esperpentia digital n°10

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ESPERPENTIA Digital N°10 / Mayo Literatura, Arte y Realidad Edición Digital N°10 Mayo / Agosto 2012 L Buenos modales

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Revista Esperpentia. Literatura, arte y realidad.

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Literatura, Arte y Realidad

Edición Digital N°10 Mayo / Agosto 2012

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Sumario Mayo — Agosto 2012

Poesía chilena

actual Retratos Hablados

Por Maximiliano Díaz Santelices

Página

4

Poesía chilena

actual Perro Viejo

Por Claudio Sepúlveda

Página

9

Narrativa

chilena actual Enano mental

Por Sergio Sarmiento

Página

11

Matadero

Palma Rumbo a lo desconocido

Por Solano San Martín

Página

15

Teatro

al instante Los invasores en otoño

Por Absalón Echeverría

Página

24

Teatro

al instante

Las brujas de Salem

Un clásico que se desarma Por Absalón Echeverría

Página

26

Opiniones

y disparos

A propósito de “Las brujas de Salem” de A. Miller

Brujas por todos lados Por Cristiano Pinochet

Página

28

Opiniones

y disparos

"Correspondencia Tardía", de Claudio Sepúlveda

Ya no hay tiempo para adaptarse Por Francisco Quiroz

Página

30

Imprecaciones Terapia Intensiva Por Rainier Alda

Página

32

Imprecaciones Peras y Poder Por Rainier Alda

Página

34

Fotografía Cuasimodo en Batuco Por Emilio Serey

Página

36

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Revista ESPERPENTIA

Literatura, Arte y Realidad Fundada el año 2000

Dirección y Edición

Sergio Sarmiento M.

Diagramación

Sparky

Colaboraron

en este número

Maximiliano Díaz Santelices

Emilio Serey

Mauricio Rojas

Claudio Sepúlveda

Francisco Quiroz

Lugar de origen

Batuco, Santiago, Chile

Periodicidad

100% irregular

Correo electrónico

[email protected]

Los artículos que contiene la presente edición se publicaron originalmente en el sitio web:

www.esperpentia.cl

Edición Digital N°10

Mayo — Agosto 2012

PERMITIDA

SU REPRODUCCIÓN

CITANDO LA FUENTE

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Poesía chilena actual

Retratos Hablados

Por Maximiliano Díaz Santelices

INÚTIL «Con el agua cae angustia»

(Carlos Pezoa Véliz)

Estás anclado a la cama con una pierna inútil que te pesa como cinco toneladas de malas noticias1 mientras el invierno se te instala en los dormitorios, en las mesas y en los cuchillos de la cocina. La puerta del baño entreabierta invitándote a una ducha que no te puedes dar un teléfono suena, el mundo está lejos en otro hemisferio los autos pasan, y la gente camina plácida por las calles sin conciencia de sus perfectos pasos piensas y le das vuelta a esa idea detenido, varado, encallado cabeceando las mismas murallas signos y anticipo de días más oscuros inevitables, marginales de la muerte suburbios que hay que transitar… de cuando en cuando. Es la metafísica del convaleciente, es la grisura que cae en esta tarde fría y lluviosa sobre la soledad de los enfermos. ______________________ 1Diagnóstico: «Rotura de tendón de Aquiles».

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ARENA CONTAMINADA Vivo mirando el mar, desde el negocio que atiendo, un mar contaminado y una playa sucia de arena negra frente a mi ventana también está la industria, chimeneas y humo todos los días los miro y miro las mesas que sirvo las mesas y los clientes: obreros, trabajadores, familias de paso que almuerzan y se van rápido, alguna persona solitaria, parejas que parece que estuvieran huyendo porque aquí ya no hay nada que ver todo se lo llevó el humo y lo que quedó en pie se lo llevó el terremoto aquí no hay nada que ver salvo unas chozas a la orilla de la costanera containers donde hoy viven personas oscuras que se alimentan de deshechos aquí no hay nada que ver, salvo basura bazofia acumulada, bares clandestinos donde los hombres se emborrachan el sábado por la tarde para luego encamarse con sus mujeres que aburridas y gordas abren sus piernas al orinal. Esta es mi ciudad, sin jardines, junto al mar y su bahía espeluznante. A veces un cliente me sonríe, pero hace tiempo que dejé de creer hace tiempo que dejé de amar, tengo el corazón lleno de clavos, sucio de aguas servidas, contaminado, como esta playa en la cual ya nadie se puede bañar por eso de repente siento que debería irme, empezar de cero volver al sur, ir nuevamente a Santiago enamorarme otra vez, con eso sueño cuando me acuesto luego de ver un rato tele y rezarle a la virgen, sueño con un hombre que llegue al restaurant donde sirvo y me saque de ahí, un hombre de ojos claros y manos firmes un hombre en fin, que me lleve con él en eso también pienso cuando miro las mesas y en la bandeja llevo los menús: pescado frito, cazuela de ave o de mariscos, carne mechada. Eso me salva y me da ánimo. Paso entre las mesas aburrido, pero arrogante. Hace tiempo que dejé de ser la loca del pueblo, hace tiempo que ya nadie me toca el poto para reírse de mí porque soy más hombre que cualquiera y pa' eso trabajo arriendo mi pieza y tengo mis cosas, maricón, sí maricón, pero digno no un puta casada como hay muchas, que se la maman al marido borracho para que no la dejen botada porque no le presto el poto a nadie, ni menos lo arriendo en eso sí que estoy claro, tampoco quiero trasplantes, ni silicona, no quiero transformarme, soy maricón y punto, solo en mi pieza escuchando la radio AM los domingos por la mañana boleros y tangos, los mismos que escuchaba mi mamá

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hace cuarenta años cuando era chico, y vivíamos los dos en una pieza de una casa con jardín. A veces voy a la playa donde ya nadie va, con mi sombrilla floreada, y en el mismo lugar que me ponía con mi mamita extiendo mi toalla colorinche, me saco las chalas y hundo los pies en la arena negra y tibia al fondo el mar y sus olas de desagüe murmuran gritos de otras épocas cierro los ojos y escucho los antiguos rumores de la playa de la gente, vecinos, niños y vendedores ofreciendo su mercadería con casas lindas arriba de los cerros y el futuro como una playa limpia un corazón fresquito recién estrenado donde no hay mesas ni clientes ni chimeneas, ni humo, ni recuerdos duros, ni terremotos, ni vejez, ni soledad, y cuando lo único que esperaba de la vida eran unos ojos claros y unas manos firmes.

Portada de "Retratos Hablados"

PATER FAMILIAS En el cajón de mi velador hay una foto destello y guiño de otro tiempo en ella estás tú en una cancha de barrio joven y futbolista, tu pie sobre una pelota, como sobre el mundo en esta foto de hace cincuenta años abrazas a un tío que ahora es viejo.

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Hay algo en ti que me recuerda otro rostro: el mío, nunca pude conocerte, solo tengo esta foto, y un día entre los días como un árbol en un bosque quiero decir igual a otro llamé a tu casa y tú me respondiste con una voz que no reconocí te dije quien era hubo un silencio que duró medio siglo y luego dijiste: «siempre esperé esta llamada». Quedaste de visitarme otra promesa que no cumpliste no hablé nunca más contigo, pero aún tu foto está en el cajón y a veces cuando lo ordeno la veo otra vez en blanco y negro, la pelota como el mundo, tú, joven vestido de futbolista y ahí está, la imagen sin memoria, entre papeles viejos, llaveros inútiles, tijeras, cortaúñas, entradas al teatro o cuentas por pagar, en fin, cosas que padecen, manchadas por el tiempo. ESCRITOR En este rincón de Chiloé en una casa empinada sobre la calle Coloane mientras los otros cocinan llenando ollas con cebolla, ajo y arroz machas con queso en el horno y el vino blanco enfriándose el poeta, inútil, escondido escribe mirando el horizonte de verde y mar inventa redondas metáforas alejado del mundo de sartenes y platos escribe mirando el paisaje de viento y crujidos la puerta suelta de la reja, la escala coja el humo de los cerros, más allá del canal imagina, ensueña extrae palabras, mientras los niños juegan y los adultos cocinan y preparan la mesa, él no puede hacer nada más que escribir frente a omnímodas salmoneras escribe con vergüenza de ser un inútil cocinero de ser solo un buen degustador de vinos y machas, pues escribir lo proscribe, lo enfrenta a la mirada de los otros

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que sí trabajan, por eso escondido entre el viento y el sol arrellanado contra la pared de la casa escribe en esta casa empinada sobre la calle con nombre de escritor, preparándose no sé, quizá para ayudar a lavar los platos. ________________________ Textos tomados de "Retratos Hablados" Ediciones Esperpentia - Santiago de Chile, 2012

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Poesía chilena actual

Perro Viejo

Por Claudio Sepúlveda

COMPOSICIÓN DE AGOSTO No hay que ser un genio para saber que fracasé. Sentí una voz repitiendo: para no perderte debes mantener la fe que hay en ti. Sobre todo si has dejado de sentir una boca fresca y ya no te dan ganas de emborracharte con los insaciables amigos. Demás está explicar esto, midiendo mis años en esta cárcel que yo mismo creé. Sin que nadie llame a la puerta, aunque sea para satisfacer el misterio de una fingida amistad. Así me paseo como un demente y espío a quienes arman y desarman sus vidas en la corta distan-cia que hay entre una y otra pared. Como el perro de la casa del frente, que se vuelve arisco al pasar un mensajero o los testigos de Jehová. Pareciera que el tiempo se detiene cuando veo cómo se deshace la figura de hielo que fabricaron niños en la calle y las palabras se devuelven como una gran mandíbula sobre mí. Sí, el invierno es más crudo de lo que imaginé observando esta luna que nace tras el hielo y evoca tiempos en que vivía con Amanda o cuando le robé, en la siesta, una de sus pastillas a la mamá Raquel. Nada importa si consigo ver un almendro cargado de pétalos que se desvanece al expirar agosto, y gallinas picoteando bajo la desarticulada batea, cacareando locuras y despertando el amanecer incipiente del día. Agosto confunde y es refugio donde suelo ir a verme la cara con los restos de los muebles, que gritan mi nombre en la casa que jamás ha sido mía. Porque la lluvia golpea los cristales y es urgente pálpito de aguacero, pensando qué haré conmigo cuando los extraños se pierdan bajo la bruma y un pájaro tue tue cruce el cielo buscando escondite. Tal vez estos son mis días y esta misiva no cumpla con ninguna regla. Y ha de ser el llanto deses-perado por mantenerme en pie.

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CONFESIÓN DE OTOÑO Soy feliz con la vida que llevo y cada vez que pienso en Amanda me digo: sin ella jamás habría alcanzado esta suerte de bienestar. Claro está que nunca exigió nada y se conformó con las so-bras que caían de la mesa del gerente comercial. Sé que con ella no he sido un buen amante, por escurrir siempre uno que otro desliz. Pero tengo la fe grande y tengo que aceptar el destino de mi alma, temperamental y adicta. Tal como ha sido la sangre del emigrante que viene poseído por la fuerza de otro mar. DESTELLO EN EL HORIZONTE Soy quien se cuela por tu ventana y la parte íntegra del reloj que marca el sentido. Vivo por el destello que emerge de los montes, abrigando viejas ecuaciones y nuevas latitudes para acercar-me a la simetría ofrecida por tu vientre. Soy principio envuelto en el final. Un remo deslizado en el agua. La honestidad viva en el poema. El oasis donde bebo junto a los vagabundos. El misterio de las cartas nunca enviadas. La luz que guía a los forasteros en noches más oscuras que mi pensa-miento. El mar encabritado por las mañanas. Un bosque en llamas incendiado por las luciérnagas. Los tremendos viajes que hago para verte. La suerte desvanecida en la hoja en blanco, cuando la realidad me diga que no tendré valor para volver a escribirlas. ____________________________ Textos tomados de "Perro Viejo (poemas de anticipo)" Ediciones Esperpentia - Santiago - Enero 2012

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Narrativa chilena actual

Enano mental

Por Sergio Sarmiento

Le dije que como a los dos años me aburría de las minas con que estaba. Ella abrió los ojos exa-geradamente. Venas enrojecidas había en sus pupilas. A mí me pasa lo mismo, indicó. Yo bajé la cabeza. Sobre el piso había una tapita de gaseosa. Me agaché a recogerla. Era de piña. Después la miré a la cara. E hice la pregunta del millón: ¿cuánto tiempo llevas con tu pareja actual? Doblé la tapita de gaseosa dejándola en el cenicero. Con Rodrigo vamos a cumplir dos años el próximo mes, dijo sonriendo maliciosamente. Temía escuchar esa respuesta. Temía escuchar también algo peor para mi ego. En realidad todas las alternativas me resultaban negativas. Mi vida estaba impecable. Todos lo decían. Era vox populi. Puta que bien está el Robinson ahora que dejó el carrete. Le hizo bien establecerse con una mina sana, no con una loca como las que antes se buscaba. Y claro, los comentaristas tenían razón. Dejé de andar de ciudad en ciudad buscando algo que ni yo mismo podía definir. ¿Una estética? ¿Un paisaje? ¿Una ideología? ¿Una musa? ¿Un héroe? ¿Una droga nueva? ¿El número 10 del Eternauta -edición original- que algún chistoso me había robado? Abandoné ese camino, que me dio momentos esplendorosos y largas estancias en el infierno, por algo mucho más tranquilo. Mirar la vida con ojos menos trágicos. También con menos esperanza. Tuve un exceso de esperanza. Me empoté de esperanza. Ese fue mi mal. A medio andar me di cuenta del error y comencé a podar ciertos hábitos, ciertos condicionamientos. Achiqué el futuro a dos o tres meses. Achique también el ego. Lo dejé de un tamaño bastante compacto, muy maniobrable, muy transportable. El árbol había crecido más de la cuenta. Mucha rama. Y ahora estaba todo bien, todo resultando. Ahora era un hombre normal. No un personaje de Sófocles. Ahora era un tipo común, un tipo de esos que aspiran a evitar las tormentas y privile-gian la búsqueda de la estabilidad por sobre todas las cosas. Un hombre exitoso, una especie de cliente ideal de banco o de compañía de seguros. En eso me había convertido. Ese era mi orgullo. Y no me sentía mal. Respiraba bien en medio de toda esa monotonía. No sé por qué, entonces, me hallaba en la mesa de un céntrico restaurante intentando engrupir a la Luna Martínez, una periodista que, dos días atrás, había conocido en el lanzamiento de un libro. No sé, tampoco, por qué le dije que como a los dos años me aburría de las minas con que vivía. Era un dato clave, un dato de seguridad nacional. Apreté la tapita de la gaseosa. Estamos listos, dije. ¿Listos para qué? Para nada, perdón, para nada. La Luna Martínez se rió fuerte. Te pasaste, qué eres loco, exclamó entre carcajadas. Tiene que haber sido un gesto de amabilidad. Una persona normal no reacciona de esa forma ante una frase tan poco graciosa. Seguramente estaba volada. Hablaba harto de marihuana. Le pregunté si se había fumado algo. Respondió que nada. Tengo la mente totalmente limpia, señaló con orgullo. Enseguida pasó a referirse a unos cultivos que un hermano de la mujer de su mejor ex amigo, un tal Raimundo, nieto de un antiguo candidato a presidente de la repúbli-ca, mantenía en un ropero de su departamento.

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La cosa es que nos fuimos a fumar un pito en una plaza cercana. Sentados en una banca verde, cerca de unas tarotistas que nos miraban con ojos raros, bajo el tenue sol de mayo aspiramos el humo. Y mientras fumábamos fuimos dándonos cuenta que no nos conocíamos casi nada. Y nos preguntamos si era necesario conocerse. Y qué significaba conocerse. Conocerse en el estilo bíblico significa tener sexo, dijo ella, sabiendo que yo ya lo sabía. Y que todo Chile lo sabía. Miré a la tarotista más cercana. Tenía la carta del ahorcado en la mano. Si se arriesgó al cliché es por algo, me dije. Y pensé que la Luna Martínez, en ese mismo momento, tenía la vagina hinchada, húmeda y caliente. Y sentí un enorme terror. Y al mismo tiempo sentí que mi pene se conmovía profundamente, como un niño frente a dios. Conócete a ti mismo, dije para salir de la situación. Tarea imposible, tarea para Superman, dijo ella de manera irónica. Y agregó que esa idea, que según recordaba estaba escrita en un viejo templo griego, era una estafa. Y no una estafa cual-quiera, sino el comienzo de la estafa. Su broma anterior, estaba claro, había sido un paso en falso. La mina no era tonta. La mina era peligrosa. Y lo estaba demostrando. Toma, ofreció después, fuma. Y me pasó el pito. Apreté el cigarrillo de marihuana bien firme y aspiré intensamente. Un hombre disfrazado de dinosaurio pasó por mi lado y me entregó un volante. Convide una fumadita, amigo, no sea mala onda, dijo. Le iba a pasar la droga, pero sin esperar una respuesta se marchó. Lo vi irse por la vereda repartiendo publicidad. Los niños lo observaban con atención. Los adultos lo evadían como a una peste. Volví a aspirar. Y contemplé a la Luna Martínez. Estaba mirando –muy concentrada– las vitrinas de una supertienda del retail. Una supertienda que había estafado a medio mundo y que seguía funcionando como si nada. Igual que la religión. Igual que la filosofía. Igual que la política. Examiné la vitrina: había dos maniquíes tras los cristales. Estaban junto a un árbol otoñal confeccionado con alambre, trozos de género y hojas de papel brillante. Uno corres-pondía a una mujer de cabello cobrizo y ropa ejecutiva, mujer que me hizo recordar a Francisca, mi mujer actual, la mina que me había convertido en un hombre de bien. El otro maniquí no se parecía para nada a mi persona. Seguramente era el tipo que Francisca se merecía. Un hombre elegante, muy bien vestido, con ojos seductores y corbata de seda. Un tipo con buena pega, cero dudas y kilómetros de futuro por delante. No un economista renegado que escribía versos. Un soñador sin sueños que funcionaba tan estable como un robot. Miré a mi compañera ocasional: seguía pegada en la vitrina. El mes pasado, con Rodrigo, pintamos la casa, dijo la Luna Martínez con nostalgia. Estuvimos como dos semanas con el hueveo. Y todo se veía la raja. Se veía tan la raja que tuve temor de seguir. Comprometerse demasiado es como negativo, sugerí. Claro, dijo ella, hay que mantener la distancia, no permitir que nadie se meta demasiado contigo. Que no lleguen al área chica, agregué. ¿Cómo?, preguntó ella con sorpresa. ¿Un escritor que da ejemplos con un deporte tan vulgar y machista y mercantilizado como el fútbol? Me gusta la literatura, pero también soy arquero de fútbol. Juego en el equipo de mi barrio. Antiguamente también desprecia-ba este deporte, el fútbol es para los idiotas, afirmaba a quien quisiera escucharlo, pero hoy es mi gran válvula de escape. Ah, qué charro, dijo ella. E hizo un gesto de asco. Después lanzó una carcajada. No, me da lo mismo, no te molestes, es que no te imaginaba en algo tan popular. El mundo está muy raro, respondí. Fue en ese momento cuando no acercamos demasiado. Y ya no había más que abrazarse, tocarse, en fin, precalentar para el partido decisivo. Nos besamos como lobos que saborean la sangre de sus víctimas. Luego nos miramos a la cara. Sus ojos decían que todo iba bien. Mi sangre le agradaba. Y otra vez sentí terror. Pensé en Francisca.

Decidimos tomar una malta. Por algún motivo ambos teníamos recuerdos familiares con tal bebi-da. Y nos pareció mágico descubrirlo. Buscando un sitio donde beber la oscura sustancia camina-mos por San Martín hacia Huérfanos. En el camino le conté que estaba escribiendo un libro de cuentos. Me preguntó por los personajes. Son seres cotidianos, respondí. Tú misma podrías ser un personaje. O una parte de ti misma. O ese señor que anda vendiendo la ley. O esa mina que atiende la caja del supermercado. O esa anciana anaranjada que barre la calle. Me preguntó en qué trabajaba. Da lo mismo, respondí. Mejor mantengamos el misterio. Yo tampoco sé en que trabajas. Y por ahora preferiría no saberlo. Desnudarse de a poco, que buena idea, me parece bien, dijo ella. Cruzamos el puente que atraviesa la carretera. Y nos dirigimos hacia Santiago anti-guo. Yo intenté recordar cómo era mi vida antes de conocer a Francisca. Lo primero que me vino a la mente fue un montón de deudas. Y un estado de ánimo depresivo. Y harta rabia sin clasificar. Y muchas minas desengañadas. Y unas cuantas, más listas, que me agarraron para el hueveo. Y un cansancio enorme. Y una sensación ridícula de intentar desafiar a todo el mundo sin argumen-tos claros, sin cuchillos afilados. Tomé mi celular y lo puse en vibrador. Eran las cinco treinta de la tarde. Francisca, a esa hora, regresaba de la corporación. Seguramente había pasado a comprar

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pan y algo para la once en la amasandería del barrio. Sin darnos cuenta llegamos a la plaza Bra-sil. Y en vez de ir a beber malta nos sentamos otra vez en un escaño. Nos acomodaban los esca-ños. El cielo brillaba con un celeste intenso y oscuro. Frente a nosotros unos niños jugaban una pichanga. La Luna Martínez me pidió otro pito. Y se puso a fumar sin preocuparse de la pareja de pacos que, en la esquina, conversaban con el guardia de la plaza. Un hombre gordo, sin un esta-do físico adecuado para el cargo que ejercía. Estaban en un pequeño quiosco mitad lata, mitad vidrio, ausentes del mundo, enfrascados en una conversación que yo nunca podría descifrar. Pensé que ya era hora de irme. Era definitivo: no quería engañar a Francisca. Igual, con lo que había hecho, hasta cierto punto la había engañado, la estaba engañando. Pero no era para tanto, no era irremediable. Un niño dio un pase errado y la pelota llegó a mis pies. Me levanté del escaño pateando suavemente la pelota. Ya, a ver si me hacen un penal, dije desafiante. Y me paré entre un par de skates que hacían de arco. Pena máxima, dijo un niño, imitando la voz de un conocido relator deportivo. Pena máxima, señores, dijo otro, uno que estaba sudado, tomando la pelota y poniéndola en el punto penal. La Luna Martínez me miraba con una sonrisa idiota en la cara. Se le había pasado la mano con el pito. El niño corrió fuertemente. Y sacó un disparo que no pude atajar.

Fuimos a un restaurante que estaba a un costado de la plaza. Apenas entramos la Luna Martínez fue al baño. Necesitaba orinar urgente. Tomó un estuche pequeño y dejó su bolso en una silla. Cuando se perdió en el pasillo que conducía a los servicios higiénicos lo abrí. Necesitaba saber con quién estaba tratando. Una ventaja necesaria, me dije. Entre una enormidad de cosas que había en su bolso –cosméticos, lápices, lentes, una naranja reseca, pañuelos desechables, una calculadora china, pilas, analgésicos- me llamó la atención una gran cantidad de material feminis-ta: volantes, trípticos, autoadhesivos. Pertenecían a una organización llamada MAS MUJER. Abrí un volante. Hablaba del derecho al aborto. Y me alegré. Sería un polvo seguro. Yo tampoco quería hijos. Menos con ella. Abrí otro volante. Había un montón de consignas denostando la violencia en contra de las hembras. Más abajo se refería a los derechos reproductivos de las féminas. Inspec-cioné los autoadhesivos. También me siento lesbiana, decían. Y eso me dejó un poco confundido. Vi a una mujer viniendo desde el pasillo por donde se había perdido la Luna Martínez. Y pensando que mi compañera estaría por llegar cerré el bolso atolondradamente. Enseguida llamé a la garzo-na y pedí una malta. Mientras esperaba la bebida pensé que tal vez todo se trataba de una tram-pa. Me vino la paranoia e imaginé que la periodista era una loca que buscaba tomar venganza contra los tipos que engañaban a sus minas. Se me ocurrió que tras entrar al motel se transfor-maría en una especie de superheroína feminista. Se pondría una malla estrecha, y un antifaz, y una capa, convirtiéndose en algo así como la Araña Negra o la Mantis Religiosa. Vestida de tal forma ejercería contra mí una justicia sádica. Torturas amparadas por un revólver, un puñal o algo parecido. Por desleal, por traidor, por no ser capaz de mantener un compromiso serio con Francis-ca, por jugar con las emociones femeninas. Después de múltiples vejaciones, algunas bastante crudas y morbosas, la Luna Martínez me cortaría los testículos y el pene para dejarme atado so-bre la cama, desangrándome. Y huiría por una ventana, como volando.

Mi acompañante llegó del baño y tras confesar que se sentía bastante volada indicó que lo estaba pasando la raja. Me saqué a Rodrigo de la cabeza, dijo. De aquí a mañana Rodrigo no existe. Yo le dije que me alegraba. Pero en realidad no me alegraba. Yo no me había sacado a Francisca de la cabeza. Menos la idea de estar con una sicópata vengadora. Ella se sentó muy cerca. Y bajo la mesa me tocó los muslos suavemente. Quiero malta, dijo. Y me examinó con ojos sensuales. Se veía hermosa. Y su hermosura me hizo pensar que estaba especulando a partir de nada. O casi nada. Estoy con una periodista, me dije. Y las periodistas investigan. Seguramente está haciendo un reportaje acerca del movimiento feminista. Un reportaje que saldrá en un diario, en la tele o en un libro. Tal vez sea una periodista de esas que hacen libros de investigación, pensé. Como la gran Patricia Verdugo. Y me quité presión de encima. Y tomé la botella de malta y le serví un va-so. Y moví mi cabeza siguiendo el ritmo de una canción de moda que alguien había puesto en el wurlitzer. Una canción tonta, pero necesaria, como dice un amigo. Después metí mi mano bajo la mesa y toqué sus piernas. Estaban calientes. Ella se acercó más a mi lado. Dicen que en Cum-ming hay muchos moteles, señaló. Muchos, repliqué. Entonces mi teléfono se puso a vibrar insis-tentemente. Te están llamando, dijo Luna. Da igual, respondí. Y la abracé e intenté besarla mien-tras observaba, en la calle, un plátano oriental enorme anocheciendo. Ella se hizo a un lado. Con-testa tu celular, espetó. Seguramente es Francisca, mi pareja, dije. Por eso mismo, contesta,

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¿cómo la vas a dejar esperando? A mí no me gustaría que Rodrigo me hiciera algo así. Pensé que te habías sacado a Rodrigo de la cabeza hace rato, señalé con algo de rabia. El hecho de que tengamos una aventura no significa que deje de respetar a mi pareja, respondió con fuerza. Con-testa, tal vez tiene un problema, un accidente o algo parecido, añadió con voz más suave. Mi celu-lar dejó de vibrar. Ya no está llamando, dije.

Salimos del restaurante camino a un motel. Era inevitable. Cruzamos la plaza donde antes estu-vieron los niños jugando fútbol, improvisada cancha donde fui sentenciado con la pena máxima. Y mientras caminaba pensé que tenía que irme. Francisca estaba en casa, esperándome, mientras yo perdía el tiempo con una mina que a pesar de ser totalmente atractiva: ojos achinados, pechos enormes, cabello dulce, cintura delgada, no me daba confianza. Tal vez el famoso Rodrigo no existía y la Luna Martínez estaba simulando solo para ejecutar su venganza de género. Llama a Rodrigo, le exigí, justo cuando pasábamos frente a un antiguo colegio de monjas. Quería saber si el tipo existía de verdad. ¿Cómo? Llama a Rodrigo para decirle que estás bien, seguramente está preocupado, insistí. Rodrigo sabe que hoy llego tarde, ya le avisé, fue la respuesta. Una monja sesentona y pequeñita salió del colegio. Tenía la espalda curvada. Seguro que el peso de dios la dejó así, me dije. Y sentí tristeza por la monja. Y también por Francisca. Y también por mí mismo. Todos cargamos un destino negro y gravoso en la espalda. Algo como un enorme cerro quemado en la espalda. Pero todos seguimos adelante como si nada pasara, como si fuese lógico e inocuo deformarse, como si el peso que soportamos fuese parte de nuestro cuerpo y no un invasor. Me di cuenta que no gobernaba mi propia vida. Y que tal vez nunca lo haría de verdad. A veces me mandaba la calentura, otras el terror. Y parece que no había punto intermedio. Me había estableci-do y todo estaba bien, todo tranquilo, pero sin ninguna sorpresa. Con Francisca –estaba claro- no iba para ninguna parte. Con la Luna Martínez tampoco. Sería un polvo y chao. Un polvo con la posibilidad de terminar capado. Me detuve en seco. ¿Otro pitito?, sugirió mi sensual acompañante, que pese a toda su agudeza mental aún no captaba mis señales de duda. No, le dije, mejor me voy. No soy capaz de engañar a la Francisca, me da lata, mentí. Qué tanto, exclamó ella. Y volvió a los lugares comunes: ojos que no ven, corazón que no siente, señaló con desparpajo. Y se puso frente a mí con su cuerpo impecable y sus ojos maravillosos. Podía percibir su respiración. Y su olor embriagante. Nos vemos, dije automáticamente. Ella pasó una mano por mi cabello, como peinándolo de manera maternal. Imaginé que los escritores, dijo, eran tipos más evolucionados, tipos que al menos habían logrado separar el amor del sexo, pero me equivoqué y otra vez pierdo mi tiempo con un enano mental. Enseguida se dio vuelta y sin decir adiós caminó en dirección al paradero de buses. Detenido bajo el mismo plátano oriental que había visto anochecer desde el restaurante, la observé desaparecer entre la gente que a esa hora transitaba por la plaza. Recordé a Francisca. Y automáticamente tomé mi celular. Y activé el sonido. Y respiré aliviado. Enseguida di media vuelta. Moviéndome despacio me fui alejando de Luna Martínez, la súper hembra, pen-sando que parece que había cometido un grave error, o un gran acierto, no estaba claro. Un viento tibio llegó de no sé dónde. Y seguí caminando. Me dirigía hacia el Metro. Uno de sus atochados carros me llevaría donde Francisca, la mujer que dicen me salvó del infierno. Francisca, que tam-bién es hermosa, que también es sensual, que también tiene neuronas. Llegué a la boletería con la sensación de que cualquier decisión que hubiese tomado era un error, que lanzándome para la izquierda, o para la derecha, o quedándome detenido en el centro del arco, o volando, o tirándome a ras de piso, igualmente mi valla hubiese sido batida magistralmente por el miedo, que las oficia de goleador estrella en este campeonato de barrio donde hoy gasto mi tiempo y mi alma.

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Matadero Palma

Rumbo a lo desconocido

Por Solano San Martín

Rompemos los vidrios del Liceo 12 cuando ya es de noche y gozamos arrancando con nuestros rostros pintados con corcho quemado. También les agarramos el culo a las minas con yámper y

desaparecemos raudos.

Gozo, también, pidiéndole al chofer de la Matadero Palma que me lleve gratis. ¿Hasta dónde?, me dice. Hasta el paradero, le respondo. Viajo hasta Américo Vespucio. Al final del trayecto está la piscina Mirasol. No entro porque no llevo dinero, pero mironeo a los bañistas y a las bañistas. Aquí está rodeado de cerros. Debe ser un cordón cordillerano, la nieve está muy lejos. Mi profesor de

Historia me ha enseñado que es la Cordillera de la Costa.

No hago ninguna tarea si mi madre no me obliga y amenaza. No les encuentro sentido, sin embar-go sé que los Mayas conocieron el cero, que parásito es una palabra esdrújula, que para restar o sumar fracciones de distinto denominador, se debe calcular un mínimo común múltiplo, que Cristóbal

Colón llegó a América por pura casualidad y que los nativos eran los Caribes y no los Caníbales.

Veo una teleserie venezolana donde el galán es José Luis Rodríguez. Una vez que almuerzo, me

instalo en el sillón, me arrellano en él y me acerco la estufa.

Me quedé dormido y me he quemado el calcetín. Esto implica conflictos con mis hermanas, por-que me adueño del sillón. No veo ninguna otra posibilidad más que insultarlas. Ellas se coluden, aúnan fuerzas, pero yo tengo toda la calle a mi favor. Debo golpear a una o a ambas, incluso es-cupirlas. Nunca me arrepiento. Son unas zorras. Cuando era más niño me vestían con sus ropas y me integraban en sus jugarretas, aunque yo me oponía porque prefería la pelota de fútbol que me

había regalado mi padre. En sus juegos me decían Marta y yo me avergonzaba.

Aprendo rápido. Si mi madre me pide que la acompañe a la feria, yo encantado. Si me pide que vaya a buscar a mi hermana al jardín infantil, también voy, pero lo pienso seriamente. Prefiero ir al hipódromo con el Rana o al cine Libertad a ver películas italianas y de western. Las mujeres de esas historias me entusiasman. Llevan sus senos semi-descubiertos y se acuestan con el jovenci-

to. Nunca logro verles su cuerpo desnudo.

El Puma, cuyo peinado es imitado por el Roco, canta en las teleseries. Canta como en el Festival de Viña. Se enamoró de una chica con antifaz. Sospecho que hicieron el amor, pero nada de eso

se puede ver, por eso voy al cine Chile. Allí vi “A los cirujanos se les va la mano”.

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Se me acumulan las tareas y por eso peleo con mi madre. Yo me niego a hacerlas, a pesar de la anotación negativa o la nota deficiente. Mis cuadernos están arrugados, no me interesan, pero pongo atención en clases. He aprendido palabras nuevas: vértigo, lenguaraz, iniciático, Teotihua-

can.

Mi madre opta por darme un charchazo. Ha sido su último recurso, pero no demuestro dolor. Eso sí que me embronco con ella, la aborrezco. Me amenaza con regalarme a los gitanos. Yo sé que son malos, que hacen brujerías, que las mujeres leen la suerte y predicen el futuro. Sé que son hediondas. Doña Hortensia hizo pasar al patio de su casa a tres gitanas. Vi cómo una de ellas le tomaba su mano izquierda y le decía que era una mujer muy valiosa y que iba a vivir muchos años más. Yo escuché claramente que le dijo que se iba a quedar sola con sus cuatro hijos y se quedó sola con sus cuatro hijos. Su esposo, don Bonifacio, chofer de la Maipú Villa Olímpica, se fue de la casa, luego de un par de semanas. Doña Hortensia les dio a las gitanas un paquete con merca-derías. Yo estaba encaramado en el muro. Una gitana me pilló. Tenía los ojos verdísimos. Ella me

gustó, era muy joven y la encontré parecida a una de las chiquillas de las películas italianas.

En el mismo lugar donde las gitanas le leían la suerte a doña Hortensia, una vez le di inmensa pateadura a su hijo, Eliodoro. Le saqué sangre de nariz y boca. En realidad, yo no pateaba si no era necesario. Sólo le propiné los mejores combos certeros en el rostro, aunque no quería. Soy

pacífico, pero cuando me buscan la bronca, se las tienen que ver conmigo.

Una vez veníamos en patota desde Villa Brasil. Habíamos ganado en todos los partidos de baby fútbol. Yo estaba en primera infantil y era quien hacía los goles. Usaba zapatillas Tigre. De pronto me aver-

gonzaba que me alabaran demasiado, porque hacía todos los goles y no me cansaba nunca.

Debiera estar en cuarta. Soy más pequeño que los demás, pero tengo talento. Nunca me han dado una patada o un codazo. El cojo Félix aleonó al guatón Leo para que me tocara la oreja, pero con escupo. No entiendo por qué el guatón se atrevió. Debe haber pensado que alguien lo defen-dería, pero sucede que nadie intercedió por él. Yo no quería golpearlo, pero ya estaba dentro del código de honor y esto significaba que si yo me quedaba, era un cobarde y el guatón se adjudica-ba el título de vencedor de una reyerta que nunca fue. Hasta último minuto no quise pelear, cosa que le indicaba al gordo que yo le temía, además que el coro que lideraba el cojo Félix, indicaba

que tenía a todo el público a su favor.

Yo venía caminando solo, todo transpirado y agotado, había hecho todos los goles de mi equipo. Sólo quería llegar a casa para beberme un tremendo vaso de jugo y luego bañarme. Los bombe-ros en la esquina de Dorsal con Adolfo Guzmán estaban haciendo sus ejercicios, era día domingo. El guatón se atrevió nuevamente a tocarme, en medio de la algarabía de bomberos, mi oreja, claro que con sus dedos con escupo. Esto me enfureció. Si se metía el cojo, yo arrancaría. El cojo tiene, por lo menos 17 ó 18 años. Nadie se metió en nada y le di la golpiza de su vida al guatón. Mi estilo de boxeo es rápido. Aunque venía cansado del partido, le hice al gordo una serie de fintas y ama-gos, puesto que lo único que sabe hacer, es luchar. Tiene fuerza, pero no es inteligente y rápido y yo sí. Logró, definitivamente, llevarme al terreno más escabroso y en el que se siente más cómo-do. Lo tironeé de la polera y se la rajé entera. El gordo se puso a llorar y la pelea se dio por termi-

nada. No le quedó otro recurso, al maricón, que ir a acusarme a mi madre.

De vez en cuando voy a la biblioteca de mi colegio. El profesor Domínguez nos está enseñando a hacer carpetas de investigación. Nos dice que deben tener Introducción, Desarrollo y Conclusión. A mí me tocó una disertación sobre Carlo Magno. Debo prepararla con el Claudio Tobar. He aprendido que los germanos son ahora los alemanes y que éste fue un gran emperador. El viejo Domínguez en quinto nos hizo leer “El principito” y nos lee, ahora, poemas de (y lo pronuncia síla-

ba por sílaba) Rai-ner Ma-rí-a Ril-ke. Nos dice que fue un gran poeta.

Mi madre me obliga a que use clips para que mis cuadernos no se arruguen, pero en vano insiste. La altero, sin querer, por cierto, pues la amo mucho. La amo tanto, que ni tonto le digo qué estuve haciendo ayer jueves durante toda la tarde. Sé que me anduvo buscando para que fuera a com-prar un kilo de pan a la panadería Santa Catalina, pero debió enviar a mis hermanas donde el viejo Fermín que da sólo los diez panes justos. En la Santa Catalina, las chicas lindas del mesón,

dan doce en un kilo.

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En cuanto almorcé y vi la teleserie, me cambié ropa y partí con el Hugo, el Vampiro, el Garrafa, el Huaso y el Banana al cerro de La Pincoya. Allá el huaso tiene parientes, y a veces, tomamos on-ce, donde una tía de él. Le pedimos al chofer de la micro Peñalolén Quilicura que nos lleve y él, encantado. Ni siquiera se pregunta si hacemos o no tareas, o si nuestros padres saben dónde

andamos.

El Hugo pudo haberse muerto. Nosotros le dijimos que no se tirara al canal porque la corriente es muy brava. Veníamos de vuelta con unas bolsas repletas de sapolio. Hay un cerro de sapolio. Nosotros raspamos una cantera con una piedra filuda y el polvo lo vamos juntando en nuestras bolsas. Todos ellos se lo dan a sus madres para que refrieguen las ollas, pero yo ni tonto. ¿Qué ando haciendo, y sin permiso, en los cerros de La Pincoya, cuando debiera estar en mi casa

haciendo tareas? Por lo tanto, boto mi bolsa llena.

Me han prohibido terminantemente, juntarme con el Huaso y el Rana. Ambos ya han repetido curso. Son grandes amigos, pero son pésimos estudiantes de séptimo año de la escuela 125. Yo deseo que mi madre me cambie de colegio. Estudio en sexto en el Independencia, es particular, y algo exclusivo. Sin embargo la 125, según mi madre, está repleto de torrantes y jamás permitirá que yo estudie ahí. En realidad, a mí no me interesa aprender nada de los profesores. Yo quiero pasarlo bien con el Rana, le gritamos a la gente cosas como “hijos de Alí Babá y las cuarenta

putas”. Luego, arrancamos, muertos de risa.

Le hemos robado pan corriente al indio de la camioneta, mientras entra con el inmenso canasto donde el viejo Fermín. Están calentitas las marraquetas. El viejo nos odia, sabe, aunque no nos ha pillado, que le robamos los Topo Gigio y las papas, que luego nos arrojamos entre nosotros mis-mos. En el robo de las bandejas de huevo no participé. Supe que los quebraron en los muros de

las casas, mientras corrían despavoridos y muertos de risa por los pasajes de la Villa.

El Rana nos quita las bolitas de cristal cuando jugamos a La Troya. Cree que no nos damos cuen-ta, pero sabemos que la suela de su zapato tiene un hoyo. No podemos decirle nada, pues nos golpea. Es mejor tenerlo de amigo y convidarle lo que uno anda comiendo, antes que lo quite. No convida nada de lo suyo, todo lo escupe para que nadie le pida. Todo lo roba, el granuja. Es el

líder del grupo.

Me llamo Solano San Martín y estoy enfermo. Mi madre, en vez de cuidarme o mimarme, me recrimina. La abuela escucha la radio Colo-Colo, pero duerme y ronca. Mi madre dice que es todo por mi culpa, por ejemplo, dice que ando a pie pelado y el fléxit o la baldosa de la cocina es muy helada y, eso es

peor. No me deja jugar al trompo en el living, de manera que debo hacerlo escondido en mi pieza.

No he podido ir al colegio en tres días. Hoy casi no podía hablar cuando me desperté. Fue terrible, nunca me ha sucedido. Tengo una tos extraña y ni voz tengo y por eso me he puesto a llorar, pero todos duermen, es decir mi madre y mi abuela. Mi papá ya se fue al trabajo, al turno de las siete

de la mañana y mis hermanas, ya están en el colegio.

La abuela ha comenzado a levantarse y me lleva desayuno a la cama. Es muy dulce y tierna. Me dice que soy su favorito. Si supiera que le intruseo el cofre, que le leo las cartas, que le robo dine-ro y que me pajeo con sus Candilejas, me mata. A mis hermanas las reta y las pellizca. Bueno, a mí también, de vez en cuando, si es demasiada mi insolencia. Pero no le falto el respeto, sin em-

bargo, a mi madre sí.

La abuela me da todos los meses una mesada y por ello debo cumplir con ciertas obligaciones. Por ejemplo, acompañarla a cobrar su jubilación al Seguro Social por ahí por Patronato y al Club de viejas, perdón, de abuelas al que pertenece. Ahí vamos una vez por semana a una once con tortas y queques. La abuela Purísima canta tangos y rancheras. Mi abuela está orgullosa de mí, se los dice mientras habla maravillas mías. Que soy muy tranquilo, les dice, que soy tan respetuoso y

que me veo tan bonito leyendo.

Me ha llevado los antibióticos. Es tanta la obstrucción que tengo en mi garganta que me cuesta mucho tragármelos. Me duele la cabeza cuando toso, me duele la espalda, me duele todo el cuer-

po. Yo no quiero estar así.

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Mejor, me dice, te los daré molidos. A ver si así te los puedes tragar. Buena idea, le digo, mézcla-

melos con un poco de té con limón.

Estar en cama me pone muy triste. Los tangos que escucha la abuela son así de tristes. Escucha el programa completo de Alodia Corral. Estoy con mi cuadernillo de apuntes, mi diario secreto, nadie sabe de su existencia, ni mis hermanas. Escribí lo que alcancé a retener en mi memoria de

un tango que escuchaba de la radio y que lo tarareaba fervorosamente:

Sentir,

que es un soplo la vida,

que veinte años no es nada,

que febril la mirada

errante en la sombra

te busca y te nombra.

Le pido que me explique eso de un soplo la vida. Claro, si tengo 77 y quisiera verte casado, con familia, también, como abuelo, pero no podré llegar más allá de los ochenta u ochenta y cinco y si

es que a los noventa. Entonces, ¿Cómo no va a ser un soplo la vida?, me responde.

Sospecho que quiere decir que la vida es breve. Ella usa la palabra efímera. Dice que la abuela Raquel vivió hasta los 96. Yo sé, por lo que mi madre nos ha contado, que cuando éramos peque-ños y vivíamos en Playa Ancha, la Bisabuela Raquel vivió unos meses con nosotros porque nadie se quiso hacer cargo de ella. Pasaba acostada y había que hacerle el aseo diario en la cama.

Cuando le preguntaban cómo estaba, respondía: aquí estoy toda meada y toda cagada…

Otra canción que le gusta mucho a la abuela es la que en parte, también, escribo en mi cuaderno:

Yo adivino el parpadeo

de las luces que a lo lejos

van marcando mi retorno.

Son las mismas que alumbraron

con sus pálidos reflejos

hondas horas de dolor.

¿Quién es el que canta todo esto?, le pregunto. El Zorzal criollo, me responde. Pero él no escribía

estas canciones, sino que lo hacía su amigo Alfredo Le Pera, me insiste.

Con ella me entretengo porque me habla de la tía Elvira y del abuelo Rosendo cuando vivía en

Cauquenes. El abuelo trabajó en las salitreras como carabinero por allá por los años veinte.

Pude dormir relativamente bien, aunque tuve una serie de pesadillas. Soñé con arañas, pero no sé si antes de dormirme las vi en la pared. Mi pieza tiene un muro de madera, y entre ella y el muro de ladri-llo estucado con yeso, hay una pequeña separación. Claro que hay un junquillo, aunque se deja entre-

ver una rendija y por ahí puede estar el pasadizo que da con el submundo de las arañas.

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Antes de acostarme reviso bien, pues una vez ya me pasó. Sucede que sentía un cosquilleo en mi pierna y no era una pulga. Estaba casi dormido y supongo que de tanto revolcarme, seguramente por efecto del calor o no sé qué, desperté y recordé que algo me picaba o me cosquilleaba. Enton-ces, encendí la lámpara y tiré las ropas de cama hacia atrás para poder observar bien y precisa-mente había una araña moribunda que pataleaba de manera desesperada. Terminé de matarla,

era de rincón. No pude dormir durante casi toda la madrugada.

Corrí la cama para que no topara con el muro y luego el cubrecama lo arremangué para que no topara el suelo. Finalmente, miré detenidamente bajo el catre y sólo vi pelusas. No me atrevo a abrir las cortinas de la ventana, pues de pronto me siento observado. Yo sé que no anda nadie en

el patio, pero veo luces que se mueven de aquí para allá y de allá para acá.

Un inmenso haz de luz irrumpió en mi pieza cuando ya me había atrevido a apagar la lámpara. No entiendo qué sucede. Sé que no estoy soñando. Sé que el sueño fue con arañas y con inmen-sas arañas. Alguien levantaba los cojines de un sillón desvencijado. La pieza era de piso de made-ra. Las arañas eran tan grandes que parecían cangrejos, aunque no se desplazaban ni se movían de manera oblicua, pero estaban ahí y se me erizaban los pelos. Sólo una de ellas se movió y rápidamente hacia debajo de la cama. En realidad parecían flores de cardo como los que hay en el campo. Son lilas y rosadas. Busco desesperado bajo la cama y aprovecho de golpear a las que quedan sobre el sillón y que están inmóviles. Las golpeo con una cartulina enrollada, pero no tiene sentido, no son arañas, son vilanos, cientos de vilanos de colores. Entonces busco a la que se escapó y que es la más grande, sin embargo, no hay nada. Por eso me atormento y no puedo seguir durmiendo. La curiosidad me corroe. Debe ser algo así como las tres o cuatro de la madru-

gada. Definitivamente, me levanto y voy hacia el patio. Estoy muerto de miedo.

Quiero saber qué sucede en el patio, pero si anda algún ladrón, cómo lo hago, ¿Debiera darle un golpe con este fierro? ¿Con este fierro con el que mi padre no se atrevió a golpear a un borracho que atrapó

dentro del jeep? No se atrevió, pero no porque fuera un cobarde, sino porque es un tipo muy bueno.

Mi padre y mi madre dormían plácidamente en la cama de dos plazas. Mi madre tiene el sueño muy liviano y despierta por cualquier ruido. También ella veía luces, haces de luces que irrumpían de manera violenta hacia dentro de su pieza. Quiso saber si dormía o estaba despierta y descu-brió que, en realidad, estaba despierta. Entonces le dio un codazo a mi padre, pero mi padre tiene el sueño muy pesado. No despierta por nada. Por eso tuvo que remecerlo y así lo logró despertar-lo. Le dijo, mira, Solano, están encendidas las luces del cacharro y se escucha este tremendo ruido. Por su parte, mi padre, comprendió que los espejos de sus sueños no estaban quebrados y que esto no era un sueño, sino que era la pura y santa verdad. Entonces, tuvo que levantarse, como yo ahora, e ir a ver qué sucede en el patio. Lo primero que hizo, fue correr el visillo y mirar por entre medio. Había un tipo dentro del jeep. Sí, hay un tipo dentro por lo que tendré que ir con

este fierro, Leila. Tú te quedas aquí dentro y ni siquiera se te ocurra salir, entendiste, le dijo.

Se puso los pantalones y los bototos, se abrochó la camisa y cogió el fierro que descansaba a un costado de su cama. Lo sintió bastante pesado, lo calibró y se golpeó suavemente, tres veces, su palma derecha, luego imaginó cómo le quedaría la cabeza a este tipo cuando le propinara el

terrible fierrazo.

Caminó lentamente hacia el pasillo, luego se dirigió hacia el comedor, y en puntillas, avanzó hasta la puerta que abrió como los ladrones profesionales de las películas. No se escuchó ningún ruido de bisagras y pudo desplazarse con plena seguridad hasta el patio donde estaba el jeep. Sintió temor, temor de que pudiera llegarle un balazo o una puñalada con ajo, en el momento menos esperado. Aún así, continuó con su travesía. Enfiló rumbo hacia el farol que alumbra el patio y desde allí observó un vacío de tono claroscuro. Respiró hondo y con cierta dificultad pudo tragar

algo de saliva, aunque el cosquilleo en la boca del estómago, casi lo enloquecía.

Ya estaba a veinte centímetros de la puerta del cacharro. Pudo mirar, como un voyeur, hacia el interior sin ser observado. Efectivamente ahí estaba el supuesto ladrón. Hurgueteaba en las guan-teras y se guardaba en los bolsillos de su vestón raído algunas tuercas y ampolletas quemadas, como también el amuleto con los dos chinitos que mi padre golpeaba tres veces, pues eran de

madera, antes de emprender un viaje.

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Tomó la manilla de la puerta derecha y abrió suavemente, pero de manera rauda, se apoyó con la mano izquierda en el techo del jeep y tomó fuertemente el fierro con la derecha, con plena seguri-dad y confianza. En ningún momento titubeó, luego dijo, como nunca antes, porque nunca nadie lo ha visto enojado ni golpeándose con nadie, ¡Sale de ahí hueón o te doy un fierrazo de la puta

madre…!

El ladrón no se inmutó y articuló frases que mi padre no logró entender, sólo escuchó la palabra

jefe o algo así como ¿Qué ppaha jjeffe?

Mira, conchetumadre, te estái haciendo el curao?, y como nunca, aindiado, le dio el macanazo de fierro en plena cabeza y con justo derecho. Mi madre comenzó a dar alaridos y llamó por teléfono a los carabineros. No había acatado las instrucciones, salió, también al patio, y observaba las

secuencias meticulosas de su esposo, mientras susurraba, espero que te pongas los pantalones.

El tipo quedó aturdido y, de su cabeza, emanó torrencial un chorro de sangre. Perdió el conoci-miento, por lo que mi padre sospechó que lo podría haber matado. Entonces, tembloroso, se

acercó a él, le tomó su muñeca derecha y comprobó que aún tenía pulso.

Tráeme un trago de vino, Leila, le dijo a mi madre. A ver si se me pasa este nerviosismo. Sus ma-

nos le temblaban. Jamás había golpeado a alguien. Ni siquiera a mí.

¡Qué mierda!, dijo mi madre, tendremos que lavar el asiento. Mira cómo ha quedado, ¡Repleto de

sangre!

Se escuchó la sirena de un radiopatrullas de carabineros. Yo desperté y salí apresuradamente para ver qué sucedía. Desperté a mi hermana Sara para que me acompañara. Vimos que la pieza de nuestros padres estaba deshabitada y a mi abuela diciéndonos que volviéramos a nuestras piezas. No nos dejó salir, aunque alcancé a correr el visillo de la ventana del comedor y vi carabi-

neros circulando por nuestro patio y luces rojas como de neón.

¡Vayan a acostarse chiquillos de mierda!, profirió mi abuela violentamente. Así que volvimos a

nuestras respectivas piezas, colmados de curiosidad.

Llegó, luego, por lo que nos contaron el otro día al almuerzo, una ambulancia que se llevó de urgencia, a la Posta Central, al ladrón. Un ladrón atípico. Primero que nada, andaba borracho, luego encendió las

luces del vehículo, se guardó puras chucherías en sus bolsillos y le dijo a mi padre, jefe.

Me he atrevido a salir al patio. Voy con el fierro, con el que mi padre, hace unos días, le dio el

macanazo en la cabeza. Ni debe haber sido ladrón, el gallo.

Nunca he hecho esto. Estoy temblando de miedo. Con mis dos manos llevo el fierro que debe pesar como un kilo y medio. Mis canillas están congeladas. Está súper oscuro, pero veo en el parrón de doña Julia una luz como de linterna que traspasa las hojas y se eleva hasta perderse en este cielo negro. La vieja me dice, Solanito, en su patio anda un ladrón, yo lo vi, dígale a don Sola-no para que llamen a los carabineros. En realidad, la vieja Julia vive, parece, más paranoica que yo, pues no anda nadie en el patio y no se ve por dónde esté escondido. Si es que hubo alguien,

ya debe ir por la casa de la vieja Marina. Por aquí los perros juguetean con los ladrones.

El profesor Domínguez nos contó cómo murió el poeta Rilke. Yo encuentro fantástica esa muerte, pero también, trágica. El poeta andaba buscando una flor y se clavó una espina. Él tuvo una espe-cie de infección en su sangre y la herida jamás le pudo cicatrizar. También nos leyó con tremenda majestuosidad un soneto de un libro que se titula Sonetos a Orfeo. Nos explicó que este tipo de poemas tienen rima consonante, pero que en traducción española, ésta prácticamente se pierde. Lo admira y creo que yo también. Nos ha explicado en la clase, que se puede vivir de manera digna siendo poeta. El problema, nos dice, si es que hay problema, no es ser buen ni mal poeta, sino que vivir como poeta y que Rilke lo pudo hacer. Nos habló del Imperio Austro-húngaro, de la lengua alemana, de su rigidez y del trabajo que realizó el poeta. Era como una especie de conver-sador literario y de arte, en general. Trabajaba para una princesa o dama aristocrática y muy culta que vivía en permanentes vacaciones. Entonces el poeta iba con ella, para allá y para acá. Le

aconsejaba lecturas y leía con ella obras clásicas universales.

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El Mono Rosales le preguntó si no tenía horario de trabajo. El profe se rió y le dijo que estábamos hablando de fines del siglo diecinueve y comienzos del veinte, y que trabajar para una dama de esas características, era prácticamente estar para los caprichos intelectuales de ella, aunque el poeta tenía , luego, todo el día para recorrer los jardines de palacio, el bosque o por los alrededo-res del lago. También tenía sus noches para sus lecturas personales y para escribir poemas. Co-

mo ven, nos dijo, un privilegiado.

Pero ahora, los poetas andan muertos de hambre. Aún así, yo encuentro que ser poeta debe ser algo fuera de lo común, creo que deben ser personas, parece, raras, porque se la pasan leyendo libros que cuentan mentiras, pero a mí me gustan esas mentiras. Por ejemplo, nos dijo que existía la inspiración. Nos habló de las musas griegas. Quiso decirnos que el poeta escribía algo que no había querido escribir, pero no entiendo. Escribir algo que no se quiere escribir, nos dijo, como

que una voz de otro mundo le dictara lo que tiene que escribir.

El Claudio Tobar es chupamedias, además que el profe le tiene buena, porque le gusta su mamá, y más encima, el papá del Tobar se pone con una micro para el transporte escolar. El flaco es medio amanerado, pero aplicado. Entonces, como que el profe le hiciera la clase a él. Lo mira todo el rato. El Tobar le preguntó por el sueldo del poeta. A mí me gustó esto de no tener un sueldo, de hacer algo por el puro placer de hacerlo, pero veo a mi padre que se saca la cresta trabajando por turnos y en amanecida para que nosotros, nos dice nuestra madre, podamos vestirnos y educar-nos. Mi padre lee, y de pronto se ríe solo. Lee sobre Napoleón, Lawrence de Arabia y sobre Tutan-kamón, pero él no podría ser poeta porque no tiene tiempo. Es un hombre casado y trabaja y, en su tiempo libre, lee o sale con nosotros a Colina, a Lampa, a Batuco, al Parque Forestal o al Cerro Santa Lucía. Yo me quedo pensando ¿y cómo hay que ser para ser poeta? Y entonces le hago la

pregunta al viejo Domínguez.

El viejo tomó aliento, tragó saliva, y luego, se quedó pensando. Mira, me dice, el poeta niño, Rim-baud, tuvo una madre que lo sobreprotegió demasiado y tenía tremendas esperanzas en el futuro de él, pues era un genio en la escuela, podía leer en griego y en latín y escribir poemas a muy

temprana edad. Fue un callejero peor que ustedes.

Yo soy muy callejero, pensé, pero no leo ni griego ni latín.

Gastaba los zapatos caminando desde su pueblito natal hasta París. Se arrancaba de su casa sin permiso de su madre y ella tenía que dar aviso a la policía para que lo buscaran. Ves, no hay una

fórmula para ser, pero son personas que aman su libertad y les aterra todo tipo de compromisos.

Yo tengo doce años y soy el cuarto de mi curso, pero no compito. Soy flojo. Me imagino si fuera

como la Celia González ¡Qué aburrido! Tiene sus cuadernos impecables y es enferma de tonta.

Cierro la puerta de mi pieza y no me gusta que entren sin permiso. Quiero estar solo, porque estoy muy triste, pero no sé por qué. Me gusta la Evangelina Papadóupulos, pero me da vergüenza mirarla. Es preciosa y blanca como la harina. Pobrecita, el sol le hace muy mal. Ella viene de Gre-cia y sabe bailar muy bien una danza típica de su país. Para la Fiesta de la Primavera bailó ante todo el colegio. Su mamá habla pésimo nuestro idioma. Mi hermana grande es compañera de su

hermano en el Liceo 12, van en tercero medio.

Mi hermana dice que quiere ser profesora de Historia, pero mi mamá quiere que sea dentista o tecnóloga médica. Yo no tengo la menor idea de qué quiero ser. Mi madre me dice que tendré que ser abogado. Me gustaría viajar. Me gustaría conocer países extraños como el poeta del que nos habló el profe Domínguez. No sé si quiera ser poeta, pero debe ser divertido, y también triste, dejar la casa y la universidad y partir para países árabes o africanos, enamorarse de chicas de otras razas y que hablen otras lenguas, aprender idiomas, eso quiero, pero no sé si podría ser políglota. Me gustaría escribir, también, un diario de viaje en el que estuviera todo lo que hago

durante el día y la noche, pero no se lo mostraría a nadie. Serían mis secretos.

Estoy decidido a tomar un lápiz y escribir lo que se me venga a la cabeza, el profe nos dice que

así se pasa la pena.

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Me dicen que soy un chico curioso. Mi madre me lo dice, porque mironeo por el muro del patio y desde el techo. No solamente porque mironee, sino porque siempre estoy preguntando cuestiones

que a los grandes incomodan.

Se me salió un peo y me dio mucha vergüenza. Estábamos en la mesa y habíamos cenado. To-dos hablaban del mundial de fútbol de Alemania. Yo sabía de antemano, y porque lo hacía cons-tantemente, qué era correrse la paja, sin embargo mi prima hablaba de la masturbación. Jamás había escuchado esa palabra y me gustó cómo sonaba, el ritmo que tiene, su entonación: mas-tur-

ba-ción.

Nunca lo he hecho en grupo y, menos aún, compitiendo quién llega más lejos. Soy reservado en eso. Lo hago en el baño o en mi pieza en la noche cuando ya todos están acostados. Primero observo los cuerpos semi desnudos de las vedettes argentinas que aparecen en Candilejas. Debo entrar escondido a la pieza de la abuela para sacarle las revistas. Algunas de las bailarinas están cubiertas con plumas. Me encantan las tetas de Moria Casán y el culo de Sisi Lobato. Estas revis-

tas ya están todas arrugadas, yo no sé qué pensará mi abuela.

Estábamos en sobremesa y pregunté a mi prima qué era la masturbación, ya que ella había muy bien pronunciado esa palabra. Estábamos en Valparaíso, en el Cerro Cordillera, muy cerca de la Plaza Echaurren y del Ejército de Salvación. Me puse rojo de vergüenza cuando me dijo qué era. En realidad me explicó cómo lo hacíamos los varones. De puro nervioso se me salió el peo y to-

dos se rieron. Yo me fui de la mesa y me quedé en el baño fingiendo estar cagando.

A doña Julia la he mironeado en la noche, pero no he logrado verle absolutamente nada. Me insta-lo en el muro del patio mientras ella se desviste para acostarse. Su ventana tiene visillos, como mi pieza, por lo que con la luz encendida desde dentro no se ve nada hacia afuera, sin embargo,

desde afuera se ve todo para adentro.

La abuela se baña una vez por semana. Le toca baño el día domingo. Me aburrí de intentar verla desnuda. Son las nueve de la mañana y mis padres y mis hermanas duermen. La abuela está en plena faena de aseo mientras mironeo por la rendija del baño. Si me pillan me la dan, pues no tengo nada que hacer en el suelo y, menos hincado. No logro ver nada, porque la abuela nunca

corre la cortina y sale vestida de la tina. Yo me frustro.

No he logrado saber cómo es el cuerpo desnudo de las mujeres adultas, en todos sus detalles. Cuando era más chico mi padre me bañaba junto con mis hermanas, pero no es lo mismo, porque

son planas.

Pero con la tía Alicia sucede lo que tiene que suceder. Mi madre se preocupa de mi hermana chi-ca que tiene cuatro años. Por esta razón ya no tiene tiempo para atendernos y la abuela se aburre

pronto de nosotros. Somos un remolino.

Mi madre le pidió a la tía Alicia, que vive en Villa Alemana, que venga a Santiago, a nuestra casa, por un tiempo. La tía, parqueada en ese pueblo, accedió de inmediato. Tiene, supongo, alrededor de veintitrés o veinticinco años; yo, doce. Tiene las uñas de sus manos inmensas y se pasa riendo por cualquier tontera. Es media fallada. Ayuda a vestirme y una vez intentó abrocharme el botón del cuello de la camisa y no pudo. Intentó, nuevamente y me enterró toda su uña en el cuello. No

sé si fue intencional o fue casualidad. Lo cierto es que estuve con un parche curita como tres días.

Se me ocurrió ir a mirarla por la rendija del baño. Ella entonaba una canción de Camilo Sesto, mientras el agua de la ducha fluía torrencial. Me instalé hincado en el suelo, preocupándome si venía alguien para ponerme de pie de inmediato y fingir estar haciendo no sé qué, pero la suerte estaba conmigo. La tía terminó de ducharse y de cantar, corrió la cortina y salió de la tina. Lo que sentí fue una estridencia y temor de que alguien me sorprendiera. Lo que hacía no estaba correc-to, pero pude ver íntegro su cuerpo. Tenía su vagina cubierta por una mata de pelos negros que se refregaba para secarlos. Sus senos eran grandes, pero no como los de Moria Casán. Estaban ahí frente a mi mirada y me dio todo el tiempo del mundo. Se dio vuelta, pude verla completa. Luego de eso no la pude seguir mirando con los mismos ojos. Conocía su cuerpo y descubría el

mío.

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La tía estuvo sólo algunos días del verano. Ahora estoy pensando que sería entretenido tomar la micro y pedirle al chofer que me lleve hasta el paradero que está más lejos, no el que está cerca de la piscina, sino que el que está al otro lado de Santiago. No sé qué cosas habrá por allá, pero después de lo de la tía el mundo se me ha hecho chico y creo que sería bueno ampliar los límites. Tal vez invite al Huaso y al Rana. O tal vez vaya solo, como el poeta Rimbaud, en la Matadero

Palma, rumbo a lo desconocido.

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Teatro al instante

Los invasores en otoño

Por Absalón Echeverría

Los rayos del sol daban sus últimos estertores y el espíritu del buen negocio de “Santiago a Mil” solo era un mal recuerdo. Había llegado el otoño, época ideal para el teatro, así que saqué mi bufanda del ropero, me puse mi gabán y decidí manejar sin prisa al edificio del GAM, en Santiago Centro, que camaleónicamente se ha ido travistiendo a lo largo de estos últimos cuarenta años,

igual que la política en Chile.

Ahora el edificio alberga un centro cultural, donde hay salas de teatro, librerías, galerías de exhibi-ciones, cafeterías y una tienda (muy posmoderna y globalizada) de artículos deportivos de una marca alemana que tiene sus factorías en Indonesia o Pakistán, pero que adorna con música

“reggae” sus vitrinas.

Entré con mi coche a unos estacionamientos subterráneos muy convenientes, pero nada baratos. “Estos debieron ser los mismos que ocupaban los funcionarios de los primeros años del régimen militar”, pensé. Era una ironía que la obra que iba a ver se diera justo allí, donde funcionaron los

cerebros que transformaron para siempre Chile.

Claro, porque después del verano tan largo, iba a ver una nueva versión de “Los invasores” de Egon Wolff (1926) obra que para muchos tenía un sesgo marcadamente político. A este dra-maturgo lo conocí hace muchos años en un cóctel, no sé qué hacía allí, solo sé que alguien me lo mostró, mientras tomaba una copa de vino. No lo quise interrumpir, dejé el saludo para más tarde,

pero de pronto ya no estaba, había desaparecido. No se veía cómodo, entre tanta gente.

Más tarde me enteré que su familia y amigos, siempre miraron con sospecha a este ingeniero, dedicado a las letras que escribió una obra que hablaba tan mal de todos los de su clase, una obra que desató una gran polémica hace cuarenta y nueve años (1963), cuando fue estrenada en el teatro Antonio Varas, dirigida por el -en aquella época- hombre de teatro, Víctor Jara. Era rara la sociedad entre Wolff, ingeniero químico de la PUC, de familia burguesa y origen alemán, con Jara, actor, músico contestatario e hijo del proletariado más profundo. Estábamos en los años ’60, años

en que estas alianzas no se daban.

La obra parecía sustentarse en “la lucha de clases” y profetizar lo que venía: la revolución, la turba de invasores apoderándose de las casas de los ricos, el tiempo de los abusos y la explotación por fin se acababa. Era la rueda de la Historia que se movía inexorablemente hacia ese final… Sin embargo, vino “el once”, como una vuelta de tuerca que llevó al argumento a terminar de otra

manera, con otra invasión, la de los militares

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Alguna vez escuché a Wolff decir en una conferencia en los años ‘90 que su obra no estaba desti-nada a profetizar nada, sino que lo que él quería era hacer una advertencia a las clases privilegia-das, decirles que de continuar la explotación, el desempleo, los niveles de pobreza y de desequili-brio de ingresos, la pesadilla de la invasión se iba a hacer realidad. Si esto era así, pareciera que

la burguesía aún no ha entendido este “mensaje”.

Con todas estas ideas en la cabeza me senté en una agradable sala repleta del GAM a presenciar la obra, pero antes de la oscuridad me sorprendió algo que se viene haciendo habitual en las salas de cine o teatro: la mayoría del público revisaba sus celulares, escribía mensajes, se conectaba a

la red o simplemente jugaba, dando rienda suelta a su adicción.

Por fin las luces se apagaron y lo primero que me sorprendió fue el cambio de escenario, que en el texto original es descrito de la siguiente forma: “Un living de alta burguesía. Cualquiera son todos iguales. Lo importante es que nada de lo que ahí se ve sea barato…”. La ironía es patente y el mensaje para el director también. Sin embargo, en la obra dirigida por Pablo Casals “el living”

original fue remplazado por una cocina.

En los papeles de Pietá y Meyer están los actores Berta Lasala y Willy Semler, ambos representan a la pareja de millonarios que sufre la invasión, sobrios y profesionales en sus papeles dejan ver, eso sí, cómo el tiempo pasa y los cincuenta años, en algunos casos empiezan a notarse, pero no solo en el físico, sino también en la naturalidad que hay que darle a cada texto que, a veces, sim-plemente no existe de parte de la pareja protagónica, pues a ratos parecían solo recitar los parla-mentos escritos por Wolff, sin ponerles carácter o haber estudiado detenidamente a este 5% de

familias poderosas que hoy son dueñas del país.

Otro cambio patente, que descubrí a medida que avanzaba la obra, es el vestuario de los Meyer. En el texto de escrito por Wolf se puede leer: “Visten de etiqueta, con sobria elegancia”, pero en el montaje aparecen con trajes propios de una fiesta de disfraces, lo que le otorga al conjunto algo

de ridículo.

Más tarde, para romper la armonía de esta familia “bien”, ingresa a escena China (Rodrigo Soto) el líder de los invasores, antagonista de los Meyer, quien en el original es descrito por Wolff así: “Viste harapos. Forra sus pies con arpillera y de sombrero luce un colero sucio, con un clavel en la cinta desteñida. Contradice sus andrajos, un cuello blanco y tieso, inmaculadamente limpio”. El China de Rodrigo Soto se alejaba de esta descripción, vestía con un sobretodo, con una camiseta blanca abajo, usaba bototos militares, pelo largo y barba, la verdad es que al verlo y escucharlo, era el arquetipo de un revolucionario (una mezcla entre el Che Guevara y un artista “New Wa-ve”) anacrónico. Advierto, en todo caso, que Soto está bien en su papel y sus discursos son tan convincentes que en mitad de la obra, una pareja molesta por lo dicho se levantó y se retiró vocife-rando una protesta ininteligible. Increíble que en los tiempos que estamos todavía haya gente a la cual el teatro pueda afectarlos de esta manera o tan desinformada que vaya a una obra sin saber

a lo que va.

En fin, la obra como espectáculo teatral sigue funcionando, aunque evidentemente Casals le quitó el absurdo y lo onírico que sobrecargaba el original y la hizo más directa, menos poética. En la

obra el burgués, finalmente, confiesa sus crímenes, claro que solo en el sueño.

Llegamos al fin y al igual que Meyer despertamos de ese mundo onírico que es el teatro, los aplausos surgen espontáneos de todos los rincones (más por la actuación que por “el mensaje”, sospecho). Deben ser pocos los que entre este público crean que esta obra es una profecía o una advertencia, pues muchos lo primero que hacen al encenderse las luces es prender sus celulares, volver a la realidad virtual de la red, donde sí ocurren cosas, donde la invasión del Ipad 3 y del

“smartphone”, durante este otoño, ya es una realidad.

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Teatro al instante

Las brujas de Salem

Un clásico que se desarma

Por Absalón Echeverría

Hace tiempo que no iba a la plaza Ñuñoa a ver teatro. Al llegar me llevé una poco agradable sorpresa: el alto precio de los estacionamientos, tal vez los más caros de Chile. Parece que la próxima vez me obligarán a ir en Transantiago a este enclave santiaguino donde funciona el teatro de la PUC. Qué tiempos aquellos cuando nos estacionábamos frente al teatro Dante y a nadie, menos al alcalde, se le ocurría cobrarnos por dejar nuestro coche en la calle, pero las cosas han cambiado: hoy el lucro y la

usura reinan y campean desde el centro a los extramuros de esta ciudad.

Bueno, me resigné a pagar y llegué a la sala uno del teatro donde se exhibía “Las brujas de Sa-lem” de Arthur Miller (1915 – 2005), obra que según dicta la tradición fue escrita para protestar contra la intolerancia y el puritanismo. Estrenada en 1953, puso en evidencia la política del sena-dor McCarthy y su “caza de brujas” que llevaron incluso al propio Miller a ser parte de un juicio en

búsqueda de los “antiamericanos”, rojos y comunistas.

Casi sesenta años después podemos ver esta puesta en escena bajo la dirección de Felipe Castro y la compañía “Fiebre”. Los veintiún actores suben al escenario a mostrarnos esta obra basada en los juicios a brujas, hechos reales ocurridos en 1692 en Salem (Masschusetts). Obra que (odio decirlo, pero es la verdad) se ha ido agotando con el paso del tiempo y lo único que podemos ver hoy, son actuaciones aceptables y una entretención que incluso llega a la risa, en algunos mo-mentos, pues hoy nos parece todo tan exagerado que parece que estamos ante una farsa, media-

namente cómica.

Es que la obra surgió en un momento de estrechez mental, de fanatismos políticos y religiosos, propios de la guerra fría. Totalitarismo que incluso ejerció la iglesia cristiana en contra de todos los que resultaran sospechosos. Pero hoy tenemos otro paradigma: el democrático, donde Ud. puede (y de esto ha sido testigo la plaza Ñuñoa) protestar, tocar cacharros, marchar indignadamente

contra aquello que no le guste, considere inapropiado, poco elegante o de mal gusto.

Por eso el año pasado nuestras calles, plazas y parques se llenaron de jóvenes melenudos, comparsas de saltimbanquis que premunidos de pitos, flautas y tambores criticaban el lucro, por meses y meses, sin dejar transitar nuestros coches, llenando con espanto la atmósfera de gritos, consignas e, incluso, mala educación. Aún el lumpen (que nunca falta) aprovechó la oportunidad para llenar las calles de

improperios, barricadas, piedras, llegando al robo de especies y propiedades.

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¿Cuántos de estos niños fueron condenados por un tribunal como el de Salem? Déjenme decirles que ninguno ¿Por qué? Porque hoy vivimos en un estado democrático y no en una sociedad como la que aparece en la obra de Miller, propia de la guerra fría o del Tribunal del Santo Oficio. Y, aun-que me duela decirlo, pues el norteamericano es un gran escritor, la obra se quedó en otra época. La Iglesia romana, entre otras instituciones, ha aprendido la lección, incluso los Sumos Pontífices han sabido pedir perdón (a diestra y siniestra) y hoy a nadie se le persigue por pensar distinto. Para muestra un botón: esta obra, que puede ser entendida como una crítica a la iglesia, es pre-

sentada en su propio teatro, mostrando con esto su apertura de mente.

Por otra parte, “Las brujas de Salem” como espectáculo no es malo, pues vemos actores de tele-series nocturnas (Melo y Volpato) en papeles protagónicos, papeles serios, mucho más dignos que aquellos donde una cama es la protagonista de todos los capítulos. Así se tratan de redimir de la tontera ambiente muy a la moda en la TV chilena, con una actuación justa y equilibrada, lejos de la parafernalia televisiva. A propósito de actores, menos feliz en su papel se encuentra el vete-rano Tomás Vidiella, como el juez Danforth, pues está a punto de hacernos reír a cada momento y más que infundirnos terror, se convierte en la parodia de un severo juez, histérico, fanático hasta

la risa, sin humanidad, en fin, poco creíble.

Digna de mención es también la muy práctica escenografía de la obra, que se convierte en sala del tribunal, casa de los protagonistas, cárcel, etc., con solo el movimiento de algunos paneles y la complicidad de la iluminación. Lo único de la puesta en escena que no fue de mi agrado, es el uso reiterativo que se permite la compañía de la parodia de cantos religiosos. Lo que a más de un buen cristiano debe herirlo en su sensibilidad. No creo que haya mala intención en ello, solo des-

prolijidad.

Al terminar la función los aplausos abundaron, incluso hasta la exageración (hubo gente de pie, poca, pero hubo). Salí a la calle pensando que el público aplaudió más la forma que el contenido, más a los actores que a Miller, pues la contingencia había mermado una obra como esta, el tiem-po la había mellado. En eso estaba cavilando, cuando el muchacho que cuidaba mi coche, salido

de las sombras, me cobró casi cinco mil pesos por el estacionamiento.

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Opiniones y disparos

A propósito de “Las brujas de Salem” de A. Miller

Brujas por todos lados

Por Cristiano Pinochet

La contingencia, la vida y la política se convocan como metáfora en una obra que golpea de lleno en la paranoia y en la histeria colectiva que generan el miedo y la necesidad de poder. “Las brujas de Salem”, presentada en el teatro de la Católica por un elenco bastante conocido por sus incur-siones en la tv, toca temas que hoy en día son vigentes, alumbrando una condición humana que persiste y deja de lado el ideal de que el hombre viva una vida plena. La sociedad de masas, globalizada y capitalista, produce marginalidad, crea fantasmas que se parecen a los del pasado (pero que hoy tienen una mayor sofisticación) y nos vende la esperanza a través de los medios de comunicación. La miseria no obstante persiste. Vivimos atrapados en una realidad que lucha contra sus propias trampas, pero esas trampas son tan claramente nuestro miedo que no somos capaces de verlo. La contradicción opera en nuestras vidas con una claridad abismante: los que critican el sistema viven de él, los que viven de él creen y promueven valores que el sistema desbarata en el centro de su funcionalidad. Los que hablan a favor del prójimo lo discriminan a menos que el prójimo sea como ellos. Los entristece el dolor de aquel que es un símbolo de sus propias vidas y no de aquel que es distinto (mapuches, afganos, africanos, vietnamitas, griegos). Cuando uno ve una obra como esta de inmediato surge una relación intrínseca entre teatro y polí-tica, es un piedrazo a nuestra forma de ser, un espejo que nos refleja con cada acción, con cada frase y, de fondo, la pasión humana moviendo sus cuerdas de modo azaroso. Si bien la obra de Arthur Miller gira en torno a la famosa caza de brujas estadounidense, creo que esas prácticas no han sido erradicadas de los círculos de poder, donde se tejen las relaciones que terminarán por abolir la política, entendida como la relación en sí misma de los hombres y las mu-jeres y el mundo. Lo político es finalmente lo que nos hace humanos en un sentido plural, pero el poder ciega esa posibilidad. Así, entramos en la espiral que envuelve a un grupo humano como algo dañino, proceso acrítico, manipulable, que genera la histeria y la paranoia, donde verdad y mentira se confunden y se usan como estamentos del más fuerte para imponerse, sin siquiera tener la capacidad de examinar su magnitud y consecuencia.

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La necesidad de ilusión de que la vida avanza es tan poderosa que la certeza como sentido, aun-que no la haya, produce una lucha encarnizada. O es quizá la necesidad de que todo esté bajo control, de pensar que somos dueños de nuestro destino o simplemente y, esto es lo terrible, de que el estado de cosas en que nos encontramos es cómodo para un reducido grupo de personas –la elite- que saca provecho de aquellos que están sumidos en trabajos mal pagados o alienados por la comodidad. Todo esto se me pasó por la cabeza mientras presenciaba la obra “Las brujas de Salem”, cada acto, cada situación, me disparaba directamente al mundo en el que vivimos. Marx dice que la historia se repite, la primera vez como tragedia y luego como comedia. Quizá a eso se debe la risa que generaba la exagerada necesidad de cuidar los estamentos sagrados, lo absurdo y ridículo que esto se torna cuando pasamos a llevar la vida de otros por cuidar algo que no tiene valor, cosa que hoy no se da en la literalidad de la obra, aunque los puritanos siguen ahí. Y los ministros de fe también. Es solo que el mundo parece tender a lo anónimo, se transfigura y nos engaña, a veces.

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Opiniones y disparos

Acerca de "Correspondencia Tardía", de Claudio Sepúlveda

Ya no hay tiempo para adaptarse

Por Francisco Quiroz

Escribir, como quien ara la tierra reseca, es lo que hace Claudio Sepúlveda en su Corresponden-cia tardía (Ediciones Esperpentia, Santiago de Chile, 2007), obra poética que organiza en tres secciones: Definición de la tragedia, ¿Dónde quedan las promesas? y Los sonidos por sobre las

máquinas.

Escritura que deviene en traslúcido discurso que (re)construye y funda un mundo mítico, en cierto sentido, agobiante. Agarrándose del truco del soliloquio, se dirige a sí mismo o a su alter ego,

mientras la memoria hace lo imposible.

Con tres textos iniciales (Recados ciegos, El arte de las letras y Para qué) define su propia trage-dia, desde la cual encara al arte mayor. El sujeto confiesa haber abandonado el arte de la escritu-ra y tiene certeza que sus caprichos por impresionar, nunca tuvieron ni un brillo y sólo fueron co-

mo té amargo y pan sin sal.

Crónica fragmentaria de la propia vida, que testimonia desde el fallido boceto grandilocuente y, que aferrándose a sus propios versos, quisiera exhibir lo superficial. Instancia desde la cual re-flexiona respecto al arte de las letras, su supuesta e hipotética recepción y el real sentido de volar

por todos los vientos / hacia horizontes vírgenes / escapando…

¿Dónde quedan las promesas? deviene en escritura terapéutica o ejercicio para exorcizar fantas-mas o, claramente, demonios. La musa que lo angustia, apareciendo permanentemente en el

fastidioso y masoquista recuerdo, lo seguirá haciendo, aunque paradojalmente, el teclado la aleje.

Tan cerca de ti procura desvanecerla. Sujeto trancado y atormentado que quisiera olvidarla, sin embargo hace poesía con ella, con materiales espectrales atrayéndola hacia sí. Sus fantasmagóri-

cos pasos no son la señal del regreso, por el contrario, se desvanece su geografía.

En esta segunda sección, la voz de Sepúlveda acecha la utopía del regreso codiciado. Sueño

imposible, por cierto.

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Realidad trascendente de un sujeto moribundo que no se sustrae de su imagen que mora añeja. Su memoria lo obliga a nombrarla y por ello evoca estados de felicidad extemporáneos: ya no hay felicidad / sino la de otras épocas. Pareciera un presente muerto, un territorio yermo y de extrañe-

za de su bucólica expresión.

La intemperancia es la consecuencia de la derrota, del fracaso y de la consabida partida. Nueva-mente borracho y con Dark side of de moon como banda sonora nocturnal, el sujeto atrapa imáge-nes como quien, de manera ociosa y absurda, persigue vilanos náufragos esparcidos por el viento, consciente que es la única manera de poseerla. Así, la instala en una atmósfera angustiante, de

agobio en una soledad vacía de palabras y entre paredes que parecieran asfixiarlo.

En Los sonidos por sobre las máquinas, Sepúlveda nos presenta a un sujeto aparentemente reno-vado que vira del encierro y explora un mundo en el que hay que apechugar con cojones. Así, de entrada e inyectado con Roberto Juarroz, siente que pierde la condición de tal y no es más que un esqueleto formado por desalentados huesos, donde las formas indescifrables del presente proyec-tan un futuro que se cierne moribundo. En este estado actual de cosas, con julio en el calendario de invierno, las calles adormecidas esperan / en su quietud trasnochada a la multitud y el frío que

cala huesos, ampara el eco de los transeúntes / en su sonoro devenir.

La radiografía dibujada, luego de su milimétrica observación, es la siguiente: los carros abren sus puertas / tragando a los habituales autómatas / que inauguran tardíos el día… golpean la perseve-rancia / bostezan y muerden los párpados en un idioma ahogado / que los adentra en un mundo

que no les pertenece.

La escritura de Sepúlveda es la de un sujeto que habita el vacío de un mundo al que no pertenece y al que se niega a pertenecer. Pese a ello, aunque ya es tarde para adaptarse, debe lidiar para sobrevivir y tiene que salir a buscar el bello papel moneda, dado que las cuentas lo sobrepasan. Para titánica tarea debe tener ánimo en abundancia y conservar la sonrisa de siempre. En esto, el

trago ayuda poco.

Entrando a tierra derecha, la voz se torna plural: Navegamos contra la corriente y nos damos

cuenta que la salud / y los años van confabulados / hacia lo definitivo.

En Crónica del destino y Nocturna claridad, poemas finales, se evidencia cierto ánimo de libera-ción, de amarras rotas, aunque como espesa niebla, persiste vagamente la actitud de reincidencia respecto al pasado y al recuerdo: he renunciado a todo encanto y permanezco vencido por el re-

cuerdo.

Si no tuviera fe, nuestro autor no escribiría ni una sola línea. Se merece, entonces, la libertad de navegante sin más riqueza que la honestidad y el esfuerzo. Que no le quepa duda, por último, que

a la sazón, ya es suyo el delirio y el derecho de contemplar el rostro amarillo del sol.

Conchalí, 29 de junio de 2012.

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Imprecaciones

Terapia intensiva

Por Rainier Alda

El fervor de las sucesivas manifestaciones ciudadanas -estudiantes, pobladores, trabajadores, habitantes de regiones- en contra del neoliberalismo que maneja Chile, y el mundo, como un titiri-tero sus tristes muñequitos rellenos de espuma plástica, despertó mi antiguo espíritu libertario. Mi parte rebelde y consciente. Mi parte Wolverine. Me vi impulsado, entonces, a dejar de lado el re-sentimiento teórico y sumarme a la acción. Como mínimo ir a las protestas, ir a las marchas. Pero estaba medio destruido, estaba medio gastado y mis energías iban a la baja. Dos décadas de decadencia habían surtido su efecto en mi cuerpo y en mi psiquis. Razón tenía Marx al señalar que la droga “destruye, degrada y corrompe” los cuerpos y los espíritus, me dije. Luego pensé que no era para tanto, que los grandes pensadores de la izquierda marxista y no marxista eran unos cartuchos de mierda, que parecían mormones y no revolucionarios. Y vino a mi mente una entre-vista del dictador del pc chileno, Guillermo Tellier, que ahora hace tratos con sus ex enemigos, indicando que nunca había consumido marihuana, que nunca se había drogado, como absolvién-

dose de un grave pecado.

Yo no quería ser un tipo cartucho como Guillermo Tellier, pero se me había pasado un poco la mano y estaba muy adicto, muy metido en el consumo. Tomaba demasiado vino, demasiado tra-go, ingería además cualquier cosa que llegase a mi poder y alterase el estado de mi conciencia: cocaína, ansiolíticos, efedrina, hongos, anfetaminas y principalmente marihuana, verde o paragua-ya, me daba igual. Y ese consumo, que antaño me hizo soportar la tiranía del dinero, es decir, logró mantener mis sesos lejos del revólver cargado que guardo en el entretecho, revólver que es la base de mi libertad, ahora impedía que me integrase al maravilloso despertar social que vive nuestro país. Decidí, entonces, meterme a un tratamiento antidrogas. Tenía que lavar mi cuerpo para que mi mente anti-establishment brillase –como un faro vivo- en medio de la noche del reina-

do del comercio mundial.

Como no tenía plata acudí al COSAM de mi comuna. Un centro de salud mental bastante precario, pero con costo cero para los perdedores como yo, la gente sin empleo estable, sin previsión, sin sistema de salud. La gente que luchó contra el tirano y no buscó meterse en el poder, la gente que no quiso robar ni hacerse rica ni ser jefe de nadie, sino mantenerse en comunión con el pueblo. El terapeuta que me atiende es un psiquiatra pequeñito, pulcro y moreno, probablemente de ascen-dencia aymara, probablemente gay, que pregunta huevás estúpidas pero de efecto lacerante. Se mete en mis emociones como un pedófilo en una sala cuna. El conchadesumadre hasta me ha hecho llorar. La cosa es que he tratado de tomarme el asunto en serio. Voy todos los miércoles a la terapia. A las tres de la tarde. Y diariamente me tomo la pastilla que me recetó el enanito émulo del drogo Freud. A veces me digo que algo debe andar mal en todo esto, ya que es un poco ex-

traño que las ideas de un cocainómano como Sigmund me saquen de las drogas, especialmente

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cuando debo consumir otra droga para lograr tal efecto. Pero ese es otro cuento. El asunto es que ahora ando como enfervorizado, como hiperactivo. Haz lo que sientas que es necesario e impor-tante, lo que te resulte atractivo y coherente, dijo el psiquiatra cuando le pregunté por los límites de mi conducta. Y en la soledad del departamento interior que arriendo en la comuna de San Ramón, decidí que tenía que educar a la gente, crear conciencia social en las capas proletarias,

que son mayoría en Chile.

Mi primera misión fue ir al mall de calle Puente, elefante mecánico de consumo que queda ubica-do cerca de mi inestable trabajo, una mercería donde perifoneo, de vez en cuando, ofertas de hilos, agujas, botones, blondas y otros artículos similares. Entré en ese espacio imperialista y re-corrí los distintos niveles esperando mi momento. Vi tiendas de ropa, de tecnología, de zapatos. Eran como las cuatro de la tarde. Día caluroso de mayo. De pronto me encontré frente a una hela-dería oligopólica. Y vi a un grupo de unas seis mujeres medias pasaditas de kilos –mujeres popu-lares a juzgar por su forma de hablar- comprando unas copas enormes. Y caras. Copas con chips de chocolate y doble porción de crema. Un atentado a la salud humana perpetrado por el capitalis-mo y sus sicarios publicistas. Había llegado mi momento. Al instante me paré sobre una banca plástica y comencé mi discurso de denuncia. Indiqué, en primer lugar, que la obesidad era una enfermedad. Y también la ignorancia. Las mujeres me miraron extrañadas. Luego indiqué que nos encontrábamos frente a una conjunción de ambos elementos. El capitalismo, señoras, señoritas, promueve estas contradicciones, señalaba, cuando las mujeres comenzaron a insultarme. Qué te metís, comunacho culiao, sapo culiao, maraco, fue lo que escuché con mayor claridad. Comenza-ron, después, los golpes. Y los escupos. Una mujer, parece que la mayor, tomó su helado y lo aplastó contra mi rostro. Era de frambuesa. En ese instante llegaron los guardias. El momento fue confuso. Tenía un sabor dulce en la cara. Y sal en el corazón. Ellas me acusaban de insultarlas, de discriminarlas, de pasar a llevar sus derechos humanos. Sin que dijésemos nada -explicó una- el tarado este comenzó a tratarnos de gordas e ignorantes, qué le importa si somos gordas o igno-rantes. ¿Nos pagai vos los helados, conchetumadre?, exclamó una antes de golpearme a mano abierta. Sentí las mejillas ardiendo. El público que pasaba se agolpó para ver la escena. Los guar-dias fascistas se interpusieron entre las mujeres y mi persona. Las gordas querían llamar a los pacos. Que se lleven preso al loco, pedían. En eso estaban cuando una dijo que mejor se fueran,

que tenían cosas que hacer, que no perdieran el tiempo conmigo. Y en segundos desaparecieron.

Los guardias me sacaron del mall sin siquiera darme tiempo para ir a los servicios higiénicos y lavarme. De pasada me dieron un par de golpes en las costillas con sus bastones fascistas. Y me amenazaron. Me amenazaron como son amenazados todos los que luchan por la verdad en este país. A la próxima me sacarían la cresta antes de llamar a los pacos. Salí del mall y caminé por Puente hacia la plaza de Armas. En sus surtidores de agua podría lavarme. Y aclarar las ideas. Crucé calle Compañía. La multitud se movía en desorden. Un hombre en silla de ruedas vendía corazones inflables. Para la mamita, para la mamita, gritaba. Llegué a la plaza. Y tras lavar mis heridas de guerra me senté en un escaño. Desde allí observé a un predicador evangélico. Predi-caba sin que nadie lo tomase en cuenta. Se veía absolutamente ridículo. Y pensé en mi propia persona. ¿Así de ridículo era yo mismo? Sin contestar la pregunta, no es necesario auto herirse cuando los enemigos abundan, busqué los fármacos que me había dado el aymara gay. Y me

tomé tres pastillas.

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Imprecaciones

Peras y Poder

Por Rainier Alda

Hace poco me di cuenta que la naturaleza también existe. Encerrado por décadas en el materialis-mo dialéctico y sus consecuencias científicas –me refiero a la toma del poder por parte del proleta-riado, compañeros– por lo general pensaba más en metralletas que en frágiles ramitas de laurel, o en crispadas hojas de repollo, o en perfumadas y sinuosas peras. Gastaba mi tiempo, más bien, imaginando columnas de tanques entrando por la Alameda –a la altura de General Velásquez– yendo imparables en dirección a La Moneda, banderas revolucionarias vibrando sinfónicas en el aire, donde demolerían la autoritaria casa de gobierno, y los ministerios, y la tesorería general de la república, y los ridículos monumentos a los ridículos héroes de la patria, con absolutamente todos sus perros funcionarios adentro, con el presidente facho, su mujer facha, sus ministros fa-chos, sus secretarios fachos, sus edecanes fachos y sus pacos fachos adentro. Serían demolidos, inmensa sea la justicia popular, por toda la infinita eternidad, dando fin, por fin, a las contradiccio-

nes de clase.

En su lugar la asamblea del pueblo levantaría la biblioteca más grande del mundo, un edificio que durante mis años de consecuente soledad –exilio interno le llaman– muchas veces proyecté en mi mente, lo hice crecer medio triste, medio drogado, mientras observaba a los compañeros luchando por un cupo para prostituirse en las cómodas butacas del congreso. Se trataba de una audaz construcción de concreto y cristal, una especie de saeta infinita representando al progreso revolu-cionario, pura inteligencia popular, hundiéndose en el cielo de los beatos. Nunca se me ocurrió instalar, debo confesarlo, plazas con árboles, arbustos y flores junto al edificio, no me llamaba la atención la naturaleza, no existían para mí ni los vegetales ni los animales. Tal vez el mundo mine-ral sí, pero convertido en materiales de liberación: torpedos, balas, carros de asalto, lanzallamas,

bombas de racimo.

Eso –afortunadamente– ha ido cambiado. Durante la terapia con el aymara gay he descubierto, gradualmente, cosas de mi persona que la pasión por lo político había ocultado. Se me han abier-to los ojos a subjetividades que nunca vislumbré. El pasado domingo, por ejemplo, estando de visita en casa de una tía que es media hippie, una tía que escucha desde Deep Purple hasta Black Keys, pasando por los Jaivas, los Tres y ese Silvio Rodríguez 2.0 que se toca harto ahora, ese clon nacional del cubano que es bien poético y profundo, nos fumamos un tremendo pito verde. Y ese mismo día, de manera inesperada, la naturaleza se me manifestó en todo su esplendor. Se supone que no debía consumir marihuana, que tenía que desintoxicarme totalmente, que después de mi última recaída –exceso de pastillas en la Plaza de Armas– tenía que transitar por el camino de la abstensión. Estás atentando contra tu vida, hombre, dijo el siquiatra al escuchar la historia de

mi tarde de éxtasis en el centro de Santiago.

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Estaba enrabiado, le conté, por el maltrato que los guardias azules de un mall, funcionarios de un ejército capitalista-fascista, me habían dado al tratar de educar políticamente a las masas. Me hicieron sentir como un Gregorio Samsa. Me hicieron sentir como un alienígena. Y se me pasó la mano con las pastillas antidepre. Me tomé varias al hilo. Y me vi inundado de una energía inusual. Una energía como mágica. Y me quedé escuchando a un pastor evangélico, pequeño, flaco, peco-so, que prometía castigo eterno a quien no siguiera el camino de la religión. Y le grité que se calla-ra, que estaba cooperando con el opresivo sistema neoliberal. Lo acusé de mono retrógrado. Y el tipo me llamó Satanás, me llamó pecador, me llamó extraviado. Yo, entonces, me acerqué y con furia le di una patada al parlante que amplificaba su primitivo mensaje. Sí, soy Satanás, le dije, soy el liberador del alma oprimida del pueblo, ¿y qué?. El pastor se quedó en silencio por un rato. Yo creo que estaba orando. Luego me miró con rabia y se me vino encima. Me quería dar un combo. Yo no perdí tiempo y le di un golpe seco en la cara. El tipo cayó sangrando. Dame la otra mejilla, cristiano y la conchetumadre, exigí, mientras le mostraba los puños. La gente giraba en torno nuestro como pixelada. Vi pasar a Osama Bin Laden en camello. Iba por calle Compañía frente al Portal Fernández Concha. Andaba armado hasta los dientes. Al poco rato llegaron los pacos y nos

separaron. Y nos calmaron. Y nos llevaron a la comisaría.

Salí a la mañana siguiente. No me hicieron cargos. No sé si pasé por borracho o por sicótico, pero me da igual. No comparto los criterios de la ciencia médica capitalista, que no es más que un es-labón en la cadena de la explotación humana, algo así como el departamento de mantención. La cosa es que estaba cansado, la lucha subversiva me tenía medio destruido y decidí relajarme. Por eso fui donde la tía Amanda, que es súper buena onda. Por eso también no me pude negar con el asunto del pito. La tía Amanda tiene sesenta y tantos y en este tema no escucha razones. Le pa-rece ridículo que la marihuana –que fuma hace más de 40 años– sea una sustancia peligrosa. Son puras huevás de los controladores sociales, niño, dijo cuando le comenté mis dudas. Y tomé el pito y le puse un fósforo. Y estando volado me puse a contemplar una pera. Y la encontré tan maravillosa que me resultó imposible mascarla. Su figura sinuosa, sus colores otoñales y su deli-cado aroma me dejaron absolutamente perplejo. ¿De dónde surgió una maravilla de este tipo? Mi tía se concentró en un choclo. Dijo que el choclo era una colección de pepitas de sol. Y así nos pasamos la tarde entera, observando frutas y verduras, luego los animales domésticos, su perro,

su gata, con los que conversamos y jugamos largo rato antes de almorzar tipo cinco de la tarde.

Algo extraño pasó ese día. Algo en mí se desarticuló. La idea de la instauración de la dictadura del proletariado, que hace años trastabillaba en mi cabeza, como que se me fue definitivamente a la mierda. Me di cuenta que no todo funciona con la famosa voluntad de poder. ¿Qué voluntad de poder tiene una pera o un choclo? ¿O Janis, la gata regalona de mi tía? ¿O mi propia tía? Des-cubrí que solo una parte de los seres humanos, una tremenda minoría, se dejan seducir por el poder total y controlador, el poder político o económico central. La mayoría de la gente es sencilla. Y no necesita una cuota tan amplia de poder. A la gente le gusta compartir. Y, muchas veces, dejarse llevar. Pensé en la izquierda. La izquierda es cabrona igual que la derecha. Pensé en mi gran batalla anticapitalista. Y me di cuenta que tendría que ampliarla en trescientos sesenta gra-dos. La batalla revolucionaria es con todos, con la derecha, con el centro, con la izquierda. La batalla revolucionaria es con uno mismo, dije finalmente al psiquiatra. Y él me miró con ojos agra-

dados. Eso, dijo. Y me firmó otra receta.

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Fotografía

Imágenes de Emilio Serey

Cuasimodo en Batuco

Anualmente el mundo católico chileno realiza el Cuasimodo, una celebración religiosa que se efectúa posteriormente a la llamada "Semana Santa". Esta actividad, que el papa Juan Pablo II -en vetusto éxtasis poético- calificó como "verdadero tesoro del pueblo de Dios", tiene como objeti-vo dar la hostia, es decir, el cuerpo de Cristo, a ancianos y enfermos que no pudieron asistir a la anual -y fantasmal- resurrección del hijastro de José, carpintero que de vivir en estos tiempos tra-bajaría, seguramente, subcontratado para un empresario de derecha. Durante la ceremonia, los sacerdotes recorren los pueblos del valle central sobre una carreta, siendo acompañados por los cuasimodistas, gente sencilla que se viste con trajes supuestamente típicos del campo chileno, adornando, además, alegremente sus caballos y sus bicicletas para tan solemne actividad. Los ancianos y los enfermos, en tanto, esperan la procesión para recibir una parte de la droga que los salvará de pasar una eternidad en el infierno creado por el dios del amor. Emilio Serey, montado en una bicicleta, siguió el cuasimodo de Batuco, rural localidad donde tiene su central de operaciones esta piadosa revista. Y obtuvo estas fotos que ahora compartimos con ustedes. SS.

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La revista que nunca estará de moda

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