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El Coronel Chabert Honoré de Balzac Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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  • El Coronel Chabert

    Honoré de Balzac

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  • Advertencia de Luarna Ediciones

    Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

    Luarna lo presenta aquí como un obsequio asus clientes, dejando claro que:

    1) La edición no está supervisada pornuestro departamento editorial, de for-ma que no nos responsabilizamos de lafidelidad del contenido del mismo.

    2) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

    3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

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  • Á la señora doña Ida delChatelar, condesa deBocarmé.

    —Vaya, ya tenemos aquí á ese viejo moscardóndel carrique.

    Esta exclamación la lanzaba un pasante quepertenecía al género de los que se llaman en losestudios saltacharcos, el cual mordía en estemomento con apetito voraz un pedazo de pan.El tal pasante tomó un poco de miga para haceruna bolita, la cual, bien dirigida y lanzada porel postigo de la ventana en que se apoyaba,rebotó hasta la altura de dicha ventana, des-pués de haber dado en el sombrero de un des-conocido que atravesaba el patio de una casasituada en la calle Vivienne, donde vivía el se-ñor Derville, procurador.

  • —Vamos, Simonín, no haga usted tonterías álas gentes, ó le pondré de patitas en la calle. Porpobre que sea un cliente, siempre es hombre,¡qué diablo! dijo el primer pasante interrum-piendo la adición de una memoria de costas.

    El saltacharcos es, generalmente, como era Si-monín, un muchacho de trece á catorce años,que se encuentra en todos los estudios bajo ladirección especial del primer pasante, cuyosrecados y cartas amorosas le ocupan, al mismotiempo que va á llevar citaciones á casa de losujieres y memoriales á las audiencias. Tienealgo del pilluelo de París por sus costumbres, ydel tramposo por su destino. Este muchacho escasi siempre implacable, desenfrenado, indisci-plinable, decidor, chocarrero, ávido y perezoso.Sin embargo, casi todos los aprendices de pa-sante tienen una madre anciana que se albergaen un quinto piso y con la cual reparten lostreinta ó cuarenta francos que ganan al mes.

  • —Si es un hombre, ¿por qué le llama ustedmoscardón? dijo Simonín con la actitud de unescolar que coge al maestro en un renuncio.

    Y reanudó su operación de comer el pan y elqueso, apoyando el hombro en el larguero de laventana, pues permanecía de pie con una pier-na cruzada y apoyada contra la otra sobre lapunta del zapato.

    —¿Cómo podríamos fastidiar á este tipo? dijoen voz baja el tercer pasante, llamado Godes-chal, deteniéndose en medio de un informe quedictaba, teniendo á la vista un requerimientocompulsado por el cuarto pasante y cuyas co-pias habían hecho dos neófitos llegados deprovincias: ...Pero en su noble y benévola compla-cencia. Su Majestad Luis XVIII (ponedlo en letra¿eh?), en el momento en que volvió á tomar lasriendas de su reino, comprendió... (¿qué habrácomprendido este farsante?) la elevada misión áque estaba llamado por la divina Providencia...(admiración y seis puntos: en la audiencia son,

  • á mi parecer, bastante religiosos para consentir-los), y su primer pensamiento fue, como lo prueba lafecha de la real orden adjunta, reparar los infortu-nios causados por los espantosos y tristes desastresde nuestros tiempos revolucionarios, restituyendo ásus fieles y numerosos servidores (esto de numero-sos es una frase que ha de halagar al tribunal)todos los bienes no vendidos que se encontrasen, yabajo el dominio público, y a bajo el dominio ordina-rio ó extraordinario de la corona, ya, en fin, que seencontrasen entre las donaciones de establecimientospúblicos, pues nosotros somos ó pretendemos serhábiles para sostener que tal es el espíritu y el senti-do de la famosa y tan leal real orden dictada en...Esperen ustedes, dijo Godeschal á los tres pa-santes. Este diablo de frase ha llenado el fin dela página. Pues bien, repuso mojándose con lalengua el dedo á fin de poder volver la espesahoja del papel timbrado, si quieren ustedesgastarle una broma, díganle que el principal nopuede recibir á sus clientes más que entre dos y

  • tres de la madrugada. Veremos si así deja devenir ese importuno.

    Y Godeschal reanudó la frase empezada.

    —Dictada en... ¿Están ustedes? preguntó.

    —Sí, gritaron los tres copistas.

    Todo marchaba á la vez, el informe, la charla yla conspiración.

    —Dictada en... ¡eh! ¡papá Boucard! ¿qué fechalleva la real orden? ¡Canastos! ¡hay que ponerlos puntos sobre las íes! Así se llenan páginas.

    —¡Canastos! repitió uno de los copistas antesde que Boucard hubiera respondido.

    —¡Cómo! ¿ha escrito usted canastos? exclamóGodeschal mirando á uno de los recién llegadoscon aire severo al par que chocarrero.

    —Vaya si lo ha puesto, dijo Desroches, el cuar-to pasante, inclinándose sobre la copia de suvecino, ha escrito: ¡Canastos! con k, y hay queponer los puntos sobre las íes.

  • Todos los pasantes soltaron una sonora carca-jada.

    —¡Cómo! señor Huré, ¿toma usted canastos porun término de derecho, y dice usted que es deMortagne? exclamó Simonín.

    —Raspe usted bien eso, dijo el primer pasante.Si el juez encargado de este asunto viese unacosa semejante, diría que se burla uno del ofi-cio, y nuestro principal se disgustaría. Vamos,señor Huré, no vuelva usted á cometer seme-jantes tonterías. Un normando no debe escribirnunca descuidadamente un informe, que es,por decirlo así, el ¡armas al hombro! de los curia-les.

    —Dictada en... ¿en? preguntó Godeschal. Pero,hombre, Boucard, dígame usted cuándo.

    —En junio de 1814, respondió el primer pasan-te sin dejar su trabajo.

    Un golpe dado á la puerta del estudio, inte-rrumpió la frase de este prolijo informe. Cinco

  • pasantes provistos de magníficos dientes, deojos fijos y burlones y de melenudas cabezas,fijaron sus miradas en la puerta después dehaber gritado todos con voz de chantre:

    —¡Adelante!

    Boucard permaneció con la cabeza sumida enun montón de actas, llamadas morralla en tér-minos curiales, y continuó haciendo la memoriade costas que le ocupaba.

    El estudio era una gran pieza, provista de laclásica estufa que adorna todas las oficinas dela trampa. Los tubos que formaban la chime-nea, atravesaban diagonalmente la habitación éiban á unirse á una cocinilla condenada, sobrecuyo mármol se veían diversos pedazos de pan,triángulos de queso de Brie, costillas de lomo,vasos, botellas y la jícara de chocolate del pri-mer pasante. El olor de estos comestibles seamalgamaba tan bien con el tufo que despedíala estufa calentada desmedidamente y con elolor particular á las oficinas y á los papelotes,

  • que la hediondez no se hubiera notado. El pa-vimento estaba ya cubierto por el barro y lanieve que habían llevado á él los pasantes. Cer-ca de la ventana se veía la mesa ministro delprincipal, á la cual estaba adosada la mesitadestinada al segundo pasante. Éste se hallaba ála sazón, que serían las nueve ó las diez dé lamañana, en la Audiencia. El estudio tenía, portodo adorno, esos grandes carteles amarillosque anuncian los embargos de inmuebles, lasventas, los litigios entre mayores y menores, lasadjudicaciones definitivas ó preparatorias, todala gloria, en fin, de los estudios. Detrás del pri-mer pasante había una enorme estantería quecubría la pared de arriba abajo, y cada uno decuyos compartimientos estaba lleno de protoco-los, de los cuales pendía un número infinito deetiquetas y de cabos de hilo rojo, que daban unaspecto especial á todos aquellos expedientes.Los compartimientos inferiores de la estanteríaestaban llenos de cartones, amarillos por el uso,ribeteados de papel azul, y en los cuales se leí-

  • an los nombres de los grandes clientes, cuyossabrosos asuntos se resolvían en aquel momen-to. Los sucios cristales de la ventana dejabanpasar poca luz. Por otra parte, en París existenpocos estudios donde se pueda escribir sin elauxilio de una lámpara en el mes de febreroantes de las diez: todo el mundo va allí, nadiepermanece, y ningún interés personal está,unido á lo que ya de por sí es tan trivial; ni elprocurador, ni los clientes, ni los pasantes sepreocupan de la elegancia de un lugar que paralos unos es una clase, para los otros un pasaje ypara el amo un laboratorio. El grasiento mobi-liario se trasmite de procurador en procurador,con un escrúpulo tan religioso, que ciertos es-tudios poseen aún cajitas para los pabilos, car-petas antiguas de pergamino y cubiertas queprovienen de los procuradores del Chlet, abre-viación de la palabra Chatelet, jurisdicción querepresentaba en el antiguo orden de cosas alactual tribunal de primera instancia. Este estu-dio, obscuro y lleno de polvo, tenía, pues, como

  • todos los demás, algo de repugnante para todoslos clientes, y que constituía una de las horri-bles monstruosidades parisienses. Ciertamenteque si las húmedas sacristías donde las plega-rias se pesan y se pagan como si fueran mer-cancías, y si los almacenes de trapos viejos,donde flotan harapos que marchitan todas lasilusiones de la vida, mostrándonos el sitioadonde van á parar nuestras galas; si estas doscloacas de la poesía no existiesen, repito, unestudio de procurador sería el más horrible delos establecimientos sociales. Pero lo mismoque en estos sitios, ocurre en las casas de juego,en los tribunales, en las administraciones delotería y en todos los malos lugares. ¿Por qué?Sin duda en estos sitios, el drama, desarrollán-dose en el alma del hombre, contribuye á hacer-le los accesorios indiferentes. Esto mismo po-dría servir también para explicar la indiferenciaen el vestir de los grandes pensadores y de losgrandes ambiciosos.

    —¿Dónde está mi cortaplumas?

  • —Ahora estoy almorzando.

    —Vaya, ya me ha caído un borrón sobre el in-forme.

    —¡Chitón! señores.

    Estas diversas exclamaciones fueron lanzadasen el momento en que el anciano cliente cerrabala puerta con esa especie de humildad que ca-racteriza los movimientos del hombre desgra-ciado. El desconocido procuró sonreír, pero losmúsculos de su rostro permanecieron inmóvi-les cuando buscó en vano algunos síntomas deamabilidad en los rostros inexorablemente apá-ticos de los seis pasantes. Acostumbrado, sinduda, á juzgar á los hombres, se dirigió muycortésmente al saltacharcos, esperando queaquel alfeñique le respondería con dulzura.

    —Señor, ¿se puede ver á su principal?

    El malicioso saltacharcos, sólo respondió al po-bre hombre dándose golpecitos en la oreja con

  • los dedos de la mano izquierda, como para de-cir: «Soy sordo».

    —¿Qué desea usted, caballero? preguntó Go-deschal, el cual, al mismo tiempo que hacía estapregunta, se llevaba á la boca un pedazo depan, con el que se hubiera podido cargar unapieza de á cuatro, blandía su cuchillo y se cru-zaba de piernas, poniendo á la altura de susojos el pie que tenía al aire.

    —Señor mío, vengo aquí por segunda vez, lerespondió el paciente. Deseo hablar al señorDerville.

    —¿Para algún negocio?

    —Sí, pero sólo puedo explicárselo á él.

    —Nuestro principal está durmiendo; si deseausted consultarle para algún asunto difícil, leadvierto que sólo trabaja seriamente á las dosde la madrugada. Pero, si quiere usted decirnoslo que desea, podríamos tan bien como él...

  • El desconocido permaneció impasible y se pusoá mirar modestamente en torno suyo, como elperro que, habiéndose introducido en una coci-na extraña, teme recibir en ella algún golpe.Como consecuencia natural de su estado, lospasantes no tienen nunca miedo á los ladrones,no sospecharon, pues, del hombre del carrique,y le dejaron observar el local donde buscaba envano un sitio para descansar, pues estaba visi-blemente fatigado. Por sistema ya, los procura-dores dejan pocas sillas en sus estudios. Elcliente vulgar, cansado de esperar de pie, semarcha gruñendo; pero nunca hace perder untiempo que, según decía un viejo procurador,pasa de la marca.

    —Caballero, respondió, yo he tenido el honorde advertirle que no podía explicar mis deseosmás que al señor Derville. Esperaré, pues, á quese levante.

    Boucard había acabado de hacer la adición, ysintió el olor del chocolate; dejó su poltrona, se

  • encaminó á la chimenea, examinó de arribaabajo al anciano, contempló su carrique y acabópor hacer una mueca indescriptible. Probable-mente pensó que por mucho que se hiciese,sería imposible sacar un céntimo á aquel hom-bre, é intervino en la conversación con el pro-pósito de desembarazar á su principal de unmal cliente.

    —Caballero, le dicen á usted la verdad. Nues-tro principal no trabaja más que por la noche. Siel asunto que usted trae es grave, le aconsejoque vuelva á la una de la noche.

    El litigante miró al primer pasante con aire es-túpido y permaneció inmóvil durante un mo-mento. Acostumbrados á todos los cambios defisonomía y á los singulares caprichos produci-dos por la indecisión ó por la preocupación quecaracteriza á las gentes pleitistas, los pasantescontinuaron comiendo, haciendo tanto ruidocon sus mandíbulas como el que deben hacer

  • los caballos en el pesebre, y no se preocuparonmás del anciano.

    —Está bien, señor, vendré esta noche, dijo porfin el viejo, el cual, con esa tenacidad propia delos desgraciados, quería coger en renuncio á lahumanidad.

    El único epigrama permitido á la miseria es elde obligar á la justicia y á la benevolencia ádenegaciones injustas. Cuando los desgracia-dos se han convencido de la perversidad de lasociedad, se cobijan más vivamente en el senode Dios.

    —¡Vaya un tipo más célebre! dijo Simonín sinesperar á que el anciano hubiese cerrado lapuerta.

    —Tiene trazas de ser un desterrado, dijo uno delos pasantes.

    —No, es algún coronel que reclamará atrasos,dijo el primer pasante.

  • —Pues yo creo que es algún antiguo portero,dijo Godeschal.

    —¿Cuánto apostamos á que es noble? exclamóBoucard.

    —Yo apuesto á que ha sido portero, replicóGodeschal; pues los porteros son los únicosseres dotados por la naturaleza de carriquesusados, grasientos y deshilachados por abajo,como lo está el de ese buen hombre. ¿No se hanfijado ustedes en sus botas rotas y en la corbataque le sirve de camisa? Estoy seguro que acos-tumbra á dormir debajo de los puentes.

    —Muy bien podría ser noble y haber tirado delcordón, dijo Desroches. Eso lo hemos visto másde una vez.

    —No, repuso Boucard en medio de la risa ge-neral, sostengo que ha sido cervecero en 1789 ycoronel bajo la República.

  • —¡Ah! apuesto un espectáculo, para todo elmundo, á que no ha sido militar, dijo Godes-chal.

    —Aceptado, replicó Boucard.

    —¡Caballero, caballero! gritó el aprendiz pasan-te abriendo la ventana.

    —¿Qué haces, Simonín? preguntó Boucard.

    —Le llamo para preguntarle si es coronel ó por-tero; él seguramente debe saberlo.

    Todos los pasantes se pusieron á reír. Cuandoel anciano subía ya la escalera, Godeschal dijo:

    —¿Y qué vamos á decirle ahora?

    —Dejadlo de mi cuenta, respondió Boucard.

    El pobre hombre entró tímidamente, bajandolos ojos, sin duda para no revelar su hambremirando con demasiada avidez los comestibles.

  • —Caballero, le dijo Boucard, ¿quiere usted te-ner la amabilidad de decirnos su nombre, á finde que el principal sepa si...?

    —Chabert.

    —¿El coronel muerto en Eylau? preguntó Huré,el cual, como no hubiese dicho nada aún, de-seaba añadir alguna nueva burla á todas lasdemás.

    —El mismo, señor mío, respondió aquel des-graciado con pasmosa sencillez.

    Y se retiró.

    —¡Uf!

    —¡Diablo!

    —¡Ah!

    —¡Ah!

    —¡Caramba!

    —¡Ah! ¡el bribón!

  • —¡Anda, anda!

    —Señor Desroches, irá usted al espectáculo debalde, dijo Huré al pasante cuarto, dándole enla espalda un puñetazo capaz de matar á unrinoceronte.

    Aquello fue un torrente de risas, de gritos y deexclamaciones, para cuya pintura se podríaemplear todas las onomatopeyas de la lengua.

    —¿A qué teatro iremos?

    —¡A la Ópera! exclamó el primer pasante.

    —Ante todo, repuso Godeschal, he de advertirque aquí no se ha hablado de teatro, y, por lotanto, si quiero, puedo llevarles á ustedes á casade la señora Saqui.

    —La señora Saqui no es un espectáculo, dijoDesroches.

    —¿Pues qué es un espectáculo? dijo Godeschal.Establezcamos, en primer término, el objeto dela apuesta. Yo he apostado la entrada á un es-

  • pectáculo. Ahora bien, ¿que es un espectáculo?A mi modo de ver, es una cosa que se ve...

    —Pero, según eso, usted podría librarse delcompromiso llevándonos á ver cómo corre elagua por el Puente Nuevo, exclamó Simoníninterrumpiéndole.

    —Que se ve por dinero, dijo Godeschal conti-nuando.

    —Pero por dinero se ven muchas cosas que noson un espectáculo, dijo Desroches, y, por con-siguiente, la definición no es exacta.

    —¡Pero, escuchen ustedes, señores!

    —Vaya, vaya, no está usted en lo cierto, queri-do mío, dijo Boucard.

    —¿No es Curtius un espectáculo? preguntóGodeschal.

    —No, respondió el primer pasante, es un gabi-nete de figuras.

  • —Apuesto cien francos contra cinco céntimos,dijo Godeschal, á que el gabinete de Curtiusencierra un conjunto de cosas, al que puedellamarse espectáculo. Allí se pagan, por ver unacosa, diferentes precios, según los diferentesfugares que desea uno ocupar.

    —Y cataplín, cataplán, dijo Simonín.

    —Tú, ten cuidado que no te vaya yo á dar uncachete, dijo Godeschal.

    Los pasantes se encogieron de hombros.

    —Y después de todo, aun no está probado queese imbécil no se haya burlado de nosotros, dijoGodeschal cesando en sus argumentos, ahoga-dos por la risa de los demás pasantes. En con-ciencia, el coronel Chabert está bien muerto, ysu mujer se ha vuelto á casar con el conde Fe-rraud, consejero de Estado. La condesa Ferraudes una cliente de nuestro estudio.

    —La apuesta queda aplazada para mañana,dijo Boucard. A trabajar, señores. ¡Por vida

  • de...! se pasa aquí el tiempo sin hacer nada.Acaben ustedes ese informe, que tiene que pre-sentarse hoy en la Audiencia. ¡Vamos, á escape!

    —Si ese señor fuese el coronel Chabert, ¿acasono hubiera puesto la punta de su zapato en eltrasero de ese desvergonzado Simonín cuandose ha atrevido á hacer el sordo? dijo Huré con-siderando esta observación como más conclu-yente que la de Godeschal.

    —Puesto que aún no está decidida la apuesta,dijo Boucard, convengamos en apostar un palcosegundo en los Franceses para ver á Taima enNerón. Simonín irá al paraíso.

    Y, dicho esto, el primer pasante se sentó á sumesa, y todo el mundo le imitó.

    —Dado en junio de mil ochocientos catorce. (Enletra, dijo Godeschal, ¿estamos?)

    —Sí, respondieron los tres copistas, cuyas plu-mas empezaron á arañar el papel timbrado,haciendo en el estudio el ruido de cien saltones

  • encerrados por escolares en cucuruchos de pa-pel.

    —Y esperamos que los señores que componen eltribunal, dijo el improvisador. ¡Alto! tengo quevolver á leer la frase; porque yo no me entiendoá mi mismo.

    —Cuarenta y seis... ¡Oh! eso le tiene que ocurrirá usted con frecuencia... y tres, cuarenta y nue-ve, dijo Boucard.

    —Esperamos, repuso Godeschal después dehaberlo leído todo, que los señores que componenel tribunal no han de ser menos grandes de lo que loes el augusto autor de la real orden, y que haránjusticia á las miserables pretensiones de la adminis-tración de la gran cancillería de la Legión de honor,fijando la jurisprudencia en el sentido amplio quenosotros establecemos aquí.

    —Señor Godeschal, ¿quiere usted un vaso deagua? Dijo el aprendiz.

  • —¡Este pillastre de Simonín! dijo Boucard. To-ma, prepara las piernas, toma este paquete ylárgate á los Inválidos.

    —Que nosotros establecemos aquí, repuso Godes-chal. Y añadid: en interés de la señora (con todassus letras) vizcondesa de Grandlieu...

    —¡Cómo! exclamó el primer pasante, ¿se per-mite usted emitir informes en ese asunto? ¿Viz-condesa de Grandlieu contra la Legión dehonor, un asunto que corre por cuenta de esteestudio y que se puede cobrar á destajo? ¡Ah! esusted un gran estúpido. Hágame el favor deponer esas copias y la minuta á un lado, y dé-jeme usted eso para cuando se trate del asuntoNavarreins contra los hospicios. Es tarde ya, yyo tengo que hacer en la Audiencia.

    Esta escena representa uno de los mil placeres,que más tarde le hacen á uno decir, pensandoen la juventud: ¡Qué hermosos tiempos aque-llos!

  • A la una de la noche, el pretendido coronelChabert fue á llamar á la puerta del señor Der-ville, procurador del tribunal de primera ins-tancia en el departamento del Sena. El porterole respondió que el señor Derville no habíavuelto aún. El anciano alegó la cita que tenía, ysubió á casa de este célebre legista, el cual, ápesar de sus pocos años, pasaba por ser una delas cabezas mejor organizadas de la Audiencia.Después de haber llamado, el desconfiado soli-citante no quedó poco asombrado al ver al pri-mer pasante ocupado en colocar en la mesa delcomedor de su principal los numerosos proto-colos de los asuntos que habían de verse al díasiguiente, en orden á su utilidad. El pasante, nomenos asombrado, saludó al coronel rogándoleque se sentase, lo cual hizo éste en seguida.

    —Caballero, en verdad que creí que se burla-ban ustedes de mí, al indicarme una hora tantardía para una consulta, dijo el anciano con lafalsa alegría del hombre arruinado que se es-fuerza por sonreír.

  • —Los pasantes se burlaban, y al mismo tiempodecían la verdad, dijo el señor Boucard conti-nuando su trabajo. El señor Derville ha escogi-do esta hora para examinar las causas, resumirlos medios, determinar la conducta que debeseguirse y disponer las defensas. Su prodigiosainteligencia está más libre en este momento,único en que obtiene el silencio y la tranquili-dad necesaria para la concepción de buenasideas. Desde que es procurador, usted es eltercer ejemplo de una consulta dada á esta horanocturna. Después que vuelva, el señor Dervillediscutirá cada asunto, lo leerá todo, pasará aca-so cuatro ó cinco horas en su labor, y despuésme llamará y me indicará sus intenciones. Porla mañana, de diez á dos, oye á sus clientes, y elresto del tiempo lo emplea en sus citas. Por lanoche va á los salones para no perder sus bue-nas relaciones. De modo que no le queda másque la noche para estudiar los procesos, regis-trar los arsenales del código y hacer los planesde batalla. No quiere perder ninguna causa,

  • trabaja su arte con amor y no se encarga comosus colegas, de toda clase de asuntos. He ahí suvida, que es extraordinariamente activa. Bien esverdad que gana mucho dinero.

    Mientras oía esta conversación, el anciano per-maneció silencioso, y su extraño rostro tomóuna expresión tan desprovista de inteligencia,que el pasante, después de haberle mirado, nose ocupó más de él.

    Algunos instantes después, Derville entraba ensu casa, vestido en traje de baile; su primer pa-sante le abrió la puerta y se puso á acabar dehacer la clasificación de los protocolos. El jovenprocurador permaneció durante un momentoestupefacto al entrever en medio del clarobscu-ro de su despacho al singular cliente que le es-peraba. El coronel Chabert estaba tan inmóvilcomo puede estar una figura de cera del gabi-nete de Curtius adonde Godeschal había queri-do llevar á sus compañeros. Aquella inmovili-dad, sin duda no hubiera servido de objeto de

  • asombro, si no contribuyese á completar el es-pectáculo sobrenatural que ofrecía el conjuntodel personaje. El veterano era seco y delgado.Su frente, voluntariamente escondida bajo loscabellos de su peluca, le daba un no sé qué demisterioso. Sus ojos parecían cubiertos por unagasa transparente y parecían algo así como ná-car sucio, cuyos azulados reflejos tornasolabanel resplandor de las bujías. Su rostro, pálido,lívido y brillante, parecía muerto. Su cuelloestaba cubierto por una mala corbata de sedanegra. La sombra ocultaba tan bien el cuerpo ápartir de la línea negruzca que describía aquelandrajo, que un hombre de imaginación hubie-ra podido tomar aquella vieja cabeza por algu-na silueta debida á la casualidad ó por un retra-to de Rembrandt sin marco. Las alas del som-brero que cubría la cabeza del anciano proyec-taban una densa sombra sobre la parte superiorde su rostro. Aquel extraño efecto, aunque na-tural, hacía resaltar por la extravagancia delcontraste, las arrugas blancas, las frías sinuosi-

  • dades y la falta de colorido de aquella fisono-mía cadavérica. Finalmente, la ausencia de todomovimiento en el cuerpo y de todo color en lamirada, harmonizada perfectamente con unacierta expresión de triste demencia, y con losdegradantes síntomas por los cuales se caracte-riza el idiotismo, llegaba á dar á aquel rostro unno sé qué de funesto, que ninguna palabrahumana podría expresar. Pero un observador, ysobre todo un procurador, hubiera encontradoademás en aquel hombre anonadado los sínto-mas de un dolor profundo, los indicios de unamiseria que había degradado á aquel rostro,como las gotas de agua caídas del cielo acabanpor desfigurar á la larga una hermosa esculturade mármol. Un médico, un autor, un magistra-do, hubiesen presentido todo un drama, pre-senciando aquel sublime horror cuyo menormérito estaba en parecerse á esos caprichos quelos pintores se entretienen en dibujar, en la par-te baja de sus piedras litográficas, al mismotiempo que charlan con sus amigos.

  • Al ver al procurador, el desconocido se estre-meció é hizo un movimiento convulsivo seme-jante al que se le escapa á los poetas cuando unruido inesperado va á turbar un fecundo sueñoen medio del silencio y de la noche. El ancianose apresuró á descubrirse y se levantó para sa-ludar al joven, y como el cuero que rodeaba elinterior de su sombrero estuviese sin duda muygrasiento, la peluca quedó pegada á él, sin queel interesado se apercibiese de ello, y dejó versu calvo cráneo horriblemente mutilado poruna cicatriz transversal que, desde el occipucio,iba á morir al ojo derecho, formando en todo sutrayecto un profundo surco. Tan asombrosa erala vista de aquel cráneo hendido, que el levan-tamiento repentino de aquella peluca sucia, queel pobre hombre llevaba para ocultar su herida,no dio al procurador y á su pasante deseo al-guno de reír. El primer pensamiento que suge-ría la presencia de aquella herida, era este: «Porahí ha huido la inteligencia.»

  • —Si no es el coronel Chabert, debe ser algúncélebre veterano, pensó Boucard.

    —Caballero, le dijo Derville, ¿á quién tengo elhonor de hablar?

    —Al coronel Chabert.

    —¿A cuál?

    —Al que murió en Eylau, respondió el anciano.

    Al oír esta singular frase, el procurador y supasante se dirigieron una mirada que significa-ba: «¡Es un loco!»

    —Caballero, repuso el coronel, desearía confiará usted solo el secreto de mi situación.

    Una cosa digna de notarse es la intrepidez pro-pia de los procuradores. Sea la costumbre derecibir á un gran numero de personas, sea laprofunda convicción que tienen de la protec-ción que les conceden las leyes, ó sea la con-fianza en su ministerio, es lo cierto que van átodas partes sin temer nada, como los sacerdo-

  • tes y los médicos. Derville hizo una seña á Bou-card, el cual desapareció.

    —Caballero, repuso el procurador, durante eldía no siento gran cosa perder el tiempo, peroen medio de la noche, los minutos son para mícosa preciosa; así es que sea usted vaya usted algrano y sin rodeos. Yo mismo le pediré á us-ted los datos que me parezcan necesarios.Diga usted.

    Después de haberle hecho tomar asiento a susingular cliente, el joven Derville se sentó á lamesa; pero al mismo tiempo que prestaba aten-ción á las palabras del difunto coronel, ojeabalos protocolos.

    —Caballero, dijo el difunto, sin duda sabe us-ted que yo he mandado un regimiento de caba-llería en Eylau. Yo contribuí con mucho al éxitode la célebre carga que hizo Murat, carga quedecidió la victoria. Desgraciadamente para mí,mi muerte es un hecho histórico, consignado enlas Victorias y Conquistas, donde se hace un de-

  • tallado relato del mismo. Nosotros dividimosen dos las tres líneas rusas que, como se hubie-sen cerrado inmediatamente, nos obligaron áatravesarlas en sentido contrario. En el momen-to en que íbamos á unirnos al emperador, des-pués de haber dispersado á los rusos, me en-contré con un cuerpo de caballería enemiga yme precipité valerosamente sobre él. Dos oficia-les rusos, dos verdaderos gigantes, me atacaroná la vez. Uno de ellos me aplicó un sablazo, quepartió en dos un gorro de seda negra que teníaen la cabeza, abriéndome profundamente elcráneo. Yo caí del caballo. Murat vino en miauxilio, con toda su gente, que eran mil qui-nientos hombres poco más ó menos. ¡Mi muertefue anunciada al emperador, el cual, por pru-dencia (y porque me quería un poco), quisosaber si no había alguna probabilidad de salvaral hombre á quien debía aquel vigoroso ataque,y envió, para que me reconociesen y traslada-sen á las ambulancias, á dos cirujanos, dicién-doles, sin duda con alguna indiferencia, porque

  • tendría mucho que hacer: «Vayan ustedes á versi vive aún por casualidad mi pobre Chabert.»Aquellos matarifes, que acababan de vermepisoteado por los caballos de dos regimientos,no se tomaron la molestia de tomarme el pulso,dijeron que yo estaba bien muerto, y mi acta dedefunción fue, pues, probablemente extendida,siguiendo las reglas establecidas por la juris-prudencia militar.

    Al oír á su cliente expresarse con una lucidezperfecta y contar hechos tan verosímiles, aun-que extraños, el joven procurador dejó sus pro-tocolos, colocó el codo sobre la mesa y la manoen la mejilla, y miró al coronel fijamente.

    —Caballero, ¿sabe usted, le dijo interrumpién-dole, que soy el procurador de la condesa Fe-rraud, viuda del coronel Chabert?

    —¡Mi mujer! Sí, señor. Y por eso, después decien pasos infructuosos dados en casa de ciertoscuriales, que me han tomado por un loco, mehe determinado á venir á verle. Más tarde le

  • hablaré á usted de mis desgracias. Ahora, dé-jeme usted contar los hechos, ó, mejor dicho,explicarle, más bien que el modo como hanocurrido, el modo como han debido ocurrir.Ciertas circunstancias, que sólo deben ser cono-cidas del Padre eterno, me obligan á exponerlascomo meras hipótesis. A mi entender, caballe-ro, las heridas que recibí debieron probable-mente producir un tétanos ó una crisis análogaá una enfermedad que se llama catalepsia. Deotro modo, ¿cómo concebir que yo haya sidodespojado de mis trajes, como acostumbra áhacerse en la guerra, y que haya sido arrojado álas fosas de los soldados por las gentes encar-gadas de enterrar á los muertos? Antes de pa-sar adelante, permítame que le explique undetalle que yo no pude comprender hasta des-pués de ocurrir un acontecimiento, que bienpuede llamarse mi muerte. En 1814 encontré enStutgard a un antiguo sargento mayor de miregimiento. Este buen hombre, único que haquerido reconocerme y de quien hablaré á us-

  • ted en seguida, me explicó el fenómeno de miconservación, diciéndome que mi caballo habíarecibido un balazo en uno de los flancos en elmomento en que yo mismo fui herido. La bestiay el caballero cayeron, pues, como si fueran dosmuñecos de madera. Al caer, bien hacia el ladoderecho, ó bien hacia el izquierdo, quedé sinduda cubierto por el cuerpo de mi caballo, elcual me libró de ser aplastado por los caballos yde ser herido por los balazos. Cuando volví enmí, señor, yo estaba en una posición y en unaatmósfera de la que no podría darle idea aun-que estuviese hablando hasta mañana. El pocoaire que respiraba era mefítico. Quise movermey me encontré sin espacio para ello; al abrir losojos no vi nada. El enrarecimiento del aire fueel accidente más amenazador y que más meiluminó acerca de mi situación: comprendí queen el lugar en que estaba no se renovaba el airey que iba á morir. Este pensamiento me quitó elsentimiento del dolor inexplicable por el cualhabía sido despertado. Mis oídos zumbaron

  • violentamente, oí, ó creí oír (pues no me atrevoá afirmar nada), gemidos lanzados por el mon-tón de cadáveres en medio del cual yacía. Aun-que la memoria de aquellos momentos sea muytenebrosa, aunque mis recuerdos sean muyconfusos, á pesar de las impresiones de los su-frimientos aun más profundos que yo debíaexperimentar y que han embrollado mis ideas,hay noches en que creo aún oír aquellos ahoga-dos suspiros. Pero hubo aún allí algo máshorrible que los gritos, y fue un silencio que yono he encontrado nunca en ninguna parte; elverdadero silencio de una tumba. En fin, levan-tando las manos, tentando los muertos, recono-cí un vacío entre mi cabeza y la masa humanade cadáveres que me cubría, y así pude medirel espacio que me había quedado para respirar,espacio debido á una casualidad cuya causa meera desconocida. Al parecer, gracias á la indife-rencia ó á la precipitación con que se nos habíaarrojado en confusión, dos muertos se habíancruzado encima de mí, formando un ángulo

  • semejante al que forman dos cartas apoyadasuna contra otra por un niño, para formar loscimientos de un castillo. Huroneando con pron-titud, pues no tenía tiempo que perder, tuve lafortuna de encontrar un brazo suelto, el brazode un Hércules, un magnífico hueso al que debími salvación. Sin aquel inesperado auxilio,hubiese perecido. Con una rabia, que usteddebe concebir, empecé á trabajar y á quitarmede encima los cadáveres que me separaban dela capa de tierra que, sin duda, habían arrojadosobre nosotros, y digo nosotros, como si hubie-ra habido allí más vivos que yo. Caballero, yacomprenderá usted que anduve listo, pues meve aquí; pero yo mismo no comprendo hoycómo pude atravesar aquel montón de carneque ponía una barrera entre la vida y yo. Medirá usted que tenía tres brazos. Es verdad:aquella palanca de que yo me servía con habili-dad, me procuraba siempre un poco de aire yde descanso. En fin, por último, llegué á ver eldía, pero á través de la nieve, señor. En aquel

  • momento me apercibí de que tenía la cabezaabierta. Por fortuna, mi sangre, la de mis cama-radas, ó la de mi caballo acaso ¿quién sabe?,coagulándose, me había recubierto de una es-pecie de capa natural. A pesar de esto, cuandomi cráneo estuvo en contacto con la nieve, medesmayé. Sin embargo, el poco calor que mequedaba fundió la nieve en torno mío, y cuan-do recobré el conocimiento me encontré en elcentro de una pequeña abertura por la cualgrité con todas mis fuerzas. Pero en aquelmomento el sol empezaba á levantarse y teníamuy pocas probabilidades de ser oído. ¿Habríaya gente en los campos? Apoyando los pies enlos cadáveres, me levanté cuanto pude; fácil-mente comprenderá usted que no era aquelmomento oportuno para pensar: «Respeto elvalor desgraciado.» En una palabra, caballero,después de haber experimentado el dolor, ó,mejor dicho, la rabia de ver que durante muchotiempo, ¡oh! sí, ¡mucho tiempo! aquellos maldi-tos alemanes se escapaban al oír una voz donde

  • no veían hombre alguno, fui por fin auxiliadopor una mujer, bastante atrevida ó bastantecuriosa para aproximarse á mi cabeza, que pa-recía haber brotado de tierra como un hongo.Aquella mujer fue á buscar á su marido, y am-bos me transportaron á su pobre barraca. Alparecer, tuve una recaída de catalepsia (permí-tame usted que emplee esta frase para descri-birle mi estado del cual no tengo idea alguna,pero que, por lo que me dijeron mis salvadores,deduzco yo que debía ser efecto de esta enfer-medad). Permanecí durante seis meses entre lavida y la muerte, sin hablar, y desvariandocuando hablaba. Por fin, mis salvadores logra-ron que fuese admitido en el hospital de Heils-berg. Ya comprenderá usted, caballero, que yohabía salido del vientre de la fosa tan desnudocomo del de mi madre; de manera que, seismeses después, cuando, durante una hermosamañana, me acordé que había sido el coronelChabert, y, al recobrar la razón, quise que misguardianes me tratasen con más respeto del

  • que se dispensa á un pobre diablo, todos miscompañeros de sala se echaron á reír. Afortu-nadamente para mí, el cirujano, por amor pro-pio, había respondido de mi curación, y, comoes natural, se había interesado por su enfermo.Cuando le hablé, de una manera seguida, de miantigua existencia, aquel buen hombre, llamadoSparchmann, hizo constar, en las formas jurídi-cas exigidas por el derecho del país, la maneramilagrosa como yo había salido de la fosa delos muertos, el día y la hora en que yo habíasido encontrado por mi salvadora y por su ma-rido y el género y la posición exacta de misheridas, uniendo á estas diferentes declaracio-nes una descripción de mi persona. Ahora bien,caballero, yo no tengo en mi poder, ni esos im-portantes documentos, ni la declaración quepresté ante un notario de Heilsberg, encamina-do á probar mi identidad, y desde el día en quefui arrojado de aquella ciudad por los aconte-cimientos de la guerra, he errado constante-mente como un vagamundo, mendigando mi

  • sustento, siendo tratado de loco cuando conta-ba mi aventura, y sin haber encontrado ni ga-nado un céntimo para procurarme los docu-mentos que podían probar mis asertos y darmeentrada en la vida social. Frecuentemente, misdolores me retenían durante semestres enterosen las aldeas donde se prodigaban cuidados alfrancés enfermo, pero en donde se reían en lasnarices del hombre, tan pronto como pretendíaser el coronel Chabert. Durante mucho tiempo,esta risa y aquellas risas me enfurecieron de unmodo, que me perjudicó grandemente y contri-buyó á que me encerrasen como loco en Stut-gard. A decir verdad, y después de haber oídomi relato, no me negará usted que había razo-nes suficientes para enfurecer á cualquier hom-bre. Después de dos años de detención, que mevi obligado á sufrir, y después de haber oídomil veces que mis guardianes decían: «¡He ahíun pobre hombre que cree ser el coronel Cha-bert!» y á gentes que le contestaban: «¡Pobrehombre!» quedé convencido de la imposibili-

  • dad de mi propia aventura; me volví triste, re-signado y tranquilo, y renuncié á decirme elcoronel Chabert, á fin de poder salir de la pri-sión y de volver á Francia. ¡Oh! caballero, ¡vol-ver á ver París! era un delirio que... no...

    Y esto diciendo, el coronel Chabert cayó en unaespecie de profunda meditación que Dervillerespetó.

    —Por fin, señor, un día, repuso el cliente, unhermoso día de primavera, me pusieron enlibertad y me dieron dinero, fundándose en quehablaba con gran sensatez de cuanto se me pre-guntaba y de que ya no me titulaba el coronelChabert, y á fe que en aquella época, y aun hoy,hay momentos en que mi propio nombre me esdesagradable. Quisiera no ser yo mismo. Elconvencimiento de mis derechos me mata. Simi enfermedad me hubiese quitado todo re-cuerdo de mi existencia pasada, hubiese sidofeliz, hubiese sentado plaza de soldado con un

  • nombre cualquiera, y ¿quién sabe? acaso hubie-se llegado á ser mariscal en Austria ó en Rusia.

    —Señor, dijo el procurador, ha ofuscado ustedtodas mis ideas. Escuchándole á usted creo es-tar soñando. Por favor, detengámonos un mo-mento.

    —Usted es la única persona que me ha escu-chado pacientemente, dijo el coronel con airemelancólico. Ningún hombre ha querido anti-ciparme diez napoleones á fin de hacer venir deAlemania los papeles necesarios para empezarel proceso.

    —¿Qué proceso? dijo el procurador, que olvi-daba la dolorosa situación de su cliente, escu-chando el relato de sus miserias pasadas.

    —Pero, señor mío, ¿no es la condesa Ferraudmi mujer? Ella posee treinta mil francos de ren-ta que me pertenecen, y se niega á darme uncéntimo. Cuando cuento estas cosas á procura-dores, á hombres de buen criterio; cuando yo,

  • pobre mendigo, les propongo un pleito contraun conde y una condesa; cuando yo, muerto,me levanto contra una acta de defunción, unaacta de matrimonio y unas actas de nacimiento,me despiden, según su carácter, ya con ese airefríamente cortés, que ustedes saben afectar paradesembarazarse de un desgraciado, ó ya bru-talmente, creyendo ver en mí un intrigante ó unloco. Yo he estado enterrado bajo muertos; peroahora lo estoy bajo vivos, bajo actas, bajohechos, bajo la sociedad entera, que se empeñaen sepultarme.

    —Caballero, tenga usted ahora la bondad deproseguir, dijo el procurador.

    —¡Que tenga la bondad! exclamó el desgraciadoanciano tomando las manos del joven, esta es laprimera palabra cariñosa que oigo desde haceya...

    El coronel lloró. El agradecimiento ahogó suvoz. Esa penetrante é indecible elocuencia quese ve en la mirada, en el gesto y en el silencio

  • mismo, acabó de convencer á Derville y leconmovió vivamente.

    —Escuche usted, señor, dijo Derville á su clien-te. Esta noche he ganado trescientos francos aljuego, y bien puedo emplear la mitad de estasuma para contribuir á la felicidad de un hom-bre. Empezaré á hacer las diligencias necesariaspara procurarle los documentos de que habla, yhasta tanto que éstos lleguen, yo le pasaré áusted cinco francos diarios. Si es usted, en rea-lidad, el coronel Chabert, perdone lo módicodel préstamo, en atención á que proviene de unjoven que carece aún de fortuna. Prosiga.

    El pretendido coronel permaneció, durante unmomento, inmóvil y estupefacto: sin duda suextrema desgracia había destruído sus creen-cias. Si corría detrás de su grado militar, detrásde su fortuna, detrás de sí mismo, sin duda lohacía obedeciendo á ese sentimiento inexplica-ble, latente en el corazón de todos los hombres,sentimiento al que se deben las investigaciones

  • de los alquimistas, la pasión de la gloria, losdescubrimientos de la astronomía, de la física,de la química, todo lo que empuja al hombre áengrandecerse multiplicándose mediante loshechos ó las ideas. El ego, en su pensamiento,sólo era ya un objeto secundario, del mismomodo que la vanidad del triunfo ó el placer dela ganancia, pasan á ser más apreciables para elapostador que el objeto mismo de la apuesta.Las palabras del joven procurador fueron, pues,una especie de milagro para aquel hombre,rechazado durante diez años por su mujer, porla justicia, por la creación social entera. ¡Encon-trar en casa de un procurador aquellas diezmonedas de oro que le habían sido negadasdurante tanto tiempo, por tantas personas y detantas maneras! El coronel se parecía á aquelladama que, habiendo tenido fiebre durantequince años, creyó haber cambiado de enfer-medad el día que estuvo curada. Existen felici-dades en las que nunca es posible creer. Poreso, el reconocimiento de aquel pobre hombre

  • era demasiado vivo para que pudiese expresar-lo. A gente vulgar le hubiera parecido frío; peroDerville adivinó toda una probidad en aquelestupor. Un bribón no hubiera permanecidomudo.

    —¿Dónde estaba? dijo el coronel con la senci-llez de un niño ó de un soldado, pues casisiempre hay algo del niño en el soldado, y algodel soldado en el niño, sobre todo en Francia.

    —En Stutgard. Salía usted de la cárcel, respon-dió el procurador.

    —¿Conoce usted á mi mujer? preguntó coronel.

    —Sí, replicó Derville inclinando la cabeza.

    —¿Y cómo está?

    —Siempre encantadora.

    El anciano hizo una seña con la mano y pareciódevorar algún secreto dolor, con esa resigna-ción grave y solemne de los hombres avezadosá la sangre ó al fuego de los campos de batalla.

  • —Señor, dijo aquel desgraciado con una espe-cie de alegría, pues el pobre coronel respirabaya, salía por segunda vez de la tumba, acababade fundir una capa de nieve menos soluble quela que antaño le había helado la cabeza, y aspi-raba el aire como si saliese de un calabozo. Se-ñor, repitió, si yo hubiese sido un mozo guapo,no me hubiera ocurrido ninguna de las desgra-cias que me han sucedido. Las mujeres creen álos hombres cuando éstos adornan sus frasescon la palabra amor. Entonces, corren, vuelan,se centuplican, intrigan, afirman los hechos yhacen milagros por aquel que les agrada. ¿Perocómo había yo de interesar á una mujer? Teníael rostro estropeado, iba vestido como un des-camisado, y yo, que en 1799 pasaba por el máselegante de los petimetres, yo, Chabert, condedel Imperio, parecía más bien un esquimal queun francés. En fin, el día en que me arrojaron ála calle como á un perro, encontré al sargentomayor de quien le hablé á usted antes. Este ca-marada se llamaba Boutín. Aquel pobre diablo

  • y yo hacíamos la más hermosa pareja que jamáshaya podido verse. Le vi en un paseo, y si yo lereconocí, á él le fue imposible adivinar quiénera yo. Nos fuimos juntos á una taberna. Allí,cuando yo dije quién era, la boca de Boutín seabrió para soltar la más sonora carcajada. Se-ñor, le aseguro que aquella alegría me causóuna de las penas mayores de mi vida, porqueme reveló con claridad los cambios que debíanhaberse operado en mí. De modo, que estabadesfigurado hasta para los ojos más humildes ydel más agradecido de mis amigos. En otrotiempo, yo había salvado la vida á Boutín, conlo cual no hice más que pagarle una deuda. Nole diré á usted cómo me hizo este favor. La es-cena tuvo lugar en Italia, en Ravenne. La casaen que Boutín impidió que yo fuese apuñaladoera una casa poco decente. En aquella época yono era coronel; era simple particular, comoBoutín. Por fortuna, esta historia encerraba de-talles que sólo podían ser conocidos por noso-tros; y, cuando se lo recordé, su incredulidad

  • disminuyó. Después le conté los accidentes demi extraña existencia. Aunque mis ojos y mivoz se hubiesen alterado extraordinariamente,según me dijo, y aunque no tenía ni cabellos, nidientes, ni cejas y estuviese blanco como unalbino, acabó por reconocer á su coronel en elmendigo, después de mil preguntas á las quecontesté satisfactoriamente. Me contó sus aven-turas, que no eran menos extraordinarias quelas mías: venía de los confines de la China,adonde había querido ir después de haberseescapado de Siberia. Me comunicó los desastresde la campaña de Rusia y la primera abdicaciónde Napoleón. Esta noticia fue una de las cosasque más me afectaron. Eramos dos despojoscuriosos después de haber rodado por el globocomo ruedan por el Océano los guijarros, lleva-dos por las tempestades de una orilla á otra.Entre los dos habíamos visto Egipto, Suiza,España, Rusia, Holanda, Alemania, Italia, Dal-macia, Inglaterra, China, Tartaria y Siberia; yano nos faltaba más que haber ido á las Indias y

  • á América, para recorrer el mundo entero. Enfin, como estuviese más ágil que yo, Boutín seencargó de ir á París lo más aprisa posible, á finde comunicar á mi mujer el estado en que meencontraba. Escribí á la señora Chabert unacarta muy detallada. Era la cuarta, caballero. Siyo hubiera tenido parientes, no hubiera ocurri-do todo esto; pero he de confesarle, que yo soyexpósito, soldado que tuvo por patrimonio suvalor, por familia todo el mundo, por patriaFrancia, y por único protector el buen Dios. Meengaño, tenía un padre, el emperador. ¡Ah! si élestuviese en el poder y viese á su Chabert, comoél decía, en el estado en que me encuentro, se-guramente que se encolerizaría. ¡Qué le hemosde hacer! nuestro sol se ha puesto, y ahora to-dos sentimos frío. Después de todo, los aconte-cimientos políticos podían justificar el silenciode mi mujer. Boutín partió. ¡Qué feliz era él,que contaba con dos ágiles piernas para mar-char! Yo no podía acompañarle, porque misdolores no me permitían hacer largos viajes.

  • Señor, cuando nos separamos, lloré, después dehaberle acompañado todo el tiempo que miestado permitió. En Carlsruhe tuve un accesode neuralgia á la cabeza y permanecí seis se-manas tumbado sobre un montón de paja enuna posada. Si fuera á contarle todas las des-gracias de mi vida de mendigo, no acabaríanunca. Los sufrimientos morales, junto á loscuales palidecían los sufrimientos físicos, exci-tan, sin embargo, menos piedad, porque no seven. Me acuerdo de haber llorado delante demi palacio de Strasburgo, donde yo había dadoen otro tiempo una fiesta, y donde no obtuvenada, ni siquiera un pedazo de pan. Habiendodeterminado de acuerdo con Boutín el itinera-rio que yo había de seguir, iba á todas las ad-ministraciones de correos á preguntar si habíaalguna carta que trajese dinero para mí. Por finllegué á París sin haber encontrado nada.¡Cuánta desesperación tuve que devorar! Bou-tín habrá muerto, me decía. En efecto, el pobrediablo había sucumbido en Waterloo, como

  • supe más tarde por casualidad. Su misión allado de mi mujer había sido infructuosa. Entréen París al mismo tiempo que los cosacos. Miruta era dolor sobre dolor. Al ver á los rusos enFrancia, ya no pensó en que no tenía zapatos enlos pies, ni dinero en el bolsillo, y que mis ves-tidos no eran más que andrajos. La víspera demi llegada me vi obligado á vivaquear en elbosque de Claye. El fresco de la noche me cau-só sin duda un acceso de no sé qué enferme-dad, que me atacó cuando atravesaba el arrabalSaint-Martín. Caí casi desmayado en la puertade un ferretero, y cuando desperté me hallé enuna cama del hospital. Allí me pasé un mesbastante felizmente. Sin embargo, no tardé enser despedido; y sin dinero, pero sano, me en-contré en las calles de París. ¡Con qué alegría ycon qué rapidez me trasladé á la calle de Mont-Blanc, donde mi mujer debía albergarse en mipropio palacio! Pero ¡ay! la calle de Mont-Blanchabía pasado á ser la de Chaussée-d'Antín, y mipalacio no existía ya: había sido vendido y de-

  • molido. Unos especuladores habían construídovarias casas en mis jardines, y como yo ignora-ba que mi mujer se hubiese casado con Ferraud,no pude obtener de ella noticia alguna. Por fin,me fui á casa de un anciano abogado que enotro tiempo era el encargado de mis negocios;pero el buen hombre había muerto después dehaber cedido su clientela á un joven. Este mecomunicó, con gran asombro mío, la liquida-ción de mis bienes, el casamiento de mi mujer yel nacimiento de sus dos hijos. Cuando le dijeque era el coronel Chabert, se echó á reír tanfrancamente, que le dejé sin hacer la menorobservación. Mi detención en Stutgard me hizopensar en el manicomio y resolví obrar conprudencia. Entonces, habiendo averiguado elsitio en que vivía mi mujer, me encaminé á supalacio, con el corazón lleno de esperanza. Mas¡ay! dijo el coronel con un movimiento de con-centrada rabia, no logré ser recibido cuando meanuncié con un nombre postizo, y el día en quelo hice con el mío propio, fui arrojado á la calle.

  • Para ver á la condesa cuando volvía del baile ódel teatro al amanecer, permanecí durante no-ches enteras pegado al quicio de su puerta co-chera. Mi mirada escudriñaba el interior deaquel coche que pasaba ante mis ojos con larapidez del rayo, y donde entreveía apenas áaquella mujer, que es mía, y que, sin embargo,no me pertenece. ¡Oh! ¡desde aquel día, sólo hevivido para la venganza! exclamó el ancianocon voz sorda irguiéndose de pronto ante Der-ville. Ella sabe que existo y desde mi vuelta harecibido ya dos cartas escritas de mi puño yletra. Me debe su fortuna y su dicha, y, sin em-bargo, no me ha enviado el más mínimo recur-so. Hay momentos en que yo no sé lo quehacer, ni lo que va á ser de mí.

    Dichas estas palabras, el veterano se dejó caeren la silla y permaneció inmóvil. Derville semantuvo silencioso ocupado en contemplar ásu cliente, y por fin, acabó por decir maquinal-mente:

  • —El asunto es grave, y aun admitiendo la au-tenticidad de los documentos que deben encon-trarse en Heilsberg no podemos decir quetriunfaremos. El proceso pasará sucesivamenteante tres tribunales. Es preciso, pues, reflexio-nar maduramente esta causa, que es completa-mente excepcional.

    —¡Oh! respondió fríamente el coronel levan-tando la cabeza arrogantemente, si sucumbo,sabré morir, pero acompañado.

    Esto diciendo, aquel hombre ya no parecía an-ciano. Los ojos del varón enérgico brillabaniluminados por el fuego del deseo y de la ven-ganza.

    —Acaso sea preciso transigir, dijo el procura-dor.

    —¡Transigir! repitió el coronel Chabert. Pero,vamos á ver, ¿estoy muerto ó vivo?

    —Caballero, repuso el procurador, espero queseguirá usted mis consejos. Su causa será la

  • mía. Bien pronto echará usted de ver el interésque me inspira su situación, casi sin ejemplo enlos actos jurídicos. Entre tanto, voy á darle unacarta para mi notario, el cual le entregará á us-ted cincuenta trancos cada diez días, pues nocreo conveniente que venga usted aquí á buscarsocorro. Si es usted el coronel Chabert, debeprocurar no estar al alcance de nadie. Yo daré ámis anticipos la forma de un préstamo, puesusted tiene bienes que recobrar, usted es rico.

    Esta última delicadeza arrancó lágrimas al an-ciano y como, sin duda, no es costumbre queun procurador parezca conmovido, Derville selevantó bruscamente y se fue á su despachodonde volvió á poco con una carta abierta queentregó al conde Chabert. Cuando el pobrehombre la tuvo entre sus manos, sintió dosmonedas de oro á través del papel.

    —¿Quiere usted designarme los documentos ydarme el nombre de la ciudad y el reino adon-de hay que pedirlos? dijo Derville.

  • El coronel dictó los informes necesarios, miran-do antes si estaban bien escritos los nombres delos lugares y después tomó el sombrero en unamano, miró á Derville, le tendió la otra mano,mano callosa, y le dijo con sencillez:

    —Caballero, indudablemente, después del em-perador, es usted el hombre á quien más deberéen el mundo. Es usted un campechano.

    El procurador estrechó la mano al coronel, leacompañó hasta la escalera y le alumbró.

    —Boucard, dijo Derville á su primer pasante,acabo de oír una historia que acaso me costaráveinticinco luises, pero, si soy timado, no senti-ré mi dinero, pues habré visto al comediantemás hábil de nuestra época.

    Cuando el coronel se encontró en la calle y anteun farol, sacó del sobre las dos monedas deveinte francos que el procurador le había dado,y las miró durante un momento á la luz. Volvía

  • á ver oro por primera vez después de nueveaños.

    —¡Ah! ¡por fin podré volver á fumar cigarros!se dijo.

    Unos tres meses después de esta consulta noc-turna hecha por el coronel Chabert en casa deDerville, el notario encargado de pagar el suel-do que el procurador pasaba á su singularcliente, fue á verle para conferenciar acerca deun asunto grave, y empezó por reclamarle seis-cientos francos que había entregado ya al an-ciano militar.

    —¡Cómo! Te entretienes en subvencionar á losantiguos veteranos, le dijo sonriendo el notario,llamado Crottat, joven que acababa de adquirirel estudio de donde era primer pasante, y cuyoprincipal acababa de huir haciendo una espan-tosa quiebra.

    —Querido amigo, te doy las gracias porque merecuerdas este asunto, respondió Deville; pero

  • te aseguro que mi filantropía no pasará de vein-ticinco luises, pues mucho me temo ya habersido víctima de mi patriotismo.

    En el momento en que Derville acababa estafrase, vió sobre la mesa de su despacho los pa-quetes del día, que su primer pasante acababade colocar, y llamó la atención de sus miradasunos sellos oblongos, cuadrados, triangulares,rojos y azules, colocados en una carta por lasadministraciones de correos prusiana, austria-ca, bávara y francesa.

    —¡Ah! dijo riéndose, he aquí el desenlace de lacomedia; ahora veremos si he sido ó no enga-ñado.

    Y esto diciendo, tomó la carta y la abrió; perono pudo leer nada, porque estaba en alemán.

    —Boucard, lleve usted inmediatamente estacarta á traducir y vuelva con prontitud, dijoDeville, entreabriendo la puerta de su despachoy tendiendo la carta á su primer pasante.

  • El notario de Berlín, al que el procurador sehabía dirigido, le anunciaba que las actas y do-cumentos pedidos llegarían algunos días des-pués de aquella carta aviso. Según decía, losdocumentos estaban extendidos en regla y re-vestidos de las legalizaciones necesarias paradar fe en justicia. Además, le decía que casitodos los testigos de los hechos consignados endichos documentos vivían en Prussich-Eylau, yque la mujer á quien el señor conde Chabertdebía la vida, vivía aún en uno de los arrabalesde Heilsberg.

    —Esto se pone serio, exclamó Derville cuandoBoucard acabó de darle cuenta del contenido dela carta. Oye, amigo mío, repuso dirigiéndose alnotario, me parece que voy á tener necesidadde ciertos informes que deben existir en tu es-tudio. ¿No fue en el despacho de ese bribón deRegín donde...?

  • —Nosotros acostumbramos á decir el infortu-nado, el desgraciado Rogín, repuso AlejandroCrottat riéndose é interrumpiendo á Derville.

    —Está bien. ¿No fue en el despacho de ese des-graciado, que acaba de robar ochocientos milfrancos á sus clientes y de reducir á la miseria ámuchas familias, donde se hizo la liquidaciónde la herencia Chabert? Tengo una idea dehaberlo visto en los documentos que aquí te-nemos de Ferraud.

    —Sí, respondió Crottat, yo era entonces tercerpasante, y copié y estudié muy bien esa liqui-dación. Rosa Chapotel, esposa y viuda de Jacin-to Chabert, conde del Imperio y gran oficial dela Legión de honor, estaban casados sin contra-to, y había, por lo tanto, comunidad de bienes.Si no recuerdo mal, el activo ascendía á seis-cientos mil francos. Antes de su matrimonio, elconde Chabert había hecho un testamento enfavor de los hospicios de París, por el cual lega-ba á éstos la cuarta parte de la fortuna que po-

  • seyese en el momento de su muerte; la otracuarta parte la heredaba el fisco. Hubo licita-ción, venta y reparto, porque los procuradoresfueron muy aprisa. A raíz de la liquidación, elmonstruo que gobernaba á la sazón á Francia,devolvió, mediante un decreto, la parte del fis-co á la viuda del coronel.

    —¿De modo que la fortuna personal del coro-nel Chabert no ascendería más que á trescientosmil francos?

    —Naturalmente, amigo mío, respondió Crottat.Vaya, veo que vosotros los procuradores, á pe-sar de que se os acusa de defender lo mismo elpro que el contra, aun os queda el espíritu dejusticia.

    El conde Chabert, cuya dirección se leía en laparte baja del primer recibo que le había entre-gado el notario, vivía en el arrabal de Saint-Marceau, calle del Petit-Banquier, en casa de unantiguo sargento de la guardia imperial, que sehabía hecho vaquero y que se llamaba Verg-

  • niaud. Llegado allí, Derville se vió obligado á irá pie á buscar á su cliente, porque el cochero senegó á meterse en una calle sin adoquinar ycuyos baches eran demasiado profundos paralas ruedas de un cabriolé. Mirando á todos la-dos, el procurador logró encontrar en la partede aquella calle vecina al bulevar, entre dosparedes construídas con piedra y con tierra, dosmalas pilastras, que el paso de los coches habíadescantillado, á pesar de los dos pedazos demadera colocados en forma de poyos. Estaspilastras sostenían una viga cubierta de un ale-ro de tejas, en la cual se leían estas palabras,escritas con pintura encarnada: VERGNIAUD,VAQUERO. A la derecha de este nombre seveían pintados unos huevos, y á la izquierdauna vaca. La puerta estaba abierta, y sin dudapermanecía así todo el día. En el fondo de uncorral bastante espacioso, se levantaba, en fren-te de la puerta, una casa, si es que puede lla-marse casa á una de esas gazaperas construídasen los arrabales de París, y que no son compa-

  • rables á nada, ni aun á las más mezquinas habi-taciones del campo, cuya miseria padecen sintener su poesía. En efecto, en medio de loscampos, las cabañas poseen aún esa gracia queles comunica la pureza del aire, la verdura, elaspecto de la tierra, una colina, un camino tor-tuoso, una viña, ó un seto, el musgo de un co-bertizo y los utensilios campestres; pero en Pa-rís, esta miseria sólo inspira horror. Aunquerecientemente construída, aquella casa parecíapróxima á derrumbarse. Ninguno de sus mate-riales era apropiado y todos provenían de lasdemoliciones que se hacen á diario en París.Derville leyó en una de las ventanas hechas conlas tablas de un letrero: Almacén de novedades.Las ventanas no tenían semejanza unas conotras, y habían sido abiertas de una maneraextravagante. El piso bajo, que parecía ser laparte habitable, estaba muy elevado de unaparte, mientras que en la otra las habitacionesestaban casi cerradas. Entre la puerta y la casase extendía un gran charco lleno de estiércol,

  • adonde iban á desembocar las aguas pluvialesy las de la casa. La pared en que se apoyabaeste raquítico albergue, y que parecía ser mássólida que las demás, estaba provista de choci-tas donde una multitud de conejos se multipli-caba. A la derecha de la puerta cochera se en-contraba la vaquería, que remataba en extensopajar y que se comunicaba con la casa medianteuna lechería. A la izquierda había un corral,una cuadra y una pocilga, cuyo tejado estabaformado, como el de la casa, por unos malostablones clavados unos sobre otros y mal recu-biertos con paja. Como casi todos los lugaresdonde se cocinan los alimentos de la gran co-mida que París devora á diario, el patio en queDerville puso los pies ofrecía las huellas de laprecipitación exigida por la necesidad de llegará un punto á hora fija. Esos grandes depósitosde hoja de lata en los que se transporta la leche,y los depósitos para la crema, estaban arrojadosen confusión delante de la lechería, con suscorrespondientes tapones de tela. Los trapos

  • que sirven para limpiarlos flotaban al sol col-gados de unas cuerdas atadas á clavos. El caba-llo pacífico, cuya raza sólo se encuentra en laslecherías, había dado algunos pasos delante desu carreta y permanecía próximo á la cuadra,cuya puerta estaba cerrada. Una cabra ramo-neaba los pámpanos de la raquítica y sucia vi-ña, que adornaba la amarillenta y agrietadapared de la casa. Un gato estaba acurrucadosobre los depósitos de la crema y los lamía. Lasgallinas, asustadas ante la presencia de Dervi-lle, echaron á correr cacareando, y el perroguardián ladró.

    —¿Vivirá aquí el hombre que decidió la victoriade la batalla de Eylau? se dijo Derville abarcan-do con una sola mirada el conjunto de este in-noble espectáculo.

    La casa había quedado bajo la vigilancia de treschiquillos. El uno, subido sobre una carretacargada de verde forraje, arrojaba piedras á lachimenea de la casa vecina, esperando que irían

  • á caer á los pucheros. Otro procuraba conducirun cerdo al interior de una carreta que tocabaen tierra por su parte trasera, mientras que eltercero, colgado de las dos varas, esperaba áque el cerdo estuviera en el carro para inclinarla carreta. Cuando Derville les preguntó si eraallí donde vivía el señor Chabert, ninguno res-pondió, y los tres le miraron con aguda estupi-dez. Derville reiteró sus preguntas sin éxito, éimpacientado por el aire socarrón de los trespilluelos, les lanzó una de esas injurias que losjóvenes se creen con derecho á dirigir á los ni-ños, y éstos rompieron el silencio con una risabrutal. Derville se enfadó. El coronel, que leoyó, salió de un cuartito situado cerca de lalechería, y apareció en el umbral de la puertacon inexplicable flema militar. Llevaba en laboca una de esas pipas notablemente culoatadas(expresión técnica de los fumadores), una deesas pipas de tierra blanca, llamadas quemagaz-nates. El militar se levantó la visera de una go-rra atrozmente grasienta, vió á Derville, y atra-

  • vesó el estercolero para llegar antes al lado desu bienechor, al mismo tiempo que gritaba á loschiquillos con voz amistosa:

    —¡Silencio en las filas!

    Los niños guardaron respetuoso silencio, queanunciaba el imperio que sobre ellos ejercía elveterano.

    —¿Por qué no me ha escrito usted? le dijo áDerville. Vaya usted á lo largo de la vaquería;mire usted, por allí; el camino está adoquinado,gritó al apercibirse de la indecisión del procu-rador, que no quería mojarse los pies en el es-tercolero.

    Saltando de un sitio á otro, Derville llegó alumbral de la puerta por donde el coronel habíasalido. Chabert pareció estar disgustado portener que recibir á su protector en el cuarto queocupaba. Derville no vió en él más que una solasilla. La cama del coronel consistía en algunoshaces de paja, sobre los cuales había tendido su

  • patrona dos ó tres pedazos de esas viejas al-fombras, recogidas no sé dónde, y que suelenservir en las lecherías para cubrir los bancos delas carretas. El pavimento era sencillamente detierra apisonada. Las paredes, salitrosas, ver-duscas y agrietadas, despedían tal humedad,que la pared contra la cual dormía el coronel,estaba toda florecida. El famoso carrique pen-día de un clavo. Dos malos pares de botas yací-an en un rincón. Ningún vestigio de ropa. So-bre una mesa de pino, los boletines del granejército, reimpresos por Plancher, estabanabiertos y parecían ser la lectura del coronel,cuya fisonomía permanecía tranquila y serenaen medio de aquella miseria. Su visita á casa deDerville parecía haber cambiado el carácter desus facciones, en las que el procurador vió lashuellas de un pensamiento feliz y un no sé quéparticular que les había comunicado la espe-ranza.

  • —¿Le incomoda á usted el humo de la pipa?dijo Chabert tendiendo á su procurador la sillacasi sin asiento.

    —Pero, coronel, ¡usted está aquí muy mal!

    Esta frase la pronunció Derville movido por ladesconfianza natural á los procuradores y porla deplorable experiencia que adquieren muytemprano, con los asombrosos dramas desco-nocidos á que asisten.

    —He aquí, se dijo, un hombre que seguramenteha empleado el dinero en practicar las tres vir-tudes teologales del soldado: el juego, el vino ylas mujeres.

    —Es verdad, señor, que no brillamos aquí porel lujo. Esto es una especie de vivac atemperadopor la amistad; pero... (esto diciendo, el soldadodirigió una profunda mirada al hombre de le-yes), pero yo no he hecho daño á nadie, yduermo tranquilo.

  • El procurador comprendió que sería poco deli-cado pedir cuenta á su cliente de las sumas quele había anticipado, y se contentó con decirle:

    —Pero ¿por qué no se quedó usted en París,donde podría usted estar mejor y por el mismodinero que aquí?

    —¡Qué quiere usted! respondió el coronel. Estapobre gente, con quien vivo, me había recogidoy me había alimentado gratis durante un año.¿Cómo quería usted que les dejase en el mo-mento en que tengo algún dinero? Además elpadre de estos tres muchachos es un viejo egip-cio.

    —¡Cómo! ¿Un egipcio?

    —Si, damos nosotros este nombre á los vetera-nos que volvieron de la expedición de Egipto,de la cual formé parte. No solamente todos losque hemos vuelto somos un poco hermanos,sino que, además, Vergniaud estaba en mi re-gimiento y nos repartimos más de una vez el

  • agua del desierto. Aparte de todo esto, aun nohe acabado de enseñarles á leer a sus chiquillos.

    —Bien, pero por el dinero de usted, bien podíacuidarle mejor.

    —¡Bah! dijo el coronel, sus hijos duermen, co-mo yo, sobre paja. Su mujer y él, tampoco tie-nen mejor cama que la mía; son muy pobres yhacen más de lo que pueden. Pero si yo recibomi fortuna... En fin, allá veremos.

    —Coronel, mañana ó pasado debo recibir losdocumentos de Helisberg. Su salvadora viveaún.

    —¡Maldito dinero! ¡Y decir que no tengo uncuarto! exclamó arrojando la pipa al suelo.

    Una pipa culotada es un objeto precioso para unfumador; pero el gesto del veterano fue tannatural, tan generoso que cualquier fumador lehubiese perdonado aquel crimen de leso taba-co.

  • —Coronel, ese asunto es excesivamente com-plicado, le dijo Derville saliendo del cuarto pa-ra ir á pasearse al sol á lo largo de la casa.

    —Pues á mi me parece sumamente sencillo,dijo el veterano: me han creído muerto y estoyaquí, que me devuelvan mi mujer y mi fortunay que me den el grado de general al que tengoderecho, toda vez que adquirí el de coronel dela guarda imperial la víspera de la batalla deEylau.

    —¡Ay, amigo! no son las cosas tan sencillascomo usted cree, en el mundo judicial, repusoDerville. Escúcheme; usted es el conde Chabert,yo no lo dudo. Pero aquí se trata de probárselojudicialmente á gente que tiene interés en negarsu existencia de usted. De modo que las actasserán discutidas, y esa discusión originará diezó doce incidentes preliminares, los cuales irán áparar al tribunal supremo y constituirán otrostantos costosos procesos, que han de ser muylargos por grande que sea mi actividad. Sus

  • adversarios pedirán una información, á la quenosotros no podemos negarnos, la cual origina-rá una comisión rogatoria á Rusia. Pero supon-gamos que las cosas no vayan tan mal y admi-tamos que la justicia reconozca en seguida queusted es el coronel Chabert. ¿Quién sabe cómose juzgará la cuestión promovida por la inocen-te bigamia de la condesa Ferraud? En esta cau-sa, el derecho no está clasificado en el código yno puede ser perseguida por los jueces más quesiguiendo las leyes de la conciencia, como lohace el jurado en las cuestiones delicadas quepresentan las extravagancias sociales de algu-nos procesos criminales. Ahora bien, usted noha tenido hijos en su matrimonio, mientras queel señor Ferraud ha tenido dos; y los juecespueden declarar nulo el matrimonio cuyos la-zos son más débiles desde el momento que hahabido buena fe en los contrayentes. ¿Sería suposición moral hermosa, queriendo rescatarmordicus, á su edad y en las circunstancias enque usted se encuentra, á una mujer que no le

  • ama? Tendrá contra usted á su propia mujer ysu marido actual, que son dos personas pode-rosas y que pueden influir en los tribunales. Elproceso tiene, pues, muchos elementos de du-ración, y pudiera ocurrir que usted envejecieray muriera en medio de las más crudas desazo-nes.

    —¿Y mi fortuna?

    —¿Pero cree usted tener una gran fortuna?

    —¿Y mis treinta mil francos de renta?

    —¡Ah! mi querido coronel, en 1799, antes decasarse, usted había hecho un testamento por elcual legaba la cuarta parte de sus bienes á loshospicios.

    —Es verdad.

    —Pues bien, á raíz de su supuesta muerte,hubo que proceder á un inventario y á una li-quidación, á fin de dar esa cuarta parte á loshospicios. Su mujer de usted no tuvo escrúpulo

  • en engañar á los pobres, y el inventario, en elque ella se guardó bien de mencionar todo eldinero y las alhajas sólo ascendió á seiscientosmil francos de valores. Su viuda de usted teníaderecho á la mitad, y los hospicios sólo recibie-ron setenta y cinco mil francos. Por otra parte,como el fisco le heredaba á usted también, todavez que no había usted hecho mención de sumujer en su testamento, el emperador devolviópor un decreto á su viuda de usted la porciónque correspondía al dominio público. De modoque, la cantidad á que usted tiene derecho aho-ra, es únicamente á trescientos mil francos, ex-ceptuando las costas.

    —¿Y usted llama justicia á eso? dijo alelado elcoronel.

    —Ciertamente.

    —¡Hermosa justicia!

    —Así es, mi pobre coronel. Ya ve usted, pues,que lo que creía fácil no lo es; la señora Perraud

  • puede, por otra parte, pretender la porción quele ha sido dada por el emperador.

    —Pero como que no era viuda, la base es falsa yel decreto nulo.

    —Estoy conforme, pero todo se pleitea. Escucheusted. En estas circunstancias, yo creo que unatransacción sería para usted y para ella el mejordesenlace del proceso, y usted ganaría con ellouna fortuna mucho más considerable que aque-lla á que tiene usted derecho.

    —Pero eso sería vender la mujer.

    —Con veinticuatro mil francos de renta y en laposición en que usted se encuentra, tendrá us-ted mujeres que valdrán más que la suya y quele harán más feliz. Hoy mismo precisa ir a ver ála condesa Ferraud; pero no he querido dar estepaso sin consultarle á usted antes.

    —Vayamos juntos á su casa.

  • —¿En la posición en que usted se encuentra?dijo el procurador. No, no, coronel, no, porquepodría usted perder con ello su causa.

    —Pero vamos á ver, mi causa ¿puede ó nopuede ganarse?

    —Yo lo creo, respondió Derville; pero, señorChabert, usted no se fija en una cosa. Yo no soyrico, tanto que aun no he acabado de pagar miprocuraduría. Si los tribunales conceden á us-ted una provisión, es decir, una suma tomadade antemano de la fortuna de su mujer, no loharán seguramente hasta después de haberreconocido sus títulos de conde de Chabert y degran oficial de la Legión de honor.

    —¡Toma! pues es verdad, ya no me acordabade que soy oficial de la Legión de honor, dijoChabert con sencillez.

    —Ahora bien, hasta entonces ¿no será necesariopleitear, pagar abogados, gastos de curia y vi-vir? Las costas de los juicios preparatorios as-

  • cenderán inmediatamente á doce ó quince milfrancos. Yo, que estoy reventado por los enor-mes intereses que pago al que me prestó el di-nero para comprar el estudio, no los tengo, yusted ¿dónde los encontrará?

    Al oír estas palabras, un raudal de lágrimasbrotó de los marchitos ojos del pobre soldado yrodó por sus arrugadas mejillas. Al considerartantas dificultades perdió los ánimos; el mundosocial y judicial le oprimía el pecho como unapesadilla.

    —Iré al pie de la columna de la plaza Vendome,exclamó, y gritaré allí: «¡Yo soy el coronel Cha-bert, el que rompió el gran cuadro de los rusosen Eylau!», y estoy seguro de que el bronce mereconocerá.

    —Sí, y le llevarán á usted á un manicomio.

    Al oír el temible nombre de manicomio, la exal-tación del militar cesó.

  • —¿Y no podré encontrar en el ministerio de laguerra algún medio de salir con la mía?

    —¡Allí! dijo Derville. Guárdese usted de ir, á noser con un juicio en regla que declare nula suacta de defunción. Porque en aquellas oficinaslo que quisieran sería hacer desaparecer á todoslos héroes del Imperio.

    El coronel permaneció durante un momentoaturdido, inmóvil, mirando sin ver, abismadoen una desesperación sin límites. La justiciamilitar es franca, rápida, decide á lo turco, yjuzga casi siempre bien. Esta justicia era la quequería él. Al ver el dédalo de dificultades queera preciso vencer y el mucho dinero que habíaque gastar, el pobre soldado recibió un golpemortal en esa potencia particular del hombreque se llama voluntad. Le pareció imposiblevivir pleiteando, y juzgó mil veces más sencillopermanecer pobre, mendigando, ó alistarsecomo soldado en algún regimiento que le admi-tiese. Sufrimientos físicos y morales habían vi-

  • ciado ya algunos de los órganos más importan-tes del cuerpo, y estaba ya muy próximo á unade esas enfermedades para las que la medicinano tiene nombre, y cuyo asiento es, en ciertomodo, móvil como el aparato nervioso que pa-rece el más atacado de los de nuestra máquina,afección que sería preciso llamar el esplín delinfortunio. Por grave que fuese ya aquel malinvisible, pero real, era aún curable medianteun feliz desenlace; pero así mismo para destruirpor completo aquella vigorosa organización,bastaría un obstáculo nuevo, algún hecho im-previsto que rompiese sus débiles resortes yque produjese esas dudas, esos actos incom-prensibles é incompletos que los fisiólogos ob-servan en los seres anonadados por los pesares.

    Al ver los síntomas de un profundo abatimien-to en su cliente, Derville le dijo:

    —No se desanime usted, porque la salvación deeste asunto sólo puede serle favorable. Dígamenuevamente si me concede usted toda su con-

  • fianza y si acepta ciegamente el resultado quepueda yo obtener y juzgar como más favorablepara usted.

    —Haga usted lo que quiera, dijo Chabert.

    —Sí ¿pero se entrega usted á mí como hombreque va á la muerte?

    —¿No voy á quedar sin nombre y sin derechos?¿Es eso tolerable?

    —Yo no lo entiendo así, dijo el procurador.Empezaremos amistosamente un juicio paraanular su acta de defunción y su matrimonio, áfin de que recobre usted sus derechos. Por me-diación del conde de Ferraud, volverá usted áfigurar en las filas del ejército como general yobtendrá usted, sin duda, una pensión.

    —Conforme, respondió Chabert. Me entrego áusted en cuerpo y alma.

  • —Mañana le mandaré á usted un poder paraque lo firme. Adiós, y ánimo, y si necesita usteddinero, ya sabe que puede contar conmigo.

    Chabert apretó calurosamente la mano de Der-ville y permaneció apoyado contra la pared, sinfuerzas para seguirle más que con los ojos. Co-mo todos los que tienen poco conocimiento delos asuntos judiciales, se asustaba ante la ideade aquella lucha imprevista. En el transcurso deesta conferencia, varias veces había asomado,por detrás de la pilastra de la puerta cochera, lacara de un hombre, apostado en la calle paraacechar la salida de Derville, el cual hombre seaproximó al procurador cuando salía. Era el talun anciano que vestía una blusa azul y que lle-vaba en la cabeza un gorro de piel; su cara eramorena, enjuta y arrugada, pero roja por lospómulos, á causa sin duda del exceso del traba-jo y de la influencia de la intemperie.

    —Dispénseme usted, caballero, si me tomo lalibertad de hablarle, le dijo á Derville cogiéndo-

  • le por el brazo; pero al verle he sospechado queera usted el amigo de nuestro general.

    —¿Y en qué se interesa usted por él? dijo Dervi-lle, ¿quién es usted? repuso el desconfiado pro-curador.

    —Yo soy Luis Vergniaud, y quisiera decirle dospalabras.

    —¿Es usted el que ha dado tan buen hospedajeal conde Chabert?

    —Dispense usted, señor, pero tiene el mejorcuarto de la casa, y si no hubiera tenido másque el mío, se lo hubiese cedido y me hubieseido á dormir á la cuadra. Un hombre que hasufrido como él, que enseña á leer á mis peque-ños, un general, un egipcio, el primer teniente ácuyas órdenes he servido... ¡tendría que ver! Lehe albergado lo mejor que pude y he repartidocon él lo que tenía. Desgraciadamente, no eragran cosa: pan, leche, huevos. En fin, en la gue-

  • rra, como en la guerra. Tiene un gran corazón.Pero nos ha reventado mucho.

    —¿El?

    —Sí, señor, nos ha reventado, pero por comple-to. Yo tomé este establecimiento, cuyo alquilerera superior á mis fuerzas, y él lo veía perfec-tamente. Y dale que me había de ayudar, y daleque me había de ayudar. Yo le decía: «Pero, migeneral...» Yo había hecho dos pagarés por elprecio de mi vaquería á un tal Gradós... ¿Loconoce usted, señor?

    —Pero, querido mío, no tengo tiempo para es-cucharle á usted; dígame únicamente qué es loque les ha hecho el coronel.

    —Nos ha reventado, señor, tan cierto como yome llamo Luis Vergniaud y como mi mujer hallorado. Ha sabido por los vecinos que no te-níamos ni un céntimo, y el muy zorro, sin de-cirnos nada, ha amontonado todo lo que ustedle había dado y ha satisfecho uno de los paga-

  • rés. ¡Qué malicia! Cuando mi mujer y yo sa-bíamos que no tenía tabaco ese pobre viejo.¡Oh! ahora, todas las mañanas tiene sus ciga-rros, porque antes de consentir que careciera denada, sería capaz de venderme la camisa. No,nosotros estamos reventados. De modo que,quisiera proponerle que nos prestase, puestoque, según él dice, es usted un buen hombre,un centenar de escudos sobre nuestro estable-cimiento, á fin de procurarle ropa y de amue-blar su cuarto. El ha creído sacarnos de apuros,y no es verdad; al contrario, crea usted que nosha dado un gran disgusto y que no debía haberhecho lo que hizo. Nos ha dado un gran disgus-to. A fe de hombre honrado, tan cierto como mellamo Luis Vergniaud, que me dejaría matarantes que dejar de cumplir con usted el com-promiso, si me presta ese dinero.

    Derville miró al vaquero y dio algunos pasosatrás para volver á ver !a casa, el patio, los es-tercoleros, el establo, los conejos y los chiqui-llos.

  • —A fe que creo que uno de los caracteres de lavirtud es el no ser propietario, se dijo. Ya ob-tendrás los cien escudos que deseas y aun más;pero no seré yo el que te los daré, sino el coro-nel, que ha de ser bastante rico para ayudarte, yal cual no quiero quitar ese placer.

    —¿Ocurrirá eso muy pronto?

    —¡Yo lo creo!

    —¡Ah! ¡Dios mío! ¡qué contenta se va á ponermi mujer!

    Y el rostro tostado del vaquero pareció dilatar-se de alegría.

    —Ahora, se dijo Derville subiendo de nuevo alcabriolé, vayamos á casa de nuestra adversaria,no dejemos ver nuestro juego, procuremos co-nocer el suyo, y ganemos la partida de un sologolpe. ¿Sería bueno asustarla? Es mujer. ¿Dequé se asustan más las mujeres? Las mujeres nose asustan más que de...

  • Empezó á estudiar la posición de la condesa, yse sumió en una de esas meditaciones á las quese entregan los grandes políticos para concebirsus planes y procurar adivinar el secreto de susenemigos. Y en cierto modo ¿no son los procu-radores hombres de Estado, encargados deasuntos privados? Para comprender el ingeniodel procurador, se hace aquí necesario dirigiruna ojeada á la situación en que se encontrabael conde de Ferraud y su mujer.

    El señor conde de Ferraud era hijo de un anti-guo consejero del parlamento de París, quehabía emigrado durante la época del Terror, yque, si había salvado la cabeza, había perdidotoda su fortuna. Volvió á su patria bajo el con-sulado y permaneció constantemente fiel á losintereses de Luis XVIII, á cuyo servicio estabasu padre antes de la Revolución. Pertenecía,pues, á aquel partido del arrabal Saint-Germainque resistió noblemente á las seducciones deNapoleón. La reputación de hombre de talentoque logró conquistarse el joven conde, que, á la

  • sazón, era llamado sencillamente el señor Fe-rraud, le hizo objeto de los halagos del empe-rador, el cual se consideraba á veces tan felizcon sus conquistas hechas entre la aristocracia,como con una victoria conseguida en el campode batalla. Le prometió al conde la restituciónde su título y de sus bienes y la próxima obten-ción de un ministerio ó de una senaduría. Elemperador cayó. Cuando la muerte del condeChabert, el señor Ferraud era un joven de vein-tiséis años, sin fortuna, dotado de agradablefigura, que obtenía grandes éxitos en el mundoy que había sido adoptado como una gloria delarrabal de Saint-Germain. Pero la señora con-desa Chabert había sabido sacar tan buen par-tido de la herencia de su marido, que despuésde unos diez y ocho meses de viudez, poseíaunos cuarenta mil francos de renta. Su casa-miento con el joven conde, no fue aceptadocomo una novedad halagüeña por los corrillosdel arrabal Saint-Germain. Contento con estematrimonio, que respondía á sus ideas de fu-

  • sión, Napoleón devolvió á la señora Chabert laparte que correspondía al fisco en la herenciadel coronel; pero las esperanzas de Napoleónquedaron frustradas: la señora Ferraud no amóá su marido solamente por su juventud, sinoque había sido seducida también por la idea deentrar en aquella sociedad desdeñosa que, ápesar de su proceder, dominaba la corte impe-rial. Aquel matrimonio halagaba tanto sus pa-siones como sus vanidades; iba á pasar á seruna mujer á la moda. Cuando el arrabal Saint-Germain supo que el casamiento del joven con-de no era una defección, los salones se abrieronpara su mujer. La Restauración sobrevino. Lafortuna política del conde Ferraud no fue rápi-da. Este hombre comprendía las exigencias dela posición en que se encontraba Luis XVIII, yera del número de los iniciados que esperabanque el abismo de las revoluciones quedase cerrado,pues esta frase real, de la cual se burlaban tantolos liberales, ocultaba una profunda sentenciapolítica. Sin embargo, la real orden citada en la

  • larga fase clerical que comenzó esta historia, lehabía devuelto dos bosques y una tierra, cuyovalor había aumentado considerablemente du-rante el secuestro. En este momento, aunque elconde Ferraud fuese consejero de Estado y di-rector general, no consideraba su posición másque como el principio de su carrera política.Preocupado con las atenciones de una ambicióndevoradora, había nombrado secretario suyo áun procurador llamado Delbecq, hombre habi-lísimo, que conocía admirablemente los recur-sos de la trampa y al cual abandonaba la direc-ción de sus asuntos privados. El astuto curialhabía comprendido perfectamente su misión encasa del conde, para mostrarse probo por espe-culación, pues esperaba ocupar algún cargoimportante, mediante la influencia de su amo,cuya fortuna era objeto de todas sus atenciones.Su conducta desmentía de tal modo su conduc-ta anterior, que pasaba por hombre calumnia-do. Con el tacto y la astucia que poseen, más ómenos, las mujeres, la condesa, que había adi-

  • vinado á su administrador, le vigilaba cuidado-samente, y sabía manejarle tan bien, que habíasacado ya un gran partido de él, para lograr elaumento de su fortuna particular. Había salidopersuadido Delbecq de que ella manejaba alseñor Ferraud, y le había prometido nombrarlepresidente de un tribunal de primera instancia,en una de las ciudades más importantes deFrancia, si servía por completo á sus intereses.La promesa de una plaza inamovible que lepermitiera casarse ventajosamente y conquis-tarse, más tarde, una elevada posición en lacarrera política, llegando á ser diputado, consti-tuyó á Delbecq en testaferro de la condesa. Estehombre no había dejado escapar ninguna de lasprobabilidades favorables que los movimientosde la Bolsa y el aumento de valor de las pro-piedades ofrecieran en París á las gentes hábi-les, durante los tres primeros años de la Restau-ración, y había triplicado el capital de su pro-tectora, con tanta más facilidad, cuanto que losmedios