a Malcolmson. “He aquí — pensó — el mismísimo lugar que buscaba, y sólo con conseguir habitarlo me sentiré feliz.” Su alegría aumentó cuando se dio cuenta de que, sin duda de ningún género, estaba sin alquilar en aquel momento.

En la estafeta de correos averiguó el nombre del agente, el cual quedó muy sorprendido al enterarse de que alguien quisiera habitar parte de la vieja casona. Mr. Camford, abogado local y agente de fincas, era un amable caballero de edad y confesó francamente el placer que le producía el que alguien desease alquilar la casa.

A decir verdad — dijo —, me alegraría muchísimo por los dueños, naturalmente, que alguien tomase la casa durante años, aunque fuera gratuitamente, si con ello se pudiera acostumbrar al pueblo a verla habitada. Ha estado tanto tiempo vacía, que se ha levantado una especie de prejuicio absurdo a su alrededor, y la mejor manera de

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echarlo abajo es ocuparla… aunque solo sea — añadió, lanzando una astuta mirada a Malcolmson — por un estudioso como usted, que desee quietud durante algún tiempo.

Malcolmson juzgó inútil preguntar al agente detalles acerca del “absurdo prejuicio”; sabía que sobre aquel tema podría conseguir más información, si la necesitaba, en cualquier otro lugar. Pagó, pues, por adelantado la renta de tres meses obtuvo un recibo y el nombre de una vieja que probablemente se comprometería a “cuidar de él” y se marchó con las llaves en el bolsillo. A continuación fue a hablar con la posadera, que era una mujer de lo más alegre y bondadoso, y le pidió consejo acerca de qué clase y cantidad de víveres y provisiones necesitaría con probabilidad. Ella levantó las manos estupefacta cuando él dijo dónde pensaba alojarse.

¡En la Casa del Juez, no! — exclamó, palideciendo.

Él respondió que no conocía el nombre de la casa, pero explicad su emplazamiento y detalles. Cuando hubo terminado, contestó la mujer:

¡Sí, no cabe duda…; no cabe duda, es el mismo sitio! Es la Casa del Juez, no cabe duda.

Entonces él pidió que le hablase de la casa, por qué se llamaba así y que tenía en contra de ella. La mujer le contó que la llamaban así en el pueblo porque hacía muchos años — no podía decir cuántos exactamente, dado que ella era de otra parte de la región, pero debían ser unos cien o más — había sido domicilio de cierto juez que inspiró en su tiempo gran espanto a cuanta del rigor de sus sentencias y de la hostilidad con que siempre se enfrentó con los acusados de su Tribunal. Acerca de lo que había en contra de la casa, no podía decir nada. Con frecuencia ella misma lo había preguntado, pero nadie le supo informar. Sin embargo, el sentimiento general era que allí había algo, y ella, por su parte, no tomarla todo el dinero del Drinkswater’s Bank, si con ello se veía comprometida a permanecer una sola hora en la casa. Luego se excusó ante Malcolmson por su torpe conversación.

Es que esas cosas no me gustan nada, señor, y además usted, un caballero tan joven, que se vaya, perdóneme que se lo diga, a vivir allí tan solo… Si fuera hijo mío, y perdóneme que se lo diga, no pasaría usted allí ni una noche, aunque tuviera que ir yo misma en persona y tirar de la campana grande de alarma que hay en el tejado. —La buena mujer hablaba tan evidentemente de buena fe, y con tan buenas intenciones, que Malcolmson, pese a la gracia que le hizo la perorata, se sintió conmovido. Expresó, pues, amablemente, cuanto apreciaba el interés que se tomaba para con él y luego añadió:

Pero, mi querida Mrs. Witham, le aseguro que no es necesario que sic preocupe de mí. Un hombre que, como yo, estudia Matemáticas superiores, tiene demasiadas cosas en que pensar para que pueda molestarle ninguno de esos misteriosos “algos”; y, por otra parte, su trabajo es demasiado exacto y prosaico para permitir en su mente el menor resquicio a misterios de cualquier tipo: ¡La Progresión Armónica, las

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Permutaciones, las Combinaciones y las Funciones Elípticas tienen ya suficientes misterios para mí.

Mrs. Witham se encargó amablemente de suministrarle las provisiones pertinentes y el marchó en busca de la vieja que le habían recomendado para “cuidarle”. Cuando, al cabo de unas dos horas, regresó en compañía de ésta a la Casa del Juez, se encontró con que le estaba esperando allí Mrs. Witham en persona, en compañía de varios hombres y chiquillos portadores de diversos paquetes e incluso de una cama, que habían transportado en un carrito, pues, como decía ella, aunque las sillas y las mesas pudiesen estar todas muy bien conservadas y utilizables, no era bueno ni propio de huesos jóvenes descansar en una cama que lo menos hacía cincuenta años que no habla sido oreada. La buena mujer sentía evidente curiosidad por ver el interior de la casa, y recorrió todo el lugar, a pesar de manifestarse tan temerosa de los “algos” que, al menor ruido, se agarraba a Malcolmson, del cual no se separó un instante.

Después de haber examinado la casa, Malcolmson decidió fijar su residencia en el gran comedor, que era lo suficientemente espacioso para satisfacer todas sus necesidades; y Mrs. Witham, con la ayuda de Mrs. Dempster, la asistenta, procedió a arreglar las cosas. Cuando entraron y desempaquetaron los bultos, vio Malcolmson que, con mucha y bondadosa previsión, habíale ella enviado de su propia cocina provisiones suficientes para algunos días. La excelente posadera, antes de irse expresó toda clase de buenos deseos, y ya en la misma puerta, se volvió aún para decir:

Quizá, señor, como la habitación es grande y con mucha corriente de aire pudiera ser que no le viniera mal poner uno de esos biombos grandes alrededor de la cama, por la noche… Pero, la verdad sea dicha, yo me moriría si tuviera que quedarme aquí, encerrada con toda esa clase de… de “cosas” ¡que asomarán sus cabezas por los lados o por encima del biombo y se pondrían a mirarme! —La imagen que acababa de evocar fue excesiva para sus nervios y huyo sin poderse contener.

Mrs. Dempster lanzó un despectivo resoplido con aires de superioridad, cuando la posadera se fue, e hizo constar que ella, por su parte, no se sentía inclinada a atemorizarse ni ante todos los duendes del Reino.

Le voy a decir a usted lo que pasa, señor — dijo—: los duendes son toda clase de cosas… ¡menos duendes! Ratas, ratones y escarabajos; y puertas que crujen, y tejas caídas, y pucheros rotos, y tiradores de cajones que aguantan firmes cuando usted tira de ellos y luego se caen solos en medio de la noche. ¡Mire usted el zócalo de la habitación! ¡Es viejo…, tiene cientos de años! ¿Cree que no va a haber ratas y escarabajos ahí detrás? ¡Claro que sí! ¿y se imagina usted, señor, que se va a pasar sin ver a unas ni a otros? ¡Pues claro que no! Las ratas son los duendes, se lo digo yo, y los duendes son las ratas… ¡y no crea otra cosa!

Mrs. Dempster — dijo Malcolmson gravemente, haciéndole una pequeña inclinación —. ¡Usted sabe más que un catedrático de Matemáticas! Y permítame decirle que, en señal de mi estimación por su indudable salud mental, le daré, cuando me vaya, posesión de esta casa, y le permitiré residir aquí a usted sola durante los dos últimos

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meses de mi alquiler, ya que las cuatro primeras semanas serán suficientes para mis propósitos.

¡Muchas gracias de todo corazón, señor! — repuso ella —. Pero no puedo dormir ni una noche fuera de mi dormitorio. Vivo en la Casa de la Caridad de Greenhow, y si pasase una noche fuera de mis habitaciones perdería todos los derechos de seguir viviendo allí. Las reglas son muy estrictas, y hay demasiada gente esperando una vacante para que yo me decida a correr el menor riesgo. Si no fuera por esto, señor, vendría gustosamente a dormir aquí, para atenderle durante su estancia.

Mi buena señora — dijo Malcolmson apresuradamente —, he venido con el propósito de estar solo, y créame que estoy agradecido al difunto Greenhow por haber organizado su casa de caridad, o lo que sea, en forma tan admirable que a la fuerza me vea privado de tener que soportar tan tremenda tentación. ¡San Antonio en persona no habría podido pedir más en cuanto a ésta!

La vieja rio ásperamente.

¡Ah, ustedes los señoritos jóvenes — dijo —, no se asustan de nada! Ya lo creo que encontrará usted aquí toda la soledad que desea.

Se puso a trabajar, a limpiar y, a la caída de la tarde, cuando Malcolmson regresó de dar un paseo — siempre llevaba uno de sus libros para estudiar mientras tanto —, se encontró con la habitación barrida y limpia, un fuego ardiendo en el hogar y la mesa servida para la cena con las excelentes viandas llevadas por Mrs. Witham.

¡Esto sí que es comodidad! — se dijo, frotándose las manos.

2

Cuando acabó de cenar y puso la bandeja con los restos de la cena al otro extremo de la gran mesa de roble, volvió a sacar sus libros, arrojó más leña al fuego, despabiló la lámpara y se sumergió en el hechizo de su duro trabajo real. Prosiguió este, sin hacer pausa alguna, hasta cosa de las once, hora en que lo suspendió durante unos momentos para avivar el fuego y la lámpara y hacerse una taza de té. Siempre había sido aficionado al té; durante su vida de colegio había solido quedarse estudiando hasta tarde, y siempre tomaba té y más té hasta que dejaba de estudiar. Pero lo demás era un lujo para él y gozaba de ello con una sensación de delicioso, voluptuoso desahogo. El fuego reavivado saltó, chisporroteó y arrojó extrañas sombras en la vasta y antigua habitación, y, mientras se tomaba a sorbos el té caliente, se despertó en él una sensación de aislamiento de sus semejantes. Es que en aquel momento había empezado a notar por primera vez el ruido que hacían las ratas.

Seguramente — pensó — no han metido tanto ruido durante todo el tiempo que he estado estudiando. ¡De haber sido así me hubiera dado cuenta!

Mientras el ruido iba en aumento se tranquilizó el estudiante diciéndose que aquellos rumores, sin duda, acababan de empezar. Era evidente que al principio las ratas se habían asustado por la presencia de un extraño y por la luz del fuego y de la lámpara;

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pero a medida que pasaba el tiempo se habían ido volviendo más osadas y ya se hallaban entretenidas de nuevo en sus ocupaciones habituales.

¡Y cuidado que eran activas! ¡Y atentas al menor ruido desacostumbrado! ¡Subían y bajaban por detrás del zócalo que revestía la pared, por encima del cielo raso, por debajo del suelo, se movían, coman, bullían, royendo y arañando! Malcolmson se sonrió al recordar el dicho de Mrs. Dempster, “los duendes son las ratas y las ratas son los duendes”. El té empezaba a hacer su efecto de estimulante intelectual y nervioso, y el estudiante vio con alegría que teníaa ante sí una nueva inmersión en el largo hechizo del estudio, antes de que terminase la noche, lo que le proporcionó tal sensación de comodidad que se permitió el lujo de lanzar una ojeada por la habitación. Tomó la lámpara en una mano y recorrió la estancia, preguntándose por qué una casa tan original y hermosa como aquella habría estado abandonada tanto tiempo. Los paneles de roble que recubrían la pared estaban finamente labrados. El trabajo en madera de puertas y ventanas era bello y de raro mérito. Había algunos cuadros viejos en las paredes, pero estaban tan espesamente cubiertos de polvo y suciedad, que no pudo distinguir ninguno de sus detalles, a pesar de que levantó la lámpara todo lo posible para iluminarlos. Aquí y allá, en su recorrido, topó con alguna grieta o agujerillo bloqueados de momento por una cabeza de rata, de ojos brillantes que relucían a la luz; pero al instante desaparecía la cabeza, con un chillido y un rumor de huida. Lo que más intrigó a Malcolmson, sin embargo, fue la cuerda de la gran campana del tejado, que colgaba en un rincón de la habitación, a la derecha de la chimenea. Arrastró hasta cerca del fuego una gran silla de roble tallado y alto respaldo y se sentó a tomarse su última taza de té. Cuando la terminó, avivó el fuego y volvió a su trabajo, sentándose en la esquina de la mesa, con el fuego a la izquierda. Durante un buen rato, las ratas le perturbaron el estudio con su perpetuo rebullir, pero acabó por acostumbrarse al ruido, igual que se acostumbra uno al tic-tac de un reloj o al rumor de un torrente; y así, se sumergió de tal modo en el trabajo, que nada del mundo, excepto el problema que estaba intentando resolver, hubiera sido capaz de hacer mella en él.

Pero, de pronto, y sin haber logrado resolverlo aún, levantó la cabeza: en el aire notó esa sensación inefable que precede al amanecer y que tan temible resulta para los que llevan vidas dudosas. El ruido de las ratas había cesado. Desde luego, tenía la impresión de que había cesado hacía un instante, y que precisamente había sido este súbito silencio lo que le había obligado a levantar la cabeza. El fuego había ido acabándose, pero aun arrojaba un profundo y rojo resplandor. Al mirar en esa dirección, sufrió un sobresalto, a pesar de toda su sangre fría.

Allí, encima de la silla de roble tallado y altas espaldas, a la derecha de la chimenea, estaba una enorme rata que le miraba fijamente con sus tristes ojillos. Hizo un gesto el estudiante como para espantarla, pero ella no se movió. En vista de lo cual, hizo él como si fuera a arrojarle algo. Tampoco se movió, pero le enseñó, encolerizada, sus grandes dientes blancos; a la luz de la lámpara, sus ojillos crueles brillaban con una luz de venganza.

Malcolmson quedó asombrado, y, tomando el hurgón de la chimenea, corrió hacia la rata para matarla. Antes, sin embargo, de que pudiera golpearla, ésta, con un chillido que

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pareció concentrar todo su odio, saltó al suelo y, trepando por la cuerda de la campana, desapareció en la oscuridad, adonde no llegaba el resplandor de la lámpara, tamizado por una verde pantalla. Instantáneamente, y extraño es decirlo, volvió a comenzar de nuevo el ruidoso bullicio de las ratas tras los paneles de roble.

Esta vez, Malcolmson no pudo volver a sumergirse en el problema; pero, como el gallo cantase en el exterior anunciando la llegada del alba, se fue a la cama a descansar.

Durmió tan profundamente que ni siquiera se despertó cuando llegó Mrs. Dempster para arreglar la habitación. Solo lo hizo cuando la mujer, después de barrido el cuarto y preparado el desayuno, golpeó discretamente en el biombo que ocultaba la cama. Aún estaba un poco cansado de su duro trabajo nocturno, pero pronto le despabiló una cargada taza de té, y tomando un libro salió a dar su paseo matinal, llevándose también algunos bocadillos por si no le apetecía volver hasta la hora de la cena. Encontró un paseo apacible entre los olmos, en los alrededores del pueblo, y allí paso la mayor parte del día estudiando a Laplace. A su regreso, pasó a saludar a Mrs. Witham y darle las gracias por su amabilidad. Cuando le vio ella llegar — a través de una ventana de su santuario, emplomada con vidrios de colores en forma de rombo —, salió a la calle a recibirle y le rogó que entrase. Una vez dentro, le miró inquisitivamente y movió la cabeza al decir:

No debe usted trabajar tanto, señor. Está usted esta mañana más pálido que otras veces. Estarse hasta tan tarde y con un trabajo tan duro para el cerebro no es bueno para nadie. Pero dígame, señor, ¿cómo pasó la noche? Espero que bien ¡No sabe usted cuánto me alegré cuando Mrs. Dempster me dijo esta mañana que le había encontrado tan bien y tan profundamente dormido cuando llegó!

Oh, sí, perfectamente — repuso él sonriendo —: todavía no me han molestado los “algos”. Solo las ratas. Son un auténtico batallón, y se sienten como en su propio cuartel. Había una de aspecto diabólico, que hasta se subió a mi propia silla, junto al fuego; y no se habría marchado, de no haberle yo amenazado con el hurgón; entonces, trepó por la cuerda de la campana y desapareció por allá arriba, por encima de las paredes o el techo; no pude verlo bien, estaba muy oscuro.

¡Dios nos asista — exclamó Mrs. Witham — , un viejo diablo, y sobre una silla junto al fuego! ¡Tenga cuidado, señor! ¡Tenga cuidado! Hay a veces cosas muy verdaderas que se aseguran en broma.

¿Qué quiere usted decir? Palabra que no comprendo. ¡Un viejo diablo! El viejo diablo, quizá. ¡Vaya, señor, no se ría! — pues Malcolmson

había estallado en francas carcajadas—. Ustedes la gente joven creen que es muy fácil reírse de cosas que hacen estremecer a los viejos. ¡Pero no importa, señor! ¡No haga caso! Quiera Dios que pueda usted seguir riendo todo el tiempo. ¡Eso es lo que yo le deseo! — y la buena señora rebosó de nuevo alegre simpatía, olvidando por un momento sus temores.

¡Oh, perdóneme! — dijo entonces Malcolmson — No me juzgue descortés; es que la cosa me ha hecho gracia… eso de que el viejo diablo en persona estaba anoche sentado en mi silla… — y, al recordarlo, volvió a reír. Luego, marchó a su casa a cenar.

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3

Esa noche el rumor de las ratas empezó más temprano; con toda certeza existía ya antes de su regreso, y solo cesó mientras les duró el susto causado por la imprevista llegada.

Después de cenar, se sentó un momento junto al fuego a fumar, y luego de levantar la mesa empezó a trabajar como otras veces. Pero esa noche las ratas le distraían más que la anterior. ¡Cómo correteaban de arriba abajo, y por detrás y por encima! ¡Cómo chillaban, roían y arañaban! ¡Y cómo más atrevidas a cada instante, se asomaban a las bocas de sus agujeros y por todas las grietas, hendiduras y resquebrajaduras del zócalo, brillantes los ojillos como lámparas diminutas cuando se reflejaba en ellos el fulgor del fuego! Mas para el estudiante, sin duda ya acostumbrado a ellos, estos ojos no tenían nada de siniestros; al contrario, sólo les notaba un aire travieso y juguetón. A veces, las más atrevidas, hacían salidas al piso o a lo largo de las molduras de la pared. Una y otra vez, cuando le empezaban a molestar demasiado, Malcolmson hacía un ruido para asustarlas, golpeaba la mesa con la mano o emitía un fiero “iChst! iChst!”, de modo que ellas huyesen inmediatamente a sus agujeros.

Así transcurrió la primera mitad de la noche; luego, a pesar del ruido, Malcolmson se fue sumergiendo cada vez más en el estudio.

De repente, levantó la vista, como la noche anterior, dominado por una súbita sensación de silencio. En efecto, no se oía ni el más leve ruido de roer, arañar o chillar. Era un silencio de tumba. Recordó entonces el extraño suceso de la noche precedente, e instintivamente miró a la silla que había junto a la chimenea. Entonces le recorrió por el cuerpo una extraña sensación.

Allí, en la gran silla de roble tallado y alto respaldo, al lado de la chimenea, se hallaba la misma enorme rata que le miraba fijamente con unos ojillos fúnebres y malignos.

Instintivamente tomó el objeto más próximo a su mano, unas tablas de logaritmos y se lo arrojó. El libro fue mal dirigido y la rata ni se movió; de modo que hubo de repetir la escena del hurgón de la noche anterior; y otra vez la rata, al verse estrechamente cercada, huyó trepando por la cuerda de la campana de alarma. También fue muy extraño que la fuga de esta rata fuese inmediatamente seguida por la reanudación del ruido de la comunidad. En esta ocasión, como en la precedente, Malcolmson no pudo ver por qué parte de la habitación desapareció el animal, pues la pantalla verde de la lámpara dejaba en sombras la parte superior del cuarto, y el fuego brillaba mortecino.

Mirando a su reloj, observó que era cerca de medianoche, y, no descontento del divertimento, avivó el fuego y se preparó su nocturna taza de té. Había trabajado perfectamente sumergido en el hechizo del estudio y se creyó merecedor de un cigarrillo; así, pues, se sentó en la gran silla de roble tallado, junto a la chimenea, y fumó gozoso. Mientras lo hacía, empezó a pensar que le gustaría saber por dónde lograba meterse el bicho, pues empezaba a acariciar la idea de poner en práctica al día siguiente algo relacionado con una ratonera, una trampa para ratas. En vista de ello, encendió otra lámpara y la colocó de tal forma que iluminase bien el rincón derecho que formaban la chimenea y la pared. Luego apiló todos libros que tenía y los colocó al alcance de la mano

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para arrojárselos al animal si llegaba el caso. Finalmente, levantó la cuerda de la campana y colocó su extremo inferior encima de la mesa, pisándolo con la lámpara. Al manejar la cuerda, no pudo por menos de notar cuán flexible era, sobre todo teniendo en cuenta su grosor y el tiempo que llevaba sin usar. “Se podría colgar a un hombre de ella”, pensó para sí. Cuando hubo terminado sus preparativos, miró a su alrededor y dijo complacido:

¡Ahora, amiga mía, creo que vamos a vernos las caras de una vez!

Reanudó su estudio, y aunque al principio le distrajo algo el ruido que hacían las ratas, pronto se abandonó plenamente a sus proposiciones y problemas.

De nuevo, súbitamente, fue reclamado por su alrededor. Esta vez no había sido sólo el súbito silencio lo que le llamo la atención; había, además, un ligero movimiento de la cuerda, y la lámpara se tambaleaba. Sin moverse, miró a ver si la pila de libros estaba al alcance de su mano y luego deslizó su mirada a lo largo de la cuerda. Mientras miraba, vio que la gran rata se debajo caer desde la cuerda a la silla de roble, se instalaba en ella y le contemplaba. Tomó un libro con la mano derecha y, apuntando cuidadosamente, se lo arrojo a la rata. Ésta, con rápido movimiento, saltó de costado y esquivó el proyectil. Él, entonces, tomó un segundo y luego un tercero, y se los lanzó, uno tras otro, pero sin éxito tampoco en ambas ocasiones. Por fin, y en el momento en que se disponía a arrojarle un nuevo libro, la rata chilló y pareció asustada. Esto a amentó aún más su avidez por dar en el blanco; y el libro voló y alcanzó a la rata con golpe resonante. Lanzó el animal un terrorífico chillido y, echando a su perseguidor una mirada de terrible malignidad, trepo por el respaldo de la silla, desde cuyo borde superior dio un gran salto hasta la cuerda de la campana, por la cual subió con la velocidad del rayo. La lámpara que sujetaba la cuerda se tambaleó bajo el súbito tirón, pero era pesada y no llegó a caer. Malcolmson siguió a la rata con la mirada y la vio, merced a la luz de la segunda lámpara, saltar a una moldura del zócalo y desaparecer, por un agujero, en uno de los grandes cuadros colgados de la pared, invisibles bajo la capa de polvo y suciedad.

Ya echaré mañana una ojeada a la vivienda de mi amiga —se dijo el estudiante, mientras iba recogiendo los volúmenes tirados por el suelo —. El tercer cuadro a partir de la chimenea. No lo olvidaré —cogió los libros uno a uno, haciendo un comentario sobre ellos a medida que leía sus títulos—. Secciones del Cono, ni la rozó, ni tampoco Oscilaciones cicloides, ni los Principios, ni Cuaternidades, ni la Termodinámica. ¡Éste es el libro que la alcanzó! Malcolmson lo tomó del suelo y miró su título. Al hacerlo, se sobresaltó y una súbita palidez cubrió su cara. Miró a su alrededor inquieto, y se estremeció levemente mientras murmuraba para sí:

¡La Biblia que me dio mi madre! Qué extraña coincidencia! — Se volvió a sentar y se puso al trabajo; las ratas del zócalo reanudaron sus cabriolas. No le molestaron, sin embargo: de algún modo, su presencia le proporcionaba una cierta sensación de compañía. Pero no pudo concentrarse en el estudio, y, después de esforzarse inútilmente en dominar el tema que tenía entre manos, lo dejó con desesperación y se fue a la cama, mientras el primer resplandor de la aurora penetraba furtivamente por la ventana que daba al Oriente.

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Durmió pesada pero desagradablemente y soñó mucho: cuando le despertó Mrs. Dempster, ya muy entrada la mañana, su aspecto era de haber descansado mal, y durante unos pocos minutos no pareció darse cuenta exactamente de dónde se encontraba. Su primer encargo sorprendió bastante a la criada.

Mrs. Dempster, cuando me ausente hoy de casa, quiero que coja usted la escalera y limpie el polvo o lave esos cuadros… especialmente el tercero a partir de la chimenea… Quiero ver que representan.

Hasta bien entrada la tarde estuvo Malcolmson en la sombría olmeda, estudiando; a medida que transcurría la jornada, al notar que sus asimilaciones mejoraban progresivamente, le fue volviendo el alegre optimismo del día anterior. Había conseguido ya solucionar satisfactoriamente todos los problemas que hasta entonces le habían burlado, y se hallaba en un estado de alegría tal que decidió hacer una visita a Mrs. Witham en “El Buen Viajero”. Encontró a la posadera en un confortable cuarto de estar, acompañada de un desconocido que le fue presentado como el doctor Thornhill.

La mujer no parecía hallarse totalmente a gusto, y esto, unido a que éste se lanzase inmediatamente a hacerle una serie de preguntas inopinadas, hizo pensar a Malcolmson que la presencia del doctor no era allí casual, por lo cual dijo sin ambages:

Dr. Thornhill, contestaré con placer cualquier preguntar que quiera hacerme, si usted primero me contesta a una que deseo hacerle yo.

El doctor pareció sorprendido, pero al momento sonrió y repuso:

¡Hecho! ¿De qué se trata? ¿Le pidió a usted Mrs. Witham que viniera aquí a verme y aconsejarme?

El doctor Thornhill quedó un momento desconcertado, y Mrs. Witham enrojeció vivamente y volvió la cara hacia otro lado; pero el doctor era un hombre sincero e inteligente y contestó en seguida con franqueza:

Así lo hizo, en efecto, pero quería que no se enterase usted. Supongo que han sido mi torpeza y mi apresuramiento quienes le han hecho a usted sospecharlo. Pero en fin, lo que me dijo fue que no le agradaba la idea de que usted estuviese en esa casa completamente solo, y tomando tanto té y tan cargado. Efectivamente, deseaba que yo le aconsejase a usted dejar el té y que no se quedara a estudiar hasta muy tarde. Yo también fui buen estudiante en mis tiempos, y por ello espero que me permita tomarme la libertad de darle un consejo sin ofenderle, puesto que no le hablo como un extraño, sino como un universitario puede hablar a otro.

Malcolmson le tendió la mano con sonrisa radiante.

¡Venga esa mano, que dicen en América! — exclamó — Le agradezco muchísimo su interés, y también a Mrs. Witham; y su amabilidad me obliga a pagarles en la misma

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moneda. Prometo no volver a tomar té cargado, ni sin cargar, hasta que usted no me dé permiso. Y esta noche me iré a la cama a la una lo más tarde. ¿De acuerdo?

Estupendo —dijo el médico — . Ahora cuénteme usted todo lo que ha visto en el viejo caserón — acto seguido relató Malcolmson con todo detalle cuanto en las dos últimas noches le sucedió. Fue interrumpido de vez en cuando por las exclamaciones de Mrs. Witham, hasta que, finalmente, al llegar al episodio de la Biblia toda la emoción reprimida de la posadera encontró salida en un tremendo alarido, y hasta que no se le administró un buen vaso de coñac con agua no se recompuso. El doctor Thornhill lo escuchó todo con expresión de creciente gravedad, y cuando la narración llegó a su fin y Mrs. Witham quedó tranquila, preguntó:

¿La rata siempre trepa por la cuerda de la campana de alarma? Siempre. Supongo que ya sabrá usted — dijo el doctor tras una pausa — qué es esa cuerda. ¡No! Es — dijo el doctor lentamente — la misma que utilizaba el verdugo para ahorcar a las

víctimas del cruel juez — al llegar a este punto, fue interrumpido de nuevo por otro grito de Mrs. Witham, y hubo que poner otra vez en juego los medios para que volviera a recobrarse. Malcolmson, después de consultar su reloj y observando que ya era casi hora de cenar, se marchó a su casa, no bien ella se hubo recobrado.

Cuando Mrs. Witham volvió a su ser del todo, asaeteó al doctor Thornhill con coléricas preguntas sobre que pretendía al meterle tan horribles ideas en la cabeza al pobre joven.

Ya tiene allí demasiadas preocupaciones — añadió.

El doctor Thornhill replicó:

¡Mi querida señora, mi propósito es muy distinto! Lo que yo deseaba era atraer su atención hacia la cuerda de la campana y mantenerla fija allí. Puede que se halle en un estado de gran sobreexcitación, por haber estudiado demasiado, o por lo que fuere, pero, sin embargo, me veo obligado a reconocer que parece un joven tan sano y fuerte, mental y corporalmente, como el que más… Pero luego están las ratas… y esa sugerencia del diablo… — el doctor movió la cabeza y prosiguió —; me habría ofrecido a ir y pasar la noche con él, pero estoy seguro de que eso le habría humillado. Debe ser que por la noche sufre algún extraño terror o alucinación, y si es así, deseo que tire de esa cuerda. Como está completamente solo, eso nos servirá de aviso y podremos llegar hasta él a tiempo aún de serle útiles. Me mantendré despierto esta noche hasta muy tarde, y tendré los oídos bien abiertos. No se alarme usted si Benchurch recibe una sorpresa antes de mañana.

Oh, doctor, ¿qué quiere usted decir? ¿Qué quiere usted decir? Quiero decir esto: que posiblemente, o mejor dicho, probablemente, oigamos esta

noche la gran campana de alarma de la Casa del Juez — y el doctor hizo un mutis tan efectista como era de esperar por sus palabras.

4

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Cuando Malcolmson llegó a su casa se encontró con que era un poco más tarde que de costumbre y que Mrs. Dempster se había marchado ya. Las reglas de la Casa de Caridad de Greenhow no eran de desdeñar. Se alegró de ver que el lugar estaba limpio y reluciente, encendido un alegre fuego en la chimenea y bien despabilada la lámpara. La tarde era muy fría para el mes de abril y soplaba un viento pesado con una violencia tan rápidamente creciente que se podía prever una buena tormenta para la noche. El ruido de las ratas cesó durante unos pocos minutos después de su llegada; pero, tan pronto como se volvieron a acostumbrar a su presencia, lo reanudaron. Se alegró de oírlas, y una vez más notó que en su bullicioso rumor había algo que le hacía sentirse acompañado. Sus recuerdos retrocedieron hasta el extraño hecho de que las ratas sólo cesaban de manifestarse cuando aquella otra — la gran rata de ojillos fúnebres — entraba en escena. Solo estaba encendida la lámpara de lectura, y su pantalla verde mantenla en sombras el techo y la parte superior de la habitación, de tal modo que la alegre y rojiza luz del hogar se extendía, cálida y agradable, por el pavimento y brillaba sobre el blanco mantel que cubría el extremo de la mesa. Malcolmson se sentó a cenar con buen apetito y espíritu vivaz. Después de cenar y fumar un cigarrillo se entregó firmemente al trabajo, determinado a que nada le distrajese, pues recordaba la promesa hecha al doctor y estaba decidido a aprovechar lo mejor posible el tiempo disponible.

Durante casi una hora trabajó sin inconvenientes, y luego sus pensamientos empezaron a despegarse de los libros y a vagabundear por su cuenta. Las actuales circunstancias en que se hallaba, la llamada de atención sobre su salud nerviosa, no eran de despreciar. Para entonces el viento se habla convertido en vendaval, y el vendaval en tormenta. La vieja casona, pese a su solidez, parecía estremecerse desde sus cimientos, y la tormenta rugía y bramaba a través de las múltiples chimeneas y los viejos aleros, produciendo extraños y aterradores sonidos en las estancias y pasillos vacíos. Incluso la gran campana del tejado debía estar sufriendo los embates del viento, pues la cuerda subía y bajaba levemente, como si la campana se estuviera moviendo un poco, y el extremo inferior de la flexible cuerda azotaba el suelo de roble con un ruido duro y seco.

Al escucharlo, Malcolmson se acordó de las palabras del doctor: “Es la cuerda que utilizaba el verdugo para ahorcar a las víctimas del cruel Juez.” Se acercó al rincón de la chimenea y la tomo en sus manos para contemplarla. Parecía sentir una especie de morboso interés por ella, y mientras la estuvo contemplando se perdió un momento en conjeturas sobre quienes habrían sido esas víctimas y sobre el lúgubre deseo del Juez de tener siempre ante su vista una reliquia tan macabra. Mientras estaba allí, el balanceo de la campana del tejado había seguido comunicando a la cuerda cierto movimiento; pero ahora, de pronto, empezó a notar una nueva sensación, una especie de temblor en la cuerda, como si algo se fuese moviendo a lo largo de ella.

Levantando la vista instintivamente, vio Malcolmson a la enorme rata que bajaba lentamente hacia él, mirándole fijamente. Soltó la cuerda y retrocedió vivamente, mascullando una maldición. La rata, dando la vuelta, trepo de nuevo por la cuerda y desapareció; y en ese instante Malcolmson se dio cuenta de que el ruido de las ratas, que había cesado un momento, volvía a comenzar.

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Todo esto le dejó pensativo; entonces se acordó de que no había investigado la madriguera de la rata ni mirado los cuadros, como había pensado hacer. Encendió la otra lámpara, que no tenía pantalla, y alzándola, se colocó frente al tercer cuadro a la derecha de la chimenea, que era por donde había visto desaparecer a la rata la noche anterior.

A la primera ojeada, retrocedió, tan bruscamente sobresaltado que casi dejó caer la lámpara, y una mortal palidez cubrió sus facciones. Entrechocaron sus rodillas, pesadas gotas de sudor afluyeron a su frente, y tembló como un álamo. Pero era joven y animoso, y consiguió de nuevo armarse de valor tras una pausa de pocos segundos, avanzó de nuevo unos pasos, alzó la lámpara y examinó el cuadro, que había sido desempolvado y lavado y era ya claramente distinguible.

Era el retrato de un juez vestido de purpura y armiño. Su rostro era fuerte y despiadado, maligno, astuto y vengativo, con boca sensual y nariz ganchuda de encendido color y forma semejante al pico de un ave de presa. El resto de la cara era de un color cadavérico. Los ojos, de un brillo peculiar, tenían una expresión terriblemente maligna. Al contemplarlos, Malcolmson sintió frío, pues en ellos vio una verdadera réplica a los ojos de la enorme rata. Casi se le cayó la lámpara de la mano al ver a ésta mirándole con sus ojillos fúnebres desde el agujero de la esquina del cuadro y al notar el súbito cese del ruido de las demás. Sin embargo, volvió a reunir todo su valor y prosiguió el examen de la pintura.

El Juez estaba sentado en una gran silla de roble tallado y alto respaldo, a la derecha de una gran chimenea de piedra, junto a la cual colgaba una cuerda desde el techo, yaciendo en el suelo su extremo inferior enrollado. Con una sensación de horror, Malcolmson reconoció en ese escenario la habitación en que se hallaba, y miró despavorido a su alrededor como si esperase hallar alguna extraña presencia a su espalda. Luego volvió a dirigir su mirada al rincón que formaba la chimenea, y dando un grito desgarrado dejó caer la lámpara que llevaba en la mano.

Allí, en la silla del Juez, con la cuerda colgando tras ella, se había instalado aquella rata que tenía la misma fúnebre mirada que éste, ahora diabólicamente intensa. Excepto el ulular de la tormenta, todo estaba en silencio.

La lámpara caída hizo que Malcolmson volviera a la realidad. Afortunadamente era de metal y no se derramo el aceite. Sin embargo, la necesidad inmediata de recogerla serenó en seguida sus aprensiones nerviosas. Cuando hubo apagado la lámpara, se secó el sudor de las cejas y meditó un momento.

Esto no puede ser — se dijo— . Si sigo así me voy a volver loco. ¡Basta ya! Prometí al doctor que no tomaría té. ¡Por Dios, que te ni a razón! Mis nervios han debido llegar a un estado terrible. Tiene gracia que yo no lo note. Nunca en mi vida me he encontrado mejor. Pero ahora todo va bien ya, y no volveré a comportarme como un necio.

Entonces se preparó un buen vaso de brandy y se sentó resueltamente para proseguir su estudio.

Llevaba así cosa de una hora, cuando levantó la vista del libro, atraído por el súbito silencio. Sin embargo, el viento ululaba y rugía más fuerte que nunca, y la lluvia caía en

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turbiones contra los vidrios de las ventanas, golpeándolos como si fuera granizo; pero en el interior no se oía nada, excepto el eco del viento bramando por la gran chimenea, como en arrullo de la tormenta. El fuego se había casi apagado; ardía ya sin llama, arrojando sólo un resplandor rojizo. Malcolmson escuchó atentamente y entonces oyó un tenue, chirriante ruido, casi inaudible. Provenía del rincón de la estancia donde colgaba la cuerda, y el estudiante pensó que debía producirlo el roce de la cuerda contra el suelo cuando el balanceo de la campana la hacía subir y bajar. Sin embargo, al mirar hacia allí, vio, a aquella luz mortecina, que la rata, agarrada a la cuerda, la estaba royendo. La cuerda estaba ya casi roída por entero, se podía ver un color más claro en el punto donde las hebras internas habían quedado ya al descubierto. Mientras miraba, la tarea fue completada y la cuerda cayó con un chasquido sobre el piso de roble, al tiempo que, durante un instante, la gran rata permanecía colgada, como una monstruosa borla o campanilla, del cabo superior, que ahora empezó a balancearse de un lado a otro. Malcolmson sintió por un momento otro brote brusco de terror al caer en la cuenta de que la posibilidad de comunicarse con el mundo exterior y pedir auxilio quedaba ya cortada, pero este sentimiento en seguida fue reemplazado por una intensa cólera, y agarrando el libro que estaba leyendo lo arrojo contra la rata. El tiro iba bien dirigido, más antes de que el proyectil pudiera alcanzarla, esta se dejó caer aterrizó en el suelo con un blando sonido. Malcolmson se abalanzó instantáneamente sobre ella, pero el animal salió disparado y desapareció en las sombras de la estancia. Malcolmson comprendió que el estudio había terminado, por aquella noche al menos, y decidió alterar la monotonía de su vida por medio de una cacería de rata; quitó la pantalla verde de la lámpara para asegurarse un mayor radio de acción de la luz. Al hacerlo, se disolvieron las tinieblas de la parte superior de la estancia y ante aquella invasión de luz, cegadora en comparación con la oscuridad anterior, los cuadros de la pared se destacaron netamente. Desde donde estaba, veía Malcolmson, justo enfrente de sí, el tercero a la derecha de la chimenea. Se frotó sorprendido los ojos, y luego un gran miedo empezó a invadirlo.

En el centro del cuadro había un espacio vacío, grande e irregular, en el que se veía el lienzo pardo tan limpio como cuando lo colocaron en el bastidor. El fondo del cuadro estaba como antes con la silla, el rincón de chimenea y la cuerda, pero la figura del Juez había desaparecido. Malcolmson, casi muerto de horror, fue girando lentamente, y entonces empezó a estremecerse y a temblar como un paralitico. Su fuerza parecía haberle abandonado, dejándole incapaz de hacer el menor movimiento o acción; incluso apenas era capaz de pensar. Solo podía ver y oír.

Allí, en la gran silla de roble de alto respaldo, estaba sentado el Juez con su ropaje de purpura y armiño, los fúnebres ojos brillándole vengativamente, una sonrisa de triunfo en la boca, resuelta y cruel, mientras que sus manos sostenían un negro birrete. Malcolmson notó que la sangre huía de su corazón, igual que se siente en los momentos de ansiedad prolongada. Le pitaban los oídos. Sin embargo, podía oír el bramar y aullar de la tempestad, y, a su través, deslizándose sobre ella, le llegaron las campanadas de medianoche, en grandes repiques, desde la plaza del mercado. Durante un tiempo que se le antojo interminable, permaneció inmóvil como una estatua, sin respiración, con los ojos desorbitados, heridos de horror. A medida que iba sonando el reloj se intensificaba la

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sonrisa de triunfo en la cara del Juez, y cuando hubo sonado la última campanada de medianoche, se colocó su negro birrete en la cabeza.

Lenta y deliberadamente, el Juez se levantó de su asiento y cogió el trozo de cuerda que yacía en el suelo, lo palpó con sus manos como si su contacto le produjese placer, y luego, deliberadamente, empezó a anudar uno de sus extremos hasta hacer un nudo. Apretó y comprobó éste con el pie, tirando de él fuertemente hasta que quedó satisfecho, y entonces lo transformó en un nudo corredizo, que alzó en su mano. Después comenzó a moverse, a lo largo de la mesa, por el lado opuesto a donde se encontraba Malcolmson, con la mirada fija en él, hasta que le adelantó; entonces, con rápido movimiento, se colocó ante la puerta. Malcolmson, en ese momento, se empezó a dar cuenta de que había caído en una trampa e intentó pensar qué debía hacer. Había cierta fascinación en los ojos del Juez que no apartaba de él, y que él se veía forzado a mirar. Vio que el Juez se le aproximaba — sin dejar de mantenerse entre la puerta y el joven — , levantaba el lazo y lo arrojaba en su dirección como para capturarle. Con un gran esfuerzo, hizo un rápido movimiento lateral y vio cómo la cuerda caía a su lado y la oyó golpear el suelo de roble. De nuevo levantó el Juez el nudo y trato de cazarle, sin apartar sus fúnebres ojos de él, y el estudiante consiguió evitarlo mediante un poderoso esfuerzo. Esto se repitió muchas veces, sin que el Juez pareciera desanimarse o desconcertarse por sus fracasos, sino más bien gozarse como un gato con un ratón. Por fin, en la cumbre de su desesperación, Malcolmson arrojó una rápida mirada a su alrededor. La lámpara parecía reavivada y una luz brillante inundaba la habitación. En las numerosas madrigueras y en las grietas y agujeros del zócalo, vio los ojos de las ratas; y esta visión, que fue puramente física, le proporcionó un detalle de bienestar. Miró y vio que la cuerda de la gran campana de alarma estaba plagada de ratas. Cada pulgada estaba cubierta de ellas, y cada vez salían más a través del pequeño agujero circular del techo, de donde emergían, de modo que, bajo su peso, la campana empezaba a oscilar.

¡Ay! Osciló hasta que el badajo llegó a tocarla. El sonido fue muy tenue, pero ella no había sino comenzado su vaivén, y ya iría aumentando la potencia del tañido.

Al oírse éste, el Juez, que había mantenido fijos sus ojos en Malcolmson, los levantó y un gesto de diabólica ira contrajo sus rasgos. Sus ojos relucieron como carbones encendidos, y golpeó el suelo con el pie, haciendo un ruido que pareció estremecer toda la casa. El pavoroso estruendo de un trueno rompió sobre sus cabezas cuando el Juez volvió a levantar el lazo, mientras las ratas seguían subiendo y bajando por su cuerda, como si luchasen contra el tiempo. Pero esta vez, en vez de arrojarlo se fue aproximando a su víctima, y fue abriendo el lazo a medida que se aproximaba. Al estar cerca, pareció irradiar algo paralizante con su sola presencia, y Malcolmson permaneció rígido como un cadáver. Sintió los helados dedos del Juez en la garganta mientras le ajustaba el lazo. El nudo se apretó. Entonces el Juez, tomando en sus brazos el rígido cuerpo del estudiante, lo levantó y colocó en pie sobre la silla de roble y, subido junto a él, alzó su mano y cogió el extremo de la oscilante cuerda de la campana de alarma. Al alzarla, las ratas huyeron chillando y desaparecieron por el agujero del techo. Tomando el extremo del lazo que rodeaba el cuello de Malcolmson, lo ató a la cuerda que colgaba de la campana, y entonces, descendiendo de nuevo al piso, quitó la silla de allí.

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Al comenzar a sonar la campana de alarma de la Casa del Juez, se congregó en seguida un gran gentío. Aparecieron luces y antorchas de varias clases, y silenciosamente la multitud se encaminó, presurosa, hacia allí. Golpearon fuertemente la puerta, pero no hubo respuesta. Entonces la echaron abajo y penetraron en el gran comedor; el doctor iba a la cabeza de todos.

Del extremo de la cuerda de la gran campana de alarma pendía el cuerpo del estudiante; y en el cuadro, la cara del Juez mostraba una sonrisa maligna.