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El Vizconde de Bragelonne. Tomo II. Parte Segunda Alejandro Dumas Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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El Vizconde deBragelonne.

Tomo II. Parte Segunda

Alejandro Dumas

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Advertencia de Luarna Ediciones

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3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

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LXVIHEU! MISER!

"¡Pobre Raúl!", había dicho Athos.. "¡Po-bre Raúl!" había dicho Artagnan. Muy desgra-ciada debía de ser Raúl, en efecto, cuando de talmodo le compadecían dos hombres de aqueltemple.

Así fue que, cuando se encontró soloconsigo mismo, dejando tras de sí al amigo in-trépido y al padre indulgente; cuando trajo a sumemoria la confesión hecha por el rey de aquelamor que le robaba a su amada Luisa de LaValliére sintió que se le desgarraba el corazón,como lo sentimos todos desgarrarse una vez ala primera ilusión destruida, al primer amorburlado.

-¡Oh! -murmuró-. ¡Nada hay ya para míen la vida! ¡Ni felicidad ni esperanza! Guicheme lo ha dicho, mi padre me lo ha dicho, Ar-tagnan me lo ha dicho. ¡Todo es, pues, un sue-ño en este mundo! ¡Sueño ese porvenir tan an-

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helado durante diez años! ¡Sueño esa unión denuestros corazones! ¡Sueño esa vida entera deamor y felicidad! ¡Mísero loco en soñar así, envoz alta y públicamente, delante de mis amigosy de mis enemigos, para que los primeros seentristezcan con mis penas, y los otros se reíande mis dolores! Mi desgracia va a ser ruidosa,un escándalo público, y en lo sucesivo me seña-larán vergonzosamente con el dedo.

Y, no obstante la calma que Raúl prome-tió a su padre y a Artagnan,Raúl dejó oír algunas palabras de sorda amena-za.

-Y sin embargo -continuó-, si me llama-ra Wardes, y tuviese a la vez la flexibilidad y elvigor del señor de Artagnan, mostraría la son-risa en los labios, persuadiría a las mujeres deque esa pérfida, honrada con mi amor, no medeja más que un sentimiento, el de haberme en-gañado con sus apariencias de honestidad; al-gunos bufones divertirían al rey a mis expen-sas; pero yo los acecharía y castigaría a unos

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cuantos. Los hombres me temerían, y al terceroque hubiese tendido a mis pies, me vería ado-rado por las mujeres. Sí; este es un partido queel mismo conde de la Fére no desdeñaría. ¿Noquebrantaron también su corazón, en su juven-tud, como acaba de serlo el mío? ¿No substi-tuyó al amor con la embriaguez? No pocas ve-ces me lo ha dicho. ¿Y por qué no había desubstituir yo el amor por el placer?

"¡Había sufrido tanto como yo sufro, talvez más! ¿La historia de un hombre es, pues, lahistoria de todos los hombres: una experienciamás o menos larga, más o menos dolorosa? Lavoz de la humanidad entera no es más que ungrito continuo.

"¿Pero qué le importa al que sufre eldolor de los demás? La llaga abierta en otropecho ¿alivia la llaga en el nuestro? La sangreque corre al lado nuestro ¿restaña nuestra san-gre? Esa angustia universal ¿disminuye la an-gustia particular? No; cada cual sufre por sí;

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cada uno lucha con su dolor; cada cual llora suspropias lágrimas.

"Y, por otra parte, ¿qué ha sido para míla vida hasta ahora? Una arena fría y estéril, enla que he combatido siempre por los demás,jamás por mí. Tan pronto por un rey, como poruna mujer. El rey me ha vendido, la mujer meha desdeñado. ¡Oh desventurado! ... ¡Las muje-res! ... ¿No podía hacer expiar a todas el cri-men de una de ellas? ¿Qué es necesario paraello? No tener corazón u olvidar que se ha teni-do; ser fuerte, hasta contra la debilidad: soste-ner siempre, aun cuando se sienta romper.¿Qué es preciso para eso? Ser joven, apuesto,fuerte, valiente, rico... Pues todo eso soy o loseré.

"Pero, ¿y el honor? ¿Qué es el honor?Una teoría que cada cual entiende a su manera.Mi padre me decía: "El honor, es el respeto delo que uno debe a los demás, y principalmentelo que se debe uno a sí mismo. Pero Guiche,Manicamp, y Saint-Aignan especialmente, me

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dirían: "El honor consiste en servir las pasionesy los placeres de su rey." Este honor es fácil ylucrativo; con él puedo conservar mi puesto enla Corte, llegar a ser gentilhombre de cámara,tener a mis órdenes un buen regimiento. Conese honor puedo ser duque y par.

"La mancha que esa mujer ha echadosobre mí, el dolor con que me ha destrozado elcorazón, a mí, su amigo de la infancia, en nadaperjudica al señor de Bragelonne, buen oficial,capitán valiente, que se cubrirá de gloria en laprimera ocasión, y que llegará a ser cien vecesmás de lo que es hoy día la señorita de La Va-lliére, la querida del rey; porque el rey no secasará con la señorita de La Valliére, y cuantomás públicamente la declare querida suya, máshará resaltar la banda de infamia que le arrojasobre la frente a modo de corona, y, conformela vayan despreciando, como yo la desprecio,me gozaré en ello.

"¡Ay! ¡Habíamos caminado juntos, ella yyo, durante el primero durante el más hermoso

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tercio de nuestra vida, cogidos de la mano a lolargo de la senda encantadora y cubierta deflores de la juventud, cuando llegamos a unaencrucijada donde ella se separa de mí, dondevamos a seguir un camino distinto que irá apar-tándonos cada vez más uno del otro; y, paratocar el término de este camino, Señor, me en-cuentro solo, desesperado, anonadado! ¡Ohdesventurado!"

En este punto se hallaba Raúl de sussiniestras reflexiones, cuando su pie pisó ma-quinalmente el umbral de su casa. Había llega-do allí sin ver las calles por donde pasaba, sinsaber cómo había llegado. Empujó la puerta, y,continuando su camino, subió la escalera.

Como en la mayor parte de las casas deaquella época, la escalera era sombría y los des-cansos obscuros. Raúl vivía en el piso principal,y se detuvo para llamar. Presentóse Olivain, yle recogió la espada y la capa. Raúl abrió por símismo la puerta que desde la antecámara, con-ducía a un saloncillo bastante bien alhajado

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para salón de soltero, adornado con profusiónde flores por Olivain, que, conociendo los gus-tos de su amo, había cuidado de satisfacerlos,sin curarse de si aquél se apercibía o no de estaatención.

Había en el salón un retrato de La Va-lliére, que ésta misma había dibujado y regala-do a Raúl. Ese retrato, colgado por encima deun gran sillón forrado de damasco obscuro, fueel primer punto a que se dirigió Raúl, el primerobjeto en que puso sus ojos. Por lo demás, Raúlcedía a su costumbre, pues cada vez que entra-ba en casa, aquel retrato era lo primero queadmiraban sus ojos. Aquella vez, como todas,se fue derecho al retrato, púsose de rodillas,sobre el sillón, y se dedicó a contemplarlo tris-temente.

Tenía los brazos cruzados sobre el pe-cho, la cabeza ligeramente levantada, la miradatranquila y velada, la boca plegada por amargasonrisa.

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Miró la imagen adorada, y, repasandoen su espíritu todo lo quehabía dicho, y en su corazón todo lo que habíasufrido, después de una larga pausa:

-¡Oh desventurado! -murmuró por ter-cera vez.

Apenas pronunció estas dos palabras, sedejó oír a su espalda un suspiro y un lamento.

Volvióse de pronto, y, en un ángulo delsalón, advirtió, de pie, encorvado y con un ve-lo, una mujer, que al entrar Raúl había dejadooculta detrás de la puerta, y que después nohabía visto hasta que el suspiro y el lamentohiciéronle volver la cabeza.

Adelantóse hacia aquella mujer, cuyapresencia nadie le había anunciado, saludandoy preguntando al mismo tiempo, cuando derepente se levantó aquella cabeza inclinada,apartó a un lado el velo, y dejó ver un rostroblanco y melancólico.

Raúl retrocedió, como lo hubiese hechoante un fantasma.

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-¡Luisa! -exclamó con acento tan desga-rrador, que nadie hubiese creído a la vozhumana capaz de lanzar tal grito, sin que serompiesen todas las fibras del corazón.

LXVIIHERIDAS SOBRE HERIDAS

La señorita de La Valliére, pues ella era,dio un paso adelante.

-Sí, Luisa -murmuró.Pero en aquel intervalo, por corto que

fuera, había tenido Raúl tiempo de reponerse.-¿Vos, señorita?Y, luego, con un indefinible acento:-¿Vos aquí? -añadió.-Sí, Raúl -contestó la joven-; sí, yo que os

estaba esperando.-Perdonad: cuando entré no sabía...-Sí, había encargado a Olivain que no os

dijera...

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La joven titubeó; y, como Raúl no seapresurara a contestar, hubo un momento desilencio, durante el cual hubiese podido oírse elruido de aquellos dos corazones que latían, noen armonía, pero sí tan violentamente el unocomo el otra.

Tocábale hablar a Luisa. e hizo un es-fuerzo.

-Tenía que hablaron -dijo-; me era nece-sario absolutamente veros ... yo misma ... sola ...he retrocedido ante un paso que debe perma-necer secreto, pues nadie, a excepción de vos,señor de Bragelonne, acertaría a comprenderlo.

-En efecto, señorita -balbuceó Raúl ente-ramente desconcertado y conmovido-, y aun yomismo, a pesar de la buena opinión que tenéisformada de mí, confieso. ..

-¿Queréis hacerme el obsequio de senta-ros y escucharme? -dijo Luisa interrumpiéndo-lo con voz dulcísima.

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Bragelonne la miró un instante; en se-guida, moviendo tristemente la cabeza, se sen-tó, o mejor, cayó en una silla.

-Hablad -dijoLa joven miró con recelo en torno suyo.

Aquella mirada era un ruego, y pedía el secretocon mucho más ahínco que un momento anteslo pidiera con sus palabras.

Raúl se levantó, yendo a la puerta queabrió:

-Olivain -dijo-, no estoy visible paranadie.

Luego, volviéndose a La Valliére:-¿Era eso lo que deseábais? -preguntó.Imposible decir el efecto que causó en

Luisa aquella pregunta, que significaba: "Yaveis que todavía sé comprenderos."

La joven pasóse el pañuelo por los ojospara enjugar una lágrima rebelde; luego,habiéndose recogido un instante:

-Raúl -dijo-, no apartéis de mí vuestramirada, tan bondadosa y tan franca; no sois de

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esos hombres que desprecian a una mujer por-que haya entregado su corazón, por más queese amor deba hacer su desgracia o lastimar suorgullo. Raúl no contestó.

-¡Ay! -continuó La Valliére-. ¡Cuán ver-dad es! Mi causa es mala, y no sé por qué fraseprincipiar. Mirad, creo que lo mejor será conta-ros sencillamente lo que pasa. Como diré laverdad, hallaré el camino recto en la obscuri-dad, en las indecisiones, en los obstáculos quehe de arrostrar, para aliviar mi corazón quedesborda y quiere derramarse a vuestros pies.

Raúl continuó guardando silencio. LaValliére le miraba con aire que quería decir:"¡Animadme! ¡Por piedad, una palabra!"

Pero Raúl calló y la joven hubo de con-tinuar:

-Hace un instante -dijo- ha venido averme el señor de Saint-Aignan de parte delrey.

Luisa bajó los ojos.

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Por su parte, Raúl volvió a otro lado lossuyos para no ver nada.

-El señor de Saint-Aignan ha venido averme de parte del rey -repitió la joven-, y meha dicho que lo sabíais todo.

Y, al decir esto, intentó mirar cara a caraal que recibía aquella herida después de tantasotras; mas le fue imposible encontrar los ojos deRaúl.

-Me ha dicho que habíais concebidocontra mí una legítima cólera.

Aquella vez, Raúl miró a la joven, y unasonrisa desdeñosa distendió sus labios.

-¡Oh! -continuó Luisa-. No digáis, porpiedad, que habéis sentido contra mí otra cosaque cólera, Raúl; aguardad a que os lo hayadicho todo, aguardad hasta el fin.

La frente de Raúl serenóse por la fuerzade su voluntad; el pliegue de su boca desapare-ció.

-Y ante todo -dijo La Valliére-, ante to-do, con las manos juntas y la frente inclinada,

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os pido perdón como al más generoso, al másnoble de los hombres. Si os he dejado ignorar loque pasaba en mí, nunca hubiera consentido enengañaros. Raúl, de rodillas os pido que merespondáis, aun cuando sea una injuria. Másdeseo una injuria de vuestros labios que unasospecha de vuestro corazón.

-Admiro vuestra sublimidad, señorita -repuso Raúl, haciendo un esfuerzo sobre sí pa-ra permanecer tranquilo-. Dejar ignorar queuno se engañe, es leal; pero, engañar, pareceque eso estaría mal hecho, y vos no lo haríais.

-Señor, por largo tiempo he estado cre-yendo que os amaba sobre todas las cosas, ymientras creí en mi amor hacia vos, os he dichoque os amaba. En Blois os amaba. Pasó el reypor Blois, y aún creí que os amaba, y lo hubierajurado sobre un altar; pero llegó un día en quesalí de mi error.

-Pues bien, señorita, llegado ese día, yviendo que yo os amaba siempre, la lealtadexigía que me dijeseis que no me amábais ya.

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-Ese día, Raúl, el día en que leí hasta enlo íntimo de mi corazón, el día en que me con-fesé a mí misma que no ocupábais todo mi pen-samiento, el día que vi otro porvenir que el deser vuestra amiga, vuestra amante, vuestra es-posa, ese día, Raúl, ¡ay!, no estábais cercade mí.

-Sabíais dónde me hallaba, señorita, ydebisteis escribirme.

-Raúl, no me atreví, y conozco que obrémal. ¡Qué queréis, Raúl! Os conocí tan bien,sabía hasta tal punto cómo me amábais, quetemblé a la sola idea del dolor que iba a causa-ron; y es esto tan cierto, Raúl, que en el momen-to en que os hablo, abrumada ante vos con elcorazón oprimido, llena de suspiros la voz, losojos henchidos de lágrimas, tan cierto que notengo otra defensa que mi franqueza, ni otrodolor que el que leo en vuestros ojos.

Raúl trató de sonreír.-No -dijo Luisa con profunda convic-

ción-, no me haréis la injuria de disimular con-

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migo. Me amábais, estábais seguro de amarme;no os engañábais a vos mismo, no mentíais avuestro propio corazón, mientras que yo... yo...

Y, toda pálida, con los brazos levanta-dos en alto, se dejó caer de rodillas.

-¡Mientras que vos -dijo Raúl- decíaisque amábais y amábais a otro!

-¡Ay, sí! -exclamó la pobre niña-. ¡Ay, sí!Amo a otro; y ese otro... ¡Dios santo! Dejadmehablar, porque ésa es mi única disculpa; eseotro le amo más que a mi vida, más que almismo Dios. Perdonad mi falta o castigad mitraición. He venido aquí, no para defenderme,sino para deciros: ¿Sabéis lo que es amar? ¡Puesyo amo! ¡Amo hasta dar mi vida y mi alma alque amo! Si alguna vez llega a dejar de amar-me, moriré de pena, a menos que Dios venga enmi auxilio, a menos que el Señor tenga miseri-cordia de mí. Raúl, estoy aquí para sometermea vuestra voluntad, cualquiera que sea; paramorir, si queréis que muera. Matadme, pues,

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Raúl, si en vuestro corazón, creéis que merezcola muerte.

-¡Cuidado, señorita -dijo Raúl-; la mujerque pide la muerte es la que no puede ofrecerya más que su sangre al amante engañado.

-Tenéis razón -dijo ella. Raúl exhaló unprofundo suspiro.

-¡Y amáis sin poder olvidar! -exclamóRaúl.

-Amo sin querer olvidar, sin desearamar jamás a otro -respondió La Valliére.

-¡Bien! -dijo Raúl-. Me habéis dicho,efectivamente, todo cuanto teníais que decirme,todo cuanto yo podía desear saber, y ahora, se-ñorita, yo soy quien os pido perdón; yo, que heestado a punto de ser un obstáculo en vuestravida; yo, que he procedido sin acierto; yo, queengañándome a mí propio, os ayudaba a enga-ñaros.

-¡Oh! -dijo La Valliére-. No os pido tan-to, Raúl.

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-Todo esto es culpa mía, señorita -prosiguió Raúl-; mejor instruido que vos en lasdificultades de la vida, a mí me tocaba desen-gañaros. Debí no fiar en lo cierto; debí hacerhablar a vuestro corazón, cuando apenas hehecho hablar a vuestros labios. Lo repito, seño-rita, os pido perdón.

-¡Es imposible! ¡Es imposible! -exclamóla joven-. ¡Os burláis de mí!

-¿Qué es imposible?-Sí; no es posible ser bueno, excelente,

perfecto hasta ese punto. -¡Mirad lo que decís! -exclamó Raúl con amarga sonrisa-. Porque,según veo, vais a decir que no os amaba.

-¡Oh! Me amábais como un tierno her-mano: dejadme abrigar esa esperanza, Raúl.

-¿Como un tierno hermano? ... Desen-gañaos, Luisa. Os amaba como un amante, co-mo un marido, como el más tierno de los hom-bres que aman.

-¡Raúl, Raúl!

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-¿Como un hermano''... ¡Oh. Luisa! Osamaba hasta el extremo de dar por vos toda misangre gota a gota, toda mi carne pedazo porpedazo, toda mi eternidad hora por hora.

-¡Raúl, Raúl, por piedad!-Os amaba tanto, Luisa, que mi corazón

está muerto, que mi fe vacila, que mis ojos seapagan; os amaba tanto, que yo no veo ya nada,ni en la tierra, ni en el cielo.

-¡Raúl, Raúl, amigo mío, os ruego queno me atormentéis de esa manera! -exclamó LaValliére-. ¡Ay! Si hubiese sabido...

-Es demasiado tarde, Luisa; Luisa;amáis, y sois feliz; leo esa felicidad a través devuestras lágrimas; detrás de las lágrimas que oshace derramar vuestra lealtad, siento los suspi-ros que exhala vuestro amor. ¡Luisa, Luisa,habéis hecho de mí el último de los hombres!¡Retiraos ya, por piedad! . . . ¡Adiós! ¡Adiós!

-¡Perdonadme, os lo ruego!

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-¡Eh! ¿No he hecho más? ¿No os he di-cho que os amaba siempre? La joven ocultó surostro entre las manos.

-Y deciros eso, señorita, decíroslo ensemejantes circunstancias y de la manera queos lo digo, es deciros mi sentencia de muerte.¡Adiós!

La Valliére quiso tender sus manoshacia él.

-No debemos vernos ya en este mundo -dijo Raúl.

La Valliére quiso hablar; pero Raúl lepuso la mano en la boca. Luisa besó aquellasmanos, y se desmayó.

-Olivain -dijo Raúl-, recoged a esa seño-rita y conducidla a la silla que espera a la puer-ta.

Olivain la levantó. Raúl hizo un movi-miento como para precipitarse hacia La Valliérey darle el primero y último beso; pero dete-niéndose de pronto:

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-No -dijo-; este bien no me pertenece.¡No soy el rey de Francia para robar!

Y volvió a su habitación, mientras que elcriado se llevaba a La Valliére, que continuabadesmayada.

LXVIIILO QUE RAÚL HABÍA ADIVINADO

Athos y Artagnan encontráronse solos,el uno frente al otro, tras la doble exclamaciónque siguió a la partida de Raúl.

Aquél tomó al instante la misma actitudque tenía a la llegada de Artagnan.

-¿Qué hay, amigo? -dijo-. ¿Qué veníais aanunciarme?

-¿Yo? -preguntó Artagnan. -Indudablemente, vos. No se os suele ver así, sincausa alguna. Athos sonrió.

-¡Caray! -dijo Artagnan. -Yo os sacarédel apuro, querido amigo. El rey estará furioso,¿no es verdad?

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-Debo confesar que no está contento.-Y venís... -De su parte, sí. -Para dete-

nerme, ¿eh?-Habéis puesto el dedo en la llaga, que-

rido amigo.-¡Ya me lo esperaba! Vamos. -¡Oh, oh,

qué diablos! -dijo Artagnan-. ¿Qué prisa tenéis?-Temo que os retraséis -respondió son-

riendo Athos.-Tengo tiempo. Además, ¿no sentís cu-

riosidad por saber cómo han pasado las cosasentre el rey y yo?

-Si tenéis a bien contarme eso, queridoamigo, os oiré con mucho gusto.

Y presentó a Artagnan un gran sillón, enel cual se tendió aquél a su gusto.

-Me place esto -dijo-, en atención a quela conversación es bastante curiosa.

-Escucho.-En primer lugar, el rey me ha hecho

llamar.-¿Después que yo salí?

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-Bajábais los últimos peldaño de la Esca-lera, según me han dicho los mosqueteros. Lle-gué. No estaba rojo, estaba de color de violeta.Yo ignoraba aún lo que había pasado. Única-mente vi en el suelo una espada rota en dospedazos.

-¡Capitán Artagnan! -exclamó el rey alverme.

-Majestad -respondí yo.-¡Acaba de salir de aquí el señor de la

Fére, que es un insolente! -¿Un insolente? -exclamé yo con tal

acento, que el rey se quedó cortado.-Capitán Artagnan -prosiguió apretando

los dientes-, vais a oírme y a obedecerme.-Es mi deber, Majestad.-He querido ahorrar a ese gentilhombre,

del cual guardo algunos buenos recuerdos, laafrenta de hacerle detener en mi misma casa.

-¡Ah. ah! -dije yo tranquilamente.-Pero -continuó-, iréis a tomar una ca-

rroza...

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Hice un movimiento.-Si os repugna detenerle vos mismo,

enviadme a mi capitán de guardias.-Majestad -repliqué yo-, no necesito al

capitán de guardias, puesto que estoy de servi-cio.

-No quisiera disgustaros -dijo el rey-,pues siempre me habéis servido bien, señor deArtagnan.

-No me disgustáis, Majestad -respondí-,estoy de servicio, y no digo más.

-Pero -dijo él con sorpresa-, creo que elconde es amigo vuestro.

-Aunque fuera mi padre, Majestad, nopor eso estaría menos de servicio.

El rey me miró; vio mi rostro impasible!y pareció satisfecho.

-¿Prenderéis, pues, al conde de la Fére? -preguntó.

-Indudablemente, si me lo ordenáis.-Pues bien, la orden está dada. "Me in-

cliné.

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-¿Dónde está el conde, Majestad?-Lo buscaréis.-¿Y lo prenderé en cualquier parte don-

de se encuentre?-Sí. . . Sin embargo, haced porque sea en

su casa. Si volviese a sus tierras, salid de París ydetenedlo en el camino.

Saludé: mas, como quiera que yo per-maneciera inmóvil:

-¿Y qué? -preguntó el rey.-Espero, Majestad.-¿Qué esperáis?-La orden firmada.El rey pareció contrariado. Efectivamen-

te, aquello era un nuevo golpe de autoridad;aquello era reparar el acto arbitrario, si es quehay algo de arbitrario en él. Cogió la plumalentamente y. de mal humor escribió:

“Orden al señor de Artagnan, capitánteniente de mis mosqueteros, para prender alconde de la Fére en cualquiera parte donde loencuentre.”

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“Después se volvió a mí.”“Yo aguardaba sin pestañear, y el rey

creyó sin duda ver una bravata en mi tranqui-lidad, pues firmó precipitadamente, diciendo alentregarme la orden:”

-¡Partid!“Obedecí, y aquí estoy.”Athos estrechó la mano de su amigo.-Marchemos -dijo.-¡Oh! -repuso Artagnan-, sin duda ten-

dréis algunos asuntillos que arreglar antes deabandonar vuestro alojamiento.

-¿Yo? Nada absolutamente.-¡Cómo!-¡No, caramba, no! Bien sabéis que

siempre he sido simple viajero en la tierra, dis-puesto a ir al fin del mundo por orden de mirey, y dispuesto a dejar este mundo por el otroa una orden de Dios. ¿Qué precisa a un hombreprevenido? Un portamantas o un féretro. Hoycomo siempre, estoy dispuesto, querido amigo.Llevadme, pues...

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-Pero, Bragelonne...-Le he educado en los principios que yo

mismo me había formado, y ya veis que almomento adivinó la causa que os traía aquí;pero, tranquilizaos, pues espera demasiado midesgracia para asustarse. Marchemos.

-Marchemos -dijo tranquilamente Ar-tagnan.

-Amigo mío -repuso el conde-, como heroto mi espada delante del rey, tirando los pe-dazos a sus pies, creo que estoy dispensado deentregárosla.

-Tenéis razón, y además, ¿qué diablosqueréis que haga yo de vuestra espada?

-¿Voy delante o detrás de vos? -dijo At-hos riendo.

-Del brazo conmigo -contestó Artagnan.Y cogió el brazo del conde para bajar la

escalera.Llegaron así al descansillo. Grimaud, a

quien había encontrado en la antesala, mirabaesa escena con aire inquieto, pues conocía de-

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masiado la vida para no sospechar que enaquello ocultábase algo.

-¡Ah! ¿Eres tú, mi buen Grimaud? -preguntó Athos-. Nos vamos . . .

-A dar un paseo en mi carroza -interrumpió Artagnan con un movimiento decabeza.

Grimaud dio las gracias a Artagnan conuna mueca que visiblemente tenía la intenciónde ser una sonrisa, y los acompañó hasta laportezuela del coche. Athos subió el primero;Artagnan le siguió sin haber dicho nada al co-chero. Esa pacífica marcha no causó ningunasensación en la vecindad, y, cuando la carrozallegó a los muelles, dijo Athos:

-Según veo, me lleváis a la Bastilla.-¿Yo? -contestó Artagnan-.Os llevo

adonde queráis ir, no a otra parte.-¿Cómo es eso? -dijo sorprendido el

conde.-¡Diantre! -contestó Artagnan-. Ya com-

prenderéis, mi querido conde, que no me he

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encargado de la comisión sino para que hagáislo que os venga en gana. No esperéis que yo oshaga encerrar brutalmente, sin más ni más. Deotro modo hubiera dejado obrar al señor capi-tán de guardias.

-De suerte. . . -inquirió Athos.-Que vamos donde gustéis, lo repito.-Querido amigo -dijo el conde abrazan-

do a Artagnan-, ¡cómo os reconozco en esto!-¡Pardiez! Me parece que la cosa es sen-

cilla. El cochero va a conduciros a la barrera delCoursla Reine; allí encontraréis un caballo quehe ordenado esté preparado; con ese caballoharéis tres postas de una tirada; y yo tendrécuidado de no volver a la cámara del rey paradecirle que habéis marchado hasta el instanteen que sea imposible que os alcancen. Entretan-to, habréis llegado al Havre, y, del Havre, aInglaterra, donde encontraréis la linda casa queme ha regalado mi amigo Monk, sin hablar dela hospitalidad que el rey Carlos no dejará deofreceros... ¿Qué os parece este proyecto?

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Athos movió la cabeza. -Llevadme á laBastilla -dijo Athos sonriendo.

-¡Mala cabeza! -exclamó Artagnan-. Re-flexionad.

-¿En qué?-En que ya no tenéis veinte años.

Creedme, querido, hablo por mí. Una prisión esmortal para personas de nuestra edad. No, no,yo no consentiré que vegetéis sufriendo en unacárcel. ¡Nada más de pensar en ello, se me tras-torna la cabeza!

-Amigo -contestó Athos-, por fortuna,Dios me ha hecho tan fuerte de cuerpo como deespíritu. Creed que seré fuerte hasta el últimosuspiro.

-Eso no es fuerza, amigo, sino locura.-No, Artagnan, es una razón suprema.

No creáis que discuto con vos la cuestión desaber si perderíais salvándome. Yo habría he-cho lo que vos hacéis si la fuga estuviese en misconveniencias. Hubiera aceptado de vos lo que,sin duda alguna, habríais aceptado de mí en

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semejantes circunstancias. ¡No! Os conozcodemasiado para tocar siquiera este punto.

-¡Ah! Si me dejaseis obrar -replicó elseñor de Artagnan-, cómo me las sostendríacon el rey.

-Es el rey, amigo mío.-¡Oh! Eso me es igual, y por más rey que

fuera, no dejaría ya de responderle. "Señor,aprisionad, desterrad, tomadlo todo en Franciay en Europa; mandadme prender y apuñalar aquien queráis, aunque sea a Monsieur, vuestrohermano: pero no toquéis jamás a uno dé loscuatro mosqueteros, o si no, ¡vive Dios...!

-Querido amigo -respondió Athos concalma-, quisiera persuadiros de una cosa, y esque debo ser detenido, y que prefiero un arres-to a todo.

Artagnan hizo un movimiento de hom-bros.

-¡Qué queréis! -continuó Athos-. Así es.Si me dejáis ir, volvería yo mismo a constituir-me en prisión. Quiero probar a ese joven que el

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resplandor de su corona aturde; quiero probar-le que no es el primero de los hombres, sino acondición de ser el más generoso y prudente.¡Me castiga, me prende, me atormenta! ¡Estábien! Abusa y quiero hacerle saber lo que es unremordimiento, en tanto que Dios le enseña loque es un castigo.

-Amigo mío -contestó Artagnan-, sédemasiado que, cuando decís no, es que no. Noinsisto más. ¿Queréis ir a la Bastilla?

-Lo quiero.-¡Vamos allá! ... ¡A la Bastilla! -

añadió Artagnan dirigiéndose al cochero.Y, recostándose en la carroza, se mordió

el bigote con un encarnizamiento que, paraAthos significaba una decisión tomada o a pun-to de nacer.

La carroza quedó en silencio, y Athostomó la mano del mosquetero.

-¿No estáis enfadado conmigo, Artag-nan?

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-¿Yo? ¡No, pardiez! Lo que vos hacéispor heroísmo, lo hubiera hecho yo por terque-dad.

-Mas sois también de parecer que Diosme vengará, ¿no es verdad, Artagnan?

-Y yo conozco en la tierra a personasque ayudarían a Dios -contestó el capitán.

LXIXTRES CONVIDADOS SORPREN DIDOS DECENAR JUNTOS

La carroza había llegado ante la primera puertade la Bastilla. Un centinela la detuvo. Artagnandijo una palabra para que se alzara la consigna.La carroza pasó adelante.

Mientras seguían el camino real cubiertoque conducía al patio de la alcaidía, Artagnan,cuyos ojos lo atisbaban todo, aun a través de lasparedes, exclamó de pronto:

-¡Calla! ¿Qué es lo que yo veo?

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-¿Qué veis? -dijo tranquilamente Athos.-Mirad allí abajo.-¿En el patio?-Sí; pronto, mirad.-Una carroza.-¿Y qué os parece? .-Algún infeliz preso que traen aquí co-

mo a mí.-¡Sería chusco!-No os comprendo.-Procurad ver al que salga de la carroza.Justamente un segundo centinela acaba-

ba de detener a Artagnan. Cumpliéronse lasformalidades. Athos podía ver a cien pasos alhombre que su amigo le designaba.

Aquel hombre bajó, en efecto, de la ca-rroza a la puerta misma de la alcaidía.

-Vamos -dijo Artagnan-, ¿le veis ahora?-Sí, es un hombre que viste traje gris.-¿Y quién os parece?

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-No lo sé; no veo más, como os decíahace poco, que un hombre que viste traje grisque baja de la carroza.

-Athos, apostaría a que es él.-¿Quién?-Aramis.-¿Aramis preso? ¡Imposible! -No diré

que venga preso, puesto que le vemos solo ensu carroza.

-Entonces, ¿qué hace aquí?-¡Oh! Conoce a Baisemeaux, el alcaide -

contestó el mosquetero en tono socarrón-. A femía que llegamos muy a tiempo.

-¿Para qué?-Para ver.-Siento mucho este encuentro. Aramis

va a tener un doble disgusto; primero de ver-me, y luego de ser visto.

-Bien razonado.-Desgraciadamente no hay remedio:

cuando se encuentra a alguien en la Bastilla,

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por más que uno quiera retroceder a fin de evi-tarlo, es imposible.

-Os digo, Athos, que tengo mi idea, yquiero evitar a Aramis el disgusto de quehablabais.

-¿Y cómo?-Del modo que os voy á manifestar, o

para explicarme mejor, dejadme contar la cosaa mi manera; no os encargaré que mintáis, por-que eso sería imposible.

-Pues, entonces ...-Yo mentiré por los dos: ¡es cosa tan

fácil en los hábitos y naturaleza de los gasco-nes!

Athos sonrió. La carroza se detuvo don-de había parado la anterior, es decir, en el um-bral de la misma alcaidía.

-¿Entendidos? -dijo Artagnan a su ami-go por lo bajo.

Athos asintió con un gesto. Ambos su-bieron la escalera. El que se sorprenda de lafacilidad con que entraron en la Bastilla, no

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tendrá más que recordar que a la entrada. estoes, en el paso más difícil, había anunciado Ar-tagnan que conducía un preso de Estado.

En la tercera puerta, cuando ya se halla-ban muy adentro, dijo sólo, por el contrario, alfuncionario:

Al despacho del señor Baisemeaux.Y ambos pasaron. Halláronse muy pron-

to en el comedor del alcaide, donde el primerrostro que llamó la atención de Artagnan fue elde Aramis, que estaba sentado al lado de Bai-semeaux y esperaba la llegada de una buenacomida, cuyo olor se hacía sentir en toda la ha-bitación.

Si Artagnan simuló sorpresa, Aramis nola simuló, pues éste manifestó su sobresalto deuna manera harto visible.

No obstante, Athos y Artagnan hacíansus cumplidos, y Baisemeaux, atónito y estupe-facto con la presencia de aquellos tres huéspe-des, hacía mil evoluciones alrededor de ellos.

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-Señores -exclamó Aramis-. ¿a qué ca-sualidad ... ?

-Eso os iba a preguntar -replicó Artag-nan.

-¿Es que nos constituimos todos presos?-dijo Aramis con la afectación de la hilaridad.

-¡Eh, eh! -dijo Artagnan-. Verdad es quelas paredes trascienden a prisión como un de-monio. Ya sabéis, señor Baisemeaux, que el otrodía me convidasteis a comer.

-¿Yo? -exclamó Baisemeaux.-¡Hombre!. . . ¡Pues no parece sino que

caéis ahora de las nubes! ¿No os acordáis?Baisemeaux palideció, se sonrojó, miró a

Aramis, que a su vez le miraba también, y con-cluyó por balbucir:

-Ciertamente ... tengo en ello unplacer... mas no me ... ¡Ah. miserable memoria!

-Veo que he hecho mal -dijo Artagnancomo contrariado.

-¡Mal! ¿En qué?-En acordarme, a lo que parece.

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Baisemeaux precipitóse hacia él.-No os formalicéis de ese modo, querido

capitán -dijo-. Tengo da cabeza más desgracia-da del mundo. Sacadme de mis pichones y demi palomar, y no valgo un soldado de seis se-manas.

-¿En fin, ahora ya os acordáis? -preguntó Artagnan con aplomo.

-Sí, sí -replicó el alcaide titubeando-, meacuerdo.

-Fue en el palacio real: me hablasteis deno sé qué historia sobre vuestras cuentas conlos señores Louviéres y Tremblay.

-¡Ah, sí, exactamente!-Y sobre las atenciones que el señor de

Herblay tenía con vos.-¡Ah! -exclamó Aramis, mirando al

blanco de dos ojos al desventurado alcaide-. ¡Yafirmábais que no teníais memoria. señor Baise-meaux.

Este interrumpió ad mosquetero:

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-Es muy cierto: tenéis razón. Me acuer-do como si estuviese allí, os pido mil perdones.De todos modos, mi estimado señor de Ar-tagnan, tened presente que, a esta hora, como atodas. convidado o no, sois el dueño en mi casa,tanto vos como el señor de Herblay, vuestroamigo -dijo volviéndose a Aramis-, y el señor -añadió saludando a Athos.

-Así lo he creído -dijo Artagnan-: y fiadoen eso venía a veros. No teniendo que haceresta tarde en Palacio, me ocurrió la idea de ve-nir a comer con vos, cuando encontré en el ca-mino al señor conde.

Athos saludó.-El señor conde. que acababa de sepa-

rarse de Su Majestad, me entregó una ordenque exigía inmediata ejecución. Estábamos cer-ca de aquí. y quise seguir, aun cuando no fuesemás que para estrecharon la mano y presenta-ros ad señor, de quien me hablasteis tan venta-josa

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mente en el palacio real, da misma tarde enque...

-¡Muy bien! ¡Muy bien! El señor condede la Fére, ¿no es cierto?

-Justamente.-Sea bien venido el señor conde. Y co-

merá con vosotros dos, ¿no es así? Ad paso queyo, pobre sabueso, voy a mis asuntos de servi-cio. ¡Dichosos mortales vosotros! -añadió suspi-rando, como hubiera podido hacerlo Porthos.

-¿De suerte que os vais? -dijeron Aramisy Baisemeaux, movidos ambos de un senti-miento igual de alegre sorpresa.

Artagnan discernió el matiz.-Os dejo en mi lugar -dijo-. un buen

convidado.Y dio un golpecito en el hombro de At-

hos, el cual quedó también sorprendido, y nopudo menos de manifestarlo algún tanto; matizque sólo discernió Aramis, pues Baisemeaux notenía da penetración que los tres amigos.

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-¿Conque os perdemos? -prosiguió elbuen alcaide.

-Os pido una hora u hora y media. Esta-ré aquí para los postres.

-¡Oh, entonces aguardamos! -dijo Bai-semeaux.

-Me daríais un sentimiento.-¿Volveréis? -dijo Athos con aire de du-

da.-Sí, ciertamente -dijo estrechándole da

mano confidencialmente.Y añadió en voz baja:-Esperadme, Athos; mostrad buen

humor, y sobre todo no habléis de asuntos, ¡porDios!

Otro apretón de manos confirmó adconde en da obligación de permanecer discretoe impenetrable.

Baisemeaux acompañó a Artagnan hastada puerta.

Aramis, con halagos, se apoderó de At-hos, resuelto a hacerle hablar: pero Athos pose-

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ía todas das virtudes en alto grado. Cuando danecesidad lo exigía, sabía ser el orador máselocuente del mundo; pero en caso conveniente,primero habría muerto que decir una palabra.

Aquellos tres señores se colocaron,pues, a dos diez minutos de haberse marchadoArtagnan, delante de una enorme mesa, ador-nada con el lujo gastronómico más subs-tancioso. Los platos fuertes, das conservas, dosvinos más variados, fueron apareciendo sucesi-vamente sobre aquella mesa servida a expensasdel rey, en cuyos gastos habría hallado medioel señor Colbert de economizar dos terceraspartes sin hacer enflaquecer a nadie en la Basti-lla.

Baisemeaux fue el único que comió ybebió resueltamente. Nada rehusó Aramis, perono hacía más que probarlo. Athos, después dela sopa y de dos tres platos siguientes, no quisocomer más.

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La conversación fue do que debía serentre tres hombres tan opuestos en carácter yproyectos.

Aramis no hacía más que preguntarsepor qué extraña casualidad se hallaba Athos encasa de Baisemeaux, cuando Artagnan no esta-ba en ella, y por qué Artagnan no se quedabaquedándose Athos. El conde de la Fére sondeótoda la profundidad del alma de Aramis, quevivía de subterfugios e intrigas, y. examinandobien a su hombre, comprendió que debía traerentre manos algún asunto importante. Luego,se concentró él también en sus propios inter-eses, preguntándose por qué Artagnan sehabría marchado con tan particular precipita-ción de da Bastilla, dejando allí a un preso tanmal introducido y tan mal custodiado.

Pero nuestro examen no debe fijarse enaquellos hombres, a quienes dejaremos aban-donados a sí mismos ante dos restos de doscapones, perdices y pescado, mutilados por elcuchillo generoso de Baisemeaux.

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Al que seguiremos la pista es a Artagnan, quiensubiendo en da carroza que de había llevado,gritó ad cochero:

-¡A Palacio, pero volando!

LXXLO QUE SUCEDÍA EN EL LOUVRE DU-RANTE LA CENA EN LA BASTILLA

El señor de Saint-Aignan había desem-peñado su comisión cerca de La Valliére, comose ha visto en uno de los capítulos anteriores;pero. por grande que fue su elocuencia no con-venció a la joven de que tuviese un protectorbastante fuerte en el rey, y de que a nadie nece-sitaba teniendo al rey de su parte.

Efectivamente, a la primera palabra quepronunció el' confidente acerca del descubri-miento del famoso secreto, Luisa empezó a ex-halar grandes lamentos, y se abandonó entera-mente a un dolor que el rey habría hallado muypoco satisfactorio si hubiese podido ser testigo

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de él desde algún rincón de la habitación. Saint-Aignan, revestido del cargo de embajador, seformalizó como hubiera podido hacerlo suamo, y volvió al lado del res para comunicarlelo que había visto y oído. Le tenemos, pues,muy agitado en presencia de Luis, que, como esde suponer, no lo estaba menos.

-¿Pero qué ha decidido Luisa` -dijo elrey a su cortesano, luego que éste acabó dehablar-. ¿Podré verla al menos antes de cenar?¿Vendrá, o será necesario que pase yo a suhabitación?

-Creo, señor, que, si Vuestra Majestadquiere verla, tendrá que andar, no sólo los pri-meros pasos. sino todo el camino.

-¡Nada por mí! ¡Necesario es que eseBragelonne esté bien asido a su corazón! -murmuró Luis XIV entre dientes.

-¡Oh, Majestad! No es posible, pues vossois a quien ama la señorita de La Valliére, ycon todo su corazón. Pero ya sabéis que el se-

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ñor de Bragelonne pertenece a esa raza severaque se la echa de héroes romanos.

Luis sonrió ligeramente. Sabía a quéatenerse. Acababa de separarse de él Athos.

-En cuanto a la señorita La Valliére -prosiguió Saint-Aignan-, ha sido educada allado de Madame, la viuda, es decir, en la auste-ridad y rigidez. Esos dos novios se han hechofríamente sus juramentos a la claridad de laluna y de las estrellas; ya veis, señor, que elromperlos ahora es el diantre.

Saint-Aignan creyó todavía hacer reír alrey; pero sucedió todo lo contrario, pues de lamera sonrisa, pasó Luis a la más seria formali-dad. Sentía ya lo que el conde había prometidoa Artagnan: remordimientos. Luis reflexionabaque, en efecto, aquellos dos jóvenes se habíandado palabra y jurado alianza: que el uno habíacumplido su palabra, y que el otro era bastanteprobo para no dolerse de ser perjuro.

Y el remordimiento, ayudado por loscelos, aguijoneaba vivamente el corazón del

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rey. No pronunció una palabra más, y, en vezde ir a la habitación de su madre, o a la de Ma-dame, para distraerse un poco y hacer reír a lasdamas, como acostumbraba a decir, se hundióen el profundo sillón donde Luis XIII, su au-gusto padre, se había aburrido tanto con Bara-das y Cinq-Mars, por espacio de tantos días yde años.

Saint-Aignan conoció que el rey, no es-taba para divertirse en aquel momento. Aven-turó el último recurso, y pronunció el nombrede Luisa.

Luis levantó la cabeza.-¿Qué piensa Vuestra Majestad hacer

esta tarde? ¿Queréis que avise a la señorita deLa Valliére?

-¡Toma! Se me figura que ya está avisa-da -respondió el rey.

-¿Habrá paseo?-Hace poco que hemos venido de él -

contestó el rey.-¿Pues qué se ha de hacer, Majestad?

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-¿Qué? Reflexionemos, Saint-Aignan;reflexionemos cada cual por nuestro lado;cuando la señorita de La Valliére haya agotadoya todo su sentimiento (el remordimiento pro-ducía su efecto), se dignará entonces darnosnoticias suyas.

-Majestad, ¿es posible que desconozcáisasí un corazón tan leal? El rey se levantó ator-mentado a su vez por los celos.

Saint-Aignan empezaba ya a encontrarla posición difícil. cuando se levantó la cortinade la puerta. El rey hizo un movimiento brusco,pues su primera idea fue que le traían algúnbillete de La Valliére; pero, en lugar de un men-sajero de amor, no vio más que a su capitán demosqueteros de pie y mudo en el umbral.

-¡Señor de Artagnan! -dijo-. ¡Ah!...¿Qué?

Artagnan miró a Saint-Aignan. Los ojosdel rey tomaron la misma dirección que los desu capitán. Aquellas miradas, que hubiesensido muy claras para cualquiera con mucha

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más razón lo fueron para Saint-Aignan. El cor-tesano saludó y retiróse. El rey y Artagnanquedaron solos.

-¿Está hecho? -preguntó el rey.-Sí, Majestad -contestó el capitán de

mosqueteros con voz grave-, hecho está.El rey no encontró nada que replicar.

Sin embargo, el orgullo no consentía que secontuviese allí. Cuando un soberano llega atomar una resolución, por injusta que sea, nece-sita probar a todos los que se la han visto to-mar, y sobre todo, a sí mismo, que tenía razónal tomarla. Hay para ello un excelente medio,un medio casi infalible, que es el de buscar fal-tas a la víctima.

Luis, educado por Mazarino y Ana deAustria, sabía, mejor que ningún otro príncipelo supo jamás, su oficio de rey. Así fue que tra-tó de demostrarlo en aquella ocasión. Despuésde un momento de silencio, durante el cualhabía hecho por lo bajo todas las reflexionesque acabamos de hacer:

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-¿Qué ha dicho el conde? -preguntó connegligencia.

-Nada, Majestad.-Pero no se habrá dejado arrestar sin

decir nada.-Me dijo que aguardaba que lo arresta-

ran, Majestad.El rey levantó la cabeza con orgullo.-Supongo que el señor conde de la Fére

no habrá continuado su papel de rebelde -dijo.-En primer lugar, Majestad, ¿a qué lla-

máis rebelde? -preguntó tranquilamente elmosquetero-. ¿Es rebelde a los ojos del rey unhombre que no sólo se deja sepultar en la Basti-lla, sino que todavía resiste a los que no quierenconducirla a ella?

-¿Que no quieren conducirle? -dijo elrey-. ¿Qué es eso, capitán? ¿Estáis loco?

-Creo que no, Majestad.-Habláis de personas que no querían

prender al señor de la Fére...-Sí, Majestad.

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-¿Y quiénes son esas personas?-Las comisionadas por Vuestra Majes-

tad, sin duda -dijo el mosquetero.-¡Es que a quien comisioné fue a vos! -

exclamó Luis.-Sí, Majestad, a mí fue.-¿Y decís que, a pesar de mi orden, tení-

ais intención de no prender a ese hombre queme había insultado?

-Esa era cabalmente mi intención, Ma-jestad.

-¡Oh!-Y hasta llegué a proponerle que tomara

un caballo que había hecho preparar para él enla barrera de la Conferencia.

-¿Y con qué fin habíais dispuesto esecaballo?

-Con uno muy sencillo: con el de que elconde de la Fére pudiera ponerse en el Havre, yde allí en Inglaterra.

-¿Es decir, que me hacíais traición? -exclamó el rey temblando de fiereza salvaje.

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-Exactamente.Nada había que objetar a articulaciones

precisadas de aquella manera. El rey sintió unaresistencia tan ruda, que quedó sorprendido

-Tendríais a lo menos alguna razón paraproceder así -replicó el rey con imperio.

-Siempre tengo alguna razón, Majestad.-Y no sería la de la amistad la única que

podríais hacer valer, la única que pudiera excu-saros, pues ya hice lo que debía para evitarosese disgusto.

-¿A mí, Majestad?-¿No dejé a vuestra elección el prender o

no al señor conde de la Fére?-Sí, Majestad; pero ...-¿Pero qué? -dijo impaciente el rey.-Previniéndome, Majestad, que si yo no

le prendía, le prendería vuestro capitán deguardias.

-¿Y no hice bastante excusándoos de laobligación de prender?

-Por mí sí, Majestad; por mi amigo, no.

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-¿No?-Claro está, ya que, de todos modos, mi

amigo habría sido preso, si no por mí, por elcapitán de guardias.

-¿Y esa es vuestra adhesión, señor? Unaadhesión que discurre y elige. ¡No sois un sol-dado!

-Espero que Vuestra Majestad me digalo que soy.

-¡Pues sois un frondista!-Será desde que no hay Fronda, Majes-

tad ...-Pero, si lo que decís es verdad...-Lo que yo digo es siempre verdad.-¿Qué veníais a hacer aquí? Veamos.-Venía a decir al rey: Majestad, de la

Fére está en la Bastilla...-Y no por culpa vuestra, a lo que parece.-Es verdad, Majestad; pero al fin allí

está, y puesto que está, conviene que VuestraMajestad lo sepa.

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-¡Ah, señor de Artagnan, desafiáis avuestro rey!

-Majestad ...-Señor de Artagnan, os prevengo que

abusáis de mi paciencia.-Al contrario, Majestad.-¿Cómo al contrario?-Porque vengo a hacerme prender tam-

bién.-¿Haceros prender, vos?-Sí, por cierto. Mi amigo va a aburrirse

allá, y vengo a proponer a Vuestra Majestadque me permita hacerle compañía; pronunciaduna palabra, y me prendo a mí mismo: yo osrespondo que no habrá precisión de llamar alcapitán de guardias para eso.

El rey corrió hacia la mesa y cogió unapluma para extender la orden de prisión contraArtagnan.

-¡Sabed que es para siempre! -exclamócon acento amenazador.

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-Cuento con ello -dijo el mosquetero-,porque después que hayáis hecho tan lindahazaña, no os atreveríais a mirarme cara a cara.Luis arrojó la pluma con violencia.

-¡Marchaos! -dijo.-¡Oh, no! Si Vuestra Majestad lo tiene a

bien.-¡Cómo que no!-Majestad, venía resuelto a hablar con

dulzura al rey; el rey se ha irritado, y es unadesgracia; pero no por eso dejaré de decir loque tenía pensado.

-¡Vuestra dimisión, señor -exclamó elrey-, vuestra dimisión!

-Bien sabe Vuestra Majestad que eso nome mueve gran cosa, pues en Blois, el día enque Vuestra Majestad negó al rey Carlos el mi-llón que le dio después mi amigo el conde de laFére, ofrecí mi dimisión al rey.

-Pues bien, venga inmediatamente.-No, Majestad, porque ahora no se trata

de eso. Vuestra Majestad había tomado la plu-

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ma para enviarme a la Bastilla. ¿Por qué ha mu-dado de opinión?

-¡Artagnan! ¡Cabeza gascona! ¿Quién esel rey, vos o yo?

-Vos, desgraciadamente, Majestad.-¿Cómo desgraciadamente?-Sí, Majestad; porque si lo fuera yo

...-Si lo fuerais vos, aprobaríais la rebelión

del señor de Artagnan, ¿no es verdad?-¡Sí, por cierto!-¿De veras?Y el rey se encogió de hombros.-Y diría a mi capitán de mosqueteros -

prosiguió Artagnan-, mirándole con ojoshumanos y no con carbones encendidos: "Señorde Artagnan, me he olvidado de que soy rey, yhe descendido de mi trono para ultrajar a ungentilhombre."

-Señor -exclamó el rey-, ¿creéis que seadisculpar a vuestro amigo sobrepujarle en inso-lencia?

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-¡Oh, Majestad! Aún iré más lejos que él-dijo Artagnan-, y vuestra será la culpa. Os dirélo que él no os ha dicho: él, que es la delicadezapersonificada; os diré: Majestad, habéis sacrifi-cado a su hijo, y él lo defendía; le habéis sacrifi-cado a él mismo, y cuando os hablaba en nom-bre del honor, de la religión y de la virtud; lehabéis rechazado, expulsado y recluido. Yo serémás duro que él, señor, y os diré: Majestad,elegid! ¿Queréis amigos o criados? ¿Soldados odanzantes cumplimenteros? ¿Grandes hombreso pulchinelas? ¿Queréis que os sirvan o queréisque os mimen? ¿Deseáis que os amen o que ostengan miedo? Si preferís la bajeza, la intriga, lacobardía, hablad, Majestad, y nos marcharemosnosotros, que somos los únicos restos, diré más,los únicos modelos del valor de otra época;nosotros, que hemos servido y sobrepujado talvez en valor y en merecimientos a hombres queson ya célebres en la posteridad. Elegid, Majes-tad, y daos prisa. Conservad aún los pocosgrandes hombres que todavía os quedan, que lo

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que es cortesanos nunca os faltarán. Apresu-raos, y enviadme a la Bastilla con mi amigo,porque si no habéis prestado oídos al conde dela Fére, esto es, a la voz más dulce y noble delhonor; si no prestáis oídos a Artagnan, es decir,a la más franca y ruda voz de la sinceridad, soisun mal rey, y mañana seréis un pobre rey. Aho-ra bien, a los malos monarcas se les detesta, alos despreciables se los expulsa. Eso era lo quetenía que deciros, Majestad; habéis hecho malen empujarme hasta ese extremo.

El rey recostóse frío y lívido en su sillón.Veíase claramente que un rayo caído a sus piesno le habría causado mayor sorpresa; no pare-cía sino que le faltaba el aliento y sentíasepróximo a expirar. Aquella ruda voz de la sin-ceridad, como la llamaba Artagnan, le habíatraspasado el corazón como una espada.

Artagnan había dicho todo cuanto teníaque decir. Vio la cólera del rey, y, sacando suespada, se acercó respetuosamente a Luis XIV,y la puso sobre la mesa.

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Mas el rey, con ademán furioso, empujóla espada, la cual cayó al suelo y rodó a los piesde Artagnan.

Por dueño que fuera el mosquetero de sípropio, palideció a su vez, y temblando de in-dignación:

-Un rey -dijo-, puede privar de su graciaa un soldado, desterrarlo, condenarlo a muerte;pero, aun cuando sea cien veces rey, jamás tie-ne derecho a insultarle deshonrando su espada.Majestad, un rey de Francia jamás ha rechazadocon desprecio la espada de un hombre comoyo. Esta espada infamada, pensadlo, Majestad,no puede tener en adelante otra vaina que micorazón o el vuestro. ¡Elijo el mío, Majestad, ydad gracias a Dios y a mi paciencia!

Luego precipitándose sobre su espada:-¡Caiga mi sangre sobre vuestra cabeza,

Majestad! -dijo.Y, apoyando con movimiento rápido el

puño de la espada contra el suelo, dirigió lapunta sobre su pecho.

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El rey, abalanzándose con movimientotodavía más rápido aún que el de Artagnan, yechando el brazo derecho al cuello del mosque-tero, cogió con la mano izquierda la hoja de laespada, que introdujo silenciosamente en lavaina.

Artagnan, rígido, pálido y estremecidotodavía, dejó obrar al rey, sin ayudarle en lomás mínimo.

Entonces, Luis, enternecido, acercóse ala mesa, cogió la pluma, y luego que escribióalgunas líneas, las firmó y tendió la mano haciaArtagnan.

-¿Qué papel es éste, Majestad? -preguntó Artagnan.

-La orden al señor de Artagnan paraque sea puesto en libertad en el acto el condede la Fére.

Artagnan cogió la mano del rey y labesó; en seguida, dobló la orden, la guardó bajoel coleto de ante, y salió.

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Ni el rey ni el capitán habían articuladouna palabra.

-¡Oh corazón humano, brújula de losreyes! -murmuró Luis después que quedó solo-.¿Cuándo sabré leer en tus repliegues como enlas hojas de un libro? No soy un mal rey, no; nosoy un pobre rey; pero soy todavía un niño.

LXXIDONDE ATHOS ES LIBERTADO Y BUS-CADO

Artagnan había prometido al señor Bai-semeaux estar de vuelta a los postres, y cum-plió su palabra. Estaban en los vinos generososy en los licores, de los cuales la bodega del al-caide de la Bastilla tenía reputación de estarperfectamente provista, cuando las espuelas delcapitán de mosqueteros resonaron en el corre-dor y él mismo apareció en el umbral.

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Athos y Aramis habían jugado con granastucia, y ni uno ni otro se habían penetrado.Habían cenado, habían conversado mucho dela Bastilla, del último viaje a Fontainebleau y dela futura fiesta que el señor de Fouquet debíadar en Vaux. Prodigáronse las generalidades, ysólo Baisemeaux tocó algunas cosas en particu-lar.

El capitán cayó en medio de la conver-sación, pálido aún y conmovido de la suya conel rey; Baisemeaux se apresuró a acercar unasilla y Artagnan aceptó un vaso de vino, queapuró. Athos y Aramis notaron ambos a dosesta emoción de Artagnan. En cuanto a Baise-meaux, sólo vio allí al capitán de mosqueterosde Su Majestad, al cual se apresuró a obsequiar.Acercarse al rey era tener todos los derechos alas consideraciones del señor Baisemeaux.Aunque Aramis hubiese notado aquella emo-ción, no podía adivinar la causa. Sólo Athoscreía haberla penetrado. Para él, la vuelta deArtagnan, y, principalmente, el trastorno de

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este hombre impasible, significaba: "Vengo depedir al rey una cosa que me ha negado." Ínti-mamente convencido de ello, sonrió Athos,abandonó la mesa e hizo una seña a Artagnan,como para recordarle que tenían otra cosa quehacer que no cenar juntos.

Artagnan comprendió y contestó conotra seña. Aramis y Baisemeaux, viendo estediálogo mudo, se interrogaban con la vista. En-tonces creyó Athos que le correspondía dar laexplicación de lo que pasaba.

-La verdad, amigos queridos -dijo elconde de la Fére con una sonrisa, es que vos,Aramis, acabáis de comer con un reo de Estado,y vos, señor Baisemeaux, con vuestro prisio-nero.

Baisemeaux lanzó una exclamación desorpresa y casi de alegría. El buen señor Baise-meaux tenía el amor propio de su fortaleza. Aparte del provecho, cuantos más presos, tenía,más feliz se sentía; cuanto más grandes eran lospresos, más orgulloso estaba con ellos.

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Aramis amoldó su rostro a las circuns-tancias, y dijo:

-¡Oh, querido Athos! Perdonadme, perocasi me sospechaba lo que ha sucedido. Algúndisparate de Raúl o de la Valliére, ¿no es así?

-¡Ay! -dijo Baisemeaux.-Y vos -prosiguió Aramis-, como gran

señor que sois, olvidando que ya no hay másque cortesanos, habéis ido a ver al rey y lehabéis dicho...

-Lo adivinasteis, amigo mío.-De suerte -dijo Baisemeaux temblando

de haber comido tan familiarmente con unhombre caído en la desgracia de Su Majestad-,de modo, señor conde...

-De modo, mi querido alcaide -dijo At-hos-, que mi amigo el señor de Artagnan va acomunicaros ese papel que se ve por la aberturade su casaca, y que ciertamente no es otro quemi orden de encierro.

Baisemeaux tendió la mano con su lige-reza de costumbre. Artagnan sacó, en efecto,

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dos papeles del pecho y presentó uno al gober-nador, que lo desdobló y leyó en voz baja, mi-rando a Athos por encima del papel e inte-rrumpiéndose:

"Orden de detener en mi castillo de laBastilla..." Muy bien... "En mi castillo de la Bas-tilla... al señor conde de la Fére." ¡Oh, señor!¡Cuán doloroso honor es para mí el poseeros!

-En mí tendréis un preso muy paciente,señor -dijo Athos con voz suave.

-Y un preso que no permanecerá un mesen vuestra casa, mi querido alcaide -dijo Ara-mis, en tanto que Baisemeaux, con la orden enla mano, transcribía en su registro de entrada lavoluntad del rey.

-Ni un día siquiera, o mas bien, ni unasola noche -dijo Artagnan, exhibiendo la se-gunda orden del rey-; porque ahora, queridoseñor de Baisemeaux, os será también necesariotranscribir esta orden, poniendo inmediatamen-te en libertad al conde.

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-¡Ah! -dijo Aramis-. He ahí un trabajoque me evitáis, Artagnan-. Y estrechó de unamanera significativa la mano del mosquetero almismo tiempo que la de Athos.

-¡Cómo! -dijo este último con sorpresa-.¿El rey me da la libertad?

-Leed, amigo -repuso Artagnan.Athos tomó la orden y leyó.-Es verdad -dijo.-¿Os enfadáis por eso? -preguntó Artag-

nan.-¡Oh! Al contrario. No quiero mal al rey,

y el peor mal que puede desearse a dos sobera-nos es que cometan una injusticia. Pero os hanrecibido mal, ¿no es verdad? Confesadlo, amigomío.

-¿A mí? ¡Ni pensarlo! -exclamó el mos-quetero riendo-. El rey hace lo que yo quiero.

Aramis miró a Artagnan y vio que men-tía.

Pero Baisemeaux no vio más que a Ar-tagnan, pues tan profunda admiración le pro-

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ducía aquel hombre que hacía del rey lo quequería.

-¿Y el rey destierra a Athos? -preguntóAramis.

-No, precisamente no; el rey no se haexplicado sobre esto -prosiguió Artagnan-; peroyo creo que el conde no puede hacer nada me-jor que eso, a menos que quiera dar las graciasal rey...

-No, en verdad -contestó Athos.-Pues bien, yo creo que el conde no

puede hacer nada mejor que retirarse a su casti-llo -repuso Artagnan-. Por lo demás, amigoAthos,. hablad, pedid... Si una residenciaos agrada más que otra, me comprometo a ob-tenérosla.

-No gracias -dijo Athos-; nada puedeserme más grato que volverme a mi soledad,bajo mis grandes árboles a orillas del Loira. SiDios es el supremo médico de los males delalma, la naturaleza es el remedio soberano.

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Conque así -prosiguió volviéndose a Bai-semeaux-, ¿ya estoy libre?

-Sí, señor conde, lo creo, lo espero, almenos -dijo el alcaide, volviendo y revolviendolos papeles-, a no ser que el señor de Artagnantraiga una tercera orden.

-No, querido señor Baisemeaux -dijo elmosquetero-; es necesario atenernos a la se-gunda, y paramos ahí.

-¡Ah, señor conde -dijo Baisemeaux di-rigiéndose a Athos-, no sabéis lo que perdéis!Yo os hubiese puesto en treinta libras, como alos generales. ¡Qué digo! En cincuenta, como alos príncipes, y hubieseis cenado todas las no-ches como hoy.

Permitidme que prefiera mi medianía -respondió Athos.

Y añadió, dirigiéndose a Artagnan:-¿Vamos, amigo mío?-Vamos -dijo Artagnan.-¿Tendré el placer de poseeros por com-

pañero? -continuó el conde.

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-Hasta la puerta solamente, amigo; des-pués de lo cual os diré lo que he dicho al rey:"Estoy de servicio."

-Y vos, mi querido Aramis -dijo Athossonriendo-. ¿Me acompañáis? La Féreestá en el camino de Vannes.

-Yo, querido -dijo el prelado-, tengo citaesta noche en París, y no podría alejarme sinlastimar graves intereses.

-Entonces, mi querido amigo -dijo At-hos-, permitidme que os abrace y me ausente.Mi querido señor Baisemeaux, muchas graciaspor vuestra buena voluntad, y principalmentepor la muestra que me habéis dado del serviciode la Bastilla.

Y, después de haber abrazado a Aramisy estrechado la mano de Baisemeaux, recibien-do de ambos los deseos de un buen viaje, Athossalió con Artagnan.

Mientras se verificaba en la Bastilla eldesenlace de la escena del Palais-Royal, diga-

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mos lo que pasaba en casa de Athos y de Brage-lonne.

Grimaud, según hemos visto, bahíaacompañado a su señor a París; también, comohemos dicho había presenciado la salida deAthos; vio a Artagnan morderse el bigote; vio asu amo subir a la carroza; e interrogó a ambasfisonomías, a quienes conocía de mucho tiempopara no adivinar que, a través de la máscara desu impasibilidad, pasaban graves acontecimien-tos.

Púsose a reflexionar, y entonces recordóla manera extraña con que Athos le había dichoadiós, y el embarazo, imperceptible para cual-quier otro que no fuese él, de aquel amo deideas tan precisas y de voluntad tan recta. Sabíaque Athos nada llevaba consigo y, sin embargo,creía ver que no se marchaba por una hora, niaun por un día. Había una ausencia duraderaen la manera con que Athos, al despedirse deGrimaud, pronunciara la palabra adiós.

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Todo esto se le presentaba al espíritucon todos sus sentimientos de profundo afectohacia Athos, con aquel horror al vacío y a lasoledad que siempre ocupa la imaginación delas personas que aman; todo esto, decimos, pu-so al honrado Grimaud muy triste y sobre todomuy inquieto.

Sin darse cuenta de lo que hacía desdela marcha de su amo, erraba por toda la casa,buscando, por así decirlo, las huellas de su se-ñor; semejante, en esto todo lo bueno se parece,al perro, que no se inquieta por la ausencia desu señor, pero que se aburre. Sólo que, como alinstinto del animal reunía Grimaud la razón delhombre, Grimaud tenía a un tiempo aburri-miento e inquietud.

No habiendo hallado ningún indicioque pudiese guiarle; no habiendo visto ni des-cubierto nada que fijara sus dudas; Grimaud sepuso a imaginar lo que podía haber sucedido.Ahora bien, la imaginación es el recurso, o me-jor el suplicio de los buenos corazones. Jamás

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sucede que un buen corazón se represente a suamigo dichoso o alegre; jamás la paloma queviaja inspira otra cosa que terror a la palomaque se queda en el palomar.

Grimaud pasó de la inquietud al temor.Recapituló cuanto había pasado: la carta deArtagnan a Athos, carta a consecuencia de lacual había parecido Athos tan pesaroso, la visi-ta de Raúl a Athos, visita a consecuencia de lacual había pedido el conde las insignias de susórdenes y su traje de ceremonia; la entrevistacon el rey, entrevista a consecuencia de la cualhabía vuelto tan sombrío; la explicación entre elpadre y el hijo, explicación a consecuencia de lacual Athos había abrazado tan tristemente aRaúl, mientras que Raúl se iba tan tristemente asu casa; finalmente, la llegada de Artagnanmordiéndose el bigote, llegada a consecuenciade la cual el señor conde de la Fére había sub-ido en la carroza con Artagnan. Todo esto com-ponía un drama en cinco actos, muy visible,

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principalmente para un analista de la fuerza deGrimaud.

Grimaud recurrió a los grandes medios,y fue a buscar en el jubón de su amo la carta delseñor Artagnan. Allí se hallaba la carta, y con-tenía lo siguiente:

"Querido amigo: Raúl ha venido a pe-dirme explicaciones respecto a la conducta dela señorita de La Valliére durante la estancia denuestro joven amigo en Londres. Yo, que soyun pobre capitán de mosqueteros, con los oídoscansados de oír chismes de cuartel y de plazue-la, si hubiera dicho a Raúl lo que creía saber, elpobre mozo habría muerto; mas, yo, que estoyal servicio del rey, no puedo contar los asuntosdel rey. Si el corazón os dice otra cosa, hacedla,que más os concierne que a mí, y casi tanto co-mo a Raúl.”

Grimaud se arrancó casi un mechón decabellos. Más habría hecho a ser más abundan-te su cabellera.

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-He aquí el nudo del enigma -dijo-. Lajoven ha hecho de las suyas. Lo que dicen deella y del rey es cierto. Nuestro joven amo esengañado. El señor conde ha ido a ver al rey yle ha dicho lo suyo. Luego el rey ha enviado alseñor de Artagnan para arreglar el asunto. ¡Ah,Dios mío! -continuó Grimaud-. El señor condeha vuelto sin espada.

Este descubrimiento hizo subir el sudora la frente del buen hombre, y sin detenersemás tiempo en conjeturar, se caló el sombrero ycorrió a ver a Raúl.

Después de la salida de Luisa, Raúlhabía domado su dolor, si no su amor, y, forza-do a mirar de frente en aquel camino peligroso,adonde le arrastraban la locura y la rebelión,vio desde luego a su padre en lucha con la re-sistencia regia.

En aquel momento de lucidez simpática,el infeliz joven recordó las señas misteriosas deAthos, la visita inesperada de Artagnan, y el

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resultado de todo este conflicto entre un prín-cipe y un súbdito apareció a sus ojos asustados.

Artagnan de servicio, es decir, clavadoen su puesto, no iba ciertamente a casa de At-hos por el placer de verlo. Llegaba para decirlealgo. Y ese algo, en tales circunstancias, era unadesgracia o un peligro. Raúl se estremeció dehaber sido egoísta, de haber olvidado a su pa-dre por su amor; de haber, en una palabra, bus-cado el goce de la desesperación, cuando quizáse trataba de rechazar el ataque inminente diri-gido contra Athos.

Este sentimiento le hizo saltar. Se ciñó laespada y corrió a la morada de su padre. En elcamino, tropezó con Grimaud, que, saliendodel polo opuesto, se lanzaba con el mismo ar-dor a la investigación de la verdad. Estos doshombres se abrazaron estrechamente; ambosestaban en el mismo punto de la parábola des-crita por su imaginación.

-¡Grimaud! -exclamó Raúl.-¡Caballero Raúl! -exclamó Grimaud.

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-¿Cómo está el señor conde?-Supongo que bien.-¿Lo has visto?-No.-Dónde se halla?-Lo busco.-¿Y el señor de Artagnan?-Salió con él.-¿Cuándo?-Diez minutos después que vos.-¿Cómo salieron?-En carroza.-¿Dónde iban?-No sé.-¿Tomó dinero mi padre?-No.-¿Y espada?-Tampoco.-¡Grimaud!-¡Caballero Raúl!-Recelo que Artagnan venía a...-Prender al señor conde, ¿no?

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-Sí, Grimaud.-¡Lo hubiese jurado!-¿Qué camino tomaron?-El de los malecones.-¿La Bastilla?-¡Ah, Dios mío! Sí.-¡Pronto, corramos!-¡Sí, corramos!-¿Y adónde? -dijo súbito Raúl, agobiado.-A casa del señor de Artagnan.-No; si se ha ocultado de mí en casa de

mi padre, se ocultará en cualquier parte. Va-mos... ¡Oh Dios mío! Yo estoy loco hoy, mibuen Grimaud.

-¿Pues qué?-He olvidado al señor Du-Vallon.-¿Al señor Porthos?-¡Que sigue esperándome! ¡Ay! Te digo

que estoy loco.-¿Que os espera? ¿Dónde?-¡En los Mínimos de Vincennes!

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-¡Ah, Dios mío! ... ¡Afortuna-damente, es del lado de la Bastilla!

-¡Vamos, pronto!-Señor, voy a ensillar los caballos.-Sí, amigo mío, ve.

LXXIIDONDE PORTHOS QUEDA CONVENCIDOSIN COMPRENDER NADA

El digno Porthos, fiel a todas las reglasde la antigua caballería, había resuelto aguar-dar al señor de Saint-Aignan hasta ponerse elsol. Y, como Saint-Aignan no debía acudir, yRaúl habíase olvidado de avisar a su padrino, yel plantón empezaba a ser ya de los más mo-lestos y penosos, Porthos se había hecho traerpor el guarda de una puerta algunas botellasde buen vino y un trozo de carne, para tener devez en cuando la distracción de echar un tragoy tomar un bocado. Hallábase ya a los últimos,

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es decir, en las últimas migajas, cuando llega-ron Raúl y Grimaud a toda brida. En cuantodivisó Porthos a aquellos dos jinetes no dudóque fueran los que esperaba, y, levantándose alpunto de la hierba donde se había blandamenterecostado, principió por estirar piernas y bra-zos, ! pensando:

"¡Lo que son las buenas costumbres! Esetuno se habrá decidido al fin a venir. Si mehubiese marchado, no habría hallado a nadie. yeso hubiese sido para él una ventaja.

Luego se cuadró, con la mano en la ca-dera, en actitud marcial, ostentando, por unesfuerzo poderoso de riñones, la combadura desu talla gigantesca. Pero, en lugar de Saint-Aignan, sólo vio a Raúl el cual se le aproximó,exclamando con un ademán desesperado:

-¡Ah, querido amigo! ¡Perdonad! ¡Quédesgraciado soy!

-¡Raúl! -exclamó Porthos sorprendido.-¿Estáis resentido contra mí? -exclamó

Raúl acercándose a abrazar a Porthos.

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-¿Yo? ¿Y por qué?-Por haberos olvidado. Mas ni sé dónde

tengo la cabeza.-¡Bah!-¡Si supieseis, amigo mío!-¿Le habéis matado?-¿A quién?-A Saint-Aignan.-¡Ay! No se trata ya de Aignan.-¿Pues qué sucede?-Que el conde de la Fére debe estar pre-

so a estas horas.Porthos hizo un movimiento capaz de

derribar una muralla.-¡Preso! ¿Y por quién?-¡Por Artagnan!-Eso es imposible -dijo Porthos.-Sin embargo, es la verdad -replicó Raúl.Porthos se volvió hacia Grimaud, como

quien necesita una corroboración. Grimaudhizo con la cabeza una señal afirmativa.

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-¿Y adónde le han llevado? -preguntóPorthos.

-Probablemente a la Bastilla.-¿Qué es lo que lo hace creer?-Por el camino nos hemos enterado por

personas que han visto pasar la carroza y porotras que la vieron entrar en la Bastilla.

-¡Oh! ¡oh! -murmuró Porthos.Y dio dos pasos.-¿Qué resolvéis? -preguntó Raúl.-¿Yo? Nada. Pero no quiero que Athos

esté en la Bastilla. Raúl se acercó al buen Port-hos. -¿Sabéis que la prisión se ha hecho pororden del rey?

Porthos miró al joven como para decirle:"¿Y qué me importa a mí?" Aquel mudo len-guaje le pareció a Raúl tan elocuente, que nopreguntó más. Volvió a montar a caballo. Port-hos, ayudado por Grimaud, había ya hechootro tanto.

-Arreglemos nuestro plan -dijo Raúl.-Sí, arreglémoslo -repitió Porthos.

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Raúl exhaló un profundo suspiro, y sedetuvo de pronto.

-¿Qué tenéis? -preguntó Porthos-. ¿Al-gún vahído?

-No; me desmaya la impotencia. ¿Va-mos, los tres, a tomar la Bastilla?

-¡Ah! Si estuviera aquí Artagnan -repusoPorthos-, no diría que no.

Raúl no pudo contener su admiración alver aquella confianza heroica a fuerza de seringenua. ¡Era de aquellos hombres célebresque, en número de tres o cuatro, atacaban ejér-citos o asaltaban castillos! Aquellos hombresque habían asustado a la muerte, y que, sobre-viviendo a todo un siglo en ruina, eran todavíamás fuertes que los jóvenes más robustos.

-Señor -dijo Porthos-, acabáis de hacerque se me ocurra una idea: es preciso absolu-tamente ver al señor de Artagnan.

-Sin duda.-Debe haber regresado a su casa, des-

pués de conducir mi padre a la Bastilla.

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-Informémonos en la Bastilla -dijo Gri-maud, que hablaba poco, pero a tiempo.

En efecto, diéronse prisa a llegar a lafortaleza. Una de esas casualidades que Diosdepara a las personas de buena voluntad, hizoque Grimaud divisara de pronto la carroza quedesaparecía por la puerta del puente levadizo.Era en el momento en que Artagnan, como seha visto, volvía del palacio del rey.

En vano Raúl espoleó al caballo paraalcanzar la carroza y ver qué personas ibandentro. Los caballos se hallaban ya detenidos alotro lado de aquella gran puerta, que volvía acerrarse, en tanto que un centinela pegaba conel mosquete en el hocico del caballo de Raúl.

Éste volvió grupas, satisfecho de haberconocido la carroza en que había ido su padre.

-Ya le tenemos -dijo Grimaud.-Si aguardamos un poco, no dudo que

saldrá; ¿no es así, amigo mío?

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-A menos que Artagnan esté preso tam-bién -replicó Porthos-; en cuyo caso todo se haperdido.

Raúl nada contestó. Todo podía ser.Aconsejó a Grimaud que condujese los caballosa la callejuela Jean Beausire, a fin de despertarmenos sospechas, y él mismo, con su vista pe-netrante, púsose a acechar la salida de Artag-nan e de la carroza.

Era el mejor partido. Efectivamente, nohabían pasado todavía veinte minutos, cuandose abrió la puerta y volvió a aparecer la carroza.Raúl, por efecto de un deslumbramiento, nopudo distinguir quiénes ocupaban el vehículo.Grimaud juró que había visto a dos personas, yque su amo era una de los dos. Porthos nohacía más que mirar alternativamente a Raúl ya Grimaud, confiando comprender su idea.

-Es claro -dijo Grimaud-, que si el señorconde va en esa carroza, es que le han puestoen libertad, o que le trasladan a otra prisión.

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-Lo veremos ahora, según el camino quetome.

-Si le han puesto en libertad, lo llevarána su casa.

-Es verdad -dijo Porthos.-La carroza no toma esa dirección -dijo

Raúl.-Efectivamente, los caballos acababan de

desaparecer en el barrio de San Antonio.-Corramos -dijo Porthos-; atacaremos la

carroza en el camino, y diremos a Athos quehuya.

-¡Una rebelión! -exclamó Raúl. Porthoslanzó a Raúl una segunda mirada, digna noobstante de la primera. Raúl sólo contestó a ellaespoleando los ijares de su caballo. A los pocosinstantes, los tres jinetes habían alcanzado alcarruaje, y le seguían tan de cerca, que el alien-to de los caballos humedecía la caja del vehícu-lo.

Artagnan, cuyos sentidos velaban siem-pre, oyó el trote de los caballos. Era en el mo-

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mento en que Raúl decía a Porthos que se ade-lantase a la carroza, para ver quién era la per-sona que acompañaba a Athos. Porthos obede-ció, pero no pudo ver nada, porque estabancorridas las cortinillas.

Raúl se sintió dominado por la ira y laimpaciencia. Acababa de notar aquel misteriode parte de los que acompañaban a Athos, y sedecidió por los medios extremos.

Por otra parte, Artagnan había recono-cido a Porthos y a Raúl, y comunicó al conde elresultado de su observación; pero quisieron versi Raúl y Porthos llevarían las cosas al últimoextremo.

No falló. Raúl, pistola en mano, se plan-tó delante de los caballos de la carroza, intimi-dando al cochero a detenerse.

Porthos cogió al cochero y lo alzó delasiento.

Grimaud estaba ya en la portezuela dela carroza detenida. Raúl abrió sus brazos, gri-tando:

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-¡Señor conde! ¡Señor conde!-¿Vos aquí, Raúl? -dijo Athos lleno de

júbilo.-¡No ha estado mal! -añadió Artagnan

con un estallido de risa. Y ambos a dos se abra-zaron al joven y a Porthos, que se habían apo-derado de ellos.

-¡Mi bravo Porthos, excelente amigo! -exclamó Athos-. ¡Siempre el mismo!

-No tiene más que veinte años -dijo Ar-tagnan-. ¡Bien, Porthos!

-¡Toma! -replicó Porthos algo confuso-.Creíamos que os habían detenido.

-Mientras que -replicó Athos- sólo setrataba de dar un paseo en la carroza del señorde Artagnan.

-Venimos siguiéndoos desde la Bastilla -dijo-Raúl en tono de sospecha y de reconven-ción.

-Adonde habíamos ido a comer con elbuen señor Baisemeaux. ¿Os acordáis de Bai-semeaux, Porthos?

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-¡Pardiez! Muy bien.-Allí hemos visto a Aramis.-¿En la Bastilla?-En la cena.-¡Ah! -exclamó Porthos respirando.-Nos ha dicho mil cosas para vos.-¡Gracias!-¿Adónde se dirige el señor conde? -

preguntó Grimaud, a quien su amo había re-compensado ya con una sonrisa.

-Íbamos a Blois, a nuestra casa.-¡Cómo! ¿Directamente? -Directamente.-¿Sin equipajes?-Pensaba encargar a Raúl por medio de

Artagnan que me los enviase, o se los trajese, sipensaba volver a mi casa.

-Si nada le detiene en París -dijo Artag-nan con mirada cortante como el acero, doloro-sa como él, porque volvió a abrir las heridas deljoven-, haría bien en seguiros, Athos.

-Nada me detiene en París -dijo Raúl.

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-Entonces, partamos -repuso inmedia-tamente Athos.

-¿Y el señor de Artagnan?-¡Oh! Yo acompañaré a Athos hasta la

barrera y volveré con Porthos.-Muy bien -dijo éste.-Venid, hijo mío -dijo el conde, pasando

dulcemente el brazo alrededor del cuello deRaúl, para recibirle en la carroza y abrazarle depaso-. Grimaud -continuó el conde-, tú volverása París con tu caballo y el del señor Du-Vallon;porque Raúl y yo montamos a caballo aquí, ydejamos la carroza a estos dos señores, paraque vuelvan a París. Luego que llegues a casarecogerás mi ropa y mis cartas, y me lo enviarástodo.

-Entonces -observó Raúl intentandohacer hablar al conde-, cuando volváis a Parísno encontraréis ropa ni nada, lo cual será muyincómodo.

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-Pienso no regresar a París en muchotiempo, Raúl. La última vez que he estado en lacapital no me ha dejado deseos de volver.

Raúl bajó la cabeza y no dijo más.Athos descendió de la carroza, y montó

en el caballo que había conducido a Porthos yque pareció alegrarse mucho del cambio.

Hubo abrazos, apretones de manos ypromesas de amistad eterna. Porthos ofreció ira pasar un mes en casa de Athos a la primeraocasión. Artagnan prometió emplear del mismomodo su primera licencia; luego, abrazando aRaúl por última vez:

-Hijo querido -le dijo-, yo te escribiré.Estas palabras lo decían todo en Artag-

nan, que nunca escribía. Raúl se conmovió has-ta derramar lágrimas. Se arrancó de los brazosdel mosquetero, y partió.

Artagnan se reunió con Porthos en lacarroza.

-Vamos, amigo -le dijo-; este ha sido undía aprovechado.

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-Sí, por cierto -repuso Porthos.-Debéis estar molido.-No mucho. Sin embargo, me acostaré

temprano, a fin de estar mañana dispuesto.-¿Y a qué?-¡Diantre! A acabar lo que he comenza-

do.-Me causáis sobresalto, amigo mío; os

veo ceñudo. ¿Qué diantre habéis principiadoque no esté concluido?

-Escuchad: Raúl no se ha batido. ¡Espreciso que me bata!

-¿Con quién? ... ¿Con el rey?-¿Cómo, con el rey? -exclamó Porthos

asombrado.-¡Si, chicarrón, con el rey! -¡Si es con el

señor de Saint-Aignan!-Eso mismo os quise decir; porque el

batiros con ese gentilhombre, es lo mismo quesacar vuestra espada contra el rey.

-¡Ah! -dijo Porthos guiñando los ojos-.¿Y estáis cierto de eso?

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-¡Ya lo creo!-Entonces, ¿cómo se arregla esto?-Procuraremos tener buena cena, Port-

hos. La mesa del capitánde mosqueteros es excelente. Allí veréis al ga-llardo Saint-Aignan, y beberéis a su salud.

-¿Yo? -exclamó Porthos horripilado.-¡Cómo! -dijo Artagnan-. Rehusaréis

beber a la salud del rey?-¡Cuernos! No os hablo del rey; os hablo

del señor de Saint-Aignan.-¿Pero no os repito que es igual?-¡Ah! . . . Entonces, muy bien -dijo Port-

hos, vencido.-Ya me entendéis, ¿no es verdad?-No -dijo Porthos-; pero es igual.-Sí, es igual -replicó Artagnan-. Vamos a

cenar Porthos.

LXXIIILA SOCIEDAD DEL SEÑOR BAISEMEAUX

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No se habrá olvidado que al salir de laBastilla, Artagnan y el conde de la Fére habíandejado a Aramis a solas con Baisemeaux.

Baisemeaux no llegó a suponerse que laconversación se resintiese de la ausencia de susdos convidados. Creía que el vino de los post-res (y el de la Bastilla era excelente) era un es-tímulo suficiente para hacer hablar a un hom-bre honrado. Conocía mal a Su Ilustrísima, quenunca era más impenetrable que a los postres.Pero Su Ilustrísima conocía perfectamente alseñor Baisemeaux, y contaba, para hacer hablaral alcaide, con el medio que éste miraba comoeficaz.

Por tanto, la conversación, sin desmayaren apariencia, desmayaba en realidad; porqueBaisemeaux, a más de hablar casi por sí sólo, nohablaba más que de ese singular suceso de laencarcelación de Athos, seguida de la orden tanpronta de ponerle en libertad.

Por otra parte, Baisemeaux no habíadejado de observar que las dos órdenes, tanto

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la de prisión como la de libertad, estaban escri-tas de puño y letra del rey. Ahora bien, el reysólo se tomaba la molestia de escribir semejan-tes órdenes en las grandes circunstancias. Todoaquello era muy interesante, y, sobre todo, muyobscuro para Baisemeaux; mas, como todoaquello era muy claro para Aramis, no dabaéste a dicho suceso la importancia que le atri-buía el buen alcaide.

Aparte de esto, Aramis rara vez se in-comodaba por nada, y no había dicho todavíaal señor Baisemeaux la causa que le había mo-vido a incomodarse.Así fue que, en el instante en que Baisemeauxse hallaba en lo más enjundioso de su diserta-ción, le interrumpió Aramis de repente:

-Decidme, querido señor de Baisemeaux-dijo-, ¿no tenéis jamás en la Bastilla otras dis-tracciones que las que he presenciado en lasdos o tres visitas que he tenido el honor dehaceros?

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El apóstrofe era tan inesperado, que elalcaide, como una veleta que recibe de súbitoun impulso opuesto al del viento, quedóseaturdido.

-¿Distracciones? -dijo-. Continuamentelas tengo, monseñor:

-¡Oh! ¡Enhorabuena! ¿Y qué distraccio-nes tenéis?

-Las hay de todas clases.-¿Visitas, tal vez?-¿Visitas? No. Las visitas no son fre-

cuentes en la Bastilla.-¿Son escasas?-Muy escasas.-¿Hasta las de vuestra sociedad?-¿A qué llamáis mi sociedad? ... ¿A mis

presos?-¡Oh! No. ¡Vuestros presos!... Sé que sois

vos el que los visitáis, y no ellos a vos. Entiendopor vuestra sociedad, la sociedad de que for-máis parte.

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Baisemeaux miró fijamente a Aramis; luego,como si lo que había supuesto por un momentofuese imposible:

-¡Ah! -dijo-. Mi sociedad redúcese a muypoco. A decir la verdad, querido de Herblay, engeneral, la visita a la Bastilla parece lúgubre yfastidiosa a la gente del mundo. En cuanto a lasdamas, jamás llegan hasta aquí sin cierto terror,que me cuesta gran trabajo calmar. Y, bien mi-rado, cómo no han de temblar un poco, pobresmujeres, al ver estas tristes torres y al pensarque son habitadas por pobres presos que...

Conforme se iban fijando los ojos deBaisemeaux en el rostro de Aramis, la lenguadel bueno del alcaide se entorpecía más y más,hasta el extremo de acabar por quedar pa-ralizada enteramente.

-No me entendéis, mi querido señorBaisemeaux -replicó Aramis-, no me enten-déis... No hablo de la sociedad en general, sinode una sociedad particular, de la sociedad aque estáis afiliado.

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Baisemeaux dejó caer casi el vaso llenode moscatel que iba a llevarse a los labios.

-¿Afiliado? -dijo-. ¿Afiliado?-Sin duda, afiliado -repitió Aramis con

la mayor sangre fría. ¿No sois miembro de unasociedad secreta, mi querido señor de Baise-meaux?

-¿Secreta?-Secreta o misteriosa.-¡Oh señor de Herblay!-Vamos, no os defendáis.-Podéis creer...-Creo lo que sé.-Os juro...-Escuchad, querido señor Baisemeaux,

yo digo que sí, vos decís que no; de consiguien-te: uno de los dos, necesariamente, está en locierto, y el otro inevitablemente, en lo falso.

-¿Y qué?-Pues bien, ahora veremos quién es.-Veamos -dijo Baisemeaux-, veamos.

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-Bebed vuestro vaso de moscatel, queri-do señor Baisemeaux -dijo Aramis-. ¡Qué dia-blo! Tenéis aire de asustado.

-No lo creáis, no. -Entonces, bebed.Baisemeaux bebió, pero de mala gana.-Y bien -prosiguió Aramis-, sí, decía que

si no formáis parte de una sociedad secreta,misteriosa, como queráis, el nombre no hace lacosa; sí, digo, que si no formáis parte de unasociedad semejante a la que quiero designar,pues bien, no comprenderéis una palabra de loque quiero decir: eso es.

-¡Oh! Podéis estar seguro de antemanoque no comprenderé nada.

-De perlas, entonces. -Haced la prueba,a ver.

-A eso voy. Si, por el contrario, sois unode los miembros de dicha sociedad, me res-ponderéis al punto sí o no.

-Preguntad, pues -prosiguió Baisemeauxtemblando.

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-Porque ya os haréis cargo, querido se-ñor Baisemeaux -continuó Aramis con la mismaimpasibilidad-, es claro, que nadie puede for-mar parte de una sociedad, ni gozar de las ven-tajas concedidas a los afiliados, es evidente, sinestar obligado por su parte a prestar algunospequeños servicios.

-En efecto -balbuceó Baisemeaux-; eso seconcebirá, si...

-Bien -prosiguió Aramis-; pues en lasociedad de que os hablaba, y de la cual, a loque parece, no formáis parte...

-Permitid -dijo Baisemeaux-, no quisie-ra, sin embargo, decir absolutamente ...

-Hay un compromiso tomado por todoslos alcaides y capitanes de fortaleza afiliados ala Orden. Baisemeaux palideció.

-Ese compromiso -prosiguióAramis con voz firme- es el siguiente.Baisemeaux se levantó, dominado por

indecible emoción.-Veamos, querido señor de Herblay.

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Aramis dijo entonces, o mejor, recitó elpárrafo siguiente, en el mismo tono que si loestuviese leyendo en un libro:

-"El precitado alcaide o capitán de forta-leza dejará entrar, cuando la necesidad lo exija,y a petición . del preso, un confesor afiliado a laOrden."Se detuvo. Baisemeaux estaba tan pálido y tré-mulo, que daba compasión.

-¿No es ése el texto del compromiso? -preguntó tranquilamente Aramis.

-¡Monseñor!. . . -repuso Baisemeaux.-Vamos; creo que principiáis a enten-

derme.-¡Monseñor! -exclamó Baisemeaux-, no

juguéis de ese modo con mi pobre entendi-miento; me reconozco bien poca cosa en com-paración vuestra, si tenéis el maligno deseo desacarme los secretillos de mi administración.

-¡Oh, no! Os engañáis, querido señorBaisemeaux; no son los secretillos de vuestra

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administración los que yo busco; son los devuestra conciencia.

-Bien , pues; sean los de mi conciencia,mi querido señor de Herblay. Pero haceos car-go de mi posición, que no es de las ordinarias.

-No será de las ordinarias, mi queridoseñor -continuó el inflexible Aramis-, si estáisafiliado a esa sociedad; pero es sumamente na-tural si, libre de todo compromiso, no tenéisque responder a nadie más que al rey.

-Bien, señor; pues a nadie tengo queobedecer más que al rey. ¿A quién queréis queobedezca un gentilhombre francés sino al rey?

Aramis no pestañeó; pero, con su vozmelodiosa:

-Muy agradable es -dijo-, para un gen-tilhombre francés, para un prelado de Francia,oír expresarse de ese modo tan leal a un hom-bre de vuestro mérito, querido señor Baise-meaux, y después de haberos oído, no creermás que a vos.

-¿Pues qué, habíais dudado de mí ?

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-¿Yo? ¡Oh! No.-¿De modo que ya no dudáis?-Yo no dudo que un hombre como vos -

dijo seriamente Aramis-, sirva fielmente a losamos que se ha dado voluntariamente.

-¿A los amos? -dijo Baisemeaux..-Amos he dicho.-¡Señor de Herblay, sin duda os chan-

ceáis!-Sí, lo concibo; es una situación más

difícil la de varios amos que la de tener unosolo; pero esa dificultad vos os la habéis creado,mi querido señor Baisemeaux, y yo no tengo laculpa.

-No, por cierto -contestó el pobre alcaidemás confuso que nunca-. ¿Pero qué hacéis? ¿Oslevantáis ya?

-Así parece.-¿Os marcháis?-Sí, me marcho.-¡Extraño os encuentro conmigo, mon-

señor!

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-¿Extraño? ¿Y por qué?-Decidme: ¿habéis jurado darme supli-

cio?-No: me desesperaría eso.-Pues quedaos.-No puedo.-¿Y por qué?-Porque nada tengo que hacer aquí, y sí

mucho en otra parte.-¿Tan tarde?-Si. Comprended, querido señor Baise-

meaux; en el sitio de donde he venid me dije-ron: "El precitado alcaide o capitán dejará en-trar, cuando la necesidad lo exija, y a petición elpreso, un confesor afiliado a la Orden".

Llego aquí, vos no sabéis lo que yo quie-ro decir, y me vuelvo a contar a aquellas perso-nas que se han equivocado, y que me envíen aotra parte.

-¡Cómo! Sois... -exclamó Baisemeaux,mirando a Aramis casi con terror.

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-El confesor afiliado a la Orden -dijoAramis sin cambiar de voz.

Pero, por suaves que fueran estas pala-bras, no por eso dejaron de causar en el pobrealcaide el efecto de un trueno. Baisemeaux sepuso lívido, y le pareció que los lindos ojos deAramis eran dos ráfagas de fuego que penetra-ban hasta el fondo de su corazón.

-¡El confesor! -murmuró-. ¿Vos, monse-ñor, el confesor de la Orden?

-Sí, yo; pero nada tengo que hacer aquí,puesto que no sois afiliado.

-Monseñor...-Y comprendo que, no siendo afiliado,

os neguéis a obedecer los mandatos.-Monseñor, os lo ruego -repuso Baise-

meaux-, dignaos oírme.-¿Para qué?-Monseñor, no digo que no forme parte

de la Orden ...-¡Ah, ah!-No digo que me niegue a obedecer.

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-No obstante, lo que acaba de pasar seasemeja mucho a la resistencia. señor Baise-meaux.

-¡Oh! No, monseñor; no; únicamente,quería asegurarme ...

-¿De qué? -interrumpió Aramis con airede supremo desdén.

-De nada, monseñor. Baisemeaux bajó lavoz y se inclinó ante el prelado:

-En todo tiempo y lugar estoy a disposi-ción de mis amos -dijo-, pero…

-¡Muy bien! Os prefiero así, señor.Aramis volvió a sentarse y tendió su

vaso a Baisemeaux, que no pudo llegar a llenar-lo de tanto como le temblaba la mano.

-Decíais -prosiguió Aramis.-Pero -continuó el pobre hombre-, no

habiéndome avisado estaba lejos de esperar...-¿Pues no dice el Evangelio: "Velad,

pues el momento sólo es conocido de Dios"?¿No dicen los preceptos de la Orden: "Velad,porque lo que yo quiero, debéis quererlo siem-

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pre"? ¿Y bajo qué pretexto no esperabais al con-fesor, señor Baisemeaux?

-Porque no hay actualmente ningúnpreso enfermo en la Bastilla, monseñor.

Aramis se encogió de hombros.-¿Qué sabéis vos de eso? -dijo.-Me parece, sin embargo ...-Señor Baisemeaux -dijo Aramis recos-

tándose en su sillón-, ahí tenéis a vuestro criadoque quiere hablaros...

En aquel momento, en efecto, el criadode Baisemeaux apareció en el umbral.

-¿Qué pasa? -preguntó vivamente Bai-semeaux.

-Señor alcaide -dijo el criado-, os traen elinforme del médico de la casa.

Aramis miró al señor Baisemeaux consu mirada clara y segura.

-Bien, que entre el mensajero -dijo.El mensajero entró, saludó y entregó el

informe.

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Baisemeaux pasó la vista por encima, y,levantando la cabeza:

-¡Él segundo Bertaudiére se halla enfer-mo! -dijo con sorpresa.

-¿Pues no decíais, querido señor Baise-meaux, que todos estaban buenos en vuestracasa? -dijo negligentemente Aramis.

Y bebió un trago de moscatel, sin cesarde mirar a Baisemeaux. Entonces, el alcaide,después de hacer una señal con la cabeza almensajero, y de haber éste salido:

-Me parece -dijo sin dejar de temblar-,que en el párrafo citado hay la cláusula de "apetición del Preso".

-Así es -repuso Aramis-; pero mirad aver lo que os quieren, querido señor Baise-meaux.

En efecto, un sirviente pasaba la cabezapor la abertura de la puerta entornada.

-¿Qué se ofrece? -preguntó Baisemeaux-.¿Será cosa de que no me dejen diez minutos enpaz?

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-Señor alcaide -dijo el sirviente-, el en-fermo de la segunda Bertaudiére ha rogado asu carcelero que os pida un confesor.

Baisemeaux estuvo a punto de caer deespaldas.

Aramis desdeñó tranquilizarle, comohabía desdeñado también asustarlo.

-¿Qué se ha de responder? - preguntóBaisemeaux.

-Lo que queráis -respondió Aramis,mordiéndose los labios-; eso es cosa vuestra; yono soy el alcaide de la Bastilla.

-Decid al preso -dijo vivamente Baise-meaux-, que tendrá lo que pide.El sirviente salió.-¡Oh monseñor, monseñor -murmuró Baise-meaux-. ¿Cómo había de sospechar?... ¿Cómohabía de prever?...

-¿Quién os decía que sospechaseis nique previeseis? -repuso desdeñosamente Ara-mis-. La Orden sospecha, la Orden sabe, la Or-den prevé. ¿No basta eso?

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-¿Qué ordenáis? -añadió Baisemeaux.-¿Yo? Nada. Yo no soy más que un po-

bre eclesiástico, un simple confesor. ¿Me orde-náis que vaya a ver al enfermo?

-¡Oh monseñor! No os lo ordeno, sinoque os lo suplico.

-Está bien. Entonces, conducidme.

LXXIVPRESO

Desde la extraña transformación deAramis en confesor de la Orden, no era ya Bai-semeaux el mismo hombre.

Hasta entonces Aramis fue para el dig-no alcaide un prelado a quien debía veneración,un amigo a quien debía agradecimiento; mas,desde la revelación que acababa de trastornartodas sus ideas, era él un inferior y Aramis unjefe.

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Encendió él mismo un farol, llamó a unllavero, y, dirigiéndose a Aramis:

-A las órdenes de monseñor -dijo.Aramis se contentó con hacer un movi-

miento de cabeza, que significaba: "¡Está bien",y un ademán que quería decir:' "Id adelante".Baisemeaux echó a andar, y Aramis le siguió.

La noche era hermosa y estrellada: laspisadas de los tres hombres resonaban en laslosas de los terrados, y el sonido de las llavescolgadas en la cintura del carcelero subía hastalos pisos de las torres como para recordar a lospresos que la libertad se hallaba fuera de sualcance.

No parecía sino que el cambio efectuadoen Baisemeaux habíase comunicado al carcele-ro. Este, que en la primera visita de Aramis semostró tan curioso y preguntón, ahora, no sóloestaba mudo, sino hasta impasible. Bajaba lacabeza y parecía temeroso de abrir los oídos.

Así llegaron al pie de la Bertaudiére,cuyos dos pisos subieron silenciosamente' con

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cierta lentitud; porque Baisemeaux, sin dejar deobedecer, estaba muy lejos de darse prisa.

Por fin llegaron a la puerta; el carcelerono tuvo necesidad de buscar la llave, pues lallevaba preparada. Abrió la puerta.

Baisemeaux se dispuso a entrar en elaposento del preso; pero Aramis, deteniéndose,en el umbral:

-No está escrito -dijo-, que el alcaideescuche la confesión del preso.

Baisemeaux se inclinó, y dejó pasar aAramis, el cual cogió el farol de manos del lla-vero, y entró. Luego, con un ademán, hizo unaseña de que cerrasen la puerta por fuera.

Por un momento mantúvose en pie ycon el oído alerta, escuchando si Baisemeaux yel llavero se alejaban, y cuando se cercioró, porla disminución progresiva del ruido de las pi-sadas, de que aquéllos habían salido de la torre,colocó el farol sobre la mesa, y miró en tornosuyo.

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Sobre un lecho de sarga verde, igual enun todo a lo demás de la Bastilla, sólo que másnuevo, bajo cortinas anchas y medio cerradas,descansaba el joven a cuyo lado hemos intro-ducido otra vez a Aramis.

Según los usos de la prisión, el cautivóno tenía luz. Al toque de queda había apagadola bujía. En esto se comprenderá lo favorecidoque estaba el preso, pues se le concedía el privi-legio de tener luz hasta la hora de queda.

Cerca de aquel lecho, sobre un sillón decuero con pies de forma salomónica, se hallabaextendido un magnífico y elegante traje. Junto ala ventana estaba tristemente abandonada unamesita sin plumas, libros, papel ni tintero. Va-rios platos, todavía llenos, demostraban que elpreso apenas había tocado su última comida.

Aramis vio al joven tendido sobre el.lecho, con el rostro medio oculto bajo sus dosbrazos.

La llegada del visitante no le hizo cam-biar de postura. El joven esperaba o dormía.

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Aramis encendió la bujía con auxilio delfarol, retiró suavemente el sillón y se acercó allecho con una mezcla visible de interés y respe-to. El joven levantó la cabeza.

-¿Qué deseáis de mí? -preguntó.-¿No habéis pedido un confesor? -

replicó Aramis.-Sí.-¿Porque estáis enfermo?-¿Muy enfermo?El joven fijó en Aramis sus ojos y dijo:-Os doy las gracias.Luego, pasado un momento de silencio:-Ya os he visto otra vez -añadió.Aramis se inclinó. Sin duda, el examen

que el preso acababa de hacer, aquella revela-ción de un carácter frío, astuto y dominador im-preso en la fisonomía del obispo de Vannes, erapoco tranquilizador en la situación del joven,porque éste añadió:

-Estoy mejor.-¿Y en qué pensáis?

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-Que estando mejor, no tengo la mismanecesidad de un confesor.

-¿Ni del cilicio de que os hablaba el bi-llete que habéis hallado en vuestro pan?

El joven estremecióse: pero, antes deque hubiera contestado o negado:

-¿Ni de ese eclesiástico -preguntó Ara-mis- de quien debíais esperar una revelaciónimportante.

-Si es así -dijo el joven volviendo a dejarcaer su cabeza sobre la almohada-, ya es distin-to; hablad.

Aramis le miró entonces con mayoratención y quedó sorprendido de aquel aire demajestad natural y desembarazado, que nuncase adquiere si Dios no lo infiltra en la sangre qen el corazón.

-Sentaos, señor -dijo el preso. Aramisobedeció, inclinándose.

-¿Cómo lo pasáis en la Bastilla? -preguntó el obispo.

-Muy bien.

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-¿No padecéis?-No.-¿No echáis nada de menos?-Nada.-¿Ni aun la libertad?-¿A qué llamáis libertad, señor? -

preguntó el preso con el tono de un hombreque se prepara a luchar.

-Llamo libertad a las flores, al aire, a laluz, a las estrellas, a la satisfacción de correradonde os lleven vuestras piernas nerviosas deveinte años.

El joven sonrió, sin que pudiera sabersesi de resignación o de desdén.

-Mirad -dijo-, ahí tengo en ese vaso delJapón, dos rosas, dos rosas hermosísimas, cogi-das ayer tarde en capullo en el jardín del alcai-de; esta mañana han reventado y abierto a pre-sencia mía su bermejo cáliz. Cada pliegue desus hojas desprendía el tesoro de su aroma queembalsamaba todo este cuarto. Estas dos rosas,ya las veis: son bellísimas entre las rosas: y la

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rosa es la más bella de las flores. ¿Cómo queréisque desee otras flores, cuando tengo las máshermosas de todas?

Aramis miró al joven con sorpresa.-Si las flores son la libertad -prosiguió

melancólicamente el cautivo-, tengo libertad,porque tengo flores.

-Pero, ¿y el aire -exclamó Aramis-, elaire tan necesario a la vida?

-Pues bien, señor, acercaos a la ventana -prosiguió el preso-; ahí la tenéis abierta. Entreel cielo y la tierra, el viento agita sus torbellinosde nieve, de fuego, de vapores templados o dedulces brisas. El aire que por ahí entra acariciami cara, cuando, subido en ese sillón, sentadosobre el respaldo, enlazando mi brazo al hierroque me sostiene, me figuro que nado en el es-pacio.

La frente de Aramis se obscurecía a me-dida que hablaba el joven.

-¿La luz? -continuó-. Tengo algo mejorque la luz, el sol, un amigo que viene todos los

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días a visitarme sin permiso del alcaide, sin lacompañía del carcelero. Entra por la ventana, ytraza en mi aposento un ancho cuadrilátero queparte de la ventana misma y va a bañar la col-gadura de mi cama hasta las franjas. Ese cua-drilátero luminoso va creciendo desde las dieza las doce, y disminuyendo desde la una a lastres, poco a poco, como si, afanándose por ve-nir a verme, sintiera tener que abandonarme.Cuando desaparece su último rayo, he gozadoya cuatro horas de su presencia. ¿Os parece esopoco? Me han dicho que hay infelices que soca-van canteras, obreros que trabajan en las minasy que no lo ven nunca.

Aramis enjugóse la frente.-En cuanto a las estrellas, que tan gratas

son a la vista -continuó el joven-, todas se ase-mejan, excepto en el brillo y en el tamaño. Enese punto me encuentro favorecido, pues si nohubieseis encendido esa bujía, habríais podidover la hermosa estrella que veía yo desde mi

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cama antes de que llegaseis, y cuyo resplandoracariciaba mis ojos.

Aramis bajó la cabeza, sintiéndose su-mido bajo el amargo torrente de aquella filoso-fía que es la religión del cautiverio.

-Ahí tenéis, por lo que hace a las flores,al aire, a la luz y a las estrellas --continuó eljoven con la misma tranquilidad-. Queda elpaseo. ¿Es que no me paseo acaso todos lo díasen el jardín del alcaide si ha e buen tiempo,aquí si llueve, al fresco si hace calor, y al calor sih ce frío, gracias a mi chimenea d rante el in-vierno? ¡Ah! Creedme, señor -añadió el presocon expresión no exenta de cierta amargura-,los hombres han hecho por mí todo cuantopuede esperar y desear un hombre.

-¡Los hombres, pase! -dijo Aramis levan-tando la cabeza-. Pero me parece que olvidáis aDios.

-He olvidado a Dios, en efecto -replicó elpreso sin conmoverse-; mas, ¿por qué me decíseso? ¿A qué fin hablar de Dios a los presos?

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Aramis miró de frente a aquel jovensingular, que unía la resignación de un mártir ala sonrisa de un ateo.

-¿Es que Dios no está en todas las cosas?-murmuró en tono de reconvención.

-Decid más bien al fin de todo -replicó elpreso con firmeza.

-¡Bien! -dijo Aramis-. Pero, volvamos alpunto de partida.

-No deseo otra cosa -repuso el joven.-Soy vuestro confesor.-Sí.-Pues bien; como penitente, debéis ma-

nifestarme la verdad.-No deseo otra cosa que decirla.-Todo preso ha cometido un crimen por

el cual ha sido recluido. ¿Qué crimen es el quevos habéis cometido?

-Ya me preguntasteis eso la primera vezque me visteis -dijo el joven.

-Y esa vez eludisteis mi pregunta comohoy.

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-¿Y por qué creéis que hoy os debo res-ponder?

-Porque soy vuestro confesor.-Entonces, si queréis que os diga el cri-

men que he cometido, explicadme lo que escrimen. Como no siento en mí nada que causeremordimiento, infiero que no soy criminal.

-A veces es uno criminal a los ojos de losgrandes de la tierra, no sólo por haber cometidocrímenes, sino por saber que se han cometido.

El preso prestaba gran atención.-Sí -dijo después de un momento de

silencio-, ya comprendo; sí, tenéis razón, señor;pudiera ser muy bien que yo fuese criminal alos ojos de los poderosos.

-¡Ah! ¿Sabéis, según eso, algo? -preguntó Aramis, creyendo haber descubierto,no la parte falsa, sino la juntura de la coraza.

-No; nada sé -contestó el joven-; pero mepongo a pensar a veces, y me digo en esos mo-mentos...

-¿Qué decís?

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-Que si pensase más, o me volvería locoo adivinaría muchas cosas.

-Bien, ¿y entonces? -preguntó Aramiscon impaciencia.

-Entonces me detengo.-¿Os detenéis?-Sí; mi cabeza pónese pesada; mis ideas

se vuelven tristes se apodera de mí el fastidio;deseo ...

-¿Qué?-Lo ignoro; porque no quiero dejarme

arrastrar o desear cosa que no tengo, cuandoestoy contento con lo que tengo.

-¿Teméis la muerte? -dijo Aramis conligera inquietud.

-Sí -dijo el joven, sonriendo. Aramissintió el frío de aquella sonrisa y se estremeció.

-¡Oh! Pues si tenéis miedo a la muerte,sabéis más de lo que decís -exclamó.

-Pero vos -replicó el preso-, que me de-cís que os haga llamar; que después que os lla-mo, entráis aquí prometiéndome todo un mun-

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do de revelaciones, ¿cómo es que ahora calláisy soy yo el que habla? Puesto que llevamoscada cual una máscara, conservémosla o arrojé-mosla a la vez.

Aramis comprendió la fuerza y exacti-tud de aquel argumento. "No es este un hombrevulgar" pensó. Y de pronto dijo en voz alta, sinpreparar de antemano al preso.

-Veamos, ¿tenéis ambición?-¿Y qué es ambición? -preguntó el joven.-Es -contestó Aramis-, un sentimiento

que arrastra ad hombre a desear más de do quetiene.

-Ya he dicho que estaba contento, señor;pero es posible que me equivoque. No sé doque es ambición; pero es posible que da tenga.Veamos, ilustrad mi entendimiento, pues nodeseo otra cosa.

-El ambicioso -repuso Aramis-, es aquelque codicia más de lo que le corresponde.

-Yo no codicio más de lo que conviene ami estado -dijo el preso con una seguridad que

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hizo estremecer nuevamente ad obispo deVannes.

Y calló. Pero, cualquiera que viese dosojos ardientes, la frente arrugada, la actitudreflexiva del cautivo, habría conocido que espe-raba otra cosa que el silencio. Aramis lo rom-pió.

-Me habéis mentido da primera vez queos vi -dijo.

-¿Mentido? -exclamó el joven incorpo-rándose en su lecho, con tal acento en la voz ytal expresión en los ojos, que Aramis retrocedióa su pesar.

-Quiero decir -añadió Aramis inclinán-dose-, que me ocultasteis lo que sabéis acercade vuestra infancia.

-¡Los secretos de un hombre son suyos,señor -dijo el preso-, y no del primero que sepresenta!

-Es verdad -dijo Aramis inclinándosemás profundamente que la vez primera-, per-

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donad: pero, hoy, ¿soy todavía para vos uncualquiera? Dignaos responderme, monseñor.

Este título produjo una ligera turbaciónad preso; sin embargo, no pareció sorprendersede que se lo diesen.

-No os conozco, señor -dijo.-¡Oh! Si me atreviera, tomaría vuestra

mano y la besaría.El joven hizo un movimiento como para

dar la mano a Aramis; pero el relámpago quebrilló en sus ojos extinguíase al borde de suspárpados, y su mano se retiró fría y desconfia-da.

-¡Besar la mano a un preso! -dijo sacu-diendo da cabeza- ¿Y para qué?

-¿Por qué me habéis dicho -preguntóAramis- que os hallabais bien aquí? ¿Por quéme habéis asegurado que no aspirabais a nada?¿Por qué, en fin, hablando de esa manera, meimpedís que sea franco a mi vez?

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El mismo relámpago brilló por terceravez en los ojos del preso: pero, lo mismo quedas otras dos, expiró sin traer ningún resultado.

-¿Desconfiáis de mí? -dijo Aramis.-¿Y por qué, señor?-¡Oh! Por una razón muy sencilla: por-

que si sabéis do que debéis saber, debéis des-confiar de todo el mundo.

-Entonces, no extrañéis que desconfíe,ya que me suponéis sabedor de do que no sé.

Aramis estaba impresionado de admira-ción por aquella enérgica resistencia.

-¡Oh! ¡Me desesperáis, monseñor! -exclamó golpeando con el puño en el sillón.

-Y yo no os comprendo.-Pues bien, haced por comprenderme.El preso miró fijamente a Aramis.-Figúraseme a veces -continuó éste- que

tengo ante los ojos al hombre que busca... yluego...

-Y luego... ese hombre desaparece, ¿no?-dijo el preso sonriendo-. ¡Tanto mejor!

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Aramis se levantó.-Decididamente -prosiguió- nada tengo

que decir ad hombre que desconfía de mí hastaese punto.

-Y yo –añadió- fui el preso en elmismo acento, nada tengo que decir al hombreque no quiere comprender que un preso debedesconfiar de todo.

-¿Hasta de sus antiguos amigos? -dijoAramis-. Esa es ya demasiada prudencia, mon-señor.

-¿De mis antiguos amigos?... ¿Sois unode mis antiguos amigos?

-Veamos -dijo Aramis-; ¿no recordáishaber visto en otro tiempo en da aldea en quepasasteis vuestros primeros años ... ?

-¿Sabéis el nombre de esa aldea? -dijo elpreso.

-Noisy-le-Sec, monseñor -respondióAramis sin titubear.

-Continuad -dijo el joven, sin que surostro diese muestras de afirmar o negar.

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-Vamos, monseñor -dijo Aramis-; si que-réis absolutamente manteneros haciendo esepapel, vale más que lo dejemos. Es verdad quevengo a deciros muchas cosas; pero es precisoque me deis a conocer que por vuestra parteexiste el deseo de saberlas. Antes de hablar,antes de manifestar das cosas tan importantesde que soy sabedor, convenid en que no habríaestado de más un poco de ayuda, sino de fran-queza, no solo de simpatía, sino de confianza.En vez de eso, os encuentro encerrado en unapretendida ignorancia que me paraliza... ¡Oh!No por do que os figuráis; porque, por ignoran-te que estéis, o por mucha indiferencia que fin-jáis, no por eso dejáis de ser quien sois, mon-señor, y nada, ¡nada!, ¿lo oís bien?, puede hacerque no do seáis.

-Os prometo -repuso el preso- escucha-ros sin impaciencia. Sólo sí creo que tengo de-recho a repetiros una pregunta que ya os hehecho. ¿Quién sois?

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-¿Recordáis, hace unos quince o diecio-cho años, haber visto en Noisy-le-Sec un caba-llero que venía con una dama, vestida por doregular de seda negra, con cintas color de fuegoen el pedo? -dijo el joven-: una vez pregunté elnombre de ese caballero, y dijéronme que sellamaba el abate de Herblay. Me sorprendióque ese abate tuviese un aire tan marcial, y meañadieron que eso nada tenía de extraño, enatención a que era un mosquetero del rey LuisXIII.

-Pues bien -dijo Aramis-, ese mosquete-ro de otro tiempo, abate entonces, obispo deVannes después, y vuestro confesor hoy día,soy yo.

-Lo sé. Ya os había reconocido.-Pues bien, monseñor, si sabéis eso, de-

bo añadir una cosa que no sabéis, y es que siesta noche llegase a noticia del rey que habíaestado aquí ese mosquetero, ese abate, eseobispo, ese confesor, mañana el que todo do haarriesgado por venir, vena relucir el hacha del

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verdugo en el fondo de un calabozo más som-brío que el vuestro.

Al oír el joven estas palabras, acentua-das con firmeza, se incorporó sobre su lecho,clavó sus miradas, más y más ávidas cada vezen. das miradas de Aramis.El resultado de aquel examen fue que el jovenpareció cobrar alguna confianza.

-Sí -murmuró-, sí, me acuerdo perfecta-mente. La mujer de que habláis vino una vezcon vos y otras dos con da mujer...

El preso detúvose.-Con da mujer que iba a veros todos dos

meses, ¿no es eso, señor?-Sí.-Sabéis quién era aquella dama? Parecía

que de los ojos del preso iba a brotar un relám-pago.

-Sé que era una dama de da Corte -dijo.-¿Recordáis bien a esa dama?-¡Oh! En ese punto mis recuerdos no

pueden ser confusos -dijo el preso-; vi una vez

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a aquella dama con un hombre de unos cua-renta y cinco años, y otra con vos y con da da-ma del vestido negro y cintas color de fuego.Después la volví a ver dos veces con da mismapersona. Esas cuatro personas, con mi ayo y davieja Perronnette, mi carcelero y el alcaide, sondas únicas personas a quienes he hablado, ycasi, casi las únicas personas que he visto.

-¿Estábais preso entonces?-Si aquí lo estoy, allá gozaba comparati-

vamente de libertad, aun cuando ésta no eramucha; una casa, de la que nunca salía, con ungran jardín rodeado de tapias que no podíasalvar: tal era mi morada, que sin duda cono-céis porque habéis ido a ella. Por lo demás,acostumbrado a vivir en los límites de aquellosmuros y de aquella casa, jamás deseé salir. Yacomprenderéis, por tanto, señor, que no ha-biendo visto nada en este mundo, nada puedodesear y, si me referís algo, os veréis precisadoa explicármelo todo.

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-Así lo haré, monseñor -dijo Aramisinclinándose-: porque ese es mi deber.

-Pues bien; principiar por decirme quiénera mi ayo.

-Un buen hidalgo, monseñor, un honra-do gentilhombre, sobre todo, un preceptor paravuestra alma y vuestro cuerpo a la vez. ¿Habéistenido motivo para quejaros de él alguna vez?

-¡Oh! No, señor, al contrario; pero aquelgentilhombre me dijo muchas veces que mispadres habían muerto. ¿Mentía en eso, o decíala verdad?

-Tenía obligación de seguir las órdenesque le daban.

-¿Mentía, pues?-En un punto. Vuestro padre falleció.-¿Y mi madre?-Ha muerta para vos.-Pero, para los demás, vive, ¿no es eso?-Sí.

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-¿Y yo (el joven miró a Aramis) estoycondenado a vivir en la obscuridad de una pri-sión.

-¡Ay! Así lo creo.-¿Y eso -continuó el joven-, porque mi

presencia en el mundo revelaría un gran secre-tó?

-Un secrete muy grande, sí.-Precisó es que mi adversario sea muy

poderoso para haber hecho encerrar en la Basti-lla a un niño que era yo entonces.

-Lo es.-¿Es más poderoso entonces que mi ma-

dre?-¿Por qué lo decís?-Porque mi madre me habría defendido.Aramis vaciló.-Más poderoso es que vuestra madre,

monseñor.-Cuando así me arrebataron mi nodriza

y mi ayo, y me separaron de ellos, debíamos

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ser, yo ó ellos, un gran peligro para mi enemi-go.

-Sí, un peligró de que se libró vuestroenemigo haciendo desaparecer al ayo y a lanodriza -respondió tranquilamente Aramis.

-¿Desaparecer? -dijo el preso-. ¿Y de quémodo desaparecieron?

-Del modo más seguro -respondió Ara-mis-; muriendo.

El joven palideció ligeramente, y pasósu mano trémula por el rostro. -¿Por medió delveneno? -preguntó.

-Por medio del veneno.El preso reflexionó un momento. -

Necesario es que mi enemigo sea bien cruel o sehaya visto muy apremiado por la necesidad,para que esos dos criados inocentes, mis únicosapoyos, hayan sido asesinados en el mismo día,pues, tanto mi ayo como mi buena nodriza nohabían hecho jamás mal a nadie.

-La necesidad es dura en vuestra casa, yes la que me precisa a deciros, con gran senti-

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miento mío, que aquel hidalgo y aquella nodri-za fueron asesinados.

-¡Oh! Nada nuevo me decís con eso -replicó el joven frunciendo el ceño.

-¿Cómo que no?-Ya lo sospechaba.-¿Por qué?-Os lo voy a decir.En aquel momento, el joven, apo-

yándose sobre sus codos, se ofreció a la vista deAramis con una expresión tal de dignidad, ab-negación, y hasta de desafío, que el obispo sin-tió la electricidad del entusiasmó subir en chis-pas abrasadoras de su corazón marchitó a sucráneo duro como el acero.

-Hablad, monseñor. Ya os he dicho queexpongo mi vida hablándoos. Por poco que mivida valga, os ruego que la admitáis como res-cate de la vuestra.

-Oíd, pues -repuso el joven-, los motivosque me hacían sospechar que habían sido ase-sinados mi nodriza y mi ayo...

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-A quien llamabais padre.-Sí, a quien llamaba padre; mas de quien

sabía de cierto que no era hijo.-¿Qué os hacía suponer eso? -Así como

vos sois demasiado respetuoso para un amigó,del mismo modo lo era él para un padre. -Yo --dijo Aramis- no tengo el menor designio dedisfrazarme. El joven movió la cabeza y con-tinuó.

-Sin duda, no estaba yo destinado a vi-vir encerrado eternamente -dijo el preso-, y loque me lo hace creer, ahora sobre todo, es elcuidado que se tomaban de hacer de mí un per-fecto caballero, en cuanto era posible. El gentil-hombre que estaba a mi cuidado me había en-señado todo cuanto él sabía: matemáticas, algode geometría y astronomía, esgrima y equi-tación. Todas las mañanas me ejercitaba en elmanejó de florete en una sala baja, y montaba acaballo en el jardín. Una mañana, y esto era enverano, porque hacía mucho calor, me quedédormido en dicha sala. Hasta entonces, nada

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me había infundido luz ni sospecha alguna, aexcepción del respeto de mi ayo. Vivía como losniños, como las aves, como las plantas, de airey de sol. Acababa de cumplir quince años.

-Entonces, ¿hace ocho años de eso?- Poco más ó menos; he perdido la me-

dida del tiempo.-Perdonad; mas, ¿qué os decía vuestro

ayo para estimularos al trabajo?-Me decía que un hombre debe procurar

formarse en la tierra la fortuna que Dios le negóal nacer; y añadía que, pobre huérfano obscuro,no podía contar sino conmigo propio, puestoque nadie se interesaba ni se interesaría nuncapor mi persona. Hallábame, pues, en aquellasala, fatigado de la lección de esgrima, y mequedé dormido. Mi ayo estaba en su cuarto, enel piso principal, exactamente encima de mí. Depronto oí un pequeño gritó lanzado por mi ayo.Luego llamó: "¡Perronnette! ¡Perronnette!" Lla-maba a mi nodriza.

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-Sí, lo sé -dijo Aramis-; continuad, mon-señor:

-Sin duda estaba ella en el jardín, por-que mi ayo bajó la escalera precipitadamente.Yo me levanté alarmado de verle tan agitado.Abrió la puerta que ponía en comunicación elzaguán con el jardín, sin cesar de gritar: "¡Pe-rronnette! ¡Perronnette!" Las ventanas de la salabaja daban al patio; los postigos estaban cerra-dos; pero por una rendija vi a mi ayo aproxi-marse a un anchó pozo, situado debajo casi delas ventanas de su despachó. Inclinóse sobre elbrocal, miró dentro del pozo, y lanzó un nuevogritó haciendo ademanes de espantó. Desdedónde yo permanecía podía, no sólo ver, sinooír. Así fue que vi y oí.

-Continuad, monseñor, os lo ruego -dijoAramis.

-Perronnette acudió a los gritos de miayo, y acercándose éste a ella, la cogió del bra-zo, y la arrastró con ansiedad hacia el brocal.Luego, inclinándose hacia el pozo, le dijo:

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"-¡Mirad, mirad, qué desgracia!-Vamos, serenaos, dijo Perronnette.

¿Qué pasa?-¡Esa carta!, gritaba mi ayo. ¡Veis esa

carta?"Y tendía la mano hacia el fondo del po-

zo."-¿Qué carta?, preguntó la nodriza-. ¡Esa

carta que veis ahí bajo es la última carta de lareina!" Al oír esta expresión me aterroricé. ¡Miayo, el que pasaba por mi padre, el que siempreme estaba encargando modestia y humildad, -en correspondencia con la reina!

-¿La última carta de la reina?, gritó Pe-rronnette, sin manifestar otra sorpresa que la dever aquella carta en el fondo del pozo. ¿Y cómoha caído ahí?

-¡Por un accidente casual, señora Pe-rronnette; una rara casualidad! Al abrir la puer-ta de mi despacho, estando la ventana abierta,se estableció una corriente de aire, vi volar demi mesa un papel, reconocí que era la carta de

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la reina, corrí hacia la ventana lanzando ungrito, el papel flotó un instante en el aire, y ca-yó por fin al pozo-. Bien, dijo Perronnette; si lacarta ha caído en el pozo, es como si se hubieraquemado; y puesto que la reina quema por símisma sus cartas cada vez que ella viene..."¡Cada vez que ella viene! De suerte que la mu-jer que venía todos los meses era .la reina -interrumpió el preso.

-Sí -respondió con la cabeza Aramis."-Sin duda, prosiguió el viejo gentil-

hombre; pero esa carta contenía instrucciones.¿Cómo haré para seguirlas?

-Escribid inmediatamente a la reina,referidle francamente lo que ha pasado, y lareina os escribirá una segunda carta en vez dela primera-.

-El caso es que la reina no querrá creersemejante accidente-dijo el buen hombre, mo-viendo lentamente la cabeza-, y quizá pienseque me he querido guardar esta carta en lugarde devolvérsela como las otras, a fin de procu-

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rarme un arma... Es tan desconfiada, y el señorMazarino tan... ¡Ese diablo de italiano es capazde hacernos envenenar a la menor sospecha!

Aramis sonrió con imperceptible movi-miento de cabeza.

-"¡Son ambos tan suspicaces, señora Pe-rronnette, respecto a Felipe!..." Felipe erael nombre que me daban, interrumpió el joven."Pues entonces no hay que dudar, dijo Perron-nette; hay que hacer que baje alguien al pozo-.Sí; ¿para que el que coja el papel lo lea al subir?-Busquemos en el pueblo uno que no sepa leer;así quedaréis tranquilo-. Y el que baje al pozo¿no adivinará la importancia de un papel por elcual se arriesga la vida de un hombre? No obs-tante, acabáis de sugerirme una idea, señoraPerronnette; quien baje al pozo seré yo." Pero,al escuchar esta proposición, la señora Perron-nette empezó a dar tales lamentos y a rogar contal ahínco a mi anciano ayo, que éste le prome-tió buscar una escalera bastante. grande parapoder bajar al pozo, mientras que ella iría a la

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casa de labranza a traerse un mozo decidido, aquien se le haría creer que había caído en elpozo una alhaja envuelta en un papel. Y comoun papel, añadió mi ayo, se desenvuelve en elagua, no extrañará encontrar sólo la carta abier-ta-. Tal vez esté ya enteramente borrada, dijoPerronnette-. Poco importa, con tal que reco-bremos la carta, pues entregándosela a la reina,verá que no le hemos hecho traición, y, porconsiguiente, no excitando la desconfianza deMazarino, nada tendremos que temer de él."Tomada esta resolución, se separaron los dos.Yo volví a ajustar el postigo, y, viendo que miayo se disponía a volver a ' entrar, me arrojé enlos almohadones con la cabeza atontada portodo o que acababa de oír. Mi ayo entreabrió lapuerta a los pocos momentos de habermeechado en los almohadones, y creyéndomeadormecido la volvió a cerrar suavemente.Apenas la cerró, me levanté, y poniéndome aescuchar, percibí el ruido de pasos que se aleja-ban. Entonces volví a mi ventana y vi salir a mi

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ayo con la nodriza. Estaba solo en la casa. Nobien acabaron de cerrar la puerta, cuando, sintomarme el trabajo de atravesar el zaguán, saltépor la ventana y corrí al pozo. Entonces, in-clinéme, como se había inclinado mi ayo, y vinadar en los círculos que formaba el agua ver-duzca una cosa blanca y luminosa. Aquel discobrillante me fascinaba y atraía, mantenía misojos fijos, la respiración embargada; el pozo measpiraba con su ancha boca y su helado hálito,y me parecía leer, en el fondo del agua, caracte-res de fuego trazados en el papel que habíatocado la reina. Entonces, sin saber lo que hacíay movido por uno de esos impulsos instintivosque le empujan a uno a las pendientes fatales,até el extremo de la cuerda al hierro de la ga-rrucha del pozo; dejé caer el cubo hasta el agua,a unos tres pies de profundidad, cuidando mu-cho de no poner en peligro el preciado papel,que principiaba a cambiar su color blancuzcoen un tinte verdoso, prueba de que iba su-mergiéndose, y luego, con las manos me dejé

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deslizar en el abismo. Cuando me vi suspensosobre aquel círculo de agua sombría, cuando vidisminuirse el cielo por encima de mi cabeza,se apoderó de mi el frío, acometiéndome el vér-tigo y se erizaron mis cabellos; pero mi volun-tad todo lo dominó, terror y malestar. Llegué alagua y sumergíme en ella, con una mano asidaa la cuerda, mientras que con la otra cogía elprecioso papel, que se partió en dos entre misdedos. Me -guardé los dos pedazos en, mi ropi-lla, y, apoyando los pies en las paredes del po-zo, fui subiendo ágil, y sobre todo apresurada-mente, hasta llegar al brocal, que inundé con elagua que chorreaba de la parte inferior de mitraje. Luego que me vi fuera del pozo con mipresa, eché a correr al sol, llegué a lo último deljardín, donde había una especie de bosquecillo.Allí era donde deseaba refugiarme. Apenasponía el pie en mi escondite, cuando oí la cam-pana que daba señal de abrirse la puerta deafuera. Era mi ayo que volvía. ¡Ya era hora!Calculé que aún me quedaban diez minutos

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antes de que pudiera alcanzarme, si, adivinan-do donde estaba, venía directamente a mí; vein-te minutos si se tomaba la molestia de buscar-me. Era el tiempo suficiente para leer aquellapreciosa carta, cuyos dos fragmentos me apre-suré a unir. Los caracteres principiaban ya aborrarse; pero, no obstante, llegué a descifrar lacarta.

-¿Y qué leísteis, monseñor? -preguntóAramis con vivo interés.

-Lo bastante para creer que el criado eraun gentilhombre, y que Perronnette, sin ser unadama de alta clase, era más que una criada. Porúltimo, me convencí de que mi nacimiento nodebía ser muy obscuro, cuando la reina de Aus-tria y el primer ministro me recomendaban tanencarecidamente.

El joven se detuvo todo emocionado.-¿Y qué sucedió? -preguntó Aramis.-Sucedió, señor -respondió el joven-, que

el obrero llamado por mi ayo no encontró nadaen el pozo, después de haberlo registrado en

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todos sentidos; que mi ayo advirtió que el bro-cal estaba todo mojado; que mis vestidos noestaban tan secos que la señora Perronnette noadvirtiese su humedad; y, finalmente, que meacometió una fuerte calentura, causada por elfrío del agua y la emoción de mi descubri-miento, calentura seguida de un delirio, duran-te el cual todo lo referí; de modo que mi ayo,guiado por mis propias revelaciones, halló bajola almohada los dos fragmentos de la carta es-crita por la reina.

-¡Ah! -exclamó Aramis-. Ahora com-prendo.

-De lo que sucedió después sólo he po-dido formar conjeturar. Sin duda, mi pobre ayoy la nodriza, no atreviéndose a guardar el se-creto de lo que había sucedido, se lo escribierontodo a la reina y le enviaron la carta desgarra-da.

-Después de lo cual -preguntó Aramis-fuisteis preso y conducido a la bastilla.

-Ya lo veis. .

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-Y luego desaparecieron ayo y nodriza.-¡Ay!-No nos ocupemos de los muertos -

repuso Aramis-, y veamos lo que se hace con elvivo. Me habéis dicho que estabais resignado, ysin cuidados por la libertad.

-Sí, ya os lo he dicho.-Sin ambición, sin deseos, sin pensa-

miento.El joven no contestó.-¿Nada decís? -preguntó Aramis.-Creo que he hablado ya bastante -

respondió el preso-, y que ahora os toca a vos.Estoy cansado.

-Voy a obedeceros -dijo Aramis.Aramis se recogió un momento inte-

riormente, y se pintó en su fisonomía una ex-presión de solemnidad profunda. Conocíaseque había llegado a la parte principal del papelque había ido a representar en la Bastilla.

-Una pregunta ante todo -dijo Aramis.-¿Cuál? Hablad.

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-En la casa en que vivíais no había espe-jos de ninguna clase, ¿no es cierto?

-¿Qué significa esa palabra? -preguntóel joven-. Me es desconocida.

-Se entiende por espejo cierto utensilioque refleja los objetos, y permite, por ejemplo,que uno vea su propio semblante en un vidriopreparado, como podéis ver el mío a simplevista.

-No, no había espejos -respondió el pre-so.

Aramis miró en torno suyo.-Tampoco los hay aquí -dijo-; iguales

precauciones se han tomado aquí que allá.-¿Y con qué fin?-Pronto lo sabréis. Ahora, perdonadme;

me dijisteis que os habían enseñado matemáti-cas, astronomía, esgrima y equitación, y nadame habéis dicho de historia.

-Algunas veces mi ayo me solía referirlas hazañas del rey San Luis, de Francisco I y deEnrique IV.

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-¿Y nada más?-Nada.-Veo también en esto una idea calcula-

da; así como apartaron de vuestro lado los es-pejos, que reflejan el presente, así también oshan dejado ignorar la historia, que refleja elpasado. Desde que estáis preso no os han per-mitido tener libros, de suerte que os son desco-nocidos muchos hechos, con cuya ayuda podrí-ais reconstruir el edificio arruinado de vuestrosrecuerdos y de vuestros intereses.

-Así es -dijo el joven. -Pues voy a deci-ros, en algunas palabras, lo que ha pasado enFrancia de veintitrés a veinticuatro años a estaparte, es decir, desde la fecha probable de vues-tro nacimiento, o sea, desde el momento en quepuede tener interés para vos.

-Decid.Y el joven volvió a tomar su actitud se-

ria y meditabunda.-¿Sabéis quién fue el hijo de Enrique IV?-Sé, por l menos, quién fue su sucesor.

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-¿Y de qué modo lo habéis sabido?-Por una moneda del año 1610 que tenía

el busto de Enrique IV, y por otra de 1612 quetenía el de Luis XIII. Supongo, puesto que entrelas dos monedas no mediaba más que el espa-cio de dos años, que Luis XIII debió ser el suce-sor de Enrique IV.

-Entonces -preguntó Aramis-, ¿sabéisque el último rey reinante fue Luis XIII?

-Lo sé -dijo el joven ruborizándose lige-ramente.

-Pues bien, ese fue un príncipe de exce-lentes ideas y de grandes proyectos, aplazadossiempre por la desgracia de los tiempos y porlas luchas que tuvo que sostener contra losmagnates de Francia su ministro Richelieu. El,personalmente (hablo de Luis XIII), era de ca-rácter débil, y murió joven todavía y tristemen-te.

-Lo sé.-Habíase ocupado largo tiempo del cui-

dado de su posteridad, cuidado doloroso para

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los príncipes que necesitan dejar sobre la tierraalgo más que un recuerdo, a fin de que su pen-samiento sea seguido y continuada su obra.

-¿Murió Luis XIII sin hijos? -preguntósonriendo el preso. -No; pero estuvo privadopor largo tiempo de la dicha de tenerlos, y pormucho tiempo estuvo creído de que su vida seextinguiría sin sucesión. Habíale reducido estaidea a una desesperación extremada, cuandoun día su esposa, Ana de Austria.. .

El preso se estremeció visible-mente.

-Sabíais -prosiguió Aramis que la esposade Luis XIII se llamase Ana de Austria?

-Continuad -dijo el joven sin responder.-Cuando un día -continuó Aramis- la

reina Ana de Austria anunció hallarse encinta.Grande fue la alegría que produjo esta noticia,y todos hicieron voto por que la reina tuvieseun feliz alumbramiento. Finalmente, el 15 deseptiembre de 1638 dio a luz un varón.

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Aquí Aramis miró a su interlocutor, ycreyó notar que se ponía pálido.

-Vais a oír ahora un relato que muy po-cos se hallan en estado de poder referir actual-mente, pues ese suceso es un secreto que se creemuerto con los muertos o sepultado en el abis-mo de la confesión.

-¿Y vais a revelarme ese secreto? -preguntó el joven.

-¡Oh! -dijo Aramis con un tono en queno había lugar a equivocarse-; no creo aventu-rar ese secreto confiándolo a un preso que nodesea salir de la Bastilla.

-Escucho, señor.-La reina dio a luz un varón; pero cuan-

do toda la Corte se hallaba entregada a la másloca alegría, y el rey mostraba el recién nacido asu pueblo y a su nobleza; cuando se sentaba ala mesa para festejar tan fausto acontecimiento,la reina, que había quedado sola en su cuarto,sintió por segunda vez los dolores del parto, ydio a luz otro hijo.

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-¡Oh! -exclamó el preso revelando unainstrucción mayor que la que aparentaba-. Yocreía que Monsieur no había nacido sino en...Aramis levantó el dedo.

-Permitidme continuar -dijo.El preso exhaló un suspiro de impacien-

cia, y esperó.-Sí -dijo Aramis-; la reina tuvo otro hijo,

que tomó en brazos la matrona Perronnette. --¡Perronnette! -murmuró el joven.-Fueron inmediatamente al salón donde

estaba el Rey comiendo, y le anunciaron por lobajo lo que pasaba. Levantóse de la mesa, yacudió presuroso; pero esta vez no era alegríalo que expresaba su semblante, sino un senti-miento que se asemejaba al terror. Dos hijos,gemelos cambiaban en amargura la alegría quele causara el nacimiento de uno solo, en aten-ción a que... (y lo que voy a manifestaros loignoraréis seguramente) en Franciael primogénito de los hijos es el que reina des-pués del padre.

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-Lo sé.-Y los médicos y los letrados dicen que

hay lugar a duda en si el hijo que sale primerodel seno materno es el primogénito por la leyde Dios y de la Naturaleza.

El preso lanzó un grito sofocado, y sepuso más blanco que la sábana bajo la cual setapaba.

-Ahora comprenderéis -continuó Ara-mis- que el rey, que con tanto júbilo se habíavisto perpetuar con un heredero, se sintieseposeído de la mayor desesperación al pensarque tenía dos, y que tal vez el que acababa denacer, y era desconocido, disputaría el derechode primogenitura al otro que había nacido doshoras antes, y que dos horas antes fue recono-cido. Este segundo hijo, escudándose con losintereses o los caprichos de un partido, podíacausar algún día la discordia y la guerra en elreino, destruyendo por ese mismo hecho ladinastía que hubiera debido consolidar.

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-¡Oh! ¡Comprendo, comprendo! -exclamó el joven.

-Pues bien -continuó Aramis-; ahí tenéislo que se cuenta, lo que asegura; ahí tenéis lacausa por qué uno de los dos hijos de Ana deAustria fue indignamente separado de su her-mano, indignamente secuestrado y reducido ala obscuridad más profunda; ahí tenéis la razónpor qué ese segundo hijo ha desaparecido, y detal modo, que nadie en Francia sabe hoy queexiste, a excepción de su madre.

-¡Sí, su madre, que le ha abandonado! -murmuró el preso con la expresión de la deses-peración.

-A excepción -continuó Aramis- de esadama de traje negro y cinta color de fuego, y aexcepción, por último...

-¿De vos, no es cierto? Vos, que venís acontarme todo eso; vos, que venís a despertaren mi espíritu la curiosidad, el odio, la ambi-ción, y quizá también la sed de venganza; aexcepción de vos, señor, que si sois el hombre

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que espero, el hombre que me promete el bille-te, el hombre en fin, que el Cielo debe enviar-me, debéis traerme...

-¿Qué? -preguntó Aramis.-Un retrato de Luis XIV, que reina ac-

tualmente sobre el trono de Francia.-Aquí está el retrato -replicó el obispo,

presentado al preso un esmalte perfectamentetrabajado, en que aparecía Luis XIV, orgulloso,gallardo, vivo, por decirlo así.

El preso cogió ávidamente el retrato, yfijó en él sus ojos, como si quisiera devorarlo.

-Y ahora, monseñor -dijo Aramis-, aquítenéis un espejo. Aramis dejó al preso el tiemponecesario para poder coordinar sus ideas.

-¡Tan alto, tan alto! -exclamó el joven,devorando con la vista el retrato de Luis XIV, ysu propia imagen reflejada en el espejo.

-¿Qué pensáis? -dijo entonces Aramis.-Pienso que estoy perdido -contestó el

cautivo-, y que el rey no me perdonará nunca.

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-Y yo -replicó el obispo fijando en elpreso una mirada brillante y expresiva- mepregunto cuál de los dos es el rey; si el que re-presenta este retrato o el que refleja este espejo.

-El rey, señor, es el que se halla en eltrono -replicó tristemente el joven-; el que noestá preso; el que, por el contrario, hace ponerpresos a los demás. La dignidad real el poder, yya veis que yo no tengo sombra de él.

-Monseñor -repuso Aramis con un res-peto que hasta entonces no había manifestado-,el rey, tenedlo presente, será, si queréis, el que,saliendo de 'la cárcel, sepa sostenerse en el tro-no en que le pusieran sus amigos.

-Señor, no me tentéis -dijo el preso conamargura.

-Monseñor, no os desaniméis -insistióAramis con vigor-. He traído todas las pruebasde vuestro nacimiento; examinadlas; conven-ceos de que sois hijo de un rey, y después,obremos.

-No, no, imposible.

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-A menos -añadió irónicamente el obis-po-, que sea destino de vuestra raza que loshermanos excluidos. del trono, sean todos prín-cipes sin valor y sin honor, como MonsieurGastón de Orleáns, vuestro tío, que conspirópor diez veces contra su hermano el rey LuisXIII.

-¿Conspiró contra su hermano mi tíoGascón de Orleáns? -murmuró asustado elpríncipe-. ¿Conspiró para destronarle?

-Sí, monseñor, no con otro objeto.-¿Qué decís, señor?-La verdad.-¿Y tuvo amigos... leales?-Como yo para vos.-¿Y qué hizo? ¿Fracasó?-Sí, pero siempre por su culpa, y por

rescatar, no su vida, porque la vida del herma-no del rey es sagrada, inviolable, sino su liber-tad, sacrificó la vida de todos sus amigos, unostras otros. Por eso es hoy día el baldón de la

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historia y la execración de cien familias ilustresde este reino.

-Lo comprendo, señor -dijo el príncipe-;¿y mi tío mató a sus amigos por debilidad o portraición?

-Por debilidad, lo que siempre es unatraición en los príncipes.

-¿No se puede también fracasar por ig-norancia o por incapacidad? ¿Creéis que seaposible a un desgraciado cautivo como yo, cria-do no sólo lejos de la Corte, sino del mundo;creéis, repito, que le sea posible ayudar a losamigos que intentasen servirle?

Y como Aramis fuese a contestar, ex-clamó súbitamente el jovencon una vehemencia que revelaba la fuerza dela sangre:

-¡Y hablemos de amigos!... ¿Qué amigospuedo yo tener cuando apenas soy conocido yno tengo para procurármelos libertad, dinero nipoder?

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-Me parece que he tenido el honor deponerme al servicio de Vuestra Alteza Real.

-¡Ay! No me llaméis así, señor; eso es unescarnio o una barbarie. No me hagáis pensaren otra cosa que en las paredes de la cárcel queme rodea; dejadme amar aún, o, por lo menos,sufrir mi esclavitud y mi obscuridad.

-¡Monseñor! ¡Monseñor! Si me repetísotra vez esas palabras desconsoladoras; si des-pués de haber adquirido la prueba de vuestronacimiento, continuáis pobre de espíritu, dealiento y de voluntad, aceptaré vuestro deseo,desapareceré, y renunciaré a servir a ese amo aquien con tanto ardor venía a ofrecer mi vida ymis servicios.

-Señor -replicó el príncipe-, antes dedecirme lo que me habéis dicho-, ¿no habríaishecho mejor en reflexionar que me habéis des-trozado el corazón para siempre?

-¿Y os parece que es eso lo que he que-rido, monseñor? -Para hablarme de grandeza,de poder y hasta de realeza, ¿habéis debido

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elegir una prisión? Deseáis hacerme creer en elesplendor, y nos ocultamos en las sombras dela noche; me habláis de gloria, y sofocamosnuestras palabras bajo las cortinas de este ca-mastro; me hacéis entrever un poder grandioso,y oigo las pisadas del carcelero en ese corredor,esas pisadas que os hacen temblar más que amí. Para hacerme algo menos incrédulo, sa-cadme de la Bastilla; dad aire a mis pulmones,espuelas a mis pies, acero a mi brazo, y princi-piaremos a entendemos.

-No es otra mi intención que daros eso,y más que eso todavía,monseñor. Lo que me falta saber es si lo que-réis.

-Escuchadme aún, caballero -interrumpió el preso-. Sé que hay guardias encada galería, cerrojos en cada puerta, cañones ysoldados en cada barrera. ¿Con qué habéis devencer a los soldados y enclavar los cañones?¿Con qué habéis de romper los cerrojos y lasbarreras?

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-Monseñor, ¿cómo ha llegado a vuestrasmanos ese billete que habéis leído y que osanunciaba mi venida?

-Para un billete, basta sobornar a uncarcelero.

-Pues si se soborna a un carcelero, sepuede sobornar a diez.

-Pues bien, concedido que sea posiblesacar a un pobre cautivo de la Bastilla; que se lepueda ocultar bastante bien para que los ser-vidores del reino no le cojan; que se le puedasostener dignamente en un asilo ignorado...

-¡Monseñor! -exclamó Aramis sonrien-do.

-Admito que el que hiciese eso por mí,sería ya más que un hombre; pero, ya que decísque soy príncipe, hermano de un rey, ¿cómorestituirme la jerarquía y la fuerza que mi ma-dre y mi hermano me han arrebatado? Su-puesto que tengo que pasar una vida de luchasy de odios, ¿cómo hacerme vencedor en esoscombates e invulnerable para mis enemigos?

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¡Ah, señor! Reflexionadlo bien; arrojadme ma-ñana en una horrible caverna, en el fondo dealguna montaña; procuradme el placer de oíren libertad los murmullos del río y dé la llanu-ra, y de ver el sol despejado, o el cielo nebuloso,y eso me basta. No me prometáis más, pues, enverdad, no podéis darme más, y sería un cri-men engañarme, cuando os decís amigo mío.

Aramis continuó escuchando en silen-cio.

-Monseñor -replicó después de reflexio-nar un momento-, admiro el juicio tan recto ytan firme que dicta vuestras palabras. Me felici-to de haber adivinado a mi rey.

-¡Todavía, todavía!... ¡Oh, por caridad! -exclamó el príncipe, comprimiendo con susmanos heladas su frente bañada en sudor ardo-roso-. No abuséis de m¡ situación; no necesitoser rey, caballero, para tenerme por el hombremás feliz del mundo.

-Y yo, monseñor, necesito que seáis reypara bien de la humanidad.

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-¡Ah! -exclamó el preso con una nuevadesconfianza, inspirada por esta pasión-. ¡Ah!¿Pues de qué tiene la humanidad que recon-venir a mi hermano?

-Olvidaba deciros, monseñor, que si osdignáis dejaros guiar por mí, y consentís en serel príncipe más poderoso de la tierra, serviréislos intereses de todos los amigos que se hallancomprometidos en el triunfo de vuestra causa,y esos amigos son numerosos.

-¿Numerosos?-Y no tanto como poderosos, monseñor.-Explicaos.-¡Imposible! Me explicaré, y lo juro ante

Dios que me oye, el día en que os vea sentadoen el trono de Francia.

-Pero, ¿y mi hermano?-Dispondréis de su suerte como mejor

os parezca. ¿Es que lo compadecéis?-¿Después que me deja morir en ú cala-

bozo? No; no le compadezco.-¡Enhorabuena!

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-Ve si no podía venir él a esta cárcel,cogerme la mano y decirme:"Hermano mío. Dios nos ha criado para ama-mos, no para combatirnos. Vengo a vuestrolado. Un prejuicio salvaje os condenaba a morirobscuramente lejos de todos los hombres, pri-vado de todos los goces. Deseo haceros sentar ami lado, ceñiros la espada de nuestro padre?¿Os serviríais de esta confianza para volverlaen contra mía? ¿Os serviríais de esa espadapara derramar mi sangre? ¡Oh, no!, le habría yocontestado; os miro como a mi salvador, y osrespetaré como a mi amo. Me dais más de loque Dios me ha dado, porque por vos tengo lalibertad, y el derecho de amar y ser amado eneste mundo".

-¿Y habríais cumplido vuestra palabra,monseñor?

-¡Oh! Aun a costa de mi vida.-Mientras que ahora...-Ahora, tengo culpables a quien casti-

gar...

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-¿De qué modo, monseñor?-¿Qué decís de esta semejanza con mi

hermano que Dios me ha dado?-Digo que existe en esa semejanza un

aviso providencial que el rey no ha debido des-preciar; digo que vuestra madre ha cometidoun crimen haciendo diferentes en dicha y enfortuna a los que la Naturaleza había hecho tansemejantes en su seno, y deduzco que el castigono debe ser otra cosa que el restablecimientodel equilibrio.

-Lo cual quiere decir...-Que si llego a haceros ocupar vuestro

lugar en el trono de vuestro hermano, vuestrohermano vendrá a ocupar vuestro lugar en estaprisión.

-¡Ay! Mucho se sufre en una prisión,sobre todo cuando ha llegado a beberse larga-mente en la copa de la vida.

-Vuestra Alteza Real podrá hacer lo quele plazca, y perdonará, si lo tiene a bien, des-pués de castigar.

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-Bien. Y ahora, ¿sabéis una cosa, señor?-Decid, mi príncipe.-Que no escucharé nada de vos sino

fuera de la Bastilla.-Iba a decir a Vuestra Alteza Real que

no tendré el honor de verle aquí más que unavez.

-¿Cuándo?-El día en que mi príncipe salga de estas

negras paredes.-¡Dios os oiga! ¿Cómo me avisaréis?-Viniendo aquí a buscaros.-¿Vos mismo?-Mi príncipe, no abandonéis este apo-

sento sino en mi compañía, o, si os violentan enmi ausencia, tened presente que no será de miparte.

-¿De suerte que no he de decir una pa-labra a nadie sino a vos?

-Sino a mí.Aramis se inclinó profundamente. El

príncipe le tendió la mano.

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-Señor -dijo con un acento que partía elcorazón-, tengo que deciros todavía una pala-bra. Si os habéis dirigido a mí para perderme; sino sois más que un instrumento en manos demis enemigos; si de nuestra conferencia, en quehabéis sondeado mi alma, me resultase algopeor que el cautiverio, esto es, la muerte, detodos modos bendito seáis, porque habréisterminado mis penas y hecho suceder la calmaa los crueles suplicios que estoy padeciendohace ocho años.

-Monseñor, aguardad para juzgarme -dijo Aramis.

-He dicho que os bendecía, que os per-donaba. ¡Si, por el contrario, habéis venido paradevolverme el puesto que Dios me había desti-nado bajo el sol de la fortuna y de la gloria; si,en virtud de vuestra ayuda, puedo vivir en lamemoria de los hombres, y hacer honor a miestirpe con algunos hechos ilustres, o algunosservicios prestados a mis pueblos; si, de la ab-yección en que estoy- sumido, me elevo a la

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cúspide de los honores, sostenido por vuestramano generosa, en ese caso, vos, a quien ben-digo y a quien doy las gracias con todo mi co-razón, tendréis la mitad de mi poder y de migloria! Y aun así quedaréis mal recompensado,pues nunca podré llegar a dividir con vos lafelicidad que me habréis proporcionado.

-Monseñor -dijo Aramis, conmovido porla palidez y efusión del joven-, la nobleza devuestro corazón me llena de gozo y me penetrade admiración. No seréis vos quien tenga quedarme las gracias, sino el pueblo, a quien haréisfeliz; vuestros descendientes, a quienes haréisilustres. Sí; yo os habré dado más que la vida,puesto que os daré la inmortalidad.

El joven tendió la mano a Aramis; éste labesó de rodillas. -¡Oh! -exclamó el príncipe conmodestia encantadora.

-Es el primer homenaje tributado anuestro futuro monarca -dijo Aramis-. Cuandoos vuelva a ver, diré: "¡Buenos días, Majestad!"

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-¡Hasta entonces -murmuró el joven,apoyando sus dedos blancos y afilados sobre sucorazón-, no más sueños, no más choques a mivida, porque se rompería! ¡Oh, señor, cuán pe-queña es mi prisión, cuán baja esta ventana!¡Qué estrechas son estas puertas! ¿Cómo hapodido entrar por ellas, y caber aquí tanto or-gullo, tanto esplendor y tanta felicidad?

-Vuestra Alteza Real me colma de orgu-llo -dijo Aramis-, puesto que me da a entenderque yo he traído todo eso.

Luego golpeó la puerta.El carcelero vino a abrir con Bai-

semeaux, el cual, devorado de inquietud y detemor, principiaba a aplicar el oído, a pesarsuyo, a la puerta del encierro.

Por fortuna, ninguno de los in-terlocutores había olvidado expresarse en vozbaja, aun en los violentos impulsos de la pa-sión.

-¡Qué confesión! -exclamó el alcaideprocurando sonreír-. ¿Quién hubiera creído

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nunca que un preso, un hombre casi muertocometiese pecados tan largos y numerosos.

Aramis calló. Lo que deseaba era salirde la Bastilla, donde el secreto que le abrumabaduplicaba el peso de las paredes.

Luego que llegaron a la habitación deBaisemeaux:

-Hablemos de negocios, mi estimadoalcaide -dijo Aramis.

-¡Ay! -suspiró Baisemeaux.-Teníais que pedirme el recibo por cien-

to cincuenta mil libras -dijo el obispo.-Y entregaros el primer tercio de la su-

ma -añadió suspirando el pobre alcaide, quedio tres pasos hacia su caja de hierro.

-Aquí tenéis vuestro recibo - dijo Ara-mis.

-Y aquí el dinero -replicó con un triplesuspiro Baisemeaux.

-La Orden me ha encargado tan sólo queos dé un recibo de cincuenta mil libras -dijo

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Aramis-; pero nada se me ha dicho de recibirdinero. Adiós, señor alcaide.

Y partió, dejando a Baisemeaux confun-dido de sorpresa y de alegría en presencia deaquel regio presente, hecho con tanta grandezapor el confesor extraordinario de la Bastilla.

LXXVCÓMO MOSQUETÓN HABÍA EN-GORDADO SIN PREVENIR DE ELLO APORTHOS, Y DE LOS DISGUSTOS QUEESO PROPORCIONABA AL DIGNO GEN-TILHOMBRE

Desde que Athos marchó a Blois, pocasveces se habían encontrado untos Porthos yArtagnan. El uno había hecho un servicio peno-so cerca del rey; el otro había hecho muchasadquisiciones de muebles que pensaba llevar asus tierras, y con los cuales trataba de estable-cer en sus diversas residencias algo del lujo

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cortesano, cuyo brillo deslumbrador había en-trevisto alrededor de Su Majestad.

Artagnan, siempre fiel, una mañana enque el servicio le dejaba alguna libertad, pensóen Porthos, e inquieto por no habar oído hablarde él hacía más de quince días, encaminóse acasa del barón, a quien encontró a tiempo delevantarse de la cama.

El digno barón parecía pensativo, y masque pensativo, melancólico. Estaba sentadosobre su lecho, casi desnudo, las piernas col-gando, contemplando un sinnúmero de trajesque matizaban el suelo con sus franjas, galones,bordados y contrastes inarmónicos de colores.

Porthos, triste y pensativo, como la lie-bre de La Fontaine, no vio entrar a Artagnan, aquien, por otra parte, ocultaba en aquel mo-mento Moustón, cuya corpulencia personal,muy insuficiente siempre para ocultar un hom-bre a otro, se hallaba en aquel momento aérea-mente duplicada con la interposición de untraje escarlata, que el intendente mostraba a su

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amo, teniéndolo cogido por las mangas, paraque pudiera aquél verlo mejor.

Artagnan se detuvo pensativo en el um-bral, y luego, viendo que el espectáculo deaquellos innumerables trajes que sembraban elsuelo, arrancaba hondos suspiros del pecho deldigno caballero, creyó que era ya hora de apar-tarle de tan penosa contemplación, y tosió paraanunciarse.

-¡Ah! -exclamó Porthos, cuyo rostro seiluminó súbitamente de alegría- ¡Aquí está Ar-tagnan! ¡Por fin tendré una idea!

A estas palabras, Moustón, que sospe-chó lo que pasaba a su espalda, se hizo a unlado, sonriendo con ternura al amigo de suamo, y éste se halló así desembarazado del obs-táculo material que le impedía acercarse a Ar-tagnan.

Porthos hizo crujir sus rodillas al poner-se en pie, y, atravesando el cuarto en dos zan-cadas, se halló frente a Artagnan, a quien estre-chó

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contra su pecho con una efusión que parecíaadquirir nueva fuerza cada día que pasaba.

-¡Oh! -repitió-. Siempre sois muy bienvenido, querido amigo; pero, hoy más quenunca.

-Vamos, ¿reina la tristeza en vuestracasa? -preguntó Artagnan. Porthos respondiócon una mirada que expresaba abatimiento.

-Pues bien, contadme lo que os pasa,amigo Porthos, a menos que no sea un secreto.

-Ya sabéis, amigo mío -dijo Porthos-,que no tengo secretos para vos. Voy, por lotanto, a deciros lo que me apena.

-Aguardad, Porthos, a que me desemba-race antes de toda esta baraúnda de paños, ra-sos y terciopelos.

-¡Oh! Pasad por encima sin temor -dijoPorthos lastimeramente-. Todo eso son dese-chos.

-¡Pardiez con los desechos, Porthos!¡Paño de veinte libras la vara! ¡Raso magnífico!¡Terciopelo regio!

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-Conque esos trajes os parecen...-¡Espléndidos, Porthos, espléndidos!

Apuesto a que sois el único en Francia que tie-ne tantos, y que, aun cuando no os mandaseishacer ninguno más y vivieseis cien años, cosaque no me extrañaría, podíais llevar un vestidonuevo el día de vuestra muerte, sin tener quever con sastre alguno desde ahora hasta enton-ces.

Porthos meneó la cabeza.-Vamos, amigo mío -dijo Artagnan-, esa

melancolía, que no es propia de vuestro carác-ter, me asusta. Mi querido Porthos, salgamosde aquí, y cuanto antes mejor.

-Sí, salgamos, con tal que sea posible.-¿Habéis recibido, por ventura, malas

nuevas de Bracieux, amigo mío?-No, se ha hecho la corta' de los montes,

y han dado una tercera parte más del productocalculado.

-¿Ha desaparecido quizá la pesca de losestanques de Pierrefonds?

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-No, amigo mío, se ha hecho la pesca,con el producto de la venta ha habido paraapestar de pescado todos los estanques de lascercanías.

-¿Se ha hundido, acaso, Vallon a impul-sos de algún terremoto?

-No, amigo, al contrario; ha caído unrayo a cien pasos del palacio, haciendo brotarun manantial en un sitio que carecía de agua.

-Entonces, ¿qué pasa?-Sucede que he recibido una invitación

para las fiestas de Vaux -contestó Porthos, conlúgubre aspecto.

-¡Y os quejáis por eso! ¿Sabéis que el reyha dado causa a más de cien disensiones en losmatrimonios de la Corte, por haber rehusadoinvitaciones? ¿Conque sois de la partida deVaux? ¡Vaya, vaya, vaya!

-¡Ay, sí, Dios mío!-Vais a disfrutar de un golpe de vista

magnífico, amigo mío.-Así lo creo.

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-Todo lo mejor de Francia va a reunirseallí.

-¡Ah! -exclamó Porthos arrancándosedesesperado un mechón de pelo.

-¿Pero qué es eso?... ¿Estáis malo, amigomío?

-¡Estoy más fuerte que el Puente Nuevo,vientre de Mahón! No es eso lo que me angus-tia -¿Pues qué?

-Que no tengo vestido Artagnan quedópetrificado.

-¿Que no tenéis vestido, Porthos? -exclamó-. ¿Pues y esos cincuenta que se hallanrodando por el suelo?

-¡Cincuenta, sí y ni uno solo que mesiente bien!

-¿Cómo que ninguno os sienta bien?¿Pues no os toman medida para vestiros?

-Sí -contestó Moustón-; pero desgracia-damente he engordado más de lo regular.

-¡Cómo! ¿Habéis engordado?

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-Tanto, que me he puesto mucho másgrueso que el barón. ¿Podríais creerlo, señor?

-¡Pardiez, a la vista está!-¿Lo ves imbécil, como está a la vista?-Pero, en último resultado, mi querido

Porthos -replicó Artagnan un tanto impaciente-, no comprendo que vuestros vestidos no osvengan porque Moustón ha engordado.

-Voy a explicároslo, amigo mío -dijoPorthos-. Sin duda, recordaréis haberme oídocontar la historia de un general romano, Anto-nio, que tenía siempre siete jabalíes compuestosy aderezados en distintos puntos, para que pu-dieran servir de comer a cualquier hora que sele antojase. Pues bien, como de un momento aotro podía ser llamado a la Corte y tener quepasar en ella una semana, decidí que me tu-viesen dispuestos siempre siete trajes para estaocasión.

-Muy bien pensado, Porthos. No haymas sino que se necesita una fortuna como lavuestra para satisfacer semejantes caprichos, y

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eso sin contar el tiempo que se pierde en tomarmedidas. ¡Las modas cambian tan a menudo!

-De eso precisamente me lisonjeaba, dehaber hallado un expediente ingenioso.

-Veamos cuál, porque yo jamás he du-dado de vuestro ingenio.

-¿No recordáis que Moustón estaba fla-co?

-Sí, en aquel tiempo en que se llamabaMosquetón.

-¿Y recordáis cuándo comenzó a engor-dar?

-No me acuerdo a punto fijo; perdonad,querido Moustón.

-¡Oh! No incurrís por eso en falta -dijoMoustón con aire amable-. Fue cuando estabaisen París, y nosotros vivíamos en Pierrefonds.

-Sea cuando fuese, amigo Porthos, elloes que hubo un momento en que Moustón em-pezó a engordar... ¿No es eso lo que me que-ríais decir?

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-Justamente, y es época de muy gratosrecuerdos para mí.

-¡Lo creo! -repuso Artagnan.-Ya comprenderéis -continuó Porthos- el

trabajo que eso me evitaba.-No lo comprendo todavía, querido

amigo; pero a fuerza de explicármelo ...-Oíd. En primer lugar, como habéis di-

cho, es una pérdida de tiempo el que se empleaen tomar a uno medida, aún cuando sólo seacada quince días. Además, puede uno estar deviaje, y cuando quiere tener dispuestos siempresiete trajes... En una palabra, amigo mío, tengouna gran repugnancia a que me tomen medida.O es uno noble o no, ¡qué diantre! Eso de dejar-se palpar y medir por un bergante que le anali-za a uno por pies, pulgadas y líneas, es cosahumillante. Esas gentes os encuentran faltos deun lado, prominentes de otro, y conocen perfec-tamente vuestro fuerte y vuestro flaco. Mirad,cuando sale uno de manos de un sastre, seasemeja a esas plazas fuertes, de las que un

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espía ha logrado tomar los ángulos y la espesu-ra de las murallas.

-¡Verdaderamente, querido Porthos,tenéis ideas enteramente propias!

-Ya veis, cuando uno es ingeniero...-Y ha fortificado a Belle-Isle... Tenéis

razón, amigo mío.-Me ocurrió, pues, una idea, y sin duda

habría sido buena, a no ser por el descuido delseñor Moustón.

Artagnan lanzó una mirada a Moustón,el cual contestó a ella con un ligero movimientode cuerpo, que quería decir: "Ahora veréis si entodo eso tengo yo la menor culpa.„

-Complacíame -prosiguió Porthos- enver engordar a Moustón, y me apliqué con to-das mis fuerzas a hacerle adquirir gordura conayuda de un alimento substancioso, confiandosiempre que llegaría a igualarme en circunfe-rencia, y podría entonces medirse en lugar mío.

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-¡Ah! ¡Cuerno de buey! -exclamó Artag-nan-. Ahora comprendo. Eso os evita a la vez lapérdida de tiempo y de humillación.

-¡Exactamente! Juzgad, pues, de mi ale-gría, cuando, después de año y medio de unalimento bien combinado, porque yo en perso-na me tomaba el trabajo de alimentarle...

-¡Oh! Y no he contribuido poco tambiénpor mi parte, señor -dijo sencillamente Mous-tón.

-En efecto, juzgad, pues, de mi alegríacuando advertí una mañana que Moustón teníaque ladearse lo mismo que yo, para pasar por lapuerta secreta que esos demonios de arquitec-tos abrieron en el cuarto de la difunta madameDu-Vallon, en el palacio de Pierrefonds. Y aho-ra que hablo de esa puerta, amigo mío, permi-tidme que os pregunte, a vos, que nada igno-ráis, por qué esos zopencos de arquitectos, quepor su profesión deben llevar el compás en losojos, tienen el capricho de construir puertas porlas que no caben más que personas delgadas.

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-Esas puertas -contestó Artagnan- estándestinadas para los galanes, y por lo regular ungalán es siempre delgado y esbelto de cuerpo.

-La señora Du-Vallon no tenía ningúngalán -replicó Porthos con majestad.

-Enhorabuena, amigo mío -objetó Ar-tagnan-; pero los arquitectos tendrían en cuentala eventualidad de que os volvierais a casar.

-¡Ah! Bien puede ser –dijo Porthos-. Y yaque me habéis explicado el porqué de las puer-tas estrechas, volvamos a la gordura de Mous-tón. Notad de paso, amigo mío, cómo los ex-tremos se tocan; siempre he advertido que lasideas vienen al fin a ponerse de acuerdo. Apropósito de esto, Artagnan, advertid un curio-so fenómeno. os hablaba de Moustón, que eragrueso, y hemos ido a parar a la señora Du-Vallon.

-Que era flaca.-¡Hum! ¿No es eso un prodigio?-Querido, un sabio amigo mío, llamado

señor Costar, ha hecho la misma observación

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que vos, y da a eso un nombre griego, del queahora no me acuerdo.

-¡Ah! ¿No es nueva mi observación? -exclamó Porthos asombrado-. ¡Y yo que creíahaberla inventado!

-Amigo mío, ese era ya un hecho cono-cido antes de Aristóteles; es decir, hace cerca dedos mil años.

-Pues bien, no por eso es menos exacto -replicó Porthos encantado de ver apoyada suobservación por los sabios de la antigüedad.

-¡Perfectamente! Pero volvamos a Mous-tón, a quien creo que dejamos engordando aojos vistas.

-En efecto -dijo Porthos-. Moustón en-gordo de t suerte, que dejó cumplidos todosmis deseos, llegando a tener misma medida, delo cual pude convencerme cierto día que vi so-bre el cuerpo de ese pillo un vestido que sehabía hecho con uno de mis trajes; un traje, enque sólo el bordado costaba cien doblones.

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-Era para probarlo, señor -respondióMoustón.

-Desde entonces -replicó Porthos- decidíque Moustón se pusiese en comunicación conmis sastres para que le tomasen medida en milugar.

-Muy bien pensado, Porthos; peroMoustón es pie y medio más bajo que vos.

-Justamente; así es que se le tomaba :amedida hasta el suelo, y la extremidad de lacasaca llegábame encima de la rodilla.

-¡Qué suerte tenéis, Porthos! ¡Sólo a vosos suceden cosas semejantes

-¡Sí! ¡Podéis darme la enhorabuena porello! Precisamente fue por esa época, esto es,hace unos dos años y medio, cuando marché aBelle-Isle, dejando encargado a Moustón, paratener siempre y en caso de necesidad unamuestra de las modas, que se mandase hacerun traje todos los meses.

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-Y Moustón se habrá descuidado encumplir vuestro encargo. ¡Oh, demasiada ne-gligencia es ésa, Moustón !

-Al contrario, señor, al contrario.-No, no olvidó hacerse los trajes; pera

olvidó avisarme que engordaba.-¡Pardiez! No ha sido mía la culpa, se-

ñor; vuestro sastre no me ha dicho nada.-De modo -continuó Porthos- que el

gran tuno ha adquirido en dos años dieciochopulgadas de circunferencia mas, y mis doceúltimos trajes son todos demasiado anchosprogresivamente, de pie a pie y medio.

-Pero, ¿y los otros, los hechos en la épo-ca en que teníais el mismo cuerpo?

-No son ya de moda, mi querido amigo.Si me los pusiese parecería que acababa de lle-gar de Siam, y no había visto una Corte en dosaños.

-Comprendo vuestro apuro. ¿Cuántosvestidos tenéis? ¿Treinta y seis? ¡Y como si notuvieseis ninguno! Pues bien, es preciso man-

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dar hacer otro más, y los treinta y seis restantesserán para Moustón.

-¡Ah, señor! - exclamó Moustón con airesatisfecho-. Siempre habéis sido bondadosopara conmigo.

-¡Diantre! ¿Creéis que no se me ha ocu-rrido ya esa idea, o que me haya detenido elgasto? Pero sólo faltan dos días para las fiestasde Vaux; ayer recibí la invitación; hice venirinmediatamente a Moustón en posta con miguardarropa, y hasta hoy por la mañana no heechado de ver el apuro en que me encuentro. Esbien seguro que de aquí a pasado mañana nohay sastre de buen tono que se encargue dehacerme un vestido.

-Es decir, un vestido cubierto de oro,¿no es verdad?

-¡Oro por todas partes!-Ya lo arreglaremos. No tenéis que par-

tir hasta dentro de tres días. Las invitacionesson para el miércoles, y estamos todavía en lamañana del domingo.

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-Verdad es; pero Aramis me ha encar-gado que esté en Vaux veinticuatro horas antes.

-¿Aramis?-Sí; él me ha traído la invitación.-¡Ah! Ya comprendo: la invitación os

viene del señor Fouquet.-¡No! Del rey en persona, amigo mío. El

billete dice con todas sus letras: "Se avisa alseñor barón Du-Vallon que el rey se ha dignadoincluirle en la lista de sus convidados..."

-Perfectamente; pero tenéis que marcharcon el señor Fouquet.

-Y cuando pienso -exclamó Porthos des-fondando el tillado de una patada-, cuandopienso que me encuentro sin vestido, ¡reventa-ría de rabia! ¡De buena gana ahogaría a alguieno destrozaría cualquier cosa!

-No choquéis con nadie ni destrocéiscosa alguna, Porthos, que yo arreglaré todo eso;poneos uno de vuestros treinta y seis trajes yvenid conmigo a casa de un sastre. -¡Bah! Mi

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comisionado ha estado en todos los talleres estamañana.

-¿En el de Percerín también?-¿Quién es ese Percerín?-¡El sastre del rey, diantre!-¡Ah! ¡Sí, sí! -dijo Porthos, que quería

aparentar que conocía al sastre del rey, aunqueoía ese nombre por primera vez-. ¡La casa Per-cerín, el sastre del rey, pardiez! He pensado queestaría muy ocupado.

-Sí que lo estará, y mucho; pero no ten-gáis cuidado, amigo, que hará por mí lo que noharía por ningún otro. Lo que habrá es quetendréis que dejaros tomar medida, amigo mío.

-¡Ah! -exclamó Porthos exhalando unsuspiro-. Eso es fastidioso, pero, en fin, ¡cómoha de ser!

-¡Pardiez! No haréis más que los otros,querido; haréis lo mismo que hace el rey.

-¡Pues qué! ¿También toman medida alrey? ¿Y lo consiente?

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-El rey es presumido, querido, y vostambién, por más que lo neguéis.

Porthos sonrió con aire de triunfo.-¡Vamos, pues, a casa del sastre del rey!

-dijo-. Y puesto que toma medida a Su Majes-tad, me parece que también puedo permitir queme la tome a mí.

LXXVIMÍCER JUAN PERCERÍN

El sastre del rey, mícer Juan Percerín,ocupaba una casa bastante espaciosa en la calleSan Honorato, junto a la del Árbol Seco. Erahombre de delicado gusto en telas, bordados yterciopelos. Veníale de padres a hijos el carácterde sastre del rey, sucesión que remontaba aCarlos IX, a quien, como ya se sabe, remonta-ban también ciertas fantasías de bravura, muydifíciles de satisfacer.

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El Percerín en aquel tiempo era unhugonote como Ambrosio Paré, y había sidoprotegido por la reina de Navarra, la bellaMargot, como se escribía y se decía entonces, enatención a ser el único que consiguió le senta-ran bien los magníficos trajes de amazona quetanto le complacían, porque eran muy a propó-sito para disimular ciertos defectos anatómicosque la reina de Navarra ocultaba cuidadosa-mente.

Sustraído Percerín a la persecución, hizopor agradecimiento, unos hermosos corpiñosnegros, muy económicos, para la reina Catali-na, la cual concluyó al fin por decidirse a con-servar al hugonote, a quien por largo tiempohabía mirado con malos ojos. Pero Percerín erahombre prudente. Había oído decir que nadamás peligroso para un hugonote que las sonri-sas de la reina Catalina; y, habiendo observadoque ésta le sonreía más que de costumbre, seapresuró a hacerse católico con toda su familia.Esta conversión fue recibida muy bien, y le lle-

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vó a la distinguida posición de maestro sastrede la corona de Francia.

En tiempo de Enrique III, rey presumidocomo el que más, aquella posición llegó a laaltura de los más elevados picos de las cordille-ras. Percerín había sido toda su vida hombrehábil, y, a fin de conservar esa reputación másallá , de la tumba, guardóse bien de menos-cabarla a su fallecimiento; así que falleció muyoportunamente a la hora precisa en que suimaginación empezaba a debilitarse.

Dejó un hijo y una hija, dignos los dosdel nombre que eran llamados a llevar: el va-rón, cortador intrépido y exacto como escuadra,y la hembra, bordadora y dibujante de adornos.

Las bodas de Enrique IV y de María deMédicis, los majestuososlutos de la citada reina y algunos dichos esca-pados al señor de Bassompierre, rey de los ele-gantes de la época, labraron la fortuna de aque-lla segunda generación de los Percerín.

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Concino Concini y su esposa Galigai,que sobresalieron después en la corte de Fran-cia, quisieron italianizar los trajes e hicieronvenir sastres de Florencia; pero, herido inten-samente Percerín en su patriotismo y amorpropio confundió a aquellos extranjeros con susdibujos de brocatel y su habilidad inimitable, alextremo de que Concino fue el primero en re-nunciar a sus compatriotas, y tuvo al sastrefrancés en tal estima, que sólo quiso ser vestidopor él. De modo que el día en que Vitry le atra-vesó la cabeza de un pistoletazo en el puentechico del Louvre, llevaba una ropilla hecha porPercerín.

Esa ropilla, salida de los talleres delmaestro Percerín, fue la que los parisienses secomplacieron en desgarrar, juntamente con lacarne humana que contenía.

No obstante el favor que Percerín habíaobtenido de Concino Concini, le rey Luis XIIItuvo la generosidad de no conservar rencor alsastre y retenerle a su servicio. En el instante en

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que Luis el Justo daba ese grande ejemplo deequidad, acababa de amaestrar Percerín a doshijos, uno de los cuales hizo su ensayo en lasbodas de Ana de Austria, inventaba para elcardenal Richelieu aquel famoso traje españolcon que bailó una zarabanda, hacía los trajes dela tragedia de Mirame y cosía a la capilla deBuckingham aquellas célebres perlas que esta-ban destinadas a ser derramadas por los suelosdel Louvre.

Fácilmente se adquiere fama cuando seviste a personas como los señores de Bucking-ham y de Cinq-Mars, la señorita Ninón, el se-ñor de Beaufort y Marión de Lorme. Así fueque Percerín III había llegado al apogeo de lagloria cuando murió su padre.

Este mismo Percerín III, viejo, glorioso yrico, aún vestía a Luis XIV, y, no teniendo hijos,cosa que le apesadumbraba en extremo porqueen él extinguíase la dinastía, dedicábase a for-mar discípulos que daban las más lisonjerasesperanzas. Poseía una carroza, tierras, lacayos,

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los más altos de todo París, y, por autorizaciónespecial de Luis XIV, una jauría. Vestía a losseñores de Lyonne y Letellier con cierta especiede protección; en cuanto al señor Colbert, hom-bre político, embebido en los secretos de Esta-do, jamás logró hacerle un traje que le sentarabien. Esto no se explica, se adivina. Los grandeshombres, en cualquier rama que sea, viven depercepciones invisibles, incoercibles, y obransin saber ellos mismos por qué. El gran Percerín(porque, contra lo que sucede de ordinario enlas dinastías, el último de los Percerín era el quese había granjeado el renombre de grande), elgran Percerín, decíamos, cortaba magistralmen-te un corpiño para la reina o unas calzas para elrey; inventaba una capa para Monsieur, o uncuadrado de medias para Madame; pero, a pe-sar de su genio supremo, no podía atinar con lamedida del señor Colbert. "Ese hombre -decíamuchas veces- no está al alcance de mi talento,y mis agujas nunca harán cosa de provechopara él."

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No hay para qué decir que Percerín erael sastre del señor Fouquet, y que éste le apre-ciaba en extremo.

El señor Percerín tenía cerca de ochentaaños, y, no obstante, se conservaba tan verde yenjuto, que los cortesanos decían que estabaacartonado. Su fama y su riqueza eran bastanteconsiderables para que el príncipe de Condé,rey de los petimetres, no tuviese reparo en dar-le el brazo y hablarle de modas, y para que loscortesanos menos solícitos en pagar no se atre-vieran a dejar cuentas demasiado atrasadasporque maese Percerín hacía un primer vestidoal fiado, pero nunca el segundo si no le paga-ban el anterior.

Se concibe que semejante sastre, en lu-gar de andar a caza de parroquianos, opusiesereparo a recibir otros nuevos. Así es que Perce-rín negábase a vestir a los que no eran nobles, yaun a los nobles de nuevo cuño. Hasta corría lavoz de que Mazarino, a cambio de un gran traje

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completo de cardenal en ceremonia, le deslizóun buen día en la mano títulos de nobleza.

Percerín tenía travesura y malicia, y se'le reputaba por algo retozón. A pesar de susochenta años, aún tomaba con mano firme lamedida de los corpiños de señora.

A casa de este artista, gran señor, fueadonde Artagnan llevó al desolado Porthos.

Este decía por el camino a su amigo:-Cuidado, amigo Artagnan, no com-

prometáis la dignidad de un hombre como yocon la arrogancia de ese Percerín, que debe serun grosero; porque, os prevengo, querido, quesi me llega a faltar, le siento la mano.

-Presentándoos yo -respondió Artag-nan- nada tenéis que temer, amigo, aun cuandofueseis... lo que no sois.

-¡Ah! Es que...-¿Qué? ¿Tenéis algo contra Percerín?-Creo que en cierta ocasión . . .-¿Qué sucedió?

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-Envié a Moustón a casa de un pillastrede ese nombre.

-¿Y qué?-Pues que ese pillastre se negó a vestir-

me.-Sería una equivocación que urge des-

hacer. Moustón se confundiría.-Quizá.-Y tomaría un nombre por otro.-Es posible. Ese tuno de Moustón nunca

ha sabido retener nombres.-Yo me encargo de todo eso.-Muy bien.-Haced parar la carroza, Porthos; es

aquí.-¿Aquí?-Sí.-¡Si estamos en los mercados, y dijisteis

que la casa estaba en la esquina de la calle delÁrbol Seco!

-Es verdad; pero, ved.-Y bien, ya miro, y veo...

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-¿Qué?-¡Que estamos en los mercados, pardiez!-Pero no querréis que nuestros caballos

monten sobre la carroza que nos precede.-No.-Ni que la carroza que nos precede mon-

te sobre la que va delante.-Todavía menos.-Ni que la segunda carroza pase por

encima de las treinta o cuarenta que han llega-do antes que nosotros. Tenéis razón.

-¡Ah!-¡Cuánta gente, amigo, cuánta gente!-¿Qué tal?-¿Y qué hace ahí toda esa gente?-Pues muy sencillo: esperan su turno.-¡Bah! ¿Se han mudado por ventura los

cómicos del palacio de Borgoña?-No; aguardan vez para entrar en casa

del señor Percerín.-¿Y será cosa de que nosotros vayamos a

esperar también?

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-¡Oh! Nosotros seremos más ingenio-sos y menos orgullosos que toda esa gente.

-¿Y qué vamos a hacer?-Vamos a bajar y a pasar por entre los

pajes y lacayos, y nos meteremos en el taller; yoos respondo de ello, sobre todo si queréis irdelante.

-Vamos -dijo Porthos.Y, apeándose los dos, se encaminaron a

pie hacia la casa.Lo que daba origen a aquella aglomera-

ción de gente, era que se hallaba cerrada lapuerta del señor Percerín, y que un lacayo, depie en el umbral, anunciaba a los ilustres pa-rroquianos del ilustre sastre que, por el mo-mento, el señor Percerín no recibía a nadie.Murmurábase por fuera, con arreglo, por su-puesto, a lo que había dicho confidencialmenteel lacayo a un gran señor, a quien mostrabacierta benevolencia, que Percerín estaba ocu-pado en hacer cinco trajes para el rey, y que,atendida la urgencia de la situación, meditaba

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en su gabinete sobre los adornos, color y cortede los susodichos trajes.

Satisfechos muchos con esta explicación,volvíanse contentos con poderla divulgar entresus conocidos; pero otros, más tenaces, insistíanen que se abriese la .puerta, y, entre ellos, trescordones azules designados para un baile quefracasaría infaliblemente si los tres cordonesazules no tenían sus trajes cortados por la manomisma del gran Percerín.

Artagnan, empujando siempre a Port-hos, que hendía los grupos, consiguió llegarhasta los mostradores, tras de los cuales losoficiales se desgañitaban en contestar a más ymejor.

Olvidábamos decir que a la puerta qui-sieron detener a Porthos, lo mismo que a losdemás; mas Artagnan se presentó, y no bienpronunció estas palabras: "¡Orden del rey!", lodejaron pasar con su amigo.

Aquellos pobres diablos componíanse lomejor que podían para contestar a las exigen-

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cias de los parroquianos en ausencia del amo,interrumpiéndose al dar una puntada para en-jaretar una frase; y cuando el amor propio heri-do o la paciencia agotada les reprendía conexcesiva viveza, el que era atacado se agachabay desaparecía bajo el mostrador.

La procesión de señores descontentospresentaba un cuadro lleno de curiosos deta-lles.

Nuestro capitán de mosqueteros, hom-bre de mirada rápida y segura, lo abarcó en unasola ojeada. Pero, después de haber recorridolos grupos, la mirada se detuvo en un hombresituado frente de él. Aquel hombre, sentado enun escabel, apenas asomaba la cabeza por en-cima del mostrador. Era de unos cuarenta años,de fisonomía melancólica, color pálido y ojosdulces y brillantes. Miraba a Artagnan y a losdemás con una mano bajo la barba como obser-vador curioso y tranquilo. Pero, al fijar más suatención y reconocer sin duda a nuestro capi-tán, se bajó el sombrero hasta los ojos.

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Tal vez fue ese movimiento lo que atrajola mirada de Artagnan. Si fue así vino a resultarque el hombre del sombrero encasquetado lo-gró un objeto muy diferente del que se habíapropuesto, por 1o demás, el vestido de aquelhombre era bastante sencillo y sus cabellos es-taban bastante lisamente peinados para que losclientes poco observadores le tomasen por unsimple oficial de sastre, sentado detrás de latabla, y cosiendo, con exactitud, el paño o elterciopelo.

Sin embargo, aquel hombre levantabacon demasiada frecuencia la cabeza para quesus dedos trabajasen con fruto.

Artagnan no echó en saco roto esta ob-servación, y comprendió que si aquel hombretrabajaba no era por cierto en telas.

-¡Hola! -dijo encarándose con él-. ¿Con-que os habéis hecho oficial de sastre, señor Mo-liére?

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-¡Silencio, señor de Artagnan! -contestóel otro dulcemente-. ¡Silencio en nombre delCielo, que vais a hacer que me reconozcan!

-¿Y qué mal hay en eso?-El hecho es que no hay mal ninguno;

pero...-Pero queréis decir que tampoco hay

ningún bien, ¿no es eso?-¡Ay, no! Estaba, os lo aseguro, ocupado

en contemplar figuras muy dignas de estudio.-Pues proseguid vuestras observaciones,

señor Moliére. Comprendo el interés que lacosa tiene para vos, y... no quiero distraer vues-tros estudios.

-¡Gracias!-Mas con una condición: que me digáis

dónde se halla realmente el señor Percerín.-Con mucho gusto: en su gabinete. Sólo

que...-Sólo que no se puede pasar, ¿eh?-¡De ningún modo!-¿No está visible para nadie?

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-Para nadie. Me hizo colocar aquí, a finde que pudiese a mi placer hacer observacio-nes, y en seguida se marchó.

-Pues bien, mi querido señor Moliére,iréis a avisarle que he venido, ¿no es así?

-¿Yo? -exclamó Moliére en el tono de unperro valiente a quien le quitan el hueso que haganado legítimamente-. ¿Yo abandonar estesitio? ¡Vaya, señor Artagnan, qué mal me tra-táis!

-Si no vais a avisar inmediatamente alseñor Percerín que me encuentro aquí, mi que-rido señor Moliére -dijo Artagnan en voz baja-,os prevengo una cosa, y es que no os haré ver alamigo que viene conmigo.

Moliére designó a Porthos con un ade-mán imperceptible.

-Ese, ¿no? -dijo.-Sí.Moliére lanzó a Porthos una de esas

miradas que escarban los cerebros y los corazo-nes. El examen debió parecerle sin duda muy

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preñado en promesas, pues se levantó al mo-mento y pasó a la pieza inmediata.

LXXVIILAS MUESTRAS

Mientras tanto la multitud iba disminu-yendo lentamente, dejando en cada esquina delmostrador un gruñido o una amenaza, como,en los bancos de arena del Océano, las olas de-jan un poco de espuma o de algas trituradas,cuando se retiran al bajar la marea. Transcurri-dos diez minutos volvió Moliére, haciendo bajoel tapiz otra seña a Artagnan. Éste se precipitó,arrastrando a Porthos, y, a través de corredoresbastante complicados, le condujo al gabinete dePercerín. El viejo, con las mangas remangadas,plegaba una pieza de brocado con grandes flo-res de oro, para darle hermosos visos. Al ver aArtagnan, dejó su tela y se aproximó a él, no

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radiante, ni cortés, sino, en suma, bastante so-ciable.

-Señor capitán de guardias -dijo-, esperome excuséis, porque estoy sumamente ocupa-do.

-Sí; ya sé que estáis haciendo los vesti-dos para el rey, mi querido señor Percerín. Mehan dicho que son tres.

-¡Cinco, mi querido señor, cinco!-Tres o cinco, lo mismo da, maestro Per-

cerín; lo cierto es que serán los más hermososdel mundo.

-Ya es sabido. Cuando estén hechos,serán los más hermosos del mundo, no digoque no; mas, para que sean los más hermososdel mundo, es necesario primero que se hagan,y, para esto, señor capitán, necesito tiempo.

-¡Ah, bah! Todavía quedan dos días, y esmucho más tiempo del que necesitáis, señorPercerín -dijo Artagnan con la mayor flema.Percerín levantó la cabeza como hombre pocoacostumbrado a que le contraríen ni aun en sus

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caprichos; pero Artagnan simuló no poneratención en el aire que el afamado sastre prin-cipiaba a tomar.

-Mi querido señor Percerín -continuó-,vengo a traeros un parroquiano.

-¡Ah, ah! -murmuró Percerín con rostroceñudo.

-El señor barón Du-Vallon de Bracieuxde Pierrefonds -prosiguió Artagnan.

Percerín esbozo un saludo, que hallómuy pocas simpatías en el terrible Porthos,quien desde que entró en el gabinete no habíacesado de mirar al sastre de reojo.

-Uno de mis buenos amigos terminóArtagnan.

-Serviré al señor -dijo Percerín-, pero enotra ocasión.

-¿Y cuándo?-Cuando tenga tiempo.-Ya habéis dicho eso a mi criado -

interrumpió Porthos descontento.

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-Puede ser -dijo Percerín-; casi siempreestoy con prisas.

-Amigo mío -dijo sentenciosamentePorthos-, siempre tiene uno tiempo cuandoquiere.

Percerín se puso carmesí, lo cual, en losviejos blanqueados por los años, es un diagnós-tico funesto.

-Señor -dijo-, libre sois de serviros enotra parte.

-Vamos, vamos, Percerín -deslizó Ar-tagnan-, no estáis hoy de buen humor. Puesbien, voy a deciros una cosa que os hará enmu-decer. El señor, no sólo es amigo mío, sino tam-bién del señor Fouquet.

-¡Ah, ah! -exclamó el sastre-. Eso es otracosa.

Y, volviéndose hacia Porthos:-El señor barón ¿está con el señor super-

intendente?

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-Estoy conmigo -estalló Porthos en elmomento mismo en que se levantaba la cortinapara dar paso a un nuevo interlocutor.

Moliére observaba. Artagnan reía. Port-hos renegaba.

-Mi querido Percerín -dijo Artagnan-,haréis un traje al señor barón; soy yo quien oslo pide.

-Lo haré por vos, señor capitán. Pero esono basta: lo haréis en seguida.

-Imposible antes de ocho días.-Entonces es como si os negaseis a

hacerlo, pues el traje ha de servir para las fies-tas de Vaux.

-Repito que es imposible -insistió el obs-tinado viejo.

-No, querido señor Percerín, sobre todosiendo yo quien os lo suplica -dijo una dulcevoz en la puerta, voz metálica que hizo aguzarlos oídos a Artagnan.

Era la voz de Aramis.-¡Señor de Herblay! -exclamó el sastre.

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-¡Aramis! -murmuró Artagnan.-¡Hola! ¡Nuestro obispo! prorrumpió

Porthos.-¡Buenos días, Artagnan! ¡Buenos días,

Porthos! ¡Buenos días, queridos amigos! -dijoAramis-. Vamos, vamos, querido señor Per-cerín, haced el traje del señor, y os aseguro queen ello complaceréis al señor Fouquet.

Y acompañó estas palabras con un mo-vimiento que significaba: "Consentid, y despe-did a estos caballeros." Parece que Aramis de-bía tener sobre el maestro Percerín una influen-cia superior a la de Artagnan, porque el sastreinclinóse en señal de asentimiento, y, volvién-dose hacia Porthos:

-Id a que os tomen medida al otro lado -dijo rudamente.

Porthos se puso en extremo colorado.Artagnan vio echarse encima la tempes-

tad, e, interpelando a Moliére.-Mi querido señor -le dijo a media voz-,

el hombre que estáis viendo considera deshon-

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roso para él dejar que le midan la carne y loshuesos que Dios le ha dado; estudiad ese tipo,maestro Aristófanes, y aprovechaos de él.Moliére no tenía necesidad de que le excitasen,porque no apartaba los ojos del barón Porthos. -Señor -le dijo-, si tenéis la bondad de venirconmigo, haré que os tomen medida del traje,sin que el medidor os toque.

-¡Oh! -murmuró Porthos-. ¿Cómo es eso,amigo mío?

-Digo que nadie aplicará la mano ni elpie a vuestras costuras. Es un nuevo métodoque hemos inventado para tomar medida a laspersonas distinguidas, cuya susceptibilidad seresiste de que las palpe gente plebeya. Haypersonas susceptibles que no pueden tolerarque les tomen medida, acto que, en mi sentir,lastima la majestad natural del hombre, y si poracaso fuerais vos de esas personas...

-¡Pardiez! Ya lo creo que lo soy.-Pues viene de perlas, señor barón; con

eso estrenaréis nuestro nuevo procedimiento.

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-¿Y cómo demonios os componéis paraeso? -preguntó entusiasmado Porthos.

-Señor -dijo Moliére inclinándose-, si osdignáis seguirme, lo veréis por vuestros pro-pios ojos.

Aramis observaba aquella escena consus cinco sentidos. Acaso creía adivinar, en laanimación de Artagnan, que éste marchase conPorthos con propósito de no perder el fin deuna escena que principiaba tan bien. Pero, poresta vez, se engañó Aramis con toda su perspi-cacia. Porthos y Moliére marcharon solos. Ar-tagnan quedóse con Percerín. ¿Por qué? Porcuriosidad, nada más; probablemente, con laintención de disfrutar algunos instantes más dela compañía de su buen amigo Aramis. Luegoque desaparecieron Porthos y Moliére, se acer-có Artagnan al obispo de Vannes, cosa que pa-reció contrariar a éste grandemente.

-Otro traje para vos, ¿no es cierto, que-rido amigo?

Aramis sonrió.

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-No -dijo.-Sin embargo, iréis a Vaux.-Iré, pero sin estrenar traje. Olvidáis,

querido Artagnan, que un pobre obispo deVannes no es bastante rico para hacerse trajestodas las fiestas.

-¡Bah! -dijo riendo el mosquetero-. ¿Nose hacen ya poemas?

-¡Oh Artagnan! Hace ya mucho tiempoque no pienso en tales frivolidades.

Percerín había vuelto a contemplar susbrocados.

-¿No os parece -preguntó Aramis son-riendo-, que estamos incomodando a ese buenhombre, amigo Artagnan?

-¡Ah, ah! -murmuró entre dientes elmosquetero-. Eso significa que estorbo, queridoamigo.

Y luego, en voz alta:-Pues bien, marchemos -repuso-. Yo

nada tengo que hacer aquí, y, si estáis tan librecomo yo, querido Aramis.. .

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-No; yo quisiera...-¡Ah! ¿Tenéis que decir algo de particu-

lar a Percerín? ¿Por qué no me lo habéis dichoantes?

-De particular -repitió Aramis-, sí, cier-to, pero no estorbáis, Artagnan. Nunca, podéiscreerlo, tendré nada de particular para que unamigo como vos no pueda oírlo.

-¡Oh! No, no; yo me retiro -insistió Ar-tagnan, dando no obstante a su voz un acentosensible de curiosidad, porque no se le habíaescapado la turbación de Aramis- a pesar de lobien que éste la disimulaba, y sabía que enaquella alma insondable, todo, hasta las cosasmás fútiles en apariencia, iban encaminadaspor lo regular a un fin, fin desconocido, peroque; en atención al conocimiento que el mos-quetero tenía del carácter de su amigo, debíapresumirlo importante.

Aramis, por su parte, conoció que Ar-tagnan había llegado a concebir sospechas, einsistió:

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-Quedáos -le dijo-, y veréis lo que es.Luego, volviéndose al sastre:-Mi querido Percerín... -le dijo- y ahora

me alegro de que estéis presente, Artagnan.-¿De veras? -dijo el gascón más sobre sí

aún esta vez que las anteriores.Percerín no se movió. Aramis le desper-

tó violentamente quitándole de las manos latela objeto de su meditación.

-Querido Percerín -le dijo-, he traídoconmigo al señor Le Brun, uno de los pintoresdel señor Fouquet.

"¡Ah! Perfectamente -pensó el mosque-tero-. ¿Pero a qué vendrá Le Brun?"

Aramis observaba a Artagnan, el cual sepuso a contemplar unos grabados de MarcoAntonio.

-¿Y queréis que se le haga un traje igualal de los epicúreos? -repuso Percerín.

Y, al decir estas palabras distraí-damente, el digno sastre procuraba engolfarse

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de nuevo en la contemplación de su pieza debrocado.

-¿Un traje de epicúreos? -inquirió Ar-tagnan en tono de preguntón.

-En fin -dijo. Aramis con su más encan-tadora sonrisa-, está escrito que nuestro amadoArtagnan ha de saber hoy todos nuestros se-cretos; sí, amigo, sí. ¿Habéis oído hablar de losepicúreos del señor Fouquet?

-Sin duda. ¿No es una especie de socie-dad de poetas de que forman parte La Fontaine,Loret, Pellison, Moliére y algunos más y tienesu academia en Saint-Mandé?

-Esa, justamente. Pues bien, hemos pen-sado dar un uniforme a nuestros poetas, y for-mar con ellos un regimiento a las órdenes delrey.

-¡Oh, muy bien! Adivino una sorpresaque el señor Fouquet da al rey. Si es ese el se-creto del señor

Le Brun no temáis, que no lo descubriré.

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-¡Siempre obsequioso, amigo mío! No, elseñor Le Brun nada tiene que ver en esto; elsecreto suyo es todavía mucho más importanteque el otro.

-Si es así, prefiero no saberlo -contestóArtagnan haciendo como que se marchaba.

-Entrad, señor Le Brun, entrad -dijoAramis, abriendo con la mano derecha unapuerta lateral, y reteniendo con la izquierda aArtagnan.

-A fe mía que no entiendo una palabra -dijo Percerín.

Aramis hizo una pausa, como se dice enmateria teatral.

-Mi querido señor Percerín -dijo-, estáishaciendo cinco trajes para el rey, ¿no es ver-dad? Uno de brocado, otro de paño de caza,otro de terciopelo, otro de raso, y otro de telade Florencia.

-Sí. Mas, ¿cómo sabéis todo eso, monse-ñor? -preguntó Percerín estupefacto.

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-De un modo muy sencillo, mi queridoseñor; habrá caza, festín, concierto, paseo y re-cepción, y esas cinco son de etiqueta.

-¡Todo lo sabéis, monseñor! -Y otrasmuchas cosas más - murmuró Artagnan.

-Pero lo que no sabéis, monseñor -dijo elsastre con aire de triunfo-, a pesar de ser unpríncipe de la Iglesia, lo que nadie sabe, y loque el rey, la señorita de La Valliére y yo sola-mente sabemos, es el color de las telas y la clasede los adornos: el corte, el conjunto y la combi-nación de todo esto.

-Pues bien -dijo Aramis-, eso es preci-samente lo que deseo que me digáis, mi queri-do señor Percerín.

-¡Ah, ah! -exclamó asustado el sastre, apesar de que Aramis pronunció las palabrasanteriores con su voz más dulce y melodiosa.La pretensión, reflexionándolo, pareció a Perce-rín tan exagerada, tan ridícula, tan enorme, queprimero rió por lo bajo, luego de una manerasonora, hasta acabar en una carcajada. Artag-

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nan le imitó, no porque le pareciese la cosa tanrisible, sino por evitar que Aramis se pusiesesobre sí. Este dejó reír a ambos, y después quese calmaron:

-A primera vista -dijo-, parece que heaventurado un absurdo, ¿verdad? Pero Artag-nan, que es la sabiduría en persona, os dirá quemi pregunta está muy en su lugar.

-Vamos a ver -dijo el mosquetero convivo interés, conociendo con su olfato maravi-lloso que hasta entonces sólo había habido es-caramuza, y que se acercaba el instante supre-mo de la batalla.

-Veamos -dijo Percerín con increduli-dad.

-¿Con qué objeto da el señor Fouquet lafiesta al rey? -prosiguió Aramis-. ¿No es con lamira de agradarle?

-Seguramente -asintió Percerín.Artagnan aprobó con un signo de cabe-

za.

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-¿Ofreciéndole alguna galantería, algu-na idea feliz? ¿Por medio de una serie de sor-presas, semejante a la que decíamos hace poco,hablando del capricho de regimentar a nuestrosepicúreos?

-¡De fijo!-Pues bien, la sorpresa, mi buen amigo

señor Le Brun, es un hombre que dibuja muyfielmente.

-Sí -dijo Percerín-, he visto cuadros su-yos, en que los trajes estaban muy cuidados.Por eso me he brindado a hacerle un traje, biensea igual al de los señores epicúreos, o de otraforma particular.

-Querido señor, os cogemos la palabra,pero para más adelante; por ahora, lo que nece-sita el señor Le Brun no es que le hagan un tra-je, sino que le facilitéis los que estáis haciendopara el rey.

Percerín dio un brinco hacia atrás, mo-vimiento que Artagnan, el hombre de la calma,el apreciador por excelencia, no encontró exa-

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gerado. ¡Tantas eran las fases extrañas y treme-bundas que ofrecía la proposición aventuradapor Aramis!

-¡Los trajes del rey! ¡Dar a nadie los tra-jes del rey! ... ¡Necesariamente, señor obispo, SuIlustrísima tiene trastornado el juicio! -exclamóaturdido el pobre sastre.

-Ayudadme, pues, Artagnan -dijo Ara-mis cada vez más risueño-; ayudadme a per-suadir al señor; porque vos comprendéis, ¿noes cierto?

-No mucho que digamos.-¿Cómo? ¿No comprendéis que el señor

Fouquet desea proporcionar al rey la sorpresade encontrar su retrato al llegar a Vaux; y queel retrato, cuyo parecido ha de ser sor-prendente, deberá estar vestido precisamentecomo lo esté el rey el día que aparezca el retra-to?

-¡Ah! ¡Sí, sí! -exclamó el mosqueteromedio convencido, en fuerza dé lo plausible dela razón-. Sí, mi querido Aramis, tenéis razón;

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la idea es felicísima. Apuesto a que es vuestra,Aramis.

-No sé -replicó negligentemente el obis-po-; mía o del señor Fouquet.

Y, examinan lo en seguida la fisonomíade Percerín, después de haber advertido la in-decisión de Artagnan

-Y vos, señor Percerín, ¿qué decís?-Digo que...-Que sois libre indudablemente en rehu-

sar, y no pienso por cierto en obligaros, amigomío: más diré todavía, y es que comprendotoda la delicadeza que encierra el hecho de nosecundar desde luego la idea del señor Fou-quet; teméis que parezca una adulación al rey.¡Nobleza de corazón, señor Percerín, noblezade corazón!

El sastre balbució.-Sería, efectivamente, magnífica lisonja

para el joven rey -continuó Aramis-; pero elseñor superintendente me lo ha dicho: si Perce-

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rín se niega, decidle que por eso no perderánada en mi estimación: solamente...

-¿Solamente qué? -repetía Percerín coninquietud.

-Solamente -prosiguió Aramis-, me veréen la precisión de decir al rey... (tened presente,señor Percerín, que quien habla es el señorFouquet) : "Señor, tenía intención de ofrecer aSu Majestad su imagen; mas, por un sentimien-to de delicadeza exagerado tal vez, aunque res-petable, el señor Percerín se ha opuesto."

-¡Opuesto! -murmuró el sastre asustadode la responsabilidad que iba a pesar sobre él-.¡Yo oponerme a lo que desea, a lo que quiere elseñor Fouquet, cuando se trata de complacer aSu Majestad! ¡Qué expresión tan impropiahabéis usado, señor obispo! ¡Oponerme yo!...

-Dios gracias, no creo haber pro-nunciado semejante palabra, y pongo por testi-go de ello al señor de Artagnan. ¿No es verdad,señor de Artagnan, que yo no me he opuesto anada?

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Artagnan hizo un signo de negación,indicando que deseaba permanecer neutral;conocía que en aquello había una intriga, bienfuese comedia o tragedia, y se daba al demoniopor no poderla adivinar; pero, entretanto, de-seaba abstenerse.

Mas ya Percerín, perseguido por la ideade que pudiera decirse al rey que se habíaopuesto a que se le proporcionase una agrada-ble sorpresa, había acercado una silla a LeBrun, y se ocupaba en sacar de un armario cua-tro vestidos resplandecientes, pues el quinto sehallaba aún en manos de los obreros, y co-locaba sucesivamente aquellas obras maestrasen _otros tantos maniquíes de Bérgamo, traídosa Francia en tiempo de Concini, y regalados aPercerín II por el mariscal de Ancre después dela derrota sufrida por los sastres italianos,arruinados en su competencia.

El pintor púsose a dibujar, y luego apintar los trajes.

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Pero Aramis, que seguía con la vistatodas las fases de su trabajo y que le vigilaba decerca, le detuvo de pronto.

-Creo que no acertáis a dar la debidaentonación, mi querido señor Le Brun -le dijo-;vuestros colores os engañan tal vez, y estoyviendo que va a perderse en el lienzo esa com-pleta semejanza que nos es tan necesaria; seríapreciso más tiempo para observar atentamentelos matices.

-Tenéis razón -dijo Percerín-; pero nece-sitamos tiempo, y en este punto, señor obispo,ya veis que nada puedo hacer.

-Entonces -repuso Aramis-, se frustranuestro objeto, y será por falta de verdad en loscolores.

Sin embargo, Le Brun copiaba telas yadornos con la mayor exactitud, cosa que mira-ba Aramis con mal disimulada impaciencia.

"Veamos, veamos, ¿qué diablos de em-brollo es éste?", seguía preguntándose el mos-quetero.

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-Decididamente, que no podrá conse-guirse -dijo Aramis-; señor Le Brun, cerradvuestra caja y arrollad los lienzos.

-Es que también, señor -dijo el pintordespechado-, la luz es detestable aquí.

-¡Una idea, señor Le Brun, una idea! Sise os proporcionase una muestra de las telas, yse os diese tiempo y mejor luz...

-¡Oh! -exclamó Le Brun-. Entonces res-pondo de todo. "Bueno -dijo entre sí Artagnan-;éste debe ser el nudo de la acción. ¡Necesitanuna muestra de cada tela! ¡Diantre! ¿Se las daráel buen Percerín?"

Percerín, acosado en sus últimos atrin-cheramientos, y engañado porla aparente honradez de Aramis, cortó cincopedazos de tela, que entregó al obispo de Van-nes.

-Mejor es esto, ¿no es cierto? -dijo Ara-mis volviéndose a Artagnan.

-Lo que es verdad que siempre sois elmismo, querido Aramis -dijo Artagnan.

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-Y, por tanto, siempre vuestro amigo -dijo el obispo con un sonido de voz delicioso.

-Sí, sí -dijo en voz muy alta Artagnan.Y luego, añadió para sí: "Ya que me en-

gañas, jesuita solapado, no quiero al menos sertu cómplice; y para no ser cómplice tuyo, nodebo permanecer más tiempo aquí"-. Adiós,Aramis -añadió en voz alta-; adiós, que voy abuscar a Porthos.

-Entonces, esperadme -replicó Aramis,guardándose en el bolsillo las muestras-, por-que yo he acabado, y tendré un placer en des-pedirme de nuestro amigo.

Le Brun recogió sus efectos; Perceríncolocó sus trajes en el armario; Aramis apretó elbolsillo con la mano para asegurarse que lasmuestras estaban allí, y salieron todos del gabi-nete.

LXXVIII

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EN DONDE EL CÉLEBRE MOLIÉRE TOMÓTAL VEZ SU PRIMERA IDEA DEL BUR-GUÉS GENTILHOMBRE

Artagnan encontró a Porthos en la piezainmediata; pero no ya a Porthos irritado, no yaa Porthos contrariado, sino a Porthos entu-siasmado, radiante, encantado y hablando conMoliére, que le miraba con una especie de ido-latría, y como hombre que, no sólo no ha vistocosa mejor, sino ni siquiera nada igual.

Aramis se encaminó derechamente aPorthos, y le presentó su mano fina y blanca,que fue a sepultarse en la mano gigantesca desu viejo amigo, operación que jamás aven-turaba Aramis sin cierta inquietud. Pero, reci-bido el apretón de manos sin gran padecimien-to, el obispo de Vannes se volvió hacia Moliére.

-Y bien, señor, ¿vendréis conmigo aSaint-Mandé? -le dijo. -Iré adonde queráis,monseñor -respondió Moliére.

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-¡A Saint-Mandé! -exclamó Porthosasombrado de ver al orgulloso obispo de Van-nes familiarizarse de aquel modo con un oficialde sastre-. Pues qué, Aramis, ¿lleváis al señor aSaint-Mandé?

-Sí -contestó Aramis sonriendo-; eltiempo apremia.

-Además, mi querido Porthos -continuóArtagnan-, el señor Moliére no es m muchomenos lo que parece ser.

-¿Cómo? -dijo Porthos.-Sí, el señor es uno de los primeros em-

pleados del maestro Percerín, y se le aguardaen Saint-Mandé a fin de probar a os epicúreoslos trajes de gala q ha encargado el señor Fou-quet.

-Así es, justamente -dijo Moliére-.Sí, señor.

-Venid, pues, mi querido señor Moliére-dijo Aramis-, si es que habéis terminado con elseñor Du-Vallon.

-Hemos concluido -repuso Porthos.

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-¿Y estáis satisfecho? preguntó Artag-nan.

-Completamente satisfecho - respondióPorthos.

Moliére despidióse de Porthos ha-ciéndole profundos saludos, y estrechó la manoque le tendió furtivamente el capitán de losmosqueteros.

-Señor -terminó Porthos haciendo mo-nerías-, sobre todo exactitud.

-Tendréis vuestro traje mañana, señorbarón -respondió Moliére.

Y partió con Aramis.Entonces Artagnan, cogiendo del brazo

a Porthos.-¿Qué ha hecho ese sastre, querido

Porthos, que tan satisfecho estáis de él?-¡Lo que él me ha hecho, amigo mío! ¡Lo

que él me ha hecho! -exclamó Porthos con entu-siasmo.

-Sí, eso pregunto, qué os ha hecho.

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-Lo que ningún sastre ha sabido hacerhasta ahora, amigo mío: tomar medida sin to-carme.

-¡Bah! Contádmelo, amigo mío.-En primer lugar, fue a buscar, no sé

dónde, una serie de maniquíes de todos tama-ños, esperando que habría entre ellos algunodel mío; pero el más grande, que era el deltambor mayor de los suizos, era dos pulgadasmás bajo y medio pie más delgado que yo.

-¿De veras?-Como tengo el honor de decir, mi que-

rido Artagnan; pero es un gran hombre, o porlo menos un gran sastre, ese señor Moliére. Nocreáis que por eso se haya apurado ni poco nimucho.

-Pues, ¿qué hizo?-Una cosa muy sencilla. ¡Parece mentira

que no se haya dado hasta ahora con ese me-dio! ¡Cuántas penas y humillaciones me ha-brían ahorrado!

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-Sin contar los trajes, mi querido Port-hos.

-Sí, treinta trajes.-Vamos, amigo Porthos, decidme el mé-

todo del señor Moliére.-¿Moliére? Os he oído llamarle así; quie-

ro recordar su nombre.-Sí, o Poquelín, si os parece mejor.-No. Moliére me agrada más. Cuando

quiero acordarme de su nombre, pensaré envoliére , y, como tengo uno en Pierrefonds...

-Bien: Veamos ahora su método.-Es el siguiente. En vez de molerme y

hacerme encorvar los riñones, y doblar las arti-culaciones, como suelen esos belitres, operacio-nes todas deshonrosas y bajas...

Artagnan asintió con la cabeza.-"Señor -me dijo-, todo hombre noble

debe tomarse medidas a sí mismo. Hacedme elfavor de acercaros a este espejo."' Entonces meaproximé, y debo confesar que no comprendíalo que ese señor Voliére quería de mí.

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-Moliére.-¡Ah, sí! Moliére, Moliére. Y como me

dominara siempre el temor de que me tomasemedida: "Cuidado -le dije- con lo que vayáis ahacer, porque os prevengo que soy muy punti-lloso". Pero él, con su voz melodiosa (pues hayque convenir, amigo mío, en que es un mozomuy cortés), me dijo: "Caballero, para que eltraje siente bien, es preciso que sea hecho avuestra imagen. Vuestra imagen está exac-tamente reflejada en-el espejo. Vamos a tomarla medida sobre vuestra imagen."

-En efecto -dijo Artagnan-, comprendoque os vieseis en el espejo; mas, ¿dónde se hallaun espejo en que os podáis ver todo entero?

-Amigo mío, en el mismo espejo en quese mira el rey.

-Sí, pero el rey es pie y medio más bajoque vos.

-Pues no sé en lo que consiste; pero elloes que el espejo era bastante grande para mí;seguramente lo habrán hecho para adular al

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rey. Su altura se componía de tres lunas de Ve-necia sobrepuestas, y su ancho de otras tantasyuxtapuestas.

-¡Vaya unos términos admirables queempleáis. ¿Dónde diablos habéis hecho seme-jante provisión?

-En Belle-Isle. Aramis lo explicaba así alarquitecto.

-¡Ah, muy bien! Volvamos a la luna,querido amigo.

-Entonces ese bravo señor Voliére . . .-Moliére.-Sí, Moliére, es verdad. Ya veréis, mi

querido amigo, cuánto me voy a acordar de sunombre. Ese bravo señor Moliére se puso a tra-zar con un pedazo de yeso mate algunas líneassobre el espejo, siguiendo siempre el contornode mis brazos y hombros, y ateniéndose a lamáxima, que a mí me pareció admirable: "Untraje nunca debe molestar al que lo lleva."

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-Efectivamente -dijo Artagnan-; es unabella máxima, que por desgracia no siempre sehalla puesta en práctica.

-Por eso la encontré más admirable aún;sobre todo después que la desarrolló..

-¡Ah! ¿Desarrolló esa máxima?-Ya lo creo.-Veamos el desarrollo. "-Atendido -

continuó- que en alguna circunstancia difícil, oalguna situación embarazosa, tenga uno la ro-pilla puesta, y no quiera quitársela."

-Verdad es -dijo Artagnan. "-Así -añadióel señor Voliére...

-Moliére.-Moliére, sí. "Así -añadió-, os halláis en

la precisión de tirar del acero, y tenéis puesta laropilla. ¿Qué hacéis en ese caso?

-Quitármela -le respondí.-Pues bien, no debe hacerse eso-Me dijo él a su vez.-¿Cómo que no?

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-La ropilla debe estar confeccionada tanperfectamente, que no os incomode ni aun paramanejar la espada.

-¡Ah, ah!-Poneos en guardia" -continuó-. Déjeme

caer al punto en esa posición con tal aplomoque saltaron dos vidrios de la ventana. "No, noes nada, no es nada -me dijo-: permaneced así."Levanté el brazo izquierdo, doblando gracio-samente el antebrazo, con el puño de la camisacaído y la muñecacircunfleja, mientras que el brazo derecho, amedio extender, defendía la cintura con el co-do, y el pecho con el puño.

-Sí -dijo Artagnan-, la verdadera guar-dia, la guardia académica.

-Esa es la expresión exacta, amigo. En-tretanto, Voliére...

-Moliére!-Mirad, decididamente, prefiero llamar-

le... ¿Cómo dijisteis que era el otro nombre?-Poquelín.

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-Prefiero llamarle Poquelín.-¿Y como os acordaréis de este nombre

mejor que del otro?-¿No decís que se llama Poquelín?-Sí.-Recordaré a la señora Coquenard.-Bueno.-Cambiaré Coque en Poquenard en lin,

y en vez de Coquenard, tendré Poquelin.-¡Es maravilloso! -exclamó abismado

Artagnan-. Continuad, querido, que os escuchocon admiración.

-Ese Coquelin dibujó mi brazo en el es-pejo.

-Poquelin. Perdón.-Pues, ¿cómo he dicho?-Coquelin.-¡Ah! Tenéis razón.Dibujó, pues Poquelin mi brazo en el

espejo; pero empleó bastante tiempo, durante elcual no hacía más que mirarme; bien es ciertoque yo estaba hermosísimo.

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-¿Estáis incomodo?, me preguntó-. Unpoco, le respondí, descansando sobre las cade-ras; pero aun puedo estar así una hora.

-¡No, no! ¡No lo permitiré! Tenemosaquí mozos complacientes que tendrán a mu-cha honra sosteneros los brazos, como en otrotiempo eran sostenidos los de los profetas,cuando invocaban al Señor.

-Muy bien, contesté.-¿Supongo que eso no lo consideraréis

humillación.-Amigo mío, le dije: creo que hay una

gran diferencia entre sostener a uno y medirle".-La distinción no puede ser más juiciosa

-interrumpió Artagnan.-Entonces -prosiguió Porthos-, hizo una

señal y se presentaron dos mancebos; el uno mesostuvo el brazo izquierdo, mientras que elotro, con el mayor miramiento, me sostenía elbrazo derecho. "-¡Otro mancebo! -pidió él. "Pre-sentóse al punto un tercer mozo, el cual le dijo:"-Sostened por los riñones a este señor.

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El mancebo hízolo así.-¿De manera que estabais en oposición?

-preguntó Artagnan.-Exactamente, y, mientras tanto, Poque-

nard, me dibujaba en la luna. -Poquelin,amigo mío.

-Poquelin, tenéis razón. Mirad, decidi-damente prefiero llamarle Voliére.

-Sí, y basta de advertencias, ¿no es cier-to?

-Mientras, Voliére me dibujaba en laluna.

-Encuentro eso muy galante. -Me gustamucho ese método: es respetuoso, y deja a cadacual en su lugar.

-Y la operación concluyó...-Sin que nadie me hubiese tocado, ami-

go mío.-A excepción de los tres mozos que os

sostenían.-Sí, mas ya creo haberos dicho la dife-

rencia que hay entre sostener y medir.

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-Es verdad -replicó Artagnan; el cualdijo después para sí: "Mucho me equivoco o lehe hecho el caldo gordo a ese pícaro de Moliére;pronto veremos la escena al natural en algunacomedia suya". Porthos sonreía.

-¿De qué os reís? -preguntóle Artagnan.-¿Queréis que os lo diga? Pues me río de

mi suerte tan feliz. -¡Oh! Tenéis razón; no co-nozco hombre más dichoso que vos. ¿Pero quénueva dicha os ocurre? -Pues bien, querido,felicitadme. -Con mucho gusto.

-Parece que soy el primero a quien hantomado medida de ese modo.

-¿Estáis seguro de ello?-Casi, casi. Ciertos signos de inteligencia

cambiados entre Voliére y los otros mozos, me,lo han hecho creer así.

-En verdad, querido Porthos, nada deeso me sorprende de parte de Moliére.

-¡Voliére, amigo mío!-¡Oh, no, no, caray! Os dejaré llamarle

Voliére; pero yo, continuaré llamándole Molié-

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re.,.. Pues bien decía que nada de eso me admi-ra en Moliére, que es mozo de talento, a quienhabéis inspirado tan feliz idea.

-Y que le servirá para lo sucesivo; estoycierto de ello.

-¿Que si le servirá? Ya lo creo, ¡y mucho!Porque Moliére, querido, es, de todos nuestrossastres, el que mejor viste a nuestros barones,condes y marqueses... a su medida.

Y a esta palabra, cuya oportunidad yprofundidad no hemos de discutir, salieronPorthos y Artagnan de casa del maestro Perce-rín y subieron a su carroza. Dejémosles en ella,si el lector lo permite, para seguir a Moliére y aAramis. hasta Saint-Mandé.

LXXIXLA COLMENA, LAS ABEJAS Y LA MIEL

Hondamente disgustado el obispo deVannes de haber encontrado a Artagnan en

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casa del maestro Percerín, volvió de muy malhumor a Saint-Mandé.

Moliére, por el contrario, encantado dehaber hallado un croquis tan hermoso, y desaber dónde encontrar el original, cuando delcroquis quisiera hacer un cuadro, iba del mejorhumor del mundo.

Todo el primer piso del ala izquierdaestaba ocupado por los epicúreos más célebresde París y los más familiares en la casa, em-pleado cada cual en su comportamiento, comoabejas en sus alvéolos, en producir una mieldestinada al regio hojaldre que el señor Fou-quet pensaba servir al rey Luis XIV durante lafiesta de Vaux.

Pellisson maduraba el prólogo de losEnfadosos, comedia en tres actos, que debíahacer representar Poquelín de Moliére, comodecía Artagnan, o Coquelin de Voliére, comodecía Porthos.

Loret, en toda la ingenuidad de su esta-do de gacetero, pues los gaceteros de todos

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tiempos han sido ingenuos, componía la des-cripción de las fiestas de Vaux, antes de queestas fiestas se hubiesen verificado.

La Fontaine, vagaba entre unos y otros,sombra extraviada, errante, molesta, insoporta-ble, que zumbaba y susurraba a los oídos de losdemás, mil necedades poéticas. Tanto llegó aincomodar a Pellisson, que, levantando éste lacabeza:

-Al menos, La Fontaine -dijo-, buscadmeun consonante, ya que decís que os paseáis porlos jardines del Parnaso.

-¿Qué consonante deseáis -preguntó elfabulista, como le llamaba madama de Sévigné.

-Un consonante de lumiére.-Orniére -contestó La Fontaine.-¡Eh, mi querido amigo! No hay por qué

hablar de orniéres cuando se alaban las deliciasde Vaux -dijo Loret.

-Y además que no es buen consonante -repuso Pellisson.

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-¡Cómo que no es buen consonante! -exclamó sorprendido La Fontaine.

-Tenéis muy mala costumbre, amigo;costumbre que os impedirá siempre llegar a serun poeta de primer orden. Vuestros consonan-tes se resienten siempre de flojedad.

-¿Lo afirmáis de veras, Pellisson?-De veras lo digo. Tened presente que

jamás es bueno un consonante en tanto que sele pueda hallar otro mejor.

-Entonces, no escribiré más que en prosa-dijo La Fontaine, que había tomado por lo se-rio la reconvención de Pellisson-. ¡No pocasveces me he dicho que no .pasaba de ser un malzurcidor de versos! Sí, es la pura verdad.

-No digáis eso, amigo; os hacéis dema-siado exclusivo, pues hay cosas muy buenas envuestras fábulas.

-Y para. dar principio -prosiguió LaFontaine fijo en su idea-, voy a quemar un cen-tenar de versos que acabo de componer.

-¿Y dónde están?

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-En mi cabeza.-Pues si se hallan en vuestra cabeza, mal

los podréis quemar.-Tenéis razón -dijo La Fontaine-. Y sin

embargo, si no los quemo . . .-¿Qué pasará?-Que se me quedarán en la memoria y

no podré olvidarlos.-¡Diablo! -exclamó Loret-. Pues es un

chasco capaz de volver a uno loco.-¡Diablo, diablo, diablo! -repetía La Fon-

taine-. ¿Y qué voy a hacer?-Yo he hallado un medio -dijo Moliére,

que acababa de entrar.-¿Cuál?-Escribidlos primero, y quemadlos des-

pués.-¡Qué sencillo! Ved ahí, nunca se me

hubiera ocurrido eso. ¡Qué despejo tiene estediablo de Moliére! -dijo la Fontaine.

Luego, dándose un golpe en la frente.

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-¡Ah! ¡Nunca pasarás de ser un asno,Juan de La Fontaine! -añadió.

-¿Qué estáis diciendo, amigo mío? -interrumpió Moliére, acercándose al poeta, cu-yo aparte había oído.

-Digo que nunca pasaré de ser un asno,mi querido cofrade -contestó La Fontaine conun hondo suspiro y los ojos velados de tristeza-. Sí, amigo mío -continuó con una tristeza cadavez mayor-, parece que rimo medianamente. -Una falta.

-¡Ya lo veis! ¡Soy un belitre!-¿Y quién os ha dicho eso?-¡Diantre! Pellisson. ¿No es cierto, Pellis-

son?Pellisson, abismado nuevamente en su

composición, se guardó bien de contestar.-Pues si Pellisson ha dicho que sois un

belitre, os ha injuriado gravemente.-¿De veras?

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-En verdad, querido, os aconsejo que,puesto que sois noble, no dejéis impune esainjuria.

-¡Ah! -murmuró La Fontaine.-¿Os habéis batido alguna vez?-Sí, querido: en una ocasión me batí con

un teniente de caballería ligera.-¿Qué os había hecho? -Parece que sedu-

jo a mi mujer.-¡Ah, ah! -dijo Moliére, palideciendo

ligeramente.Mas como, al oír la manifestación de La

Fontaine, hubiesen los demás vuelto la cabeza,conservó Moliére en sus labios la sonrisa bur-lona, que casi iba a desaparecer, y haciendohablar a La Fontaine:

-¿Y qué resultó de ese duelo? -preguntó.-Resultó que mi adversario me desarmó,

y en seguida me dio excusas, prometiéndomeno volver a poner sus pies en mi casa.

-¿Y os disteis por satisfecho?

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-¡No, al contrario! Así fue que, cogiendootra vez mi acero: "Perdonad, le dije; no me hebatido con vos porque seáis amante de mi mu-jer, sino porque me dijeron que debía batirme.Ahora bien, como nunca he sido feliz hasta esaépoca, hacedme el favor de continuar viniendoa mi casa como antes, o, de lo contrario, ¡dian-tre!, volveremos a empezar." De suerte -con-tinuó La Fontaine-, que no tuvo más remedioque continuar siendo el amante de mi mujer, yyo me encuentro el marido más dichoso delmundo.Todos prorrumpieron en una carcajada, a ex-cepción de Moliére, que no hizo más que pasar-se la mano por los .ojos. ¿Para qué? Tal vez pa-ra enjugar una lágrima o ahogar un suspiro.¡Ay! Sabido es que Moliére era moralista, nofilósofo.

-Es igual -dijo volviendo al punto departida de la discusión-. Pellisson os ha injuria-do.

-¡Ah! Es cierto; ya se me había olvidado.

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-Voy a llamarle de parte vuestra.-Bien; si creéis que sea indispensable...-Así lo creo, y voy a llamarle.-Esperad -dijo La Fontaine-; quiero oír

vuestro parecer.-¿Sobre qué?... ¿Sobre esa ofensa?-No; decidme si, realmente, lumiére no

rima con orniére.-Yo haré que rimen.-¡Pardiez! Bien lo sabía yo.-Cien mil versos como ésos he compues-

to yo en mi vida.-¿Cien mil? -exclamó La Fontaine-. ¡Cua-

tro veces La Doncella, que medita el señorChapelain! ¿Es también ése el tema sobre quehabéis hecho cien mil versos, querido amigo?

-¡Escuchadme, pues, eterno distraído -exclamó Moliére.

-Nadie dirá, pongo por caso -continuóLa Fontaine- que légume no rica con posthume.

-Sobre todo en plural.

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-Sí, sobre todo en plural. Porque enton-ces no rima sólo con tres letras, sino con cuatro,lo mismo que sucede con orniére y lumiére.Poned orniéres y lumiéres en plural, queridoPellisson -dijo La Fontaine, aproximándose adar un golpe en el hombro a su cofrade, cuyainjuria había olvidado ya enteramente-, y veréisqué bien rima.

-¡Eh! -exclamó Pellisson.-¡Diantre! Moliére lo dice, y Moliére es

hombre que lo entiende: me ha declarado queha hecho él mismo cien mil versos.

-¡Vamos -dijo Moliére riendo-, ya meescapo!

-Lo mismo que rivage es consonante deherbage, y me juraría la cabeza.

-Pero . . . -repuso Moliére.-Os digo esto -continuó La Fontaine-,

porque estáis haciendo una comedia paraSceaux, ¿no es verdad?

-Sí. Los Enfadosos.

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-¡Ah! Sí, ya me acuerdo: Los Enfadosos.Pues bien, he pensado que un prólogo vendríamuy bien a vuestra diversión.

-¿Sois de mi opinión? -Hasta tal punto,que os había rogado compusieseis ese prólogo.-¿Me habéis suplicado que lo hiciese?

-Sí, y como os negasteis a ello, os pedíque lo encargaseis a Pellisson, el cual lo estácomponiendo en este momento.

-¡Ah! ¿Es eso lo que está haciendo Pe-llisson? Vamos, amigo Moliére, hay que conve-nir en que a veces podéis tener razón.

-¿Cuándo?-Cuando decís que soy distraído. Es un

feo defecto, del que harépor corregirme; os haré vuestro prólogo.

-¡Pero si ya lo compone Pellisson!-Es cierto. ¡Valiente bruto soy! ¡Razón

tenía Loret en decir que yo era un belitre.-No es Loret quien lo ha dicho, amigo

mío.

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-Pues bien, quien sea. Así, vuestra di-versión se llama Los Enfadosos. Bien; ¿y no osparece buen consonante de enfadosos, dicho-sos?

-En rigor, sí.-¿Y biliosos?-¡Oh, no; biliosos, no!-Sería aventurado, ¿no es cierto... ¿Pero

por qué?-Porque la cadencia es diferente.-Pues yo creía -repuso La Fontaine, se-

parándose de Moliére para acercarse a Loret-,yo creía...

-¿Qué creíais? -preguntó Loret en mediode una frase-. Vamos, decidlo pronto.

-Vos sois el que está componiendo elprólogo de Los Enfadosos, ¿no es cierto?

-¡No diantre, que es Pellisson!-¡Ah, es Pellisson -exclamó La Fontaine

acercándose a Pellisson-. Yo creía que la ninfade Vaux... -¡Oh, lindísimo! -exclamó Loret-. ¡Laninfa de la fiesta! Gracias, La Fontaine; me

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habéis dado los dos últimos versos de mi gace-ta:

La ninfa de la fiestaA dar el galardón bella se apresta.

-¡Enhorabuena! Eso es versificar -dijoPellisson-; si hicierais versos así, sería otra cosa,La Fontaine. ¡Enhorabuena!.

-Pues claro es que los hago, cuando Lo-ret confiesa que soy yo quien le ha dado los dosversos que acaba de recitar.

-Pues bien, si rimáis así, decidme, ¿cómodaríais principio a mi prólogo?

- Daría un verbo de la segunda personadel plural del presente de indicativo, y conti-nuaría así:esa fruta profunda.

-Pero, ¿y el verbo, y el verbo? -pidióPellisson.

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-Para venir a admirar al más grande reydel mundo -continuó La Fontaine.

-Pero, ¿y el verbo, y el verbo? -insistíaobstinadamente Pellisson-. ¿Y esa segunda per-sona del plural del presente de indicativo?

-He ahí: abandonáis.

On ymphe qui quittez cettegrotte profondePour venir admirer le plusgrand roi du monde.

-¿Pondríais: que abandonáis?-¿Por qué no?-¡Que... que!-¡Ah, querido -dijo La Fontaine-, sois un

horrible pedante!-Sin contar -dijo Moliére-, con que, en el

segundo verso, venir Diría, por ejemplo: Ohninfa... que... Después de que pongo: a admirar,es flojo, mi querido La Fontaine.

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-Entonces ya veis cómo soy un ramplón,un belitre, como decíais.

-Yo no he dicho tal cosa.-Como decía Loret, entonces.-Tampoco lo he dicho yo; ha sido Pellis-

son.-Pues bien, Pellisson tenía cien veces

razón. Pero lo que siento más que nada, miquerido Moliére, es que no tendremos nuestrostrajes de epicúreos.

-¿Contabais con el vuestro para la fies-ta?...

-Sí, para la fiesta y para después de lafiesta. Mi ama de llaves me ha advertido que elmío está ya algo raído.

-¡Diantre! Y que tiene muchísima razón,porque está más que raído.

Tuve la inadvertencia de dejar- lo en elsuelo de mi habitación -repuso La Fontaine-, yla gata...

-¿Qué hizo la gata?

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Tuvo la humorada de parir encima, locual lo ajó un poco. Moliére rompió en una car-cajada, cuyo ejemplo siguieron Pellisson y Lo-ret.

En aquel momento se presentó el obispode Vannes con un rollo de planos y pergaminosdebajo del brazo.

Como si el ángel de la muerte hubierahelado todas las imaginaciones traviesas y ri-sueñas, como si aquella figura pálida hubieseasustado a las Gracias, a quienes sacrificabaJenócrates, restablecióse inmediatamente elsilencio en el estudio, y cada cual volvió a ar-marse de su sangre fría y de su pluma.

Aramis distribuyó billetes de invitaciónentre los asistentes, y les dio las gracias ennombre del señor Fouquet. Díjoles que, deteni-do el superintendente en su despacho por cau-sa del trabajo, no podía venir a verles; pero lesrogaba le enviasen algo de lo que hubiesenhecho por el día, para poder olvidar la fatiga desu trabajo, por la noche.

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A estas palabras, todas las frentes seinclinaron. La Fontaine ocupó una mesa y dejócorrer sobre la vitela una pluma rápida; Pellis-son dio una última mano a su prólogo; Moliérecontribuyó con cincuenta versos que le habíainspirado su visita a casa de Percerín; Loretentregó su artículo sobre las fiestas maravillo-sas que profetizaba, y Aramis, cargado de botíncomo rey de las abejas, el grueso abejarrón ne-gro en los ornamentos de púrpura y oro, volviósilencioso y afanado a su habitación. Pero, antesde retirarse:

-Tened presente, queridos señores -dijo-,que mañana a la tarde marchamos todos.

-En tal caso, he de avisar en casa -dijoMoliére.

-¡Ah, sí, pobre Moliére! -exclamó son-riendo Pellisson-. Ama en su casa.

-Ama, sí -replicó Moliére con su sonrisadulce y triste-, lo cual no quiere decir que 'leamen.

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-Pues a mí -dijo La Fontaine-, me amanen Cháteau-Thierry; estoy cierto de ello.

En aquel momento reapareció Aramis,después de una ausencia de pocos instantes.

-¿Viene alguien conmigo? -preguntó-.Voy a París, después de conferenciar con elseñor Fouquet. Ofrezco mi carroza.

-¡Lo acepto! -dijo Moliére-. Tengo prisa.-Yo comeré aquí -dijo Loret-. El señor

Gourville me ha prometido cangrejos...Me ha prometido cangrejos. Busca un

consonante, La Fontaine. Aramis salió riendocomo sabía reír. Moliére se fue con él. Apenashabrían llegado al pie de la escalera, cuando LaFontaine entreabrió la puerta y gritó:A trueque de tus ovillejos, Te ha prometidocangrejos. Redoblaron sus carcajadas los epi-cúreos, y el ruido llegó hasta los oídos de Fou-quet en el instante en que Aramis abría la puer-ta de su despacho.

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Por su parte, Moliére fue a que dispu-sieran los caballos, mientras Aramis concluía loque tenía que hablar con el superintendente.

-¡Cómo ríen arriba! -dijo Fouquet.-¿Y vos no reís, monseñor?-No río ya, señor de Herblay.-Mirad que se aproxima la fiesta.-Y el dinero se aleja.-¿No os he dicho que eso es cuenta mía?-Sí, me habéis prometido millones.-Y los tendréis al siguiente día de llegar

el rey a Vaux.Fouquet miró fijamente a Aramis, y se

pasó una mano helada por la frente humedeci-da. Aramis conoció que el superintendente du-daba de él, o que desconfiaba de tener el dine-ro. ¿Cómo podía suponer Fouquet que un po-bre obispo, ex abate, ex mosquetero, pudierahallarlo?

-¿A qué viene esa duda? -dijo Aramis.Fouquet sonrió, moviendo la cabeza.-¡Hombre de poca fe! -añadió el obispo

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-Querido señor de Herblay -dijo Fou-quet-, si caigo...

-Y bien, ¿si caéis...?-Será desde tan alto, que me aplastaré

en la caídaLuego, dando otro giro a sus ideas, aña-

dió:-¿De dónde venís, amigo mío?-De París? ¡Ah!-Sí, de casa Percerín.-¿Y qué habéis ido a hacer a casa de Per-

cerín? Porque no creo que deis tanta importan-cia a los trajes de nuestros poetas.

-No; he ido para preparar una sorpresa.-¿Una sorpresa?-Sí, que habéis de dar al rey.-¿Costará muy cara?-No, cien doblones para Le Brun.-¿Una pintura? Bien me parece. ¿Y qué

debe representar esa pintura?

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-Ya os lo contaré, y de paso, por másque digáis, he estado también a ver cómo se-guían los vestidos de nuestros poetas.

-¿Y qué tal, serán elegantes? -¡Soberbios!No habrá muchos personajes que los lleveniguales. Ya se verá la diferencia que hay entrelos cortesanos de la riqueza y los de la amistad.

-¡Siempre espiritual y generoso, queridoprelado!

-De vuestra escuela. Fouquet le estrechóla mano.

-¿Y adónde vais ahora? -preguntó.-A París, así que me deis una carta.-¿Para quién?-Para el señor de Lyonne.-¿Y qué deseáis del señor de Lyonne?-Quiero que me firme una orden secreta.-¡Una orden secreta! ¿Queréis encerrar a

alguien en la Bastilla.-No, al contrario, quiero poner a uno en

libertad.-¡Ah! ¿Y a quién?

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-A un pobre diablo, un joven que estáencarcelado hace diez años por dos versos lati-nos que compuso contra los jesuitas.

-¡Por dos versos latinos! ¿Y por eso estáese desgraciado preso hace diez años?

-Sí.-¿Y no ha cometido otro crimen?-Excepción de esos dos versos, es tan

inocente como vos y yo.-¿Dais vuestra palabra?-¡Palabra de honor!-¿Y se llama?-Seldon.-¡Ah, es demasiado fuerte, caray! Y, sa-

biendo eso, ¿no me lo habíais dicho?-Es que hasta ayer no se ha acercado a

mí su madre, monseñor.-¿Y esa mujer es pobre?-Está en la mayor miseria.-¡Dios mío! -exclamó Fouquet-. ¡Permitís

a veces tales injusticias, que no es de extrañar

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haya desgraciados que duden de vos! ¡Tomad,señor de Herblay!

Y, cogiendo Fouquet una pluma, escri-bió velozmente unas líneas a su colega Lyonne.

Aramis recogió la carta y se apresuró asalir.

-Aguardad -dijo Fouquet.Abrió el cajón y le entregó diez billetes

de Caja que había en él. Cada billete era de millibras.

-Tomad -dijo-, poned en libertad al hijo,y dad esto a la madre; pero no le vayáis a de-cir...

-¿Qué, monseñor?-Que tiene diez mil libras mas que yo;

diría que soy un triste superintendente. En fin,espero que Dios bendiga a los que piensan ensus pobres.

-Es lo que yo espero también -replicóAramis besando la mano a Fouquet.

Y salió apresuradamente llevándose lacarta para Lyonne, los bonos de Caja para la

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madre de Seldon, y a Moliére, que comenzaba aimpacientarse.

LXXXNUEVA CENA EN LA BASTILLA

Daban las siete de la tarde en el granreloj de la Bastilla, en aquel famoso reloj que,semejante a todos los accesorios de la prisiónde Estado, cuyo uso es el tormento, recordaba alos recluidos el destino de cada una de lashoras de su suplicio. El cuadrante de la Bastilla,adornado de figuras como la mayor parte delos relojes de aquel tiempo, representaba a SanPedro en las prisiones.

Era aquélla la hora de la cena de los po-bres cautivos. Las puertas, rechinando sobresus enormes goznes, daban paso a los platos ycestos cargados de manjares, cuya delicadeza,según nos lo manifestó el mismo Baisemeaux,en otra ocasión, era apropiada a la condicióndel detenido.

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Sabemos ya las teorías del señor Baise-meaux, soberano dispensador de las deliciasgastronómicas, cocinero jefe de la fortaleza real,cuyos cestos llenos ascendían las empinadasescaleras, llevando algún consuelo a los presosen el fondo de las botellas honradamente lle-nas.

Aquella misma hora era la de la cena delseñor alcaide. Tenía un convidado aquel día, yel asador giraba más cargado que de costum-bre.

Las perdices tostadas, guarnecidas decodornices, y envolviendo una liebre mechada;las gallinas en caldo de puchero, el jamón fritoy rociado con vino blanco, los cardos de Gui-púzcoa y la sopa de cangrejos, componían,además de otros platos y los entremeses, la listade la cena del señor alcaide.

Baisemeaux, en la mesa, se frotaba lasmanos mirando al señor obispo de Vannes,que, calzado como un caballero, ataviado degris, la' espada al costado, no cesaba de hablar

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de su apetito y mostraba la más viva impacien-cia.

Baisemeaux de Montlezun no estabaacostumbrado a las familiaridades de Su Ilus-trísima monseñor de Vannes, y, aquella noche,Aramis, jovial y risueño, hacía confidenciassobre confidencias. El prelado se había vueltoun si es no es mosquetero. El obispo afectabadesenvoltura. Respecto al señor Baisemeaux,con la facilidad de las gentes vulgares, se entre-gaba por entero al abandono que mostraba suconvidado.

-Caballero -dijo-, porque, a decir ver-dad, no puedo llamaros, esta noche, monse-ñor...

-No -dijo Aramis-, llamadme caballero;ya veis que llevo botas altas.

-Pues bien, caballero, ¿sabéis a quién merecordáis esta noche?

-De veras que no -dijo Aramis echándo-se de beber-; pero supongo que os recordaréalgún buen convidado.

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-Me recordáis a dos. Francisco, cerradesa ventana; el viento podría molestar a Su Ilus-trísimas

-¡Que salga! -añadió Aramis-. La cenaestá servida, y comeremos sin criado. Cuandoestoy en la intimidad, cuando estoy con unamigo...

Baisemeaux se inclinó respetuosamente.-Me gusta servirme a mí mismo -

continuó Aramis.-¡Francisco, salid! -ordenó Baisemeaux-.

Decía, pues, que Su Ilustrísima me recuerda ados personas: una muy ilustre, el difunto car-denal, el de la Rochela, el que llevaba botascomo vos, ¿no es verdad?

-Sí, por cierto --dijo Aramis-. ¿Y la otra?-La otra, a cierto mosquetero, tan ga-

llardo como valiente, tan atrevido como afortu-nado, que, de abate, se hizo mosquetero, y, demosquetero, abate.

Aramis se dignó sonreír.

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-De abate -continuó Baisemeaux alenta-do con la sonrisa de su grandeza-, de abate aobispo, y de obispo...

-¡Ah! ¡Detengámonos, por favor! -dijoAramis.

-Digo, caballero, que me hacéis el efectode un cardenal.

-Basta, querido Baisemeaux. Aun cuan-do, como habéis dicho muy bien, llevo botas decaballero, no deseo, ni por esta noche, por eso,estar a mal con la Iglesia.

-Sin embargo, monseñor, confesad quetraéis malas intenciones.

-Es verdad, malas, como todo lo que esmundano.

-¿Recorreréis las calles enmascarado?-Enmascarado, exactamente.-¿Y seguís manejando la espada?-Creo que sí, pero sólo cuando me obli-

gan a ello. Hacedme el obsequio de llamar aFrancisco.

-Ahí tenéis vino.

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-No es por el vino, sino porque haceaquí mucho calor y está cerrada la ventana.

-Cuando ceno hago cerrar las ventanaspara no oír las rondas o la llegada de los co-rreos.

-¡Ah! ¿Se oyen cuando está abierta laventana?

-Mucho, y eso molesta, como compren-deréis.

-No obstante, aquí se sofoca uno. ¡Fran-cisco!

Francisco se presentó.-Haced el obsequio de abrir esa ventana,

m a e s e Francisco. Con vuestro permiso, ami-go Baisemeaux.

-Monseñor está en su casa -repuso elalcaide.

La ventana fue abierta.-¿Sabéis -dijo Baisemeaux-, que vais a

encontraros muy solo ahora que se ha vuelto aBlois el señor conde de la Fére? Es amigo anti-guo, ¿no es verdad?

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-Lo sabéis tan bien como yo, Baise-meaux, pues estuvisteis con nosotros en losmosqueteros.

-¡Bah! Con los amigos no cuento las bo-tellas ni los años.

-Y hacéis bien; pero con el señor de laFére hago más que amarle, le adoro.

-Pues, por mi parte, prefiero al señorArtagnan. Este sí que es hombre que bebe bien.Al menos estas gentes dejan ver su pensamien-to.

-Baisemeaux, emborrachadme esta no-che, recordemos los pasados tiempos, y si tengoalguna pena en lo íntimo de mi corazón prome-to que la veréis, como pudierais ver un diaman-te en el fondo de vuestro vaso.

-¡Bravo! -exclamó Baisemeaux; y, lle-nando un vaso de vino, lo apuró, encantado defigurar por algo en un pecado capital de arzo-bispo.

Mientras bebía, no advirtió la atencióncon que Aramis observaba los ruidos del patio.

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A eso de las ocho y a la quinta botellacolocada en la mesa por Francisco, entró uncorreo, que a pesar del ruido que venía hacien-do, no fue oído por Baisemeaux.

-¡El diablo le lleve! -exclamó Aramis.-¿El qué? ¿A quién? -preguntó Baise-

meaux-. Me parece que no será el vino que be-béis, ni a quien os lo hace beber.

-No; es un caballo que hace, él solo, tan-to ruido en el patio, como pudiera hacerlo unescuadrón entero.

-¡Bah! Será algún correo -replicó el al-caide menudeando los tragos-. Pues llévele eldemonio y con tal furia, que no volvamos a oírhablar de él. ¡Hurra, hurra!

-¡Me tenéis olvidado, Baisemeaux! Mivaso está vacío -dijo Aramis, señalando un cris-tal deslumbrador.

-¡Palabra que me encantáis! ¡Vino, Fran-cisco!

Francisco entró.-¡Vino, bergante, y del mejor!

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-Bien, señor; mas... está ahí un correo.-¡Al diablo, he dicho! -Sin embargo, se-

ñor...-Que dejen lo que sea en la escribanía,

mañana veremos. Mañana será otro día -añadióBaisemeaux cantando esta última frase.

-¡Ay, señor! -refunfuñó el soldado Fran-cisco, bien a pesar suyo-. Señor...

-Cuidado, -dijo Aramis-, tened cuidado.-¿Por qué, querido señor de Herblay? -

dijo Baisemeaux medio ebrio ya.-Las cartas que remiten por correo a los

alcaides de fortalezas son a veces órdenes.-Casi siempre.-Y las órdenes, ¿no vienen de los minis-

tros?-Sí, claro está; pero ...-Y esos ministros, ¿no refrendan la firma

del rey?-Quizá tengáis razón. Con todo, es muy

fastidioso, cuando uno está enfrente de unabuena mesa, y tiene por comensal a un amigo.

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Perdonad, señor; olvidaba que soy yo quien osha invitado a cenar, y que estaba hablando conun futuro cardenal.

-Dejemos eso a un lado, querido Baise-meaux, y volvamos a nuestro soldado, a Fran-cisco.

-Y bien, ¿qué ha hecho Francisco?-Murmurar.-Pues ha hecho mal.-Sin embargo, ya veis que ha murmura-

do, y eso es señal de que sucede algo extraordi-nario. Podría ser que no fuese Francisco el queha hecho mal en murmurar, sino vos por nooírle.

-¿Hacer yo algo mal hecho? ¿Y anteFrancisco? Duro me parece eso.

-Quise decir una irregularidad. ¡Perdón!Creí un deber haceros una observación queconsideraba importante.

-¡Oh! Quizá tengáis razón -tartamudeóBaisemeaux-. ¡Una orden del rey es sagrada!

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Pero las órdenes que llegan cuando ceno, lorepito, que el diablo...

-Si hubieseis hecho eso al gran cardenal,¿eh?, y la orden tuviese alguna importancia...

-Lo que hago es por no incomodar a unobispo, y bien merezco disculpa, ¡pardiez!

-No olvidéis, Baisemeaux, que he lleva-do la casaca y estoy acostumbrado a ver en to-do consignas. -Así, pues, ¿queréis ... ?

-Quiero que cumpláis con vuestro de-ber, amigo mío. Os ruego que lo hagáis, a lomenos en presencia de este soldado.

-Es muy lógico.Francisco continuaba esperando.-Que me traigan esa orden del rey -gritó

Baisemeaux enderezándose.Y añadió por lo bajo:-¿Sabéis lo que es?... Pues voy a mani-

festároslo: alguna cosa tan importante comoesto: "Cuidad que no haya fuego en las inme-diaciones del polvorín"; o bien: "Vigilad a talpreso, que es hombre muy astuto". Si supieseis,

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monseñor, cuántas veces me han hecho desper-tar sobresaltado, en lo mejor y más dulce de misueño, con órdenes llegadas al galope para de-cirme, mejor para traerme un pliego con estaspalabras: "Señor Baisemeaux ¿qué hay de nue-vo?"' ¡Bien se conoce que los que pierden eltiempo en escribir semejantes órdenes no handormido en la Bastilla! Conocerían mejor elespesor de mis muros, la vigilancia de mis sub-alternos y la multiplicidad de mis rondas Enfin, ¡cómo ha de ser! Su oficie es escribir paraatormentarme cuan do estoy tranquilo; paramolestar me cuando soy feliz -añadió Baise-meaux, inclinándose ante Ara mis-. Dejémosles,pues, que hagan su oficio.

-Y haced vos el vuestro -repuso son-riendo el obispo, cuya mirada sostenida man-daba a pesar de aquella aparente afabilidad.

Francisco volvió. Baisemeaux tomó desus manos la orden enviada del ministerio.Rompió el sello lentamente y la leyó del mismomodo, Aramis fingió que bebía, para observar a

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su anfitrión a través del cristal. Luego que Bai-semeaux acabó de leer:

-¿Qué decía yo? -murmuró.-¿Qué es al fin? preguntó el obispo.-Una orden de libertad. ¿Vale la pena,

pregunto yo, incomodarnos para esto?-Al menos convendréis, mi querido al-

caide, que para el interesado es una hermosanoticia.

-¡Y a las ocho de la noche! -¡Eso es cari-dad!

-¡Caridad o lo que queráis; mas sólopara el belitre que se aburre allá, no para mí,que me divierto -dijo Baisemeaux exasperado.

-¿Os causa eso alguna pérdida? ¿Es delos que reciben mejor trato el preso que os qui-tan?

-Ca, ¡un pobre diablo! Un ratón de cincofrancos.

-¿Se le puede ver? -preguntó el señor deHerblay-. Si no es indiscreción...

-No; leed.

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-En la hoja dice urgente: ¿lo habéis vis-to?

-¡Admirable! ¡Urgente!... ¡Un hombreque está aquí hace diez años, quieren ahoraque, a toda prisa, se le ponga en libertad, estamisma noche, a las ocho!

Y Baisemeaux, encogiéndose de hom-bros con aire de soberbio desdén, arrojó la or-den sobre la mesa, y siguió comiendo.

-Esos caprichos tienen -añadió con laboca llena-: cogen a un hombre el mejor día, lemantienen durante diez años, y le escriben auno: "Vigilad a ese belitre!" o bien: "¡Custodiad-le con el mayor rigor!" Y luego que se ha acos-tumbrado uno a mirar al preso como hombrepeligroso, de pronto, sin causa, sin precedente,os escriben "Poned en libertad". Y añaden a sumisiva: "¡Urgente!" Comprenderéis, monseñor,que eso le hace a uno encogerse de hombros.

-¡Qué queréis! -dijo Aramis-. Por másque se gruña, hay que cumplir la orden.

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-¡Bien, bien! ¡Cumplir! ... ¡Paciencia! Su-pongo que no me tendréis por ningún esclavo.

-Dios mío, queridísimo señor Baise-meaux, ¿quién os dice eso? Ya se ve vuestraindependencia.

-¡A Dios gracias!-Pero también conozco vuestro buen

corazón.-¡Ah! ¡Hablemos de eso!-Y vuestra obediencia a los superiores.

Cuando uno ha sido soldado, querido, es paratoda la vida.

-Así es que obedeceré estrictamente, ymañana temprano será puesto el preso en liber-tad.

-¿Y por qué no hoy, puesto que la ordenlleva fuera y dentro la advertencia de urgente?

-Porque esta noche cenamos y tenemosprisa también.

-Amigo Baisemeaux, con todas mis bo-tas, me siento sacerdote, y la caridad es para míun deber más imperioso que el hambre y la sed.

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Ese desgraciado ha padecido ya bastante tiem-po, puesto que me decís que hace diez años queestá en la Bastilla. Abreviadle el suplicio. Leaguarda un momento feliz, y no debéis retras-arlo. Dios os lo recompensará en el paraíso conaños de felicidad.

-¿Lo queréis así?-Os lo suplico.-¿Sin concluir de cenar?-Os lo suplico, esta acción valdrá diez

Benedicite.-Hágase como deseáis. Lo malo es que

se enfriará la comida.-¡Oh! ¡Qué más da! Baisemeaux se echó

hacia atrás para llamar a Francisco, y; por unmovimiento natural, volvióse hacia la puerta.

La orden estaba sobre la mesa. Aramisaprovechó el momento en que Baisemeaux nomiraba para cambiar aquel papel por otro, ple-gado de la misma manera, que sacó del bolsillo.

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-Francisco -dijo el alcaide-, decid al se-ñor mayor que suba con los carceleros de laBertaudiére.

Francisco salió, inclinándose, y los doscomensales se quedaron solos.

LXXXIEL GENERAL DE LA ORDEN

Reinó un momento de silencio entreAramis y Baisemeaux, durante el cual no per-dió aquél un momento de vista al alcaide. Estesólo parecía decidido a medias a incomodarsede aquel modo a la mitad de su cena, y era fácilver que buscaba una razón cualquiera, buena omala, para aplazar la operación hasta despuésde los postres. Por fin, pareció haber encontra-do esa razón.

-¡Eh! -exclamó-. ¡Es imposible!-¡Cómo imposible! -dijo Aramis-. ¡Va-

mos a ver, querido amigo, qué es imposible!

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-Libertar al preso a estas horas. ¿Adón-de iría, si no conoce a París?

-Irá donde pueda.-Tanto valdría libertar a un ciego.-Yo tengo una carroza, y le conduciré

adonde quiera que le lleve.-Para todo tenéis respuesta . . . Francis-

co, que se avise al señor mayor para que vaya aabrir el calabozo del señor Seldon, número 3,Bertaudiére.

-¿Seldon? -dijo Aramis con toda senci-llez-. ¿Habéis dicho Seldon?

-He dicho Seldon. Es el nombre del quemandan libertar.

-Querréis decir Marchiali -replicó Ara-mis.

-¿Marchiali?... ¡Ah, bien, sí! No, no, Sel-don.

-Me parece que estáis equivocado, señorBaisemeaux.

-He leído la orden.-Yo también.

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-Y he visto Seldon en letras gordas comoésto.

Y el señor Baisemeaux enseñaba un de-do.

-Pues yo he leído Marchiali en letrascomo ésto.

Y Aramis mostraba dos dedos.-Fácil es desengañaros -dijo Baisemeaux,

seguro de lo que había leído-. El papel está ahí;no hay más que leer.

-Leo: "Marchiali" -replicó Aramis des-doblando el papel-. ¡Tomad!

Baisemeaux miró, y dejó caer los brazos.-Sí, sí -contestó aterrado-; Marchiali po-

ne. Marchiali, con todas sus letras. ¡Es verdad!-¡Ah!-¡Cómo! ¿El hombre de quien hablamos

tanto? ¿El hombre que tanto me recomiendantodos los días?

-Marchiali dice -repitió de nuevo el in-flexible Aramis.

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-Preciso es confesarlo, monseñor; peroes cosa que no acierto a comprender.

-Sin embargo, hay que dar crédito a losojos.

-¡Y bien que dice ahí Marchiali!-Y con muy buena letra.-¡Es fenomenal! Estoy viendo aún esa

orden y el nombre de Seldon, irlandés. Lo veo.¡Ah! Y hasta recuerdo que debajo de ese nom-bre había un borrón.

-No, no hay tal borrón.-Sí, lo había; precisamente, raspé los

polvos que tenía pegados.-De todos modos, querido señor Baise-

meaux -dijo Aramis-, sea lo que quiera lo quehabéis visto, está firmada la orden de libertad aMarchiali, con borrón o sin él.

-Firmada la orden de poner en libertad aMarchiali -repitió maquinalmente Baisemeaux,tratando de coordinar sus recuerdos.

-Y le pondréis en libertad. Si el corazónos dicta que pongáis también a Seldon, os de-

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claro que no me opondré a ello de ningún mo-do.

Aramis acentuó esta frase con una son-risa, cuya ironía acabó de despejar la cabeza deBaisemeaux, y le dio valor.

-Monseñor -dijo-, ¿ese Marchiali es elmismo preso a quien el otro día un sacerdote,confesor de nuestra Orden, vino a visitar tanimperiosa y secretamente?

-Nada sé de eso -replicó el obispo.-Pues no hace tanto tiempo, querido

señor de Herblay.-Verdad es; pero entre nosotros, es con-

veniente que el hombre de hoy no sepa lo queha hecho el hombre de ayer.

-En todo caso -dijo Baisemeaux-, la visi-ta del confesor jesuita traería la felicidad paraese hombre.

Aramis no replicó, y continuó comiendoy bebiendo.

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Baisemeaux, sin tocar nada de lo quehabía sobre la mesa, cogió de nuevo la orden yla examinó por todos lados.

Esta inquisición, en circunstancias ordi-narias, habría hecho poner como la grana lasorejas del poco paciente Aramis; pero el obispode Vannes no se irritaba por tan poco, sobretodo cuando se decía por lo bajo que sería peli-groso irritarse.

-¿Pondréis en libertad a Marchiali? -preguntó-. Este sí que es un buen Jerez aromá-tico, mi querido alcaide.

-Monseñor -replicó Baisemeaux-, liber-taré al preso Marchiali cuando haya llamado alcorreo que ha traído la orden, y me cerciore...

-Las órdenes vienen selladas, y el porta-dor no conoce su contenido. ¿De qué os habrí-ais de cerciorar ?

-Bien, monseñor; pero avisaré al minis-terio, y allí, el señor de Lyonne retirará o apro-bará la orden.

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-¿Y a qué fin todo eso? -dijo Aramisfríamente.

-Eso sirve para no engañarse uno nunca,monseñor; para no faltar jamás al respeto quetodo subalterno debe a sus superiores; para noinfringir nunca los deberes del servicio que unoha tomado sobre sí.

-Muy bien; habláis con tal elocuencia,que no puedo menos de admiraros. Es verdad,un subalterno debe respeto a sus superiores; esculpable cuando se engaña, y sería castigado siinfringiese los deberes de su servicio.

Baisemeaux miró al obispo con asom-bro.

-De ahí resulta -prosiguió Aramis- quemeditaréis para poneros de acuerdo con vues-tra conciencia.

-Sí, monseñor.-Y que, si un superior os lo manda, obe-

deceréis.-No os engañáis, monseñor.-¿Conocéis bien la firma del rey?

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-Sí, monseñor.-¿Y no es la que hay al pie de esta orden

de libertad?-Verdad es; mas puede...-Ser falsa, ¿no es eso?-Ya se ha visto ese caso, monseñor.-Tenéis razón. ¿Y la del señor de Lyon-

ne?-También la veo en la orden; pero, así

como puede suplantarse la firma del rey, conmayor razón podrá hacerse lo propio con la delseñor de Lyonne.

-Avanzáis en la lógica a pasos agiganta-dos, señor Baisemeaux -dijo Aramis-, y vuestraargumentación es invencible. Pero, ¿en qué osfundáis, principalmente, para creer falsas esasfirmas?

-En la ausencia de los firmantes. Nadahay que compruebe la firma de Su Majestad, yel señor de Lyonne no se halla aquí para decir-me que ha firmado.

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-Pues bien, señor Baisemeaux -replicóAramis fijando en el alcaide su mirada de águi-la-; acepto con tal franqueza vuestras dudas yvuestro modo de aclararlas, que voy a tomaruna pluma si me lo permitís.

Baisemeaux le dio una pluma.-Un papel blanco cualquiera -añadió

Aramis.Baisemeaux le acercó papel. -Y ahora,

aquí presente, sin el menor género de duda,voy a escribir una orden, a la cual espero quedaréis crédito, por incrédula que seáis.

Baisemeaux palideció ante aquella segu-ridad glacial. Le pareció que la voz de Aramis,tan risueña y afable poco antes, se había vueltofúnebre y siniestra, que la cera de las velas secambiaba en cirios de capilla sepulcral, y que elvino de los vasos se transformaba en sangre.

Aramis tomó la pluma y escribió. Bai-semeaux, aterrado, leía por encima del hombro:

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"A. M. D. G.", escribió el obispo; y puso unacruz debajo de estas cuatro letras, que signifi-caban: Ad majorem Dei gloriam.

Luego continuó:

"Queremos que la orden llevada al señor Bai-semeaux de Montlezun, alcaide por el rey delfuerte de la Bastilla, sea reputada por él comobuena y valedera, y puesta al punto en ejecu-ción.

"Firmado: HERBLAY, General de laOrden por la gracia de Dios."

Baisemeaux quedó tan profundamente impre-sionado, que sus facciones se contrajeron; abrié-ronse sus labios, y sus ojos permanecieron fijos.No se movió ni articuló un sonido.

No se oía en la vasta sala más que elzumbido de una mosca que revoloteaba alre-dedor de las velas.

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Aramis, sin dignarse siquiera mirar alhombre que a tan mísero estado reducía, sacódel bolsillo un pequeño estuchito que conteníalacre negro; dobló la carta, estampó en ella unsello que traía debajo de la ropilla, y, terminadala operación, presentó, con el mayor silenciosiempre, la orden al señor Baisemeaux.

Este, cuyas manos temblaban de unamanera que daba lástima, paseó una miradaextraviada y mortecina por el sello; manifestóseen sus facciones un postrer vislumbre de emo-ción, y cayó como fulminado sobre una silla.

-Vamos, vamos -dijo Aramis después deun largo silencio, durante el cual el alcaide dela Bastilla había recobrado sus sentidos-, no mehagáis creer, querido Baisemeaux, que la pre-sencia del general de la Orden es terrible comola de Dios, y que se muera uno al verle. ¡Valor!Levantaos; dadme la mano y obedeced.

Calmado Baisemeaux, ya que no satisfe-cho, obedeció, besó la mano a Aramis y se le-vantó.

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-¿Ahora mismo? -dijo.-¡Oh, nada de exagerar, mi anfitrión!

Volved a vuestro asiento y hagamos honor aeste apetitoso postre.

-Monseñor, no me reharé de tal golpe.¡Yo que he reído y chanceado con vos, tratán-doos como de igual a igual!

-Calla, mi viejo camarada- contestó elobispo, que conocía lo muy estirada que estabala cuerda y lo peligroso que sería romperla-,calla. Vivamos cada cual nuestra vida: a ti, miprotección y mi amistad; a mí, tu obediencia.Pagados con exactitud ambos tributos, sigamoscontentos.

Baisemeaux se puso a meditar, y calculómuy luego las consecuencias de aquélla evasiónde un preso por medio de una orden falsa. Lue-go puso en paralelo la garantía que le ofrecía laorden oficial del general, y no la encontró debastante peso.

Aramis lo adivinó.

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-Mi querido Baisemeaux -le dijo-, soisun mentecato. Ahorraos el trabajo de reflexio-nar, cuando yo me encargo de pensar por vos.

Y a un nuevo ademán que hizo, volviósea inclinar Baisemeaux.

-¿Y cómo me he de componer? -dijo.-¿Qué hacéis para libertar a un preso?-Seguir el reglamento.-Pues bien, seguidlo, querido. -Voy con

mi mayor a la cámara del preso y lo conduzcoyo mismo cuando es un personaje de importan-cia.

-¿Pero ese Marchiali no es persona deimportancia? -dijo negligentemente Aramis.

-No sé -replicó el alcaide con un tonoque equivalía a decir: "A vos os toca manifes-tármelo."

-Entonces, si no lo sabéis, es que tengoyo razón; proceded con Marchiali como con laspersonas insignificantes.

-Bien. El reglamento lo indica.-¡Ah!

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-El reglamento ordena que el carcelero ouno de los empleados subalternos llevará elpreso al alcaide en la escribanía.

-Muy puesto en razón. ¿Y luego?-Luego, se devuelven al preso los obje-

tos de valor que llevaba consigo cuando su en-carcelamiento, los vestidos, los papeles y de-más, si la orden del ministro no lo dispone deotra manera.

-¿Qué dice la orden del ministro respec-to a ese Marchiali?

-Nada; porque el infeliz llegó aquí sinalhajas, sin papeles, y casi sin vestidos.

-¡Pues no hay cosa más sencilla! En ver-dad, Baisemeaux, os fraguáis una montaña ennada. . . Permaneced aquí, y haced llevar elpreso a la alcaidía.

Baisemeaux obedeció. Llamó al sotoalcaide, y le dio una consigna, que éste transmi-tió, sin emocionarse, a quien correspondía.

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Media hora después se oyó cerrar unapuerta en el patio: era la puerta del torreón quedevolvía su presa al aire libre.

Aramis sopló todas las bujías que ilu-minaban la pieza, dejando solamente una en-cendida detrás de la puerta. Aquella luz trému-la no permitía a las miradas fijarse en los obje-tos.

Acercáronse las pisadas.-Salid a recibir a esos hombres -dijo

Aramis a Baisemeaux.El alcaide obedeció.El ujier y los carceleros desaparecieron.Baisemeaux entró, acompañado de un

preso.Aramis se había colocado en la sombra,

donde veía sin ser visto. Baisemeaux, convoz conmovido, notificó al joven la orden quele hacía libre.

El preso escuchó sin hacer un gesto nipronunciar una palabra.

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-Habéis de jurar, pues así lo previene elreglamento -añadió el alcaide-, no revelar jamáslo que hayáis visto u oído en la Bastilla. El jo-ven se acercó a un crucifijo; extendió la mano, yjuró con los labios.

-Ahora, señor, sois libre. ¿Adónde pen-sáis ir?

El preso volvió la cabeza, como si bus-cara detrás de él una protección con la quehabía que contar.

Entonces salió Aramis de la sombra.-Aquí estoy -dijo-, para prestaros el ser-

vicio que queráis pedirme.El preso se ruborizó ligeramente, y, sin

vacilar, pasó su brazo por debajo del de Ara-mis: ,

-¡Dios os tenga en su santa guarda! -exclamó con voz que por su firmeza, hizo es-tremecer al alcaide tanto como le había sorpren-dido la fórmula.

Aramis, estrechando las manos de Bai-semeaux, le dijo:

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-¿Os atormenta mi orden? ¿Teméis quela encuentren en vuestro poder si vienen a re-gistrar?

-Deseo conservarla, monseñor -dijo Bai-semeaux-. Si la hallasen en mi poder sería señalcierta de que yo estaba perdido, y en tal caso,seríais para mí un auxiliar poderoso.

-Porque sería vuestra cómplice, ¿no eseso? -repuso Aramis encogiéndose de hombros-. ¡Adiós, Baisemeaux! -agregó.

Los caballos aguardaban, estremeciendola carroza con su impaciencia.Baisemeaux condujo al obispo hasta el pie de laescalinata. Aramis hizo subir a su compañerodelante de él en la carroza, subió en ella a con-tinuación, y sin dar otra orden al cochero:

-Marchad -dijo.La carroza rodó ruidosamente sobre el

pavimento de los patios. Un oficial iba delantede los caballos con un hachón encendido, ydaba a cada cuerpo de guardia la orden de de-jar paso.

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Durante el tiempo que se invirtió enabrir las puertas, Aramis apenas respiró, yhubiera podido oírse latir su corazón contra lasparedes de su pecho.

El preso, hundido en un rincón de lacarroza, no daba tampoco señales de existencia.

Por último, un sobresalto mayor que losanteriores anunció estar salvada ya la últimabarrera.

Detrás de la carroza se cerró la últimapuerta, la de la calle de San Antonio. Ya nohabía paredes a derecha ni a izquierda; el cielo,la libertad, la vida por todas partes. Los caba-llos, sujetos por mano vigorosa, caminaron dul-cemente hasta la mitad del arrabal. Allí, toma-ron el trote.

Poco a poco, ora fuese que se calenta-ron, ora que los arreasen, ganaron en rapidez, ycuando llegaron a Bercy, la carroza parecía vo-lar, según lo grande del ardor de los corceles.Aquellos caballos corrieron hasta Villeneuve-Saint-Georges, donde estaba preparado el re-

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levo. Entonces, cuatro caballos, en lugar de dos,arrastraron el carruaje en dirección a Melún, yse detuvieron un momento en medio del bos-que de Sénart. Indudablemente, se había dadoorden de antemano al postillón, porque Aramisno tuvo necesidad siquiera de hacer una seña.

-¿Qué pasa? -preguntó el preso, como sisaliera de un largo sueño.

-Pasa, monseñor -dijo Aramis-, que an-tes de seguir adelante, necesitamos hablarVuestra Alteza Real y yo.

-Aguardaré la ocasión, señor -replicó eljoven príncipe.

-La ocasión no puede ser mejor, monse-ñor, pues estamos en medio del bosques dondenadie puede escucharnos.

-¿Y el postillón?-El postillón de este relevo es sordomu-

do, monseñor.-Pues estoy a vuestras órdenes, señor de

Herblay.-¿Os agrada estar en el carruaje?

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-Sí; estamos bien sentados y me gustaeste vehículo, es el que me ha devuelto a la li-bertad.

-Aguardad, monseñor: una precaucióntodavía.

-¿Cuál?-Estamos en el camino real, y pueden

pasar jinetes o carrozas, de viaje como nosotros,que, al vernos detenidos, se figuren que nos hapasado algún contratiempo. Evitemos ofertasoficiosas que nos molestarían.

-Ordenad al postillón que oculte la ca-rroza en un camino lateral.

-Eso es precisamente lo que iba a hacer,monseñor.

Aramis hizo una seña al mudo, a quientocó. Este echó pie a tierra, cogió los dos prime-ros caballos de la brida, y los metió entre lahierba por una arboleda tortuosa, en el fondode la cual y en aquella noche sin luna, las nubesformaban un velo más negro que los borronesde tinta.

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Hecho esto, recostóse el hombre sobre un talud,junto a sus caballos, los cuales arrancaban aderecha e izquierda los retoños de la. bellota.

-Os escucho -dijo el joven príncipe aAramis-. Mas, ¿qué estáis haciendo?

-Descargar las pistolas, de las que ya notenemos necesidad, monseñor.

LXXXIIEL TENTADOR

-Príncipe -dijo Aramis volviéndose, enla carroza, hacia su compañero-, por humildecriatura que sea, por mediano que sea mi talen-to, por inferior que me encuentre en el orden delos seres que piensan, nunca me ha acontecidohablar con un hombre, sin penetrar su pensa-miento a través de esa máscara viva que cubrenuestra inteligencia, a fin de retener su mani-festación. Mas esta noche, en la obscuridad enque nos encontramos, con la reserva en que os

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veo, nada podré leer en vuestro semblante, yalgo me dice que me costará trabajo arrancarosuna palabra sincera. Os suplico, pues, no poramor a mí, pues los súbditos no deben pesarnada en la balanza que tienen los príncipes,sino por amor a vos mismo; que retengáis cadauna de mis frases, que, en las críticas cir-cunstancias en que nos hallamos comprometi-dos, tendrán cada una su sentido y su valor, tanimportantes como jamás se han pronunciado enel mundo.

-Escucho -repitió el joven príncipe condecisión-, sin ambicionar, sin temer nada de loque podáis' decirme.

Y se hundió más profundamente aún enlos blandos almohadones de la carroza, procu-rando ocultar a su compañero, no sólo la vista,sino hasta la suposición de su persona.

La sombra era negra y descendía, exten-sa y opaca, de las copas de los árboles entrela-zados. La carroza, cerrada por vasto techado,no habría recibido la menor partícula de luz,

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aun cuando entre las columnas de bruma. quese adensaban en la alameda del bosque, sehubiere deslizado un átomo luminoso.

-Monseñor -prosiguió Aramis-, ya cono-céis la historia del gobierno que dirige hoy aFrancia. El rey ha salido del cautiverio de unainfancia, obscura y severa como lo fue la vues-tra; sólo que, en vez de tener, como vos, la es-clavitud de la cárcel, la obscuridad de la sole-dad, la estrechez de la vida oculta, ha debidosufrir todas sus miserias, todas sus humillacio-nes, todas sus ataduras, a la luz del día, al solimplacable de la realeza; lugar anegado de luz,donde cualquier mancha parece sucio barro,donde toda gloria parece una mancha. El rey hapadecido, tiene rencor, se vengará: Será un malrey. No digo que derrame sangre como Luis XIo Carlos IX, porque no tiene ofensas mortalesque vengar, pero devorará el dinero y la subsis-tencia de sus súbditos, porque ha sufrido in-jurias de interés y de dinero. Pongo, por tanto,a salvo mi conciencia cuando peso los méritos y

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los defectos de ese príncipe, y, si le condeno, miconciencia me absuelve.

Aramis hizo una pausa. No era paraescuchar si el silencio del bosque seguía siendoel mismo; era para recoger su pensamiento delfondo de su espíritu, era para dejar a aquelpensamiento el tiempo de incrustarse profun-damente en el alma de su interlocutor.

-Dios hace bien todo lo que hace -continuó el obispo de Vannes-, y estoy de talmodo persuadido de ello, que me he felicitadohace tiempo de haber sido elegido por él comodepositario del secreto que os he ayudado adescubrir. El Dios de la justicia y de la previ-sión quería un instrumento agudo, perseveran-te y convencido para llevar a cabo una grandeobra. Ese instrumento soy yo, que tengo laagudeza, la perseverancia y la convicción preci-sas. Yo gobierno un pueblo misterioso, que haadoptado por divisa la divisa de Dios: Patiensquie ¿aeternus!

El príncipe hizo un movimiento.

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-Adivino, monseñor -dijo Aramis-, quelevantéis la cabeza y que ese pueblo que yomando os sorprende. No sabíais que tratabaiscon un rey. ¡Oh! Monseñor, rey de un pueblohumilde, rey de un pueblo desheredado:humilde, porque no tiene fuerza más que arras-trándose; desheredado, porque nunca o casinunca recoge un pueblo en este mundo las co-sechas que siembra, ni come el fruto que culti-va. Trabaja por una abstracción, acumula todaslas moléculas de su poder para formar con ellosun hombre, y a ese hombre, con el producto desus gotas de sudor, le forma una nube de la queel genio de ese hombre debe a su tiempo haceruna aureola, dorada con los rayos de todas lascoronas de la cristiandad. Tal es el hombre quetenéis a vuestro lado, monseñor. Esto es deci-ros, que os ha sacado del abismo con un grandesignio, y .que quiere, en ese magnífico desig-nio, elevaros sobre todas las potencias de latierra, por encima de él mismo.

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El príncipe tocó ligeramente el brazo deAramis.

-Me habláis -dijo- de esa orden religiosa,cuyo jefe sois, y lo que deduzco de vuestraspalabras, es que, el día en que os acomodehundir al que elevasteis, se hará, y tendréis envuestro poder a vuestra criatura de la víspera.

-Desengañaos, monseñor -replicó elobispo- no me hubiera metido en este terrible lejuego con Vuestra Alteza Real, si yo tuviera undoble interés en ganar la partida. El día en queseáis elevado, lo seréis para siempre; derriba-réis al subir el escalón que os sirvió para ello, ylo arrojaréis tan lejos, que jamás pueda su vistarecordaros su derecho a vuestro reconocimien-to.

-¡Oh señor!-Vuestra exclamación, monseñor, es hija

de un excelente carácter. ¡Gracias! Estad segurode que aspiro a más que reconocimiento; creofirmemente que, cuando lleguéis a la cumbredel poder me juzgaréis más digno todavía de

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ser amigo vuestro. Entonces, señor, haremoscosas tan grandes, que se hablará por muchotiempo de ellas en los siglos.

-Decidme bien, señor, decídmelo sinveladuras, lo que actualmente soy y lo que que-réis que sea mañana.

-Sois hijo del rey Luis XIII, hermano delrey Luis XIV, heredero natural y legítimo deltrono de Francia. Al conservaros el rey a sulado, como conservó a Monsieur, vuestro her-mano menor, se reservaba el derecho de sersoberano legítimo. Solamente los médicos yDios podían disputarle la legitimidad. Los mé-dicos se inclinan siempre más al rey reinante,que al que está sin reinar. Dios se haría cómpli-ce de su agravio perjudicando a un príncipehonrado. Pero Dios ha querido que os persi-guiesen, y esa persecución os consagra hoy reyde Francia. Tenéis, pues, derecho a reinar,puesto que os disputan ese derecho; tenéis,pues, derecho a ser presentado, puesto que ostienen secuestrado; tenéis, pues, sangre divina,

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puesto que no se han atrevido a verterla comola de vuestros servidores. Ahora, ved lo que hahecho por vos ese Dios a quien no pocas veceshabéis acusado de estar siempre en contravuestra. Os ha dado las facciones, la estatura, laedad y la voz de vuestro hermano, y todas lascausas de vuestra persecución serán ahora cau-sa de vuestra resurrección triunfal. Mañana,pasado mañana, en el momento oportuno, fan-tasma real sombra viviente de Luis XIV, o sen-taréis sobre su trono, de don voluntad divina,confiada al brazo de un hombre, le habrá lan-zado para siempre.

-Comprendo -dijo el príncipe- que no sederramará la sangre de mi hermano.

-Vos seréis el árbitro de su suerte.-Ese secreto de que han abusado con

respecto a mí...-Usaréis de él con vuestro hermano.-¿Qué hacía él para ocultarlo? Os ocul-

taba. Viva imagen suya, desharéis el complotde Mazarino y de Ana de Austria. Vos, príncipe

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mío, tendréis el mismo interés en ocultar al queos asemeje preso, como vos le asemejaréis sien-do rey.

-Vuelvo a lo que antes decía. ¿Quién loguardará?

-¿Quién os guardaba?-Conocíais ese secreto, y habéis hecho

uso de él con respecto a mí. ¿Quién más le co-noce?

-La reina madre y la señora de Chevreu-se.

-¿Qué harán ellas?-Nada si así lo queréis.-¿Cómo?-¿Cómo han de reconoceros, si obráis de

suerte que no seáis reconocido.-Es verdad. Hay en ello dificultades más

graves.-Decid, príncipe.-Mi hermano está casado; no puedo to-

mar a la mujer de mi hermano.

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-Haré que. España consienta en un re-pudio; ese es el interés de vuestra nueva políti-ca, esa es la moral humana. Todo cuanto hay deverdaderamente noble y útil en este mundoserá tenido en cuenta.

-El rey, secuestrado, hablará.-¿A quién queréis que hable? ¿A las pa-

redes?-¿Son paredes los hombres en quienes

depositáis vuestra confianza?-En caso necesario, sí. Por otra parte...-¿Qué?-Quiero deciros que los designios divi-

nos no se detienen en tan buen camino. Todoplan de esta magnitud se completa con los re-sultados, como un cálculo geométrico. El rey,secuestrado, no será para vos el estorbo quehabéis sido vos para el rey reinante. Dios ha he-cho esa alma orgullosa e impaciente por natu-raleza, y la ha ablandado y desarmado ademáscon el uso de los honores y el hábito del podersoberano. Dios, que quería que el resultado del

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cálculo geométrico de que he tenido el honorde hablaros, fuera vuestro advenimiento al tro-no y la destrucción de todo lo que es perjudi-cial, ha decidido también que el vencido termi-ne pronto sus padecimientos con los vuestros.Por tanto, ha preparado esa alma y ese cuerpopara la brevedad de la agonía. Vos, reducido aprisión como simple particular; secuestrado,con vuestras dudas; privado de todo, con elhábito de una vida aislada, habéis podido resis-tir. Pero vuestro hermano, cautivo, olvidado,reducido, no soportará su injuria, y Dios reco-brará su alma en el tiempo prefijado, es decir,muy pronto.

En aquel punto del sombrío análisis deAramis, una ave nocturna lanzó del fondo deloquedal ese grito lastimero y prolongado quehace estremecer a quien le oye.

-Yo desterraría al rey destronado -dijoFelipe sobresaltado-; esto lo considero máshumano.

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-La voluntad del rey decidirá la cuestión-replicó Aramis-. Decidme ahora si he plantea-do bien el problema, y si lo he resuelto con-forme a los deseos o previsiones de VuestraAlteza Real.

-Sí, señor, sí; nada habéis olvidado, aexcepción de dos cosas.

-¿La primera?-Hablemos de ella con igual franqueza

que acabamos de emplear en nuestra conversa-ción; hablemos de los motivos que pueden des-vanecer las esperanzas concebidas; hablemosde los peligros que corremos.

-Indudablemente, serían inmensos, infi-nitos, terribles, insuperables, si, como os hedicho, no concurriese todo a hacerlos absolu-tamente nulos. No hay peligro para vos ni paramí, si la constancia y la intrepidez de VuestraAlteza Real igualan la perfección de esa seme-janza que la Naturaleza os ha dado con el rey.Os aseguro que no hay peligros; no hay másque obstáculos. Esta palabra, que encuentro en

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todos los idiomas, la he comprendido malsiempre; si fuese rey, la haría borrar como ab-surda e inútil.

-Sí, tal, señor; existe un obstáculo muyserio, un peligro insuperable que habéis olvi-dado.

-¡Ah! -exclamó Aramis.-Hay la conciencia que grita, el remor-

dimiento que desgarra.-Sí, es verdad -dijo el obispo-, hay la

flaqueza del corazón, ahora me lo recordáis!¡Oh! Tenéis razón, ese es un obstáculo inmenso.El caballo que tiene miedo del foso, salta, cae enmedio y se mata. El hombre que cruza tem-blando la espada, deja a la espada enemiga res-quicios por donde penetrar la muerte. ¡Es cier-to; es cierto!

-¿Tenéis algún hermano? -preguntó eljoven a Aramis.

-Soy solo en el mundo -replicó éste convoz seca y nerviosa, como el gatillo de una pis-tola.

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-¿Pero no amáis a nadie en la tierra? -agregó Felipe.

-¡A nadie! Sí, os amo a vos.El joven sumióse en un silencio tan n

profundo, que el ruido de su propio aliento eracasi un tumulto para Aramis.

-Monseñor -continuó Aramis-, no hedicho aún todo lo que tenía que decir a VuestraAlteza Real; no he ofrecido a mi príncipe todoslos consejos saludables y útiles recursos conque cuento. No se trata de hacer brillar un re-lámpago a los ojos del que ama la sombra; no setrata de hacer rugir las magnificencias del ca-ñón a los oídos del hombre dulce, que ama laquietud y los campos. Monseñor, tengo vuestrafelicidad enteramente preparada en mi pensa-miento; voy a dejarla caer de mis labios; reco-gedla para vos, que tanto habéis amado el cielo,los verdes prados y el aire puro. Conozco unpaís de delicias, un paraíso ignorado, un rincóndel mundo, donde, solo, libre, desconocido,entre flores, bosques y aguas vivas, olvidaréis

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todo lo que la locura humana, tentadora deDios, os acaba de brindar. ¡Oh! Escuchadme,monseñor, que no me chanceo. Tengo un alma,y ya veis que adivino el abismo de la vuestra.No quiero dejaros a medio instruir para arro-jaros en el crisol de mi voluntad, de mi caprichoo de mi ambición. Todo o nada. Estáis maltra-tado, enfermo, sofocado casi por la su-perabundancia de aliento que habéis respiradoen una hora de libertad. Esa es para mí señalcierta de que no queréis continuar respirandoancha y largamente. Busquemos, por tanto, unavida más humilde, más adecuada a vuestrasfuerzas. Dios me es testigo, -y apelo a su omni-potencia, de que quiero que nazca vuestra feli-cidad de esta prueba en que os he comprometi-do.

-¡Hablad, hablad! -dijo el príncipe conuna viveza que hizo reflexionar a Aramis.

-Conozco -prosiguió el prelado- en elBajo Poitou un cantón, cuya existencia nadiesospecha en Francia. Veinte leguas de terreno,

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es una extensión inmensa, ¿no es verdad? Vein-te leguas, monseñor, cubiertas todas de agua,de prados y de juncos, y en las que se ven dife-rentes islas llenas de árboles. Esos grandes pan-tanos, vestidos de cañaverales como de un tu-pido manto, duermen silenciosos y profundosbajo la sonrisa del sol. Algunas familias de pes-cadores los surcan perezosamente con susgrandes balsas de álamos y de olmos, cuyo sue-lo está formado de un lecho de cañas, y su te-cho tejido de sólidos juncos. Esas barcas, esascasas flotantes, caminan a la ventura a impulsosdel viento. Cuando tocan a una orilla, es porcasualidad, y tan blandamente, que el pescadorque duerme apenas llega a despertarse con lasacudida. Si quiere abordar es que ha visto lasgrandes bandas de rascones o de avefrías, deánades o de pluviales, de cercetas o de perdi-ces, de que hace su presa con el lazo o con elplomo del mosquete. Los sábalos plateados, lasanguilas monstruosas, los nerviosos lucios, laspercas rosadas y grises, caen a millares en sus

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redes. No hay más que recoger las piezas másgrandes y dejar escapar las demás. Ningún sol-dado ni habitante de las ciudades ha penetradonunca en aquel país. El sol es benigno. Algunospedazos de tierra producen la vid y alimentacon jugo generoso sus encantadores racimosnegros y blancos. Una vez a la semana, va unabarca a buscar al horno común el pan caliente yamarillo, cuyo olor atrae y halaga desde lejos.Allí viviréis como un hombre de los tiemposantiguos. Dueño poderoso de vuestros perrosde aguas, de vuestras armas y de vuestra her-mosa casa de cañas, viviréis allí en la opulenciade la caza, en la plenitud de la seguridad; asípasaréis años, al fin de los cuales, desconocidoy transformado, habréis obligado a Dios a pro-curaros un nuevo destino . En este saco hay mildoblones, monseñor; es más de lo que se necesi-ta para comprar todo el pantano de que os hehablado; más de que hace falta para vivir todoel tiempo que os queda de vida; más de lo quese necesita para ser el más opulento, el más

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libre y el más feliz de la comarca. Aceptad loque os ofrezco sincera y gustosamente. Ahoramismo, de la carroza qué aquí tenemos, vamosa separar dos caballos; el mudo, sirviente mío,os conducirá, caminando de noche, durmiendode día, hasta el país de que os hablo, y al menostendré la satisfacción de decirme que he pres-tado a mi príncipe el servicio que ha querido.Habré hecho un hombre dichoso. Dios me lorecompensará quizá mejor que si lo hubierahecho poderoso. ¡Eso sería también mucho másdifícil! Y bien, ¿qué respondéis, monseñor?Aquí está el dinero. ¡Oh! No dudéis. Eri el Poi-tou nada arriesgáis, sino exponeros a las fie-bres. Y para eso, los hechiceros del país podráncuraros por vuestros doblones. En la otra parti-da, la que ya sabéis, os exponéis a ser asesinadosobre un trono, o estrangulado en una cárcel.¡Por mi alma, lo confieso francamente, ahoraque he meditado ambas cosas, dudo!

-Señor -contestó el joven príncipe-, antesde resolverme, dejadme bajar de la carroza,

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pasearme por el campo, y consultar esa voz queDios hace hablar en la naturaleza libre. Diezminutos, y contestaré.

-Hacedlo, monseñor -dijo Aramis incli-nándose con respeto, tan solemne y augusta fuela voz que acababa de expresarse de aquel mo-do.

LXXXIIICORONA Y TIARA

Aramis había bajado antes que el joven,teniéndole abierta la portezuela. Le vio ponerlos pies sobre el musgo con un estremecimientode todo su cuerpo, y dar en torno del carruajealgunos pasos, vacilantes casi. Parecía que elpobre prisionero estaba poco acostumbrado acaminar sobre la tierra de los hombres.

Serían las once de la noche del 15 deagosto; grandes y cargadas nubes, que presa-giaban la tempestad, habían invadido el cielo, y

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bajo su bruma ocultaban del todo la luz y lasperspectivas. Apenas los extremos de las ala-medas se distinguían en la espesura por unapenumbra de un gris opaco que, al cabo de al-gún tiempo de examen, hacíase sensible en me-dio de aquella obscuridad absoluta. Pero losperfumes que exhala la hierba, los más pene-trantes y más puros que esparce la esencia delos robles, al atmósfera templada y untuosa quele envolvía enteramente por vez primera des-pués de tantos años, el inefable goce de libertaden pleno campo, hablaban un lenguaje tan se-ductor para el príncipe, que, no obstante sureserva, o más bien su disimulo, de que hemosintentado dar una idea, se dejó sorprender porsu emoción y arrojó un suspiro de alegría.

Luego, poco a poco, levantó su cabezacargada, y respiró las diferentes ráfagas de aire,a medida que venían saturadas de aroma a surostro despejado. Cruzando los brazos sobre elpecho, como para impedirle estallar en la inva-sión de aquella nueva felicidad, aspiró con deli-

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cia el aire inapreciable que corre por las nochesbajo los altos bosques. Aquel cielo que contem-plaba, aquellas aguas que oía rumorear, aque-llas criaturas que veía agitarse, ¿no eran la rea-lidad? ¿No era un loco Aramis en creer quehubiese otra cosa en este mundo en qué soñar?

Esos cuadros embriagadores de la vidade los campos, exenta de cuidados, de temoresy de incomodidades, ese océano de días felicesque espejea incesantemente ante las imagina-ciones juveniles, he ahí el verdadero cebo paracoger a un infeliz cautivo. gastado por la piedradel calabozo, consumido en el aire enrarecidode la Bastilla. Esa vida era la que, como se re-cordará, le había presentado Aramis, ofre-ciéndosela con los mil doblones que encerrabael carruaje y el Edén encantado que ocultaban alos ojos del mundo dos desiertos del Bajó Poi-tou.

Tales eran las reflexiones de Aramis entanto que seguía, con una ansiedad imposiblede describir, el curso silencioso de las alegrías

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de Felipe, a quien veía sumirse gradualmenteen las profundidades de su meditación.

Efectivamente, absorto por ella el jovenpríncipe, no tocaba más que con los pies a latierra, y su alma, que había volado a postrarseante Dios, le suplicaba concederle un rayo deluz para aquella vacilación de que había desalir su muerte o su vida.

Fue un momento terrible para el obispode Vannes. Nunca se había hallado en presen-cia de tan gran desgracia. Aquella alma de ace-ro, habituada a burlarse en la vida de obstácu-los sin consistencia, nunca inferior ni vencidaen la lucha, ¿iba a estrellarse en tan vasto plan,por no haber previsto la influencia que ejercíanen un cuerpo humano algunas hojas de árbolesmovidas por el aire?

Aramis, clavado en el sitio por la angus-tia de su duda, contempló, pues, aquella agoníaterrible de Felipe, sosteniendo la lucha contralos dos ángeles misteriosos. Este suplicio durólos diez minutos que había pedido el joven.

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Durante esta eternidad, Felipe no dejó de miraral cielo con ojos suplicantes, melancólicos yhumedecidos. Tampoco Aramis dejó de mirar aFelipe con ojos ávidos, inflamados, devorado-res.

De súbito, el joven inclinó la cabeza. Supensamiento descendió a la tierra. Se vio hacer-se severa su mirada, plegarse su frente, armarsesu boca de un valor bravío; luego, esta miradase fijó de nuevo; pero, esta vez, reflejaba la lla-ma de los mundanos esplendores; esta vez, separecía a la mirada de Satanás sobre la monta-ña, cuando pasaba revista a los reinos de latierra para seducir a Jesús.

La mirada de Aramis se hizo tan dulcecomo sombría fuera antes. Entonces, cogiéndo-le Felipe la mano con un movimiento rápido ynervioso:

-¡Vamos -dijo-, vamos donde se encuen-tra la corona de Francia!

-¿Es esta vuestra decisión, Alteza? -replicó Aramis.

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-Esa es mi decisión.-¿Irrevocable?Felipe no se dignó siquiera responder.

Miró resueltamente al obispo, como para pre-guntarle si era posible que un hombre desistie-se jamás del partido que hubiera tomado.

-Estas miradas son dardos de fuego quedan a conocer los caracteres -observó Aramis,inclinándose sobre la mano de Felipe-. Seréisgrande y poderoso, monseñor, respondo deello.

-Continuemos, si queréis, la conversa-ción donde la habíamos dejado. Yo os habíadicho, según creo, que quería entenderme convos sobre dos puntos: los peligros o los obstá-culos. Este es punto resuelto. El otro son lascondiciones que me exigís. Ahora os corres-ponde hablar, señor de Herblay.

-¿Las condiciones, príncipe mío? -Sinduda. No creo que me detengáis en mi caminopor semejante bagatela, ni me haréis la injuriade suponer que os creo sin interés alguno en

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este momento. sí, pues, descubridme sin rodeosy sin temor el fondo de vuestro pensamiento.

-A ello voy, monseñor. Cuando seáisrey..

-¿Y cuándo será eso?-Mañana por la tarde. Quiero decir por

la noche.-Explicadme cómo.-Cuando os haya hecho una pregunta.-Hacedla.-Yo había enviado a Vuestra Alteza un

hombre de mi confianza, encargado de entre-garle un cuaderno de notas escritas con letramuy pequeña, redactadas con precisión, notasque permiten a Vuestra Alteza conocer a fondotodas las personas que componen y compon-drán su corte.-He leído todas esas notas.

-¿Detenidamente?Las sé de memoria.-¿Las habéis comprendido? Perdonad;

bien puedo preguntar esto al pobre abandona-

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do de la Bastilla. Contando con que, en ochodías, no tendré ya cosa alguna que pedir a unespíritu como el vuestro, gozando de la libertaden su omnipotencia.

-Preguntadme entonces; quiero ser eldiscípulo a quien el sabio maestro hace repetirla lección convenida.

-Sobre vuestra familia primero, monse-ñor.

-¿Sobre mi madre, Ana de Austria? Sétodos sus pesares, su triste enfermedad. ¡Oh!¡La conozco!

-¿Y a vuestro hermano segundo? -dijoAramis inclinándose.

-Habéis unido a esas notas retratos tanmaravillosamente trazado dibujados y pinta-dos, que por ellos e reconocido a las personascuyo carácter, costumbres e historia me revela-ban vuestras notas. Señor, mi hermano es dehermoso rostro, moreno y pálido; no ama a sumujer, Enriqueta, a quien yo, Luis XIV, heamado un poco, a quien amo todavía con cierta

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coquetería, aunque me hiciese llorar tanto el díaen que quería despedir a la señorita de La Va-lliére.

-Guardaos mucho de ella -replicó Ara-mis-; ama sinceramente al rey, y no se engañanfácilmente los ojos de una mujer que ama.

-Es rubia con ojos azules, cuya ternurame revelará su identidad; cojea algo, y me es-cribe todos los días una carta, cuya contestaciónremito por el señor de Saint-Aignan.

-¿Y a éste le conocéis?-Como si lo viera; y sé los últimos versos

que me ha hecho, como los que le he compues-to a respuesta a los suyos.

-Muy bien. ¿Y a vuestros ministros, losconocéis?

-Colbert, rostro feo y sombrío, pero inte-ligente; cabellos que le caen sobre la frente; ca-beza grande, pesada, maciza; enemigo mortaldel señor Fouquet.

-En cuanto a éste, no nos inquietemos.

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-No, porque, necesariamente, me pedi-réis que le destierre, ¿no es eso?

Aramis, penetrado de admiración, selimitó a decir:

-Seréis muy grande, monseñor.-Ya veis añadió el príncipe-, que sé mi

lección admirablemente, y que mediante Diosprimero, y vos después, apenas me equivocaréen nada.

-¿No tenéis también un par de ojos muymolestos, monseñor?

-Sí, el capitán de mosqueteros, señor deArtagnan, vuestro amigo.

-Mi amigo, debo decirlo.-Él es quien escoltó a La Valliére a Chai-

llot; quien entregó a Monk en un cofre al reyCarlos II; quien ha servido tan bien a mi madre,y a quien la corona de Francia debe tanto, quese lo debe todo. ¿Acaso me vais a solicitar tam-bién que lo destierre?

-Nunca, Majestad. Artagnan es un hom-bre a quien, en un momento dado, me encargo

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de decirlo todo: pero, desconfiad de él, porquesi nos descubre antes de esta revelación, vos oyo seremos aprisionados o muertos. Es hombrede acción.

-No lo olvidaré. Habladme del señorFouquet. ¿Qué deseáis hacer de él?

-Un momento todavía, os lo ruego,monseñor. Perdonadme, si parece que os faltoal respeto preguntándoos siempre.

-Es vuestro deber hacerlo, y estáis envuestro derecho.

-Antes de pasar al señor Fouquet, ten-dría escrúpulos de olvidar a otro amigo mío.

-El señor Du-Vallon, el Hércules deFrancia. Por lo que toca a éste, su fortuna estáasegurada.

-No, no es de él de quien yo deseabahablar.

-Entonces, será del conde la Fére.-Y de su hijo: hijo de nosotros cuatro.-¿Ese mozo que se muere de amor por

La Valliére, la cual le ha sido arrebatada por mi

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hermano deslealmente? Estad tranquilo; sabréhacérsela recobrar. Decidme una cosa, señor deHerblay: ¿se olvidan las ofensas cuando seama? ¿Se perdona a la mujer que nos ha hechotraición? ¿Es éste uno de los usos franceses? ¿Esesta una de las leyes del corazón humano?-Un hombre que ama intensamente, como amaRaúl de Bragelonne, acaba por olvidar el cri-men de su amada; pero yo no sé si Raúl olvida-rá.

-Yo proveeré. ¿Es eso todo lo deseábaisdecirme de vuestro amigo?

-Todo.-Vamos ahora al señor Fouquet. ¿Qué

creéis que haré de él?-Un superintendente, como lo era antes,

y como yo os lo suplico.-¡Sea! Pero hoy es primer ministro.-No del todo.-Será muy necesario un primer ministro

a un rey ignorante y no acostumbrado a losnegocios, como lo seré yo.

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-¿Será muy preciso un amigo a VuestraMajestad?

-No tengo más que uno, y ese sois vos.-Tendréis otros más adelante, aunque

nunca tan adictos, tan celosos como yo de vues-tra gloria.

-Seréis mi primer ministro.-No, desde luego, monseñor. Esto cau-

saría mucha admiración y grandes recelos.-El señor de Richelieu, primer ministro

de mi abuela, María de Médicis, no era más queobispo de Luzón, como vos lo sois de Vannes.

-Veo que Vuestra Alteza Real se haaprovechado bien de mis notas. Esa milagrosaperspicacia me colma de alegría.

-Yo sé que el señor de Richelieu, por laprotección de la reina, llegó a ser muy prontocardenal.

-Vale más -dijo Aramis inclinándose-que no sea primer ministro hasta que VuestraAlteza me haya hecho nombrar cardenal.

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-Lo seréis antes de dos meses, señor deHerblay.. Os contentáis con poca cosa. No meofenderíais pidiéndome más, y me afligiréis de-teniéndoos en tan poco.

-Algo más espero aún, monseñor.-¡Decid, decid!-El señor Fouquet no se ha de ocupar

siempre de los asuntos, envejecerá pronto. Amael placer, compatible hoy con su trabajo, graciasal resto de juventud que le queda; mas esta ju-ventud desaparecerá al primer pesar o a laprimera enfermedad. Nosotros evitaremos elpesar, porque es hombre obsequioso y de noblecorazón, pero no podemos precaverle, de la en-fermedad. Así, está juzgado. Cuando hayáispagado todas las deudas del señor Fouquet, ypuesto la Hacienda en buen estado, 1 señor po-drá seguir siendo rey en su corte de poetas ypintores; nosotros le habremos hecho rico. En-tonces, seré primer ministro de Vuestra AltezaReal, y podré pensar en mis intereses y en losvuestros.

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El joven miró a su interlocutor.-El señor de Richelieu, de quien hablá-

bamos -dijo Aramis-, tuvo la gran sinrazón dequerer dirigir por sí solo a Francia, y dejó reinarsobre el mismo trono a dos reyes, el rey LuisXIII y él, mientras podía instalarlos más cómo-damente en dos tronos distintos.

-¿En dos tronos? -dijo el joven meditan-do.

-En efecto -continuó Aramis tranquila-mente-: un cardenal, primer ministro de Fran-cia, auxiliado con el favor y el apoyo del reycristianísimo; un cardenal, a quien el rey suseñor prestase sus tesoros, sus ejércitos, susconsejos, este hombre haría un doble empleoimportuno, aplicando todos sus recursos aFrancia únicamente. Por otra parte -agregóAramis penetrando con sus miradas hasta elinterior de los ojos de Felipe-, vos no seréis unrey como vuestro padre, delicado, lento y can-sado de todo, sino un rey de talento y aguerri-do; no tendréis bastante con vuestros estados, y

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yo os incomodaría en ellos. Pero jamás nuestraamistad debe ser, no digo alterada, sino si-quiera rozada por un pensamiento secreto. Yoos habré dado el trono de Francia, y vos medaréis el de San Pedro. Cuando vuestra manoleal, poderosa y armada, tenga por hermanagemela .la de un papa como yo, ni Carlos V,que poseyó la dos terceras partes del mundo, nia magno, que lo poseyó por completo, llegarána la altura de vuestro cinturón. Yo no tengoalianzas; yo no tengo prejuicios, y no os empe-ñaré en guerras con los herejes, ni en guerras defamilia; diré: "Para nosotros dos el universo;para mí las almas, para vos los cuerpos". Y,como yo moriré primero, me heredaréis. ¿Quédecís de mi plan, monseñor?

-Digo que me hacéis feliz y orgullosonada más que de haberos comprendido; señorde Herblay, seréis cardenal; señor cardenal,seréis primer ministro. Después, me indicaréislo que es preciso hacer para que se os elija pa-pa, y lo haré. Pedid garantías.

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-Es inútil. No obraré nunca sino hacién-doos ganar algo; yo no me elevaré nunca sinhaberos elevado al escalón superior; estarésiempre bastante lejos de vos, para que no sin-táis celos de mí, pero no tanto que no puedaprocurar lo que os convenga y cultivar vuestraamistad. Todos los contratos de este mundo serompen porque el interés que encierran tiendea inclinarse a un solo lado. Jamás sucederá estoentre nosotros; no tengo, pues precisión de ga-rantías.

-¡Así... mi hermano... desaparecerá!-Simplemente. Le arrebataremos de su

lecho valiéndonos de una trampa que ceda a lapresión del dedo. Dormido bajo el solio, des-pertará en el cautiverio. Sólo vos mandaréisdesde aquel momento, y no tendréis mejor ymás agradable interés que el de, conservarme avuestro lado.

-Verdad es. He aquí mi mano, señor deHerblay.

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-Permitidme que me arrodille ante vos.Majestad, muy respetuosamente. Ya nos abra-zaremos el día que tengamos en la frente, vos lacorona, yo la tiara.

-Abrazadme hoy mismo, y sed más quegrande, más que hábil, más que sublime genio:¡sed bueno para mí, sed mi padre!

Aramis estuvo a punto de enternecerseoyéndole hablar. Creyó sentir en su corazóncierto movimiento hasta entonces desconocido;pero su impresión se extinguió bien pronto.

- ¡Su Padre! -pensó-. ¡Si, padre santo!"Y los dos tomaron asiento en la carroza,

que partió rápidamente por el camino de Vaux-le-Vicomte.

LXXXIVEL PALACIO DE VAUX-LE-VICOMTE

El palacio de Vaux-le-Vicomte, situado auna legua de Melún, había sido construido por

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Fouquet en 1653. Entonces había muy pocodinero en Francia. Mazarino lo recogió todo, yFouquet gastaba lo que quedó. Sólo que, ciertoshombres tienen los defectos fecundos y los vi-cios útiles, Fouquet, al gastar los millones eneste palacio, había encontrado medio de reunirtres hombres ilustres: Levau, arquitecto deledificio; Le Nótre, dibujante de los jardines, yLe Brun, decorador de las habitaciones.

Si el palacio de Vaux tenía algún defectocensurable, era su carácter grandioso y su gra-ciosa magnificencia. Todavía hoy es proverbialnombrar las arpentas de su techado, cuya repa-ración es en nuestros días la ruina de-las fortu-nas tan menguadas como toda la época.

Vaux-le-Vicomte cuando uno ha fran-queado su extensa verja, sostenida por cariáti-des, despliega el principal cuerpo de edificio enel vasto patio de honor, cercado de profundofoso que bordea una magnífica balaustrada depiedra. Nada tan noble como el arimez del cen-tro, colocado en su grada como un soberano en

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su trono, con cuatro pabellones a su alrededorque forman las ángulos, y cuyas inmensas co-lumnas jónicas elévense suntuosamente a todala altura del edificio. Los frisos adornados dearabescos, y los frontones que coronan las pi-lastras, derraman por todas partes la riqueza yla gracia. Las cúpulas que dominan el todo, ledan amplitud y majestad.

Este edificio, construido por un súbdito,se asemeja mucho más a un palacio real queaquellos que Wolsey se creía obligado a regalara su amo por temor de producirle envidia.

Pero, si la magnificencia y el gusto bri-llan en algún sitio especial de este palacio, sipuede preferirse algo a la espléndida disposi-ción del interior, al lujo de los' dorados, a laprofusión de las pinturas y estatuas, es el par-que, son los jardines de Vaux. Los surtidores deagua, maravillosos en 1653, se admiran todavíahoy. Las cascadas eran el asombro de todos losreyes y de todos los príncipes; y, en cuanto a lacélebre gruta, asunto de tantos versos, morada

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de .la ilustre ninfa de Vaux, a quien Pellissonhace hablar con La Fontaine, se nos dispensaráqué describamos sus bellezas; porque no qui-siéramos reanimar para nosotros las críticasque concebía Boileau.

Aquello no son más que festones aque-llo no son más que astrágalos. Y yo me salvoapenas a través del jardín.

Haciendo como Despréux, entraremosen éste parque de sólo ocho años de fecha, ycuyas cimas, ya soberbias, se abrían enrojecidasa los primeros rayos del sol. Le Nôtre habíaapresurado el placer de Mecen s; todos losplanteles habían producido doble número deárboles, r medio del cultivo y de los más exce-lentes abonos. Todo árbol de las inmediacionesque prometía alguna esperanza, fue arrancadocon sus raíces y trasplantado en el parque.Fouquet bien podía comprar árboles para em-bellecer su parque, pues había comprado tresaldeas con sus términos para darle más exten-sión.

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El señor de Scudéry dice de este palacioque, para regalarlo, Fouquet había dividido unrío en innumerables fuentes, y reunido milfuentes en torrentes. Este señor de Scudéry diceotras muchas cosas en su Clelia sobre el palaciode Valterre, cuyas bellezas describe minucio-samente. Procederemos más cuerdamente re-mitiendo los lectores curiosos a Vaux, que en-viándolos a la Clelia. Sin embargo, hay tantasleguas de París a Vaux, como de volúmenes a laClelia.

Esta espléndida casa estaba preparadapara recibir al más grande rey del mundo. Losamigos del señor Fouquet habían acarreado allí,unos sus actores y decoraciones, otros susequipajes de estatuarios y de pintores, y algu-nos, sus plumas finamente cortadas. Tratábasede aventurar muchas improvisaciones.

Las cascadas, poco dóciles, aunque nin-fas, rebosaban un agua cristalina y derramabansobre los tritones y nereidas de bronce olas de

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espumosa agua que tomaba los colores del iriscon los rayos del sol.

Un ejército de sirvientes estaban en con-tinuo movimiento por patios y corredores,mientras Fouquet, que había legado por la ma-ñana, paseaba tranquilamente y todo lo con-templaba, para dar las últimas órdenes luegoque sus mayordomos hubiesen concluido larevista.

Como ya hemos dicho, era el 15 deagosto. El sol caía a plomo sobre las espaldasde los dioses de mármol y de bronce; caldeabael agua de las conchas, y molduraba en los ver-geles aquellos magníficos melocotones que elrey debía echar de menos cincuenta años des-pués, cuando, careciendo en Marly de aquellashermosas especies, en unos jardines que habíancostado a Francia el doble que los de Vaux, de-cía el gran rey a alguien: "Sois demasiado jovenpara haber comido los melocotones del señorFouquet."

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¡Oh recuerdos! ¡Oh trompetas de la fa-ma! Oh gloria mundana! ¡El que se creía dotadode un gran mérito; el que había recogido laherencia de Nicolás Fouquet; el que la habíarecibido de Le Nótre y Le Brun; el que habíaenviado a aquél para toda su vida a una prisiónde Estado, solamente se acordaba de los melo-cotones de aquel enemigo vencido, ahogado yolvidado! Fouquet había invertido treinta mi-llones en sus estanques, en los crisoles de susestatuarios, en los escritos de sus poetas, en lacolección de dibujos de sus pintores; habíacreído, aunque en vano, que de este modo sepensaría en él. ¡Un melocotón encarnado y car-noso entre losanges de un enrejado, bajo laslenguas verdagueantes de sus agudas hojas, esaporción de materia vegetal que un lirón roía sinpensar en ello bastábale al gran rey para resuci-tar en su memoria la triste sombra del últimosuperintendente de Francia!

Bien seguro de que Aramis había distri-buido las grandes masas, que había tenido cui-

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dado de hacer custodiar las puertas y prepararlos alojamientos, Fouquet no se preocupabamás que del conjunto. Aquí, Gourville le ense-ñaba las disposiciones de los fuegos artificiales;allá, Moliére le conducía al teatro; y en fin, des-pués de visitar los salones, la capilla y las gale-rías, cuando Fouquet volvía a bajar agotado,vio a Aramis en la escalera. El prelado le hacíauna seña.

El superintendente fue a reunirse con suamigo, que le detuvo ante un gran cuadro ape-nas concluido. Arrimado a aquel lienzo, el pin-tor, Le Brun, cubierto de sudor, manchado decolores, pálido de fatiga y de inspiración, dabalos últimos toques de su ligero pincel. Era elretrato del rey a quien se aguardaba, con eltraje de ceremonia que Percerín había dejadover de antemano al obispo de Vannes.

Fouquet se colocó delante de aquel cua-dro, que vivía por así decirlo, en su fresca carney en su húmedo color. Miró la figura, calculó eltrabajo, admiró, y, no encontrando recompensa

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digna de aquel trabajo de Hércules, pasó susbrazos en torno al cuello del pintor, y le abrazó.El señor superintendente acababa de estropearun traje de mil doblones, pero había tranquili-zado a Le Brun.

Aquel momento fue muy precioso parael artista, y doloroso para el señor Percerín, quetambién iba detrás de Fouquet y admiraba en lapintura de Le Brun el vestido que había hechopara Su Majestad, objeto artístico, decía, que notenía par sino en el guardarropa del señor su-perintendente.

Su pena y sus exclamaciones fueroninterrumpidas por la señal que se dio desde laazotea de la casa. Al otro lado de Melún, y yaen la llanura, los centinelas de Vaux habíandevisado el séquito del rey y de las reinas: SuMajestad entraba en Melún con su larga fila decarrozas y jinetes.

-Dentro de una hora- dijo Aramis aFouquet.

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-¡Dentro de una hora! -contestó éste,suspirando.

-¡Y el pueblo pregunta para qué sirvenlas fiestas reales- continuó el obispo de Vannescon su falsa sonrisa.

-¡Ay! Yo, que no soy pueblo, me lo pre-gunto también.

-Os contestaré dentro de veinticuatrohoras, monseñor; recobrad vuestro buen sem-blante, porque hoy es día de alegría.

-Pues bien; creedme, si queréis, Herblay-dijo el superintendente, señalando con el dedoal acompañamiento de Luis que se descubría alo lejos-, no me quiere, ni yo tampoco le quieromucho, pero no sé en qué consiste, que con-forme se aproxima a mi casa. ..

-Y bien, ¿qué?-Conforme se aproxima, me es más sa-

grado, es más rey, y casi querido.-¿Querido? Sí -dijo Aramis recalcando la

palabra-, como, más tarde, el abate Terry conLuis XV. -No os burléis, Herblay; siento

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que si él lo quisiese, amaría a ese joven.-No es a mí a quien debéis esto -repuso

Aramis-, sino al señor Colbert.-¡Al señor Colbert! -gritó Fou-

quet -. ¿Por qué?-Porque cuando sea superintendente os

concederá una pensión sobre las cajas reales.Lanzando este dardo, Aramis saludó.-Adónde vais -preguntó Fouquet, que se

había quedado triste.-A mi habitación, para mudar de trajes

monseñor.-¿Dónde estáis alojado, Herblay?-En la cámara azul del segundo piso.-¿La que da sobre la cámara del rey?-Precisamente.-¡Qué yugo habéis escogido! ¡Condenar-

se a no poderse mover!...-Toda la noche, señor duermo o leo en

mi lecho.-¿Y vuestra servidumbre? -Sólo me

acompaña una persona..

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-¿Tan poco?-Me basta con mi lector. Adiós, monse-

ñor; no os fatiguéis demasiado. Conservaosfresco para la llegada Rey

-¿Se os verá?... ¿Se verá a vuestro amigoDu Vallon?

-Lo he alojado a mi lado, se está vistien-do.

Y Fouquet, saludando con la cabeza ycon la sonrisa, pasó como un general en jefeque visita las avanzadas cuando se le ha seña-lado el enemigo.

LXXXVEL VINO DE MELUN

El rey había entrado efectivamente enMelún, con intención de sólo atravesar la ciu-dad. El joven monarca estaba sediento de pla-ceres. Durante el viaje no había visto más que

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dos veces a La Valliére, y comprendiendo queno podía hablarle sino por la noche en los jar-dines, después de la ceremonia, había apresu-rado su llegada a Vaux. Mas no contaba con sucapitán de mosqueteros, ni con el señor Col-bert.

Semejante a Calipso, que no podía con-solarse de la partida de Ulises, nuestro gascónno podía consolarse de no haber comprendidopor qué Aramis hacía pedir a Percerín la ex-hibición de los nuevos vestidos del rey."El caso es -se decía aquel entendimiento in-flexible en su lógica-, que mi amigo, el obispode Vannes, hace esto por algo".

Pero fatigaba su cerebro inútilmente.Artagnan tan experto en todas las intri-

gas de la Corte; Artagnan, que conocía la situa-ción de Fouquet mejor que él mismo, habíaconcebido las más extrañas sospechas al oír elanuncio de aquella fiesta capaz de arruinar alhombre más rico, y que era una obra imposible,insensata, para un hombre arruinado. Además,

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la presencia de Aramis, que había regresado deBelle-Isle, y que el señor Fouquet había nom-brado gran ordenador, su intervención perse-verante en todos los asuntos del superintenden-te, y las visitas del señor de Vannes a Baise-meaux, atormentaban vivamente a Artagnanhacía algunas semanas.

"Con hombres del temple de Aramis -sedecía-, no se obtienen ventajas con el acero enla mano. Mientras que Aramis ha hecho deguerrero, hubo esperanzas de superarlo; pero,desde que ha cambiado la coraza por la estola,estamos perdidos. Pero, ¿qué pretende Ara-mis?"

Y Artagnan pensaba:"¿Qué me importa, si en último resulta-

do desea derribar al señor Colbert? ¿Puede aca-so querer otra cosa?"

Artagnan rascábase la frente, aquellatierra fecunda de donde el arado de sus uñashabía hecho brotar tantas y tan buenas ideas.

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Concibió la de avistarse con el señorColbert; pero su amistad y su juramento de otrotiempo, le unían demasiado a Aramis. Desistió.Además, aborrecía al hacendista.

Quiso franquearse con el rey. Pero el reyno comprendería nada de sus sospechas, quecarecían hasta de la realidad de la sombra.Resolvió, por tanto, dirigirse directamente aAramis en el momento que le viese.

"Le pillaré bruscamente entre dos fue-gos -pensaba el mosquetero-; le pondré la manosobre su corazón, y me dirá... ¿Qué me dirá? Sí,me dirá algo, porque, i diantre, aquí hay gatoencerrado!"

Artagnan, ya más tranquilo, hizo suspreparativos de viaje, y dedicó todo su cuidadoa que la guardia real, todavía poco considera-ble, estuviera bien reglamentada y mandada ensus medianas proporciones. De estos esfuerzosdel capitán resultó que, cuando el monarca lle-gó frente de Melún, se vio a la cabeza de susmosqueteros, de sus suizos Y de un piquete de

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guardias francesas. Parecía un pequeño ejército.El señor Colbert miraba aquellos hombres dearmas con gran alegría. Hubiera deseado unatercera parte más.

-¿Por qué? -le preguntaba el rey.-Para hacer más honor al señor Fouquet

-replicaba Colbert. "Para arruinarle más pron-to", pensaba Artagnan.

El ejército apareció frente a Melún, cu-yos nobles presentaron al rey das llaves, y leinvitaron a entrar en la casa ayuntamiento a finde tomar el vino de honor.

El rey, que se proponía pesar adelante yllegar a Vaux en seguida, se puso encendido dedespecho.

-¿Quién es el imbécil que me ha produ-cido este retraso -gruñó entre dientes, mientrasel regidor mayor pronunciaba su discurso.

-No soy yo -contestó Artagnan-, perocreo que ha sido el señor Colbert.

Colbert oyó su nombre.

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-¿Qué desea el señor Artagnan? -le pre-guntó.

-Deseaba saber si sois el que ha hechoretrasar al rey con el vino de Bric.

-Si, señor.-Entonces es a vos a quien el rey ha da-

do un nombre.-¿Cuál, señor?-No lo sé muy bien... Esperad... necio...

no, no ... imbécil, estúpido. He aquí lo que SuMajestad ha dicho del que le ha preparado elvino de Melún.Artagnan, después de aquella andanada, acari-ció tranquilamente a su caballo. La gruesa ca-beza del señor Colbert se infló como un odre.

Artagnan, viéndolo tan demudado porla ira, no se detuvo. El orador continuaba; el reyenrojecía a ojos vistas.

-¡Diantre! . . . –dijo flemáticamente elmosquetero-. Al rey le va a dar una congestión" al cerebro. ¿De dónde diablos habéis

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sacado esa idea, señor Colbert? No habéis es-tado feliz.

-Señor -contestó el hacendista endere-zándose-, me la ha inspirado mi celo por el ser-vicio del rey.

-¡Bah!-¡Señor, Melún es una ciudad, una bue-

na ciudad que paga bien, a la que no se debedescontentar.

-¡Vos lo veis así! Yo, que no soy hacen-dista, únicamente he visto un objeto de vuestraidea.

-¿Cuál señor?-El de alborotar un poco la bilis al señor

Fouquet, que se impacienta allá bajo en sustorreones esperando.

El golpe era certero y rudo. Colbertquedó desconcertado. Y se retiró con la cabezabaja. Afortunadamente, el discurso había ter-minado. El rey bebió; después, todos reanuda-ron la marcha a través de la ciudad. El reymordíase los labios, porque se acercaba la no-

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che y la esperanza de pasear con La Valliére sedesvanecía.

Para hacer entrar la casa del rey enVaux, se necesitaba por lo menos cuatro horas,gracias a todas las consignas. Así es, que el rey,que ardía de impaciencia, daba prisa a las rein-as, a fin de llegar antes del anochecer.

Mas, en el momento de ponerse en mar-cha, surgieron las dificultades.

-No va a pernoctar el rey en Melún? -dijo el señor Colbert, por lo bajo, al señor deArtagnan.

El señor Colbert se hallaba poco inspi-rado aquel día, dirigiéndose de este modo aljefe de los mosqueteros. Este había adivinadoque el rey no quería permanecer en aquel pun-to, Artagnan no pensaba dejarle entrar en Vauxsino bien acompañado: quería, pues, que ro-dease a Su Majestad toda la escolta. Por otraparte, conocía que las dilaciones irritarían sucarácter impaciente. ¿Cómo armonizar estas

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dificultades? Artagnan cogió la palabra a Col-bert y se la lanzó al rey:

-Majestad -dijo-, el señor Colbert pre-gunta si pernoctaréis en Melún?

-¿Permanecer en Melún? ¿Y para qué? -exclamó Luis XIV-.

-Hacer noche en Melún! . . . ¿Quién dia-blo ha podido pensar en eso, cuando el señorFouquet nos espera esta noche?

-Era -repuso vivamente Colbert-, portemor a retardar a Vuestra Majestad, que con-forme a la etiqueta no puede entrar más que ensu casa, sin que las habitaciones estén prepara-das por su aposentador y distribuida la guarni-ción.

Artagnan lo escuchaba atentamente y semordía el bigote.

Las reinas lo oían también. Estaban can-sadas; hubiesen querido dormir, y sobre todoimpedir al rey pasearse, por la noche, con elseñor de Saint-Aignan y las damas; porque, sila etiqueta retenía en su habitación a las prince-

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sas, las damas, concluido su servicio, podíanpasear libremente.

Se ve, pues, que todos estos intereses,acumulándose en vapores, debían producirnubes, y las nubes una tempestad. El rey notenía bigote que morderse, pero mascaba elpuño de su látigo. ¿Cómo salir de allí? Artag-nan y Colbert hacíanse los desentendidos, cadacual a su modo. ¿A quién morder?

-Consultaremos a la reina -dijo LuisXIV, saludando a las damas. ,Y esta atenciónpenetró en el corazón de María Teresa, que erabuena y generosa, y que, puesta en su libre al-bedrío, replicó respetuosamente:

-Siempre haré con gusto lo que me dictela voluntad del rey.

-¿Cuánto tiempo precisa para llegar aVaux? -preguntó Ana de Austria -balbuceandocada sílaba, y apoyan la mano en su doloridopecho.

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-Una hora para las carrozas de Sus Ma-jestades -contestó Artagnan-, por caminos bas-tantes buenos.

El rey lo miró.-Un cuarto de hora para el rey -se apre-

suró a decir.-¿Se llegará de día -dijo Luis XIV.-Pero el alojamiento de la casa militar -

objetó dulcemente Colbert, hará perder al rey laceleridad del viaje, por pronto que se haga.

"¡Grandísimo animal! -pensó Artagnan-.Si tuviese interés en arruinar tu crédito lo con-seguiría en diez minutos."

-En lugar del rey -agregó en voz alta-,me iría a casa del señor Fouquet, que es unhombre muy cumplido, dejaría a la familia, mepresentaría como amigo, y entraría sólo con micapitán de guardias; no por eso sería menosgrande y sagrado.

La alegría brillo en los ojos del rey.-He aquí un buen consejo –dijo-, señoras

mías; vamos como un amigo a casa de otro.

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Marchad despacio, señores de los equipajes; ynosotros, adelante.

Y se llevó en pos de sí a todos los jinetes.Colbert ocultó su gruesa cabeza detrás

del cuello de su caballo."De este modo me veré desembarazado

-se decía Artagnan, galopando- para conversaresta misma tarde con Aramis. Además, el señorFouquet es un hombre muy cumplido. ¡Par-diez! Lo he dicho, y hay que creerlo."

He aquí cómo, hacia las siete de la tarde,sin trompetas ni guardias avanzadas, sin explo-radores ni mosqueteros, el rey se presentó antela verja de Vaux, donde Fouquet, prevenido,esperaba hacía una media hora, con la cabezadescubierta, en medio de su servidumbre y desus amigos.

LXXXVINÉCTAR Y AMBROSIA

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Fouquet tuvo el estribo al rey, quien,habiendo echado pie a tierra, se realzó gracio-samente, y, más graciosamente todavía, le ten-dió una mano que Fouquet, a pesar de un lige-ro esfuerzo del rey, llevó a sus labios respetuo-samente.

El rey quería escapar, en el primer recin-to, la llegada de las carrozas. No tuvo queaguardar mucho. Los caminos habían sidoarreglados por mandato del superintendente.Desde Melún hasta Vaux no se hubiera encon-trado una piedra como un huevo. Así es que lascarrozas, rodando como sobre una alfombra,condujeron allí, sin vaivenes ni fatigas, a lasdemás a las ocho de la noche. Fueron recibidaspor la señora superintendente, y, en el mo-mento en que aparecían, una luz, viva como ladel día, salía de todos los árboles, de todos losjarrones, de todos los mármoles. Este encanta-miento duró hasta que Sus Majestades pasaronal interior del palacio.

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Todas aquellas maravillas, que el cronis-ta ha acumulado, o mejor, conservado en surelato, 'a riesgo de rivalizar con el novelista,aquellos esplendores de la noche vencida, de lanaturaleza corregida, de todos los placeres, detodos los lujos combinados para el deleite delos sentidos y del espíritu, los ofreció realmenteFouquet a su monarca, en aquel retiro encanta-do, del que ningún soberano de Europa podíalisonjearse entonces de poseer el equivalente.

No hablaremos ni del gran festín quereunió a Sus Majestades, ni de los conciertos ylas fantásticas transformaciones; nos contenta-remos con describir el rostro del rey, que dealegre, abierto y satisfecho al principio, se con-virtió bien pronto en sombrío, disgustado eirritado. Se acordaba de su casa, y de aquel po-bre lujo que no era más que el instrumento dela realeza sin ser la propiedad del hombre rey.Los grandes jarrones del Louvre, los antiguosmuebles y la vajilla de Enrique II, de Francisco Iy de Luis XI, no eran más que monumentos

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históricos. No eran más que objetos artísticos,un expolio del oficio del rey. En casa de Fou-quet, el trabajo y la materia eran de inestimablevalor Fouquet comía en una vajilla de oro quesus artistas habían fundido y cincelado para él.Fouquet bebía vino suyo cuyo nombre ignorabael rey de Francia, y los bebía en vasos más pre-ciosos cada uno que toda la bodega del rey.

¿Y qué podría decirse de las salas, tapi-cerías, cuadros, criados y oficiales de todas cla-ses? ¿Qué del servicio, en que, reemplazando elorden a la etiqueta y el bienestar a las consig-nas, el placer y la satisfacción del invitado eranla suprema ley de todo lo que obedecía alhuésped?

Aquel enjambre de gentes ocupadas sinruido; aquella multitud de convidados, menosnumerosos' que los criados; aquellas miríadasde manjares, de vasos de oro y. de plata; aque-llos chorros de luz; aquellos montones de floresdesconocidas de que habíase despojado a losinvernáculos como de una pesada carga, pues

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que todas estaban redundantes de belleza;aquel conjunto armonioso, que no era más queel preludio de la fiesta prometida, extasió atodos los convidados, que manifestaron su ad-miración repetidas veces, no con la voz o elgesto, sino con el silencio y la atención, doslenguajes del cortesano que no conocía ya elfreno del amo.

Respecto al rey, sus ojos se hincharon yya no se atrevió a mirar a la reina. Ana de Aus-tria, siempre superior en orgullo a las demáscriaturas, humilló a Fouquet por el desprecioque manifestaba a todo lo que se le servía.

La joven reina, bondadosa y curiosa dela vida, alabó a Fouquet, comió con gran apeti-to, y preguntó el nombre de algunas frutas quese veían sobre la mesa. Fouquet respondía quelos ignoraba. Aquellas frutas procedían ,de susreservas, que a menudo cultivaba él mismo,pues era un sabio en materia de agronomíaexótica. El rey conoció la delicadeza, y se sintiómás humillado. Encontraba a la reina algo pue-

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blo, y a Ana de Austria un poco Juno. Todo sucuidado consistía en mantenerse frío, entre ellímite del mayor desprecio o de la simple ad-miración.

Pero Fouquet había previsto todo esto:era uno de esos hombres a quienes nada esca-pa.

El rey había declarado expresamenteque, mientras estuviese en casa del señor Fou-quet, deseaba que se desterrase de sus comidasla etiqueta, y, por tanto, que comería con todoel mundo; mas, por las atenciones del superin-tendente, la comida del rey siempre se servíaaparte, si es lícito expresarse así, en medio de lamesa general. Esta comida, encantadora por sucomposición, comprendía todo lo que al rey legustaba, todo lo que habitualmente prefería.Luis no tenía excusas para decir que le faltabael apetito, cuando era el primero del reino enapetito.

Fouquet condújose mucho mejor: había-se sentado a la mesa por obedecer la orden del

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rey; mas en cuanto se sirvieron las sopas, se le-vantó de la mesa y sirvió por sí mismo al rey;mientras, la señora superintendenta estaba co-locada detrás del sillón de la reina madre. Eldesprecio de Juno y la displicencia de Júpiterno estallaron contra esta muestra de delicadeza.La reina madre tomó un bizcocho en vino deSanlúcar, y el rey comió de todo diciendo alseñor Fouquet:

-Es imposible, señor superintendente,hacer mejor los honores. Con lo cual, toda laCorte se puso a devorar con tal entusiasmo, quehubiérase creído que era una nube de langostasde Egipto que se abatía sobre los verdes cente-nos. Esto no impidió que, satisfecha el hambre,el monarca volviera a ponerse triste, en propor-ción al buen humor que había creído deber ma-nifestar; sobre todo por la buena cara que suscortesanos habían puesto a Fouquet.

Artagnan, que comía mucho y bebíabien, sin aparentarlo, no perdió bocado, mas

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hizo un gran número de observaciones prove-chosas.

Concluida la cena, el rey no quiso per-der el paseo. El parque se hallaba iluminado. Laluna, como si se hubiese puesto a las órdenesdel señor de Vaux, argentaba los macizos y loslagos. La frescura era suave. Las calles de árbo-les estaban sombrías y enarenadas tan blanda-mente, que los pies sentían una especie de pla-cer. Hubo allí fiesta completa; porque el rey, en-contrando a La Valliére a la vuelta de un bos-quecillo, le pudo apretar la mano y decirle: "Osamo", sin que lo oyera más que Artagnan, quele seguía, y Fouquet, que le precedía.

Aquella noche de encantamientos ibaavanzando. El rey pidió su cámara. Al instantese puso todo en movimiento. Las reinas pasa-ron a las suyas al son de tiorbas y de flautas. Elrey encontró, al subir la escalera principal, a susmosqueteros, a quienes Fouquet había hechovenir de Melún y convidado a cenar.

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Artagnan perdió toda desconfianza.Estaba fatigado, había cenado bien, y quería,por una vez en su vida, gozar de una fiesta encasa de un verdadero rey.

"Fouquet -se decía- es mi hombre."Llevaron al monarca, con gran ceremo-

nia, a la cámara de Morfeo, de que debemoshacer una ligera mención a nuestros lectores.Era la más hermosa y espaciosa del palacio. LeBrun había pintado, en la cúpula, los sueñosdichosos y los sueños tristes que Morgeo sus-cita tanto a los reyes como a los hombres. Todolo más gracioso que produce el sueño, la miel ylos perfumes que derrama, las flores y el néctar,los deleites o el reposo de los sentidos, todohabía enriquecido los maravillosos frescos deaquel pintor. Era una composición tan suave enuna parte, como siniestra y terrible en la otra.Las copas que vierten los venenos, el hierro queresplandece sobre la cabeza del que duerme, loshechiceros y los fantasmas con espantosas más-caras, las medias tinieblas, más aterradoras que

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las llamas o la obscura noche, he aquí lo quehabía reunido en sus graciosos cuadros.

Cuando el rey entró en aquella magnífi-ca cámara, se estremeció. Fouquet le preguntóla causa.

-Tengo sueño -respondió Luis bastantepálido.

-¿Quiere Vuestra Majestad su servicioinmediatamente?

-No; tengo que hablar con algunas per-sonas -dijo el rey-. Que se avise al señor Col-bert.

Fouquet se inclinó y salió.

LXXXVIIA GASCÓN, GASCÓN Y MEDIO

Artagnan no había perdido el tiempo;no estaba en su costumbre. Después de haberseinformado de Aramis, le siguió buscando hastaque le encontró. Ahora bien, Aramis, una vez

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que el monarca entró en Vaux, se retiró a suhabitación, discurriendo, sin duda, alguna ga-lantería para agradar a su Majestad.

Artagnan hízose anunciar y encontró, enel segundo piso, en una magnífica habitaciónque se llamaba la cámara azul, a causa de suscolgaduras, al prelado de Vannes en compañíade Porthos y de otros varios epicúreos moder-nos.

Abrazó Aramis a su amigo, le ofreció elmejor asiento y, como advirtiesen los demásque el mosquetero callaba, sin duda con objetode hablar luego secretamente con Aramis, losepicúreos pidieron la venia para retirarse.

Porthos no se movió. Verdad es que,habiendo comido mucho, dormía en un sillón.Porthos tenía el ronquido armonioso, y podíasehablar con esta especie de bajo como la antiguamelopea.

Sintió Artagnan tener que principiar laconversación, y como fuese ésta ardua empre-sa, abordóla claramente.

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-Y bien -dijo-, vednos, pues, en Vaux.-Sí, Artagnan. ¿Os gusta la mansión?-Mucho, y también el señor Fouquet.-¿Verdad que es encantador?-¡No había de saber!-Se dice que el rey ha principiado por

mostrarse frío, pero que al fin se ha ablandado.-¿No habéis visto, pues, cuando decís:"

Se dice"?-No; yo me ocupaba, con esos señores

que acaban de salir, de la representación y deltorneo de mañana.

-¡Ah, ya! ¿Sois vos aquí el ordenador delas fiestas?

-Soy, como sabéis, amigo de los deleitesde la imaginación; siempre poeta en algún con-cepto.

-He visto vuestros versos. Eran delicio-sos.

-Los he olvidado; pero me complacesaber los de otros, cuando los otros se llamanMoliére, Pellisson, La Fontaine, etc.

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-¿Sabéis, Aramis, la idea que se me haocurrido esta noche cenando?

-No; decídmela; si no, nunca la adivina-ría. ¡Tenéis tantas!

-Pues bien, el verdadero rey de Francia,no es Luis XIV.

-¿Eh? -exclamó Aramis dirigiendo invo-luntariamente sus ojos hacia los ojos del mos-quetero.

-No, lo es el señor Fouquet. Aramis res-piró y sonrió.

-Veis las cosas como los demás: ¡celoso!-dijo-. No parece sino que es el señor Colbertquien ha hecho esta frase.

Artagnan, para halagar a Aramis, lecontó las desventuras de Colbert con motivodel vino de Melún.

-¡Ruin ralea, la de Colbert! -dijo Aramis.-¡A fe que sí!-Cuando uno piensa -añadió el obispo-,

que ese perillán será vuestro ministro dentro decuatro meses...

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-¡Bah!-Y que le serviréis como a Richelieu,

como a Mazarino.-Como vos servís a Fouquet -dijo Artag-

nan.-Con esta diferencia, querido amigo, que

el señor Fouquet no es el señor Colbert.-Es verdad.Y Artagnan aparentó ponerse triste.-Pero -añadió un momento después-.

¿por qué decís que el señor Colbert será minis-tro dentro de cuatro meses?

-Porque el señor Fouquet no lo será ya -replicó Aramis.

-Habrá caído, ¿no es así? -continuó Ar-tagnan.

-Completamente.-¿Para qué celebrar entonces las fiestas?

-dijo el mosquetero con un tono de bondad tannatural, que el obispo dudó por un instante-.¿Por qué no le habéis disuadido?

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Esta última parte de la frase era un ex-ceso. Aramis volvió a la desconfianza.

-Se trata -dijo- de gobernar al rey.-¿Arruinándose?-Arruinándose por él, sí.-¡Singular cálculo!-La necesidad.-No la veo, querido Aramis.-Sí, notad al antagonista naciente del

señor Fouquet.-Y cómo el señor Colbert empuja al rey a

deshacerse del superintendente.-Salta a la vista.-Y que hay cábala contra Fouquet. . .-Por sabido.Bajo la apariencia de que el rey toma

partido contra un hombre que todo lo gasta poragradarle.

-Es verdad -dijo lentamenteAramis, poco convencido, y deseoso de

llevar a otro tema la conversación.

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-Hay locuras y locuras -prosiguió Ar-tagnan-. Y a mí no me gustan todas las que voshacéis.

-¿Cuáles?-La cena, el baile, el concierto, la come-

dia, los torneos, las cascadas, los fuegos de ale-gría y dé artificio, las iluminaciones y los pre-sentes, muy bien, os concedo esto; mas estosgastos de circunstancias, ¿no bastan?

-¿Es necesario... ?-¿Qué?-¿Es necesario preparar de nuevo toda

una casa, por ejemplo?-¡Oh! Es cierto. Eso he dicho al señor

Fouquet, y me ha respondido que, si fuese bas-tante rico, ofrecería al rey un palacio nuevo conveletas y cuevas; nuevo, con todo lo que tuvieradentro, y cuando el rey hubiera partido, leprendería fuego para que no sirviese a nadie.

-Eso es de español puro.-Eso le dije yo. Y él añadió esto: "Quien

me aconseje ahorrar, será enemigo mío".

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-Demencia, os digo, así como ese retrato.-¿Qué retrato? -preguntó Aramis.-El del rey, esa sorpresa...-¿Esa sorpresa?-Sí, para la cual habéis tomado modelos

de casa de Percerín. Artagnan se detuvo. Habíalanzado la flecha. No se trataba ya más que demedir las consecuencias.

-Eso es una graciosidad -contestó Ara-mis.

Artagnan fue derecho a su amigo, lecogió las dos manos, y, mirándole a los ojos:

-Aramis -dijo-, ¿me queréis todavía unpoco?

-¡Sí, os quiero!-¡Bien! Un favor, entonces. ¿Por qué

habéis tomado muestras del vestido del rey encasa de Percerín?

-Venid conmigo a preguntarlo a ese po-bre Le Brun, que trabajó dos días y dos noches.

-Aramis, ésa es la verdad para todo elmundo; mas para mí...

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-¡En verdad, Artagnan, me sorprendéis!-Sed bueno para mí. Decidme la verdad:

vos no quisierais que eso me ocasionara undisgusto, ¿eh?

-Amigo mío, llegáis a ser incom-prensible. ¿Qué diablos sospecháis?

-¿Creéis en mis instintos? En ellos creí-ais otras veces. Pues bien, mi instinto me diceque tenéis un proyecto secreto.

-¿Yo, un proyecto?-Estoy seguro de ello.-¡Pardiez!-Estoy tan seguro, que lo juraría.-Artagnan, me producís un vivo senti-

miento. En efecto, si yo tuviera un proyecto quedebiese ocultaros, os lo ocultaría, ¿no es ver-dad? Si tuviese uno que debiera revelaros, ya oslo hubiese dicho.

-No; Aramis; hay proyectos que no serevelan más que en momentos favorables.

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-Entonces, mi buen amigo -prosiguió elobispo riendo-, es que el momento favorable noha llegado todavía.

Artagnan sacudió la cabeza con melan-colía.

-¡Amistad, amistad! -exclamó-. ¡Vanonombre! He aquí un hombre que si yo lo pidie-se, se dejaría descuartizar por mí.

-¡Es la verdad! -dijo noblemente Aramis.-Y este hombre que me daría toda la

sangre de sus venas, no me abre un rinconcitode su corazón. ¡Amistad, lo repito, no eres másque sombra y señuelo, como todo lo que brillaen el mundo!

-No habléis así de nuestra amistad -respondió el obispo con tono firme y convenci-do-. Ella no es del género de la que vos me ha-bláis.

-Mirémonos, amigo. De nosotros cuatro,aquí estamos tres. Vos me engañáis, yo sospe-cho, y Porthos duerme. Hermoso trío de ami-gos, ¿no es verdad?

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-No puedo deciros más que una cosa,Artagnan, y os lo aseguro por el Evangelio. Osquiero como en otro tiempo. Si desconfío devos, es por causa de otros, no por causa vuestrani mía. De todo lo que consiga, tendréis vuestraparte. ¡Prometedme el mismo favor!

-Si no me equivoco, Aramis, estas pala-bras, en el momento que las pronunciáis. estánllenas de generosidad.

-Es posible.-Conspiráis contra el señor Colbert. Si

no es eso, decídmelo, ¡voto a Cribas! Tengo elinstrumento y arrancaré el diente.

Aramis no pudo evitar una sonrisa dedesdén.

-Y aun cuando conspirase contra el se-ñor Colbert, ¿qué mal hay en ello?

-Es demasiado poco para vos, y no espara derribar a Colbert para lo que habéis pe-dido muestras a Percerín. ¡Oh Aramis! ! Noso-tros no somos enemigos sino hermanos. De-cidme lo que queréis emprender, y, a fe de Ar-

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tagnan, si no puedo ayudaros, permaneceréneutral.

-No emprendo nada -contestó Aramis.-Aramis, una voz me habla, me ilumina;

esta voz no me ha engañado jamás. ¡Vos noqueréis bien al rey!

-¿Al rey? -exclamó el obispo afectandodescontento.

-Vuestra fisonomía no me convencerá.Al rey, lo repito.

-¿Me ayudaréis? -preguntó Aramis,siempre con la ironía de su risa.

-Aramis, haré más que ayudaros, harémás que ser neutral, os salvaré.

-Estáis loco, Artagnan.-Soy el más cuerdo de los dos.-¿Sospecháis, acaso, que trato de asesi-

nar al rey?-¡Quién habla de eso! -dijo el mosquete-

ro.

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-Entonces, entendámonos; no compren-do lo que pueda hacerse a un rey legítimo, co-mo el nuestro, si no se le asesina.

Artagnan no replicó.-Por otra parte, vos tenéis aquí vuestros

guardias y vuestros mosqueteros -dijo el obis-po.

-Es verdad.-No estáis en casa del señor Fouquet,

estáis en la vuestra.-Es verdad.-Sabéis ahora que es el señor Colbert

quien aconseja al rey, contra el señor Fouquet,todo lo que vos querríais quizás aconsejar si yono estuviese de su parte.

-¡Aramis! ¡Aramis! ¡Por favor, una pala-bra de amigo!

-La palabra de los amigos es la verdad.¡Si yo pienso tocar con un dedo al hijo de Anade Austria, al verdadero rey de este país deFrancia si yo no tengo la firme intención deprosternarme delante de su trono; si, en mis

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ideas, el día de mañana, aquí en Vaux, no debeser el más glorioso de los días de mi rey, que elrayo, me fulmine!

Aramis pronunció estas palabras con lacara vuelta hacia la alcoba de su cámara, dondeArtagnan, de espaldas a esta alcoba, no podíasospechar que se ocultara alguien. La unción desus palabras, la lentitud estudiada, la solemni-dad del juramento, dieron al mosquetero lasatisfacción más completa. Tomó las manos deAramis, y las estrechó cordialmente.

Aramis había soportado las re-convenciones sin inmutarse, y sonrojóse al es-cuchar los elogios. Artagnan engañado le cau-saba horror. Artagnan confiado le avergonzaba.

-¿Es que os marcháis? -le dijo abrazán-dole para ocultar su rubor.

-Sí, mi servicio me reclama. Tengo querecibir la consigna.

-¿Dónde dormís?-En la antecámara del rey, según parece.

¿Y Porthos?

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-Lleváoslo, pues; porque ronca como uncañón.

-¡Ah! ¿No vive con vos? -dijo Artagnan.-¡Ni mucho menos! No sé dónde tiene

su aposento.-¡Muy bien! -dijo el mosquetero, a quien

esta separación de los dos asociados destruíasus últimas sospechas.

Y tocó rudamente el hombro de Porthos.Este contestó rugiendo.

-¡Venid! -dijo Artagnan.-¡Calla! ¡Artagnan, querido amigo! ¡Qué

casualidad! ...¡Ah! ¿Es verdad que estoy en lasfiestas de Vaux?

-Con vuestro lindo vestido.-Por la gentileza del señor Coquelin de

Voliére, ¿no es verdad?-¡Chito! -dijo Aramis-. Vais a hundir el

piso con vuestros pasos.-Es verdad -dijo el mosquetero-; está

encima del domo.

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-Y yo no lo he tomado para sala de ar-mas -añadió el obispo-. La cámara del rey tienepor cielo raso las dulzuras del sueño. No ol-vidéis que mi tillado es de ese cielo raso. Bue-nas noches, amigos míos: dentro de diez minu-tos me hallaré durmiendo.

Y Aramis los condujo riendo dul-cemente. Luego, cuando estuvieron fuera,echando rápidamente los cerrojos y calafatean-do las ventanas, llamó:

-¡Monseñor! ¡Monseñor! Felipe salió dela alcoba empujando una puerta corrediza si-tuada detrás del lecho.

-Hay bastantes sospechosos en casa delseñor Fouquet -dijo.

-¡Ah! Ya habéis conocido a Artagnan,¿no es así?

-Antes de que vos le hubieseis nombra-do.

-Es vuestro capitán de mosqueteros.-Me es muy adicto -replicó Felipe-, apo-

yándose en el pronombre personal.

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-Fiel como un perro, y a veces mordien-do. Si Artagnan no os reconoce antes que elotro haya desaparecido, contad con Artagnanhasta la eternidad; si no ha visto nada, guarda-rá su fidelidad; si ha visto demasiado tarde, esgascón y no confesará nunca que se ha equivo-cado.

-Así lo pienso. ¿Qué hacemos ahora?-Vais a poneros en el observatorio, y a

mirar, al acostarse el rey, cómo os acostáis singran ceremonia.

-Muy bien. ¿Dónde me pongo? -Sentaosen esa silla de tijera. Yo voy a hacer resbalar eltillado. Vos miraréis por esa abertura que co-rresponde a las falsas ventanas practicadas enla bóveda de la cámara del rey. ¿Veis?

-Veo al rey.Y Felipe estremecióse como al aspecto

de un enemigo.-¿Qué hace?-Manda sentar a su lado a un hombre.-El señor Fouquet.

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-No, no; aguardad...-¡Las notas, príncipe, los retratos!-El hombre a quien el rey manda sentar

es el señor Colbert.-¿Colbert en presencia del rey? -exclamó

Aramis-. ¡Imposible!-Mirad.Aramis hundió sus miradas en la ranura

del entarimado.-Sí -dijo-, Colbert; el mismo. ¡Oh! Mon-

señor, ¿qué vamos a oír, qué va a resultar deesta intimidad?

-Nada bueno para el señor Fouquet.El príncipe no se equivocaba. Hemos

visto que Luis XIV había hecho llamar a Col-bert, y que Colbert había llegado. La conversa-ción empeñábase entre los dos por uno de losmás altos favores que el rey hubo jamás conce-dido. Verdad es que el rey estaba solo con unsúbdito.

-Sentaos, Colbert.

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El intendente, colmado de alegría,cuando temía ser despedido, rehusó este insig-ne honor.

-¿Acepta? -preguntó Aramis.-No, queda de pie.-Escuchemos, príncipe.Y el futuro monarca y el futuro papa

escucharon con avidez a aquellos simples mor-tales que tenían a sus pies, dispuestos a aplas-tarlos si hubiesen querido.

-Colbert -dijo el rey-, vos me habéis con-trariado hoy.

-Majestad ... lo sabía.-¡Muy bien! -contestó el rey-.Me place

esa respuesta. Sí, lo sabíais. Se necesita valorpara hacer eso.

-Me exponía al descontento de VuestraMajestad, pero me exponía también a ocultarlesu verdadero interés.

-¿Qué hay? ¿Teméis algo por mí?-No más que una indigestión, Majestad -

dijo Colbert-. Porque no se dan a su rey festines

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como éstos sin que reviente bajo los efectos dela buena mesa.

Colbert, al lanzar esta grosera chuscada,esperaba de ella un buen resultado.

Luis XIV, el hombre más vano y delica-do de su reino, perdonó la bufonada de Col-bert.

-El señor Fouquet -dijo- me ha dado deveras una comida excesivamente buena. De-cidme. Colbert. ¿de dónde saca el dinero preci-so para subvenir a estos enormes gastos? ¿Losabéis?

-Sí, lo sé, Majestad.-Sé que sois exacto en cuentas. -Es la

primera condición que puede exigirse a un in-tendente de Hacienda.

-¡No lo son todos!-Doy las gracias a Vuestra Majestad por

un elogio tan lisonjero en su boca.-Pues Fouquet es rico, riquísimo, y esto,

señor, todo el mundo lo sabe.

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-Todo el mundo; lo mismo los vivos quelos muertos.

-¿Qué quiere significar eso, señor Col-bert?

-Los vivos ven las riquezas del señorFouquet, admiran sus resultados, y le aplau-den; pero los muertos, más sabios que nosotros,saben las causas, y le acusan.

-Y bien, ¿a qué causas debe el señorFouquet sus riquezas?

-El oficio de intendente favorece a me-nudo a los que lo ejercen.

-Tenéis que hablarme más con-fidencialmente; no temáis nada, nos hallamossolos.

-Nunca temo a nadie bajo la égida de miconciencia y bajo la protección de mi rey, Ma-jestad.

Y Colbert se inclinó.-Pues los muertos ¿hablan ... ?-A veces, Majestad. Leed.

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-¡Ah! -murmuró Aramis al oído delpríncipe, que escuchaba a un lado sin modularuna sílaba-. Pues que estáis aquí, monseñor, pa-ra saber vuestro oficio de rey, escuchad unainfamia enteramente real. Vais a asistir a unaescena de aquellas que solamente Dios, o másbien el demonio las concibe y ejecuta. Escuchady aprovechaos.

El príncipe redobló su atención y vio aLuis XIV tomar de las manos de Colbert unacarta que le enseñaba.

-¡La letra del difunto cardenal! -dijo elrey.

-Vuestra Majestad tiene buena memoria-replicó Colbert inclinándose-, y es una maravi-llosa aptitud para un monarca destinado al tra-bajo, reconocer las letras a primera vista.

El rey leyó una carta de Mazarino, que,conocida ya del lector,no enseñaría nada nuevo si la insertásemosaquí.

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-No comprendo bien -dijo el rey viva-mente interesado.

-Vuestra Majestad no está aún muy alcorriente de las cuentas de la intendencia.

-Veo que se trata de dinero dado al se-ñor Fouquet.

-Trece millones. ¡Bonita cantidad!-Pero, bien... Estos trece millones, ¿fal-

tan en el total de las cuentas? He aquí lo que nocomprendo del todo, lo confieso. ¿Por qué ycómo ha sido posible este déficit?

-Posible, no digo; real, sí.-¿Decís que faltan trece millones en las

cuentas?-El registro, no yo.-Y esta carta de Mazarino indica el em-

pleo de la cantidad y el nombre del depositario.-Como Vuestra Majestad puede conven-

cerse.-Sí, efectivamente, resulta de aquí que el

señor Fouquet no ha devuelto todavía los trecemillones.

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-Eso resulta de las cuentas, sí, Majestad.-Y bien... ¿entonces...?-Entonces, Majestad, puesto que el señor

Fouquet no ha devuelto todavía los trece millo-nes, es que los tiene en caja, y con trece mi-llones se hace cuatro veces más que VuestraMajestad ha podido hacer en Fontainebleau,donde no gastamos más que tres millones entotalidad, si os acordáis.

El rey se había puesto sombrío. Colbertesperaba la primera palabra del rey con tantaimpaciencia como Felipe y Aramis desde lo altode su observatorio.

-¿Sabéis lo que resulta de todo esto, se-ñor Colbert? -dijo el rey tras una reflexión.

-No, Majestad, lo ignoro.-Que el hecho de la apropiación de los

trece millones, si está averiguado ...-Está.-Quiero decir, si está declarado, señor

Colbert.

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-Pienso que mañana lo haría, si VuestraMajestad...

-¿No estamos en casa del señor Fou-quet? -contestó el rey con dignidad.

-El rey está en su casa por donde quiera,Majestad, y sobre todo en las casas que su dine-ro ha pagado.

-Creo -dijo Felipe a Aramis por lo bajo-,que el arquitecto que ha construido esta bóvedadebió, previendo el uso que se haría de ella,movilizarla para que pudiera caer sobre la ca-beza de los bribones de un carácter tan negrocomo el de ese señor Colbert.

-Pienso lo propio -dijo Aramis-; pero elseñor Colbert está tan cerca del rey en estemomento...

-Es cierto; esto abriría una sucesión.-De la cual vuestro castigado hermano

recogería el fruto, monseñor. Mas sigamos es-cuchando.

-No escucharemos mucho tiempo -dijoel príncipe.

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-¿Por qué, monseñor?-Porque, si yo fuese el rey, no responde-

ría nada.-¿Y qué haríais?-Esperaría a mañana para reflexionar.Luis XIV levantó por fin los ojos, y. en-

contrando a Colbert atento a su primera pala-bra:

-Señor Colbert -dijo, cambiando brus-camente de conversación-, observo que se hacetarde, y me acostaré ...

-¡Ah! -exclamó-. Yo hubiera...-Mañana; mañana temprano habré to-

mado una determinación.-Magníficamente bien, Majestad -replicó

con presteza Colbert, excediéndose, pero con-tenido a tiempo.

El rey hizo un gesto, y el intendente sedirigió hacia la puerta retrocediendo de espal-das.

-¡Mi servicio! -exclamó el rey.

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La servidumbre del rey entró en el apo-sento.

Felipe iba a dejar su puesto de observa-ción.

-Un momento -díjole Aramis con sudulzura habitual-; lo que acaba de pasar no esmás que un detalle, y mañana no nos dará nin-gún cuidado; pero el servicio de noche, la eti-queta que se observa al acostarse, ¡ah, monse-ñor, eso es muy importante. ¡Aprended cómodebéis meteros en el lecho. aprended Majestad.

LXXXVIIICOLBERT

La Historia nos dirá, o mejor, la Historianos ha dicho los acontecimientos del siguientedía, los espléndidos festejos dados por el su-perintendente a su rey. Dos grandes escritoreshan referido la disputa que hubo entre La Cas-cada y el Canastillo de agua, la lucha empeñada

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entre La Fuente de la Corona y los Animales, afin de saber a quién agradaría más. Hubo,pues, al otro día diversiones y regocijos; hubopaseo, comida, comedia; comedia en la que, conno poca sorpresa, Porthos reconoció al señorCoquelin de Voliére, representando en la farsade Los Fastidiosos. Así es como llamaba el se-ñor de Bracieux de Pierrefonds a esta diversión.

Preocupado con la escena de la víspera,Pero fermentado el veneno derramado porColbert, el rey, durante toda aquella jornadatan brillante, tan accidentada, tan imprevista,donde todas las maravillas de las Mil y unanoches parecían reproducirse en su tránsito, elrey se mostró frío, reservado y taciturno. Nadapudo desarrugarle el ceño; no sentía más queun profundo resentimiento que venía de lejos,acrecentado paulatinamente como el manantialque llega a ser río, merced a los mil chorrillosde agua que le alimentan. A eso de las doce, co-menzó a sentir un Poco de serenidad; sin duda,su resolución estaba tomada.

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Aramis, que le seguía paso a paso, así ensu pensamiento como en su marcha, compren-dió que el acontecimiento que se aguardaba nose haría esperar.

Esta vez, Colbert parecía ir de acuerdocon el obispo de Vannes. Toda esta jornada, elrey, que indudablemente tenía necesidad dealejar un pensamiento sombrío, pareció buscarla compañía de La Valliére.

Vino la noche. El monarca había desea-do no pasearse sino después del juego. Entre lacena y el paseo se jugó. El rey ganó mil doblo-nes, los puso en su bolsillo y se levantó dicien-do:

-Vamos, señores, al parque. Allí encon-tró a las damas. El rey había ganado mil doblo-nes, hemos dicho, y se los había embolsado.Pero el señor Fouquet había sabido perder diezmil; de manera que, entre los cortesanos, dejóunos miles de libras de beneficio, circunstanciaque convertía a los rostros de los palaciegos y

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de los oficiales en los semblantes más gozososde la tierra.

No sucedía lo mismo con respecto alrostro del rey, sobre el cual, a pesar de aquellaganancia, a la que no se manifestaba insensible,permanecía siempre algo taciturno. Colbert leesperaba en el rincón de una alameda. Sin dudael intendente se hallaba allí en virtud de unacita; porque Luis XIV, que le había evitado,hízole una seña y penetró con él en el parque.Pero La Valliére también había visto aquellafrente sombría y la mirada llameante del rey;ella lo había visto, y, como nada de lo que con-tenía aquella alma era impenetrable a su amor,comprendió que aquella cólera reprimida ame-nazaba a alguien. Y se puso en el camino de lavenganza como el ángel de misericordia.

Toda triste y confusa, medio loca porhaber estado tanto tiempo separada de suamante, inquieta por esta emoción interior quehabía adivinado, mostróse primero al rey conun aspecto cohibido que, en su mala disposi-

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ción de ánimo, el rey interpretó desfavorable-mente.

Entonces, como estaban solos, o pocomenos que solos, en atención a que Colbert,distinguiendo a la joven, se había detenido res-petuosamente a diez pasos de distancia, el reyse aproximó a La Valliére y le tomó la mano.

-Señorita -le dijo-. ¿puedo sin indiscre-ción preguntaros lo que tenéis? Vuestro pechoparece dilatado, vuestros ojos húmedos.

-¡Oh! Si mi pecho está dilatado, si misojos están húmedos, y en fin, si yo estoy triste,es por la tristeza de Vuestra Majestad.

-¿Mi tristeza? ¡Oh! Veis mal, señorita.No, no es tristeza la que siento.

-¿Qué experimentáis, Majestad?-Humillación.-¿Humillación? ¡Oh! ¿Por qué decís eso?-Digo, señorita, que allí donde yo esté,

ningún otro deberá ser el amo. Pues bien, ob-servad si no me eclipso, yo, el rey de Francia,¡oh!, delante del monarca de este dominio. ¡Oh!

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-continuó apretando los dientes y el puño-. Ycuando pienso que este rey...

-¿Qué?... -dijo La Valliére asustada.-¡Que este rey es un servidor infiel que

se enorgullece con mi bien robado! Así, voy acambiarle, a este imprudente ministro, su fiestaen duelo, cuya ninfa de Vaux, como cantan suspoetas, guardará mucho tiempo recuerdo.

-¡Oh! Vuestra Majestad...-Y bien, señorita, ¿vais a tomar el parti-

do del señor Fouquet? -dijo Luis XIV con im-paciencia. -No, Majestad; yo os preguntaré úni-camente si estáis bien informado. Vuestra Ma-jestad, en más de una ocasión, ha aprendido aconocer el valor de las acusaciones de la Corte.

Luis XIV hizo señas a Colbert para quese acercara.

-Hablad, señor Colbert -dijo el jovenpríncipe-, porque, en verdad, creo que la seño-rita de La Valliére tiene necesidad de vuestrapalabra para creer en la del rey. Decid a la se-ñorita lo que ha hecho el señor Fouquet. Y vos,

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señorita, ¡oh, no será largo!, tened la bondad deescuchar, os lo suplico.

¿Por qué Luis XIV insistía así? Sencilla-mente: su corazón no estaba tranquilo, su áni-mo no estaba convencido'; adivinaba algunaconsecuencia sombría, tortuosa, bajo la historiade los trece millones, y hubiera deseado que elcorazón puro de La Valliére, revolucionado a laidea de un robo, aprobase, con una sola pala-bra, aquella resolución que tomaba, y que, sinembargo, titubeaba poner en ejecución.

-Hablad, señor -dijo La Valliére a Col-bert, que se había aproximado-, hablad; puestoque el rey quiere que os escuche. Veamos, de-cid, ¿cuál es el crimen del señor Fouquet?

-¡Oh! No muy grave, señorita -dijo elnegro personaje-; sólo abuso de confianza.

-Decid. decid, Colbert, y, cuando lohayáis dicho, dejadnos; e id a avisar al señor deArtagnan que tengo órdenes que darle.

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-¡Al señor de Artagnan! -exclamó LaValliére-. ¿Y por qué avisar al señor de Artag-nan? Majestad, os suplico me lo digáis.

-¡Diantre! Para detener a ese titán orgu-lloso que, fiel a su divisa, pretende escalar micielo.

-¿Detener al señor Fouquet, decís?-¿Os sorprende?-¿En su casa?-¿Por qué no? Si es culpable, igual lo

será en su casa como en otra parte.-El señor Fouquet, ¿que se arruina en

este momento por honrar a su rey?-Creo, en verdad, que defendéis a ese

traidor, señorita.Colbert se echó a reír muy por lo bajo. El

rey se volvió al chiflido de aquella risa.-Majestad -dijo La Valliére-: no es a

Fouquet a quien defiendo, sino a vos mismo.-¡A mí mismo!... ¿Vos me defendéis?-Majestad, os deshonráis dando esa or-

den.

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-¿Deshonrarme? -murmuró el rey pali-deciendo de cólera-. Verdaderamente, señorita,ponéis en lo que decís una extraña pasión.

-Pongo pasión, no en lo que digo, sinoen servir a Vuestra Majestad -respondió la jo-ven-. Si fuese necesario, hasta expondría mivida con la misma pasión.

Colbert refunfuñaba. La Valliére, aqueldulce cordero, se irguió contra él, y, con unamirada flamígera, le impuso silencio.

-Majestad -dijo-, cuando el rey obrabien, si comete un error contra mí o los míos,me callo; mas, si el rey me sirve, a mí o a quie-nes amo, y el rey obra mal, yo lo digo.

-Pero, me parece, señorita -dijo Colbert-,que también yo amo al rey.

-Sí, señor; los dos le amamos, cada cuala su manera -replicó La Valliére con tal acento,que el corazón del joven rey quedó penetrado-.Solamente yo le amo tan de veras, que todo elmundo lo sabe; con tanta pureza, que el mismorey no duda de mi amor. El es mi rey y mi due-

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ño, yo su humilde servidora; pero cualquieraque toca a su honor toca a mi vida. Digo, pues,y repito, que deshonran al rey los que le acon-sejan prender al señor Fouquet en su casa.

Colbert bajó la cabeza, porque se sentíaabandonado por el rey. Sin embargo, aun ba-jando la cabeza, murmuró:

-Señorita, no tendría más que decir unapalabra.

-No la digáis, señor; porque esa palabrano la escucharé. Además, ¿qué me diréis? ¿Queel señor Fouquet ha cometido crímenes? Lo sé,porque el rey lo ha dicho; y desde el momentoque el rey dice: "Creo", no necesito que otraboca diga: "Afirmo". Pero el señor Fouquet,aunque fuese el último de los hombres, es sa-grado para el rey, pues el rey es un huésped.¡Habría de ser esta morada una madriguera,habría de ser Vaux una caverna de monederosfalsos o de bandidos, y su casa sería santa, supalacio sería inviolable, pues en él habita su

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mujer, y es un lugar de asilo que los verdugosno violarían!

La Valliére calló. El rey la admiraba apesar suyo; fue vencido por el calor de aquellavoz, por la nobleza de aquella causa. Colbert sedoblegó, viendo la desigualdad de la lucha. Alfin, el rey respiró, sacudió la cabeza y tendió lamano a La Valliére.

-Señorita -dijo con dulzura-, ¿por quéhabláis contra mí? ¿Sabéis lo que hará ese cana-lla si le dejo respirar?

-¡Bah... Dios mío!... ¿No es una presaque siempre os pertenecerá?

-¿Y si escapa, y si huye? -dijo Colbert.-Bien, señor; será eterna la gloria del rey

por haber dejado huir al señor Fouquet; y cuan-to más culpable haya sido, más grande será esagloria, comparada a esta miseria, a esta ver-güenza.

Luis besó la mano de La Valliére, po-niéndose a sus pies.

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"Estoy perdido", pensó Colbert. Luego,su rostro se animó de repente.

..¡Oh, no, no; aún no!", se dijo. Y, mien-tras el rey, protegido por la espesura de unenorme tilo, abrazaba a La Valliére con toda lapasión de un inefable amor, Colbert hojeabalentamente su libro de memorias, de dondesacó un papel doblado en forma de carta, papelun poco amarillo acaso, pero que debía ser muyestimable, pues el intendente sonrió al mirarlo.Después, dirigió su odiosa mirada sobre elgrupo encantador que dibujaban en la sombrala joven y el rey, grupo que acababa de alum-brar la luz de las antorchas que se acercaban.

Luis vio la luz de las antorchas reflejarsesobre el vestido blanco de La Valliére.

-Parte, Luisa -le dijo-; viene gente.-Señorita, señorita, vienen - añadió Col-

bert para precipitar la partida de la joven.Luisa desapareció rápidamente entre los

árboles. Después, como Luis, que se habíapuesto a los pies de La Valliére, se incorporara:

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-¡Ah! La señorita de La Valliére ha deja-do caer algo -dijo Colbert.

-¿Qué? -preguntó el rey.-Un papel, una carta, una cosa blanca;

tenedlo, señor.El rey se bajó rápido y escogió la carta,

estrujándola.En este momento las antorchas llegaban,

inundando de luz aquella escena obscura.

LXXXIXCELOS

Aquella luz, aquel apresuramiento ge-neral, aquella nueva ovación dirigida al rey porFouquet, vinieron a suspender el efecto de unaresolución que La Valliére había ya quebranta-do en el corazón de Luis XIV.

Miró a Fouquet con cierta especie dereconocimiento, por haber proporcionado a la

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joven una ocasión de mostrarse tan generosa ycon tanto ascendiente sobre su corazón.

Apenas condujo Fouquet a Luis hacia elpalacio, cuando, desprendiéndose de la cúpulade Vaux con ruido majestuoso una mole de fue-go, inundó con su luz hasta los más escondidosrincones de los jardines.

Principiaban los fuegos artificiales. Col-bert, a veinte pasos del rey, a quien los señoresde Vaux rodeaban y festejaban, procuraba, conla obstinación de su funesto pensamiento, lla-mar su atención sobre ideas que la imaginacióndel espectáculo alejaba demasiado.

De pronto, en el momento afectuosopara Fouquet, el rey sintió en la mano aquelpapel, que, según toda apariencia, La Valliére,al huir, había dejado caer a sus pies.

El imán más fuerte del pensamiento deamor arrastraba al príncipe hacia el recuerdo desu amada.

Al resplandor de aquel fuego, cada vezmás hermoso, y que hacía lanzar gritos de ad-

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miración en las aldeas del contorno, leyó Luisaquel billete, que creyó sería una carta amorosadirigida a él por La Valliére.

A medida que la leía, la palidez subía asu rostro, y aquella sorda cólera, iluminada poraquellos fuegos de mil colores, formaban unespectáculo horrible que habría aterrado a todoel mundo, si cada cual hubiese podido leer enaquel corazón desgarrado por las pasiones mássiniestras. No hubo tregua para los celos y larabia. A partir de aquel momento en que lepareció descubrir la sombría verdad, todo des-apareció, piedad, dulzura, miramiento a lahospitalidad.

Poco faltó para que, en el dolor agudoque destrozaba su corazón, muy débil aún paradisimular su sufrimiento, diera un grito de alar-ma y llamase a sus guardias.

Aquella carta, echada a los pies del reypor Colbert, era, como ya se habrá adivinado, laque desapareciera con el criado Tobías en Fon-

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tainebleau, después de la tentativa que hicieraFouquet en el corazón de La Valliére.

Fouquet veía la palidez y no com-prendía el mal. Colbert veía la cólera y se rego-cijaba con la proximidad de la tempestad.

La voz de Fouquet sacó al joven prínci-pe de sus siniestros pensamientos.

-Qué os pasa, Majestad -preguntó afableel superintendente.Luis' hizo un esfuerzo violento sobre sí.

-Nada -dijo.-Temo que Vuestra Majestad sufra.-Sufro, en efecto, ya os lo he dicho, se-

ñor: cero no es nada.Y el rey, sin aguardar el fin de los fue-

gos artificiales, dirigióse al palacio.Fouquet acompañó al rey. Todos siguie-

ron tras ellos.Los últimos cohetes volaron tristemente

para ellos solos.El superintendente intentó preguntar

aún a Luis XIV, pero no obtuvo respuesta. Su-

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puso que habría habido querella entre Luis y LaValliére en el parque; que habrían quedadoreñidos, y que el monarca, naturalmente pocoamigo de enfadarse, pero entregado a su rabiaamorosa, ponía mala cara porque su querida seenfurruñaba. Esta idea fue suficiente para con-solarle, y supo hallar una sonrisa amistosa yconsoladora para el joven rey, cuando éste ledio las buenas noches. No había concluido todopara el rey. Tenía que sufrir el servicio, queaquella noche debía hacerse de gran etiqueta. Eldía siguiente era el de la partida. Los huéspe-des tenían que dar las gracias por su hospedaje,pagando con alguna cortesanía sus doce millo-nes gastados. La única cosa grata que Luis hallópara Fouquet, al despedirle, fueron estas pa-labras:

-Señor Fouquet, tendréis pronto noticiasmías; hacedme el favor de llamar al señor deArtagnan.

Y la sangre de Luis XIII, que tanto habíadisimulado, hervía entonces en sus venas, y se

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sentía dispuesto a hacer degollar a Fouquet,como su predecesor había hecho asesinar almariscal de Ancre. Disfrazó, sin embargo, suterrible resolución, bajo una de esas augustassonrisas que son los relámpagos de los golpesde Estado.

Fouquet besó la mano al rey. Este seestremeció en todo su cuerpo, pero dejó quetocasen su mano los labios del señor Fouquet.

Cinco minutos después, Artagnan, aquien se había trasmitido la real orden, entrabaen la cámara de Luis XIV.

Aramis y Felipe estaban en la suya,atentos siempre y con el oído alerta.

El rey no dio tiempo al capitán de mos-queteros para que llegase hasta su sillón. Corrióhacia él.

-Cuidado -dijo- de que nadie entre.-Bien, Majestad -replicó el soldado, cuya

mirada escrutadora había analizado hacíatiempo los estragos de aquella fisonomía.

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Dio la orden desde la puerta, y, vol-viéndose luego al rey:

-¿Hay algo de nuevo en la casa de Vues-tra Majestad?

-¿Cuántos hombres tenéis aquí? -preguntó el rey sin responder a la pregunta quese le hacía.

-¿Para qué, Majestad?-¿Cuántos hombres tenéis? -preguntó de

nuevo el rey hiriendo el suelo con el pie.-Tengo a los mosqueteros.-¿Y quiénes más?-Veinte guardias y trece suizos.-¿Cuántos hombres son necesarios pa-

ra...?-¿Para qué? -dijo el mosquetero con sus

ojos serenos.-Para prender al señor Fouquet. Artag-

nan dio un paso atrás.-¡Prender al señor Fouquet! -exclamó

asombrado.

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-¿Vais a decir también que es imposible?-exclamó el rey con una cólera fría y rencorosa.

-Nunca digo que una cosa sea imposible-replicó Artagnan herido en su amor propio.

-¡Pues bien, hacedlo!Artagnan giró sobre sus talones y diri-

gióse hacia la puerta.El espacio a recorrer era corto, y lo salvó

en seis pasos. Allí, se detuvo.-Perdón, Majestad -dijo.-¿Qué? -dijo el rey.-Para hacer ese arresto, quisiera una

orden escrita.-¿Desde cuándo no os basta la palabra

del rey?-Es que la palabra del rey puede ser hija

de un sentimiento de ira, y cambiar cuando elsentimiento cambie.

-¡Basta de frases, señor! Otro es vuestropensamiento.

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-¡Oh! Yo siempre tengo pensamientos, ypensamientos que otros no tienen por desgracia-contestó Artagnan con impertinencia.

El rey, en medio de su arrebato, se do-blegó ante aquel hombre, como el caballo cedea la mano fuerte del domador.

-¿Y cuál es vuestro pensamiento? -dijo.-Os lo diré, Majestad -contestó Artag-

nan-. Hacéis detener a un hombre cuando estáisaún en su casa, y eso es un arrebato de cólera.Cuando ésta se os pase, os arrepentiréis. Enton-ces, quiero poder enseñaros vuestra firma. A lomenos, ya que no repare nada, se verá en elloque el rey hace mal en encolerizarse.

-¿Hace mal en encolerizarse? -aulló elrey con frenesí-. ¿Pues no se encolerizaba acasoel rey mi padre, y mi abuelo, cuerpo de tal?

-Vuestro padre y vuestro abuelo no seencolerizaban nunca más que en su casa.

-El rey es amo en todas partes, lo mismoque en su casa.

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-Esa es frase de algún adulador, y debede venir del señor Colbert; pero no es verdad.El rey está en su casa en cualquier parte cuandoha arrojado de ella al propietario.

Luis mordióse los labios.-¿Pues qué -continuó Artagnan-, cuando

un hombre se arruina por agradaros, queréisque lo detengan? ¡Diantre! Si yo me llamaseFouquet e hiciesen eso conmigo, me tragaríadiez cohetes, y me prendería fuego para volaryo y todo lo demás. Pero es igual; lo queréis, yallá voy.

-¡Id! -dijo el rey-. Pero ¿tenéis bastantegente?

-¿Creéis, Majestad, que necesite de al-guien? Detener al señor Fouquet es cosa tanfácil, que un niño lo haría; es como beber unvaso de ajenjo: se pone mal gesto, y ya está.

-¿Y si resiste?-¡El! ¡Vamos! ¡Resistirse cuando un rigor

como ése le constituye en rey y mártir! Si lequedara un millón, lo cual dudo, apuesto a que

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lo daría por tener este fin. Ea. Majestad, voyallá.

-¡Esperad! -dijo el rey.-¿Qué mandáis?-No hagáis pública su detención.-Eso ya es más difícil.-¿Por qué?-Porque nada hay más sencillo que

aproximarse al señor Fouquet, en medio de lasmil personas entusiastas que le rodean, y decir-le: "En nombre del rey, señor, quedáis deteni-do". Pero acercarse a él, volver, tornar, arrinco-narlo, robarle a todos sus convidados y tenerlopreso, sin que uno de sus ayes llegue a nadie,eso es una dificultad real, verdadera, suprema,que se la da hoy al más vivo.

-Decid que es imposible, y con eso aca-báis pronto. ¡Oh Dios mío, Dios mío! ¿Estarésiempre rodeado de personas que me impidenhacer lo que quiero?

-Nada os impido hacer. ¿Lo queréis?

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-Guardadme al señor Fouquet hastaque, mañana, haya tomado una resolución.

-Así se hará.-Y volved a la hora de levantarme para

tomar mis nuevas órdenes.-Volveré.-Ahora deseo estar solo.-¿Tampoco necesitáis al señor Colbert? -

dijo el mosquetero, enviando su última flechaal momento d marcharse.El rey tembló. Entregado por entero la vengan-za, había olvidado el cuerpo del delito.

-No -dijo-, a nadie quiero aquí. ¡Dejad-me!

Artagnan salió. El rey cerró él mismo lapuerta, y comenzó una furiosa carrera por lacámara, como el toro herido que lleva clavadaslas banderillas. Al fin se desahogó, quejándosea gritos:

-¡Ah, miserable! ¡No solamente me roba,sino que con mi oro me corrompe a secretarios,amigos, generales. artistas, y llega hasta birlar-

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me la querida! ¡Ah! ¡Por eso la pérfida lo de-fendía con tanto calor! ¡Aquello era reconoci-miento! ... ¡Y quién sabe! . . . Quizá tambiénamor.

Y se abismó un instante en sus doloro-sas reflexiones.

"¡Un sátiro! -pensó, con ese odio pro-fundo que la gente joven profesa a los hombresde edad madura que aun piensan en amores-.¡Un fauno familiarizado en el galanteo, y quejamás ha encontrado rebeldes! ¡Un hombremimado por mujerzuelas, que regala flores deoro y diamantes, y tiene pintores que le haganel retrato de sus queridas en trajes de diosas!"

El rey temblaba de desesperación.-¡Todo me lo mancilla -proseguía-, todo

me lo arruina! ¡Me matará! ¡Ese hombre es de-masiado para mí! ¡Es mi mortal enemigo! ¡Esehombre caerá! ¡Le odio!... ¡Le odio... ¡Le Odio...

Y estas palabras las acompañaba confuertes golpes en los brazos del sillón en que

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permanecía sentado, y del que se levantó comoun epiléptico.

-¡Mañana, mañana! ¡Oh día venturoso! -murmuró-. ¡Se levantará el sol sin tener másrival que yo, y ese hombre caerá 'tan bajo, queal ver las ruinas que mi cólera habrá hecho,confesarán todos que soy más grande que él!

El rey, incapaz de dominarse más tiem-po, derribó de un puñetazo una mesa colocadajunto al lecho, y, sumido en dolor, llorandocasi, sofocado, fue a precipitarse en sus sá-banas, vestido como estaba, para morderlas yhallar así el descanso del cuerpo.

El lecho gimió bajo aquel peso, y, a ex-cepción de los suspiros escapados del pechooprimido del rey, nada más se oyó en la cámarade Morfeo.

XCLESA MAJESTAD

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Aquel furor exaltado que se apoderó delrey con la vista y lectura de la carta de Fouqueta La Valliére, resolvióse paulatinamente en unafatiga dolorosa.

La juventud, llena de salud y de vida,necesita reparar en el mismo instante lo quepierde; no conoce esos insomnios interminablesque realiza para los desgraciados la fábula delhígado de Prometeo, que vuelve a nacer paraser devorado nuevamente. Allí donde el hom-bre maduro en su fuerza, o el anciano en suagotamiento, hallan continuo alimento del do-lor, el joven, sorprendido por la revelación sú-bita del mal, enervase en gritos, en luchas direc-tas, y se deja vencer más pronto por el inflexi-ble adversario a quien combate. Una vez venci-do, ya no sufre.

Luis quedó domado en un cuarto dehora; primero cesó de crispar los puños y deabrasar con sus miradas los invencibles objetosde su odio; después cesó de acusar con violen-tas palabras al señor Fouquet y a La Valliére, y

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cayó del furor en la desesperación, y de la de-sesperación en la postración.

Luego que se volvió y revolvió convul-sivamente por algunos instantes en el lecho,cayeron a uno y otro lado sus brazos inertes. Sucabeza clavóse lánguidamente en la almohadade encaje; sus miembros fatigados se estreme-cieron con tenues contracciones musculares, ysu pecho dejó de filtrar tan sólo alguno que otrosuspiro.

El dios Morfeo, que reinaba como sobe-rano en aquella cámara que llevaba su nombre,y hacia quien Luis volvió sus ojos embotadospor la cólera y enrojecidos por las lágrimas,esparcía sobre el las adormideras que brotabande sus manos, de modo que el rey cerró sua-vemente los ojos y se durmió.

Le pareció entonces, como acontece confrecuencia en ese primer sueño, tan grato y li-gero, que eleva el cuerpo sobre el lecho y elalma sobre la tierra, le pareció, decimos, que eldios Morfeo pintado en el techo, le miraba con

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ojos humanos; que en la cúpula brillaba y agi-tábase alguna cosa, y que, separados por mo-mento los enjambres de ensueños siniestros,permitían ver un rostro de hombre, con la ma-no apoyada en la boca, y en actitud de medi-tación contemplativa. ¡Y cosa rara! aquel hom-bre se asemejaba de tal modo al rey, que Luiscreía ver su propio semblante reflejado en unespejo, sólo que aquel rostro parecía contrista-do por un sentimiento profundo de compasión.

Después le pareció, poco a poco, que lacúpula huía, escapándose a su vista, y que lasfiguras y atributos pintados Por Le Brun se obs-curecían en un alejamiento progresivo. Un mo-vimiento dulce, acompasado, como el de unanave que se hunde bajo el agua, había sucedidoa la inmovilidad del lecho. El rey soñaba sinduda, y, en aquel sueño, la corona de oro a quese hallaban sujetas las colgaduras, se alejabacomo la cúpula en la cual estaba suspendida;de suerte que, el genio alado, que, con sus dos

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manos, sostenía la corona, parecía llamar in-útilmente al rey, que desaparecería lejos de ella.

El lecho se hundía más y más. Luis, conlos ojos abiertos, se dejaba fascinar por aquellacruel alucinación. Por último, a medida que laluz de la cámara regia iba obscureciéndose,algo de frío, de sombrío, de inexplicable inva-día el aire. No había ya pinturas, ni oro, ni cor-tinas de terciopelo, sino paredes de un cenicien-to mate, cuya sombra se adensaba cada vezmás. No obstante, el lecho seguía hundiéndose,y, después de un minuto, que pareció un sigloal rey, penetró en una capa de aire húmedo yhelado. Allí se detuvo.

El rey no veía ya la luz de su cámarasino como se ve, desde el fondo de un pozo, laclaridad del día.

¡Qué sueño tan horrible! -pensó-.¡Tiempo es ya de despertar! ¡Despertemos!"

Cualquier ha podido experimentar loque hemos descrito; nadie hay que, en mediode una pesadilla sofocante, no se haya dicho,

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con ayuda de esa lámpara que vela en el fondodel cerebro cuando toda la luz humana se haextinguido: "Esto no es nada; sueño".

Eso era lo que acababa de decirse LuisXIV; pero a aquella palabra: "¡Despertemos",advirtió que no sólo se hallaba despierto, sinoque tenía también abiertos los ojos. Entoncesdirigió una mirada en torno suyo.

A derecha e izquierda permanecían depie dos hombres armados, embozados en unaamplia capa, y cubierto el rostro con un antifaz.

Lino de ellos tenía en la mano una lin-terna, cuya luz iluminaba el cuadro más tristeque podía presentarse a los ojos de un rey.

Luis creyó que su sueño continuaba, yque, para hacerlo cesar, sería suficiente moverlos brazos o hacer ir su voz. Echóse fuera dellecho, se halló en un suelo húmedo. Entonces,dirigiéndose al que tenía la linterna:

-¿Qué es esto? -preguntó-. ¿Qué signifi-ca esta farsa?

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-No es esto una farsa -respondió con vozsorda el que tenía la linterna.

-¿Sois del señor Fouquet? -dijo el reyalgo turbado.

-¡Poco importa de quien seamos! -dijo elfantasma-. Somos vuestros amos, y basta.

El rey, más impaciente que asustado, sevolvió al segundo enmascarado.

-Si esto es una comedia -exclamó-, diréisal señor Fouquet que la encuentro inconvenien-te y mando que cese.

El segundo enmascarado a quien se di-rigía el rey, era un hombre de elevada estaturay de gran circunferencia. Se mantenía recto einmóvil como un bloque de mármol.

-¡Vamos! -añadió el rey hiriendo el suelocon el pie-. ¿No me responderéis?

-No os respondemos, caballerito -dijo elgigante con una voz de Estentor-, porque nadahay que contestaros, sino que sois el primerfastidioso, y que el señor Coquelin de Voliéreos ha olvidado en el número de los suyos...

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-Pero al fin, ¡que se me quiere! -murmuró Luis cruzándose de brazos con ira.

-Luego lo sabréis -respondió el de lalinterna.

-¡Hasta tanto, decidme donde estoy!-¡Mirad!Luis miró; pero a la luz de la linterna

que levantaba el hombre enmascarado, no viomás que paredes húmedas, en las que brillabapor intervalos del surco planteado de limazas.

-¡Oh, oh! ¡Un calabozo! -exclamó Luis.-No, un subterráneo.-¿Y a donde conduce?-Tened a bien seguirnos.-No me moveré de aquí -exclamó el rey.-Si os hacéis el revoltoso, mi joven ami-

go -repuso el más robusto de los dos enmasca-rados-, os cojo, os envuelvo en mi capa, y si osasfixiáis, ¡Diantre!, el mal será para voz.

Y, al decir estas palabras, el que las pro-nunciaba sacó de debajo de la capa que amena-zaba al rey, una mano que Milón de Crotona

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hubiese deseado tener el día en que le ocurrióla desgraciada idea dé hendir su última encina.

El rey tuvo horror de una violencia,porque comprendía que aquellos dos hombres,en cuyo poder se hallaba, no habrían avanzadotanto para retroceder, y, por consiguiente, lle-varían las cosas hasta lo último.

-Parece que he caído en manos de dosasesinos -dijo-. ¡Vamos! Ninguno de loshombres contestó a aquella frase. El que llevabala linterna marchó delante, y el rey le siguió; elsegundo enmascarado iba detrás. Atravesaronde este modo una galería larga y tortuosa, contantas escaleras como las que se encuentran enlos, misteriosos y sombríos palacios de AnaRadcliffe. Todas aquellas revueltas, durantecuya travesía oyó el rey no pocas veces ruidode agua sobre su cabeza, terminaron al fin enun largo corredor, cerrado por una puerta dehierro.. El hombre de la linterna abrió aquellapuerta con las llaves que llevaba a la cintura, yque el rey había oído resonar por el camino.

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Cuando se abrió aquella puerta y diopaso al aire, sintió el rey esos aromas balsámi-cos que se desprenden de los árboles despuésde los días del estío. Por un instante, se detuvovacilante; pero el robusto guardián que le se-guía, le empujó fuera del subterráneo.

-¿Eso más aún? -dijo el rey volviéndosehacia el que acababa de cometer la osadía deponer las manos sobre su soberano-. ¿Qué que-réis hacer del rey de Francia?

-Tratad de olvidar este título -contestó elhombre de la linterna en un tono que no permi-tía más replica que los famosos decretos deMinos.

-Debíais ser enrodado por las palabrasque acabáis de pronunciar -repuso el giganteapagando la luz que le entregaba su compañe-ro-, pero el rey es muy humano.

A aquella amenaza, hizo Luis un movi-miento tan brusco, que pudo creerse que inten-taba huir; mas la mano del gigante se desplomósobre su hombro y le dejó clavado en el suelo.

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-¿Pero adónde vamos - -preguntó el rey.-Venid -respondió el primero de los dos

hombres con cierta especie de respeto, condu-ciendo al mismo tiempo a su prisionero a unacarroza que parecía aguardarle. Aquella carro-za estaba enteramente oculta entre árboles. Doscaballos, que teman trabadas las patas, sehallaban sujetos con un ronzal a las ramas deuna corpulenta encina.

-Subid -dijo el mismo hombre, abriendola portezuela y bajando el estribo.

El rey obedeció y se sentó en el fondodel carruaje, cuya portezuela, almohadillada ycon cerradura, se cerró tan pronto como entra-ron aquél y su conductor. En cuanto al gigante,cortó las ligaduras y el ronzal que sujetaban alos caballos, los enganchó él mismo, y subió enel pescante, que no estaba ocupado al trote lar-go, tomó el camino de París, y en el bosque deSénart encontró caballos de refresco, atados aun árbol como los prime os. El hombre delpescante mudó e caballos y prosiguió rápida-

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mente su camino hacia París, donde entró a lastres de la mañana. La carroza siguió por elarrabal de San Antonio, y después de gritar elcochero al centinela: "¡Orden del rey", condujolos caballos al recinto circular de la Bastilla queva a dar al patio de la alcaldía. Allí se de-tuvieron los caballos fatigados, al pie de la esca-linata, y acudió inmediatamente un soldado dela guardia.

-Que despierten al señor alcaide -dijo elcochero con voz de trueno.

A excepción de aquella voz, que hubierapodido oírse desde la entrada del arrabal deSan Antonio, todo permaneció en silencio, asíen la carroza como el castillo. Diez minutosdespués presentóse el señor Biasemeaux enbata en el umbral de la puerta.

-¿Qué tenemos? -preguntó. El hombrede la linterna abrió la portezuela de la carroza ydijo algunas palabras al cochero. Al punto bajóéste de su asiento, cogió un mosquete que tenía

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a sus pies, y apoyó el cañón del arma en el pe-cho del prisionero.

-¡Y haced fuego si habla! -repuso en vozalta el hombre que bajaba del carruaje.

-¡Bien! -replicó el otro sin más observa-ción.

Hecha aquella recomendación, el con-ductor del rey subió los escalones, en lo alto delos cuales esperaba el alcaide.

-¡Señor de Herblay! -exclamó éste.-¡Silencio! -dijo Aramis-. Entremos.-¡Dios mío! ¿Y qué os trae a estas horas?-Una equivocación, mi querido señor

Baisemeaux -respondió tranquilamente Ara-mis-. Parece que el otro día teníais razón.

-¿En qué? -preguntó el alcaide.-Sobre aquella orden de libertad.-Explicadme eso, señor... no, monseñor -

dijo el alcaide, sofocado a la vez por la sorpresay el terror.

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-Es muy sencillo. ¿Recordáis, queridoseñor Baisemeaux, que os enviaron una ordende libertad?

-Sí, a favor de Marchiali.-Bien. ¿No es cierto que todos creíamos

que era a favor de Marchiali?-Sin duda; no obstante, acordaos que yo

dudaba; que no quería; que vos me obligas-teis...

-¡Oh! ¡Qué palabra empleáis, queridoBaisemeaux!... Os induje, nada más.

-Pues me indujisteis a entregároslo y oslo llevasteis en vuestra carroza.

-Pues bien, mi querido señor Biase-meaux, fue una equivocación que ha sido reco-nocida en el ministerio; de modo que os traigouna orden del rey para poner en libertad... aSeldon, ese pobre diablo escocés que ya sabéis.

-¿Seldon? ¿Estáis seguro esta vez?...-¡Pardiez! Leed vos mismo -añadió

Aramis entregándole la orden.

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-¡Pero esta orden -dijo Baisemeaux- es lamisma que he tenido ya en mis manos!

-¿De veras?-¡Como que es la que os aseguraba

haber visto la otra noche! ¡Diantre! La reconoz-co en el borrón.

-Ignoro si es la que decís; pero, de todosmodos, aquí os la traigo.

-¿Pues y el otro?-¿Quién?-Marchiali.-Le traigo también ahí.-Es que eso no me basta. Necesito para

volverme a hacer cargo de él una nueva orden.-¡No digáis tales cosas, mi querido Bai-

semeaux! Parecéis un niño! ¿Dónde está la or-den que habéis recibido relativa a Marchiali?

Baisemeaux corrió a su armario y la sa-có. Aramis la cogió, la rompió fríamente encuatro pedazos, acercó éstos a la lámpara, y losquemó.

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-¿Qué hacéis? -exclamó Baisemeaux enel colmo del espanto.

-Haceos cargo de la situación -dijo Ara-mis con su acostumbrada imperturbable tran-quilidad-, y veréis que es muy sencilla. Ya notenéis orden que justifique la excarcelación deMarchiali.

-¡Ay! No la tengo, y estoy perdido.-Nada de eso, puesto que os vuelvo a

traer a Marchiali. Desde el instante en que lorecuperáis, es como si no hubiese salido.

-¡Ah! -exclamó atolondrado el alcaide.-La cosa es clara y ahora mismo vais a

encerrarlo.-¡Ya lo creo!-Y me entregáis a Seldon, libertado por

esta orden. De esa manera, queda en reglavuestra contabilidad. ¿Comprendéis?

-Creo... creo... que...-Comprendéis... ¡Muy bien!Baisemeaux juntó las manos.

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-Pero, en fin, ¿por qué después de habe-ros llevado a Marchiali me lo traéis? -preguntó.el desventurado alcaide en un Paroxismo dedolor y de abatimiento.

-Para un amigo como vos -dijo Aramis-,para un servidor como vos, no quiero tenersecretos.

Y Aramis acercó su boca al oído de Bai-semeaux.

-Ya sabéis --continuó Aramis en vozbaja-, la semejanza entre ese infeliz y...

-Y el rey; sí.-Pues bien, el primer uso que ha hecho

Marchiali de su libertad, ha sido sostener... ¿aque no adivináis qué?

-Cómo queréis que lo acierte?-Para sostener que era el rey de Francia.-¡Oh desgraciado! -exclamó Baisemeaux.-Para vestirse con trajes iguales a los del

rey y constituirse en usurpador.-¡Bondad del Cielo!

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-Por eso os lo vuelvo a traer, amigo mío.Está loco, y clama su locura a todo el mundo.

-¿Y qué hemos de hacer, entonces?-No dejarle comunicar con nadie. Com-

prenderéis que cuando llegó su locura a oídosdel rey, que había tenido lástima de su desgra-cia, y que veía recompensada su bondad con lamás negra ingratitud, se puso furiosísimo. Demodo que ahora, y retened bien lo que os voy adecir, querido Baisemeaux, porque os toca muyde cerca, ahora hay pena de muerte contraaquellos que le dejen comunicar con otras per-sonas que yo o el rey mismo. ¿Oís, Baisemeaux?¡Pena de Muerte!

-¡Sí que lo oigo, pardiez!-Y ahora, bajad, y conducid a ese pobre

diablo a su calabozo, a menos que prefiráishacerle subir aquí.

-¿Para qué?-Sí, más vale encerrarle desde luego, ¿no

es verdad?-¡Ya do creo!

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-Pues vamos allá,Baisemeaux hizo redoblar el tambor y

sonar la campana que advertía a todos que serecogieran, a fin de evitar su encuentro con unpreso misterioso. Luego que estuvieron libresdos pasillos, fue a sacar de la carroza al preso,que Porthos, fiel a la consigna que recibiera,mantenía impertérrito con el mosquete ad pe-cho.

-¡Oh, ya estáis aquí infeliz! -exclamóBaisemeaux al divisar al rey-. ¡Bueno, bueno!

Y haciendo descender ad rey del carrua-je, le condujo acompañado siempre de Porthos,que no se había quitado el antifaz, y de Aramis,que había vuelto a ponerse el suyo, y de abrióla puerta de da habitación donde Felipe habíagemido por espacio de seis años.

El rey entró en el calabozo sin pronun-ciar a palabra. Estaba desencajado.

Baisemeaux cerró da puerta, dando dosvueltas a da llave, y, dirigiéndose a Aramis:

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-Mucho se parece ad rey -le dijo por dobajo-, pero no tanto como vos afirmáis.

-De suerte que -dijo Aramis- ¿no teme-ríais os sustituyeran uno por otro?

-Ni pensarlo.-Sois un hombre estimable, querido Bai-

semeaux -dijo Aramis-. Ahora, poned en liber-tad a Seldon

-Es verdad; do olvidaba. Voy a dar laorden.

-¡Bah! Mañana tendréis tiempo.-¿Mañana? No, no al instante. Dios me

libre de esperar un segundo!-Entonces, id a vuestros asuntos; yo voy

a dos míos. Pero, habéis comprendido, ¿no?-¿Qué?-Que nadie entrará a ver ad prisionero

sino con una orden del rey, orden que traeré yomismo.

-Ni más ni menos. ¡Adiós, monseñor!Aramis volvió adonde estaba su com-

pañero.

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-¡Vamos, amigo Porthos, vamos, a Vaux!¡Y pronto!

-Siempre está uno disto cuando ha ser-vido fielmente a su monarca, y salvado ad paísad servirle -dijo Porthos-. Los caballos no ten-drán que trabajar mucho ahora. Marchemos.

Y da carroza libertada de un prisioneroque, en efecto, podía parecer muy pesado aAramis, franqueó el puente levadizo de da Bas-tilla, que volvió a levantarse tan pronto comeacabó de pasar.

XCIUNA NOCHE EN LA BASTILLA

El sufrimiento en este mundo hállase enproporción a las fuerzas del hombre. No pre-tendemos decir que Dios mida siempre por lasfuerzas de la criatura los sufrimientos que lehace sufrir; no sería exacto, pues Dios permite

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la muerte, que, a veces, es el único refugio delas almas opresas con demasiada violencia en elcuerno. El sufrimiento está en proporción a lasfuerzas, es de circunstancias, sufre más que elfuerte. Ahora bien. ¿de qué elementos estácompuesta la fuerza humana? ¿No es princi-palmente del ejercicio, del hábito, de la expe-riencia? No nos tomaremos el trabajo de de-mostrarlo; es un axioma en lo moral como en lofísico.

Cuando el joven rey, trastornado, que-brantado, vióse conducir a un cuarto de la Bas-tilla, creyó primero que la muerte era como unsueño, que tenía sus alucinaciones, que se habíahundido la cama en el suelo de Vaux, que deahí había resultado la muerte, y que Luis XIV,difunto, prosiguiendo su sueño de rey, soñabauno de esos horrores, insoportables en la vida,que se llama destronamiento, prisión e insultode un rey, hace poco omnipotente.

Asistir, como fantasma corpóreo, a surealidad; verlo y oírlo todo sin confundir ni una

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sóla de las circunstancias de la agonía, ¿no era -se decía el rey- un suplicio tanto más espantosocuanto que podía ser eterno?

-¿Es eso lo que se llama eternidad, in-fierno? -exclamó Luis XIV en el momento enque Baisemeaux echaba la llave a la puerta,dejándole encerrado.

No se atrevió a mirar siquiera en tornosuyo, y, recostado contra una pared de la habi-tación, se dejó llevar de la terrible suposición desu muerte, cerrando los ojos para no ver otracosa peor.

-¿Cómo he muerto? -decía entre sí, casiextraviada su razón. ¿No habrán hecho hundirla cama por medio de algún resorte? Pero no,no he recibido la menor contusión, ningún cho-que. ¿Si me habrán envenenado con la comidao con vapores de cera, como Juana de Albret,mi bisabuela?

De pronto, el frío de aquella estanciacayó como una capa sobre los hombros de Luis.

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-Yo he visto -dijo- expuesto al cadáverde mi padre en su lecho, y con su vestido real.Aquel semblante pálido, tan sereno y decaído;aquellas manos tan ágiles, entonces insensibles;aquellas piernas rígidas; todo aquello no anun-ciaba un sueño poblado de imágenes. No obs-tante, ¡cuántos sueños debió enviar Dios aaquel muerto... a aquel muerto a quien habíanprecedido tantos otros, precipitados por él en lamuerte eterna! ... No, ese monarca era todavíael rey, y mandaba desde aquel lecho fúnebre, lomismo que desde su trono de terciopelo. Nadahabía abdicado de su majestad. Dios, queno le había castigado, puede castigarme a mí,que nada he hecho.

Un ruido extraño llamó la atención deljoven. Miró, y vio sobre la chimenea, debajo deun enorme crucifijo toscamente pintado al fres-co, una rata de tamaño monstruoso, ocupadaen roer unos restos de pan duro, sin dejar demirar al nuevo huésped del alojamiento conmirada inteligente y curiosa.

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El rey tuvo miedo, sintió repugnancia, yretrocedió hacia la puerta lanzando un grito. Ycomo si hubiese necesitado ese grito, escapadodel pecho, para reconocerse a sí mismo, Luis secomprendió con vida, y dotado de su corazón yconciencia naturales.

-¡Preso! -murmuró- ¡Yo preso!Y buscó con los ojos una campanilla

para llamar.-No hay campanillas en la Bastilla -

prosiguió-, y en la Bastilla es donde estoy ence-rrado. ¿Y cómo ha sido el prenderme? Por fuer-za es una conspiración de Fouquet. Me hanatraído a Vaux como a un lazo. Mas Fouquet nopuede jugar solo en este asunto. Su agente...aquella voz... era la del señor de Herblay; le hereconocido. ¿Pero qué quiere Fouquet? ¿Reinaren lugar mío? ¡Imposible! ¿Quién sabe? -murmuró el rey cada vez más sombrío-. Mihermano, el duque de Orleáns, quizá haga co-ntra mí, lo que quiso hacer toda su vida mi tíocontra mi padre. ¿Y la reina? Y mi madre? ¿Y

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La Valliére? ¡Oh! La Valliére quizá haya sidoentregada a Madame. ¡Niña querida! sin dudala han encerrado, como a mí. Estaremos aleja-dos para siempre!

Y a la sola idea de separación, el amanteestalló en suspiros, sollozos y gemidos.

-Aquí tengo un alcaide -continuó el reycon furor-. Llamémosle y le hablaré.

Llamó. Ninguna voz contestó a la suya.Cogió la silla y se sirvió de ella para

golpear en la maciza puerta de encina. La ma-dera resonó contra la madera, reproduciendoecos lúgubres en las profundidades de la esca-lera; pero, no hubo criatura humana que res-pondiese.

Era aquello para el rey una nueva prue-ba del poco caso que hacían de él en la Bastilla.Luego de la primera cólera, habiendo advertidouna ventana enrejada, por la que pasaba unlosange dorado que debía ser el alba luminosa,Luis se puso a gritar, dulcemente primero, des-pués con fuerza. Nada le respondió.

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Otras veinte tentativas, hechas su-cesivamente, no lograron mejor éxito.

La sangre comenzaba a sublevarse y asubírsele a la cabeza. Aquella naturaleza habi-tuada al mando, se irritaba ante una desobe-diencia. Paulatinamente, la cólera fue en au-mento. -El preso rompió su silla, harto pesadapara sus manos, y se sirvió de ella como de unariete para golpear la puerta. Golpeó tan fuertey tantas veces, que el sudor comenzó a correrlepor la frente. El ruido llegó a ser inmenso ycontinuo y respondieron a él algunos gritossofocados.

Aquellos gritos causaron en el rey unefecto extraño. Se detuvo para escucharlos.Eran las voces de los presos, en otro tiempo susvíctimas, hoy compañeros suyos. Aquellas vo-ces subían como vapores a través de espe-sos os, de opacos paredones. Acusaban tambiénal autor de aquel ruido como, sin duda, lossuspiros y las lágrimas acusaban muy bajo alautor de su cautiverio. Después de haber qui-

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tado la libertad a tanta gente, el rey venía ahoraa quitarles también el sueño.

Aquella idea estuvo a punto de volverleloco, y aumentó sus fuerzas, o más bien su vo-luntad ansiosa de obtener una noticia o unaconclusión. El palo de la silla volvió a hacer suoficio. Al cabo de una hora, Luis oyó un ruidoen el corredor, detrás de su puerta, y un golpeviolento respondió en aquella misma puerta ehizo cesar los suyos.

-¡Pardiez! ¿Estáis loco? -dijo una ruda ygrosera voz-. ¿Qué os pasa esta mañana?

"¡Esta mañana!", pensó el rey, sorpren-dido.

Luego, cortésmente:-Señor -dijo-, ¿sois el alcaide de la Basti-

lla?-Amigo, tenéis trastornado el juicio -

replicó la voz-; pero eso no es una razón paraarmar tanto ruido. ¡Callad, diantre!

-¿Sois el alcaide? -volvió a preguntar elrey.

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Una puerta se cerró. El carcelero acaba-ba de partir, sin dignarse contestar una palabra.

Cuando se persuadió el rey de la ausen-cia del carcelero, su furor no conoció límites.Ágil como un tigre, saltó de la mesa a la venta-na, cuyos hierros hizo estremecer; rompió unvidrio, cuyos pedazos cayeron en los patios, yllamó con voz ya enronquecida: "¡Alcaide! ¡Al-caide!" Aquel acceso duró una hora, que fue unperíodo de fiebre ardiente.

El rey, con los cabellos desordenados ypegados a la frente, el traje roto y sucio, la ca-misa hecha pedazos, no se detuvo sino cuandose le acabaron las fuerzas, y sólo entonces cono-ció el inexorable espesor de aquellas paredes, laimpenetrabilidad de aquellas argamasa, inven-cible a toda otra tentativa que no fuera la deltiempo, ayudado por la desesperación.

Apoyó su frente contra la puerta, y dejóque su corazón se fuese calmando poco a poco;un latido más lo habría hecho estallar.

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-Llegará el instante -dijo- en que mehayan de traer el alimento como a todos lospresos. Entonces veré a alguien, le hablaré, yme responderá.Y el rey buscó en su memoria la hora en quetenía lugar la primera comida de los presos dela Bastilla. Hasta esta circunstancia ignoraba.Cruel y sorda puñalada fue aquel remordi-miento de haber vivido veinticinco años siendorey y dichoso, sin pensar en lo que sufre undesgraciado a quien se priva injustamente desu libertad. El rey se sonrojó de vergüenza, yconocía que Dios, al permitir aquella terriblehumillación, no hacía más que devolver a unhombre el tormento que ese mismo hombrehabía hecho pasar a tantos otros.

Nada podía ser más eficaz para atraer ala religión aquella alma aterrada por el senti-miento de los dolores. Pero Luis no se atreviósiquiera a arrodillarse para suplicar a Dios ypedirle el término de aquella prueba.

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-Dios hace bien -dijo-, Dios tiene razón.Sería en mí un crimen pedir a Dios lo que tan-tas veces he negado a mis semejantes.

En este punto se hallaba de sus reflexio-nes, esto es, de su agonía, cuando detrás de lapuerta se dejó oír el mismo ruido que antes,seguido esta vez del chirrido de las llaves y elrechinar de los cerrojos al pasar por las arme-llas.

El rey dio un salto para acercarse al queiba entrar; pero, de pronto pensó que era unmovimiento indigno de un rey, y se detuvo;tomó un continente noble y tranquilo, cosa quele era fácil, y esperó con la espalda vuelta a laventana, para ocultar un tanto su agitación a lasmiradas del que llegaba.

Era solamente un llavero, cargado deuna cesta de comida.

El rey contemplaba a aquel hombre coninquietud, y esperó a que hablase.

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-¡Ah! -dijo-; ¿habéis roto vuestra silla?Bien decía yo. ¡Necesario es que os hayáis vuel-to loco furioso!

-Señor -dijo el rey-, mirad bien lo quedecís; os va en ello un interés grave.

El carcelero colocó la cesta sobre la me-sa, y mirando a su interlocutor:

-¿Qué? -dijo con sorpresa. -Hacedmesubir al alcaide - añadió noblemente el rey.

-Vaya, hijo mío -dijo el carcelero-; siem-pre habéis sido muy juicioso; pero la locurahace malo al hombre, y deseo que estéis pre-venido: habéis roto vuestra silla y hecho ruido,delito que se castiga con el calabozo.

Prometedme no volver a las andadas, yno se lo diré al alcaide.

-Quiero ver al alcaide -replicó el rey sinpestañear.

-Cuidado, que os hará encerrar en elcalabozo.

-¡Lo quiero! ¿Oís?

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-¡Ah! Parece que se os extravía la vista.¡Bueno! Me llevo vuestro cuchillo.

Y el carcelero, haciendo lo que decía,cerró la puerta y salió, dejando al rey másasombrado, más infeliz, y más solo que nunca.

En vano volvió a apelar al palo de lasilla; en vano hizo volar por la ventana las fuen-tes y los platos; nadie le contestó.

Dos horas después no era ya rey, ni no-ble, ni hombre, ni cerebro, sino un pobre locoque se arrancaba las uñas en las puertas; queríadesembaldosar el suelo, y daba gritos tan es-pantosos, que la antigua Bastilla parecía tem-blar hasta en sus cimientos de haberse atrevidoa rebelarse contra su señor.

En cuanto al alcaide, ni se había inco-modado siquiera. El llavero y los centinelas lehabían dado el recado; pero ¿para qué? ¿Noeran cosa corriente los locos en la Bastilla? ¿Noeran acaso las paredes más fuertes que los lo-cos?

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Penetrado Baisemeaux de todo cuanto lehabía dicho Aramis, y perfectamente escudadocon su orden del rey, no pedía más que unacosa, y era que el loco Marchiali fuese bastanteloco para ahorcarse en su baldaquino o en unode los hierros de su ventana.

En efecto, aquel preso no daba aumentoninguno, y hacíase más incómodo que de ordi-nario. Aquellas complicaciones de Seldon y deMarchiali; aquellas complicaciones de libertady de nuevo encarcelamiento; aquellas compli-caciones de semejanza, tendrían de aquel modoun desenlace muy cómodo, y aun Baisemeauxhabía creído advertir que ese desenlace nohubiera disgustado mucho al señor de Herblay.

-Y en verdad -decía Baisemeaux a sumayor-, un preso ordinario es ya harto desgra-ciado con estar preso, y sufre bastante para quepueda deseársele la muerte, sin faltar a la cari-dad. Con mucha más razón, cuando ese presose halla loco, y puede morder y hacer ruido enla Bastilla; entonces, ¡ah! no sólo es un voto

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caritativo el desearle la muerte, sino que seríauna laudable obra suprimirlo muy dulcemente.

Y diciendo esto, el alcaide se mandótraer su segundo almuerzo.

XCIISOMBRA DEL SEÑOR FOUQUET

Artagnan, trastornado aún de resultasde la entrevista que acababa de tener con el rey,preguntábase si estaba en su cabal juicio; si laescena pasaba efectivamente en Vaux; si él,Artagnan, era realmente capitán de los mosque-teros, y Fouquet el dueño del palacio de Vaux,donde Luis XIV había recibido hospítalidad.Estas reflexiones no eran las de un hombreebrio, a pesar de lo mucho que habían hecho elgasto en la fiesta los vinos del superintendente.Pero el gascón era hombre de sangre fría, ysabía, con sólo tocar su acero, tomar en lo moral

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la frialdad de ese acero para las grandes oca-siones.

-Vamos -dijo al salir del regio aposento-,heme aquí arrojado históricamente en los desti-nos del rey y en los del ministro; después escri-birán que Artagnan, segundón de Gascuña,echó la mano al cuello de monseñor NicolásFouquet, superintendente de Hacienda deFrancia. Mis descendientes, si los tengo, se va-nagloriarán con esta prisión, como los señoresde Luynes con los episodios del pobre mariscalde Ancre. Se trata de ejecutar puntualmente lavoluntad del rey. Cualquiera Puede decir alseñor Fouquet: "¡Vuestra espada, señor!" Perono sabrá cualquiera custodiar al señor Fouquetsin hacer que nadie grite. ¿De qué modo noshemos, pues, de componer para que el señorsuperintendente Pase desde el mas alto favor ala última desgracia, para que vea convertirse elpalacio de Vaux en una cárcel, para que des-pués de haber gustado el incienso de Asuero,

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caiga en el cadalso de Amán, esto es, de Engue-rrando de Marigny?

Aquí se anubló la frente de Artagnan deuna manera lastimosa. El mosquetero temaescrúpulos. Entregar así a la muerte (porqueciertamente Luis XIV aborrecía a Fouquet), en-tregar, decimos, a la muerte al que pocos mo-mentos antes habíale proclamado hombre ga-lante, era un verdadero caso de conciencia.

"Me parece -se dijo Artagnan- que si nosoy un belitre, debo hacer saber al señor Fou-quet la idea del rey respecto a su persona. Mas,si vendo el secreto de mi amo, seré un pérfido yun traidor, crimen previsto por las leyes milita-res hasta tal punto, que he visto muchas vecesen las guerras ahorcar a desgraciados que habí-an hecho en pequeño lo que mis escrúpulos meaconsejan hacer en grande. No, yo pienso queun hombre de talento debe salir de este panta-no con más habilidad. ¿Y deberemos admitirque tenga yo talento? La cosa bien puede po-nerse en duda, pues tanto consumo he hecho

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de él desde hace cuarenta años, que no serápoca suerte si me queda aún por valor un do-blón."

Artagnan se cogió la cabeza entre lasmanos, se arrancó algunos pelos del bigote, yagregó:

¿Por qué causa habrá caído en desgraciael señor Fouquet? Por tres: la primera, porqueno le quiere el señor Colbert; la segunda, por-que ha querido a mar a la señorita de La Vallié-re; la tercera, porque el rey quiere al señor Col-bert y a la señorita de La Valliére. ¡Es hombreperdido! ¿Y tendré que irle a poner el pie en lacabeza, yo, que soy hombre, cuando le veo su-cumbir a intrigas de mujeres y escribientes?¡Vayan noramala! Si es peligroso, yo le hundiré;pero si sólo es víctima de la persecución, alláveré lo que he de hacer. He llegado ya a talpunto, que ni el rey ni hombre pueda prevale-cer sobre mi opinión. Si Athos estuviera aquí,haría lo mismo que yo. Así, pues, en vez de ir abuscar brutalmente al señor Fouquet y secues-

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trarlo, voy a tratar de conducirme como hom-bre de delicadas maneras. Hablarán induda-blemente de mí; pero hablarán bien.

Y Artagnan, componiéndose por unademán especial su tahalí sobre el hombro, sefue derecho a la cámara del señor Fouquet, elcual, después de haberse despedido de las da-mas, se preparaba a dormir tranquilamentesobre sus triunfos del día.

La atmósfera se hallaba aún perfumadao infestada, como se quiera, del olor de los fue-gos artificiales.

Las luces despedían sus moribundosresplandores, las flores caían de las guirnaldas,los grupos de bailarinas y cortesanos se des-bandaban por los salones.

En medio de sus íntimos, que le felicita-ban y recibían sus cumplimientos, el superin-tendente entornaba los ojos fatigados. Aspirabaal reposo, y dejábase caer sobre el lecho de lau-reles recogidos en tantos días. No parecía sinoque doblaba su cabeza bajo el peso de las nue-

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vas deudas contraídas a fin de hacer honor aaquella fiesta.

El señor Fouquet acababa de retirarse asu cámara con la sonrisa en los labios y másque medio muerto. Ya no veía ni oía; su lecho leatraía, le fascinaba. El dios Morfeo, dominadorde la cúpula, pintado por Le Brun, había exten-dido su poder a las cámaras próximas, y lan-zando sus más eficaces adormideras sobre eldueño de la casa.

El señor Fouquet, casi solo, estaba ya enmanos de su ayuda de cámara, cuando aparecióArtagnan en el umbral.

Artagnan no había logrado nunca vul-garizarse familiar en la Corte. En vano se leveía por todas partes y siempre, pues siempre yen todas partes producía su efecto. Tal es elprivilegio de ciertas naturalezas, que se aseme-jan en esto al relámpago o al trueno. Todo elmundo las conoce; mas su aparición sorprende,y, cuando se les siente, la última impresión essiempre la que uno cree haber sido más fuerte.

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-¡Calla! ¿El señor de Artagnan? -exclamóFouquet, que había sacado ya un brazo de sumanga. -Para serviros -replicó el mosquetero

-Entrad, querido señor de Artagnan.-¡Gracias!-¿Venís a hacerme alguna crítica de la

fiesta? Sois un agudo ingenio.-¡Oh, no!-¿Os incomodan en vuestro servicio?-No, por cierto.-¿Estáis, quizá, mal alojado?-Maravillosamente.-Entonces, os doy las gracias por vuestra

bondad, y me declare desde luego reconocidoal favor que me hacéis.

Estas palabras significaban, sin génerode duda: "Mi querido Artagnan, marchaos aacostar, ya que tenéis un lecho, y dejadmehacer otro tanto."

Artagnan simuló no comprenderlo.-¿Os vais a acostar ya? -preguntó al su-

perintendente.

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-Sí. ¿Tenéis algo que comunicarme?-Nada, monseñor, nada. ¿Os acostáis

aquí?-Como veis.-Monseñor, habéis dado al rey una her-

mosa fiesta.-¿Lo creéis así?-¡Oh! Soberbia.-¿Está contento el rey?-Encantado.-¿Os ha dicho que me lo participéis?-No elegiría un mensajero tan poco dig-

no, monseñor.-Os hacéis muy poco favor, señor de

Artagnan.-¿Es ese vuestro lecho?-Sí. ¿Por qué esa pregunta? ¿No estáis

satisfecho el vuestro?-¿Queréis que hable con franqueza?-Naturalmente.-Pues bien, no.Fouquet hizo un ademán de sorpresa.

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-Señor Artagnan -dijo-, ocupad mi habi-tación.

-¿Privándoos de ella, monseñor? ¡Jamás!-Pues, ¿qué queréis que se haga?-Permitidme que la comparta con vos.El señor Fouquet miró atentamente al

mosquetero.-¡Ah, ah! -dijo-. ¿Venís de ver al rey?-Sí, monseñor.-¿Y el rey desea que os acostéis en mi

cámara?-Monseñor...-Muy bien, señor de Artagnan; muy

bien; aquí sois el dueño. Aposentaos.-Os aseguro, monseñor, que no quiero

abusar...El señor Fouquet, dirigiéndose a su

ayuda de cámara:-Dejadnos -dijo.El ayuda de cámara salió.-¿Tenéis que hablarme, señor? dijo a

Artagnan.

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-¿Yo?-Un hombre de vuestro carácter no vie-

ne a hablar con otro del mío a estas horas, singraves motivos.

-No me interroguéis.-Al contrario, ¿qué deseáis de mí?-Nada más que vuestra compañía.-Vamos al jardín -dijo de pronto el su-

perintendente-; vamos al parque.-No -respondió vivamente el mosquete-

ro-, no.-¿Por qué?-La humedad ...-Vamos, confesad que venís a prender-

me -dijo el superintendente al capitán.-¡Jamás! -exclamó éste. -Entonces, que-

réis vigilarme.-Por honor, sí, monseñor.-¡Por honor! ¡Eso es otra cosa! ¡Ah! ¿Me

prenden en mi misma casa!-¡No digáis eso!-¡Al contrario, lo publicaré muy alto!

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-Si gritáis, me veré precisado a invitarosal silencio.

-¡Bien! ¿Violencia en mi casa? ¡Muybien!

-No nos entendemos del todo.Ahí tenéis un tablero; juguemos, si os

place, monseñor.-Señor de Artagnan, ¿estoy, pues, en

desgracia?-Nada de eso; pero...-Pero se me prohíbe sustraerme a vues-

tras miradas.-No entiendo una palabra de lo que me

decís, monseñor; y, si queréis que me retire,anunciádmelo.

-Querido señor de Artagnan, vuestrasmaneras me volverán loco. Me caía de sueño, yme lo habéis quitado.

-Nunca me lo perdonaré, y si queréisreconciliarme conmigo mismo...

-¿Qué?

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-Dormid en mi presencia; tendré en ellosingular placer.

-¿Vigilancia?. . .-Entonces, me voy.-No os comprendo.-Buenas noches, monseñor.Y Artagnan fingió retirarse. Entonces,

Fouquet corrió tras él.-No me acostaré -dijo-. Seriamente, ya

que os negáis a tratarme como hombre, y laecháis de fino conmigo, voy a acosaros como seacosa al jabalí.

-¡Bah! -exclamó Artagnan, afectandosonreír.

-Pediré mis caballos y me marcho a Pa-rís -dijo Fouquet, fijando una mirada penetran-te en el capitán de mosqueteros.

-¡Ah! En ese caso, monseñor, es diferen-te.

-¿Me prendéis?-¡No! Partiré con vos.

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-Eso me basta, señor de Artagnan -repuso Fouquet con frialdad-. No en balde go-záis de una reputación de hombre de talento yde grandes recursos; pero conmigo todo eso essuperfluo. Voy derecho al bulto: un favor. ¿Porqué me detenéis? ¿Qué he hecho?

-¡Oh! Ignoro lo que hayáis hecho; perono os prendo... esta noche...

-¡Esta noche! -exclamó Fouquet palide-ciendo-. Pero, ¿y mañana?

-¡Oh! Aún no ha llegado mañana, mon-señor. ¿Quién puede responder del día siguien-te?

-¡Pronto, pronto, capitán, permitidmehablar al señor de Herblay!

-¡Ay! Siento mucho no poder complace-ros, monseñor. Tengo orden de no permitiroscomunicar con nadie.

-¡Con el señor de Herblay, capitán, convuestro amigo!

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-Monseñor, ¿y no es quizá mi amigo, elseñor de Herblay, la única persona con quiendeba impediros hablar?

Fouquet sonrojóse, y, tomando el aire dela resignación:

-Señor -dijo-, tenéis razón; recibo unalección que no hubiera debido provocar. Elhombre caído a nada tiene derecho, ni aun departe de aquellos cuya fortuna ha hecho; deconsiguiente, con mayor razón de los que nohan recibido de él beneficio ninguno, por másque haya deseado hacerlo.

-¡Monseñor!-Tenéis razón, señor de Artagnan; siem-

pre os habéis mantenido conmigo en buenasituación, en la situación que conviene al hom-bre destinado a prenderme. ¡Jamás me habéispedido nada!

-Monseñor -replicó el gascón conmovi-do de aquel dolor elocuente y noble-, ¿queréisdarme vuestra palabra de honor de que no sal-dréis de este cuarto?

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-¿Para qué, mi querido señor de Artag-nan, ya que estoy bajo vuestra custodia? ¿Te-méis que luche contra la espada más intrépidadel reino?

-No es eso, monseñor; es que voy a trae-ros al señor de Herblay, y, por consiguiente, adejaros solo.

Fouquet exhaló un grito de alegría y desorpresa.

-¡Traedme al señor de Herblay! ¡Dejad-me solo! -exclamó juntando las manos.

-¿Dónde se halla alojado el señor deHerblay? ¿En la cámara azul?

-Sí, amigo, sí.-¡Vuestro amigo! Gracias por la palabra,

monseñor; ya que hoy me llamáis así y antes nome habíais dado ese título.

-¡Oh, me salváis!-Bien se emplearán diez minutos en ir y

volver al cuarto azul, ¿no es cierto? -preguntóArtagnan.

-Poco más o menos.

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-Para despertar a Aramis, que cuandoduerme lo hace a gusto, y avisarle, pongo otroscinco minutos; total, un cuarto de hora de au-sencia. Ahora, monseñor, dadme vuestra pala-bra de que no trataréis de huir, y de que oshallaré aquí al volver.

-Os la doy, señor -contestó Fouquetapretando la mano del mosquetero con afec-tuoso reconocimiento.

Artagnan desapareció.Fouquet le vio alejarse, esperó con visi-

ble impaciencia a que se cerrara la puerta, yluego precipitóse sobre sus llaves, abrió algu-nos cajones de secreto ocultos entre los mue-bles, buscó en vano algunos papeles que, indu-dablemente, se habían quedado en Saint-Mandé, y que pareció sentir no tenerlos allí; y nseguida, cogiendo con la mayor premura, car-tas, contratos y otro documento: hizo un líoquemó apresuradamente en la tabla mármol dela chimenea, sin tomarse el trabajo de quitarantes los jarrones de flores que la adornaban.

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Terminada aquella operación, como unhombre que acaba de escapar a un inmensopeligro, y a quien las fuerzas abandonan encuanto ese peligro cesa de ser temible, dejósecaer abatido en un sillón.

Artagnan volvió y encontró a Fouquet,en la misma posición. El digno mosqueterojamás dudó de que Fouquet, habiendo dado supalabra, no pensaría siquiera faltar a ella; maspensó que aprovecharía su ausencia a fin dedesembarazarse de todos los papeles, notas ycontratos que pudieran hacer más peligrosa lasituación, ya harto grave, en que se hallaba.Así, pues, levantando la cabeza como perro queolfatea, percibió el olor de humo que esperabadescubrir en la atmósfera, y, no habiéndoseequivocado, hizo un movimiento de cabeza enseñal de satisfacción.

A la entrada de Artagnan, Fouquethabía levantado también la cabeza, y no se leescapó ninguno de los movimientos de Artag-nan.

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Encontráronse las miradas de los dos;ambos conocieron que se habían comprendido,sin haber cambiado una palabra.

-Y bien -preguntó, el primero, Fouquet-,¿y el señor de Herblay?

-A fe mía, monseñor -respondió Artag-nan-, preciso es que el señor de Herblay se haaficionado a los paseos nocturnos, y gustecomponer versos, al claro de luna, en los jardi-nes de Vaux con alguno de vuestros poetas; noestá en su cuarto.

-¡Cómo! ¿no está en su cuarto? -exclamóFouquet, a quien se le iba su última esperanza;porque, sin que se diera cuenta de cómo el obis-po de Vannes podía socorrerle, comprendía queen realidad no era posible esperar auxilio denadie más que de él.

-O bien, si está en su cuarto -prosiguióArtagnan-, ha tenido razones para no contestar.

-¿Pero habéis llamado de modo que ospueda oír?

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-No supondréis, monseñor, que saltan-do mis órdenes, que me prohibían abandonarosun solo instante, haya sido bastante loco paradespertar toda la casa y hacerme ver en el co-rredor del obispo de Vannes, a fin de que elseñor Colbert pudiera decir que os daba tiempode quemar vuestros papeles.

-¿Mis papeles?-Sin duda; es lo menos que yo hubiese

hecho en vuestro lugar. Cuando me abren unapuerta, aprovecho la ocasión.

-Pues bien, gracias -dijo Fouquet-; la heaprovechado.

-Y habéis hecho muy bien, ¡diantre! To-dos tenemos nuestros secretillos que nada im-portan a los demás. Pero, volvamos a Aramis.

-Bien, ya os lo he dicho: habréis llamadomuy bajo y no os habrá oído.

-Por bajo que se llame a Aramis, monse-ñor, oye siempre cuando tiene interés en oír.Repito, pues, mi frase: Aramis no está en sucuarto, monseñor, o Aramis ha tenido, para no

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reconocer mi voz, motivos que yo ignoro, y quetal vez ignoráis vos mismo, por más íntima-mente unido que estéis con Su Ilustrísima elobispo de Vannes.

Fouquet lanzó un suspiro, se levantó,dio tres o cuatro vueltas por la cámara, y acabópor ir a sentarse, con expresión de profundoabatimiento, en su magnífico lecho de terciope-lo, guarnecido todo él de espléndidos encajes.

Artagnan miró a Fouquet con un senti-miento de profunda conmiseración.

-A muchos he visto prender en mi vida -dijo el mosquetero con melancolía-; he vistoprender al señor de Cinq-Mars y al señor deChalais. Era yo muy joven. He visto prender alseñor de Condé con los príncipes, al señor deRetz y al señor de Broussel. Mirad, monseñor, ysiento decirlo, pero al que más os asemejáis detodos ellos en este momento, es al buen Brous-sel. Poco falta para que, como él, metáis la ser-villeta en la cartera y os limpiéis la boca con lospapeles. ¡Diantre, señor Fouquet, un hombre

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como vos no debe abatirse nunca de ese modo!Si vuestros amigos os vieran...

-Señor de Artagnan -contestó el superin-tendente con una sonrisa llena de tristeza-, nome comprendéis; precisamente porque misamigos no me ven, es por lo que estoy tan con-tristado. ¡Yo no vivo solo! ¡Yo no soy nadie so-lo! Notad que toda mi vida la he empleado enprocurarme amigos, de quien esperaba hacerotros tantos apoyos. En la prosperidad, todasesas voces felices, y felices por mí, me forma-ban un concierto de alabanzas y acciones degracias. Al menor asomo de disfavor, esas vo-ces más humildes acompañaban armoniosa-mente los murmullos de mi alma. Nunca heconocido el aislamiento. La pobreza, fantasmaque a veces he entrevisto con sus harapos al finde mi carrera, es el espectro con quien mis ín-timos se están divirtiendo hace años, que poeti-zan, que acarician, que me han hecho amar. ¡Lapobreza! La acepto, la reconozco, la acojo comoa una hermana desheredada; porque la pobreza

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no es la soledad, no es el destierro, no es la pri-sión. ¿Puedo acaso ser pobre jamás con amigoscomo Pellisson, como la Fontaine, como Molié-re; con una amante como .... ¡Oh! Pero la sole-dad, a mí, hombre de bullicio; de placeres, quevivo porque los demás viven. .. ¡Ay, si supieraiscuán solo me encuentro en este momento, ycómo vos, que me separáis de todo lo que amo,me parecéis la imagen de la soledad, de la naday de la muerte!

-Pero ya os he dicho, señor Fouquet -repuso Artagnan impresionado hasta el fondodel alma-, ya os he dicho que exageráis las co-sas. El rey os quiere.

-¡No! -dijo Fouquet moviendo la cabeza-, ¡no!

-El señor Colbert os aborrece.-¿El señor Colbert? ¡Qué me importa!-Os arruinará.-¡Oh! Respecto a eso, le desafío a que lo

haga; ya lo estoy. A aquella extraña confesióndel superintendente, paseó Artagnan una mi-

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rada expresiva en torno suyo. Aunque no abrióla boca Fouquet le comprendió tan perfecta-mente, que añadió:

-¿De qué aprovechan estas mag-nificencias cuando no es uno ya magnífico?¿Sabéis para qué nos sirven a los ricos la mayorparte de nuestras posesiones? Para disgustar-nos por su mismo esplendor de todo lo que a élno iguala. Me habláis tal vez de Vaux, de lasmaravillas de Vaux. ¿Y qué puedo hacer conesta maravilla? ¿Con qué, si me hallo arruina-do, llevaré el agua a las urnas de mis náyades,el fuego a las entrañas de mis salamandras, y elaire al pecho de mis tritones? Para ser bastanterico, señor de Artagnan, es necesario ser dema-siado rico.

Artagnan meneó la cabeza.-¡Oh! Bien sé lo que pensáis -repicó vi-

vamente Fouquet-. Si Vaux fuera vuestro, lovenderíais, y compraríais tierras en alguna pro-vincia. Allí tendríais bosques, vergeles y cam-

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pos; y estas tierras mantendrían a su propieta-rio. De cuarenta millones haríais...

-Diez millones -interrumpió Artagnan.-Ni un millón, mi estimado capitán. Na-

die en Francia es bastante rico para comprar aVaux en dos millones y mantenerlo como está;nadie podría ni sabría hacerlo.

-¡Pardiez! -exclamó Artagnan-; en todocaso, un millón...

-¿Qué?-No es la miseria.-Poco le falta, amigo.-¿Cómo que le falta poco?-¡Oh! No comprendéis. No, no quiero

vender mi casa de Vaux. Os la regalo, si lo de-seáis.

Y Fouquet acompañó estas palabras conun movimiento inexpresable de hombros.

-Dádselo al rey, y haréis mejor negocio.-El rey no necesita que yo se lo dé -dijo

Fouquet-; lo tomará si le acomoda; por eso pre-fiero que se destruya. Mirad, señor de Ar-

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tagnan, si el rey no estuviera bajo mi techo,tomaría aquella vela, iría bajo la cúpula a ponerfuego a dos cajones de cohetes y de petardosque han quedado, y reduciría mi palacio a ceni-zas.

-¡Bah! -repicó con negligencia el mos-quetero-; en todo caso no quemaríais los jardi-nes. Es lo que hay mejor en Vaux.

-Y luego -dijo con sorda voz Fouquet-,¿qué he dicho, Dios mío? ¡Quemar a Vaux!¡Destruir mi palacio! ¡Si Vaux no es mío, si estasriquezas, estas maravillas, pertenecen comogoce a quien las ha comprado, si su duracióncorresponde a los que las han creado! Vaux esde Le Brun, de Le Nôtre, de Pellisson, de Le-vau, de La Fontaine; Vaux es de Moliére, queha hecho representar en él Los Fastidiosos;Vaux, en una palabra, es de la posteridad. Yaveis, señor de Artagnan, que no es siquiera míami casa.

-Enhorabuena -dijo Artagnan-; esa esidea que me gusta, y reconozco en ella al señor

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Fouquet; esa idea me hace olvidar al buenBrausel y las jeremiadas del antiguo frondista.Si estáis arruinado, monseñor, procurad noabatiros, pues también, ¡pardiez!, pertenecéis ala posteridad, y no tenéis derecho a rebajaros.Vamos, miradme a mí, que parezco dotado decierta superioridad sobre vos, porque estoyencargado de prenderos; la suerte, que repartesus papeles a los comediantes de este mundo,me ha dado a mí uno menos bello y grato queel vuestro; soy de los que piensan que los pape-les de monarca o poderosos valen más que losde mendigos o lacayos. Más vale, hasta en es-cena, aun en otro teatro que no sea el del mun-do, vale más llevar un rico traje y usar lenguajeculto, que refregar el suelo con zapatos viejos, odejarse acariciar los lomos con bastones relle-nos de estopa. En fin vos habéis abusado deloro, habéis mandado, habéis disfrutado. Yo hearrastrado mi espada, he obedecido, he sufrido.Pues bien, por poco que valga en comparacióna vos, monseñor, os declaro que el recuerdo de

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lo que he hecho es para mí un aguijón que meimpide doblar la cabeza antes de tiempo. Hastael fin seré un buen caballo de escuadrón, y cae-ré muy tieso, de una pieza, muy vivaz, despuésde haber elegido bien mi sitio. Haced como yo,monseñor, y no os irá mal. Esto no pasa másque una vez a los hombres como vos. Lo esen-cial es comportarse bien cuando llega el caso.Hay un proverbio latino, cuyas palabras heolvidado; pero recuerdo el sentido, pues másde una vez lo he meditado, y dice así: "El fincorona la obra".

Fouquet se levantó, pasó su brazo alre-dedor del cuello de Artagnan, a quien estrechócontra su corazón, mientras con la otra mano leapretaba la suya.

-He ahí un buen sermón -dijo tras deuna pausa.

-Sermón de mosquetero, monseñor ...-Vos, que decís eso, me queréis.-Tal vez.

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Fouquet quedó pensativo, y, después deun momento:

-Pero, el señor de Herblay -preguntó-,¿dónde estará?

-¡Ah! ¡Eso es!-No me atrevo a rogaros que le hagáis

buscar.-Aun cuando me lo rogaseis, no lo haría,

señor Fouquet. Sería una imprudencia. Lo sa-brían, y Aramis, que nada tiene que ver en elasunto, podría hallarse comprometido y en-vuelto en vuestra desgracia.

-Esperaré al día -dijo Fouquet.-Es lo mejor que puede hacerse.-¿Y qué haremos cuando llegue el día?-No lo sé, monseñor.-Hacedme un favor, señor de Artagnan.-Con sumo gusto.-Me custodiáis, y me quedo; esa es la

plena ejecución de vuestra consigna, ¿no?-Sí.

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-¡Pues bien, sed mi sombra! Más quieroesta sombra que otra cualquiera.

Artagnan se inclinó.-Pero olvidad que sois el señor de Ar-

tagnan, capitán de mosqueteros; olvidad queyo soy el señor Fouquet, superintendente deHacienda, y hablemos de mis asuntos.

-¡Pardiez! Eso es muy espinoso.-¿De veras?-Sí, pero por vos, señor Fouquet, haría

hasta lo imposible.-Gracias. ¿Qué os ha dicho el rey?-Nada.-¡Ah! ¿Es así como pensáis hablar?-¡Cáscaras!-¿Qué pensáis de mi situación?-Nada.-No obstante, a menos de una mala vo-

luntad ...-Vuestra situación es difícil.-¿En qué?-En que os halláis en vuestra casa.

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-Por difícil que sea la comprendo bien.-¡Pardiez! ¿Imagináis que con cualquier

otro hubiera usado tanta franqueza?-¿Tanta franqueza? ¿Pues en qué habéis

sido franco conmigo cuando no me decís hastala cosa más insignificante?

-Entonces, mil gracias.-¡Pues a ver!-Mirad, monseñor; escuchad como me

hubiera comportado con otro: hubiera llegado avuestra puerta, después de marcharse los sir-vientes... y si no se habían marchado, les habríaesperado a su salida y atrapado como conejos,poniéndoles en seguida en sitio seguro. Des-pués, me habría tendido sobre la alfombra devuestro corredor, y, dueño ya de vos, sin que losospechaseis, os tendría ya guardado para eldesayuno del amo. Así, ni había escándalo, nidefensa, ni ruido; pero tampoco hubiera habidopara el señor Fouquet aviso, miramiento, niesas deferencias delicadas que se tienen entre

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personas corteses, en los momentos decisivos.¿Os place este plan?

-Me hace temblar.-¿No es cierto? Habría sido cosa bien

triste aparecer mañana de improviso, y pedirosvuestra espada.

-¡Oh, señor! ¡Habría muerto de cólera yde vergüenza!

-Expresáis con demasiada elocuenciavuestro reconocimiento; creed que todavía nohe hecho lo bastante.

-De seguro, señor, jamás me haréis con-fesar eso.

-Pues bien, ahora, monseñor, si estáissatisfecho de mí, si os sentís repuesto de la sa-cudida que he procurado suavizar en lo posi-ble, demos tiempo al tiempo. Os halláis fatiga-do y tenéis que reflexionar; de consiguiente, osaconsejo que durmáis, o hagáis como que dor-mís, en vuestro lecho. Yo duermo en ese sillón,y cuando duermo, mi sueño es pesado, al ex-tremo de no despertarme un cañonazo.

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Fouquet sonrió.-Excepto, no obstante -prosiguió el

mosquetero-, en el caso de que se abra unapuerta, sea secreta o visible, de entrada o sali-da. ¡Oh! En eso mi oído es tan vulnerable que elmás tenue chasquido me hace estremecer. Esuna antipatía natural. Id, venid, pasead por elcuarto cuanto queráis; escribid, tachad, rom-ped, quemad; pero no toquéis la llave de la ce-rradura, ni el botón de la puerta, pues me ha-ríais despertar sobresaltado, y eso me atacaríahorriblemente los nervios.

-Verdaderamente, señor de Artagnan -dijo Fouquet-, sois el hombre más espiritual y elmás cortés que conozco, y os aseguro que migran pesar es no haberos conocido antes.Artagnan exhaló un suspiro que quería decir:"¡Ay, tal vez me conocéis demasiado pronto!".En seguida se acomodó en el sillón mientrasFouquet, recostado en su lecho y apoyado en elcodo, se entregaba a sus pensamientos.

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Y los dos, dejando arder las luces,aguardaron así a que amaneciese; y, cuandoFouquet suspiraba fuertemente, Artagnan ron-caba con más fuerza.

Ninguna visita, ni siquiera la de Aramis,turbó su reposo; ningún ruido se dejó oír en lavasta casa.

Afuera, las rondas de honor y las patru-llas de mosqueteros hacían rechinar la arenabajo sus pies, lo cual era un motivo más detranquilidad para los que reposaban. Y a estoañádase el murmullo del viento y de las fuentesque cumplían su función eterna, sin cuidarse delos rumores y pequeñeces de que se compone lavida y la muerte del hombre.

XCIIILA MAÑANA

Al lado del lúgubre destino del rey, en-cerrado en la Bastilla y condenado a roer en su

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desesperación los barrotes y cerrojos de , laprisión de Estado, la retórica de los antiguoscronistas no dejaría de poner la antítesis deFelipe dormido bajo el solio real. No es que laretórica sea siempre mala y esparza flores falsaspara esmaltar la historia; pero nosotros nosexcusamos de dar la última mano a la antítesisde dibujar con interés el otro cuadro destinadoa servir de contraste al primero.

El joven príncipe bajó del cuarto deAramis como el rey había descendido de lacámara de Morfeo. La cúpula bajó lentamente ala presión del señor de Herblay, y Felipe en-contróse ante el lecho real, que había subido,después de haber depositado al preso en losprofundidades del subterráneo.Sólo en presencia de aquel lujo, sólo a la faz detodo su poder, sólo ante la conciencia del papelque iba a verse obligado a representar, sintióFelipe por vez primera abrirse su alma a esasemociones que son las palpitaciones vitales deun corazón de rey.

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Pero una palidez mortal cubrió su sem-blante al contemplar el lecho vacío y todavíaarrugado por el cuerpo de su hermano.

El mudo cómplice volvió después dehaber servido en consumar la obra. Regresabacon la huella del crimen; hablaba al culpable ellenguaje franco y 'brutal que el cómplice noteme nunca emplear. Decía la verdad.

Felipe, al agacharse para ver mejor, vioel pañuelo, todavía húmedo del frío sudor quehabía corrido, por la frente de Luis XIV. Aquelsudor aterrorizó a Felipe, como la sangre deAbel estremeció a Caín.

-Heme aquí, frente a frente con mi des-tino -exclamó, echando fuego por los ojos y consemblante lívido-. ¿Será más terrible que dolo-roso ha sido mi cautiverio? Forzado a seguirincesantemente las usurpaciones del pensa-miento, ¿soñaré todavía con la idea de escucharlos escrúpulos de mi corazón? Pues bien, sí; elrey ha descansado en este lecho; su cabeza haformado este pliegue en el almohadón; este pa-

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ñuelo ha recogido la amargura de sus lágrimas,y yo vacilo de acostarme en el lecho, de apretaren mi mano el pañuelo bordado con las armas yla cifra del rey. Vamos, imitemos al señor deHerblay, ya que pretende que la acción se ade-lante un grado al pensamiento; imitemos alseñor de Herblay, que siempre piensa en símismo, y que se tiene por hombre de biencuando sólo descontenta o hace traición a susenemigos. Yo hubiera ocupado este lecho a nohabérmelo arrebatado Luis XIV por el crimende nuestra madre. Sólo yo habría tenido dere-cho a servirme de este pañuelo que ostenta lasarmas de Francia, sí, como dice con razón elseñor de Herblay, se me hubiese conservado mipuesto en la cuna real. ¡Felipe, hijo de Francia,sube a tu lecho! ¡¡Felipe, único rey de Francia,recobra tu blasón!! ¡¡¡Felipe, único herederopresuntivo de Luis XIII, tu madre, no abriguespiedad hacia el usurpador, a quien ni aun eneste momento acosa remordimiento por todo loque has sufrido!!!

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Dicho esto, Felipe, a, pesar de la repug-nancia instintiva de su cuerpo, a pesar delhorrible temblor que se oponía a su voluntad,se tendió en el regio lecho, y obligó a sus mús-culos a sufrir el contacto de la ropa tibia aún deLuis XIV, en tanto que apoyaba sobre su frenteel pañuelo húmedo de sudor.

Cuando su cabeza descansó en muellealmohadón, vio Felipe por encima de su frentela corona de Francia sostenida, como ya hemosdicho, por el ángel de las alas de oro.

Representémonos ahora a aquel regiointruso de vista sombría y cuerpo tembloroso.Asemejábase al tigre perdido en una noche detempestad, que, atravesando cañaverales y ba-rrancos no conocidos, llega a posarse en la ca-verna del león ausente. El olor felino, tibio va-por de su ordinaria gruta, le atrae, encuentraun lecho de hierbas secas, de osamentas rotas ypastosas como un tuétano; llega, pasea, sacudeen la obscuridad sus inflamadas pupilas, quetodo lo distinguen, sacude sus miembros em-

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papados, sus guedejas cubiertas de lodo, y seecha pesadamente, con el ancho hocico entresus patas enormes, dispuesto a disfrutar delsueño, pero también a lanzarse al combate. Devez en cuando, el relámpago que brilla y es-pejea en las hendiduras del antro, el ruido delas ramas que se entrechocan, las piedras quegolpean al caer, la vaga aprensión del peligro,le sacan de aquel letargo producido por la fati-ga.

Puede ambicionarse la posesión del le-cho de un león, pero no es fácil disfrutar en élde un sueño tranquilo.

Felipe prestó atento oído al menor rui-do, dejó oscilar su corazón al soplo de todos losterrores; mas, confiado en su fuerza, doblemen-te aumentada por la exageración de su empeñosupremo, esperó sin debilidad que una circuns-tancia cualquiera le permitiera juzgarse a símismo. Espero que resplandeciese para él ungran peligro, semejante a esos fósforos_ de la

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tempestad que muestran a los navegantes laaltura de las olas contra las cuales luchan.

Pero nada llegó. El silencio, ese mortalenemigo de los corazones inquietos y de losambiciosos, envolvió toda la noche, en su densovapor, al futuro rey de Francia, protegido porsu corona usurpada.

Por la mañana, una sombra más bienque un cuerpo, deslizóse en la cámara real; Fe-lipe la esperaba, y no extrañó su presencia.

-¿Qué hay, señor de Herblay? -preguntó.

-Majestad, todo está terminado.-¿Cómo?-Todo lo que esperábamos.-¿Resistencia?-Encarnizada, lloros, gritos.-¿Y después?-Estupor.-¿Por último?-Victoria completa y silencio absoluto.-¿Sospecha algo el alcaide de la Bastilla?

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-Nada.-¿Y esa semejanza?-Es la causa del triunfo.-Pero el preso no dejará de explicarse,

pensar en ello. Yo también pude hacerlo, a pe-sar de que tenía que combatir un poder muchomás fuerte que el mío.

-Todo lo he previsto. Dentro de unosdías, antes quizá, si es necesario, enviaremos alcautivo a un destierro tan lejano...

-Se vuelve del destierro, señor de Her-blay.

-Tan lejano, he dicho, que las fuerzasmateriales del hombre y la duración de su vidano bastasen para su vuelta.

Las miradas del monarca y de Aramis secruzaron con fría inteligencia.

-¿Y el señor de Du-Vallon? -preguntóFelipe para desviar la conversación.

-Hoy os será presentado y, con-fidencialmente, os felicitará del peligro en queos ha puesto el usurpador.

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-¿Y qué haremos de él?-¿Del señor Du-Vallon?-Un duque, ¿no es así?-Sí, lo haremos duque -contestó Aramis

sonriendo de un modo particular.-¿De qué os reíis, señor de Herblay?-De la idea previsora de Vuestra Majes-

tad.-¿Previsora?... ¿Qué entendéis por eso?-Vuestra Majestad teme, sin duda, que

el desgraciado Porthos se convierta en un testi-go molesto, y quiere deshacerse de él.

-¿Haciéndolo duque?-Seguramente. Lo matáis, morirá de

alegría, y el secreto morirá con él.-¡Ah, Dios mío!-Yo -dijo flemáticamente Aramis- perde-

ré un buen amigo.En este momento, y en medio de aquella

fútil conversación, a cuyo

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abrigo ocultaban los dos conspiradores la ale-gría y ' el orgullo del triunfo, Aramis oyó algoque le hizo aguzar el oído.

-¿Qué es eso? -preguntó Felipe.-El día, Majestad.-¿Y qué?-Indudablemente, antes de acostaros

ayer en ese lecho, decidiríais algo hoy, al rayarel día.

-Previne al capitán de mosqueteros queviniese -respondió el joven.

-Si le dijisteis eso, vendrá seguramente,porque es hombre exacto.

-Oigo pasos en la antecámara. -Los su-yos.

-Pues bien, comencemos el ataque -dijoel joven rey con resolución.

-Cuidado -replicó Aramis-; comenzarahora el ataque, y con Artagnan, sería locura.Ese hombre nada sabe, nada ha visto, y ni decien leguas sospecha nuestro misterio; pero sies el primero que hoy entra aquí, no tardará en

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oler que ha ocurrido algo, de lo cual debe pre-ocuparse. Antes de permitir que se presenteaquí, debemos preparar muy bien el ambientede la cámara, introduciendo en ella tanta gente,que sus diferentes huellas despisten al sabuesomás fino del reino.

-¿Pero cómo despedirle después dehaberle mandado venir? -hizo observar el prín-cipe, impaciente por medirse con tan temibleadversario.

-Yo me encargo de eso -repuso el obis-po-, y para empezar voy a dar un golpe queaturdirá a nuestro hombre.

-También él acaba de dar otro -añadióvivamente el príncipe. En efecto, un golpe re-sonó en el exterior.

Aramis no se había equivocado: era Ar-tagnan, que se anunciaba de aquel modo.

Ya le hemos visto pasar la noche filoso-fando con el señor Fouquet; mas el mosqueteroestaba ya cansado hasta de fingir el sueño y encuanto el alba empezó a iluminar con su azula-

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da aureola las suntuosas cornisas de la cámaradel superintendente, levantóse del sillón, aco-modó su espalda, limpió su uniforme con lamanga y acepilló su fieltro como un soldadodel cuerpo de guardias a quien se fuese a revi-sar.

-¿Os vais? -preguntó el. señor Fouquet.-Sí, monseñor. ¿Y vos?-Me quedo.-¿Palabra?-Palabra.-Bien. Por mi parte, sólo salgo para bus-

car la respuesta ¿sabéis?-La sentencia, querréis decir.-Sabéis que tengo algo del viejo romano.

Al levantarme esta mañana he notado que miespada no ha quedado enganchada a ningúnherrete, y que el talabarte ha corrido bien. Es unsigno infalible.

-¿De prosperidad?-Sí; cada vez que esta condenada correa

de ante se enganchaba en la espada, me traía un

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castigo del señor de Tréville, o una negativa dedinero del cardenal Mazarino. Cada vez que laespada se enganchaba en el talabarte, me traíauna mala comisión de esas que en todas oca-siones han llovido sobre mí. Cada vez que elacero bailaba en la vaina, me traía un dueloafortunado. Cada vez que se metía entre mispantorrillas, me traía una herida ligera; pero sise salía de la vaina, de fijo iba a quedar en elcampo de batalla, con dos o tres meses de ciru-jano y de compresas.

-¡Ah! No os creía tan bien instruido porvuestra espada -dijo Fouquet con un pálidosonreír en el que estaba la lucha contra suspropias debilidades-. ¿Tenéis una tizona o untrinchante? Vuestra hoja, ¿está hechizada o en-cantada?

-Mi espada es un miembro que formaparte de mi cuerpo. He oído decir que algunoshombres encuentran avisos en sus piernas o enlos latidos de la sien. A mí me acostumbra aavisar la espada, y esta mañana nada me ha

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dicho. ¡Ah! Sí, sí; ved cómo acaba de encajarseahora mismo en el último rincón del talabarte¿Sabéis lo que esto me predice?

-Lo ignoro.-Un arresto para hoy.-¡Ah! -dijo el superintendente, más

asombrado que herido por aquella franqueza-;si nada triste os augura vuestra espada, se en-tiende que os importa poco arrestarme.

-¡Arrestaros! ¿A vos?-Indudablemente... la predicción...-No os concierne, puesto que estáis

arrestado desde ayer. No seréis vos a quien yoarreste hoy; por esto mismo me alegro, y repitoque el día será dichoso.

Y con estas palabras, pronunciadas conparticular afecto, el capitán se despidió del se-ñor Fouquet para ir a la cámara del rey.

Iba a salir de la habitación, cuando elsuperintendente le dijo:

-Dadme la última prueba de vuestraamistad.

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-Como gustéis, monseñor.-Haced que pueda ver al señor de Her-

blay.-Voy a probar suerte para traérosle.Artagnan no creía acertar con tanta

exactitud. Estaba escrito que aquel día habíansede realizar las predicciones que la espada lehabía inspirado.

Llamó, según queda dicho, a la puertadel rey. Aquella puerta se abrió. El capitán pu-do creer que el rey la abriría en persona. Estasuposición no era inadmisible, atendiendo elestado de agitación en que el mosquetero habíadejado a Luis XIV la víspera. Pero en lugar dela persona real, a la cual se disponía a saludar,descubrió la figura larga e impasible de Ara-mis. Poco faltó para que arrojase un grito: tanviolenta fue su sorpresa.

-¡Aramis! -murmuró.-Buenos días, querido Artagnan -

contestó fríamente el prelado.-¿Aquí? -exclamó el mosquetero.

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-Su Majestad os pide -añadió el obispo-que anunciéis que está descansando, porque hapasado muy mala noche.

-¡Ah -volvió a exclamar Artagnan, quienno podía comprender cómo el obispo de Van-nes, tan pobre favorito el día antes, habíaseconvertido en seis horas en el más alto cam-peón de la fortuna que se hubiese arrastrado alpie de un lecho real.

En efecto, a fin de transmitir desde elumbral de la cámara del monarca sus manda-tos, para servir de intermediario a Luis XIV,para mandar en nombre suyo a dos vasos de supersona, era necesario ser más que lo que habíasido Richelieu con Luis XIII.

Los expresivos ojos de Artagnan, suboca dilatada, su bigote erizado, dijeron todoesto en el más elocuente de los idiomas al so-berbio favorito, que no pareció afectarse.

-Además -continuó el obispo-, tendréis abien, señor capitán de mosqueteros, no permitiresta mañana más introducciones que las gran-

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des ceremonias, Su Majestad quiere dormiraún.

-Pero -objetó Artagnan dispuesto a rebe-larse, y sobre todo a dejar traslucir las sospe-chas que le inspiraba el silencio del rey-, señorobispo, Su Majestad me ha dado hora para estamañana.

-Será en otra ocasión -dijo desde el fon-do de la alcoba la voz del rey, voz que hizocorrer un calofrío por las venas del mosquetero.

Artagnan se inclinó, aturdido, estúpido,embrutecido por la sonrisa con que Aramis leaplastó, una vez pronunciadas estas palabras.

-Por último -continuó el obispo-, y encontestación a lo que veníais a pedir al rey, miquerido Artagnan, aquí tenéis una orden de lacual debéis enteraros ahora mismo. Concierneal señor Fouquet. Artagnan tomó la orden, yexclamó después de haberla leído:

-¿En libertad? ¡Ah!

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Y repitió esta exclamación, aunque elsegundo ¡ah! era mas inteligente que el prime-ro.Todo consistía en que aquella orden le explica-ba la presencia de Aramis en la cámara real, enque Aramis, para haber obtenido el perdón delseñor Fouquet, debía estar muy adelantado enel favor real, y en que aquel favor explicaba elincreíble aplomo con que el señor de Herblaydaba órdenes en nombre de Su Majestad.Bastaba a Artagnan comprender alguna cosapara que lo comprendiese todo. Saludó, pues, ydio unos pasos para retirarse.-Os acompaño -le dijo el obispo.-¿Adónde?-A la habitación del señor Fouquet; quiero dis-frutar de su contento. -¡Ah, Aramis!.:. ¡Cómome habíais intrigado hace un instante! -Peroahora ya comprenderéis, ¿eh?-¡Vive Nos, si comprendo! -contestó Artagnanen alta voz. Luego, muy bajo:

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-¡Pues bien, no! -silbó entre dientes-; no com-prendo. Es igual, puesto que hay una orden.Y añadió:-Pasad delante, monseñor. Artagnan condujo aAramis al cuarto de Fouquet.

XCIVEL AMIGO DEL REY

Fouquet esperaba con ansiedad; habíaya despedido a varios amigos Y servidores su-yos, que anticipando la hora de sus recepcionesacostumbradas, habían llegado a su puerta.

A cada uno de ellos, callando el peligrosuspendido sobre su cabeza, le preguntabadónde podría ser encontrado Aramis.

Cuando vio volver a Artagnan, cuandodivisó detrás de él al obispo de Vannes,. su ale-gría no tuvo límites, pues fue igual a su inquie-tud. Ver a Aramis era para el superintendente

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una compensación a la desgracia de ser arres-tado.

El permanecía silencioso y grave; Ar-tagnan se hallaba trastornado con todo aquelcúmulo de sucesos increíbles.

-Vamos, capitán, ¿al fin me traéis al se-ñor de Herblay?

-Y algo mejor aún, monseñor.-¿Qué?-La libertad.-¿Estoy libre?-Lo estáis. Orden del rey. Fouquet reco-

bró toda su serenidad para interrogar a Aramiscon una mirada.

-¡Oh, sí! Bien podéis dar las gracias alseñor obispo de Vannes, pues a él es a quiendebéis el cambio del rey.

-¡Oh! -dijo Fouquet, más humillado porel servicio que agradecido a su buen éxito.

-Pero vos -continuó Artagnan dirigién-dose a Aramis-, vos que protegéis al señor Fou-quet, ¿no haréis algo por mí?

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-Todo cuanto queráis, amigo mío -replicó el obispo con su voz tranquila.

-Entonces una sola cosa, y me daré porsatisfecho. ¿De qué modo habéis llegado a serel favorito del rey, cuando no le habéis habladomás de dos veces en vuestra vida?

-A un amigo como vos -replicó Aramisfinamente- no debe ocultársele nada.

-¡Ah, bien! Decid.-Pues aunque creáis que no he visto al

rey más que dos veces, han sido más de ciento;no había más sino que nos ocultábamos.

Y Aramis, sin hacer alto al parecer en elnuevo rubor que aquella revelación hizo subiral rostro de Artagnan, volvióse hacia Fouquet,que estaba tan sorprendido como el mosquete-ro.

-Monseñor -prosiguió-, el rey me encar-ga deciros que es más que nunca amigo vues-tro, y que vuestra fiesta, tan magnífica, tan ge-nerosamente ofrecida, le ha llegado al corazón.

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Y al decir esto saludó a Fouquet tan ce-remoniosamente, que éste,. incapaz de com-prender la menor cosa en una diplomacia tanhábil, se quedó mudo, sin ideas y sin mo-vimiento.

Artagnan creyó comprender que aque-llos dos hombres tenían algo que decirse, y seaprestaba a ceder a ese instinto de urbanidadque en tales casos .precipita hacia la puerta aaquel cuya presencia es un estorbo para losdemás; pero su ardiente curiosidad, excitadapor tantos misterios, le aconsejó quedarse.

Entonces, Aramis volviéndose a él condulzura:

-Amigo mío -dijo-, ¿recordáis la ordendel rey sobre las prohibiciones al levantarse?

Esas palabras eran bastantes claras. Elmosquetero las comprendió; saludó, pues, alseñor Fouquet, luego a Aramis con una mezclade respeto irónico, y desapareció.

Entonces Fouquet, cuya impacienciapudo apenas esperar a que llegara aquel mo-

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mento, se lanzó hacia la puerta para cerrarla, y,volviendo al obispo:

-Mi querido Herblay -dijo-, creo que yaes hora que me expliquéis lo que pasa. En ver-dad, no comprendo nada.

-Ahora os lo explicaré -contestó Aramissentándose y haciendo sentar al señor Fouquet-. ¿Por dónde comenzar?

-Primero por esto. ¿Por qué me mandael rey poner en libertad?

-Más bien debíais preguntarme por quéos hizo detener.

-Desde mi arresto he tenido tiempo depensar en ello, y creo que medie algo de envi-dia. Mi fiesta ha contrariado al señor Colbert, yel señor Colbert ha puesto en juego algún plancontra mí, el plan de Belle-Isle, por ejemplo.

-No; no sé trata aún de Belle-Isle.-¿Pues de qué?-¿Os acordáis de aquellos recibos de

trece millones que el señor Mazarino hizo des-aparecer de vuestros papeles?

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-Sí.-Pues bien, consideraos ya tenido por

ladrón.-¡Oh, sí! ¿Y qué?-Y no es eso todo. ¿Recordáis aquella

cierta carta que escribisteis a La Valliére?-¡Ay, es verdad!-Pues consideraos traidor y sobornador.-Entonces, ¿por qué me ha perdonado?-Todavía no estamos en este punto de

argumentación. Deseo que os fijéis bien en elhecho. Poned atención en esto: el rey sabe quesois culpable de malversación de fondos... ¡Oh!Bien sé yo que no los habéis malversado; pero,al fin, el rey no ha visto los recibos, y consi-guiente no puede menos de teneros por crimi-nal.

-Perdonad, no veo...-Ahora veréis. Tomemos por otra parte,

que habiendo leído el rey vuestro billete amo-roso y vuestro ofrecimiento a La Valliére, nopuede abrigar la menor duda sobre vuestras

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intenciones con respecto a la querida, ¿no esasí?

-Seguramente, Pero acabad. -A eso voy.Resulta, pues, que el rey es para vos un enemi-go capital, eterno.

-De acuerdo. Pero, ¿tan poderoso soyque no se haya atrevido a consumar mi perdi-ción, no obstante tener contra mí los motivosque midebilidad o mi desgracia le han proporcionado?

-Está bien comprobado -prosiguió confrialdad Aramis- que el rey no podrá reconci-liarse nunca con vos.

-Pero me absuelve.-¿Lo creéis así? -dijo el obispo con una

mirada escrutadora.-Sin creer en la sinceridad del corazón,

creo en la verdad del... Aramis encogióse leve-mente de hombros.

-¿Pues a qué fin os habría encargadoLuis XIV del mensaje que me habéis comunica-do?

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-El rey no me ha encargado de nadapara vos.

-¡De nada! -exclamó asombrado el su-perintendente-. Pues entonces esa orden...

-¡Ah! Sí; una orden hay, es verdad.Y Aramis pronunció estas palabras con

tan extraño acento, que Fouquet no pudo me-nos de estremecerse.

-Vamos -dijo-, comprendo que me ocul-táis algo.

Aramis se acarició la barbilla con susblancos dedos.

-¿Me destierra el rey?-No hagáis como en ese juego en que los

niños adivinan la presencia de un objeto ocultoen la manera con que suena una campanilla,cuando se aproximan o se alejan.

-Pues hablad. -Adivinad.-¡Me dais miedo!-¡Bah! ¿Es que no habéis adivinado?-¿Qué os ha dicho el rey? En nombre de

nuestra amistad, decídmelo.

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-El rey nada me ha dicho.-Me haréis morir de impaciencia, Her-

blay. ¿Continúo siendo superintendente?-Tanto cómo queráis.-¿Pero qué singular imperio habéis ad-

quirido tan pronto en el ánimo del rey?-¡Oh! ¡Ahí está!-¿Le hacéis obrar a vuestro gusto?-Creo que sí.-Es inverosímil.-Ello dirá.-Herblay, por nuestra alianza, por nues-

tra amistad, por todo lo que más améis en estemundo, hablad, os lo ruego. ¿A qué debéishaberos puesto en este lugar con Luis XIV? Yosé que no os quería.

-El rey me querrá ahora -dijo Aramisacentuando esta última palabra.

-¿Habéis tenido algo de particular conél?

-Sí.-¿Acaso un secreto?

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-Sí, un secreto.-Un secreto capaz de cambiar los inter-

eses de Su Majestad. -Sois un hombre verdade-ramente superior, monseñor. Habéis adivinado.He descubierto un secreto capaz de cambiar losintereses del rey de Francia.

-¡Ah! -exclamó Fouquet con la reservade un cortesano que no quiere preguntar..

-Y ahora vais a juzgar -prosiguió Ara-mis-, y me diréis si me engaño sobre la impor-tancia de ese secreto.

-Escucho, ya que sois bastante buenopara franquearos conmigo. Tened presente, noobstante, que no solicitado nada que pueda serindiscreto.

Aramis se recogió por un instante -¡Nohabléis! -exclamó Fouquet-. Todavía es tiempo.

-¿Os acordáis -dijo el prelado con losojos bajos- del nacimiento de Luis XIV?

-Como si fuese hoy.-¿Habéis oído algo de particular sobre

ese nacimiento?

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-Nada, sino que el rey no en realmenteel hijo de Luis XIII.

-Nada importa eso a nuestro interés, nial del reino. Es hijo de su padre, dice la leyfrancesa, el que tiene un padre declarado por laley.

-Es verdad; pero es cosa grave, cuandose trata de la cualidad de las razas.

-Cuestión secundaria. ¿Conque nadahabéis sabido de particular?

-Nada.-Pues ahí es donde empieza mi secreto.-¡Ah!-La reina, en vez de dar a luz un hijo

parió dos varones. Fouquet levantó la cabeza.-¿Y el segundo ha muerto? -preguntó.-Ahora veréis. Ambos gemelos debían

ser el orgullo de su madre y la esperanza deFrancia; pero la debilidad del rey, su supersti-ción, hiciéronle temer conflictos entre dos hijosiguales en derechos, y suprimió uno de los dosgemelos.

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-¿Suprimió, decís?-Esperad... Los dos hijos crecieron: el

uno en el trono, y vos sois su ministro; el otroeh la sombra y el aislamiento.

-¿Y éste?-Es amigo mío.-¡Dios mío! ¿Qué decís, señor de Her-

blay? ¿Y qué hace ese pobre príncipe?-Preguntadme más bien qué ha hecho.-Sí, sí.-Fue criado en el campo, y después se-

cuestrado en una fortaleza que llaman la Basti-lla.

-¡Es posible! -exclamó el su-perintendente juntando las manos.

-El uno era el más afortunado de losmortales, y el otro el más desgraciado de losmiserables.

-¿Y su madre lo ignora?-Ana de Austria lo sabe todo.-¿Y el rey?-¡Ah! El rey no sabe nada.

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-¡Tanto mejor! -dijo Fouquet.Esta exclamación pareció impresionar

vivamente a Aramis, que miró con aire celoso asu interlocutor.

-Dispensad que os haya interrumpido -dijo Fouquet.

-Decía, pues -continua Aramis-, que esepobre príncipe era el más infeliz de los hom-bres, cuando Dios, que vela por todas sus cria-turas, quiso acudir en su ayuda.

-¿Y cómo?-Ahora veréis. El rey reinante. Si digo el

rey reinante, ¿adivináis por qué?-No... ¿por qué?-Porque uno y otro, a causa de su naci-

miento, habrían debido ser reyes, ¿no es ésavuestra opinión?

-Sí, es mi opinión.-¿Positivamente?-Positivamente. Los gemelos son uno en

dos cuerpos.

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-Me place que un legista de vuestro ta-lento y autoridad sea de esa opinión. Queda,pues, establecido para nosotros que los dostenían iguales derechos. ¿No es cierto?

-Eso es, establecido... Pero, ¡Dios mío,qué aventura!

-No hemos llegado al fin. Paciencia.-¡Oh! La tengo.-Dios quiso proporcionar al oprimido

un vengador, o si queréis mejor, un apoyo. Su-cedió que el rey reinante, el usurpador... Sois demi opinión, ¿no es verdad? Usurpación se lla-ma goce tranquilo y egoísta de una herencia ala que no se tiene derecho, todo lo más, sino ala mitad.

-Usurpación es la palabra.-Prosigo, pues, Dios quiso que el usur-

pador tuviese por primer ministro a un hombrede talento y de gran corazón, a un gran espíri-tu, además.

-¡Está bien, está bien! -exclamó Fouquet-. Comprendo: habéis contado conmigo para

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ayudaros a reparar el agravio hecho al pobrehermano de Luis XIV. Bien pensado: os ayuda-ré. ¡Gracias, señor de Herblay, gracias!

-No es eso todo; no me dejáis terminar -dijo impasible Aramis.

-Ya me callo.-Siendo el señor Fouquet -decía- primer

ministro del rey reinante, vióse aborrecido deéste, y muy amenazado en sus bienes, en sulibertad, y quizá en su vida, por la intriga y elodio, escuchados con demasiada facilidad porel rey. Pero Dios permitió, para la salvación delpríncipe sacrificado, que el señor Fouquet tu-viese a su vez un amigo sincero que sabía elsecreto de Estado, y se encontraba con fuerzaspara publicar ese secreto, después de habertenido el suficiente imperio sobre sí mismo pa-ra llevarlo durante veinte años en su corazón.

-No sigáis adelante -dijo Fouquet abun-dando en ideas generosas-; os comprendo y loadivino todo. Fuisteis a buscar al rey en cuantotuvisteis noticias de mi prisión, le suplicasteis,

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no quiso oíros, y entonces le hicisteis la amena-za del secreto, la amenaza de la revelación, yLuis XIV, asustado, habrá concedido al terrorde vuestra indiscreción lo que no concedía avuestra intercesión generosa. ¡Comprendo,comprendo!

-Nada habéis comprendido aún -replicóAramis- y me habéis interrumpido nuevamen-te, amigo mío. Por otra parte, permitidme queos lo diga, descuidáis demasiado la lógica y noos sirve fielmente la memoria.

-¿Por qué?-Sabéis en lo que apoyé desde un prin-

cipio nuestra conversación?-Sí; en el odio de Su Majestad hacia mí,

odio invencible; mas, ¿que odio resistiría a laamenaza de tal revelación?

-¿De tal revelación? Ahí tenéis en lo quefaltáis a la lógica. ¡Cómo! ¿Suponéis que sihubiese hecho al rey una revelación semejantepodría estar con vida a estas horas?

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-No hace diez minutos que estabais enla habitación del rey.

-Bien; no habría tenido aún tiempo parahacerme matar, pero sí para ponerme una mor-daza y arrojarme en un impace. ¡Firmeza en elrazonamiento, pardiez!

Y, por esta exclamación muy de mos-quetero, olvidado de un hombre que jamás ol-vidaba nada, Fouquet comprendió el grado deexaltación a que había llegado el tranquilo, elimpenetrable obispo de Vannes. Y se estreme-ció.

-Además -continuó Aramis, después dehaberse dominado-, ¿sería un amigo leal, si oshubiese expuesto a vos, a quien el rey aborrecetanto, a un sentimiento más terrible todavía deljoven rey? Haberle robado, no es nada; haberlecortejado a la querida, es poco; pero, tener envuestras manos su corona y su honor... ¡Mejoros arrancaría el corazón con sus propias manos!

-¿No le habéis dejado traslucir el secre-to?

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-Hubiese preferido tragar todos los ve-nenos que Mitrídates bebió en veinte años paraver si conseguía evitar la muerte.

-Pues, ¿qué habéis hecho?-¡Ah! A eso voy, monseñor, Creo que

voy a excitar en vos algún interés. Continuáisescuchándome, ¿no?

-¡Ya lo creo! Decid.Aramis dio una vuelta por la cámara, se

aseguró de la soledad y del silencio, y volvió asentarse junto al sillón donde Fouquet aguarda-ba sus revelaciones con profunda ansiedad.

-Había olvidado deciros -continuó Ara-mis, dirigiéndose a Fouquet-, había olvidadouna particularidad notable respecto a esos ge-melos, y es que Dios los ha hecho tan parecidos,que sólo él, si los citara ante su tribunal, podríadistinguirlos. Su madre no podría:

-¿Es posible? -exclamó Fouquet.-¡Igual nobleza en las facciones, igual

porte, la misma estatura la misma voz!

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-Pero, ¿y el pensamiento? ¿Y la inteli-gencia? ¿Y la ciencia de la vida?

-¡Oh! En eso, desigualdad, monseñor. Sí,porque el preso de la Bastilla tiene una superio-ridad incontestable sobre su hermano, y si esapobre víctima pasara de la prisión al trono,Francia no habría encontrado, desde su origenquizá, un amo más poderoso por su carácter ynobleza de corazón.Fouquet dejó caer un instante su cabeza sobresus manos, cargada por el secreto inmenso.Aramis se acercaba a él.

-Hay también desigualdad -dijo, prosi-guiendo su obra tentadora-, desigualdad paravos, monseñor, entre los dos hermanos, hijos deLuis XIII: el último llegado no conoce al señorColbert.

Fouquet se levantó inmediatamente conel semblante pálido y descompuesto. El golpehabía tocado, no en medio del corazón, sino enel alma.

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-Os comprendo -contestó a Aramis-.¿Me proponéis una conspiración?

-Poco más o menos.-Una de esas tentativas que, según decí-

ais al principio de esta conferencia, cambian lasuerte de los imperios.

-Y de los superintendentes; sí, monse-ñor.

-En una palabra, me proponéis efectuarla substitución del hijo de Luis XIII, que se halla.preso en la actualidad, por el hijo de Luis XIII,que duerme en este momento en la cámara deMorfeo.

Aramis sonrió con la siniestra, expresiónde su pensamiento siniestro. -¡Eso es! -dijo.

-Pero -repuso Fouquet después de unpenoso silencio-, ¿no habéis reflexionado queesa obra política es capaz de trastornar todo elreino, y que, para arrancar ése árbol de infinitasraíces que se llama rey, y reemplazarlo porotro, nunca llegará a estar firme la tierra hastael punto de que el nuevo rey se halle asegurado

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contra el viento que quede de la antigua tem-pestad y contra las oscilaciones de su propiamasa?

Aramis siguió sonriendo.-Pensad, pues -continuó el señor Fou-

quet animándose con esa energía de talento queconcibe un proyecto y lo madura en breves mo-mentos, y con esa extensión de miras que prevétodas las consecuencias y abarca todos los re-sultados-, pensad, pues, que necesitamos reunirla nobleza, el clero, el tercer estado deponer alpríncipe reinante, turbar con un espantoso es-cándalo la tumba de Luis XIII, perder la vida yel honor de una mujer, Ana de Austria, la viday la paz de otra mujer, María Teresa, y queterminado todo esto, si es que lo terminamos...

-No os comprendo -dijo fríamente Ara-mis-. No hay una palabra útil en todo lo queacabáis de decir.

-¡Pues qué! -repuso sorprendido el su-perintendente-. Un hombre como vos no discu-te la práctica? ¿Os limitáis a los goces pueriles

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de una ilusión política, desdeñando las even-tualidades de la ejecución, esto es, la realidad?

-Amigo mío -dijo Aramis acentuando lapalabra con una especie de familiaridad desde-ñosa-, ¿qué hace Dios para substituir un rey aotro?

-¡Dios! -murmuró Fouquet-. Dios da unaorden a su agente, el cual se apodera del con-denado, se lo lleva, y hace sentar al victoriososobre el trono que ha quedado vacante, ¿Masolvidáis que aquel agente se llama la muerte?¡Oh Dios mío, señor de Herblay! ¿Es que ten-dríais la idea... ?

-No se trata de eso, monseñor. En ver-dad, vais más allá de lo justo. ¿Quién os hablade enviar la muerteal rey Luis XIV? ¿Quién os dice que sigamos elejemplo de Dios en la estricta práctica de susobras? No. Quería deciros que Dios hace lascosas sin trastorno, sin escándalo, sin esfuerzos,y que los hombres inspirados por Dios aciertan,

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como él, en todo cuanto emprenden, en todocuanto imaginan y hacen.

-¿Qué queréis decir?-Quería deciros, amigo mío -prosiguió

Aramis con la misma entonación que habíadado a la palabra amigo cuando lo pronunciópor primera vez-, que si ha habido trastornocompleto, escándalo y aun esfuerzo en la subs-titución del preso por el rey, os desafío a queme lo demostréis.

-¡Cómo! -exclamó Fouquet, más blancoque el pañuelo con que se enjugaba las sienes-.Decíais ...

-Penetrad en la cámara del rey -continuótranquilamente Aramis-, y a pesar de que cono-céis el misterio, os desafío a que conozcáis queel preso de la Bastilla se halla acostado en ellecho de su hermano.

-Pero, ¿y el rey? -balbució Fouquet, so-brecogido de horror con la noticia.

-¿Qué rey? -dijo Aramis con suave acen-to-. ¿El que os odia o al que os ama?

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-El rey... de ayer...-¿El rey de ayer? Tranquilizaos; ha ocu-

pado, en la Bastilla, el lugar que su víctimaocupó durante largo tiempo.

-¡Justo Cielo! ¿Y quién lo ha llevado allí?-Yo.-¿Vos?-Sí, y del modo más sencillo. Esta noche

lo he raptado, y, mientras él bajaba a la obscu-ridad, el otro subía a la luz. No creo que estohaya causado ruido. Un relámpago sin trueno anadie despierta.

Fouquet exhaló un grito sordo, comoherido por invisible golpe, y, oprimiéndose lafrente con las manos crispadas:

-¿Habéis hecho eso? -murmuró.-Con bastante habilidad. ¿No os parece

así?-¿Habéis destronado al rey? ¿Le habéis

puesto preso?-Hecho está.

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-¿Y la acción se ha realizado aquí, enVaux?

-Aquí, en Vaux, en la cámara de Morfeo.¿No parecía haber sido hecha a propósito parala realización de tal acto?

-Y eso ha sucedido...-Esta noche.-¿Esta noche?Fouquet hizo un movimiento como para

arrojarse sobre Aramis; mas se contuvo.-Entre doce y una.-¡En Vaux! ¡En mi casa! -dijo con voz

estrangulada.-Creo que sí. Vuestra casa es, efectiva-

mente, desde que el señor Colbert no puedehacer que os la roben.

-En mi casa, pues, se ha ejecutado esecrimen.

-¡Ese crimen! -dijo Aramis estupefacto.-¡Ese crimen abominable! -prosiguió

Fouquet, exaltándose cada vez más-. ¡Ese cri-men más execrable que un asesinato! ¡Ese cri-

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men que me deshonra para siempre y arroja minombre al horror de la posteridad!

-Vamos, estáis delirando, señor -dijoAramis con mal segura voz-. Habláis demasia-do alto; cuidado.

-Hablaré tan alto, que me oirá el mundoentero.

-¡Señor Fouquet, cuidado! Fouquet sevolvió hacia el obispo, a quien miró de frente.

-Sí -dijo-, me habéis deshonrado come-tiendo esa traición, ese atentado contra mihuésped, contra el que reposa tranquilo bajo mitecho. ¡Oh desdichado dé mil

-¡Desdichado del que meditaba, bajovuestro techo, da ruina de vuestra fortuna y devuestra vida! ¿Olvidáis esto?

-¡Era mi huésped, era mi rey! Aramis selevantó, dos ojos inyectados en sangre, da bocaconvulsiva.

-¿Estoy con un insensato? -dijo.-Estáis con un hombre honrado.-¡Loco!

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-Con un hombre que os impedirá con-sumar vuestro crimen.

-¡Loco!-Con un hombre que prefiere morir, que

prefiere mataros a permitir que completéis sudeshonra.

Y Fouquet, precipitándose sobre su es-pada, repuesta por Artagnan en da cabecera dellecho, agitó resueltamente en sus manos el cen-telleante verdugillo de acero.

Aramis frunció el entrecejo, y deslizó sumano en el pecho, como si buscara un arma.Aquel movimiento- no se ocultó a Fouquet.Noble y arrogante en su magnanimidad, tiró daespada, que fue a parar rodando entre da camay da pared, y, aproximándose a Aramis, hastatocarle el hombro con la mano desarmada:

-Señor -dijo-, me sería grato morir aquípara no sobrevivir a mi oprobio, y, si todavíaconserváis alguna amistad por mí, os ruego queme déis la muerte.

Aramis permaneció silencioso e inmóvil.

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-¿Nada me contestáis?Levantó Aramis suavemente la cabeza,

y sus ojos volvieron a reflejar el relámpago deda esperanza.

-Reflexionad, monseñor -dijo-, todo doque nos aguarda. Se ha hecho justicia, él reyvive todavía, y su prisión os salva da vida.

-Sí -repuso Fouquet-, habéis podidoobrar así en interés mío, mas yo no aceptovuestro servicio. Sin embargo, no quiero perde-ros; vais a salir de esta casa.

Aramis sofocó el resplandor que surgíade su corazón despedazado.

-Soy hospitalario para todos -agregóFouquet con inexpresable majestad-, y no seréissacrificado mientras no lo sea aquel cuya pér-dida habéis labrado.

-Vos lo seréis, vos -dijo Aramis con vozsarda y profética-. ¡Vos lo seréis, vos lo seréis!

-Acepto el agüero, señor de Herblay;mas nada me detendrá. Vais a salir de Vaux y

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abandonar a Francia; os doy cuatro horas paraque os pongáis fuera del alcance del rey.

-¿Cuatro horas? -dijo Aramis con burlo-na incredulidad.

-¡A fe de Fouquet! Nadie os perseguiráantes de ese plazo. Llevaréis, por tanto, cuatrohoras de ventaja a todos dos que el rey envíe envuestro seguimiento.

-¡Cuatro horas! -repitió Aramis rugien-do.

-Es más tiempo del que necesitáis paraembarcar y llegar a Belle-Isle, que os doy porrefugio.

-¡Ah! -exclamó Aramis. -Belle-Isle es míapara vos, como Vaux es mío para el rey. Id,Herblay, id; mientras yo viva, no caerá de vues-tra cabeza ni un cabello.

-¡Gracias! -dijo Aramis, sombrío e iróni-co.-Partid, pues, y dadme da mano para que losdos corramos, vos a guardar vuestra vida, yo asalvar mi honor.

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Aramis sacó del pecho la mano quehabía tenido allí oculta. Estaba roja de su san-gre; había arado el pecho con das uñas, comopara castigar a da carne por haber ideado tan-tos proyectos, más vanos, más locos, más pere-cederos que da vida del hombre. Fouquet sintióhorror, tuvo piedad, y abrió dos brazos a Ara-mis.

-No tenía armas -murmuró éste, iracun-do y terrible como da sombra de Dido.

En seguida, sin tocar da mano de Fou-quet, volvió la cara y dio algunos pasos hacia lapuerta. Su última palabra fue una imprecación;su último gesto el anatema que dibujó aquellamano enrojecida, señalando el rostro de Fou-quet con algunas gotitas de su sangre.

Y ambos se danzaron fuera de da cáma-ra por da escalera secreta que conducía a dospatios interiores.

Fouquet mandó disponer sus mejorescaballos, y Aramis detúvose ad pie de da esca-lera que conducía a da cámara de Porthos. Allí

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reflexionó largo rato, mientras-la carroza deFouquet partía ad galope del patio principal.

"¿Partir solo? -se dijo Aramis-. ¿Prevenirad príncipe?... ¡Oh furor! ¿Y qué hago despuésde avisarle?... ¿Partir con él?... ¿Llevar conmigoa todas partes ese testimonio acusador? ... Laguerra civil, implacable? ... ¡Ah! Sin recursos... ¡Imposible! ... ¿Y sin mí, qué hará él? ¿Sehundirá como yo. ¡Quién sabe!. . . ¡Cúmplaseel destino!... ¡Estaba condenado, que permanez-ca condenado!. .. ¡Dios!. ..

¡Diablo! . . . ¡Sombrío y extravagantepoder que se llama el genio del hombre, sóloeres un soplo, pero más incierto, más inútil queel viento en la montaña; te llamas casualidad, ynada eres; abrasas todo con tu aliento, levantasgrandes pedazos de roca, da misma montaña, yde pronto te deshaces ante da cruz de madera,detrás de da cual existe otro poder invisible...que quizá negabas y que se venga de ti y teaplasta, sin dignarse decirte su nombre!... ¡Per-dido!... ¡Estoy perdido!... ¿Qué haré? ... ¿Ir a

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Belle-Isle? ... Sí. ¡Y Porthos se quedará aquí,para hablar y referir todo, para padecer acaso!...No quiero que Porthos padezca. Es uno de mismiembros: su dolor es mío. Porthos partiráconmigo, Porthos seguirá mi suerte. Es preci-so."

Y Aramis, temeroso de encontrar a al-guien a quien su precipitación pudiera parecersospechosa, subió da escalera sin ser visto.Porthos, recién llegado de París, dormía ya conel sueño del justo; su robusto cuerpo olvidabael cansancio, como su espíritu el pensamiento.

Aramis entró ligero como una sombra, ypuso su mano nerviosa en el hombro del gigan-te.

-¡Vamos! -gritó-. ¡Vamos, Porthos, va-mos!

Porthos obedeció, se levantó, y abriódos ojos antes de abrir su inteligencia.

-Nos marchamos -añadió Aramis.-¡Ah! -exclamó Porthos.

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-Nos marchamos a caballo, más. aprisaque nunca.

-¡Ah! -repitió Porthos.-Vestíos, amigo.Y ayudó ad gigante a vestirse me-

tiéndole en dos bolsillos su oro y sus diaman-tes.

En tanto se entregaba a esta operación,llegó a oír un ligero ruido. Era Artagnan, quemiraba por el ojo de da cerradura.

Aramis tembló.-¿Qué diablos hacéis ahí tan agitado? -

preguntó el mosquetero.-¡Silencio! -dijo Porthos.-Marchamos en misión -añadió el obis-

po.-Sois muy dichosos -observó Artagnan.-¡Brrr! -hizo Porthos-. Estoy cansado, y

más quisiera dormir, pero el servicio del rey ...-¿Habéis visto ad señor Fouquet? -dijo

Aramis a Artagnan.-Sí, en carroza, hace un instante.

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-¿Y qué os ha dicho?-Adiós.-¿Nada más?-¿Queríais que me dijera otra cosa? ¿Es

que no cuento para nada desde que todos estáisen favor?

-Oíd -dijo Aramis abrazando al mosque-tero-, han vuelto vuestros buenos tiempos; notendréis necesidad de envidiar a nadie.

-¡Bah!-Os anuncio para hoy un acontecimiento

que duplicará vuestra posición.-¿Cierto?-¿Sabéis que tengo noticias?-¡Sí, sí!-Vamos, Porthos. ¿Estáis listo? ¡Mar-

chemos!-¡Marchemos!-Y abracemos a Artagnan.-¡No faltaba más!-¿Y los caballos?-Aquí no faltan. ¿Queréis el mío?

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-No; Porthos tiene su caballeriza.¡Adiós, adiós!

Los dos fugitivos montaron en presenciadel capitán de mosqueteros, que tuvo el estriboa Porthos, y acompañó a sus amigos con la vis-ta hasta que los vio desaparecer.

"En cualquiera otra circunstancia -pensóel gascón-, diría yo que se ponen a salvo; peroal presente se halla tan cambiada la política,que esto se llama ir en misión. Así sea. Vamos anuestros asuntos." Y entró filosóficamente en sualojamiento.

XCVDE CÓMO SE RESPETABA LA CONSIGNAEN LA BASTILLA

Fouquet quemaba el pavimento. Por elcamino, sintióse aterrorizado por lo que acaba-ba de saber.

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"¿Qué fue, pues -pensaba-, la juventudde esos hombres prodigiosos, que en la edad yamadura saben aún concebir planes semejantesy ejecutarlos sin inmutarse?"

A veces, se preguntaba si todo lo que lehabía contado Aramis sería no más que un sue-ño; si la fábula sería quizás el lazo mismo, y si,al llegar a la Bastilla, encontraría una orden deprisión que le enviara al lado del rey destrona-do.

Con esta idea, dio varias órdenes sella-das por el camino, mientras enganchaban loscaballos, y las dirigió a Artagnan y a todos losjefes de cuerpos cuya fidelidad no podía sersospechosa.

"De esta manera -se dijo Fouquet-, peroo no, habré prestado el servicio que debo a lacausa del honor. Las órdenes no llegarán sinodespués que yo, si vuelvo libre, y, por tanto,nadie las habrá abierto. Si tardo, es que mehabrá ocurrido alguna desgracia. Entonces ten-dré auxilio para mí y para el rey.

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Así preparado llegó a la Bastilla. El su-perintendente había andado cinco leguas y me-dia por hora.Sucedióle a Fouquet en la Bastilla lo que jamáshabía sucedido a Aramis. Por más que dijosu nombre y se hizo reconocer, no pudo conse-guir ser introducido.

A fuerza de instar, amenazar y mandar,logró que un centinela avisase a un cabo, y queéste a su vez avisara al mayor. En cuanto alalcaide, nadie hubiera osado incomodarle portan poca cosa.Fouquet, desde su carroza, a la puerta de lafortaleza, tascaba el freno y esperaba el regresode aquel subalterno, que volvió al fin con airede mal humor.-Y bien -dijo impacientemente-, ¿qué ha dichoel mayor?

-Caballero -replicó el soldado-, el mayorse me ha echado a reír en las barbas. Me hadicho que el señor Fouquet está en Vaux, y que,

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aun cuando estuviese en París, no se levantaríaa estas horas.

-¡Diantre! ¡Sois un atajo de ganapanes! -exclamó el ministro lanzándose fuera de la ca-rroza.

Y, antes de que el subalterno tuvieratiempo de cerrar la puerta, Fouquet se introdu-jo por la abertura y echó a correr hacia dentro, apesar de los gritos del soldado que pedía soco-rro.

Fouquet ganaba terreno, sin cuidarse délos gritos de aquel hombre, que, no habiendoalcanzado a Fouquet, repetía al centinela de lasegunda puerta:

-¡Detened a ése, centinela!El soldado cruzó la pica delante del mi-

nistro; pero éste, ágil y robusto excitado ade-más por la ira, arrancó la pica de manos del sol-dado y le dio con ella en las espaldas. El subal-terno, que le iba a los alcances, recibió tambiénsu parte en la distribución de golpes, y ambos

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lanzaron gritos furiosos, a cuyo ruido salió todoel primer cuerpo de guardia de la avanzada.

Entre toda aquella gente, uno reconocióal superintendente y exclamó:

-¡Monseñor! ¡Monseñor...! ¡Deteneostodos!

Y contuvo, efectivamente, a los guar-dias, que se disponían a vengar a sus compañe-ros.

Fouquet ordenó que le abriesen la verja,pero le objetaron la consigna.Ordenó entonces que avisasen al alcaide; peroéste acudía al frente de un piquete de veintehombres, seguido de su mayor, en la persua-sión de que se efectuaba un ataque contra laBastilla.

Baisemeaux reconoció también a Fou-quet, y dejó caer su espada, que ya blandía.

-¡Ah, monseñor! -balbució-. ¡Perdonad!-Señor -dijo el superintendente, encen-

dido de calor y todo sudoroso-. Os felicito cor-

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dialmente: tenéis perfectamente montado elservicio.

Baisemeaux palideció, creyendo queestas palabras no eran más que una ironía, pre-sagio de alguna furiosa cólera. Pero Fouquethabía recobrado aliento, llamando con su ade-mán al centinela y al subalterno, que se frota-ban las espaldas.

-Ahí van veinte doblones para el centi-nela -dijo-, y cincuenta para el cabo. Os doy miparabién, señores, y ya lo pondré en conoci-miento del rey. Ahora, hablemos, señor alcaide.

Y, en medio de un murmullo de satis-facción general, siguió al alcaide a la alcaidía.

Baisemeaux temblaba ya de vergüenzay de inquietud. La visita matutina de Aramis leparecía traer ya consecuencias de que un fun-cionario podía con razón asustarse.

Pero fue peor aún cuando Fouquet, convoz leve y mirada imperiosa:

-Señor -dijo-, ¿habéis visto esta mañanaal señor de Herblay?

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-Sí, monseñor.-¿Y no os habéis horrorizado del crimen

en que sois cómplice? "¡Vamos bien!", pensóBaisemeaux.

Y añadió en voz alta:-¿Qué crimen, monseñor? -¡Hay motivo

para haceros descuartizar, señor, pensad eneso! Pero no es ocasión de irritarse. Con-ducidme al punto donde está el preso.

-¿Qué preso? -repuso Baisemeaux es-tremeciéndose.

-¿Os hacéis el ignorante? Es lo mejorque podéis hacer. En efecto, si confesarais se-mejante complicidad, no habría recurso paravos. Quiero, pues, dar crédito a vuestra igno-rancia.

-Os ruego, monseñor...-Está bien. Conducidme donde está el

preso.-¿Marchiali?-¿Quién es ese Marchiali?

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-El preso traído esta mañana por el se-ñor de Herblay.

-¿Y le llaman Marchiali? -repuso el su-perintendente, turbado en sus convicciones porla ingenua seguridad de Baisemeaux.

-Sí; monseñor; con ese nombre está ins-crito aquí.

Fouquet miró hasta el fondo del corazónde Baisemeaux, y leyó, con esa costumbre queda el uso del poder, una sinceridad absoluta.Además, bastaba observar por un minuto aque-lla fisonomía para convencerse de que Aramisno pudo haber elegido un confidente seme-jante.

-¿Es ése -dijo entonces al alcaide-, elpreso que se llevó el señor de Herblay ante-ayer?

-Sí, monseñor.-¿Y que ha traído esta mañana? -añadió

vivamente Fouquet, adivinando el mecanismodel plan de Aramis.

-Así es, monseñor.

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-¿Y se llama Marchiali?-Marchiali. Si monseñor viene para lle-

várselo, me alegraré; ya iba a escribir acerca deél.

-¿Pues qué hace?-Desde esta mañana, me está dando

serios disgustos; le acometen tales accesos derabia, que parece vaya a hundirse la Bastilla.

-Voy a libraros de él, en efecto -dijoFouquet.

-¡Ah! ¡Mejor qué mejor!-Conducidme a su prisión.-Monseñor se servirá darme la orden.-¿Qué orden?-Una orden del rey.-Voy a firmaros una.-No basta, monseñor: necesito una or-

den del rey.Fouquet volvió a irritarse de nuevo.-Ya que tan escrupuloso sois -le dijo-,

para hacer salir a los presos, enseñadme la or-den por la cual le habéis dejado salir.

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Baisemeaux sacó la orden de libertar aSeldon.

-Es que Seldon no es Marchiali -dijoFouquet.

-Pero Marchiali no está en libertad,monseñor; está aquí.

-¡Pues no habéis dicho que el señor deHerblay se lo ha llevado y vuelto a traer?

-No he dicho tal cosa.-Tanto lo habéis dicho, que aun se me

figura que lo estoy oyendo.-Se me habrá enredado la lengua.-¡Cuidado, señor Baisemeaux!-Nada tengo que temer, monseñor; es-

toy en regla.-¿Y osáis decir eso?-Lo diría delante de un apóstol. El señor

de Herblay me ha traído una orden para liber-tar a Seldon, y Seldon está en libertad.

-Os digo que Marchiali ha salido de laBastilla.

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-Preciso es que me lo probéis, monse-ñor.

-Dejad que le vea.-Monseñor, que gobierna en el reino,

sabe muy bien que nadie puede ver a los presossin orden expresa del rey.

-Bien los ha visto el señor de Herblay.-Eso es lo que falta probar, monseñor.-Señor Baisemeaux, una vez más mirad

cómo habláis.-Ahí están los asientos.-El señor de Herblay ha caído.-¿Caído el señor de Herblay? ¡Imposi-

ble!-Ya veis que os ha influenciado.-Lo que me ha influenciado, monseñor,

es el servicio del rey; cumplo con mi deber.Dadme una orden del rey, y entraréis.

-Mirad, señor alcaide, os empeño mipalabra que si me permitís ver al preso, ten-dréis al instante una orden del rey.

-Dádmela ahora, monseñor.

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-Y si os negáis a ello, os hago prender almomento con todos vuestros oficiales.

-Antes de cometer esa violencia, monse-ñor, reflexionaréis -dijo Baisemeaux muy páli-do-, que no obedeceremos sino a una orden delrey, y que tan fácil os es obtenerla para ver aMarchiali como para hacerme tanto mal a mí,que soy inocente.

-¡Tenéis razón -exclamó Fouquet-, tenéisrazón! Pues bien, señor alcaide -repuso con vozsonora y atrayendo a sí al desventurado-, ¿sa-béis por qué quiero con tanto afán hablar a esepreso?

-No monseñor; y dignaos observar elterror que me estáis causando, tiemblo, voy acaer desfallecido.

-Más desfallecido caeréis dentro de po-co, señor Baisemeaux, cuando yo venga aquícon diez mil hombres y treinta piezas de artille-ría.

-¡Dios mío! ¡Monseñor se ha vuelto loco!

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-¡Cuando amotine contra vos y vuestrasmalditas torres a todo el pueblo de París, yhaga forzar vuestras puertas, y colgaros a vosde las almenas de la torre del Rincón!

-¡Monseñor, monseñor, por piedad!-Os concedo diez minutos para decidi-

ros -añadió Fouquet con voz tranquila-; mesiento aquí, en este sillón, y espero. ¡Si dentrode diez minutos persistís, salgo, y por más locoque me supongáis, os detengo!

Baisemeaux dio una patada en el suelo,como desesperado, pero nada replicó.

Viendo lo cual, Fouquet cogió pluma ytinta, y escribió:

"Orden al señor preboste de los merca-deres de reunir la guardia municipal y marcharcontra la Bastilla en servicio del rey."

Baisemeaux encogióse de hombro. Fou-quet escribió:

"Orden al señor duque de Boullon y alseñor príncipe de Condé para tomar el marido

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de los suizos y los guardias, y marchar contra laBastilla en servicio de Su Majestad ...

Baisemeaux reflexionó. Fouquet escri-bió:

"Orden a todo soldado, plebeyo o hidal-go, para que se apoderen donde quiera que losencuentren, del caballero de Herblay, obispo deVannes, y sus cómplices, 'que son: 1º, el señorBaisemeaux, alcaide de la Bastilla, sospechosode los crímenes de traición, rebelión y lesa ma-jestad. . . "

-Deteneos, monseñor -exclamó Baise-meaux-: no entiendo una palabra de todo eso;pero tantos males pueden suceder de aquí ados horas, aun cuando fuesen desencadenadospor la misma locura, que el rey, que me ha dejuzgar, verá si he hecho mal en faltar a la con-signa, ante catástrofes tan inminentes. Vamos alTorreón, monseñor; veréis a Marchiali.

Fouquet se lanzó fuera del aposento, yBaisemeaux le siguió, enjugándose el sudor fríoque le corría por la frente.

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-¡Qué horrible mañana! -exclamaba-.¡Qué desgracia! Baisemeaux hizo seña al llaverode que fuese delante. Tenía miedo de su com-pañero. Este lo conoció.

-¡Basta de niñadas! -dijo rudamente-.Dejad ahí a ese hombre; tomad vos mismo lasllaves, y enseñadme el camino. Es preciso quenadie... ¿oís?, nadie oiga lo que va a pasar aquí.

-¡Ah! -dijo indeciso Baisemeaux.-¡Todavía! -exclamó Fouquet-. ¡Oh! De-

cid que no, y salgo de la Bastilla a fin de llevaryo mismo los despachos.

Baisemeaux bajó la cabeza, cogió lasllaves, y subió solo con el ministro la escalerade la torre.

A medida que avanzaba en aquella re-molinante espiral, ciertos murmullos ahogadosse convertían en gritos distintos y horriblesimprecaciones.

-¿Qué es eso? -preguntó Fouquet.-Es vuestro Marchiali -repuso el alcaide-

. ¡Así aúllan los locos!

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Y acompañó esta respuesta con una mi-rada más llena dé alusiones ofensivas que derespeto para el señor Fouquet.

Este se estremeció. En un grito más fuer-te que los otros acababa de reconocer la voz delrey. Detúvose en el descanso, y cogió el manojode llaves de manos de Baisemeaux. Este creyóque el nuevo loco iba a romperle el cráneo conuna de ellas.

-¡Ah! -exclamó-. El señor de Herblay nome había hablado de esto.

-¡Esas llaves! -gritó Fouquet arrancán-doselas-. ¿Dónde está la de la puerta que quieroabrir?

-Esta es.U n grito horrible, seguido de un golpeterrible en la puerta, vino a formar eco en laescalera.

-¡Retiraos! -mandó Fouquet a Baise-meaux con una voz amenazadora.

-¡No deseo otra cosa! -murmuró éste-.Ahí están dos rabiosos que van a encontrarse

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cara a cara. Estoy seguro de que se comeránuno al otro.

-¡Marchaos! -repitió Fouquet-. Si ponéisel pie en esta escalera antes de que yo os llame,tened entendido que ocuparéis el lugar del másmiserable de los presos de la Bastilla.

-¡Mi fin se aproxima! -gruñó Baise-meaux, retirándose con paso vacilante.

Los gritos del preso resonaban cada vezcon más fuerza. Fouquet aseguróse de que Bai-semeaux había llegado ya a lo último de la es-calera, y metió la llave en la primera cerradura.

Entonces fue cuando oyó claramente lavoz sofocada del rey, que gritaba con rabia:

-¡Socorro! ¡Soy el rey! ¡Socorro!La llave de la segunda puerta no era la

misma que la de la primera. Fouquet se vioprecisado a buscar en el manojo.

Entretanto el rey, ebrio, loco, furioso,gritaba desaforadamente:

-¡Es el señor Fouquet quien me ha hechoconducir aquí! ¡Socorro contra el señor Fou-

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quet! ¡Soy el rey! ¡Favor al rey contra Fouquet!Aquellas vociferaciones desgarraban el corazóndel ministro, y eran seguidas de golpes horri-bles, dados en la puerta con la silla rota de quese servía el rey como de un ariete. Fouquet lo-gró dar con la llave. El rey tenía ya agotadassus fuerzas; más bien que hablar, rugía.

-¡Muera Fouquet! -aullaba-. ¡Muera elmalvado Fouquet!La puerta se abrió.

XLVIEL RECONOCIMIENTO DEL REY

Los dos hombres que iban a precipitarseel uno contra el otro detuviéronse de pronto alverse, y lanzaron un grito de horror.

-¿Venís a asesinarme, señor? -dijo el reyreconociendo a Fouquet.

-¡El rey en este estado! -exclamó el mi-nistro.

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Nada más espantoso, en efecto, que elaspecto del joven príncipe en el instante en quelo sorprendió Fouquet. Su vestido estaba des-trozado; la camisa, abierta y desgarrada, embe-bía a la vez el sudor y la sangre que corrían desu pecho y de sus brazos magullados.

Desencajado, pálido, espumeante, loscabellos erizados, Luis XIV ofrecía la imagenmás verdadera de la desesperación, del hambrey del miedo, reunidos en una sola estatua. Fou-quet quedó tan turbado, se emocionó tanto, quecorrió al rey con los brazos abiertos y las lágri-mas en los ojos.

Luis levantó sobre Fouquet el trozo demadera de que había hecho un uso tan furioso.

-¡Qué, Majestad! -dijo Fouquet con voztemblorosa-. ¿Noreconocéis al más fiel de vuestros amigos?

-¿Amigo, vos? -repitió Luis con un re-chinamiento de dientes en que sonaban la cóle-ra y la sed de una pronta venganza.

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-Un servidor respetuoso -añadió Fou-quet precipitándose de rodillas.

El rey dejó caer su arma. Fouquet,aproximándose, le besó las rodillas, y le estre-chó tiernamente entre sus brazos.

-¡Rey mío, hijo mío! -exclamó-. ¡Cuántohabéis debido sufrir!

Vuelto en sí Luis por el cambio de lasituación, se miró, y, avergonzado del desordenen que se hallaba, de su locura y de la protec-ción que recibía, retrocedió.

Fouquet no comprendió aquel movi-miento, ni conoció que el orgullo del rey no leperdonaría nunca haber sido testigo de tantadebilidad.

-Venid, Majestad -dijo-; estáis libre.-¿Libre? -repitió el rey-. ¡Oh, me dais la

libertad después de baberos atrevido a poner lamano sobre mí.

-¡Oh, no debéis creer tal cosa! -exclamóindignado Fouquet-. ¡No podéis creer que yosea culpable en esta circunstancia!

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Y con gran calor y rapidez, le refiriótoda la intriga, cuyos pormenores son ya cono-cidos.

Mientras duró el relato, Luis soportó lasmás espantosas angustias, y terminado aquél,la magnitud del peligro que había corrido leafectó mucho más aún que la importancia delsecreto relativo a su hermano gemelo.

-Señor -dijo de pronto a Fouquet-, esedoble nacimiento es una mentira; es imposibleque os hayáis dejado engañar.

-¡Majestad!-Es imposible, os digo, sospechar del

honor, de la virtud de mi madre. ¿Y mi primerministro no ha hecho ya justicia en los crimina-les?

-Reflexionad, Majestad, antes de dejarosllevar de la ira -respondió Fouquet-. El naci-miento de vuestro hermano...

-Yo sólo tengo un hermano, que esMonsieur. Vos le conocéis como yo. Os aseguro

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que aquí hay conspiración, principiando por elalcaide de la Bastilla.

-Cuidado, Majestad; ese hombre ha sidoengañado, como todo el mundo, por la seme-janza del príncipe.

-¿La semejanza? ¡Bah!-Necesario es, no obstante, que ese Mar-

chiali se asemeje extraordinariamente a VuestraMajestad, cuando todo el mundo se deja en-gañar -insistió Fouquet. .

-¡Locura!-No digáis eso, Majestad; las personas

que se resuelven a arrostrar las miradas devuestros ministros, de vuestra madre, de vues-tra familia, de vuestra servidumbre, necesarioes que estén bien seguras de la semejanza.

-En efecto -murmuró el rey-, ¿y dóndese hallan esas gentes?

-En Vaux.-¡En Vaux! ¿Y permitís que todavía

permanezcan allí?

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-Me ha parecido que lo más urgente era libertara Vuestra Majestad. He cumplido ese deber.Ahora, haremos lo que el rey mande. Esperosus órdenes.

Luis reflexionó un momento.-Reunamos tropas en París -, dijo.-Ya están dadas las órdenes al efecto -

repuso Fouquet.-¿Habéis dado órdenes? -exclamó el rey.-Para eso, sí, Majestad. Estaréis al frente

de diez mil hombres dentro de una hora.El rey, por toda respuesta, cogió la ma-

no a Fouquet con tal efusión, que era fácil cono-cer la desconfianza que hasta entonces habíaconservado contra su ministro, a pesar de laintervención de este último.

-Y con estas tropas -continuó el rey-iremos a sitiar en vuestro palacio a los rebeldes,que se habrán ya establecido y atrincheradoallí.

-Mucho me sorprendería -dijo Fouquet.-¿Por qué?

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-Porque su jefe, el alma de la empresa,ha sido descubierto por mí, y creo abortadotodo el plan.

-¿Habéis desenmascarado al falso prín-cipe?

-No, no le he visto.-¿A quién entonces?-El jefe de la empresa no es ese desgra-

ciado. Este no es más que un instrumento des-tinado para toda su vida a la desgracia, bien loveo.

-¡Absolutamente!-El jefe de la empresa es el abate de

Herblay, el obispo de Vannes.-¿Vuestro amigo?-Era mi amigo, Majestad -replicó con

nobleza Fouquet.-Desgracia es para vos -dijo el rey en un

tono menos generoso. Tal amistad nada teníade deshonrosa en tanto que yo ignoraba el cri-men, señor.

-Debisteis preverlo.

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-Si soy culpable, me pongo en manos deVuestra Majestad.

-¡Ah, señor Fouquet! No es eso lo quequiero decir -repuso el rey, sintiendo haberdejado traslucir así la amargura de su pensa-miento-. Pues bien, os declaro, no obstante lamáscara con que ese miserable se cubría el ros-tro, haber tenido como una vaga sospecha deque pudiera ser él. Pero, con ese jefe de la em-presa, había un hombre de acción. Él que meamenazaba con su fuerza hercúlea, ¿quién era?

-Debe ser su amigo, el barón Du-Vallón,el antiguo mosquetero.

-¿El amigo de Artagnan? ¿El amigo delconde de la Fére? ¡Ah!-exclamó el rey así quepronunció este nombre-. No descuidemos estarelación entre los conspiradores y el señor deBragelonne.

-No vayáis demasiado lejos, Majestad.El conde de la Fére es el hombre más honradode Francia. Contentaos con lo que os entrego.

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-¿Con lo que me entregáis? ¡Bien! Por-que me entregáis los culpables, ¿no es así?

-¿Cómo entiende eso Vuestra Majestad?-preguntó Fouquet.

-Lo entiendo -dijo el rey- yendo ahoramismo a Vaux con fuerzas, y haciendo que na-die escape de ese nido de víboras; nadie, ¿oís?

-¿Hará Vuestra Majestad matar a esoshombres? -murmuró Fouquet.

-¡Hasta el último!-¡Oh, Majestad!-Entendámonos bien, señor Fouquet -

repuso el rey con altivez-. No vivo ya en untiempo en que el asesinato sea la sola, la últimarazón de los reyes. ¡No; a Dios gracias! ¡Tengoparlamentos que juzgan en mi nombre, y cadal-sos donde se ejecutan mis supremas volun-tades!

Fouquet palideció.-Me tomaré la libertad -dijo-, de hacer

notar a Vuestra Majestad que todo proceso so-bre esta materia es un escándalo mortal para la

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dignidad del trono. No es preciso que el nom-bre augusto de Ana de Austria pase por loslabios del pueblo, entreabiertos por la sonrisa.

-Es preciso que se haga justicia.-Bien, Majestad; mas la sangre real no

puede correr sobre el cadalso.-¡La sangre real! ¿Creéis eso? -gritó fu-

rioso el rey, hiriendo el suelo con el pie-. Esedoble nacimiento es una impostura. En ella,precisamente, veo el crimen del señor de Her-blay. Ese crimen es el que deseo castigar, másbien que su violencia y su insulto.

-¿Y castigar con la muerte?-Con la muerte, sí.-Majestad -dijo con firmeza el superin-

tendente, cuya frente, por mucho tiempo incli-nada, se levantó con orgullo-, Vuestra Majestadhará cortar la cabeza, si quiere, a Felipe deFrancia, su hermano; a ella le incumbe, y con-sultará, al respecto, a Ana de Austria, su madre.Lo que mande será bien mandado. No quiero,pues, mezclarme más en eso, ni aun por el

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honor mismo de vuestra corona; pero tengoque solicitaron una gracia, y os la pido.

-Hablad -dijo el rey, turbado por lasúltimas palabras del ministro-. ¿Qué queréis?

-El perdón de los señores de Herblay yde Du-Vallon.

-¿Mis asesinos?-Dos rebeldes, Majestad, nada más.-¡Oh! Comprendo que me solicitéis gra-

cia para vuestros amigos.-¡Mis amigos! -dijo Fouquet profunda-

mente lastimado.-Vuestros amigos, sí; mas la seguridad

de mi Estado exige un ejemplar castigo de losculpables.

-No haré observar a Vuestra Majestadque acabo de libertarle, de salvarle la vida.

-¡Señor!-Tampoco le diré que si el señor de Her-

blay hubiera querido hacer su papel de asesino,podía haber asesinado a Vuestra Majestad fácil-

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mente esta mañana en el bosque de Sénart, ytodo habría concluido.

El rey estremecióse.-Un pistoletazo en la cabeza -prosiguió

Fouquet-, y el rostro de Luis XIV, desfigurado,habría sido la completa absolución del señor deHerblay.

El rey palideció de espanto al pensar enel peligro de que había escapado.

-Si el señor de Herblay -continuó Fou-quet- hubiese sido un asesino, no tenía necesi-dad de manifestarme su plan para llevarlo acabo con éxito. Desembarazado del verdaderorey, haría que el falso fuese imposible de seradivinado. Aun cuando el usurpador hubierasido reconocido por Ana de Austria, siempreera un hijo para ella. El usurpador, para la con-ciencia del señor de Herblay, era siempre unrey de la sangre de Luis XIII. Además, el cons-pirador tenía la seguridad, el secreto, la impu-nidad. Un pistoletazo le proporcionaba todo

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eso. ¡Perdón para el, en nombre de vuestra sal-vación, Majestad!

El rey, en lugar de ablandarse con aque-lla pintura tan verdadera de la generosidad deAramis, se sentía cruelmente humillado. Su in-domable orgullo no podía acostumbrarse a laidea de que un hombre hubiese tenido pen-diente de la punta de su dedo el hilo de unavida real. Cada una de las palabras que Fou-quet creía eficaces para lograr la gracia de susamigos, infiltraba una nueva gota de veneno enel corazón ya ulcerado de Luis XIV. Nada pues,pudo doblegarle, y, dirigiéndose impetuosa-mente a Fouquet:

-¡No sé, en verdad, señor -dijo-, por quéme pedís perdón para esa gente! ¿A qué vieneel pedir lo que puede obtenerse sin necesidadde solicitarlo?

-No os entiendo, Majestad.-Es fácil, sin embargo. ¿Dónde estoy?En la Bastilla, Majestad.-¿Y nadie conoce más que a Marchiali?

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-Seguramente.-Pues bien, no cambiés nada en la situa-

ción. Dejad al loco pudrirse en un calabozo dela Bastilla, y los señores de Herblay y Du-Vallon no tendrán necesidad de mi gracia. Sunuevo rey les absolverá.

-Vuestra Majestad me agravia, y hacemal -replicó Fouquet secamente-. No soy yo tanniño, ni el señor de Herblay tan inepto, quehayamos olvidado todas estas reflexiones, y siyo hubiese querido hacer un nuevo rey, comodecís, no habría tenido necesidad de venir aforzar las puertas de la Bastilla para sacaros deella. Esto cae de su peso. Vuestra Majestad tieneturbado el ánimo por la ira. De otro modo, noagravaría sin motivo a aquel de sus servidoresque le ha hecho el servicio más importante.Luis conoció que había ido demasiado lejos;que las puertas de la Bastilla se hallaban cerra-das para él, al paso que se abrían poco a pocolas esclusas tras de las cuales el generoso Fou-quet contenía su cólera.

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-¡No he dicho eso para humillaros! ¡Nolo quiera Dios! -replicó-. Pero veo que os dirigísa mí para solicitarme una gracia, y yo os res-pondo, según mi conciencia. Ahora bien, losculpables de que hablo, no son, según mi con-ciencia, dignos de gracia de perdón. Fouquetnada replicó.

-Lo que yo hago -añadió el rey-, es gene-roso como lo que habéis hecho vos, porque mehallo en vuestro poder. Hasta diré que es másgeneroso, en atención a que me colocáis frente acondiciones de que puede depender mi liber-tad, mi vida, y que rehusar es hacer el sacrificiode ellas.

-Hice mal, en efecto -respondió Fou-quet-. Sí, tenía el aire de arrancar una gracia;me arrepiento, y pido perdón a Vuestra Majes-tad.

-Estáis perdonado, mi querido señorFouquet -replicó el rey con una sonrisa queacabó de llevar la serenidad a su rostro, altera-

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do, desde la víspera, por tantos aconteci-mientos.

-Yo tengo mi perdón -replicó obstina-damente el ministro-, pero ¿y los señores deHerblay y Du Vallon?

-Nunca obtendrán el suyo, mientras yoviva -replicó inflexible el rey-. -Hacedmeel favor de no hablarme más de eso.

-Vuestra Majestad será obedecido.-¿Y no me conservaréis rencor ninguno?-¡Oh! No, Majestad; había previsto el

caso.-¿Habíais previsto que rehusaría el per-

dón de esos señores?-Sin duda, y por eso tenía tomadas mis

disposiciones.-¿Qué queréis decir? -dijo sorprendido

el rey.-El señor de Herblay venía, por así de-

cirlo, a entregarse en mis manos. El señor deHerblay me dejaba la dicha de salvar a mi rey ya mi país. No podía condenar a muerte al señor

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Herblay. Tampoco podía exponerle al furor,muy legítimo de Vuestra Majestad. Hubierasido como matarle yo mismo.

-¿Y qué habéis hecho?-Dar al señor de Herblay mis mejores

caballos y cuatro horas de ventaja sobre todoslos que Vuestra Majestad pueda enviar en suseguimiento.

-¡Enhorabuena! -murmuró el rey-. Masel mundo es bastante grande para que mis co-rredores ganen sobre vuestros caballos las cua-tro horas de ventaja que habéis dado al señorde Herblay.

-Al darle esas cuatro horas, sabía que ledaba la vida. La conservará.

-¿Y cómo?-Después de correr con la anticipación

siempre de cuatro horas sobre vuestros mos-queteros, llegará a mi palacio de Belle-Isle,donde le he dado asilo.

-¡Enhorabuena! Olvidáis que me habéisdado Belle-Isle.

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-No para prender a mis amigos.-¿Me la volvéis a quitar, entonces?-Para eso, sí, Majestad.-Mis mosqueteros la tomarán.-Ni vuestros mosqueteros, ni aun vues-

tro ejército, Majestad -dijo fríamente Fouquet-.Belle-Isle es inexpugnable.

El rey se puso lívido, y brotó de sus ojosun relámpago. Fouquet se sintió perdido; perono era de los que retroceden ante la voz del ho-nor. Sostuvo la mirada iracunda del rey. Estedevoró su cólera, y, después de un silencio:

-¿Vamos a Vaux? -dijo.-A las órdenes de Vuestra Majestad -

contestó Fouquet inclinándose profundamente-; pero creo que Vuestra Majestad debe mudarde traje antes de presentarse en la Corte.

-Pasaremos por el Louvre -dijo el rey-.Vamos.Y salieron por delante de Baisemeaux,asustado, que vio salir nuevamente a Marchiali,

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y se arrancó los escasos cabellos que le queda-ban.

Verdad es que Fouquet dio resguardodel preso, y que el rey escribió debajo: Visto yaprobado: Luis; locura que Baisemeaux, inca-paz de asociar dos ideas, acogió con un heroicopuñetazo que se dio en las mandíbulas.

XCV IIEL FALSO REY

Mientras tanto el rey usurpador conti-nuaba haciendo su papel en Vaux.

Felipe dio orden a primera hora quefuesen introducidos los magnates, ya dispues-tos para presentarse al rey. Decidióse a dar estaorden, a pesar de la ausencia del señor de Her-blay, que no venía, y nuestros lectores sabenpor qué razón. Mas creyendo el príncipe queesa ausencia no podía prolongarse, quería, co-mo todos los espíritus temerarios, ensayar su

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valor y su suerte, lejos de toda protección yconsejo. Otra razón le movía a ello. Anadé Austria iba a comparecer; la madre culpableiba a hallarse en presencia de su hijo sacrifica-do. Felipe no quería, si llegaba a tener una debi-lidad, hacer testigo de ella al hombre con quiense vería obligado a desplegar en lo sucesivotanta energía.

Felipe abrió las dos hojas de la puerta, yentraron muchas personas en el mayor silencio.Felipe no se movió, mientras sus ayudas de cá-mara le vestían. El día anterior había observadoy estudiado los hábitos de su hermano. Hizo elrey, de modo que a nadie dio que sospechar.

Recibió, pues, a los que fueron a visitar-le vestido en traje de caza. Su memoria y lasnotas de Aramis, Anunciáronle en primer lugara Ana de Austria, a quien daba Monsieur lamano, después a Madame, con el señor deSaint-Aignan.

Sonrió al ver aquellos rostros, y se es-tremeció al reconocer a su madre.

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Aquella figura noble e impotente, ajadapor el dolor, abogó en su corazón en favor deaquella famosa reina que había inmolado unhijo a la razón de Estado. Encontró bella a sumadre. Sabía que Luis XIV la amaba, se prome-tió amarla también, y no ser para su vejez uncastigo cruel.

Miró a su hermano con ternura fácil decomprender. Este no le había usurpado nada.Rama separada, dejaba subir el tallo, sin cui-darse de la elevación ni de la majestad de suvida. Felipe formó el firme propósito de serbuen hermano para aquél príncipe, a quienbastaba el oro que proporciona los deleites.

Saludó con aire afectuoso a Sanit-Agnan, que se deshacía en sonrisas y reveren-cias, y tendió temblando la mano a Enriqueta,su cuñada, cuya hermosura le llamó la aten-ción. Pero observó en los ojos de aquella prin-cesa un resto de frialdad, que le complació parala facilidad de sus futuras relaciones.

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-"¡Cuánto más fácil me será -pensó- serhermano de esa mujer que su galán, si memuestra una frialdad que mi hermano no podíatener hacia ella, y que el deber me la impone amí!".

La única visita que temía en aquel ins-tante era la de la reina; su corazón y su ánimoacababan de ser quebrantados por una pruebatan violenta, que, a pesar de su sólido temple,tal vez no podría soportar un nuevo choque.Felizmente, la reina no vino.

Entonces, Ana de Austria empezó unadisertación política sobre la acogida que el se-ñor Fouquet había hecho a la casa de Francia, ymezcló sus hostilidades con cumplimientosdirigidos al rey, con preguntas acerca de susalud, y con adulaciones de madre y astuciasdiplomáticas.

-Qué, hijo mío -dijo-, ¿os habéis reconci-liado con el señor Fouquet?

-Saint-Aignan -dijo Felipe-, tened a bienir por noticias de la reina.

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Al oír tales palabras, las primeras queFelipe había pronunciado en voz alta, la levediferencia que había entre su voz y la de LuisXIV causó cierta sensación en los oídos mater-nos; Ana de Austria miró fijamente a su hijo.

Saint-Aignan salió. Felipe continuó:-Señora, no me agrada que me hablen

mal del señor Fouquet, ya lo sabéis; y vos mis-ma me habéis hablado de él favorablemente.

-Así es; por eso no hago más que pre-guntaros acerca del estado de vuestros senti-mientos con respecto a él.

-Majestad -dijo Enriqueta-, por mi parte,siempre he querido al señor Fouquet. Es hom-bre de buen gusto, un caballero muy fino.

-Un superintendente que nunca regatea-repuso Monsieur-, y que paga en oro todos losbonos que tengo contra él.

-Eso es mirar cada cual por sí -dijo laanciana reina-. Nadie se preocupa del Estado:es un hecho que el señor Fouquet arruina alEstado.

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-Vamos, madre mía -replicó Felipe conacento más bajo-, ¿os constituís vos también enescudo del señor Colbert?

-¿Por qué decís eso? -dijo sorprendida lareina.

-Porque, en verdad -replicó Felipe-, osoigo hablar como podría hacerlo vuestra anti-gua amiga la señora de Chevreuse.

Al oír este nombre, Ana de Austria pa-lideció y se mordió los labios. Felipe había irri-tado a la leona.

-¿A qué viene hablarme ahora de la se-ñora de Chevreuse? -exclamó-. ¿Qué malhumor tenéis hoy contra mí?

Felipe continuó:-¿No está ocupada siempre la señora de

Chevreuse en algún enredo contra alguien?¿No siempre ha ido a veros la señora de Chev-reuse, madre mía?

-Señor, me habláis de un modo -repusola anciana reina-, que me parece estar obser-vando al rey vuestro padre.

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-Mi padre no quería a la señora deChevreuse, y tenía razón -dijo el príncipe-. Yotampoco la quiero, y se le ocurre venir, como havenido otras veces, a sembrar odios y discor-dias, a pretexto de mendigar dinero...

-¿Qué? -interrumpió con orgullo Ana deAustria, provocando ella misma la tempestad.

-¡Qué!... -repitió con resolución el joven-.Expulsaré del reino a la señora de Chevreuse, y,con ella, a todos los fabricantes de secretos ymisterios.

Felipe no había calculado el efecto deaquella terrible expresión, o quizá quiso juzgar-lo como aquellos que, sufriendo un dolor cróni-co y queriendo romper lo monotonía de su pa-decimiento, se aprietan la llaga a fin de sentirun dolor agudo.

Ana de Austria estuvo a punto de des-mayarse; sus ojos abiertos, pero atónitos, cesa-ron de ver durante un momento; tendió losbrazos a su otro hijo, que la abrazó in-

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mediatamente sin vacilar y sin temor de irritaral rey.

-Hijo -murmuró Ana de Austria-,cruelmente tratáis a vuestra madre.

-¿En qué, señora? -replicó Felipe-. Hablosólo de la señora de Chevreuse, y no creo quemi madre prefiera a ella a la seguridad de miEstado y a la mía propia. Os digo que la duque-sa ha venido a Francia para buscar dinero, yque se ha dirigido al señor Fouquet para ven-derle cierto secreto...

-¿Cierto secreto-? murmuró Ana deAustria.

-Relativo a supuestos robos atribuidosal superintendente; lo cual es falso -añadió Fe-lipe-. El señor Fouquet la hizo arrojar con in-dignación, prefiriendo el afecto de Su Majestad,a toda complicidad con intrigantes. Entonces laseñora Chevreuse vendió el secreto al señorColbert, y, como es mujer insaciable, a quien nole basta haber arrancado cien mil escudos a eseescribiente, ha tratado de ver si en regiones más

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altas encontraba manantiales mas profundos ...¿Es cierto, señora?

-Todo la sabéis -dijo la reina, más in-quieta que irritada.

-Ahora bien -continuó Felipe-, creo queestoy en mi derecho oponiéndome a esa furiaque viene a mi Corte a tramar la deshonra deunos y la ruina de otros. Si Dios ha permitidoque se cometan ciertos crímenes, y los ha ocul-tado en la obscuridad de su clemencia, no ad-mito que la señora de Chevreuse tenga el poderde tomar los designios divinos.

Esta última parte del discurso de Felipehabía agitado de tal modo a la reina madre, quesu hijo no pudo menos que tenerle compasión.Le cogió la mano y se la besó con ternura; peroAna de Austria no advirtió que en aquel beso,dado a pesar de las repugnancias y rencores delcorazón, había un perdón de ocho años dehorribles sufrimientos.

Felipe dejo un momento de silencio a finde que se aplacasen las emociones que acaba-

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ban de sucitarse. En seguida, con cierta especiede alegría:

-Todavía no nos iremos hoy -dijo-; tengoun proyecto.

Y volviéndose hacia la puerta, esperabaver entrar a Aramis, cuya tardanza empezaba apesarle.

La reina madre quiso despedirse.-Quedaos, madre mía -dijo-; quiero re-

conciliaros con el señor Fouquet.-Si no quiero mal al señor Fouquet; lo

único que temo son sus prodigalidades.-Pondremos orden en ello; y no toma-

remos del superintendente más que sus buenascualidades.

-¿A quién busca Vuestra Majestad? -preguntó Enriqueta, viendo al rey mirar haciala puerta, y deseando asestarle un dardo al co-razón, pues suponía que esperaba a La Valliéreo una carta suya. .

-Hermana mía -dijo el joven adivinán-dole el pensamiento, gracias a aquella maravi-

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llosa perspicacia que la fortuna iba a permitirledesplegar en lo sucesivo-, espero un hombremuy distinguido, a un consejero de los másdiestros, que quiero presentar a todos, reco-mendándole a vuestro cariño... ¡Ah, entrad,señor de Artagnan!

Artagnan apareció.-¿Qué manda Vuestra Majestad? Decid,

¿dónde está vuestro amigo, el señor de Vannes?-Majestad. .

-Le espero y no le veo llegar. Que lebusquen

Artagnan quedó un instante es-tupefacto; pero, reflexionando que Aramishabía abandonado a Vaux secretamente conuna misión del rey, infirió que éste deseabaguardar el secreto.

-Majestad -replicó-, ¿queréis absoluta-mente que os traiga al señor de Herblay?

-Tanto como absolutamente, no -dijoFelipe-; no es tan grande la necesidad, pero si lehallasen. . . "Adiviné, se dijo Artagnan.

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-¿Ese señor de Herblay -dijo Ana deAustria- es el obispo de Vannes?

-Sí, señora.-¿Un amigo del señor Fouquet?-Sí, señora; un antiguo mosquetero.

Ana de Austria ruborizóse.-Uno de los cuatro valientes que hicie-

ron en otro tiempo tantas maravillas.La vieja reina se arrepintió de haber

querido zaherir, y cambió de conversación paraconservar la dignidad. -

-Cualquiera que sea vuestra elección -dijo-, la tengo por excelente.

-Todos se inclinaron.-Veréis -prosiguió Felipe- la profundi-

dad del señor de Richelieu, sin la avaricia delseñor Mazarino.

-¿Un primer ministro? -dijo asustadoMonsieur.

-Ya os hablaré más extensamente, her-mano mío, ¡pero es extraño que no se halle elseñor de Herblay!

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Y llamó.-Que avisen al señor Fouquet -ordenó-,

que tengo que hablarle... ¡Oh! en vuestra pre-sencia, en vuestra presencia; no os retiréis.

Saint-Aignan volvió, trayendo noticiassatisfactorias de la reina, que guardaba camasólo por precaución, y para tener la fuerza sufi-ciente de seguir todos los deseos del rey.

Mientras buscaban por todas partes alseñor Fouquet y a Aramis,el nuevo rey continuaba apaciblemente suspruebas, y todo el mundo, familia, empleados ysirvientes, reconocían al rey en su aire, en suvoz y en sus hábitos.

Por su parte, Felipe, confrontando contodos los rostros las notas y retratos que sucómplice Aramis le había proporcionado conexactitud, se conducía de modo que no llegó aexcitar siquiera una sospecha en el ánimo de losque le rodeaban.

Nada, por lo demás, podía impacientaral usurpador. ¡Con qué facilidad acababa de

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echar abajo la Providencia la más alta fortunadel mundo, para substituirla con la más humil-de!

Felipe admiraba la bondad con que Diosle favorecía, y la secundaba con todos los recur-sos de su admirable naturaleza. Pero a vecessentía deslizarse como una sombra entre losrayos de su nueva gloria, Aramis no aparecía.

La conversación había languidecido enla familia real; Felipe, preocupado, olvidabadespedirse de su hermano y de madame Enri-queta. Estos se admiraban y perdían poco apoco la paciencia. Ana de Austria se inclinóhacia su hijo, y le dirigió alguna palabras enespañol.

Felipe ignoraba absolutamente esteidioma, y palideció ante aquel obstáculo ines-perado. Pero, como si el espíritu del impertur-bable Aramis le hubiese cubierto con su infali-bilidad, se levantó en vez de desconcertarse.

-Veamos -le dijo Ana de Austria-, res-pondedme.

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-¿Qué ruido es ése? -dijo Felipe volvién-dose hacia la puerta de la escalera secreta.

Y al propio tiempo se oía una voz quegritaba:

-¡Por aquí, por aquí! ¡Unos cuantos esca-lones, Majestad! -¡La voz del señor Fouquet! -dijo el capitán, situado cerca de la reina madre.

-No estará lejos -el señor de Herblay -añadió Felipe.

Mas entonces vio lo que estaba muylejos de creer que estuviese tan próximo.

Todas las miradas volviéronse hacia lapuerta, por la cual iba a entrar el señor Fou-quet; mas no fue éste quien entró.

Un grito terrible partió de todos lospuntos de la estancia, grito doloroso lanzadopor el rey y los circunstantes.

No es dado a los hombres, aun a aque-llos cuyo destino encierra más elementos extra-ños y accidentes maravillosos, contemplar unespectáculo semejante al que presentaba la cá-mara real en aquel instante.

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Los postigos, medio cerrados, sólo deja-ban penetrar una luz incierta, tamizada porgrandes cortinas de terciopelo forradas de seda.En aquella suave penumbra habíanse dilatadopoco a poco las pupilas, y cada cual veía a losdemás, más bien con la confianza que con lavista. En tales circunstancias, no obstante, sellega a no perder pormenor alguno de cuantosabrazan la escena, y el nuevo objeto que se pre-senta, aparece luminoso como si estuvieraalumbrado por el sol.

Esto es lo que sucedió respecto a LuisXIV, cuando apareció pálido y con el ceño frun-cido bajo el dintel de la escalera secreta.

Fouquet mostró detrás del rey su rostrocubierto de severidad y de tristeza.

La reina madre, que vio a Luis XIV, yque tenía asida la mano de Felipe, lanzó el gritode que hemos hablado, como lo hubiera hechoal ver un fantasma.

Monsieur tuvo un amago de des-vanecimiento y volvió la cabeza, de aquel de

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los dos reyes que veía enfrente, hacia el otroque tenía al lado.

Madame dio un paso adelante, creyen-do ver reflejarse. en un espejo a su cuñado.

Y, de hecho, la ilusión era posible.Los dos príncipes, descompuestos, pues

renunciamos a pintar el terrible sobrecogimien-to de Felipe, y temblorosos los dos, crispando eluno y el otro una mano convulsiva, se contem-plaban de reojo y se clavaban mutuamente lasmiradas como puñales en el alma. Mudos, ja-deantes, encorvados, parecían dispuestos aarrojarse sobre un enemigo.

Aquel parecido increíble del rostro, delgesto, de la estatura, todo, hasta una semejanzade traje, preparada por la casualidad, porqueLuis XIV se había puesto en el Louvre un vesti-do de terciopelo morado, aquella perfecta ana-logía de los dos príncipes acabó de trastornar elcorazón de Ana de Austria.

Pero aún no adivinaba la verdad. Haydesgracias que nadie quiere aceptar en la vida.

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Se prefiere creer en lo sobrenatural, en lo impo-sible. Luis no había previsto estos obstáculos.Esperaba, sólo con entrar, ser reconocido. Solviviente, no sufría la sospecha de una compara-ción con nadie. No admitía que brillase una luzdesde el instante en que él ostentase su rayovencedor.

Así que, al aspecto de Felipe, quedó masaterrorizado quizá que ningún otro de cuantosallí había, y su silencio, su inmovilidad, fueronel preludio del recogimiento y de la calma queprecede a las violentas explosiones de la cólera.

Pero, ¿quién podría bosquejar el atur-dimiento de Fouquet y su estupor en presenciade aquel vivo retrato de su señor? Creyó, desdeluego, que Aramis tenía razón, que el reciénllegado era un rey tan puro de raza como elotro, y que para haberse negado a toda partici-pación al golpe de Estado, tan hábilmente dadopor el general de los jesuitas, era necesario serun loco entusiasta, indigno de intervenir en elmás leve asunto político.

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Por otra parte, era la sangre de Luis XIII,sacrificada por Fouquet a la sangre de Luis XIV,una noble ambición sacrificada a una ambiciónegoísta; el derecho de adquirir sacrificado alderecho de conservar.

Toda la extensión de su falta le fue reve-lada a la sola vista del pretendiente.

Lo que pasó en su ánimo fue perdidopara los demás espectadores. Tuvo cincominutos para concentrar sus meditaciones so-bre aquel caso de conciencia; cinco minutos, esdecir, cinco siglos, durante los cuales los dosreyes y su familia apenas pudieron respirardespués de tan terrible sacudida.

Artagnan, arrimado a la pared, enfrentede Fouquet, con la mano sobre los ojos y la mi-rada fija, se .preguntaba la razón de tan maravi-lloso prodigio. No hubiera podido decir desdeluego por qué dudaba; mas sabía con seguridadque había hecho bien en dudar, y que en aquelencuentro de los dos Luis XIV, estribaba toda ladificultad que durante los últimos días hizo

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aparecer la conducta de Aramis, tan sospechosapara el mosquetero.

Estas ideas, sin embargo, se le presenta-ban envueltas bajo un espeso velo. Los actoresde aquella escena parecían nadar en los vaporesde un pesado sueco.

De pronto, Luis XIV, más impaciente ymás acostumbrado a mandar, corrió uno de lospostigos y lo abrió rasgando las cortinas. Unaola de viva luz entró en la cámara e hizo retro-ceder a Felipe hasta la alcoba.Luis aprovechóse, con ardor de aquel momen-to, y, dirigiéndose a la reina:

-Madre mía -dijo-, ¿no reconocéis avuestro hijo, ya que todos los aquí presentesdesconocen a su rey?

Ana de Austria tembló y levantó losbrazos al cielo sin poder articular una palabra.

-Madre mía -repitió Felipe con voz tran-quila-, ¿no reconocéis a vuestro hijo?

Y, aquella vez, le tocó a Luis retroceder.

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Respecto a Ana de Austria, perdió elequilibrio, herido en la mente y en el corazónpor el remordimiento, mas como todos estabanpetrificados, nadie la sostuvo, y cayó en el si-llón exhalando un débil suspiro.

Luis no pudo soportar aquel es-pectáculo y aquella afrenta. Saltó hacia Artag-nan, a quien un vértigo comenzaba a trastornar,y que vacilaba rozando a la puerta, su punto deapoyo.

-¡A mí, mosquetero! -gritó-. Miradnos ala cara, y ved cuál de los dos está más pálido.Estas palabras despertaron al capitán y remo-vieron en su corazón la fibra de la obediencia.Sacudió la cabeza, y sin dudar ya, se acercó aFelipe, sobre suyo hombro puso la mano di-ciendo:

-¡Señor, sois mi prisionero! Felipe nolevantó los ojos al cielo, no se movió del lugaren que parecía clavado, con la mirada fija en elrey, su hermano. Le reprochaba, en un sublimesilencio, todas las desgracias pasadas, todos sus

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padecimientos futuros. Contra aquel lenguajedel alma, el rey no tuvo fuerzas; bajó la vista, yarrastró precipitadamente a su hermano y a subella cuñada, olvidando a su madre tendida sinmovimiento a tres pasos del hijo que dejabacondenar por segunda vez a la muerte. Fe-lipe se acercó a Ana de Austria, y le dijo convoz suave y noblemente conmovida:

-Si no fuera hijo vuestro, os maldeciría,madre mía, por haberme hecho tan desgracia-do.

Artagnan sintió correr un calofrío por lamédula de sus huesos, saludó respetuosamenteal joven príncipe, y le dijo medio inclinado:

-Perdonad, monseñor; yo no soy másque un soldado, y mis juramentos pertenecen alque acaba de salir de esta cámara.

-Gracias, señor de Artagnan; más, ¿quése ha hecho del señor de Herblay?

-El señor de Herblay está en seguridad,monseñor -dijo una voz detrás de ellos-, y na-

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die, mientras yo viva y sea libre, se atreverá atocar un solo cabello de su cabeza.

-¡El señor Fouquet -dijo el príncipe son-riendo tristemente.

-Perdonad, monseñor -dijo Fouquet hin-cándose de rodillas-, pero el que acaba de salirde aquí era mi huésped.

-He aquí -murmuró Felipe con un suspi-ro- amigos leales y buenos corazones. Ellos sonlos que me hacen echar de menos el mundo.Salid, señor de Artagnan; os sigo.

Cuando se ponía en marcha el capitán,se presentó Colbert, le entregó una orden delrey, y se retiró.

Artagnan la leyó y estrujó el papel conrabia.

-¿Qué hay? -preguntó el príncipe.-Leed, monseñor -dijo el mosquetero.Felipe leyó estas palabras, escritas apre-

suradamente por Luis XIV. "El señor de Artag-nan llevará el preso a las islas de Santa Marga-rita, y le cubrirá el rostro con una visera de hie-

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rro, que el preso no podrá levantar bajo penade la vida".

-Es justo -exclamó Felipe con resigna-ción-. Estoy dispuesto. -Aramis tenía razón -dijo Fouquet en voz baja al mosquetero-; éste esrey tanto como el otro.

-¡Más! -replicó Artagnan-, sólo le falta-mos, vos y yo.

XCVIIIDONDE PORTHOS CREE CORRER TRASUN DUCADO

Aprovechando Aramis y Porthos eltiempo que les concediera Fouquet, hacíanhonor con su rapidez a la caballería francesa.

Porthos no acertaba a comprender deltodo para qué especie de misión se le obligaba adesplegar una velocidad tan grande; pero, co-mo veía que Aramis espoleaba sin descanso,Porthos espoleaba con furor.

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Pronto pusieron así doce leguas entreellos y Vaux, corridas las cuales, fue necesariomudar caballos y organizar una especie de ser-vicio de posta. Durante un relevo, se aventuró ainterrogar discretamente a Aramis.

-¡Silencio! -replicó éste-; básteos saberque nuestra suerte depende de nuestra rapidez.

Como si Porthos fuese aún el mosquete-ro sin blanca de 1626, espoleó con ahínco.

-Me harán duque -dijo en voz alta.-Quizá -replicó sonriéndose a su manera

Aramis, adelantado por el caballo de Porthos.No obstante, la cabeza de Aramis ardía;

la actividad del cuerpo no había logrado aúndominar la del espíritu. Todo cuanto puedepresumirse de cóleras rugientes dolores agudosy amenazas mortales, se retorcía, mordía ygruñía en el ánimo del prelado vencido.

Su fisonomía presentaba las huellas bienvisibles de aquel rudo combate. Libre en el ca-mino real, de abandonarse al menos a las im-presiones del momento, Aramis no se privaba

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de blasfemar a cada bote del caballo, a cadadesigualdad del terreno. Pálido, lleno a vecesde sudores ardientes, seco y helado otras, azo-taba los caballos y les ensangrentaba los flan-cos.

Porthos, cuyo defecto principal no era lasensibilidad, no hacía más que lamentarse. Co-rrieron así durante ocho horas largas y, llega-ron a Orleáns.

Eran las cuatro de la tarde. Aramis, con-sultando sus recuerdos, pensó que nada de-mostraba la posible persecución.

Habría sido inaudito que una tropa ca-paz de coger a Porthos y a él tuviese dispuestoslos relevos suficientes para correr cuarenta le-guas en ocho horas. Por tanto, aun admitida lapersecución, que no era manifiesta, los fugiti-vos tenían cinco horas de ventaja sobre los per-seguidores.

Aramis pensó que no sería imprudenciael descansar, pero que el proseguir sería decisi-vo. En efecto, veinte leguas más, hechas con

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aquella rapidez, veinte leguas devoradas, ynadie, ni el propio Artagnan podría alcanzar alos enemigos del rey.

Aramis dio, pues, a Porthos la pesa-dumbre de volver a montar a caballo. Corrieronhasta las siete de la tarde; no les faltaba másque una posta para llegar a Blois.

Allí, un contratiempo diabólico vino aalarmar a Aramis. Faltaban caballos de posta.

El prelado se preguntaba por qué ma-quinación infernal habían logrado sus enemi-gos quitarle los medios de ir más lejos, a él, queno reconocía por dios a la casualidad, a él, queencontraba en todo resultado su causa, prefiriócreer que la negativa del maestro de postas, asemejante hora, en semejante país, era la conse-cuencia de una orden emanada de arriba, ordendada para detener al hacedor de majestades ensu fuga.

Pero en el instante en que iba a enfure-cerse para obtener, ya una explicación, ya un

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caballo, le acudió una idea. Recordó que elconde de la Fére vivía en las inmediaciones.

-No voy de viaje -dijo-, y por eso nohago posta entera. Dadme dos caballos para ir avisitar a un señor amigo mío que reside cerca.

-¿Qué señor? -preguntó el maestre depostas.

-El conde de la Fére.-¡Oh! -exclamó aquel hombre, descu-

briéndose con respeto- Un digno señor. Pero,por mucho que desee serviros, no puede darosdos caballos; todos los de mi posta están rete-nidos por cuenta del duque de Beaufort.

-¡Ah! -exclamó Aramis contrariado.-Lo único que puedo hacer, si gustáis -

prosiguió el maestro de postas, es facilitaros uncarrito que tengo, el cual haré enganchar uncaballo viejo y ciego que no tiene más que pier-nas, y que os llevará a casa del conde de la Fére.

-Eso vale un luis -dijo Aramis. -No se-ñor; no vale más que un escudo; es lo que mepaga Grimaud, el intendente del conde, siem-

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pre que se sirve de mi -carrito, y no quisieraque el señor conde pudiera reconvenirme dehaber llevado caro a un amigo suyo.

-Sea como gustéis -contestó Aramis-; y,sobre todo, como le plazca al conde de la Fére,a quien por nada de este mundo querría des-agradar en lo más mínimo. Tendréis vuestroescudo; pero creo que tengo el derecho de da-ros un luis por vuestra idea.

-Sin duda -exclamó gozoso el , maestrode postas.

Y enganchó por sí mismo el caballo vie-jo al carricoche chillón. Mientras esto pasaba,era curioso contemplar a Porthos. Figurábaseéste haber descubierto el secreto, y no cabía ensí de satisfacción, primero, porque la visita aAthos le agradaba sobremanera, y luego, por-que esperaba encontrar a la vez una buena co-mida y una buena cama.

Luego que el maestro de postas conclu-yó de enganchar, llamó a un sirviente para quecondujese a los dos caballeros a Le Fére.

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Porthos se sentó en el testero con Ara-mis, y le dijo en voz baja: -Ya comprendo.

-¡Ah, ah! -exclamó Aramis-. ¿Qué com-prendéis, querido amigo?

-Vamos, en nombre del rey a hacer al-guna buena proposición a Athos.

-¡Psch! -dijo Aramis.-No me digáis nada -añadió el buen

Porthos, procurando equilibrarse muy sólida-mente para evitar los vaivenes-, no me digáis,nada, que yo adivinaré.

-Bien, eso es, amigo; mío; adivinad, adi-vinad.

Hacia las nueve de la noche llegaron acasa de Athos con un claro de luna magnífico.

Aquella admirable claridad regocijaba aPorthos lo que no es decible; pero molestaba aAramis en igual grado. Y al testimoniarlo así asu compañero, este le contestó:

-¡Ah! Lo adivino: la misión es secreta.Estas fueron sus últimas palabras en el

carruaje.

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El conductor interrumpióles con estasotras.

-Señores, hemos llegado. Porthos y suamigo se apearon a la puerta del palacete.

Allí es donde vamos a hallar otra vez aAthos y a Bragelonne, desaparecidos despuésdel descubrimiento de la infidelidad de La' Va-lliére.

Si hay sentencia verdadera, es la de quelos grandes dolores encierran el germen de suconsuelo.

En efecto, aquella dolorosa herida, cau-sada a Raúl, le había aproximado más a su pa-dre, y bien sabe Dios si eran dulces los consue-los que fluían de la boca elocuente y del cora-zón generoso de Athos.

La herida no estaba aún cicatrizada;pero Athos, a fuerza de conversar con su hijo, afuerza de mezclar algo de su vida a la del jo-ven, acabó por hacerle comprender que aqueldolor de la primera infidelidad era necesario a

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toda existencia humana, y que nadie ha amadosin conocerlo.

Raúl oía muchas veces, y no compren-día. Nada reemplaza en el corazón fuertementeenamorado el recuerdo y el pensamiento delobjeto querido, Raúl respondía entonces a supadre:

-Señor, todo cuanto me decís es cierto;creo que nadie ha sufrido tanto como vos delcorazón; pero sois hombre demasiado grandepor la inteligencia, harto probado por las des-gracias, para no tolerar la debilidad en el sol-dado que sufre por primera vez. Pago un tribu-to que no pagaré dos veces; permitidme su-mergir en el dolor hasta el punto de que meolvide de mí mismo y ahogue en él mi razón.

-¡Raúl! !Raúl¡-Escuchad, señor; nunca podré acos-

tumbrarme a la idea de que Luisa, la mujer máscándida y casta de todas, haya podido engañartan indignamente a un hombre tan honrado ytan amante como yo; jamás podré decidirme a

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ver aquella fisonomía dulce y bondadosa cam-biarse en un rostro hipócrita y lascivo. ¡Luisaperdida! ¡Luisa Infame!... ¡Oh, señor! Eso esmucho más terrible para mí que Raúl aban-donado, que Raúl desgraciado.

Entonces usaba Athos el remedio heroi-co. Defendía a Luisa contra Raúl, y justificabasu perfidia por su amor.

-Una mujer que hubiera cedido al reypor ser el rey -decía-, merecería el dictado deinfame; pero Luisa ama a Luis. Jóvenes los dos,han olvidado, él su jerarquía, ella sus juramen-tos. El amor todo lo absuelve, Raúl. Los dosjóvenes se aman francamente.

Y cuando había asestado aquella puña-lada, Athos veía suspirando a Raúl, que se es-tremecía al dolor de la herida e iba a sepultarseen lo más espeso del bosque, o bien en su cuar-to, de donde, una hora después, salía pálido,trémulo, pero amansado. Entonces, acercándo-se a Athos con una sonrisa, le besaba la mano,como el perro a quien acaban de apalear acari-

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cia a un buen amo para redimir su culpa. Raúlno escachaba más que su debilidad, y no confe-saba más que su dolor. Así transcurrieron losdías que siguieron a aquella escena en que At-hos había agitado tan violentamente el orgulloindomable del rey. Nunca, al hablar con su hijo,hizo la menor alusión a aquella escena; nuncale dio detalles de aquel vigoroso ataque quehubiera quizá consolado al joven mostrándosea su rival rebajado. Athos no quería que elamante ofendido olvidase el respeto debido alrey.

Y cuando Bragelonne, impetuoso, irri-tado, sombrío, hablaba con desprecio de laspalabras reales, de la fe equívoca que algunoslocos atribuyen a las personas emanadas deltrono; cuando, saltando dos siglos con la rapi-dez de una ave que atraviesa un estrecho parair de un mundo al otro, predecía Raúl los tiem-pos en que los reyes parecerían más pequeñosque los hombres. Athos le decía con voz serenay persuasiva:

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Tenéis razón, Raúl, todo cuanto decísacontecerá: los reyes perderán su prestigio,como pierden su esplendor las estrellas que hancumplido su tiempo. Pero cuando llegue esetiempo, Raúl. ya habremos muerto nosotros; yacordaos bien de lo que os digo: en este mundoes preciso que todos, hombres, mujeres y reyes,vivamos el presente; no debemos vivir el futurosino para Dios.

Tal era la materia de las conversacionesde Athos v Raúl mientras paseaban la largacalle de tilos del parque, cuando sonó súbita-mente la campana que servía para anunciar alconde la hora de la comida o alguna visita. Ma-quinalmente, y sin dar a ello la menor impor-tancia, se volvió con su hijo, y ambos hallá-ronse, al final de la calle, en presencia de Port-hos y de Aramis.

XCIXEL ULTIMO ADIOS

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Raúl lanzó un grito de alegría y estrechótiernamente a Porthos en sus brazos, Aramis yAthos se abrazaron como dos viejos. Hastaaquel abrazo fue una cuestión para Aramis,que, inmediatamente:

-Amigo -dijo-, no venimos para muchotiempo.

-¡Ah! -exclamó el conde. -El tiempo sufi-ciente -interrumpió Porthos-, para referiros miventura.

-¡Ah! -exclamó Raúl.Athos miró silenciosamente a Aramis,

cuyo aire sombrío le había parecido ya poco enarmonía con las buenas noticias de que hablabaPorthos.

-¿Cuál es vuestra ventura? Veamos -preguntó Raúl sonriendo.

-El rey me hace duque -dijo con misterioel buen Porthos inclinándose al oído del joven-.¡Duque con nombramiento!

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Pero los apartes de Porthos tenían siem-pre bastante vigor para ser oído por todo elmundo; sus murmullos estaban al diapasón deun rugido ordinario.

Athos le oyó y lanzó una exclamaciónque hizo estremecer a Aramis.

Este cogió del brazo a Athos, y despuésde solicitar permiso de Porthos para hablaraparte unos momentos:

-Querido Athos -dijo el conde-, aquí metenéis traspasado de dolor.

-¿De dolor? -murmuró el conde-. ¡Ah,querido amigo!

-He aquí, en dos palabras he tramadouna conspiración contra el rey; la conspiraciónse ha frustrado, y a estas horas me estarán bus-cando seguramente.

-¡Os buscan! ... ¡Una conspi-ración!... ¿Pero qué decís, querido?

-Una triste verdad. Estoy perdido.-Pero, Porthos... Ese título de duque...

¿Qué quiere decir todo esto?

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-Ahí tenéis lo que me causa el mayordolor. Confiado yo en un éxito infalible, arras-tré a Porthos en mi conjuración. Ha dado a ella,como sabéis que da, todas sus fuerzas, sin sabernada, y hoy se halla tan comprometido conmi-go, que está perdido como yo.

-¡Dios mío!Y Athos se volvió hacia Porthos, que

sonrió afablemente.-Es necesario que lo comprendáis todo:

escuchadme -continuó Aramis.Y Refirió la historia que ya conocemos.Athos sintió varias veces durante la na-

rración que su frente se humedecía de sudor-Es una gran idea -dijo-; pero también

un gran delito.-Del que estoy castigado, Athos. -

También os diré todo mi pensamiento.-Decid.-Es un crimen.-Capital. lo sé. ¿Lesa majestad! -

¡Porthos! ¡Pobre Porthos!

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-¡Qué hemos de hacer! Ya os he manifes-tado que era de un éxito seguro.

-El señor Fouquet es un hombre honra-do.

-Y yo un estúpido, por haberle juzgadotan mal -repuso Aramis-. ¡Oh sabiduría de loshombres! ¡Oh piedra inmensa que muele unmundo, y que el mejor día se encuentra deteni-da por el grano de arena que cae, sin saber có-mo, entre sus rodajes!

-Decid por un diamante, Aramis. En fin,el mal está hecho. ¿Qué pensáis hacer?

-Me lo llevo a Porthos. Jamás querrácreer el rey que este digno caballero haya obra-do inocentemente, jamás querrá creer que PorAthos ha estado en la persuación de que servíaal rey obrando como lo ha hecho. Su cabezapagará mi culpa. Y yo no lo quiero.

-Primero, a Belle-Isle. Es un refugio in-expugnable. Después tengo el mar y un barcopara pasar a Inglaterra, donde tengo muchasrelaciones...

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-¿Vos en Inglaterra?-Sí. O a España, donde tengo más aún...-Pero, desterrado. Porthos quedará

arruinado, porque el rey le confiscará sus bie-nes.

-Todo está previsto. Yo sabré una vez enEspaña, reconciliarme con Luis XIV, y hacerque Porthos vuelva a su gracia.

-Tenéis crédito, por lo visto -dijo Athoscon su natural discreción.

-Mucho, y al servicio de mis amigos,amigo Athos.

Estas palabras fueron acompañadas deun cordial apretón de manos.

-Gracias -replicó el conde. -Y ya que deesto hablamos -dijo Aramis-, vos también de-béis estar descontento; tanto vos como Raúltenéis motivos de queja contra el rey. Seguidnuestro ejemplo. Venid a Belle-Isle. Luego, yaveremos. Os aseguro por mi honor que dentrode un mes habrá estallado la guerra entre Fran-cia y España, con motivo de ese hijo de Luis

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XIII, que es también príncipe, y a quien Franciadetiene inhumanamente. Ahora bien, comoLuis XIV rehuirá una guerra por ese motivo, osgarantizo una transacción, cuyo resultado darála grandeza a Porthos y a mí, y un ducado deFrancia a vos, que sois ya grande de España.¿Aceptáis?

-No; prefiero tener algo que reprochar alrey; es orgullo natural a mi estirpe poder pre-sentar un título de superioridad sobre la cartareal. Haciendo lo que me proponéis, quedaríaobligado al rey; ganaría algo en esta tierra, yperdería en mi conciencia. Gracias. -Entonces,dadme dos cosas, Athos: vuestra absolución ...

-Os la doy, si habéis querido realmentevengar al débil y al oprimido contra el opresor.

-Eso me basta -replicó Aramis con unrubor que se perdió en la obscuridad de la no-che-. Y ahora, dadme vuestros dos mejores ca-ballos para llegar a la segunda posta, pues melos han rehusado so pretexto de un viaje quehace el señor Beaufort por estos parajes.

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-Tendréis mis dos mejores caballos,Aramis, y os recomiendo a Porthos.

-¡Oh! ¡No tengáis cuidado! ... Una pre-gunta: ¿creéis que lo que hago con él sea lo másconveniente?

-Hecho ya el mal, sí; porque el rey no leperdonaría, y luego tenéis siempre un apoyo enel señor Fouquet, que no os abandonará segura-mente hallándose también por su parte muycomprometido, no obstante su acción heroica.

-Tenéis razón. Por eso, en vez de ganardesde luego el mar, cosa que revelaría mi mie-do y me haría aparecer culpable, he preferidoquedarme en suelo francés. Pero Belle-Isle serápara mí el suelo que yo quiera: inglés, español,o romano, conforme a la bandera que me con-venga enarbolar.

-Pues, ¿cómo es eso?-Yo he sido quien ha fortificado a Belle-

Isle, y nadie podrá tomarla defendiéndola yo. Yademás, como acabáis de decir, tengo ahí al

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señor de Fouquet, sin cuya firma nadie atacaráa Belle-Isle.

-Así lo creo. No obstante, caminad concautela- El rey es astuto y poderoso.

Aramis sonrió.-Os recomiendo a Porthos -repitió el

conde con una especie de fría insistencia.Lo que sea de mí, conde -replicó Aramis

en el mismo tono-, será también de nuestrohermano Porthos.

Athos inclinóse estrechando la mano deAramis, y fue a abrazar a Porthos con efusión.

-He nacido para ser feliz, ¿no es verdad?-murmuró éste con rostro radiante de júbilo yembozándose en su capa.

-Venid, queridísimo -dijo Aramis.Raúl se había adelantado para dar órde-

nes y hacer ensillar los dos caballos.Hallábase ya el grupo dividido. Athos

veía ya a sus dos amigos a punto de partir,cuando algo como una niebla le pasó por delan-te de los ojos y gravitó sobre su corazón.

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"¡Es extraño! -pensó-. ¿De qué proven-drá este deseo que siento de abrazar a Porthosotra vez?"

Justamente, Porthos se había vuelto, yvenía hacia su viejo amigo con los brazos abier-tos.

Este último abrazo fue tierno como en lajuventud, como en el tiempo en que el corazónestaba en su vigor y era feliz la vida.En seguida montó Porthos a caballo. Aramisechó también sus brazos al cuello de Athos.

Este los vio por el camino real alejarseen la sombra con sus capas blancas. Semejantesa dos fantasmas, iban creciendo a medida queestaban más distantes, y no llegaron a perderseni en la bruma ni en las Pendientes del terreno:al final de la perspectiva, ambos parecieron darun salto que les hizo desaparecer evaporadosen las nubes.

Entonces Athos, con el corazón apreta-do, volvió a casa, diciendo a Bragelonne:

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-Raúl, ignoro por qué se me figura quehe visto a esos dos hombres por última vez.

-No me extraña, señor, que os haya asal-tado esa idea -contestó el joven-, porque yo latengo en este momento, y se me figura tambiénque no veré más al señor Du-Vallon ni al señorde Herblay.

-¡Oh! -repuso el conde-. Vos habláis co-mo hombre apesadumbrado por otra causa; vostodo lo veis negro; pero sois joven, y si os suce-de que no volváis a ver a esos viejos amigos,será porque no pertenecerán ya al mundo;donde todavía os quedan muchos años quepasar. Pero, yo...

Raúl meneó dulcemente la cabeza, apo-yándola en el hombro del conde, sin gire ni eluno ni el otro pudiera encontrar una palabramás en su corazón oprimido.

De repente, llamó su atención un ruidode voces y caballos al extremo del camino deBlois.

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Algunos porta-hachones a caballo sacu-dían alegremente sus antorchas sobre los árbo-les del camino, y se volvían de vez en cuandopara no separarse demasiado de los jinetes quevenían detrás.

Aquellas llamas, aquel estrépito, aquelpolvo levantado por una docena de caballosricamente enjaezados, formaban un extrañocontraste en medio de la noche, con la des-aparición lúgubre de las dos sombras de

Porthos y Aramis.Athos entró en su casa.Mas no bien había atravesado el parte-

rre, pareció inflamarse la verja; todas aquellasantorchas se detuvieron e inundaron de luz elcamino. Un grito resonó:

-¡El señor duque de Beaufort! Athos selanzó hacia la puerta de su casa.

Ya el duque se había apeado del caballo,y buscaba con la vista en torno suyo.

-Aquí estoy, monseñor -dijo Athos.

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-¡Eh! Buenas noches, querido conde -replicó el príncipe con aquella franca cordiali-dad que le granjeaba todos los corazones-. ¿Esmuy tarde para un amigo?

-¡Ah, príncipe! Entrad –dijo el conde.Y tomando Beaufort el brazo de Athos,

entraron ambos en la casa, seguidos de Raúl,que marchaba modesta y respetuosamente en-tre los oficiales del príncipe, muchos de los cua-les eran amigos suyos.

CEL SEÑOR DE BEAUFORT

El príncipe volvióse en el momento enque Raúl, para dejarlo solo con Athos, cerrabala puerta y se disponía a pasar con los oficialesa una sala inmediata.

-¿Es ese el joven de quien tantos elogiosme ha hecho el príncipe de Condé? preguntóBeaufort. -Es él, sí, monseñor.

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-¡Ese es un soldado! No está aquí demás; haced que se quede conde.

-Quedaos, Raúl, ya que monseñor lopermite -dijo Athos.

-¡Es todo un buen mozo, a fe mía! -dijoel duque-. ¿Me lo daréis si os lo pido?

-¿Cómo va eso, monseñor? -preguntóAthos.

-Sí, vengo a despedirme.-¿A despediros, monseñor?-Sí, por cierto. ¿No sabéis lo que voy a

ser?-Lo que habéis sido siempre, monseñor:

un príncipe valiente y un cumplido caballero.-Pues voy a ser un príncipe de África,

un caballero beduino. El rey me envía a hacerunas conquistas entre los árabes.

-¿Qué decís, monseñor? -Raro, ¿no? Yo,el parisiense por excelencia; yo, que he reinadoen los arrabales, donde me llamaban el rey delos mercados, me traslado de la plaza de Mau-

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bert a los alminares de Djidgelli, y me conviertode frondista en aventurero.

-¡Oh, monseñor! Si no me lo dijeseis. . .-No lo creeríais, ¿eh? Pues creedlo y

despidámonos. Ved aquí lo que es volver alfavor.

-¿Al favor?-Sí. ¿Sonreís? ¡Ah, querido conde! ¿Sa-

béis par qué he aceptado? ¿Lo comprendéisbien?

-Porque amáis ante todo la gloria.-¡Oh! No es cosa muy gloriosa ir a dis-

parar mosquetazos contra esos salvajes. La glo-ria, no la encuentro yo por ese lado, y es másprobable que encuentre otra cosa... Pero hequerido y quiero, ¿lo oís, querido conde?, quemi vida tenga esta última faceta después de lasraras situaciones porque estoy pasando hacecincuenta años. Porque, al fin, no podréis me-nos de convenir en que será cosa digna de versehaber nacido hijo de rey, haber hecho la guerraa reyes, haber sido contado entre los poderosos

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del siglo, haber sabido conservar su jerarquía,de oír a su Enrique IV, ser gran almirante deFrancia, e ir a hacerse matar en Djidgelli entraesos turcos, sarracenos y moriscos.

-Monseñor -dijo turbado Athos-, insistísde un modo extraño en esa idea. ¿Cómo habéisde suponer que un destino tan brillante vaya aobscurecerse en tan miserable destierro?

-¿Y creéis, hombre justo y sencillo, quesi voy a África por tan ridículo motivo, no tra-taré de salir de allí sin ridículo? ¿Suponéis queno daré que hablar de mí? ¿Es que para que sehable de mí cuando tengo al príncipe de Condé,al señor Turena, y a otros muchos con-temporáneos míos, yo, el almirante de Francia,el nieto de Enrique IV, el rey de París, tengootra cosa que hacer sino dejarme matar? ¡Cuer-po de Dios! Hablarán de ello, os digo. Me harématar contra viento y marea. Si no allí, en otraparte.

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-Vamos, monseñor -repuso Athos-; esoes una exageración, y jamás la habéis mostradosino en el valor.

-¡Peste! Querido amigo, sí que se necesi-ta valor para ir en busca del escorbuto, de lasdisenterías, de las langostas, de las flechas en-venenadas, como mi abuelo san Luis. ¿Sabéisque esos tunos usan aún flechas emponzoña-das? Y luego, ya me conocéis; hace tiempo quelo tengo pensado, y cuando quiero una cosa, laquiero de veras.

-Quisisteis salir de Vincennes, monse-ñor.

-¡Oh! Y vos me ayudasteis, amigo mío;y, a propósito, por más vueltas que doy, no veoa mi viejo amigo el señor Vaugrimaud. ¿Cómoestá?

-El señor Vaugrimaud sigue siendo elmás respetuoso servidor de Vuestra Alteza -dijo sonriendo Athos.

-Aquí traigo cien doblones para él comolegado. Tengo hecho mi testamento, conde.

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-¡Ah! ¡Monseñor! ¡Monseñor!-Y ya comprenderéis que si se viese a

Grimaud en mi testamento... El duque se echó areír; luego, dirigiéndose a Raúl, que desde elprincipio de aquella conversación había caídoen una profunda abstracción

-Joven -dijo-, me parece que hay aquícierto vino de Vouvray... Raúl salió al momentopara hacer servir al duque. Entretanto el señorde Beaufort cogió la mano de Athos.

-¿Qué pensáis hacer de él? - preguntó.-Nada, por ahora, monseñor. -¡Ah, sí! Ya

sé. Desde la pasión del rey por... La Valliére. -Sí, monseñor.

-¿Conque es cierto todo eso? Creo haberconocido a esa joven, y se me figura que no erahermosa.

-No, monseñor.-¿Sabéis a quién me recuerda?

-¿Le recuerda alguien a Vuestra Alteza?-Sí, me recuerda a una joven bastante

hermosa, cuya madre vivía en el mercado.

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-¡Ah, ah! -dijo sonriendo Athos.-¡Los buenos tiempos! -añadió el señor

de Beaufort-. Sí, La Valliére me recuerda a esamuchacha.

-Que tuvo un hijo, ¿no es cierto?-Creo que sí -respondió el duque con

descuidada sencillez, con un placentero olvidocuyo tono y valor vocal nadie podría traducir-.Conque Raúl es hijo vuestro, ¿no?

-Hijo mío, sí, monseñor.-¿Se halla en desgracia con el rey y le

ponen mala cara?-Más bien que eso, monseñor, uno se

abstiene.-¿Vais a dejar que se pudra ese mozo?

No hay derecho. Dádmelo a mí.-Quiero conservarlo a mi lado, monse-

ñor. No tengo más que a él en el mundo, y, entanto que quiera permanecer. . .

-Bien, bien -interrumpió el duque-. Sinembargo, pronto os lo hubiese yo acomodado.Os aseguro que es de la madera de los maris-

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cales de Francia, y a más de uno he visto salirde un carácter así.

-Es posible, monseñor; pero es el reyquien hace los mariscales de Francia, y Raúl noaceptará jamás nada del rey.

Raúl cortó aquella conversación con suregreso. Precedía a Grimaud, cuyas manos,seguras todavía, traían una bandeja con un va-so y una botella del vino favorito del señor du-que.

Al ver éste a su antiguo protegido, lanzóuna exclamación de alegría.

-¡Grimaud! Buenas noches, Grimaud -dijo-. ¿Cómo va?

El servidor se inclinó profundamente,tan feliz como su noble interlocutor.

-¡Dos amigos! -dijo el duque sacudiendofuertemente la espalda del honrado Grimaud.

Nuevo saludo, más profundo y másgozoso de Grimaud.

-¿Qué veo, conde? ¿Sólo un vaso?

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-Yo no bebo con Vuestra Alteza, a me-nos que Vuestra Alteza me invite -dijo Athoscon noble humildad.

-¡Cuerpo de Dios! Habéis hecho bien enno traer más que un vaso, pues beberemos losdos en él como dos hermanos de armas. Vos,primero, conde.

-Hacedme el favor -dijo Athos recha-zando cortésmente el vaso. -¡Sois un buen ami-go! -replicó el duque de Beaufort, que bebió ypasó el cubilete de oro a su compañero-. Perono es esto todo -prosiguió-: tengo más sed to-davía, y quiero hacer honor a ese guapo mozoque está ahí de pie. Traigo buena suerte, viz-conde -dijo a Raúl-; desead alguna cosa al beberen mi vaso, y lléveme la peste si no acontece loque deseáis.

Y ofreció el cubilete a Raúl, el cual mojóen él precipitadamente los labios y dijo con lamisma prontitud:

-Algo he deseado, monseñor. Sus ojosbrillaban con fuego sombrío, y la sangre había

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subido a sus mejillas. Athos se estremeció deverle sonreír.

-¿Y qué habéis deseado? -preguntó elduque, arrellanándose en el sillón, mientrasque con una mano entregaba la botella y unabolsa a Grimaud.

-Monseñor, ¿prometéis concederme loque he deseado?

-¡Pardiez! ¡Ya lo he dicho! -Pues he de-seado, señor duque, ir con vos a Djigelli.

Athos palideció y no pudo ocultar suturbación.

El duque miró a su amigo, como paraayudarle a parar aquel golpe inesperado.

-Es difícil, mi querido vizconde, muydifícil -añadió en voz algo baja.

-Perdonad, monseñor, si he sido indis-creto -replicó Raúl con voz firme-; pero comome invitasteis vos mismo a desear...

-A desear abandonarme -dijo Athos.-¡Oh, señor! ¿Podéis creer eso?

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-Pues bien, ¡pardiez!, tiene razón el viz-condecito. ¿Qué haría aquí? Pudrirse de me-lancolía.

Raúl enrojeció; el príncipe, impetuoso,continuó:

-La guerra es una destrucción: todopuede ganarse y no se pierde más que una co-sa, la vida; y entonces, ¡tanto peor!

-Es decir, la memoria -replicó Raúl-; yentonces, ¡tanto mejor!

El joven arrepintióse de haber habladocon tanta viveza, al ver a Athos levantarse yabrir la ventana.

Aquel movimiento ocultaba indu-dablemente una emoción. Raúl se precipitóhacia el conde. Pero Athos había devorado yasu pena, pues se volvió con la fisonomía serenae impasible.

-Vamos a ver -dijo el duque-, ¿marcha ono? Si viene será mi edecán, mi hijo.

-¡Monseñor! -exclamó Raúl doblandouna rodilla

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-¡Monseñor -exclamó el conde, tomandola mano al duque- Raúl hará lo que quiera.

-¡Oh, no, señor! Lo que vos queráis -interrumpió el joven.

-¡Voto a Cribas! -murmuró el príncipe asu vez-. No será el conde ni el vizconde el quedecida, sino yo. Me lo llevo. La marina es unporvenir soberbio, amigo mío. Raúl sonrió tantristemente, que Athos sintió traspasado dedolor su corazón, y le respondió con una mira-da severa.

Raúl lo comprendió todo; recobró lacalma, y se vigiló tan bien, que no se le escapóuna palabra más.

El duque se levantó, advirtió lo tardeque era, y dijo con vivacidad:

-Estoy de prisa; pero si me dicen que heperdido el tiempo hablando con un amigo, con-testaré que he hecho un buen reclutamiento.

-Perdonad, señor duque -interrumpióRaúl-; no digáis eso al rey, porque no será a él aquien ^. yo sirva.

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-¿Y a quién has de servir, amigo? Ya hapasado el tiempo en que hubieras podido decir:"Soy del señor de Beaufort." Ahora, todos so-mos del rey, grandes y pequeños. Por eso, sisirves en mis naves, nada de equívocos, mi que-rido vizconde, será al rey a quien sirvas.

Athos esperaba, con una especie de go-zo impaciente, la respuesta que iba a dar, aaquella dificultad, Raúl, el insociable enemigodel rey, su rival. El padre esperaba que el obs-táculo echase por tierra el deseo.' Casi daba lasgracias al señor de Beaufort, cuya ligereza ogenerosa reflexión acababa de poner en duda lamarcha de un hijo, su sola alegría.

Pero Raúl, siempre firme y tranquilo:-Señor duque -replicó-, esa objeción que

me hacéis la tengo ya resuelta en mi ánimo.Serviré en vuestras naves, ya que hacéis el fa-vor de llevarme; pero serviré en ellas a un amomás poderoso que el rey, pues serviré en ellas aDios.

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-¡A Dios! ¿Y cómo? -dijeron a la vez At-hos y el príncipe.

-Mi intención es profesar y hacermecaballero de Malta -añadió Bragelonne, dejandocaer una a una aquellas palabras, más heladasque las gotas que caen de los árboles ennegre-cidos después de las tempestades del invierno.

A este último golpe vaciló Athos, y elpríncipe se conmovió notablemente.

Grimaud lanzó un sordo gemido y dejócaer la botella, que se rompió en la alfombra sinque nadie reparara en ello.

Beaufort miró frente a frente al joven, y,aun cuando éste tenía los ojos bajos, leyó en susfacciones el fuego de una resolución ante lacual todo debía ceder.

Respecto a Athos, conocía aquella almatierna e inflexible; no esperaba hacerle apartardel funesto camino que acababa de elegir y es-trechó la mano que le tendía el duque.

-Conde, dentro de dos días salgo paraTolón -dijo el señor de Beaufort- -¿Iréis a

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buscarme a París para manifestarme vuestra re-solución?

-Tendré el honor de ir a daros las gra-cias por todas vuestras bondades, príncipe -respondió el conde.

-Y traeros también al vizconde, me sigao no -repuso el duque-; tiene mi palabra, y no lepido más que la vuestra.

Habiendo derramado así un poco debálsamo en la herida de aquel corazón paternal,dio el duque un tirón de orejas a Grimaud, queparpadeó más de lo natural, y se reunió a suescolta en la terraza.

Los caballos, descansados y refrescadospor una noche espléndida, pusieron muy pron-to el espacio entre la quinta y su amo. Athos yBragelonne quedaron solos frente a frente.

Daban las once.Padre e hijo guardaban así un silencio

que todo observador inteligente habría adivi-nado henchido de gritos y de sollozos.

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Pero aquellos dos hombres eran de taltemple, que toda emoción quedaba para siem-pre sepultada cuando habían decidido com-primirla en su corazón.

Pasaron, pues, silenciosos y angustiadosla hora que procede a la media noche. El reloj,al dar las doce sólo les indicó los minutos quehabía durado aquel viaje doloroso, hecho porsus almas en la inmensidad de los recuerdosdel pasado y los temores del porvenir.

Athos se levantó el primero diciendo:-Es tarde... ¡Hasta mañana, Raúl!Raúl se levantó también y fue a abrazar

a su padre.Este le retuvo contra su pecho, y le dijo

con voz alterada:-¿Conque dentro de dos días me habréis

dejado, y para siempre, Raúl?-Señor -replicó el joven-, un proyecto

tenía, y era el de atravesarme el corazón con miespada, pero eso os hubiera parecido cobarde;

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he renunciado a tal proyecto, y además, erapreciso separarnos.

-Os separáis de mí partiendo, Raúl.-Escuchadme, señor; os lo suplico. Si no

me voy, moriré aquí de pena y de amor. Sécuanto tiempo he de vivir todavía aquí. En-viadme pronto, señor, o me veréis cobardemen-te expirar a vuestros ojos, en vuestra casa; estoes más fuerte que mi voluntad, más fuerte quemis fuerzas; bien veis que en un mes he vividotreinta años, y que estoy al cabo de mi vida.

-Entonces -dijo Athos con frialdad-,¿marcháis con la intención de haceros matar enÁfrica?... ¡Oh, decidlo! ¡No mintáis!

Raúl palideció y calló dos segundos, quefueron para su padre dos horas de agonía. Lue-go, súbitamente:

-Señor -dijo-, tengo prometido consa-grarme a Dios. A cambio del sacrificio que hagode mi juventud y de mi libertad, no le pedirémás que una cosa: conservarme para vos, por-que sois el único lazo que me ata aún a este

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mundo. Sólo Dios puede darme la fuerza parano olvidar que os lo debo todo, y que nada de-bo anteponer a vos.

Athos abrazó tiernamente a su hijo, di-ciéndole:

-Acabáis de responder como un hombrehonrado; dentro de dos díasestaremos en París, en casa del señor de Beau-fort, y entonces haréis lo que os plazca. Soislibre, Raúl, ¡adiós!

Y se dirigió lentamente a su dormitorio.Raúl bajó solo al jardín, donde pasó la

noche en la avenida de los tilos.

CIPREPARATIVOS DE PARTIDA

Athos no perdió el tiempo en combatiraquella inmutable resolución, y se dedicó, du-rante los dos días que el duque le había conce-dido, a hacer preparar todo el equipaje de Raúl.

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Este trabajo correspondía al buen Grimaud, elcual comenzó a hacerlo con el celo e inteligen-cia que ya le conocemos.

Athos mandó a aquel excelente servidortomar el derrotero de París luego que estuvie-sen arreglados los equipajes, y, a fin de no ex-ponerse a hacer esperar al duque, o, por lo me-nos, a que incurriese Raúl en falta si el duqueadvertía su ausencia, al día siguiente de la visi-ta del señor de Beaufort se encaminó a Paríscon su hijo.

Emoción bien fácil de comprender fuepara el pobre joven la que le ocasionó el regresoa París, en medio de todas las personas que lehabían conocido y amado.

Cada rostro recordaba al que tantohabía sufrido un padecimiento; al que tantohabía amado, una circunstancia de su amor.Raúl, al aproximarse a París, sentíase morir.Una vez en París, dejó de existir, realmente.

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Cuando se presentó en casa de Guiche,dijéronle que el conde estaba en casa de Mon-sieur.

Raúl tomó el camino de Luxemburgo, yllegado allí, sin saber que iba a un sitio dondehabía vivido

La Valliére, oyó tanta música y respirótantos perfumes, oyó tantas risas gozosas y viotantas sombras danzantes, que, a no ser por unamujer caritativa que le vio pálido y ensimisma-do bajo una colgadura, habría permanecido allíalgunos momentos y se habría ido luego parano volver.

Mas, cómo hemos dicho, al llegar a lasprimeras antecámaras, detuvo sus pasos parano mezclarse con todas aquellas existenciasdichosas que sentía moverse en los salones in-mediatos.

Y, como un criado de Monsieur, , que lehabía reconocido, le preguntase si deseaba vera Monsieur o a Madame, Raúl apenas le contes-tó y dejóse caer sobre un banco cerca de la col-

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gadura de terciopelo, mirando un reloj quehacía una hora se hallaba parado.

El criado pasó; vino otro mejor infor-mado todavía, el cual preguntó a Raúl si queríaque avisasen al señor de Guiche.

Este nombre no despertó la atención delinfeliz Raúl. El criado, insistiendo, se habíapuesto a contar que Guiche había inventado unjuego de lotería, y lo estaba enseñando a aque-llas damas.

Raúl, abriendo ojos tamaños como eldistraído de Teofrasto, no respondió; pero sutristeza aumentó visiblemente. Con la cabezaechada hacia atrás, las piernas negligentementeestiradas, y la boca entreabierta para dejar salirlos suspiros, estaba así olvidado en aquella an-tecámara, cuando súbitamente pasó rozandoun vestido por la puerta lateral que daba aaquella galería.

Una mujer joven, bonita y risueña, apa-reció riñendo a un oficial de servicio, a quienhablaba con. vivacidad.

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El oficial respondía con frases tranqui-las, pero firmes; aquello era más bien un debatede amantes que un altercado de cortesanos, queconcluyócon un beso en los dedos de la dama.

De pronto, al ver ésta a Raúl, calló, y,empujando al caballero:

-Marchaos, Malicorne -dijo-; no creíaque hubiese alguien aquí. Os maldigo, si noshan visto u oído. Malicorne escapó, en efecto; ladama se aproximó detrás de Raúl, y, dilatandosu jovial boca:

-Supongo que seréis un caballero -dijo-,y sin duda...

Y se interrumpió para exhalar un grito:-¡Raúl! -dijo sonrojándose.-¡Señorita de Montalais! -exclamó Raúl

más pálido que la muerte.Levantóse vacilante, y quiso echar a

correr Por el resbaladizo mosaico; pero la jovenhabía comprendido aquel dolor salvaje y cruel,y comprendía que, en la huida de Raúl, había

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una acusación o, por lo menos, una sospechacontra ella. Como mujer siempre sobre avisocreyó que no debía dejar pasar la ocasión deuna justificación; mas detenido Raúl por ella enmedio de aquella galería, no parecía dispuestoa entregarse sin combatir.

Hízolo en un tono tan frío y cortado,que si hubiesen sido sorprendidos los dos deaquella manera, nadie en la Corte habría tenidoduda sobre la conducta de la Montalais.

-¡Ah, señor! -dijo ella con desdén-. Espoco digno de caballero lo que hacéis. Mi cora-zón me impulsa a hablaros, y me comprometéiscon vuestra acogida casi grosera; no hacéisbien, señor, y confundís a vuestros enemigoscon vuestros amigos. ¡Adiós!

Raúl se había jurado no hablar jamás deLuisa, de no mirar jamás a los que hubiesenpodido ver a Luisa; pasaba a otro mundo parano hallar en él nada que Luisa hubiese visto,nada que Luisa hubiese tocado. Pero, pasado elprimer choque de su orgullo, después de haber

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visto a Montalais, la compañera de Luisa, aMontalais, que le recordaba la torrecilla deBlois y las alegrías de su juventud, se desvane-cieron todos sus propósitos.

-Perdonadme, señorita; ni cabe ni puedecaber en mí la idea de ser grosero.

-¿Queréis hablarme? -preguntó la jovencon la sonrisa de otro tiempo-. Pues bien, vá-monos a otro sitio; porque aquí podrían sor-prendernos.

-¿Adónde? -dijo él.Montalais miró el reloj con indecisión.-A mi habitación =continuó-, tenemos

nuestra, una hora...Y echando a andar, ligera como una

sílfide, subió a su cuarto, adonde la siguió Raúl.Allí, cerrando la puerta y entregando a

su camarista el manto que hasta entonces habíatenido bajo el brazo:

-¿Buscáis al señor de Guiche? -preguntóa Raúl.

-Sí, señorita.

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-Iré a rogarle que suba aquí; despuésque os haya hablado.

-Gracias, señorita.-¿Me juzgáis culpable?Raúl la miró un momento, luego, bajan-

do los ojos:-Sí -dijo.-¿Suponéis que me haya mezclado en

ese complot de vuestra ruptura?-¡Ruptura! -dijo él con amargor-. ¡Oh,

señorita! No hay ruptura donde nunca huboamor.

-Error -replicó Montalais-. Luisa osamaba.

Raúl se estremeció.-Sé que no hay amor; pero ella os amaba

y debisteis haberos unido a ella antes de mar-char a Londres.

Raúl lanzó una carcajada siniestra, quehizo temblar a Montalais.

-Facilísimo es decir eso, señorita. ¿Puedeuno casarse con quien quiere? Olvidáis, según

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eso, que el rey había elegido ya por queridasuya a la persona de que hablamos.

-Escuchad -replicó la joven estrechandolas manos frías de Raúl entre las suyas-; oshabéis conducido muy torpemente; un hombrede vuestra edad, no debe dejar sola a una mujerde la suya.

-Entonces, no hay fe en la tierra -dijoRaúl.

-No, vizconde -respondió tran-quilamente Montalais-. Sin embargo, debo de-ciros que, si en lugar de amar fría y filosófica-mente a Luisa, hubieseis tratado de avivar enella el amor...

-Basta, por favor, señorita -dijo Raúl-;veo que todas y todos sois de otro siglo que yo.Sabéis reír y burlaros con la mayor frescura. Yo,amaba a la señorita de...

Raúl no pudo pronunciar su nombre.-Yo la quería, y por eso creía en ella;

ahora todo queda arreglado con no amarla.

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-¡Ay, vizconde! -exclamó Montalais se-ñalándole un espejo.

-Sé lo que queréis decir, señorita; estoycambiado, ¿no es cierto? Pues bien, ¿sabéis porqué? Porque mi rostro es el espejo de mi cora-zón: lo de dentro ha cambiado como lo de fue-ra.

-¿Estáis consolado? -dijo bruscamenteMontalais.

-No; ni me consolaré jamás.-No os comprenderán, señor de Brage-

lonne.-Me importa poco. Me comprendo yo

muy bien.-¿No habéis tratado de hablar a Luisa?-¡Yo! -exclamó el joven animándose no-

tablemente-. En verdad, no sé por qué no meaconsejáis que me case con ella. ¡Puede que elrey consintiese ahora!

Y se levantó lleno de cólera.-Veo -dijo Montalais- que no estáis de

acuerdo, y que Luisa tiene un enemigo más.

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-¿Un enemigo más?-Sí; las favoritas son muy mal queridas

en la corte de Francia.-¡Oh! Mientras le quede su amante para

defenderla, ¿no le basta? Lo ha elegido de talcondición, que los enemigos nada podrán con-tra él.

Y deteniéndose súbitamente.-Y luego, os tiene a vos por amiga, seño-

rita -añadió con un matiz de ironía que no cayóen saco roto.

-¿Yo? ¡Oh! No; yo no soy ya de esas aquienes se digne mirar la señorita de La Vallié-re; pero ...

Aquel pero tan henchido de amenazas yde borrascas; aquel, pero, que hizo palpitar elcorazón de Raúl, tanto presagiaba en dolores ala que en otro tiempo amaba tanto; aquel terri-ble pero, significativo en una mujer como Mon-talais, fue interrumpido por un ruido bastantefuerte que ambos interlocutores oyeron en laalcoba, detrás del ensamblaje.

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Montalais prestó atención y Raúl se le-vantaba ya, cuando uña mujer entró, comple-tamente tranquila por aquella puerta secreta,que fue cerrada inmediatamente.

-¡Madame! -exclamó Raúl reconociendoa la cuñada del rey-¡Desgraciada de mí! -murmuró Montalais colocándose, aunque de-masiado tarde, delante de la princesa-. Me heequivocado en una hora.

Tuvo tiempo, sin embargo, para avisar aMadame, que se adelantaba hacia Raúl.

-El señor de Bragelonne, señora.Y la princesa, al oír estas palabras retro-

cedió, exhalando a su vez un grito.-Veo -continuó a su vez Montalais con

volubilidad- que Vuestra Alteza es bastantebondadosa para pensar en esa lotería, y. ..

La princesa comenzaba a turbarse. Raúlhacía por apresurar su salida, sin adivinar todoaún, pero , viendo que estorbaba.

Madame preparaba alguna frase detransición para reponerse, cuando enfrente de

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la alcoba se abrió un armario, del cual saliótodo radiante el señor de Guiche. El más pálidode los cuatro, preciso es decirlo, fue Raúl. Sinembargo, la princesa estuvo a punto de desma-yarse, y se apoyó en un pie del lecho.

Nadie se atrevió a sostenerla. Esta esce-na duró algunos minutos de terrible silencio.

Raúl lo rompió dirigiéndose al conde,cuya emoción inexpresable le hacía temblar lasrodillas, y, tornándole la mano:

-Querido conde -articuló-, decid a Ma-dame que soy harto desgraciado para no mere-cer perdón; decidle también que he amado enmi vida, y que el horror de la traición que mehan hecho, háceme inexorable con cualquieraotra traición que se cometa alrededor mío. Poreso, señorita -dijo sonriendo a Montalais-, ja-más divulgaré el secreto de las visitas de miamigo a vuestra habitación. Conseguid de Ma-dame, que es tan clemente y generosa, que osperdone también, ya que os ha sorprendido.Uno y otro sois libres. ¡Amaos y sed dichosos!

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La princesa tuvo un momento de deses-peración, imposible de describir. Repugnábale,no obstante, la exquisita delicadeza de que Raúlacababa de dar pruebas, de verse a merced deuna indiscreción, así como de aceptar el refugioque le ofrecía aquella delicada superchería.Viva y nerviosa, luchaba entre la doble morde-dura de aquellas dos desazones.

Raúl lo conoció, y acudió nuevamenteen su auxilio. Doblando una rodilla ante ella:

-Señora -le dijo en voz baja-, dentro dedos días me hallaré lejos de París, y dentro dequince lejos de Francia, para no regresar jamás.

-¿Os marcháis? -dijo alegre la princesa.-Con el señor de Beaufort.-¡Al África! -exclamó Guiche a su vez-.

¿Vos, Raúl? ¡Oh, amigo mío! ¡Al África va unoa morir!

Y olvidándolo todo, olvidando que sumismo olvido comprometía más elocuentemen-te a la princesa que su presencia:

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-¡Ingrato! -dijo-. ¡Ni siquiera me habéisconsultado!

Y le abrazó.Entretanto, Montalais había hecho des-

aparecer a Madame, y desaparecido ella mis-ma.

Raúl se pasó la mano por la frente, yexclamó sonriendo:

-¡He soñado!Luego, mirando a Guiche:-Amigo mío -dijo-, no me oculto de vos,

que sois el elegido de mi corazón; voy a morirallá, y vuestro secreto expirará conmigo antesdel año.

-¡Oh, Raúl! ¡Un hombre!-¿Sabéis cuál es mi idea, Guiche? Pues

que viviré más debajo de tierra que vivo haceun mes. Soy cristiano, amigo mío, y si este pa-decer continuara, no respondería de mi alma.

Guiche quiso hacerle objeciones.-Ni una palabra más respecto a mí -dijo

Raúl-; ahora voy a daros un consejo, querido

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amigo. Es de mucha más importancia lo quevoy a deciros.

-Hablad.-Sin duda corréis más riesgo que yo,

puesto que os aman.-¡Oh!-¡Es para mí tan grato poder hablaros

así! Pues bien, Guiche, desconfiad de Monta-lais.

-Es una buena amiga, También era ami-ga de... quien sabéis... La ha perdido por orgu-llo.

-Estáis en un error.-Y hoy que la ha perdido, desea arreba-

tarle la única cosa que hace a esa mujer algodigna de disculpa a mis ojos.

-¿Qué?-Su amor.-¿Qué decís?-Quiero decir que hay tramada una

conspiración contra la querida del rey, conjura-ción fraguada en la casa misma de Madame.

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-¿Tal creéis?-Estoy cierto de ello.-¿Por Montalais?-Consideradla como la menos peligrosa

de las enemigas que temo por ... la otra.-Explicaos claramente, querido, y si

puedo comprenderos...-En dos palabras: Madame está celosa

del rey.-Lo sé ...-¡Oh, nada temáis!... Os aman, Guiche,

os aman; ¿conocéis todo el valor de esas dospalabras? Significan que podéis levantar lafrente, que podéis dormir tranquilo, que podéisdar gracias a Dios a cada minuto de vuestravida. Os aman, y eso significa que todo lo po-déis oír, hasta el consejo de un amigo que quie-re conservéis vuestra dicha. ¡Os aman, Guiche,os aman! No pasaréis esas noches atroces, esasnoches sin término que atraviesan, con los ojosenjutos y el corazón desgarrado, otras personasdestinadas a morir. Viviréis largo tiempo, si

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hacéis como el avaro que pieza a pieza, migajaa migaja, va acumulando diamantes y oro. ¡Osaman! Permitidme que os diga lo que debéishacer para que os amen siempre.

Guiche miró por algún tiempo a aquelpobre joven, medio loco de desesperación, ycruzó por su alma como una especie de remor-dimiento de su dicha.

Raúl iba reponiéndose de su exaltaciónfebril, para tomar el acento y la fisonomía de unhombre impasible.

-Harán sufrir -dijo- a aquella cuyo nom-bre quisiera poder pronunciar todavía. Jurad-me, no solamente que no contribuiréis a ello,sino que la defenderéis en caso necesario. comoyo lo hubiera hecho.

-¡Lo juro! -contestó Guiche. -Y el día -continuó Raúl- en que le hayáis hecho algúngran servicio; el día en que ella os dé las gra-cias, prometedme que le diréis estas palabras:"Os he hecho este servicio, señora, por expresa

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recomendación del señor de Bragelonne, aquien causasteis tanto mal."

-¡Lo juro! -murmuró Guiche enterneci-do.

-Eso me basta. ¡Adiós! Mañana o pasadomañana parto para Tolón. Si tenéis disponiblesalgunas horas, concedédmelas.

-¡Todo! ¡Todo! -exclamó el joven.-¡Gracias!-¿Y adónde os dirigís ahora?-A buscar al señor conde a casa de Plan-

chet, donde esperamos hallar al señor de Ar-tagnan.

-¿Al señor de Artagnan?-Deseo abrazarle antes de marcharme.

Es un buen caballero que me quiere. Adiós,querido amigo; sin duda os están aguardando.Si queréis encontrarme, no tenéis más que ir acasa del conde. ¡Adiós!

Los dos jóvenes se abrazaron. Los quehubiesen visto de aquella manera a uno y otro,habrían dicho, señalando a Raúl:

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-Ese es el hombre feliz.

CIIEl INVENTARIO DE PLANCHET

En tanto que Raúl hacía su visita alLuxemburgo, Athos iba a casa de Planchet parasaber noticias de Artagnan.

Al llegar el conde a la calle de los Lom-bardos encontró la tienda de Planchet atestadade gente, pero no provenía aquella concurren-cia de que hubiese mucha venta o de la llegadade mercancías.

Planchet no estaba entronizado, comode costumbre, sobre sacos y barriles. No. Unmozo, con la pluma tras de la oreja, y otro, conun cuaderno en la mano, inscribían números,mientras un tercero contaba y pesaba.

Tratábase de un inventario. Athos, queno era comerciante, sintióse algo embarazadopor los obstáculos materiales y la majestad delos contables.

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Veía despedir a no pocos parroquianos,y se preguntaba si él, que no iba a comprar cosaalguna, no importunaría con mucha más razón.

Así, preguntó muy atentamente a losmancebos si podría hablar al señor Planchet.

La respuesta, bastante displicente, fueque el señor Planchet se hallaba haciendo sumaleta.

Estas palabras hiciéronle aguzar el oído.-¿Cómo su maleta? -dijo-. ¿Se marcha el

señor Planchet?-Sí, señor, ahora mismo.-Entonces, señores, hacedme el favor de

decirle que el conde de la Fére desea hablarleun instante. Al oír el título de conde de la Fére,uno de los mancebos, acostumbrado, sin duda,a no oír pronunciar ese nombre sino con res-peto, fue inmediatamente a avisar a Planchet.

Era el momento en que Raúl, libre ya,después de su cruel escena con Montalais, lle-gaba a casa del abecero.

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Planchet, avisado por el mancebo, dejótodo y acudió.

-¡Oh, señor conde! -dijo-. ¡Qué alegría!¿Qué buena estrella os trae?

-Mi querido Planchet -dijo Athos, estre-chando la mano de su hijo, cuya tristeza no sele escapó-, venimos a saber de vos... ¿Pero quées eso? Estáis blanco como un molinero. ¿Dón-de os habéis metido?

-¡Ah, demonio! Cuidado, señor, no osacerquéis hasta que me haya sacudido bien.

-¿Por qué? La harina o el polvo no hacemás que emblanquecer.

-¡No, no! Lo que cubre mis brazos esarsénico.

-¿Arsénico?-Sí. Hago mis provisiones para las ratas.-¡Oh! En un establecimiento como éste

las ratas representan un gran papel.-No me ocupo ya de este esta-

blecimiento, señor conde; las ratas no comeráncon él más de lo que me han comido.

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-¿Qué queréis decir?-Ya habéis podido conocer, señor conde,

que están haciendo mi inventario.-¿Dejáis el comercio?-Sí; lo cedo a uno de mis dependientes.-Según eso, ¿sois bastante rico? -Señor,

me disgusta ya la capital; no sé si es porqueenvejezco, y que, como lo decía una vez al se-ñor de Artagnan, cuando uno envejece, piensamás a menudo en las cosas de la juventud; pe-ro, desde hace algún tiempo, me siento inclina-do al campo y a la jardinería: en otra época fuilabrador.

Y Planchet acentuó esto con una risitaalgo presuntuosa para un hombre que hicieseprofesión de humildad.

Athos asintió con el gesto.-¿Compráis tierras? -preguntó luego.-Las he comprado ya, señor.-¡Ah! Perfectamente.-Una casita en Fontainebleau y unas

veinte arpentas en los alrededores.

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-Muy bien, Planchet; os felicito.-Señor, aquí nos hallamos muy mal, y

este maldito polvo os hace toser. ¡Pardiez! Sinmás ni más estoy envenenando al caballero másdigno del reino.

Athos no sonrió a aquella chanzonetaque aventuró Planchet a fin de ensayarse en lasbromas mundanas.

-Sí -dijo-, hablemos en particular; envuestro cuarto, por ejemplo.

-Perfectamente, señor conde.-¿Arriba?Y Athos, viendo cortado a Planchet,

quiso desembarazarle pasando adelante.-Es que... -replicó Planchet, titubeando.Athos equivocó el sentido de aquella

vacilación y atribuyendo ésta al temor que ten-dría el abacero de no poder ofrecer más queuna hospitalidad muy mediana:

-¡No importa, no importa! -dijo sin dejarde andar-. La habitación de un comerciante en

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este barrio tiene derecho a no ser palacio. Siga-mos adelante.

Raúl le precedió con prontitud y entró.-Oyéronse dos gritos simultáneos, y casi

pudiera decirse que tres. Uno de aquellos gritosdominó a los demás, y fue lanzado por unamujer.

El otro salió de boca de Raúl. Fue unaexclamación de sorpresa. Apenas lo dejóescapar, cerró con presteza la puerta.

El tercero era de espanto. Lo profirióPlanchet.

-Perdonad -repuso-; es la señora que seestá vistiendo.Raúl debió ver que Planchet decía la verdad,porque dio un paso para volverse.

-¿La señora? -exclamó Athos-Perdonad, querido, ignoraba que la

tuvieseis ahí...-Es Trüchen -añadió Planchet, algo ru-

boroso.

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-Sea quien sea, mi buen Planchet; per-donad nuestra indiscreción.

-No, no; subid ya, señores.-Ni pensarlo -dijo Athos.-¡Oh! Estando la señora avisada, habrá

tiempo. . .-No, Planchet. ¡Adiós!-Vaya, señores, no quieran desairarme

así quedándose en la escalera, o saliendo de mícasa sin tomar asiento siquiera.

-Si hubiésemos sabido que teníais ahíuna señora -dijo Athos con su acostumbradasangre fría-, os hubiésemos pedido permisopara saludarla.

Planchet quedó tan desconcertado conaquella exquisita impertinencia, que se abriópaso y abrió él mismo la puerta para hacer en-trar al conde y a su hijo.

Trüchen estaba completamente `' vesti-da: con un traje de comerciante rica y coqueta.Ella cedió el puesto después de dos reverenciasy bajó j a la tienda.

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Pero no lo hizo sin haberse que- i dadoescuchando un rato en la puerta, a fin de saberqué dirían de ella a Planchet las personas quehabían ido a visitarle.

Athos lo sospechó, y no habló una pala-bra sobre el particular. Planchet, por el contra-rio, ardía en deseos de dar explicaciones, queAthos rehuía.

Pero como ciertas tenacidades son másfuertes que otras, Athos se vio precisado a es-cuchar de boca de Planchet idilios de felicidad,expresados en un lenguaje más casto que el deLongus.

De modo que Planchet refirió cómoTrüchen había sabido dar encanto a su edadmadura, y llevar la fortuna a sus negocios comoRut a Booz.

-Sólo faltan herederos de vuestra pros-peridad -dijo Athos. -Si tuviese uno, llevaríatrescientas mil libras -añadió Planchet.

-Pues es preciso tenerlo -dijo flemática-mente Athos-, aun cuando no sea más que para

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que no se pierda vuestra pequeña fortuna.Aquello de pequeña fortuna dejó a Planchet ensu lugar, como en otra época la voz del sargen-to cuando Planchet no era más que piquero enel regimiento de Piamonte, donde le había co-locado Rochefort.

Athos comprendió que el abacero secasaría con Trüchen, y que, de grado o porfuerza, crearía una familia. Le pareció esto tan-to más evidente cuando supo que el mancebo aquien Planchet traspasaba sus existencias eraun primo de Trüchen.

Athos recordó que aquel mozo era colo-rado como el alhelí, de crespos cabellos y anchode espalda. De consiguiente, sabía todo lo quepuede y debe saberse acerca de la suerte de unabacero. Los hermosos vestidos de Trüchen nopagaban por sí solos el fastidio que experimen-taría ocupándose del género campestre y dejardinería en compañía de un marido entreca-no.

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Athos comprendió, pues, como hemosdicho, y, sin transición:

-¿Qué hace el señor de Artagnan? -preguntó-. No se le encuentra en el Louvre.

-¡Ay, señor conde! El señor de Artagnanha desaparecido.

-¡Desaparecido! -exclamó Athoscon sorpresa.

-Señor, ya se sabe lo que eso quiere de-cir.

-Yo no lo sé.-Cuando el señor de Artagnan desapa-

rece, es siempre por alguna misión o algúnasunto.

-¿Os ha hablado acerca del particular?-Nunca.-Sin embargo, en otro tiempo supisteis

su marcha a Inglaterra.-A causa de la especulación -replicó

Planchet con aturdimiento.-¿La especulación?

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-Quiero decir... -se apresuró a añadirPlanchet algo cortado.

-Bien, bien; ni vuestros negocios ni losde nuestro amigo son ahora del caso; sólo elinterés que éste nos inspira es el que nos hamovido a preguntar por él. Puesto que el capi-tán de los mosqueteros no se halla aquí ni po-demos obtener de vos noticia alguna del puntoen que podríamos encontrarle, nada más tene-mos que hacer. ¡Hasta la vista, Planchet! ¡Vá-monos, Raúl!

-Señor conde, desearía poderos decir...-De ningún modo, de ningún modo; no

seré yo quien reproche a un servidor su discre-ción.

La palabra servidor hirió los oídos delcasi millonario Planchet; pero el respeto y lahonradez naturales triunfaron del orgullo.

-No hay indiscreción alguna en deciros,señor conde, que el señor de Artagnan estuvoaquí el otro día. -¡Ah, ah!

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-Y estuvo consultando durante muchashoras un mapa.

-Tenéis razón, amigo mío, no digáis na-da.

-Y el mapa, aquí la tenéis como prueba -añadió Planchet, que fue por él a la pared in-mediata, donde estaba colgado por una cintaformando triángulo con el travesaño a que sehallaba fijo el plano consultado por el capitánen la visita hecha a Planchet.

Presentó, en efecto, al conde de la Féreun mapa de Francia, en el que el ojo experimen-tado de aquél descubrió un itinerario punteadocon alfileritos; allí donde el alfiler faltaba, elagujero servía de guía.

Siguiendo Athos los alfileres y los aguje-ros, advirtió que Artagnan había debido tomarla dirección del Mediodía, y marchar hacia elMediterráneo, por el lado de Tolón. Cerca deCannes concluían las marcas y los lugares pun-teados

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El conde de la Fére estuvo devanándoselos sesos por algunos momentos, para adivinarlo que el mosquetero iba a hacer a Cannes, y elmotivo que podía tener para ir a observar lasorillas del Mar.

Las reflexiones de Athos no le sugirie-ron cosa alguna, y falló su perspicacia ordina-ria. Raúl no adivinó más que su padre.

-¡No importa!- dijo el joven al conde,que, silenciosamente y con el dedo le había da-do a comprender la ruta de Artagnan-. Confe-semos que existe una providencia siempre ocu-pada en acercar nuestro destino al del señor deArtagnan. Miradle por el lado de Cannes, yvos, señor, me conducís por lo menos hasta To-lón. Estad seguros de que le hallaremos másfácilmente en nuestro camino que en este mapa.

Y enseguida, los dos caballeros, despi-diéndose de Planchet, que reñía a sus mance-bos, incluso al primo de Trüchen, su sucesor, sedirigieron a casa del duque de Beaufort.

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Al salir de la tienda vieron un coche,depositario futuro de los encantos de la señoraTrüchen y de los sacos de escudos del señorPlanchet.

-Cada cual se encamina a la felicidadpor la ruta que elige -dijo tristemente Raúl.

-¡Camino de Fontainebleau! - gritó Plan-chet a su cochero.

CIIIEL INVENTARIO DEL SEÑOR DE BEAU-FORT

Haber hablado de Artagnan con Plan-chet, y haber visto a éste salir de París a fin desepultarse en el retiro, era para Athos y su hijocomo una última despedida a todo aquel ruidode la capital, a su vida de otro tiempo.

¿Qué dejaban efectivamente en pos de síaquellos hombres, de los que uno había agota-do todo el último siglo con la gloria, y el otro

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toda la edad nueva con la desgracia? Eviden-temente, ni el uno ni el otro tenían nada quepedir a sus contemporáneos.

No faltaba más que visitar al señor deBeaufort, y arreglar con él las condiciones de lamarcha.

El duque estaba magníficamente alojadoen París. Ostentaba el soberbio tren de lasgrandes fortunas que ciertos ancianos recorda-ban haber visto florecer en tiempos de las libe-ralidades de Enrique III.

Entonces, realmente, algunos grandesseñores eran más ricos que el rey. Sabíanlo yusaban de sus riquezas, dándose el placer dehumillar algún tanto a Su Majestad Real. A esaaristocracia egoísta fue a la que Richelieu obligóa contribuir con su sangre, con su bolsa y consus reverencias a lo que se llamó desde enton-ces el servicio del rey.

Desde Luis XI, el terrible segador degrandes, hasta Richelieu, ¡cuántas familiashabían levantado la cabeza! ¡Cuántas otras

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habíanla bajado desde Richelieu hasta LuisXIV, para no volverla a levantar! Pero el señorde Beaufort había nacido príncipe y de unasangre que no se vierte en los cadalsos sino porsentencia de los pueblos.

Aquel príncipe había conservado, pues,su modo de vivir a lo grande. ¿Cómopagaba sus caballos, sus sirvientes y su mesa?Nadie lo sabía, y él menos que los otros. Loúnico que podemos decir es que había entoncesel privilegio para los hijos de rey, de que nadierehusase constituirse en acreedor suyo, porrespeto, por afecto o por la presuasión de serpagado algún día.

Athos y Raúl encontraron la casa delpríncipe tan obstruida como la de Planchet.

El duque también hacía su inventario, esdecir, distribuía a sus amigos, todos acreedoressuyos, los efectos de valor de su casa.

Deudor Beaufort de casi dos millones, locual era entonces enorme, había calculado queno podría marchar a África sin una crecida can-

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tidad y para hacerse con ella, repartía entre losacreedores pasados vajilla, armas, joyas y mue-bles, cosa más magnífica que vender, y que leproducía doble. Efectivamente, ¿cómo un hom-bre a quien le deben diez mil libras rechazaráun regalo de seis mil, realzado con el mérito dehaber pertenecido al descendiente de EnriqueIV, ni cómo, después de llevarse el regalo, ne-gará otras diez mil libras el generoso señor?

Eso era, pues, lo que había sucedido. Elpríncipe no tenía casa, lo cual es inútil para unalmirante cuya habitación es su barco. Tam-poco tenía armas superfluas, desde que se colo-caba en medio de sus cañones, ni joyas que pu-diera tragarse el mar; pero en cambio llevabatrescientos o cuatrocientos mil escudos frescosen sus cofres.

Y por todas partes oíase en la casa unalegre bullicio de personas, que creían saqueara monseñor.

El príncipe poseía en alto grado el artede hacer dichosos a los acreedores más dignos

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de lástima. Todo hombre apremiante, toda bol-sa vacía, encontraba en él paciencia y re-conocimiento de su posición:

A los unos decía:-Me alegrara mucho de tener lo que vos

para podéroslo regalar. Y a otros:-No tengo más que este jarro de plata,

que bien vale quinientas libras: tomadlo.Tan cierto es que una buena traza es a

veces moneda corriente, que el príncipe encon-traba siempre el medio de renovar sus acreedo-res.

Aquella vez no se andaba con ceremo-nias: lo daba todo, como si fuese un saqueo.

La fábula oriental de aquel pobre árabeque se llevaba del saqueo de un palacio unaolla, cuyo interior ocultaba un saco de oro, y aquien todo el mundo dejaba pasar librementesin celarle, esa fábula, digo, había llegado a seruna verdad en casa del príncipe. Una porciónde abastecedores se pagaban con la vajilla delduque.

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Así es que la gente que saqueaba loscuartos llenos de vestidos y guarniciones, ape-nas hacía alto en pequeñeces hacia las que seabalanzaban con ansia los sastres y guar-nicioneros.

Deseosos éstos de llevar a sus mujeresdulces regalados por monseñor, veíaseles saltargozosos bajo el peso de las tarteras o de las bo-tellas gloriosamente estampilladas con las ar-mas del príncipe.

El señor de Beaufort acabó por dar suscaballos y el heno de sus graneros; hizo más detreinta dichosos con sus baterías de cocina. ytrescientos con su bodega.

Además, todas aquellas gentes se ibanen la convicción de que el señor de Beaufortobraba de aquel modo en la perspectiva de unanueva fortuna, oculta bajo las tiendas árabes.

Repetíanse, mientras devastaban la casa,que el rey enviaba al príncipe a Djidgelli parareconstituir su fortuna perdida; que los tesorosdel África serían repartidos por mitad entre el

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almirante y el rey de Francia, y que esos tesorosconsistían en minas de diamantes o de otraspiedras preciosas. Las minas de plata u oro delAtlas no merecían siquiera la honra de sermencionadas.

Además de las minas por explotar, cuyaoperación sólo se realiza después de la campa-ña, se contaba el botín hecho por el ejército.

El señor de Beaufort echaría mano atodo cuanto los ricos piratas habían robado a lacristiandad desde la batalla de Lepanto. El nú-mero de millones era incontable.

Ahora bien, ¿por qué escatimar los po-bres utensilios de su vida pasada el que busca-ba tesoros de más valor¿ Y, recíprocamente,¿cómo escatimar la fortuna del que tan pocosmiramientos guardaba consigo?Véase, por tanto, cuál era la situación. Athos,con su natural perspicacia la comprendió alprimer golpe de vista.

Encontró al almirante de Francia untanto aturdido, pues acababa de levantarse de

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la mesa, de una mesa de cincuenta cubiertos,donde se había bebido largamente a la pros-peridad de la expedición, y en la que a los post-res se había abandonado los restos a los sirvien-tes y los platos vacíos a los curiosos.

El príncipe se había embriagado con suruina y su popularidad a un tiempo, bebiendovino añejo a la salud de su vino futuro.

Cuando vio a Athos con Raúl:-He aquí -exclamó- a mi edecán. Venid,

conde; venid, vizconde.Athos buscaba cómo abrirse paso entre

aquel montón de ropas y vajillas.-¡Ah! Sí, sí, saltad por encima -dijo el

duque.Y ofreció un vaso lleno a Athos. Este

aceptó. Raúl apenas mojó sus labios.-Aquí tenéis vuestro nombramiento -

dijo el príncipe a Raúl-. Lo tenía preparado,contando con vos. Vais a salir al punto paraAntibes.

-Bien, monseñor. -Aquí tenéis la orden.

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Y Beaufort dio la orden a Bragelonne.-¿Conocéis el mar? -dijo.-Sí, monseñor; he viajado con el príncipe

de Condé.-Bien. Haréis que estén dispuestas todas

las gabarras, a fin de que puedan transportarmis provisiones. Es necesario que el ejércitopueda embarcarse dentro de quince días lo mástarde.

-Así será, monseñor.-La presente orden os confiere facultad

para hacer visitas y pesquisas en todas las islasque rodean la costa, en ellas podréis hacer porcuenta mía todos los enganches voluntarios oforzosos que os parezca.

-Bien, señor duque.-Y como sois hombre diligente y trabaja-

réis mucho, gastaréis también mucho dinero.-Espero que no, monseñor.-Espero que sí. Mi intendente tiene pre-

parados bonos de mil libras pagaderos en las

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ciudades del Mediodía. Os dará cien. Id, queri-do vizconde.Athos interrumpió al príncipe: -Guardad vues-tro dinero, monseñor; la guerra con los árabes,tanto se hace con el oro como con el plomo.

-Yo quiero intentar lo contrario -repusoel duque-; y luego, ya conocéis mis ideas sobrela expedición. Mucho ruido, mucho fuego, y yodesapareceré, si es preciso, entre el humo.

Habiendo así hablado el señor de Beau-fort, quiso echarse a reír; pero se le heló la risaen los labios ante la gravedad de Athos y Raúl.

-¡Ah! -exclamó, con el egoísmo cortés desu jerarquía y de su edad-. Sois de esas perso-nas a las que no hay que ver después de comer,frías, estiradas y secas, cuando yo soy todo fue-go, flexibilidad y vino. ¡No, lléveme el demo-nio! Os veré siempre en ayunas, vizconde; yvos conde, si perseveráis, no me veréis más.

Esto lo decía estrechando la mano a At-hos, que le respondió sonriendo

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-Monseñor, no hagáis ostentación, por-que tengáis mucho dinero. Os pronostico que,antes de un mes, os hallaréis seco, estirado yfrío en presencia de vuestro cofre, y que enton-ces teniendo a Raúl a vuestro lado, os sorpren-derá verle alegre, bullicioso y satisfecho, puestendrá escudos que poder ofreceros.

-¡Dios oiga! -exclamó gozoso el duque.Os retengo, conde.

-No, parto con Raúl; la misión que lehabéis confiado es penosa, difícil. Sólo, le costa-ría trabajo desempeñarla. No hacéis alto, mon-señor, en que acabáis de darle un mando deprimer orden.

-¡Bah!-¡Y en la marina!-Es verdad. Pero un mozo como él, ¿no

hará cuanto se quiera?-Monseñor, en nadie encontraréis tanto

celo e inteligencia, tanto valor real como enRaúl; pero, si se frustrase vuestro embarque, lotendríais bien merecido.

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-¿Aún me venís riñendo?-Monseñor, para abastecer una escua-

dra, para reunir una flotilla, para reclutar vues-tro servicio marítimo, necesitaría un año un al-mirante. Raúl es un capitán de caballería y sólole dais quince días.

-Os digo que sabrá salir airoso.-Lo creo; pero yo le ayudaré.-Siempre conté con vos, y cuento tam-

bién con que, viéndoos ya en Tolón, no le deja-réis partir solo.

-¡Oh! -dijo Athos meneando la cabeza.-¡Paciencia, paciencia! -Monseñor, per-

mitid que nos despidamos.-¡Marchad, y que mi fortuna os proteja!-¡Adiós, monseñor, y que vuestra fortu-

na os proteja también!-He aquí una expedición bien comenza-

da -dijo Athos á su hijo-. Sin víveres, sin reser-vas, sin flotilla para el transporte... ¿qué puedehacerse?

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-¡Bueno! -murmuró Raúl-. Si todoshacen lo que yo, no faltarán víveres.

-Caballero -replicó Athos gravemente-,no seáis injusto y loco en vuestro egoísmo o envuestro dolor, como queráis. Desde el instanteen que marchéis a esa guerra con intención demorir en ella, de nadie necesitáis, y no valía lapena el que se os recomendase al señor deBeaufort. Desde el momento en que os consa-gráis al príncipe comandante y aceptáis la res-ponsabilidad de un cargo en el ejército no es yacuestión vuestra, sino de todos esos pobres sol-dados que tienen como vos un corazón y uncuerpo, y que llorarán la patria y sufrirán todaslas necesidades de la condición humana. Tenedentendido, Raúl, que el oficial es un ministrotan útil como un sacerdote, y que debe tenermás caridad que éste.

-Señor, lo sabía y lo he practicado, lohabría hecho ahora; mas...

-Olvidáis también que sois de un paísorgulloso con su gloria militar; id a morir, si

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queréis, pero no muráis sin honor y sin frutopara Francia. Vamos, Raúl, no os entristezcáiscon mis palabras: os amo y os quisiera perfecto.

-Agradezco vuestras reconvenciones,señor -dijo dulcemente el joven-; me curan, meprueban que aún me ama alguien.

-Y ahora, partamos, Raúl, con este cielotan bello, con este cielo tan puro, este cielo queencontraremos siempre sobre nuestras cabezas,que veréis más puro aún en Djidgelli, y que oshablará allá de mi, como aquí me habla deDios.

Los dos hidalgos, después de ponersede acuerdo, sobre este punto, hablaron de loslocos modales del duque, convinieron en queFrancia quedaría servida de manera incompletaen el espíritu Y en la práctica de la expedición,y, habiendo resumido esa política en la palabravanidad, se pusieron en marcha para obedecera su voluntad más todavía que al destino.El sacrificio estaba consumado.

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CIVLA FUENTE DE PLATA

El viaje fue grato. Athos y su hijo atra-vesaron toda la Francia, haciendo unas quinceleguas por día, y a veces más, según que la pe-na de Raúl redoblaba en intensidad.Tardaron quince días en llegar a Tolón, y per-dieron completamente el rastro de Artagnan enAntibes.Hemos de creer que el capitán de los mosquete-ros había querido guardar el incógnito poraquellos parajes; porque Athos obtuvo de susinformes la seguridad de que habían visto aljinete que describía, cambiar sus caballos porun carruaje bien cerrado a partir de Aviñón.

Raúl desesperábase de no hallar a Ar-tagnan. Faltábale a aquel corazón sensible ladespedida y el consuelo de aquel corazón deacero.

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Athos sabía por experiencia que Artag-nan se hacía impenetrable cuando se ocupabade un asunto serio, bien fuese por su cuenta opor servicio del rey. Hasta temía injurias - a suamigo o perjudicarle tomando demasiados in-formes. Sin embargo, cuando Raúl empezó sustrabajos de clasificación para la flotilla, y reuniólas chalanas y alijadores para enviarlos a Tolón,uno de los pescadores dijo al conde que teníasu barco en carena desde un viaje que hicierapor cuenta de un caballero muy apresurado enembarcarse.

Athos, creyendo que aquel hombrementía para quedar libre y ganar más dinero enla pesca que todos sus compañeros se hubiesenmarchado, insistió en que le diese más detalles.

El pescador le manifestó que, hacía cosade seis días, había venido un hombre a alquilar-le su barca durante la noche para hacer unavisita ala isla San Honorato. Ajustaron el preciomas el caballero llegó con una gran caja de ca-rruaje que quiso embarcar a pesar de todas las

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dificultades que ofrecía aquella operación. Elpescador quiso volverse atrás del ajuste, y llegóhasta amenazar; pero su amenaza sólo le valióuna fuerte paliza que el caballero le aplicó muylindamente en las espaldas. Irritado el pesca-dor, acudió al sindico de sus cofrades de Anti-bes, quienes se protegen y hacen justicia entresí; pero el caballero exhibió cierto papel a cuyavista el síndico, haciendo una profunda reve-rencia, intimó al pescador a obedecer, riñéndolepor haberse resistido. Entonces partió el pesca-dor con el cargamento.

-Pero todo eso -replicó Athos - no nosexplica la avería del barco.

-Ahora veréis. Iba yo hacia San Honora-to, como me había dicho el caballero; pero éstemudó de parecer y sostuvo que yo no podríallegar al sur de la abadía.

-¿Y por qué no?-Porque enfrente de la torre cuadrada de

los benedictinos, hacia la punta del sur, estabaél banco de los Monjes.

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-¿Un escollo? -preguntó Athos.-A flor de agua y debajo del agua; paso

peligroso, pero que he atravesado mil veces. Elcaballero pidió que le dejara en Santa Mar-garita.

-¿Y qué?-Pues bien, señor -exclamó el pescador

con su acento provenzal-, uno es marino o no loes, uno conoce su oficio o no es más que un pezde agua dulce. Yo me obstiné en pasar. El caba-llero me cogió por el cuello y me anunció tran-quilamente que iba a estrangularme. Mi ayu-dante se armó de un hacha y yo de otra. Te-níamos que vengar la afrenta de la noche. Peroel caballero echó mano a la espada, con movi-mientos tan vivos, que ni mi compañero ni yopudimos acercarnos. Iba a arrojarle mi hacha ala cabeza, pues estaba en mi derecho, ¿no esverdad, señor?, porque un marino en su barcoes el amo, cuando, de pronto, creedlo si queréis,señor, la caja de la carroza se abrió no sé cómo,y salió de ella una especie de fantasma que te-

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nía cubierta la cabeza con un casco y una más-cara negra, algo escalofriante de ver, que nosamenazó con el puño.

-¿Y quién era?-El demonio señor, porque el caballero

exclamó gozoso al verle: ¡Gracias, monseñor!".-¡Es raro! -murmuró el conde mirando a

Raúl.-¿Qué hicisteis? -preguntó éste al pesca-

dor.-Comprenderéis, señor, que dos pobres

hombres como nosotros son ya muy poco co-ntra dos gentileshombres, pero contra el diablo... ¡ta, ta! Mi compañero y yo nos lanzamos almar, a setecientos u ochocientos pies de la cos-ta.

-¿Y luego?-Luego, señor, como hacía un vientecillo

de sudoeste, la barca siguió su rumbo y fue ameterse en las arenas de Santa Margarita.

-¿Y los dos viajeros?

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-¡Bah! No paséis cuidado por ellos. Ahíveréis la prueba de que uno era el demonio yprotegía al otro, porque, cuando volvimos a labarca, a nado, no encontramos ni la caja de lacarroza.

-¡Raro, raro! -repitió el conde-. ¿Y quéhicisteis después amigo?

-Me quejé al gobernador de Santa Mar-garita, quien me puso el dedo en la boca di-ciéndome que, si le iba con paparruchas de esanaturaleza, me las pagaría a correazos.

-¿El gobernador?-Sí, señor; y no obstante, mi barco estaba

roto, y bien roto, puesto que la proa se quedóen el cabo de Santa Margarita, y el carpinterome pide ciento veinte libras por componerlo.

-Está bien -dijo Raúl-; quedaréis exentode servicio. Marchaos.

-¿Queréis que vayamos a Santa Margari-ta -dijo enseguida Athos a Bragelonne.

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-Sí, señor; porque aquí hay algo queaclarar, y ese hombre me hace el efecto de nohaber dicho la verdad.

-Y a mí también, Raúl. Esa historia delgentilhombre enmascarado y de la carroza des-aparecida se parece a un cuento para ocultar laviolencia que ese rústico habrá cometido quizáen alta mar con su pasajero, para castigarle porla tenacidad con que insistió en embarcarse.

-He concebido también yo esa sospecha,y se me figura que la carroza contendría valoresmás bien que un hombre.

-Allá veremos, Raúl. Sin duda, ese caba-llero se asemeja mucho a Artagnan; reconozcosus maneras. ¡Ay, no somos ya los jóvenes in-vencibles de otro tiempo! ¡Quién sabe si elhacha o la barra de ese malvado marinerohabría conseguido hacer lo que en cuarentaaños no pudieron las espadas más finas de Eu-ropa ni las balas!

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Aquel mismo día, partieron para SantaMargarita, a bordo de un quechemarín llegadode Telón expresamente.

La impresión que experimentaron alabordar fue un bienestar singular. La isla sehallaba llena de flores y frutas, y su parte culti-vada servía de jardín al gobernador. Los naran-jos, los granados, las higueras, inclinaban susramas bajo el peso de sus frutos de oro y azul.En torno de aquel jardín, en la parte más in-culta, las perdices rojas corrían en bandadassobre los espinos y las matas de enebro, y acada paso que daban Raúl y el conde, un conejoasustado huía de entre las mejoranas y los bre-zos para meterse en su madriguera.

Efectivamente, aquella afortunada islaestaba deshabitada. Llana, con una sola ense-nada para las embarcaciones, los contrabandis-tas, bajo la protección del gobernador, que ibatambién a la parte, servíanse de ella como de-pósito provisional, a condición de no matar lacaza ni desvastar el jardín. Mediante ese com-

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promiso, el gobernador se contentaba con unaguarnición de ocho hombres para custodiar sufortaleza, en la que se enmohecían doce ca-ñones. De consiguiente, aquel gobernador eraun feliz colono que cosechaba vino, higos, acei-te y naranjas, y hacía confitar sus limones y suscidros al sol de sus casamatas.

La fortaleza rodeada de un foso profun-do, su única defensa, levantaba como tres cabe-zas sus tres torrecillas, unidas entre sí por te-rrazas tapizadas de musgo.

Athos y Raúl pasearon por algún tiem-po delante de las entradas del jardín, sin hallara nadie que los introdujese en casa del gober-nador. Y concluyeron por entrar en el jardín.Era el momento más caluroso del día.

Entonces todo se oculta bajo la hierba ybajo las piedras. El cielo extiende sus velos defuego como para sofocar todo ruido y encubrirtoda existencia. Las perdices bajo la retama, lasmoscas bajo las hojas, reposan como las olasbajo el cielo.

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Athos sólo divisó sobre la terraza, entreel segundo y tercer patio, un soldado que lle-vaba una especie de cesta de provisiones sobrela cabeza. Aquel hombre volvió casi inmedia-tamente sin su cesta y desapareció en la sombrade la garita.

Athos comprendió que llevaba de comera alguien, y que, después de hecho el servicio,volvía él mismo a comer.

De pronto oyó que llamaban, y, levan-tando la cabeza, divisó entre los hierros de unareja algo blanco, como una mano que se agitara,algo deslumbrador, como un arma herida porlos rayos del sol.

Y, antes de que pudiera darse cuenta delo. que contemplaba, un rastro luminoso,acompañado de un silbido en el aire, llamó suatención del torreón al suelo. Un segundo ruidoapagado hizóse oír en el foso, y Raúl corrió acoger una fuente de plata que fue rodando has-ta las arenas áridas.

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La mano que había arrojado aquellafuente hizo una seña a los dos caballeros, ydesapareció en seguida.

Entonces, Athos y Raúl, aproximándoseuno a otro, pusiéronse a examinar atentamentela fuente cubierta de polvo, y descubrieron, enel fondo, caracteres trazados con la punta de uncuchillo.

"Soy -decía la inscripción-, el hermanodel rey de Francia hoy prisionero, dementemañana. ¡Hidalgos franceses y cristianos, rogada Dios por el alma y la razón del hijo de vues-tros amos!".

La fuente cayó de las manos de Athos,en tanto que Raúl trataba de penetrar el sentidomisterioso de aquellas lúgubres palabras.

En aquel mismo momento se dejó oír ungrito en lo alto del torreón. Raúl, pronto comoun relámpago, inclinó la cabeza y obligó a supadre a inclinarla también. Un cañón de mos-quete acababa de relucir en el crestón de la mu-ralla. Una humarada blanca brotó como un pe-

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nacho de la boca del mosquetero, y una balavino a aplastarse contra una piedra, a seis pul-gadas de los gentileshombres. Otro mosqueteapareció y se inclinó.

-¡Hola! -exclamó Athos-. ¿Será cosa deque aquí asesinan a las gentes? ¡Bajad, cobar-des!

-Sí, bajad! -repitió furioso Raúl amena-zando con el puño al castillo. Uno de los agre-sores, el que iba a disparar el mosquete, contes-tó a aquellos gritos con una exclamación desorpresa, y como su compañero tratara de con-tinuar el ataque y cogiese el mosquete prepara-do ya, el que acababa de gritar levantó el arma,y salió el tiro al aire.

Viendo Athos y Raúl que desaparecía lagente de la plataforma, supusieron que vendrí-an a ellos, y aguardaron a pie firme.

No habían pasado cinco minutos, cuan-do un baquetazo sobre el tambor reunió a losocho soldados de la guarnición, los cuales seformaron al otro lado del foso con sus mosque-

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tes. Al frente de aquellos hombres estaba unoficial, a quien el vizconde de Bragelonne reco-noció por el que disparó el primer tiro.

Aquel hombre ordenó a los soldadospreparar las armas.

-¡Vamos a ser fusilados! -exclamó Raúl-.¡Espada en mano a lo menos, y saltemos el foso!Bien podremos matar a dos de esos canallas,luego que descarguen sus mosquetes.

Y uniendo Raúl la acción al consejo, selanzaba ya seguido de Athos, cuando resonódetrás de ellos una voz muy conocida.

-¡Athos! ¡Raúl- gritaba aquella voz.-¡Artagnan! -exclamaron a un tiempo.-¡Abajo las armas, muerte de Baco! -

gritó el capitán a los soldados-. ¡Bien seguroestaba yo de lo que decía!

Los soldados bajaron sus mosquetes.-¿Qué nos sucede? ¿Tratan de fusilarnos

sin avisar siquiera?-Yo era el que os iba a fusilar -replicó

Artagnan-, y si el gobernador erró el tiro, no le

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hubiese errado yo, queridos amigos. ¡No hasido poca fortuna el que hayan contraído elhábito de apuntar con detención, en vez de dis-parar de pronto. Me pareció reconoceros. ¡Quédicha, mis queridos amigos!

Y Artagnan se enjugaba la frente, por-que había corrido con todas sus fuerzas, y noera fingida en él la emoción.

-¡Cómo! -dijo el conde ¿Ese señor que hadisparado contra nosotros es el gobernador dela fortaleza?

-En persona.-¿Y por qué deseaba matarnos? ¿Qué le

hemos hecho?-¡Pardiez! Recibir lo que el prisionero os

ha arrojado.-Es verdad!-Esa fuente. .. el preso ha escrito algo en

ella, ¿no es verdad?-Sí.-Ya me lo sospechaba. ¡Ah, Dios mío!

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Y Artagnan, con todas las muestras deuna inquietud mortal, se apoderó de la fuentepara leer la inscripción. Cuando la hubo leídola palidez cubrió su rostro.

-¡Oh Dios mío! -repitió.-¿Conque es cierto -preguntó Athos a

media voz.-¡Silencio. Viene el gobernador!-¿Y qué nos ha de hacer? ¿Ha sido culpa

nuestra?-¡Silencio! -repitió-. ¡Os digo que silen-

cio! si llegan a creer que sabéis leer, si suponeque habéis comprendido, mucho os quiero,amigos míos, me haría matar por vosotros...pero...

-¿Pero qué? -dijeron Athos y Raúl.-No os salvaría de una prisión perpetua

si os salvaba de la muerte. ¡Silencio, pues, silen-cio!

El gobernador llegaba, habiendo fran-queado el foso por una pasarela de tablas.

-¡Vamos -exclamó-. ¿Que os detiene?

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-Sois españoles y no comprendéis unapalabra de francés -dijo vivamente el capitán,bajo, a sus amigos-. Razón tenía yo -prosiguiódirigiéndose al gobernador-; estos señores sondos capitanes españoles, a quienes conocí enYpres el año pasado, y que no entienden unapalabra de francés.

-¡Ah- exclamó el gobernador con ciertomiramiento, procurando leer la inscripción dela fuente. Artagnan se la quitó de las manos,borrando los caracteres con la punta de la es-pada.

-¡Cómo! -exclamó el gobernador-. ¿Quéhacéis? ¿No puedo leer eso?

-Es secreto de Estado -contestó resuel-tamente Artagnan-, y, puesto que sabéis, segúnla orden del rey, que hay pena de muerte co-ntra todo el que llegue a penetrarlo, voy, siqueréis, a permitiros leer y haceros fusilar in-mediatamente.

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Durante este apóstrofe, medio grave ymedio irónico, Athos y Raúl guardaban un si-lencio lleno de la mayor sangre fría.

-Pero es imposible -replicó el goberna-dor- que esos caballeros no comprendan siquie-ra algunas palabras.

-¡Ah, no! Aun cuando comprendieran loque se habla, no leerían lo que se escribe. No loleerían ni en español. Un noble español no debesaber leer nunca.

Necesario fue que el gobernador se con-tentase con esa explicación; pero era obstinado.

Invitad a esos señores a que vengan alfuerte.

-Me parece bien; iba a proponerlo -replicó Artagnan.

El hecho es que el capitán tenía otraidea, y que hubiera querido ver a sus amigos acien leguas. Pero no tuvo más remedio que ac-ceder. Dirigió en español una invitación a losdos caballeros, que ellos aceptaron.

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Se encaminaron todos a la entrada delfuerte y, orillado ya el asunto, volvieron losocho soldados a sus gratos ocios, turbados unmomento por aquella inesperada aventura.

CVCAUTIVO Y CARCELEROS

Una vez en el fuerte, y mientras el go-bernador hacía algunos preparativos para reci-bir a sus huéspedes:

-Vamos -dijo Athos-, una palabra deexplicación ahora que nos hallamos solos.

-He aquí sencillamente -respondió elmosquetero-. He conducido a la isla un preso aquien el rey ha prohibido se le vea; llegáis voso-tros, y el preso os arroja un objeto por el venta-nillo de su prisión; yo estaba comiendo con elgobernador, veo arrojar aquel objeto, veo queRaúl lo recoge, y, como no necesito muchotiempo para comprender, comprendí cre-

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yéndoos en inteligencia con mi prisionero. En-tonces...

-Entonces„ mandasteis que nos fusila-sen.

-¡Por mi honor! Lo confieso; pero si fuiel primero en saltar sobre un mosquete, afortu-nadamente fui el último en apuntar.

-Si me hubieseis muerto, Artagnan,habría tenido la dicha de morir por la casa realde Francia, y el insigne honor de morir porvuestra mano, por la mano de su más insigne yleal defensor.

-¡Bueno! ¿Qué me contáis, Athos, de lacasa real? -balbució Artagnan-. ¿También vos,que sois tan cuerdo e ilustrado, creéis en esaslocuras escritas por un insensato?

-Creo en ellas.-Con tanta más razón, mi querido caba-

llero, cuanto que tenéis orden de matar a losque crean en ellas -continuó Raúl.

-Porque -replicó el capitán de los mos-queteros- toda calumnia, con tal que sea absur-

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da, tiene la probabilidad casi segura de hacersepopular.

-No, Artagnan -replicó Athos en vozbaja-, porque el rey no quiere que en el pueblose trasluzca el secreto de su familia y cubra deinfamia a los verdugos del hijo de Luis XIII.

-Vamos, vamos, no digáis esas puerili-dades, Athos, o no creeré ya en vuestra sensa-tez. Además, decidme, ¿cómo Luis XIII iba atener un hilo en las islas de Santa Margarita?

-Un hijo que habéis traído aquí, enmas-carado, en el barco de un pescador -repuso At-hos-, por qué no?

El capitán quedó parado.-¡Ah, ah! -dijo-. ¿De dónde sabéis que en

un barco pesquero...?-¿Os ha traído a Santa Margarita con la

carroza en que venía encerrado el preso, el pre-so a quien tratabais de monseñor? ¡Oh, lo sé! -prosiguió el conde.

Artagnan se mordió el bigote. -Y auncuando sea verdad que haya traído aquí en un

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barco y con una carroza a un preso enmascara-do, nada prueba que sea un príncipe... un prín-cipe de la casa de Francia. -¡Oh! Preguntádseloa Aramis contestó Athos con frialdad.

-¿A Aramis? -exclamó el mosqueterocortado-. ¿Habéis visto a Aramis?

-Después de su desastre en Vaux, sí, hevisto a Aramis fugitivo, perseguido, y Aramisme ha dicho lo bastante para dar crédito a lasquejas que ese infeliz ha grabado en la fuentede plata.

Artagnan dejó caer su cabeza con aba-timiento.

-¡Ahí tenéis -dijo- cómo se burla Dios delo que los hombres llaman su sabiduría! ¡Lindosecreto, cuyos hilos tienen en la actualidad doceo quince personas!... Athos, maldigo la casuali-dad que os ha puesto frente de mí en este asun-to, porque ahora...

-¡Y qué -dijo Athos con su severa dulzu-ra-. ¿Se ha perdido por ventura vuestro secretoporque yo lo sepa? ¿No los he llevado bien pe-

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sados en mi vida? Apelo a vuestra memoria,querido amigo.

-Es que jamás habéis sorprendido nin-guno tan peligroso -respondió Artagnan contristeza-. Tengo como un siniestro presenti-miento de que todos los partícipes de este se-creto morirán, y morirán mal.

-¡Cúmplase la voluntad de Dios, Artag-nan! Aquí tenéis a vuestro gobernador.

El capitán y sus amigos volvieron a des-empeñar sus papeles.

El gobernador, suspicaz y duro, mostra-ba a Artagnan una cortesía extremada. Se con-tentó con poner buena cara a los viajeros y ob-servarlos atentamente.

Athos y Raúl advirtieron que trataba desorprenderlos con preguntas repentinas y mi-radas a hurtadillas; mas ni el uno ni el otro sedesconcertó. Lo que había dicho Artagnanpudo parecer verosímil, si el gobernador no locreyó verdadero.

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Levantáronse de la mesa para ir a repo-sar.

-¿Cómo se llama ese hombre? Malastrazas tiene -dijo Athos en español a Artagnan.

-Saint-Mars -contestó el capitán.-¿Ese será, pues, el carcelero del joven

príncipe?-¿Lo sé yo acaso? Tal vez haya venido

yo a Santa Margarita para siempre.-¿Vos? ¡Vamos!-Amigo mío, estoy en la situación del

hombre que encuentra un tesoro en medio deun desierto. Querría llevárselo, y no puede;querría dejarlo, y no se atreve. El rey no mepermitirá volver, por temor de que otro cual-quiera sea menos vigilante que yo, y siente notenerme cerca, pues, sabe que nadie le servirátan bien a su lado. Por lo demás, Dios sabe loque sucederá.

-Por lo mismo que nada sabéis de cierto-replicó Raúl-, creo que vuestra situación aquíes previsional, y que regresaréis a París.

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-Preguntad a esos señores -interrumpióSaint-Mars-, lo que deseaban hacer en SantaMargarita.

-Habiendo sabido que en San Honoratohabía un convento de benedictinos, y en SantaMargarita una buena caza, han venido atraídospor la curiosidad de viajeros.

-Pues la tienen a su disposición -repusoSaint-Mars-, así como está a la vuestra.

Artagnan dio las gracias.-¿Cuándo marchan? -añadió el gober-

nador.-Mañana -contestó Artagnan. El señor

de Saint-Mars fue a hacer su ronda, y dejó aArtagnan sólo con los supuestos españoles.

-¡Oh! -exclamó el mosquetero-. He aquíuna vida y una sociedad que me convienenpoco. Mando en ese hombre, y me incomodagrandemente. Vaya, ¿queréis que disparemosunos cuantos tiros a los conejos? El paseo seráencantador, y no nos cansaremos mucho. Laisla no tiene más que legua y media de largo,

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sobre media de ancho; un verdadero parque.Divirtámonos.

-Vamos adonde queráis, Artagnan, nopara divertirnos, sino para hablar libremente.

Artagnan hizo una seña a un soldado,que la comprendió. Trajo éste escopetas de cazaa los caballeros, y se volvió al fuerte.

-Y ahora -dijo el mosquetero-, respon-ded a la pregunta que hacía ese negro Saint-Mars.

-¿A qué habéis venido a las islas Lerens?-A deciros adiós.-¿A decirme adiós? ¿Cómo es eso? ¿Par-

te Raúl?-Sí.-Apuesto a que se va con el señor de

Beaufort.-Con el señor de Beaufort. ¡Oh! Siempre

adivináis, querido amigo.-La costumbre...Mientras los dos amigos entablaban su

conversación, Raúl, con la cabeza pesada y el

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corazón inquieto, se había' sentado sobre rocasmusgosas, con el mosquete sobre las rodillas, y,mirando el mar, mirando el cielo, escuchandola voz de su alma, dejaba poco a poco alejarsede él, a los cazadores.

Artagnan observó su ausencia.-Continúa lo mismo, ¿no es verdad? -

dijo a Athos.-¡Está herido de muerte!-¡Oh! Me parece que exageráis. Raúl

tiene buen temple. En todos los corazones tannobles, hay una segunda envoltura que los aco-raza. La primera sangra, la segunda resiste.

-No dijo Athos-. Raúl morirá.-¡Pardiez! -exclamó Artagnan sombrío.Y no añadió una palabra a esa exclama-

ción. Después de un momento:-¿Por qué le dejáis partir? -preguntó.-Porque él lo quiere.-¿Y por qué no os vais con él?-Porque no quiero verlo morir.Artagnan miró a su amigo a la cara.

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-Ya sabéis -continuó el conde apoyán-dose en el brazo del capitán-, que a muy pocascosas he tenido miedo en mi vida. Pues bien,siento un miedo incesante, roedor, insuperable;tengo miedo de llegar al día en que me encuen-tre con el cadáver de este hijo en mis brazos.-¡Oh! -exclamó Artagnan-. ¡Oh!-Morirá, lo sé, estoy convencido de ello y noquiero verle morir.

-¡Cómo, Athos! Os encontráis con elhombre más bravo que decís haber conocido,vuestro Artagnan, ese hombre sin igual, comole llamábais en otro tiempo, ¿y vais a decirle,con los brazos cruzados, que sentís miedo dever muerto a vuestro hijo, vos que habéis vistotodo lo que se puede ver en este mundo? Va-mos, ¿por qué tenéis ese miedo, Athos? Elhombre, en la tierra, debe estar dispuesto a to-do, arrostrarlo todo.

-Escuchad, amigo mío: después dehaberme gastado en esta tierra de que habláis,no he conservado más que dos religiones: la de

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la vida, mis amistades, mis deberes de padre, yla de la eternidad, el amor y el temor de Dios.Ahora, tengo en mí la revelación de que, si Diospermitiese que mi amigo o mi hijo exhalasen enmi presencia su último suspiro... ¡Oh! No, noquiero ni aun deciros esto, Artagnan.

-¡Decid!, ¡decid!-Soy fuerte contra todo, excepto contra

la muerte de aquellos a quienes amo. Para estosolamente no hay remedio. Quien muere, gana,quien ve morir, pierde. No. ¡Oh, saber que nohe de llegar a ver nunca jamás sobre la tierra alque veía en ella con alegría; saber que en nin-guna parte están ya Artagnan o Raúl! ¡Oh! ...Soy viejo, ya veis que no tengo valor; ruego aDios que me perdone esa flaqueza; pero, si mehiriese de frente, de ese modo, le maldeciría.¡Un gentilhombre cristiano no debe maldecir asu Dios, Artagnan; harto tiene con haber mal-decido a un rey!

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-¡Hum!... -exclamó Artagnan, algo sub-levado por aquella violenta tempestad de dolo-res.

-Artagnan, amigo mío, vos que amáis aRaúl, vedle -añadió, señalando a su hijo-; vedesa tristeza que no le abandona jamás. ¿Co-nocéis nada más terrible que asistir minuto porminuto a la agonía incesante de ese pobre cora-zón?

-Dejad que le hable, Athos. ¿Quién sa-be?

-Probad; mas tengo el convencimientode que no lograréis nada.

-No le daré consuelos, le serviré.-¿Vos?-Sí, por cierto. ¿Será la primera vez que

una mujer se arrepienta de una infidelidad?Repito que voy a hablarle.

Athos sacudió la cabeza y continuó soloel paseo. Artagnan, saltando por entre las ma-lezas, se fue a Raúl y le tendió la mano.

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-Y bien -dijo Artagnan a Raúl-. ¿De quétenéis que hablarme?

-Tengo que pediros un favor -contestó elvizconde.

-Pedidlo.-¿Volveréis algún día a Francia?-Así lo espero.-¿Es preciso que yo escriba a la señorita

de La Valliére?-No, no hay necesidad.-Tengo tantas cosas que decirle! -Venid

a decírselas vos mismo.-¡Jamás!-Pues bien, ¿qué virtud atribuís a una

carta que no pueda tener vuestra palabra?-Tenéis razón.-Ella ama al rey -dijo brutalmente el

capitán-, y es una muchacha honrada.Raúl se estremeció.-Y a vos, a pesar de que os abandona, os

ama tal vez mas que al rey, pero de otra mane-ra.

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-Artagnan, ¿creéis que ella ama al rey?-Le ama hasta la idolatría. Es un corazón

inaccesible a cualquier otro sentimiento. Auncuando continuaseis viviendo a su lado, nuncaseríais más que su mejor amigo.

-¡Ah! -exclamó Raúl con impulso apa-sionado hacia aquella esperanza.

-¿Lo queréis así? -Sería cobarde.-Ved ahí una palabra absurda que po-

dría darme mala idea de vuestro espíritu. Raúl,nunca es cobarde, lo entendéis, hacer lo im-puesto por causa mayor. Si vuestro corazón osdice: "Ve allí, o muere", id, pues, Raúl. ¿Ha sidocobarde o valiente, ella que os quería, prefi-riendo al rey, a quien su corazón le exigía im-periosamente preferir? No, ella ha sido la másvalerosa de todas las mujeres. Haced, pues,como ella; seguid vuestra inclinación. ¿Sabéisuna cosa de que no tengo duda, Raúl?

-¿Cuál?-Es que viéndola de cerca, con los ojos

de un hombre celoso ...

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-¿Y qué?-Dejaréis de amarla.-Me decidís, mi querido Artagnan.-¿A partir para volverla a ver? No; a

partir para no verla jamás. Quiero amarlasiempre. -Francamente -replicó el mosquetero-,he ahí una conclusión que estaba muy lejos deesperar. -Esperad, amigo mío; vos iréis a verla,y le daréis esta carta, que, si la juzgáis a propó-sito, le explicará como a vos lo que pasa en micorazón. Leedla; la he escrito esta noche. El co-razón me decía que os vería hoy.Y tendió la carta al capitán, quien la leyó:"Señorita, no os culpo por no amarme. Sólo osculpo por haberme dejado creer que me ama-bais. Este error me costará la vida. Os perdono„mas no me perdono yo. Dícese que los amantesdichosos son sordos a las quejas de los amantesdesdeñados. No os sucederá así a vos, que nome amabais, pero que no oiréis mis quejas sinansiedad. Estoy seguro que, si hubiese insistidopara cambiar esta amistad en amor, hubierais

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cedido por temor dé ocasionar mi muerte oaminorar la estimación que os profesaba. Me esmucho más dulce morir sabiendo que sois librey feliz...

"Así, ¡cuánto me amaréis cuando notemáis ya mi mirada o mi reproche! Me ama-réis, sí, pues por encantador que os parezca unnuevo amor, Dios no me ha hecho inferior ennada al que habéis elegido, y mi afecto, m sacri-ficio, mi doloroso fin, me asegurarán a vuestrosojos una superioridad indudable sobre él. Hedejado escapar en la ingenua credulidad de micorazón, el tesoro que tenía. Muchas personasme dicen que me habíais amado lo bastantepara llegar a amarme mucho. Tal idea me quitatoda amargura y me induce a no mirar comoenemigo más que a mí solo...

"Aceptaréis este último adiós, y meagradeceréis el haberme refugiado en el invio-lable asilo en que se apaga todo odio y se eter-niza todo amor. 'Adiós, señorita. Si fuesenecesario comprar vuestra dicha con toda mi

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sangre, mi sangre daría yo. ¡Ya tengo hecho porella el sacrificio con mi infortunio!"RAÚL, VIZCONDE DE BRAGELONNE."

-La carta está bien -dijo Artagnan-. Sólouna cosa no apruebo. -¡Decid cuál! -murmuróRaúl.

-Es que lo dice todo, menos lo que seexhala como un veneno mortal de vuestrosojos, de vuestro corazón; menos el amor insen-sato que os abrasa aún.

Raúl palideció y callo.-Sólo deberíais haber escrito estas pala-

bras: Señorita, en vez de maldeciros, os amo ymuero."

-Es verdad -dijo Raúl con alegría sinies-tra.

Y, desgarrando la carta que acaba derecobrar, escribió las siguientes palabras sobreuna hoja de su librito de notas:"Para tener la dicha de deciros todavía que osamo, cometo la cobardía de escribiros, y, paracastigarme de esa cobardía, muero."

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Y firmó.-¿Le entregaréis este librito, ¿no es ver-

dad, capitán? -preguntó a Artagnan.-¿Cuándo? -dijo éste.-El día -dijo Bragelonne, señalándole la

última frase-; el día en que escribáis la fechadebajo de estas palabras.

Y escapó de pronto y corrió a reunirsecon Athos, que volvía a pasos lentos.Entretanto, la mar alborotábase, y con la rápidainfluencia de las turbonadas que agitan el Me-diterráneo, el mal humor del elemento se con-virtió en tempestad.

Algo informe y agitado apareció a suvista a la orilla de la playa.

-¿Qué es eso? -preguntó Athos-. ¿Algu-na barca estrellada?

-No es una barca -dijo Artagnan.-Perdonad -replicó Raúl-; es una barca

que gana rápidamente el puerto.-Hay, efectivamente, una barca en la

ensenada, una barca que hace bien en abrigarse

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aquí; pero lo que divisa Athos en la arena...encallado . . .

-Sí, sí, ya veo.-Es la carroza que yo tiré al mar al abor-

dar con el preso. -Pues bien -dijo Athos-, si mecreéis, Artagnan, quemaréis la carroza, a fin deque no quede vestigio de ella; sin lo cual, lospescadores de Antibes, que han creído tenerque habérselas con el diablo, tratarán de probarque vuestro preso no era más que un hombre.

-Alabo vuestro consejo, Athos, y estanoche lo haré ejecutar, o mejor, voy a ejecutarloyo mismo; pero entremos, porque va a llover, ylos relámpagos son muy también.

Al pasar sobre la muralla, por una gale-ría cuya llave tenía el capitán, vieron al señorde Saint-Mars dirigirse a la habitación ocupadapor el preso.

A una señal de Artagnan ocultáronse enel ángulo de la escalera.

-¿Qué hay? -dijo Athos. -Vais a verlo.Mirad. El preso vuelve de la capilla.

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Y vieron, a la luz de los rojos relámpa-gos, en la bruma violenta que esfumaba el vien-to sobre el fondo del cielo, vieron pasar grave-mente, a seis pasos detrás del gobernador, a unhombre vestido de negro y enmascarado conuna visera de acero bruñido, soldada a un cascodel mismo metal, y que le cubría toda la cabeza.El fuego del cielo despedía leonados reflejos so-bre aquella superficie lisa, y sus reflejos revolo-teaban caprichosamente, como si fueran lasmiradas embravecidas que lanzaba aquel des-graciado, a falta de. imprecaciones.

En medio de la galería, el preso se detu-vo un instante para contemplar el horizonteinfinito, para respirar los sulfurosos perfumesde la tempestad, para beber ávidamente latemplada lluvia, y lanzó un suspiro semejante aun rugido. -Venid, señor -dijo bruscamenteSaint-Mars al prisionero, porque le inquietabaverle mirar mucho tiempo más allá de las mu-rallas ¡Señor, vamos, vamos!

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-Decid, monseñor -gritó Athos desde surincón a Saint-Mars, con voz tan solemne y te-rrible, que el gobernador se estremeció de piesa cabeza.

Athos quería siempre respeto para lamajestad caída.

-El preso se volvió.-¿Quién ha hablado? -dijo Saint-Mars.-Yo -contestó Artagnan, mostrándose al

instante-. Ya sabéis que ésa es la orden.-No me llaméis ni señor ni monseñor -

dijo a su vez el prisionero con, voz que conmo-vió a Raúl hasta el fondo de sus entrañas-, lla-madme: ¡MALDITO!

Y pasó.La puerta de hierro rechinó detrás de él.-¡He ahí un hombre desgraciado! -

murmuró sordamente el mosquetero, señalan-do a Raúl la cámara habitada por el príncipe.

CVI

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LAS PROMESAS

Apenas volvió Artagnan a su habitacióncon sus amigos, cuando uno de los soldados delfuerte vino a avisarle que el gobernador le bus-caba.

La barca que Raúl había distinguido enel mar y que parecía tener tanta prisa por llegaral puerto, venía a Santa Margarita con un des-pacho importante para el capitán de los mos-queteros.

Al abrir Artagnan el pliego, reconoció laletra del rey. "Supongo, decía Luis XIV, quehabréis acabado de cumplir mis órdenes, señorde Artagnan; volved, pues inmediatamente aParís a verme en el Louvre."

-¡Por fin veo terminado mi destierro! -exclamó gozoso el mosquetero-. ¡Alabado seaDios! ¡Ceso de ser carcelero!

Y enseñó la carta a Athos.-Así, ¿nos dejáis? -dijo éste tristemente.

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-Para volvernos a ver, querido amigo,pues Raúl es un buen muchacho, que marcharásolo con el señor de Beaufort y preferirá dejarque su padre regrese en compañía de Artagnanque obligarle que camine solo doscientas leguaspara volver a la Fére, ¿no es verdad, Raúl?

-¡Ciertamente! -murmuró éste con unsentimiento de ternura. -No, amigo mío -interrumpió Athos-; no me separaré de Raúlsino el día en que su barco haya desaparecidoen el horizonte. Mientras permanezca en Fran-cia, no se halla separado de mí.

-Como gustéis, querido amigo; pero a lomenos partiremos juntos de Santa Margarita.Servíos del barco que va a conducirme a An-tibes.

-Con mil amores; nada deseo comoverme pronto lejos de este fuerte y del espectá-culo que nos ha entristecido hace poco.

Los tres amigos abandonaron la peque-ña isla, después de despedirse del gobernador,y, en los postreros fulgores de la tempestad que

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se alejaba, vieron por última vez blanquear lasmurallas del fuerte.

Artagnan despidióse de sus amigosaquella misma noche, después de ver en la cos-ta de Santa Margarita el fuego de la carrozaincendiada por orden del señor de Saint-Mars,según encargo que le hiciera el capitán.

Antes de montar a caballo, y al separar-se de los brazos de Athos:

-Amigos -dijo-, os parecéismucho a dos soldados que abandonan su pues-to. Una voz interior me dice que Raúl necesita-ría teneros a su lado. ¿Queréis que pida ir aÁfrica con cien buenos mosqueteros? El rey nome lo negará, y os llevaré conmigo.

-Señor de Artagnan -contestó Raúl es-trechándole la mano con efusión-, gracias porese ofrecimiento que nos daría más de lo quedeseamos el conde y yo. Soy joven, necesitotrabajo de alma y de cuerpo, y el señor condenecesita un gran reposo. Sois su mejor amigo, y

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os lo recomiendo. Al velar por él tendréis nues-tras dos almas en vuestra mano.

-Es necesario marchar; veo que se impa-cienta mi caballo -dijo Artagnan, en quien laseñal mas evidente de una viva impresión erael cambio de ideas en una conversación-. Vea-mos, conde: ¿cuántos días le quedan a Raúl deestar aquí?

-Tres a lo sumo.-¿Y cuántos emplearéis vos para volver

a vuestra casa?-¡Oh, mucho tiempo! -respondió Athos-.

No quiero separarme tan aprisa de Raúl. Condemasiada velocidad lo llevará el tiempo porsu lado, para que yo no trate de favorecer ladistancia. Pienso hacer medias jornadas.

-¿Por qué, amigo mío? No hay cosa mástriste que caminar lentamente, y la vida de lashosterías sienta muy mal a un hombre comovos.

-Amigo mío, he venido con caballos deposta; pero quiero comprar dos caballos finos.

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Para que lleguen descansados, sería una im-prudencia hacerlos caminar más de siete u ocholeguas por día.

-¿Dónde se halla Grimaud?-Ayer mañana llegó con el equipaje de

Raúl, y le he dejado que duerma.-Es cosa de no volver sobre ello -dejó

escapar Artagnan-. Hasta la vista, pues, queri-do Athos. Si os dais prisa, os abrazaré máspronto. Dicho esto, puso el pie en el estribo,que vino a tenerle Raúl.

-¡Adiós! -dijo el joven abrazándole.-¡Adiós! -dijo Artagnan subiendo a la

silla.Su caballo hizo un movimiento, que

separó al jinete de sus amigos. Esta escenaverificábase delante de la casa elegida por At-hos, a las puertas de Antibes, y a la que Ar-tagnan había mandado, después de comer, quele trajesen sus caballos.

Empezaba allí el camino, y se extendíablanco y tortuoso en los vapores de la noche. El

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caballo respiraba con fuerza el acre olor salinoque despedían los aguazales.

Artagnan tomó el trote, y Athos em-prendió melancólicamente la vuelta con Raúl.

De pronto oyeron acercarse el ruido delas pisadas del caballo, y en un principio creye-ron que fuese una de esas repercusiones rarasque engañan los oídos a cada revuelta de loscaminos.

Pero era realmente que Artagnan volvíaa galope en busca de sus amigos. Estos exhala-ron un grito de alegre sorpresa, y el capitán,saltando a tierra como un joven, corrió a estre-char en sus brazos las dos cabezas queridas deAthos y de Raúl.

Túvolos abrazados largo tiempo sindecir palabra, sin dejar escapar el suspiro quedesgarraba su pecho. Luego, con la misma ra-pidez que vino, volvió a marchar apoyandoambas espuelas en los ijares del caballo furioso.

-¡Ay! -dijo el conde por lo bajo-. ¡Ay!

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-¡Mal presagio! -decía por su parte Ar-tagnan, recuperando el tiempo perdido-. No hepodido sonreírles. ¡Mal presagio!

Al día siguiente se hallaba ya Grimauden pie. El servicio mandado por el señor deBeaufort se cumplía felizmente. La flotilla, diri-gida a Tolón por los cuidados de Raúl, habíapartido, arrastrando detrás, en pequeñas bar-quillas, casi invisibles, las mujeres y los amigosde los pescadores y de los contrabandistas, re-clutados para el servicio de la escuadra.

El tiempo tan corto que les quedaba apadre e hijo para estar juntos, parecía haberdoblado su rapidez, como aumenta la veloci-dad de todo lo que se acerca a sumirse en elabismo de la eternidad.

Athos y Raúl regresaron a Tolón, que seensordecía al ruido de las carretas, de las ar-maduras y de los caballos relinchantes. Lastrompetas tocaban sus marchas, los tamboresredoblaban con vigor, las calles rebosaban desoldados, de criados, de vendedores.

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El duque de Beaufort acudía a todaspartes, activando el embarque con la solicitud einterés de un buen capitán. Agasajaba hasta asus más humildes compañeros; reñía hasta asus mejores tenientes.Artillería, provisiones, bagajes, todo quiso verlopor sí mismo; examinó el equipo de cada sol-dado, se aseguró de la salud de cada caballo.Echábase de ver que, aunque ligero y egoísta ensu casa, el gentilhombre se hacía soldado, elgran señor capitán, ante la responsabilidad quehabía aceptado.

Sin embargo, necesario es decirlo, a pe-sar de todo el cuidado que presidió a los prepa-rativos de la marcha, reconocíase en ellos laprecipitación imprevisora y la falta de todaprecaución que hacen del soldado francés elprimer soldado del mundo, porque es el másabandonado a sus propios recursos físicos ymorales.

Habiendo el almirante quedado satisfe-cho de todo felicitó a Raúl, y dio las últimas

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órdenes para la franquía, que fue fijada para eldía siguiente al amanecer.

Invitó al conde y a su hijo a comer conél. Estos pretextaron algunas ocupaciones delservicio y se apartaron. Fueron á su hostería,situada bajo los árboles de la Plaza Mayor, des-pacharon aprisa la comida, y Athos llevó a Raúla las rocas que dominan la ciudad, enormesmontañas cenicientas, desde donde la vista seextiende a lo infinito y abraza un horizontelíquido que parece, por su distancia, estar alnivel de las mismas rocas.

La noche era hermosa como siempre enaquellos benignos climas. La luna, levantándo-se detrás de las rocas, extendíase como un lien-zo plateado sobre la alfombra azul del mar. Enla rada, maniobraban silenciosamente los bar-cos que venían a ocupar su puesto para facilitarel embarque.

El mar, cargado de fósforo, se abría bajolas quillas de los barcos que transbordaban losbagajes y las municiones; cada sacudida de la

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proa revolucionaba aquel abismo de llamasblancas, y de cada remo goteaban los diaman-tes líquidos.

Oí a los marineros, alegres con las libe-ralidades del almirante, murmurar sus cancio-nes lentas e ingenuas. A veces, el rechinamientode las cadenas se mezclaba al ruido de las balasde cañón cayendo en las casas. Aquel espectá-culo y aquellas armonías oprimían el corazóncomo el temor, y lo dilataban como la esperan-za. Toda aquella vida sentía a la muerte.

Athos sentóse con su hijo sobre losmusgos y breñas del promontorio. Alrededorde su cabeza pasaban y volvían a pasar losmurciélagos, arrebatados en el rápido torbe-llino de su ciega caza. Los pies de Raúl caíanfuera del borde de la costa, en ese vacío quepuebla el vértigo y que provoca a la nada.

Luego que la luna apareció plenamente,acariciando con su resplandor los picos inme-diatos, y el espejo del agua quedó iluminado en

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toda su extensión, y las rojas lucecitas hendie-ron las masas negrasde cada buque, Athos, reuniendo todas susideas y todo su valor, dijo:

-Dios ha hecho esto que vemos, Raúl;nos ha hecho también a nosotros, míseros áto-mos mezclados a este gran universo; brillamoscomo esos fuegos y esas estrellas, suspiramoscomo esas olas, sufrimos como esos barcos quese gastan surcando el agua, obedeciendo alviento que los arrastra hacia un objeto, como elsoplo de Dios nos empuja hacia un puerto. To-do se complace en vivir, Raúl, y todo es hermo-so en las cosas que viven.

-Señor -repuso el joven-, tenemos ahí, enefecto, un bello espectáculo.

-¡Qué bueno es Artagnan! -interrumpióde pronto Athos-. ¡Y que rara felicidad es haberpodido fiar uno su vida entera en un amigocomo ése! Ahí tenéis lo que os ha hecho falta,Raúl.

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-¿Un amigo? -dijo el joven-. ¿Me hahecho falta un amigo?

-El señor de Guiche es un camaradaagradable -replicó el conde fríamente-; perocreo que en la época en que vivís, los hombresse cuidan más de sus asuntos y de sus placeresque en nuestro tiempo. Habéis buscado la vidaaislada, y eso es una fortuna; mas habéis per-dido en ella la fuerza. Nosotros cuatro, algoapartados de esas delicadezas que constituyenvuestra alegría, hemos encontrado más resis-tencia cuando aparecía la desgracia.

-No os he contenido, señor, para decirosque tenía un amigo, y que ese amigo es el señorde Guiche. Es bueno de veras, y me quiere. Hevivido bajo la tutela de otra amistad, tan fuertey preciosa como las de que hablábais, ya que esla vuestra.

-Yo no era un amigo para vos, Raúl.-¿Y por qué, señor?-Porque os he dado lugar a creer que la

vida no tiene más que una fase; porque, triste y

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severo, ¡ay!, he cortado siempre para vos, sinquererlo, ¡Dios mío!, los alegres retoños quebrotan sin cesar del árbol de la juventud; enuna palabra, porque, en los padecimientos ac-tuales, me arrepiento de no haber hecho de vosun hombre expansivo, disipado, bullicioso.

-Sé por qué me decís eso, señor. No, osengañáis, no sois vos quien me ha hecho lo quesoy, sino ese amor que se apoderó de mí en elmomento en que dos niños no tienen más queinclinaciones; la constancia natural a mi carác-ter, que en las otras criaturas no es más que unhábito, creí que estaría siempre como estaba, yque el cielo me había puesto en un camino rectoy desembarazado; costeado de frutos y de flo-res. Tenía sobre mí vuestra vigilancia y vuestrafuerza. Me creí fuerte y prevenido. Nada me hapreparado: he caído una vez, y esa caída me hadestrozado. ¡Oh! No, no estáis en mi pasadosino para mi felicidad; no estáis en mi porvenirsino como una esperanza. No, no tengo nadaque reprochar a la vida tal como vos me la

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habéis formado; os bendigo y os amo con todami alma.

-Mi querido Raúl, vuestras palabras mecausan mucho bien. Ellas me demuestran queharéis algo por mí, en el tiempo que llega.

-Todo lo haré por vos, señor.-Raúl, lo que nunca he hecho por vos, lo

haré- en lo sucesivo. Seré vuestro amigo, no yavuestro padre. Viviremos en una grata efusión,en vez de aislarnos, luego que volváis, que serápronto, ¿no es cierto?

-Cierto, señor, pues una expedición deesta naturaleza no puede ser larga.

-Muy pronto entonces, Raúl, muy pron-to, en lugar de vivir modestamente con misrentas, os entregaré el capital de mis tierras. Osbastará para lanzaros en el mundo hasta mimuerte, y vos me daréis, lo espero, antes de esetiempo, el consuelo de no dejar extinguir miestirpe.

-Haré todo cuanto me mandéis -replicóRaúl muy agitado.

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-No quisiera, Raúl, que vuestro serviciode edecán os llevara a hacer tentativas aventu-radas. Habéis hecho ya vuestras pruebas, yestáis acostumbrado al fuego. Tened presenteque la guerra de los árabes es una guerra delazos, emboscadas y asesinatos.

-Así dicen, señor.-Hay siempre poca gloria en caer en una

asechanza. Es muerte que denota algo de teme-ridad o imprevisión. Muchas veces ni se com-padece al que ha sucumbido así. Los que noson compadecidos, Raúl, son muertos inútiles.Además, el vencedor se ríe, y no debemos per-mitir que esos infieles estúpidos triunfen pornuestras faltas. ¿Comprendéis bien lo que osquiero decir, Raúl? ¡No quiera Dios que os ex-horte a manteneros lejos de los encuentros!

-Soy prudente por naturaleza, señor, ytengo mucha suerte -dijo Raúl con un suspiroque heló el corazón del desgraciado padre-;porque -se apresuró a añadir el joven- en veinte

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combates en que me he hallado no he recibidomás que un arañazo.

-También hay que temer el clima -replicó Athos-: es mal fin el de las fiebres. El reySan Luis pedía a Dios le enviase una flecha o lapeste antes que las calenturas.

-Espero, señor, que con sobriedad y unejercicio razonable ...

-Ya he logrado del señor de Beaufort -Interrumpió Athos-, que enviará sus despachosa Francia cada quince días. Vos, como ayudantesuyo, seréis el encargado de expedirlos, y espe-ro que no me olvidaréis, ¿eh?

-No, señor -contestó Raúl con voz sofo-cada.

-En fin, Raúl, como sois buen cristiano,y yo también, debemos contar con una protec-ción más particular de Dios y de nuestros án-geles guardianes. Prometedme que, si os suce-diese alguna desgracia en cualquier ocasión,pensaréis en mí lo primero.

-Lo primero. ¡Oh, sí!

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-Y que me llamaréis. -¡Oh, en el mismoinstante!

-¿Soñáis alguna vez en mí, Raúl?-Señor, todas las noches. En los prime-

ros años de mi adolescencia os veía en sueños,dulce y tranquilo, con una mano extendida so-bre mi cabeza, y por eso reposaba tan bien... ¡enotro tiempo!

-Nos amamos demasiado -dijo el conde-, para que, a contar desde este instante en quenos separamos, no viaje con uno u otro de no-sotros una parte de nuestras dos almas, ni habi-te donde habitemos. Cuando estéis triste, Raúl,conozco que mi corazón se anegará de me-lancolía, y cuando queráis sonreír pensando enmí, recordad que me enviaréis desde allá unrayo de vuestra alegría.

-No os prometo estar alegre -respondióel joven-; mas estad seguro de que no pasaréuna hora sin pensar en vos; ni una hora, os lojuro, a menos que esté muerto.

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Athos no pudo contenerse por mástiempo; rodeó con su brazo el cuello de su hijo,y le abrazó con todas las fuerzas de su corazón.

La luna había hecho ya lugar al crepús-culo; una franja dorada subía por el horizonte,anunciando la proximidad del día.

Athos puso su capa sobre los hombrosde Raúl y lo llevó hacia la ciudad, donde, far-dos y mozos, todo estaba ya en movimientocomo en un enorme hormiguero.

Al extremo de la plataforma que aban-donaban Athos y Bragelonne, vieron una som-bra negra balancearse con indecisión y comorecatándose de ser vista. Era Grimaud que, in-quieto en extremo, había seguido los pasos desu amo y los esperaba.

-¡Oh, buen Grimaud! -exclamó Raúl-.¿Qué quieres? Vienes a decirnos que es precisopartir, ¿no es eso?

-¿Solo? -dijo Grimaud señalando a Raúlcon un tono de reconvención que demostrabacuán trastornado se hallaba el viejo.

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-¡Oh! ¡Tenéis razón! -exclamó el conde-.No. Raúl no partirá solo; no; no irá a una tierraextraña sin ningún amigo que le consuele y lerecuerde todo lo que quiere.

-¿Yo? -dijo Grimaud.-¿Tú? ¡Sí, sí! -exclamó Raúl conmovido

hasta el fondo del corazón.-¡Ay! -dijo Athos. Tú eres muy viejo, mi buenGrimaud.

-Tanto mejor -contestó éste con una pro-fundidad de sentimiento y de inteligencia inex-plicables.

-Pero veo que va a verificarse el embar-que -dijo Raúl-, y no estás preparado.

-¡Sí! -dijo Grimaud enseñando las llavesde sus cofres unidas a las de su amo.

-Pero -objetó aún Raúl-, tú no puedesdejar solo al señor conde, de quien no te hasseparado jamás.

Grimaud volvió su mirada obscurecidahacia Athos, como para medir la fuerza del unoy del otro. El conde no respondió nada.

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-El señor conde preferirá esto -dijo Gri-maud.

-Sí -contestó Athos con la cabeza.En este momento, los tambores resona-

ron todos a la vez, y los clarines llenaron el es-pacio de aires alegres.

Viéronse salir de la ciudad los regimien-tos que debían tomar parte en la expedición.

Cinco eran aquellos regimientos, com-puesto cada uno de cuarenta compañías. El delRey abría la mar cha, reconociéndosele por suuniforme blanco y paramentos azules. Las ban-deras de ordenanza, con sus cuarteles en cruz,violeta y hoja seca, con plantel de flores de lis,dejaban dominar al estandarte coronel blancocon la cruz flordelisada.

Mosqueteros en las alas, con sus basto-nes ahorquillados y los mosquetes a la espalda;piqueros en el centro, con sus lanzas de catorcepies, marchaban alegremente hacia las barcasde transporte, que los llevaban hacia los bu-ques.

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Los regimientos de Picardía, Navarra,Normandía y Buque Real, venían en seguida.

El señor de Beaufort había sabido elegir.Se le veía a lo lejos cerrando la marcha con suEstado Mayor. Antes de embarcarse deberíapasar todavía una hora larga.

Raúl dirigióse lentamente con Athoshacia la orilla, a fin de ocupar su puesto en elmomento del paso del príncipe.

Grimaud, hirviente de un ardor juvenil,hacía llevar al navío almirante el equipaje deRaúl.

Athos, cogido del brazo del hijo que ibaa perder, absorbíase en la más dolorosa medita-ción, aturdido por el ruido y el movimiento.

De pronto, un oficial del señor de Beau-fort se acercó a ellos para decir a Raúl que elduque manifestaba deseos de verle a su lado.

-Señor, tened la amabilidad de decir alpríncipe que le pido esta hora para gozar de lapresencia del conde.

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-No, no -interrumpió Athos-, un ayu-dante de campo no puede dejar así a su gene-ral. Decid al príncipe, caballero, que el vizcondeva a su encuentro al instante.

El oficial marchó al galope.-Separarnos aquí o más allá -añadió el

conde-, siempre es una separación.Sacudió el polvo del uniforme de su hijo

y le pasó la mano por los cabellos, sin dejar deandar.

-Aguardad, Raúl -dijo-; tenéis necesidadde dinero; el señor de Beaufort lleva gran tren,y estoy seguro de que os gustará comprar caba-llos y armas, que son cosas preciosas en el paísa que váis. Pero, como no servís al rey ni al se-ñor de Beaufort, y sólo dependéis de vuestrolibre albedrío, no debéis contar ni con un suel-do ni con liberalidades. Quiero, por tanto, quenada os falte en Djidgelli. He aquí doscientosdoblones. Gastadlos, Raúl, si queréis compla-cerme.

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Raúl estrechó la mano de su padre, y, ala vuelta de una calle, vieron al señor de Beau-fort montado en magnífico corcel blanco, querespondía con graciosas corvetas a los aplausosde las mujeres de la ciudad.

El duque llamó a Raúl, y tendió la manoal conde. Le habló tanto tiempo y con tan tier-nas expresiones, que el corazón del pobre pa-dre quedó algo confortado.

Parecía, no obstante, al padre y al hijo,que su marcha conducía al suplicio. Fue unmomento terrible aquel en que al dejar la, arenade la playa, los soldados y los marinos cambia-ron, con sus familias y sus amigos, los últimosbesos: instante supremo en que, a pesar de lapureza del cielo, del calor del sol, a pesar de losperfumes del aire, y de la dulce vida que circulaen las venas, todo parece amargo, todo parecetriste, todo hace dudar de Dios, hablando por lamisma boca de El.

Era costumbre que el almirante embar-case el último con su comitiva; el cañón aguar-

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daba, para lanzar su formidable voz, que el jefehubiese puesto un pie sobre el entablado de sunavío.

Athos, olvidando al almirante, a la flotay a su propia dignidad de hombre fuerte, abriólos brazos a su hijo y le estrechó convulsiva-mente sobre su pecho.

-Acompañadnos a bordo –dijo el duqueemocionado-; ganaréis media hora más.

-No -dijo Athos-; ya le he dado mi adiós;no quiero darle otro.

-Entonces, vizconde, embarcaos pronto -repuso el príncipe, queriendo ahorrar lágrimasa estos dos hombres cuyo corazón se dilataba.Y, paternalmente, tiernamente, fuerte como lohubiese sido Porthos, levantó a Raúl en susbrazos y le colocó sobre la chalupa, cuyos re-mos comenzaron a bogar a una seña suya.

El mismo, olvidando el ceremonial, saltósobre la regata de aquella canoa y la impeliócon pie vigoroso hacia el mar.

-¡Adiós! -gritó Raúl.

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Athos no replicó más que con una seña;pero sintió algo ardiente sobre su mano: era elbeso respetuoso de Grimaud, el postrer adiósdel perro fiel.

Dado este beso, Grimaud saltó del esca-lón del muelle a la proa de una yola de dos re-mos, que se hizo remolcar por una chalana ser-vida por doce remos de galeras.

Athos sentóse sobre el muelle, trastor-nado, sordo, abandonado. Cada segundo leprivó de una de las facciones, de una de lassombras de la tez pálida de su hijo. Con losbrazos colgando, los ojos fijos, la boca abierta,permaneció confundido con Raúl en una mis-ma mirada, en un mismo pensamiento, en unmismo estupor.

El mar llevó, poco a poco, chalupas ypersonas hasta esa distancia en que los hom-bres no son más que puntos, los amores re-cuerdos.Athos vio a su hijo subir la escala del navíoalmirante, le vio acodarse en el empalletado y

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situarse de manera que pudiera ser un puntode mira para los ojos de su padre. En vano re-tumbó el cañón: en vano partió de los buquesun prolongado rumor contestado en tierra porinmensas aclamaciones; en vano el ruido quisoaturdir los oídos del padre; Raúl aparecióselehasta el último momento, y el imperceptibleátomo, pasando de negro a pálido, de pálido ablanco, de blanco a nada, desapareció para At-hos largo tiempo después que, para los ojos delos circunstantes, habían desaparecido potentesnavíos y velas hinchadas.

Al mediodía, cuando ya el sol devorabael espacio y la extremidad de los mástiles do-minaba apenas la línea incandescente del mar,Athos vio elevarse una sombra casi impercepti-ble, desvanecida tan pronto vista; era la huma-reda de un cañonazo que el señor de Beaufortacababa de hacer tirar para saludar por últimavez la costa francesa.

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La extremidad de los mástiles se hundióa su vez bajo el cielo, y Athos volvió melancóli-co a su posada.

CVIIENTRE MUJERES

Artagnan no pudo ocultarse a sus ami-gos tanto como hubiera deseado. El soldadoestoico, el impasible hombre de armas, vencidopor el temor a los presentimientos, había con-cedido algunos momentos a la debilidadhumana.

Así, cuando consiguió acallar su cora-zón y calmó el temblor de sus músculos, vol-vióse hacia su lacayo, silencioso servidor atentosiempre a la menor palabra para obedecer conmás prontitud:

-Rabaud -dijo-, necesito andar treintaleguas por día.

-Bien, mi capitán -respondió Rabaud.

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Y, a partir de aquel momento, el capitán,hecho a la andadura del caballo, como un ver-dadero centauro, no se ocupó ya de nada, quees como decir que se ocupó-de todo. Preguntó-se por qué el rey lo reclamaba; por qué la más-cara de hierro había arrojado una fuente deplata a los pies de Raúl.

Respecto al primer punto, la respuestafue negativa: bien sabía que si el rey lo recla-maba, era por necesidad; sabía también queLuis XIV debía sentir un deseo muy imperiosode conferenciar particularmente con un hombrea quien un secreto de tanta importancia poníaal nivel de los más elevados poderes del reino.Pero, de lo que no se sentía capaz nuestro hom-bre, era de precisar ese deseo del rey.

El mosquetero tampoco abrigaba dudasacerca del motivo que había impulsado al infor-tunado Felipe a revelar su carácter y su naci-miento. Felipe, enterrado para siempre bajo sumáscara de hierro, desterrado en un país dondelos hombres parecían servir a los elementos,

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privado hasta de la compañía de Artagnan, quele había colmado de honores y atenciones, notenía que ver ya en este mundo más que espec-tros y dolores, y acosado por la desesperación,natural era que se desahogara en quejas, cre-yendo que las revelaciones le suscitarían unvengador.

Lo expuestos que se habían visto los dosmejores amigos de Artagnan a ser muertos poréste; el destino que de un modo tan extrañohabía hecho a Athos partícipe del secreto deEstado; la despedida de Raúl; lo sombrío deaquel porvenir que parecía tener por términouna triste muerte; todo esto inducía continua-mente a Artagnan a formar melancólicas previ-siones, que la rapidez de la marcha no disipabacomo en otro tiempo.

Artagnan pasaba de aquellas con-sideraciones al recuerdo de Porthos y de Ara-mis proscritos. Veíalos fugitivos, perseguidos,arruinados, laboriosos arquitectos de una for-tuna que les sería forzoso perder; y, como el rey

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llamaba a su hombre de acción en un momentode venganza y de rencor, Artagnan temblabade recibir alguna comisión que le hiciese brotarsangre del corazón.

A veces, al subir las colinas, cuando elcaballo, desalado, hinchaba las narices y ensan-chaba los lomos, el capitán, más libre para pen-sar, meditaba sobre el prodigioso genio deAramis, genio de astucia y de intriga, comosólo habían producido dos la Fronda y la gue-rra civil. Soldado, sacerdote y diplomático; ga-lante, ambicioso y astuto, Aramis jamás sehabía servido de cosas buenas de la vida sinocomo escalón para elevarse a las malas. Espíritugeneroso, ya que no corazón escogido, nuncahabía hecho el mal sino a fin de brillar un pocomás. Hacia el fin de su carrera, en el momentode tocar a su término, había dado, como el pa-tricio Fiesque, un paso en falso sobre una tablay había caído al mar.

¡Mas Porthos, el bueno y sencillo Port-hos! Ver a Porthos hambriento, ver a Mosque-

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tón sin dorados, pero quizá; ver a Pierrefonds, aBracieux, arrasados hasta en sus cimientos,descuajados en cuanto a los bosques, eran otrostantos dolores terribles para Artagnan, y, cadavez que le acometía uno de esos dolores, salta-ba como su caballo cuando le picaba el tábanobajo la bóveda del follaje.

Nunca se fastidia el hombre de talento sitiene el cuerpo ocupado por la fatiga; nunca alhombre sano de cuerpo deja de parecer ligera lavida, si tiene cautivado el ánimo por algún ob-jeto. Artagnan, corriendo y pensando a la vez,llegaba a París descansado y elástico de múscu-los, como el atleta que se ha preparado para elgimnasio.

El rey no le esperaba tan pronto y aca-baba de marchar a cazar por el lado de Meu-don. Artagnan, en vez de correr tras el rey, co-mo hubiera hecho en otro tiempo, se quitó lasbotas, metióse en el baño y aguardó a que el reyvolviese lleno de polvo y cansancio. Empleó lascinco horas de intervalo en tomar, como suele

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decirse, el aire de la casa, y en acorazarse contracualquier evento.

Supo que el rey se mostraba sombríohacía quince días; que la reina madre estabaenferma y muy acabada; que Monsieur, herma-no del rey, se inclinaba a la devoción; que Ma-dame padecía de vahídos, y que el señor deGuiche había marchado a una de sus posesio-nes.

Supo que el señor Colbert estaba radian-te de júbilo; que el señor Fouquet consultabatodos los días un nuevo médico, que no le cu-raba, y que su principal enfermedad no era deaquellas que curan los médicos, sino los médi-cos políticos.

Decían a Artagnan que el rey trataba alseñor Fouquet con la mayor amabilidad, y queno le apartaba de su lado; pero el superin-tendente, herido en el corazón, como un her-moso árbol picado de gusano, desmejorábase apesar de las sonrisas reales, ese sol de los árbo-les de la Corte.

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Artagnan supo que la señorita de LaValliére se había hecho indispensable al rey;que el príncipe, en sus cacerías, si no la llevabaconsigo, le escribía varias veces, y no ya en ver-so, sino, lo que era peor, en prosa y por pági-nas.

Así es que veíase al primer rey delmundo, como decía la pléyade poética de en-tonces, apearse del caballo de un ardor sin se-gundo, y trazar sobre la copa de su sombrerofrases en culto, que Saint-Aignan, ayudanteperpetuo, llevaba a La Valliére a riesgo de re-ventar caballos.

Entretanto, los gamos y los faisanes seholgaban grandemente, perseguidos con tanpoca actividad, que, según decían, el arte de lacaza corría riesgo de degenerar en la corte deFrancia.

Artagnan se acordó entonces de los en-cargos del pobre Raúl; de aquella carta de de-sesperación destinada a una mujer que pasabasu vida esperando; y como Artagnan se com-

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placía en filosofar, resolvió aprovecharse de laausencia del rey para conversar un momentocon la señorita de La Valliére.

No era cosa difícil: Luisa, duran, te lareal cacería, paseábase con algunas damas enuna galería del Palais-Royal, donde el capitánde mosqueteros tenía precisamente que inspec-cionar algunos guardias.

Artagnan no dudaba que, si podía hacerrecaer la conversación sobre Raúl, Luisa le da-ría pie para escribir una buena carta al desgra-ciado desterrado; ahora bien, la esperanza, o almenos el consuelo para Raúl en una disposi-ción de ánimo como en la que le hemos visto,era el sol, era la vida de dos hombres muy que-ridos de nuestro capitán.

Encaminóse, pues, hacia el sitio dondeencontraría a la señorita de La Valliére.

Artagnan encontró a Luisa rodeada demucha gente. En su aparente soledad la favori-ta del rey recibía como una reina, más que lareina, quizá, un homenaje de que Madame se

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habría mostrado tan orgullosa, cuando todaslas miradas del rey eran para ella y daban ley atodas las miradas de los cortesanos.

Artagnan, que no era un pisaverde, nodejaba por eso de recibir siempre agasajos yatenciones de las damas; era cortés como unbravo, y su reputación terrible le había conci-liado tanta amistad entre los hombres, comoadmiración entre las mujeres.

Así fue que las camaristas, al verle en-trar dirigiéronle la palabra, asediándole a pre-guntas.

¿Dónde había estado? ¿Qué había sidode él? ¿Por qué no se le había visto hacer en subrioso caballo todas las graciosas corvetas quemaravillaban a los curiosos en el balcón delrey?

Replicó que venía del país de los naran-jos.

Aquellas señoritas se echaron a reír. Eraaquel un tiempo en que todo el mundo viajaba,y en que, no obstante, un viaje de cien leguas

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era problema resuelto muchas veces por lamuerte.

-¿Del país de los naranjos? -preguntóTonay-Charente-. ¿De España?

-¡Eh, eh! -exclamó el mosquetero.-¿De Malta? -dijo Montalais.-¡A fe que os acercáis, señoritas!-¿Es una isla? -preguntó La Valliére.-Señorita -dijo Artagnan-, no quiero

haceros buscar: vengo del país donde el señorde Beaufort embarca a estas horas para Argel.

-¿Habéis visto el ejército? -preguntaronvarias belicosas.

-Como os veo ahora -respondió Artag-nan.

-¿Y la escuadra?-Todo lo he visto.-¿Tenemos amigos por allá? -dijo la se-

ñorita de Tonnay-Charente con frialdad, perode modo que llamara la atención aquella frase,dicha intencionadamente.

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-Sí -replicó Artagnan-, tenemos al señorde la Guillotiére, al señor de Mouchy, al señorde Bragelonne...

La Valliére palideció.-¿Al señor de Bragelonne? -exclamó la

pérfida Atenaida-. Pues qué, ¿va a la guerra?Montalais le piso el pie, pero en vano.-¿Sabéis qué pienso? -continuó aquélla

sin piedad, dirigiéndose a Artagnan.-No, señorita, y bien que quisiera saber-

lo...-Pues pienso que todos los hombres que

van a esa guerra son desesperados a quienes elamor ha tratado mal, y que van a buscar negrasmenos crueles que las blancas. Algunas damasecháronse a reír; La Valliére no supo qué postu-ra tomar; Montalais tosía como para despertar aun muerto. -Señorita -interrumpió Artag-nan-, incurrís en un error al hablar de las muje-res negras de Djidgelli; las mujeres allá no sonnegras, aunque verdad es que tampoco sonblancas; son amarillas.

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-¡Amarillas!-¡Eh! No hay que alarmarse: no he visto

color que mejor cuadre con unos ojos negros yuna boca de coral.

-¡Tanto mejor para el señor de Brage-lonne! -repuso con tenacidad la señorita deTonnay-Charente-. Se indemnizará el pobrejoven.

Profundo silencio sucedió a aquellaspalabras.

Artagnan tuvo tiempo de reflexionarque las mujeres, esas dulces palomas, se tratanentre ellas mucho más cruelmente que los ti-gres y los osos.

No le bastaba a Atenaida haber hechopalidecer a La Valliére; quiso sonrojarla.

Y reanudando la conversación, sin mi-ramiento:

-¿Sabéis, Luisa -dijo-, que tenéis unenorme pecado sobre vuestra conciencia?

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-¿Qué pecado, señorita? -balbució lainfortunada, buscando en vano un apoyo entorno suyo.

-Ese joven era vuestro prometido -continuó Atenaida-. Os amaba. Le habéis re-chazado.

-Ese es un derecho que tiene toda mujerhonrada -repuso Montalais con aire remilgado-.Cuando se sabe que una no puede hacer la feli-cidad de un hombre, mas vale rechazarlo.

Luisa no acertó a ver si debía enojarse odar las gracias por semejante defensa.

-¡Rechazar! ¡Rechazar! -dijo Atenaida-.Está muy bien; pero no es ese el pecado que laseñorita de La Valliére habría de reprocharse.El verdadero pecado es haber enviado a esepobre Bragelonne a la guerra, donde se encuen-tra la muerte.

La Valliére se pasó una mano por lafrente helada.

-Y si muere -continuó la implacable-,vos le habréis matado; ese es el pecado.

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Luisa, medio muerta, fue vacilante acoger del brazo del capitán de mosqueteros,cuyo semblante revelaba una emoción insólita.

-Teníais que hablarme, señor de Artag-nan -dijo la joven con una voz alterada por lacólera y el dolor-. ¿Qué tenéis que. decirme?

Artagnan dio varios pasos por la gale-ría, llevando a Luisa del brazo, y así que estu-vieron bien apartados de los demás:

-Lo que tenía que deciros, señorita -replicó-, os lo acaba de decir la señorita deTonnay-Charente, algo bruscamente, pero porcompleto.

Luisa lanzó un débil grito, y, traspasadapor aquella nueva herida, se apartó de repente,como los pobres pájaros que heridos de muertebuscan la sombra de los jarales para morir.

La Valliére desapareció por una puerta,en el momento en que el rey entraba por la otra.

La primera mirada del príncipe fue parael asiento vacío de su querida; no viendo a La

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Valliére, frunció el ceño; pero al punto vio aArtagnan que le saludaba.

-¡Ah, señor! -exclamó-. Pronto habéisvenido, y estoy satisfecho de vos.

Era esa la expresión superlativa de lasatisfacción del rey. No pocos hombres tuvie-ron que hacerse matar para lograr aquella frase.

Las camaristas y los cortesanos, quehabían formado respetuoso círculo alrededordel rey a su entrada, separáronse, viendo quedeseaba hablar en secreto con su capitán demosqueteros.

El rey tomó la delantera y llevó a Artag-nan fuera de la sala, despuésde haber buscado otra vez con los ojos a LaValliére, cuya ausencia no comprendía.

Luego que llegaron adonde no podíanser oídos:

-Y bien, señor de Artagnan -dijo-, ¿y elpreso?

-En su prisión, Majestad.

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-¿Qué ha dicho por el camino? -Nada,Majestad.

-¿Qué ha hecho?-Hubo un momento en que el pescador

que nos transportaba a Santa Margarita se rebe-ló y quiso matarme. El... preso me defendió enlugar de tratar de huir.

El rey palideció.-Basta -dijo. Artagnan se inclinó.Luis se paseó a lo largo del gabinete.-¿Estabais en Antibes, al llegar el señor

de Beaufort?-No, Majestad, partí cuando el duque

llegaba.-¡Ah!Nuevo silencio.-¿Qué habéis visto allá?-Mucha gente -respondió Artagnan con

frialdad.El rey vio que Artagnan no quería

hablar.

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-Os he hecho venir, señor capitán, paraenviaros a preparar mi alojamiento en Nantes.

-¿En Nantes? -exclamó Artagnan.-En Bretaña.-Sí, Majestad, en Bretaña. ¿Piensa Vues-

tra Majestad hacer ese largo viaje de Nantes?-Van a reunirse allí los Estados -replicó

el rey-. Tengo que hacer dos peticiones.-¿Cuándo he de marchar? -Esta tarde...

mañana... mañana a la tarde, pues necesitáisdescanso.

-Estoy ya descansado, Majestad.-Perfectamente... Entonces, entre esta

tarde y mañana, a vuestro gusto.Artagnan saludó como para despedirse;

pero, viendo al rey todavía indeciso:-¿Pensáis -preguntó dando dos pasos

adelante- que os siga la Corte?-Sí.-Entonces, el rey necesitará mos-

queteros.

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Y la mirada aguda del capitán hizo bajarla del rey.

-Llevad una brigada -replicó Luis.-¿No tiene el rey más que mandarme?-No ... ¡ah!... Sí.-Escucho.-En el palacio de Nantes, que dicen está

mal distribuido, tomaréis la costumbre de po-ner mosqueteros a la puerta de cada uno de losprincipales dignatarios que lleve.

-¿De los principales?-Sí.-Como, por ejemplo, en la puerta del

señor de Lyonne.-Sí.-Del señor de Letellier.-Sí.-Del señor de Brienne.-Sí.-Y del señor superintendente.-También.

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-Perfectamente. Mañana habré marcha-do.

-Una palabra todavía, señor Artagnan.En Nantes encontraréis al señor duque deGesvres, capitán de los guardias. Cuidad deque vuestros mosqueteros estén colocados an-tes que lleguen sus guardias. El puesto es de losprimeros que lleguen.

-Bien, Majestad.-¿Y si el señor de Gesvres os pregunta-

se?-¡Bah! ¿Por qué va a preguntar nada el

señor de Gesvres?Y con desenfado, el mosquetero giró

sobre sus talones y desapareció. "¡A Nan-tes! -decía entre sí mientras bajaba los escalo-nes-. ¿Por qué no se habrá atrevido a decir des-de luego a Belle-Isle?Apenas llegaba a la puerta grande, cuando lealcanzó un escribiente de Brienne.

-¡Señor de Artagnan! -dijo-. Perdonad...-¿Qué hay, señor Ariste?

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-El rey me ha encargado entregaros unalibranza.

-¿Contra vuestra caja?-No, señor; contra la del señor Fouquet.Artagnan, sorprendido, leyó la libranza,

de puño y letra del rey, por valor de doscientosdoblones.

-"¡Cómo! -pensó después de haber dadocortésmente las gracias al escribiente del señorBrienne-. ¿Va a ser ese viaje a costa del señorFouquet? ¡Diantre! Esto es puro Luis XI. ¿Porqué no haberlo hecho contra la caja del señorColbert? ¡Habría pagado tan contento!"

Y Artagnan, fiel a su principio de nodejar enfriar jamás una libranza a la vista, sedirigió a casa del señor Fouquet para palpar susdoscientos doblones.

CVIIILA CENA

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El superintendente había recibido avisosin duda de la próxima partida a Nantes, puesdaba a la sazón una comida de despedida a susamigos.En toda la casa, la solicitud de los criados quellevaban platos, y la actividad de los registros,atestiguaban un próximo trastorno en la caja yen la cocina.Artagnan, con su libranza en la mano, se pre-sentó en las oficinas, donde se le manifestó queera demasiado tarde para cobrar, que estabacerrada la caja.

El capitán sólo replicó esta frase:-¡Servicio del rey!El escribiente, algo turbado al ver la

gravedad del capitán, dijo queaquella razón era muy respetable, pero quetambién lo eran los usos de la casa; en su conse-cuencia, rogaba al portador que volviese al díasiguiente:

El mosquetero pidió que le dejasen veral señor Fouquet.

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El escribiente replicó que el señor super-intendente no se mezclaba en aquellas minu-cias, y; bruscamente, cerró su última puerta enlas narices de Artagnan.

Este había previsto el golpe, y puso subota entre la puerta y el jambaje de suerte queno pudo cerrar el escribiente, y quedó otra vezcara a cara con su interlocutor. Al fin, cambióde tono para decir a Artagnan, con una cortesíaespantada:

-Si deseáis hablar al señor su-perintendente, id a las antecámaras; aquí estánlas oficinas, donde nunca viene monseñor.

-¡Enhorabuena! ¡Hubierais dicho esodesde un principio! -replicó Artagnan.

-Al otro lado del patio -dijo el escribien-te, gozoso de verse libre. Artagnan atravesó elpatio, dejándose caer en medio de los criados.

-Monseñor no recibe a estas horas -lecontestó un galopín que llevaba en una fuentede plata sobredorada tres faisanes y doce co-dornices.

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-Decidle -repuso Artagnan deteniendoal criado por el extremo de la fuente- que soy elcaballero Artagnan, capitán-teniente de losmosqueteros del rey.

El criado lanzó un grito de sorpresa ydesapareció.

Artagnan le había seguido a pasos len-tos. Llegó precisamente a tiempo de hallar en laantecámara al señor Pellisson, que algo pálido,venía, del comedor y acudía a informarse.

Artagnan sonrió.-No es nada malo, señor Pellisson; sólo

vengo a cobrar una libranza.-Ah! exclamó respirando el amigo de

Fouquet.Y cogió al capitán de la mano, lo llevó

tras de sí, e hízole entrar en la sala, donde grannúmero de amigos rodeaban al superintenden-te, colocado en el centro y sepultado en un si-llón de almohadones.

Allí estaban reunidos todos los epicú-reos que poco antes, en Vaux, hacían los hono-

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res de ¡la casa,,del talento y del dinero del señorFouquet.

Amigos joviales, afectuosos la mayorparte, no habían abandonado a su protector alaproximarse la tempestad, y, a pesar de lasamenazas del cielo, a pesar de los temblores detierra, allí estaban sonrientes, solícitos, consa-grados al infortunio como lo habían estado a laprosperidad.

A la izquierda del superintendente, laseñora de Belliére; a su derecha, la señora Fou-quet: como si, desafiando las leyes del mundo yhaciendo callar toda razón de miramientos vul-gares, los dos ángeles protectores de aquelhombre se reuniesen para prestarle en un mo-mento de crisis el apoyo de sus brazos entrela-zados.

La señora de Belliére estaba pálida,temblorosa y llena de atenciones respetuosashacia la superintendenta, que con una manosobre la de su esposo, miraba ansiosamente la

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puerta por la que Pellisson iba a hacer entrar alcapitán.

Artagnan se presentó con la mayor ur-banidad primero, y admiración después, cuan-do, con su infalible mirada, adivinó la significa-ción de todos los semblantes.

Fouquet, levantándose de su sillón:-Perdonad -dijo-; caballero Artagnan, si

no he salido a recibiros como viniendo en nom-bre del rey. Y acentuó estas últimas palabrascon una especie de firmeza triste que heló elcorazón de sus amigos.

-Monseñor -replicó Artagnan-, no vengoa vuestra casa en nombre del rey, sino con elúnico objeto de reclamar el pago de una libran-za de doscientos doblones.

Despejáronse las frentes de todos; sólola de Fouquet permaneció sombría.

-¡Ah! -dijo-. Señor, ¿partís también paraNantes, quizá? -No sé dónde iré, monseñor.

-Pero -dijo la señora Fouquet serenada-,no os marcharéis tan pronto señor capitán, que

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no nos hagáis el honor de sentaros con noso-tros.

-Señora, el honor lo sería, y muy grande,para mí; pero tengo tanta prisa, que ya veis, mehe visto obligado a interrumpir vuestra comidapara hacer efectiva esta libranza.

-Que será satisfecha en oro -dijo Fou-quet, haciendo una seña a su intendente, quesalió con la libranza que le tendía Artagnan.

-¡Oh! -exclamó éste-. No tenía inquietudpor el pago: la casa es buena.En las pálidas facciones de Fouquet se dibujóuna triste sonrisa.

-¿Estáis malo? -preguntó la señora deBelliére.

-¿Os da el ataque? -preguntó la señoraFouquet.

-Nada; gracias -replicó el su-perintendente.

-¿El ataque? -repitió a su vez el mosque-tero-. ¿Estáis malo acaso, monseñor?

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-Padezco unas tercianas que cogí des-pués de las fiestas de Vaux.

-Alguna humedad en las grutas, de no-che.

-No, no: una emoción, nada más.-La excesiva solicitud que habéis des-

plegado en recibir al rey -dijo La Fontaine,tranquilamente, sin sospechar que lanzaba unsacrilegio.

-Jamás es demasiada la solicitud que sepone en recibir al rey -dijo dulcemente Fouqueta su poeta.

-El señor ha querido decir demasiadoardor -replicó Artagnan con perfecta franquezay mucha amenidad-. El hecho es, monseñor,que se ha practicado en Vaux la hospitalidadcomo en ninguna parte.

La señora Fouquet dejó entrever en susemblante que, si Fouquet se había conducidobien con el rey, el rey no correspondía digna-mente a su ministro.

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Mas Artagnan sabía el terrible secreto;lo sabía además de Fouquet. Aquellos doshombres no tenían, el uno el valor de quejarsedel otro, ni éste el derecho de acusar.

El capitán, a quien trajeron sus doscien-tos doblones, iba ya a despedirse, cuando Fou-quet se levantó, cogió un vaso e hizo dar otro aArtagnan.

-Caballero -dijo-, a la salud del rey, su-ceda lo que quiera.

-Y a la vuestra, monseñor, suceda lo quequiera -dijo Artagnan bebiendo.

Y después de estas palabras de malagüero, saludó a la concurrencia, que se levantócuando hizo su saludo, oyéndose sus espuelasy sus botas hasta lo último de la escalera.

-Llegué a creer por un momento quevenían por mí y no por mi dinero -dijo Fou-quet, esforzándose por reír.

-¡Por vos! -exclamaron sus amigos-. ¿Ypor qué, Dios mío?

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-¡Oh! -murmuró el superintendente-. Nonos hagamos ilusiones, mis queridos hermanosen Epicuro. No quiero establecer comparacio-nes entre el más humilde pecador de la tierra yel Dios a quien adoramos; mas, recordad queun día dio a sus amigos una comida, que sellama la Cena, y que no fue otra cosa que unacomida como la que hacemos en este instante.

Un grito, doloroso de negación. partióde todos los ángeles de la mesa.

-Cerrad las puertas -ordenó Fouquet.Y los criados desaparecieron.-Amigos míos -continuó Fouquet bajan-

do la voz-, ¿qué era yo en otro tiempo? ¿Quésoy actualmente? Reflexionadlo y responded.Un hombre como yo desciende, por razónmisma de no elevarse ya. ¿Qué dirán cuandorealmente descienda? No tengo ya dinero, notengo ya crédito, no tengo ya más que enemi-gos poderosos y amigos sin valimiento.

-¡Pronto! -exclamó Pellisson levantándo-se-. Puesto que os explicáis con esa franqueza, a

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nosotros nos toca ser francos también. Sí, estáisperdido; sí, os precipitáis en vuestra ruina: de-teneos. En primer lugar, ¿qué dinero nos que-da?

-Setecientas mil libras -dijo el intenden-te.

-El pan -murmuró la señora Fouquet.-La posta -dijo Pellisson-, la posta, y

huid.-¿A dónde?-A Suiza, a Saboya; pero huid. Si mon-

señor huye -dijo la señora de Belliére-, diránque era culpable y que tuvo miedo.

-Dirán más aún. Dirán que me he lleva-do veinte millones.

-Escribiremos memorias para justifica-ros -dijo La Fontaine-; huid.

-Me quedaré -dijo Fouquet-; y, además,¿qué iba a hacer?

-¡Tenéis a Belle-Isle! -exclamó el abateFouquet.

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-Y hacia allí voy naturalmente, yendo aNantes -repuso le superintendente-. ¡Paciencia,pues, paciencia!

-¡Pero cuánto hay que caminar antes dellegar a Nantes! dijo la señora Fouquet.

-Sí lo sé -replicó Fouquet-; pero, ¿qué seha de hacer? El rey me llama a los Estados. Biensé que es para perderme; mas negarme a acudires mostrar recelo.

-Pues bien, he hallado el medio de con-ciliarlo todo -exclamó Pellisson-. Marcharéis aNantes. Fouquet miró sorprendido.

-Pero con amigos, en vuestra carrozahasta Orleáns; en vuestra gabarra hasta Nantes;dispuesto siempre a defenderos si os atacan; aescapar si os amenazan; en una palabra, lleva-réis vuestro dinero para todo evento, y, al pasoque huís, no habréis hecho más que obedecer alrey; luego, ganado el mar cuando queráis, osembarcaréis para Belle-Isle, y, desde allí, osdirigiréis adonde os plazca, semejante al águila

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que sale y hiende el espacio cuando la han des-alojado de su nido.

Unánime asentamiento acogió las pala-bras de Pellisson.

-Si, haced eso -dijo la señora Fouquet asu marido.

-Hacedlo -añadió la señora de Belliére.-¡Hacedlo, hacedlo! -repitieron todos los

amigos.-Lo haré -replicó Fouquet.-Desde esta misma noche.-Dentro de una hora.-Inmediatamente.-Con setecientas mil libras, reharéis una

fortuna -dijo el abate Fouquet-. ¿Qué nos impi-de armar corsarios en Belle-Isle?

-Y, si es necesario, iremos a descubrir unnuevo mundo -añadió La Fontaine, ebrio deproyectos y de entusiasmo.

Un golpe en la puerta interrumpió aquelconcurso de alegría y de esperanza.

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-¡Un correo del rey! -gritó el maestro deceremonias.

Entonces se hizo profundo silencio, co-mo si el mensaje que traía el correo no fuesemás que una respuesta a todos los proyectosconcebidos momentos -antes.

Todos esperaron ver qué hacía el amo,cuya frente estaba bañada en sudor, pues,realmente tenía calentura.

Fouquet pasó a su gabinete para recibirel mensaje de Su Majestad.

Reinaba, como hemos dicho, tal silencioen las cámaras, que se oyó la voz de Fouquetque respondía: -Está bien, señor.

Aquella voz parecía, no obstante, desfa-llecida por la fatiga y alterada por la emoción.

Un instante después, Fouquet llamó aGourville, que atravesó la galería en medio deuniversal expectación.

Al fin volvió a presentarse Fouquet en-tre sus convidados; pero no era ya el mismorostro, pálido y alterado, que le habían visto

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salir; de pálido se había puesto lívido, y, dealterado, en descompuesto. Espectro viviente,adelantábase con los brazos tendidos y la bocaseca, como la sombra que viene de saludaramigos de otro tiempo.

A aquel espectáculo todos se levanta-ron, todos gritaron, todos corrieron a Fouquet.

Este, mirando a Pellisson, se apoyó en lasuperintendenta, y estrechó la mano helada dela señora de Belliére.

-¿Y qué -dijo una voz que no tenía nadade humana.

-¿Qué sucede, Dios mío? -le dijeron.Fouquet abrió su mano derecha, crispa-

da, húmeda, y se vio en ella un papel, que seapresuró a recoger Pellisson, aterrado.

Este leyó las siguientes líneas, de puño yletra del rey:

"Querido y amado señor Fouquet, dad-nos, sobre lo que nos resta de vuestra pertenen-cia, la cantidad de setecientos mil libras quenecesitamos hoy para nuestra marcha.

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"Y como sabemos que vuestra salud noes buena, pedimos a Dios que os restablezcacuánto antes y os tenga en su santa guarda.

"La presente se tendrá por recibo.Un murmullo de espanto circuló por la

sala.-Y bien -exclamó Pellisson a su vez-,

¿tenéis esa carta?-La he recibido, sí.-¿Y qué pensáis hacer?-Nada, ya que la he recibido. -Pero...-Si la he recibido, Pellisson, es que he

pagado -replicó el superintendente con unasencillez que arrancó el corazón a los concu-rrentes.

-¿Habéis pagado? -exclamó la señoraFouquet con desesperación-. ¡Entonces, estamosperdidos!

-Vamos, vamos, basta de palabras inúti-les -interrumpió Pellisson-. Después del dinero,la vida. ¡Monseñor, a caballo, a caballo!

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-¡Abandonarnos! -exclamaron a la vezlas dos mujeres ebrias de dolor.

-¡Eh, monseñor, poniéndoos vos en sal-vo, nos salváis a todos! ¡A caballo!

-¡Pero si no puede tenerse en pie!-¡Oh! Si reflexionáis... -dijo el intrépido

Pellisson.-Tenéis razón -dijo Fouquet.-¡Monseñor, monseñor! -gritó Gourville,

subiendo de cuatro en cuatro los escalones-.¡Monseñor!

-¿Qué ocurre?-Ya sabéis que fui escoltando el. correo

del rey con el dinero.-Sí.-Pues bien, al llegar al Palais Royal, vi ...-Respira un poco, mi buen amigo, te

sofocas.-¿Qué visteis? -gritaron los amigos im-

pacientes.-Vi a los mosqueteros montar a caballo.

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-¿Veis? -gritaron-. ¿Veis? ¿Hay un ins-tante que perder?

La señora Fouquet se precipitó por lasescaleras, pidiendo sus caballos.

La señora de Belliére lanzóse a cogerlaen sus brazos, y le dijo:

-Señora, en nombre de su salvación, nomanifestéis ninguna alarma.

Pellisson corrió para hacer engancharlas carrozas.

Y entretanto, Gourville recogió en susombrero el oro y plata que los amigos, llorososy asustados, pudieron echar, última ofrenda,piadosa limosna hecha a la desgracia por lapobreza.

El superintendente, arrastrado por unos,llevado por otros, fue metido en su carroza.Gourville subió al pescante y tomó las riendas.Pellisson sostuvo a la señora Fouquet des-mayada.

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La señora de Belliére tuvo más valor, yobtuvo en ello su recompensa, pues recogió elúltimo beso de Fouquet.

Pellisson explicó fácilmente aquella ace-lerada marcha por una orden del rey, que lla-maba a los ministros a Nantes.

CIXEN LA CARROZA DEL SEÑOR COLBERT

Según había visto Gourville, los mos-queteros del rey montaban a caballo y seguíana su capitán.

Este, que no quería le molestasen en susandanzas, dejó su brigada a las órdenes de unteniente, y se marchó, por su parte, con caballosde posta, recomendando a sus hombres la ma-yor actividad.

Por mucho que ellos corriesen, no podí-an llegar antes que él.

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Al pasar por delante de la calle Croix-des-Petis-Champs, vio algo que le dio muchoen qué pensar. Vio al señor Colbert salir de sucasa y subir a una carroza parada a la puerta.En aquella carroza, Artagnan distinguió cofiasde mujer, y, como era curioso, quiso saber elnombre de aquellas mujeres.

A fin de verlas, pues se hacían las des-entendidas, puso su caballo tan cerca de la ca-rroza, que su bota de embudo rozó con el man-to y todo lo conmovió, continente y contenido.

Las damas, atemorizadas, lanzaron, launa un débil grito, en el que Artagnan recono-ció a una joven, la otra una imprecación, en laque reconoció el vigor y el aplomo que danmedio siglo.

Apartáronse las cofias: una de las muje-res era la señora Vanel, la otra la duquesa deChevreuse.Artagnan anduvo más listo que las damas. Lasreconoció, y ellas no le conocieron; y como rie-

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sen ellas de su miedo, estrechando afectuosa-mente las manos:

"¡Bien! -dijo para sí Artagnan-. La viejaduquesa no es tan mirada en amistades como lofue en otro tiempo. ¡Hace la corte a la queridadel señor Colbert! ¡Pobre señor Fouquet! Nadabueno le presagia esto.

Y se alejó. El señor Colbert tomó asientoen la carroza, y aquel noble trío emprendió unaperegrinación bastante lenta hacia el bosque leVincennes.

Por el camino, la señora de Chevreusedejó a la señora Vanel en casa de su señor ma-rido, y, quedándose sola con Colbert, prosiguiósu paseo hablando de negocios. Tenía un fondode conversación inagotable la querida duquesa,y, como siempre hablaba para mal de otro y enprovecho propio, su conversación entretenía alinterlocutor y no dejaba de ser para ella bastan-te útil.

Dijo a Colbert que se hallaba ignorantede ello, lo gran ministro que era, y la nulidad a

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que vendría a parar Fouquet. Prometióle ponerde su parte, cuando fuese superintendente, atoda la antigua nobleza de-l reino, y le pidió suopinión sobre le preponderancia de La Valliére.

Lo elogió, le censuró y lo aturdió. Ledescubrió el secreto de tantos secretos, queColbert temió por un momento habérselas conel diablo, probándole que tenía en sus „,anos alColbert de hoy, como había tenido al Fouquetde ayer.

Y como, ingenuamente, le preguntase élla razón del odio que sentía al superintendente:

-¿Por qué le aborrecéis vos? -dijo ella.-Señora -contestó Colbert-, en política

las diferencias de sistema pueden causar disi-dencias entre los hombres. He creído que elseñor Fouquet practicaba un sistema opuesto alos intereses del rey.

La duquesa le interrumpió: -No os habloya del señor Fouquet. El viaje que hace el rey aNantes vendrá a darnos la razón. El señor Fou-

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quet, para mí, es hombre gastado. Para vostambién. Colbert no replicó.

-Al regreso de Nantes -prosiguió la du-quesa-, el rey, que sólo busca un pretexto,hallará que los Estados se han conducido mal,que han hecho pocos sacrificios. Los Estadosdirán que los impuestos son demasiados pesa-dos, y que la superintendencia los ha arruina-do. El rey se quejará al señor Fouquet, y enton-ces...

-¡Oh! Caerá en desgracia. ¿No sois delmismo parecer?

-¿Qué? -dijo Colbert.Colbert lanzó a la duquesa una mirada

que quería decir: "Si el señor Fouquet quedasólo privado de su alimento, no será por vos."

-Es preciso -apresuróse a decir la señorade Chevreuse- que tengáis bien marcado vues-tro puesto, señor Colbert ¿Veis a alguien entreel rey y vos, después de la caída del señor Fou-quet?

-No os entiendo -replicó Colbert.

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-Ahora me comprenderéis. ¿Hasta quépunto llegan vuestras ambiciones?

-No las tengo.-Era inútil entonces derribar al superin-

tendente, señor Colbert. Es ocioso.-He tenido el honor de deciros, señora . .

.-¡Oh, sí! Ya sé: el interés del rey; mas,

hablemos del vuestro.-El mío es servir a Su Majestad.-En fin, ¿perdéis o no al señor Fouquet?

Contestad sin rodeos. señora, yo no pierdo anadie. -No comprendo entonces por qué mehabéis comprado tan caras las cartas de Maza-rino, relativas al señor Fouquet. Tampoco con-cibo por qué habéis enseñado al rey esas cartas.

Colbert, estupefacto, miró a la duquesa,y con aire contrariado:

-Señora -dijo-, todavía concibo yo me-nos, cómo vos, que habéis tomado el dinero,venís ahora echándome eso en cara.

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-Es que -replicó la vieja duquesa- hayque querer lo que se quiere, a menos que no sepueda hacer lo que se quiere.

-¡Hola! -exclamó Colbert, desconcertadopor aquella brusca lógica.

-No podéis, ¿he? Decid.-No puedo, lo confieso, destruir en el

rey ciertas influencias.-Que combaten. por el señor Fouquet.

¿Cuáles? Esperad, que os ayudaré.-Bien, señora.-¿La Valliére?-¡Oh! Poca influencia, ningún conoci-

miento en los negocios, y nada de fuerza. Elseñor Fouquet le ha hecho la corte.

-Defenderle, sería acusarse a sí misma,¿no es cierto?

-Creo que sí.-Todavía haya otra influencia, ¿no os

parece?-Considerable.-¿La reina madre acaso?

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-Su Majestad la reina madre tiene por elseñor Fouquet una debilidad muy perjudicialpara su hijo.

-No lo creáis -dijo la vieja sonriendo.-¡Oh! -exclamó Colbert con increduli-

dad-. ¡He tenido tantas pruebas de ello!-¿En otro tiempo?-Y también ahora, en Vaux. Fue ella

quien impidió al rey que detuvieran al señorFouquet.

-No todos los días tiene uno la mismaopinión, querido señor. Lo que la reina pudoquerer hace poco, tal vez no lo quiera hoy.

-¿Por qué -murmuró Colbert extrañado.-El motivo poco importa.-Al contrario, importa mucho; porque si

yo estuviera seguro de no desagradar a Su Ma-jestad la reina madre, todos mis escrúpulosserían leves.

-Supongo que no habréis dejado de oírhablar de cierto secreto.

-¿Un secreto?

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-Llamadlo como queráis. Lo cierto esque la reina madre mira con horror a los quehan tenido parte en el descubrimiento de esesecreto, y creo que el señor Fouquet es uno deellos.

-Entonces -replicó Colbert-, ¿podría con-tar con el asentimiento de la reina madre?

-Acabo de separarme de Su Majestad,que me lo ha asegurado.

-Enhorabuena, señora.-Hay más. ¿Conocéis a un hombre que

era amigo íntimo del señor Fouquet, el señor deHerblay, un obispo, según creo?

-Obispo de Vannes.-Pues bien; a ese señor de Herblay, que

sabía también ese secreto, le ha hecho perseguirla reina madre con encarnizamiento.

-¿De veras?-De tal modo, que, aun muerto, quería

tener su cabeza para asegurarse de que nohablará.

-¿Es ese el deseo de la reina madre?

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-Una orden.-¿Buscan a se señor de, Herblay, señora?-¡Oh! Bien sabemos donde está. Colbert

miró a la duquesa.-Decid, señora.-Está en Belle-Isle-en-Mer.-¿En tierras del señor Fouquet?-En tierras del señor Fouquet.-¡Lo tendremos!La duquesa sonrió a su vez.-No creáis eso tan fácil -dijo-, ni lo pro-

metáis con tanta ligereza.-¿Por qué, señora?-Porque el señor de Herblay no es de

esos hombres a quienes se prende cuando sequiere.

-Entonces, será un rebelde.-¡Oh! Nosotros, señor Colbert, hemos

pasado toda nuestra vida siendo rebeldes, y, noobstante, bien lo veis, lejos de ser cogidos, pren-demos a los demás.

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Colbert clavó en la vieja duquesa una deesas miradas feroces que no tienen traducción,y, con firmeza no exenta de dignidad:

-No estamos en los tiempos -dijo- en quelos súbditos conseguían ducados haciendo laguerra al rey de Francia. Si el señor de Herblayconspira, morirá en un cadalso. Poco nos im-porta que eso agrade a no a sus amigos.Aquel nos, raro en la boca de Colbert, dejó unmomento pensativa a la duquesa, sorprendidade contar interiormente con aquel hombre.

Colbert había logrado la superioridaden la conversación, y quiso conservarla.

-¿Me pedís, señora --dijo- que mandeprender a ese señor de Herblay?

-¿Yo? Nada os pido.-Creía, señora; pero, puesto que me he

engañado, demos tiempo al tiempo. El rey- noha dicho nada todavía.

La duquesa se mordió las uñas. -Porotra parte -continuó Colbert-, ese obispo es

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muy poca cosa. ¡Caza de rey, un obispo! Nopienso siquiera ocuparme de él.

El odio de la duquesa se descubrió.-Caza de mujer -dijo-, y la reina es una

mujer. Si ella quiere que detengan al señor deHerblay, sus razones tendrá. Por otra parte, ¿noes el señor de Herblay amigo del que va a caeren desgracia?

-¡Oh! Eso poco importa- dijo Colbert-.Respetaremos a ese hombre, si no es enemigodel rey. ¿Lo llevaríais a mal?

-Yo no digo nada.-Sí... quisierais verlo preso, en la Bastilla,

por ejemplo.-Creo que un secreto está mejor guarda-

do tras los muros de la Bastilla que no tras losde Belle-Isle.

-Hablaré de eso al rey, y él proveerá.-Y, entretanto, el señor obispo de Van-

nes escapará. Yo haría igual.-¡Escapar él! ¿Y adónde? Europa es

nuestra, si no de hecho, de voluntad.

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-Nunca le faltará un asilo, señor. Bien seve que no sabéis con quién os las habéis. Noconocéis al señor de Herblay, ni habéis cono-cido a Aramis. Ese es uno de aquellos cuatromosqueteros que, -en tiempo del difunto rey,hicieron temblar al cardenal de Richelieu, y quedurante la Regencia dieron tanto que hacer amonseñor Mazarino.

-Pero, señora, ¿cómo se las ha de com-poner, a no ser que tenga un reino propio?

-Lo tiene, señor.-¿Un ,reino él, el señor de Herblay?-Os repito, señor, que si necesita un re-

ino, lo tiene o 1o tendrá.-En fin, puesto que tenéis tanto interés

en que no escape, señora, ese rebelde, os lo ase-guro, no escapará.

-Belle-Isle está fortificada, señor Colbert,y fortificada por él.

-Aun cuando fuese él mismo quien ladefendiese, Belle-Isle no es inexpugnable, y si el

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señor obispo de Vannes se ha encerrado allí, sesitiará la plaza y la tomaremos.

-Podéis estar seguro, de que el celo quetengáis por los intereses de la reina madrecomplacerá en extremo a Su Majestad y os pro-porcionará una magnífica recompensa; mas,¿qué podré decirle de vuestros proyectos acercade ese hombre?

-Que una vez cogido, será sepultado enuna fortaleza de donde jamás saldrá su secreto.

-Muy bien, señor Colbert; podemos de-cir que desde este momento hemos hecho am-bos una alianza sólida, y que me tenéis consa-grada a vuestro servicio.

-Soy yo, señora, quien me consagro alvuestro. Ese caballero de Herblay es un espíade España. ¿no es cierto?

-Más que eso.-¿Un embajador secreto?-Subid más.-Aguardad ... El rey Felipe III es devoto.

¿Será... el confesor de Felipe III?

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-Más alto todavía.-¡Diantre! -exclamó Colbert, olvidándo-

se hasta de jurar delante de aquella gran dama,de aquella vieja amiga de la reina madre, de laduquesa de Chevreuse, en fin-. ¿Será, pues, elgeneral de los jesuitas?

-Creo que lo habéis adivinado -respondió la duquesa.

-¡Ah, señora! ¡Entonces, ese hombre nosperderá a todos, si no le perdemos a él, y aun espreciso apresurarse!

-Esa era mi opinión, señor, mas no meatrevía a decíroslo.

-Y ha sido una fortuna que haya atacadoal trono, en vez de atentar contra nosotros.

-Pero notad bien una cosa, señor Col-bert: jamás se desanima el señor de Herblay, y,si el golpe le ha salido mal, volverá a empezar.Si ha dejado escapar la ocasión de darse un reya su gusto, tarde o temprano se dará otro, delcual, a buen seguro, no seréis el primer minis-tro.

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Colbert frunció el ceño con expresiónamenazadora.

-Cuento con que la prisión nos arreglaráeste asunto de un modo satisfactorio para losdos, señora. La duquesa sonrió.

-¡Si supieseis -dijo- cuántas veces hasalido Aramis de la prisión!

-¡Oh! -replicó Colbert-. Ya cuidaremosde que esta vez no salga.

-Pero, ¿no habéis oído lo que os he di-cho poco ha? ¿No recordáis que Aramis era unode los cuatro invencibles a quienes tanto temíaRichelieu? Y en aquella época no tenían lo quehoy tienen; dinero y experiencia.

Colbert se mordió los labios.-Renunciaremos a la prisión -dijo en

tono mas bajo-, y buscaremos un retiro de don-de no pueda salir el invencible.

-¡Así me gusta, aliado nuestro! -repusola duquesa-. Mas se va haciendo tarde. ¿Vol-vemos?

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-Con tanto más placer, señora, cuantoque tengo que hacer mis preparativos para salircon el rey.

-¡A París! -gritó la duquesa al cochero.Y la carroza volvió hacia el barrio de

San Antonio, tras la conclusión de aquel tratadoque entregaba a la muerte al último amigo deFouquet, al último defensor de Belle-Isle, alantiguo amigo de María Michón, al nuevoenemigo de la duquesa.

CXLAS DOS GABARRAS

El capitán había partido; Fouquet tam-bién, y con una rapidez que re- doblaba el tier-no interés de sus amigos.

Los primeros momentos de aquel viaje,o, mejor, de aquella fuga, fueron turbados porel temor incesante de todos los caballos, de to-

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das las carrozas que se veían detrás del fugiti-vo.

No era natural, en efecto, que Luis XIV,si quería aquella presa, la dejase escapar; eljoven león sabía ya de caza, y tenía sabuesosbastante ardientes para poder descansar enellos.

Mas, insensiblemente, todos los temoresfueron desapareciendo; el superintendente, afuerza de correr, puso tal distancia entre él y losperseguidores, que razonablemente, nadie po-día alcanzarle. Respecto a! pretexto del viaje,sus amigos lo habían encontrado excelente ¿Noviajaba para ir a reunirse con e! rey en Nantes,y la misma rapidez no atestiguaba su celo?

Llegó fatigado, pero tranquilo, a Or-leáns, donde, merced a los cuidados de un co-rreo que le había precedido, halló una hermosagabarra de ocho remeros.

Aquellas gabarras, en forma de góndo-las, algo anchas y algo pesadas, que tenían unapequeña cámara cubierta en forma de combés,

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y una cámara de popa formada por una tienda,hacían entonces el servicio de Orleáns a Nantespor el Loira; y la travesía, larga ahora, parecíaentonces mas cómoda y suave que el caminoreal, con sus jacos de posta o sus malas carrozasapenas suspendidas. Fouquet entró en aquellagabarra, que partió inmediatamente. Los reme-ros, al saber que tenían el honor de conducir alsuperintendente de Hacienda, maniobrabancon el mayor afán y la palabra mágica Hacien-da, prometíales una buena gratificación, de quequerían hacerse dignos.

La gabarra voló sobre las olas del Loira.Un tiempo magnífico, uno de esos soles de le-vante que empurpuran los paisajes, dejaba alrío toda su límpida serenidad. La corriente ylos remeros llevaron a Fouquet como las alasllevan a las aves; llegó a Beaugency sin que nin-gún incidente interrumpiese el viaje.

Fouquet contaba con llegar el primero aNantes; allí vería a los notables y se buscaría unapoyo entre los principales miembros de los Es-

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tados; haciéndose necesario, cosa fácil a unhombre de su mérito, retrasaría la catástrofe, sino conseguía evitarla enteramente.

-Por lo demás -le decía Gourville-, enNantes adivinaréis o adivinaremos las inten-ciones de vuestros enemigos; tendremos prepa-rados los caballos para internarnos en el inex-tricable Poitou, una barca para ganar el mar,Belle-Isle es el puerto inviolable. Ya veis, ade-más, que nadie nos acecha ni nos sigue.

Apenas acababa de hablar, cuando sedistinguió a lo lejos, detrás de un recodo for-mado por el río, la arboladura de una gabarraimportante que bajaba.

Los remeros de la barca de Fouquet lan-zaron un grito de sorpresa al divisar aquellagabarra.

-¿Qué hay? preguntó Fouquet.-Hay, monseñor -respondió el patrón

del barco-, que es muy extraordinario que esagabarra marche como un huracán.

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Gourville se estremeció, y subió al com-bés para ver mejor. Fouquet no subió, pero dijoa Gourville con una desconfianza dominada:

-Ved lo que es eso, querido.La gabarra acababa de doblar el recodo.

Navegaba tan aprisa, que detrás de ella veíaseburbujear el blanco rastro de su surco, ilumina-do por los resplandores del día.

-¡Cómo van! -repetía el patrón-. ¡Cómovan! Buena debe ser la paga. No creía -continuóel patrón- que ningún remo pudiese aventajar alos nuestros, pero ésos me prueban lo contrario.

-¡Ya lo creo -dijo uno de los remeros-.Como que ellos son doce y nosotros no somosmás que ocho.

-¡Doce! -exclamó Gourville-. ¡Doce re-meros! Imposible!

Nunca se ponían, en efecto, arriba deocho remeros para una gabarra, ni aun para elmismo rey. Ese honor se le había hecho al señorsuperintendente, más por ir de prisaque por respeto.

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-¿Qué significa eso? -preguntó Gourvi-lle, procurando distinguir bajo la tienda, que yase divisaba, a los viajeros que no podía recono-cer todavía la vista más perspicaz.

-¡Prisa deben traer! ¡Porque no es el rey!-dijo el patrón. Fouquet estremecióse.

-¿En qué conocéis que no es el rey? -dijoGourville.

-Primero, porque no diviso el pabellónblanco con flores de lis, que la gabarra real llevasiempre.

-Y luego -añadió Fouquet-, porque elrey estaba ayer aún en París.

Gourville respondió al superintendentecon una mirada que significaba "También esta-bais vos."

-¿Y en qué se conoce que traen prisa? -añadió para ganar tiempo.

-En que esa gente -dijo el patrón- hadebido salir mucho después que nosotros, y yanos han alcanzado o poco menos.

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-¡Bah! -exclamó Gourville-. ¿Y quién osdice que esa gente no ha salido de Beaugency, ode Niort, quizá?

-No hemos visto ninguna gabarra de esafuerza sino en Orleáns. Viene de Orleáns. se-ñor, y se despacha.

Fouquet y Gourville cambiaron unamirada.

El patrón notó aquella inquietud. Gour-ville, para distraer su atención: -Algúnamigo -dijo- que habrá apostado a alcanzarnos;ganemos la apuesta, y no nos dejemos alcanzar.

El patrón abría la boca para decir que noera posible, cuando Fouquet, con altivez:

-Si es alguien que quiere alcanzarnos -dijo-, dejémosle venir. -Puede intentarse, mon-señor -dijo el patrón tímidamente- ¡Vamos, mu-chachos, nervio! ¡Bogad!

-No -dijo Fouquet-, al contrario, paradpronto!

-¡Monseñor, qué locura! -interrumpió,Gourville, inclinándose a su oído.

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-¡Parad pronto! -repetía Fouquet.Los ocho remeros detuviéronse, y, resis-

tiendo el agua, imprimieron un movimientoretrógrado a la gabarra, que se detuvo.

Los doce remeros de la otra no advirtie-ron de pronto aquella maniobra, y continuaronempujando el esquite con tal vigor, que se pusoa distancia de un tiro de mosquete. El señorFouquet tenía mala vista; a Gourville le moles-taba el sol, que ofendía sus ojos; sólo el patrón,con esa práctica y esa precisión que da la luchacon los elementos, divisó distantemente a losviajeros de la gabarra.

-¡Ya los veo! -exclamó-. Son dos.-Yo nada veo -dijo Gourville.-No tardaréis en distinguirlos; con unos

golpes de remó se pondrán a veinte pasos denosotros.

Pero no se verificó, lo que anunciaba elpatrón; la gabarra imitó la maniobra mandadapor Fouquet, y en vez de venir a reunirse con

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sus supuestos amigos, detúvose en medio delrío.

-No lo entiendo -dijo el patrón.-Ni yo -dijo Gourville. -Vos que veis

bien la gente de esa gabarra -prosiguió Fou-quet-, procurad describirla, patrón, antes quenos alejemos demasiado.

-Creí haber visto dos -dijo el batelero-,pero no veo más que a uno bajó la toldilla.

-¿Cómo es?-Moreno, anchó de hombros, corto de

cuello.Una nubecilla pasó por el azul, y fue en

aquel momento a tapar el sol.Gourville, que continuaba mirando con

una manó sobre los ojos, pudo ver lo que bus-caba, y, de pronto, saltando del combés a lacámara dónde le aguardaba Fouquet:

-¡Colbert! -le dijo, con voz alterada porla emoción.

-¿Colbert? -repitió Fouquet-, ¡Oh! ¡Eso síque es extrañó! ¡Pero no imposible!

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-Os digo que lo reconozco, y tanto meha reconocido él, que acaba de pasar a la cáma-ra de popa. Tal vez le envíe el rey para hacer-nos volver.

-En ese casó trataría de alcanzarnos, envez de quedar al pairo. ¿Qué hace ahí?

-Sin duda nos vigila, monseñor.-no me gustan las incertidumbres -

exclamó Fouquet-; marchemos a ella en dere-chura.

-¡Oh! ¡Monseñor, no hagáis eso! La ga-barra lleva gente armada.

-¿Me detendrá, Gourville? ¿Por qué noviene, entonces?

-Monseñor, no es propio de vuestradignidad correr en busca de vuestra perdición.

-¿Y sufrir que me aceche como a unmalhechor?

-Nada hace creer hasta ahora que osaceche, monseñor; tened paciencia.

-¿Qué hacer, entonces?

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-no os detengáis; id con una prisa quedeje sospechar vuestro celó por obedecer lasórdenes del rey. Redoblemos la celeridad.¡Quien viva, verá!

-Está bien. ¡Vamos -exclamó Fouquet-.Ya que se paran. marchemos nosotros.

El patrón dio la señal, y los remeros deFouquet reanudaron su ejercicio con todo eléxito que esperarse podía de gentes descansa-das.

Apenas la gabarra hubo hecho cien bra-zas, cuando la otra, la de los doce remeros, si-guió también su marcha. Aquella carrera durótodo el día, sin que disminuyera ni aumentasela distancia entre los dos equipos.

A la caída de la tarde, queriendo Fou-quet tantear las intenciones de su perseguidor,mandó a los remeros que se aproximaran a tie-rra, como para hacer un desembarcó. La gaba-rra de Colbert imitó aquella maniobra, y singlóhacía tierra oblicuando.

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Por la más grande de las casualidades,en el sitió dónde Fouquet aparentó desembar-car, un mozo de cuadra del palacio de Langeaisseguía el florido ribazo conduciendo tres caba-llos del ronzal. Indudablemente, los de la gaba-rra de doce remeros creyeron que Fouquet sedirigía en busca de caballos preparados para sufuga, pues de aquella gabarra saltaron cuatro ócinco hombres armados de mosquetes, y siguie-ron el ribazo como para ganar terreno hacía loscaballos y el jinete.

Contento Fouquet de haber obligado alenemigo a una demostración, se dio por avisa-do, e hizo que siguiese la barca su viaje.

La gente de Colbert volvió in-mediatamente a la suya, y la carrera entre losdos equipos continuó con renovada perseve-rancia.

Viendo aquello, Fouquet se sintió ame-nazado de cerca, y, con acento profético:

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-Y bien, Gourville -dijo muy bajó-, ¿quédecía yo en nuestra última comida en casa?¿Caminó ó no a mí ruina?

-¡Oh, monseñor!-Estas dos barcas que se siguen con tal

emulación, como sí nos disputáramos Colbert yyo un premió de celeridad sobre el Loira, ¿norepresenta bien nuestras dos fortunas, y nocrees, Gourville, que uno de los dos naufragaráen Nantes?

-Al menos -objetó Gourville-, nada haytodavía de cierto; compareceréis ahora en losEstados, y haréis ver el hombre que sois; vues-tra elocuencia y vuestra destreza os serviránpara defenderos, sí no para vencer. Los breto-nes no os conocen, Y cuando os conozcan, vues-tra causa estará ganada. ¡Oh! Ya puede afirmar-se bien Colbert, porque su gabarra está tan ex-puesta como la vuestra a zozobrar. Las dos vanaprisa, la suya más que la vuestra, es verdad;pero así llegará antes al naufragio.

Fouquet, tomando la manó a Gourville:

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-Amigó -dijo-, esto es cosa juzgada; re-cuerda el proverbio: "Los primeros van delan-te." ¡Pues bien, mira cómo Colbert cuida de nopasarme! ¡Oh, es muy prudente Colbert!

Y tenía razón. Las dos gabarras bogaronhasta Nantes, vigilándose una a otra. Cuando elsuperintendente abordó, Gourville pensó quepodía buscar en seguida su refugió y hacerpreparar caballos de refrescó.

Pero al desembarcar la segunda gabarrase reunió a la primera, y Colbert, acercándose aFouquet, le saludó en el muelle con muestrasdel más profundo respetó.

Muestras tan significativas, tan bullicio-sas, que dieron por resultado congregar todauna población en la Fosse.

Fouquet se poseía completamente; sen-tía que en sus últimos momentos de grandeza,aún tenía deberes consigo mismo.

-Quería caer de tan alto, que su caídahundiese a alguno de sus enemigos.

Colbert estaba allí; tanto peor para él.

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El superintendente, acercándose a Col-bert le dijo, con aquel guiñó altanero de ojosque le era peculiar:

-¡Hola! ¿Sois vos, señor Colbert?-Para rendiros mis homenajes, monse-

ñor -dijo éste.-¿Ibais en esa gabarra?Y señaló la famosa barca de los doce

remeros.-Sí, monseñor.-¿Doce remeros -dijo Fouquet-. ¡Qué

lujo, señor Colbert! Por un momento llegué acreer que fuese la reina madre ó el rey.

-Monseñor. . .Y Colbert se puso encarnado.-He ahí un viaje que costará caro a quie-

nes lo paguen, señor intendente -dijo Fouquet-.Pero, en fin, habéis llegado. Bien veis -añadióun momento después que yo, que no- tenía másque ocho remeros, he llegado antes que vos.

Y le volvió la espalda, dejándolo indeci-so de saber- realmente si todas las tergiversa-

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ciones de la segunda gabarra habían escapado ala primera.

A lo menos no le daba la satisfacción demanifestar que hubiese sentido miedo.

Colbert, tan rudamente sacudido, no sedesanimó por eso, y replicó:

-No he ido tan de prisa, monseñor, por-que me detenía cada vez que os deteníais vos.

-¿Y por qué, señor Colbert? -exclamóFouquet irritado de aquella baja osadía-. Puestoque teníais un equipo superior al mío, ¿por quéno os unisteis a mí o me adelantasteis?

-Por respeto -respondió el intendente,inclinándose hasta el suelo. Fouquet subió auna carroza que le enviaba la ciudad, sin saber-se por qué ni cómo, y dirigióse a la Casa deNantes, escoltado por inmenso gentío que hacíamuchos días esperaba impaciente la convoca-ción de los Estados.

Apenas se hubo instalado, salió Gourvi-lle para hacer preparar los caballos en el cami-

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no de Poitiers y de Vannes, y un barco en Paim-boeuf.

Con tanto misterio, actividad y genero-sidad hizo estas operaciones, que nunca Fou-quet, aquejado a la sazón por su acceso de fie-bre, se halló más próximo a la salvación, salvola cooperación de ese agitador inmenso de loshumanos proyectos: la casualidad.

Divulgóse aquella noche por la ciudadla voz de que el rey venía a galope en caballosde posta, y que llegaría en diez o doce horas.

El pueblo, esperando al rey, se regocija-ba mucho en ver a los mosqueteros llegadoscon el señor de Artagnan, su capitán, ya acuar-telados en el palacio, del que ocupaban todoslos puestos como guardia de honor.

El señor de Artagnan, que era muy cor-tés, se presentó a las diez en casa del superin-tendente para ofrecerle sus respetos, y aunqueel ministro tenía la calentura y estaba bañadoen sudor, quiso recibir al capitán, el cual quedó

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encantado de aquel honor, como se verá por laconferencia que ambos tuvieron.

CXICONSEJOS DE AMIGO

Fouquet se había acostado. Artagnanapareció en el umbral del aposento y fue salu-dado por el superintendente del modo masafable.

-Buenos días, monseñor -dijo el mosque-tero-. ¿Cómo os sentís del viaje?

-Muy bien. Gracias.-¿Y de la fiebre?-Bastante mal. Ya veis ahí mis bebidas.

Apenas llegado, he impuesto a Nantes una con-tribución de tisana.

-Ante todo, es preciso dormir, monse-ñor.

-¡Pardiez! De buena gana dormiría, que-rido señor de Artagnan.

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-¿Quién os lo impide?-Vos, en primer lugar.-¿Yo? ¡Ah, monseñor!-Sin duda. ¿Es que en Nante, como en

París, no venís en nombre del rey?-¡Por Dios! ¡Monseñor! -replicó el capi-

tán-, dejad en paz al rey! El día en que venga departe de Su Majestad para lo que queréis de-cirme, os prometo no teneros en ansiedad. Meveréis poner a la espada, según la ordenanza, yme oiréis decir con mi voz de ceremonia: "Mon-señor, en nombre del rey, os detengo!"

Fouquet tembló a pesar suyo; tan natu-ral y vigoroso había sido el acento del espiritualgascón. La representación del hecho era casi tanespantosa como el hecho mismo.

-¿Me prometéis esa franqueza? -dijo elsuperintendente.

-¡Por mi honor Pero no hemos llegado aese punto, creedme.

-¿Qué os nace presumir eso, señor deArtagnan? Yo opino todo lo contrario.

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-No he oído hablar nada sobre el parti-cular -replicó Artagnan.

-¡Eh, eh! -dijo Fouquet. No, no; sois unhombre agradable, a pesar de vuestra fiebre. Elrey no puede, no debe menos de amaros en elfondo de su corazón. Fouquet hizo un visaje.

-¿Y qué decís del señor Colbert? ¿Creéisque me ama tanto como pensáis?

-No hablo del señor Colbert -replicóArtagnan-. Es un hombre excepcional. Posiblees que no os ame; pero, ¡diantre, la ardilla pue-de librarse de la culebra, con poco que pongade su parte.

-Veo que me habláis como amigo -repuso Fouquet-, y, ¡por vida mía!, jamás heencontrado un hombre de vuestro espíritu y devuestro corazón.

-Favor que me hacéis -dijo Artagnan-.¡Haber aguardado a hoy para hacerme seme-jante cumplido!

-¡Qué ciegos somos! -murmuró Fouquet.

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-Se pone ronca vuestra voz -dijo Artag-nan-. Bebed, monseñor, bebed.

Y le presentó una taza de tisana con laamistad más cordial; Fouquet la tomó, y le diolas gracias con una amable sonrisa.

-Sólo a mí me pasan estas cosas -dijo elmosquetero-. Diez años he pasado casi bajovuestras narices, cuando contabais el oropor toneles y reuníais una pensión de cuatromillones al año, y ni siquiera hicisteis alto enmí; y ahora echáis de ver que vivo en el mundo,precisamente en el momento...

-En que voy a caer -interrumpió Fou-quet-. Es verdad, querido señor Artagnan.

-No digo eso.-Lo pensáis nada más. Pues bien, si cai-

go, tened por cierto que no pasará día sin queme diga, dándome en la frente: "¡Loco, loco!¡Estúpido mortal! ¡Teníais al señor de Artagnanen tu mano, y no te has servido de él! ¡Y no lehas enriquecido!"

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-¡Me abrumáis! -dijo el capitán-., Soy unapasionado vuestro.

-Otro hombre que no piensa como elseñor Colbert -dijo el superintendente.

-¡Ese Colbert es vuestra pesadilla! Estoes peor que vuestra fiebre.

-¡Ah! Tengo mis razones -dijo Fouquet-.Juzgad.

Y le contó los incidentes de la carrera delas gabarras y la hipócrita persecución de Col-bert.

-¿No es esa la mejor señal de mi ruina?Artagnan se puso serio.-Es verdad -dijo-. Sí, eso me huele mal,

como decía el señor de Tréville.Y fijó en Fouquet su mirada inteligente

y significativa.-¿No os parece, capitán, que estoy bien

designado? ¿No creéis que el rey me trae aNantes para aislarme de París, donde tantascriaturas tengo, y para apoderarse de Belle-Isle?

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-Donde está el señor de Herblay -añadióArtagnan.

Fouquet levantó la cabeza.-En cuanto a mí, monseñor -prosiguió

Artagnan-, puedo aseguraros que el rey nadame ha dicho contra vos.

-¿De veras?-El rey me ha mandado marchar a Nan-

tes, y no decir nada al señor de Gesvres.-Mi amigo.-Al señor de Gesvres, vuestro amigo, sí,

monseñor -continuó el mosquetero, cuyos ojosno cesaban de hablar un lenguaje opuesto al desus labios-. El rey me mandó también tomaruna brigada de mosqueteros, lo cual es super-fluo al parecer, porque el país está tranquilo.

-¿Una brigada? -exclamó Fouquet in-corporándose sobre un codo.

-Noventa y seis jinetes, sí, monseñor, elmismo número que se preparó para detener alos señores de Chalais, de Cinq-Mars y Mont-morency.

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Fouquet prestó oído a aquellas palabras,pronunciadas sin valor aparente.

-¿Y qué más? -dijo. -Algunas otras ór-denes insignificantes, tales como: "Guardar elpalacio; guardar cada alojamiento; no dejar quedé centinela ninguno de los guardias del señorGesvres." Del señor de Gesvres, vuestro amigo.

-Y para mí -preguntó Fouquet-, ¿quéorden tenéis?

-Para vos, monseñor, ni la menor pala-bra.

-¡Señor de Artagnan, se trata de salvar-me el honor y mi vida, quizá. Supongo que nome engañaréis.

-¡Yo! ¿Y con qué objeto? ¿Estáis amena-zado? Verdad es que hay, en cuanto a barcos ycarrozas, una orden...

-¿Una orden?-Sí; pero no puede tener relación con

vos. Simple medida de policía.-¿Cuál, capitán, cuál?

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-Impedir que salga de Nantes ningúncaballo ni barco sin un salvoconducto firmadopor el rey. -¡Gran Dios! Pero... Artagnan se echóa reír.

-Eso no tendrá ejecución hasta la llegadadel rey a Nantes; por tanto, ya veis que la me-dida no os` concierne.

Fouquet quedó pensativo, y Artagnanfingió no reparar en su preocupación.

-Para que os confíe el tenor de' las órde-nes que me han dado, preciso es que os quiera,y ya veis que ninguna puede comprenderos.

-Es verdad -dijo distraído Fouquet.-Recapitulemos -repuso el capitán con

su golpe de vista cargada de insistencia-; guar-dia especial y severa del palacio, en el que ten-dréis vuestra habitación, ¿no es así? . ¿Conocéisel palacio?... ¡Ah, una verdadera cárcel, monse-ñor! Ausencia absoluta del señor de Gesvres,que tiene el honor de ser amigo vuestro... Clau-sura de las puertas de la ciudad y del río, salvopase, pero sólo cuando haya llegado el rey...

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¿Sabéis, señor Fouquet, que si en lugar dehablar a un hombre como vos, que sois de losprincipales del reino, hablase a una concienciaturbada e inquieta, me comprometería parasiempre? ¡Bella ocasión para quien quisieralargarse! ¡Ni policía, ni guardias, ni órdenes; elagua libre, el camino franco; el caballero Artag-nan obligado a prestaros sus caballos si se lospidiesen! ... Todo esto debe tranquilizaros, se-ñor Fouquet; porque el rey no me habría dejadoen , tanta independencia si tuviese malos de-signios. Conque, señor Fouquet, pedidme cuan-to pueda agradaros; estoy a vuestra disposi-ción; sólo querría, si lo tenéis a bien, que mehicieseis un favor: el de dar los buenos días aAramis y a Porthos, en el caso de que os em-barquéis para Belle-Isle, como podéis hacerperfectamente, incontinenti, en el acto, en batacomo estáis.

Y a estas palabras, y con una profundareverencia, el mosquetero, cuyas miradas nohabían perdido nada de su inteligente benevo-

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lencia, salió del aposento y desapareció. Nohabía llegado a la escalinata del vestíbulo,cuando Fouquet, fuera de sí, colgándose a lacampanilla, gritó:

-¡Mis caballos, mi gabarra! Nadie con-testó.

El superintendente se vistió con lo pri-mero que encontró a mano.

-¡Gourville!. . . ¡Gourville! ... -gritó me-tiéndose el reloj en el bolsillo.

Y la campanilla sonaba aún, mientrasque Fouquet repetía:

-¡Gourville! ... ¡ Gourville! ... Gourvilleapareció jadeante, pálido.

-¡Marchemos! ¡Marchemos! - gritó elsuperintendente así que lo vio.

-¡Demasiado tarde! -dijo el amigo delpobre Fouquet.

-¡Demasiado tarde! ¿Por qué?-¡Escuchad!Oyéronse trompetas y ruido de tambo-

res delante del palacio.

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-¿Qué es eso, Gourville?-El rey que llega, monseñor.-¿El rey?...-El rey ha venido a marchas forzadas; el

rey, que ha reventado caballos y que se anticipaen ocho horas a vuestro cálculo.

-¡Estamos perdidos! -murmuró Fouquet-. ¡Bravo Artagnan, me has avisado demasiadotarde!

El rey llegaba, en efecto, a la ciudad;pronto oyóse el cañón de la muralla y el de unbarco que respondía desde la orilla del río.

Fouquet frunció el ceño, llamó a suayuda de cámara y se vistió de rigurosa etique-ta.

Desde su ventana, detrás de las cortinas,veía el apresuramiento del pueblo y la activi-dad de la mucha, tropa que había seguido alpríncipe, sin que se pudiera adivinar cómo.

El rey fue conducido al castillo con granpompa, y Fouquet le vio

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echar pie a tierra frente al castillo y hablar aloído a Artagnan que le tenía el estribo.

Habiendo pasado el rey bajo la bóveda,Artagnan se dirigió a casa de Fouquet, pero tandespacio, tan lentamente, deteniéndose tantasveces para hablar a sus mosqueteros, escalona-dos en hilera, que hubiera podido decirse quecontaba los segundos o los pasos antes de des-empeñar su mensaje.

Fouquet abrió la ventana para hablarleen el patio.

-¡Ah! -exclamó Artagnan al verle-; ¿es-táis aún en casa, monseñor?

Y este aún acabó de demostrar a Fou-quet cuantos provechosos consejos había reci-bido en la primera visita del mosquetero.

El superintendente se contentó con sus-pirar.

-¡Dios mío, sí, señor! -contestó-. La lle-gada del rey ha interrumpido mis proyectos.

-¡Ah! ¿Sabéis que acaba de llegar el rey?

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-Le he visto, sí, señor; y ahora, ¿venís desu parte?...

-A informarme de vuestra salud, mon-señor, y, si no es muy mala, a rogaros que ten-gáis la bondad de acompañarme al palacio.

-A ese paso, señor de Artagnan, a esepaso.

-¡Ah! ¡Toma! -dijo el capitán-. Ahora queel rey está aquí no hay ya paseo para nadie, nilibre arbitrio; la consigna gobierna ahora, a voscomo a mí, a mí como a vos.

Fouquet suspiró de nuevo, y, como sudebilidad fuese grande, subió en la carroza ydirigióse al palacio escoltado por Artagnan,cuya cortesía no era menos terrible esta vez quelo fue antes consoladora y alegre.

CXIIDE CÓMO EL REY LUIS XIV DESEMPEÑÓSU PAPELILLO

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Al bajar Fouquet de la carroza para en-trar en- el palacio de Nantes un hombre delpueblo se acercó a él con todas las muestras delmayor respeto y le dio una carta.

Artagnan quiso impedir que aquelhombre hablase a Fouquet, y lo alejó; pero yahabía recibido el superintendente el mensaje.Fouquet abrió la carta y la leyó. En aquel mo-mento se dibujó en el rostro del primer ministreun vago espanto, que Artagnan penetró fácil-mente.

Fouquet guardó el papel en la carteraque llevaba bajo el brazo, y continuó su caminohacia las habitaciones del rey.

Artagnan, al subir detrás de Fouquet,vio por las ventanillas practicadas en cada pisodel torreón, que el hombre del billete mirabaalrededor suyo en la plaza y hacía señas a va-rias personas que desaparecieron en las callesadyacentes, después de haber repetido éstas lasseñas hechas por el personaje que hemos indi-cado.

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Hízose aguardar un instante al señorFouquet en aquel terrado de que hemos habla-do, terrado que terminaba en el pequeño corre-dor, junto al cual habíase establecido el despa-cho del rey.

Artagnan pasó delante del super-intendente, a quien hasta entonces había acom-pañado respetuosamente y entró en el despa-cho real.

-¿Qué hay? -preguntó Luis XIV, arro-jando al verle un gran paño verde sobre la mesacubierta de papeles.

-Está cumplida la orden, Majestad.-¿Y Fouquet?-El señor superintendente me sigue.-Que le introduzcan aquí dentro de diez

minutos -ordenó el rey, despidiendo a Artag-nan con un ademán.

Este salió, y apenas llegó al corredor, acuyo extremo esperaba Fouquet, fue llamadopor la campanilla del rey.

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-¿No ha parecido extrañarse? -preguntóel rey.

-¿Quién, Majestad?-Fouquet -repitió el rey sin decir señor,

particularidad que confirmó al capitán de mos-queteros en sus sospechas.

-No, Majestad -replicó.-Bien.Y Luis despidió a Artagnan por segunda

vez.Fouquet no había abandonado el terra-

do donde le dejara su guía; releía su billete, asíconcebido:

"Algo se trama contra vos. Tal vez no seatrevan a hacerlo en el palacio, y aguarden aque regreséis a vuestra casa. El edificio está cer-cado de mosqueteros. No entréis en él; un caba-llo blanco os espera detrás de la explanada."

Fouquet había reconocido la letra y elcelo de Gourville. No queriendo que si le suce-día alguna desgracia pudiese aquel papel com-

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prometer a un fiel amigo, lo hizo mil pedazosque arrojó al viento por el pretil del terrado.Artagnan sorprendióle mirando revolotear losúltimos pedacitos en el espacio.

-Señor -dijo-, el rey os espera.Fouquet caminó con paso mesurado por

la pequeña galería donde trabajaban los señoresde Brienne y Rose, mientras el duque de Saint-Aignan, sentado en una sillita, parecía aguardarórdenes y balanceaba con impaciencia febril suespada entre las piernas.

Mucho extrañó Fouquet que los señoresde Brienne, Rose y de SaintAignan, por lo co-mún tan atentos y obsequiosos, apenas se mo-viesen cuando pasó al lado suyo. Mas, ¿quéotra cosa podía esperar de unos cortesanos, él,que no era llamado más que Fouquet a secaspor el rey?

Levantó la cabeza, y, resuelto a arros-trarlo todo de frente, entró en el despacho delrey, después de haber sido anunciado a Su Ma-jestad por una campanilla, que ya conocemos.

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El rey, sin levantarse, le hizo un saludocon la cabeza, y preguntó con interés:

-¿Cómo estáis, señor Fouquet?-Con mi acceso de fiebre -replicó el su-

perintendente-, pero siempre al servicio del rey.-Bien; los Estados se reúnen mañana.

¿Tenéis preparado algún discurso?Fouquet miró al rey con extrañeza.-No lo, tengo preparado, Majestad -

contestó-; pero improvisaré uno. Conozco afondo los negocios para no quedarme cortado.¿Me permite Vuestra Majestad que le dirija unapregunta?

-Hacedla.-¿Por qué no ha hecho Vuestra Majestad

el honor de avisar a su primer ministro en Pa-rís?

-Estabais enfermo; no quise molestaros.-Jamás me fatigan ni el trabajo ni una

explicación, y ya que se me ha presentado oca-sión de pedir una explicación a mi rey...

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-¡Oh, señor Fouquet! ¿Y sobre qué es esaexplicación?

-Sobre las intenciones de Vuestra Majes-tad respecto a mí.

El rey ruborizóse.-He sido calumniado -prosiguió Fou-

quet con viveza-, y debo provocar la justicia delrey para que se me instruya causa.

-Esas son palabras inútiles, señor Fou-quet; yo sé lo que sé.

-Su Majestad no puede saber las cosassino cuando se las dicen,y yo no he dicho nada, mientras que otros hanhablado mil veces a...

-¿Qué queréis decir? -interrumpió el rey,impaciente por cerrar tan enojosa conversación.

-Voy directamente al hecho, Majestad, yacuso a un hombre de malquistarme con Vues-tra Majestad.

-Nadie trata de malquistaros conmigo,señor Fouquet.

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-Esa respuesta, Majestad, me pruebaque tengo razón.

-No me gusta que se acuse a nadie, se-ñor Fouquet.

-¡Cuando a uno le acusan! ...-Ya hemos hablado bastante de este

asunto -dijo el rey.-¿No quiere Vuestra Majestad que me

justifique?-Os repito que no os acuso. Fouquet dio

un paso atrás haciendo un medio saludo."Es indudable -pensó- que ha tomado ya

su partido. Sólo el que no puede retrocedermuestra una obstinación semejante. No ver elpeligro en este instante, sería una ceguedad; noevitarlo, sería estúpido."

Y prosiguió en voz alta:-¿Me ha llamado Vuestra Majestad para

algún trabajo?-No, señor Fouquet; para daros un con-

sejo.-Lo espero respetuosamente, Majestad.

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-Descansad, señor Fouquet; no prodi-guéis más vuestras fuerzas; la sesión de los Es-tados será corta, y cuando mis secretarios lahayan cerrado, no quiero que se hable más denegocios en Francia en quince días.

-¿No tiene Vuestra Majestad nada quedecirme sobre la asamblea de los Estados?

-No, señor Fouquet.-¿A mí, superintendente de Hacienda?- No tengo otra cosa que decir Fouquet

se mordió los labios y ras, sino que descanséis.Bajó la cabeza. Evidentemente, batallaba

con algún inquieto pensamiento.Aquella inquietud se comunicó al rey.-¿Sentís que os dejen descansar, señor

Fouquet? -dijo.-Sí, Majestad; no estoy habituado al des-

canso.-Estáis enfermo; necesitáis cuidaros.-Vuestra Majestad me hablaba de un

discurso que había de pronunciarse mañana.

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El rey no contestó; aquella salida repen-tina le dejó desconcertado. Fouquet compren-dió todo el peso de aquella vacilación, y creyóleer en los ojos del joven rey un peligro que sudesconfianza no haría más que apresurar.

"Si aparento tener miedo -pensó-, estoyperdido."

El rey, por su parte, sólo estaba inquietopor aquella desconfianza de Fouquet.

"¿Habrá olfateado algo?", se dijo. "Si suprimera palabra es dura -seguía pensando Fou-quet-, si se irrita o simula irritarse para hallaralgún pretexto, ¿cómo saldré del mal paso?Suavicemos la pendiente. Gourville tenía ra-zón."

-Majestad -dijo de pronto-, ya que labondad del rey vela por mi salud hasta el pun-to de dispensarme de todo trabajo, ¿no tendríaa bien e. excusarme del Consejo para mañana?Dedicaré el día a guardar cama, y pediré al reyme ceda su médico para ver si halla un remediocontra estas pertinaces calenturas.

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-Se hará como lo deseáis, señor Fouquet.Tendréis permiso para mañana, tendréis al mé-dico, tendréis la salud.

-Gracias -dijo Fouquet, inclinándose.Luego, tomando su partido: -¿No tendré

-dijo- la dicha de llevar al rey a mi posesión deBelle-Isle?

Y miraba a Luis cara a cara para juzgardel efecto de tal proposición.

El rey se ruborizó nuevamente.-Habéis dicho -replicó haciendo por

sonreír- ¿a vuestra posesión de Belle-Isle?-Verdad es, Majestad.-¿Y no recordáis -continuó el rey en el

mismo tono jovial-, que me regalasteis Belle-Isle?

-También es verdad, Majestad. Comoaún no habéis tomado posesión, os invito a quela toméis.

-Con mucho gusto.-Esa era, por lo demás, la intención de

Vuestra Majestad así como la mía, y no puedo

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manifestaros la mucha satisfacción que me cau-sa el ver que toda la casa militar del rey vienede París para esa toma de posesión.

El rey balbució que no había traído a susmosqueteros para eso solamente.

-¡Oh, ya lo pienso! -repuso con vivezaFouquet-. Vuestra Majestad sabe demasiadobien que le basta venir solo, con un junquillo enla mano, para derribar todas las fortificacionesde Belle-Isle.

-¡Pardiez! -exclamó el rey-: no quieroque sean derribadas, esas hermosas fortifica-ciones que tanto ha costado construir. ¡No!Consérvense contra los holandeses e ingleses.Lo que quiero ver en Belle-Isle no lo adivina-réis, señor Fouquet: es las lindas lugareñas,mozas y mujeres, de los campos o de las playas,que bailan tan bien y están tan seductoras consus sayas de escarlata. Me han elogiado muchovuestras vasallas, señor superintendente, yquiero que me las presentéis.

-Cuando quiera Vuestra Majestad.

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-¿Tenéis algún medio de transporte?Podíamos ir mañana, si gustáis.

El superintendente conoció el golpe, queno era diestro, y respondió:

-No, Majestad: ignoraba el deseo deVuestra Majestad, sobre todo la prisa por verBelle-Isle, y no he hecho ningún preparativo.

-¿No tenéis un barco vuestro?-Tengo cinco, pero todos se hallan en

Port o en Paimboeuf, y para reunirlos o hacer-los llegar se necesitan veinticuatro horas por lomenos. ¿Queréis que envíe un correo? ¿Lo exi-gís absolutamente?

-Esperad a que se os pase la calentura;esperemos a mañana.

-Tenéis razón . . . ¿Quién sabe simañana no tendremos otras mil ideas? -replicóFouquet, fuera ya de dudas y muy pálido.

El rey se estremeció y alargó la manohacia su campanilla, pero Fouquet se anticipó.

-Majestad -dijo-, tengo fiebre; tiemblo defrío. Si continúo un instante más aquí voy a

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desmayarme. Pido permiso a Vuestra Majestadpara meterme bajo mantas.

-En efecto, tiritáis; es penoso de ver. Id,señor Fouquet, id. Enviaré a preguntar cómoseguís.

-Vuestra Majestad me hace, demasiadohonor. Dentro de una hora confío estar muchomejor.

-Quiero que alguien os acompañe -dijoel rey.

-¡Como gustéis, Majestad! Me apoyarégustoso en el brazo de alguien.

-¡Señor de Artagnan! -gritó el rey tocan-do la campanilla.

-¡Oh! Majestad -exclamó Fouquet riendocon aire que dio frío al príncipe-, ¿me dais uncapitán de mosqueteros para conducirme a mialojamiento? ¡Honor bien equívoco, Majestad!Un simple sirviente basta.

-¿Y por qué, señor Fouquet? ¿No meacompaña acaso a mí el señor de Artagnan?

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-Sí; mas cuando os acompaña, Majestad,es para obedeceros, al paso que yo...

-¿Qué?-Si entro en casa con vuestro capitán de

mosqueteros, dirán en todas partes que mehacéis detener.

-¿Detener? .-repitió el rey que palideciómás que el mismo Fouquet-. ¿Detener?

¡Oh! . . .-¡Que no se diga! -continuó Fouquet

riendo siempre-. Y apuesto a que habría gentebastante mala para reírse de ello.

Esta salida desconcertó al monarca.Fouquet fue bastante hábil o bastante feliz paraque Luis XIV retrocediese ante la apariencia delhecho que meditaba.

Cuando se presentó el señor de Artag-nan, recibió la orden de designar un mosquete-ro para acompañar al superintendente.

-Inútil -dijo entonces éste-: espada porespada, prefiero a Gourville, que me esperaabajo; pero eso no me impedirá disfrutar de la

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compañía del señor de Artagnan. Gran placertendré en que vea a Belle-Isle un hombre tanentendido en materia de fortificaciones.

Artagnan inclinóse, sin comprendernada de aquella escena. Fouquet saludó nue-vamente, y salió, afectando la lentitud del quese pasea.

Una vez fuera del palacio:-¡Estoy salvado! -dijo-. ¡Oh, sí! Verás a

Belle-Isle, rey desleal; pero cuando yo no estéallí.

Y desapareció.Artagnan se había quedado con el rey.-Capitán -le dijo Su Majestad-, seguiréis

al señor Fouquet a cien pasos.-Sí, Majestad.-Entrará en su casa. Iréis a su casa.-Sí, Majestad.Le prenderéis en nombre mío, y le ence-

rraréis en una carroza.-¿En una carroza? Bien.

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-De tal modo, que por el camino nopueda hablar con nadie, ni arrojar billetes a laspersonas que encuentre.

-¡Oh! Eso sí que es difícil, Majestad.-No.-Perdón, Majestad, no puedo ahogar al

señor Fouquet, y si me pide que le deje respirar,no iré a impedírselo cerrando vidrios y ven-tanas, de modo que arrojará por ellas todos losgritos y papeles posibles.

-El caso está previsto, señor de Artag-nan; una carroza con enrejado obviará los dosinconvenientes que señaláis.

-¿Una carroza con enrejado de hierro? -exclamó Artagnan-. No creo que pueda hacerseun enrejado de hierro para carroza en mediahora, y Vuestra Majestad me ordena que vayaahora mismo a casa del señor Fouquet.

-También está hecha la carroza en cues-tión.

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-¡Ah! Eso es diferente -exclamó el capi-tán-. Si la carroza está hecha, muy bien, no haymás que echar a andar.

-Ya está enganchada.-¡Ah!-Y el cochero, con los picadores, espera

en el corralón del palacio.Artagnan se inclinó.

-Sólo me queda –añadió- preguntar alrey adónde he de llevar al señor Fouquet.

-Al castillo de Angers, por ahora.-Muy bien.-Después, ya veremos.-Sí, Majestad.-Señor de Artagnan, una palabra toda-

vía; ya habréis observado que, para realizar laprisión de Fouquet, no me valgo de mis guar-dias, cosa que desagradará mucho al señor deGesvres.

-Vuestra Majestad no se vale de susguardias -dijo el capitán un tanto humillado-,porque desconfía del señor de Gesvres. ¡Eso es!

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-Eso es deciros, señor, que tengo con-fianza en vos.

-¡Bien lo sé, Majestad! Excusado era queme lo advirtieseis.

-Lo he hecho con este objeto, caballero; ysi de aquí en adelante sucediera que, por casua-lidad, una casualidad cualquiera, se evadiese elseñor Fouquet... Se han visto de esas casualida-des, señor...

-¡Oh! Majestad, muy a menudo, perocon otros, no conmigo.

-¿Y por qué con vos no?-Porque yo, Majestad, hace un instante

quise salvar al señor Fouquet.El rey tembló.-Porque -continuó el capitán-, tenía de-

recho para hacerlo, habiendo adivinado el plande Vuestra Majestad sin que me hubieseishablado de él por encontrar interesante al señorFouquet. ¿No era yo libre de manifestar mi in-terés a ese hombre?

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-¡En verdad, señor, no me tranquilizáisacerca de vuestros servicios!

-Si entonces le hubiese salvado, estaríacompletamente inocente; digo más, habríahecho bien, porque el señor Fouquet no eshombre malo; pero no quiso, y, arrastrado porsu destino, dejó escapar la hora de la libertad.¡Tanto peor! Ahora, tengo órdenes que seráncumplidas, y desde luego podéis considerar co-mo preso al señor Fouquet. Haceos cuenta quese halla ya en el castillo de Angers.

-¡Oh! ¡Todavía no le tenéis seguro, capi-tán!

-Eso es cuenta mía; cada cual a su oficio,Majestad. Sólo os haré presente una cosa, y esque lo penséis bien. ¿Dais seriamente la ordende prender al señor Fouquet?

-¡Sí, y mil veces sí!-Escribid, entonces.-He aquí la orden.Artagnan la leyó, saludó al rey, y salió.

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Desde lo alto del terrado divisó a Gour-ville, que pasaba con aire gozoso y se dirigía acasa del señor Fouquet.

CXIIIEL CABALLO BLANCO Y EL CABALLONEGRO

-¡Vaya una cosa rara! -dijo el capitán-;Gourville corriendo alegre por las calles cuandoestá casi cierto de que el señor Fouquet se hallaen peligro, y cuando es cosa indudable queGourville es quien ha avisado al señor Fouquetpor medio del billetito que rompió en mil pe-dazos el superintendente en el terrado.

"Gourville se frota las manos, y eso esque acaba de hacer alguna habilidad. ¿De dón-de viene Gourville? Gourville viene de la callede Herbes. ¿Adónde va la calle de Herbes?

Y el capitán siguió, por encima de lascasas dé Nantes, dominadas por el castillo, lalínea trazada por las calles, como lo habría

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hecho sobre un plano topográfico, sin más dife-rencia que en lugar de un papel muerto y pla-no, vacío y desierto, levantábase en relieve elmapa vivo, con el movimiento, los gritos y lassombras de los hombres y de las casas.

Más allá del recinto de la ciudad se ex-tendían las vastas llanuras verdes costeando elLoira, y parecían correr hacia el horizonte teñi-do de púrpura, surcado por el azul de las aguasy el verde pardusco de los pantanos.

Desde las mismas puertas de Nantessubían dos caminos blancos en dirección diver-gente, como los dedos separados de una manogigantesca.

El mosquetero, que había abarcado todoel panorama de una mirada al atravesar el te-rrado, vióse conducido por la línea de la calleHerbes al punto de partida de uno de aquelloscaminos que subían desde la puerta de Nantes.

Un paso más, y habría dejado la escaleradel terrado para penetrar

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en el torreón, hacerse cargo de la carroza enre-jada, y marchar a casa del señor Fouquet.

Pero la casualidad hizo que, en el ins-tante de ir a bajar la escalera, le llamase la aten-ción un punto movible que iba ganando terrenopor aquel camino.

-¿Qué es eso? -se preguntó Artagnan-;un caballo que corre, un caballo escapado sinduda. ¡Qué modo de correr!

El punto movible se separó del camino yse entró en los campos de alfalfa.

-Un caballo blanco prosiguió el capitán,que acababa de ver el color luminoso sobre elfondo obscuro y alguien va montado en él; esalgún muchacho cuyo caballo tiene sed y lolleva á beber por el atajo.

Artagnan había olvidado ya aquellasreflexiones, rápidas como el relámpago, simul-táneas, como la percepción visual, cuando bajólos primeros escalones.

La piedra ennegrecida de éstos parecíacubierta de varios pedazos de papel.

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-¡Oh, oh! -dijo entre sí el capitán-. Estosson fragmentos del billete que hizo pedazos elseñor Fouquet. ¡Pobre hombre! Había confiadosu secreto al viento; el viento no lo quiere y selo devuelve al rey. ¡Decididamente, pobre Fou-quet, estás en desgracia! La partida no es igual;la suerte está contra ti. La estrella de LuisXIV obscurece la tuya; la culebra es más fuerteo más hábil que la ardilla.

Artagnan recogió, conforme bajaba, unode los pedazos de papel.

-¡La letra de Gourville! -exclamó exami-nando uno de los fragmentos del billete-; no mehabía equivocado.

-Y leyó la palabra caballo.-¡Hola! -exclamó.Y examinó otro pedazo de papel en que

nada había escrito.En otro tercero leyó la palabra blanco.-¡Caballo blanco! -repitió como el niño

que deletrea-. ¡Ah, Dios mío! -exclamóaquel espíritu desconfiado-: ¡Caballo blanco!. ..

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Y, semejante al grano de pólvora que,inflamado, se dilata en un volumen centuplica-do, Artagnan subió precipitadamente otra vezal terrado con el ánimo preñado de ideas y desospechas.

El caballo blanco corría sin cesar en di-rección al Loira, al extremo del cual se distin-guía una pequeña vela, envuelta en los vaporesdel agua, y que se mecía como un átomo.

-¡Oh, oh! -gritó el mosquetero-. Sólo unhombre que huye puede correr así por tierraslabradas; sólo un Fouquet, un hacendista, esquien puede correr así, en medio del día, sobreun caballo blanco... únicamente el señor de Be-lle-Ille es quien puede escapar por la parte delmar, habiendo bosques tan espesos en la tie-rra... Y tampoco existe más que un Artagnan enel mundo para alcanzar al señor Fouquet, quelleva media hora de ventaja y se hallará en subarco antes de una hora.

Dicho esto, el mosquetero dio ordenpara que sin dilación llevasen la carroza del

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enrejado de hierro a un bosquecillo situado dela ciudad; tomó su mejor caballo, saltó sobre sulomo, y corrió por la calle de Herbes, siguiendo,no el camino que había tomado Fouquet sino lamisma orilla del Loira, seguro de sacar diezminutos de ventaja, al final de la carrera, y dealcanzar en la intersección de las dos líneas alfugitivo, que no podía presumir le persiguieranpor aquel lado.

Artagnan, con la precipitación de sumarcha, con la impaciencia del que persigue, yanimándose como para la caza o la guerra, ex-trañó verse convertido, de bondadoso y dulceque era para el señor Fouquet, en hombre ferozy casi sanguinario.

Por largo tiempo corrió sin divisar elcaballo blanco; su furor tomaba las proporcio-nes de la rabia, dudaba de sí mismo, y suponíaque Fouquet se hubiese internado por un cami-no subterráneo, o que hubiese mudado el caba-llo blanco por uno de aquellos negros, ligeroscomo el viento, cuya vigorosa ligereza había

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admirado y envidiado tantas veces en Saint-Mandé.

En aquellos momentos, cuando el vientole hacía cerrar los ojos y brotar lágrimas, cuan-do la silla echaba fuego y el caballo, herido enla carne viva, relinchaba de dolor y hacía volarbajo sus pies una lluvia de arena fina y de chi-narros, Artagnan, levantándose sobre los estri-bos y no viendo nada sobre las aguas ni bajo losárboles, dirigía sus miradas por el aire como uninsensato. Se volvía loco. En el paroxismo de sutenaz idea soñaba en caminos aéreos, descu-brimiento del siglo siguiente, y recordaba aDédalo y sus enormes alas, que le salvaron delas prisiones de Creta.

Un ronco suspiro se exhalaba de suslabios, y repetía, devorado por el temor al ridí-culo:

-¡Yo, yo! ¡Burlado por un Gourville! ¡Yo!... ¡Dirán que voy siendo ya viejo, o que he reci-bido un millón por dejar escapar a Fouquet.

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Y clavaba sus espuelas en los ijares delcaballo; acababa de hacer una legua en dos mi-nutos. De pronto, al extremo de un prado, de-trás de un vallado, vio una forma blanca que semostró, desapareció, y permaneció al fin visiblesobre un terreno más elevado.

Artagnan tembló de alegría; su espírituse serenó inmediatamente. Enjugóse el sudorque le corría por la frente, aflojó las rodillas,libre de las cuales respiró el caballo más tran-quilamente, y, recogiendo la brida, moderó lamarcha del impetuoso animal, su cómplice enaquella caza del hombre. Entonces pudo exami-nar las formas del camino, y su posición conrespecto a Fouquet.

El superintendente había fatigado enextremo su caballo blanco al atravesar las tie-rras blandas, y, viendo la necesidad de buscarun terreno más duro, se dirigía hacia el caminopor la secante más corta.

Artagnan sólo tenía que ir directamente,bajo la pendiente de un promontorio que le

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ocultaba a los ojos de su enemigo, de suerte queal salir del camino le cortaría el paso, y allí seríadonde empezaría la verdadera carrera y se en-tablaría la lucha.

Artagnan dejó a su caballo respirar aplenos pulmones. Notó que el superintendenteponía el suyo al trote, o lo que es lo mismo, ledejaba tomar algún respiro.

Más había demasiada prisa, por una yotra parte, para continuar por mucho tiempoaquel paso. El caballo blanco partió como unaflecha así que llegó a un terreno más firme.

El capitán bajó la mano, y su caballonegro tomó el galope; ambos seguían el mismocamino, confundiéndose los cuádruples ecos desus pisadas. Fouquet no había divisado aún aArtagnan.

Pero al salir de la rampa, un solo ecohirió el aire, y fue el de las pisadas del caballode Artagnan, que hacían el efecto de un truenoprolongado.

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Fouquet se volvió; vio a cien pasos de-trás de él a su enemigo, inclinado sobre el cue-llo de su corcel. No había duda: el talabartereluciente, la casaca encarnada, aquello era unmosquetero. Fouquet bajó también la mano, ysu caballo blanco puso otros veinte pies más dedistancia entre su adversario y él inquieto, noes un caballo cualquiera el que monta el señorFouquet.

Y, atento, examinó, con su infalible vis-ta, la andadura y la estampa de aquel corcel.

Grupa redonda, cola fina y tensa, patasdelgadas y secas, como hilos de acero, cascosmás duros que el mármol.

Espoleó al suyo, mas la distancia entreambos permaneció la misma. Artagnan escuchóprofundamente; ni un soplido del caballo lellegó, y, sin embargo, hendía el viento.

El caballo negro, en cambio, comenzabaa hipar como en un acceso de tos.

"Es preciso llegar, aunque sea re-ventando el caballo", pensó el mosquetero.

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Y se puso a cerrar la boca del pobreanimal, mientras que con las espuelas hacía unaespantosa carnicería en los ijares.

El animal, desesperado, ganó veintetoesas y se puso a tiro de pistola de Fouquet.

"¡Valor! -se dijo el mosquetero-. ¡Valor!El caballo blanco se debilitará quizá; y, si no caela montura, caerá el jinete."

Mas caballo y hombre permanecieronfirmes y unidos, ganando poco a poco la venta-ja.

Artagnan lanzó un grito salvaje, quehizo volver la cara a Fouquet, cuyo corcel toda-vía conservaba fuerzas.

-¡Famoso caballo! ¡Soberbio jinete! -gritóel capitán-. ¡Hola! ¡Diantre, señor Fouquet!¡Hola, de orden del rey!

Fouquet no contestó.-¿Me oís? -aulló Artagnan. El caballo

acababa de dar un paso en falso.-¡Pardiez! -replicó lacónicamente Fou-

quet.

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Y corrió.Artagnan estaba a punto de volverse

loco; la sangre le fluía a las sienes y a los ojos.-¡De orden del rey! -exclamó aún-. Dete-

neos u os abraso de un pistoletazo.-Hacedlo -contestó Fouquet volando

siempre.Artagnan cogió una de sus pistolas y la

amartilló, esperando que el ruido del gatillodetuviera a su enemigo.

-Vos lleváis pistolas también -dijo-; de-fendeos.

Fouquet se volvió, en efecto, al ruido; ymirando a Artagnan de frente, abrió con sumano derecha la casaca que le ceñía el cuerpo yno tocó siquiera a sus pistoleras.

Había entre ambos la distancia de vein-te. pasos.

-¡Diantre! -dijo Artagnan-. No quieroasesinaros. ¡Si no queréis disparar contra mí,rendíos! ¿Qué es la prisión?

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-Prefiero morir -contestó Fouquet-. Su-friré menos.

Artagnan, ebrio de desesperación, arrojóla pistola al suelo.

-Os cogeré vivo -replicó.Y, por un prodigio de que sólo era capaz

aquel incomparable jinete, puso su caballo adiez pasos del caballo blanco. Ya alargaba lamano para coger su presa.

-¡Matadme! -exclamó Fouquet-. ¡Es máshumano!

-¡No! ¡Vivo, vivo! -murmuró el capitán.Su animal dio otro paso en falso, y el de

Fouquet tomó delantera. Era un espectáculoinaudito el de aquella carrera entre dos caballosque sólo vivían por la voluntad de sus jinetes.

Casi podía decirse que el capitán corríallevando su caballo entre las rodillas.

Al galope furioso había sucedido el trotelargo, y a éste el trote sencillo; y, sin embargo,la carrera parecía demasiado viva en aquellosdos atletas cansados. Artagnan, desesperado ya

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enteramente, cogió la segunda pistola, y apuntóal caballo blanco.

-¡A vuestro caballo, no a vos! -dijo aFouquet.

Y disparó. El animal fue herido en lagrupa; dio un brinco furioso, y se encabritó.

El caballo de Artagnan cayó muerto.-Estoy deshonrado -pensó el mosquete-

ro-. ¡Soy un miserable! Por piedad, señor Fou-quet, echadme una de vuestras pistolas paraabrasarme el cerebro.

Fouquet siguió corriendo.-¡Por favor! ¡Por favor! -exclamó Artag-

nan-. Lo que no queréis en este momento, loharé dentro de una hora; pero, aquí en este ca-mino, moriré con valor y estimado; hacedmeese obsequio, señor Fouquet.

Fouquet no replicó y siguió trotando.Artagnan se puso a correr tras de su

adversario.Sucesivamente tiró por tierra el sombre-

ro, la ropilla, que le incomodaba.

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Luego la vaina de la espada, que le gol-peaba en las piernas.

Hízose muy pesada la espada en la ma-no, y la arrojó como la vaina. El animal blancohipaba de muerte; Artagnan le iba a los alcan-ces.

El animal, agotado, pasó del trote alpaso con vértigos que sacudían su cabeza; lasangre le afluía a la boca con la espuma.

Artagnan hizo un esfuerzo supremo,saltó sobre Fouquet y le cogió por una pierna,diciendo con voz entrecortada, jadeante:

-Daos preso en nombre del rey; rom-pedme la cabeza, y habremos cumplido los doscon nuestro deber.

Fouquet arrojó lejos de sí, en el río, lasdos pistolas que hubiese podido coger Artag-nan, y, echando pie a tierra:

-Soy vuestro prisionero, señor -dijo-.¿Queréis tomar mi brazo? Veo que vais a des-mayaros.

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-Gracias -murmuró Artagnan, que, efec-tivamente, sintió que le faltaba tierra bajo lospies, y que el cielo se desplomaba sobre su ca-beza

Y rodó sobre la arena, sin fuerza nialiento.

Fouquet bajó el talud del ribazo, tomóagua en el sombrero, refrescó las sienes delmosquetero, y deslizóle algunas gotas entre loslabios.

Artagnan se incorporó, dirigiendo entomo suyo una mirada extraviada. Vio a Fou-quet arrodillado, con el sombrero húmedo en lamano y sonriendo con inefable dulzura.

-¡No habéis huído! -exclamó-. ¡Oh! Se-ñor, el verdadero rey en lealtad, en corazón yen alma, no es Luis de Louvre, ni Felipe de San-ta Margarita, sino vos, el proscrito!

-Yo me veo hoy perdido por una solafalta, señor de Artagnan.

-¿Cuál, Dios mío?

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-La de no haberos tenido por amigo.Mas, ¿cómo nos compondremos para volver aNantes? Estamos muy lejos.

-Es cierto -dijo Artagnan pensativo ysombrío.

-Tal vez pueda volver el caballo blanco.¡Era tan buen caballo! Montad, señor de Artag-nan; yo iré a pie hasta que hayáis descansado.

-¡Pobre animal! ¡Herido! -exclamó elmosquetero.

-Podrá caminar; le conozco muy bien. O,mejor, montemos los dos.

-Probemos -dijo el capitán. Pero no bienel animal sintió aquel doble peso, vaciló, y, vol-viéndose a reponer, caminó algunos minutos,hasta que al fin le faltaron las fuerzas, y fue acaer junto al animal negro.

-Iremos a pie, pues así lo quiere la suer-te; el paseo será encantador -dijo Fouquet pa-sando su brazo por debajo del de Artagnan.

-¡Vive Dios!

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-Murmuró éste con la mirada fija, elceño fruncido Y el corazón oprimido-. ¡Aciagodía!

Caminaron así lentamente las cuatroleguas que los separaba del bos-que, tras delcual los aguardaba la carroza con una escolta.

Cuando Fouquet divisó aquella siniestramáquina, dijo a Artagnan, que bajaba los ojoscomo avergonzado por Luis XIV.

-He ahí una idea que no es de hombrehonrado, capitán Artagnan: seguro que no esvuestra. ¿Para qué es ese enrejado?

-Para impediros arrojar billetes fuera.-¡Ingenioso!-Mas podéis hablar si no podéis escribir

-dijo Artagnan.-¡Hablar a vos!-Pero... si queréis.Fouquet se recogió un instante, luego,

mirando al capitán de frente.-Una palabra sola -dijo-. ¿La retendréis?-La retendré.

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-¿La diréis a quien os designe?-La diré.-¡Saint-Mandé -articuló en voz baja

Fouquet.-Bien: ¿ A quién?A la señora de Belliére o a Pellisson.-Dadlo por hecho.La carroza atravesó Nantes y tomó el

camino de Angers.

CXIVDONDE LA ARDILLA CAE Y LA CULEBRAVUELA

Eran las dos de la tarde. El rey, lleno deimpaciencia, iba y venía de su gabinete al te-rrado, y a veces abría la puerta del corredorpara ver lo que hacían sus secretarios.

El señor Colbert, sentado en el mismositio en que por la mañana había estado tantotiempo Saint-Aignan, hablaba en voz baja conel señor de Brienne.

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El rey abrió bruscamente la puerta, y,dirigiéndose a ellos:

-¿De qué habláis? -pregunto.-De la primera sesión de los-Estados -dijo el señor Brienne le-

vantándose.-¡Muy bien! -replicó el rey. Y volvió a

salir.Cinco minutos después, la campanilla

llamaba a Rose, a quien le había llegado suhora.

-¿Habéis acabado las copias? -preguntóel rey.

-Todavía no, Majestad.-Ved si ha vuelto el señor de Artagnan.-Todavía no, señor.-¡Es extraño! -murmuró el rey-. Llamad

al señor Colbert. Colbert entró; esperaba estemomento desde por la mañana.

-Señor Colbert -dijo el rey vivamente-,sería necesario saber lo que se ha hecho delseñor de Artagnan.

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Colbert, con su voz calmosa:-¿Dónde quiere el rey que le haga bus-

car? -dijo.-¡Eh! ¿No sabéis adonde le había envia-

do? -contestó acremente el rey.-Vuestra Majestad no me lo ha dicho.-Hay cosas que se adivinan, y que vos,

sobre todo, las adivináis.-Lo he podido suponer, Majestad; mas

no me habría permitido adivinarlo del todo.Apenas acababa Colbert de pronunciar

estas palabras, cuando una voz mucho masruda que la del rey interrumpió la conversaciónempezada entre el monarca y el funcionario.

-¡Artagnan! -exclamó el rey muy alegre.Artagnan, pálido y de humor furioso,

dijo al rey:-Señor, ¿ha sido Vuestra Majestad quien

ha dado órdenes a mis mosqueteros?-¿Qué órdenes? -preguntó el rey.-Sobre la casa del señor Fouquet.

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-¡Ninguna! -replicó Luis. -¡Ah, ah! -dijoArtagnan mordiéndose el bigote-. No me habíaengañado; ha sido el señor.

Y designaba a Colbert.-¿Qué orden? Vamos a ver -dijo- el rey.-Orden de revolver toda una casa, de

apalear a los criados y oficiales del señor Fou-quet, de forzar los cajones, de saquear una mo-rada pacífica. ¡Vive Dios! ¡Orden de salvaje!

-¡Señor -dijo Colbert muy pálido.-¡Señor! -le interrumpió Artagnan-, sólo

el rey, ¿lo oís?, sólo el rey tiene derecho a man-dar a mis mosqueteros; pero, por lo que hace avos, os lo prohíbo, y os digo delante de Su Ma-jestad: los gentileshombres que usan espada noson belitres que llevan la pluma en la oreja.

¡Artagnan, Artagnan! -murmuró el rey.Eso es humillante -continuó el mosque-

tero-, y mis soldados están deshonrados. Nomando a belitres o a empleados de la intenden-cia, ¡voto a bríos!

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¿Pero qué hay? Veamos -dijo el rey conautoridad.

Hay, Majestad, que el señor, este señor,que no ha podido adivinar las órdenes de Vues-tra Majestad, y que, por tanto, no sabía que yodebía arrestar al señor Fouquet; este señor, queha hecho construir la jaula de hierro a su prin-cipal de ayer, ha comisionado al señor de Bou-cherat para registrar la casa del señor Fouquet,a fin de apoderarse de los papeles del superin-tendente, y ha trastornado y destruido todoslos muebles. Yo había dado orden a mis mos-queteros para que estuvieran alrededor de lacasa, cercándola. ¿Por qué se ha permitidohacerlos entrar? ¿Por qué, forzándolos a asistira este saqueo, los ha hecho cómplices de él?¡Vive Dios! ¡Nosotros servimos al rey, pero noal señor Colbert!

Señor de Artagnan -dijo el rey severa-mente-, advertid, que no es en mi presencia ycon este tono donde deben tener lugar talesexplicaciones.

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He obrado en interés del rey -dijo Col-bert con voz alterada-, y me es sensible ser tra-tado de esta suerte por un oficial de Su Majes-tad y sin poder tomar venganza a causa delrespeto que debo al rey.

¡El respeto que debéis al rey! -exclamóArtagnan, cuyos ojos despedían fuego-. Consis-te, primero, en hacer respetar su autoridad, enhacer obedecer su persona. Todo agente de unpoder independiente representa este poder, y,cuando los pueblos maldicen la mano que losmaltrata, es al monarca a quien Dios hace res-ponsable, ¿entendéis? ¿Necesitáis que un sol-dado endurecido por los trabajos y la sangre osdé esta lección, señor? ¿Debe estar de mi lado lamisericordia y la ferocidad del vuestro? ¡Habéishecho detener, atar y aprisionar a inocentes!

Los cómplices quizá del señor Fouquet -dijo Colbert.

¿Quién os ha dicho que el señor Fou-quet tenga cómplices y que él mismo sea cul-pable? Sólo lo sabe el rey, y su justicia no es

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ciega. Cuando diga: "Detened, constituid enprisión a tales o cuales personas", entonces se leobedecerá. No me habléis, por tanto,, del respe-to que os merece el rey, y tened cuidado de quevuestras palabras no contengan, ni por casuali-dad, una sola amenaza, pues el rey no permiteque sus malos servidores amenacen a los que lesirven bien, y en el caso de que tuviese, lo queDios no quiera, un amo tan ingrato, me haríayo respetar a mí mismo.

icho esto, Artagnan se cuadró orgullo-samente en el gabinete del rey, los ojos chis-peantes, la mano sobre la espada, los labiostrémulos, afectando una cólera mucho mayorque la que sentía.

Colbert, humillado, y devorado por larabia, saludó al rey, como pidiéndole permisopara retirarse. El rey, contrariado en su orgulloy en su curiosidad, no sabía qué partido tomar.Artagnan advirtió su indecisión. Quedarse mástiempo hubiera sido una falta; era necesarioobtener un triunfo sobre Colbert, y el único

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medio era picar tan bien y tan fuertemente elflaco del rey, que no quedase a Su Majestadmás recurso que escoger entre uno u otro anta-gonista.

Artagnan, pues, se inclinó como Col-bert; pero el rey, a quien antes de todo -le inte-resaba tener noticias exactas y detalladas delarresto del superintendente de Hacienda, deaquel que le había hecho temblar un momento,comprendiendo que el enojo de Artagnan iba aretardarle por un cuarto de hora al menos losdetalles que ansiaba conocer, olvidó a Colbert,que nada de particular tenía que decirle, y vol-vió a llamar a su capitán de mosqueteros.

-Veamos, señor -dijo-; dadme cuenta devuestra comisión, y después reposaréis.

Artagnan, que iba a franquear la puerta,se detuvo a la voz del rey, volvió atrás, y Col-bert se vio obligado a partir. Su semblante tomóel color de la púrpura; sus ojos, negros y per-versos, brillaron con un fuego sombrío bajo susespesas cejas; alargó el paso, se inclinó ante el

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rey, y, medio irguiéndose al pasar por delantede Artagnan, se marchó con la muerte en elcorazón.

Cuando Artagnan quedó solo con el rey,se suavizó al momento, y, cambiando la expre-sión de su rostro.

-Majestad -dijo-, sois un rey joven. En laaurora es cuando el hombre adivina si la jorna-da será feliz o triste. ¿Cómo augurarán, Majes-tad, de vuestro reinado los pueblos que Dios hapuesto bajo vuestra ley, si dejáis obrar, entrevos y ellos, a ministros coléricos y violentos?Mas hablemos de mí, Majestad; dejemos unadiscusión que o; parece ociosa, inconvenientetal vez. Hablemos de mí. He detenido al señorFouquet.

-Habéis empleado mucho tiempo -dijoel rey con acritud. Artagnan miró al rey.

-Veo que me he explicado mal -dijo-.¿He anunciado a Vuestra Majestad que habíadetenido al señor Fouquet?

-Sí, ¿y qué?

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-Pues bien, habría debido decir a Vues-tra Majestad que el señor Fouquet me habíadetenido. a mí, Y hubiera sido más exacto. Res-tablezco, pues, la verdad: yo he sido detenidopor el señor Fouquet.

Luis XIV quedó sorprendido. Artagnancon su golpe de vista tan rápido y seguro, com-prendió lo que Pasaba en el espíritu de su se-ñor. No le dio tiempo a preguntar. Refirió, conaquella poesía pintoresca que sólo él quizá po-seía en aquella época, la evasión de Fouquet, lapersecución, la carrera encarnizada, y, eh fin, lainimitable generosidad del superintendente,que pudiendo haber huído diez veces, y haber-le matado otras tantas o más, había preferido laprisión, y quizá algo peor, a la humillación delque quería arrebatarle su libertad.

A medida que el capitán de los mosque-teros, hablaba, se agitaba elhaciendo chocar las puntas de sus uñas unascon otras.

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Aparece, pues, Majestad, a mis ojos almenos, que un hombre que se conduce así esun hombre generoso, y no puede ser enemigodel rey. Esa es mi opinión, que me Permito ex-poner a Vuestra Majestad. Sé lo que el rey va aresponderme. Y me inclino: "La razón de Esta-do". ¡Bien! Es muy respetable para mí. Pero soyun soldado a quien se ha dado su consigna; estáejecutada, bien a pesar mío, es cierto, pero 14está. Y me callo.

-¿Dónde está el señor Fouquet en estemomento? -preguntó Luis después de un mo-mento de silencio.

-El señor Fouquet, Majestad -respondióArtagnan- está en la jaula de hierro que le hahecho disponer el señor Colbert, y corre al jgalope de cuatro vigorosos caballos camino deAngers.

-¿Por qué lo habéis dejado solo en cami-no?

-Porque Vuestra Majestad no me habíaprevenido que le acompañase a Angers. La

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prueba, la mejor prueba de lo que digo es queel rey me hacía buscar hace poco... Además,tenía otra razón.

-¿Cuál?-Acompañándole yo, ese pobre señor

Fouquet no hubiera nunca intentado evadirse.-¿Y qué? -exclamó el rey estupefacto.-Vuestra Majestad debe comprender, y

comprende sin duda, que mi más vivo deseo essaber que el señor Fouquet ha recobrado su li-bertad. Lo he confiado al sargento más torpeque he podido hallar entre mis mosqueteros,para que el prisionero se salve.

-¿Estáis loco, señor de Artagnan? -exclamó el rey cruzando los brazos sobre elpecho-. ¿Se dicen semejantes enormidadescuando se tiene la desgracia de pensarlas?

-¡Ah! Majestad, sin duda no esperáisque sea enemigo del señor Fouquet, después delo que acaba de hacer por mí y por vos. No melo deis nunca a guardar, si os interesa que con-

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tinúe encerrado; por muy segura que sea lajaula, el pájaro volaría al fin de ella.

-Me sorprende -dijo el rey con una vozsombría- que no hayáis seguido la suerte delque el señor Fouquet quería colocar en mi tro-no. Hubieráis hallado en él todo lo que necesi-táis: afecto y reconocimiento. A mi servicio,señor, se encuentra un amo.

-Si el señor Fouquet no hubiese ido abuscaros a la Bastilla, Majestad -replicó Artag-nan con voz muy acentuada-, sólo un hombrehubiera ido a ella, y ese hombre soy yo; bien losabéis, Majestad.

El rey quedó parado. A las palabrasfrancas y verdaderas de su capitán de mosque-teros nada podía objetar. Al oír a Artagnan re-cordó al Artagnan de otro tiempo, al que ocul-tábase en el Palais-Royal detrás de las cortinasde su lecho, cuando el pueblo de París, condu-cido por el cardenal de Retz, venía a asegurarsede la presencia del rey; al Artagnan que salu-daba con la mano en la portezuela de su carro-

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za, cuando se dirigía a la iglesia de NuestraSeñora al entrar en París; al soldado que lehabía abandonado en Blois, al teniente quehabía llamado a su lado cuando la muerte deMazarino le restituyó el poder; al hombre quehabía hallado siempre leal, animoso y dispues-to a sacrificarse por él.

Luis avanzó hacia la puerta y llamó aColbert.Colbert, que no había abandonado la galeríadonde trabajaban los secretarios, apareció.

-Colbert, ¿habéis hecho realizar unapesquisa en casa del señor Fouquet.

-Sí, Majestad.-¿Y qué ha resultado de ella? -El señor

de Roncherat, enviado con los mosqueteros deVuestra Majestad, me ha entregado algunos pa-peles -replicó Colbert.

-Los veré... Vais a darme vuestra mano.-¿Mi mano, Majestad?-Sí, para que la una a la de Artagnan. En

efecto, Artagnan -agregó- el rey con una sonri-

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sa, y dirigiéndose al soldado, quien, a la vistadel funcionario, había recobrado su actitudaltanera-, vos no conocéis al hombre que véisaquí, y deseo que os conozcáis.

-Es un mediocre servidor en las posicio-nes subalternas, pero será ungran hombre si lo elevo a primera fila.

-¡Majestad! -balbució Colbert, trastorna-do de satisfacción y de temor.

-Ya he comprendido por qué -murmuróArtagnan al oído del rey-: estaba celoso.

-Precisamente, y sus celos le cortabanlas alas.

-En lo sucesivo será una serpiente alada-refunfuñó el mosquetero con un resto de odiocontra su adversario de antes.

Pero, acercándose a él Colbert, mostróuna fisonomía tan distinta de la que común-mente había observado en él; apareció tan bue-no, tan afable, tan franco; sus ojos tomaron laexpresión de una inteligencia tan noble, que

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Artagnan, buen fisonomista, quedó impresio-nado y casi cambiado en sus prevenciones.

Colbert le estrechaba la mano. -Lo que elrey os ha dicho, señor, prueba cuán . bien cono-ce Su Majestad a los hombres. La oposiciónencarnizada que he hecho hasta hoy contra losabusos, no contra los hombres, prueba que misintentos eran preparar a mi rey un gran reina-do; a mi país un gran bienestar. Tengo muchasideas, señor de Artagnan; ya las veréis brillar alsol de la paz pública; y si no tengo :la suerte deconquistar la amistad de los hombres honrados,tengo al menos la seguridad de lograr su es-timación. Por su admiración, señor, daría mivida.

Este cambio, esta elevación súbita, laaprobación tácita del rey, dieron mucho quepensar al mosquetero. Y saludó muy cortés-mente a Colbert, que no le perdía de vista.

Viéndolos el rey reconciliados, los des-pidió; y ambos salieron juntos. Cuando estuvie-

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ron fuera del gabinete, el nuevo ministro, dete-niendo al capitán, le dijo:

-¿Es posible, señor de Artagnan, que conuna inteligencia como lavuestra, no me hayáis comprendido a la prime-ra mirada?

-Señor Colbert -replicó el mosquetero-,los rayos del sol impiden ver las más resplan-decientes luminarias. El hombre en el poderbrilla, ya lo sabéis, y pues que vos estáis en él,¿por qué habéis de continuar persiguiendo alque acaba de caer en desgracia y cae desde tanalto?

-¿Yo, señor? -replicó Colbert -. ¡Oh, se-ñor! No le perseguiré jamás. Yo quería adminis-trar la Hacienda y administrarla sólo, porquesoy ambicioso, y, principalmente, porque tengola más completa confianza en mi mérito, por-que se que todo el oro de este país va a venir ami vista, y porque me es grato ver el oro delrey; porque, si vivo treinta años, en treinta añosno me quedará una sola moneda en la mano;

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porque con este oro edificaré graneros, pala-cios, ciudades, y abriré puertos; porque crearéuna marina y armaré buques que lleven elnombre de Francia a los pueblos más remotos;porque crearé bibliotecas y academias; porqueharé de Francia el primer país del mundo y elmás rico. Ved ahí los motivos de mi animosi-dad contra el señor Fouquet, que impedía reali-zar todo esto. Y después, cuando yo sea grandey fuerte, cuando Francia sea grande y fuertetambién, a mi vez pediré misericordia.

-¿Misericordia habéis dicho? Entoncespedid al rey su libertad. El rey no le castiga sinopor vuestra causa.

Colbert levantó de nuevo la cabeza.-Señor -dijo-, debéis saber que no es así,

y que el rey tiene enemistad personal con elseñor Fouquet; no me corresponde a mí deciroslos motivos de ella.

-El rey se cansará, olvidará.-El rey no olvida jamás, señor de Artag-

nan. Esperad, el rey llama, y va a dar alguna

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orden: yo no lo he influido, ¿no es verdad? Es-cuchad.

El rey llamaba, en efecto, a sus secreta-rios.

-¡Señor de Artagnan! -dijo. -Vedme aquí,Majestad.

-Dad veinte mosqueteros al señor deSaint-Aignan para que escolten al señor Fou-quet.

Artagnan y Colbert cambiaron una mi-rada.

-Y de Angers -prosiguió el rey-, se con-ducirá el preso a la Bastilla de París.

-Teníais razón -dijo el capitán al minis-tro.

-Saint-Aignan -continuó el rey -, haréispasar por las armas a cualquiera que durante elcamino hable en voz baja al señor Fouquet.

-Mas, ¿y yo, Majestad? -dijo el duque.-Vos, señor, no le hablaréis sino en pre-

sencia de los mosqueteros. El duque se inclinó

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y salió para hacer cumplir las órdenes. Artag-nan iba a retirarse también; el rey le detuvo.

-Señor -dijo-, iréis al momento a tomarposesión de la isla y feudo de Belle-Isle.

-Sí, Majestad. ¿Sólo?-Llevad las tropas que necesitéis

para no tener un descalabro, si la plaza resiste.Un murmullo de incredulidad adulado-

ra salió del grupo de los cortesanos.-Esto está visto -dijo Artagnan.-Ya lo he visto en mi infancia -continuó

el rey-, y no quiero verlo más. ¿Me habéis en-tendido? Id, capitán, y no volváis aquí sino conlas llaves de la plaza.

Colbert se acercó a Artagnan.-Es una comisión que, si la desempeñáis

bien, os valdrá el bastón de mariscal.-¿Por qué decís si la desempeñáis bien?-Porque es difícil.-¡Ah! ¿En qué?-Tenéis amigos en Belle-Isle, señor de

Artagnan, y no es fácil a hombres como vos,

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marchar sobre el cuerpo de un amigo para me-drar.

Artagnan bajó la cabeza, mientras Col-bert volvía al lado del rey. Un cuarto de horadespués, el capitán recibió la orden escrita devolar a Belle-Isle en caso de resistencia, confacultades judiciales sobre todos los habitanteso refugiados, y la prevención expresa de nodejar escapar a uno sólo.

"Colbert tenía razón pensó Artagnan-;mi bastón de mariscal de Francia costaría lavida a mis dos amigos. Pero olvidan que misamigos no son más estúpidos que los pájaros, yque no esperan la mano del pajarero para des-plegar sus alas. Yo les mostraré tan bien estamano, que tendrán tiempo de verla. ¡PobrePorthos! Pobre Aramis! No, mi fortuna no oscostará ni una pluma de vuestras alas.

Habiéndose así decidido Artagnan re-unió el ejército real, le hizo embarcar en Paim-boeuf, y se dio a la vela sin perder un momen-to.

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CXVBELLE-ISLE-EN-MER

Al extremo del muelle, sobre el paseoque azota la mar furiosa en el flujo de la tarde,dos hombres, cogidos del brazo, conversabanen tono animado y expansivo, sin que ningúnser humano pudiera oír sus palabras, que arre-bataban una a una las ráfagas del viento, con lablanca espuma robada a las crestas de las olas.

El sol acababa de ponerse en la gransabana del Océano, enrojecido como un crisolgigantesco.

A veces, uno de los hombres se volvíahacia el Este, interrogando el mar con tristeinquietud.

El otro, interrogando las facciones de sucompañero, parecía querer adivinar en sus mi-radas. Luego, mudos los dos, agitando sombrí-os pensamiento, reanudaban su paseo.

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Aquellos dos hombres eran nuestrosproscriptos Porthos y Aramis, refugiados enBelle-Isle desde que se frustraron las esperan-zas, desde el desmoronamiento del vasto plandel señor de Herblay.

-Por más que digáis, mi querido Aramis-repetía Porthos aspirando vigorosamente elaire salino con que dilataba su poderoso pecho-; por más que digáis, no es una cosa ordinariaesa desaparición, desde hace dos días, de todoslos barcos pesqueros que habían partido. No hahabido borrascas en el mar. El tiempo ha per-manecido constantemente sereno, sin la másligera tormenta, y, aun cuando hubiera habidoalguna tempestad, no se habrían ido a piquetodas nuestras barcas. Lo repito, es muy raro, yesa completa desaparición me extraña, os digo.

-Es verdad -murmuró Aramis-; tenéisrazón, amigo Porthos. Preciso es convenir quehay en eso algo extraño.

-Y, además -agregó Porthos a quien elasentimiento del obispo de Vannes parecía des-

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arrollar las ideas-, ¿no habéis notado que, si lasbarcas han perecido, no ha venido a las costasresto ninguno del naufragio?

-Lo he notado como vos. Pues añadid aeso que las dos únicas barcas que quedaban entoda la isla y que he enviado en busca de lasotras...

Aramis interrumpió aquí a su com-pañero con un grito y un movimiento tan brus-co, que Porthos se detuvo estupefacto.

-¿Qué decís, Porthos? ¿Habéis enviadolas dos barcas?...

-En busca de las otras, sí -repuso senci-llamente Porthos.

-¡Desventurado! ¿Qué habéis hecho?¡Entonces estamos perdidos! -exclamó el obis-po.

-¡Perdidos!... ¡Vaya una idea! -exclamóasustado Porthos-. ¿Por qué perdidos, Aramis?¿Por qué estamos perdidos?

Aramis mordióse los labios.-Nada, nada. Perdón, quise decir. ..

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-¿Qué?-Que si quisiésemos... que si nos ocu-

rriera el capricho de dar un paseo por el mar,no podríamos.

-¡Bah! ¡Eso os atormenta! ¡Lindo, placer,a fe mía! Por mi parte, no lo hecho de menos.Lo que echo de menos, no es la mayor o menordiversión que pueda ofrecer Belle-Isle; lo queecho de menos es Pierrefonds, Aramis, es Bra-cieux, es el Vallón, es mi hermosa Francia. Aquíno está uno en Francia, mi querido amigo, sinoen yo no sé dónde. ¡Oh! Puedo decíroslo contoda la sinceridad de mi alma, y vuestro cariñosabrá excusar mi franqueza; pero, os confiesoque no soy dichoso en Belle-Isle; no, verda-deramente, no soy dichoso.

Aramis suspiró quedo.-Querido amigo -repuso-; por eso os

decía que era una desgracia el que hayáis en-viado las dos barcas que nos quedaban en bus-ca de las que marcharon hace dos días. Si no las

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hubieseis alejado para esa descubierta, yahabríamos marchado.

-¡Marchado! ¿Y la consigna, Aramis?-¿Qué consigna?-¡Diablos! La consigna que me estabais

repitiendo a todas horas: que defendiésemos aBelle-Isle contra el usurpador; ya lo sabéis.

-Es verdad -murmuró de nuevo Aramis.-Conque ya veis, querido, que no po-

demos marchar, y que el haber enviado las bar-cas en busca de las otras en nada nos perjudica.

Aramis calló, y su vaga mirada, lumino-sa, como la de una gaviota, se cernió largo ratosobre el marinterrogando el espacio y tratado de horadar elhorizonte.

-Con que todo eso -prosiguió Porthos,tanto más fijo en su idea, ;, cuanto que el obispola había hallado exacta-; con todo eso, no medais explicación ninguna sobre lo que hayapodido suceder a las pobres barcas. Por donde-quiera que paso, véome asaltado de gritos y

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lamentos; los muchachos lloran viendo a susmadres desconsoladas, como si yo pudiera de-volver los padres o los esposos ausentes. ¿Quésuponéis, amigo, y qué les podré responder?

-Supongamos todo, mi buen Porthos, yno digamos nada.

Esta respuesta no satisfizo a Porthos,que se volvió gruñendo algunas palabras demal humor.

Aramis detuvo al valiente militar. -¿Recordáis -preguntó con melancolía,, estre-chando las dos manos del gigante entre las su-yas con afectuosa cordialidad-; recordáis, ami-go, que en los hermosos días de nuestra juven-tud, cuando tan fuertes y tan intrépidos éra-mos, los otros dos y nosotros, si hubiésemosformado empeño en regresar a Francia, no noslo hubiera impedido esa sabana de agua sala-da?

-¡Oh! -exclamó Porthos-. ¡Seis leguas!-Si me hubieseis visto subir sobre una

tabla, ¿os habríais quedado en tierra, Porthos?

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-¡No, por Dios, amigo! ¡Pero hoy, quétabla necesitaríamos, sobre todo yo, queridoamigo!

Y el señor de Bracieux paseó una risue-ña mirada de orgullo por su colosal redondez.

-Seriamente, ¿no os aburrís también unpoco en Belle-Isle? ¿No preferiríais las dulzurasde nuestra morada, de vuestro palacio episco-pal de Vannes? Vamos, confesado.

-No -contesto Aramis, sin atreverse amirar a Porthos.

-Pues quedémonos -dijo su amigo conun suspiro, que no obstan te los esfuerzos quehizo para contenerlo, se escapó ruidosamentede su pecho. ¡Quedémonos, quedémonos! Y,sin embargo -añadió-, si se quisiese absoluta-mente, si hubiese una idea fija de volver aFrancia, y no tuviéramos barcos...

-¿Habéis observado otra cosa, queridoamigo?- Desde la desaparición de nuestros pes-cadores, no ha atracado una sola canoa a lasorillas de la isla.

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-Sí, cierto tenéis razón, en efecto. Tam-bién yo lo he notado, no era difícil hacer esaobservación, pues antes de estos dos días fu-nestos veíamos llegar aquí barcas y chalupaspor docenas.

-Será necesario informarnos -dijo súbi-tamente Aramis con agitación-. Aun cuandotuviese que mandar construir una balsa.

-Todavía hay canoas, querido amigo;¿queréis que suba en una?

-¡Una canoa!... ¡Una canoa! ¿Estáis envuestro juicio, Porthos? ¿Una canoa para zozo-brar? No, no -replicó el obispo de Vannes-. Noes nuestro oficio andar por las olas. Aguarde-mos, aguardemos.

Y Aramis continuaba paseándose contodas las señales de una agitación cada vez ma-yor.

Porthos, que se cansaba siguiendo cadauno de los movimientos febriles de su amigo;Porthos, que, en su calma y credulidad, nocomprendía nada de esa especie de exaspera-

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ción que se revela por sobresaltos continuos;Porthos le detuvo.

-Sentémonos en esta roca -dijo-. Colo-caos ahí, a mi lado, Aramis; os conjuro por úl-tima vez que me expliquéis, de modo que pue-da comprenderlo, qué es lo que hacemos aquí.

-Porthos... -dijo Aramis turbado.-Ya sé que el falso rey quiso destronar al

verdadero. Oído y comprendido. Y bien...-Sí -dijo Aramis.-Ya sé que el falso rey había proyectado

vender Belle-Isle a los ingleses. Eso también lohe comprendido.

-Sí.-Ya sé que nosotros, ingenieros y capi-

tanes, hemos venido a Belle-Isle a encargarnosde la dirección de las obras y del mando dediez compañías levantadas y pagadas por elseñor Fouquet, a quien obedecen, o mejor, diezcompañías de su yerno. Todo esto también secomprende.

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Aramis se levantó impaciente. Se hubie-ra dicho un león importunado por un moscar-dón.

Porthos le retuvo por, el brazo.-Mas lo que no comprendo, lo que a

pesar de todos mis esfuerzos de ingenio, detodas mis reflexiones, no puedo comprender nicomprenderé jamás, es que en lugar de en-viarnos tropas, en vez de enviarnos refuerzosen hombres, municiones y víveres, nos dejensin barcos, dejen a Belle-Isle sin arribos, sinsocorros; que en lugar de establecer con no-sotros una correspondencia, bien sea por seña-les, o por comunicaciones escritas o verbales,intercepten toda relación con nosotros. Veamos,Aramis, respondedme, o más bien, antes deresponderme, ¿queréis que os diga lo que pien-so? ¿Queréis saber cuál ha sido mi idea y elpensamiento que me ha asaltado?

El obispo levantó la cabeza. Pues bien,Aramis -continuó Porthos-, me ha asaltado laidea de que en Francia ha de haber ocurrido

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algún suceso... He soñado toda la noche con elseñor Fouquet, con peces muertos, con huevosrotos, con cámaras mal dispuestas, pobrementeinstaladas. ¡Malos sueños, mi querido de Her-blay! Sueños de mal presagio!

-Porthos, ¿qué se ve allá abajo? -interrumpió Aramis, levantándose de súbito yseñalando a su amigo un punto negro sobre lalínea enrojecida del agua.

-¡Una barca! -dijo Porthos-.-Sí, una barca es. ¡Oh! Al fin vamos a

tener noticias.-¡Dos! -exclamó el obispo, divisando

otra arboladura-. ¡Dos! ¡Tres! ¡Cuatro!-¡Cinco! -exclamó Porthos a su vez-.

¡Seis! ¡Siete!. .. ¡ah, Dios mío! ¡Es una escuadra!¡Dios mío, Dios mío!

-Nuestros barcos que regresan, proba-blemente -dijo Aramis inquieto a pesar de laseguridad que afectaba.

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-Muy grandes son para barcos pesque-ros -observó Porthos-, y luego, ¿no advertís,amigo, que viene del Loira?

-Del Loira viene, sí-Y mirad, todo el mundo los ha visto

aquí como yo; las mujeres y los chicos comien-zan a subir sobre las escollaras.

Pasó un viejo pescador.-¿Son esos nuestros barcos? -le preguntó

Aramis.-No, monseñor -respondió-; son chara-

nas al servicio del rey.-¿Barcos del servicio real? -preguntó

Aramis sobresaltado-. ¿En qué lo conocéis?-En el pabellón.-Pero si apenas es visible el barco -dijo

Porthos-, ¿cómo diablos podéis distinguir elpabellón, querido?

-Veo que llevan uno -replicó el viejo-;nuestros barcos y las chalanas del comercio nolo tienen. Esa especie de pinazas que vienen

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ahí, señor, sirven ordinariamente para trans-portar tropas.

-¡Ah! -exclamó Aramis. -¡Viva! -exclamóPorthos-.Nos envían refuerzos, ¿no es cierto,Aramis?

-Es probable.-¡Como no sean los ingleses!-¿Por el Loira? Desgracia sería, Porthos,

pues habrían pasado por París.-Tenéis razón; son refuerzos, de-

cididamente, o víveres.Aramis apoyó la cabeza entre sus manos

y no respondió.-Porthos -dijo de pronto-, ¡mandad tocar

a generala!-¿A generala?... ¿Qué pensáis?-Sí, y que los artilleros suban a sus bate-

rías; que los sirvientes estén en sus piezas y quese vigile principalmente en las baterías de lacosta. Porthos puso ojos tamaños, y miró aten-tamente a su amigo, como para convencerse deque se hallaba en su cabal juicio.

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-Yo mismo iré, mi buen Porthos -continuó Aramis con su más dulce voz-; voy aque se cumplan mis órdenes, si vos no lohacéis, mi querido amigo.

-¡Ahora mismo voy! -dijo Porthos, quefue a hacer ejecutar las órdenes, echando mira-das atrás para ver si el obispo de Vannes seengañaba, y si, convencido de su error, le dabacontraorden.

Tocóse a generala; resonaron clarines ytambores, y la enorme campana de la atalayatocó a rebato.

Al punto los diques y los muelles sellenaron de curiosos y de soldados; las mechasbrillaron en las manos de los artilleros, situadosdetrás de los gruesos cañones montados sobrecureñas de piedra. Luego que acudieron todosa sus puestos, hechos los preparativos de de-fensa:

-Permitidme, Aramis, que vea si puedocomprender esto -dijo Porthos, acercándosetímidamente al oído del obispo.

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-Andad, querido, que demasiado prontolo comprenderéis -murmuró el señor de Her-blay a aquella pregunta de su teniente.

-La escuadra que ahí viene a velas des-plegadas y se encamina al puerto de Belle-Isle,es una escuadra real, ¿no es cierto?

-Mas habiendo dos reyes en Francia,Porthos, ¿a cuál de los dos pertenecerá?

-¡Oh! ¡Me abrís los ojos! -repuso el gi-gante, vencido por aquel argumento.

Y Porthos, a quien la respuesta de suamigo acababa de abrir los ojos, o mejor, deespesar la venda que le cubría la vista, acudiócorriendo a las baterías para vigilar a su gente yexhortar a todos a cumplir con su deber.

Entretanto Aramis, los ojos fijos en elhorizonte veía aproximarse los barcos. La mu-chedumbre y los soldados, subidos sobre todaslas cimas y anfractuosidades de las rocas, podí-an divisar la arboladura, las velas bajas, y, enfin, los cascos de las chalanas, que ostentaban elpabellón real de Francia.

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Era noche cerrada cuando una de aque-llas pinazas, cuya presencia había puesto entanta conmoción a toda la población de Belle-Isle, fue a acomodarse a un tiro de cañón de laplaza.

Pronto se vio, a pesar de la obscuridadque reinaba, cierta agitación a bordo de aquelnavío, de cuyo costado se destacó una lanchacon tres remeros, que, encorvados sobre susremos tomaron la dirección del puerto, y enpocos minutos atracaron a los pies del fuerte.

El patrón de la yola saltó al muelle. Lle-vaba una carta en la mano, que agitaba en elaire, como pidiendo comunicar con alguien.

Aquel hombre fue reconocido por variossoldados como uno de los pilotos de la isla. Erael patrón de una de las dos barcas conservadaspor Aramis, y que Porthos, en su inquietud porla suerte de los pescadores desaparecidos hacíados días, había enviado a la descubierta de losbarcos perdidos.

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Pidió ser conducido al señor de Her-blay.

Dos soldados, a una señal del sargento,lo colocaron entre ellos y lo escoltaron.

Aramis se hallaba en el muelle. El en-viado se presentó ante el obispo de Vannes. Laobscuridad era caso completa, a pesar de loshachones que llevaban a cierta distancia lossoldados que seguían a Aramis en su ronda.

-¡Hola, Jonatás! ¿De parte de quién vie-nes?

-De parte de los que me han apresado.-¿Y quién te ha apresado?-Ya sabéis, monseñor que salimos en

busca de nuestros camaradas.-Sí. ¿Y qué?-Pues bien, monseñor, a una legua corta

fuimos apresados por un quechemarín del rey.-¿De qué rey? -preguntó Porthos.Jonatás abrió los ojos con sorpresa.-Habla -prosiguió el obispo.

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-Fuimos, pues, capturados, monseñor, yreunidos a los que habían sido apresados ayermañana.

-¿Y qué manía es esa de cogeros a to-dos? -interrumpió Porthos.

-Señor, para impediros que os lo dijéra-mos -replicó Jonatás. Porthos no comprendíauna palabra.

-¿Y os dejan hoy en libertad? -preguntó.-Para decir que nos han apresado."Cada vez lo entiendo menos", pensó el

honrado Porthos. Entretanto reflexionaba Ara-mis.

-Así, pues -dijo-, las costas se hallanbloqueadas por una escuadra real.

-Sí, monseñor.-¿Quién la manda?-El capitán de los mosqueteros del rey.-¿Artagnan?-¡Artagnan! -exclamó Porthos.-Creo que es ese su nombre.-¿Fue él quien te entregó esa carta?

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-Sí, monseñor. -Acercad los hachones.-Es su letra -dijo Porthos. Aramis leyó

con ansiedad las líneas siguientes:"Orden del rey para tomar a Belle-Isle;"Orden de pasar a cuchillo a la guarni-

ción, si resiste;"Orden de hacer prisioneros a todos los

hombres de la guarnición; "FIRMADO AR-TAGNAN, que anteayer arrestó al señor Fou-quet, para enviarlo a la Bastilla."

Aramis palideció y estrujó el papel entresus manos.

Porthos no comprendía una palabra.-¿Qué hay? -preguntó Porthos.-¡Nada, amigo mío, nada!-Dime, Jonatás.-¿Monseñor?-¿Has hablado al señor de Artagnan?-Sí, Monseñor.-¿Qué te ha dicho?-Que para más explicaciones, hablaría

con monseñor.

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-¿Dónde?-A bordo de su barco.-¿A bordo de su barco?Porthos repitió:-¿A bordo de su barco?-El señor mosquetero -prosiguió Jona-

tás- me ha dicho que os tome a vos y al señoringeniero en mi lancha y os lleve allí.

-Vamos allí -dijo Porthos-. ¡Ese queridoArtagnan!

Aramis le detuvo.-¿Estáis loco? –exclamó-.¿Quién nos dice

que no sea un lazo?-¿Del otro rey? -dijo Porthos con miste-

rio.-¡Una asechanza cualquiera! Eso basta,

querido amigo.-Es posible. ¿Qué haremos, entonces?

Con todo, si Artagnan nos llama...-¿Y quién os dice que sea Artagnan?-¡Ah! Entonces... Mas, ay su letra?

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-La letra se falsifica. Está contrahecha, estemblona.

-Siempre tenéis razón; pero entretantonada sabemos.

Aramis calló.-Verdad es -dijo el buen Porthos- que

nada necesitamos saber.-¿Qué he de hacer yo? -preguntó Jona-

tás.Volver al lado de ese capitán.-Sí, monseñor.-Y le dirás que le suplicamos que venga

él en persona a la isla.-Ya entiendo -dijo Porthos.-Sí, monseñor -respondió Jonatás-; pero

¿y si el capitán se niega a venir a Belle-Isle? -Entonces haremos uso de los cañones.

-¿Contra Artagnan?-Si es Artagnan, él vendrá, Porthos. Par-

te, Jonatás, parte.-A fe mía que no entiendo una palabra -

murmuró Porthos.

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-Ahora me comprenderéis, queridoamigo; ha llegado el momento. Sentaos sobreesa cureña, abrid los oídos y escuchadme bien.

-¡Sí! ¡Escucho, pardiez! No lo dudéis.-¿Puedo marchar, monseñor? -dijo Jona-

tás.-Parte, y vuelve con una respuesta.

¡Hola, dejad pasar la lancha!La lancha fue a reunirse con el navío.Aramis cogió la mano a Porthos y co-

menzó las explicaciones.

CXVILAS EXPLICACIONES DE ARAMIS

-Lo que voy a deciros, amigo Porthos,no dejará quizá de sorprenderos, pero tambiénos instruirá.

-Me gustan las sorpresas -dijo i Porthoscon benevolencia-; no tengáis reparo, os lo rue-go. Estoy hecho a las emociones; nada temáis,pues, hablad.

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-Difícil es, Porthos... difícil; porque, enverdad, os lo prevengo por segunda vez, tengoque contaros cosas muy extrañas, muy ex-traordinarias.

-¡Oh! Habláis tan bien, querido amigo,qué os estaría escuchando días enteros. Conquehablad, o si no, mirad, tengo una idea: para fa-cilitaros el trabajo y ayudaros a que me expli-quéis esas cosas extrañas, os preguntaré.

-Me agrada.-¿Por qué vamos a pelear, querido Ara-

mis?-Si me dirigís muchas preguntas como

esa, si es así como creéis facilitarme el trabajo,mi necesidad de revelaciones, confieso que elcamino no es el mejor. Al contrario; en esto estáprecisamente el nudo gordiano. Vamos, amigo,con un hombre bueno, generoso y leal comovos, es preciso por él, y por uno mismo, co-menzar las confesiones con valor. Os he enga-ñado, mi digno amigo.

-¿Me habéis engañado?

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-Dios mío, sí.-¿Era por mi bien, Aramis?-Así lo creía, Porthos; lo creía sincera-

mente.-Entonces -dijo el honrado señor de Bra-

cieux-, me habéis hecho un servicio, y os doylas gracias; porque si no me hubieseis engaña-do, tal vez me hubiera engañado yo mismo.¿En qué me habéis engañado? Decid.

-Yo servía al usurpador, contra quienLuis XIV dirige en estos instantes todos susesfuerzos.

-El usurpador -dijo Porthos rascándosela frente-, que es... No comprendo muy bien.

-Es uno de los dos reyes que se disputanla corona de Francia.

-¡Muy bien! Entonces, ¿servíais al queno es Luis XIV?

-Habéis dicho la expresión exacta degolpe.

-De lo cual resulta que...-Que somos rebeldes, mi pobre amigo.

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-¡Diablo! ¡Diablo! -exclamó Porthos des-concertado.

-¡Oh! Pero, querido Porthos, calmaos,todavía hallaremos medios de salvarnos,creedme.

-No es eso lo que me inquieta -contestóPorthos-; lo que me escuece es esa maldita pa-labra de rebeldes.

-Así es.-De modo que el ducado que se me

prometió...-Era el usurpador quien lo daba.-No es lo mismo, Aramis -repuso Port-

hos con majestad.-Amigo, si sólo hubiera dependido de

mí, seríais ya príncipe.Porthos se puso a morderse las uñas con

melancolía.-En eso -prosiguió- habéis hecho mal en

engañarme; porque yo contaba con el ducadoprometido. ¡Oh! y contaba con él seriamente,

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sabiéndoos hombre de palabra, mi queridoAramis.

-¡Pobre Porthos! Os ruego que me per-donéis.

-¿De suerte -insistió Porthos sin respon-der a la súplica del obispo de Vannes- que mehallo malquistado con el rey Luis XIV?

-Yo lo arreglaré todo, mi buen amigo; yolo arreglaré. Tomaré sobre mí toda la responsa-bilidad.

-¡Aramis! ...-No, no, Porthos; os lo pido por favor

dejadme hacer. ¡Nada de falsa generosidad nide abnegación inoportuna! No sabíais nada demis proyectos; no habéis hecho nada por vosmismo. Yo, es otra cosa. Fui el único autor delcomplot. Tenía necesidad de mi inseparablecompañero; os llamé, y viniste a mí acordán-doos de vuestra antigua divisa: "Todos parauno, uno para todos". Mi crimen, querido Port-hos, es haber sido egoísta.

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-Esa palabra me gusta -dijo Porthos-;desde que confesáis haber obrado por vuestrasola cuenta, no me es posible reconveniros. ¡Estan natural!

Y con esta sublime expresión estrechóPorthos cordialmente la mano de su amigo.

Aramis sintióse pequeño ante aquellasencilla grandeza de alma. Era la segunda vezque se veía precisado, a rendir tributo a la ver-dadera superioridad del corazón, mucho máspoderosa que el esplendor del talento.Y contestó con un mudo y enérgico apretón a lagenerosa caricia de su amigo.

-Ya que nos hemos explicado claramen-te -dijo Porthos-, y he comprendido bien nues-tra situación con respecto a al rey Luis, creo,querido amigo, que es ocasión de darme a co-nocer la intriga política de que somos víctimas;porque no se me oculta que en todo esto hayuna intriga política.

-Artagnan, mi buen Porthos, va venir, yos la explicará con todos sus pormenores; per-

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donadme; estoy anonadado de dolor, abruma-do de pena, y necesito toda mi presencia deespíritu y toda mi reflexión para sacaros delmal paso en que tan imprudentemente os hemetido; pero nada hay más claro ni más precisoen lo sucesivo que la posición. El rey Luis XIV,no tiene ya más que un solo enemigo: ése soyyo, yo solo. Os he hecho prisionero; vos mehabéis seguido; ahora os doy libertad, y volvéisal lado de vuestro príncipe. Ya veis, Porthos,que en todo esto no se presenta la menor difi-cultad.

-¿Lo creéis así? -dijo Porthos.-Estoy seguro de ello.-Entonces -dijo el admirable buen senti-

do de Porthos-, ¿por qué si estamos en una si-tuación tan fácil, preparamos cañones, mosque-tes y tretas de toda especie? Más sencillo meparece decir al capitán Artagnan: "¡Queridoamigo, nos hemos engañado, y hay que desha-cer la equivocación; abridnos la puerta, dejad-nos pasar, y hasta la vista!"

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-¡Ojalá! -exclamó Aramis meneando lacabeza.

-¿Cómo ojalá? ¿No aprobáis ese plan,querido amigo?

-Veo en él una dificultad.-¿Cuál?-La hipótesis de que Artagnan venga

con tales órdenes, que nos veamos obligados adefendernos.

-¡Vaya una ocurrencia! ¿Defendernoscontra Artagnan? ¡Locura! ¿Contra el buen Ar-tagnan?

Aramis meneó por segunda vez la cabe-za.

-Porthos -dijo-, si he ordenado encenderlas mechas y preparar los cañones; si he hechotocar generala; si he dispuesto que todo elmundo acuda a su puesto en las fortificaciones,en esas potentes fortificaciones que con tantasolidez habéis construido, por algo habrá sido.Aguardad para juzgar, o mejor, no, no aguar-déis...

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-¿Y qué hemos de hacer?-Si lo supiera, amigo, lo hubiera dicho.-Pero hay una cosa más sencilla que

defendernos: un barco, y rumbo a Francia, don-de...

-Querido amigo -dijo Aramis sonriendocon una especie de tristeza-, no razonemos co-mo niños; seamos hombres en el consejo y en laejecución. Mirad cómo desde el puerto llamancon la bocina a una embarcación. ¡Atención,Porthos, gran atención!

-Sin duda es Artagnan -dijo Porthos conuna voz de trueno acercándose al parapeto.

-Sí, soy yo -contestó el capitán de mos-queteros, saltando con ligereza sobre los esca-lones del muelle.

Y subió velozmente hasta la pequeñaexplanada, donde le esperaban sus dos amigos.

Caminando Porthos y Aramis, dis-tinguieron a un oficial que seguía a Artagnanpisándole los talones.

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El capitán detúvose sobre los escalonesdel muelle, a la mitad del camino. Su compañe-ro hizo lo mismo

-Haced retirar a vuestra gente -gritóArtagnan a Porthos y Aramis-; hacedla retirarfuera del alcance de la voz.

Porthos dio la orden, y fue ejecutada almomento.

Entonces Artagnan volviéndose hacia elque le seguía:

-Caballero -le dijo-, ya no estamos aquíen la escuadra del rey, donde, en virtud devuestras órdenes, me hablabais hace poco contanta arrogancia.

-Caballero -respondió el oficial-, yo noos hablaba con arrogancia; no he hecho másque obedecer simplemente, aunque con riguro-sa exactitud, lo que se me había ordenado. Mehan encargado que os siga, y os sigo. Me handicho que no os deje comunicar con nadie sintener conocimiento de lo que hacéis, y me mez-clo en vuestras entrevistas.

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Artagnan tembló de cólera, y Porthos yAramis, que oían aquel diálogo, temblabantambién, pero de inquietud y temor.

Artagnan trémulo de cólera, y con unaenergía que revelaba en él un estado de exaspe-ración muy próxima a estallar, se acercó al ofi-cial.

-Caballero -díjole en voz más baja, perotanto más acentuada, cuanto mayor calma si-mulaba y más se preparaba para una tempes-tad-, cuando envié aquí una lancha quisisteissaber lo que escribía a los defensores de Belle-Isle. Me enseñasteis una orden; al punto, a mivez, os di a leer el billete que escribí. Cuandovolvió el patrón de la barca que envié, y recibíla respuesta de estos dos señores (y señalaba aPorthos y Aramis), escuchasteis hasta el fin eldiscurso del mensajero. Todo esto se ajustaba avuestras órdenes, y se hizo bien y. puntualmen-te, ¿no es cierto?

-Sí, señor -balbució el oficial-; sin duda,señor... pero.

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-Caballero -continuó Artagnan calen-tándose cada vez más-, cuando manifesté yanuncié en alta voz mi intención de pasar aBelle-Isle, exigisteis acompañarme, y os trajeconmigo sin vacilar. Ya estáis en Belle-Isle, ¿noes cierto?

-Sí, señor; pero ...-Pero ... No se trata ya del señor Colbert,

que os ha hecho cumplir esa orden, o de la per-sona, cualquiera que sea, cuyas instruccionesseguís; se trata de un hombre que incomoda aArtagnan, y que se halla solo con éste sobre losescalones de un muelle que bañan treinta piesde agua salada; ¡mala posición para ese hom-bre, mala posición, caballero! Os lo advierto.

-Pero, señor, si os incomodo -replicó eloficial con timidez y casi medrosamente-, es miservicio quien...

-Caballero, habéis tenido la desgracia,vos o los que os envían, de hacerme un insulto.Está hecho. Yo no puedo volverme contra losque os envían, porque me son desconocidos o

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están demasiado lejos. Pero ahora os halláis enmi poder, y juro por Dios que si dais un pasomás cuando yo levante mi pie para ir al lado deesos señores... Juro por quien soy que os abro lacabeza con mi espada, y que os arrojo al agua.¡Oh! Suceda lo que quiera. Sólo seis veces mehe encolerizado en mi vida, señor, y las cincoque han precedido a ésta, he matado a mi hom-bre.

El oficial no se movió; palideció bajoaquella terrible amenaza, y respondió con sen-cillez:

-Señor, hacéis mal en ir contra mi con-signa.

Porthos y Aramis, mudos y iré, mulosen lo alto del parapeto, gritaron al mosquetero:

-¡Cuidado, querido Artagnan!Artagnan les hizo callar con un ademán,

levantó su pie con calma escalofriante para su-bir un escalón, y se volvió espada en mano paraver si le seguía el oficial.

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El oficial hizo la señal de la cruz y mar-chó.

Porthos y Aramis, que conocían a suArtagnan, lanzaron un grito y se precipitaronpara detener el .golpe, que creían ya oír.

Pero Artagnan, pasando la espada a sumano izquierda:

-Caballero -dijo al oficial con voz con-movida-, sois hombre valiente. Debéis com-prender mejor lo que os voy a decir ahora, quelo que os he dicho antes.

-Hablad, señor de Artagnan, hablad -repuso el valiente oficial.

-Esos señores a quienes vengo a ver, ycontra quienes tenéis órdenes, son amigos mí-os.

-Lo sé, caballero.-Comprended si debo obrar con ellos

como prescriben vuestras instrucciones.-Comprendo vuestros miramientos.-Pues bien, permitidme hablar con ellos

sin testigos.

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-Señor de Artagnan, si accedo a vuestrosdeseos, si hago lo que me pedís, faltaré a mipalabra; pero, si no lo hago, os daréis por ofen-dido. Mejor quiero lo uno que lo otro. Habladcon vuestros amigos, y no me despreciéis, se-ñor, por hacer en obsequio de vos solo, a quienmucho estimo y honro, una acción villana.

Artagnan, conmovido, echó rá-pidamente sus brazos al cuello de aquel joven,y subió adonde estaban sus amigos.

El oficial, embozado en su capa, sentósesobre los escalones cubiertos de algas húmedas.

-Y bien -dijo Artagnan a sus amigos-, heaquí la posición; juzgad.

Abrazáronse todos tres. Y todos trespermanecieron estrechados en brazos unos deotros, como en los buenos tiempos de juventud.

-¿Qué significa todo ese rigor? -preguntó Porthos.

-Algo podéis sospechar, querido amigo -respondió Artagnan.

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-No mucho, os lo aseguro, querido capi-tán; porque en último resultado nada he hecho,ni Aramis tampoco -apresuróse a añadir el ex-celente hombre.

Artagnan lanzó al prelado una miradade reproche, que penetró en aquel corazón en-durecido.

-¡Querido Porthos! -exclamó el obispode Vannes.

-Ya veis lo que se ha hecho -dijo Artag-nan-: interceptar todo lo que va y viene a Belle-Isle. Todos vuestros barcos se hallan apresados.Si hubieseis intentado huir habríais caído enmanos de los cruceros que surcan el mar y osacechan. El rey os quiere en su poder, y os ten-drá.

Y Artagnan arrancóse con rabia algunospelos de su bigote gris. Aramis se puso som-brío, y Porthos colérico.

-Mi idea era ésta -prosiguió Artagnan-:haceros venir a ambos a bordo de mi barco,teneros a mi lado, y luego poneros en libertad.

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Pero, ahora, ¿quién me dice que al volver a minavío, no me encuentre algún superior, o bienórdenes secretas que me quiten el mando paraconferirlo a otro que no sea yo, y dispongan demí y de vosotros sin ninguna esperanza de so-corro?

-Es necesario permanecer en Belle-Isle -dijo resueltamente Aramis-, y por mi parte osrespondo que no me rendiré con entero co-nocimiento.

Porthos nada dijo. Artagnan notó elsilencio de su amigo.

-Todavía tengo que tantear a ese oficial,a ese valiente que me acompaña, y cuya valero-sa resistencia aprecio porque revela a un hom-bre de honor, el cual, aunque enemigo nuestro,vale mil veces más que un cobarde complacien-te. Probemos, y sepamos de él lo que tiene de-recho a hacer, lo que su consigna le permite o leprohíbe.

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-Probemos -dijo Aramis. Artagnan fueal parapeto, inclinóse hacia los escalones delmueIle, y llamó al oficial, que subió al punto.

-Caballero -le dijo Artagnan, después decambiar algunas frases de cordial urbanidad,naturales entre hidalgos que se conocen y seaprecian dignamente-, caballero, si Yo llevaseconmigo a estos dos señores, ¿qué haríais?

-No me opondría, señor; mas teniendoorden directa, orden formal, de tomarlos bajomi custodia, así lo haría.

-¡Ah! -exclamó Artagnan.-¡Se acabó! -dijo Aramis sordamente.Porthos no se movió.-Llevaos a Porthos -dijo el obispo de

Vannes-; él sabrá probar al rey, en lo cual leayudaremos vos y yo, que es extraño a esteasunto.

-¡Hum! -hizo Artagnan-. ¿Queréis venir?¿Queréis seguirme, Porthos?' El rey esclemente.

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-Dejadme reflexionar -dijo noblementePorthos.

-¿Os quedáis aquí, según eso? -¡Hastanueva orden! -exclamó Aramis con viveza.

-Hasta que tengamos una idea -repusoArtagnan-, y ahora creo que no será tarde, por-que tengo ya una.

-Despidámonos, pues -prosiguió Ara-mis-, pero, en verdad, querido Porthos, deberí-ais partir.

-¡No! -dijo éste lacónicamente.-Como gustéis -replicó Aramis algo

herido en su nerviosa susceptibilidad, por eltono desabrido de su compañero-. Me tranqui-liza la promesa de una idea de Artagnan, ideaque creo haber adivinado.

-¡Veamos! -dijo el mosquetero, acercan-do su oído a la boca de Aramis.

Este dijo al capitán varias palabras rápi-das, a las que contestó Artagnan:

-Eso precisamente.

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-¡Infalible, entonces! -exclamó gozosoAramis.

-Durante la primera emoción que debe-rá producir ese proyecto, arreglaos, Aramis.

-¡Oh! No tengáis miedo.-¡Ahora, señor -dijo el capitán al oficial-,

gracias, mil gracias! Acabáis de ganaros tresamigos para toda la vida, hasta la muerte.

-Sí -replicó Aramis.Sólo Porthos no dijo nada, pero asintió

con la cabeza.Artagnan, después de abrazar tier-

namente a sus dos viejos amigos, dejó a Belle-Isle con el inseparable compañero que Colbertle había dado.

De suerte que, si se exceptúa la especiede explicación con que el digno Porthos habíatenido a bien contentarse, en nada había cam-biado en apariencia la suerte de unos y otros.

-Solamente -decía Aramis- tenemos laidea de Artagnan. Artagnan no volvió a bordode su barco sin madurar bien la idea que había

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hallado, y sabido es que cuando Artagnan me-ditaba, jamás era sin fruto.

En cuanto al oficial, volviéndose mudo,le dejó respetuosamente reflexionar a sus an-chas.

Así fue que al poner el pie en su navío,acoderado a un tiro de cañón de Belle-Isle, elcapitán había reunido ya todos sus mediosofensivos y defensivos.

Al punto reunió su Consejo. Este Conse-jo se componía de los oficiales a sus órdenes.

Los oficiales eran ocho:Un jefe de fuerzas marítimas.Un mayor director de artillería.Un ingeniero.El oficial que ya conocemos.Y cuatro tenientes.Habíéndolos reunido en la cámara de

popa, Artagnan se levantó,se quitó el sombrero, y comenzó en estos tér-minos:

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-Señores, he ido a reconocer a Belle-Isle-en-Mer, y he hallado una excelente y fuerteguarnición, con todos los preparativos para unadefensa que puede hacerse enojosa. Tengo,pues, la intención de enviar a buscar dos de losprincipales jefes de la plaza, para que hablemoscon ellos. Luego que les hayamos separado desus tropas y de sus cañones, podremos sacarmejor partido, sobre todo con buenos argu-mentos. ¿Sois de la misma opinión, señores?

El mayor de artillería se levantó.-Señor -dijo con respeto, pero con firme-

za-, os he oído decir que la plaza prepara unadefensa enojosa. ¿Sabéis si la plaza está dis-puesta a la rebelión?

Artagnan quedó desconcertado vi-siblemente con aquella réplica; pero no erahombre que se dejara abatir por tan poco, ytomó la palabra:

-Señor -dijo-, vuestra observación esexacta. Pero no ignoráis que Belle-Isle-en-Meres un feudo del señor Fouquet, y los antiguos

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reyes dieron a los señores de Belle-Isle el dere-cho de armarse por su propia cuenta.

El mayor hizo un movimiento.-¡Oh! No me interrumpáis -prosiguió

Artagnan-. Vais a decirme que el derecho dearmarse contra los ingleses no es el derecho dearmarse contra su rey. Pero no será ciertamenteel señor Fouquet quien manda en Belle-Isle,puesto que anteayer le arresté yo. Los ha-bitantes y defensores de Belle-Isle no sabennada de esta prisión, en vano se la anunciaríais.Es algo tan inaudito, tan extraordinario, tan in-esperado, que no os creerían. Un bretón sirve asu amo y no a sus amos; sirve a su amo hastaque le ve muerto. Ahora bien, los bretones, queyo sepa, no han visto el cadáver del señor Fou-quet. Por tanto, no es extraño que se sostengancontra todo lo que no sea el señor Fouquet o sufirma.

El mayor se inclinó en señal de asenti-miento.

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-Por eso -prosiguió Artagnan- me pro-pongo hacer venir aquí, a bordo, a dos de losprincipales jefes de la guarnición. Os verán,señores; verán las fuerzas de que disponemos ysabrán a qué atenerse sobre la suerte que lesaguarda en caso de rebelión. Les afirmaremos,bajo palabra de honor, que el señor Fouquetestá preso, y que cualquier resistencia no podrámenos de serles perjudicial. Les diremos quedisparado el primer cañonazo no tienen queaguardar misericordia ninguna del rey. Enton-ces, tal es al menos mi cálculo, no resistirán ya.Se entregarán sin combatir, y podremos asíapoderarnos, sin derramar sangre, de una pla-za, cuya conquista podría costarnos cara.

El oficial que había seguido a Artagnana Belle-Isle se disponía a hablar, pero Artagnanle interrumpió

-Sí, ya sé lo que vais a decirme, señor; séque hay una orden del rey que prohíbe todacomunicación secreta con los defensores deBelle-Isle, y por eso precisamente propongo no

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comunicar sino delante de todo mi Estado Ma-yor.

Y Artagnan hizo a sus oficiales un signode cabeza, que tenía por objeto hacer valeraquella condescendencia.

Los oficiales se miraron como para leersu opinión en los ojos unos de otros, con ánimode asentir evidentemente, después de habersepuesto de acuerdo, a lo que Artagnan proponía.Y ya veía éste con gozo que el resultado de suconsentimiento sería enviar un barco a Porthosy a Aramis. cuando el oficial del rey sacó delhecho un pliego sellado que entregó a Artag-nan.

Aquel pliego llevaba en el sobrescrito elnúmero 1.

-¿Qué es esto? -murmuró el capitán,sorprendido.

-Leed, señor -dijo el oficial inclinándosecon una cortesanía no exenta de tristeza.

Artagnan, lleno de desconfianza, abrióel pliego y leyó estas palabras:

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"Prohibo al señor de Artagnan reunirConsejo de ninguna especie, ni deliberar demodo alguno, antes de que sea tomada Belle-Isle y los prisioneros pasados por las armas.Firmado: Luis".

Artagnan reprimió el movimiento doimpaciencia que circulaba por todo su cuerpo,y, con una graciosa sonrisa:

-Está bien, señor -dijo-, nos atendremosa las órdenes del rey.

CXVIICONTINUACIÓN DE LAS IDEAS DEL REYY DE LAS IDEAS DE ARTAGNAN

El golpe era directo, rudo, mortal. Ar-tagnan, furioso de haber sido burlado por una

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idea del rey, no desesperó, sin embargo, y dan-do vueltas a la idea que había traído de Belle-Isle, auguró de ahí un nuevo medio de salva-ción para sus amigos.

-Señores -dijo súbitamente-, puesto queel rey ha confiado a otro sus órdenes secretas,es que no posea su confianza, y me haría real-mente indigno de ella si tuviera valor para con-servar un mando sujeto a tantas sospechas inju-riosas. Voy, pues, inmediatamente a llevar midimisión al rey. La ofrezco delante detodos vosotros, intimándoos que os repleguéisconmigo sobre las costas de Francia, de modoque no queden comprometidas las fuerzas queSu Majestad me ha confiado. Cada cual a supuesto, y disponed el regreso; dentro de unahora tendremos el flujo. ¡A vuestros puestos,señores! Supongo -añadió, viendo que todosobedecían a excepción del oficial que lo vigila-ba que no tendréis que objetar esta vez ordenninguna.

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Y Artagnan triunfaba casi al pronunciarestas palabras. Aquel plan era la salvación desus amigos. Levantado el bloqueo podían em-barcarse al punto y hacerse a la vela para Ingla-terra o España, sin temor de ser molestados.Mientras ellos huían, llegaba Artagnan al ladodel rey, justificaba su regreso con la indigna-ción que las desconfianzas de Colbert suscita-ran en él, le enviaban de nuevo con amplios po-deres, y tomaban entonces a Belle-Isle; esto es,la jaula, pero sin pájaros.

Mas a este plan, el oficial opuso unasegunda orden, concebida en estos términos:

"Desde el instante en que el señor deArtagnan manifieste el deseo de dar su dimi-sión, dejará de ser jefe de la expedición, y todooficial puesto bajo sus órdenes deberá no pres-tarle obediencia. Por otra parte, habiendo per-dido el citado señor de Artagnan su cualidadde jefe de la armada enviada contra Belle-Isle,deberá partir inmediatamente para Francia encompañía del oficial que le haya presentado

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esta orden, que lo mirará como prisionero, dequien tendrá que responder."

Artagnan palideció, a pesar de su bra-vura y serenidad. Todo había sido calculadocon una profundidad que, por primera vez entreinta años, le recordaba la sólida previsión yla lógica inflexibilidad del gran cardenal.Respirando apenas, apoyó la cabeza sobre sumano, pensativo.

-Si me guardase esa orden en el bolsillo-decía entre sí-, ¿quiénlo podría saber, ni quién me lo impediría? An-tes de que el rey fuese informado, habría salva-do a esa pobre gente de la isla. ¡Audacia, pues!Mi cabeza no es de esas que un verdugo hacecaer por desobediencia. ¡Desobedezcamos!

Mas en el momento en que iba a tomarese partido, vio a los oficiales que le rodeabanleer órdenes semejantes, que acababa de distri-buirles aquel infernal agente del pensamientode Colbert.

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El caso de desobediencia estaba previstocomo los otros.

-Señor -se acercó a decirle el oficial-,espero vuestro beneplácito para partir.

-Estoy dispuesto, señor -replicó el capi-tán rechinando los dientes. El oficial mandóinmediatamente disponer una lancha, que vinoa recibir a Artagnan.

Al verla, pareció volverse loco de rabia.-¿Cómo -balbució- se va a hacer para

dirigir los distintos cuerpos?-En caso de marchar vos -respondió el

comandante de dos buques-, me confía el rey amí su escuadra.

-Entonces, señor -replicó el hombre deColbert dirigiéndose al nuevo jefe-, es para vosesta última orden que me han confiado. Presen-tadme vuestros poderes.

-Aquí están -dijo el marino mostrandouna firma del rey. -Pues aquí tenéis vuestrasinstrucciones -replicó el oficial entregándole elpliego.

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Y dirigiéndose a Artagnan:-Vamos, señor -dijo con voz conmovida

al ver pintada la desesperación en aquel hom-bre de hierro-; hacedme el favor de partir.

-Al momento -articuló débilmente Ar-tagnan, anonadado y vencido por la implacableimposibilidad.

Y se deslizó en la lancha, que singlóhacia Francia con viento favorable, ayudadopor la subida de la marea'. Los guardias del reyse habían embarcado con él.

No obstante, el mosquetero conservabatodavía la esperanza de llegar a Nantes bastan-te pronto, y de abogar con bastante elocuenciaen favor de sus amigos para conmover al rey.

La barca volaba como una golondrina.Artagnan veía distintamente la tierra de Franciaperfilarse en negro sobre las nubes blancas dela moche.

-¡Ay, señor! -dijo bajo al oficial, a quienno hablaba hacía una hora-. ¡Cuánto daría porconocer las instrucciones del nuevo coman-

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dante! Supongo que serán pacíficas, ¿no es ver-dad? ... Y...

No acabó; un cañonazo lejano rodó so-bre la superficie de las olas, al que sucedió otro,y dos o tres más fuertes. Artagnan estremeció-se.-S ha roto el fuego contra Belle-Isle -dijo el ofi-cial.La lancha acababa de tocar la 'tierra de Francia.

CXVIIILOS ANTEPASADOS DE PORTHOS

Cuando Artagnan se separó de Porthosy Aramis, entraron estos en el fuerte principalpara conferenciar con más libertad.

Porthos, siempre preocupado, atormen-taba a Aramis, cuyo espíritu jamás se habíavisto libre.

-Querido Porthos -dije éste de pronto-,voy a explicares la idea de Artagnan.

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-¿Qué idea, Aramis?-Una idea a la que deberemos la libertad

antes de doce horas.-¡Ah! ¿De veras? -dijo Porthos extraña-

do-. ¡Veamos!-¿Habéis observado, por las escenas que

muestro amigo ha tenidocon el oficial, que hay algunas órdenes que leincomodan respecto a nosotros?

-Sí, lo he notado.-Pues bien, Artagnan va a presentar su

dimisión al rey, y durante la confusión que nopodrá menos de resultar de su ausencia, nospondremos en salvo, u os pondréis vos, Port-hos, si no existe posibilidad de salvación másque para uno.

Porthos meneó la cabeza, y replicó:-Nos salvaremos juntos, Aramis, o per-

maneceremos aquí juntos.-Tenéis un corazón generoso -dijo Ara-

mis-; pero me aflige vuestra sombría inquietud.-No estoy inquieto -contestó Porthos.

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-¿Me odiáis, quizá?-No os odio.-Pues bien, querido amigo, ¿por qué esa

cara lúgubre?-Voy a decíroslo: hago mi testamento.Y al decir estas palabras, el buen Port-

hos miró tristemente a Aramis.-¿Vuestro testamento -exclamó el obis-

po-. Pues qué, ¿os creéis perdido?-Me siento cansado. Es la primera vez, y

hay en mi familia una costumbre.-¿Cuál, amigo mío?-Mi abuelo era un hombre dos veces

más fuerte que yo.-¡Oh! Oh! -exclamó Aramis-. ¿Era quizá

Sansón, vuestro abuelo?-No. Se llamaba Antonio. Pues bien,

sería de mi edad, cuando al marchar un día decaza, sintió que le flaqueaban las piernas, acha-que que nunca había tenido.

-¿Qué significaba esa fatiga, amigo mío?

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-Nada bueno, como vais a ver; porquehabiendo partido quejándose de flojedad en laspiernas, tropezó con un jabalí que le hizo fren-te, erró el arcabuzazo, y fue desplazado por lafiera. Falleció en el acto.

-Eso no es una razón para que os alar-méis vos, querido Porthos.

-¡Oh! Vais a ver. Mi padre era doblefuerte que yo. Era un rudo soldado de EnriqueIII y de Enrique IV; no se llamaba Antonio sinoGaspar, como el señor de Coligny. Siempre acaballo, jamás había sabido lo que era cansan-cio. Una tarde que se levantó de la mesa, le fla-quearon las piernas.

-Habría comido bien -dijo Aramis-. Poreso vacilaría.

-¡Bah! ¿Un amigo del señor de Bassom-pierre? ¡Vamos! No, no digáis eso. Sorprendió-se de aquella lasitud, y dijo a mi madre que leridiculizaba: "No parece sino que voy a trope-zar con otro jabalí, como el difunto señor Du-Vallon, mi padre.

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-¿Y qué? -dijo Aramis.-Pues bien, superando aquella debili-

dad, mi padre quiso bajar al jardín en lugar deirse a la cama. Faltóle el pie en el primer esca-lón. y como la escalera era muy pina, fue ro-dando hasta pegar contra un ángulo de piedradonde había una argolla de hierro. La argolla leabrió la sien, y quedó muerto en el sitio.

Aramis, levantando los ojos hacia suamigo:

-He ahí dos circunstancias ex-traordinarias -dijo; no se infiera de ahí quepueda presentarse una tercera. No es propio deun hombre de vuestra fuerza ser supersticioso,mi bravo Porthos; y además, ¿dónde está esadebilidad de piernas? Nunca habéis estado tanfuerte y robusto, y a buen seguro que podríaisllevar una casa sobre las espaldas.

-En este instante -dijo Porthos- me sien-to bien dispuesto; pero hace un momento vaci-laba, me abatía, y ese fenómeno, como vos de-cís, se ha repetido cuatro veces. No os diré que

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eso me infundiera miedo. pero me contrariaba.La vida es cosa agradable. Tengo dinero, bue-nas tierras, caballos hermosísimos, y amigos aquienes amo, como Artagnan, Athos, Raul yvos.

El admirable Porthos no se tomaba si-quiera el trabajo de ocultar a Aramis el lugarque le daba en sus amistades.

Aramis le estrechó la mano.-Aun viviremos muchos años -dijo para

conservar al mundo muestras de hombres ra-ros. Fiad en mí, querido amigo; no tenemos res-puesta ninguna de Artagnan, y es buena señal;se conoce que ha dado órdenes a fin de reunirla escuadra y abandonar el mar. Yo he manda-do hace poco que lleven un barco sobre rodilloshasta la salida del gran subterráneo de Locma-ria; ya sabéis, donde tantas veces nos hemospuesto al acecho de los zorros.

-Sí, y que termina en la pequeña ense-nada por un ramal que descubrimos el día enque se escapó por allí aquel soberbio zorro.

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-Precisamente. En caso de desgracia nosocultarán una barca en aquel subterráneo; debeestar allí. Esperaremos el momento propicio, ydurante la noche ¡al mar!

-Esa es una buena idea. ¿Qué ganamoscon ella?

-Ganamos que nadie conoce esa gruta, omejor, su salida, a excepción de nosotros y doso tres cazadores de la isla; ganamos que, si laisla es ocupada, los explotadores, no viendobarco ninguno en las riberas, ni sospecharánque pueda escaparse nadie, y dejarán de vigi-lar.

-Comprendo.-Bien, ¿y las piernas?-¡Oh! Excelentes, por ahora. -Ya veis que

todo contribuye a inspirarnos calma y esperan-za. Artagnan despeja el mar y nos hace libres.Ni escuadra ni desembarco tenemos que temer.¡Vive Dios! Todavía tenemos medio siglo debuenas aventuras, Porthos, y si toco en tierra deEspaña, os juro -añadió el obispo con terrible

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energía-, que vuestro nombramiento de duqueno es tan aventurado como se puede creer.

-Esperemos -dijo Porthos, algo rejuve-necido por aquel nuevo calor de su compañero.

De pronto se dejó oir un grito.-¡A las armas!Aquel grito, repetido por cien voces,

llevó a la cámara en que estaban los dos ami-gos, la sorpresa para el uno y la inquietud parael otro.

Aramis abrió la ventana y vio correr unamuchedumbre con hachones. Las mujeres huí-an, los hombres de armas ocupaban sus pues-tos.

-¡La escuadra, la escuadra! -gritó unsoldado que reconoció a Aramis.

-¿La escuadra? -repitió éste.-A medio tiro de cañón -prosiguió el

soldado.-¡A las armas! -grito Aramis. -¡A las ar-

mas! -repitió formidablemente Porthos.

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Y los dos se lanzaron hacia el muellepara ponerse al abrigo detrás de las baterías.

Vióse en eso aproximarse las chalupascargadas de soldados, y tomaron tres direccio-nes, a fin de desembarcar por tres puntos a lavez.

-¿Qué debemos hacer? -preguntó unoficial de guardia.

-¡Detenedlas! Y si persiguen, ¡fuego! -dijo Aramis.

Cinco minutos después, el cañoneo co-menzó.

Esos eran los tiros que el capitán habíaoído al llegar a Francia. Pero las chalupas esta-ban demasiado cerca del muelle para que pu-dieran aprovecharse las balas de los cañones.Abordaron, y el combate empezó casi cuerpo acuerpo. -¿Qué tenéis, Porthos -dijo Aramis a suamigo.

-Nada... las piernas... realmente, es in-comprensible... Se robustecen cargando.

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En efecto, Porthos y Aramis pusiéronsea cargar con tal vigor, animaron tanto a su gen-te que los realistas reembarcaron precipitada-mente sin conseguir otra cosa que tener heridosque se llevaron.

-¡Eh, Porthos! -gritó Aramis- ¡Necesita-mos un prisionero, pronto, pronto!

Porthos bajó la escalera del muelle ycogió por la nuca a uno de los oficiales de laarmada real, que esperaba para embarcarse, aque toda su gente estuviese en la chalupa. Elbrazo del gigante levantó a aquella presa, quele sirvió de escudo para subir de nuevo, sin quenadie se atreviese a dispararle un tiro.

-He aquí un prisionero -dijo Porthos aAramis.

-¡Bien! -exclamó éste riendo-. Calum-niad todavía a vuestras piernas.

-No le he cogido con mis piernas -replicó Porthos tristemente-, sino con mi brazo.

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CXIXEL HIJO DE BISCARRAT

Los bretones de la isla estaban muy or-gullosos de aquella victoria; Aramis no losalentó .

-Lo que sucederá -dijo á Porthos, luegoque todo el mundo se retiró- es que se aumen-tará la cólera del rey, así que tenga noticias dela resistencia, y que esos valientes diezmados oabrasados cuando sea tomada la isla, cosa queno podrá menos de suceder.

-Resulta -dijo Porthos- que nada útilhemos hecho.

-De momento, sí -replicó el obispo-,porque tenemos un prisionero, por el cual sa-bremos lo que preparan nuestros enemigos.

-Sí, interroguemos al prisionero -dijoPorthos-; el medio de hacerle hablar es sencillo:vamos a comer, invitémosle, bebamos, y élhablará.

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Hízose así. El oficial, algo alarmado alprincipio, tranquilizóse luego que vio las per-sonas con quienes se las había. No temiendocomprometerse, dio todos los pormenores ima-ginables sobre la dimisión y la partida de Ar-tagnan, y explicó cómo después de la marchade éste, el nuevo jefe de la expedición habíamandado intentar una sorpresa sobre Belle-Isle.Y allí terminaron sus explicaciones.

Aramis y Porthos cambiaron una mira-da que manifestaba su desesperación.No había, por tanto, que contar con aquellafecunda imaginación de Artagnan, ni quedaba,en consecuencia, recurso alguno en caso de de-rrota.Aramis, continuando su interrogatorio, pregun-tó al prisionero lo que pensaban hacer los re-alistas con los jefes de Belle-Isle.

-Hay orden -contestó éste de matar du-rante el combate y ahorcar después.

Aramis y Porthos volvieron a mirarse.Ambos pusiéronse encarnados.

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-Soy muy ligero para la horca -respondió Aramis-; no se cuelga a las personascomo yo.

-Y yo -dijo Porthos- soy muy pesado; laspersonas como yo rompen la cuerda.

-Estoy seguro -dijo galanamente el pri-sionero- que hubiéramos dejado a vuestra elec-ción el género de muerte.

-Mil gracias -dijo seriamente Aramis.Porthos se inclinó.-Vaya todavía ese vaso por vuestra sa-

lud -dijo bebiendo el también.De frase en frase, la comida se prolongó;

el oficial, que era un espiritual gentilhombre,aficionado al encanto del genio de Aramis y a lacordial sencillez de Porthos.

-Perdonad -dijo-, si os dirijo una pre-gunta; mas las personas queestán en su sexta botella bien pueden olvidarseun poco.

-Preguntad -dijo Porthos-, preguntad.-Hablad -dijo Aramis.

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-¿No habéis sido los dos, señores, mos-queteros del difunto rey?

-Sí, señor, y de los mejores, si no lo lle-váis a mal -contestó Porthos.

-Es verdad; diría hasta los mejores detodos los soldados, señores, si no temiera ofen-der la memoria de mi padre.

-¿De vuestro padre? -exclamó Aramis.-¿Sabéis como me llamo?-No, a fe, señor; pero vos lo diréis, y...-Me llamo Jorge de Biscarrat.-¡Oh! -exclamó Porthos a su vez-. ¡Bisca-

rrat! ¿Os acordáis de ese nombre, Aaramis?-¿Biscarrat...? -hizo memoria el obispo-.

Me parece...-Buscad bien, señor -dijo el oficial.-¡Diantre! No hay mucho que discurrir -

dijo Porthos-. Biscarrat, llamado Cardenal...Uno de los cuatro- que vinieron a interrumpir-nos el día en que nos hicimos amigos de Artag-nan, espada en mano.

-Precisamente, señores.

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-El único -dijo Aramis vivamente- aquien no herimos.

-Duro acero, por tanto -repuso el prisio-nero.

-Es verdad, ¡oh!, ¡bien verdad! -dijeronambos amigos a la vez-. ¡A fe, señor de Bisca-rrat, encantado de conocer a hombre tan bravo!

Biscarrat estrechó las manos que le ten-dían los dos antiguos mosqueteros.

Aramis miró a Porthos, como para de-cirle: "Ved aquí un hombre que os ayudará", yacto continuo:

-Convenid, señor -dijo-, en que jamás sesiente haberse portado bien.

-Mi padre me lo ha dicho siempre, se-ñor.

-Convenid también que es una tristecircunstancia la de hallarse con personas desti-nadas a ser arcabuceadas o colgadas, y saberque esas personas son antiguos conocidos, vie-jas relaciones hereditarias.

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-¡Oh! No estáis reservados a tan tristesuerte, señores míos -dijo con viveza el joven.

-¡Bah! Vos lo habéis dicho.-Lo dije hace poco, cuando no os cono-

cía, pero ahora que os conozco, afirmo que evi-taréis ese destino funesto, si queréis.

-¿Cómo si queremos? -exclamó Aramis,cuyos ojos brillaron de inteligencia, mirandoalternativamente al prisionero y a Porthos.

-Con tal -prosiguió Porthos, mirando asu vez, con noble intrepidez, al señor de Bisca-rrat y al obispo-, con tal de que no se nos pidancobardías.

-Nada de eso se os pedirá señores -prosiguió. el gentilhombre del ejército real-.¿Qué queréis que os pidan? Si os encuentran, escosa segura que os matan; de consiguiente, tra-tad de que no os encuentren.

-Creo no equivocarme -replicó Porthoscon dignidad-, pero se me figura que para en-contrarnos, es preciso que vengan a buscarnosaquí.

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-En eso tenéis muchísima razón, mi dig-no amigo -dijo Aramis, interrogando siemprecon la mirada la fisonomía de Biscarrat-. Que-réis, señor de Biscarrat, decirnos alguna cosa,hacernos alguna revelación y no os atrevéis,¿no es verdad?

-¡Ah, señores y amigos! Hablando,hablando, traiciono la consigna; pero atended,oigo una voz que me releva de ella, dominán-dola.

-¡El cañón! -exclamó Porthos. -¡El cañóny la mosquetería! -dijo el obispo.Oíanse retumbar a lo lejos, en las rocas, los rui-dos siniestros de un combate que duró poco.

-¿Qué es eso? -preguntó Porthos.-¡Diantre! -exclamó Aramis-. Es lo que

yo me sospechaba.-¿Qué?-El ataque sólo fue una estratagema, ¿no

es cierto, señor? Y mientras vuestras compañíasse dejaban rechazar, teníais la certeza de efec-tuar un desembarco al otro lado de la isla.

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-¡Oh! Varios, señor. '-Entonces, estamosperdidos -dijo apaciblemente el obispo de Van-nes.

-¡Perdidos! Es imposible -replicó el se-ñor de Pierrefonds- pero no cogidos ni colga-dos.

Y diciendo estas palabras, se levantó dela mesa, se aproximó a la pared, y descolgófríamente su espada y las pistolas, que revisócon cuidado del veterano que se apresta a com-batir, y que ve que su vida descansa en granparte sobre la excelencia y el buen estado desus armas.

Al ruido del cañón, a la noticia de lasorpresa que podía entregar la isla a las tropasreales, la multitud alarmada se precipitó en elfuerte. Venía a pedir ayuda y consejo a sus je-fes.

Aramis, pálido y vencido, mostróse en-tre dos hachones en la ventana que daba al pa-tio grande, lleno de soldados que aguardaban

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órdenes, y de habitantes despavoridos que im-ploraban socorro.

-Amigos míos -dijo Herblay con vozgrave y sonora-. El señor Fouquet, vuestro pro-tector, vuestro padre, vuestro amigo, ha sidoarrestado por orden del rey y encerrado en laBastilla.

Un prolongado grito de furor y amena-za subió hasta la ventana donde se hallaba elobispo y le envolvió en un fluido vibrante.

-¡Venguemos al señor Fouquet! -gritaron los más exaltados-. ¡Mueran los realis-tas!

-No amigos míos -replicó solemnementeAramis-; 'no, amigos míos, nada de resistencia.El rey es amo en su reino. El rey es el mandata-rio de Dios. El rey y Dios han herido al señorFouquet. Humillaos ante la mano de Dios.Amad a Dios y al rey, que han herido al señorFouquet. Mas no venguéis a vuestro señor, notratéis de vengarle. Os sacrficaríais en vano,vosotros, vuestras mujeres y vuestros hijos,

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vuestros bienes y vuestra libertad. ¡Abajo lasarmas, amigos míos, abajo las armas! Puestoque el rey os lo manda, retiraos pacíficamente avuestras casas. Yo soy quien os lo ruega, quien,si es necesario, os lo manda en nombre del se-ñor Fouquet.

La muchedumbre, amontonada bajo laventana, hizo oir un rugido de ira y espanto.

-Los soldados de Luis XIV han entradoen la isla -prosiguió Aramis-, y no sería ya uncombate lo que hubiese entre ellos y vosotros,sino una matanza. Retiraos, retiraos, y olvidad;os lo mando, esta vez, en nombre del Señor.

Los amotinados retiráronse lentamente,sumisos y mudos.-¿Pero qué estáis haciendo, amigo mío? -dijoPorthos.-Señor -dijo Biscarrat al obispo-, salváis a todosestos habitantes, pero no a vuestro amigo ni avos.

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-Señor de Biscarrat -dijo con tono singu-lar de nobleza y cortesanía el obispo de Van-nes-, recobrad vuestra libertad.

-Con mucho gusto, señor pero...-Eso nos serviría de mucho; porque

anunciando al teniente del rey la sumisión delos isleños, obtendréis tal vez alguna graciapara nosotros, informándole del modo como seha verificado esa sumisión.

-¡Gracia! -repitió Porthos con ojos lla-meantes. ¡Gracia! ¿Qué palabra es ésa?

Aramis tocó fuertemente en el codo a suamigo, como hacía en los buenos tiempos de sujuventud, cuando deseaba advertir a Porthosque había hecho o iba a cometer una torpeza.Porthos comprendió y callo.

-Iré, señores -repuso Biscarrat algo sor-prendido también de la palabra gracia, pronun-ciada por el orgulloso mosquetero de quienmomentos antes contaba y ponderaba con tantoentusiasmo las hazañas heroicas.

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-Id, señor de Biscarrat -dijo Aramis sa-ludándole-, y, al partir, recibid la expresión denuestro reconocimiento.

-Mas vosotros, señores, vosotros, aquienes me honro en llamar amigos, ya que oshabéis dignado admitir este título, ¿qué pensáishacer entretanto? -preguntó conmovido el ofi-cial, despidiéndose de los dos antiguos adver-sarios de su padre.

-Nosotros nos quedamos aquí. ¡Diosmío!... ¡La orden es terminante!

-Soy obispo de Vannes, señor de Bisca-rrat, y no se pasa por las armas a un obispo nise cuelga a un gentilhombre.

-¡Ah! Sí, señor, sí, monseñor -replicóBiscarrat-. Sí, es verdad, tenéis razón; todavíapodéis contar con esa probabilidad. Marcho,pues, a presentarme al comandante de la expe-dición, lugarteniente del rey. ¡Adiós, pues, se-ñores, o mejor, hasta la vista!

En efecto, el digno oficial, montado enun caballo que Aramis le hizo preparar, corrió

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adonde se oía el fuego, cuyo estrépito, al reple-gar la multitud hacia el fuerte, había interrum-pido la conversación de los dos amigos con elprisionero.

Aramis le vio marchar y, quedando solocon Porthos:

-Vamos, ¿comprendéis ahora? -dijo.-A fe que no-¿No os molestaba aquí Biscarrat?-No; es un valiente mozo.-Si; ¿pero hay necesidad de que todo el

mundo conozca la grutade Locmaría?

-¡Ah, es cierto! Ya lo entiendo. Nos sal-varemos por el subterráneo. -Si os place -replicó gozosamente Aramis-. ¡Adelante, amigoPorthos! Nuestro barco nos espera, y el rey nonos tiene todavía.

CXXLA GRUTA DE LOCMARIA

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El subterráneo de Locmaría se hallaba losuficiente lejos del muelle para que los dosamigos tuvieran que economizar sus fuerzasantes de llegar allí.

La noche iba avanzando; en el fuertehabían dado las doce. Porthos y Aramis ibancargados de dinero y de armas.

Caminaban, pues, por el erial que sepa-ra el muelle de aquel subterráneo, escuchandotodos los ruidos y procurando evitar cualquieremboscada.De vez en cuando, por el camino que habíandejado cuidadosamente a su izquierda, pasabanfugitivos que venían del interior de las tierras ala noticia del desembarco de las tropas del rey.

Aramis y Porthos, ocultos detrás decualquier anfractuosidad de las rocas, recogíanlas palabras escapadas a los infelices que huíantemblando, cargados con sus efectos más valio-sos, y procurando deducir de sus quejas lo quemás podía convenir a su interés.

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Por ultimo, después de un camino rápi-do, pero interrumpido a menudo por paradascortas, llegaron a aquellas grutas profundas,adonde el previsor obispo de Vannes habíatenido cuidado de hacer transportar sobre rodi-llos una buena barca, capaz de cruzar el mar enaquella espléndida estación.

-Mi buen amigo -dijo Porthos, despuésde respirar ruidosamente-. Hemos llegado, a loque parece; mas, si no recuerdo mal, me ha-blasteis de tres hombres que debían acompa-ñarnos, y no los veo. ¿Dónde están?

-¿Para qué verlos, querido Porthos? -contestó Aramis-. Estoy seguro que nos esperanen la caverna, e indudablemente descansandespués de acabado su penoso trabajo.

Aramis retuvo a Porthos, que se dispo-nía a entrar en el subterráneo.

-¿Queréis, mi buen amigo -dijo al gigan-te-, permitidme que pase el primero? Conozcola señal que he dado a nuestros hombres; no

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oyéndola, se verían en el caso de hacer fuego otiraros su puñal en las tinieblas.

-Pues entrad el primero, querido Ara-mis, sois todo prudencia y sabiduría; así comovuelvo a sentir la fatiga de que os he hablado.

Aramis dejó a Porthos sentarse en laentrada de la gruta, y agachando la cabeza,penetró en el interior de la caverna, imitando elgrito del mochuelo.

Un ligero ronroneo quejumbroso, ungrito apenas perceptible, respondió en la pro-fundidad del subterráneo.

Aramis continuó su marcha cautelosa, ypronto fue detenido por aquel grito que élhabía dado el primero y que, oía ahora a diezpasos de distancia.

-¿Estáis ahí Yves? -preguntó el obispo.-Sí, monseñor. Goennec está también Su

hijo nos acompaña.-Bien. ¿Esta todo dispuesto? -Sí monse-

ñor.

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-Acercaos a la entrada de la gruta, mibuen Yves, y encontraréis allí al señor de Pie-rrefonds, descansando de las fatigas del cami-no. Si, por acaso no pudiera andar, cogedlo ytraédmelo aquí.

Los tres bretones obedecieron. Pero larecomendación de Aramis fue inútil. Porthos,repuesto del cansancio, había empezado ya abajar, y sus fuertes pisadas resonaban en mediode las cavidades, formadas y sostenidas por lascolumnas de sílice y granito.

Luego que el señor de Bracieux se re-unió al obispo, encendieron los bretones unalinterna de que iban previstos, y Porthos asegu-ró a su amigo que se sentía ya fuerte como decostumbre.

-Registremos la barca -dijo Aramis-, yasegurémonos ante todo de lo que contiene.

-No acerquéis demasiado la luz -dijo elpatrón Ives-; porque, según me encargasteis,monseñor, he puesto bajo el banco de popa, enel cofre que sabéis, el barril de pólvora y las

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cargas de mosquete que me enviasteis del fuer-te.

-Bien -dijo Aramis.Y tomando por sí mismo la linterna,

examinó minuciosamente todos los puntos dela embarcación, con las precauciones de unhombre que no es tímido ni ignorante frente alpeligro…

La embarcación era larga, ligera, de po-co calado, delgada de quilla; uno de esos barcosque siempre se han construido tan bien en Be-lle-Isle, alta de bordo, sólida sobre el agua, muymanejable, y provista de tablas que, en tiempoinseguro, forman una especie de puente sobreel que se deslizan las olas, y que pueden prote-ger a los remeros.

En dos cofres bien cerrados, colocadosbajo los bancos de proa y popa, halló Aramispan, galletas, frutas secas, un pernil de cerdo, yuna buena provisión de agua en odres, compo-niendo el todo las raciones suficientes para gen-

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tes que no debían separarse de la costa, y queen caso preciso podían abastecerse de nuevo.

Las armas, ocho mosquetes y otras tan-tas pistolas de arzón, estaban en buen estado ytodas cargadas. Había además remos de re-puesto, y la pequeña vela llamada trinquete,que favorece la marcha del barco al mismotiempo que los remos bogan, tan útil cuando sehace sentir la brisa, y que no pesa en la embar-cación.

Luego que Aramis examinó todo aque-llo, satisfecho del resultado de su examen:

-Consultémonos -dijo-, querido Porthos,para saber si será mejor hacer salir la barca porel extremo desconocido de la gruta, siguiendola pendiente y la sombra del subterráneo, ollevarla a cielo descubierto sobre rodillos, porlos brezos, allanando el camino de la escarpadaribera, que apenas tiene veinte pies de eleva-ción, y presenta a su pie en la marea algunasbrazas de agua sobre buen fondo.

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-Perdonadme, monseñor -replicó el pa-trón Ives respetuosamente -; pero no creo quepor la pendiente del subterráneo, y en la obs-curidad en que nos veremos obligados a ma-niobrar con nuestra embarcación, sea tan có-modo el camino como al aire libre. Conozcobien la costa-brava, y puedo aseguraros queestá llana como la cespedera de un jardín; elinterior de la gruta es, por el contrario, escabro-so; sin contar, monseñor, con que al extremoencontraremos el ramal que conduce al mar, ypor el que quizá no podrá pasar la embarca-ción.

-Tengo hechos mis cálculos -replicó elobispo-, y estoy seguro de que pasará.

-Sea, y ojalá suceda, monseñor -insistióel patrón-; pero Vuestra Ilustrísima sabe muybien que para hacerla llegar al término del ra-mal, hay que levantar una enorme piedra, bajola cual pasa siempre el zorro, y que cierra elramal como una puerta.

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-Se levantará -dijo Porthos-. Eso no valela pena.

-¡Oh! Bien sé que monseñor tiene lafuerza de diez hombres -replicó Yves-; perosería tomaros un trabajo demasiado penoso.

-Creo que el patrón puede tener razón -dijo el obispo-. Probemos a cielo abierto.

-Con tanto más motivo, monseñor -continuó el Pescador- cuanto que no podríamosembarcarnos antes de llegar el día, según lo quehay que hacer, y que, tan pronto como amanez-ca, hay que establecer un buen vigía en la partesuperior de la gruta, para vigilar las maniobrasde las chalanas o de los cruceros que nos ace-chan.

-Sí, Ives, sí, razonas bien; pasaremossobre la escarpa.

Y los tres robustos bretones iban ya aponer en movimiento la embarcación, metiendopor debajo los rodillos, cuando se oyeron a lolejos, en el campo, ladridos de perro. Aramis selanzó fuera de la gruta; Porthos le siguió.

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El alba teñía de púrpura y nácar las olasy la llanura; veíase en el crepúsculo a los pe-queños y sombríos abetos inclinarse sobre laspiedras, largas bandadas de cuervos rozabancon sus negras alas los mezquinos sembradosde alforfón.

Un cuarto de hora más, y el día triunfa-ría; las aves despiertas lo anunciaban gozosa-mente con sus cantos a toda la naturaleza.

Los ladridos que habíanse oído, y quedetuvieron a los tres pescadores en el acto demover la barca, haciendo salir a Aramis y aPorthos, se prolongaban en una pro-funda gar-ganta, a una legua corta de la gruta.

-Es una jauría -dijo Porthos-; los perrossiguen alguna pista.

-¿Qué es eso? ¿Quién caza en estos mo-mentos? -pensó Aramis.

-Y por aquí sobre todo -continuó Port-hos-, donde se teme lleguen los realistas.

-El ruido se aproxima. Tenéis razón,Porthos; los perros siguen una pista.

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-¡Yves, Yves, venid acá! -exclamó depronto Aramis.

Yves acudió, dejando el rodillo que te-nía aún en la mano y queiba a colocar bajo la barca, cuando la exclama-ción del obispo interrumpió su trabajo.

-¿Qué cacería es esa, patrón? -preguntóPorthos.

-No sé monseñor. No creo que el señorde Locmaria se dedique a cazar en estos instan-tes; y, sin embargo, los perros...

-A menos que se hayan escapado de laperrera.

-No -replicó Goennec-; no son esos losperros del señor de Locmaria.

-Por prudencia -prosiguió Aramis-, vol-vamos a la gruta; evidentemente, las voces seaproximan, y sabremos a qué atenernos.

Entraron; pero no habían dado aún cienpasos en la obscuridad, cuando resonó en lacaverna un ruido semejante al ronco suspiro deuna criatura asustada; y jadeante, rápido, asus-

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tado, un zorro pasó como relámpago por delan-te de los fugitivos, saltó por encima de la barcay desapareció, dejando tras él su olor acre, con-servado algunos segundos bajo las bóvedas delsubterráneo.

-¡El zorro! -pronunciaron los bretonescon la gozosa sorpresa del cazador.

-¡Malditos seamos! -exclamó el obispo-.Nuestro retiro está descubierto.

-Pues qué -dijo Porthos-, ¿tendremosmiedo a un zorro?

-¡Eh, amigo mío! ¿Qué decís de miedode un zorro? ¡No se trata de él, pardiez! ¿Nosabéis, Porthos que tras el zorro vienen los pe-rros, y tras los perros vienen los hombres?

Porthos bajo la cabeza.Como para confirmar las palabras de

Aramis, se oyó a ¡la gruñidora jauría que llega-ba con espantosa velocidad, siguiendo la pistadel animal.

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Seis galgos corredores desembocaron almismo tiempo en el pequeño erial, con un rui-do de vocesque semejaba la fanfarria de un triunfo.

-Ahí vienen los perros -dijo Aramis,apostado en acecho detrás de una aberturapracticada entre dos rocas-. ¿Quiénes son loscazadores?

-Si es el señor de Locmaria -contestó elpatrón-, dejará que los perros registren la gruta;porque los conoce, y no penetrará él, en la per-suasión de que el zorro saldrá por el otro lado.Allí irá a esperarlo.

-No es el señor de Locmaria el que caza-repuso el obispo, palideciendo a pesar suyo.

-¿Pues quién es? -preguntó Porthos.-Mirad.Porthos asomóse por la abertura y vio

en la cima del montículo una docena de jinetesque dirigían sus caballos por las huellas de losperros, excitándolos con gritos.

-¡Los guardias! -dijo.

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-Sí, amigo mío los guardias del rey.-¿Los guardias del rey decís, monseñor?

-exclamaron los bretones palideciendo a su vez.-Y Biscarrat al. frente de ellos, sobre mi

caballo gris -prosiguió Aramis.Al mismo tiempo se precipitaron los

perros en la gruta como un alud, y las profun-didades de la caverna resonaron con sus gritosatronadores.

¡Ah, diablo! -dijo Aramis recobrandotoda su sangre fría a la vista de aquel peligrocierto, inevitable-. Bien sé que estamos per-didos, mas aun nos queda una esperanza: si losguardias, que van a seguir a los perros, llegan aconocer que las grutas tienen otra salida, nosperdemos sin recurso; porque, al entrar aquídescubrirán la barca y a nosotros mismos. Esnecesario que los perros no salgan del sub-terráneo. Es necesario que los amos no entren.Tenéis razón -dijo Porthos.

-Ya comprenderéis -añadió el obispocon la rápida precisión del mundo-: ahí tene-

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mos seis perros que tendrán que detenerse alllegar a la enorme piedra bajo la cual se ha des-lizado el zorro; es necesario que al pasar por laangosta abertura les perros sean detenidos ymuertos.

Los bretones se lanzaron allá cuchillo enmano.

Minutos después se oyó un lastimeroconcierto de gemidos, de aullidos mortales;luego, nada.

-Bien -dijo Aramis fríamente -. ¡A losamos ahora!

-¿Y qué hemos de hacer? -dijo Porthos.-Esperar su llegada, ocultarse y matar.-¿Matar? -repitió Porthos. -Son diez y

seis -dijo Aramis -, al menos por de pronto.-Y bien armados -agregó Porthos con

sonrisa de consuelo.-Esto durará diez minutos -dijo Aramis-.

¡Vamos!Y con aire resuelto, cogió un mosquete y

puso su cuchillo de caza entre los dientes.

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-Yves, Goennec y su hijo --continuóAramis-, nos pasarán los mosquetes. Vos, Port-hos, haréis fuego a boca de jarro. Nosotros aba-tiremos a ocho antes que los demás se aperci-ban de ello. Luego, nosotros cinco, despacha-remos a los ocho restantes con nuestros cuchi-llos.

-¿Y ese pobre Biscarrat? -dijo Porthos.Aramis reflexionó un momento.

- - Biscarrat el primero -replicó fríamente-. Nos conoce.

CXXILA GRUTA

No obstante la especie de adivinaciónque era el lado notable del carácter de Aramis,sujeto el hecho a los azares de la casualidad, nose verifico en un todo como lo había previsto elobispo de Vannes. Biscarrat, mejor montadoque sus compañeros, llegó el primero a la boca

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de la gruta y comprendió que, zorro y perros,habían quedado sumergidos allí. Herido, em-pero, por ese terror supersticioso que natural-mente infunde al ánimo de los hombres un ca-mino subterráneo y sombrío, se detuvo en elexterior de la gruta, y espero a sus compañeros.

-¿Qué hay? -preguntáronle los jóvenes,desolados, no acertando a comprender su inac-ción.

-No se oye a los perros; necesario es quezorro y jauría hayan quedado sepultados en esesubterráneo.

-Pues corrían muy bien para haber per-dido la pista de una manera tan súbita -dijouno de los guardias-; además, se les oiría ladrarpor un lado o por otro. Preciso es, como diceBiscarrat, que estén en esa gruta.

-Entonces -replicó uno de los jóvenes-,¿por qué no se les oye ladrar?

-Es raro -dijo otro.-Entremos en la gruta -dijo un cuarto-.

¿Está acaso prohibido entrar en ella?

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-No -replicó Biscarrat-; mas está obscurocomo boca de lobo y podemos rompernos lacabeza.

-Testigos nuestros perros -dijo un guar-dia-, que se la han roto, a lo que parece.

-¿Qué diablo habrá sido de ellos? -sepreguntaron a coro los jóvenes. Y, los res-pectivos amos, llamaron a sus perros por susnombres y. les silbaron su aire favorito, sin queni uno sólo contestase a la voz ni al silbido.

-¿Si será una gruta encantada? -dijo Bis-carrat-. Veamos.

Y, echando pie a tierra, dio un paso enla gruta.

-Espera, espera, yo te acompañaré -dijouno de los guardias, viendo ya a Biscarratpróximo a desaparecer en la penumbra.

-No -contestó Biscarrat-; preciso es quehaya aquí algo de extraordinario; no convienearriesgarnos todos a la vez. Si dentro de diezminutos no tenéis noticias mías, entonces en-trad pero todos juntos.

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-Bueno -dijeron los jóvenes que no veíangran peligro para Biscarrat en acometer aquellaempresa-; esperaremos.

Y, sin apearse de los caballos, formaroncírculo alrededor de la gruta.Biscarrat entró sólo, y avanzó en las tinieblashasta tropezar con el mosquete de Porthos.

Sorprendido de aquella resistencia queencontraba su pecho, alargó la mano y cogió elcañón helado.

En el mismo momento levantaba Yvessobre el joven un cuchillo, que iba a hundirlecon toda la fuerza de su brazo bretón, cuandoel puño de hierro de Porthos le detuvo a mitadde camino.

Luego, con un sordo gruñido, se hizo oiraquella voz en la obscuridad. -No quieroque le maten -dijo. Biscarrat se hallaba colocadoentre una protección y una amenaza, casi tanterribles una como otra.

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Por animoso que fuera el joven, no pudocontener un grito, que Aramis sofocó al puntoponiéndole un pañuelo en la boca.

-Señor de Biscarrat -díjole en voz baja-,no os queremos hacer mal ninguno, y .ya os lopodéis presumir, si nos habéis reconocido; pe-ro, a la primera palabra, al primer suspiro, alprimer resuello nos veremos precisados a ma-taros, como hemos hecho con vuestros perros.

-Sí, os reconozco, señores -dijo en tonobajo el joven-. Pero, ¿por qué estáis aquí? ¿Quéhacéis? ¡Desdichado! ¡Desdichado! ¡Yo os creíaen el fuerte!

-Y vos, señor, me parece que quedastéisen conseguirnos condiciones.

-He hecho cuanto he podido, señores;pero...

-¿Pero qué?-Hay órdenes terminantes.-¿De matarnos?Biscarrat no contestó; le costaba hablar

de la cuerda a gentileshombres.

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Aramis comprendió el silencio de suprisionero.

-Señor de Biscarrat -dijo-, ya estaríaismuerto a estas horas si no hubiéramos tenidoconsideración a vuestra juventud y a nuestrasantiguas relaciones con vuestro padre; peropodéis escapar de aquí jurándonos que nohablaréis a vuestros compañeros de lo quehabéis visto.

-No sólo juro no hablarles de ello -dijoBiscarrat-, sino hacer cuanto éste de mi partepara impedir que mis compañeros pongan elpie en esta gruta.

-¡Biscarrat! ¡Biscarrat -gritaron desdefuera muchas voces que vinieron a sepultarsecomo un torbellino en el subterráneo.

-Contestad -dijo Aramis. -¡Aquí estoy! -gritó Biscarrat.

-Marchaos, y fiamos en vuestra lealtad.Y soltó al joven.Biscarrat encaminóse hacia la claridad.

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-¡Biscarrat! ¡Biscarrat! -gritaron las vocesmás próximas.

Y se vio proyectarse en el interior de lagruta las sombras de varias formas humanas.

Biscarrat se apresuró a salir al encuentrode sus amigos para detenerlos, y se unió a ellosa tiempo que empezaban a internarse en el'subterráneo.

Aramis y Porthos prestaron oído, con laatención de personas que juegan su vida a unsoplo de viento.

Biscarrat había llegado a la boca de lagruta seguido de sus amigos.

-¡Oh'. -dijo uno de ellos luego que llega-ron a la claridad-. ¡Qué pálido estás!

-¡Pálido! -murmuró otro-. Di más bienlívido.

-¿Yo? -replicó el joven procurando do-minar su sobresalto.

-En nombre del Cielo, ¿qué te ha suce-dido? -preguntaron todos a la vez.

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-No te ha quedado gota de sangre en lasvenas, mi pobre amigo -repuso otro riendo.

-Señores -dijo otro-. Esto es cosa seria;nuestro amigo va a desmayarse. ¿Tenéis sales?

Y todos prorrumpieron en una risotada.Todas aquellas interpelaciones, todas

aquellas chanzonetas cruzábanse en torno deBiscarrat, como se cruzan en medio del fuegolas balas en una batalla.

Biscarrat recobró sus fuerzas bajo aqueldiluvio, de interpelaciones.

-¿Qué queréis que haya visto? -dijo-.Tenía mucho calor cuando entré en esa gruta, yde pronto me acometió frío; no ha habido más.

-¿Pero y los perros? ¿Has visto a los pe-rros? ¿Les has oído ladrar?

-Debemos creer que han tomado otrocamino -dijo Biscarrat.

-Señores -dijo uno de los jóvenes-, en loque está pasando en la palidez y en el silenciode nuestro amigo, hay un misterio que Bisca-rrat no quiere, o quizá no puede revelar. Lo que

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sí supongo, y lo tengo por seguro, es que Bisca-rrat ha visto algo en la gruta. Pues bien, yo ten-go la curiosidad de ver lo que él ha visto, auncuando fuese el diablo. ¡A la gruta, señores, a lagruta!

-¡A la gruta! repitieron todas las voces.Y el eco del subterráneo fue a llevar co-

mo una amenaza a Porthos y a Aramis estaspalabras: "¡A la gruta!".

Biscarrat se interpuso entre sus compa-ñeros.

-¡Señores! ¡Señores! -exclamó -. ¡Ennombre del Cielo, no entréis!

-¿Pues qué hay en ese subterráneo, quetanto asusta?

-Preguntaron varios.-Vamos, habla, Biscarrat.-Decidme ha visto al diablo -repitió el

que había aventurado ya aquella hipótesis.-Pues bien -replicó otro-, si lo ha visto,

que no sea egoísta, y que nos deje a nosotrosverlo a nuestra vez.

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-¡Señores! ¡Señores! ¡Por favor! -insistióBiscarrat.

-Vamos, déjanos pasar. -¡Señores, ossuplico que no entréis!

-Pues tú bien has entrado. Entonces,adelantóse uno de los oficiales de más edad quelos otros y que hasta entonces había perma-necido sin hablar palabra. -Señores -dijo en to-no calmoso que contrastaba con la animaciónde los jóvenes -, ahí dentro hay algo que no esel diablo; pero, sea quien quiera, ha tenido bas-tante poder para hacer callar a nuestros perros.Es necesario saber quién es ese algo.

Biscarrat tentó un último esfuerzo paradetener a sus amigos; pero fue inútil. En vanose puso delante de los más temerarios; en vanose agarró a las rocas para cerrar el paso, la turbade jóvenes internóse en la caverna, siguiendolos pasos del oficial que había hablado el úl-itmo, pero que se había lanzado el primero,espada en mano, a fin de arrostrar el peligrodesconocido.

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Biscarrat, rechazado por sus amigos, nopudiendo acompañarlos, so pena de pasar a losojos de Porthos y Aramis por traidor y perjuro,fue a apoyarse, con el oído alerta y las manosaún suplicantes, contra una roca escarpada quecreyó debía hallarse expuesta al fuego de losmosqueteros.

Respecto a los guardias, penetraban másy más, con gritos que se iban debilitando a me-dida que se internaban en el subterráneo.

De pronto resonó bajo las bóvedas unadescarga de mosquetería que retumbó como untrueno, viniendo a aplastarse dos balas contrala roca en que estaba apoyado Biscarrat.

Al mismo tiempo oyóse un confuso ru-mor de suspiros, aullidos e imprecaciones, yvolvió a aparecer aquella pequeña tropa, unospálidos, otros vertiendo sangre, y todos en-vueltos en una nube de humo, que el aire exte-rior parecía aspirar desde el fondo de la caver-na.

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-¡Biscarrat! ¡Biscarrat! -gritaban los fugi-tivos-. Tú sabíais que había una emboscada enesa caverna, y no nos lo has avisado.

-¡Biscarrat! Tu eres causa de que hayanmuerto cuatro de los nuestros. ¡Desgraciado deti, Biscarrat!

-Tú eres causa de que yo esté herido demuerte -dijo uno de los jóvenes, recogiendo susangre en la mano y arrojándola al rostro deBiscarrat-. ¡Que nuestra sangre caiga sobre ti!

Y rodó, agonizante, a los pies del joven.-¡Pero a lo menos dinos quién está ahí! -

exclamaron varias voces furiosas.Biscarrat calló.-¡Dínoslo o mueres! -exclamó el herido

incorporándose sobre una rodilla, y levantandosobre su compañero un brazo armado de unhierro inútil.

Biscarrat precipitóse hacia él, abriendosu pecho al hierro; pero el herido volvió a caerpara no levantarse más, exhalando un suspiro,el último.

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Biscarrat, los cabellos erizados, los ojossalvajes, perdida la cabeza, avanzó hacia el in-terior de la caverna, diciendo:

-¡Tenéis razón; muera yo que he dejadoasesinar a mis compañeros! ¡Soy un infame!

Y, arrojando lejos su espada, con ánimode morir sin defenderse, seprecipitó con la cabeza baja en el subterráneo.

Los otros jóvenes le imitaron. Once quequedaban de los diez y seis, se internaron conél en la sima.

Pero no fueron más alía que los prime-ros; una segunda descarga tendió a cinco sobrela arena helada, y como era imposible ver dedónde partía aquel fuego mortal, los otros re-trocedieron con un espanto más fácil de pintarque de expresar.

Pero Biscarrat, que quedó sano y salvo,lejos de huir como los otros, se sentó sobre unbloque de roca, y aguardó.

No quedaban más que seis genti-leshombres.

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-Seriamente -dijo uno de ellos -, ¿es eldiablo?

-Peor que eso, a fe mía, -dijo otro.-Preguntemos a Biscarrat; él lo sabe.-¿Dónde está Biscarrat?Los jóvenes miraron a su alrededor, y

vieron que Biscarrat faltaba.-¡Ha muerto! -dijeron dos o tres veces.-No contestó otro-; yo le he visto, en

medio de la humareda, sentarse tranquilamenteen una roca; está en la caverna, nos espera.

-Necesario es que conozca a los que es-tán ahí.

-¿Y cómo los ha de conocer? Ha sidoprisionero de los rebeldes.

-Es verdad. Pues bien. llamémosle, ysepamos por él con quien nos las habemos.

Y todos gritaron:-¡Biscarrat! Biscarrat! Pero éste no con-

testó.-¡Bueno! -dijo el oficial que había mani-

festado tanta sangre fría en acuellas circunstan-

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cias-. No tenemos precisión de él; ahí vienenrefuerzos.

En efecto, llegaba una compañía deguardias, dejada a la zaga porsus oficiales, que el ardor de la cacería habíaarrebatado, compuesta por setenta y cinco aochenta hombres guiados por el capitán y elprimer teniente. Los cinco oficiales salieron alencuentro de sus soldados y, en un lenguajecuya elocuencia puede concebirse con facilidad,explicaron la aventura y pidieron auxilio.

El capitán les interrumpió:-¿Dónde se hallan vuestros com-

pañeros?-¡Han muerto!-¿Pues no erais diez y seis?-Diez han muerto, Biscarrat está en la

caverna, y aquí tenéis los restantes.-¿Está prisionero Biscarrat?-Probablemente.

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-No, que viene ahí; miradle. Efectiva-mente, Biscarrat aparecía a la entrada de la gru-ta.

-Nos hace señas de que vayamos -dijeron los oficiales-. ¡Vamos allá!

-¡Vamos! -repitió toda la tropa. Y avan-zaron al encuentro de Biscarrat.

-Señor -dijo el capitán dirigiéndose aBiscarrat-, me han asegurado que sabéis quié-nes son los que están en esa gruta y que hacenuna defensa tan desesperada. En nombre delrey, os intimo que declaréis lo que sepáis.

-Mi capitán -dijo Biscarrat-, no tenéisnecesidad de intimidarme; me han devuelto mipalabra. y vengo en nombre de esos hombres.

-¿A decirme que se entregan?-A deciros que están resueltos a defen-

derse hasta la muerte, si no se les concede unabuena capitulación.

-¿Y cuántos son?-Dos -dijo Biscarrat.

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-¿Son dos, y quieren imponernos condi-ciones?

-Son dos, y nos han matado ya diezhombres -dijo Biscarrat.

-¿Qué gente es? ¿Gigantes?-Aún más. ¿Os acordáis de la historia

del baluarte de San Gervasio, mi capitán?-Sí, donde cuatro mosqueteros del rey se

sostuvieron contra todo un ejército.-Pues bien, esos dos hombres eran de

aquellos mosqueteros.-¿Y cómo se llaman?-En aquella época se llamaban Porthos y

Aramis. Hoy, señor de Herblay y señor Du-Vallon.

-¿Y qué interés tienen en todo esto?-Son los que tenían a Belle-Isle para el

señor Fouquet.A las solas palabras de Porthos y Ara-

mis se hizo oír un murmullo entre los soldados.-¡Los mosqueteros, los mosqueteros! -

repetían.

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En aquellos intrépidos, la idea de queiban a tener que pelear contra dos de las másviejas glorias del ejército hacía correr un calo-frío mitad de entusiasmo, mitad de terror.

Y era que, en efecto, aquellos cuatronombres, Artagnan, Athos, Porthos y Aramis,eran venerados por cuantos llevaban espada,como en la antigüedad fueron venerados losnombres de Hércules, Teseo, Cástor y Pólux.

-¡Dos hombres -exclamó el capitán-, noshan matado a diez oficiales en dos descargas!Imposible, señor de Biscarrat.

-Mi capitán -repuso éste-, no quiero de-cir que no tengan consigo dos o tres hombres,como los mosqueteros del baluarte de San Ger-vasio tenían también tres o cuatro criados conellos: pero, creedme. capitán, he visto a esoshombres. he sido hecho prisionero por ellos, ylos conozco; bastan ellos solos para destruir unejército.

-Eso es lo que vamos a ver, y ahoramismo -dijo el capitán. ¡Atención, señores!

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A esta voz, nadie se movió ya, y todosse dispusieron a obedecer. Biscarrat fue el únicoque aventuró una última tentativa.

-Señor -dijo en voz baja-, regidme, si-gamos nuestro camino; esos dos hombres, esosdos leones, quienes se va a atacar, se defen-derán hasta morir. Ya nos han matado diezhombres; aun nos matarán doble, y concluiránpor matarse ellos mismos antes que rendirse.¿Qué ganaremos en combatirlos?

-Ganaremos. señor, la satisfacción de nohaber hecho retroceder a ochenta guardias delrey ante dos rebeldes. Si escuchase vuestrosconsejos, sería hombre deshonrado, y, al des-honrarme yo, deshonraría al ejército. ¡Adelante,muchachos!

Y marchó el primero hasta la entrada dela gruta.

Llegó allí, e hizo alto.Aquella parada tenía por objeto dar

tiempo a Biscarrat y a sus compañeros paradescribirle el interior de la gruta. Así que creyó

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tener las noticias suficientes de los sitios, divi-dió la compañía en tres cuerpos que debíanentrar sucesivamente, haciendo nutrido fuegoen todas direcciones. Indudablemente, en aquelataque se podían perder otros cinco hombres, oquizá diez; pero, de todos modos, acabaríasepor coger a los rebeldes, puesto que no habíasalida, y que, a todo tirar, dos hombres no po-dían matar a ochenta.

-Mi capitán -dijo Biscarrat-, deseo ir alfrente del primer pelotón.

-¡Bien! -respondió el capitán-. Os conce-do ese honor; quiero haceros esa distinción.

-¡Gracias! -repuso el joven con toda laenergía de su raza.

-Tomad entonces vuestra espada.-Iré así como estoy, mi capitán -dijo Bis-

carrat-; porque no voy a matar, sino a que mematen. Y, colocándose al frente del primer pelo-tón, con la cabeza descubierta y los brazos cru-zados: -¡Marchemos, señores! -dijo.

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CXXIIUN CANTO DE ROMERO

Hora es ya de pasar al otro bando y des-cribir a la vez los combatientes y el campo debatalla. Aramis y Porthos habíanse internadoen la gruta de Locmaria para buscar la barcaamarrada, así como los tres bretones, sus auxi-liares, y esperaban en un principio hacer pasarla barca por la pequeña salida del subterráneo,ocultando de esa manera sus trabajos y su fuga.La llegada del zorro y los perros les había obli-gado a estar ocultos.

La gruta se extendía en un espacio decien toesas, hasta una pequeña escarpa domi-nando una caleta. Templo en otra época aquellagruta de las divinidades paganas, cuando Belle-Isle se llamaba todavía Calonesa, había vistoconsumarse más de un sacrificio humano ensus misteriosas profundidades.

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Penetrábase en el primer embudo deaquella caverna por una pendiente suave, en-cima de la cual las rocas amontonadas forma-ban una arcada baja; el suelo, mal unido, peli-groso por las desigualdades rocosas de la bó-veda, se subdividía en distintos compartimien-tos, que iban de unos en otros y se dominabanpor medio de algunos escalones escabrosos,cortados, unidos a derecha e izquierda porenormes pilares naturales.

En el tercer compartimiento, la bóvedaera tan baja, el pasadizo tan estrecho, que ape-nas podía pasar la barca rozando las dos pare-des; no obstante, en un momento de deses-peración, la madera cedió y la piedra se ablan-dó al soplo de la voluntad humana.

Tal era el pensamiento de Aramis,cuando, después de haber empeñado el comba-te, decidióse a huir; fuga peligrosa por cierto,porque no todos los sitiadores habían muerto;aun admitiendo la posibilidad de botar la em-barcación, había que huir en pleno día, ante los

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vencidos, tan interesados en hacer perseguir asus vencedores así que viesen el corto númerode éstos.

Luego que ambas descargas dieron Porresultado la muerte de diez hombres, Aramis,habituado a las revueltas del subterráneo, fue areconocerlos uno a uno, los contó, porque elhumo le impedía ver por fuera, e inmediata-mente mandó rodar la barca hasta la gruesapiedra que cerraba la salida libertadora.

Porthos reunió sus fuerzas, cogió la bar-ca en sus brazos y la levantó, en tanto que losbretones hacían correr los rodillos con rapidez.

Habían ya bajado al tercer com-partimiento y llegado a la piedra que tapaba lasalida.

Porthos tomó aquella gigantesca piedrapor su base, apoyó encima su hombro, y dio ungolpe que hizo crujir aquella muralla. Una nubede polvo cayó de la bóveda con las cenizas dediez mil generaciones de aves de mar, cuyos

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nidos se hallaban adheridos a la roca como unaargamasa.

Al tercer golpe cedió la piedra, oscilan-do un minuto. Porthos, recostándose sobre lasrocas próximas, hizo de su pie un estribo, quedespidió el bloque fuera de las acumulacionescalcáreas que le servían de goznes y de empo-tramientos.

Caída la piedra, se percibió la luz clara,radiante, que se precipitó en el subterráneo porel marco de la salida, y el mar azul apareció alos bretones admirados.

Principióse entonces a hacer subir labarca sobre aquella barricada. Veinte toesasmás y podía resbalar hasta el Océano.

Durante este tiempo llegó la compañía,fue formada por el capitán y dispuesta para elescalo o el asalto.

Aramis todo lo inspeccionaba para favo-recer los trabajos de sus amigos. Vio aquel re-fuerzo, contó los

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hombres, y se convenció de una mirada delpeligro insuperable en que podía comprometer-les un nuevo combate.

Huir por el mar en el instante en que elsubterráneo iba a ser invadido, ¡imposible!

En efecto, el día, que acababa de ilumi-nar los dos últimos compartimientos, habríadescubierto a los soldados la barca rodantehacia el mar y a los dos rebeldes a tiro de susmosquetes, y una de sus descargas acribillabael barco, si no mataba a los cinco navegantes.

Y, aun suponiendo lo más favorable,dado que la barca escapara con los hombresque la tripulaban, ¿cómo podía evitarse laalarma? ¿Cómo no iban a enviar un aviso a laschalanas reales? ¿Cómo la pobre barca, acosadapor mar y acechada por tierra, no había de su-cumbir antes de terminar el día? Aramis, me-sándose con rabia sus cabellos grises, invocó elauxilio de Dios y la ayuda del diablo. Lla-mando a Porthos, que trabajaba más él solo querodillos y acarreadores:

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-Amigo -dijo en tono bajo-, nuestrosadversarios han recibido un refuerzo.

-¡Ah! -repuso tranquilamente Porthos.¿Qué hemos de hacer?

-Principiar de nuevo el combate -prosiguió Aramis-, es cosa aventurada.

-Sí -dijo Porthos-; porque es difícil queno maten a uno de los dos, y en ese caso el otrose haría matar también.

Porthos dijo estas palabras con ese natu-ral heroico que realzaba en él toda la fuerza dela materia.

Aramis sintió como un espolazo en elcorazón.

-A ninguno de los dos nos matarán, sihacéis lo que os voy a decir, amigo Porthos.

-¿Qué?-Esa gente va a entrar en la gruta.-Sí.-Podremos matar unos quince, pero no

más.-¿Cuántos son? -preguntó Porthos.

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-Les ha llegado un refuerzo de setenta ycinco hombres.

-Setenta y cinco, y cinco, ochenta. ¡Ah,ah! -exclamó Porthos.

-Si hacen fuego a un tiempo nos acribi-llan a balazos.

-Seguramente.-Sin contar con que las detonaciones

pueden producir hundimientos en la caverna.-Hace poco -dijo Porthos-, un trozo de

roca me ha rasguñado el hombro.-¡Ya veis!-Pero eso no es nada.-Tomemos una decisión. Nuestros bre-

tones continuarán arrastrando la barca al mar.-Muy bien.-Nosotros dos permaneceremos aquí

con la pólvora, las balas y los mosquetes.-Pero los dos, querido Aramis, nunca

dispararemos tres tiros a la vez -replicó inge-nuamente Porthos-; el medio de mosquetería esmalo.

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-Pues a ver si halláis otro.-¡Lo hallé! -exclamó de pronto el gigan-

te-. Me coloco emboscado detrás del pilar conesta barra de hierro, y, desde allí, invisible, nobien se presenten Por pelotones, dejo caer mibarra sobre sus cráneos treinta veces por minu-to. ¿Eh? ¿Qué opináis de mi proyecto? ¿Son-reís?

-Excelente, perfecto, querido amigo. Loapruebo; pero así los amedrentaréis, y la mitadde ellos permanecerán fuera para sitiarnos porhambre. Lo que hace falta, mi buen amigo, es ladestrucción entera de la tropa; un solo hombrefuera, nos pierde.

-Tenéis razón, amigo mío; pero, ¿cómoatraerlos?

-No moviéndonos, mi buen Porthos.-Pues no nos movamos; pero, ¿y cuando

estén todos reunidos?-Entonces dejadme obrar; tengo una

idea.

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-Si es así, y como vuestra idea sea bue-na..., y debe serlo... estoy tranquilo.

-En emboscada, Porthos, y contad losque entren.

-¿Y vos qué haréis?.-No os dé cuidado; tengo m¡ tarea.-Me parece que oigo voces.-Ellos son. ¡A vuestro puesto!... Colocaos

al alcance de mi voz y de mi mano.Porthos entró en el segundo com-

partimiento, obscuro como boca de lobo.Aramis deslizóse hasta el tercero; el gi-

gante tenía entre las manos una barra de hierroque pesaba cincuenta libras. Porthos manejabacon maravillosa facilidad aquella palanca quehabía servido para hacer rodarla barca.

Entretanto, los bretones empujaban labarca hacia la costa brava. En el compartimien-to iluminado, Aramis, agachado, escondido, seocupaba en una maniobra misteriosa.

Oyóse un mandato proferido en vozalta. Era la última orden del capitán comandan-

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te. Veinticinco hombres saltaron de las rocassuperiores al primer compartimiento de la gru-ta, y, apostados allí, empezaron a hacer fuego.

Los ecos dejaron oír su sorda amenaza,algunos silbidos surcaron la bóveda, unahumareda opaca llenó el espacio.

-¡A la izquierda! ¡A la izquierda! -gritóBiscarrat, que, en su primer asalto, había vistoel paso de la segunda cámara, y que, animadocon el olor de la pólvora, quería guiar a sussoldados hacia allí.

La tropa se precipitó efectivamentehacia la izquierda; el paso íbase estrechando;Biscarrat, con los brazos abiertos, marchaba a lamuerte ante los mosquetes.

-¡Venid! ¡Venid! -gritó-. ¡Veo la claridad!-¡Herid, Porthos! -dijo Aramis con voz

sepulcral.Porthos exhaló un suspiro, pero obede-

ció.La barra de hierro cayó a plomo sobre la

cabeza de Biscarrat, que fue muerto sin haber

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acabado su grito. Luego la formidable palancase alzó y se abatió diez veces en diez segundos,dejando diez cadáveres.

Los soldados no veían nada; oían gritos,suspiros; tropezaban con cuerpos, pero aún nohabían comprendido, y trepaban sobre losmuertos.

La implacable barra, sin cesar de caer,aniquiló al primer pelotón; ni un solo grito ad-virtió al segundo, que avanzaba tranquilamen-te.

Sólo que este segundo pelotón iba man-dado por el capitán, que había roto una endeblerama de un pino que crecía sobre la escarpa,con cuya madera resinosa retorcida había for-mado una antorcha.

Al llegar a aquel compartimiento dondePorthos, semejante al ángel exterminador, habíadestruido cuanto había tocado, la primera filaretrocedió horrorizada. Ningún fuego habíarespondido al de los guardias, y no obstante,

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tropezaban con un montón de cadáveres, ymarchaban literalmente entre la sangre.

Porthos se mantenía detrás de su pilar.El capitán, iluminando, con la luz. tré-

mula del pino inflamado, aquella horrible car-nicería, cuya causa buscaba en vano, retrocedióhasta el pilar que ocultaba a Porthos.

Entonces salió de la sombra una manogigantesca, y apretó el pescuezo del capitán,que exhaló un sordo estertor; sus brazos seabrieron agitando el aire, cayó la antorcha y seapagó en la sangre.

Un segundo después; el cuerpo del capi-tán se abatía junto a la antorcha apagada, yañadía un cadáver más al montón que obstruíael paso.

Todo aquello había acontecido misterio-samente, como cosa de magia. Al estertor delcapitán, se habían vuelto los hombres que leacompañaban; habían visto sus brazos extendi-dos, los ojos saliendo de su órbita, la antorchacaída, y se habían quedado en la obscuridad.

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Por un movimiento irreflexivo, instinti-vo, maquinal, gritó el teniente

-¡Fuego!Seguidamente, una granizada de tiros

de mosquete, crepitó, tronó, aulló en la caverna,arrancando enormes fragmentos a las bóvedas.

La caverna se iluminó un instante conaquella fusilería, y luego quedó inmediatamen-te en una obscuridad más profunda aún por lahumareda.Se hizo entonces un gran silencio, interrumpidoúnicamente por los pasos del tercer pelotón quepenetraba en el subterráneo.

CXXIIILA MUERTE DE UN TITÁN

En el momento en que Porthos, máshabituado a las tinieblas que todos aquelloshombres que venían de la claridad, miraba a sualrededor para ver si en aquella obscuridad le

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hacía Aramis alguna señal, advirtió que le to-caban suavemente en el brazo, y que una voz,débil como un hálito, murmuraba por lo bajo asu oído:

-Venid.-¡Oh! -exclamó Porthos.-¡Silencio! -dijo Aramis aún más bajo.Y, en medio del ruido del tercer pelotón,

que seguía avanzando entre las imprecacionesde los guardias que habían quedado en pie, yde los moribundos que exhalaban su últimosuspiro, deslizáronse Porthos y Aramis, sin sernotados, a lo largo de los muros graníticos de lacaverna.

Aramis condujo a Porthos al penúltimocompartimiento, y le enseñó, en un rompimien-to del muro, un barril de pólvora de setenta aochenta libras, al que acababa de poner unamecha.

-Amigo -dijo a Porthos-, vais a coger esebarril, cuya mecha voy a encender, y lo arroja-

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réis en medio de nuestros enemigos. ¿Podréishacerlo?

-¡Ya lo creo! -contestó Porthos.Y levantó el tonelillo con una mano.-Encended.-Aguardad a que se hallen todos bien

reunidos -dijo Aramis-, y en seguida, cual otroJúpiter, lanzar vuestros rayos en medio deellos.

-Encended -repetía Porthos.-Yo -prosiguió Aramis-, voy a ayudar a

nuestros bretones a botar la barca. Os aguarda-ré en la ribera. Lanzad firme y veníos con noso-tros.

-¡Encended! -dijo una vez más Porthos.-¿Habéis comprendido? -dijo Aramis.-¡Diablo! -contestó Porthos con una risa

que no se cuidaba siquiera de reprimir-. Cuan-do me explican, comprendo; dadme el fuego, ymarchaos.

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Aramis dio la yesca encendida a Port-hos, que le tendió su brazo para que lo estre-chase a falta de la mano.

Aramis estrechó con sus manos el brazode Porthos, y se replegó a la salida de la caver-na, donde le esperaban los tres remeros.

Porthos solo, aplicó con valor la yesca ala mecha.

La yesca, débil chispa, principio primerode un inmenso incendio, brilló en la obscuridadcomo una luciola volante, y luego fue a pegarsea la mecha, que inflamó, y cuya llama activóPorthos con su soplo.

Habíase disipado un tanto el humo, y, ala luz de aquella mecha chispeante, púdose,durante uno o dos segundos, distinguir los ob-jetos.Fue un corto, pero espléndido espectáculo, elque presentó aquel gigante pálido, sangrante,con el rostro iluminado por el fuego de la me-cha que ardía en la sombra,

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Los soldados le vieron. Vieron el barrilque tenía en la mano. Y comprendieron lo queiba a pasar.Entonces, aquellos hombres, llenos ya de es-panto a la vista de lo que había sucedido, llenosde terror al pensar en lo que iba a suceder. lan-zaron todos a la vez un aullido de agonía.

Unos trataron de huir, pero tropezaroncon la tercera brigada que les cerraba el paso;otros, maquinalmente, apuntaron y dispararoncon sus mosquetes descargados, y otros. porultimo, cayeron de rodillas.

Dos o tres oficiales gritaron a Porthosprometiéndole la libertad si les concedía la vi-da.

El teniente de la tercera brigada mandóhacer fuego; mas los guardias tenían delante deellos a sus compañeros asustados, que servíande baluarte vivo a Porthos.

Ya lo hemos dicho: la luz producida porel soplo de Porthos sobre la yesca y mecha noduró más que dos segundos; pero. durante ese

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pequeño intervalo, dejó ver lo siguiente: enprimer lugar al gigante, descomunal en la obs-curidad: después, a diez pasos de él, un mon-tón de cuerpos ensangrentados.' aplastados,destrozados, en medio de los cuales vivía toda-vía un último estremecimiento de agonía quelevantaba aquella masa, como la postrera respi-ración levanta los costados de un monstruoinforme que agoniza en las tinieblas.

Cada soplo de Porthos, al reavivar lamecha, enviaba a aquel montón de cadáveresun tono sulfuroso, cortado de largas franjas depúrpura.

Aparte de ese grupo principal, algunoscadáveres aislados, esparcidos en la gruta, con-forme el azar de la muerte o la sorpresa del gol-pe les había dejado tendidos, parecían amena-zar por sus heridas abiertas.

Sobre aquel suelo formado con fango desangre, subían, tétricos y centelleantes, los pila-res achaparrados de la caverna, cuyas gradacio-

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nes, cálidamente acentuadas, prolongaban ade-lante las partes luminosas.Y todo esto veíase a la trémula luz de una me-cha pegada a un barril de pólvora, es decir, unaantorcha que, iluminando los estragos de unamuerte anterior, mostraba una muerte venide-ra.

Durante aquellos dos segundos, un ofi-cial del tercer pelotón reunió ocho hombresarmados con mosquetes, y les mandó que dis-pararan sobre Porthos por una abertura.

Pero los que recibieron la orden de dis-parar temblaban de tal modo, que de aquelladescarga cayeron tres guardias, y las cinco ba-las restantes fueron silbando, unas a rozar labóveda, otras a surcar la tierra, otras a desmo-ronar la superficie de las paredes.

Una carcajada contestó a aquel trueno;en seguida se balanceó el brazo del gigante, y alpunto se vio cruzar por el aire, como una estre-lla errante, un rastro de fuego.

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El barril, lanzado a treinta pasos, salvóla barricada de cadáveres, y fue a caer en ungrupo ululante de soldados que se arrojaronboca abajo.

El oficial había seguido con la vista elbrillante rastro, y quiso precipitarse sobre elbarril para arrancar la mecha antes de que lle-gara el fuego a la pólvora.

¡Arrojo inútil! El aire había activado lallama adherida al conductor; la mecha, que, enreposo, habría durado cinco minutos, fue devo-rada en treinta segundos, y estalló la obra in-fernal.

Torbellinos furiosos, silbidos del azufrey del nitro, estragos devoradores del fuego queconsume, estruendo espantoso de la explosión,he aquí lo que aquel segundo, que siguió a losdos que hemos descrito, vio producirse enaquella caverna, igual en horrores a una caver-na de demonios.

Las rocas hundíanse como tablas deabeto bajo el golpe del hacha. Una lluvia de

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fuego, de humo, de escombros, lanzóse de enmedio de la gruta, ensanchándose a medidaque ascendían. Los enormes muros de sílice seinclinaron para tenderse en la arena, y la arenamisma, instrumento de dolor, arrojada fuera desu lecho endurecido, acribilló los rostros consus miríadas de átomos punzantes.

Los gritos, los alaridos, las im-precaciones, y las existencias, todo se extinguióen un inmenso estrépito. Los tres primeroscompartimientos convirtiéronse en un abismo,en que fueron a hundirse uno a uno, según sugravedad, los escombros vegetales, minerales ohumanos.

Después la arena y la ceniza, más lige-ras, cayeron a su vez, extendiéndose, comomortaja grisácea y humeante, sobre aquellosfunerales.Búsquese ahora en aquella ardiente tumba, enaquel volcán subterráneo, a los guardias delrey, con su uniforme azul, galoneado de plata.

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Búsquese a los oficiales resplandecientesde oro, las armas con que habían contado de-fenderse, las piedras con que los aplastaron, elsuelo que pisaban.

Un solo hombre había convertido todoaquello en un caos más confuso, más informe, ymás espantoso que el que existía una hora antesde tener Dios la idea de crear el mundo.

Nada quedó de los tres primeros com-partimientos, nada que Dios mismo pudierareconocer como obra suya.

En cuanto a Porthos, después de haberarrojado el barril de pólvora en medio de losenemigos, había huido, conforme al consejo deAramis, al último compartimiento, en el quepenetraba por la abertura el aire, la claridad yel sol.

Apenas volvió la esquina que separabael tercer compartimiento del cuarto, distinguióa cien pasos de él la barca movida por las olas;allí estaban sus amigos; allí la libertad; allí lavida tras la victoria.

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En seis zancadas estaría fuera de la bó-veda; fuera de la bóveda, dos o tres vigorososimpulsos le bastaban para llegar al barco.De pronto sintió doblársele las rodillas; susrodillas parecían huecas, sus piernas se blan-deaban bajo él.

-¡Oh, oh! -murmuró sorprendido-.Vuelve a acometerme la fatiga; no puedo andar.¿Qué quiere decir esto?

Aramis le veía a través de la abertura,sin comprender por qué se detenía.

-¡Venid, Porthos! -gritó Aramis-. ¡Venid!¡Venid pronto!

-¡Oh! -respondió el gigante haciendo unesfuerzo, que tendió inútilmente todos los mús-culos de su cuerpo-. ¡No puedo!

Y, diciendo estas palabras, cayó de rodi-llas; pero, con sus robustas manos, se agarró alas rocas y volvió a levantarse.

-¡Pronto! ¡Pronto! -repetía Aramis incli-nándose hacia la ribera, como vara atraer aPorthos con sus brazos.

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-¡Allá voy! -balbucía Porthos reuniendotodas sus fuerzas para dar un paso más.-¡En nombre del Cielo, Porthos, venid! ¡El barrilva a saltar!

-¡Venid, monseñor! –gritaron los breto-nes a Porthos, que parecía como si luchase conuna pesadilla. Mas no era ya tiempo: la explo-sión. Estremecióse la tierra; el humo, que seabrió paso por las anchas grietas, obscureció elcielo; el mar retrocedió, como empujado por elsoplo de fuego que salió de la gruta, igual quede la garganta de una gigantesca quimera; elreflujo se llevó la barca a veinte toesas: todas lasrocas crujieron en su base, y se separaron comobloques desunidos a la _Presión de unas cuñas;se vio una porción de la bóveda lanzarse al cie-lo, como llevada por unos rápidos; el fuegorosa y verde del azufre, la negra lava de lasliquefacciones arcillosas chocaron y se comba-tieron un instante bajo majestuosa cúpula dehumo; luego se vio oscilar, después inclinarse,y por ultimo caer sucesivamente, las enormes

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aristas de roca que la violencia de la explosiónno pudo hacer saltar de sus pedestales secula-res, los cuales se saludaban unos a otros comoancianos graves y lentos, prosternándose enseguida. acostados para siempre en su pol-vorienta tumba.

Aquel terrible sacudimiento pareciódevolver a Porthos las fuerzas que había perdi-do y volvió a levantarse, gigante entre gigantes.Mas. en el momento que huía entre la doble filade fantasmas graníticos. éstos, que no se halla-ban ya sujetos por los eslabones correspondien-tes. empezaron a rodar con estrépito en tornode aquel titán que parecía precipitado del cieloen medio de las rocas que acababa de lanzarcontra él.

Porthos sintió temblar bajo sus pies elsuelo sacudido por aquel ancho desgarramien-to. Tendió a derecha e izquierda sus vastas ma-nos para rechazar las rocas que se le veníanencima, y un bloque gigantesco vino a apoyarseen cada una de sus palmas abiertas. Dobló la

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cabeza, y una tercera masa granítica fue a au-mentar el peso entre sus dos hombros.

Por un momento cedieron los brazos dePorthos; pero el Hércules reunió todas susfuerzas, y las dos paredes de la prisión en quese hallaba sepultado se separaron lentamenteabriéndole paso. Por un instante, apareció enaquel marco de granito como el ángel antiguodel caos; mas al apartar las rocas laterales, quitósu punto de apoyo al monolito que pesaba so-bre sus fuertes hombros, y éste, ejerciendo yatodo su peso, precipitó al gigante de rodillas.Las rocas laterales, separadas momentánea-mente, volvieron a juntarse, añadiendo su pesoal peso primitivo, que habría bastado paraaplastar a diez hombres.

El gigante cayó sin pedir auxilio; cayócontestando a Aramis con palabras animosas yde esperanza, porque un instante, merced alpoderoso arbotante de sus manos, nudo creerque, cual otro Encelado, sacudiría aquel triplepeso. Pero Aramis vio inclinarse -poco a poco la

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mole de granito; las manos crispadas y los bra-zos rígidos por un postrer esfuerzo, cedieron;los hombros, destrozados. fueron debilitandosu resistencia, y la roca continuó bajando gra-dualmente.

-¡Porthos! ¡Porthos! -gritaba Aramis me-sándose los cabellos-. ¡Porthos! ¿Dónde estáis?¡Hablad!

-¡Aquí! ¡Aquí! -exclamaba Porthos conuna voz que iba extinguiéndose-. ¡Paciencia!¡Paciencia!

Apenas acabó esta última palabra: elimpulso de la caída aumentó el peso; la enormeroca se abatió, empujada por las otras dos quecayeron sobre ella, y enterró a Porthos en unsepulcro de piedras destrozadas.

Al oír la voz expirante de su amigo,Aramis había saltado a tierra. Dos de los breto-nes le siguieron con una palanca en la mano,pues uno solo bastaba para guardar la barca.Los ,postreros ronquidos del valeroso luchadorles guiaron entre los escombros.

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Aramis, fogoso, intrépido, joven como situviera veinte años, se lanzó a la triple mole, ycon sus manos, delicadas como manos de mu-jer, levantó por un prodigio de vigor un ladodel enorme sepulcro de granito. Entonces co-lumbró, entre las tinieblas de aquella fosa, losojos todavía brillantes de su amigo, a quien lamole levantada por un momento acababa dedevolverle la respiración. Al punto se precipita-ron los dos hombres, echándose con todas susfuerzas sobre la palanca de hierro, reuniendosu triple fuerza, no para levantarla, sino paramantenerla suspendida. Todo fue inútil: los treshombres cedieron lentamente con gritos .dedolor, y la bronca voz de Porthos, viéndolosagotarse en una lucha inútil, murmuró con tonoburlón estas supremas palabras, que llegaron alos labios con el ultimo aliento:

-¡Es mucho peso!Después de lo cual, los ojos obs-

curecieronse y se cerraron; el rostro se cubrió

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de palidez; la mano quedó descolorida. y eltitán se acostó exhalando el postrer suspiro.

¡Con él hundióse la roca, que, hasta enmedio de su agonía, había podido sostener!

Los tres hombres dejaron escapar lapalanca, que rodó sobre la piedra tumular.

Luego, jadeante, pálido bañada la frenteen sudor, Aramis escuchó, con el pecho opri-mido y el corazón a punto de estallar.

-¡Nada! El gigante dormía el sueño eter-no en el sepulcro que Dios le había hecho a sumedida.

CXXIVEL EPITAFIO DE PORTHOS

Aramis, silencioso, helado, temblorosocomo un niño, se apartó estremecido de encimade aquella piedra. Un cristiano nunca pisa unsepulcro.

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Pero, si era capaz de tenerse en pie, no lo era deandar. No parecía sino que algo de Porthosmuerto, acaba de fallecer en él.

Rodeáronle sus bretones. Aramis losdejó hacer, y, levantado por los tres marinos,fue conducido a la barca. Después que le colo-caron sobre el banco, junto al timón, empezarona remar con fuerza, prefiriendo alejarse bogan-do a izar la vela que podía denunciarlos.

En toda aquella superficie arrasada de lavieja gruta de Locmaria, en aquella aplanadaplaya, sólo había un montículo que llamara laatención. Aramis no pudo apartar de él la vista,y, de lejos, en el mar, a medida que se internabaaguas adentro, la roca amenazadora y orgullosaparecíale que se enderezaba, como en otrotiempo se erguía Porthos, y levantar al cielouna cabeza risueña e invencible como la delbueno y valiente amigo, el más fuerte de loscuatro, y, sin embargo, el primero en morir.

¡Raro destino el de aquellos hombres debronce! El más sencillo de corazón asociado al

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más astuto; la fuerza del cuerpo guiada por lasutileza del espíritu; y, en el instante decisivo,cuando sólo el vigor podía salvar espíritu ycuerpo, una piedra, una roca, un peso vil y ma-terial, triunfaba del vigor, y, desplomándosesobre el cuerpo, expulsaba de él al espíritu.

¡Digno Porthos! Nacido para ayudar alos demás hombres. siempre dispuesto a sacri-ficarse por la salvación de los débiles, como siDios no le hubiera dado la fuerza más para eseuso, había creído, al morir, cumplir las condi-ciones de su pacto con Aramis, pacto que ésteredactara por sí solo, y que Porthos no habíaconocido sino para reclamar su terrible solida-ridad.

¡Noble Porthos! ¿De qué servían los pa-lacios llenos de muebles, los bosques desbor-dantes de caza, los lagos henchidos de peces ylas cuevas atestadas de dinero? ¿De qué loslacayos de hermosas libreas, y, en medio deellos, Mosquetón, orgulloso del poder delegadopor ti'? ¡Oh noble Porthos! Cuidadoso acu-

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mulador de tesoros, ¿merecía la pena trabajartanto en dulcificar y dorar tu vida para venirluego a tenderte. con los huesos quebrantados,bajo una fría piedra, y a los gritos de las avesdel Océano, sobre una playa desierta'? ¿De quéte ha servido reunir tanto oro, para no tener nisiquiera un dístico latino de un pobre poetasobre tu monumento?¡Valeroso Porthos! Sin duda, duerme todavía,olvidado, perdido bajo la roca que los pastoresde la comarca toman por la techumbre gigan-tesca de un dolmen.

Y tantos brezos friolentos, tantos mus-gos, acariciados por el viento acre del Océano,tantos líquenes vivaces han soldado el sepulcroa la tierra, que ningún viajero podría imaginar-se que semejante mole de granito haya podidoser levantada por el hombro de un mortal.Aramis. pálido, helado, con el corazón en loslabios, miró hasta la postrera claridad del día,la playa que se borraba en el horizonte.

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Ni una palabra exhaló su boca ni unsólo suspiro levantó su pecho. Los supersticio-sos bretones mirábanle con temor. Aquel silen-cio no era de un hombre, sino de una estatua.

A las primeras líneas cenicientas quedescendieron del cielo, había rizado la barca suvela, que, hinchándose al soplo de la brisa, ale-jándose rápidamente de la costa, se lanzababravamente hacia España a través del terriblegolfo de Gascuña, tan fecundo en borrascas.

Pero a la media hora escasa de haberseizado la vela, los remeros suspendieron su fae-na, conservaron se en sus bancos, y, haciendouna pantalla de sus manos, se mostraron unos aotros un punto blanco, que aparecía en el hori-zonte, tan inmóvil como lo es aparentementeuna gaviota mecida por la insensible res-piración de las olas.

Mas lo que habría parecido inmóvil auna vista común, caminaba velozmente a losojos ejercitados de un marino: lo que parecíaestacionario sobre la onda rasaba las aguas.

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Durante algún tiempo, observando elprofundo entorpecimiento en que estaba sumi-do el amo, no se atrevieron a llamarle la aten-ción, y se contentaron con cambiar sus con-jeturas en voz baja e inquieta. Efectivamente,Aramis, tan vigilante y activo, Aramis, cuyosojos como los del lince velaban sin cesar y veíanmejor la oscuridad que la luz, Aramis se dor-mía en la desesperación de su alma.

Pasó así una hora, durante la cual des-cendió el día gradualmente; pero al mismotiempo el barco que estaba a la vista, avanzótanto hacia la lancha, que Goennec, uno de lostres marinos, se aventuró a decir en alta voz:

-¡Monseñor, nos dan caza! Aramis norespondió, y el barco se iba acercando.

Entonces, por sí mismos, los dos mari-neros, a una orden del patrón Yves, arriaron lavela, a fin de que aquel solo punto, que apare-cía sobre la superficie de las olas, dejase deguiar al ojo enemigo que les perseguía.

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Por el contrario, de parte del barco que estaba ala vista, aceleróse la persecución con dos nue-vas velas pequeñas que subieron a la extre-midad de los mástiles.

Desgraciadamente corrían los días máslargos y hermosos del año, y la luna sucedía entoda su claridad a aquel aciago día. De consi-guiente, la balancela que perseguía a la bar-quilla, viento en popa, tenía aun una mediahora de crepúsculo, y toda una noche de semi-claridad.

-¡Monseñor! ¡Monseñor! ¡Estamos per-didos! -dijo el patrón-. Mirad, nos ven, aunquehemos cargado las velas.

-No es extraño -murmuró uno de losmarineros-, porque dicen que, con la ayuda deldiablo, la gente de la ciudad fabrica instru-mentos con los que se ve lo mismo de cerca quede lejos, de día como de noche.

Aramis sacó del fondo de la barca unanteojo potente, lo armó, y, pasándolo al mari-nero:

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-Tomad -dijo-; mirad por ahí. El marine-ro titubeaba.

-Tranquilizaos -dijo-, no hay pecado enesto, y si lo hay, yo lo tomo sobre mí.

El marinero se aproximó al anteojo, yarrojó un grito.

Habíase figurado que, por un milagro,el barco, que se presentaba a un tiro largo decañón, había salvado súbitamente y de un brin-co la distancia.

Pero al apartar de su ojo el instrumento,vio que, salvo el camino que la balancela habíaPodido hacer durante aquel corto instante, es-taba aún a la misma distancia.

-Así -murmuró el marinero-, ¿nos vencomo nosotros a ellos?

-Nos ven -dijo Aramis.-Y volvió a su impasibilidad.-¡Cómo! ¿Nos ven? -exclamó el patrón

Yves-. ¡Imposible!-Tomad, patrón, y mirad -dijo el mari-

nero.

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Y le alargó el anteojo de larga vista.-¿Me asegura, monseñor -preguntó el

patrón-, que nada tiene que ver con esto el dia-blo?

Aramis se encogió de hombros. El pa-trón púsose a mirar por el anteojo.

-¡Oh! Monseñor -dijo-, aquí hay milagro:están ahí; se me figura que puedo tocarlos.¡Veinticinco hombres por lo menos! ¡Ah! Delan-te está el capitán, mirándonos con un anteojocomo éste... ¡Ah! Se vuelve, da una orden; arri-man un cañón; lo cargan, apuntan... ¡Misericor-dia! ¡Tiran contra nosotros!

Y por un movimiento maquinal, el pa-trón retiró su anteojo, y los objetos, rechazadoshacia el horizonte se le presentaron bajo su na-tural aspecto.

El barco estaba aún a distancia de unalegua escasa, pero no era menos positiva la ma-niobra anunciada por el patrón.

Una ligera nube de humo apareció bajolas velas más azul que ellas, extendiéndose co-

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mo una flor que se abre; luego, a una milla opoco más de la lancha, se vio a la bala descoro-nar dos o tres olas, trazar un surco blanco en elmar, y desaparecer al final de aquel surco, taninofensiva aun como la piedra que acostum-bran hacer botar los muchachos para divertirse.

Aquello era a la vez una amenaza y unaviso.

-¿Qué hacemos? -dijo el patrón.-Van a echarnos a pique -dijo Goennec-:

dadnos la absolución, monseñor.Y los marinos se arrodillaron ante el

obispo.-Olvidáis que os están viendo -replicó

éste.-Es verdad -dijeron los marineros aver-

gonzados de su debilidad -. Mandad, monse-ñor, estamos prontos a morir por vos.

-Esperemos -dijo Aramis.-¿Cómo que esperemos?-Sí; ¿no veis que, como decíais poco ha,

si intentamos huir van a echarnos a pique?

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-Pero, tal vez -se aventuró a decir el pa-trón-, podamos huir a favor de la noche.

-¡Oh! -repuso Aramis-: no dejarán detener algún fuego guirgüesco, para iluminar sucamino y el nuestro.

Y, al mismo tiempo, como si la embar-cación hubiera querido contestar a la observa-ción dé Aramis, una segunda nube de humosubió lentamente al cielo, y del seno de ellapartió una flecha inflamada que describió suparábola, parecida a un arco iris y fue a caer enel mar, donde continuó ardiendo e iluminandoel espacio a un cuarto de legua de diámetro.

Los bretones miráronse asustados. -Bienveis -dijo Aramis-, que vale más aguardarlos.

Escapáronse los remos de manos de losmarineros, y la barca, cesando de avanzar, me-cióse inmóvil en la extremidad de las olas.La noche caía, y la embarcación seguía avan-zando.

No parecía sino que redoblaba su cele-ridad con la obscuridad. De vez en cuando,

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como un buitre de cuello ensangrentado saca lacabeza fuera de su nido, el formidable fuegoguirgüesco brotaba de sus costados y arrojabaen medio del Océano su llama como una nieveincandescente.

Llegó por último a. un tiro de mosquete.Todos los hombres estaban sobre el

puente, arma al brazo, y los artilleros junto asus cañones; las mechas ardían.

Dijérase que se trataba de abordar unafragata y de combatir a una tripulación supe-rior en numero, y no de apresar una lanchatripulada por cuatro hombres.

-¡Rendíos! -gritó el comandante de labalancela, por medio de su bocina.

Los marineros miraron a Aramis. Ara-mis hizo una señal con la cabeza.

El patrón Yves hizo enarbolar un lienzoblanco en una percha.

Era aquel un modo de arriar bandera.El barco avanzaba como un caballo de

carreras.

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Lanzó un nuevo cohete guirgüesco quefue a caer a veinte pasos de la lancha, ilumi-nándola mejor que hubiera podido hacerlo unrayo del sol más intenso.

-A la primera señal de resistencia -dijoel comandante de la balancela, ¡fuego!

Los soldados bajaron sus mosquetes.-¡Ya os han dicho que nos entreguemos!

exclamó el patrón Yves.-¡Vivos, capitán! -gritaron algunos sol-

dados exaltados-: ¡Hay que cogerlos vivos!-Bien, sí, vivos -contestó el capitán.En seguida, volviéndose a los bretones:-¡Tenéis salvada la vida, amigos míos! -

gritó-. A excepción del caballero de Herblay.Aramis se estremeció impercepti-

blemente.Fijáronse sus ojos por un instante en las

profundidades del Océano, iluminado en susuperficie por los últimos resplandores del fue-go guirgüesco, resplandores que corrían por loscostados de las olas, jugaban en sus cimas como

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penachos, y hacían más sombríos y terriblesaun los abismos que encubrían.

-¡Oís, monseñor? -dijeron los marineros.-Sí.-¿Qué mandáis?-Aceptad.-Pero, ¿y vos, monseñor? Aramis se in-

clinó hacia fuera, y acarició con la extremidadde sus dedos blancos y afilados el agua verduz-ca del mar, a la que sonreía como a una amiga.

-¡Aceptad! -repitió. -Aceptamos -repitieron los marineros-. ¿Qué garantía se nosda?

-La palabra de un caballero noble -dijoel oficial-. Por mi grado y por mi nombre, juroque todo aquel que no sea el caballero de Her-blay tendrá salvada la vida. Soy teniente de lafragata del rey Ponwna, y me llamo Luis Cons-tantino de Pressigny.

Con gesto rápido, Aramis, ya curvadohacia el mar, ya medio inclinado fuera de la

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barca, levantó la cabeza, púsose en pie, y, conlos' ojos inflamados, y la sonrisa en los labios:

-Echad la escala, señores -dijo, como sifuera él a quien correspondiese mandar.

Obedecieron.Entonces Aramis, cogiendo el pasamano

de cuerda, subió el primero; mas, en vez delespanto que esperaban ver en su rostro, no fuepoca la admiración de los marineros de la ba-lancela al verle dirigirse al comandante conseguro paso, mirarle atentamente, y hacerle conla mano una señal misteriosa y desconocida, acuya vista el oficial palideció, tembló e inclinóla frente.

Aramis, sin decir palabra,'acercó su ma-no a los ojos del -comandante, y dejó ver el se-llo de un anillo que llevaba en el dedo anularde la mano izquierda.

Y, al hacer aquel además, Aramis, reves-tido de una majestad fría, silenciosa y altanera,tenía él aire de un emperador que diese su ma-no a besar.

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El comandante, que, por un instantehabía levantado la cabeza, se inclinó por se-gunda vez con muestras de mayor respeto.

Luego, extendiendo a su vez la manohacia la popa, es decir, hacia su cámara, seapartó para dejar pasar delante a Aramis.

Los tres bretones, que habían subidodetrás de su obispo, miraban atónicos.

Toda la tripulación guardaba silencio.Cinco minutos después el comandante

llamaba a su segundo, el cual volvió a subirmandando hacer rumbo hacia La Coruña.

Mientras se ejecutaba la orden dada,Aramis reaparecía sobre el puente e iba a sen-tarse contra el empalletado.

Era ya de noche, la luna no había apare-cido aún, y sin embargo, Aramis miraba te-nazmente hacia el lado de Belle-Isle. Yves seaproximó entonces al comandante, que habíavuelto a ocupar su puesto en la trasera, y, muybajo, muy humildemente:

-¿Qué rumbo seguimos, capitán? -dijo.

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-El que se ha designado mandar monse-ñor -respondió el oficial. Aramis pasó la nocherecostado en el empalletado.

Yves, al aproximarse a él, notó, a la ma-ñana siguiente, que aquella noche debió sermuy húmeda, porque la madera donde el obis-po había apoyado la cabeza estaba como em-papada de rocío.

¡Quién sabe si aquel rocío eran quizá lasprimeras lágrimas que hubiesen caído de losojos de Aramis!¿Qué mejor epitafio podíais tener, buen Port-hos?

CXXVLA RONDA DEL SEÑOR DE GESVRES

Artagnan no estaba habituado a resis-tencias como la que acababa de sufrir. Volvió aNantes profundamente irritado.

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La irritación en aquel hombre vigoroso,se convertía en un impetuoso ataque, al quepocas personas hasta entonces, fueran reyes ogigantes, habían sabido resistir.

Artagnan, temblando de cólera, fue de-recho al palacio y pidió hablar al rey. Podríanser las siete de la mañana, y, desde su llegada aNantes, el rey se había hecho madrugador.

Pero, al llegar a la pequeña galería queya conocemos, encontró al señor de Gesvresque le detuvo muy cortésmente, recomendán-dole no hablara alto, para dejar descansar alrey.

-¿Duerme el rey -dijo Artagnan-. Bien, ledejaré dormir. ¿A qué hora suponéis que selevantará?

-¡Oh! Dentro de dos horas, poco más omenos: el rey ha velado toda la noche.

Artagnan tomó su sombrero, saludó alseñor de Gesvres y regresó a su alojamiento.

Volvió a las nueve y media. Le dijeronque estaba desayunando.

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-Ahora es la mía -replicó-; hablaré al reymientras desayuna. El señor de Brienne hizosaber a Artagnan que el rey no quería recibir anadie durante su comida. -Sin duda no sabéis,señor secretario -dijo Artagnan mirando aBrienne de través-, que yo tengo entrada entodas partes y a todas horas.

Brienne tomó afablemente la mano delcapitán, y le dijo:

-No en Nantes, querido señor de Artag-nan; el rey ha cambiado en este viaje todo elorden de su casa.

Artagnan, serenado, preguntó a quéhora habría terminado el rey de desayunar.

-No se sabe -respondió Brienne.-¡Cómo que no se sabe! ¿Qué quiere

decir esto? ¿No se sabe cuánto tarda el rey endesayunar? ¿De ordinario, es una hora, y admi-tiendo que el aire del Loira abra el apetito,pongamos hora y media, y es bastante; aquíesperaré.

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-¡Oh! Querido señor de Artagnan, hayorden de no dejar a nadie en esta galería; y yoestoy de guardia para eso.

Artagnan sintió subírsele al cerebro lacólera por segunda vez, y marchó precipitada-mente por miedo de echar a perder más toda-vía el asunto con algún rapto de mal humor.

Cuando estuvo fuera, se puso a pensar.-El rey -dijo- no quiere recibirme, eso es

evidente; ese joven está enfadado; teme lo queyo pueda decirle. Sí; pero, entretanto, se sitia aBelle-Isle y prenden o matan tal vez a mis dosamigos... ¡Pobre Porthos! En cuanto a maeseAramis, es hombre de recursos y estoy tran-quilo por su persona ... Pero, no, no; Porthos noestá todavía inválido, y Aramis no es un viejoidiota. El uno con sus brazos, y el otro con suimaginación, han de dar qué hacer a los solda-dos de Su Majestad. ¿Quién sabe si esos dosvalientes repetirán todavía, para edificación deSu Majestad Cristianísima, la escena del baluar-te de San Gervasio?... No desespero de ello. Tie-

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nen cañones y guarnición... Sin embargo -prosiguió sacudiendo la cabeza-, creo que seríamejor suspender el combate. Por mí solo, yo nosoportaría del rey desprecios ni traiciones; mas,por mis amigos, debo sufrirlo todo, desaires yhasta insultos. ¿Y si viese al señor Colbert? -añadió-. He aquí un sujeto con quien voy a te-ner que tomar la costumbre de causarle miedo.Vamos a casa del señor Colbert.

Y Artagnan echó a andar resueltamente.Así que llegó, dijéronle que el señor Colbertestaba despachando con el rey en el palacio deNantes.

-¡Bien! -exclamó-. Heme ya otra vez enlos tiempos en que medía las distancias desdecasa del señor de Treville a la del señor carde-nal, desde la de éste a la cámara de la reina, ydesde la cámara de la reina a las cuadras delpalacio, y dio órdice que los hombres, cuandoenvejecen, vuélvense niños. ¡A palacio!

Y volvió a él. El señor de Lyonne salía.Dio sus dos manos a Artagnan y le enteró de

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que el rey trabajaría toda la tarde, toda la no-che, y que había dado orden de no dejar entrara nadie.

-¿Ni a mí, el capitán que viene a tomarla orden? -exclamó Artagnan-. ¡Eso ya es dema-siado!

-Ni a mí -dijo el señor de Lyonne.-Pues si así es -repuso Artagnan lasti-

mado hasta lo íntimo desu corazón-, una vez que el capitán de mosque-teros, que ha tenido entrada siempre en eldormitorio del rey, no puede entrar en el des-pacho o en el comedor, es que el rey ha muertoo que ha caído su capitán en desgracia. Tantoen un caso como en otro, no necesita de él. Ha-cedme el obsequio de entrar y decir; terminan-temente al rey, que le envío mi dimisión.

-¡Cuidado, Artagnan! -exclamó Lyonne-.Hacedlo por nuestra amistad. Y le empu-jó suavemente hacia el gabinete.

-Allá voy -dijo el señor de Lyonne.

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Artagnan esperó recorriendo a grandestrancos la galería. Lyonne volvió.

-¿Qué ha dicho el rey? -preguntó Artag-nan.

-El rey ha dicho que está bien -respondió Lyonne.

-¡Que está bien! -estalló el capitán-. ¿Esdecir, que acepta? ¡Bueno! Ya estoy libre. Soypaisano, señor de Lyonne, para lo que gustéismandar. ¡Adiós, palacio, galería, antecámara!Un hombre cualquiera que va a poder respiraral fin, os saluda.

Y, sin aguardar más, el capitán saltó delterrado a la escalera donde había encontradolos pedazos de la carta de Gourville. Cinco mi-nutos después, entraba en la hostería, en la que,según costumbre de los altos oficiales que tení-an alojamiento en Palacio, había tomado lo quese llamaba su habitación de ciudad.

Pero allí, en lugar de quitarse la capa yla espada, cogió las pistolas, puso su dinero enuna bolsa de cuero, envió a buscar sus caballos

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a las cuadras del palacio, y dio órdenes paramarchar a Vannes durante la noche.

Todo sucedió según sus deseos. A lasocho de la noche ponía el pie en el estribo,cuando el señor de Gesvres apareció a la cabezade doce guardias, ante la hostería. Artagnan loveía todo por el rabillo del ojo; vio a aquellostrece hombres y aquellos trece caballos; perosimuló no observar nada y acabó de montar.Gesvres llegó.

-¡Señor de Artagnan! -dijo en voz alta.-Hola, señor de Gesvres, buenas noches.-Parece que vais a montar a caballo.-No lo parece, sino que he montado,

como veis.-Mucho celebro haberos encontrado.-¿Me buscábais?-Sí, por cierto.-Apuesto que de parte del rey.-En efecto.-¿Como yo, hace dos o tres días, buscaba

al señor Fouquet?

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-¡Oh!-Vamos, ¿a mí con melindres? ¡Trabajo

perdido! Decid de una vez que venís a pren-derme.

-¿A prenderos? ¡No, buen Dios!-¿Pues a qué viene el acercaros a mí con

doce hombres a caballo? -Es que estoy de ron-da.

-¡No está mal! ¿Y me recogéis en vuestraronda?

-No os recojo, sino que habiéndoos en-contrado, os suplico vengáis conmigo.

-¿Adónde?-A la cámara del rey.-¡Bueno! -dijo Artagnan con aire zum-

bón-. ¿Ya no tiene nada que hacer el rey?-Por favor, capitán -dijo muy bajo el

señor de Gesvres al mosquetero-; no os com-prometáis; estos hombres os oyen.

Artagnan se echó a reír y replicó:-¡Marchad! Los presos van entre los seis

primeros guardias y los seis últimos.

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-Pero, como no os detengo -dijo el señorde Gesvres-, iréis detrás conmigo, si no lo lle-váis a mal.

-Pues bien -dijo Artagnan-, he ahí unbello proceder, duque, y tenéis razón; porque,si me hubiese acontecido hacer rondas por ellado de vuestra habitación de ciudad, hubierasido cortés con vos, os lo aseguro, a fe de gen-tilhombre. Ahora un favor nada más. ¿Quéquiere el rey?

-¡Oh! ¡El rey está furioso! -Pues bien, yaque se ha tomado el trabajo de enfurecerse,también se lo tomará para aplacarse, y puntoterminado. No me moriré por eso, os lo asegu-ro.

-No; pero ...-Pero me enviarán a hacer compañía al

pobre Fouquet. ¡Pardiez! Es un hombre de bien.Viviré en compañía y a gusto, os lo juro.

-Hemos llegado -dijo el duque-. ¡Capi-tán, por favor! Mostraos sereno con el rey.

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-¡Qué delicado es vuestro com-portamiento conmigo, duque! -dijo Artagnanmirando al señor de Gesvres-. Me habían dichoque ambicionábais reunir vuestros guardias amis mosqueteros, y creo que es buena ocasión.

-No la aprovecharé, capitán. ¡Dios melibre!

-¿Y por qué?-Por muchas razones; entre otras, por-

que, si os sucediera en los mosqueteros despuésde haberos arrestado ...

-¡Ah! ¿Confesáis que me habéis arresta-do?

-¡No, no!-Entonces, decid encontrado. Si me su-

cedieseis después de haberme encontrado...-Vuestros mosqueteros, en el primer

ejercicio de fuego, dispararían contra mí porequivocación.

-¡Ah! En cuanto a eso, no digo que no.Esos pillos me quieren mucho.

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Gesvres hizo pasar a Artagnan el prime-ro, le condujo directamente al gabinete dondeel rey esperaba a su capitán de mosqueteros, yse colocó detrás de su colega, en la antecámara.Oíase claramente al rey hablar en voz alta conColbert, en aquel mismo gabinete donde, algu-nos días antes, había podido Colbert oír al reyhablar en voz alta con el señor de Artagnan.

Los guardias se quedaron a caballo de-lante de la puerta principal, y poco a poco seesparció por la ciudad el rumor de que el capi-tán de los mosqueteros acababa de ser arresta-do por orden del rey.

Entonces vióse a todos aquellos hom-bres ponerse en movimiento, como en los bue-nos tiempos de Luis XIII y del señor de Tréville;formábanse grupos, las escaleras se llenaban, yvagos murmullos, que partían de los patios,subían hasta los pisos superiores, parecidos alos roncos lamentos de las olas en la marea.

El señor de Gesvres estaba inquieto, ymiraba a sus guardias, los cuales, interrogados

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primero por los mosqueteros que venían amezclarse en sus filas, principiaban a separarsede ellos mostrando también cierta inquietud.

Artagnan estaba mucho menos inquietoque el señor de Gesvres, el capitán de los guar-dias.

Apenas entró, fue a sentarse en el resal-to de una ventana, desde donde lo observabatodo con su mirada de águila, sin pestañear si-quiera.

No se le había ocultado ninguno de losprogresos de la fermentación que se manifestóal rumor de su arresto. Preveía el momento enque habría de tener lugar la explosión, y sabidoes que sus previsiones eran seguras.

-Bueno sería -pensaba-, que mis preto-rianos me hiciesen esta noche rey de Francia.¡Cómo me reiría!

Mas, en lo mejor del paso, todo se aca-bó. Guardias, mosqueteros, oficiales, soldados,murmullos e inquietudes se dispersaron, sedesvanecieron, se disiparon; no hubo ni tem-

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pestad, ni amenazas, ni sedición. Una palabrahabía calmado las olas.

El rey acababa de hacer gritar a Brienne:-¡Silencio! Señores, molestáis al rey.Artagnan suspiró.-Se acabó -dijo-; los mosqueteros de hoy

no son los de Su Majestad Luis XIII. ¡Se acabó!-¡Señor de Artagnan, a la cámara del

rey! -gritó un ujier.

CXXVIEL REY LUIS XIV

El rey permanecía sentado en su gabine-te, con la espalda vuelta a la puerta de entrada.Enfrente de él había un espejo, en el cual, sindejar de ojear sus papeles, le bastaba fijar unasola mirada para ver las personas que llegaban.

Al entrar Artagnan no se incomodó poreso, contentándose con echar sobre sus cartas vplanos el gran tapete de seda verde que le ser-vía para ocultar sus secretos a los importunos.

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Artagnan comprendió el juego y sequedó detrás; de suerte que al cabo de un mo-mento, el rey, que nada oía, y sólo veía con elrabillo del ojo, no tuvo más remedio que gritar:

-¿Es que no está ahí el señor de Artag-nan?

-Aquí estoy -contestó el mosqueteroadelantándose.

-Y bien, señor -dijo el rey fijando su cla-ra mirada en Artagnan-. ¿Qué tenéis que de-cirme?

-¿Yo, Majestad? -contestó éste acechan-do el primer tiro del adversario para contestarleen regla-.

-¿Yo? No tengo nada que decir a Vues-tra Majestad, sino que me ha hecho arrestar yaquí me tiene.

El rey iba a replicar que no había hechoarrestar a Artagnan, pero le pareció una excusaesta frase, y calló.

Artagnan guardó obstinado silencio.

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-Señor -prosiguió el rey-, ¿qué os mandéque fueseis a hacer a Belle-Isle? Tened a biendecírmelo.

El rey, al pronunciar estas palabras, mi-raba fijamente a su capitán. Artagnan sintiósecontento por la buena jugada que le presentabael rey.

-Me parece -replicó- que Vuestra Majes-tad se digna preguntarme qué he ido a hacer aBelle-Isle.

-Sí, señor.-Pues bien, Majestad, no lo sé, no es a mí

a quien es preciso preguntar eso, sino a esenúmero infinito de oficiales de toda especie, aquienes se les había dado un número infinitode órdenes de todas clases, en tanto que a mí,jefe de la expedición, no se me había dado nin-guna precisa.

El rey se sintió herido; lo mostró en surespuesta:

-Señor -replicó-, sólo se han dado órde-nes a las personas consideradas como fieles.

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-Por eso me extraña, Majestad -repuso elmosquetero-, que un capitán como yo, equiva-lente a un mariscal de Francia, se haya en-contrado a las órdenes de cinco o seis tenientesmayores, buenos si se quiere para espías, perono para conducir expediciones de guerra. Sobreeso quería pedir explicaciones de Vuestra Ma-jestad, cuando se me negó la entrada; este últi-mo ultraje, hecho a un bravo hombre, me haimpulsado a dejar el servicio de Vuestra Majes-tad.

-Señor -replicó el rey-, vos creéis siem-pre vivir en un siglo en que los reyes estabancomo os quejáis vos de estar, a las órdenes y ala discreción de sus inferiores. Me parece queolvidáis demasiado que un rey sólo debe darcuenta a Dios de sus actos.

-Nada olvido, Majestad -replicó el mos-quetero, herido a su vez por la lección-. Ade-más, no veo en qué ofende un hombre honradocuando le pregunta al rey en qué le ha servidomal.

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-Me habéis servido mal, señor, tomandoel partido de mis enemigos contra mí.

-¿Quiénes son vuestros enemigos, Ma-jestad?

-Esos a quienes os envié a combatir.-¡Dos hombres! ¡Enemigos del ejército

de Vuestra Majestad! Eso no es creíble, Majes-tad.

-No os toca juzgar mis voluntades.-Mas sí juzgar mis amistades, Majestad.-Quien sirve a sus amigos, no sirve a su

señor.-De tal suerte comprendo eso. Majestad,

que he ofrecido respetuosamente mi dimisión aVuestra Majestad.

-Y yo la he aceptado, señor -dijo el rey-,antes de separarme de vos, he querido demos-traros que sabía cumplir mi palabra.

-Vuestra Majestad ha hecho más quecumplir su palabra, toda vez que me ha hechoarrestar -dijo el capitán con su aire fríamenteburlón-; y eso no me lo había prometido.

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El rey desdeñó aquel chiste. y ponién-dose serio:

-Ved, señor -dijo-, a lo que me ha obli-gado vuestra desobediencia.

-¿Mi desobediencia? -exclamó Artagnan,rojo de cólera.

-Esa es la palabra más suave que he po-dido encontrar -prosiguió el rey-. Mi pensa-miento era prender y castigar a los rebeldes.¿No había de inquietarme si los rebeldes eranamigos vuestros?

-La inquietud me correspondía a mí -respondió Artagnan-. Era una crueldad deVuestra Majestad ordenarme prender a misamigos para llevarlos a vuestros cadalsos. -Esoha sido, señor, una prueba que tenía que hacercon los pretendidos servidores que comen mipan y deben defender mi persona. La pruebaha salido mal, señor de Artagnan.

-Para un mal servidor que pierde Vues-tra Majestad -dijo el mosquetero con amargura-, hay diez que en este mismo día han hecho sus

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pruebas. Escuchad, Majestad, yo no estoy acos-tumbrado a esta clase de servicio. Soy una es-pada rebelde cuando se trata de hacer mal. Noera digno de mí perseguir, hasta la muerte, ados hombres cuya vida os había pedido el se-ñor Fouquet, el salvador de Vuestra Majestad.Además, esos dos hombres eran amigos míos.No atacaban a Vuestra Majestad; sucumbíanbajo el peso de una cólera ciega. ¿Por qué no seles dejó huir? ¿Qué crimen habían cometido?Admito que me contestéis el derecho de juzgarsu conducta. Mas, ¿por qué se había de sospe-char de mí antes de la acción? ¿Por qué rodear-me de espías? ¿Por qué deshonrarme ante elejército? ¿Por qué reducirme a mí, en quienhasta aquí habéis mostrado la más absolutaconfianza, a mí, que hace treinta años estoyconsagrado a vuestra persona, y os he dado milpruebas de adhesión (puedo decirlo, hoy queme veo acusado), por qué, digo, reducirme aver a tres mil soldados del rey marchar en bata-lla contra dos hombres?

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-¡No parece sino que habéis olvidado loque esos hombres me han hecho -replicó el reycon sorda voz-, y que no ha estado en su manoel que me viese perdido!

-Majestad, no parece sino que olvidáisque yo estaba allí! -Basta, señor de Artagnan,basta de esos intereses dominadores que vienena quitar el sol a mis intereses. Estoy fundandoun Estado, en el cual no habrá más que un amo,ya os lo prometí en otra ocasión, y ha llegado elmomento de cumplir mi promesa. ¿Queréis ser,según vuestros gustos y amistades, libre enentorpecer mis planes y salvar a mis enemigos?Pues rompo con vos y os aparto de mi lado.Buscad otro amo más cómodo. Bien sé que otrorey no se conduciría como yo lo hago, y que sedejaría dominar por vos, a riesgo de enviarosalgún día a hacer compañía al señor Fouquet ya los demás; pero yo tengo buena memoria, ypara mí, los servicios son títulos sagrados alreconocimiento y a la impunidad. Me contento,señor de Artagnan, con esta lección para casti-

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gar vuestra indisciplina y no imitaré a mis pre-decesores en su cólera, no habiéndoles imitadoen su favor. Y luego hay otras razones que meimpulsan a trataros con blandura: en primerlugar, sois hombre de juicio, de mucho juicio,hombre de corazón, y seríais un buen servidorpara el que os llegase a domar; y luego vais adejar de tener motivos de insubordinación.Vuestros amigos han sido destruidos o arrui-nados por mí. Esos puntos de apoyo sobre loscuales, instintivamente, descansaba vuestroespíritu caprichoso los he hecho desaparecer. Aestas horas mis soldados habrán preso o muer-to a los rebeldes de Belle-Isle. Artagnan palide-ció.

-¡Presos o muertos! -exclamó-. ¡Oh! Ma-jestad, si pensáis lo que estáis diciendo, si estu-viese seguro de que eso es verdad, olvidaríatodo lo que hay de justo y magnánimo en vues-tras palabras para llamaros rey bárbaro y hom-bre desnaturalizado. Mas os perdono estas pa-labras -añadió con orgullo-; las perdone al jo-

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ven príncipe que no sabe, que no puede com-prender lo que son hombres como el señor deHerblay, como Du-Vallon, como yo. ¡Presos omuertos! ¡Ah, ah! Majestad, si la noticia es cier-ta, decidme cuántos hombres y , dinero os cues-ta. Veremos si la ganancia corresponde a lapuesta.

Todavía no había acabado de hablar,cuando acercándosele el rey, le dijo encoleriza-do:

-Señor de Artagnan, esas son respuestasde un insubordinado. Decidme, si lo tenéis abien ¿quién es el rey de Francia? ¿Sabéis quehaya algún otro?

-Majestad -replicó fríamente el capitánde mosqueteros-, recuerdo que una mañanahicisteis esa misma pregunta, en Vaux, a mu-chas personas que no supieron qué contestaros,mientras que yo sí contesté. Si aquel día reco-nocí al rey, cuando la cosa no era tan fácil, creoinútil que me lo pregunte hoy Vuestra Majestadestando a solas conmigo.

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A tales palabras, Luis XIV bajó los ojos,figurándosele que la sombra del desgraciadoFelipe acababa de interponerse entre Artagnany él, para evocar el recuerdo de aquella terribleaventura.

Casi en aquel mismo momento entró unoficia¡ y entregó un despacho al rey, el cualmudó de color así que lo leyó.

Artagnan lo advirtió. El rey permanecióinmóvil y silencioso; después de leer de nuevoel despacho. y, en seguida, tomando su partido:

-Señor -dijo-, al fin tendréis que saber loque me participan, y vale más que os lo diga ylo sepáis por boca del rey. Ha tenido lugar uncombate en Belle-Isle.

-¡Ah, ah! -exclamó Artagnan con airetranquilo, mientras su corazón parecía querér-sele saltar del pecho-. ¿Y qué. Majestad?

-He perdido en él ciento seis hombres.Un relámpago de alegría y de orgullo

brilló en los ojos de Artagnan.

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-¿Y los rebeldes? -dijo. -Los rebeldes hanhuido -contestó el rey.

Artagnan lanzó un grito de triunfo.-Pero tengo una escuadra -agregó el rey-

que bloqueo estrechamente a Belle-Isle, y tengola certeza de que no escapará ni una sola barca.

-De modo -dijo el mosquetero, volvien-do a sus sombrías ideas que si se logra capturara esos dos señores...

-Se les colgará -dijo el rey tranquilamen-te.

-¿Y lo saben ellos? -repuso Artagnan,reprimiendo su emoción.

-Lo saben, puesto que debisteis decírse-lo vos, como todo el país.

-Entonces, Majestad, no los cogerán vi-vos, yo os lo aseguro.

-¡Ah! -replicó el rey negligentemente yvolviendo a tomar su carta-. Pues bien, los co-gerán muertos, señor de Artagnan, y da lomismo, pues sólo quería que se apoderasen deellos para hacerlos ahorcar.

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Artagnan enjugó el sudor que corría desu frente.

-Os tengo dicho -prosiguió Luis XIV-que algún día sería para vos un amo cariñoso,generoso y constante. Vos sois el único hombrede otros tiempos que sea digno de mi cólera ode mi amistad, y no dejaré de dispensaron unay otra según vuestro comportamiento. ¿Creerí-ais razonable, señor de Artagnan, servir a unrey que tuviese otros cien reyes iguales a él enel trono? Decidme si con tanta debilidad podríayo hacer las grandes cosas que medito. ¿Habéisvisto alguna vez que un artista ejecute obrassólidas con un instrumento rebelde? ¡Lejos denosotros, señor, esas levaduras de los abusosfeudales! La Fronda. que debía perder a la mo-narquía, la ha emancipado. Soy amo en mi casa,capitán Artagnan, y tendré servidores que, ca-reciendo tal vez de vuestro genio, llevarán laadhesión y la obediencia hasta el heroísmo.¿Qué importa, decid, que el cielo no haya dadogenio a los brazos y piernas? A quien lo da es a

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la cabeza, y ya sabéis que a ésta es a quien obe-dece todo lo demás. ¡Y yo soy la cabeza, yo!

Artagnan tembló de emoción. Luis con-tinuó como si nada hubiese visto, aunque aquelestremecimiento no se le escapó.

-Ahora, concluyamos entre nosotros dosaquel trato que os prometí hacer un día que mehallasteis en Blois. Consentid, señor, en nohacer pagar a nadie las lágrimas de vergüenzaque derramé entonces. Mirad en torno vuestro;las grandes cabezas están inclinadas. Haced lopropio con la vuestra, o elegid el destierro quemás os acomode. Tal vez si lo reflexionáis, co-noceréis que este rey tiene un corazón generosoque cuenta bastante con vuestra lealtad paraabandonaros sabiéndoos descontento, cuandoposeéis el secreto del Estado. Sois hombre debien, lo sé. ¿Por qué me habéis juzgado antes detiempo? Juzgadme desde este día, Artagnan, ysed todo lo severo que queráis.

Artagnan permanecía aturdido, mudo yfluctuante por primera vez en su vida. Acababa

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de encontrar un adversario digno de él. Aque-llo no era astucia, sino cálculo; no violencia,sino fuerza; no cólera, sino voluntad; no jactan-cia, sino consejo. Aquel joven, que había hun-dido a Fouquet, y que podía pasarse sin Artag-nan, trastornaba todos los cálculos algo obsti-nados del mosquetero.

-¿Qué os detiene? -le dijo el rey con dul-zura-. ¿Habéis presentado vuestra dimisión;¿queréis que os la rehúse? Convengo en que leserá duro a un viejo capitán volver de su malhumor.

-¡Oh! -repuso melancólico Artagnan- noes ese mi mayor cuidado. Vacilo en retirar midimisión, porque soy viejo frente a vos, y hecontraído hábitos difíciles de perder. Lo quenecesitáis en lo sucesivo son cortesanos quesepan distraeros, locos que se dejen matar porlo que vos llamáis vuestras, grandes obras.Grandes lo serán, lo presiento. Pero, ¿y si porcasualidad no me lo pareciesen? Yo he visto laguerra, Majestad, y he visto la paz; he servido a

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Richelieu y a Mazarino; me he tostado convuestro padre al fuego de Rochela, y mi cuerpo,hecho una criba, ha mudado diez veces de pielcomo las serpientes. Después de afrentas y deinjusticias, tengo un mando que era algo enotro tiempo, porque daba derecho a hablar alrey como uno quería. Pero vuestro capitán demosqueteros será en lo sucesivo un oficial en-cargado de custodiar las puertas bajas. En ver-dad, Majestad, que si tal ha de ser de aquí enadelante el empleo, aprovechad esta ocasiónpara quitármelo. No creáis que os guarde ren-cor; no, me habéis domado, como decís; peropreciso es confesarlo, al dominarme, me habéisrebajado la talla; al doblegarme, me habéis con-vencido de mi inferioridad. ¡Si supieseis lo bienque me va llevar erguida la cabeza, y lo malque me acomodaré a respirar el polvo de vues-tras alfombras! ¡Oh! Majestad, echo en verdadde menos, y a vos sucedería lo mismo, aquellostiempos en que el rey de Francia veía en susvestíbulos a todos aquellos gentileshombres

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insolentes, flacos, regañones siempre, huraños,mastines que mordían mortalmente en los díasde batalla. Esas gentes son los más excelentescortesanos para la mano que los alimenta, y lalamen; pero para la mano que les pega, ¡oh, québuen diente tienen! ¡Un Poco de oro en los ga-lones de las capas, un poco de bulto en las cal-zas, algunas canas en sus cabellos, y veréis a loshermosos duques y pares, a los soberbios ma-riscales de Francia; ¿pero a qué viene todo esto?El rey es mi amo, y quiere que yo haga versos,y pulimente con zapatos de raso los mosaicosde sus antecámaras. ¡Diantre! Difícil es, perootras cosas más difíciles he hecho. Lo haré. ¿Ypor qué? ¿Porque quiera dinero? Lo tengo.¿Porque sea ambicioso? He llegado al términode mi carrera. ¿Porque me agrada la Corte? No.Me quedaré. Porque tengo el hábito de venir atomar hace treinta años la orden del rey y oír-me decir: "Buenas noches, Artagnan", con unasonrisa que yo no mendigaba. Ahora mendiga-ré esa sonrisa. ¿Estáis contento, Majestad?

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Y Artagnan inclinó lentamente su cabe-za plateada, sobre la cual puso el rey, sonrien-do, su blanca mano con orgullo.

-Gracias, mi viejo servidor, mi fiel ami-go -dijo-. Puesto que desde hoy no tengo yaenemigos en Francia, sólo me queda enviarte asuelo extranjero, a fin de que recojas tu bastónde mariscal. Cuenta conmigo para proporcio-narte la ocasión. Entretanto, come mi mejor pany duerme tranquilo.

-¡Enhorabuena! -dijo Artagnan conmo-vido-. Pero, ¿y esas pobres gentes de Belle-Isle,uno de ellos, sobre todo, que es tan bueno y va-liente?

-¿Me pedís tal vez perdón?-De rodillas, Majestad.-Pues bien, id a llevárselo, si es tiempo

aún. ¿Pero me respondéis de ellos?-¡Con mi cabeza!-Id. Mañana marcho a París, y procurad

que os halle ya de vuelta, pues no quiero queme abandonéis.

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-Estad tranquilo, Majestad -exclamóArtagnan, besando la mano del rey.

Y se lanzó con el corazón henchido degozo fuera de palacio, tomando el camino deBelle-Isle.

CXXVIILOS AMIGOS DEL SEÑOR FOUQUET

El rey había vuelto a París, y con él Ar-tagnan, quien en veinticuatro horas, habiendotomado cuidadosamente todos sus informes enBelle-Isle, nada sabía del secreto que tan bienguardaba la pesada roca de Locmaría, tumbaheroica de Porthos.

El capitán de los mosqueteros sabía úni-camente lo que aquellos dos hombres valientes,aquellos dos amigos, cuya defensa había toma-do tan noblemente e intentado salvar la vida,habían hecho contra un ejército entero, ayuda-dos por tres fieles bretones. Artagnan no pudo

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ver arrojados en los terrenos próximos los res-tos humanos que habían manchado de sangrelos sílices esparcidos entre los brezos.

Sabía también, que a lo lejos se habíavisto 'una barca bien entrada en la mar, y queun buque real, semejante a un ave de rapiña,había perseguido, alcanzado y devorado aaquel pobre pájaro que huía con toda la fuerzade sus alas.

Mas allí terminaba todo lo que Artag-nan había podido averiguar, y empezaba aabrirse el campo de las conjeturas. Ahora, ¿quédebía pensar? El buque no había vuelto. Ciertoes que hacía tres días que reinaba un vendaval,pero la corbeta era a la vez fuerte y velera, has-ta el extremo de no temer los vendavales, y laque llevaba a Aramis, había debido, a juicio deArtagnan, volver a Brest o regresar a la embo-cadura del Loira.

Tales eran las noticias ambiguas, perotranquilizadoras casi, para él personalmente,

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que Artagnan llevaba a Luis XIV, cuando el rey,seguido de toda la Corte, volvió a París.

Satisfecho Luis de su buen éxito, y máscariñoso y amable desde quese sentía más poderoso, no había cesado decabalgar un solo instante a la portezuela de laseñorita de La Valliére.

Todo el mundo habíase apresurado adistraer a las dos reinas, para hacerles olvidaraquel abandono del hijo y del esposo. Todorespiraba porvenir; el pasado no era ya nadapara nadie. No obstante, ese pasado devorabacomo una llaga dolorosa y fresca los corazonesde algunas almas tiernas y fieles. Así fue que,apenas se halló instalado nuevamente el rey ensu palacio, recibió de ello una prueba evidente.

Luis XIV acababa de levantarse y detomar el desayuno, cuando se le presentó sucapitán de mosqueteros. Artagnan estaba algopálido y parecía inquieto.

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El rey advirtió al primer golpe de vistala alteración de aquel semblante, por lo comúntan igual.

-¿Qué tenéis, Artagnan? -dijo.-Majestad, me ha sucedido una gran

desgracia.-¡Dios mío! ¿Y cuál? –Majestad, he perdido a uno de mis ami-

gos, al señor Du-Vallon, en el asunto de Belle-Isle.

Y al decir Artagnan estas palabras, cla-vaba sus ojos de halcón en Luis XIV, para adi-vinar el primer pensamiento que se revelase enél.

-Ya lo sabía -repuso el rey.-¿Lo sabíais y no me lo habéis dicho? -

replicó el mosquetero.-¿Para qué? ¡Es tan respetable vuestro

dolor, amigo mío! He creído no deber aumen-tarlo. Informaros de esa desgracia que tanto osaflige, Artagnan, hubiera sido mostrarme triun-fante a vuestros ojos, Artagnan. Sí; sabía que el

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señor de Du-Vallon se había sepultado bajo lasrocas de Locmaria, y que el señor de Herblayme había cogido un buque con su tripulaciónpara hacerse conducir a Bayona. Pero quise quesupieseis estos acontecimientos de una maneradirecta, a fin de que quedaseis convencidode que mis amigos son para mí sagrados y dig-nos de respeto, y de que en mí se inmolarásiempre el hombre a los hombres, ya que el reyse ve precisado con tanta frecuencia a sacrificarhombres a su majestad y poderío.

-Pero, Majestad, ¿cómo sabéis?...-¿Cómo lo sabéis vos, señor de Artag-

nan?-Por esta carta, Majestad, que me escribe

de Bayona Aramis, libre y fuera de peligro.-Mirad -dijo el rey sacando de un cofre-

cito, colocado encima de un mueble inmediatoal asiento en que Artagnan estaba apoyado-,una carta copiada exactamente de la de Aramis,que me envió Colbert ocho horas antes de que

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recibieseis la vuestra. Creo que esto se llama es-tar bien servido.

-Sí, Majestad -murmuró el mosquetero-;vos sois el único hombre cuya fortuna fuesecapaz de dominar la fortuna y la fuerza de misdos amigos. Habéis usado de ella, pero confíoen que no abusaréis, ¿no es cierto?

-Artagnan -dijo el rey con sonrisa llenade benevolencia-, podría hacer arrebatar al se-ñor de Herblay en las tierras del rey de Españay hacérmelo traer vivo para ajusticiarle; perocreed, Artagnan, que no cederé a este primermovimiento bien natural. Supuesto que estálibre, que continúe así.

-¡Oh! Majestad, no permaneceréis siem-pre tan clemente y tan generoso como os aca-báis de mostrar respecto de mí y del señor deHerblay; pronto tendréis a vuestro lado conse-jeros que os curarán de esa debilidad.

-No, Artagnan; os equivocáis al acusar amis consejeros de querer impulsarme a la seve-

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ridad. El consejo de dejar quieto al señor deHerblay procede del mismo Colbert.

-¡Oh, Majestad! -exclamó atónito Artag-nan.

-En cuanto a vos -prosiguió el rey conuna bondad poco común-, tengo muchas bue-nas noticias que anunciaros; pero las sabréis, miquerido capitán, luego que haya ajustado miscuentas. He dicho que quería hacer y haríavuestra fortuna, y esta palabra va a ser una rea-lidad.

-Gracias mil veces, Majestad; yo puedoesperar. Lo que os suplico, mientras hago usode mi paciencia, es que Vuestra Majestad sedigne oír a esas buenas gentes que hace tiempoasedian vuestra antecámara y vienen a ponerhumildemente una súplica a los pies del rey.

-¿Quiénes son?-Enemigos de Vuestra Majestad. El rey

levantó la cabeza.-Amigos del señor Fouquet - añadió el

mosquetero.

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-¿Sus nombres?-El señor Gourville, el señor Pellisson y

un poeta, Juan de La Fontaine.El rey detúvose un momento para re-

flexionar.-¿Qué quieren?-No sé.-¿Cómo vienen?-De luto.-¿Qué dicen?-Nada.-¿Qué hacen?-Llorar.-Que pasen -dijo el rey frunciendo el

ceño.Artagnan giró sobre sus talones, levantó

el tapiz que cubría la entrada de la regia cáma-ra, y gritó en la pieza próxima:

-¡Adelante!Pronto aparecieron a la puerta del cuar-

to, donde permanecían de pie el rey y su capi-

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tán, los tres hombres que éste acababa de nom-brar.

Profundo silencio reinaba al pasar aqué-llos. Al aproximarse los amigos del infortunadosuperintendente de Hacienda retrocedían loscortesanos, como para no contaminarse con elcontagio de la desgracia y del infortunio.

Artagnan, con paso rápido, fue a tomarpor su propia mano a aquellos desgraciadosque vacilaban y temblaban a la puerta de laregia cámara, y los llevó delante del sillón delrey, que, refugiado en el hueco de una ventana,esperaba el momento de la presentación, y sepreparaba a hacer a los suplicantes un recibi-miento absolutamente diplomático.

El primero de los amigos de Fouquetque avanzó fue Pellisson. No lloraba ya; perosus lágrimas únicamente se habían secado paraque el rey pudiese oír mejor su voz y su súpli-ca.

Gourville mordíase los labios para con-tener sus lágrimas por respeto al rey. La Fon-

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taine ocultaba su cara en el pañuelo, y nadiediría que estuviese vivo, a no ser por el movi-miento convulsivo de sus hombros, agitadospor los sollozos.

El rey había conservado toda su digni-dad. Su rostro aparecía impasible. Hasta habíamantenido el mismo ceño que puso cuando Ar-tagnan anunció a sus enemigos. Hizo un ade-mán que significada: "Hablad", y permanecióde pie, clavando una profunda mirada en aque-llos tres hombres desesperados.

Pellisson se inclinó hasta tocar el suelo,y La Fontaine se arrodilló, como se suele en lasiglesias.

Aquel obstinada silencio, turbado solopor suspiros y gemidos tan dolorosos, princi-piaba a excitar en el rey, no la compasión, sinola impaciencia.

-Señor Pellisson -dijo con tono seco ycortado-, señor Gourville, y vos, señor...

Y no nombró a La Fontaine.

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-Veré con un sensible disgusto, quevengáis a interceder por uno de los mayorescriminales que debe castigar mi justicia. Un reyno se deja conmover más que por las lágrimas opor los remordimientos, por las lágrimas de lainocencia, o por los remordimientos de los cul-pables. No creeré ni en los remordimientos delseñor Fouquet, ni en las lágrimas de sus ami-gos, porque el uno está corrompido hasta el co-razón, y los otros deben temer venirme a ofen-der en mi casa. Por estas razones, señor Pellis-son, señor Gourville, y vos, señor... Os suplicoque nada digáis que no manifieste el respetoque tenéis hacia mi voluntad.

-Majestad -respondió Pellisson tem-blando ante aquellas terribles palabras-, nadavenimos a decir a Vuestra Majestad que no seala expresión más profunda del más sincero res-peto y del más sincero amor debidos al rey portodos sus súbditos. La justicia de Vuestra Ma-jestad es temible, y todo el mundo debe doble-garse ante los decretos que ella pronuncia. No-

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sotros nos inclinamos respetuosamente anteella. Lejos de nosotros la idea de venir a defen-der al que ha tenido la desgracia de ofender aVuestra Majestad. El que ha incurrido en vues-tra desgracia puede ser un amigo para noso-tros, pero es un enemigo del Estado. Nosotrosle abandonamos llorando a la severidad delrey.

-De todos modos -interrumpió el rey,aplacado por aquella voz suplicante y aquellaspalabras persuasivas-, mi Parlamento juzgará.Yo no hiero sin haber pesado el crimen. Mi jus-ticia no tiene la espada sin haber tenido la ba-lanza.

-Por eso ponemos toda nuestra confian-za en esa imparcialidad del rey, y podemosesperar que se dejará oir nuestra débil voz, conel beneplácito de Vuestra Majestad, cuandosuene para nosotros la hora de defender a unamigo acusado.

-Entonces, señores, ¿qué pedís? -dijo elrey con su aire imponente.

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-Majestad -continuó Pellisson -, el acu-sado deja una mujer y una familia. Los pocosbienes que le quedaban bastan apenas para pa-gar sus deudas, y la señora Fouquet, desde lacautividad de su marido, se halla abandonadade todo el mundo. La mano de Vuestra Majes-tad hiere como la mano de Dios. Cuando elSeñor envía el azote de la lepra o de la peste auna familia, todo el mundo se aleja de la man-sión del leproso o del apestado. Alguna queotra vez, pero muy rara, se atreve algún médicogeneroso a aproximarse al umbral maldito,cruzarlo con valor y exponer su vida por com-batir la muerte. Ese es el último recurso delmoribundo, y el instrumento de la misericordiaceleste. Majestad, os pedimos de rodillas, conlas manos juntas, como se suplica a la divini-dad; la señora Fouquet no tiene ya amigos, niapoyo alguno; llora en su casa, pobre y desier-ta, abandonada por los mismos que asediabansu puerta en los tiempos de bonanza; no tieneya crédito ni esperanza. Al menos, el desgra-

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ciado sobre quien pesa vuestra cólera, por cul-pable que sea, recibe de vos el pan que todoslos días humedece con sus lágrimas. Pero laseñora Fouquet, triste y más desamparada quesu esposo; la señora Fouquet, que tuvo el honorde recibir a Vuestra Majestad en su mesa; laseñora Fouquet, la mujer del antiguo superin-tendente de Hacienda, carece de pan que lle-varse a la boca.

En este punto los sollozos inte-rrumpieron el silencio terrible que tenía enca-denada la respiración de los amigos de Pellis-son, y Artagnan, cuyo pecho se desgarraba alescuchar aquel humilde ruego, se volvió haciael rincón del gabinete para morderse con liber-tad el bigote y reprimir sus suspiros.

El rey había conservado sus ojos secos ysu semblante severo; pero sus mejillas se habí-an teñido de encarnado, y la seguridad de sumirada disminuía visiblemente

-¿Qué deseáis? -dijo con voz conmovida.

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-Venimos a pedir humildemente a vues-tra Majestad -repuso Pellisson, cuya emocióniba siendo cada vez mayor- que nos permita,sin incurrir en su desgracia, prestar a la señoraFouquet dos mil doblones, recogidos entre to-dos los antiguos amigos de su esposo, para quela viuda no carezca de las cosas más necesariasde la vida.

A la palabra viuda, dicha por Pellisson,cuando Fouquet vivía aún, el rey palideció in-tensamente; su altivez cayó; la piedad le acudiódel corazón a los labios Y dejó caer una miradaenternecida sobre aquellas personas que sollo-zaban a sus pies.

-¡No permita Dios -respondió- que con-funda al inocente con el culpable! Mal me co-nocen los que dudan de mi misericordia paracon los débiles. Yo nunca heriré sino a los arro-gantes. Haced, señores, todo lo que vuestrocorazón os aconseje para aliviar el dolor de laseñora Fouquet. Marchaos, señores marchaos.

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Los tres hombres levantáronse si-lenciosos, con los ojos áridos. Las lágrimas sehabían consumido al contacto ardiente de susmejillas y de sus párpados. No tuvieron fuerzaspara mostrar su agradecimiento al rey, el cual,por su parte, puso fin a sus humildes reveren-cias retirándose con viveza detrás de su sillón.

Artagnan quedó solo con el rey.-¡Bien! -dijo acercándose al joven prínci-

pe, que le interrogaba con la mirada-. ¡Bien,amo mío! ¡Si no tuvieseis la divisa que adornavuestro sol, os aconsejarla una, que podríaishacer traducir en latín por el señor Conrart:"Blando con el pequeño, duro con el fuerte"!

El rey sonrió y pasó a la pieza inmedia-ta, después de haber dicho a Artagnan:

-Os doy la licencia de que tendréis nece-sidad para poner en orden los asuntos del di-funto señor Du Vallon, vuestro amigo.

CXXVIII

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EL TESTAMENTO DE PORTHOS

En Pierrenfonds todo era duelo. Lospatios estaban desiertos, las cuadras cerradas,los jardines descuidados.

En las fuentes deteníanse por sí mismoslos surtidores, no ha mucho abiertos, ruidosos ybrillantes.

Por los caminos, en torno al palacio,venían algunos graves personajes sobre mulaso jacos de cortijo. Eran los vecinos del campo,los curas y los lugareños de las tierras limítro-fes.

Toda aquella gente penetraba silenciosaen el palacio, entregaban su cabalgadura a unpalafrenero de triste aspecto, y, conducida porun cazador vestido de negro, se dirigía hacia lasala principal, donde Mosquetón recibía en elumbral a los que llegaban.

Mosquetón había enflaquecido tanto enlos dos últimos días, que el cuerno le bailaba en

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la cara como la espada en una vaina demasiadoancha.Su semblante, borroso de encarnado y blanco,como el de la Madona de Van-Dyck, estabasurcado por dos arroyos plateados que for-maban su lecho en aquellas mejillas, tan abul-tadas en otros tiempos como flacas desde elduelo.

A cada nueva visita, Mosquetón hallabanuevas lágrimas, y daba compasión verlo apre-tarse la garganta con su grande mano para noprorrumpir en sollozos.

Todas aquellas visitas tenían por objetola lectura del testamento de Porthos, anunciadopara aquel día, y a la que deseaban asistir todaslas codicias o todas las amistades del difunto.

Los asistentes tomaban asiento a medi-da que iban llegando y se cerró el salón encuanto sonaron las doce del día, hora prefijadapara la lectura.

El procurador de Porthos, que era natu-ralmente el sucesor del señor Conquenard, co-

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menzó por desdoblar lentamente el grandepergamino sobre el que la potente mano dePorthos había trazado su voluntad suprema.

Roto el sello, puestos los anteojos y oídala tos preliminar, prestaron todos la mayoratención. Mosquetón estaba en un rincón acu-rrucado, para llorar más y oir menos.

De pronto, se abrió como por un prodi-gio la puerta de dos hojas del salón, que habíasido cerrada, y se presentó en el umbral unafigura varonil iluminada por el más vivo res-plandor del sol.

Era Artagnan que había llegado solohasta aquella puerta, y no hallando a nadie quele tuviese el estribo, había atado su caballo alaldabón y anunciábase él a sí mismo.

La claridad del día que penetró en elsalón, el murmullo de los concurrentes, y, másque nada el instinto del fiel perro, sacaron aMosquetón de sus abstracciones. Alzó la cabe-za, reconoció al viejo amigo del amo, y, aullan-

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do de dolor, fue a abrazarle las rodillas, regan-do el suelo con sus lágrimas.

Artagnan levantó al pobre intendente, leabrazó como a un hermano, y después de salu-dar con nobleza a la asamblea, que se inclinó enmasa cuchicheando su nombre, fue a sentarseal extremo del salón de encina esculpida, lle-vando de la mano a Mosquetón, que con el pe-cho oprimido tomó asiento también en la gra-da.

Entonces el procurador, tan conmovidocomo los demás, empezó la lectura.

Porthos, después de una profesión de fede las más cristianas, pedíaperdón a sus enemigos del daño que les hubie-ra podido causar.

A este párrafo, de los ojos de Artagnanbrotó un rayo de indecible orgullo. Recordó alviejo soldado. Calculó el número de enemigosaniquilados por la fuerte mano de Porthos, y sedijo que Porthos había obrado cuerdamente enno enumerar sus enemigos o los daños causa-

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dos a éstos, pues de lo contrario habría sido eltrabajo muy pesado para el lector.Venía luego la enumeración siguiente:

"Poseo actualmente por la gracia deDios:

"1.° El dominio de Pierrefonds, tierras,bosques, prados, aguas y montes rodeados debuenos muros;

" 2.° El dominio deBracieux, castillo, bosques y tierras labo-

rables, que forman tres granjas."3.º La pequeña tierra de Vallon, llama-

da así porque está en el vallon."4.° Cincuenta alquerías en Turena, de

quinientas arpentas de cabida;"5.° Tres molinos en el Cher, que rentan

seiscientas libras cada uno;"6.° Tres estanques en el Berry, que pro-

ducen doscientas libras cada uno."Respecto a los bienes mobiliarios, lla-

mados así porque pueden moverse, como lo

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explica tan bien mi sabio amigo, el señor obispode Vannes...

Artagnan estremecióse al recuerdo lú-gubre de aquel hombre.

El procurador continuó imperturbable:

"Estos consisten:1.° En muebles que no sabría detallar

aquí por falta de espacio y que ocupan todosmis palacios o casas, pero cuyo lista ha hechomi intendente..." Todos volvieron los ojos haciaMosquetón, que se abismó en su dolor.

2.º En veinte caballos de mano y de tiroque tengo en mi palacio de Pierredonds, y sellaman: Bayardo, Rolando, Carlomagno, Pepi-no, Dunois, La hire, Ogier, Sansón, Milón,Nemrod, Urganda, Armida, Falstrade, Dalila,Rebeca, Yolanda, Finette, Grisette, Lissette, yMussette;

3.º En sesenta perros, que forman seistraíllas repartidas como sigue: la primera, para

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el ciervo; la segunda, para el lobo; la tercera,para el jabalí; la cuarta, para la liebre; y las dosrestantes; para la parada o la guarda;

4.° En armas de guerra y de caza, lasque se custodian en mi galería de armas;

5.º Mis vinos de Anjou, elegidos porAthos, a quien agradaban mucho antes; misvinos de Borgoña, Champaña, Burdeos y Espa-ña que llenan ocho despensas y doce bodegasde mis diferentes posesiones;

6.º Mis cuadros y estatuas, que dicenson de mucho valor y bastante numerosos parafatigar la vista;

7.º Mi biblioteca, compuesta dé seis milvolúmenes, todos nuevos, y que nadie ha abier-to;

8.º Mi vajilla de plata, que quizá esté unpoco usada, pero que debe pesar de mil a mildoscientas libras, pues me costaba gran trabajolevantar el cofre que la contiene, y no podía darmás que seis vueltas por mi habitación con él acuestas.

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9.º Todos estos objetos, mas la ropablanca de mesa y de servicio, se hallan reparti-dos en las casas que más me agradaban.

Aquí detúvose el lector para tomaraliento. Todos suspiraron, tosieron y redobla-ron su atención. El procurador prosiguió:

"He vivido sin tener hijos y es muy pro-bable que no los tenga, lo cual me aflige en ex-tremo. Me equivoco, no obstante, pues tengoun hijo que es común a mis otros amigos: RaúlAugusto Julio de Bragelonne, verdadero hijodel señor conde de la Fére.

"Este joven caballero me ha parecidodigno de suceder a los tres intrépidos hidalgosde quien soy amigo y humildísimo servidor."

Aquí dejóse oir un ruido agudo. Era laespada de Artagnan, que, escurriéndose de sutalabarte, había caído en el sonoro suelo. Todosvolvieron los ojos hacia aquel lado, y vieron

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que de las densas pestañas de Artagnan habíarodado una. gruesa lágrima por su nariz agui-leña, cuya arista luminosa brillaba como unrastro de plata.

-Por eso -continuó el procurador- he dejadotodos mis bienes, muebles e inmuebles com-prendidos en la numeración arriba hecha, alseñor vizconde Raúl Augusto Julio de Brage-lonne, hijo del señor conde de la Fére, para con-solarle, de la pena que parece tener, y ponerleen estado de llevar gloriosamente su nombre..."

Un largo murmullo corrió entre el audi-torio.

El procurador siguió sostenido por lamirada centelleante de Artagnan, que, reco-rriendo la asamblea, restableció el silencio inte-rrumpido.

"Queda a cargo del señor vizconde deBragelonne, dar al señor caballero de Artagnan,

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capitán de los mosqueteros del rey, lo que di-cho caballero le pida de mis bienes.

"Queda a cargo del señor vizconde Bra-gelonne, satisfacer una buena pensión al señorcaballero de Herblay, mi amigo, si tiene quevivir en el destierro.

"Queda a cargo del señor vizconde deBragelonne mantener a aquellos de mis sirvien-tes que hayan estado diez años a mi servicio, ydar quinientas libras a cada uno de los restan-tes.

"Dejo a mi intendente Mosquetón todosmis vestidos de ciudad, de guerra y de caza, ennúmero de cuarenta y siete, seguro de que losllevará por cariño y en memoria mía.

"Además, lego al señor vizconde deBragelonne, mi viejo servidor y fiel amigoMosquetón, ya mencionado, encargándole aldicho vizconde de obrar de suerte que Mosque-tón declare, al morir, no haber cesado jamás deser feliz".

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Al oir estas palabras Mosquetón, saludó,pálido y temblando: sus anchas hombros es-tremeciéronse convulsivamente; de su rostro,en que estaba 'impreso un vivo dolor, se des-prendieron sus manos heladas, y los concurren-tes le vieron tambalearse y vacilar, como si que-riendo salir del salón buscara alguna dirección.

-Mosquetón -dijo Artagnan-, mi buenamigo, salid de aquí; id a hacer vuestros prepa-rativos. Vendréis conmigo a casa de Athos,adonde voy desde Pierrefonds.

Mosquetón nada contestó. Apenas res-piraba, como si todo en aquella sala debieraserle extraño en lo sucesivo. Abrió la puerta ydesapareció lentamente.

El procurador concluyó su lectura, trasde la cual se marcharon frustrados en sus espe-ranzas, pero llenos de respeto, la mayor partede los que habían venido a oir la última volun-tad de Porthos.

Respecto a Artagnan, quedó solo des-pués de haber recibido la reverencia ceremo-

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niosa que le había hecho el procurador, admi-rando aquella sabiduría profunda del testadorque adjudicaba con tanta justicia sus bienes almás digno, al mas necesitado, con delicadezasque nadie, entre los cortesanos más finos y loscorazones más nobles, hubieran podido encon-trar más perfectas.

En efecto, Porthos encargaba a Raúl deBragelonne que diese a Artagnan todo cuantole pidiera. Bien sabía el digno Porthos que Ar-tagnan no pediría nada; y, en el caso de pedir, anadie sino a él le había dejado le elección de suparte.

Porthos dejaba una pensión a Aramis, elcual, si tenía deseos de pedir mucho, se hallabacontenido por el ejemplo de Artagnan; y la pa-labra destierro, deslizada por el testador sinintención aparente, ¿no era la más dulce, la másexquisita crítica de aquella conducta de Aramisque había causado la muerte de Porthos?

Finalmente, no se hacía mención de At-hos en el testamento del difunto. ¿Podía éste

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suponer, en efecto, que el hijo no ofreciese lamejor parte al padre? El gran talento de Porthoshabía apreciado todas aquellas causas, todasaquellas circunstancias, mejor que la ley, mejorque el uso y mejor que el gusto.

-Porthos era un corazón -se dijo Artag-nan con un suspiro.

Y le pareció oir un gemido en el techo.Al punto se acordó del pobre Mosquetón, aquien había que distraer de su pena.

Al efecto, dejó Artagnan la sala apresu-radamente, para ir a buscar al digno intenden-te, una vez que éste no venía.

Subió la escalera que conducía al pisoprincipal, y vio en la habitación de Porthos unmontón de trajes de todos colores y de todaclases de tela, sobre los cuales se había echadoMosquetón después de haberlas reunido.Era aquella la parte del leal amigo. Aquellosvestidos le pertenecían; le habían sido legadosexpresamente. Veíase la mano de Mosquetóntendida sobre aquellas reliquias, que besaba

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con toda su boca, con todo su rostro, que cubríacon todo su cuerpo..

Artagnan se acercó para consolarle.-¡Dios mío! -exclamó. No se mueve; está

desmayado!Artagnan se equivocaba: Mosquetón

estaba muerto.Muerto como un perro que ha perdido a suamo y vuelve para morir sobre su ropa.

CXXIXLA VEJEZ DE ATHOS

Mientras que todos, estos acon-tecimientos separaban para siempre a los cua-tro mosqueteros, unidos en otro tiempo de unamanera que parecía indisoluble, Athos, habien-do quedado solo después de la partida de Raúl,empezaba a pagar su tributo a esa muerte anti-cipada que se llama ausencia de las personasamadas.

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Vuelto a su casa de Blois, no teniendo aGrimaud para recoger una pobre sonrisa cuan-do paseaba por los jardines, sentía debilitarsede día en día la fortaleza de una naturaleza quehacía tanto tiempo parecía inalterable.

La edad, contenida, por decirlo así, has-ta entonces por la presencia del objeto querido,llegaba con ese acompañamiento de dolores eincomodidades, que aumentaba a medida quese hace esperar. Athos no tenía ya a su hijo paraestudiarse en andar derecho, en levantar la ca-beza, en dar un buen ejemplo; ni tenía tampocoaquellos ojos brillantes de joven, foco siempreardiente donde se regeneraba la llama de susmiradas.Luego, necesario es decirlo, aquella naturaleza,exquisita por su ternura y reserva, no hallandoya nada que contuviese sus impulsos, se entre-gaba a la tristeza con todo el abandono de lanaturaleza vulgar cuando se entregaba a la ale-gría.

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El conde de la Fére, que habíase conser-vado joven hasta sus sesenta y dos años, el gue-rrero que había conservado su fuerza a pesarde las fatigas, su energía de espíritu a pesar delas desgracias, su dulce serenidad de alma ycuerpo a pesar de Milady, de Mazarino y de LaValliére, se había hecho viejo en ocho días, des-de el instante en que perdió el apoyo de su pro-longada juventud.

Gallardo siempre, pero encorvado; no-ble, pero triste; afanoso y vacilante bajo suscabellos blancos, contemp!aba desde su soledadlos claros por entre los cuales traspasaba el solla espesura de las arboledas.

Así que dejó de estar allí Raúl, abando-nó el rudo ejercicio de toda su vida. Habituadoslos criados a verle levantar con la aurora en to-das las estaciones, se admiraban al oir las sieteen verano sin que su amo hubiese abandonadoel lecho.

Athos permanecía con un libro bajo laalmohada, y no dormía ni leía. Acostado por no

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tener que llevar el peso de su cuerpo, dejaba alalma lanzarse fuera de su prisión para volar asu hijo o a Dios.

A veces asustaba verle absorto horasenteras en una distracción muda e insensible; yni siquiera oía los pasos del sirviente lleno detemor, que venía al umbral del cuarto a espiarel sueño o a despertar al amo. Sucedíaleolvidar que el día estaba mediado, que habíapasado la hora de las dos primeras comidas.Entonces despertábanle, se levantaba, bajaba asu sombría arboleda, y luego se exponía unpoco al sol como para compartir por un minutosu calor con el hijo ausente. Después el Paseolúgubre, monótono, comenzaba de nuevo hastaque cansado, agotado, regresaba a su cuarto y asu lecho, domicilio preferido. Durante muchosdías el conde no habló palabra. Se negó a reci-bir las visitas que le llegaban, y por la noche sele vio encender la luz y pasar muchas horas enescribir o examinar pergaminos.

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Athos escribió una de aquellas cartas aVannes, otra a Fointainebleau; ambas quedaronsin respuesta. Ya se comprenderá por qué:Aramis había abandonado a Francia; Artagnanviajaba de Nantes a París, de París a Pierre-fonds. Su ayuda de cámara notó que cada díaiba haciendo más cortos sus paseos. La granarboleda de tilos fue muy pronto sobrado largapara los pies que en otro tiempo le recorría milveces en un día. Vióse al conde andar penosa-mente hasta los árboles del centro, sentarse enel banco de musgo desde donde arrancaba unaarboleda lateral, y aguardar de este modo elretorno de fuerzas o más bien el retorno de lanoche.

Muy pronto cien pasos bastaron paradejarle extenuado. Finalmente, Athos no quisoya levantarse, rehusó todo alimento, y sus cria-dos asustados, a pesar de que aquel no se que-jaba y tenía siempre la sonrisa en los labios, apesar de que continuaba hablando con su voz,fueron a Blois a buscar al viejo doctor del difun-

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to Monseñor, e hicieron que pudiese ver alconde de la Fére sin ser visto de éste.

Al efecto, colocáronse en una pieza con-tigua al cuarto del enfermo, y le suplicaron queno se dejase ver por temor de desagradar alamo, que no había mandado llamar a médiconinguno.

El médico obedeció; Athos era una es-pecie de modelo para la nobleza del país. y elBlaisois se gloriaba de poseer aquella reliquiasagrada de las viejas glorias francesas; Athosera un gran señor muy noble, comparado conaquella noblezas que improvisa el rey al tocarcon su cetro, joven y fecundo, los trozos secosde los árboles heráldicos de la provincia.

Decimos, pues, que Athos era querido yrespetado. El médico no pudo sufrir el espectá-culo de ver llorar a sus criados y agruparse lospobres al cantón, a quienes Athos daba la viday el consuelo con sus tiernas palabras y limos-nas. Examinó, pues, desde el fondo de su es-condite, la marcha de aquel mal misterioso que

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acababa, más y más de día en día, a un hombrepoco antes lleno de vida y de deseos de vivir.

Observó en las mejillas de Athos la púr-pura de la fiebre que se enciende y alimenta,fiebre despiadada, nacida en un pliegue del co-razón, y que, oculta tras este baluarte, crecien-do con el sufrimiento, produce la causa y efectoal mismo tiempo de una situación peligrosa.

El conde no hablaba a nadie, ni aun con-sigo mismo. Su pensamiento temía el ruido yllegaba al grado de sobreexcitación próximo aléxtasis. El hombre así absorbido, cuando nopertenece todavía a Dios, tampoco pertenece yaa la tierra.

El doctor permaneció varias horas estu-diando aquella dolorosa lucha de la voluntadcontra un poder superior. Asustóse de veraquellos ojos siempre fijos, siempre clavados enun objeto invisible, y de ver latir con un movi-miento igual aquel corazón cuyas oscilacionesno venían a alterar ningún suspiro; a veces loagudo del dolor forma la esperanza del médico.

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Transcurrió así media hora. El doctortomó su partido como hombre resuelto y deenergía; salió repentinamente de su retiro, y fuederecho a Athos, que no manifestó mayor sor-presa que si nada hubiese comprendido deaquella aparición.

-Perdonad, señor conde -dijo el médico,aproximándose al enfermo con los brazos abier-tos-: pero tengo que haceros una reconvención,y vais a oírme.

Y se sentó a la cabecera de Athos, quesalió con gran pena de su preocupación.

-¿Qué hay, doctor? -preguntó el condedespués de un rato de silencio.

-Vemos que os halláis enfermo, señor, yno tratáis de paneros en cura.

-¡Yo enfermo! -dijo Athos sonriendo.-¡Fiebre, consumación, extenuación,

debilidad, señor conde! -¡Extenuación! ¿Esposible? -respondió Athos-. No me levanto.

-¡Vamos, vamos, señor conde, nada desubterfugios! Vos sois un buen cristiano.

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-De siempre, doctor.-¿Y seríais capaz de daros la muerte?-Nunca, doctor.-Pues bien, señor, camináis hacia ella a

pasos acelerados; permanecer así sería un sui-cidio, ¡curaos, conde, curaos!

-¿De qué? Dad con el mal primero. Yonunca me he sentido mejor, nunca me ha pare-cido el cielo tan hermoso, ni nunca he amadomás a mis flores.

-Tenéis una pena secreta.-¿Secreta?... No; la ausencia de mi hijo es

todo mi mal, y no lo oculto.-Señor conde, vuestro hijo vive, es fuerte

y tiene todo el porvenir de las personas de sumérito y de su extirpe; vivid para él ...

-Si yo vivo, doctor. ¡Oh! Estad tranquilo-agregó sonriendo con melancolía- en tanto queRaúl viva, no podrá ignorarse; porque, mien-tras él viva, yo viviré.

-¿Qué decís?

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-Una cosa muy sencilla. En este momen-to, doctor -dijo-, dejo a la vida suspendida enmí. Sería empresa superior a mis fuerzas haceruna vida disipada, indiferente, cuando no ten-go a mi lado a Raúl.No exigiréis que una lámpara arda cuando nose le ha aplicado la llama; no me pidáis queviva en el ruido y la claridad. Yo vegeto, medispongo y espero. Mirad, doctor, recordadesos soldados que hemos visto juntos tantasveces en el puerto, donde esperaban que losembarcasen; recostados con indolencia, con unpie en un elemento y otro en el otro, ni estabanen el punto adonde el mar iba a llevarlos, ni elsitio en que la tierra iba a perderlos; los bagajespreparados, el ánimo atento, la mirada fija, es-peraban. Lo repito, esta palabra es la que pintami vida presente. Recostado como aquellossoldados, con el oído atento a los rumores quellegan hasta mí, deseo estar dispuesto a mar-char a la primera llamada. ¿Quién me hará esallamada? ¿La vida o la muerte? ¿Dios o Raúl?

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Tengo preparado mi bagaje, mi ánimo dis-puesto, y espero la señal... ¡Esperando, doctor,esperando!

El doctor conocía el temple de aquellaalma, y apreciaba la solidez de aquel cuerpo;reflexionó un momento, comprendió que laspalabras eran inútiles y los remedios absurdos,y partió, encargando a los criados de Athos queno le abandonasen un momento.

Athos, después dé marcharse el médicono manifestó enojo ni cólera de que le hubiesenincomodado; ni aun recomendó que le entrega-ran inmediatamente las cartas que llegasen;sabía que cualquier distracción que se le pro-porcionase era una alegría, una esperanza quesus criados le habrían procurado a costa de sumisma sangre.

Rara vez llegaba a conciliar el sueñoAthos, a fuerza de pensar, abismábase por al-gunas horas, cuando más, en una distracciónmás profunda y confusa que otros habrían lla-mado una pesadilla. El reposo transitorio que

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aquel olvidado daba al cuerpo, fatigaba el alma,porque Athos vivía doblemente en aquellasperegrinaciones de su inteligencia. Una nochesoñó que Raúl se estaba vistiendo en una tiendapara ir a una expedición dirigida por el duquede Beaufort en persona. El joven estaba triste,se ajustaba lentamente su coraza, se ceñía len-tamente la espada.

-¿Qué tenéis -preguntóle su padre conternura.

-Lo que me aflige es la muerte de nues-tro buen amigo Porthos -contestó Raúl-; sufroaquí el dolor que vos sentiréis allí.

Y la visión desapareció con el sueño deAthos.

Al amanecer entró un sirviente en elcuarto de su amo, y le entregó una carta quevenía de España.

"Es letra de Aramis", pensó el conde.Y leyó la carta.-¡Porthos ha muerto -exclamó después

de recorrer las primeras líneas-. ¡Oh, Raúl, Ra-

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úl, gracias! ¡Veo que cumples tu promesa avi-sándome!

Y Athos, acometido de un sudor mortal,se desmayó en su lecho sin otra causa que sudebilidad.

CXXXVISION DE ATHOS

Luego que cesó aquel desmayo de At-hos, avergonzado casi el conde de haber su-cumbido ante aquel acontecimiento sobrenatu-ral, se vistió y pidió un caballo, resuelto a mar-char a Blois _Para anudar correspondenciasmás seguras, ya fuese con África o con Artag-nan o Aramis.

Efectivamente, aquella carta de Aramisinformaba al conde de la Fére del mal éxito dela expedición de Belle-Isle. Le daba, sobre lamuerte de Porthos, bastantes pormenores paraque el corazón tan bueno y cariñoso de Athos

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se conmoviese hasta en sus fibras más recóndi-tas. Athos quiso, en su consecuencia, hacer a suamigo Porthos una última visita. Para tributareste honor a su antiguo compañero de armas,pensaba avisar a Artagnan, inducirle a em-prender el penoso viaje de Belle-Isle, llevar atérmino en su compañía aquella triste peregri-nación al sepulcro del gigante, a quien tantohabía amado, y volver después a casa paraobedecer a aquella secreta influencia que leconducía a la eternidad por tan misteriososcaminos.

Mas apenas los criados, gozosos, habíanvestido a su amo, a quien veían con placer pre-pararse para un viaje que debía disipar su me-lancolía; apenas había sido ensillado y con-ducido a la puerta el caballo más dócil de lacuadra, el padre de Raúl, sintió que la cabeza sele trastornaba, las piernas flaqueaban, y conocióque no le era posible dar un paso más.

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Pidió que le llevasen al sol, y le trans-portaron a su banco de musgo, donde pasó unahora larga antes de: recobrar sus energías.

No había cosa más natural que aquelladebilidad después del reposo inerte de los úl-timos días. Athos tomó una taza de caldo pararecobrar ánimo, y empapó sus labios secos enun vaso lleno del vino que más le agradaba:aquel añejo vino de Anjou, mencionado por elbuen Porthos en su admirable testamento.

Confortado Athos, con el ánimo máslibre, se hizo traer su caballo; pero necesitó laayuda de sus criados para montar penosamenteen la silla.No había andado cien pasos, cuando al llegar alrecodo del camino le acometió el calofrío.

-¡Es cosa' extraña! -dijo al ayuda de cá-mara, que le acompañaba.

-¡Detengámonos, señor, os ruego! -repuso el fiel criado-. ¡Estáis muy pálido!

-Eso no impedirá que continúe mi cami-no, pues ya lo he emprendido -repuso el conde.

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Y aflojó las riendas a su caballo. Perosúbitamente el animal, en lugar de obedecer alpensamiento de su amo, se paró. Un movimien-to, de que Athos no pudo darse cuenta, habíarefrenado la cabalgadura.-Indudablemente -dijo Athos-quiere alguienque no vaya más lejos. Sostenedme -añadió-extendiendo los brazos-. ¡Acercaos, pronto!Siento aflojarse todos mis músculos, y voy acaer del caballo.

El sirviente había visto el movimientode su amo al mismo tiempo que recibía su or-den. Acercóse con presteza, recibió al conde ensus brazos, y como no se habían alejado de lacasa tanto como para que los criados, estacio-nados en el umbral viendo partir al conde de laFére, no distinguiesen aquel desorden en lamarcha ordinariamente tan regular de su amo,el ayuda de cámara llamó a sus compañeroscon ademanes y voces. Entonces todosacudieron solícitos.

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Apenas dio Athos algunos pasos paravolver a casa, sintióse mejorado. Parecióle ,querecobraba su vigor, y pensó volver a Blois. Hizodar media vuelta a su caballo, mas al primermovimiento de éste, volvió a caer en aquel es-tado de entorpecimiento y de angustia.

-Vamos -dijo-, seguramente alguienquiere que permanezca en mi casa.Acercáronsele sus criados, le bajaron del caba-llo y le transportaron entre todos a su casa. Encuanto estuvo preparada la alcoba, le acostaronen su lecho.

-Tened presente -les dijo disponiéndosea dormir- que hoy mismo espero cartas de Áfri-ca.

-El hijo de Blaisois ha montado a caballopara ganar una hora sobre el correo de Blois -contestó el ayuda de cámara.

-¡Gracias! -contestó Athos con su sonrisade bondad.

El conde se durmió; su sueño agitado seasemejaba a un padecimiento. El que sé quedó

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cuidándole notó qué, por diferentes veces, susfacciones adquirían la expresión de un tormen-to interior. Quizá soñaba.

De este modo transcurrió el día. El hijode Blaisois volvió; pero el correo no había traí-do noticias. El conde calculaba con desespera-ción los minutos, y estremecíase cada vez queesos minutos formaban una hora. Asaltóle unavez la idea de que le hubiesen olvidado allá, yesa idea le costó un atroz dolor en el corazón.

Nadie en la casa esperaba que el correollegara, pues hacia mucho tiempo que habíapasado la hora. Cuatro veces, el expreso envia-do a Blois, había reiterado su viaje, y nadahabía venido para el conde.

Athos sabía que aquel correo no veníamás que una vez a la semana. Era, pues, unretraso de ocho días mortales. Con esta doloro-sa persuasión principió la noche.

Todas cuantas sombrías suposicionespuede añadir un hombre enfermo y angustiadopor la pena a probabilidades ya bien tristes, las

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aglomeró Athos durante las primeras horas deaquella noche mortal.

Asaltóle la fiebre y le invadió el pecho,donde prendió muy pronto el fuego, según laexpresión del doctor que habían hecho venir deBlois en el último viaje del hijo de Blaisois.

No tardó en subírsele a la cabeza. Elmédico practicó sucesivamente dos sangríasque lo despejaron; pero debilitando al enfermoy no dejándole fuerza de acción más que en elcerebro.No obstante, aquella terrible fiebre cedió. Ase-dió con sus últimos latidos las extremidadesentorpecidas, y concluyó por cesar enteramentea eso de la media noche.

El médico, viendo aquella mejoría in-contestable, se volvió a Blois después de haberordenado algunas prescripciones y declaradoque el conde se había salvado.

Entonces empezó para Athos una situa-ción extraña, indefinible. Libre de pensar, suánimo se dirigió hacia Raúl, hacia aquel hijo

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querido. Su imaginación le representó los cam-pos de África en los alrededores de Djidgelli,donde el señor de Beaufort había debido des-embarcar con su ejército.

Eran rocas cenicientas, reverdecidas enalgunos puntos por el agua del mar cuandoazota las playas durante las tormentas y bo-rrascas.Más allá de la costa, de aquellas rocas semejan-tes a sepulcro, ascendía en anfiteatro, entre len-tiscos y cactos, una especie de aldea llena dehumo, de rumores confusos y de movimientosfugitivos.

De pronto, del seno de aquella humare-da se desprendió una llama que llegó, bien querastreando a cubrir toda la superficie de aquellaaldea, y que creció poco a poco, englobandotodo en sus torbellinos rojos; lágrimas, gritos,brazos elevados al cielo. Aquello fue por uninstante una terrible confusión de maderos quese desplomaban, de aceros fundidos, de piedrascalcinadas, de árboles abrasados.

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¡Cosa rara! En aquel caos donde Athosdistinguía brazos levantados, gritos, sollozos ysuspiros, no llegó a ver una sola figura huma-na.El cañón resonaba-a lo lejos, la mosqueteríacrepitaba, el mar rugía, los rebaños huían brin-cando por las pendientes cubiertas de verde;pero ni había un soldado que acercase la mechaa los cañones, ni un marino que dirigiera lamaniobra, ni un pastor para aquellos rebaños.

Arruinada la aldea y destruidos losfuertes que la dominaban, ruina y destrucciónconsumadas mágicamente sin la cooperación de ningún ser huma-no, se extinguió la llama, volvió a subir elhumo, y, disminuyendo después en intensidad,fue perdiendo su color hasta disiparse comple-tamente.

Entonces sucedió la noche en aquel pai-saje; una noche opaca en la tierra, brillante en elfirmamento; las grandes estrellas resplande-

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cientes brillaban sin iluminar más que a ellasmismas en torno suyo.

Reinó un largo silencio que sirvió paradar reposo un momento a la turbada imagina-ción de Athos, y, como conociese éste que nohabía terminado aun lo que tenía que ver, apli-có con más atención la mirada de su inteligen-cia al extraño espectáculo que le reservaba suimaginación.

Pronto continuó para él aquel es-pectáculo.

Una luna dulce y pálida levantóse de-trás de las vertientes, y plateando primero lospliegues ondulantes del mar, que parecíahaberse tranquilizado después de los bramidosque había dejado oir durante la visión de At-hos, vino a añadir sus diamantes y ópalos a lasmalezas y matorrales de la colina.

Las rocas grises, como otros tantos fan-tasmas silenciosos y atentos, parecieron erguirsus cabezas verdosas para examinar también elcampo de batalla a la claridad de la luna, y At-

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hos vio entonces que aquel campo, del todovacío durante el combate, se hallaba ahora sem-brado de cadáveres.

Un inexplicable calofrío de temor y dehorror sobrecogió su alma, cuando reconoció eluniforme blanco y azul de los soldados de Pi-cardía, sus largas picas y sus mosquetes marca-dos con la flor de lis en la culata.

Cuando vio todas las heridas abiertas yfrías mirar al cielo azulado, como para recla-marle las almas a que habían dado paso; cuan-do vio los caballos rajados, abatidos, con la len-gua colgando de lado fuera de los belfos, dor-mir en la sangre helada esparcida alrededorsuyos, y que manchaba sus gualdrapas y crines,cuando vio el caballo blanco del señor de Beau-fort tendido, con la cabeza abierta, en primeralínea sobre el campo de los muertos Athos sepasó una mano fría por la frente, que asombróde no hallar ardiendo. Convencióse Por aquelcontacto de que asistía como espectador sinfiebre al día siguiente de una batalla librada en

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la ribera de Djidgelli por el ejército expedicio-nario, que había visto alejarse de las costas deFrancia y desaparecer en el horizonte, y al cualhabía saludado con el pensamiento y el ademánal ultimo fulgor del cañonazo enviado por elduque, en señal de adiós a la patria.

¿Quién podría expresar la angustia mor-tal con que su alma, siguiendo como ojo vigi-lante la huella de aquellos cadáveres, los ibaexaminando uno tras otro vara reconocer sientre ellos dormía Raúl? ¿Quién hubiese podi-do reprimir el gozo embriagador, divino, conque Athos se inclinó ante Dios y le dio las gra-cias por no haber visto al que buscaba con tantaansiedad entre los muertos?

Efectivamente, todos aquellos muertoscaídos en sus filas, rígidos helados, fáciles dereconocer, parecían volverse con complacenciay respeto hacia el conde de la Fére, para que lespudiese ver mejor en su fúnebre revista.

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Admirábase, no obstante, al contemplaraquellos cadáveres, de no ver a los supervivien-tes.

A tal extremo había llegado su ilusión,que aquella visión era para él un viaje realhecho por el padre a África, para obtener in-formes más exactos del hijo.

Así que cansado de haber corrido tantosmares y continentes, trató de buscar descansoen una de las tiendas levantadas tras de unaroca, en cuya cima ondeaba el pendón blancoflordelisado. Para ello buscó un soldado que lecondujera a la tienda del señor de Beaufort.

Entonces, mientras que su mirada erra-ba en la llanura, volviéndose hacia todos loslados, vio aparecer una sombra blanca detrásde los mirtos resinosos.

Aquella figura se hallaba vestida conuniforme de oficial: tenía- en la mano una es-pada rota. Avanzaba lentamente hacia Athos,quien, deteniéndose repentinamente y fijandoen ella su mirada, no hablaba, no se movía, pe-

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ro quería abrir sus brazos, porque, en aqueloficial silencioso y pálido, acababa de reconocera Raúl.

El conde intentó lanzar un grito, quequedó ahogado en su garganta. Raúl le indicócon un ademán que callase, poniéndose un de-do sobre la boca y retrocediendo poco a poco,sin que Athos viera moverse sus piernas.

El conde, más ,pálido, más trémulo queRaúl, siguió a su hijo atravesando trabajosa-mente las malezas y matorrales; piedras y fo-sos. Raúl parecía no tocar la tierra, y ningúnobstáculo entorpecía la ligereza de su marcha.

El conde, a quien fatigaban los acciden-tes del terreno, detúvose bien pronto agotado.Raúl continuaba haciéndole señas de que lesiguiera. El tierno padre, cuyas fuerzas rea-nimaba el amor, intentó un ultimo movimientoy escaló la montaña en pos del joven, que leatraía con ademán y su sonrisa.

Por ultimo, alcanzó la cima de aquellacolina, y vio dibujarse en negro, sobre el hori-

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zonte blanqueado por la luna, las formas aéreasy poéticas de Raúl. Athos tendía la mano parallegar al lado de su hijo amado, sobre la plata-forma, y éste le tendía también la suya; pero depronto, como si el joven se sintiese arrebatado apesar suyo, retrocediendo siempre, abandonólatierra, y Athos vio brillar el claro cielo entre lospies de su hijo y el suelo de la colina.

Raúl elevábase insensiblemente en elvacío, siempre sonriendo y llamando con susademanes en dirección al cielo.

Athos exaló un grito de ternura alarma-da, y miró hacia abajo: veíase un campamentodestrozado, en el que aparecían como átomosinmóviles todos aquellos cadáveres blancos delejército real.

Y después, levantando la cabeza, veíasiempre, siempre, a su hijo que le invitaba asubir con él.

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CXXXIEL ANGEL DE LA MUERTE

Estaba Athos en aquel punto de su vi-sión maravillosa, cuando el encanto fue repen-tinamente roto por un ruido que venía de laspuertas exteriores de la casa.

Oíase el galopar de un caballo sobre -laarena endurecida de la grande arboleda, y elrumor de las más ruidosas y animadas conver-sasaciones subió hasta la cámara donde soñabael conde.Athos no se movió del lugar que ocupaba, ape-nas volvió la cabeza hacia el lado de la puertapara percibir más pronto los rumores que lle-gaban hasta él.

Un paso tardo subía la escalinata: elcaballo, que poco antes galopaba con tanta ra-pidez, iba lentamente hacia el lado de la cua-dra. Algunos rumores acompañaban aquellos

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pasos que poco a poco se acercaban a la habita-ción de Athos.

Abrióse entonces una puerta, y Athos,volviéndose algo hacia el lado de donde veníael ruido, exclamó, con voz débil:

-Es un correo de África, ¿no es verdad?-No, señor conde –respondió una voz

que hizo estremecer en su lecho al padre deRaúl.

-¡Grimaud! -murmuró.Y el sudor comenzó a resbalar por sus

mejillas hundidas. Grimaud apareció en el um-bral. No era ya el Grimaud que hemos visto,joven aún por el valor y la fidelidad, cuandosaltaba el primero en la barca destinada a llevara Raúl de Bragelonne a los buques de la escua-dra real.

Era un pálido y severo viejo, con el ves-tido cubierto de polvo y es- , casos cabellosblanqueados por los años. Temblaba apoyán-dose en el quicio de la puerta, y estuvo a punto

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de caer al ver de lejos y al resplandor de la luzel rostro de su amo.

Aquellos dos hombres, que habían vivi-do tanto tiempo en comunidad de inteligencia,y cuyos ojos, habituados a ahorrar las expresio-nes, sabían decirse silenciosamente tantas co-sas; aquellos dos viejos amigos, tan nobles am-bos en cuanto a corazón, ya que desiguales res-pecto a fortuna y nacimiento, permanecieronmudos mirándose. Con una sola mirada acaba-ban de leer uno a otro en lo más íntimo de sucorazón.

Grimaud llevaba en el rostro la huellade un dolor envejecido por un hálito lúgubre;parecía no tener ya para su uso más que unasola expresión de sus pensamientos.

Como se había habituado en otro tiem-po a no hablar, se acostumbraba a no sonreír.

Athos leyó de una mirada todas aque-llas alteraciones en el rostro de su fiel criado, ycon el mismo tono que habría usado parahablar a Raúl en su sueño:

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-Grimaud -dijo-, Raúl ha muerto, ¿no escierto?

Detrás de Grimaud, los demás criadosescuchaban sobresaltados, con los ojos clavadosen el lecho del amo.

Oyeron la terrible pregunta, y un silen-cio escalofriante la siguió.

-Sí. -contestó el viejo, arrancando estemonosílabo de su pecho con ronco suspiro.

Entonces eleváronse voces lastimerasque gemían sin reserva y llenaban de lamentosy oraciones la habitación donde aquel padreagonizante buscaba con los ojos el retrato de suhijo.

Aquello fue para Athos como la transi-ción que le condujo nuevamente a su sueño.

Sin exhalar un grito, sin derramar unalágrima, paciente, dulce y resignado como losmártires, levantó los ojos al cielo para ver allí,por segunda vez, elevándose por encima de lamontaña de Djidgelli, la sombra querida que se

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alejaba de él en el momento en que Grimaudhabía llegado.Indudablemente, al mirar al cielo, al reanudarel hilo de su maravilloso ensueño, recorrió losmismos caminos por donde la visión tan terri-ble y tan dulce a la vez, le conducía poco ha;porque, después cerrando dulcemente los ojos,los volvió a abrir con la sonrisa en los labios.Acababa de ver a Raúl que le sonreía a su vez.

Con las manos juntas sobre el pecho, lacara vuelta hacia la ventana oreado por el vien-to fresco de la noche que llevaba a la cabecerade su cama los aromas de las flores y de losbosques, Athos entró para no salir ya, en lacontemplación de este paraíso que los vivientesno verán jamás.

Dios quiso abrir seguramente a aquelelegido los tesoros de la beatitud eterna, en lahora en que los demás hombres tiemblan de serseveramente recibidos por el Señor, y que aga-rran a esta vida que conocen, entre el terror de

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la otra que entrevén en los sombríos y severosresplandores de la muerte.

Athos iba guiado por el alma limpia yserena de su hijo, que aspiraba el alma paternal.Todo para aquel justo fue melodía y perfume,en el áspero camino que emprendían las almaspara volver a la patria celestial.

Transcurrida una hora de aquel éxtasis,levantó Athos sus manos blancas como la cera;la sonrisa no abandonó sus labios, y dijo en voztan baja que apenas pudo oírsele, estas pala-bras, dirigidas a Dios o a Raúl:

-¡Aquí me tenéis!Y sus manos cayeron de nuevo lenta-

mente, como si las hubiese descansado él mis-mo sobre la cama.

La muerte había sido apacible y cariñosapara aquella excelente criatura. Le había aho-rrado los desgarramientos de la agonía, lasconvulsiones del viaje supremo, abriendo conmano favorable las puertas de la eternidad a

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aquella alma grande, digna de todos los respe-tos.

Dios habíalo sin duda ordenado así,para que el recuerdo piadoso de aquella muertetan dulce se conservase en el corazón de losasistentes y en la memoria de los demás hom-bres, fallecimiento que haría amable el tránsitode esta vida a la otra a aquellos cuya existenciatemer el juicio final.

Athos conservó aún en el sueño eternoaquella sonrisa plácida y franca, ornamento quedebía acompañarle al sepulcro. La serenidad desus facciones, la calma de su fin, hicieron dudarpor mucho tiempo a sus criados que hubieseabandonado la vida.

Los sirvientes del conde quisieron lle-varse a Grimaud, que, de lejos, devoraba aquelrostro pálido y no se acercaba por el piadosotemor de llevarle el soplo de la muerte. PeroGrimaud, a pesar de lo cansado que estaba, noquiso alejarse. Sentóse en el umbral, guardandoa su amo con la vigilancia de un centinela, y

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codicioso de recoger su primera mirada al des-pertar, su postrer suspiro al morir.

Los ruidos se extinguían en toda la ca-sa; y todos respetaban el sueño del señor. PeroGrimaud, poniendo atención, notó que el condehabía dejado de respirar.

Incorporóse, las manos puestas sobre elsuelo, y, desde su sitio, miró si el cuerpo de suamo hacía algún movimiento.

¡Nada! Asaltóle el temor; levantóse desúbito, y en el mismo instante, oyó pasos en laescalera; un ruido de espuelas golpeadas poruna espada, sonido belicoso y familiar a susoídos, le detuvo al ir a acercarse a la cama deAthos. Una voz aún más vibrante que el cobrey el acero resonó a tres pasos de él.

-¡Athos! ¡Athos! ¡Amigo mío! -gritabaaquella voz conmovida hasta las lágrimas.

-¡Señor de Artagnan! -balbució Gri-maud.

-¿Dónde está? -prosiguió el mosquetero.

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Grimaud le cogió el brazo entre sus de-dos huesudos, y le enseñó el lecho, sobre cuyassábanas dibujábase la tez lívida del cadáver.

Una respiración angustiosa, lo contrariode un grito agudo, oprimió la garganta de Ar-tagnan.

Adelantóse de puntillas, estremecido,asustado del ruido que hacían sus pisadas, conel corazón desgarrado por una angustia sinigual. Acercó su oído al pecho de Athos, surostro a la boca del conde. Ni ruido ni aliento.Artagnan retrocedió.

Grimaud, que le había seguido con lavista y para quien cada uno' de sus movimien-tos encerraba una revelación, fue a sentarse contimidez a los pies de la cama, y pegó sus labiossobre la ropa levantada por los pies rígidos desu amo.

Entonces desprendiéronse abundanteslágrimas de sus ojos enrojecidos.

Aquel viejo en desesperación, que llori-queaba encorvado sin proferir una palabra,

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ofrecía el espectáculo más tierno que Artagnanpudo ver en su vida tan rica de emociones. Elcapitán quedó de pie en contemplación anteaquel muerto son- riente, que parecía haberguardado su último pensamiento para hacer asu mejor amigo, al hombre a quien más habíaquerido después de Raúl, una afectuosa acogi-da aun más allá de la vida, y, como para co-rresponder a aquella suprema lisonja de la hos-pitalidad, Artagnan fue a besar a Athos en lafrente, ;i y, con sus dedos trémulos, le cerró losojos.

Luego se sentó a la cabecera del lecho,sin temor a aquel muerto que tan dulce y bené-volo había sido para él durante treinta y cincoaños, y trajo a su memoria los recuerdos que elnoble semblante del conde le excitaban, floridosy encantadores unos como aquella sonrisa,sombríos, tristes y helados otros como aquelrostro de ojos cerrados para la eternidad.

De pronto, el amargo torrente que subíade minuto en minuto invadió su corazón y le

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desgarró el pecho. Incapaz de dominar su emo-ción, se levantó, y, arrancándose violentamentede aquella cámara donde acababa de encontrardifunto a aquel a quien venía a traer la noticiade la muerte de Porthos, prorrumpió en sollo-zos desgarradores, que los sirvientes, que sóloparecían aguardar una explosión de dolor, con-testaron con sus lúgubres clamores, y los perrosdel amo con sus lastimeros aullidos.

Grimaud fue el único que no levantó lavoz. Aun en el paroxismo de su dolor, no sehabría atrevido a profanar la muerte, ni a tur-bar por primera vez el sueño de su amo. Athos,por otra parte, le había acostumbrado a nohablar nunca.

Al punto de la mañana, Artagnan, quehabía errado por la sala baja mordiéndose lospuños para ahogar los suspiros, subió otra vezla escalera, y, acechando el momento en queGrimaud volvió la cabeza hacia él, le hizo señade que fuera, lo que el fiel servidor ejecutó sinhacer más ruido que una sombra.

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Artagnan volvió a bajar seguido deGrimaud.

Luego que llegó al vestíbulo, cogiendolas manos del viejo:

-Grimaud -dijo-, ya has visto cómo hamuerto el padre; dime ahora cómo ha muerto elhijo. Grimaud sacó del pecho una abultada car-ta, cuyo sobre iba dirigido a Athos. Reconocióel mosquetero la letra del señor de Beaufort,rompió el sello, y se puso a leer midiendo consus pasos, a los primeros albores del día, lasombría avenida de añosos tilos hollada por laspisadas aun visibles del conde que acababa demorir.

CXXXIIPARTE DE GUERRA

El duque de Beaufort escribía a Athos.La carta destinada al hombre sólo llegaba almuerto. Dios cambiaba la dirección.

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"Mi querido conde, escribía el príncipe con suletra grande de escolar inhábil, una desgracianos ha herido en medio de un gran triunfo. Elrey pierde un soldado de los más bravos. Yopierdo un amigo. Vos perdéis al señor de Bra-gelonne.

"Ha muerto gloriosamente, y tan glorio-samente, que no tengo fuerzas para llorarlecomo quisiera.

"Recibid mis tristes expresiones, mi es-timado conde. El Cielo nos distribuye las prue-bas según la grandeza de nuestro corazón. Estaes inmensa, pero no por encima de vuestro va-lor."Vuestro fiel amigo:EL DUQUE DE BEAUFORT."

Aquella carta contenía un relato escritopor uno de los secretarios del príncipe. Era lanarración más tierna y verdadera de aquel lú-

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gubre episodio que desenlazaba dos existen-cias.

Artagnan, habituado a las emociones dela batalla, y cuyo corazón estaba ya acorazado,no pudo menos de estremecerse al leer el nom-bre de Raúl, el nombre de aquel hijo amado,convertido, como su padre, en una sombra.

Por la mañana, decía el secretario delpríncipe, monseñor el duque mandó el ataque.Normandía y Picardía habían tomado posiciónen las rocas grises dominadas por el talud de lamontaña, sobre cuya vertiente elévanse los ba-luartes de Djidgelli.

El fuego del cañón abrió la batalla; losregimientos avanzaron con gran denuedo; lospiqueros llevaban las picas levantadas; los queusaban mosquete el arma al brazo. El príncipeseguía atentamente la marcha y el movimientode las tropas, dispuesto a apoyarlas con unafuerte reserva.

Al lado de monseñor estaban los másviejos capitanes y sus ayudantes. El señor viz-

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conde de Bragelonne había recibido orden deno separarse de Su Alteza.

Entretanto, el cañón del enemigo, queen un principio había tronado indistintamentecontra las masas, había arreglado su fuego, ylas balas, mejor dirigidas, habían matado algu-nos hombres alrededor del príncipe. Los regi-mientos formados en columna, y que avanza-ban contra las fortificaciones, sufrieron bastan-te, notándose alguna vacilación, en nuestrastropas, que se veían mal secundadas por nues-tra artillería. Efectivamente, las baterías esta-blecidas el día anterior, sólo tenían una punte-ría débil e incierta, en razón de su posición. Ladirección de abajo arriba dañaba la precisión yel alcance de los disparos.

Monseñor, comprendiendo el mal efectode aquella posición de la artillería de sitio,'mandó a las fragatas ancladas en la pequeñarada comenzar un fuego regular contra la pla-za.

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Para llevar esta orden, el señor de Bra-gelonne se ofreció inmediatamente; pero mon-señor no quiso acceder a la petición del vizcon-de.

Monseñor hacía bien, porque amaba aaquel joven caballero y no quería exponer suvida; hacía bien, y los acontecimientos vinierona justificar su previsión y su negativa; porqueapenas llegó a la orilla del mar el sargento aquien el príncipe confió el mensaje solicitadopor el señor de Bragelonne, dos tiros de escope-ta larga partieron de las filas enemigas y lo de-jaron tendido.

El sargento cayó sobre la arena mojadaque se empapó en su sangre.

Visto lo cual el señor de Bragelonne,sonrió a m monseñor, que le dijo: -Ya veis;vizconde, que os salvo la vida. Referídselo lue-go al conde de la Fére, para que, sabiéndolo porvos mismo, sepa el interés que me tomo por suhijo.

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El joven sonrió tristemente y respondióal duque:

-Verdad es, monseñor, que, sin vuestrabenevolencia, habría sido muerto allá donde hacaído el pobre sargento, con gran tranquilidad.

El señor de Bragelonne dio esta respues-ta con aire tal, que monseñor replicó vivamen-te:

-¡Buen Dios! Joven, no parece sino quese os hace agua la boca; pero, ¡por el alma deEnrique IV!, he prometido a vuestro padre de-volveros vivo, y, si Dios quiere, cumpliré mipalabra.

El señor de Bragelonne ruborizóse, y, envoz más baja:

-Monseñor -dijo-, perdonadme, os loruego; siempre he tenido deseo de acudir a lasocasiones, y considero muy grato el distinguir-se uno delante de su general, sobre nodo cuan-do el general es el señor duque de Beaufort.

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Monseñor se dulcificó algún tanto, y,volviéndose a sus oficiales que se agrupaban entorno suyo, dio diferentes órdenes.

Los granaderos de los dos regimientosllegaron bastante cerca de los fosos y trincheraspara arrojar '. sus granadas, que causaron pocodaño.

No obstante, el señor de Estrees, quemandaba la escuadra, vista la tentativa del sar-gento para acercarse a los buques, comprendióque debía romper el fuego sin esperar órdenes.

Entonces los árabes, viéndose acribilla-dos por las balas de la escuadra y por las ruinasy escombros j de sus malas murallas, pro-rrumpieron en gritos espantosos.

Sus jinetes bajaron la montaña al galope,encorvados sobre sus sillas, y se lanzaron arienda suelta contra las columnas de infantería,que, cruzando las picas, contuvieron aquel fo-goso ímpetu. Rechazados por la actitud firmedel batallón, los árabes volviéronse con gran

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furia hacia el atado Mayor que en aquel mo-mento no se hallaba prevenido.

El peligro fue grande: monseñor tiró dela espada; sus secretarios y criados le imitaron;los ofificiales de su comitiva empeñaron uncombate con aquellos furiosos.

Entonces fue cuando el señor de Brage-lonne pudo satisfacer los deseos que manifes-taba desde el principio de la acción. Combatióal lado del príncipe con un vigor de romano, ymató tres árabes con su espadín.

Mas echábase de ver fácilmente que suvalor no provenía de un sentimiento de orgullo,natural en todos los que combaten. Su bravuraera impetuosa, afectada, hasta forzada; esforzá-base por embriagarse entre el ruido y la carni-cería. "Llegó a enardecerse de tal suerte, quemonseñor le gritó que se contuviese.

Sin duda debió oír la voz de Su Alteza,pues nosotros, que estábamos a su lado, la oí-mos. Sin embargo, no se contuvo, y continuócorriendo hacia las trincheras.

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Como el señor de Bragelonne era unoficial muy sumiso, aquella desobediencia a lasórdenes de monseñor sorprendió mucha a todoel mundo, y el señor de Beaufort redobló lasinstancias, gritando:

,-¡Deteneos, Bragelonne! ¿Adónde vais?¡Deteneos! ¡Os lo mando! "Todos nosotros, imi-tando el gesto del señor duque, habíamos le-vantado la mano. Esperamos a que el jinetevolviese bridas; pero el señor de Bragelonne,seguía corriendo hacia las palizadas.

-¡Deteneos, Bragelonne! -repetía el prín-cipe en voz muy fuerte-. ¡Deteneos en nombrede vuestro padre!

A tales palabras, el señor de Bragelonne,se volvió; su rostro expresaba un vivo dolor,pero no se detenía, y juzgamos que lo arras-traba su caballo.

Cuando el señor duque conoció que elvizconde no era ya dueño de su caballo, y le viomás allá de los primeros granaderos, gritó:

-¡Mosqueteros, matad su caballo!

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¿Mas quién podía comprometerse a dis-parar contra el animal sin tocar al jinete? Nadiese atrevía. A1 fin se presentó uno; era un dies-tro tirador del regimiento de Picardía, llamadoLa Luzerne, quien apuntó al corcel, disparó y lehirió en la grupa, porque se vio teñido en san-gre su pelo blanco. Pero el maldito animal, envez de caer, púsose a correr con más furia.

Todo Picardía que veía aquel infortuna-do joven correr a una muerte cierta gritaba des-aforadamente: ,"¡Tiraos a tierra, señor vizconde!¡A tierra, a tierra, tiraos a tierra!"

El señor de Bragelonne era un oficialmuy querido en todo el ejército.

Ya el vizconde había llegado a un tirode pistola del baluarte; una descarga partió y leenvolvió en fuego y humo. Nosotros le perdi-mos de vista; disipada la humareda, le volvi-mos a ver, de pie: acababan de matarle el caba-llo.

Los árabes intimaron al vizconde a ren-dirse; pero hízoles un signo negativo con la

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cabeza, y continuó marchando hacia las paliza-das.

Era una imprudencia mortal. Sin: em-bargo, todo el ejército le agradeció que no re-trocediera, ya que la desgracia le había condu-cido hasta allí. Dio todavía algunos pasos, y losdos regimientos aplaudieron.

En aquel instante fue cuando conmoviólas murallas una segunda descarga, y el viz-conde de Bragelonne desapareció por segundavez entre el torbellino; pero esta vez, aun cuan-do el humo se disipó, no le volvimos a ver enpie. Hallábase tendido con la cabeza más bajaque las piernas, sobre la maleza, y los árabesempezaron a querer salir de sus trincheras parair a cortarle la cabeza o coger su cuerpo, comoes costumbre entre los infieles.

Pero Su Alteza monseñor el duque deBeaufort había seguido todo aquello con la vis-ta, y aquel triste espectáculo le había arrancadoprofundos y dolorosos suspiros. Viendo enton-

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ces a los árabes correr como fantasmas blancosentre los lentiscos:

-¡Granaderos! ¡Piqueros! -empezó a gri-tar-. ¿Os dejaréis arrebatar ese noble cuerpo?

Y, al decir estas palabras, blandiendo laespada, emprendió a correr él mismo hacia elenemigo. Los regimientos, lanzándose en posde él, corrieron a su vez prorrumpiendo en gri-tos tan terribles como salvajes eran los de losárabes.

Comenzó el combate sobre el cuerpo delseñor de Bragelonne, y fue tan encarnizado,que quedaron muertos en el sitio ciento sesentaárabes, al lado de cincuenta por lo menos de losnuestros.

Un teniente de Normandía tomó sobresus hombros el cuerpo del vizconde, y lo trans-portó a nuestras líneas.

Mientras tanto seguían las ventajas anuestro favor; los regimientos se unieron a lareserva, y las palizadas contrarias fueron des-trozadas.

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A las tres cesó el fuego de los árabes; elcombate al arma blanca duró dos horas, y fueuna matanza.

A las cinco nos hallábamos triunfantesen todos los puntos; el enemigo había abando-nado sus posiciones y el señor duque habíahecho poner la bandera blanca sobre el puntoculminante del montículo.

Entonces fue cuando pudo pensarse enel señor de Bragelonne, que tenía ocho grandesheridas en el cuerpo, y había perdido casi todasu sangre.

Sin embargo, aún .respiraba, lo cualcausó una alegría indecible a monseñor, quequiso asistir en persona a la primera cura delvizconde y a la consulta de los cirujanos.

Hubo dos entre ellos que declararon queel señor de Bragelonne viviría. Monseñor lessaltó al cuello y les prometió mil luises a cadauno si le salvaban.

El vizconde oyó aquellos transportes dealegría, y, sea que estuviese desesperado, sea

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que sufriese de sus heridas, manifestó en su fi-sonomía una contrariedad que dio mucho enqué pensar, especialmente a uno de los secreta-rios, así que oyó lo que va a seguir:

El tercer cirujano que llegó era el her-mano Silvano de San Cosme, el más sabio delos nuestros. Sondó las llagas y no dijo nada."El señor de Bragelonne abríaunos ojos fijos y parecía interrogar cada movi-miento, cada idea del sabio cirujano.

Este, preguntado por monseñor, contes-tó, que de las ocho heridas tres eran mortales,pero que tan fuerte era la constitución del heri-do, tan fecunda la juventud, tan misericordiosala bondad de Dios, que quizá se salvaría el se-ñor de Bragelonne, siempre que no hiciese elmenor movimiento.

El hermano Silvano añadió, di-rigiéndose a sus ayudantes: '-Sobre todo no lemováis, ni con el dedo siquiera, o le mataréis."Y salimos todos de la tienda con alguna espe-ranza.

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Al salir, creyó advertir uno de los secre-tarios cierta sonrisa pálida y triste en los labiosdel vizconde, cuando el señor duque le dijo convoz cariñosa:

-¡Oh vizconde! ¡Te salvaremos!Pero por la noche, cuando se creyó que

el herido debía haber descansado, entró uno delos ayudantes en la tienda, y salió lanzandofuertes gritos.

Acudimos todos en tropel, el señor du-que con nosotros, y el ayudante nos mostró elcuerpo del señor de Bragelonne en el suelo, de-bajo del lecho, bañado en el resto de su sangre.

Las apariencias demostraban que habíahabido alguna convulsión, algún movimientofebril, y que había caído; y que la caída habíaacelerado su fin, conforme al pronóstico delhermano Silvano.

Levantóse al vizconde; estaba frío ymuerto. Tenía un bucle de cabellos blondos enla mano derecha, y esta mano crispada sobre sucorazón.

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Seguían los detalles de la expedición yde la victoria obtenida sobre los árabes.

Artagnan detúvose al terminar la narra-ción de la muerte del pobre Raúl.

-¡Oh! -exclamó-. ¡Infortunado hijo! ¡Unsuicidio!

Y, volviendo los ojos hacia la habitacióndel palacio donde dormía Athos el sueño eter-no:

-Se han cumplido la palabra mutuamen-te- dijo en voz baja-. Ahora los hallo felices,pues deben haberse reunido.

Y tomó a pasos lentos el camino de laterraza.

Toda la calle, todos los alrededores sellenaban ya de vecinos desconsolados que secontaban unos a otros la doble catástrofe y sepreparaban a los funerales.

CXXXIIIÚLTIMO CANTO DEL POEMA

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Al día siguiente se vio llegar a toda lanobleza de las cercanías y de la provincia, amedida que los mensajeros iban llevando lanoticia. Artagnan había permanecido encerradosin querer hablar a nadie. Dos pérdidas tansensibles que caían sobre el capitán, después dela muerte de Porthos, habían abatido para largotiempo aquel espíritu hasta entonces infatiga-ble.

A excepción de Grimaud, que entró ensu habitación una vez, el mosquetero no vio acriados ni a comensales; pero, en el ruido de lacasa, en el movimiento de idas y venidas, creyóconocer que se estaba disponiendo lo necesariopara los funerales del conde, y escribió al reypidiéndole que le prolongase la licencia.

Grimaud, según hemos dicho, entró enel cuarto de Artagnan, se sentó en un escabelcomo quien medita profundamente, y, levan-tándose después, hizo una seña a Artagnanpara que le siguiese.

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Este obedeció en silencio. Grimaud bajóhasta el dormitorio del conde, mostró con eldedo al capitán el lecho vacío, y elevó elocuen-temente los ojos al cielo.

-Sí -replicó Artagnan-, sí, buen Gri-maud; al lado del hijo a quien tanto amaba.

Grimaud salió de la habitación y llegó alsalón, donde, según los usos de la provincia,debía colocarse de cuerpo presente el cadáverantes de sepultarlo para siempre.

Artagnan sorprendióse de ver dos ataú-des abiertos en el salón; acercóse, a una mudainvitación de Grimaud, y vio en uno de ellos aAthos, bello hasta en la muerte, y en el otro aRaúl, con los ojos cerrados, las mejillas nacara-das como el Palas de Virgilio, y la sonrisa ensus labios morados.

Estremecióse al ver al Padre y al hijo,aquellas dos almas desgraciadas, representadasen la tierra por dos tristes cadáveres incapacesde unirse, por juntos que estuviesen uno a otro.

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-¡Raúl aquí! -murmuró-. ¡Oh! ¡Grimaud,nada me habéis dicho de eso!

Grimaud meneó la cabeza y no respon-dió; pero; tomando a Artagnan de la mano, lecondujo al ataúd y le mostró bajo el delgadosudario las negras heridas por los cuales habíadebido volar la vida.

El capitán volvió la vista, y juzgandoinútil preguntar a Grimaud que no responde-ría, recordó que el secretario del señor Beauforthabía escrito más de lo que él había tenido va-lor para leer.

Volviendo, pues, a tomar la relación dela batalla que había costado la vida a Raúl, en-contró estas palabras que formaban el ultimopárrafo de la carta:

"El señor duque ha ordenado que elcuerpo del señor vizconde sea embalsamado,como se practica entre los árabes cuando suscuerpos han de ser trasladados a la tierra natal,y el señor duque ha destinado relevos para que

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un sirviente de confianza, que había criado aljoven, pueda conducir su ataúd al conde de laFére."

Así -pensó Artagnan-, seguiré tus fune-rales, mi querido hijo, yo, que soy ya viejo y novalgo nada sobre tierra, y esparciré el polvosobre la frente que besaba aún no hace dos me-ses. Dios lo ha querido; tú también. No tengo niderecho a llorar; tú has elegido la muerte,habiéndote parecido preferible a la vida.

Llegó finalmente el momento en que losfríos despojos de aquellos dos caballeros debíanser devueltos a la tierra.

Acudió tal afluencia de hombres deguerra y del pueblo, que, hasta el lugar de lasepultura, una capilla en la llanura, el caminode la ciudad se vio lleno de jinetes y peatones,en traje de duelo.

Athos había elegido para su última mo-rada el pequeño recinto de aquella capilla, eri-gida por él en los confines de sus tierras. Habíahecho venir las piedras, talladas en 1550, de un

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vetusto castillo gótico, situado en el Berri, y quehabía albergado a su primera juventud.

La capilla, reedificada y transportada deaquel modo, se ostentaba risueña bajo un grupode álamos y sicómoros. Hallabase servida todoslos domingos por el párroco de la aldea inme-diata, a quien Athos tenía señalada una rentade doscientas libras al efecto, y todos lo va-sallos, en número casi de cuarenta, los labrado-res y arrendatarios con sus familias, iban allí aoír misa en vez de ir a la ciudad.

Detrás de la capilla extendíase, encerra-do en dos grandes setos de avellanos, saúcos yojicantos, rodeados de un foso profundo, elpequeño recinto, inculto, pero alegre en su este-rilidad, porque los musgos se hallaban en élmuy crecidos, los heliotropos y los alelíes ama-rillos esparcían allí sus perfumes, y bajo loscastaños brotaba un manantial, preso en unacisterna de mármol, y sobre los tomillos quehabía alrededor, venían a posarse millares deabejas de todas las llanuras vecinas, en tanto

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que los pinzones y petirrojos gorjeaban loca-mente sobre las flores del seto.

Allí fue adonde condujeron los dos fére-tros en medio de un gentío silencioso y recogi-do.

Terminado el Oficio de difuntos y dadala última despedida a aquellos dos noblesmuertos, se dispersó la concurrencia, hablandopor los caminos de las virtudes y de la dulcemuerte del padre, de las esperanzas que daba elhijo, y del triste fin que había tenido en la costade África.

Y, paulatinamente, se apagaron los ru-mores como velas encendidas bajo la humildenave. El párroco saludó por última vez al altary a las tumbas recientes todavía; luego, seguidode su asistente, que tocaba una ronca campani-lla, volvió lentamente al presbiterio.

Artagnan se quedó solo, y advirtió quela noche se iba echando encima.

Había olvidado la hora pensando en losmuertos.

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Levantóse del banco de encina donde sehabía sentado en la capilla, y quiso, como elsacerdote, ir a dar su postrer adiós a la doblefosa que encerraba a sus amigos perdidos.

Una mujer rezaba arrodillada sobreaquella tierra húmeda. Artagnan se detuvo enel umbral de la capilla para no turbar a aquellamujer, y también para tratar de ver quién era laamiga piadosa que venía a cumplir aquel debercon tanto celo y perseverancia.

La desconocida ocultaba el rostro entresus manos, blancas como de alabastro. En lanoble sencillez de su traje adivinábase a la mu-jer de distinción. A la parte de afuera, varioscaballos montados por criados y una carroza deviaje esperaban a aquella dama. Artagnan pro-curaba inútilmente adivinar lo que la detenía.

La dama seguía rezando, y, a menudo,se pasaba el pañuelo por la cara.

Artagnan comprendió que lloraba. Vioque se golpeaba el pecho con la inflexible com-punción de la mujer cristiana, y oyóla proferir

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repetidas veces este grito nacido de un corazónulcerado: "¡Perdón! ¡Perdón!"

Y como pareciese entregada ente-ramente a su dolor, hasta el punto de caer me-dio desmayada en medio de sus ayes y oracio-nes, Artagnan, conmovido por amor a sus ami-gos tan sentidos, dio algunos pasos hacia latumba a fin de interrumpir el siniestro coloquiode la penitente con los muertos.

Mas apenas se hizo oír su pie sobre laarena, la desconocida levantó la cabeza y dejóver a Artagnan un rostro inundado en lá-grimas, un rostro amigo.

¡Era la señorita de La Valliére!-¡Señor de Artagnan! -murmuró.-¿Vos? -respondió el capitán con voz

sombría-. ¡Vos aquí! ¡Oh! Señora, mejor hubieraquerido veros adornada de flores en la quintadel conde de la Fére. ¡Menos habríais lloradoentonces, y ellos, y yo!

-¡Señor! -dijo ella sollozando.

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-Porque vos sois -añadió el inflexibleamigo de los muertos-, vos sois la que habéisllevado a esos dos hombres al sepulcro.

-¡Oh! ¡Sed indulgente!-No permita Dios, señorita, que yo

ofenda a una mujer, o que la haga llorar en va-no; pero debo decir que el sitio del asesino noes la tumba de las víctimas.

La joven quiso contestar.-Lo que os digo aquí –añadió fríamente-,

se lo diría al rey. La joven juntó las manos.-Sé -dijo- que he causado la muerte del

vizconde de Bragelonne.-¡Ah! ¿Lo sabéis?-Ayer llegó la noticia a la Corte. He

hecho desde esa noche, en dos horas, cuarentaleguas para venir a pedir perdón al conde, aquien creía aún con vida, y para suplicar aDios, sobre la tumba de Raúl, que me envíetodas las desgracias que merezco, excepto unasola. Ahora, señor, sé que la muerte del hijo haproducido la del padre; tengo dos crímenes de

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que acusarme y dos castigos que aguardar deDios.

-Os repetiré, señorita -dijo Artagnan-, loque me dijo de vos, en Antibes, el señor de Bra-gelonne, cuando ya meditaba su muerte:

"Si la han arrastrado el orgullo y la co-quetería, la perdono despreciándola. Si el amorla hizo sucumbir, la perdono jurándole quenadie la habría amado nunca tanto como yo.

-Ya sabéis -interrumpió Luisa-, que, pormi amor, iba a sacrificarme yo misma; ya sabéissi he sufrido cuando me encontrasteis perdida,moribunda, abandonada. Pues bien, jamás hesufrido tanto como hoy, porque entonces espe-raba, deseaba, y hoy nada tengo que desear:porque ese muerto se lleva toda mi alegría a sutumba; porque no me atrevo a amar sin remor-dimientos, y porque, lo conozco, aquel a quienamo, ¡oh, ésa es la ley!, me causará los tormen-tos que yo he hecho sufrir a los otros.

Artagnan no respondió; conocía dema-siado que la joven no se engañaba.

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-Pues bien -añadió ella-, querido señorde Artagnan, no me abruméis hoy, os lo ruego.Soy como la rama desprendida del tronco: nadahay que me dé apego al mundo, y una corrienteme arrastra no sé dónde. Amo locamente, amohasta el punto de venir a decirlo, impía, sobrelas cenizas de este muerto, y no me avergüenzoni siento remordimientos por ello. Este amor espara mí una religión. Pero como más adelanteme veréis sola, olvidada, desdeñada; como meveréis castigada de lo que vos estáis destinadoa castigar, sed indulgente en mi efímera felici-dad; dejadme por algunos días, por algunos mi-nutos. Tal vez no exista ya la hora en que osestoy hablando. ¡Dios mío! ¡Tal vez ese dobleasesinato se halla expiado ya!Aún estaba hablando la joven, cuando llamó laatención del capitán un ruido de voces y pisa-das de caballos.

Un oficial del rey, el señor de Saint-Aignan, venía a buscar a La Valliére de parte de

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Su Majestad, a quien roían, dijo, los celos y lainquietud.Saint-Aignan no vio a Artagnan medio ocultopor el tronco de un castaño que cubría con susombra las dos tumbas.

Luisa le dio las gracias y le despidió conun gesto. El gentilhombre salió fuera del recin-to.

-Ya veis, señora -dijo acremente el capi-tán a la joven-, que vuestra felicidad dura toda-vía.

La joven se levantó con aspecto solem-ne.

-Algún día -dijo- os arrepentiréis dehaberme juzgado tan mal, y ese día, señor, seréyo la que pida a Dios que olvide lo injusto quehabéis sido conmigo. Por lo demás, tanto sufri-ré, que vos seréis el primero en compadecerme.No me reprochéis esa felicidad, señor de Ar-tagnan; me cuesta cara y no he pagado todavíami deuda.

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Al pronunciar estas palabras, se arrodi-lló dulce y afectuosamente.

-Perdón, por ultima vez, mi prometidoRaúl -dijo-. Yo he roto nuestra cadena: los dosestamos destinados a morir de dolor. Tú haspartido el primero: no temas, te seguiré. Ad-vierte, sin embargo, que no he sido una infamey que he venido a darte este supremo adiós. ElSeñor me es testigo, Raúl, de que si hubiesesido necesaria mi vida para rescatar la tuya, lahubiese dado sin titubear. No podía dar miamor. ¡Por última vez, perdón!

Cogió una rama y la clavó en la tierra,luego, enjugó sus ojos empapados en lágrimas,saludó a Artagnan y desapareció.

El capitán vio cómo se marchaban caba-llos, jinetes y carroza, y, cruzando los brazossobre su pecho dilatado:

-¿Cuándo me tocará a mí marchar? -dijocon voz emocionada-. ¿Qué le queda al hombredespués de la juventud, del amor, de la gloria,de la amistad, de la fuerza, de la riqueza?... ¡Esa

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roca, bajo la cual duerme Porthos, que poseyócuanto acabo de nombrar; ese musgo, bajo elcual reposan Athos y Raúl, que poseyeron mu-cho más todavía!

Vaciló un momento, atónita la mirada;luego irguiéndose:

-Adelante siempre -dijo-. Cuando lleguela hora, Dios me lo dirá cómo lo ha dicho a losotros. Tocó con la punta de los dedos la tierrahumedecida por el rocío de la noche, persignó-se como si hubiese tomado agua bendita en unaiglesia, y prosiguió solo, solo para siempre, elcamino de París.

EPÍLOGO

Cuatro años después de la escena queacabamos de describir, dos jinetes con buenascabalgaduras atravesaron Blois cierto día y fue-ron a disponer todo lo indispensable para unacacería en grande que el rey quería hacer en

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aquella llanura accidentada que divide en dosel Loira, y que confina por un lado con Meungy por el otro con Amboise.

Eran el capitán de los lebreles del rey yel halconero, personajes muy respetados entiempos de Luis XIII, pero un tanto descuida-dos por su sucesor.

Aquellos dos jinetes, después de haberrecorrido el terreno, regresaban, hechas susobservaciones, cuando vieron unos pequeñosgrupos de soldados que los sargentos coloca-ban de trecho en trecho en las entradas de loscercados. Aquellos soldados eran los mosquete-ros del rey.

Detrás de ellos venía, sobre brioso caba-llo, el capitán, fácil de reconocer por sus borda-dos de oro. Tenía los cabellos grises, la barbaalgo cana. Parecía un tanto encorvado, a pesarde que manejaba su caballo con desembarazo ytodo lo inspeccionaba en torno suyo.

-El señor de Artagnan no envejece -dijoun capitán de los lebreles a su colega el halco-

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nero-; con diez años más que nosotros, pareceun cadete a caballo.

-Verdad es -repuso el halconero-; veinteaños hace que le veo siempre el mismo.

Aquel oficial se equivocaba: Artagnan,en cuatro años, había envejecido doce.

La edad imprimía sus inexorables hue-llas en cada ángulo de sus ojos; su frente había-se hecho más espaciosa, y sus manos, morenasy nerviosas antes, blanqueaban como si la san-gre comenzara a enfriarse en ellas.

Artagnan se acercó a los interlocutorescon el aire de afabilidad que distingue a loshombres superiores. A cambio de su cortesaníarecibió dos saludos llenos de respeto.

-¡Ah! ¡Dichosa suerte veros por aquí,señor de Artagnan! -exclamó el halconero.

-Más bien me toca a mí decir eso, seño-res -replicó el capitán-; porque, en nuestrosdías, se sirve el rey con más frecuencia de susmosqueteros que de sus aves.

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-No es ahora como en los buenos tiem-pos -suspiró el halconero-. ¿Os acordáis, señorde Artagnan, de cuando el difunto rey corríalas urracas en las viñetas del otro lado de Beau-gency? ¡Pardiez! En aquellos tiempos no eraiscapitán de mosqueteros, señor de Artagnan.

-Y vos no erais mas que cabo segundode terzuelos -replicó Artagnan jovialmente-.Mas no importa, eran los nuevos tiempos, por-que los buenos tiempos son siempre los de lajuventud... ¡Buenos días, señor capitán de lebre-les!

-Reconocido, señor conde -dijo éste.Artagnan nada respondió. Aquel título

de conde no le había afectado: Artagnan eraconde hacía cuatro anos.

-¿Estáis muy fatigado del largo caminoque habéis hecho, señor capitán? -continuó elhalconero-. Me parece que son doscientas le-guas las que hay de aquí a Pignerol.

-Doscientas sesenta de ida y otras tantasde vuelta -dijo tranquilamente Artagnan.

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-Y... ¿sigue bien? -prosiguió el halconeroen voz baja..

-¿Quién? -preguntó Artagnan.-El pobre señor Fouquet -continuó en

voz baja el halconero.El capitán de los lebreles se había apar-

tado por discreción.-No -contestó Artagnan-; el pobre hom-

bre se aflige profundamente; no comprendeque la prisión sea un favor, y dice que el Parla-mento le había absuelto desterrándole, y que eldestierro es la libertad. No se figura que sehabía jurado su muerte, y que, salvar la vida delas garras del Parlamento, es ya deber mucho aDios.

-¡Ah! Sí, el pobre hombre ha rozado elcadalso -respondió el halconero-; dicen que elseñor Colbert había dado ya órdenes al efectoal- alcaide de la Bastilla, y que se había manda-do su ejecución.

-¡Al fin! -dijo Artagnan con aire pensati-vo y como para cortar la conversación.

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-¡Al fin! -replicó el capitán de los lebre-les acercándose-. Ya tenemos al señor Fouqueten Pignerol, y se lo merece; le ha cabido la suer-te de haber sido conducido allí por vos, bastan-te ha robado al rey.

Artagnan lanzó al oficial de los perrosuna mirada severa y le dijo.

-Señor, si me viniesen a decir que oshabíais comido la corteza de pan de vuestrasgalgas, no sólo no lo creería, sino que auncuando fuerais condenado por eso al calabozo,os compadecería y no permitiría que hablasenmal de vos. Sin embargo, señor, por muy hon-rado que seáis, os aseguro que no lo sois másque el pobre señor Fouquet.

Al oir aquella rociada, el capitán de losperros del rey bajó la cabezay dejó al halconero que se acercase dos pasosmas que él al señor de Artagnan.

-Está ufano -dijo el halconero por lo bajoal mosquetero-: bien se conoce que los galgos

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están hoy a la moda; si fuese halconero nohablaría de la misma manera.

Artagnan sonrió melancólicamente alver resuelta aquella gran cuestión política porel descontento de un interés tan humilde; re-flexionó un instante todavía sobre la hermosaexistencia del superintendente, el hundimientode su fortuna, y la lúgubre muerte que leaguardaba, y, para concluir:

-¿Era el señor Fouquet -preguntó-, afi-cionado a pajareras?

-¡Oh! Señor, apasionadamente -respondió el halconero con un tono de amargopesar y un suspiro que fue la oración fúnebrede Fouquet.

Artagnan dejó pasar el mal humor deluno y la tristeza del otro, y continuó avanzandoen la llanura.

Veíase ya a lo lejos asomar a los cazado-res en las salidas del bosque, a los penachos delos escuderos pasar como estrellas errantes por

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los claros, y a los caballos blancos cortar consus luminosas apariciones 'las sombrías espesuras de las matas

-¿Pero nos proporcionaréis una largacaza? -preguntó ArtagnanQuisiera que nosechaseis pronto el ave, pues estoy muy cansa-do. ¿Es un garza real o un cisne?

-Lo uno y lo otro, señor de Artagnan -dijo el halconero-; mas no tengáis cuidado, queel rey no es conocedor; no caza por él, sino por-que se diviertan las damas.

Esta palabra damas fue dicha con talacento, que hizo aguzar el oído a Artagnan.

-¡Ah! -exclamó mirando al halconerocon aire sorprendido.

El capitán de los lebreles sonreía, sinduda para congraciarse con el mosquetero.

-¡Oh! Réios cuanto queráis -repuso Ar-tagnan-; pero nada sé en punto a noticias; lle-gué ayer después de un mes de ausencia. Hedejado la Corte entristecida aún por la muertede la reina madre. El rey no quería divertirse

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desde que recibió el último suspiro, de Ana deAustria; pero todo acaba en este mundo. ¡Si yano está triste, tanto mejor!

-Y todo comienza también -dijo el capi-tán de los lebreles con risa socarrona.

-¡Ah! -exclamó por segunda vez Artag-nan deseoso de saber, pero a quien la dignidadprohibía interrogar a un inferior-. Según eso,¿hay algo que comienza?

El capitán hizo un guiño significativo.Pero Artagnan no quería saber nada de aquelhombre.

-¿Se podrá ver al rey temprano? -preguntó al halconero.

-A las siete, señor, lanzaré las aves.-¿Quién viene con el rey? ¿Cómo va

Madame? ¿Cómo está la reina?-Mejor, señor.-¿Es que ha estado enferma? Desde el

último pesar que tuvo Su Majestad, ha quedadomuy delicada.

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-¿Qué pesar? No temáis decírmelo, miquerido señor. Acabo de llegar.

-Parece que la reina, un tanto abando-nada desde que murió su suegra, se quejó deello al rey, el cual le contestó: ¿Es que no meacuesto con vos todas las noches, señora? ¿Quémás necesitáis?

-¡Ah! -dijo Artagnan-. ¡Pobre mujer!Mucho debe odiar a la señorita de La Valliére.

-¡Oh! No, a la señorita de La Valliére, no-contestó el halconero.

-¿Pues a quién?La bocina interrumpió aquella conver-

sación. Llamaban a los perros y a las aves. Elhalconero y su camarada picaron espuela in-mediatamente y dejaron a Artagnan con la pa-labra en la boca.

A los lejos aparecía el rey rodeado dedamas y jinetes. Toda aquella comitiva avanza-ba al paso, con el mayor orden, y las bocinas ytrompas animaban a los perros y caballos.

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Era aquello un movimiento. un ruido,un espejo de luz del que hoy nada puede daridea, si no es la vanidosa opulencia y la menti-da majestad del aparato escénico.

Artagnan, con vista ya un tanto debili-tada, distinguió tras el grupo tres carrozas; laprimera era la de la reina. Estaba vacía.

Artagnan, que no vio 'a la señorita de LaValliére al lado del rey, la buscó y la vio en lasegunda carroza.

Iba sola con dos mujeres que parecíantan aburridas como su ama. A la izquierda delrey, sobre fogoso caballo, hábilmente maneja-do, brillaba una mujer de sorprendente belleza.

El rey le sonreía, y ella sonreía al rey.Cuando aquella joven hablaba, todo el

mundo reía a carcajadas.-Yo conozco a esa mujer -se dijo- el

mosquetero-. ¿Quién es?Y se inclinó hacia su amigo el halconero,

a quien hizo la pregunta. Iba éste a contestar,cuando viendo el rey a Artagnan:

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-¡Ah, conde! -dijo-. ¿Estáis ya de vuelta?¿Cómo no os he visto?

-Majestad -contestó el capitán-, porqueVuestra Majestad dormía cuando llegué, y nohabía despertado cuando entré de servicio estamañana.

-Siempre el mismo -dijo Luis en voz altay satisfecho-. Ahora os mando que descanséis,y luego venid a comer conmigo.

Un murmullo de admiración rodeó alcapitán como una inmensa caricia. Y todos seagruparon en derredor suyo. Comer con el reyera un honor que Su Majestad no prodigabacomo Enrique IV. El rey dio algunos pasos ade-lante, y Artagnan se vio detenido por otro gru-po en medio del cual brillaba Colbert.

-Buenos días, señor de Artagnan -le dijoel ministro con afable cortesanía-. ¿Habéis teni-do buen viaje?

-Sí, señor -dijo Artagnan saludando,hasta el cuello de su caballo.

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-He oído que el rey os ha convidado asu mesa para esta tarde -continuó el ministro-,y allí hallaréis a un antiguo amigo vuestro.

-¿Un antiguo amigo mío? -preguntóArtagnan removiendo con pena las sombríasondas del pasado, donde se habían sumidopara él tantas amistades y tantos odios.

-El señor duque de Alameda, que hallegado esta mañana de España -respondióColbert.

-¿El duque de Alameda? -repuso Artag-nan suspenso.

-¡Yo! -exclamó un viejo blanco como lanieve y encorvado en su carroza, que hizo abrirpara abrazar al mosquetero.

-¡Aramis! -gritó Artagnan estupefacto.Y dejó, en su misma inercia, que el flaco

brazo del anciano señor rodease trémulo sucuello.

Colbert, después de observar un instan-te en silencio, espoleó a su caballo y dejó a losviejos amigos frente a frente.

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-Así -dijo el mosquetero cogiendo elbrazo de Aramis-, vos, el desterrado, el rebelde,¿estáis en Francia?

-Y como con vos en la mesa del rey -replicó sonriendo el obispo de Vannes-. Veoque os preguntáis, ¿de qué sirve la fidelidad eneste mundo? Dejemos pasar la carroza de esapobre La Valliére. ¡Mirad, qué inquieta está!¿Cómo sus ojos, marchitos por las lágrimas,siguen al rey, que va por allí a caballo!

-¿Con quién?-Con la señorita de Tonnay-Charente,

ahora madame de Montespán -contestó Ara-mis.

-Está celosa, y eso me hace creer que seve engañada.

-Aún no, Artagnan; pero no tardará ensuceder.

Conversaron juntos siguiendo la cacería,y el cochero de Aramis los condujo tan hábil-mente que llegaron en el momento en que el

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halcón alcanzando el ave, la obligaba a abatirsey caía sobre ella.

El rey echó pie a tierra, y madame deMontespán le imitó. Habían llegado ante unacanilla aislada, oculta entre enormes árbolesdeshojados ya por los primeros vientos del oto-ño. Detrás de aquella capilla había un recintocerrado por una verja.

El halcón había obligado a lapresa a caer en el recinto contiguo a aquellacapilla, y Luis quiso penetrar en él para coger laprimera pluma, según costumbre.

Todos hicieron círculo alrededor deledificio y de los setos, demasiado estrechospara recibir a tantas personas.

Artagnan retuvo a Aramis, que queríabajar de la carroza, como los demás, y con acen-to cortado:

-¿Sabéis Aramis -dijo-, adónde la casua-lidad nos ha traído?

-No -contestó el duque.

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-Aquí reposan personas a quienes heconocido -dijo Artagnan, emocionado por untriste recuerdo. Aramis, sin adivinar y con pasotrémulo, penetró en la capilla por una portecillaque le abrió Artagnan.

-¿Dónde están sepultados? -dijo.-Allí, en el recinto. ¿Veis una cruz deba-

jo de aquel pequeño ciprés? Ese ciprés estáplantado sobre su tumba; no vayáis; el rey aca-ba de entrar: la garza real ha caído allí.

Aramis detúvose y se ocultó en la som-bra. Entonces vieron, sin ser vistos, la pálidafigura de La Valliére, que, olvidada en su ca-rroza, había mirado primero melancólicamentea su portezuela; luego arrastrada por los celos,se había adelantado hacia la capilla, donde,apoyada contra un pilar, contemplaba en elrecinto al rey sonriente que hacía señas a ma-dame de Montespán para que se acercase sinmiedo.

Madame de Montespán se aproximó;asió la mano que le ofrecía el rey, y éste, arran-

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cando la primera pluma de-la garza real que elhalcón acababa de estrangular, la prendía alsombrero de su linda compañera.

La joven, entonces, sonriendo a su vez,besó tiernamente la mano que le hacía aquelpresente.

El rey enrojeció de placer, y miró a Ma-dame de Montespán con el fuego del deseo ydel amor.

-¿Qué me daréis vos en cambio? -dijo él.Ella cortó uno de los penachos del ciprés

y se lo ofreció al rey, ebrio de esperanza.-Triste es el regalo -dijo en voz baja

Aramis a Artagnan- porque ese ciprés da som-bra a una tumba.

-Sí, y esa tumba es la de Raúl de Brage-lonne -dijo Artagnan en voz alta-; de Raúl, queduerme bajo esa cruz al lado de su padre At-hos.

Oyóse un gemido detrás de ellos, y vie-ron caer desmayada a una mujer. La señorita de

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La Valliére, que todo lo habla visto, acababa deoírlo todo.

-¡Pobre mujer! -murmuró Artagnan, queayudó a sus doncellas a transportarla a la ca-rroza-. A ella le toca ahora sufrir!

Por la tarde, en efecto, Artagnan se sen-taba a la mesa del rey, entre el señor Colbert yel señor duque de Alameda.

El rey estuvo alegre. Tuvo mil atencio-nes con la reina y mil ternezas con Madame,sentada a su izquierda y muy triste. Parecíancorrer aquellos tiempos de calma en que el reybuscaba en los ojos de su madre la aprobación odesaprobación de lo que decía.

En aquella comida no se habló de que-ridas. El rey dirigió dos o tres veces la palabra aAramis, llamándole señor embajador, lo cualaumentó la sorpresa que ya experimentabaArtagnan de ver a su amigo, el rebelde, tan bienadmitido en la Corte.

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El rey, al levantarse de la mesa, ofrecióla mano a la reina, e hizo una seña a Colbert,cuyos ojos espiaban los del amo.

Colbert hizo rancho aparte con Artag-nan y Aramis. El rey púsose a hablar con suhermana, en tanto que Monseñor, inquieto,conversaba con la reina, sin apartar la vista desu esposa y de su hermano.

La conversación entre Aramis, Artagnany Colbert, versó sobre diversos temas. Habla-ron de los ministros anteriores; Colbert se refi-rió al ministro Mazarino, y se hizo contar algode Richelieu.

Artagnan no podía menos de admirar lagran profundidad y el buen humor que se en-cerraba en aquel hombre de espesas cejas ypequeña frente. Aramis se complacía en veraquel despejo que permitía a un hombre retras-ar ventajosamente el momento de una conver-sación más seria, a la que nadie hacía alusión,no obstante conocer su inminencia los tres in-terlocutores.

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Adivinábase, en la fisonomía con-trariada de Monsieur, lo mucho que le incomo-daba la conversación del rey y de Madame.Esta tenía casi encordados los ojos. ¿Iría quizása quejarse? ¿Iría a armar algún pequeño escán-dalo ante toda la Corte?

El rey la llevó aparte, y, en un tono tandulce, que debió recordar a la princesa los díasen que la amaban por ella misma:

-Hermana mía -dijo-, ¿por qué han llo-rado esos hermosos ojos?

-Señor... -dijo ella.-Monsieur está celoso, ¿no es así, her-

mana mía?Ella miró hacía donde estaba Monsieur,

señal infalible que advirtió al príncipe que seocupaban de él.

-Sí... -contestó Enriqueta.-Escuchadme -repuso el rey-, si vuestros

amigos os, comprometen, no es culpa de Mon-sieur.

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Pronunció estas palabras con tal dulzu-ra, que Madame, animada, cuando tantos pesa-res soportaba hacía tiempo, estuvo a punto deromper en lágrimas, a fuerza de oprimírsele elcorazón.

-Vamos, vamos, querida hermana mía -dijo el rey-; referidme vuestros pesares; a fe dehermano, los compadezco, y a fe de rey, pondrétérmino a ellos.

Ella levantó sus lindos ojos; y con me-lancolía:

-No son mis amigos los que me com-prometen -dijo-, por que están ausentes u ocul-tos, y los han hecho incurrir en la desgracia deVuestra Majestad, siendo tan adictos, tan bue-nos, tan leales.

-¿Eso lo decís por Guiche, a quien hicedesterrar a petición de Monsieur?

-¡Y que desde ese injusto destierro, bus-ca cada día ocasiones de hacerse matar!

-¿Injusto decís, hermana mía?

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-Injusto de tal modo, que si no hubieraprofesado a Vuestra Majestad el respeto mez-clado de amistad que he tenido siempre...

-¿Qué?-Habría pedido a mi hermano Carlos,

con quien todo lo puedo... Luis se estremeció.-¿Qué?-Le habría pedido haceros presente que

Monsieur y su favorito, el señor caballero deLorena, no deben constituirse impunemente enverdugos de mi honor y de mi felicidad.

-¿El caballero de Lorena? -dijo el rey-.¿Esa sombría figura?

-Es mi mortal enemigo. En tanto que esehombre viva en mi casa, donde Monsieur leretiene y le da plenos poderes, yo seré la, ulti-ma mujer de este reino.

-De suerte -dijo el rey con lentitud-, quellamáis a vuestro hermano de Inglaterra mejoramigo que yo...

-Señor, los hechos hablan.-Y preferiríais ir a pedir auxilio a...

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-¡A mi país! -dijo ella con orgullo-. Sí,señor.

El rey contestó:-Sois nieta de Enrique IV como yo, ami-

ga mía. Primo y cuñado vuestro, ¿no vale tantocomo ser el cual, lleno de inquietud, iba a suvuestro hermano camal?

-Entonces -repuso Enriqueta-, obrad.-Hagamos alianza.-Comenzad.-¿Decís que he desterrado injustamente

a Guiche?-¡Oh, sí! -dijo la princesa ruborizándose.-Guiche volverá.-Bien.-Y ahora, ¿decís que soy culpable de

dejar en vuestra casa al caballero de Lorena,que da contra vos malos consejos a Monsieur.

-Tened bien presente lo que os voy amanifestar: el caballero de Lorena, un día...Mirad, si llegó a tener un fin desgraciado, re-cordad que de antemano acuso al caballero de

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Lorena. .. ¡es un alma capaz de cualquier cri-men!

-El caballero de Lorena no os incomoda-rá más, yo os lo prometo.

-Entonces eso es un verdadero prelimi-nar de alianza señor; la firmo... Mas, ya quehabéis dicho lo que haréis por vuestra parte,decid lo que yo debo hacer por la mía.

-Que en lugar de malquistarme convuestro hermano. Carlos, sea yosu amigo más íntimo que nunca.

-Eso es fácil.-¡Oh! No tanto como creéis; porque con

la amistad común, se abraza, se obsequia, y esocuesta solamente un beso o un sarao, gastosfáciles, pero, en la amistad política...

-¡Ah! ¿Es una amistad política?-Sí, hermana mía, y entonces, en vez de

abrazos y festines, lo que hay que proporcionaral amigo son soldados, armados y equipados,buques con cañones y víveres. De ahí resulta

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que no siempre se hallan los cofres dispuestospara hacer esas amistades.

-¡Ah! Tenéis razón -dijo Madame-. Loscofres del rey de Inglaterra son algo sonoroshace algún tiempo.

-Pero vos, hermana mía, que tenéis tantainfluencia con vuestro hermano, obtendréisquizá lo que un embajador no obtendrá jamás.

-Para eso sería necesario que yo fuese aLondres, querido hermano. -Ya lo había pensa-do -repuso con viveza el rey-, y me había dichoque ese viaje os proporcionaría una distracción.

-No hay más contra -interrumpió Ma-dame-, sino que es posible que yo fracase. Elrey de Inglaterra tiene consejeros peligrosos.

-Consejeras, querréis decir.-Precisamente. Si, por ventura, Vuestra

Majestad tuviese la intención... y no hago másque suponer ... dé pedir a Carlos II su alianzapara una guerra...

-¿Para una guerra?

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-Sí. Pues bien, entonces, las consejerasdel rey, que son en número de siete, la señoritaStewart, la señorita Vells, la señorita Gwyn, misOrchay, la señorita Zunga, mis Dawis, y lacondesa de Castelmaine, harán saber al rey quela guerra cuesta mucho dinero, que vale másdar bailes y comidas en Hampton-Count, queequipar navíos de línea en Portsmouth y enGreenwich.

-¿Luego fracasara vuestra negociación?-¡Oh! Esas damas hacen fracasar todas

las negociaciones que ellas no llevan.-¿Sabéis qué idea se me había ocurrido,

hermana querida?-No. Decid.-Pues que buscando bien el lado vues-

tro, tal vez se hallase una consejera que enviaral lado del rey, cuya elocuencia paralizase lamala voluntad de las otras siete.

-Es, en efecto, una idea, señor... y bus-co...

-Encontraréis.

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-Lo espero.-Sería necesario que fuese una persona

hermosa: más vale un rostro agradable que unodeforme, ¿no es cierto?

-Seguramente.-¿Un genio vivo, despejado, audaz?-Sí, por cierto.-En cuanto a nobleza... lo bastante para

aproximarse sin cortedad al rey, y no tanto quepueda creer comprometida su dignidad de es-tirpe.

-Muy exacto.-Y... que supiera algo de inglés.-¡Dios mío! -exclamó con viveza Mada-

me-. Una persona como la señorita de Keroua-lle, por ejemplo.

-Cabal -dijo Luis XIV-; habéis encontra-do... habéis encontrado vos, hermana mía.

-La llevaré conmigo. Creo que no tendrámotivos para quejarse. -No; la nombro desdeluego seductora plenipotenciaria, y añadiré lasrentas al título...

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-Bien.-Que os veo ya en camino, querida her-

mana, y consolada de toda vuestras penas.-Partiré con dos condiciones: la primera

es que he de saber lo que tengo que negociar.-Os lo diré. Los holandeses, como sa-

béis, me insultan cada día en sus gacetas y consu actitud republicana. No me gustan las re-públicas.

-Lo concibo, señor.-Veo con disgusto que esos reyes del

mar, como ellos se llaman, tienen el comerciode Francia en las Indias, y que sus barcos ocu-parán muy pronto todos los puertos de Europa,semejante fuerza está demasiado cerca, herma-na mía.

-Sin embargo, son vuestros aliados.-Por eso han obrado muy mal en hacer

acuñar esa medalla que ya sabéis. que represen-ta a Holanda deteniendo al sol, como Josué, conesta inscripción: El sol se paró ante mi. Es pocofraternal, ¿no os parece?

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-Yo creía que habíais olvidado esa mise-ria.

-Yo jamás olvido nada, hermana mía. Ysi mis verdaderos amigos, tales como vuestrohermano Carlos, quieren secundarme...

La princesa quedó pensativa.-Escuchad, hay que dividir el imperio

de los mares. Prosiguió Luis XIV-. Y en ese re-parto que consiente Inglaterra, ¿cerréis que nopueda yo representar la segunda parte tan biencomo los holandeses?

-Para tratar de esa cuestión tenemos a laseñorita de Keroualle -repuso Madame.

-Veamos ahora vuestra segunda condi-ción para partir, hermana mía.

-El consentimiento de Monsieur, mimarido.

-Vais a tenerlo.-Entonces, iré, hermano mío.Al escuchar estas palabras, Luis XIV se

volvió hacia el punto de la sala en que se halla-

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ban Colbert y Aramis con Artagnan, e hizo. asu ministro una seña afirmativa.

Colbert cortó entonces la conversaciónen el punto en que estaba, y dijo a Aramis:

-Señor embajador, ¿queréis que hable-mos de negocios?

Artagnan se alejó al punto por discre-ción. Dirigióse hacia la chimenea, a distancia depoder oír lo que el rey iba a decir a Monsieur,iba a su encuentro.

El semblante del rey estaba animado.Sobre su frente se leía una voluntad cuya temi-ble expresión no encontraba ya contradicciónen Francia, y no debía encontrarla tampocodentro de breve tiempo en Europa.

-Monsieur -dijo el rey a su hermano-, noestoy contento del caballero de Lorena. Vos,que le hacéis el honor de protegerle, acon-sejadle viajar durante algunos meses.

Estas palabras cayeron con el estrépitode un alud sobre Monsieur, que adoraba aquelfavorito y concentraba en él todas las ternuras.

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Así fue que dijo:-¿Y en que ha podido desagradar a

Vuestra Majestad el caballero?Y lanzó una furiosa mirada a Madame.-Ya os lo diré cuando haya marchado -

replicó el rey impasible-. Y también cuandoMadame, vuestra esposa, haya salido para In-glaterra.

-¿Madame a Inglaterra? -murmuró ató-nito el príncipe.

-Dentro de ocho días, hermano -continuó el rey-; y, entretanto, iremos los dosadonde luego os diré. Y el rey giró sobre lostalones, después de sonreír a su hermano, paradulcificar lo amargo de aquellas dos noticias.

Entretanto continuaba hablando Colbertcon el señor duque de Alameda.

-Señor -dijo Colbert a Aramis-, éste es elinstante de entendernos. Os he reconciliado conel rey, y esto es cosa que se debía a un hombrede vuestro mérito; pero, como algunas vecesme habéis manifestado amistad, preséntase

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ahora ocasión de que me déis una prueba deello. Por otra parte, sois más francés que espa-ñol; así, pues, respondedme francamente, ¿po-demos contar con la neutralidad de España, encaso de guerra con las Provincias Unidas?

-Señor -replicó Aramis-, el interés deEspaña es bien claro. Malquistar con Europa alas Provincias Unidas, contra quienes subsisteel antiguo rencor de su libertad conquistada esnuestra política; mas el rey de Francia es aliadode las Provincias Unidas. No ignoráis, además,que ésa sería una guerra marítima, y que Fran-cia no creo que se encuentre en estado de hacer-la con ventaja.

Colbert se volvió a la sazón, y vio a Ar-tagnan que buscaba un interlocutor mientrasconversaban aparte el rey y Monsieur.

Llamó al mosquetero.Y dijo en tono bajo a Aramis:-Podemos

hablar con el señor de Artagnan.-Sí, por cierto -contestó el embajador.

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-Estábamos diciendo el señor de Ala-meda y yo -prosiguió Colbert -, que la guerracon las Provincias Unidas sería una guerra ma-rítima.

-Es evidente -replicó el mosquetero.-¿Y qué pensáis de eso, señor de Artag-

nan.-Pienso que para hacer esa guerra marí-

tima, necesitaríamos un numeroso ejército detierra.

-¿Eso creéis -dijo Colbert figurándosehaber oído mal.

-¿Por qué un ejército de tierra?-Porque el rey será derrotado por mar, si

no cuenta con los ingleses, y, derrotado pormar, no tardarían en invadir su reino, o losholandeses por los puertos o los españoles portierra.

-¿Siendo España neutral? -replicó Ara-mis.

-Neutral mientras el rey sea el más fuer-te -replicó Artagnan. Colbert admiró aquella

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sagacidad que nunca tocaba una cuestión sinprofundizarla.Aramis sonrió. Sabía que, en punto a diploma-cia, Artagnan no reconocía maestro.

Colbert, que, como todos los hombresde orgullo acariciaba su imaginación con lacerteza de un buen éxito, preguntó:

-¿Y quién os ha dicho, señor de Artag-nan, que el rey no tenga marina?

-¡Oh! No me he ocupado nunca de esosdetalles -repuso el capitán-. Soy un mediocrehombre de mar. Como toda persona nerviosa,aborrezco el mar; no obstante, se me figura quesiendo Francia un puerto de mar de doscientascabezas, con buques se tendrían marinos.

Colbert sacó del bolsillo un cuadernillooblongo, dividido en dos columnas. En la pri-mera había nombres de buques; en la segunda,cifras que resumían el número de cañones y dehombres que tripulaban aquellos buques.

-He tenido la misma idea que vos -dijoal capitán-, y he hecho formar un estado de los

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buques que hemos adicionado. Treinta y cincobuques.

-¡Treinta y cinco buques! -¡Imposible! -exclamó Artagnan.

-Unas dos mil piezas de artillería -dijoColbert-. Eso es lo que el rey posee en este mo-mento. Con treinta. y cinco buques se formantres escuadras; pero yo quiero cinco.

-¡Cinco! -exclamó Aramis.-Que estarán para hacerse a la vela antes

de terminar el año, señores; el rey tendrá cin-cuenta buques de línea. Con eso puede hacersela guerra, ¿no es cierto?

-Construir buques -dijo Artagnan-, esdifícil, pero posible, Respecto a armarlos, ¿có-mo? En Francia no hay fundiciones, ni astillerosmilitares.

-¡Bah! -contestó Colbert con aire satisfe-cho-. Hace año y medio que tengo instaladotodo eso, ¿no do sabíais? ¿Conocéis ad señor deInfreville?

-¿Infreville? -repitió Artagnan -. No.

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-Es un hombre que he descubierto. Po-see una especialidad, la de saber hacer trabajara dos obreros. Es él quien, en Tolón, ha hechofundir cañones y talar árboles de Borgoña.Además, quizá no creáis lo que os voy a decir,señor embajador: he tenido también una idea.

-¡Oh! señor -dijo cortésmente Aramis-;yo siempre os creo.

-Figuraos que, pensando en el carácterde nuestros aliados los holandeses, me he di-cho: ellos son comerciantes y amigos del rey, deconsiguiente, tendrán un placer en vender a SuMajestad lo que fabrican para sí mismos.Cuando más se compra... ¡Ah! He de añadiruna cosa: tengo a Forant... ¡Conocéis a Forant,Artagnan?

Colbert se distraía. Llamaba al capitánArtagnan, simplemente, como el rey.

-Pero el capitán sonrió.-No -replicó-; no le conozco.-Es otro hombre que he descubierto, una

especialidad para comprar. Ese Forant me

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compró trescientas cincuenta mil libras de hie-rro en balas de cañón, doscientas mil de pólvo-ra, doce cargamentos de madera del Norte,mechas, granadas, brea, alquitrán, ¡qué sé yo!,con una economía de siete por ciento sobre loque me costarían todas esas cosas fabricadas enFrancia.

-Es una idea -repuso el capitán-, hacerfundir las balas holandesas que volverán a losholandeses.

-¿Verdad? Con pérdida.Y Colbert se puso a reír con risotada

seca, satisfecho de su chiste.-Además -añadió-, esos mismos holan-

deses construyen al rey, en este momento, seisbuques por el modelo de los mejores de su ma-rina. Destouches… ¡Ah! ¿No conocéis a Destou-ches, quizá?

-No, señor.-Es un hombre que tiene el golpe de

vista muy seguro para decir, cuando se bota unbuque, cuáles son los defectos y las buenas cua-

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lidades de ese buque... ¡Esto vale mucho! LaNaturaleza para todo provee. Pues bien, me haparecido que ese Destouches debía ser hombreútil en un puerto, y vigila la construcción deseis buques de setenta y ocho que las provin-cias construyen para Su Majestad. De todo estoresulta, querido señor de Artagnan, que el rey,si quisiera malquistarse con las Provincias, ten-dría una escuadra no despreciable. Respecto alejército de tierra, vos sabéis mejor que nadie sies bueno.

Artagnan y Aramis se miraron, sor-prendidos del misterioso trabajo que aquelhombre había hecho en pocos años.

Colbert des comprendió, y quedó satis-fecho de aquella lisonja, la mejor de todas.

-Si no lo sabíamos en Francia -dijo Ar-tagnan-, fuera do sabrán menos aún.

-Por eso decía yo al señor embajador -replicó Colbert-, que apaña, prometiendo laneutralidad, e Inglaterra ayudándonos...

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-Si Inglaterra os ayuda -dijo Aramis-, osrespondo de la neutralidad de España.

-Os cojo la palabra -se apresuró a decirColbert, con su brusca campechanía-. Y, a pro-pósito de España, no veo que tengáis aún elToisón de Oro, señor de Alameda. El otro día oídecir al rey que tendría un placer en veros lle-var el gran cordón de San Miguel.

Aramis se inclinó."Oh -pensó Artagnan-. ¡Y Porthos ya no

existe! ¡Cuántas varas de cinta habría para él enestas liberalidades! ¡Buen Porthos!

-Señor de Artagnan -prosiguió Colbert-,ahora nos toca a los dos. Apuesto a que ten-dréis el gusto de llevar a vuestros mosqueterosa Holanda. ¿Sabéis nadar?

Y se echó a reír, como un hombre queestá de buen humor. -Como una anguila -replicó Artagnan.

-¡Ah! Es que hay allá penosas travesíasde canales y pantanos, señor de Artagnan,donde se ahogan los mejores nadadores.

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-Ese es mi estado -respondió el mosque-tero-, morir por Su Majestad. Pero como en laguerra es muy extraño que se encuentre muchaagua sin un poco de fuego, os declaro desdeahora que haré todo cuanto pueda por elegir elfuego. Me hago viejo, y el agua me hiela; elfuego calienta, señor Colbert.

Y Artagnan mostró tal ardor y orgullojuvenil al decir estas palabras, que Colbert a suvez no pudo menos de admirarle.

Artagnan observó el efecto que habíaproducido. Recordó que el buen comerciante esel que vende a alto precio cuando la mercancíatiene valor, y preparó de antemano su precio.

-Así -dijo Colbert-, ¿iremos a Holanda?-Sí -replicó Artagnan-; pero...-¿Pero qué? -interrumpió Colbert.-Pero -repitió Artagnan-, hay en todo la

cuestión de interés y la cuestión de amor pro-pio. No es mal sueldo el de capitán de mos-queteros; pero notad qué ahora tenemos losguardias del rey y la casa militar del rey. Un

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capitán de mosqueteros debe mandar a todoeso, y entonces absorbería cien mil libras al añopor gastos de representación y de mesa...

-¿Suponéis acaso que el rey vaya a rega-tear con vos? -dijo Colbert.

-¡Eh! Señor, no me habéis comprendido-replicó Artagnan seguro de haber triunfado enla cuestión de intereses-; os decía que yo, viejocapitán, jefe en otro tiempo de la guardia delrey, con salida para mariscal de Francia, me vi,cierto día de trinchera, con otros dos iguales amí, el capitán de los guardias y el coronel co-mandante de los suizos. Ahora bien, por nin-gún precio sufriría yo eso. Tengo viejos hábitos,y estoy muy apegado a ellos.

Colbert sintió el golpe. Pero estaba yapreparado.

-He pensado en lo que decíais hace poco-dijo.

-¿En qué, señor?-Hablamos de dos canales y lagos en

que es fácil ahogarse.

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-¿Y qué?-Y afirmo que el ahogarse en ellos es por

falta de un barco, de una tabla, de un bastón.-De un bastón, por corto que sea -dijo

Artagnan.-Precisamente repuso Colbert-. Así es,

que no tengo noticia de que se haya ahogadoningún mariscal de Francia.

Artagnan palideció de alegría, y, convoz poco segura:

-Muy orgullosos estarían de mí en mipaís -dijo-, si fuese yo mariscal de Francia; peropara lograr el bastón es preciso haber mandadoen jefe una expedición.

-Señor -dijo Colbert-, en este cuaderno,que os ruego examinéis, veréis un plan decampaña que haréis ejecutar al cuerpo de tro-pas que el rey pone a vuestras órdenes para lacampaña de la primavera próxima.

Artagnan cogió temblando el cuaderno,y, encontrándose sus dedos con los de Colbert,

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el ministro estrechó lealmente la mano del mos-quetero.

-Señor -le dijo-, los dos teníamos quetomarnos mutuamente un desquite. Yo ya hecomenzado. ¡Ahora os toca a vos!

-Os debo una reparación, señor -replicóArtagnan-, y os suplico digáis al rey que en laprimera ocasión que se me ofrezca cuente conla victoria, o con mi muerte.

-Voy a mandar bordar desde ahora -dijoColbert-, las flores de lis de vuestro bastón demariscal.

Al día siguiente, Aramis, que marchabaa Madrid a fin de negociar la neutralidad deEspaña, fue a abrazar a Artagnan en su casa.

-Amémonos por cuatro -dijo Artagnan-;no somos ya más que dos.

-Y tal vez no vuelvas a verme más, que-rido Artagnan -dijo Aramis-. ¡Si supieses cuán-to te he querido! Yo soy ya viejo, estoy en-fermizo, y, por decirlo así, muerto.

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-Amigo mío -dijo Artagnan-, tú vivirásmás que yo, pues la diplomacia te manda vivir,al paso que a mí el honor me condena a morir.

-¡Bah! Los hombres como nosotros, se-ñor mariscal -dijo Aramis-, no mueren sinosaciados de alegría y de gloria.

-¡Ay! -replicó Artagnan con triste sonri-sa-. Es que ahora no me encuentro ya con apeti-to, señor duque.

Abrazáronse de nuevo, y, dos horasdespués, se habían ya separado.

LA MUERTE DE ARTAGNAN

Contrariamente a lo que acontece siem-pre, en política como en moral, todos cumplie-ron sus promesas e hicieron honor a sus com-promisos.

El rey llamó al señor de Guiche y deste-rró al caballero de Lorena, lo cual ocasionó aMonsieur una enfermedad.

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Madame marchó a Londres, donde seaplicó con tanto empeño a hacer apreciables enel ánimo de Carlos II, su hermano, los consejospolíticos de la señorita de Keroualle, que sefirmó por fin la alianza entre Francia e Inglate-rra, y los barcos ingleses, aparejados por algu-nos millones de oro francés, hicieron una terri-ble campaña contra las escuadras de las Pro-vincias Unidas.

Carlos II, que había prometido una gra-cia a la señorita de Keroualle por sus excelentesconsejos, la hizo duquesa de Portsmouth.

Colbert había prometido al rey, buques,municiones y victorias; y, como se sabe, cum-plió su palabra.

Por último, Aramis, en cuyas promesaspodía fiarse menos que en las de los demás,escribió a Colbert la carta siguiente, relativa alas negociaciones de que se había encargado enMadrid:

"Señor Colbert:

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"Tengo el honor de enviaros al R.P. Oliva, general interino de la Compañía deJesús y sucesor mío provisional.

"El reverendo padre, señor Colbert, osenterará de que conservo la dirección de todoslos asuntos de la Orden que conciernen a Fran-cia y España; pero no quiero conservar el títulode general, que arrojaría demasiada luz sobre lamarcha de las negociaciones que se digna en-cargarme Su Majestad Católica. Recobraré eltítulo, por orden de Su Majestad, cuando lle-guen a buen término los trabajos que, de acuer-do con vos, he emprendido para la mayor glo-ria de Dios y de su Iglesia.

"El R. P. de Oliva os enterará también,señor, del consentimiento otorgado por Su Ma-jestad Católica a la firma del tratado que afian-za la neutralidad de España, en caso de guerraentre Francia y las Provincias Unidas.

"Tal consentimiento será válido auncuando Inglaterra, en vez de tomar una parteactiva, se contente con permanecer. neutral.

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"Respecto a lo que ya tenemos habladoconcerniente a Portugal,puedo aseguraros que esta nación contribuirácon todos sus recursos a ayudar en la guerra alrey Cristianísimo.

"Os suplico, señor Colbert, me conser-véis vuestra amistad, creáis en mi profundaadhesión, y pongáis mis respetos a los pies deSu Majestad Cristianísima.

"Firmado: DUQUE DE ALAMEDA."

Aramis, por tanto, había hecho más quelo que había ofrecido; faltaba saber de qué mo-do el rey, el señor Colbert y el señor de Arta-gnan serían fieles unos para otros. En la prima-vera, como lo había predicho el señor Colbert,el ejército de tierra entró en campaña.

Precedió, en magnífico orden, a la cortede Luis XIV, que a caballo y rodeado de carro-zas ocupadas por damas y cortesanos, conducíala flor de su reino a aquella fiesta sangrienta.

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Verdad es que los oficiales del ejércitono escucharon más música que la artillería delos fuertes holandeses; pero fue suficiente paramuchos que encontraron en aquella guerra,honores, ascensos, la fortuna o la muerte.

El señor de Artagnan marchó, mandan-do un cuerpo de doce mil hombres, caballería einfantería, con los cuales recibió orden de to-mar las distintas plazas, que formaban los nu-dos de aquella red estratégica llamada la Frisia.Ningún ejército fue llevado con mayor gala auna expedición. Los oficiales sabían que su jefe,tan prudente, tan astuto como bravo, no sacrifi-caría un hombre ni una pulgada de terreno sinnecesidad.

Tenía las viejas costumbres de la guerra:vivir sobre el país, sostener al soldado cantan-do, y al enemigo llorando.

El capitán de los mosqueteros del reyponía el mayor esmero en demostrar que sabíabien su oficio.

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Jamás se vieron ocasiones mejor es-cogidas, golpes de mano con tanto acierto apo-yados, ni faltas del enemigo tan bien aprove-chadas. El ejército de Artagnan tomó doce pla-zas pequeñas en un mes.

Estaba en la decimotercera, y ésta resis-tía hacía cinco días. Artagnan mandó abrir bre-cha sin cuidarse de suponer que los sitiadospudieran sostenerse tanto tiempo.

Los gastadores y los trabajadores eran,en el ejército de aquel hombre, un cuerpo llenode emulación, de ideas, y de celo, porque lostrataba como soldados, sabía hacerles adquirirgloria en las fatigas, y nunca les obligaba a ma-tar sino cuando no podía impedirlo.

Y era de ver el afán con que descuajabalas pantanosas glebas de Holanda. Aquellosturbales y aquellas gredas se fundían, al decirde los soldados, como la manteca en las inmen-sas sartenes de las amas frisonas.

Artagnan expidió un correo al rey paradarle noticia de los últimos triunfos, lo cual

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redobló el buen humor de Su Majestad, así co-mo sus disposiciones para obsequiar a las da-mas.

Las victorias del señor de Artagnan da-ban tanta majestad al príncipe, que madame deMontespán sólo le llamaba Luis el Invencible.

De suerte, que la señorita de La Valliére,que no llamaba al rey más que Luis el Victorio-so, perdió mucho en la gracia de Su Majestad.Por otra parte, casi siempre tenía los ojos enro-jecidos y, para un invencible, nada es tan fasti-dioso como una querida que llora, cuando todosonríe en torno suyo. El astro de la señorita deLa Valliére se eclipsaba en el horizonte entrenubes y lágrimas.

Pero el regocijo de madame de Montes-pán aumentaba con los éxitos del rey, a quienconsolaba de las demás desgracias. Todo esto lodebía el rey al señor de Artagnan.

Su Majestad quiso recompensar sus ser-vicios, y escribió lo siguiente:

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"Señor Colbert, debo cumplir una pro-mesa al señor de Artagnan, que cumple las su-yas. Ha llegado la hora de hacerlo, y al efecto seos facilitarán oportunamente las órdenes preci-sas.

Luis."

Colbert, en consecuencia, entregó aloficial, enviado de Artagnan, una carta paraéste y un cofrecillo de ébano incrustado en, oro,que en apariencia no era muy voluminoso, peroque indudablemente debía pesar mucho, pues-to que se dieron al mensajero cinco hombres afin de ayudarle a llevarlo.

En cuanto llegaron al frente de la plazaque sitiaba el señor de Artagnan, es decir, al'anochecer, dirigiéronse al alojamiento del ge-neral.

Allí supieron que el señor de Artagnan,disgustado por una salida que había hecho elgobernador de la plaza, hombre solapado; y en

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la cual había logrado cegar las obras, matarsetenta y siete hombres, y dar principio al repa-ro de una brecha, acababa de ponerse al frentede diez compañías de granaderos para comen-zar los trabajos.

El enviado del señor Colbert tenía ordende presentarse al señor de Artagnan doquieraque estuviera y a cualquiera hora del día o de lanoche. Por tanto, encaminóse hacia las trinche-ras seguido de su escolta.

Artagnan se hallaba al descubierto delos fuegos, con su sombrero galoneado, su lar-go bastón y sus grandes paramentos dorados.Mordisqueaba su bigote blanco, y sólo se ocu-paba en sacudir con la mano izquierda el polvoque arrojaban sobre él al pasar los proyectilesque agujereaban el suelo.

En medio de aquel espantoso fuego quellenaba el aire de silbidos, veíase a los oficialesmanejar la pala, a los soldados arrastrar loscarretones, mientras que enormes faginas, con-ducidas por diez o veinte hombres, cubrían el

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frente de la trinchera, vuelta a abrir por aquelesfuerzo del general animando a los suyos.

Todo había quedado restablecido en treshoras. Artagnan empezaba a hablar más dul-cemente. Se calmó del todo cuando el jefe de losgastadores fue a decirle, sombrero en mano,que la trinchera se hallaba practicable.

Apenas hubo acabado de hablar aquelhombre, cuando una bala le llevó una pierna ycayó en brazos de Artagnan.

Éste levantó al soldado, y tran-quilamente, con toda suerte de halagos, lo bajóa la trinchera, entre los entusiastas aplausos delos regimientos.

Desde aquel momento no fue ardor elde éstos, sino delirio; dos compañías corrieronocultas hasta las avanzadas, y las destrozaronde una embestida. Cuando sus compañeros,contenidos por Artagnan con gran trabajo, lasvieron dueñas de los baluartes, arrojáronse delmismo modo, y al punto se dio un asalto furio-

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so a la contraescarpa, de la cual dependía lasalvación de la plaza.

Artagnan comprendió que sólo le que-daba un medio para contener a sus tropas, y erael hacer que se apoderasen de la plaza; por tan-to, las lanzó en masa contra dos brechas, quelos sitiados se ocupaban en reparar. El choquefue terrible; dieciocho compañías tomaron par-te en él, y el capitán se situó con el resto a me-dio tiro de cañón para sostener el asalto porescalones.

Oíanse claramente los gritos de losholandeses apuñalados sobre sus piezas por losgranaderos de Artagnan; la lucha continuabaanimada por la desesperación del gobernador,que disputaba palmo a palmo sus posiciones.

Artagnan, con objeto de hacer cesar elfuego y acabar de una vez, envió otra columna,que agujereó como una barrena las puntas mássólidas, y pronto se vio en las murallas, entre elfuego, correr a los sitiados perseguidos por lossitiadores.

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Entonces fue cuando el general, respi-rando y lleno de placer, oyó decir a su lado:

Señor, cuando queráis, de partedel señor Colbert.

Y rompió el sello de una carta redactadaen estos términos:

"Señor de Artagnan: el rey me encargaparticiparos que os ha nombrado mariscal deFrancia, en recompensa de vuestros servicios ydel honor que añadís a sus armas. "El rey estáencantado, señor, con vuestras conquistas, y osordena principalmente acabar con el sitio quehabéis comenzado, con felicidad para vos yéxito para él."

Artagnan estaba de pie, el rostro enar-decido la mirada centelleante. Y alzó la vistapara ver los progresos de sus tropas sobre lasmurallas envueltas en torbellinos negros y ro-jos:

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-Acabé -dijo al mensajero-. La ciudad séentregará dentro de un cuarto de hora.

Y continuó su lectura:

"El cofrecillo, señor de Artagnan, es elpresente que yo os envío. No os molestará elver que mientras vosotros, los guerreros, des-envaináis la espada para defender a vuestrorey, anime yo las artes pacíficas adornándooscon recompensas dignas de vos.

"Me recomiendo a vuestra amistad, se-ñor mariscal, y os suplico creáis en la mía.

"COLBERT."

Artagnan, ebrio de contento, hizo unaseña al mensajero, que se acercó con el cofreci-llo en las manos. Mas, en el instante en que elmariscal iba a examinarlo, una fuerte explosiónresonó sobre las murallas y llamó su atenciónhacia el lado de la ciudad.

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-Es raro -dijo Artagnan- que no vea aúnla bandera del rey sobre las murallas ni se oigarendirse.

Lanzó trescientos hombres de refresco, alas órdenes de un oficial lleno de ardor, y orde-nó abrir otra brecha.

Luego, más tranquilo, se volvió hacia elcofrecillo que le presentaba el enviado de Col-bert. Aquella era su fortuna, la había ganado.

Extendía ya el brazo para abrir el cofre-cillo, cuando una bala, disparada de la ciudad,lo aplastó entre los brazos del oficial, hirió aArtagnan en pleno pecho, y lo derribó sobre unmontón de tierra, mientras que el bastón florde-lisado saliendo de los flancos mutilados de lacaja, fue rodando a ponerse en la desfallecidamano del mariscal.

Artagnan procuró levantarse, y aun secreyó que había caído sin herida; pero de pron-to resonó un grito espantoso en el grupo de ofi-ciales que le rodeaban. El mariscal estaba cu-

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bierto de sangre; la palidez de la muerte subíalentamente a su noble rostro.

Apoyado en los brazos, que de todaspartes le tendían para recibirle, pudo todavíadirigir sus miradas hacia la plaza, y divisar labandera blanca en la cima del baluarte prin-cipal; sus oídos, sordos al murmullo de la vida,percibieron débilmente los redobles de las cajasque pregonaban la victoria.

Apretando entonces con su crispadamano el bastón bordado de flores de lis en oro,abatió hacia él los ojos, que no tenían ya fuerzapara mirar al cielo, y cayó murmurando estaspalabras extrañas, que a los soldados asombra-dos parecieron palabras cabalísticas, palabrasque en otro tiempo habían representado tantascosas en la tierra, y que nadie comprendía, a noser el moribundo que las pronunciaba:

-Athos, Porthos, hasta la vista. ¡Aramis,adiós para siempre!

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De los cuatro valerosos hombres cuyahistoria hemos relatado, no quedaba ya másque un cuerpo. Dios había recobrado las almas.

FIN TOMO II