colinas antonio - dias en petavonium

Upload: agarort

Post on 16-Oct-2015

38 views

Category:

Documents


1 download

TRANSCRIPT

  • Ilustracin de la cubierta: detalle de Lidylle sur la passarelle (1883) de mile Friant, leo sobre tela. Muse de Beaux Arts, Nancy, Francia.

  • Antonio Colinas D a s e n P e t a v o n i u m

    1

    ANTONIO COLINAS

    DAS EN PETAVONIUM

    1.a edicin: enero 1994

    Antonio Colinas, 1994

    Diseo de la coleccin: Guillemot-Navares Reservados todos los derechos de esta edicin para Tusquets Editores, S.A. - Iradier, 24, bajos - 08017 Barcelona ISBN: 84-7223-736-2 Depsito legal: B. 216-1994 Fotocomposicin: Foinsa - Passatge Gaiol, 13-15 - 08013 Barcelona Impreso sobre papel Offset-F Crudo de Leizarn, S.A. - Guipzcoa Libergraf, S.L. - Constitucin, 19 - 08014 Barcelona Impreso en Espaa

  • Antonio Colinas D a s e n P e t a v o n i u m

    2

    Das En Petavonium Antonio Colinas ISBN: 84-7223-736-2 Formato: 21x14 cm. Lengua: CASTELLANO Encuadernacin: Tapa blanda Editorial: Tusquets, BARCELONA, 1994 Coleccin: ANDANZAS, n 204 120 pginas NARRATIVA (F). Cuentos Espaa (01/01/1994)

    Quin no se ha alimentado, a lo largo de su vida, de las fantasas, los sueos, los amores, misterios y secretos apenas revelados de la infancia o la adolescencia en algn lugar aparentemente remoto al que en principio jams se habr de volver? Pero qu ocurre cuando se regresa a ese lugar tan grato que la memoria mantiene intacto, habitado por los cambiantes fantasmas del pasado? En este viaje inicitico nos conduce Antonio Colinas al devolvernos a aquellos Das en Petavonium. Con l reencontramos a Arturo y Lidia tras un desangelado congreso de historia antigua y al narrador y Mara en el laberinto de un jardn lejano, revivimos el sueo de la cuna que mece a un nio muerto, vemos alzarse junto a la iglesia la inquietante silueta del hombre que busca un tesoro, descubrimos qu haba en el cofre del maestro de escuela, trabamos amistad con los novios espectrales de una isla mediterrnea y alcanzamos la certeza de que una misma mujer puede ser tantas como genere el deseo o el recuerdo.

    [Enlaces de inters, no incluidos en el libro]* http://www.ucm.es/info/especulo/numero20/colinas.html http://www.lbonline.net/colinas/ [pgina web del autor] http://www.aytobaneza.net/cultura_archivos/personajes/antoniocolinas.htm http://www.hottopos.com/rih5/ferrero.htm

    Antonio Colinas naci en 1946 en La Baeza, Len. Es autor de diez libros de poesa, gnero que frecuenta desde 1967, de los que destacamos Sepulcro en Tarquinia (Premio de la Crtica en 1975), Noche ms all de la noche, Astrolabio, Jardn de Orfeo, La llamada de los rboles y Los silencios de fuego (Marginales 121), su poemario ms reciente, publicado por Tusquets Editores en 1992. En 1982 recibi el Premio Nacional de Literatura por el conjunto de su obra potica. Aunque la poesa es su medio de expresin por excelencia, tambin se ha aventurado en la novela con una triloga sobre la educacin esttica, de la que han aparecido ya dos ttulos, Un ao en el sur y Larga carta a Francesca, en el ensayo y en las

    meditaciones aforsticas con, por ejemplo, El sentido primero de la palabra potica y Tratado de armona (Marginales 113), en la traduccin y en la biografa con Hacia el infinito naufragio (Biografa de Giacomo Leopardi) (Andanzas 79). Con Das en Petavonium hace tambin una esplndida incursin en el difcil arte del cuento.

    * Incluidos en esta edicin digital por el escaneador.

  • Antonio Colinas D a s e n P e t a v o n i u m

    3

    ndice*

    Primera parte

    Das en Petavonium ....................................... 13 Esperandoa Lidia . . . ................... ................. 27 Tormentas de verano ..................................... 45 El sueo de Armuz ........................................ 53 Elcofre ............................................................ 63

    Segunda parte

    Contemplaciones desde la azotea .................. 73 Los novios ..................................................... 93 Ella................................. ................................ 103

    Todo mi trabajo, toda mi actividad creativa, provienen de aquellas fantasas y sueos iniciales. Todo lo que logr ms tarde en mi vida ya estaba contenido en ellos, aunque al principio slo en forma de emociones y de imgenes. Todo comenz entonces.

    C.G. Jung. Memories

    * La numeracin corresponde al libro original [Nota del escaneador].

  • Antonio Colinas D a s e n P e t a v o n i u m

    4

    Primera parte

    Das en Petavonium

    Creo que jams volver a Petavonium. Me refiero a la Petavonium de entonces, a la que se entrevea al atardecer, hundida en un valle de encina-res y de colmenas, nada ms dar la ltima y brusca curva de la carretera. Entre dos luces, se divisaba el viejo y misterioso castro trapezoidal, sostenido como suelen contar las leyendas celtas por una gigantesca viga de oro. El castro, y el humo que ascenda de los tres pueblos del valle: Fuentes, Ronsar y Tarmzar. Nunca ms volver en el ruidoso autobs polvoriento que saltaba durante un par de horas sobre los guijarros de la carretera. Se tambaleaba el autobs con una lentitud parsimoniosa y con frecuencia se detena en las aldeas del recorrido, bien forzado por las habituales averas en las que el motor humeaba escandalosamente, bien al caer algn cesto de uvas o alguna caja de pescado. Tambin cuando, simplemente, en un descuido, se precipitaba el propio cobrador del autobs, el cual dio en una ocasin estrepitosamente con sus costillas en las rocas de la cuneta.

    Pero siempre, al final, puntualmente, a la hora del ocaso, entre dos luces, Petavonium no faltaba a la cita en lo hondo del valle. Acaso haba en sus alrededores una ltima parada forzada por el rebao de mil cabras que se precipitaba como un ro de negras sombras por las arcillosas laderas del Monte Seijo, e iba a estrellarse contra el autobs all donde la primitiva calzada romana se funda con la carretera comarcal; all donde haba un par de lagunas cenagosas, al pie de las tapias de adobe y csped del huerto del mdico. La hora del regreso del rebao, la hora del ocaso, la hora de todos los regresos! El polvo del camino era un polvo de oro con el ltimo sol.

    Mi abuelo, sentado en la parada en un poyo de piedra, miraba aquella confusin de cabras y de labriegos que se mezclaban con la llegada del autobs, el cual aceleraba su partida con roncos y repetidos bocinazos. Mi ta me gritaba por encima de aquel jaleo, de los fardos y de las cajas despanzurradas de pescado, para que me bajara deprisa. Mi to, como de costumbre, no haba llegado an. Siempre sola rezagarse en la puerta de alguna casa o en algn huerto. Luego, lo encontrbamos ya a medio camino de casa, brotando de una noche completa, llenando el aire de excusas. Aquel lento descenso en la sombra se prolongaba excesivamente, cien veces se interrumpa por las cabezadas del rebao, por los besos y caricias de los campesinos que, inesperadamente, al llegar a la altura de sus casas, iban saliendo para saludarme.

    Cuando llegbamos a la plaza haba algo ms de silencio, y una noche completa se volcaba cuajada de astros sobre el piln de la fuente. Las yeguas beban una y mil veces estrellas con una lentitud ancestral en el agua muerta. Entre las sombras, adivinaba apenas la espadaa de la iglesia, pero, ya detrs, se haba esfumado la cima tutelar de Petavonium, el misterioso castro trapezoidal que, el primer da, ya desde mis primeros viajes, me privaba de unas horas de sueo. Luego hundido en el gigantesco colchn de lana, tibio y suave tero se entreabra toda la placidez del cuarto. Arriba crujan levemente las maderas del desvn y me llegaba un sueo dulce y reparador.

  • Antonio Colinas D a s e n P e t a v o n i u m

    5

    Afortunadamente, Petavonium est muy bien localizada desde antes de los tiempos de Augusto. Se encuentra a VIII milias romanas de Astrica, en la va que iba desde esta urbe a Brcara Augusta, concretamente entre las mansiones de Argentiolum y Veniatia, esta ltima todava de ignota localizacin. Su situacin de avanzadilla de los montes galaico-leoneses hizo de ella un nota-ble enclave, ya desde los tiempos prerromanos. De hecho, lo que hoy reconocemos como Petavonium, es el viejo castro celtbero. El romano el campamento propiamente dicho se halla en la llanura, en direccin sur, hacia Tarmzar. Se trata de un rectngulo de ancho muro de piedra y argamasa de ms de dos metros de espesor en algunos puntos del que slo quedan los cimientos. Ya fue perfectamente descrito por Adolph Schlten a comienzos de siglo. El primitivo castro responde a las caractersticas generales de este tipo de enclaves: base elptica y cima plana y roquera.

    El macizo montaoso debi de ofrecer, desde un principio, amplias facilidades a sus primitivos habitantes. Quiero decir que fue muy escasa la obra de los hombres en escalonamientos y terraplenes. Hay, sin duda, en la cima, un rea dedicada probablemente a acrpolis; rea que coincide, ms o menos, con una finca propiedad de mi abuelo, un viejo garbanzal que en los ltimos aos ha endurecido su tierra hasta convertirse casi en piedra, de forma que ahora slo es un erial invadido por cardos y zarzas, y barrido por un viento fiero de cuchillos en los das ms desapacibles. All arriba, cerca de las nubes, siempre hay un silbo de viento claro entre los peascos; un silbo suave, no humano, que turba el nimo del visitante que, tras una ascensin ansiosa, ilusionada, se ha encontrado rodeado de repente por la mayor de las soledades.

    Insistiendo en la topografa del castro dir que hay en l pocas huellas urbanas, a no ser las de las mnimas ruinas circulares y cuadrangulares de las primitivas viviendas prerromanas, algunas de las cuales las ms grandes fueron sin duda romanizadas, a juzgar por la profusin de ladrillos romboidales de los pavimentos que las rejas de los arados levantan cuando suben a araar aquellos pedregales. Las piedras son una obsesin para el que asciende hasta el castro, sobre todo por su ladera sur: grandes piedras de habitculos y tambin de lo que en tiempos debieron de ser toscas murallas. A veces, hay bloques medio ciclpeos ajustados a los grandes peascos naturales, pero por lo general son piedras de tamao regular y cuando todava forman muros llevan en medio un relleno de guijos. El cura del pueblo dijo haber encontrado en una ocasin en uno de estos muros una borrosa figura celtibrica, colocada como una piedra ms. Pero nadie ha llegado a verla. Hubo fosos o torres en el castro? No quedan rastros de ellos.

    En uno de los extremos de la cima no olvides que es nuestra, que est en nuestro terreno, deca el abuelo est la cueva. La cueva o lo que sea. Y digo lo que sea porque desde luego no se trata de una cueva natural propiamente dicha, sino de un hundimiento del terreno, de una profunda y cuidadosa excavacin producida a lo largo del tiempo por curiosos y merodeadores. (Todava el verano pasado, mi to descubri casualmente en su interior, a unos cincuenta metros de la entrada, los picos, las palas, los candiles de unos excavadores furtivos que trabajaban nocturnamente. Excavaban en torno a una gigantesca piedra pulida a medio desenterrar. Mi to arroj a lo hondo de la caverna todos aquellos materiales de trabajo e hizo a continuacin lo que se ha venido haciendo toda la vida: se hart de echar tierra en la entrada de la cueva hasta dejarla cegada.)

    Tambin como de costumbre, dentro de dos o tres aos, alguien vendr de nuevo a la casa para avisamos que se est excavando, que vuelven a abrir la boca del tnel que baja precipitadamente hasta no se sabe qu abismales profundidades. Lo que s es seguro es que nadie, hasta ahora, ha logrado dar con la famosa y gigantesca viga de oro macizo que sostiene toda la montaa o con el oscuro cauce de agua que conduce otra tenebrosa leyenda celtahasta el mismsimo mar del noroeste.

    Desde la cima se divisa un paisaje extenso. Al norte, los montes cerrados de encinar; al este, la Sierra de Pea Negra, que desciende desde la sagrada cima del Monte Tilenus, reptando como una boa negra cubierta de abruptos roquedos y de pinos rados; al oeste, las lomas ms suaves de otras sierras, entre las que se pierde la antigua calzada romana; en fin, al sur el terreno es ms abierto y en

  • Antonio Colinas D a s e n P e t a v o n i u m

    6

    l hay algunas fincas de regado cercadas por juncales y regueros, como el llamado Cao de los Moros, que bordea el muro al sudeste del campamento. Alrededor del castro, las honduras del valle y los tres pueblos ya citados que no son, probablemente, otra cosa que una humanizada prolongacin tardorromana del viejo enclave: Fuentes, al norte, cercado por algunos sotos de lamos; Ronsar, al sudeste, en un cerro tenebroso y pelado por el que slo trepan los peascales, prolongando y perpetuando la ruina del castro. Y, hacia el sur, Tarmzar con un lejansimo fondo en el que cabrillean los trigos.

    He hablado del momento plcido y ltimo antes de cerrar los ojos; un momento que estaba vaciado como por un silencio secular, slo roto por los leves crujidos de las maderas y el correteo de algn gato sobre los tablones del techo, o los ladridos fros, lunares, de algn perro solitario en la calle por la que no pasaba ni un alma. Pero cmo eran los despertares? Antes de abrir mis ojos comprenda enseguida que no era un sueo tenebroso, vaco y desolado, el que me haba posedo. No. Me senta pleno y como cargado con una dulcsima pereza; pereza que rompa el fresco sonido de las esquilas de los rebaos, que suban por todas las calles y llenaban de nuevo la plaza hasta que todo el rebao se hubiese reunido.

    El sueo haba sido especialmente denso porque senta mis venas cargadas con el aroma pesado y calenturiento de los montones de trigo, que llegaban de las paneras, y por el aroma de las jaras an frescas, que se amontonaban en los corrales. Pero, sobre todo, por el humo denso y embriagador de la encina, que llegaba del hogar de la cocina. Los dos primeros aromas haban ido penetrando en mi sangre a lo largo de la noche como las estrellas por la ventana para adensarla, para enriquecerla, para embriagarla. El tercero el aroma bravo, sacro, de la encina era en realidad el que abra la maana, el que entreabra mis ojos y me despertaba gozoso.

    Ms tarde, en la cocina, era la encina la que embalsamaba todo de una forma plena, antes de que su azulada humareda se perdiese hacia arriba, por la enorme campana negra de la chimenea, por la que tambin gustaba de perderse mi mirada. La apoteosis de los aromas que pasaban a la sangre adquira su ms elevada esencia si casualmente aquella misma maana se haca pan en la casa y, en consecuencia, el horno comenzaba a ser preparado. Entonces, aquel aroma severo y sacro de la encina se una al aroma alado, perfumado de las jaras jvenes, que ardan bien secas en el horno voraz, y poco a poco se consuman, y brillaban las brasas hasta tornarse en cenizas, que luego se retiraban. Quedaba entonces ardorosa la base enlosada del horno a la espera de la masa.

    Aroma de la jara y aroma de la encina mezclndose en la sangre mientras vea el primer sol de oro sobre el csped reseco y las urces de los tapiales que bordeaban la casa. Y luego el olor cido de la masa del pan. Y, al fin, el perfume s, perfume ms que aroma del pan crujiente y clido, ya a punto de ser retirado, que envolva todo el medioda y haca revolotear a los gorriones, y llenaba de alborozo a las aves del corral.

    La de los aromas era una clave intemporal, ahistrica, que comprend entonces, y en aos sucesivos, y que hoy comprendo cada vez que en cualquier otro lugar que no sea Fuentes, percibo aunque sea de forma sutilsima, atenuada, entristecido por el paso del tiempo aquellos mismos aromas. Pero, qu decir de las otras claves, de los otros hechos cotidianos, que slo el paso del tiempo han desvelado? Cuntos aos, por ejemplo, han tenido que pasar para que yo desentraara para que se me revelasen algunas claves histricas que entonces slo se me aparecan como smbolos?

    Recuerdo en este sentido dos nombres: los de Alcides y Lidia. Entonces eran nicamente dos nombres de nios, dos nombres de amigos. Alcides personificaba toda la vitalidad elemental que yo descubra en calles, huertos y animales. Lidia era la inocencia frgil que quera pero que todava no poda revelarse en amor. Tuvieron que pasar casi treinta largos aos para que en la sombra sala de una universidad extranjera aquellos dos nombres se me revelaran en su potencialidad ltima. Azuzado por la nostalgia que me produca la lejana de mi pas, repasaba yo viejos textos de

  • Antonio Colinas D a s e n P e t a v o n i u m

    7

    Historia Antigua con el fin de entreabrir o de cerrar? la grata herida de la infancia. Uno de ellos era un ejemplar de Archologischer Anzeiger de 1927. El otro era el tomo del Corpus Inscriptionum Latinarum.

    Haba hallado en este ltimo la inscripcin grabada en una piedra que precisamente haba aparecido en un yacimiento arqueolgico de Fuentes. Una inscripcin que recoga el nombre de Alcestes, la acepcin potica de Hrcules y que, ms o menos, poda traducirse as: Consagrado a Alcides, Marco Sellio Honorato, hijo de Lucio, de la tribu Arnerosis, nacido en la provincia de Mauritania, prefecto de la caballera del Ala II Flavia, de los espaoles ciudadanos romanos, en cumplimiento de sus votos, erigi desde los cimientos el templo del dios Alcides. Alguien, dos mil aos antes de mis correras junto a Alcides, haba hecho grabar sobre una losa en Fuentes aquel texto. Y ese alguien era un prefecto romano que haba erigido en qu punto concreto? un templo en honor de Alcides.

    La otra sorpresa me la proporcion, como he dicho, un nmero de la Archologischer Anzeiger y todava fue para m ms directa y significativa. Un especialista hablaba de un anillo encontrado bajo las ruinas de Petavonium; un anillo que llevaba la inscripcin EGIPT. L. VITA. Lo ms asombroso es que yo haba visto aquel anillo en manos de Lidia treinta aos atrs. Se trataba de una pieza arqueolgica que el gran Adolph Schlten el autor del artculo haba visto en manos no s si del padre o del abuelo de Lidia, cuando sta todava no haba nacido. Un anillo, en fin, que, como la losa inscrita por la mano de un cantero no excesivamente pulcro, estuvo en el dedo de un romano o de una romana, veinte siglos antes, en plena romanizacin de Fuentes. Es ms, cuando ni Fuentes, ni Ronsar, ni Tarmzar existan, sino slo el cerro del castro primitivo, y el campamento, y las caballerizas, y los lavaderos de mineral, y las ferreras y necrpolis del valle.

    Alcides y Lidia... Aquella inscripcin en piedra y el anillo tambin grabado... Haban tenido que pasar treinta aos para que yo desvelase en una universidad extranjera las claves histricas y simblicas de aquellos dos amigos de la infancia. Siempre me haba asombrado el nombre areo y spero a un tiempo de Alcides. Incluso un da que el tema sali, pude or (y lo recuerdo perfectamente) cmo su padre, un hombre de elevada estatura y muy moreno, casi un gigante, le preguntaba a mi to: Pero de dnde vendr y qu querr decir el nombre de mi hijo? Slo s que mi padre tambin se llamaba as. Por eso, yo se lo he puesto a l.

    En la historia del anillo tambin tengo a mi to por testigo. Un da hablaba l con el padre de Lidia del castro y de sus misterios. Los chicos ramos todo odos. Arando en la ladera sur del castro la reja de su arado haba quedado prendida en un objeto de una gran dureza. Dej a un lado la mula, tom la azada y se puso a cavar. Enseguida apareci un rstico cofre del que l se desprendera unos aos despus y bien que se arrepenta de ello ante las dos mil pesetas que le ofreci un chamarilero que iba de paso por el pueblo. (Entonces dos mil pesetas era mucho dinero, pero hoy el cofre valdra muchsimo ms, aadi con pesar.) Sin embargo, en el interior del cofre se encontr con un anillo del que no se quiso desprender; aquel mismo anillo con el que, por unos momentos y ante mis ojos, dej juguetear a su hija Lidia; aquel mismo anillo que su padre haba mostrado a un arquelogo alemn llamado Schlten. Recuerdo a Lidia metiendo el gran anillo, uno por uno, en sus dedos y siempre le quedaba grandsimo. Y ella rea, rea con una risa fresca que, en realidad, en aquellos das, a m era lo nico que me interesaba.

    As que por la maana, tras el desayuno, ya en la calle del verano limpio y luminoso, yo gozaba del encuentro con seres como Alcides o Lidia. Nios con nombres que an no me haban revelado sus significados ltimos. Alcestes, aquel otro ser misterioso que levant un templo. Lidia y el anillo encontrado. Pero esforzndome ahora en desvelar la memoria, se repiten los smbolos, se mezclan el pasado con el presente, la realidad con el sueo en la sala de la biblioteca. Recuerdo el valle de Fuentes y una de sus sierras y la cima ms alta de sta, el Monte Carpurias... No era acaso este nombre una burda deformacin de Calpurnio, aquel jinete del Ala II Flavia, soldado en aquellas tierras veinte siglos atrs, que dej su vida bajo otra rstica losa hallada en los alrededores del campamento romano? O acaso de Calpurnia, cualquier notable mujer romana que por all hubiese andado. Recuerdo como un lmite de ensueo el lomo oscuro del Monte Carpurias, con los rojos cortes de las tierras aurferas.

  • Antonio Colinas D a s e n P e t a v o n i u m

    8

    Pasaba las pginas de los libros y de ellas iba surgiendo mi infancia, no los ridos temas de una investigacin arqueolgica. No haba aparecido tambin en Fuentes otra inscripcin tambin sta recogida en las pginas del Corpus Inscriptionum Latinarum, que yo ahora volva a hojear, y que haca referencia a un soldado muerto, natural de Cremona (Italia)? M. Volum/nius c. f. Anie/ Crem. miles/leg. x. h. s. e., deca aquel texto. Y no estaba yo ahora, treinta aos despus de mi infancia, veinte siglos despus de la muerte de aquel soldado, en el valle de Fuentes, recorriendo con mis ojos este texto en una biblioteca de los alrededores de Cremona, en Italia, de donde era natural aquel soldado de la X Legin?

    Lectura de los smbolos...! Casualmente los hilos se entrelazaban en el tiempo. Y se entrelazan hechos y sueos: Alcides y su lpida, el soldado de Cremona y la suya, Lidia y su anillo, el anillo y el texto de Schlten, Calpurnio y su losa y su monte... Y yo desvelando todas aquellas claves treinta aos despus, tan lejos de Fuentes y de su valle con encinares y colmenas que, probablemente, nunca volvern a ver mis ojos como entonces lo vieron, a travs de los sueos vividos de entonces. Los ojos de entonces, que no deseaban desvelar historia alguna, sino que captaban el mundo en su pnica naturalidad. Ahora estoy lejos y me queda la nostalgia del rememorar. Alcides y su vitalidad, Lidia y su delicadeza que velaba el amor, un terrible monte de hierro, los aromas y piedras del valle, sus ruinas que hoy me persiguen como una gozosa obsesin.

  • Antonio Colinas D a s e n P e t a v o n i u m

    9

    Esperando a Lidia

    Aunque acabo de recordar a Lidia, volver a escribir sobre ella; recordar de nuevo que ella fue la amiga de mi infancia, la ,amiga de mis das en Petavonium, el amor primero, la amistad que deseando convertirse en amor nunca llega a serlo. Lidia est unida a mis sueos, a mis vivencias originarias; es como la esencia de aquellos das que ya no volvern. Pienso en Lidia y repentinamente siento el aroma de la jara y de la encina ardidas, me hiere el frescor amargo de las profundas bodegas.

    Vuelvo a pensar en ella y los sueos de la infancia se multiplican como en su da se multiplicaron en las laderas de Petavonium, en los muros y bancales sembrados de rotas vasijas y de tejas romanas. Mi infancia en Petavonium fue, en definitiva, la infancia junto a Lidia. Por eso, siempre tuve por algo natural el no volverla a ver, el haberla perdido para siempre, de la misma manera que perd mi infancia entre aquellas ruinas y despoblados cercados por trigales y colmenas. S, Lidia era la infancia, pero la infancia ya haba pasado. Por eso, difcilmente poda interesarme hoy su vida. Su cuerpo frgil haba sido como un sueo y los sueos sobre todo los ms remotos nunca se tornan realidad.

    Pero hay veces en que el destino traza subterrneamente signos que los seres humanos difcilmente podemos controlar. Por eso, si digo que Lidia ha vuelto a aparecer treinta aos despus de mi infancia, treinta aos despus de Petavonium, de aquel mgico tiempo de cigeas y de lechuzas, me diris que merece la pena volver a hablar de ella, a escribir sobre ella. Nos criamos sobre los herbazales y las ruinas de los viejos castros prerromanos y romanos, por eso no resulta raro hasta cierto punto que la Historia haya quedado como sembrada en nuestras entraas, que hoy, sin saber nada uno del otro, hayamos acabado siendo dos personas interesadas por el pasado, dos estudiosos de la Historia Antigua. Murieron nuestros abuelos, partieron nuestros padres hacia grandes ciudades, se cortaron las amistades, y fue natural la separacin, el que uno no haya vuelto a saber nada del otro.

    Sin embargo, hace unos meses, surgi inesperadamente el encuentro. Asistamos ambos en una vieja ciudad universitaria a un congreso sobre el bimilenario de una de esas ciudades fundadas por el Imperio romano en nuestras tierras altas. La arqueologa de los saqueadores nocturnos y las legendarias historias que nos contaban nuestros abuelos al calor de la lumbre, ya nada tenan que ver con esa prctica montona y dura que, a veces, supone la enseanza universitaria, con el asfixiante esfuerzo de acumular bibliografas y deshacer errores de colegas y alumnos. Pero lo importante y curioso no es que Lidia y yo seamos hoy profesores universitarios en ciudades lejanas. (Yo enseo en una pequea universidad de provincias, en el norte. Lidia ms valiosa y afortunada, prolongando la estancia que le proporcion una becaes profesora en una ciudad norteamericana.) No, lo importante no es esto, sino nuestro inesperado encuentro. Es como si por tneles oscuros, sonmbulos, hubiramos acudido a la llamada del tiempo perdido, a la cita de un congreso en una vieja ciudad universitaria. No s hasta qu extremo nuestras vidas se han fatigado o vulgarizado con los aos, pero la raz de los sueos el temario de un congreso de Historia Antigua nos ha reunido de nuevo.

    Tan lejos hemos estado uno del otro, tan fuerte ha sido el poder del olvido, que ni siquiera reparamos en nuestros nombres al leer la lista de los congresistas. Los nombres de Lidia y Arturo no bastaban para avivar el recuerdo, para despertar los das de la infancia. As que nada sospechamos en los momentos previos a la celebracin del congreso; nada sabamos de cuanto al otro le haba sucedido a lo largo de los ltimos treinta aos. El sueo de la infancia, la nia amiga, el amor

  • Antonio Colinas D a s e n P e t a v o n i u m

    10

    primero, estaban como comprimidos fuertemente en lo ms profundo de nuestro ser, en la infancia muerta y sepultada.

    Pero puede sepultarse una infancia como la nuestra? Pueden sepultarse los aromas, el rumor de los manantiales, los trinos en los lamos, el sol grande y amarillo de la era? Esta infancia haba sido aplastada (o reprimida) por el paso de los aos, y cierta intil laboriosidad fue la que no permiti, en un primer momento, que nos reconociramos. Verdaderamente no nos reconocimos? Creo que desde la primera sesin del congreso, desde el acto de apertura, ms all de la grandilocuencia de los discursos inaugurales y de la envarada asistencia de las autoridades locales, la presencia de uno se hizo evidente para la presencia del otro. Mas a qu se deba esa identificacin? No nos habramos visto antes en algn otro congreso? S, quizs esto fuera lo ms probable.

    Hice un supremo esfuerzo durante las primeras sesiones de trabajo para identificar aquel rostro, para saber de qu lugar o de qu tiempo provena aquel rostro algo blanco y fino, el cuerpo sano, pero como teido de una frgil, notable espiritualidad; la inocencia imborrable, en definitiva, que yo tanto haba amado sin saber que amaba en los das de la infancia. Quiz no nos dijimos nada porque la edad y las formalidades profesionales nos impulsaban a mantenernos fros, a guardar las maneras. As que, al da siguiente, durante la segunda de las sesiones de trabajo, sentados a una prudente distancia, uno frente a otro, continuamos nuestro reconocimiento, la profundizacin inconsciente en el pasado. Era como ir apartando sombras, como ir eliminando aos con sigilo, como ir recuperando inocencia y perdiendo aos. Nos contemplbamos haciendo todo lo posible para que nuestras miradas no se cruzaran, y el tiempo el pasado, las ruinas, los sueos rotos de Petavonium no terminaba de hervir como un horno en nuestros pechos. Mucho hemos debido de cambiar para que este reconocimiento fuera tan meticuloso, tan lento, tan cmo decirlo? delicioso.

    Sonaban un poco excitadas a nuestro alrededor las voces de nuestros colegas, mientras nuestras miradas falsamente extraviadas en el techo de la sala se poblaban de gorriones y de abubillas, se embriagaban con el spero perfume de los rebaos al atardecer, con el gritero de los baos entre los juncos de las lagunas. Era como ir desnudndose de todos los ropajes intiles que habamos ido colgando de nuestras vidas a lo largo de los ltimos treinta aos. Hubo luego un momento en el que pareci hacerse la luz dentro de nosotros y nos reconocimos, mas no creamos todava o no podamos creer que nuestras personas, escuchando falsamente concentradas en aquella sala del congreso, fueran los nios amigos de un tiempo. Tuve la confirmacin de que aquella mujer que estaba sentada frente a m era la nia de entonces, al echar al fin una ojeada al programa del congreso para descubrir, entre la amplia lista de los participantes, un nombre que ahora s me devolvi al pasado y a su verdad: Lidia Ferraz.

    Y qu seal descubri ella en mi rostro, transformado en no menor medida? Ultimamente llevo una cerrada barba y una ms que incipiente calvicie que en modo alguno favorecen el reconocimiento del nio de ocho o nueve aos que ella conoci. Pero algo debi de intuir en m a travs de las sucesivas y disimuladas miradas; algo que le dio la clave del pasado, que la devolvi, tambin de golpe, al mundo de los sueos deshechos, al extraviado perfume de la infancia. Volv a comprobar la lista de congresistas, pero ella ya haba mostrado para entonces una medio sonrisa que deshizo todo posible distanciamiento.

    Aquella mesa redonda la recuerdo muy bien, trataba sobre las Explotaciones aurferas romanas del noroeste, y la coordinaba un especialista ingls en el tema se prolong excesivamente. As que los dos seguimos siendo esclavos de la edad, de nuestro trabajo, de los formalismos. Ninguno dio todava el primer paso hacia el otro. Los profesores que ramos seguan reprimiendo la infancia, sepultando los sueos perdidos, ahogando a los nios que ya no ramos. Se discutan apasionadamente en aquellos momentos en la sala las cifras de oro que el Imperio sola llevar a Roma y nosotros seguimos atendiendo sin atender en realidad a nuestro deber profesional hasta que la sesin termin.

    Luego, todo result demasiado fcil: el ir con naturalidad uno hacia el otro, el reconocernos de verdad, las mutuas muestras de sorpresa y casi de incredulidad. No hubo exagerados gestos, pero nuestros ojos ardieron con un fuego extrao aquellos ojos serenos de Lidia que pronto tanto

  • Antonio Colinas D a s e n P e t a v o n i u m

    11

    habran de transformarse, con la luz de quien recupera el manantial de los mejores sueos. Era invierno. Termin el congreso y de nuestro encuentro surgi una decisin delicada y

    atrevida: la de citarnos el prximo verano en Petavonium. Lidia tena que volver a Amrica, pero me asegur que en verano tena nuevos compromisos en nuestro pas. A pesar de que en el valle de nuestra infancia ya no quedaba ni rastro de su familia, se aventur a dar aquel paso que, entre los dos casi sin pretenderlo sugerimos. Mis padres haban vendido las tierras y los viedos de mis abuelos y haca muchos aos que yo no pasaba por aquellos espacios. Slo el viejo casern familiar, mordido por las lluvias, y el abandonado huerto eran el nico hilo que me una al pasado. Aquel deseo de citarnos en la tierra de nuestros veranos infantiles era absurdo como absurdo era el no querer profundizar en el conocimiento de nuestras vidas actuales, pero maduramos la idea entre bromas y veras.

    Termin el congreso. Partimos cada uno hacia nuestras respectivas ciudades, pero la cita extravagante y maravillosa qued establecida. No tenamos ninguna razn de peso para volver al lugar de nuestros abuelos, a los veranos de entonces, pero la cita qued rotundamente establecida: nos veramos el prximo verano concretamente el 8 de agosto en Petavonium. Y en qu lugar concreto, nos preguntamos sonriendo casi a la par? Por supuesto todo continuaba como una broma, en el que haba sido el punto de mira de nuestros sueos: en la cima del viejo castro romano, entre las negras y enormes rocas, al atardecer.

    Pasaron seis meses y, a lo largo de este tiempo, mi nimo fue madurando aquella cita, a la vez que gozaba de las ms variadas sensaciones. El encuentro con Lidia treinta aos despus, de qu naca o a qu se deba? Tanto lo deseaba que, en el fondo, lo tomaba por ilusin, no crea en l. Y, a la vez, soaba con obtener el mejor de los resultados. Pueden volver a renacer los sueos? Puede un mundo infantil cuajar en un amor de madurez? Slo creamos en los seres adultos que ramos o pretendamos recuperar el pasado, la plena felicidad de la infancia? Las dudas me atenazaron pero a medida que la fecha se aproximaba, mi inters se acrecent; sent al alcance de mis manos aquel otro buen oro de los sueos perdidos. Incluso pens que en la mujer que hoy era ella podan condensarse todos los sueos fugitivos del pasado, los sueos de una vida que yo haba llevado ms bien en soledad, hurfano acaso del nio en armona que fui.

    Antes de seguir adelante quiero hacer una precisin: tras la partida de Lidia no volv a tener noticias de ella, ni yo me propuse envirselas. Deseaba profundamente dejar al arbitrio del destino aquella caprichosa y ansiada cita. Pens, a veces, en tomar la pluma para, en una carta, confirmarla o rechazarla. Pero la semilla del sueo ya estaba arrojada y slo caba esperar el desenlace. Iban pasando los seis meses y me haca sufrir la idea de que ella hubiera olvidado lo que slo poda haber sido una broma brotada del aburrimiento y de la sequedad de unas jornadas de congreso. Y, sobre todo, me haca sufrir la idea de que Lidia no acudiera a la cita.

    El 7 de agosto, al atardecer, un da antes de la fecha acordada, llegu a Fuentes, el pueblo que se levanta en la hondonada, cerca de la ladera norte de Petavonium. Rechac amablemente el ofrecimiento de algunos conocidos, as como el de la familia que cuidaba de la casa de mis abuelos, para que durmiera en sus viviendas. Prefer el viejo casern familiar, aunque verlo de nuevo resultara ser una dolorosa experiencia. En la huerta se haban secado la mayora de los frutales y los hierbajos crecan espesamente por doquier. La casa, en lo fundamental, se conservaba bien a pesar de la pobreza de los materiales con que estaba construida, pero haba ya algunas habitaciones inservibles en las que las prolongadas lluvias de invierno se haban dejado sentir. Los escasos muebles que quedaban hacan irreconocible cada espacio del pasado. Pero en mi afn de sumergirme en los das perdidos, me decid a dormir en una de aquellas alcobas. Cuando anocheci la guardesa se haba cuidado de adecentar todo lo posible aquel abandono escog aquella cama en la que mi abuelo me contaba historias de lobos y de vagabundos; y pronto, agotado por el largo viaje, me qued profundamente dormido. Me pesaban mucho los ojos y adems estaba deseoso de que las horas volaran, de que la luz de la maana inundara las salas de aquella casa en la que hasta la luz artificial se haba cortado.

  • Antonio Colinas D a s e n P e t a v o n i u m

    12

    Tampoco pude reconocer, al da siguiente, las huellas del pasado en cada uno de los rincones del pueblo: se haban secado las fuentes y los manantiales, los rboles enormes de la infancia ya no existan tras las tapias de los huertos; algunas de las casas que fueron decisivas en mis vivencias primeras se hallaban derruidas. Slo al asomar a los alrededores del pueblo observ que los campos eran los mismos de entonces, dominados al sur por la cima trapezoidal de Petavonium, el viejo castro romano. El pueblo era como un reflejo de mis ltimos aos: un espacio para la desesperanza; pero ms all de las cercas de adobe y de los ltimos huertos abandonados, brotaban con fuerza los jarales y encinas, crecan los ltimos manzanos sobrecargados de frutos que quiz nadie recogera. Pero las que estaban ms vivas que nunca eran las piedras; las piedras que parecan no haber sufrido el paso del tiempo. Me atraa como un poderoso imn aquella loma, mas no di ni un paso ms, no quise hollar antes de tiempo la senda que conduca a la cima del castro, el lugar de la cita con Lidia. Regres al pueblo a esperar el atardecer, la hora prevista. En ste no haba seal alguna de que Lidia hubiera adelantado en un da, como yo haba hecho, la llegada. No quise preguntar si haban visto a una mujer forastera durante aquellos das, en Fuentes o en algn otro pueblo de los alrededores.

    Me roa la impaciencia, por eso, cuando el calor decreci, sal de casa y emprend la marcha en direccin al teso de Peas Secas. Era el camino ms directo y seguro para acceder al castro desde el norte. Lo recordara an Lidia? El calor abrasador del da haba resecado cada hierba y estaban mustios algunos pequeos pinos y castaos con los que haban repoblado recientemente la ladera. Pero la primera, levsima, humedad del atardecer haca brotar de la tierra un perfume agreste que, de golpe, me devolvi lo mejor de los das perdidos. Si volva el rostro hacia poniente, toda la ladera de la sierra me pareca de oro. A veces, me detena a la sombra de alguna gran pea y posaba en ella mi mano como deseando extraer su latido de intemporalidad.

    Tom luego un camino que torca hacia la izquierda a media ladera, el de la primitiva calzada, pero por matar el tiempo me sal de l y vagu caprichosamente entre el tomillo y los peascales por los que, de vez en cuando, vea platear la piel reseca de alguna culebra o el crneo calcinado de alguna liebre. Atraves un pequeo desfiladero de roca y prefer abordar la cima del castro por la ladera sur, por uno de aquellos bancales ceidos an por enormes muros de piedras. A veces, me detena para remover con mi pie el cenizal del yacimiento o algn mnimo resto de cermica tardorromana. Con no poca dificultad, a causa del calor y de la pendiente, llegu a la cueva derruida que se abra en el terreno de mis antepasados y, al fin, sub a la cima, a la meseta cercada de roquedos, de suelo muy endurecido y barrida por una brisa an fogosa.

    Me sent all arriba y ote las dos laderas del monte, as como los caminos que hasta l llegaban desde los cuatro puntos cardinales. No se vea ni un solo ser humano. Slo los graznidos de algunas aves de presa rompan la encendida mansedumbre de la tarde. Caa el sol y la luz que coronaba los montes y las lejanas iba cambiando del blanco al oro. No vea ni rastro de Lidia. Quizs yo me haba comportado de manera ingenua al llegar hasta aquel lugar. Cmo era posible que ella regresara a Europa para aquella absurda cita en un apartado lugar? El corazn se me llen de dudas, pero me apaciguaba aquel spero y sano perfume de jarales y tomillos, la pureza de la brisa, la infinitud de llanos y sierras que el ltimo sol inundaba. Y me entretuve recordando algunas de las leyendas del lugar: la de la gran viga de oro que sostena el monte, la de la imagen de la Virgen sepultada y descubierta, la de la princesa mora que, en noches de luna, se peinaba con un peine de plata y embelesaba con sus palabras a los pastores que osaban acercarse a ella...

    Se fue intensificando la atmsfera del atardecer. El sol mordi por poniente la sierra y, aproximadamente a la hora esperada, vi cmo sala del pueblo un coche que enseguida comenz a ascender por el camino. Torci luego hacia la izquierda para tomar aquel otro que se diriga directamente hacia el castro y al que, al final, cerraban el paso grandes rocas. Vi de lejos, con cierta dificultad, cmo descendan del coche dos personas, un hombre y una mujer. El hombre probablemente un taxista volvi a entrar en el coche, dio la vuelta y regres deprisa al pueblo dejando tras de s una polvareda. La distancia que me separaba de aquel lugar donde qued la mujer era mucha, pero s suficiente para poder apreciar que era Lidia. Esta se haba quedado de pie y

  • Antonio Colinas D a s e n P e t a v o n i u m

    13

    alzaba su cabeza en direccin a la cima del castro. Desde la altura, yo guardaba silencio y gozaba de su presencia en aquel mar de rocas, as como del placer de observar sin ser visto. Deseaba, por el momento, no moverme, no hablar, no alzar la mano por temor a romper el encanto de su presencia en aquel espacio que tanto haba supuesto para nosotros en otro tiempo.

    Esper callado a que ella comenzara a avanzar hacia la cima, pero observ con sorpresa que no slo no lo haca, sino que, tras apoyarse con vacilacin en una de las rocas, se sentaba. Continu su contemplacin de la cima con el rostro levantado en direccin a donde yo me encontraba semioculto. Esper an unos momentos, feliz e intrigado, pero Lidia no cambi de actitud; se qued all abajo, como petrificada, mirando fijamente en direccin a la cima del castro. Supona que yo no haba llegado an y esperaba? Me haba visto entre los matorrales y finga? O acaso haba decidido esperar mi llegada a medio camino y no en la cima, como habamos acordado?

    Romp al fin aquella tensin y tambin la emocin que me embargaba. Me puse de pie y, desde el borde de la atalaya, sin decir palabra, agit mis brazos. Ella, imperturbable, segua quieta sin responder a mis seales. As que, como pensaba que no me haba visto a causa de la distancia, grit con fuerza su nombre en la tarde. Ella pareci despertar de su mutismo y, agitando uno de sus brazos, me salud como sorprendida y feliz. Yo volv a hablar para pedirle que subiera hasta donde yo estaba y que renunciara a toda pereza, pero ella me respondi con naturalidad que se encontraba un poco cansada y que descendiera yo.

    Baj deprisa, corriendo cuando los pedregales me lo permitan, contento de volver a verla en aquel lugar, feliz de saber que la cita era una realidad. Ya estaba a unos veinte metros de ella cuando el gesto hiertico de su rostro, an alzado, y la luz del sol ltimo (que se ocultaba exactamente detrs de su cabeza en aquellos momentos) me confundieron. Me detuve unos instantes ante su figura sentada e imperturbable y luego continu ms despacio la marcha.

    La cabeza de Lidia se volvi al fin, perdi parte de su rigidez, y pude apreciar que en sus ojos haba no s qu luz difusa. Era como si me mirara sin verme. Ningn msculo de su rostro pareca responder a mi presencia. Ya frente a ella, vi que sus vivas pupilas estaban ahora como levemente acuosas y difuminadas. Y vi tambin que esbozaba una sonrisa de tristeza y dulzura. Luego, me tendi las manos mientras deca: Eres t, verdad?. Comprend repentinamente su quietud y su rigidez; comprend como quien recibe un latigazo en el rostro que los ojos de Lidia no vean, que Lidia estaba ciega, completamente ciega.

    Me sent despacio a su lado en la roca y estrech sus manos entre las mas como quien estrecha las de una divinidad, con temor y con reverencia a la vez. Luego, el tiempo fue transcurriendo entre doloroso y tenso, no exento de una dulzura que no sabra explicar. De sus labios llegaron pronto las razones de su ceguera, y de aquellos ojos muertos salieron algunas lgrimas. Los dos reamos y llorbamos mientras el monte se oscureca a nuestro alrededor y pareca contemplar imperturbable, eterno, nuestra soledad de estatuas. Mientras oscureca, hubo dulzuras y nuevas razones entre nosotros. Lidia, a pesar de aquella terrible e inesperada circunstancia, haba acudido a la cita desde el otro lado del ocano; haba llegado hasta aquel monte de sus sueos perdidos; haba quedado quieta bajo la luz del ocaso, entre las grandes rocas, muda, esperando no s qu milagro. Quizs el de poder recuperar los ojos de su niez. Pero, por una u otra razn, ninguno de los dos pudimos recuperar nuestra mirada de entonces.

    Me esforc en balbucear proyectos comunes mientras renuncibamos a ascender hasta la cima de nuestros sueos, mientras la cima de nuestros sueos pareca haberse derrumbado. Era como renunciar, de forma brutal, a lo mejor del sueo de la infancia y a cualquier tipo de esperanza presente. Cuando volvimos paseando lentamente aquel anochecer en direccin al pueblo, le ped que, se quedara en nuestro pas, que se quedara a mi lado, pero no supe o no quise directamente saber por qu razn ella insista en regresar a su lugar de residencia. Slo entonces comprend que habamos establecido aquella cita seis meses antes, entre bromas y veras sin saber cul era su situacin familiar. Cuntas veces me he preguntado luego por los posibles seres o circunstancias que la esperaban all, al otro lado del ocano! Pero ella nada dijo, en su afn quiz de recuperar de alguna forma los seres que fuimos, un tiempo intenso y perdido.

    Pasamos unos das, no muchos, en la casa de mis antepasados y, al fin, una noche acaso para

  • Antonio Colinas D a s e n P e t a v o n i u m

    14

    no reconocer las ruinas del pasado, las ruinas que ramos subimos a mi coche y abandonamos el pueblo como dos furtivos. Partimos en direccin a un aeropuerto al que quizs ella haba llegado slo unos das antes. La llev hasta aquel avin que la conducira hasta una vida de la que yo nada saba, hacia la nada, hacia la muerte. La muerte, que era algo tan alejado de nuestra infancia, tan alejado de toda infancia. Y como ella, regresando entre el bosque de encinas, yo tampoco poda ver la noche a causa del dolor que senta.

  • Antonio Colinas D a s e n P e t a v o n i u m

    15

    Tormentas de verano

    A Jimena

    Cada verano que regreso a Petavonium, paso varias noches en vela, no puedo dormir. Es algo que me sucede los primeros das: la mente se mantiene con una claridad cristalina que no permite la llegada del sueo. Pasan las dos, las tres primeras noches, y yo me pregunto por la razn de tal lucidez. No s, acaso se deba a que el lugar aviva mi memoria. Al contacto con el valle y con la casa de los veranos de mi infancia, la memoria se afila como una cuchilla y brotan los recuerdos. Son ellos, en realidad, los que no me permiten dormir o es este clima seco y ardoroso, lleno de aromas intensos, el que embriaga la mente y me lleva a esta lucidez dulcsima de las noches en vela?

    Las primeras noches de este verano, por ejemplo, he pensado en el sueo que ha tenido una de mis sobrinas. Del sueo era protagonista un objeto que descansa ah, a los pies de mi cama, en un rincn de la alcoba, cubierto por una colcha amarilla. Ese objeto es mi propia cuna, la cuna de mis primeros das no creo que mida ms all de un metro de larga, que mi abuelo construy con especial esmero. Es pequea y rstica, tiene sus barrotes de madera desbastados a navaja, y toda ella est pintada de un azul celeste. Alzar la colcha bajo la que esa cuna est y contemplarla es como desear penetrar en lo ms recndito de la memoria, en lo ms profundo de mis das, cuando ni siquiera yo hablaba o andaba. Por eso, cada verano, cuando llego a la casa, levanto unos instantes la colcha para contemplar la cuna como quien levanta el velo que cubre un secreto. O quiz como quien levanta cuidadosamente una venda para contemplar una herida? La impresin es muy vvida. Luego, decepcionado por el polvoriento silencio del objeto, la vuelvo a cubrir con la colcha, y olvido. Olvidar porque no puedo recordar?

    Pero hablaba de un sueo que haba tenido mi sobrina la primera de las noches que aqu estuvimos este verano. (Unas veces, mis regresos a Petavonium son en solitario; otras como en esta ocasin me acompaan algunos familiares que me ayudan a despertar recuerdos, preguntas, sueos.) So mi sobrina con mi cuna, pero lo asombroso era que en ella descansaba un nio muerto. Luego, la cuna se despegaba del suelo y flotaba, se mova dulcemente de aqu para all, en el espacio negro y vaco del sueo. Desde entonces, ella tiene cierto reparo a quedarse a solas en la casa y pasa ante la cuna con sigilo y temor, echando una leve mirada al objeto cubierto con la colcha amarilla y bromeando para quitar fuerza a sus temores. Incluso la otra noche, cuando nosotros nos fuimos a pasar unas horas al pueblo de al lado, amedrent al resto de los nios de la casa relatndoles su sueo. Para complicar an ms las cosas, haba tormenta; una de esas tormentas que suelen caer a finales del verano sobre este valle con un estruendo enorme.

    Los campesinos suelen precisar el da en que llegan este tipo de tormentas, hablan de la tormenta de San Roque, es decir, de la que acaece en tomo al da 16 de agosto. Muchos veranos, si esta tormenta es persistente, ya podemos dar por terminados los calores de la estacin. Llueve con violencia y luego el valle y sus pueblos quedan ya con unas noches fras y puras para todo el resto del ao. Lo normal, sin embargo, es que la tormenta de San Roque llegue como lleg este ao: intensa, pero breve; con lluvia, pero mezclada con los aromas an calenturientos y agrios de los jarales y de las encinas.

    Llega, al principio, un viento hmedo y violento. Luego, cruzan el cielo los relmpagos. A su luz, se ven los montes negros y quietos como animales fabulosos. Las gentes todava hoy se recluyen en sus casas y rezan. As lo hacamos en mi infancia. Se apagaban las luces y slo quedaba encendido un candil. Su tibia llama parpadeaba bajo los labios que musitaban las plegarias. Mi abuela apagaba incluso el fuego del hogar, quitaba fuerza a las llamas removiendo los troncos entre

  • Antonio Colinas D a s e n P e t a v o n i u m

    16

    las cenizas. Era como si slo fuese dueo y seor del fuego aquel cielo amenazante que incluso arrojaba algn rayo aqu o all, sobre la alameda de la era o sobre algn rebao rezagado. De tal manera que, al da siguiente, el rayo y las desgracias que haba producido eran el tema de todas las conversaciones del pueblo.

    Pero hablaba del sueo de mi sobrina y del temor que ella haba transmitido a los dems pequeos de la casa la noche que los mayores nos fuimos a tomar una copa al pueblo de al lado. Ella se puso a contar el sueo de la cuna con el nio muerto y los nimos infantiles se exaltaron. Todos comenzaron a ver las habitaciones del casern cruzadas por cunas voladoras que iban y venan bajo el fulgor de los relmpagos. Al regresar a medianoche cuando ya la tormenta haba amainado y el aire ola a tierra fresca nos encontramos con todos los pequeos en la casa de una vecina, a donde se haban ido a refugiar, entre bromas y veras, para huir de sus terrores nocturnos. Ahora ya rean abiertamente, y la noche era una certeza de dulzura y placidez.

    Pronto se durmieron todos en la casa, pero mi memoria segua en el lecho, afilada y cristalina. Su lucidez habitual como digo, durante los primeros das se haba acentuado ahora con el paso y frescor de la tormenta. Mis nervios estaban doblemente relajados y, adems, me obsesionaba aquel sueo de mi cuna, y el nio muerto en ella, y los miedos veladores de aquella noche de tormenta. A los pies de mi cama, reposaba bajo la colcha aquella sombra informe de la cuna y he de confesar que yo tambin senta un leve escalofro al considerar las circunstancias del sueo. Luchaba por extraer del objeto alguna circunstancia real y objetiva. Y del nio que all haba reposado en sus primeros das. Pero nada brotaba de mi memoria. A lo sumo, si me esforzaba, lograba imaginar las manos diestras de mi abuelo puliendo con su navaja los barrotes de la cuna y pasando luego sobre ellos el pincel empapado de azul.

    No duermo las primeras noches en Petavonium, a pesar de que de da agoto el cuerpo. Asciendo al atardecer a la cima del castro prerromano lleno de rocas de oro, o camino entre las vias que parecen no acabar nunca. Los dems no comprenden esta ebriedad ma del caminar sin pausa y sin lmite, as que con frecuencia me abandonan. Esto sucedi, por ejemplo, la otra tarde. Casi todo el grupo busc las lagunas llenas de juncos que hay a la entrada del pueblo para baarse y yo me dispuse a dar uno de mis largos paseos. Poco importa ahora la descripcin del recorrido que hice. Por cualquier camino que se salga del pueblo siempre se suele acabar en un vallecito silencioso y ameno, sombreado de encinas, en el que zumban las abejas o zurean las palomas bravas de algn palomar abandonado.

    Llegu as esa tarde a un pequeo despoblado que haba en el monte. Lo que en tiempos debi de ser una alquera autosuficiente y llena de vida, ahora slo eran un grupo de ruinas habitadas por un par de ancianos. Me sent unos momentos con ellos bajo una parra que haba en la puerta y acept el ofrecimiento de un vaso de vino fresco. Fue de manera inmediata, al presentarme y decir quin era yo, cuando la anciana pronunci la frase directa y quemante. Al orla, toda mi memoria se revolvi:

    Ah, s, claro que te conozco: t eres el que estuvo muerto! Comprender el lector mi sorpresa y mi inquietud ante estas palabras. A duras penas tuve

    dificultad para esbozar una sonrisa y, guardando silencio, dej que la anciana siguiera hablando, hiciese un poco de luz sobre cuanto acababa de decirme.

    Con esa franqueza y naturalidad que slo se da en determinados campesinos, ella me record a m a la edad de un ao, tumbado en aquella cuna que haba hecho mi abuelo; me record primero deshidratado, muy enfermo, y luego insista una y otra vez muerto. De nada sirvieron, al parecer, unos masajes sobre mi pecho y mi vientre con un brebaje hecho con aceite de oliva y manzanilla amarga que ella misma haba preparado. Estaba, sin ms, muerto y por tal todos me tuvieron.

    Pero ya sabes lo que pas... aadi la vieja con fruicin. Yo, en mi afn de obtener ms informacin de ella, afirmaba con la cabeza sin saber bien a qu

    se refera.

  • Antonio Colinas D a s e n P e t a v o n i u m

    17

    Era el da de San Roque. Aquel ao haca un bochorno horroroso. Ya estabas sin aliento, muerto, y todos lloraban en la casa, pero de repente lleg la truena. Comenz a llover y acab cayendo agua a mares. Primero abriste los ojos y luego te sentaste en la cuna. Gracias a aquella tormenta y a san Roque ahora ests aqu, todava vives.

    No tard en regresar al pueblo estupefacto. Volva despacio entre las vias, sobre el camino de tierra roja, pensando en el sueo que mi sobrina haba tenido: en el nio muerto que ella so y en el nio muerto que yo fui, en la cuna que quera desprenderse del suelo para volar y en la real que yo todava poda tocar con mis manos. Pens en la tormenta de slo dos noches antes y en la tormenta que me haba devuelto la vida el mismo da de San Roque, pero cincuenta aos atrs! Pens en la mujer que quedaba en el monte, en la atenta vecina que ella haba sido, y en la vecina que haba acogido a los nios unas noches atrs.

    Regresaba despacio entre las vias, mientras escuchaba los gritos que la anciana le diriga a su marido, que era completamente sordo y que haba seguido nuestra conversacin entre ausente y embelesado:

    S, hombre, no lo recuerdas?, es el que estuvo muerto...

  • Antonio Colinas D a s e n P e t a v o n i u m

    18

    El sueo de Armuz

    De mis das en Petavonium recuerdo un viaje que por razones que hasta hace poco desconoca fue decisivo para m. El cura de Fuentes era to-abuelo mo y se ocupaba de otros dos pueblos ms de los alrededores. Armuz era uno de ellos. Recuerdo muy bien el da en que le pidi permiso a mi familia para que yo le acompaara a la fiesta mayor de aquella aldea olvidada del mundo. Salimos muy pronto, al amanecer. Iba el cura delante en un caballo alto y nervioso que se encabritaba al pasar los vados de los regueros y yo le segua detrs montado en un asno que portaba dos enormes alforjas. En ellas iban los objetos sagrados para el culto de la misa, que slo se deca una vez al mes en la temporada de buen tiempo y uno de los das de Navidad en los meses invernizos. En esta poca no faltaba la nieve y los caminos estaban intransitables.

    Iban en las alforjas de mi asno el copn, el cliz, la patena, los ropajes y ornamentos sagrados envueltos en unos paos crdenos y deslucidos. Salimos, como he dicho, al amanecer y debamos llegar a medioda a Armuz. All dormiramos y, al da siguiente, tras celebrar la fiesta con sus actos religiosos y profanos los primeros, constaban de misa solemne y procesin; los segundos, de una comida y un baile pblicos, regresaramos al atardecer para llegar a Fuentes ya con estrellas. Los momentos de la ida a Armuz son los que han permanecido ms vivos en mi memoria. De los instantes pasados en la aldea me siento como conmocionado por algo que pas all, y de lo que apenas tengo recuerdos. Es ms, stos no van ms all de una serie de breves visiones casi simblicas que son las que a m me persiguen desde entonces en mis sueos: el patio de la casa parroquial con sus flores y un pozo entre altos muros de piedra, el bside del templo junto al huerto de enormes frutales, las humildes calles de la aldea, asaltadas aqu y all por enormes peascales negros, la presencia de otros nios, un riachuelo que cruzaba rumoroso monte abajo...

    Acabo de hablar de mis sueos. Recordar aqu el ms obsesivo de ellos. Estoy contemplando el huerto de la iglesia de Armuz, situado detrs del tosco bside. Es una hora muy sombra y veo a alguien que cava muy nerviosamente con una azada en la tierra negra, en ese concreto lmite que hay entre la piedra del muro y la tierra. Cava un hombre y, a pesar de la oscuridad, veo brillar en el suelo un tesoro del que apenas puedo distinguir las formas porque siempre me despierto en ese preciso instante. El sueo se ha repetido a lo largo de los aos con ligersimas variantes, pero siempre hay una serie de elementos-clave que no varan: la iglesita de Armuz, de piedras negras y oxidadas, la hora sombra, la persona que cava junto al muro y que parece hallar un tesoro. Quiero decir con esto que Armuz, adems de ser para m uno de esos lugares vivsimos de la memoria infantil, vuelve a veces por medio de ese sueo enigmtico.

    Por una y otra razn (y despus de tantas dilaciones), este verano decid volver a Armuz. Durante muchos veranos haba contemplado desde lejos, en la ladera de la sierra, el punto rojizo del pueblo, rodeado de blancas alamedas. Hasta ahora, me haba ceido a ensoarlo. Al fin, el inters y la ocasin me hicieron regresar a l. Sal, como entonces, de madrugada. Ahora iba en mi coche, pero sin prisas, y me esforzaba por despertar los recuerdos de aquel primer viaje. Regresando tanto tiempo despus a Armuz, mi memoria se iba a desvelar al mximo.

    Ahora el pueblo haba perdido la naturalidad y la vida de entonces. Varias casas estaban en ruinas. Haba pocos habitantes y, casi todos, eran ancianos. Los recuerdos de entonces se despertaron en m de manera especial cuando me acerqu a la casa parroquial, que se hallaba en un penoso abandono. Por un muro abierto pude llegar hasta el patio interior, lleno de mucha maleza

  • Antonio Colinas D a s e n P e t a v o n i u m

    19

    ortigas, zarzales, sacos, y me asom tambin al pozo, que estaba casi completamente cegado por piedras y escombros. La iglesia se mantena en pie, pero como en los viejos tiempos en ella slo se oficiaba en las grandes ocasiones, cuando el nuevo cura de Fuentes acuda en Pascua y en Navidad. Mi to, claro est, haba muerto haca aos.

    Yo iba y vena entre ruinas y callejones y, de golpe, volvieron los das de la infancia. No s por qu comprend que algo terrible haba sucedido entonces. Me volv a recordar en el patio interior, como encerrado, en compaa de otros chicos. Todos mirbamos con avidez a travs de una ventana enrejada. Haba, recuerdo, mucho ajetreo en las calles. Iban y venan las gentes con mi to. Ms tarde, ya bien entrada la noche, lleg en sus caballos una pareja de la Guardia Civil. Se vio luz en las ventanas del Ayuntamiento hasta la madrugada. Algo grave haba pasado, pero yo ahora no lograba recordarlo, por ms que me esforzaba. S recuerdo aquella especie de encierro en el que nos tenan a los chicos, nuestras curiosas miradas hacia la calle y aquella noche de faroles y sombras raudas, de voces, cascos y pasos, tan llena de inquietudes. Nada ms.

    Volviendo a mi presente visita a Armuz, dir que tras mi melanclico paseo por el pueblo, le rogu al que haca las veces de sacristn o santero, que me abriera la puerta de la iglesia para visitarla. Mis recuerdos se ahondaron an ms. En unos instantes no exentos de confusin mental se agolparon en mi interior los recelos, los temores, las sospechas, las inquietudes, la curiosidad. La iglesia se encontraba ms o menos como entonces: con su severidad, su suelo de grandes lastras pizarrosas, sus santitos de madera y su bello retablo central. Me agrad encontrar el lugar mejor conservado de lo que esperaba. No opinaba lo mismo el santero. Sus palabras eran un continuo lamento. No haca otra cosa que quejarse del abandono del pueblo, de la continua huida de los jvenes hacia las zonas industriales y del abandono de la agricultura y del pastoreo, ya sentenciados a muerte.

    Me haba acercado al altar mayor para observar con detenimiento la imagen central del retablo una Virgen sencilla y oscura, pero muy antigua, sin duda romnica cuando el santero continu con sus quejas:

    Tampoco esta imagen es la misma de un tiempo. No, no me refiero a que la hayan cambiado por una de esas de escayola y purpurina, como ha sucedido en otras parroquias con la ayuda de algn avispado anticuario. La Virgen es la misma de siempre y no puede usted imaginarse lo valiosa que es! Pero ms valan an las joyas que tena encima y que un da desaparecieron sin que hayamos vuelto a saber nada de ellas. La imagen tena una corona, un collar y otros aderezos que haba donado un indiano natural de este pueblo. No s cuntos kilos en oro y plata se deca que haba trado aquel hombre de Mxico. Tambin de oro y de plata eran aquellas joyas que l don para la Virgen. Nadie sabe con certeza cmo sucedi el robo. Era la vspera de la fiesta mayor del pueblo. No haca mucho rato que el cura de Fuentes haba llegado con su sobrino para disponerlo todo. Porque ya entonces, como ahora, Armuz no tena cura y por eso deba venir el del pueblo de al lado. Se haba abierto la iglesia para limpiarla y ornamentarla. El ladrn debi de quedar agazapado en algn rincn del templo o en el campanario. Al da siguiente, cuando mi madre abri pronto el templo para las celebraciones, la imagen ya no tena sus joyas. Tambin faltaban todos los vasos sagrados que el cura haba trado consigo. No vea usted qu disgusto nos llevamos; sobre todo en mi casa. Mi madre tena las llaves y la responsabilidad de la iglesia. Afortunadamente, tanto ella, antes de morir, como la familia ahora, siempre hemos tenido la conciencia muy tranquila, pues enseguida se supo quin haba sido el ladrn. No poda ser otro que una mala pieza, un demente que haba en el pueblo, siempre inesperado y agresivo en su comportamiento. Desde aquella misma noche nadie le ha vuelto a ver. Desapareci con lo robado como un fantasma. Por ms vueltas que ha dado la polica no ha podido encontrarlo. Quin sabe si el oro y la plata de don Elicio el indiano habrn vuelto a Amrica de la mano del ladrn!

    Me desped del santero. Sub al coche y dije adis a aquel puado de casas inhspitas y semihundidas de Armuz, que nada tenan que ver con el lugar misterioso y ensoado de mi infancia. Pero qu duda cabe que, regresando aquel atardecer, sierra abajo, entre los primeros viedos

  • Antonio Colinas D a s e n P e t a v o n i u m

    20

    envueltos en una luz verdeoro, el sueo y la realidad volvieron a confundirse en mi memoria. Me senta en posesin de las piezas de un rompecabezas que no lograba recomponer. Con sueos y realidades no lograba tejer una trama coherente. Tambin senta cierta culpabilidad, pues no le haba dicho al santero algo que a l le hubiera anonadado: que yo haba estado en Armuz el da del robo, que yo mismo haba trado con mi to los objetos sagrados al pueblo. El santero no haba llegado a saber quin era yo porque, ante la noticia del robo, me haba quedado como mudo. De golpe haban vuelto para m las medrosas impresiones de aquella noche y, sobre todo, mi sueo, mi sueo obsesivo, en el que un hombre cavaba, cavaba con ansiedad junto al muro de la iglesia.

    Me fui una vez ms de Armuz y dej que pasara el tiempo, un par de aos. No quise que en modo alguno se estableciera relacin entre mi reciente visita al pueblo y una carta que el alcalde de Armuz iba a recibir. Una carta annima de la que, sin embargo, yo iba a ser el autor. Desde que regres, comenz a crecer en m la sospecha de que me hallaba ante uno de esos casos de la psicologa profunda que Jung llama de sincronicidad. Quin poda ser aquel hombre, que en mi sueo enterraba o desenterraba un tesoro en la base del muro del templo, sino el ladrn? Consult algunos libros. El fenmeno de sincronicidad se produce cuando confluyen dos factores: la extremada sensibilidad de una persona (muchas veces la de un nio, la de un adolescente) y un acontecimiento excepcional que produce conmocin. Los dos factores se daban en mi caso. Por eso, al cabo de un par de aos, sin poder aguantar ms mi secreto, envi al alcalde de Armuz el siguiente texto annimo:

    Por favor, excaven en la tierra del huerto de la iglesia, junto al muro del bside. Hganlo enseguida, al recibir esta carta. Es muy importante.

    No poda arriesgarme a que se estableciera la ms mnima relacin entre mi persona y el robo. Quin iba a creerse que los hechos se me haban comunicado de manera totalmente inconsciente, a travs de un sueo? En una hemeroteca segu con curiosidad extrema las noticias que publicaba el peridico de la capital de la provincia donde Armuz se encuentra. No haca muchos das que haba enviado al alcalde mi annimo cuando en el peridico apareci este sorprendente titular: ENCUENTRAN EN ARMUZ JOYAS ROBADAS HACE 30 AOS. Debajo, con detalle, se daba cuenta del hecho. El cronista terminaba haciendo cbalas sobre las misteriosas caractersticas del hallazgo, debido a una circunstancia casual.

    Por qu el ladrn no regres nunca a recoger el tesoro que haba enterrado aquella misma noche? Por qu precisamente fui yo el que conoci la verdad a travs de un sueo que me persegua desde la infancia? Sincronicidad? He de terminar confesando que, desde que he ledo el titular del peridico, nunca ms he vuelto a tener el sueo del hombre que cava y esconde un tesoro con ansiedad junto a la iglesia. Y es que, segn las mismas teoras jungianas, cuando se hace luz sobre el pasado, se acaba con la obsesiva enfermedad de soarlo.

  • Antonio Colinas D a s e n P e t a v o n i u m

    21

    El cofre

    Aquel maestro estaba obsesionado con el aire puro. Casi todo el ao tena abierto el balcn del aula. Entraban los aromas del encinar y de las hojas frescas de los chopos. En otoo, el perfume spero de las hogueras de hojas secas y en primavera los de las hmedas huertas profundas. Una docena de chavales haba cambiado el colegio oficial por aquella pequea escuela domstica, porque se corri la voz entre los padres de que aquel maestro era excepcional.

    Escuela? Se trataba slo de una habitacin de la propia vivienda del maestro; una habitacin espaciosa, con sus dos balcones uno daba a la calle, el otro al patio y tres o cuatro grandes mesas de pino, bien fregadas con leja, blancas y relimpias. Conocamos desde siempre a aquel hombre, pero por qu slo ahora haba abierto, en una de las habitaciones de su casa, aquella modesta y casi familiar escuela?

    En cualquier caso, el buen rigor de las clases era para nosotros otro tipo de rigor. Nada tena que ver con el montono y ritual rigor de los dems colegios. Se trataba de un rigor natural. Estbamos sorprendidos por los nuevos hbitos. La limpieza, por ejemplo, y la oxigenacin eran algunos de los ms obsesivos. Nadie hubiera esperado encontrar en una escuela aquella impoluta limpieza de la madera de las grandes mesas, el orden mili-mtrico de los objetos, el amor inflexible hacia plantas y animales, el respeto al prjimo, el llamativo brillo de las botas del maestro, que se resquebrajaban en los pliegues.

    Tambin nos dbamos cuenta de que sabamos ms utilizando menos libros, con slo aquella enciclopedia un poco gruesa y de segunda mano el maestro se cuidaba de que quedara bien conservada para pasarla a otros alumnos que compendiaba todo el saber universal. Aprendamos ms y, quiz por ello, nos dola que se juzgara con ms rigor nuestro comportamiento en clase y fuera de ella.

    Pero, por otro lado, no comprendamos muy bien la total relajacin la inexistencia, ms bienfrente a las prcticas religiosas. No salamos de nuestro asombro cuando en primavera se celebraban en la ciudad multitudinarios ejercicios espirituales y pasaban en largas filas, hacia las parroquias, los chavales de todos los colegios, mientras nosotros quedbamos en plena libertad para ir o para no ir. Consultad con vuestros padres, nos acababa diciendo el maestro.

    Naturalmente, los alumnos de la modesta escuela privada con la mala conciencia del que prueba fruto prohibido no consultaban con sus padres; nos quedbamos extraviados en las arboledas del ro, arandonos y chapoteando en regueros y en zayas. Incluso sentamos un ligero grado de malestar y de celos respecto al resto de los chicos que acudan a los ejercicios, pues ellos tenan la oportunidad de estar en compaa en la iglesia, durante siete das de aquellas pandillas de chicas tras las que entonces andbamos enamoriscados.

    El rigor escolar, pues, junto a una clara relajacin, el or hablar en clase con libertad de temas que no venan en los libros, el balcn siempre abierto los das de sol en cualquier estacin del ao, el maestro (que antes no era maestro, pero que ahora s lo era...). Pequeos misterios para la mente infantil, que ya comenzaba a habituarse a que las cosas no se conceden en la vida de manera fcil o gratuita. Mas recuerdo que haba en la clase un objeto que supona para m el mayor de los misterios de aquel nuevo curso escolar.

    Haba en una de las paredes una estantera cargada de libros meticulosamente ordenados, algunos de ellos forrados con basto papel de estraza, de color azulado o marrn. En ella, hacia el centro, en uno de los amplios estantes al que no podan llegar nuestras manos, se encontraba un

  • Antonio Colinas D a s e n P e t a v o n i u m

    22

    cofrecillo de madera. El cofre estaba situado a la altura de los ojos del profesor, de tal manera que slo l poda abrirlo y curiosear en su interior sin ser observado. Pero qu haba dentro de aquel cofre de madera?

    Transcurran los das y, con la cabeza baja y de reojo, yo vea cmo el maestro se acercaba espordicamente a la estantera, alzaba la tapa del cofre y contemplaba con lentitud y delectacin su contenido. Luego, volva a la normalidad de las lecciones o se quedaba quieto y perplejo en la mesa, fumando con complacencia, pensando eso al menos crea yo en el objeto que acababan de ver sus ojos.

    Qu haba all dentro? Qu objeto precioso, foto o recuerdo, estaba depositado dentro de aquel cofre? Y por qu slo se avivaba en m la curiosidad por aquel gesto del maestro, por aquel peridico y sigiloso alzar la tapa para contemplar, como extasiado, su interior? Creo incluso que en alguna ocasin le pregunt a uno de mis compaeros de mesa por aquel comportamiento, pero l, despreocupado, se encoga de hombros y segua abrumado con sus tareas.

    Algunas veces, cuando el maestro sala del aula o yo me quedaba solo o con algn compaero, al final de las lecciones, para terminar mis deberes, senta como un imn la atraccin del cofre, el deseo de coger una silla para subirme a ella y abrirlo con avidez para desvelar aquel misterio que me corroa. Pero me atemorizaba la severidad del preceptor, aquella endurecida vara de mimbre que descansaba sobre su mesa, junto a la caja de los lapiceros. Aquella vara que slo era un smbolo temible, pues rara vez la utilizaba.

    El misterio fue en aumento y me result mucho ms oscuro el da en que el maestro se puso ligeramente de puntillas, irgui sus hombros y meti las dos manos en el cofre. Luego, las mantuvo all dentro durante unos segundos, como si removiese o acariciase el objeto que contena. Rara vez haca aquel gesto, que vino a acrecentar mi intriga. Y yo volva a pensar: una joya?, un pequeo animal disecado?, un querido objeto familiar?, algo prohibido, un arma? Aquella concentracin de l, que me estaba vedada, aquella obsesin, me intrig todava ms.

    Uno de esos das en los que me haba quedado solo en clase para completar mis ejercicios (y cuando a hurtadillas haba comprobado por el balcn abierto que el maestro se encontraba abajo, en el patio, echando grano a sus palomas), me levant de la silla y me acerqu a la estantera. Mir con detenimiento el cofre. Luego, tuve la osada de tender hacia l mi mano derecha y rozar con dos dedos su spera y taraceada superficie. Pero de ah no pas. Y el misterio sigui, y con l mi obsesin ante aquellas peridicas y secretas contemplaciones del maestro.

    Pas aquel ao quiero decir, aquel curso y pasaron las simples pero rigurosas normas de comportamiento que, sin embargo, han quedado bien fijadas en nuestras mentes. Los padres, despus de aquella experiencia escolar tan provechosa de sus hijos, parecan coincidir en que stos haban adquirido en un ao los conocimientos que normalmente se adquieren en dos. Pero aquel tiempo de excepcional aprendizaje lleg tan repentina como inesperadamente a su fin. Un da, ya acabado el curso, fuimos citados de nuevo en la habitacin que haca las veces de aula. El maestro nos cit para despedirse de nosotros. Cerraba definitivamente su modesta escuela.

    Qu es lo que haba pasado? Observamos enseguida que en la clase haba algunos cambios. Las mesas y las sillas an estaban en su sitio, pero los libros se hallaban acumulados sobre ellas, dispuestos posiblemente para ser empaquetados. Lo mismo suceda con el resto de los objetos. Por ejemplo, all, sobre una de las mesas, al alcance de cualquier mano curiosa, tambin se hallaba el pequeo cofre de madera taraceada. El cofre ya al alcance de la mano, pero an cerrado, guardando todava celosamente su secreto.

    Ni siquiera pude acercarme a l porque pronto fuimos colocados en fila, de espaldas al balcn, para la despedida formal y definitiva. El maestro se situ en la puerta y comenzamos a pasar frente a l de uno en uno. Parsimoniosamente fuimos recibiendo consejos y un beso. Precisamente vimos temblar las lgrimas en sus ojos al abrazar a los alumnos ms dscolos, aquellos con los qu su vara haba dejado de ser, en algunas ocasiones, algo ms que un smbolo de respeto.

    Salimos todos de la habitacin. Pronto, mis compaeros se perdieron escalera abajo, ruidosamente, despreocupados y felices, porque aquella segunda y definitiva despedida fue para ellos como una segunda vacacin. Haba una clida corriente de aire entre el balcn abierto del

  • Antonio Colinas D a s e n P e t a v o n i u m

    23

    patio y la puerta. Me llegaba con ella el perfume de los chopos jvenes de junio, el frescor agridulce de sus hojas mezclado con el zureo de las palomas en el patio y siempre aquel leve olor de las mesas lavadas con leja. Vi las espaldas del maestro ms encorvadas de lo habitual, su cuerpo que se detena junto al cofre. Ms tarde, observ cmo sus manos se dirigan hacia l para prolongar an el misterio que me haba obsesionado a lo largo del curso.

    El maestro se volvi a continuacin y, por la rendija de la puerta entreabierta, medroso y estupefacto, pude ver el objeto que haba extrado del cofre y que mantena amorosamente entre sus manos. Era un reloj: un reloj grande y redondo de bolsillo al que, lentamente, se puso a dar cuerda. Contempl sus ojos, todava turbados por las lgrimas; divis slo durante unos segundos aquella escena y luego, con extremado sigilo, baj de una en una las escaleras de madera, atemorizado porque uno de aquellos leves crujidos, que hacan mis pies sobre los viejos escalones, pudiera evidenciar que yo estaba en conocimiento del ms delicado de los secretos.

    Pasaron los aos, aquel tiempo que el maestro controlaba fielmente en la esfera de su reloj; aquel tiempo arrancado del cofre como un secreto esencial y que l avivaba, de vez en cuando, al darle cuerda. Luego, ya mayor, he interpretado la simbologa de aquellos gestos. Tambin, con el paso de los aos supe que en nuestro pas hubo una guerra civil y que aquel maestro haba pertenecido a uno de los dos bandos, el de los perdedores. Y que, casi veinte aos despus de acabada la guerra, haba intentado abrir su escuela discretamente, y que el secreto haba sido conocido y denunciado por persona annima. De nada serva la calidad de la enseanza impartida. La escuela haba sido cerrada por orden de la autoridad gubernativa. Pero stas son historias de mayores de las que yo ahora no quiero hablar aqu; historias sin misterio alguno, sin aquel indescifrable misterio del tiempo secreto y avivado en un oculto reloj de mi infancia.

  • Antonio Colinas D a s e n P e t a v o n i u m

    24

    Segunda parte

    Contemplaciones desde la azotea

    Definitivamente nos hemos convencido de que hemos llegado a esta isla para socavar el Tiempo. Yo as lo pensaba hoy tumbado entre los olivos de las laderas que cercan el Portus Magnus. Habamos trabajado toda la maana un poco ms arriba, en la rocosa cripta paleocristiana que el torrente y la desidia de los hombres haban cegado. Aquella misma labor nuestra era toda una penetracin en el tiempo. Nos encontramos con un par de humildes columnas de guijarros y argamasa que se apoyaban en un murete romano y, mucho ms abajo, aparecieron algunos trozos de cermica pnica. La cermica rabe apareci ms en superficie y de ella ya habamos llenado varios cestos. Se confunden las culturas y el sueo entre nuestras manos heridas y sucias. Toda una leccin.

    Pero la razn de cuanto hemos venido a buscar slo la he encontrado, de manera absoluta, en este momento, con el primer sopor de la tarde, con los sentidos adormecidos y a la vista de la infinitud del horizonte marino. Por ese fondo debieron de venir vinieron-- los que han dado dimensin a estas costas, a estos capazos repletos de cermica destrozada, a nuestra propia vida. Slo hoy he comprendido que lo que justifica nuestra presencia aqu est mucho ms all de las aguas, muy lejos de estos montes y valles por los que buscamos la armona, los huesos descompuestos por los siglos de los que nos precedieron. Y un sentido ms hondo para nuestras propias vidas.

    Con este descubrimiento me he sentido feliz y desolado a un tiempo. Feliz, porque es dichosa nuestra empresa, este enajenado dejarse arrastrar por los siglos, en el Tiempo. Desolado, porque la razn ltima est lejos, an ms lejos de las grutas y de los huertos de la isla. O todo est cerca, demasiado cerca, en nuestro interior? Acaso ese tipo de desolacin nos har pensar muy pronto en que otra vez estamos perdiendo el tiempo, en que no vivimos conscientemente, es decir, de una manera trascendida, sino que nos dejamos transcurrir hacia la negacin y hacia la muerte.

    Esta ltima razn est reforzada por las palabras de Max, al que veo amontonar desde hace rato la lea contra el muro de piedras cadas. Ya encendido el fuego (y con el humo sabroso de las pias y de los sarmientos en el aire), se ha acercado para interrumpir mis reflexiones. Intuyendo probablemente que algo raro estaba pasando dentro de m acaso adivinndolo todo me ha dicho:

    Qu hermosa est la baha...! Sin embargo, ya no es la que fue, la que yo vi hace treinta aos, cuando llegu a la isla. Tampoco es la misma la transparencia de las aguas, ni las costas, ni el mismo pueblo. El de aquellos das era un pueblo estrictamente marinero y campesino, y un poco comerciante. Ao tras ao he visto cmo se enturbiaban las aguas, cmo el cemento borraba algunos de los horizontes. El dinero lo corrompe todo. La diosa Tanit ha sido sustituida por el dios

  • Antonio Colinas D a s e n P e t a v o n i u m

    25

    Dinero. Y as sucede en casi todos los sitios, no slo aqu. Por suerte, todo el interior de la isla y muchos rincones de la costa, todava son una maravilla; aunque all sucede precisamente lo contrario: es el abandono el que ha entristecido los lugares. Los muros blancos de un tiempo se hallan carcomidos por la humedad; no se aran las tierras y las lluvias derrumban otoo tras otoo, primavera tras primavera, los centenarios bancales. Lluvias y abandono acabarn llevndose todos los terrenos de cultivo, los feraces huertos con naranjos, nsperos y laureles que se han protegido y mimado a lo largo de siglos. Una tierra como la que aqu hay en los lugares frtiles no existe en todo el Mediterrneo. Esta tierra ofrece una cosecha tras otra si se la mima, aunque ya el archiduque Luis Salvador nos record que tradicionalmente slo se cultivaba la tierra lo estrictamente necesario. Ahora todo est un poco como en descomposicin...

    Max ha vuelto a su hoguera. La recompone, acumula las ramas ya ardidas o echa en ella otras muy resecas que antes ha ido escogiendo cuidadosamente del montn. El fuego vuelve a llamear con fuerza. El fuego abrasa un poco su pesimismo, nuestro pesimismo; nos vigoriza y tiende a arrasar la ms mnima sombra de desconsuelo. El fuego purifica la tarde, ya extremadamente pura sobre estas lomas. Y vuelvo otra vez los ojos hacia la mar, hacia la lnea levemente cncava, perfecta, de su lmite. S, por all debieron de venir los que an justifican nuestra existencia, los que nos hacen viajar porque ellos viajaron, soar porque ellos soaron. S, efectivamente hemos venido a socavar el Tiempo. Y para ello ser preciso ir mucho ms all de estos instantes en los que una brisa muy leve lleva y trae el humo de la hoguera entre los troncos de pinos y olivos.

    Tamara, la hija de Jaume, ha venido con un puchero lleno de olivas verdsimas. Olivas de olivos como stos, recogidas no hace mucho. Y en su dureza y en su sabrosa acritud reconozco mis propios pensamientos.

    Saben raras, verdad? vuelve a decir Max. Vers cmo al fin te acostumbras a su sabor y te acaban gustando.

    Pienso, sin ms, que el existir es como una costumbre repetida, en la que hay que insistir y creer para acabar amndola. Un fruto muy verde siempre a medio madurar. Como el fruto que Tamara me ha trado en estos momentos.

    Alguien pregunta si, tras la comida, volveremos a trabajar en la gruta. Unos, se han echado a rer; los ms, han protestado. Entre bromas y veras el grupo se divide en dos bandos. Sabemos que en estos das el sol todava desciende pronto tras los islotes y que la humedad avanza en la tarde ms deprisa. Por eso, suponemos que el trabajo puede darse por concluido. Tomada la decisin en firme, tranquilizados, todos se relajan de nuevo y parecen estar dispuestos a seguir charlando perezosamente, o a dormitar bajo una tarde todava muy suave.

    Ligeramente apartada del grupo, veo a Mara. Tambin ella est tumbada bajo la sombra humilde, pero plateada y luminosa de un olivo. Tiene las piernas encogidas, una brizna de hierba entre los labios y los ojos entrecerrados. Y veo que si los abre completamente es para borrarnos a todo el grupo con una mirada de suave tristeza. Y luego sonre.

    Habamos bajado muy de maana a la gruta. Las botas resbalaban en las piedras hmedas. Arriba, quedaba la ermita construida en el siglo XVIII, extremadamente burda y pesada, pero en sintona con el primitivo paisaje que la rodea. A sus espaldas, hay un prado cuadrado que est como empotrado en la tierra, algo ms bajo que las quiebras de los alrededores. En uno de sus extremos se ve la hendidura horizontal, entrecerrada como unos enormes labios entreabiertos, de la gruta. Por all se penetraba en el primitivo templo. O en los primitivos templos. Ahora, de momento, slo trabajamos en el breve espacio de unos treinta metros cuadrados, en lo que fuera la primitiva capilla paleocristiana.

    Pero qu lejos queda este modesto lugar de lo que las palabras significan. Catacumba, ms que capilla, es en realidad. Y, a su vez, gruta ms que catacumba. La raz del cristianismo se dej ver aqu con toda su carga de renuncia, de negacin. Qu es lo que lleg a pasar fuera para que el hombre rechazara la mar y la luz, para que ahondara en la roca buscando las tinieblas? Qu cataclismos tuvieron que producirse en las ideas, en los sentimientos y en las costumbres de la

  • Antonio Colinas D a s e n P e t a v o n i u m

    26

    Antigedad para que el ser humano renunciara a la luz y se achicara cada vez ms entre estas enormes rocas empapadas de humedad? Se abandonaron los antiguos templos, se destrozaron las figuras de barro humilde. Hubo, en definitiva, como una gran negacin del mundo y de su naturalidad.

    Aqu se comprende cuanto digo mucho mejor que en cualquier otro lugar de la isla. Arriba, la luz que se levanta del mar como una hoguera blanca y, sin embargo, aqu abajo, un grupo de personas veinte, treinta a lo sumo buscaban en tiempos( una nueva interpretacin del hombre por la va de la negacin y de las sombras: les sobraba la luz y perseguan la renuncia, la compasin y el amor.

    Parece ser que, en primer lugar, haba un espacio ms amplio inmediatamente despus de la tosca y erosionada escalera de piedra donde las gentes se reunan. Luego, estaba la capilla: un hueco en el gran hueco de la gruta de unos diecisis metros. A la izquierda, hay un pasadizo todava a medio limpiar por el que, con dificultad, puede pasar una persona encorvada. Parece ser que comunicaba la cripta con la ermita que ms tarde se construy en la parte superior. Pero, a su vez, el pasadizo comunica con otro an ms profundo que sigue el descenso natural de la gruta; un pasadizo lleno de pequeas simas y de pedregal, de peligros, que conduce al santuario pnico. Bajo la roca, en lo oscuro, se comunican y se borran los tiempos, las ideas, las religiones, los sueos. El abandono lo domina todo, es la leccin.

    Entre otras razones, los tiempos se confunden porque tenemos problemas con la fijacin de las fechas, pues el yacimiento ha sido daado por los saqueadores de tumbas. Queremos, de momento, quedarnos en este primer recinto porque nos espanta lo que pueda haber debajo de sus piedras, bajo su humilde argamasa. Nos desconcierta y asusta cualquier trozo de sigillata, o un asa de vasija pnica incrustada en los bajos de un muro de la capilla medieval. Esos signos podran obligarnos a hundirnos ms y ms en este lugar, en sus sueos destrozados, en el Tiempo. S, hemos venido en definitiva a socavar el pasado, a identificamos con l, a encontrar una sola huella de entonces que sea smbolo que nos ilumine. A buscar ese smbolo, a desenterrar ese sueo todava no machacado, dedicaremos nuestras mejores fuerzas. A los nuevos brbaros no les concederemos ni una sola gota de nuestro tiempo.

    Tras la jornada de trabajo y ocio regreso en direccin a Ebusus con Mara. Ella conduce mi desvencijado Renault, que salta ruidosamente en los baches del camino de tierra y bordea la torrentera en las curvas, sobre los precipicios, con un riesgo que no est exento de seguridad; de esa seguridad que tanto la caracteriza y que a veces resulta molesta para los dems. Ya fuera del pinar, nos sorprende de manera ms intensa la llegada del otoo en la carretera bordeada de enormes pltanos. Todas las hojas de estos rboles se han ensuciado repentinamente como de xido, han enrojecido. Los pltanos y algn que otro lamo, tan frgiles con sus primeras hojas amarillas, entre el resto de los rboles perennes. La mar y el cielo estn apaciguados. En el lmite marino hay huellas de oro fundido que brillan con fuerza entre unas nubes grises y delicadas. A medida que la tarde ha avanzado, todo el cielo se ha cubierto con un gran velo d nubes y all, al fondo, se esfuerza por traspasarlas, por fundirlas en los bordes. Pero puede ms la fuerza enfermiza, llena de debilidades del otoo.

    Vas olvidando? le pregunto a Mara. Voy olvidando. Y t? me responde mientras sus palabras me trasladan de este atardecer

    apaciguado y lechoso a unos aos atrs, cuando haba llegado deshecho y lleno de tribulaciones a la isla, cuando conoc a Mara. Vivamos entonces los dos muy cerca, en las afueras de la ciudad, a los pies de las murallas y no muy lejos de la necrpolis. Luego tambin los dos nos mudamos a lugares del interior ella ms hacia el norte de la isla y dejamos progresivamente de vernos. Ahora, desde hace algunas semanas, hemos vuelto a coincidir casualmente en la gruta que hay por encima del Portus Magnus. Parece como si nuestras mutuas seguridades e inseguridades buscaran un mismo equilibrio un equilibrio que ya no puede ser alterado por la pasin en este circunstancial regreso.

  • Antonio Colinas D a s e n P e t a v o n i u m

    27

    Has vuelto a saber algo de aquel jardn, Mara? Supongo que el jardn seguir como siempre. Son las personas las que al marchar camb