everything but blue
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Una nueva visión sobre el mundo del arteTRANSCRIPT
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Introducción
Exhalation ten de Edward Abbott siempre presidió el salón de mi casa, mis hermanos
y yo crecimos con él. Eddie se crió en Palma y fue en el colegio donde se hizo amigo de
mi padre. Después, ya de jóvenes, convivieron durante tres años y pico en Londres.
Luego Eddie se mudó a Nueva York y ese cuadro fue su regalo de despedida. Cinco
años después mis padres también se marcharon de Londres para instalarse en Palma.
Como mi padre tenía miedo de que le estropeasen el cuadro si lo enviaba con el resto de
la mudanza, decidió transportarlo él mismo en su seiscientos. Lo envolvió
cuidadosamente en plástico, lo tapó con un par de mantas y lo ató con unas cuerdas a la
baca. Mi madre opinaba que aquello era una temeridad, pero mi padre siguió adelante
con su plan. Con él a cuestas cruzaron el canal de la Mancha, atravesaron Francia hasta
llegar a Barcelona, donde embarcaron para Palma. Yo también hice ese mismo camino,
solo que en la tripa de mi madre. Ambos superamos una prueba de resistencia muy
dura; él, expuesto a cualquier calamidad meteorológica o humana; yo, al connato de
aborto que había sufrido mi madre unas semanas antes del viaje. Mis padres
recompensaron mi esfuerzo regalándome el cuadro el día en que nací. Con el tiempo,
mis padres, un tanto desmemoriados, se lo regalaron también a mis dos hermanos. Para
evitar peleas, cada uno de nosotros tenía asignado un trozo. Recuerdo aquella sensación
de orgullo que me entraba cuando contemplaba el mío, porque mi padre nos había
explicado que la contemplación del arte eleva nuestro espíritu, que el arte nos convierte
en seres humanos superiores, que el arte sublima nuestra percepción más allá de lo
vemos, que el arte tiene la capacidad de revelar lo que anhelamos y lo que
despreciamos, y hasta lo que ignoramos de nosotros mismos, que el arte traspasa lo que
comúnmente entendemos como posible.
En 2009, treinta y cuatro años después se subastó un cuadro de la misma serie que
Exhalation ten. El precio de salida fueron 1,7 millones de euros y se vendió por 4,4
millones. De la noche a la mañana poseíamos una fortuna. De la noche a la mañana, la
obra de Edward Abbott, un artista prácticamente desconocido, aunque bien valorado en
círculos especializados, había cuadriplicado su valor y su presencia en el mundo, había
conquistado una dimensión galáctica. De la nada, había florecido una conciencia
colectiva que lo amparaba y admiraba.
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Las páginas que siguen a continuación constituyen las memorias, que a manera de
desahogo, comenzó a escribir mi padre a raíz de aquella subasta. Son, desde luego, su
versión de los hechos y también de las consecuencias que acarreó a nuestra familia y al
resto de la gente implicada. Una historia que para él se iniciaba en una galería del Soho
londinense.
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Everything but blue
La galería de arte G Three Cubed, propiedad de George Gardiner, dueño también de la
reputada Lines of Sings Gallery en Bond Street, se preparaba para recibir por primera
vez a Lady Moura. Su secretario, Mortimer Logan, había llamado para confirmar que
llegaría a las doce, minuto arriba o abajo, únicamente iba a depender del tráfico que
hubiera en el trayecto que separa la calle Eton, en Belgravia, hasta la calle Old Compton
en el corazón del Soho, que en noviembre de 1966, cuando arranca la historia,
conservaba todavía, a decir de los expertos de hoy, ese carácter genuinamente bohemio
adquirido tras la segunda guerra mundial.
A pesar de que faltaban todavía veinte minutos, Richard Wilson, el encargado de la
galería, la esperaba de pie en el extremo con mayor visibilidad de la puerta de entrada,
preparado para salir a su encuentro en el momento en que viese asomar The Spirit of
Ecctasy, la mascota de la casa Roll-Royce, que majestuosamente, como un arcángel,
anunciaría su llegada.
En cualquier caso, Lady Moura nunca pasaría desapercibida. Su apariencia física tiene
tintes del attrezzo propio de las tragedias griegas: su pelo blanco, excesivamente
cardado, asistido con toda probabilidad por uno o varios añadidos; la superficie de su
rostro recubierta con quilos de polvos, que acentúan los surcos de sus arrugas; los ojos
delineados en negro cobalto y rematados con pestañas postizas de una magnitud propia
de las modelos de Mary Quant, aunque pegadas de forma asimétrica por lo tembloroso
de su pulso; carmín rojo en los labios, con el que impregna cada uno de los cigarrillos
que se fuma; los dedos de sus manos, huesudos y deformados, cargados de anillos de
piedras preciosas, que al estar dispuestos caóticamente, entremezclando tamaños y
formas, como en un bazar, parecen de pega; en las muñecas pulseras y aros de oro que
tintinean al son de sus modales parsimoniosos.
Sin embargo, lo más impactante quizá fuese el contraste entre ese busto imponente y su
constitución menuda y enclenque. Casi siempre solía llevar un tweerd de Chanel —los
debía de tener en todos los colores—, cuya falda bailaba en su cintura como hoola-hop,
y de la que, a modo de badajo, pendían un par de piernas, tan finas como el alambre,
rematadas por unos salón negros con puntera beige y tacón bajo, muy probablemente,
de la misma casa.
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Y, efectivamente, a las doce en punto, aquel ejemplar humano, haciendo gala de la
puntualidad que la caracteriza, desciende del coche mientras que Richard le sujeta la
puerta. No se digna a levantar la vista y apenas emite un sonido gutural a modo de
saludo. Acto seguido, en los labios se apuntala un cigarrillo, que revolotea ante las
narices de Richard con la impaciencia de un pico hambriento. Él, de manera muy
profesional, saca del bolsillo un encendedor y le da fuego. Lady Moura traspasa el
umbral de la galería envuelta en la espesa humareda de las primeras cañadas, digna de
un prestidigitador, y a continuación es conducida por Richard a su despacho -si es que
aquel cuartucho a medio camino del almacén podía considerarse como tal- Una vez
aposentada en una butaquita de estilo nórdico, tapizada de rojo, la visita toma cuerpo y
se inicia el pase de cuadros. Para facilitarle la tarea, según la costumbre de la casa, se le
sirve un aperitivo, generalmente, un gin-tonic y unos cacahuetes, que Lady Moura
distraídamente picotea, mientras da su opinión sobre el cuadro que tiene delante o
comenta alguna noticia del día en ese inglés, implacable, afilado como un cuchillo.
Lady Moura y George nunca habían sido exactamente amigos, aunque tiempo atrás
habían llegado a complementarse muy bien. A pesar de los veinte años de diferencia
que ella le llevaba, les unía el sustrato común de haber tenido una juventud marcada por
la guerra; también, aunque por razones personales de índole diferente, compartían una
predisposición hacia la marginalidad. Ni uno ni otro encajaban en los cánones
establecidos por la estricta compostura británica y los últimos coletazos de la era
victoriana. George, tras licenciarse en Oxford en el cuarenta y seis, pasó los dos años
siguientes en París, desde donde viajó por al resto de Europa, le gustaba sobre todo
perderse por Italia. A su regreso comenzó a frecuentar Fitzrovia y el Soho, microcosmos
de la bohemia, que hermanaba a una gama variopinta de gente extravagante y de
espíritus libres entre los que había artistas, escritores, periodistas y outsiders, donde
conoció a Lady Moura. En poco tiempo se convirtieron en contertulios y compañeros de
juerga. George, que nunca se había sentido inclinado a continuar con la tradición
familiar, ni como abogado, ni con un cargo en un banco de la City, decidió, con el
dinero que le había dado su padre para establecerse y, con el beneplácito de Lady
Moura, abrir Lines of Sings Gallery
Por aquel entonces tener como asesora a Lady Moura, que estaba en el cénit de su
prestigio como coleccionista y autoridad en la materia, era un auténtico lujo. George
había observado como en las inauguraciones la gente solía congregarse a su alrededor
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para medir el pulso de la exposición, hasta los críticos tomaban nota, intentando
averiguar si sus ojos centellean por la última de sus adquisiciones o por el tercer gin-
tonic que le habían servido. Sus gomets rojos funcionan como afrodisiacos, más
persuasores que la labia o que los precios asequibles, de manera que los cuadros, hasta
cierto punto, se vendían solos. George creía que el secreto tal vez residiese en la manera
—tan vulgar— que ella tenía de regodearse con lo que los demás no tienen. Hacía gala
de una inmensa seguridad como si simplemente estuviese separando el trigo de la paja,
un auténtico golpe de efecto, que hacía diana en la capacidad gregaria de los humanos,
sobre la que ella parecía erigirse como un César comandando el ejército de todos
aquellos que, vanamente, necesitan llenarse la boca de entendimiento artístico,
revistiendo sus palabras de pretenciosa sabiduría.
A Lady Moura había dos cosas en el mundo que la perdían: su vanidad y los hombres
guapos. Se sentía tan halagada de que George la admirase y siguiese a pies juntillas
todas sus recomendaciones estéticas, como de pasearse colgada de su brazo. George,
además de guapo, era educado y elegante. Lady Moura se sentía levitar cada vez que la
acompañaba hasta la misma puerta de su casa y con que, fuesen donde fuesen, siempre
la invitase. Fueron tiempos felices en el ambiente distendido del Colony Room, el club
privado donde se codeaban con los artistas del momento, como Francis Bacon, Lucien
Freud, Leon Kossoff o Henrietta Moraes, por mencionar solo a algunos. También
viajaban a París, donde Lady Moura le presentó a los marchantes de los grandes artistas,
a los que de otra manera quizá no hubiese tenido acceso, gracias a eso pudo organizar
exposiciones interesantes en Londres, con lo que la Lines of Sings Gallery fue ganado
prestigio.
Con todo, y a pesar de todo, Lady Moura siempre había tenido una espinita clavada,
más si cabe, en aquellos momentos en que bordeaba los setenta, y era que nunca había
hecho un gran descubrimiento o al menos uno con el que pudiese ocupar un lugar de
honor en la historia del arte y, en privado, vanagloriarse como habían podido permitirse
hacer Gertrude Stein o Peggy Guggenheim. Se le calentaban mucho los cascos con ese
asunto. Era como una broma macabra que el destino le jugaba a esa mujer que llevaba
toda su vida dedicada al arte, a la que, inexplicablemente, las oportunidades se le habían
volatizado. Algunas veces había sido por falta de liquidez, aunque la mayoría podían
achacarse a su indecisión, no exenta de tozudez. De todas ellas, la que más lamentaba
era la que había tenido con Lucien Freud que sin mediar palabra se le escapó a París.
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George, durante aquellos primeros años después de conocerse, hizo todo lo posible para
poner fin a esa injusticia y le fue presentado a un buen puñado de artistas jóvenes, con
los que no consiguió dar en el clavo. A mediados de los cincuenta George estaba
convencido de que había encontrado una mina cuando se la llevó a la galería
Whitehcapel para que viese una exposición titulada This is tomorrow, considerada para
la posteridad como la precursora del Pop-Art inglés.
—Eso no es arte, es pura banalización –le espetó Lady Moura, sin más
contemplaciones.
—Ahí está la gracia, además, Clementine, —le había contestado él, intentando
encajar aquel jarrazo de agua fría— Son tendencia y tengo la obligación de
enseñártelos, luego tú decides.
—Extraña obligación. Esos lunáticos, con esos experimentos conceptualitas,
happenings, performance o como se llamen, será lo que sea, pero no es arte.
— ¿Alguien sabe hoy en día lo que es arte?
— ¡Todo es culpa de Marcel!
Lady Moura se refería, por supuesto, a Marcel Duchamp, que llevaba toda su vida
cuestionando todo lo que para ella era del todo incuestionable. Aunque tuviera que
reconocer que, a pesar de resultar un tanto andrógino, era endiabladamente atractivo.
Diez años después, George no había conseguido sacarla de ahí, y a aquellas alturas
estaba más que harto y cansado de intentarlo. Sobre todo en aquellos momentos en que
Londres estaba en plena ebullición, en pleno swing. Lady Moura parecía no haberse
enterado de eso, en tanto que George, aún a punto de cumplir los cuarenta, estaba
completamente entregado al movimiento. De hecho la idea de poseer una galería
alternativa se fraguó en el mismo momento en que visitó Indica Gallery, lo más top in
del momento, aunque haya pasado a la historia más por ser el lugar donde se conocieron
John Lennon y Yoko Ono. George no estaba dispuesto a perder comba, quería infiltrase
en ese ambiente, ser uno más y tener como clientes a los pop stars, tener un banco de
pruebas donde dar cabida al Pop Art, al Fluxus y al resto de tendencias del más puro
entretenimiento y para todo tipo de público.
No sólo nada de eso casaba con Lady Moura, también había que añadir que el círculo
del Soho se había ido descomponiendo y que las cosas con George cada día estaban más
desbaratadas. Si bien era plenamente consciente de que la hegemonía picassiana y las
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vanguardias, en particular, estaban en punto muerto, no terminaba de fiarse y se debatía
entre dar un paso al frente o seguir detrás de su línea, parapetada tras sus ismos. Estaba
convencida de que al Expresionismo le quedaba mucho recorrido. Siempre pensó que
Duchamp, ese lobo estepario que habitaba al otro lado del Atlántico, había dado todo de
sí con su letrina y con el resto de ready-mades. Habían sido actos puntuales y
definitivos. De hecho la prueba era que la mayoría de aquellos objetos habían terminado
en la basura, y que Marcel vivía desde hacía años dedicado en cuerpo y alma al ajedrez.
¿Cómo era posible que ahora estuviese considerado como el nuevo mesías? Richard
Hamilton, el arista pionero del Pop-Art, era su mejor valedor en Inglaterra y esa
creencia se estaba generalizando con una profusión de artistas y obras. Por lo demás, el
Swinging London le parecía algo relegado al maquillaje, al peinado o a la vestimenta. En
ningún caso podía tener la categoría de trascendente. De seguir por ese camino el arte
terminaría limitado a lo fácil y a lo simplón, a la exaltación de la vulgaridad, de lo
nimiamente cotidiano, ya en pleno furor en Estados Unidos, y que nada tenía que ver
con Marcel. En cualquier caso, a tres meses vista desde su apertura había llegado el
momento de visitar la George Gardiner Gallery o lo que es lo mismo la G Three Cubed.
George tenía previsto mostrarle la obra de Ellis Gold, Pop Art en estado puro. Sin
embargo, dos días antes se supo que los cuadros de Gold no iban a llegar a tiempo. La
furgoneta en que viajaban había tenido una avería y se hallaba en aquellos momentos
varada a las afueras de París, donde el artista acababa de hacer una exposición. George
con cualquier otro cliente de la galería se hubiese limitado a posponer la visita, pero
con Lady Moura no cabía esa posibilidad. Si ella tenía algo previsto, era prácticamente
imposible hacer que cambiase de planes. El problema era siempre de los demás. Esos
imprevistos le daban la oportunidad para poner de manifiesto una vez más su ineficacia,
cosa que la complacía enormemente. George se había sacado de la manga unos cuadros
de Benjamin Sauton, un expresionista de medio pelo, que tenía guardados en la Lines of
Sings, con los que saldría del paso, aunque sin cubrir el expediente y, precisamente por
eso, había delegado en Richard.
El pase de los cuadros de Sauton ha terminado, Richard es consciente de que dos
cacahuetes masticados con ensañamiento y un sorbo largo a su gin-tonic nunca han
podido considerarse buena señal.
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—Demasiado azul —dijo, por fin, encendiendo el cuarto cigarrillo y mirando a
Richard con cara de interrogación— Demasiado azul. Si eso es todo lo que tenías
que mostrarme, me voy.
La opinión de Lady Moura encierra, en realidad, una declaración de principios. Salvo
contadas excepciones, despreciaba el azul por sistema, no en vano hay numerosos
estudios que prueban que es el preferido de los profanos del arte, es decir, del público en
general, el color que los artistas saben que complace. En suma, el azul representaba para
ella el triunfo de lo fácil y manido. A Richard le invade una oleada de calor, como si se
encontrara al borde de un precipicio, y entonces se le enciende una bombilla. Se
acuerda de que guarda en el trastero unos cuadros de Edward Abbott, que ni siquiera le
ha enseñado a George porque, en principio, solo se trata de guardarlos para hacerle un
favor.
—Tengo otros cuadros. Son de un pintor muy joven. No están nada mal, ni
siquiera George los ha visto. Son de un compañero de clase.
De lo dicho por Richard, a lo único que Lady Moura ha prestado atención es a que
George no los haya visto todavía, aparentando indiferencia mira la hora en su reloj de
pulsera y le dice.
—Tengo más de media hora por delante, anda sírveme otro gin-tonic.
—Es un artista inglés, pero que ha vivido la mayor parte de su vida en España.
—Prometedor… —asiente con la ironía sardónica de un cascote desprendiéndose
del muro.
Richard le sirve la copa y se precipita al trastero, como un grumete que achica agua para
evitar que la nave se hunda. Los cuadros de Eddie forman parte de lo que será algún día
una serie que llevará por título Exhalations.
Lady Moura los observa con gran concentración. La única indicación que le hace es su
forma habitual de hacer una selección, le pide que a la derecha coloque los que le han
gustado y a la izquierda los que no.
— ¿Cuánto por los dos? Veo una progresión interesante. —pregunta mientras saca
de su bolso el talonario de cheques.
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Richard paralizado intenta balbucear algo, pero ella, no espera a que le responda. Con
una pasmosa condescendencia y sin mediar más palabra, comienza a extender un
cheque complaciéndose en su caligrafía, tan temblorosa, como anacrónica. Sonríe
maliciosamente al entregárselo, dejando a la vista unos dientes amarillos y
cochambrosos mientras se le escapa una risita calcada de la de las brujas de los cuentos.
Richard no cabe en sí de gozo con la venta de dos de los cuadros de Eddie. Con otro
pitillo en los labios y envuelta en una humareda similar a la de su entrada, abandona la
galería. Él la escolta de nuevo hasta el coche. Antes de meterse en él, le hace entrega de
la colilla. Richard la enarbola como una antorcha, tan sonámbulo como perplejo,
atrapado en una actitud de pura reverencia ante su inesperada benefactora que,
concluida la transacción, le ignora, olímpicamente.
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Todo fluye
Clementine Alexandra Conrad, conocida en los círculos artísticos como Lady Moura,
había tenido, en líneas generales, pocas oportunidades de tomar decisiones en su vida;
pese a ello, su condición de hija mayor, y soltera, le otorgaba ciertas prerrogativas, entre
ellas, sobre todo, desde que su padre enviudó, la de acompañarle a todo tipo de actos
sociales, y la de continuar alimentando la pinacoteca familiar, que su padre había
iniciado una década atrás, y que constituía uno de los galones de su ascensión social.
Quizá fuese esa circunstancia la que le proporcionase en su juventud un margen más
amplio de autonomía o al menos le parecía que podía concentrar en las nuevas
adquisiciones las oportunidades que la vida le denegaba y las decisiones que no le
estaban permitidas tomar. Su padre fue la primera persona en entender que tenía criterio
para el arte, probablemente, cuando le hizo ver lo ridículo y pretencioso que era decorar
la entrada o los salones con retratos de personas de la alta sociedad ajenos a la familia,
adquiridos en subastas, y que él, ingenuamente, pensaba que darían prestigio a su casa.
Eso era como poner a las claras sus pretensiones arribistas. Los paisajes de los pintores
románticos eran más neutros, no llevaban la marca de una adquisición reciente, no
comprometían a nada y podían ser igual de elegantes. Un Wright of Derby, un James
Ward o un Samuel Palmer, y por supuesto, un William Blake, por no hablar de un
Constable, y, no digamos ya, un Turner. Lo suyo era encargar sus retratos a John Singer
Sargent, entonces el retratista de la mejor sociedad londinense. El de ella, digno y
elegante, pero fiel a su fisonomía atestigua que era una joven muy poco agraciada. No
era de extrañar su desmedida afición por lectura, que desde pequeña había prendido al
calor de los cuentos tradicionales, con los que comenzó a desarrollar una sensibilidad
por el arte. La extasiaban las ilustraciones de Randolph Caldecott, Kate Greenaway o
Beatrice Potter. Su libro de cabecera era la edición ilustrada por Gustave Doré de las
fábulas de La Fontaine, de la que era lectora convulsiva. Eso, por un lado la había
predispuesto a la soledad, y por otro, la lección que aprendía de aquellas fábulas había
forjado en ella un sentido muy particular de la justicia, y estaba, sin duda, en el origen
de la prepotencia que la caracterizaba. Precisamente por eso, digamos, el causa efecto
de su manera tan borde de comportarse era algo que ella no alcanzaba a relacionar, muy
al contrario, se sentía injustamente tratada por los demás, y la falta de atención y de
interés que recibía la hería en lo más profundo de su ser, desde los mismos tiempos del
Queen’s Gate School. Una actitud que nunca favoreció que entablase amistades o que
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tuviese pretendientes. Fue así como fue fraguándose en su interior un espíritu
revanchista y vengativo, que sólo encontraba cierto alivio en la pintura impresionista y
de vanguardia. Contaba apenas quince años cuando visitó en las Grafton Galleries la
exposición Manet y los post impresionistas. Acudió con su padre al pase privado, previo
a la inauguración, que tuvo lugar el 5 de noviembre de 1910, donde tuvo, además, el
privilegio de contar con las explicaciones del propio Roger Fry, responsable no solo de
la muestra, sino también, de haber acuñado el término postimpresionismo.
Aquel desafío de reinterpretar la realidad, de poner en jaque las leyes convencionales de
representación, tuvo en ella un efecto realmente positivo. Descubrió que aquellas
pinturas de límites confusos e inciertos estaban en consonancia con sus sentimientos,
con el desarrollo en ciernes de su personalidad. A partir de aquel día Clementine se
mantuvo al día de toda la enorme polémica que la exposición impresionista estaba
provocado en Londres, y se sintió protagonista por primera vez en su vida, porque ella
sí tenía la capacidad de comprender lo que el resto ignoraba, de manera que se
complacía en autoafirmarse cada mañana devorando los periódicos, naturalmente,
después de que los hubiese leído su padre.
A pesar de todo, no lograba formalizar un juicio sobre aquellas pinturas que había visto,
sólo sabía que le reconfortaban. Le parecía más meritorias por sus intentos que por sus
logros, pero destilaban una humanidad desconocida, el reflejo del alma del artista. Eran
como un salto al vacío, un anhelo de que iba a encontrar la suya, un deseo de trascender.
Su posesión se le hizo imprescindible, así que mientras sus hermanas triunfaban en la
season y se comprometían con chicos perfectos de la mejor sociedad, la joven
Clementine empezó a rescatar de los sótanos de su casa los cuadros que su padre había
adquirido, a instancias del propio Fry, tanto en la propia exposición como unos años
antes en Paris, y que Sir Lawrence, muy prudentemente, había recluido en aquellos
lares, como a los enfermos contagiosos en un lazareto, mientras continuasen
provocando reacciones tan airadas, que iban de la más insolente de las burlas a la más
despechada de las indignaciones patrias.
El gabinete de Lady Moura se inundó con ellos. Su contemplación fue evolucionando
más allá del mero deleite, hasta el punto de que fueron convirtiéndose en un elemento
consustancial de su existencia, en una reconfortante sensación de pertinencia, que
aligeraba el peso de su trayectoria vital interpuesta. Hasta tal punto que para ella los
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cuadros de la colección de su padre, que bordeaban como trofeos la majestuosa escalera
y culminaban en los salones de la casa y en la biblioteca, no eran sino una
representación más irreal que la nuevas pinturas, un ideal convenientemente edulcorado,
como en la actualidad con los retoques del photoshop. Más aún, esa representación
convencional carecía de trasfondo, pero, sobre todo, de lo que carecía era de alma, y se
habían convertido para ella en un espectáculo decadente y penoso, como el de un circo
venido a menos, con fieras decrépitas de fauces melladas, con las que, sin embargo, el
domador alardea de su fiereza.
La mayoría de obras de la colección particular de Lady Moura provenían de París. De su
primera estancia allí sólo guardaba un recuerdo confuso, sobre todo de la larga cola que
tuvo que hacer para subir a lo alto de la torre Eiffel, que se inauguraba entonces con
motivo de la Exposición universal de 1900. Antes de debutar en sociedad tuvo la
oportunidad de volver, en esa ocasión acompañada de Miss Spalding, la directora de su
colegio y cuatro de sus compañeras. Era lo que constituía el viaje del final de los
estudios, conocido como el Gran tour. El masculino podía bien alargarse más de una
año. El femenino era mucho más breve o al menos el de Lady Moura, que sólo incluyó
París e Italia en su itinerario. Aleccionada por Roger Fry invirtió una parte considerable
de su tiempo en el Louvre, pero también se deleitó con las costumbres parisinas, la
nueva moda de las mujeres, su maquillaje, su perfume y el charlestón que por primera
vez escuchaba. Después de aquel viaje iniciático, volvería a menudo París, primero con
su padre y luego sola, ocasiones casi siempre relacionadas con la compra de nuevas
obras para su colección. Sir Lawrence, el próspero comerciante textil, recientemente,
ennoblecido, no sólo tenía la ambición de coleccionar, sino que su hija había sembrado
en él la semilla de que algún día un museo le pusiese a una sala su nombre o a una
cátedra en Oxford o Cambridge.
La guerra interrumpiría esos viajes, que pudieron volver a reanudar en noviembre de
1919, sin duda, un momento propicio para hacerse con auténticas gangas. Esa vez la
estancia podía prolongarse unos cuantos meses, pues Clementine le había solicitado
poder asistir a una academia para seguir un curso de pintura. Ese viaje sería, en esencia,
la cinta métrica que le iba a servir para mesurar el resto de su vida, su tesoro, su riqueza
interior que la acompañaría hasta el final de sus días: Paris era intocable.
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Se hospedaron en el Place Aténée, y mientras que su padre descansaba o aprovechaba
para entablar amistad con pudientes norteamericanos, con los que compartía la misma
pretensión arribista de coleccionar arte, ella se iba de atelier en atelier, saboreando una
independencia, totalmente inesperada. Se hizo una habitual de las terrazas abarrotadas
del Dome y La Rotonda, donde era fácil compartir mesa con toda clase de artistas. Su
actividad no sólo se reducía al día, de noche, cuando su padre se retiraba, ella
aprovechaba para escaparse y asistir a fiestas, a las que había sido convocada al azar, y
en las que no se atrevía a integrarse del todo, se conformaba con ser espectadora de
aquella fascinante bohemia parisina. Al regresar al hotel, se pasaba horas soñando
despierta que tal o cual artista se prendaba de ella y la convertía en su musa, sobre todo
aquel pintor italiano, Modigliani, tan irresistiblemente guapo. Todo el mundo sabía que
los hombres guapos siempre fueron su auténtica debilidad, lo que nadie podría adivinar
era que tras aquella coraza habitase una romántica incurable. De hecho, cuando unos
meses después se enteró de su muerte se pasó toda la noche llorando.
De regreso a Londres, alentada por el ambiente frívolo de París, empezó a frecuentar a
los Bright Young People, el grupo de jóvenes al que entre otros muchos perteneció
Harold Acton, Evelyn Waugh, Nancy Mitford, Noel Coward o Cecil Beaton, bautizados
de esa manera por los tabloids, a los que alimentaron con su frivolidad anti sistema, que
se materializaba en el exceso, ya fuese en el vestir, con el alcohol o las drogas, que
recorrían los bares y clubs de jazz e iban de fiesta en fiesta hasta el amanecer,
exhibiendo lo extremo y licencioso de su manera de vivir la vida. La lengua viperina de
Lady Moura siempre fue muy bien recibida entre los miembros del grupo. Había
encontrado en su ciudad el ambiente perfecto para poner en práctica lo que no había
osado hacer en Paris. Bebía desaforadamente y cuando se encontraba en el punto álgido
de la borrachera, se sentía capaz de desafiar todas las convenciones y desbancar los
formulismos, de la misma manera en que los impresionistas habían aplicado
arbitrariamente el color. Aunque el efecto le duraba poco, su consciente sólo resistía lo
justo el amparo de la frivolidad, por otro lado, perfectamente fingida. Clementine, ni en
el peor de los estados etílicos, terminaba de despegarse de la realidad, seguía siendo ella
misma. Puede que consiguiese brillar de noche, pero de día sabía que solo iba a sentir la
opacidad de un enorme vacío, puede que aquel grupo de aristócratas malcriados y
artistas malditos le hubiese hecho un hueco y la hubiesen convertido en una mujer
liberada, pero ningún chico la tomaba en serio, era un entretenimiento pasajero, y con el
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tiempo resultó de lo más evidente, algo que por otro lado nunca dejó de ignorar, que
también se aprovechaban de su dinero. Poco a poco, el desengaño ganó terreno y sus
borracheras se convirtieron en una amarga retahíla de reproches, que ni hasta el más
desaprensivo de los frívolos estaba dispuesto a soportar. Su ulterior venganza consistió
en crear suculentos malos rollos entre ellos y en alimentar la codicia del cotilleo entre
los periodistas de los tabloids. La herida seguía allí y cada vez escocía más la
indiferencia de los demás, y cuando ya no aguantaba más, huía a Paris, donde desde sus
primeras idas frecuentaba el círculo de la librería Shakespeare and Company, que
regentaba Sylvia Beach, y que frecuentaban Joyce, Hemingway o D.H. Lawrence,
entonces desconocidos y desamparados escritores. Como ocurría con muchos otros de
los asiduos a la librería, Sylvia Beach fue la carta de presentación de Lady Moura para
ser admitida en casa de Gertrude Stein, en donde el trato con los artistas era más íntimo
que en las terrazas de Montparnasse. Allí pudo compartir cena con la crême de los
artistas, entre ellos, por supuesto que con el mismísimo Picasso, que, por cierto, no se
acordaba en absoluto de ella, ni de su padre a pesar del aprecio que les tenía Léonce
Rosenberg, su marchante. En cualquier caso, el tema del día y trato con los artistas era
patrimonio exclusivo de la anfitriona, que hábilmente se servía de Alice Toklas, su
pareja, para mantener a sus otros invitados a una prudente distancia de ellos. Pero al
margen de esa inconveniencia, sólo con respirar el mismo aire que aquellos grandes
artistas y escritores, Clementine se iba engrandeciendo, cada personaje que le
presentaban era como añadir una nueva medalla. El contacto con el ambiente parisino le
proporcionó una suerte de dosis de travestismo intelectual, que en el Londres de
entonces, tan puritano y artísticamente tan anodino, aplacaba el peso claustrofóbico de
sus fracasos sociales.
Eso estaba muy bien, pero, por otro lado, era consciente de que no era capaz de aportar
ninguna prueba material, no poseía ningún tipo de credencial artística, era, en el mejor
de los casos, una coleccionista de arte, pero no escribía, no dibujaba, ni era una
socialite. La abnegación y el servilismo a ultranza de la buena de Sylvia Beach no
formaban parte, precisamente, de sus aspiraciones. Todo lo contrario, la asfixiaba
bastante. Era americana y con eso estaba todo dicho. Aquella mezcla de librería
biblioteca formaba parte de la idiosincrasia americana que no cabía en su mentalidad
esnob, en fin, eso de leer los libros baboseados por otras personas, pero era innegable
que aquella samaritana de las letras era útil y tenía un proyecto y ella no. Ella aspiraba a
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ser alguien grande, como Mrs. Stein, y llevar a cabo esa labor en Londres. Lo primero
que debía hacer era cambiar radicalmente de actitud. Su meta iba a ser convertirse en la
experta, en el referente del arte moderno, con permiso del Bloomsbury. Desde la
exposición de los postimpresionistas nunca había perdido el contacto con Roger Fry en
Londres, había sido cliente de los talleres Omega y de su obra, y en las escasas
ocasiones en que había ido a su casa siempre había sido bien recibida, aunque eso no es
decir mucho, porque Roger Fry lo hacía, prácticamente, con todo el mundo. Ahora su
misión la encaminaba a reforzar e intensificar ese vínculo, a no perderse ninguna de sus
conferencias en el Queen’s Hall, ni las exposiciones que él organizaba en las Burlington
Galleries, y además comprar todo lo que editase la Hogart Press, hasta conseguir que
Lady Ottoline Morrel la invitase a las reuniones que organizaba en su casa de
Garsington Manor. Cuando por fi se vio rodeada por aquel grupo de personas
inteligentes y cultas, y socialmente tan liberadas, se sintió empequeñecer, y le pareció
que todos sus conocimientos eran de pacotilla. Así deliberadamente, se excluyó de dar
su opinión en las grandes conversaciones, porque ella no podía seguir su ritmo, solo
intentó pasar lo más desapercibida posible. Todo lo contrario de lo que en su lugar
hubiese hecho Peggy Guggenheim, que de golpe y porrazo, sin saber muy bien cómo,
había irrumpido en el exclusivo ambiente de los amantes del arte. Alguien las presentó
en la London Gallery, donde Roland Penrose, su dueño, cerraba filas en torno al
surrealismo y el arte abstracto, a finales de los años treinta.
- Quizá le hayan comentado que tengo la intención de abrir una galería de arte, el
problema es que todavía me armo un lío entre cubismo, surrealismo y arte
abstracto. Me han comentado que usted posee una buena colección, tal vez podría
echarme una mano.
Era difícil que un profano en aquellas lides dejase fuera de combate a Lady Moura, pero
en aquella ocasión se quedó muda. No le cabía en la cabeza que alguien fuese capaz de
vanagloriase de su ignorancia, además con esa frivolidad, que en su opinión, traspasaba
el umbral de la estupidez. Como medida cautelar le dio un sorbo largo a la copa, que,
afortunadamente, se estaba tomando; después, y sin terminar de salir de su estado de
perplejidad, consiguió mascullar una respuesta para salir del paso.
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- El arte es algo que usted debe aprender por sí misma, forma parte de un proceso de
interiorización, nadie le puede enseñar. Mi consejo es que vaya a París, aquí en
Londres son pocas las ocasiones en las que va a poder apreciar arte moderno.
- Vaya, una lástima, porque he vivido allí los últimos diez años de mi vida. Me temo
que pasé demasiado tiempo con los dadaístas.
Lady Moura se limitó a asentir de puro compromiso, intentando poner cara de que se
hacía cargo del problema, y poco a poco, casi imperceptiblemente, se batió en retirada
aparentando sentir un repentino e incontenible interés por la obra Magritte que colgaba
justo detrás de la pared donde habían estado conversando, y que curiosamente se
titulaba Le Temps Menaçent.
La siguiente vez que se vieron, le preguntó, por pura cortesía, sobre su progreso en el
tema, Peggy con la espontaneidad que la caracterizaba le tranquilizó.
- No se preocupe, Marcel Duchamp me está educando, es un íntimo amigo mío
desde hace muchos, muchos años.
Esa vez no sólo la dejó fuera de juego, también con cara de póker. Restregarle por las
narices su grado de amistad con Marcel era un golpe difícil de encajar. Peggy
Guggenheim ignoraba que acababa de sumar otra muesca en el orgullo, de por si
machacado, de Lady Moura. Lo siguiente, fue la invitación a la inauguración de su
galería, que tenía la osadía de llamarse Guggenheim Jeune, una referencia, a su parecer
irreverente, de la prestigiosa galería parisiense Bernheim-Jeune, cuna de los
impresionistas. Lo acertado hubiese sido no asistir, pero a Lady Moura, como a la
mayoría de mujeres, le podía la curiosidad.
- Me hubiese gustado inaugurar con Brancusi, -le oyó decir mientras la saludaba de
pasada, ni siquiera se detuvo a hablar con ella, como si sólo le sonase su cara, al
tiempo que soltaba una carcajada, descaradamente, teatral - ¡Es el único artista
moderno que conozco!, pero Marcel me dijo que tenía que ser Jean Cocteau, et
voilà – concluyó con cierto triunfalismo.
Nuevamente Peggy Guggenheim hacía gala de otro de sus desavillés intelectuales.
¿Cómo era posible que un ser de esa inconsistencia, tan imprudente y con esa falta de
pudor, pudiese pisotearla? La única respuesta posible era que tenía dinero. Eso era
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jugar sucio, pero al menos la dejaba más tranquila. Roger Fry, aunque, acuciado por la
necesidades económicas, había pasado por un trance similar veinte años atrás, cuando
aceptó el puesto de consejero en el Metropolitan Museum de Nueva York, donde tenía
que lidiar con Pierpont Morgan, ese vulgar millonario, tan vanidoso como ignorante,
que talonario en mano, adquiría lotes de obras de arte con el solo propósito de comprar
un puesto en la historia. El sobrevenir de la, en otro tiempo colonia americana, se
anunciaba como el nuevo signo de los tiempos, en el que, mucho se temía que el gusto y
el placer genuino por el arte se escurriese como en la playa la arena entre los dedos de
las manos.
Aunque, en aquellos momentos, lo que realmente la torturaba, lo que hacía que le
hirviese la sangre era la audacia que Peggy Guggenheim poesía y ella no. La amilanaba
hasta el punto de pensar que cualquier empresa que intentase se vería forzosamente
eclipsada por ella. Verde de envidia y reconcomida de recelos se impuso no comprar
nunca jamás nada en su la galería, y lo único que deseaba celebrar el día de la
inauguración era que las cosas le fuesen mal. Se alegró de saber que Cocteau ni siquiera
iba a asistir - una inauguración sin el artista era algo demencial- también de que, de los
dibujos que se exponían, unos eran un refrito, -pertenecían a la decoración de su obra
Le Chavaliers de la Table Ronde- y otros contenían vello púbico, algo que, sin duda, se
avenía muy bien con el espíritu victoriano del público inglés. A ella, al menos, le
dejaban más que indiferente, no por puritanismo, sino por facilón de asunto, tenía en
mayor estima los collage. Lo mismo ocurría con todos los surrealistas que
posteriormente desfilaron por la galería.
El único revés se lo llevó cuando Peggy montó la primera exposición individual de
Kandinsky en Londres. Sólo eso ya de por si era un triunfo. Además se trataba de una
retrospectiva que incluía obras de la primera época del artista, que era la que más le
gustaba. Fue un auténtico martirio cumplir con la imposición que se había hecho. Tal
vez, se dijo, entonces, reculando, tendría que haberla ayudado cuando se lo pidió.
Aunque no era posible que alguien con tan poco criterio y tan poca dedicación pudiese
triunfar. Estaba en boca de todos que , constantemente, se ausentaba de la galería para ir
a ver a su amante a Paris, que programaba las exposiciones en función de criterios
ajenos o que admitiese, abiertamente, que no tenía ni idea de cómo vender un cuadro.
Como era previsible, un año y pico después Peggy Guggenheim, acuciada por las
pérdidas, se vio obligada a cerrar la galería. Eso le demostraba una vez más a Lady
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Moura que podía seguir confiando en las fábulas de La Fontaine. Si bien tenía que
admitir que no todo el mérito había sido de Peggy, la historia se repetía, y como había
ocurrido con los impresionistas, el público inglés, continuaba siendo muy retrógrado y
posicionado en el academicismo. El arte moderno era un desafío exclusivo, reservado al
entendimiento de ella y de unos pocos críticos y galeristas. Incluso fantaseó con la
posibilidad de lo distinta que hubiese sido su propia galería de haber podido contar con
los medios necesarios. Algo irrisorio entonces, pues, Clementine no poseía fortuna
personal alguna y su asignación no daba para tanto. Para posicionarse sólo podía aspirar
a formar parte del comité de un museo o de la editorial de una revista. Hubiese estado
tan bien darle una lección en esa nariz de payaso de Peggy, que tan acomplejada la
tenía, aunque tampoco estaba mal poder al fin regodearse de con su fracaso.
Poco fue a durarle esa dicha a Lady Moura, nunca hay que subestimar el poder del dinero.
Peggy Guggenheim resurgió, como el ave fénix, esa vez con la pretensión de abrir un
museo o al menos eso fue lo que le dijo cuando la interceptó en plena calle. Su lapsus de
memoria se había volatizado como por arte de magia, de nuevo la reconocía y la saludaba.
Y ahí no acababan sus penas, porque Herbert Read iba a ocupar el cargo de director.
- Sé que abrir un museo es la ilusión de su vida, y yo, lo voy a materializar. Así
podrá por fin dejar esa, insoportablemente, remilgada Burlington Magazine.
Herbert Read, entonces editor de la revista, era clave para Lady Moura. Era la persona
que, tras la muerte de Roger Fry, había elegido como nuevo mentor, y tenía motivos
para albergar ciertas esperanzas de formar parte del comité. Read, hasta entonces, había
aplaudido sus precisas observaciones con tan hondo calado, que ella daba por seguro un
puesto en el comité de la revista en la primera ocasión que se presentase. Hacía tiempo
que circulaba el rumor de que Peggy le bailaba el agua, pero ella admiraba a Herbert, y
sobre todo, confiaba en su buen criterio. Cierto que llevaba una temporada menos
receptivo, algo raro y escurridizo, pero de ahí a pensar que fuese capaz de asociarse con
una persona que confesaba, abiertamente, ser incapaz de entender ni uno sólo de libros
escritos por él o lo que era, peor aún, y que a Lady Moura le resultaba absolutamente
intolerable, que a espaldas suyas se refiriese a él como papa, había un trecho. Sin
embargo, desgraciadamente, no lo había, y las piezas empezaron a encajar cuando le
confirmaron que Herbert Read había abandonado la redacción de Burlington Magazine
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y que Peggy Guggenheim, a instancias de él, había alquilado una mansión esplendida en
Portland Place.
Ese hombre, tan afable, educado y distinguido, también se rendía ante las cuestiones
económicas. La neumonía de Sir Lawrence la apartó de las vicisitudes de aquel
proyecto. Su padre murió en julio de otras complicaciones derivadas de la enfermedad,
y al cabo de solo un mes, Londres se vio envuelta en la bruma de la guerra, la misma
que apartó, definitivamente y para siempre, a Peggy Guggenheim de su camino, primero
por su regreso a Francia, después por su vuelta a Estados Unidos.
La muerte de su padre y la guerra transformaron la vida de Clementine. Uno podría
concluir en que, hasta entonces, había como una bola en una mesa de billar, rebotando
de una parte a otra, intentando hacer carambola. Durante la contienda, gracias a que se
hizo voluntaria como conductora de ambulancias, se mantuvo durante un buen tiempo
alejada de sus fantasmas. El hecho de haberse hecho útil y haber ayudado a los demás
constituyó una manera de reconciliarla con el mundo. A aquellas alturas ya estaba claro
que su compromiso matrimonial nunca iba a salir anunciado en The Times, y eso, lejos
de acomplejarla, como antaño, la tranquilizaba, quizá por tener la certeza de que sus
posibilidades se habían agotado. El triunfo de las bellezas de turno ya no la
soliviantaría, ya no era una Cenicienta, ya no quería ser rescatada. Resignada, como
estaba, al ostracismo del desamor, aceptaba plenamente su vida, y en ese proceso fue
ganando respetabilidad. La desaparición de Sir Lawrence le dio la libertad e
independencia suficiente para no tener que rendir cuentas con nadie y seguir sus propias
reglas, y a medida que los integrantes del Bloomsbury fueron desapareciendo, ella
empezó a cobrar protagonismo y logró, por fin, lo que más ambicionaba, posicionarse.
La pieza fundamental de ese posicionamiento fue el recién inaugurado Institute of
Contemporary Arts, conocido como ICA, donde ejercía de sponsor y era miembro de
su comité. El ICA era el emblema del cambio, la alternativa a la Royal Academy, y
como muestra de ello, inauguraba su andadura con la exposición 40 Years of Modern
Art, por la que una pletórica Lady Moura campeaba con una sensación de derecho
propio, pues aquello, sin sombra de duda, constituía su contribución palpable, por
primera vez, al gran mundo. El resto de la gloria vendría después en forma de cargos
honoríficos en comités editoriales o como miembro del patronato de las más destacadas
asociaciones e instituciones, incluso de la Royal Academy, al tiempo que su
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privilegiada situación en la vida le flanqueaba la entrada a la categoría de las personas
con derecho a hacer lo que les da la gana. Como primera medida decidió refugiarse en
la vida bohemia del barrio de Fistrrovia, intentando camuflar los horrores y miserias de
la guerra, donde creyó, por fin, haber encontrado su lugar. Allí fue donde conoció a
George Gardiner, durante aquellos primeros tiempos fueron inseparables. El punto más
álgido de su amistad fue durante los primeros tiempos de la apertura de su galería,
donde le hacía de valedora.
A mitad de los sesenta, Clementine era Lady Moura, casi una leyenda, pero los años
dorados del Soho empezaban a desvanecerse, Lucian Freud no le cogía jamás el
teléfono, Francis Bacon había huido a Marruecos y George había abierto una galería por
su cuenta, donde quería dar cabida a las últimas tendencias, con las que ella no
comulgaba para nada, y que le planteaba el dilema de si estaría perdiendo perspectiva,
tenía que demostrarle que no, y eso, sin duda, favoreció el florecimiento de Eddie
Abbott como artista.
22
Tottemhan Court
Edward Abbott fue el detonante profesional de Richard Wilson. El simple hecho de
conocerle resolvió aquel sentimiento ambivalente que le provocaba estudiar en St
Martin’s, una encrucijada entre la satisfacción de ser su alumno y el desencanto en sus
logros. Aristóteles ya estableció en su Lógica que para describir contrarios basta con
enumerar lo que tienen en común. La personalidad de Eddie puso de manifiesto dos
cosas, una, que sus premisas no eran suficientes, que para ser artista no bastaba con
tener trazo, había que tener entrañas, y un punto, a medio camino entre la locura y la
lucidez; dos, que lo que sí poseía era la capacidad de reconocer el talento ajeno. De
modo que sin envidia, sin resquemor, como la fruta madura que se desprende de la
rama, supo que debía encaminar sus pasos en otra dirección por la intrincada colmena
de arte. Una de las veces en que estuvo más acertado en su vida.
El Richard Wilson que yo conocí era una persona afable y entusiasta, que se hallaba aún
bajo el influjo positivo de su acertada decisión, a pesar de que el servilismo de la
admiración y el cultivo de los talentos ajenos le jugaban alguna que otra mala pasada,
pero, incluso en esas ocasiones, lograba encontrar una recompensa.
El ofrecimiento de George de trabajar en la Lights and Sings surgió a raíz de la
apresurada marcha del socio, codirector de la galería o como fuese considerado
Olegario Requena, que a su vez había sido profesor suyo y de Eddie en la St Martin’s,
y que por razones familiares había regresado por tiempo indefinido a su México natal.
Un año y medio había transcurrido desde entonces sin que de momento hubiese dado
señales de vida, cosa que le inducía a pensar que la posibilidad de que volviese fuese
remota, pero George se enfurecía cada vez que se atrevía a preguntar. Era tema tabú.
Qué duda cabe de que aquel hermetismo le venía como un guante a George, ya que le
servía para mantener a Rick en actitud sumisa y expectante ante lo que podía ser su gran
oportunidad. Por norma general, la mayoría los encargos que le hacía George solían
caer en la categoría de “corre, ve y dile”, aunque, de tanto en tanto, in the right
measure, iba soltando lastre para mantener las aspiraciones de aquel joven, tan
predispuesto, a flote. Era un pulso entre ellos, y Rick, la verdad, con esas ganas que
tenía de comerse el mundo, empezaba a estar un poco harto. Una cosa era lidiar con el
temperamento caprichoso de los artistas y otra, muy distinta, hacerlo con el
egocentrismo recalcitrante de George, que sí lograba, a menudo, sacarle de sus casillas.
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Sobre todo si no empezaba a materializarse la posibilidad de que le nombrase codirector
de Lights and Signs. Ya cedía y le chocaban bastantes cosas de su jefe. Admitía y
entendía, que Mr. Gardiner, que era como se refería a George, por la educación que
había recibido y por sus modales no hubiese nacido para discutir cuestiones tan
prosaicas como el dinero, menos para regatear un precio, por muy contradictorio que
fuese cuando uno se dedica a comerciar; pero, lo que no acertaba a comprender de
ninguna de las maneras, era su falta de ambición, su pasotismo bohemio de niño bien;
que no sacase partido, como él hubiese hecho, de lo bien relacionado que estaba, de su
buena planta, de que no hubiese convertido la galería de la calle Bond en un referente
con más prestigio que la mismísima Refey Gallery. George era un bon vivant,
interesado en la parte lúdico festiva de la vida y no en sus aspectos prosaicos, que se
dedicaba a vivir lo mejor posible. Incluso cuando viajaba a las ferias de arte en el
extranjero, si le apetecía hacer otro plan, se desmarcaba de los negocio, a veces,
simplemente, para recorrer sus lugares favoritos. A medida que lo trataba, también fue
descubriendo que para ser galerista tenía ideas muy extrañas sobre el arte. Una actitud
que lo alejaba del respeto sacro que él consideraba que había que tener. Por poner por
caso, no le perdonaba que, por pura comodidad, si obtenía beneficios y le ahorraba
trabajo, encumbrase a un artista que él mismo consideraba mediocre. Cosa que cada vez
ocurría con más frecuencia desde que George salía con Bob, que trabajaba de camarero
en The Scotch of St James, un club de los más “in”, donde podía codearse con lo más
granado de la modernidad y del famoseo londinense. Estaba a punto de claudicar,
cuando George le ofreció el puesto de encargado de su nueva galería Three G Cubed.
Supo venderle el proyecto de una manera tan tentadora, vino a decirle que pretendía que
fuese una pista de pruebas encauzada a coleccionistas con alma misionera, abierta a
cualquier tendencia artística. Esa era la oportunidad que estaba esperando. Los
nubarrones se alejaron, Rick confiaba en su buen criterio y en el ímpetu que poseía para
abrirse camino, y se imaginó pasando a la posteridad, siendo, tal vez, el descubridor de
un nuevo Picasso, puestos a soñar, por qué no, apostillaba George, que como no podía
ser de otra manera, se mostró encantado con las nuevas de la venta de los cuadros de
Eddy. No hubo reproche alguno, sólo se tomó un tanto a pitorreo que no hubiese sido
capaz de localizar a l’artiste du jour, como, sardónicamente, apelaba a Eddie.
Lo que George ignoraba era que Eddie no había autorizado ni exposición ni venta de sus
cuadros, que había terminado en su galería fruto de una medida desesperada, tras su
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precipitada y rocambolesca huida del piso que había compartido con unos músicos, con
los que Eddie había llegado a las manos. Antes de que aquellas bestias atacasen sus
obras como venganza o simple divertimiento, Rick le había ayudado a sacarlos de allí,
al tiempo que le había proporcionado un alojamiento con David Fielding, un buen
amigo suyo, muy cerca de Tottemhan Court. Lo malo era que su habitación era
minúscula, por lo que tendría que ser algo muy provisional, fue entonces cuando
trasladaron los cuadros a la galería de George. Rick fue a buscarlo a casa de David para
comunicarle la notica en persona, pero sin éxito. David no sabía nada de él desde hacía
dos días; Rick le dejó una nota a Eddie con grandes signos de admiración, donde le
informaba que había vendido dos cuadros a Lady Moura, una prestigiosa coleccionista.
Le proponía varias maneras de celebrarlo. Al día siguiente lo intentó en la cafetería
Bella Italia, cerca de la National Portrait Gallery, donde Eddie últimamente trabajaba de
lavaplatos, después de que le hubiesen despedido de los almacenes Whiteleys, donde
había trabajado como dependiente en la sección de caballeros. El encargado del bar, un
italiano con muy malas pulgas, le informó que hacía una semana que no había aparecido
por allí, y que, si daba con él, le comunicase que podía darse por finiquitado.
Pasó una semana, pasaron dos, pasaron tres y Eddie seguía sin ponerse en contacto con
él. Richard se desesperaba, Lady Moura llamaba prácticamente a diario, desconfiada e
impaciente, en palabras de George, como una mujer celosa de su amante. Hasta que el
destino quiso darle una tregua y coincidieron una mañana de sábado en Dean Street.
Casualmente, ambos se dirigían a Better Books, la librería buque insignia de la
contracultura en aquella época. Eddie llevaba un traje con unas botas puntiagudas que le
daban cierto aire de macarra, se protegía del frío tirando de las solapas de su americana,
pese a lo corto del trayecto hasta Charing Cross encendió un par cigarrillos, uno con
otro. Llevaba el pelo revuelto, menos en el centro de la coronilla donde tenía
estampado como con un matasellos la huella de la almohada. Lo sorprendente fue que
cuando Rick le mencionó el asunto de los cuadros parecía que ni lo recordaba
- Es que eso de vender un cuadro no encaja en mis esquemas, - le dijo en el mismo
tono que uno inicia un discurso de apertura en una academia de eruditos, ¿cuáles
dices qué han sido?
- Exhalation# 3 y 5.
- ¡Admirable! – exclamó mientras sorteaba a un señor tocado con un bombín- No, no
es fácil conectar con ellos, añadió con un sonrisa risueña.
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- Pues esa mujer parecía haber tenido una revelación. – sentenció Rick, apretando el
paso para volver a su lado.
- Y bien mirado ha acertado, están más cerca el tres y el cinco que el tres y el cuatro.
Quizá tendría que cambiar el orden de la progresión. ¿Cómo dijiste que se llamaba?
– pregunto, sin pretensión.
- Lady Moura.
- ¡Encima una aristócrata!, -exclamó con el inocente orgullo de un niño que cree
todavía que su padre es superman.
- No, exactamente, pero tiene mucha influencia, es un tótem. ¡Te ha tocado el gordo!
- No sé… Es el precio.
- ¿No estás conforme con el precio?, puedo hablar con George.
- No es eso, es algo que no entiendo. Supongo que es justo y generoso, pero ¿qué
puedo hacer con todas esas libras?, no me da para vivir el resto de mi vida.
- Vender otros cuadros, ya te dicho que ella tiene mucha influencia. George estaba
pensando en organizarte una exposición, tragó saliva, meditando si eso también le
iba a contrariar, pero era una información, que necesariamente debía trasmitirle, con
otros artistas, desde luego. No está mal para empezar.
- Es que no sé, no sé si quiero empezar. En realidad no sé nada. Todo eso me
descoloca. No me lo había planteado, no pinto para vender
- Pues es como los artistas desde tiempo inmemorial se ganan la vida.
- ¿Soy un artista? Supongo que sí porque hago arte, pero no soy un comerciante, que,
pongamos por caso, vende telas.
- Pero es que tú no tienes que encargarte para nada de eso. George estaría dispuesto, y
si no lo hago yo, yo me encargo de venderte los cuadros. ¿Qué te parece?
- ¿En serio?
- Y tan en serio.
Se detuvo y se quedó pensativo mirando al cielo
- Sabes qué, dile que se los regalo, si ha sabido apreciarlos, merece tenerlos.
Y con un gesto con la mano, se despidió, exhalando como una chimenea el humo de su
cigarrillo, ajustándose de nuevo las solapas al cuello y dando unos saltitos como un
gnomo le dejó en la puerta de la librería aquella brumosa mañana del mes de marzo.
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A diferencia de Rick yo estaba más que acostumbrado a las apariciones y
desapariciones de Eddie. Desde los tiempos del colegio en Palma siempre que me
buscaba me encontraba, pero yo tenía muy difícil localizarle a él. Eddie consideraba que
yo era el ser más cuerdo que había conocido en su vida. Le interesaba prácticamente
todo lo que le decía. Mi supuesta cordura ni era cierta, no tenía merito alguno, era,
simplemente, que a Eddie tanta sensibilidad agolpada le anulaba los aspectos más
prácticos de la vida. Las cosas que cualquier persona entendería como básicas, parecían
maravillarle. Sus decisiones tenían la lógica de la fuerza de la gravedad, de caída libre,
como si tirase de un tobogán, pensaba que en la vida las cosas se solucionaban solas. Y
si había algo que le horrorizase era tener una etiqueta, ser algo definido, haber
alcanzado una meta, “el camino, siempre el camino”, le corroboraba yo parafraseando a
Cervantes, “llegar es morir”. Con el papel que me tenía asignado Eddie no era de
extrañar que se presentase en mi casa después de su encuentro con Rick.
- Me siento sumido en una polarización de intereses, una esquizofrenia existencial, - me
dijo como quien exhala el último suspiro, para a continuación añadir, cambiando el
registro al de un actor de teatro clásico- Pero por encima de todo, mi prioridad, no, no,
no puedo llamarle así, mi necesidad, mi auténtica necesidad continua siendo estar solo.
Eso ha hecho posible que aflorara en mi interior una forma de expresarme tan
inesperada como desconocida, por primera vez estoy embebido en una sensación de
pertinencia inexorable con mi propia vida. Y ahora, una coleccionista importante, ¿Lady
Moura?, ha pretendido comprar dos de mis cuadros. Al final he decido regalárselos.
Venderlos hubiese sido como comerciar conmigo mismo, materialmente, vender mi
alma.
El tono cursi y afectado, propio del peor de los estilos, lo achaco a que se contagiaba de
David Fielding, uno de los peores poetas que he conocido. Eddie sólo lo usaba cuando
hablaba conmigo de su obra. La única explicación plausible que entonces me imaginé, y
mantengo hoy, es que como me tenía catalogado de escritor, sentía que tenía que
dirigirse a mí de la manera más literaria posible. Era un alivio que se dedicase a la
pintura y no a la literatura como su padre, Paul Abbott, el poeta neoyorquino, bastante
bueno y conocido, que nada tenía en común con la manera de expresarse de su hijo,
porque aquello de pertinencia inexorable, polarización de intereses, esquizofrenia
existencial no tenía por dónde agarrase. Eddie pertenecía a ese grupo de gente que
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cuando quiere hablar bien, adopta un tono tan afectado y artificial que, al menos a mí,
me provocaba vergüenza ajena.
- Eddy, en mi opinión, y en resumidas cuentas, has solucionado el asunto, le has
regalado los cuadros y punto. Así que, adiós esquizofrenia, adiós polarización.
- No, verás es que la cosa no termina ahí. Rick dice que seguro que pondría
vender el resto.
- Cualquiera diría que te gusta revolcarte en la mierda. Otros, en tu lugar, estarían
dando saltos de alegría.
- Sí, pero, todos esos no son como yo. Por un lado, me siento halagado, mi nueva
apuesta creativa es muy arriesgada, por otro la venta va a favor de mis intereses
económicos, pero entrar en el mercado de consumo no forma parte de mi credo
artístico, que es lo que esa mujer representa. Quiero que me acompañes a la
Three G Cubed para rescatar mis cuadros.
- No vaya a ser que te hagan otra venta.
- No te rías, no quiero convertirme en uno de esos personajes que deploro, esos
seres fatuos.
- ¿A dónde piensas llevarlos?
- Al Gargoyle Club, conozco al encargado, me los guardará, es de fiar. Sabes, y
no es cualquier sitio, un club muy especial, decadente, diría yo, con mucha
historia, entre otras cosas porque Matisse se encargó de la decoración, ¿a que es
increíble? L’Atelier Rouge, uno de mis cuadros preferidos, perteneció al dueño,
hará sólo un par de años que todavía colgaba de sus paredes, luego se lo vendió
al Moma, le verdad está mucho mejor allí, mucha más gente lo puede admirar.
Me he perdido, a lo que iba, en cuanto consiga un coche me los llevaré a casa de
mi abuela. Realmente, lo único bueno de la historia es el entusiasmo de esa
mujer. Rick me ha dicho que se quedó prendada, ha estado llamado a diario, los
quiere tener en casa lo antes posible, como no me localizaban, el jefe de Rick,
George intentó engatusarla con otros cuadros, pero nada. Ella entiende un rato
de pintura. Eso no deja de impresionarme. Hasta ahora, tú lo sabes mejor que
nadie, mi obra siempre le ha gustado a todo el mundo, me he dedicado a plasmar
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lo que veía, he disfrutado de hacer retratos, de ser minucioso con los rasgos, lo
mismo con los paisajes o los bodegones. Ahora estoy en otra etapa, que puede
que no sea del agrado de nadie, mis nuevos lienzos han sido el inicio de mi salto
al vacío. No confío en que me puedan comprender. Esta vez he dirigido la vista
hacia mi interior, a lo que mi alma me ha dejado ver, los fugaces asomos de mi
ser, una fantasmagoría de imágenes con las que he pretendido llegar a plasmar
mi autorretrato interior, mi alma.
Nos dirigimos en silencio hacia la galería. George estaba hablando por teléfono, al
colgar, con su habitual flema, se presentó a sí mismo de una manera muy formal,
estrechándonos la mano.
- A Clementine, Lady Moura, -nos aclaró, condescendientemente, - le gustaría
conocerte, ya me encargaré de eso. Te encantará su casa, es un museo.
Eddie le explicó cuáles eran sus intenciones, George no puso ninguna objeción, sin
inmutarse continuó fumando. Rick nos ayudó a recoger los cuadros, pero cuando
estábamos a punto de salir, a pesar de que The Gargoyle estaba, prácticamente, a la
vuelta de la esquina, una lluvia torrencial nos hizo desistir. Aquel contratiempo,
pongamos que divino, dio el espaldarazo definitivo a la obra de Eddie.
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Tell me lies about Vietnam
Eddie y yo éramos tan diferentes que forzosamente teníamos que hacernos amigos. Mi
madre sentía debilidad por él. Desde pequeño su cara angelical y sus buenos modales le
tenían granjeado un plato en la mesa, porque, además, le preocupaba, -típico de las
madres- que no comiese como Dios manda o lo que es peor, que en su casa no le diesen
en absoluto de comer. Intentaba ser ecuánime y no achacarlo al hecho de que no fuesen
católicos, pero no podía evitar que se le escapase un “no son como nosotros”. Le
sulfuraba que siendo muy niño le dejasen solo en casa o que tuviese que coger el
autobús de línea en la plaza Gomila para ir al colegio.
Paul y Nancy Abbott vivían en El Terreno, una zona residencial en la parte alta de
Palma, que a lo largo de su historia, ha dado cobijo a artistas, escritores de la talla de
Robert Graves, Rubén Darío, Camilo José Cela y a tantos otros. Sin ir más lejos,
Gertrude Stein pasó una buena temporada en una casa de la calle Salud, precisamente la
misma donde tenían alquilado el chalet los Abbott. Casi siempre tenían invitados,
extranjeros como ellos. La primera imagen que me viene a la cabeza es la de un grupo
de personas extravagantes, que fumaban y bebían sin parar en una animada e
interminable charla. Pertenecían a una de las últimas remesas de la bohemia dorada que
llegó a la isla a principios de los cincuenta, algunos de sus amigos eran vecinos, otros
andaban repartidos por la isla, principalmente, entre Deyá y Galilea. Otro de los lugares
en donde se reunían en el bar África, cerca de la plaza Gomila, y si bajaban a Palma
iban a un bar en la calle Apuntadores, regentado por unos vecinos suyos, Mary y Johnny
Johnson. Los cocteles recompensaban el esfuerzo que requería abandonar su barrio. No
en vano Johnny había sido el barman del salón central del Savoy en Londres. Muchas
veces a la salida del cine yo acompañaba a Eddie hasta la puerta, donde él se reunía con
sus padres para volver a casa, claro que a veces podían tenerle allí hasta las tantas.
Nancy era muy guapa, cuatro trapos le sentaban de maravilla, no digo cuando le daba
por sacar del armario un vestido de alta costura, dejando a todo el personal boquiabierto.
Era ágil y etérea en todos sus movimientos, cosa que ella agradecía siempre al ballet.
Era muy presumida y cerca de los cuarenta conservaba el porte y la facha que la habían
convertido de joven en modelo. Siempre iba impecablemente peinada, ya fuese con un
moño o con su media melena suelta, su tez blanca y perfecta, sus ojos verdes y su boca
tan femenina y harmoniosa, realzada con carmín rojo, a cualquier hora del día. Ella y su
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cigarro entre sus dedos de princesa, lista para hacer de anfitriona por intempestiva que
fuese la hora. Eddie físicamente tenía mucho de ella, era también muy guapo. Ya sé que
es raro un comentario así viniendo de un hombre, pero es que era así, tenía una guapura
de facto, que se podía admitir sin levantar sospechas, y sí envidia, porque se las llevaba
de calle.
Nancy era inglesa y Paul había nacido en 1924 en Orange, New Jersey. No se le conocía
otro oficio y beneficio que el de poeta. Inédito en España, tenía publicados más de
nueve libros, que sí se habían traducido al francés. Entre todos ellos, el más conocido,
Shadows of Anger, era un alegato en contra de la guerra y la intolerancia, en el que Paul
había desgranado su experiencia como combatiente en la Segunda Guerra Mundial. Al
tiempo que poeta, también ejercía de crítico en revistas literarias, y al menos una vez al
año realizaba un periplo por universidades norteamericanas para impartir cursos o dar
conferencias sobre poesía. Los Abbott podían desaparecer durante meses, y era entonces
cuando se instalaba en su casa Esther Summerson, su abuela por parte materna. Ella
había sido profesora de dibujo en su Plymouth natal, y con el tiempo se había
consolidado como artista en la comarca, quien más quien menos tenía un summerson
colgando de las paredes, pues se trataba de unos cuadros muy agradecidos de paisajes,
flores, bodegones o cosas por el estilo. Con ella la vida de Eddie se volvía más apacible,
se le veía mejor aseado, mi madre apostillaba que bien alimentado, entre otras cosas,
porque venía menos por casa, de hecho era yo el que pasaba mucho más tiempo en la
suya. A Esther el hecho de llevar muchos años viuda la había convertido en una mujer
independiente y satisfecha de sí misma. Lo que mejor la caracterizaba era ese tipo de
afabilidad proviene de la experiencia y de los logros cumplidos. Esther me afeccionó al
té, a los scones, a los fudges y a los desayunos a base de purrish. Granny, como la
llamaba Eddie, tampoco escatimaba en tener la casa concurrida. Después de tantas
temporadas en casa de su hija cuidando de su nieto, no era de extrañar que hubiese
creado su propio grupo de amigos. Rara era la vez que no tenía invitados, ingleses, por
supuesto, ya que jamás se integró, ni llegó a hablar una palabra en castellano. Los
amigos de Granny eran otro tipo de gente, matrimonios de su edad, formales, aunque
también diesen buena cuenta del Scotch. Estar en la isla también le venía muy bien a
Esther, le ofrecía la posibilidad de ampliar su gama de paisajes, que se vendían con
éxito. Cuando Eddie estaba en el colegio ella cogía sus bártulos y se iba a pintar, sobre
todo a la costa norte, desde Valldemossa hasta el puerto de Pollensa, siguiendo la ruta
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de los paisajistas afincados en la isla en los años veinte. Algunas veces aprovechaba
también los domingos y nos llevaba de excursión. La buena señora conducía un
seiscientos, que era de una amiga suya, que solo empleaba en verano, y que Eddie
terminó por heredar y pintar de rosa, bautizándolo como The pink panther.
Para Esther fue una revelación y un orgullo descubrir que su nieto había heredado su
habilidad para el dibujo. Estaba convencida de que seguiría sus pasos. A Eddie nunca le
importó bajar con su bloc y deleitar a los amigos con sus bocetos o dibujar su retrato, si
así se lo pedían. Elaine Parker, precisamente la dueña de The pink panther, siempre le
auguró un gran futuro como el nuevo John Singer Sargent. De hecho el retrato a carbón
que Eddie le había hecho a los doce años colgaba encima de la chimenea de salón de su
casa londinense. En él aparecía con una pose elegante y distinguida, con un collar de
perlas y el rostro mucho más estilizado, aunque su marido opinaba que Eddie había
calcado la expresión de sus ojos y la dulzura de las comisuras de sus labios, tan
característica de esa señora.
- Nadie diría que es el dibujo de un niño, repetía una y otra vez con mucho orgullo.
Granny, por su parte, de momento se conformaba con que terminase dando clases en la
escuela donde ella había ejercido. Respiraba tranquila porque de esa manera veía
resuelto el futuro de Eddie, al margen de las ventoleras de bohemias de sus padres, que
económicamente podían traducirse en un despilfarro a espuertas o en la más absoluta de
las indigencias. Los efectos colaterales que Eddie sufría, paliados gracias a su abuela, se
traducían en que Eddie fuese un tanto escurridizo en cuanto a dibujar a sus padres. Yo
había visto algunos de su madre que tenía en una carpeta, siempre fue reacio a
colgarlos. Con el tiempo fui entendiendo que aquella negativa era producto de la
relación ambivalente que tenía con ella, de la que jamás soltaba prenda. Sólo una vez
me comentó que su madre estaba frustrada porque al quedarse embarazada tuvo que
abandonar para siempre su carrera de modelo en París, nada más y nada menos que en
la Maison de Mademoiselle Chanel. Madre y carrera frustrada no era entonces en
España una ecuación al uso, y que tenía muy poco que ver con mi entorno familiar,
quizá, precisamente por eso, el ambiente de los Abbott me atraía enormemente.
Mi padre era notario, conservador, pero de talante liberal; mi madre la típica ama de
casa a su servicio y con servicio, que desde lo confortable de su situación procuraba el
bienestar de todos, y quisiese o no, estudiar economía o derecho formaba parte de él,
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tenía vetada cualquier otra carrera, no digo ya la literatura. A la hora de que cumpliese
con lo que se esperaba de mí, quizá hubiese algo de chantaje, en cualquier caso entre
algodones. Sin embargo, gracias a mi amistad con Eddie tuve una ventana con la que
asomarme al resto del mundo y adquirir una mayor amplitud de miras, fuera del hábitat
tradicional y burgués en el que me estaba criando. Mi padre era partidario de que
aprendiese inglés, desde la hegemonía de Estados Unidos, tenía muy claro que en el
futuro iba a ser cada vez más importante. A partir de los doce años, una vez que mi
madre se aseguró que había una iglesia católica en Plymouth, me dejaban pasar unas
semanas a final de curso. Mis padres reforzaron mi aprendizaje con un profesor
particular en casa, que me machacaba con la gramática. Un día probé fortuna con mi
madre y le dije que quería estudiar Filología inglesa, mi padre sentenció.
- No te hagas ilusiones Luisa, es lo mismo que Filosofía y Letras, sólo que en inglés.
El curso de 1964-1965 Eddie se trasladaba a Londres para estudiar arte en la St
Martin`s; yo, resignado a mi suerte, a Madrid a la Facultad de Derecho. La tregua de
aquel verano había sido un poco más larga de lo habitual. Eddie y yo aprovechamos
para seguir la ruta de las fiestas populares y de los festivales de música, la mayor parte
del tiempo en autobús, otras en autostop. Conocimos a un montón de gente y yo tuve
mis primeros escarceos con chicas, terreno en el que Eddie me llevaba un par de cursos
de adelanto. Luego volví a Palma y la última semana de septiembre me marché a
Madrid. Allí las cosas en la universidad andaban bastante revueltas. Confieso que yo no
sabía muy bien donde me metía cuando participaba en las asambleas en las que
reivindicábamos la sindicación libre de estudiantes, que a mí me parecía de lo más
natural, nada marciano, pero el gobierno de Franco no opinaba de la misma manera; en
febrero la situación se radicalizó, quizá porque para entonces contábamos con el apoyo
de los catedráticos Aranguren, Tierno Galván y García Calvo. Como a muchos otros
estudiantes me detuvieron en la manifestación del 24 de febrero y como castigo terminé
con un expediente disciplinario y fui expulsado de la universidad por espacio de dos
años, aunque gracias a la influencias de mi cuñado, militar de profesión y bien
relacionado con la cúpula franquista, no me ficharon y pude conservar el pasaporte. Con
el consiguiente disgusto y lógica preocupación de mis padres regresé a Palma. Tras un
par de semanas allí cedieron ante mis ruegos y me dejaron instalarme en Londres, donde
podía al menos continuar estudiando inglés. Qué puedo decir, yo tuve la inmensa
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fortuna de tener unos padres extraordinarios, cada cual en su estilo, y la suerte de
poderlo apreciar y disfrutar antes de que muriesen.
Eddie estaba alojado en casa de un viejo conocido de su abuela, que alquilaba
habitaciones en su casa. Llegué a mi nueva residencia una lluviosa tarde de finales de
marzo, empapado hasta los tuétanos, procedente de Victoria Station. Además de con
Eddie, compartiría casa con otros dos jóvenes de nuestra edad, con los que, dicho sea de
paso, llegaría a mantener con el tiempo una escasa relación, que como mucho se
extendería a los domingos algún partido de fútbol en la tele del pub. Nuestro landlord
Henry Totzer, un hombre extremadamente alto y enjuto, que calculé, debía de ir camino
de los ochenta. Tenía el pelo completamente blanco, lo llevaba corto y
escrupulosamente peinado con la raya a un lado, los labios muy finos, rematados con un
bigotito. Era un hombre tan parco en expresión como de carnes. Aquel día como la
inmensa mayoría llevaba un cardigan grueso de color beige, debajo una camisa blanca y
su inevitable pajarita. La única nota de color, de la que jamás se despojaba. Las
recuerdo de topos y colores vivos. Supongo que lo catastrófico de mi aspecto, le inclinó
a decidir mantener nuestra primera entrevista en la cocina, descendimos por la escalera
que había en el recibidor. Una vez allí, desgajó en el suelo un ejemplar The Times, que
procuré pisotear sin mucho ensañamiento, añadió unas cuantas hojas más para que
pudiese depositar también mis maletas. Me invitó a quitarme el abrigo, que con sumo
cuidado, puso a secar extendido entre dos sillas. Me hizo sentar en la mesa y se puso a
preparar té. Me indicó que el baño estaba en una puerta contigua a la cocina. Luego
volvimos a la planta principal y me hizo pasar a una habitación a la derecha. Un
saloncito biblioteca, donde había una chimenea encendida, y donde él solía pasar casi
todas las tardes enclaustrado leyendo. La habitación, más bien minúscula, estaba
atiborrada de libros, nos sentamos en las dos únicas butacas junto a fuego, entonces Mr.
Tozer cruzó sus interminables piernas, y yo me figuré como encañonado por la
desmesurada proporción de sus zapatos de cordones negros, que como dos submarinos
emergidos de la nada, presentaban combate. Tenía los pies más grandes que he visto en
toda mi vida. Sospecho que lo zapatos se los debían de hacer a medida. Mr. Totzer y yo
siempre nos llevamos muy bien. Era concienzudamente correcto, que no simpático,
hacía gala de la infinita gama de fórmulas de la cortesía tan típicas de la idiosincrasia de
los ingleses.
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El cambio de Palma a Madrid ya había sido enorme, pero el de vivir en Londres fue
estratosférico, como si hubiese aterrizado en otro planeta. Los primeros días en era
como un ratón asustado que apenas sale del escondrijo, poco a poco me fui habituando
al metro, que se me antojaba como enorme barriga que me digería y me expulsaba, para
trasladarme de un sitio a sitio. Londres estaba en pleno swing, la ciudad era un
espectáculo de por sí, aunque durante esa primera época Eddie y yo llevásemos una vida
bastante rutinaria, él con sus clases y yo con las mías. Entre semana hacíamos vida de
barrio, los sábados por la mañana no faltábamos al mercado de Portobello y por las
tardes nos dejábamos caer por el centro, íbamos al cine, paseábamos por Carnaby Street
o Kings Road, otros fines de semana íbamos a Plymouth para ver a Granny. Nuestra
actividad más revolucionaria consistía en sintonizar la emisora pirata Radio Caroline,
hasta las tantas, con lo mejor de la música del momento y con la radio pegada a los
oídos para no despertar a Mr. Totzer, precaución que resultó ser del todo innecesaria ya
estaba un rato sordo. Hasta que un día de principios a junio paseando por delante del
Albert Hall vi unos flyers que anunciaban un recital de poesía, Poets of the World /
Poets of our time. Eddie no quiso acompañarme, todo ese rollo tenía que ver demasiado
con su padre, y además porque participaba Allen Ginsberg, al que, ignoro por qué, no
podía sufrir. Había un gentío y cuando conseguí entrar, la sala estaba a oscuras y sólo
quedaban asientos en la última fila. La única iluminación provenía de los focos
dirigidos al escenario. Desde la altura en que me hallaba la visión que tenía de él era
ínfima. Yo no estaba nada familiarizado con la poesía, menos con la generación beat,
por lo que para mí el recital resultó ser una fuente constante de asombro, con títulos
como: To Fuck Is To Love Again, Mutation Of The Spirit, Stunted Sonnet, The Spider,
que Harry Fainlight había escrito puesto de LSD e incluso un poema compuesto
únicamente a base de sonidos de Ernst Jandl. Los que más me gustaron fueron To
Whom It May Concern (Tell me lies about Vietnam) de Adrian Mitchell y For Modern
Man de Michael Horowitz, una dimensión humana con la que yo me identificaba. La
puesta en escena provocaba polémicas entre el público, dependía de las dotes de cada
uno de los poetas. Algunos resultaron ser de lo más carismáticos, otros
insoportablemente histriónicos, y cómo no, algún que otro pirado de turno. También los
hubo que estuvieron magníficos y en su justa medida. El novelista Alexander Trocchi se
disculpó ante la concurrencia diciendo que aquello era un experimento. Realmente lo
fue. Lo que más me impactó fue el ambientazo. Había dado en Londres con el mismo
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espíritu que en las asambleas reivindicativas de Madrid, y recobré aquella poderosa
sensación de pensar y creer que en nuestra mano estaba poder cambiar el mundo. Sólo
que, los allí congregados en el Albert Hall fumaban marihuana y bebían sin parar, y las
protestas iban dirigidas contra la guerra de Vietnam. Peter Whitehead filmó en directo
aquel acontecimiento, y lo comercializó con título Wholly Communion. Como está
colgado en Internet, lo estuve viendo ayer. Bueno, fue raro, las imágenes que yo
conservo en mi memoria son en color y el documental es en blanco y negro. Me ha
provocado una sensación extraña, irreal diría. Claro, también es un resumen, de apenas
media hora, de algo que yo recuerdo eterno, que duró cuatro veces más. Tengo que
confesar que me ha removido un tanto la vanidad, incluso hasta el punto de que intenté
buscarme entre el público. Sin duda, lo más interesante ha sido poder ver en primeros
planos de los poetas, cuyos rostros me veía obligado a adivinar desde tan lejos.
Al menos, a pesar de estar en la última fila, tuve la fortuna de sentarme al lado de un
grupo de cinco chicas, todas ellas muy monas. La que estaba a mi lado tenía unos
anteojos de ópera, que según me explicó pertenecían a su abuela, de tanto en tanto me
los prestaba para que también yo pudiese ver algo. Le pregunté si lo entendía todo,
porque yo a veces me perdía. Me contestó que tampoco hacía falta, que forma parte de
la puesta en escena. Al cabo de un rato de compartir comentarios y hacerme algunas
aclaraciones sobre los participantes, se percató por mi acento de que no era inglés y me
preguntó qué de dónde era. Le dije que de Mallorca y flipó, como suelen decir mis
hijos.
- Tienes mucha suerte. Ves aquella chica morena al otro lado, suele pasar los
veranos allí.
- ¿Dónde?
- No lo sé, ¿Teresa, en qué lugar de Mallorca pasas las vacaciones?
- En Magalluf, contestó desde el otro lado, sin casi asomar la cabeza, ni mostrar el
mínimo interés o curiosidad.
- ¿Conoces ese lugar?, inquirió la chica de los anteojos.
- Sí, claro, aquello es muy pequeño.
Las chicas y yo nos quedamos sin tabaco y me ofrecí a ir a buscar. Cuando regresé las
se habían esfumado. Mi cara de decepción debió de ser también un poema, el
australiano que tenía al otro lado se compadeció de mí y me pasó un porro, le di una
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calada, y me indicó que le diese otra, y como según él lo hacía fatal, me hizo una
demostración de cómo se hacía, y me instó a que continuase fumando. Maldita la hora
en que le hice caso. El Albert Hall se me puso materialmente upside down, y tuve que
salir escopeteado hacia el baño, donde creó que vomité hasta la primera papilla.
Avergonzado de mi estampida, me senté mucho más abajo, donde por casualidad
encontré un sitio libre. Allí me quedé como un bobo, medio aturdido. Era casi el final,
el turno de Ginsberg, que cuando subió al escenario iba como una cuba, aunque estuvo
impresionante. A la salida, entre aquel el tumulto de gente divisé a Teresa, la chica que
pasaba los veranos en Magalluf. La intercepté de una manera un tanto brusca para
pedirle explicaciones, en un castellano, que tengo que confesar que me salió del alma.
- ¿Dónde coño os habéis metido?
- Anne tenía que ir al baño
- ¿Y qué pasa tenéis que ir todas juntas?
- Pues sí, para no perdernos
- Menudo plantón me habéis dado
- Chico, lo siento
- ¿Qué haces aquí sola?
- Al final, ya ves tú, ha podido más todo este gentío, y hemos terminado por
perdernos, al menos yo.
- Vaya, vaya, no deja de tener su gracia.
- Sí, me muero de la risa
- ¿Qué piensas hacer?
- Buscarlas, como no las encuentro por aquí, iré en dirección al metro.
- A estas horas, son más de las once, olvídate. Puedo acompañarte, ¿dónde vives?
- En Cambridge
- Me temo que hasta ahí no va a poder ser.
- Esta noche nos quedábamos en casa los padres de Nancy, una de ellas
- ¿Cerca de aquí?
- No, en Caledonian Road
- Buf, eso está en la línea de Picadilly.
Teresa Carretero Pearce y yo cruzamos Kensington High Street y nos metimos en Hyde
Park en dirección a los jardines de Kensington, pasamos la noche merodeando por ahí,
a ratos sentados en un banco o estirados sobre el césped. Vivía en Cambridge porque su
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padre era catedrático de español en el St John's College. Por la mañana la acompañé a
Victoria Station para que cogiese el tren. Me había quedado totalmente prendado de
ella.
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Interstellar overdrive
Lo único malo de haber conocido a Teresa era que a finales de mes, me refiero a
junio, sí o sí, tenía que irme a Mallorca, y que ella, precisamente ese verano y por
razones familiares de fuerza mayor, su abuela estaba moribunda, no iba a ir. Hacía años
que mi padre se había construido una casa en el puerto de Andratx. Un lugar por el que
mi padre sentía veneración, quizá porque la casa era enteramente suya, pagada con su
sueldo, para él constituía el mayor de sus logros materiales. El solar donde la había
construido era de los más privilegiados, justo en la parte izquierda de la bocana, que
ofrecía una panorámica completa del puerto y una punta de la Dragonera. Allí mi padre
no tenía que rendir cuentas con nadie de la familia. El edificio de la casa en la que
vivíamos en Palma, al lado del Borne, era de su madre. Ella vivía en el principal, mi tía,
es decir, la hermana de mi padre en el primero y nosotros en el segundo. Mi abuela era
autoritaria, allí se hacían las cosas como ella mandaba, estuvieses o no de acuerdo,
dejando siempre muy claro que, mientras ella viviese, era la única propietaria aquel
edificio. De manera que para mi padre pasar el verano en Andraxt resultaba ser una
liberación enorme y un sueño hecho realidad. Allí se relajaba, salía a pescar y estaba
siempre de buen humor. Yo, por el contrario andaba removido, mis ansias de cambio,
las ganas que tenía de haberme quedado en Londres se estrellaban contra la rutina
convencional y segura de la casa de mis padres, donde pese a sus innumerables
esfuerzos de hacer como si no hubiese ocurrido nada, tenía la sensación de estar
estigmatizado por sus conocidos y la mayor parte de mi familia. Mis andanzas por
Madrid eran vox populi. No sé si era peor que no me lo demostrasen o que lo hiciesen
de una manera sutil y velada. Mi abuela paterna era la única opinaba alto y claro, les
decía a mis padres se estaban equivocando con lo de enviarme a Londres, lo que hacían
conmigo era el equivalente a esconder el polvo debajo de la alfombra, porque lo único
que iban a conseguir con eso iba a ser convertirme en un inútil para el resto de mis días.
Mano dura era lo único que yo necesitaba. Mis padres no le hicieron ni caso y siguieron
como si nada. Les acompañé a las mismas celebraciones familiares de cada verano, y a
alguna que otra puesta de largo, mientras que dentro de mí se acumulaba la rabia y la
humillación que sentía en mi hombría, en la impotencia de no plantar cara. Familiares y
conocidos se permitían hacer comentarios sobre mis andanzas madrileñas, y con cierta
sorna, me tildaban despectivamente de rojillo, pues mis aspiraciones políticas eran de
pardillo, no merecían tomarse en serio, ni yo recibir el apelativo de rojo, sin duda, con
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más categoría. No me enfrentaba a ellos, por respeto a mis padres. Ellos, por su parte,
confiaban en que regresaría a la universidad, yo empezaba a no tenerlo tan claro. Yo
creo que mi madre no me recriminaba nada por temor a perderme. Espiaba mis pasos,
temerosa como nunca antes lo había estado, pendiente de los más mínimos detalles, de
cualquier cosa, que la indujese a pensar que fuese a hacer cualquier tontería, de que me
metiese en un lío y me detuviesen de nuevo. Yo, en realidad, a lo único que me
dedicaba era a fumar como un descosido, lo único que mi padre y yo teníamos en
común. “Fumar es cosa de hombres”, me decía, en un intento de establecer un vínculo
de solidaridad conmigo. Yo me dejaba. La estancia en su querido feudo de Andraxt lo
propiciaba, como he dicho, su buen humor y optimismo.
- Ya verás, Carlos, ahora estás en este bache, pero pasará. De todo lo malo se
aprende. Ya verás. Siempre le he dicho a tu madre que has nacido con una flor
en el culo.
Algo que nunca había oído en mi vida, más bien diría que se lo había sacado de la
manga en aquel mismo momento. Intentaba animarme. A decir verdad no lo conseguía
en absoluto. Muy al contrario de los buenos augurios que se hacía mi padre sobre mi
futuro, y que él mismo quería creer, tuve el presentimiento de que el resto de mi vida
estaría en un límite, que me iba a convertir en un ser fronterizo, que nunca encontraría
mi sitio y no me equivoqué en absoluto. Lo cierto es que aquel verano la mayor parte
del tiempo permanecí enclaustrado en mi cuarto, pensando y leyendo como un poseso
para evadirme. Sufrí una especie de simbiosis con el personaje de Andrés Hurtado, el
protagonista de El árbol de la ciencia, sentía la misma desazón que él, el mismo
desencanto, intentado, como él, dar con una visión totalizadora del cosmos, con la que
pudiese vislumbrar una salida dentro del sombrío túnel de la existencia humana. Lo
único que deseaba era volver cuanto antes a Londres, y volver a ver a Teresa. Tenía una
sensatez muy sólida y particular, una manera fresca y sana de comprender, y lo que era
más sorprendente, dada la tesitura anímica en que me encontraba, de volatizar las
pesadumbres existenciales que me acuciaban. Con ella tenía la libertad de ser yo mismo
y decir lo que pensaba. Por suerte estaría de vuelta a principios de septiembre. Con mis
padres habíamos arreglado que durante aquel año me dedicaría otra vez a preparar a
fondo el Profeciency, que por cierto había suspendido en junio, que al menos me
capacitaría, en el peor de los casos, para ganarme la vida dando clases de inglés en
cualquier lugar del mundo.
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Mientras yo pasaba el verano en Andratx, Eddie movía muchas fichas, y como en el
parchís, estaba a punto de entrar en su casilla. En julio y agosto estuvo en Nueva York,
donde se reunió con sus padres. Contrariamente a lo que uno podía esperar, aquellas
relaciones, que tan complicadas y difíciles habían sido de niño, habían dado un giro
inesperado desde que se había convertido en adulto. Digamos también que sus padres,
en general, se habían relajado. Yo creo que su problema había sido que ninguno de ellos
sabía cómo tratar y educar a un niño y que eran los suficientemente egoístas para ni
siquiera ese hecho les plantease un dilema. Eddie, por su parte, desde que era tratado
como un igual por sus padres, era capaz, no sólo de comprender, sino también admirar
el trabajo de su padre, la poesía no estaba tan lejos de la pintura. A través de largas y
fructíferas conversaciones Paul le estaba proporcionando a su hijo una nueva base
estética sobre la que moverse y evolucionar. Eso daría al traste con la influencia
hegemónica de su abuela y la de St Martin´s, que todavía estaba en las antípodas de la
vanguardia. Por el contrario, los Abbott se movían muy libremente en el ambiente
cultureta neoyorquino, plástico y literario, en el que parecían estar recogiendo los frutos
de toda una vida después de tantos bandazos y vaivenes. Paul Abbott estaba
considerado unos de los popes por los poetas de la generación beat, había entrado en el
Olimpo, y a ella la había contratado Diana Vreeland, entonces editora de Vogue, como
colaboradora, y no sólo eso, se había hecho un monográfico sobre su carrera de modelo
en el París de los cincuenta y de lo fabulosa que había sido.
Eddie regresó a Londres fascinado por todo ese ambiente y por la pintura de Pollock,
Rothko, Rausenberg. Su entusiasmo por ellos era del todo contagioso, supongo que
aquel cambio de rumbo fue uno de los primeros signos de la transformación que iba a
sufrir, seguro que habían también otras cosas, pero la cercanía de la convivencia los
ocultaba o los hacía imperceptibles a mis ojos. Yo siempre he sido buen observador,
pero pésimo con las pistas, de manera que para mí el primer cambio de rumbo de Eddie
tuvo que ser algo palpable y perceptible, y eso fue cuando me anunció que se cambiaba
de casa. Alquilaba un piso con unos músicos, estaba inmerso en un proceso creativo
diferente y necesitaba una habitación más grande, me cedía la suya. La suerte era que
estaba relativamente cerca de Queensway.
- En realidad, aparte de espacio, lo que necesito es más libertad, en casa de Mr.
Tozer hay demasiadas normas. Nos llevaremos bien porque ellos ensayan a las
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afueras de Londres y por la noche tienen actuaciones. No vamos a coincidir
mucho.
A modo de disculpa frente a mi cara de desconcierto, me dijo.
- No lo había planeado, ha surgido así.
Admiré su valor porque el piso al que se trasladaba, y al que ayudé a llevar parte de sus
enseres, era bastante inmundo, y con el tiempo terminaría por convertirse en una
auténtica pocilga. La ropa sucia se amontonaba por doquier, los cristales de las ventanas
opacos, la bañera y el váter recubiertos de negrura. Recuerdo que la única medida
higiénica que se aprobó por unanimidad fue la de tapiar la puerta de la cocina una
semana después de una fiesta. Había sido imposible que se pusiesen de acuerdo entre
todos para limpiarla, y los restos de comida en estado de descomposición comenzaron
heder, exhalando un olor putrefacto, que te envolvía al entrar, mezclado con ráfagas de
el del tabaco, el alcohol y la pintura acrílica de Eddie. Aquel lugar, y en medio de aquel
caos, marcó, sin embrago, el punto de inflexión en la trayectoria artística y vital de
Eddie. Me explicaba que era como si una fuerza invisible tirase del pincel, por primera
vez estaba haciendo algo no figurativo. Se sentía como un pelele movido por hilos, un
impulso clandestino tiraba de él, y ese impulso fue tomando fuerza en sus entrañas, que
él mismo calificaba de “indigestión mental” que, temperamentalmente, iba ganando
terreno en su vida, aunque
- Sembrado mi espíritu de punzadas agudas, porque, según me reconocía, no
tengo la menor garantía de resolución.
Ese proceso lleno de inseguridades volvió a Eddie escurridizo y poco comunicativo, se
negaba a que nadie viese sus cuadros, incluso a mí. Dejó de ir a clase y dormía la mayor
parte del día. Decía que la noche camuflaba lo material, la cantidad de oferta visual que
ofrecía Londres le resultaba ofensiva, le desconcentraba. Salía al atardecer, solía cenar
por el centro. La calma nocturna le procuraba cierto sosiego. A veces incluso no
regresaba hasta que se hacía de madrugada y se ponía delante del lienzo vacío, en sus
propias palabras, “aullando como un lobo herido”, agotado por sus esfuerzos inútiles e
infructuosos se dormía.
- No consigo digerir mi propio pensamiento, se volatiza, no lo puedo plasmar en
el lienzo. ¿Cómo podría plasmar el autorretrato de mi alma, mi auténtico yo?
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Eddie ignoraba que el privilegio de aquella terrible desazón suele ser el preludio que
antecede todo proceso creativo. En ese estado mental, la exigencia de tener que convivir
con otras personas, tan lejos de sus intereses creativos, se tradujo en rechazo e
incomprensión hacia sus compañeros de piso. Empezó a considerarlos hostiles e
intransigentes, que no le trataban con consideración cuando les exigía silencio cuando
regresaban de sus actuaciones, muy al contrario de lo que había supuesto, se dedicaban
a montar fiestas, llenaban la casa de chicas, que se paseaban desnudas, alguna incluso se
metía en su cama, mientras ellos la animaban a que hiciesen experimentos con él,
porque no le entendían, le llamaban marica. Llegaba a enfurecerse hasta tal punto que sí
a alguno de ellos se le ocurría traspasar el umbral de su habitación, enseñaba las uñas
como un gato acorralado y dispuesto a defender su territorio. Aquel ambiente hostil le
predispuso a convertirse en ese chulito insolente y deslenguado, con un genio tan corto,
dispuesto a pegarse con el primero que le llevase la contraria. De esa manera las
relaciones fueron de mal a peor, y fue cuando temiendo por su obra decidió trasladarla a
la galería de George.
Eddie se mudó a casa de David Fielding hacia febrero o marzo del 1966. David era unos
diez años mayor que nosotros, y por lo que supe después el hijo de un abogado
financiero de renombre, que se había casado con la más guapa de las hijas de un noble
rural venido a menos. Las malas lenguas contaban que Stella Tennant, su madre, se casó
porque se aburría mortalmente en Sheffield y ansiaba vivir en Londres. Los Fielding
una vez casados se instalaron en una magnífica mansión no muy lejos de la Lady
Moura, prácticamente eran vecinos. David estaba predestinado desde su nacimiento a
heredar el prestigioso buffet de su padre, y con ese objeto fue enviado la Facultad de
Derecho de Oxford, donde las cosas se torcieron cuando se enamoró perdidamente de
uno de sus compañeros de clase, que en principio le correspondía, pero que al cabo de
un par de meses le dejó tirado como una colilla. David intentó poner fin a su vida con
barbitúricos, pero fue descubierto a tiempo de que le hiciesen un lavado de estómago.
La carta de despedida que había dejado escrita fue entregada a su padre, que a partir de
ese día le repudió y buscó y halló consuelo y perpetuación a su trabajo en la figura de su
yerno, uno de los ingleses más apestosos que he conocido en toda mi vida, que no se
meceré ni una línea.
David se buscó la vida haciendo carrera como dependiente en diferentes librerías, tenía
vocación de poeta, pero nunca conseguiría ganarse la vida con ello. David te hacía
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partícipe de su triste historia a los cinco minutos de haberte conocido, sin embargo,
obviaba, muy convenientemente, lo archiprotegido que continuaba estando por parte de
su madre. Le gustaba dar la imagen de chico desvalido y extremadamente sensible. Pero
el caso es que hablaba por teléfono con ella al menos una vez al día y se veían
secretamente para almorzar como mínimo una vez al mes, eso explicaba sus trajes a
medida, sus corbatas, encendedores, y la colección de arte que atesoraba en su piso, que
sin ser lujoso, era très chic, además tenía asistenta. Lo que no le escondía a nadie era
que su suerte en la vida dependía de que muriese antes su padre, casi rezaba para que así
fuese, pues su madre jamás le dejaría en la estacada. El pobre David, que tanta
importancia le daba a la imagen, iba siempre hecho un pincel, pero no había caso, no
tenía ni planta, ni figura. Era bajito, rechoncho y medio bizco. Los rasgos de su cara no
estaban mal, pero tenía un cabezón enorme, en el que los rasgos se desvirtuaban,
parecía un bebé gigante, una impresión que se acrecentaba con sus enormes ojos azules
de sapo, aunque quizá, lo más característico de él era esa mano revoloteadora que
siempre le delataba y el tono de su voz que tan afectando, concienzudamente, que se
veía a treinta leguas que imitaba a Truman Capote, con el que no puede negarse que
guardaba cierto parecido físico, como tampoco el hecho de que estaba, a todas luces,
enamorado de Eddie y siempre dispuesto a hacer lo posible por complacerle o buscando
la manera de impresionarle.
Puede que parte de esa estrategia fuese leerle sus poemas en voz alta, llenos de
alusiones veladas, y no tan veladas, de sus sentimientos hacia él. Eddie no se daba por
aludido, simplemente, porque ni lo escuchaba, y además disimulaba muy mal que lo
hacía; yo, sin embargo, me esforzaba por deferencia, era lo mínimo, porque que yo sepa
hasta día de hoy, Eddie jamás le pagó ni un solo alquiler. Sentirme responsable de lo
que hacía Eddie surgía en mí de una manera natural, formaba parte del núcleo de
nuestra amistad. No descarto, que la intención de aquellas lecturas, al margen del amor
que profesaba, hubiese la pretensión de que Eddie le hablase a su padre de él, de cuya
obra David era un rendido admirador.
A David las circunstancias de su vida le habían colocado en una situación alternativa,
pero siempre había poseído algo de Teresa de Calcuta, que yo creo que encontró la
horma de su zapato en la Notting Hill Free School o simplemente, la London Free
School, que para resumirlo de alguna manera, digamos que era un proyecto que
aglutinaba a un grupo de personas dispares, que pretendían ofrecer formación a las
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personas, al margen de la educación reglada, que según ellos, que cerraba puertas en vez
de abrirlas. Una de las premisas era que cada participante debía hacerse útil a los demás,
enseñando lo que mejor supiese hacer. El campo de actividades tenía un largo espectro,
desde la cultura y el arte hasta las actividades más nimias y cotidianas. El público por
eso mismo procedía de clases diferentes y con intereses igual de diferentes. La sede de
la escuela se ubicaba en una casa destartalada en Powis Square, rodeada de edificios en
ruinas desde los bombardeos. La leña para encender la chimenea de la casa la
rebuscaban entre los escombros. Algo que según David lo convertía en algo
inexplicablemente romántico. En aquel ambiente se sentía en su salsa, más si cabía, no
sólo porque le daba la oportunidad de tratar con gente que le interesaba, poetas, como
Michael Horovitz, el que, como he dicho antes fue uno de los que más me gustaron en
el Albert Hall; intentar psicoanalizarse con R. D. Laing, otro de los asiduos o ver en
persona a Brian Epstein, el manager de los Beatles y uno de los hombres más cool que
había visto en su vida, y que equivalía a tocar el cielo con las puntas de los dedos. Y
encima, además de alternar, la Free School le proporcionaba público de verdad ante los
que recitar sus poemas. Contagiado del ambiente permisivo se crecía y declamaba
como un actor de teatro clásico. Me relató que su noche estrella fue una en que la gente
al son de sus poemas brincaba alrededor de una hoguera. La London Free School
también proporcionaba espacio a sus asistentes, y fue allí donde Eddie encontró el
espacio suficiente para pintar que le faltaba en el piso de David. De hecho, no sólo
encontró un espacio para trabajar, sino que aquel ambiente resultó ser una revelación, ya
que, la Free School fue también uno de los primeros centros en el que se enseñaba Sant
Mat, la meditación espiritual enfocada hacia el yo, de la que intentó hacerse
practicante, sin éxito alguno. Como había ocurrido con Syd Barret de los Pink Floyd,
fue rechazado por considerar el maestro Mararaj Charan Singh Ji, que no estaba lo
suficientemente preparado. Aún así, intentado digerir el haber sido excluido, me dijo
que con lo que había aprender le era suficiente para completar el círculo en el que él
estaba sumido y que su padre le había dado a conocer. En general, a Eddie el ambiente
de la London Free School le ayudó incluso a romper con cordón umbilical que le había
unido a su progenitor a lo largo del verano, y que en el fondo le había continuado
provocando cierta prevención. Quería hacer algo radical por sí mismo.
- Estoy en el buen camino, he encontrado una fórmula, una salvación para mi alma
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Después de toda aquella terrible desazón del principio, ahora se sentía mucho más
confiado. También quiero dejar constancia de que, aunque el LSD y la marihuana eran
prácticas habituales en la Free School, las drogas no formaban parte del credo de Eddie,
ni de su proceso creativo. Por supuesto que lo probó el LSD un par de veces, más que
nada para saber lo que eran, según me explicó, sólo le había ayudado a asomarse al
borde del precipicio, pero él quería atravesar el camino por sí mismo, conscientemente
de lo que hacía. Eddie tampoco era un gran bebedor, yo le superaba con creces, cuando
sentía necesidad de ahogar mis penas y angustias existenciales. La única vez que yo
probé el LSD fue con él, quería compartir esa experiencia conmigo, aprovechando el 14
Hour Technicolor Dream, un macro concierto con los grupos mejores del momento, en
el era casi obligatorio tomarlo. Eddie quería que le entendiese. Fue bien, en realidad,
tampoco nada reseñable, quitado de algún momento interesante. Aunque entendí porque
le llamaban viaje, a medida que el efecto se me bajaba me daba la sensación de haber
regresado de la Conchinchina. Aquel espectáculo se tornó en grotesco y falso, como el
preludio de todo aquel desencanto que sobrevino dos o tres años después. Una época de
la que a veces pienso que solo queda prácticamente una mitomanía vertida en artículos
de consumo.
En septiembre la London Free School se estaba yendo a pique, circunstancia que
ocasionó de nuevo traslado de su obra a la galería que regentaba Rick. El proyecto
necesitaba dinero para poder continuar, y con ese propósito se organizaron una serie
conciertos, el primero de ellos en septiembre, que me lo perdí porque todavía estaba en
Mallorca, en el Old Church Hall en All Saints Road. Uno de los grupos que participaba
era AMM, unos estudiantes del Royal College of Art, que tocaban sus instrumento de
manera no convencional, lo mismo que el expresionismo norteamericano había hecho
desechando pinceles y caballetes, ellos tocaban la guitarra como si fuese un piano. No
tenía nada que ver con la música en boga, era absolutamente espontánea e improvisada,
y en la que paradójicamente, el silencio formaba una parte estratégica de la ejecución.
Un proceso creativo muy similar en el que Eddie estaba sumido con su pintura. Desde
mi regreso Eddie era como un disco rayado, sólo me hablaba de ellos. Además la
primera oportunidad de mostrar su obra le vino a través de ellos en el club UFO, alma
mater del underground londinense, donde dicen que se fraguó la revolución. En la
actualidad si, por casualidad, menciono que iba por allí, la gente me mira con
admiración, pero entonces no tenía más dimensión que el puro entretenimiento y
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experimentación, que a veces podía, en lo que a mí concierne y atañe, traducirse en el
más feroz de los aburrimientos. Allí iniciaron su andadura Pink Floyd y Soft Machine,
y, por supuesto, los AMM, los más auténticos artífices de la música de vanguardia.
Mientras ellos tocaban se proyectaban diapositivas, que aunaban música y pintura, sin el
menor atisbo de comercialidad. Es natural comprender el choque que sintió después de
que Rick le dijese que había vendido dos de sus cuadros.
Respecto a mi hay poco que contar, aparte de intentar sacarme el Profeciency.
Procuraba, en la medida de lo posible, levantarme temprano, desayunar e irme a clase.
Desde que Eddie me había cedido su habitación tenía más espacio, la primera era
minúscula, pero las dos daban al mismo patio de manzana, sombrío y oscuro, que tenía,
al menos, la ventaja de permitirme conservar en el alfeizar de la ventana la mantequilla,
el queso y el jamón, los ingredientes del sándwich que constituía mi almuerzo de cada
día. Después de echar una siesta, me dedicaba a hacer el montón de deberes que me
ponían a diario, y según fuese mi economía ponía en marcha la estufa que funcionaba
con peniques. Desde que conocí a Teresa mis planes dependían mayor medida de lo
que fuese a hacer ella, viviendo ella en Cambridge, no es que no viésemos mucho. Ella
era muy activa políticamente hablando, antes de que no conociésemos ya había estado
muy involucrada con el movimiento CND, Campaign for Nuclear Disarmament,
participando, al menos, en una de sus últimas marchas. La mayoría de veces que bajaba
había involucrada una reunión o un acto de protesta. Yo me veía obligado a ir porque a
veces era la única manera de vernos. Al final terminábamos hablando mucho más y de
verdad por teléfono o por carta, sobre todo al principio, que eran además larguísimas. Si
estaba libre solía tomar el té en casa de David, otros días Eddie me regalaba su
presencia, íbamos al pub de la esquina, jugábamos al billar, a los dardos e intentábamos
cenar lo más barato posible por allí. Lo mejor de aquel tiempo y de vivir allí fue tener
acceso a su enorme cantidad de libros, lo que me permitió lanzarme a leer en inglés. Mr.
Tozer me obligaba a rellenar una ficha y tenía prohibido que los sacase de su casa, no en
vano había sido bibliotecario durante la mayor parte de su vida en la biblioteca del
Museo Británico. Se levantaba incluso más temprano que yo, después de desayunar
solía dar una largo paseo por los jardines de Kensington, luego cogía el metro en
Queensway y se pasaba por su antiguo trabajo. Una vez nos llevó de visita a mí y a otro
compañero, nos hizo un recorrido bastante completo del museo, fue largo y agotador,
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pero muy instructivo, nos explicó cantidad de particularidades y anécdotas, en aquel
ambiente recobró vida, pues normalmente era más bien como una marioneta.
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Te y simpatía
Eddie no volvió a dar señales de vida, desentendiéndose completamente del asunto de
los cuadros, que a causa de aquel oportuno chaparrón, volvieron a quedar depositados
en la Three G Cubed. Rick, por indicación de George, terminó encargándose del
traslado a casa de Lady Moura de los dos que le correspondían de regalo. Al cabo de,
pongamos que de un mes, y con el botín del resto del resto de los cuadros, Rick todavía
le daba vueltas a la idea de convertirse en el representante de Eddie. De momento había
perdido la primera batalla; sin embargo, le alentaba el desconocimiento de cualquier
cuestión práctica por parte de Eddie, que podía tener sus puntos, una baza que bien
jugada, suponer un primer paso para él, que quería verse en el futuro dueño de su propia
galería.
Lady Moura, por su parte, había tenido demasiado tiempo para pensar. En realidad, no
sabía a qué iba a enfrentarse cuando volviese a tener los cuadros delante. Durante aquel
tiempo le había devorado la pujanza de la intriga, pues su impulso de comprarlos había
sido interceptado en pleno entusiasmo, dejándole un vacío indeterminado. Ahora, por
fin, había llegado el momento de comprobar si aquellos cuadros todavía poseían la
magia que la había cautivado. Si continuaban inspirándole algo trascendente o por el
contrario. La convicción que le habían inspirado, como es natural, se había ido
deformando con los días. De manera similar a lo que ocurre cuando uno sale de un
examen convencido de haberlo hecho bien, hasta que con el paso de los días las dudan
empiezan a manifestarse, acechantes como los buitres que sobrevuelan los cadáveres.
Ataviada con su inseparable tweed de Chanel, un homenaje perpetuo a la persona que
cuarenta años antes le había librado del corsé. Lady Moura era, por definición, una
persona agradecida. Por eso, al descorrer las puertas del salón no disimuló la desilusión
que le produjo que no hubiese acudido el propio artista en persona a hacerle entrega,
más que nada porque la privaba de la oportunidad de podérselo agradecer. Mientras
desembalaban los cuadros, Lady Moura observaba en silencio toda la operación
fumando. Después de todo, ella sabía mejor que nadie que había actuado como la
guerrilla, la golosina de hacer algo de espaldas a George. Tras tantas idas y venidas,
tantos dimes y diretes, había llegado el momento de la verdad. ¿Debía seguir adelante si
resultaban ser realmente pésimos o reconocer su error y guardarlos en algún lugar del
lazareto y no volver jamás a mencionar el tema? Esa era la cuestión. Terminado el
proceso de desembalaje, los cuadros se colocaron sobre dos sillas, dispuestas a tal efecto
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por el mayordomo. Lady levantó la vista lentamente, intentando poner la mente en
blanco, intentado deshacerse del rastro de la sensación que le había provocado la
primera y única vez que los había visto. Respiró profundamente y para su asombro y
alivio el milagro seguía allí intacto, la esperaba auténtico e impasible, sin haber mutado
un ápice desde que se había separado de ellos. Indudablemente hay cuadros que se
aprecian artísticamente, pero hay otros, se decía Lady Moura, como los de Eddie, que,
simplemente, levantan sensaciones íntimas, comuniones espirituales inexplicables, pero
certeras como el dardo en el centro de la diana, que con puntería se estrellan en el centro
de su destino. Una transposición que la devolvía al borde de lo eterno. Los de aquel
joven pintor tenían el alma como una herida abierta, la incitaban a una comunión
espiritual, totalmente arbitraria con un desconocido, que en barrena desembocaba en la
decadencia de su vida. Oportunidades que uno nunca piensa volver a reencontrar y que
por arte de magia se nos presentan como si nunca se hubiesen ido, como si hubiesen
permanecido en el apartado rincón de la mente donde se albergan los anhelos, que
rescatados de los que los guarnecía del polvo, recobran una prisa por vivir y conocer.
Aquellos cuadros, definitivamente, continuaban levantando en su ánimo una inmensa
tolvanera de reminiscencias y anhelos, al menos los que una entraña genuinamente
sajona, tan poco proclive a los excesos, es capaz de albergar.
No se entretuvo mucho más con Rick, lo justo para no resultar descortés y averiguar
donde vivía Eddie, Le quedaba la minuciosa y delicada tarea de decidir donde colgarlos,
una vez que lo hubiese decidido, sabría también qué papel iban a tener en su vida. Así
que dedicó el resto de la mañana a recorrer las paredes de su casa, que, al fin y al cabo,
eran como las estaciones de la vida, sumida en una nostalgia, meramente contemplativa,
comió frugalmente para después sumergirse en la bruma rugosa de pensamientos y
cigarrillos, hasta que vio que se acercaba la hora del té, pidió al servicio que lo
preparase para dos y que lo tomaría en el coche. Le indicó a Armand, oriundo de Rouen,
y al que, por supuesto, siempre se dirigía en francés, la dirección que Rick le había
proporcionado.
Lady Moura nunca llegaría a saber la suerte que tuvo de que yo estuviese en ese
momento en casa de Eddie. Materialmente tuve que tirar de él y obligarle a que bajase a
encontrarse con ella en el coche. Desde la ventana del apartamento, vigilé su caminar
temeroso, iba como encogido. Armand le tendió la puerta del aquel magnífico Rolls,
que como el caballo de Troya guarnecía a Lady Moura, que le observaba desde el
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asiento trasero con la tranquilidad que lo hace el gato una vez cazado el ratón. Frente a
ella, una repisa que sobresalía de la parte trasera del asiento del conductor, albergaba un
servicio de té de campaña. Después de los saludos de rigor, breves y contenidos, le
sirvió, sin más preliminares, una taza, que le tendió con su pulso tembloroso que hacía
tintinear sus pulseras como un revoltillo de campanillas. Reconfortado con el brebaje
nacional, Eddie recuperó la compostura necesaria para darse cuenta de que se hallaba
ante un magnífico ejemplar para un retrato.
- No temas, no he venido a hacerte un examen. Hablar de cultura, generalmente,
saca lo peor de las personas, un encuentro entre dos intelectuales no dista de del
de los perros cuando se huelen el culo. Solo quería agradecerte en persona que
me hayas regalado los cuadros.
Un comienzo paralizante, la palabra culo, así de sopetón, dicha a lo bruto por aquella
venerable anciana, era lo que menos se esperaba.
- No habrá sido fácil. Te ha costado deprenderte de ellos.
Eddie se limitó a corroborar con un gesto inequívoco, asintiendo, con una expresión que
denotaba tristeza y perplejidad.
- No, pero también pensé que merecía tenerlo alguien que los haya sabido
apreciar. Además es un honor para mí que forme parte de su colección, creo que
es impresionante, milady.
- No sé si impresionante sería la palabra, mi colección es el reflejo de mi vida. No
sé si sería capaz de desprenderme de alguno de mis cuadros, tampoco organizo
visitas, aunque eso es más una cuestión de pudor, es como exponerte al juicio de
los demás indefensa, pero sí me gusta compartirla con mis amigos o con la gente
que pienso que la puede apreciar, y por supuesto, desde este momento estás
invitado.
- Cuando disponga, estaré encantado.
- No tengo aquí mi agenda, soy una persona con muchas obligaciones y
compromisos, ya quedaremos de acuerdo.
Mirando por la ventana
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- Hacía mucho que no paseaba por aquí, en tu edificio vivían unos amigos, hace
casi veinte años. Guardo muy buenos recuerdos. Organizaban fiestas y
performances en su casa, una vez nos fuimos de copas y cuando regresamos a la
casa, nos dejaron perplejos, la habían vaciado entera. Un buen golpe de efecto.
Entonces era joven. Curioso, tu cuadro me ha hecho sentir que todavía
pertenezco a este mundo. Quizá no lo entiendas, porque eres muy joven, pero
cuando uno ha doblado la esquina de los sesenta, voy camino de los setenta,
inevitablemente la vida se te escapa, pero no solo en el sentido material, sino
también en el sentido de que si realmente sigues formando parte del mundo.
Sin apenas pausa, hizo un cambio de tercio
- Tengo entendido que estás alojado en casa con David Fielding.
- ¿Le conoce?
- Sí, por supuesto,
Le soltó en tono condescendiente, como diciendo no me marees preguntándome
tonterías. Sin apenas recobrar el aliento, le preguntó al pobre Eddie en tono incisivo,
sin el más mínimo reparo, ni pudor por su falta de de coro e intrusismo.
- ¿Compartes casa o vives con él?
- Comparto casa, es algo temporal
Ah, tuvo la desfachatez de dejar escapar demostrando cierto alivio. Tras una breve
pausa durante la cual le escudriñó de arriba abajo, continuó con su particular
interrogatorio.
- ¿Cómo te ganas la vida?
- Ahora trabajo de dependiente en Whiteleys, en la sección de caballero,
El lector sabe que era mentira podrida. Evidentemente quería quedar bien. Desde luego
era mejor que decir que lavaplatos despedido. Ignoro porque no le dijo es que al día
siguiente iba a empezar a trabajar como dependiente en la tienda de un anticuario de
Moscow Road, muy cerca de Portobello, quizá pensase que trabajar en el departamento
de caballeros de unos grandes almacenes muy conocidos fuese un trabajo más honroso.
- ¿Te gusta?
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- Lo necesito para vivir, pagar el alquiler, seguir estudiando. Es una ayuda, más
tengo una asignación de mi abuela. Ella también pinta, vive en Plymouth.
- Quizá habría que echarles un vistazo.
- Bueno el estilo de mi abuela, se inspira en…, principalmente acuarelas, pero
tiene muy buena mano, y mucho éxito en todas las exposiciones, fue con ella
con quien descubrí el dibujo.
- Bien, Eddie, ha sido un placer conocerte. No quiero entretenerte más, tendrás
muchas cosas que hacer, la vida, por desgracia, para las personas comunes tiene
que estar escrupulosamente organizada.
Eddie emprendió el camino de vuelta hacia el apartamento de David un tanto
anonadado, en el trascurso de aquella pequeña entrevista su ego había crecido, pero
con aquella última frase, ¿qué habría querido decir? Había sido como una bofetada.
Se quedó inmóvil sentado en su cuarto, hasta que la oscuridad se apoderó de la
habitación, preguntándose si realmente se estaría equivocando de perspectiva.
53
Belgravia
Desde aquella visita de Lady Moura, Eddie volvió a entrar en una etapa escurridiza,
tampoco contribuyó el cambio de emplazamiento del club UFO, que se trasladó desde
Tottemhan Court Road a las afueras de Londres. Una de las pocas veces que nos vimos
me comentó.
- Carlos, qué te perecería si algún día montarse una exposición, no hay nada malo en
ello, ¿no?
Le dije que por supuesto no había nada de malo, simplemente me sorprendía aquel
cambio de actitud.
- Si me decido a hacerla, voy a tener que trabajar mucho.
Era difícil coincidir con sus horarios de trabajo, desde que dejó de ir a clase, dormía
hasta el mediodía, trabajaba hasta bien entrada la noche o salía a dar una vuelta, a veces
no regresaba hasta que se hacía de día con el primer metro. De forma que fue dejando
de intentar ponerme en contacto con él. No puedo negar que sentí cierto resquemor
cuando un día, de lejos, en Bond Street, contemplé atónito como se subía en el Rolls de
Lady Moura. No pude remediar presentarme en su casa para indagar qué estaba
pasando. David me puso al corriente de que se había mudado, pero no sabía a dónde;
estaba hecho un mar de lágrimas, sin causa alguna se sentía relegado de su vida. De
hecho Eddie desarrolló una auténtica animadversión hacia a él tan virulenta como
repentina e injustificada. En la que después supe que tuvo mucho que ver un ajuste de
cuentas que se estaba cobrando Lady Moura con la madre de Eddie, un asunto de
muchas décadas atrás, y que tenía que ver con un comentario bastante desafortunado
que Stella Tennant había hecho sobre lo horrorosa que era físicamente Clementine
Conrad. Puede que una semana después o así, no lo recuerdo exactamente, coincidí con
Rick en el French Pub, de hecho fue él el que me reconoció a mí, y el que, a su vez, me
explicó que Eddie ocupaba una de las buhardillas de la casa de Lady Moura en el barrio
de Belgravia, tampoco es que fuese algo extraordinario, no era la primera vez que Lady
Moura alojaba a un artista, aunque entendía que sí era la primera en muchos años que
compartía con un artista tantas inquietudes y salidas nocturnas. Lady Moura también
pagaba el alquiler de un estudio junto al Támesis, que compartía con otro artista y
protegé de Lady Moura, James Watson. Paralelamente, las revistas y secciones
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culturales de los periódicos empezaron a hablar de Eddie como del nuevo valor de la
pintura, avalado por el buen juicio de Lady Moura, que abanderaba un movimiento que
devolviese a la pintura la pureza frente a los excesos del pop art. Aquella diatriba era
prolífica y era más que ninguna otra cosa lo que mantenía a Eddie en el ojo del huracán;
mientras que yo me preguntaba cómo era posible que después de haberme dado tanto la
lata con la polarización de intereses y la supuesta esquizofrenia existencial, Eddie
hubiese abrazado, con sumo gusto, el éxito. No estaba exactamente enfadado con él,
pero si un tanto molesto, en parte porque en ese estado de gracia que otorga el
enamoramiento era difícil estarlo. Como tampoco fui capaz de reprocharle nada cuando
se personó en casa con el mismo talente de siempre, como si hiciese dos días que no nos
hubiésemos visto. Venía con el tarjetón en la mano a invitarme oficialmente a la
inauguración de su exposición, la primera de su vida. Aunque se mostrase contento,
estaba hecho un manojo de nervios. El temor a fracasar le tenía igual de aterrorizado
que un par de meses atrás la posibilidad de tener éxito.
- Lady Moura se ha preocupado de avisar a todos sus amigos y conocidos. Es posible
que aparezcan artistas de primera fila, como Bacon, todavía almuerzan juntos a menudo.
Un auténtico tribunal supremo. Clementine me trata muy bien –dijo, como si intentase
tranquilizarme, yo no le había mostrado preocupación-, no me exige pleitesía,
simplemente, me ha dado cobijo. Mi relación con ella es todo, menos maternal, - quizá
una clara alusión a una de las cosas que más había despreciado de David- . De vez en
cuando me invita a conocer a otras personas de su círculo más íntimo. Es como vivir en
una residencia, en un colegio mayor. Me permite no tener que depender de nadie, tengo
resuelto la comida y el aposento. Si no voy a dormir, tampoco tengo que avisar.
Faltaban tres semanas y no lo tenía todo acabado, trabajaba a destajo. Lo poco que
conocía de su técnica era lo intrincado y laboriosa que era, por eso completar cada
lienzo podía llevarle semanas y la serie se componía de diez piezas. Estaba exhausto,
llevaba cuarenta y ocho horas sin dormir. Su método de trabajo era caótico y a
trompicones. A raíz de mi relación con Teresa yo me había desmarcado de la vida
nocturna, él continuaba muy inmerso en ella, a veces podía pasarse dos o tres días de
juerga, dormir otros tantos y después encerrarse una semana seguida sin parar de
trabajar. Yo creo que por aquel entonces, debía de hacer por lo menos un año que no
pisaba su escuela.
55
- He aprendido más hablando con ella que en todas las clases que acudí en St
Martin’s.
- ¿Se lo has dicho por fin a tu abuela?
- No todavía no, no sabe nada, voy a tener que explicarle como están las cosas, -y sin
dar más importancia, prosiguió- Estoy deseando que veas los cuadros. Además,
Clementine quiere conocerte. Te sorprenderá, le gusta codearse con todo tipo de
gente, para que te hagas una idea, de vez en cuando me acompaña en mis salidas
nocturnas, por supuesto, se retira antes de que empiece la juerga auténtica, pero sin
ir más lejos el otro día tuvo tiempo de contemplar como Peter Townshend, el
guitarrista de The Who, andaba desnudo por el Scotch de Saint James, fue genial.
No se inmutó, se limitó a comentar que la juventud no cambia, “nada me sorprende,
si te contase lo que vi aquí en Londres, no te digo en Paris”. Tiene todavía tanta
vitalidad, le encanta codearse con artistas del rock, el otro día estuvo charlando con
John Lennon, tan tranquilamente, allí sentada con su tweed y su pelo blanco y sus
pestañas postizas, humeante como una chimenea. Es encantadora.
Yo, lógicamente, llegaría a discrepar mucho de esa opinión. En cualquier caso, la
persona que llegué a conocer con el tiempo, y juntando piezas, poco o nada tenía que
ver con aquella imagen frívola que Eddie me describía. Para empezar, creo que la
palabra que mejor definiría a Lady Moura era “rudimentaria”, las relaciones que
establecía estaban basadas en un quid pro quo, ya he comentado antes que las fábulas de
La Fontaine eran su libro de a bordo. Buscaba como la mayoría de coleccionistas que
he conocido la notoriedad, satisfacer su ego vacío, algo que por sí misma nunca había
logrado. Como todas las personas vanas, la adulación la perdía. Aunque tengo que
reconocerle la capacidad de congregar gente a su alrededor, como si fuese toda ella una
excepción genética, digna de admiración, que se traducía en la habilidad de convertir
sus defectos en virtudes. “Es tan original”, donde yo, simplemente, afirmaría, “un
malcriada”; “tan profesional y exigente”, “una déspota rematada”; “tan particular en sus
cosas”, “una total y completa maleducada”. Y ese olfato legendario para el arte, tan bien
guarnecido tras la ironía y la flema británica de George, que muy ladinamente, a lo
largo de años le fue tendiendo trampas en su propio beneficio, en las que ella caía con
todo su entendimiento, si excluimos de la lista lo que tuviese que ver con el
Conceptualismo o con el Pop Art.
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Insisto en que la única explicación a tanta admiración la encuentro en el gregarismo que
generaba su legendario entendimiento artístico, alimentado y retroalimentado por los
propios interesados y por la prensa. Un fenómeno que entonces me chocaba y que hoy
está generalizado. La gente pagaba con el tributo de esa admiración su falta de criterio y
el miedo a hacer el ridículo, con la misma facilidad que hoy paga asesores artísticos o
analistas financieros. George me decía.
- En fin, si yo hiciese como Alfred Stieglitz, el introductor de la avant-garde europea en
Estados Unidos y dueño de la galería 291 en Nueva York, que solo vendía cuadros al
que considerase merecedor de ello, me moriría de hambre, y si cobrarse comisiones
mínimas o inexistentes, tendría que cerrar mis galerías, como le ocurrió a él con la suya.
Lo primero que tiene que aprender, Carlos, es que los coleccionistas en un 99% son
gente que tiene dinero.
Lady Moura lo tenía, y a buen resguardo en el Banco de Inglaterra, y por si eso fuese
poco, formaba parte del círculo íntimo del entonces Lord Chamberlain, que a su vez
había sido a su vez gobernador del mismo, no en vano en su juventud había compartido
las inquietudes en la Young Women's Christian Association, conocida por las siglas
YWCA, Siempre había sido un culo inquieto, famosa por llevar hasta el extremo de su
celo en todos y cada uno de sus compromisos, entre sus muchas actividades dentro de la
cultura y el mercado del arte, como miembro honorifico de la mayoría de los comités
editoriales de las prestigiosas revistas y pertenecía a las juntas de la Royal Academy,
National Gallery y a la Tate, al tiempo que mantenía la cátedra con el nombre de su
padre en la universidad de Cambridge, y como socia fundadora de ICA nunca faltaba a
ninguna convocatoria, tampoco a las inauguraciones, nadie puede negar que fuese una
trabajadora incansable. Se levantaba muy temprano y pasaba gran parte de la mañana
enclaustrada en su despacho, atareada con las tareas que le llevaban consigo esos
cargos; de vez en cuando publicaba artículos en Burlington Magazine, que, por
supuesto, no redactaba, para eso tenía un secretario, que auguro que debía sufrir lo
indecible para plasmar aquella verborrea descoordinada y tiránica. Su excusa para no
redactar era que no tenía tiempo de escribir lo que pensaba, por así decirlo.
En el terreno personal, una vez a la semana se encontraba con sus amigos del Soho;
también viajaba no menos de dos veces al año a Paris. Todo eso sin contar que cumplía,
escrupulosamente, con las servidumbres de su posición, sin faltar a ninguna de las
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obligaciones de la season, o a las reuniones que durante el verano organizaba en la casa
de campo.
No era de extrañar que hasta yo mismo recibiese una invitación formal para cenar en
casa de Lady Moura. Me plateé no ir porque no habían invitado a Teresa. Lo consideré
un cierto agravio, incluso estuve tentado de presentarme con ella. Teresa me dijo que no
merecía hacer una montaña de un grano de arena y que en cualquier caso ella no pintaba
nada allí. Me vestí con ropa que mi madre me había encargado a medida en el sastre de
mi padre, me vi tan ridículo que estuve tentado de no ir, pero Teresa me empujó,
materialmente, fuera de la puerta.
- Toda esta parafernalia, qué hace un hombre de izquierdas como yo en la casa de esa
tipa.
- Eddie es tu amigo, anda tira.
Aunque lo que más me cabreaba era que pese a todo aquel desprecio que sentía por lo
que suele entenderse por el gran mundo, estaba nervioso, tanto como si me estuviese
presentando a un examen, me sudaba hasta las manos. Ese servilismo por mi parte me
exasperaba, era el producto de la educación que había recibido y que rechazaba, pero no
podía evitar que en lo más íntimo de mí ser tirara de mí, se hacía con el timón.
Temerosamente apreté el timbre, pasó una eternidad hasta que un criado muy
ceremonioso me abrió la puerta y me acompañó hasta el salón, poniendo en mi
conocimiento con gran profesionalidad que el resto de invitados ya había llegado. No sé
si me estaba insinuado que llegaba tarde. Tras una puerta corredera aparecieron como en
una función, George con un cigarrillo y un dry martini, cómodamente aposentado,
ocupando la mayor parte del sofá, en el extremo opuesto del mismo, pegado al brazo, se
sentaba Mortimer, quien me fue presentado como el secretario de Lady Moura por
Eddie, que, como esperaba, me recibió muy calurosamente, lo mismo que un tal James
Watson, el otro artista con el que compartía los aposentos de las buhardillas. Después de
un poco de vacilación, habíamos empezado a entablar una animada charla sobre
Revolver, el último disco de los Beatles, cuando las puertas volvieron a descorrerse para
que entrase Lady Moura, canija y enclenque con su voz cazallera, irrumpió como Atila,
sin saludar a nadie, sin ningún tipo de pudor interrumpiendo nuestra conversación para
increpar a George sobre la obra de Michael Baldwin, Untitle painting, que por lo que
entendí consistía en un espejo, mondo y lirondo, sobre un lienzo. Cuando todavía se
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hallaba enzarzada en su propia indignación, encendida y echando humo, lo mismo que
un petardo que termina por no despegar, el mayordomo le anunció que la cena estaba
lista y pasamos al comedor.
El comedor era inmenso, la mesa, a la altura de esa proporción, y capaz de albergar
veinte comensales, hacía que la distancia entre nosotros fuese completamente absurda,
vamos, imposible pasarse la sal. Claro que para eso había dos criados y un mayordomo
a nuestra disposición, que ataviados con libreas revolotearon alrededor de la mesa
durante toda la cena. Si idealmente hubiese tenido que imaginar cómo podría ser un
comedor inglés, me encontraba ante el prototipo. Dos enormes ventanales cubiertos con
pesadas cortinas de terciopelo, un aparador recargado de piezas de plata arrebujada, de
dudosa utilidad y de tamaño desproporcionado y pretencioso, los platos dispuestos
directamente sobre una mesa reluciente de caoba, en el centro dos enormes candelabros
de diez brazos flanqueaban un macizo de flores. Todo tan formal y ceremonioso, y sin
embargo, nos seguían ofreciendo a los comensales la fuente donde había habido una
paletilla de cordero, provista prácticamente con los huesos, en una espléndida bandeja
de plata, que ponía un punto grotesco. Algo incomprensible, y que ya puestos, podía
calificarse de auténtica performance. El vino era malísimo, un Burdeos, que mi padre
calificaría de potada, aunque eso sí, servido en una copa de cristal de roca grabada con
una dudosa corona de lord y las iniciales de su padre. Puedo concluir en que quitado del
pan con mantequilla y el pudín de postre, el resto de la cena había sido asquerosa.
Durante la comida no se hablaron más que de banalidades, en las que George me
pareció un especialista nato; Mortimer, el sufrido secretario de Lady Moura era hombre
apenas perceptible, tenía algo de entelequia. Era tan escuchimizado como ella, pero
embutido en una cabeza de pepino, rematada por una calva grasienta, con una tez
verdosa de lagarto, un espécimen autóctono perfectamente adaptado aclimatado a la luz
mortecina de aquella mansión finisecular, que sin dejar de masticar un solo momento,
nos observaba desde los cristales circulares de sus minúsculas gafas, como si a mitad de
encargo se hubiese quedado con la mitad de presupuesto. De improviso George se
dirigió a mí.
- Tengo entendido que su padre es notario
Yo lancé una acusadora mirada a Eddie, aunque inmediatamente dio muestras de
reaccionar para sacarme del aprieto de su indiscreción, pero no tuvo tiempo porque
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Lady Moura levantó la vista y la fijó en mí con curiosidad, parecía como si se percatase
por primera vez de mi presencia, a través de esos ojos, ridículamente pintados, que le
daban un aspecto de insecto, concretamente, en mi opinión de mosca cojonera.
- Yo estuve una vez en Mallorca invitada por mi buena amiga, Gertrude Stein, dijo
con cierto triunfalismo deslucido.
- Impresionante – acerté a decir con voz entrecortada y poniéndome como un tomate,
porque no tenía la más remota idea de a quien se estaba refiriendo, y aquellas
lagunas culturales herían mi pretensión de convertirme en un gran escritor.
George, sin inmutarse, continuó su particular interrogatorio.
- ¿Piensa seguir sus pasos?
- No lo he decidido todavía.
- Bueno, es usted muy joven. Yo tuve mucha oposición por parte de mi familia, mi
padre no quería que me dedicase al mundo del arte. Mis dos hermanos trabajan en la
City.
Clementine pareció impacientarse con la insistencia de George, era evidente que le
gustaba ser el centro de atención, pero George, sin inmutarse, continuó con el
interrogatorio.
- Tengo entendido que quiere convertirse en escritor, debe leer mucho.
- Supongo que sí, entre otras cosas porque disfruto mucho haciéndolo. Mi landlord,
Mr Totz...
- Yo también lo hacía, - metió baza Lady Moura- hasta que lo dejé porque cada vez
que terminaba un buen libro me sentía como huérfana
- Es una lástima que tu exceso de sensibilidad te prive de la lectura, le replicó George
como el alumno la lección bien aprendida.
- Sin embargo, de esta manera puedo concentrar toda mi sensibilidad en el arte.
Creo que después de esa frase tan rimbombante, ella misma se dio cuenta del jardín en
donde se había metido y un resquicio de pudor le hizo desistir de adentrarse más en sus
cualidades.
- Pero, dejemos de hablar de mí, no me educaron para acaparar una reunión con mis
miserias personales, - dijo, dando por supuesto a entender lo contrario, en una
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arranque del falsa inmodestia- Algo que hoy parece que la gente no hace sino que
convertirlo en el tema principal, hacer sociedad es precisamente lo contrario, salir
evadirte, entretenerte. Toda esa nueva moda me resulta incomprensible e insufrible,
la gente terminará por hablar en sociedad de si le sudan o no los pies.
Pasamos al salón, y George y Lady Moura volvieron a enfrascarse en la conversación de
antes de la comida. Lady Moura no estaba dispuesta a hacer ningún tipo de concesión,
su postura era si cabe más intransigente, me imagino que por efecto del vino. Lady
Moura había empezado a descalificar personalmente a George, que no se amedrentaba
en absoluto y defendía su tesis acusando a Lady Moura de sacar las cosas fuera de
contexto, de descontextualizar.
- Desmontar cualquier teoría o reinventar la tradición han sido desde siempre
privilegio de los artistas, apuntalaba George.
- Ahora resultará que todos tenemos un pequeño una obra de arte en el cuarto de baño
de casa, para qué acudir a un museo.
- Clementine, tienes que evolucionar, no puedes cerrarte en banda de esta manera.
Cualquier objeto sirve para dar vida a un concepto. ¿Qué puede haber más perfecto
que un cuadro sea como una ventana al mundo que refleje lo que uno ve? Es la
lógica evolución de la ventana en el Renacimiento.
Eddy, muy diplomáticamente, daba la razón a los dos, lo mismo que James Watson,
mientras que Mortimer parecía firmemente decido a no intervenir en absoluto, a pesar
de ello, de vez en cuando les obsequiaba con un gesto de asentimiento o negación,
según fuese que llevase el peso en aquella acalorada discusión. Yo me sentía muy
incómodo, no encajaba en aquel tetris. Mi condición de ignorante hacia que me sintiese
protegido, porque antes de la cena George, me había instado a que opinase. Declaré mis
escasos conocimientos y lo poco interesante que yo tenía que decir, pero,
inesperadamente, George volvió a la carga, imagino que para desviar el curso de aquella
discusión sin salida, lo que dio pie a que Lady Moura me atacase en un tono no muy
agradable, observándome con distancia, y martirizándome con tiranía lingüística, y
aunque yo me defendía muy bien en inglés, nunca sería como un nativo, humildemente
le dije que no le había entendido. Ella cambió el tono y repitió como si hablase con un
disminuido.
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- Si pretende convertirse en escritor mejor que vaya forjándose una opinión de cada
cosa.
Le di la razón porque la tenía. En todo lo demás esa mujer me pareció completamente
estúpida. Convencida, como estaba, de pertenecer a una clase superior, cegada por su
vanidad no era capaz de ver que su corte no estaba allí por amor al arte, sino que cada
uno sacaba su tajada particular, sin ninguna excepción tanto George, como Mortimer,
James como Eddie obtenían un beneficio de su relación con ella. Yo no tenía ningún
motivo para adularla y la juzgaba tal cual era: impertinente, maleducada y déspota. Su
mecenazgo trasnochado y su supuesto entendimiento artístico caía en saco roto, una
gran tomadura de pelo o por lo menos, perfectamente discutible, pero el azar la había
dotado con la varita mágica con la que podía decidir el futuro del arte y cambiar el
destino de las personas. El que me gustase la obra de Eddie era más una cuestión de
amistad, pero no conseguía darle trascendencia y profundidad. Estaba feliz por él.
De camino a casa tuve que sufrir la compañía de George, iba en la misma dirección que
yo, cogimos el metro. Tenía una elegancia innata y contagiosa, entró en el metro, sin
perder ni un ápice la compostura, como si continuásemos en el suntuoso comedor de
Lady Moura.
- Una discusión acalorada, más propia de españoles, como en una peña taurina, ¿no
cree? Suelo ir a menudo a Madrid. En cualquier caso, ya ha visto que genio se gasta
esa mujer. Habrá observado lo colérica y desmadrada que es. Deber ser la edad. Al
menos coincido en que la obra de Eddie tiene un enorme potencial. Sólo quiero
hacerle una observación. Eddie no la tiene tan obnubilada, puede parecerlo, tampoco
es la primera vez que ocurre. Clementine es una mujer voluble y le gustan los
hombres guapos, como su amigo. Ella es como el gato que caza ratones por pura
diversión, no para alimentarse, lo lanzara, aunque tengo que decir a favor de Eddie,
que la tiene despistada, que no sea ambicioso, le atrae. Puede que también concentre
en su vejez urgente de vivir en pocos años, todas las estaciones de su vida. ¿Tiene
usted mucha influencia sobre su amigo? No tengo por costumbre meterme en el
estilo de vida de los demás, pero es demasiado confiado, va a tener una carrera muy
corta, las buenas compañías pueden convertirse en pesadillas. Está advertido.
Me ofreció la mano, ceremoniosamente, y luego, continuó por otro camino
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- Le deseo buenas noches.
No sentí que tuviese que intervenir y que hiciese lo que hiciese Eddie era asunto suyo.
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George
Ten selfportraits of my soul
¿Es posible hacer un autorretrato del alma?, Edward Abbott parece tenerlo muy claro. La galería Three
G cubed, propiedad de George Gardiner y regentada por Richard Wilson presenta Exhalations: ten
selfportraits of my soul, la primera exposición individual del artista (Londres, 1946). Diez obras que
repiten el mismo patrón, diez variaciones cromáticas sobre un lienzo en blanco con la que el artista
quiere rendir un homenaje a Kandinsky.
- De lo espiritual en el arte, ha sido lectura que me ha abierto los ojos. Yo definiría esta exposición
como la materialización de mi universo interior, algo que me obsesionó prácticamente desde mis
inicios en la pintura. Cada cuadro, cada exhalación se representa mediante un color, como las
emociones que se albergan en mi alma. El espectador puede reconocer esas emociones porque la
asignación de los colores forma parte de la imaginería tanto popular como religiosa.
Wilson hace hincapié en lo revolucionario y novedoso de la técnica usada por Abbott, que se atreve a
caracterizar con el apelativo Inner dipping. El dipping, para el que no esté familiarizado con el término,
consiste en derramar directamente los colores sobre la tela sin la mediación del pincel u otros utensilios
habituales. Dejemos que sea el propio artista, el que con un entusiasmo contagioso, nos explique los
entresijos de su técnica propulsora, que por explicarlo de una manera llana consiste en escupir sobre el
lienzo.
- No me gusta la palabra escupitajo, además no se ajusta a la realidad, son exhalaciones cromáticas,
eso sí, inevitablemente acompañadas de saliva. No entiendo tanta perplejidad, cada artista se
expresa desde su “necesidad interior”, con lo que considere más acorde para la materialización,
como en los collages los ready-made o sus con propios excrementos y fluidos. Estas exhalaciones
son para mí el medio más honrado para representar el retrato de mi alma, al tiempo que enlazan con
la tradición con el principio, con el arjé de los filósofos griegos. Conceptualmente, se puede
entender como el paso siguiente al El grito de Munch.
Wilson nos hace notar en los lienzos como la intensidad y la progresión de las exhalaciones, ya que cada
cuadro es el resultado de sucesivas exhalaciones, que después se complementan con pintura y fijan con
espray acrílico.
- Mi obra es el resultado de un laborioso proceso tanto intelectual como físico, en el que se requiere
un entrenamiento y una dieta ligera. Me he pasado más de un año encerrado sumergido en ese
proceso. Lo primero que hice fue dejar de fumar. Todo ello con el propósito de ensayar y fortalecer
el proceso de propulsión, tenía que posibilitar la generación de un torbellino en la cavidad bucal
que fuese expelido con la suficiente intensidad para plasmarse en el lienzo. Durante estos ensayos
también debía aprender a concentrarme en no tragar. He utilizado diferentes tipos de alimentos para
mis exhalaciones, la base principal es la leche condensada, de textura más similar a la pintura,
tintada con diferentes tipos de mermeladas y siropes. Me arruino en la sección de mermeladas de
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Fortnum & Mason. No soy muy fan del dulce, pero las mermeladas ofrecen una paleta cromática
muy interesante, las de grosella y mora son fantásticas, también las rebajo con agua para probar
diferentes tipos de intensidad. En cualquier caso, el proceso es agotador y me deja exhausto, sólo
puedo llegar a hacer un número determinado de exhalaciones al día y además requiere la
concentración de un atleta antes de un tiro. Hay que estar muy seguro del lanzamiento. Pero todo
ello me compensa, conceptualmente es perfecto y cierra hasta ahora el ciclo de mi vida desde el
punto de vista estético.
Edward Abbott vive inmerso en el auto cuestionamiento y se considera un rendido admirador de la
música de Stockhausen y del grupo AMM. Edward Abbott en la Galería Three G cubed merece la pena
acercarse y contemplar ese interesante experimento estético.
El día después de la inauguración de Eddie me resultó interminable. Me acosté casi de
madrugada y al cabo de dos horas tuve que levantarme para ir a clase. Aguanté como
pude, seguir las explicaciones del profesor, intentar concentrarme en los ejercicios o en
escribir dos frases seguidas fueron una tortura, no sólo por haber apenas dormido,
también por la monumental resaca que manejaba. Me prometí a mi mismo que nunca
volvería a castigarme de aquella manera, al menos entre semana. La noche había sido
larga, James Watson y yo celebramos, por todo lo alto, con Eddie su triunfo. Un
auténtico club crawl por lo mejorcito y más modernos de aquella época. Cenamos en
Chez Solange en Cranbourn Street, al lado de Leicester Square, y desde allí hicimos
nuestra primera parada en Bag O’Nails, en Carnaby St, cruzamos Regent Street para
asomarnos a Sibylla’s, pero no nos dejaron pasar, de ahí subimos hasta el Speakeasy, no
recuerdo si de bajada nos acercamos al The Scotch, en cualquier caso debería estar
cerrado, lo que se seguro es que rematamos la jugada en el UFO.
A la salida de clase dormí dos horas justas de siesta, me puse el despertador porque que
a las tres en punto había quedado en llamar a Teresa, que no sólo era imprescindible,
también sagrado. Me armé de valor y fui sincero al ponerle al corriente de mi situación.
Ella sólo había estado en la galería lo que duró la inauguración y luego había marchado
a su casa, a pesar de la tentadora invitación de Eddie de ir a quemar la noche. En
realidad, ella ya había un esfuerzo viniendo expresamente desde Cambridge.
Afortunadamente Teresa se hizo cargo de mi estado y estuvo de acuerdo en que una
cena temprana e irme a dormir lo antes posible aliviaría mis males, quedamos
directamente para el día siguiente.
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Mis pasos arrastrados me llevaron hasta el French Pub, que estaba vacío, me senté en
una mesa cerca de la puerta, todavía no había decidido lo que iba a pedir cuando entró
George Gardiner, de las últimas personas que me apetecía encontrar. Su presencia para
mí no dejaba de tener cierta reminiscencia con el dichoso plato de lentejas, que de
pequeño me obligaban a comer, y que, si no me lo había acabado, reaparecía, como
castigo, recalentado cuantas veces fuese necesario hasta que terminase con él. Pero, ya
se sabe, el azar se deleita en jugar con nosotros, unas veces para bien, otras para mal.
George se topó con mi mesa, y por el bien de Eddie, no me quedó otro remedio que
ofrecerle el otro asiento y cenar con él. Para disipar el contratiempo que me había
originado su presencia, me obstiné en continuar estudiando el menú, George, por su
parte, esperó apaciblemente, hojeando el periódico que había traído bajo el brazo, y
saboreando un dry Martini que había encargado nada más sentarse.
- Continúa la polémica. – exclamó, triunfante, para abrir fuego, era evidente que
tenía ganas de cháchara - El deporte favorito de la crítica artística de los últimos
años, salvo honradas excepciones, consiste en hacer círculos en el agua. Pero, no
hay nada que favorezca más a un artista. Cuando no, el escándalo. La mayoría
de los espectadores que acudieron al estreno del Preludio de la muerte de un
fauno, allá por1908, no recuerdan especialmente ni la obra, ni la música de
Debussy, pero sí las contorsiones de Nijinski simulando un orgasmo. Lo
importante es que, al final, ambos artistas se consagraron y son referentes en la
actualidad, pero qué duda cabe, entraron por la vía rápida. Una buena polémica o
un escándalo siempre venden. Es el pebetero del arte, la llama que debe
permanecer ardiendo. Su amigo puede estar satisfecho, eso hará que mucha más
gente se acerque a ver su exposición.
- Y usted, quizá, mucho más, después de todo, se trata de su galería.
- Mi segunda galería, pues sí, no voy a negarlo, la excentricidad de su amigo,
previsiblemente, me resultará lucrativa.– afirmó, sin amedrentase, haciendo gala
de una enorme seguridad - Es su cara la que no muestra, precisamente, alegría.
Ya el otro día, cuando nos despedimos en el metro, advertí una severa expresión
de desaprobación en su rostro. Ni entonces, ni ahora creo haber dicho nada malo
de Eddie, al contrario, solo quise advertirle de un peligro, del que ya pudiera ser
que estuvieses al tanto. Quizá, solo sea que no le caigo bien, los afectos son muy
particulares, pero no dude de mi honestidad.
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- No, no tiene nada que ver con usted – dije, para eludir ser grosero - . Comparto
su preocupación – cosa que no tenía todavía claro si era cierta o no-, perdone, si
le he dado otra impresión, simplemente, es que anoche bebí más de la cuenta.
- Si ese es el problema, conozco un remedio infalible, confíe en mi, por suerte o
por desgracia, tengo bastante experiencia.
Me limité a asentir y George, con la precisión de un ingeniero, dio órdenes oportunas al
camarero para la elaboración del brebaje que debía servir. Después de un par de sorbos,
diría que por primera vez en todo el día me sentía estabilizado, y la oportunidad, que de
manera fortuita, se me había presentado de de cenar con George Gardiner me pareció
hasta atractiva. Después de aquel aperitivo terapéutico, la cena se prolongó con una
botella de vino y unas par de copas de brandy, lo que llevó a apostillar socarronamente.
- Ne pas mal, si lo que pretendía era paliar los excesos de la noche anterior.
El caso es que habíamos estado charlando de manera cada vez más distendida. Me
preguntó muchas cosas de mi vida y por extensión de la de Eddie, de mi familia, de
cómo había llegado a Inglaterra, todo parecía interesarle enormemente, incluso, tengo
que confesar que en un momento de debilidad llegué a hablarle de mi madre. También
se interesó por mis estudios, si buscaba o tenía trabajo, en qué fase andaban mis
progresos como escritor, cuáles eran mis autores preferidos, entre los que
compartíamos, como es natural, varias piedras de toque, en fin, los habituales como
Proust, Flaubert, Sthendal, Dickens… Me habló de sus años en Oxford, descubrimos
que los dos poseíamos auténtica pasión por Isaiah Berlin, al que, gracias a Mr. Totzer
yo acababa de descubrir. Debían ser cerca de las ocho cuando nos levantábamos de la
mesa, me invitó a tomar la última en su casa y no encontré una razón para no aceptar.
George vivía en Chelsea, cerca King’s Road, una casa de estilo victoriano, bonita, llena
de detalles y muchos muebles de herencia, más envidiable colección de pintura.
Entonces vivía solo.
- No siempre ha sido así. Tengo que reconocer que soy malo de aguantar, - se
excusó.
Hicimos un recorrido, obligado, mostrándome las joyas de su colección, en la que había
un poco de todo. Yo permanecí en silencio, simplemente asintiendo a las explicaciones
que me daba, entre otras cosas porque me hablaba como si estuviésemos al mismo nivel
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de comprensión, cuando la realidad era que yo desconocía todos aquellos términos y a
la mayoría de los artistas que me nombraba, y no entendía por qué suponía que los debía
de conocer, pero el relajo del alcohol me hacía permanecer agradablemente brumoso,
sin ninguna tensión por mi ignorancia. Estaba muy orgulloso de las obras que poseía.
- Aquí en mi casa, me desquito de las obligaciones que me impongo en mi trabajo. Los
cuadros que conservo aquí no los adquirí por su valor, sino porque me enamoré de ellos,
son como mis amantes, aún me extasío cuando los contemplo, me encanta el hecho de
poseerlos.
En ese momento ya estábamos instalados, cómodamente, en el salón, y yo tuve el valor
suficiente para confesarle que era una nulidad para entender el arte moderno, que me
consideraba un analfabeto visual. Soltó una carcajada y me miró con cara divertida y
cómplice.
- ¿Y quién cree usted que lo entiende?
- ¿Es una pregunta retórica?
- Hace mucho que lo viene siendo, pero, en el caso que nos ocupa me interesa
saber su respuesta.
- Pues, ustedes los galeristas, los artistas, por supuesto, los críticos, los
coleccionistas…
- Eso, más que una respuesta, es la deducción que usted hace.
- ¿Entonces, cuál sería en su opinión la respuesta?
- Nadie, absolutamente, nadie. Eso es lo más divertido.
- Su afirmación me parece demasiado categórica.
- Puede, las verdades no conocen medias tintas.
- Se han escrito montones de libros, no puede haber tanta gente equivocada.
- Una cosa no quita la otra, se pueden elaborar teorías, hay obras que se han
desmenuzado hasta el absurdo, como por ejemplo lo que el crítico Arturo
Schwarz está preparando sobre la obra de Duchamp, pero eso no quiere decir
que se comprenda, de ahí que necesite de tantas explicaciones, porque, en sí
mismo, es incompresible.
- Bien, esa sería su teoría.
- Yo no la calificaría de teoría, sino de tesis, de un hecho, perfectamente,
constatado. ¿No acaba usted mismo de reconocerme que no entiende nada? Dice
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que es un analfabeto visual, y es que, ciertamente, no existen cartillas para
aprender. El arte desde comienzos del siglo XX vive lo que podríamos llamar su
Revolución francesa, la emancipación del poder absoluto de la retina, ya no
plasma la realidad visible, parte de un proceso interno fraguado en la mente de
cada artista, su representación conceptualizada de la realidad, ya se cifre en
figuración, en abstracción o mediante objetos e iconos, que el espectador debe
desentrañar, y ahí está la clave.
- Que yo no pueda apreciarlo no quiere decir que no haya gente que sí. No todo el
mundo está capacitado para las mismas cosas, pasa lo mismo con las leyes de la
física o la poesía.
- El arte no tiene una base científica como la física, aún así la mayoría de las
teorías están por demostrar, de la poesía no sabría que decirle, pero lo que sí es
un hecho constatado es que una obra de arte, a día de hoy, puede recibir, al
mismo tiempo, la calificación de obra maestra y fraude. Los estudiantes de arte
de Chicago planearon prender fuego a los Matisse expuestos en el Armony
show, le calificaron como el “apóstol de la fealdad”. No hay juicios infalibles, ni
pruebas irrefutables. Somos humanos, una opinión deficiente sobre una obra
puede ser el producto de desavenencias y rencillas, de un juego de poder.
Kandinsky, para la mayoría, el creador del arte abstracto, hoy tan cotizado y
reconocido, fue rechazado en la década de los cuarenta por El Museo del
Louvre, que no consideró que sus cuadros fuesen valiosos para la historia de
arte. En cuanto a grandes y reputados coleccionistas, pongamos por caso, Peggy
Guggenheim, la primera vez que vio un cuadro Pollock lo encontró malísimo.
Mondrian en cuestión de segundos la convenció de lo equivocada que estaba. La
señora Guggenheim no se conformó con cambiar de opinión, sino que lo hizo de
manera tan radical hasta el extremo de convertirse, nada más y nada menos,
que en su mecenas, y encumbrarlo, en su galería neoyorquina The Art of This
Century, a lo más alto del panorama artístico, de manera que hoy está
considerado como el mejor pintor después de Picasso. Dígame, le parece que eso
es una demostración de criterio. Los críticos tampoco están a salvo. ¿Ha oído
hablar de Boronali?
- No, ya sabe que mis conocimientos son muy limitados
- Bien, pues Joachim-Raphaël Boronali es el nombre de un pintor cuya obra,
Puesta de sol en el Adriático fue presentada en el Salon d’Autome de 1910. Un
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cuadro, que como tantos otros, fue reseñado por la crítica en la prensa, que si no
recuerdo mal, se dedicó a ponderar, entre otras cuestiones, el enigmático
simbolismo que trascendía de la personalidad de artista, sólo que ese artista
resultó ser un burro, al que Roland Dorgelès, un escritor, había atado un pincel
en el rabo. El experimento se llevó a cabo delante de un notario que dio fe de su
autenticidad. Desde que el arte se basa en la creación individual y libre o al
margen de los referentes tradicionales es muy difícil acertar. Matisse, el padre de
la pintura moderna, formaba parte en 1908 del jurado de Salon d’Autome que
rechazó las pinturas cubistas de Braque. Ya le he dicho antes, que él a su vez,
fue considerado como el “apóstol de la fealdad”…
Se levantó para rellanar mi copa y al volver a sentarse concluyó.
- Puede que el arte moderno no sea más que un invento en sí mismo. ¿Ha oído
hablar de las Metamatics?
- No, para nada.
- Son máquinas que producen obras de arte, un invento de Jean Tinguely. Algo
experimental, nunca, en mi opinión, tendrían que tener el mismo valor que las
que crea un artista.
- Cierto, todo el mundo está de acuerdo en que Picasso es un genio. No digo que
no, pero volvemos a lo mismo, cuántas personas pueden de verdad ponderar sus
logros. La extensión de su conquista. La mayoría corroboran que es un genio
pero no saben la razón, se limitan a asimilarlo, a dar eso por sentado. Lo que les
ha llegado al común de los humanos, lo que ha heredado la mayoría de la gente
es una jurisprudencia artística establecida, marcada desde el inicio de las
vanguardias, que en un momento dado se decidió que las pinturas cubistas de
Picasso era mejores que las de Braque o Juan Gris, quizá porque Léonce
Rosenberg, su marchante, supo moverse mejor o porque los Stein lo protegían
bajo su alas. ¿Qué hubiese sido de él si Henri-Pierre Roché no los hubiese
presentado? La suerte, el azar determina nuestra vida. Imagine por un momento
toda la cadena de casualidades que han tenido que ocurrir para que usted está
hoy aquí en mi casa. Pero, no quiero desviar la atención de lo que hablábamos.
Se calcula que Picasso pudo pintar alrededor de dos mil cuadros, pero, ¿es cada
uno de ellos superior a cualquier otro de sus contemporáneos? ¿Pueden
diferenciarse de manera nítida e inequívoca sus cuadros durante la etapa cubista
de los de Braque? Recuerde que trabajaban juntos. Catalogar o descatalogar
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obras es una actividad cotidiana, a veces una autoría no se ha podido establecer
hasta siglos después. La autenticidad de una obra, en principio, viene avalada
por su firma del artista, que, en cualquier caso, es más fácil de imitar que un
cuadro. Y ya que hemos mencionado a Picasso, no sé si sabe que su obra es,
precisamente, la que más se ha falsificado a lo largo del siglo, y esas
contrefaçons no piense que se hayan endosado a magnates ignorantes, también a
reputados galeristas, y aún así, lo grotesco del caso, es que esas imitaciones,
dependiendo de su calidad, pueden llegar a ser muy apreciadas: la banca siempre
gana. Corot en los últimos años de su vida no era capaz de identificar sus
propios cuadros, ignoro si eso le podría ocurrir a Picasso.
Le miré con cara de incredulidad
- Haga la prueba.
- Desgraciadamente, no dispongo de un Picasso
- La teoría que intento demostrarle puede hacerse también con una botella de
vino. Anuncie a sus amigos que guarda un vino extraordinario, un gran reserva.
El día señalado ponga un vino vulgar, pongamos por caso, en una botella de
Chateaux Rothschild, sírvala en copas de cristal, et voilà, todo el mundo lo
paladeará como tal. Lo encuentren asqueroso o no, el temor al ridículo, a que les
tilden de ignorantes es la pócima mágica que hará el resto. Es posible que haya
otros, que aún siendo entendidos, se abstengan de hacer comentarios por pura
educación. Sea por lo que sea, usted se habrá salido con la suya. Vivimos en una
sociedad en la que nadie quiere quedarse a la cola, ese es el fenómeno que
decide, mayormente, el prestigio de una artista en la actualidad. Se lía una
madeja de intereses, difíciles de deshacer, se confeccionan, se hace una prenda
vendible, su talla se adapta a la de mucha gente. Un buen marchante no es más
que un negociante nato, se encarga de un artista y consigue con su poder de
convicción doblegar a los demás e imponer su criterio. Es un líder. Nunca
desprecie el poder de sugestión. No hablo por hablar, he hecho las dos pruebas,
la del vino y la del cuadro.
- ¿La ha llevado a cabo conmigo durante el recorrido?
- Si me permite, no le voy a responder. Es un derecho que me reservo, en
cualquier caso, no me importa reconocer que su opinión no representa para mí
un reto, un aliciente. Cuando juego me gusta apostar fuerte como en el póker.
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Con todo, lo único que pretendía decirle es que el valor del arte es muy relativo
y depende de muchos factores. La cima que debe alcanzar todo artista es el
prestigio, a lo máximo que puede aspirar, el prestigio, avalado por museos y
galeristas, lo justificará haga lo que haga, al tiempo que afianzará la inversión
que hayan hecho los potentados, el artista es un valor de mercado, que como las
acciones de una empresa hay que asegurarse de que no caigan.
Yo le hablé entonces de la belleza en términos hegelianos.
- Bien, usted me habla de algo que no tiene que ver. Un proceso creativo,
intelectualmente bien formulado, no garantiza que estéticamente sea bello. El
placer estético es otra cosa. Es el gusto de cada uno, podríamos pasarnos la vida
discutiendo, se revela en función de la educación, de su estatus de vida. Está
arraigado en nuestras experiencias, nuestras lecturas. Si yo le intentase
convencer o usted a mí, no lo conseguiríamos, podríamos pasarnos la vida
discutiendo en qué consiste el placer estético. No me pregunte por qué y
tampoco se ofenda, pero a mí no me gusta la pintura de Miró, esa reducción a la
elementalidad infantil que parecen despertar tanta admiración en la gente, y por
los que se pagan auténticas barbaridades, me resulta ridícula o por lo menos
incompresible, porque yo no veo más que garabatos, tampoco me pregunte
porque prefiero el cubismo de Juan Gris al de Picasso o Braque. Mis colegas se
llevan las manos a la cabeza y me dicen que no entiendo de arte, simplemente
porque Picasso fue su inventor. Yo les respondo lo que le acabo de explicar.
Nadie puede decidir por otro lo que les produce placer, la técnica y la
composición no acudirán siempre al rescate. Yo puedo pasarme horas
contemplando Lights and Signs de Kandinsky, no en vano mi galería lleva su
nombre, me maravilla, vendería mi alma por poseerlo, no sabría decirle, esa
combinación de símbolos y colores. Algo parecido puede ocurrirme con Chagal,
que se aleja por completo de mi gusto, pero hay algo en él que se liga con lo más
profundo de mí ser, que me emociona. Pero, desgraciadamente, e
independientemente de eso, necesitamos fijar el valor de las cosas. El problema
no es el arte, el problema es el valor que se le da, en muchos casos, quién y por
qué, los motivos, particulares o corporativos, que lo convierten en moneda de
cambio. Apollinaire dio todo su apoyo al cubismo mientras fue amigo de
Picasso, y su opinión se consideró fundamental, pero después de aquel episodio
72
tan feo de las figuras africanas supuestamente sustraídas por él en el Louvre, en
el que Picasso, a pesar de estar mucho más involucrado que él, tan cobardemente
le traicionó, negando incluso conocerle, mudó, lógicamente, la opinión sobre los
cuadros cubistas de Picasso, y los críticos se lanzaron sobre él por su
inconsistencia, y a partir de entonces le acusaron de tener un olfato desigual. No
cabe duda de que la gente involucrada en el encumbramiento de Picasso no
estaba escuchando lo que querían, y que Apollinaire se estaba vengando de la
afrenta sufrida, cuando afirmaba que Delaunay era un intérprete más brillante
que Picasso. Por otro lado, también es humano desbancar aquello para lo que no
está capacitado. El mundo del arte funciona así. Antes la sociedad no respetaba
la voluntad del artista, ahora la reverencia hasta el absurdo. Piero Manzoni ya se
permitió, hace unos años, vender, supuestamente sus heces en latas de treinta
gramos, nadie lo ha comprobado. El precio de mercado las equiparó con el
contenido en gramos de oro, puede que algún día alcance cifras astronómicas.
Nada que hace casi medio siglo no anticipase Duchamp, si me lo permite, el
visionario más lúcido de todo ese siglo. No me extraña que a partir de 1912 se
dedicase, exclusivamente, al ajedrez, es el caso más extraordinario que conozco
de honestidad artística.
- Entonces, George, si esto es lo que opina, por qué continuar, qué sentido tiene
poner en marcha, como dueño de dos galerías, lo que usted está calificando de
farsa, cuáles son sus motivaciones.
- En primer lugar, la vida es arbitraria, los que más se merecen ser amados quizá
nunca lo sean, ¿qué será de Eddie dentro de cincuenta años? En segundo lugar,
no voy a negar que me gano la vida comerciando con arte, y a mi edad no poseo
la energía de empezar de cero, pero más allá de lo puramente crematístico, no he
perdido la esperanza, la de vivir otra época dorada, me alimento de los atisbos,
de logros que creo adivinar en algunos de los artistas que represento.
- Está Eddie entre ellos.
- Su honradez guarda alguna reminiscencia con la de Duchamp, que es siempre
para mí un buen augurio, y de momento no le falta el entusiasmo o compromiso.
73
Los catálogos
No mucho después de aquella cena, George me llamó a casa de Mr. Tozer. Por
teléfono sólo me adelantó que quería hacerme una propuesta, si me parecía bien
podíamos quedar en el French Pub.
- Me vendría muy bien contar contigo como traductor al español de mis artículos,
suelo colaborar con la revista argentina Lápiz, donde, por cierto, escribe Borges.
La persona que me ofrecía ese servicio se ha despedido. Soy escrupuloso con
esas cosas. Te haré una prueba, tendrás que traducir al castellano un artículo
mío escrito en inglés, y yo lo compararé con el mismo artículo pero traducido a
su vez al castellano por esa persona que trabajaba para mí, y que se ha despedido
–dijo, dando un largo trago a su copa- , y si lo haces correctamente, y me gusta,
te contrataré –añadió en un tono que parecía más una amenaza que una
propuesta.
Era evidente que George estaba alterado y que había enviado a paseo la famosa flema
inglesa.
- Esa persona que trabajaba para mí, y que me ha dejado muy claro que no quiere
continuar, hablaba, habla, puntualizo corrigiéndose a sí mismo, perfectamente
español como tú, aunque nacido en Méjico. Durante todos esos años, que trabajó
para mí, lo he ido aprendiendo, me refiero al español, pero digamos que de una
manera muy deficitaria. No soy capaz de hablarlo, tampoco de escribirlo, pero si
lo entiendo y leo correctamente. ¿Curioso, no?
No hacía falta ser adivino para intuir que por el despecho y el tono de la manera
reiterativa con que se refería a su antiguo empleado, “esa persona que había trabajado
para él y que se había despedido”, que entre George y él había habido algo más que
una relación profesional. Reflexioné un momento más y por fin me atreví a decir.
- Si se trata solo traducir, acepto, ya sabe mi total incompetencia sobre el tema.
- Bueno, también había pensado que en poco tiempo quizá podría redactar los
catálogos de las exposiciones, no de todas, por supuesto, pero sí de base. Esa
persona que trabajaba para mí, - esa vez no se decidió a añadir la coletilla de “y
que se ha despedido”, dijo por fin - también lo hacía. Llegado el caso, su
incompetencia no sería un problema, yo le daría las directrices necesarias. De
todas maneras, la redacción final sería cosa mía, en fin, ya veremos.
- ¿Aparecerá mi nombre?
74
- Me temo que no. Con el tiempo quién sabe.
Me quedé con las ganas de preguntar si el nombre de esa persona que había trabajado
para él aparecía en los catálogos, pero no me atreví, total tarde o temprano lo iba a
descubrir. George continuó con su discurso.
- De momento piense que puede labrarse una nueva posibilidad, no sólo le ofrezco
una manera de incrementar sus ingresos, sino también una oportunidad de
aprender y abrirse nuevos horizontes, creo que puede ser una magnífica escuela
para un futuro escritor. ¿Le interesa el trabajo? Esos malditos Time-Sotheby’s
Art Indexes y las dos galerías me traen de cabeza, ocupan demasiado tiempo,
tengo que estar en mil sitios a la vez, pero sobre todo, lo que ha ocurrido es que
los Time-Sotheby’s Art Indexes han cambiado las reglas del juego. Hace unos
años los nuevos ricos americanos pagaban lo que ningún coleccionista europeo
estaba dispuesto a pagar, pero podía controlarse, pero ahora ya no importa el
criterio estético, llega el más espabilado. Esa competencia desleal me aboca a
una nueva estrategia.
Los Time-Sotheby’s Art Indexes, publicados en la sección de economía del Times,
ponían a disposición de los lectores y de los inversores, en particular, unas estadísticas
que mostraban mediante gráficos las variaciones en el precio de cualquier objeto de arte,
que en menos de un año de existencia de su publicación, mostraban incrementos de
hasta en un veinticinco por ciento. Esas estadísticas, avaladas, qué duda cabe, por el
prestigio del propio periódico, ponían de manifiesto de forma palpable e impresa que
comprar arte podía ser tan rentable como las acciones en la bolsa. De manera que los
Time-Sotheby’s Art Indexes desde mediados de los sesenta se aposentaron como la
biblia, como el referente de todo fiable, que desplazaba los juicios estéticos de críticos y
entendidos, que en tantas ocasiones habían demostrado ser cambiantes y escurridizos,
en suma, subjetivos, a favor de los valores reales de mercado. Había que ser muy
incauto para no comprar arte sin consultar esos índices. George no había tenido más
remedio que rendirse ante la evidencia de que eran el nuevo estímulo de los clientes, el
dogma fijado para una buena inversión. Si pretendía subsistir en el medio no le quedaba
otra que ingeniarse una nueva estrategia y otros subterfugios con los que hacerles frente.
Había empezado una competencia feroz por poner en valor los intereses particulares de
cada uno. Como primera medida había subido entre un diez y un veinte por ciento el
precio de todos los artistas que representaba.
75
- Un precio alto hace que una obra sea realmente deseable.
Rick era el matón de turno, el machaca que hacía lo que le decían y yo el negrero
esforzado e ingenuo y fatuo que perseguía un sueño impreciso. Eddie se dejaba hacer,
en realidad ni siquiera se pronunciaba, andaba por sus propios derroteros. Muy poco
después de la exposición en la Three G Cubed se había marchado de la casa de Lady
Moura. No estaba al tanto de los términos exactos, pero sabía que no habían terminado
muy bien. Según me explicó Eddie, ella se entrometía demasiado y no estaba de acuerdo
ni le gustaba lo último que estaba haciendo Eddie. Harto de sus críticas, decidió cortar
por lo sano y se alquiló un apartamento. James Wilson era ahora su nuevo caballero
andante de Lady Moura, con el que se dejaba caer por la galería. Quizá lo que intentaba
Lady Moura con eso fuese provocar los celos artísticos de Eddie y que volviese al redil.
Ahí demostró lo poco que le conocía. Al contrario de Eddie, James se dejaba hacer con
total sumisión y entusiasmo. En cualquier caso, el peso de la opinión de Lady Moura en
ese nuevo escenario propiciado por los Time-Sotheby’s Art Indexes, ya no era un motivo
de preocupación para George. Su cruzada particular contra el por art y el
conceptualismo, su criterio independiente y su entendimiento artístico, su autobiografía
estética, empezaba a no interesar a nadie, ofrecía una imagen retrógrada, que los fríos
cálculos exponenciales echaban por tierra sin piedad.
Mucho antes de lo que hubiese supuesto empecé a ayudarle en la redacción de
catálogos. George se dio cuenta de que una pieza imprescindible de esa nueva estrategia
residía en mantener intacta su imparcialidad como galerista, pero al mismo tiempo hacer
deseable la obra que gestionaba.
- Una crítica buena de un artista mediocre, pero expuesta estratégicamente en el
escaparate adecuado, es más válida que una sólidamente documentada de un
buen artista en el lugar no adecuado. Es sumamente frívolo, pero es el modus
operandi en consonancia con el espíritu del momento. Y si existe una
performance que consiste era crear un artista de la nada, ¿por qué no puedo yo
hacer lo mismo con un crítico de arte? Sabe quien era Robert Brenard, pues bien
un famoso crítico que introdujo el Renacimeinto en Estados Unidos, ¿cree usted
que lo hizo por altruismo?, no, categóricamente no. Servía, perfectamente a sus
intereses, él se convirtió en la autoridad, no hay nada como la ignorancia de los
76
demás para convertirse en autoridad, de ahí a abonar el terreno para hacerlo
deseable hay un paso de niño, después de todo, el arte siempre se ha propagado
por el culo veo, culo quiero. Todo eso para decirle, que sí, que efectivamente a
partir de ahora debe firmar con su nombre. Todos los dulces se elaboran con los
mismos ingredientes, harina, huevos, azúcar, mantequilla… pero la gracia, el
acierto está en la manera de presentarlos,- sentenció con una carcajada de lo más
teatral, mientras proseguía con su perorata.
- En el mundo anglosajón nunca ha habido un interés real por el arte con
mayúsculas, hacia finales del siglo pasado es cierto que fundamos sociedades,
grandes revistas y museos, pero nos limitábamos a mirarnos en el ombligo.
Europa en general no prestó atención al Armony Show de 1913, famoso sobre
todo porque fue donde Duchamp expuso su Fountain, su letrina. Esa gran
exposición marcó un hito, porque arrancó al arte norteamericano de su
provincialismo. En Londres, sin embargo, exceptuando a Roger Fry y sus
amigos o a los Young Pretty Things, la sociedad inglesa no ha tenido ojos, no ha
tenido intención de salir de su idiosincrasia, tan propia del hecho de vivir en una
isla. Incluso, el propio Fry despreciaba a los vorcistas y a los impresionistas
nativos, entre los que, por cierto, hay obras interesantísimas. Los ingleses nos
hemos alimentado siempre de nuestras tradiciones, pero ahora nos estamos
reinventando, somos el colmo de la modernidad, ha costado mucho salir de la
mentalidad victoriana, yo creo que la música nos ha traído ese gran cambio, los
Beatles, aunque convendrá que las letras son espantosas: me quiere, no me
quiere, o quiero coger tu mano, soy feliz cuando bailo contigo. Pura ñoñería
pegadiza, comercial, que es lo que triunfa. Es la muerte a la intelectualidad, va a
usted a comparar eso con el ingenio y la inteligencia de Cole Porter, esas letras
plagadas de guiños y de finesse. Hoy en día es suficiente con una melodía ligera
y la simplicidad del alma joven, mentes poco elaboradas.
- Eso era al principio, ahora sus letras ya nada tienen que ver con lo que dice,
desde Revolver, ¿No conoce el Sgt. Pepper's? Aunque sólo sea por la portada.
- Si le soy sincero, pensaba que se trataba de otro grupo
- Se han convertido en la voz de mi generación, del cambio.
- Una generación que ciertamente no comprendo.
- Supongo que ese es el problema.
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- Qué quiere, no lo puedo calibrar, me enseñaron que uno puede opinar después
de haber pasado por un proceso de asimilación, pero hoy en día todo el mundo
opina, es como una enfermedad, no digo que yo mismo no caiga en ese mismo
error, pero ese no es el asunto. El asunto es que tu personaje es una apuesta
arriesgada, sin embargo y acorde con los nuevos tiempos, las escuelas de arte
desprecian cada vez más los estudios academicistas.
George tenía una admirable capacidad, opinase lo que opinase o no llegase a opinar,
de decir siempre lo que le convenía o salirse por peteneras. Como cuando atajó a la
mismísima Lady Moura cuando ella estaba dispuesta a lanzar la caballería sobre mí.
- Él posee ese don, ¡qué falta hacen los estudios!, ¿acaso, los tienes tú
Clementine?, ¿acaso, los tuvieron los grandes artistas? Siempre te he oído decir
que el academicismo es contrario a la creatividad, no hace falta que te lo recuerde
o tenemos que remontarnos a los impresionistas.
Sus argumentos podían barateros, pero también incisivos, poner en tela de juicio ese
argumento equivalía a ponerse en tela de juicio a ella misma.
- Sí, pero una cosa es el academicismo que pueda resultar deplorable y otra la
ignorancia sin paliativos, -afirmó, rotunda y categóricamente, mirando a George
con sumo desprecio y abandonando su casa, sin mediar más palabra.
Así que yo era una pieza clave, formaba parte de un montaje, pero no de un engaño y la
posibilidad de ganar un dinero superaba todas mis expectativas. No obstante y a
expensas de George, me matriculé en la escuela Saint Martin’s, básicamente, porque
simplificaba la renovación de mis visados. Cuando puse al corriente a mis padres de
todas aquellas buenas noticias, sé que mi padre le dijo a mi madre.
- Tu hijo, Luisa, definitivamente, ha nacido con una flor en el culo.
En teoría debía ir a su casa en función del trabajo que tuviera pendiente, pero lo habitual
era empalmar las clases con él. A George le gustaba trabajar con antelación, ya que a lo
largo del proceso cambiaba de opinión, normal dentro de la estrategia de mercado,
aunque también porque era sumamente perfeccionista, a veces rayano a la
desesperación. Una simple frase podía discutirse una tarde entera, a veces llegamos a
batir el record durante semanas. De manera que parte de mi trabajo consistía en hacer y
78
deshacer. George era en ese sentido bastante negrero, porque estuviese cien o dos horas,
como muy ladinamente me recordaba, cobrara por las palabras contenidas en el artículo
o en el catálogo. A veces acudía a su casa en balde porque me faltaba su visto bueno y
él era capaz de pasarse horas hablando con un cliente, otras se veía obligado a salir de
estampida a citas ineludibles. Instaló otra una mesa de despacho en la biblioteca, justo a
la izquierda de la puerta principal, con lo que yo dominaba la actividad de la casa, si el
trabajo se alargaba y no me daba tiempo de coger el metro, se había habilitado un
camastro en el trastero, otras veces, me pagaba un taxi, imagino que porque no le
interesaba tenerme por en medio. No niego que en esas ocasiones que salía de casa
como un ladrón, temeroso de la posibilidad de que me tomasen por su amante. Mis
momentos de paz y tranquilidad era cuando le tocaba viajar por el centro de Europa,
París y Nueva York, siguiendo el calendario de las ferias.
Sería muy injusto si no mencionase que trabajar junto a él también tenía muchas
recompensas. Algunas, si se quiere, de lo más prosaicas, como cuando aparecía a
última hora para ofrecerme una copa helada de Dom Perignon o cuando me invitaba a
quedarme en su casa, sin mediar trabajo, dándome la oportunidad de alternar y cenar
con grandes artistas o personas muy influyentes en el mundo del arte, yo estudiaba hasta
los detalles más insignificantes de aquellos egos gigantescos, pero con personalidades
atractivas que me hacían empequeñecer, aunque mi vanidad se veía recompensada por
formar parte de ese gran mundo, como le había ocurrido a Lady Moura con la gente de
Bloomsbury . El boca a boca funcionaba, y pronto me encontré en la situación de que la
gente quería conocerme, mi origen español, mi educación convencional, perfectamente
representada de la que siempre hacía gala, se convirtieron en mi seña de identidad, y
que me abría las puertas de su círculo. Mi nombre empezó a proliferar en la lista en las
cenas que seguían a las inauguraciones. Lo que llevó siempre a rajatabla fue mantener
nunca hizo fue hablarme de ningún tema personal. Se me asimilaba con George, y pesar
de los esfuerzos que yo hiciese para desdecirme, todo el mundo daba por sentado que yo
era su nuevo amanta, su nueva pareja. Con la ayuda de Rick no me resultó difícil seguir
la pista de aquella persona que trabajaba para él y ya no trabajaba. Su nombre no era
otro que el de Olegario Requena, el profesor suyo y de Eddie en Saint Martin’s. A
grandes rasgos, Rick sabía que se habían separado después de diez años de convivencia.
Olegario que había regresado a México DF, aunque también tenía entendido que pasaba
79
temporadas en Nueva York, donde se suponía que tenía intención de volver a
posicionarse profesionalmente.
A medida que la estrategia puesta en marcha por George empezó a funcionar, tengo que
reconocer que la facilidad que me otorgaba de pasearme, de moverme en todos aquellos
círculos, que la gente llegase incluso reverenciar mi presencia, me gustaba, disfrutaba
con ello. Tanto trabajo también me vino bien como excusa para librarme de los
picketings, que organizada Teresa, y que cada día se me hacían más insoportablemente
ridículos. No me duelen prendas al reconocer que entre irme a manifestar frente a la
embajada española con una pancarta antifranquista o tomarme una copa y alternar en
casa de George, no me planteaba dilema alguno. Era muy romántico que Teresa me
viese como un obrero explotado por el capitalista George. Sin embargo, mi conciencia
política era, contrariamente a lo que pudiese pensarse, y al margen de lo que me había
ocurrido en Madrid, bastante de pacotilla. Al final iban a tener razón mi abuela y el
resto de la familia cuando despectivamente me llamaban rojillo. La confortabilidad de
la clase media estaba muy bien asentada en mi persona, podía tener diferencias con mi
familia en cuanto a política se refiere, pero la distancia me había acercado mucho a
ellos, sobre todo a la figura de mi padre.
Como era de suponer mi relación con Teresa, después de altos y bajos en cuanto a
intentar compaginar su activismo con mi inmovilismo y estilo de vida, terminó por
resquebrajarse a principios del 68 y decidimos separarnos, y mientras ella luchaba en las
barricadas de París con su nuevo novio, yo bailaba en Whiskie a go-go, y la mayoría de
noches no sabía dónde me despertaba, mis relaciones sentimentales se sucedían, podía
tener tres novias en una semana, sin ataduras. Ninguna logró atraparme, tampoco era lo
que se pretendía. En cualquier caso siempre he estado chapado a la antigua, y la única
candidata a madre de mis hijos había que había visualizado hasta ese día era Teresa. Por
eso mismo nunca profundicé más allá del presente, era tan fácil, ellas mismas se
rebajaban a ser objetos. Parece mentira que aquel fuese precisamente el momento que se
cifra como la liberación femenina, que si acaso debería relegarse al descubrimiento de la
píldora, aquellas chicas podía estar muy liberadas sexualmente hablando, pero
mayoritariamente daban muy poca importancia a su propia persona y a su apariencia,
como demuestra el hecho de que fuesen conocidas con el apelativo dolly girls,
muñequitas.
80
La sonrisa de Marcel
A pesar de mi trabajo yo intentaba mantenerme fiel a Eddie, pero era difícil, sus
conclusiones, siempre tan absolutas, cambiaban con las lunas. Y mientras yo intentaba
redactar el mejor catálogo de mi vida o cuando no, el más sentido, George le continuaba
riendo las gracias, sus golpes de efecto le mantenían a flote. Se había mudado a un
pequeño apartamento, que compartía con una novia. Eddie había tenido unas cuantas,
pero no era un hombre promiscuo, si contamos las innumerables ocasiones que tenía de
serlo. Compartía con James, por primera vez un estudio, propio, cerca del río, de
grandes proporciones del que se sentía muy orgulloso. Trabajaban en el mismo espacio,
separado por una línea blanca pintada en el suelo, aunque en direcciones muy opuestas.
Un hecho realmente significativo y curioso se mirase en la dirección que fuese. James
había empezado a tender hacia la figuración, que tenía todos los parabienes de Lady
Moura, iba a inaugurar en la galería de la calle Bond, George era todavía precavido, los
clientes de Bond eran los que a fin de cuentas mantenían el negocio a flote. La siguiente
exposición, The Artist himself Work, partía de los fluidos de su cuerpo, ahora pretendía
manchar las telas con su propio sudor y andaba buscando pinturas que le permitiesen un
tiempo de exposición sin prejuicio de su salud, había instalado una sauna casera que
había hecho traer desde Suecia. La obra era el resultado de la pintura que se desprendía
mientras sudaba, como una especie de sábana santa, que dibujaba el contorno de su
cuerpo en diferentes posturas. El proceso le estaba dejando la piel en carne viva, pero
parecía entusiasmado con él y lo definía como “creación pura”. Una soplada, para la que
también se había pintado el pelo como multicolor. Hoy, quién sabe, alguno podría
considerarle como precursor del punk. Intentaba convencer a George de que, aparte de
exponer los lienzos, le permitiese hacer la performance en vivo y en directo trasladando
la sauna a la galería, para ofrecer a los asistentes botellitas con una gota de sudor de
diferentes colores. Rick ya estaba convencido. George capeaba el temporal, pero
también continuaba viendo las posibilidades que ofrecía en la órbita de lo excéntrico, de
presentar una exposición ciertamente única. Después de todo, las publicaciones más
vanguardistas y contestatarias, como TI, Times International, continuaban adorando a
Eddie, y en ArtReview llamaba suficientemente la atención, lo que equivalía a decir que
podía hacerse un puesto en el mercado americano. Lady Moura no opinaba lo mismo, en
una de las últimas visitas al estudio, donde supervisaba la obra de James, le recriminó
tras la línea blanca que nunca pensaba traspasarla en señal de desprecio.
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─ Tu ego es infinito, te crees el centro del universo, ¿lo crees de verdad? Nadie sabe lo
que podría pasar mañana, pero probablemente nadie se acordará de ti o al menos
vaticino que no formarás parte del contenido de los libro de texto o de cualquier estudio
riguroso de pintura.
- ¡Y qué!, Clementine, no forma parte de mi credo, ni es mi pretensión – fue toda
su respuesta, mientras se embadurnaba de pintura para meterse en la sauna.
La exposición fue un fracaso, si entendemos que nadie se animó a comprar. Más bien
diría que los que lo hubiesen hecho carecían de medios y a los cuatro coleccionistas
invitados, tanta excentricidad les despistaba. Sin embargo la performance se puede
catalogar de auténtico éxito. Y eso era a fin de cuentas lo que más le importaba a Eddie,
Hubo música en directo, y la novia de Eddie repartía unos folletos ilustrados que
explicaban todo el proceso, y que yo había redactado con Eddie, muy en la línea de lo
que había hecho Jean Tinguely en la presentación de su máquina de pintura en el
MOMA de Nueva York.
A George se le veía relajado y entretenido, francamente le gustaba Eddie, más, si cabe,
cuando apareció Marcel Duchamp, que estaba de visita en Londres. George se lo había
comentado a Teeny, su mujer, pues sabía que él iba donde ella le dijese, y se les vio
disfrutar de espectáculo, cuando Eddie los localizó entre la gente, se dijo que no podía
haber aspirado a más. Además, Duchamp leyó detenidamente el folleto, aunque, cuando
él, entre cortado e impacientemente, le preguntó su opinión, Duchamp, por toda
respuesta, le obsequió con una sonrisa, tan enigmática e indescifrable como la de Mona
Lisa.
- ¡Una obra maestra de arte en sí misma! Te das cuenta de su trascendencia para
mí, el significado que encierra. En esa milésima de segundo me ha mostrado el
camino, ahora sé por dónde continuar.
George me había explicado que Duchamp en 1919 había comprado una postal de la
Mona Lisa, le había puesto bigote y perilla y añadido, al pie de la imagen, las siglas
L.H.O.O.Q.: “Elle a chaud au cul”, un ready made que escenificaba una travesura
infantil. El hecho de hacer burla con el retrato por excelencia más representativo del arte
occidental constituía su manera particular de hacer reflexionar que el arte había llegado
al fin de un ciclo, una idea que cuarenta años después había adquirido plena vigencia.
82
En el polo opuesto, James Watson había vendido todos sus cuadros. Le gente había
pujado por ellos, se los quitado de las manos, había llegado a la cima. Algo que nunca
había dejado de ser complicado para un artista inglés en Inglaterra, el catálogo le
posicionaba como el digno heredero de London School, lo había redactaba yo, aunque,
para no contravenir los intereses de las dos galerías, apareció firmado George, con una
introducción, muy oportuna, de Lady Moura. Estaba decidido, George se lo iba a llevar
a las próximas citas internacionales, donde la sauna de Eddie, por motivos obvios,
estuvo desde el principio out of the question.
- Eddie va a quedarse definitivamente relegado de del gran mundo, le comenté a
George, angustiado y sintiéndome muy culpable por haber participado de él.
- No dramatices, Carlos, sólo de momento, yo sigo confiando en el talento de
Eddie, sé que puede llegar muy lejos, me dijo cosas muy interesantes sobre la
sonrisa de Marcel. Lo que ha ocurrido con Watson era del todo previsible.
Eddy, por su parte, parecía estar pletórico con su fracaso, algo que por lo menos
apaciguaba mi mala conciencia, pero que tampoco me daba el valor de confesar mi
intervención en el asunto.
- No es un secreto que nunca he tenido interés en complacer al gran público, como
tampoco en vender. No fui a buscar a Clementine, ella se interesó por mí. Dice que lo
que hago es de muy mal gusto, parece que se ha olvidado de lo que dijo Duchamp “el
gusto bueno o malo es el mayor enemigo del arte”, simplemente me ataca porque no la
estoy obedeciendo. Sabes que admiro a James y que le tengo mucho cariño, pero su
obra me aburre enormemente, aún no he reunido el valor suficiente para decírselo, está
tan ufano con su éxito.
- A lo mejor Eddie no lo quiere saber.
- Supongo que desde la buena intención. Cuando compartíamos buhardilla en Belgravia,
ella lo humillaba, ahora lo encumbra. No esperaba eso, no entiendo cómo se deja
embaucar, como hace esas piezas que son imitación tan vulgar de lo que fueron las
vanguardias, que sólo el mercado se ve obligado a reinventar. Lo lógico es que si
descubres que tienes un talento, lo intentes desarrollar. Triste, ¿no? Hay que
desmitificar el arte, bajarlo de su pedestal, negar la categoría superior para poder
83
encontrar un nuevo punto de partida. ¿Cómo no es consciente de que la idea de la
sensibilidad del artista es un principio agotado? Estamos en un punto muerto, el azar es
un componente esencial de nuestra vida, ¿por qué no permitir que sea el nuevo punto de
partida? Hay quien me insinúa que James es el culpable de que Lady Moura, haya
perdido todo interés por mí, sé que eso no es cierto. No creo que haya hecho esa labor
de zapa. Nos hemos divertido en este espacio, ha derramado pintura sobre mí, me ha
ayudado a montar la sauna.
- No los sé, creo que hay unos intereses en los que participamos todos, y en los que
sabes, perfectamente, que yo también estoy incluido, dejé caer, sin tampoco poner en su
conocimiento que yo había redactado el catálogo de James, si bien, en mi descargo
hubiese podido esgrimir que lo había hecho basándome en lo que me había dicho
George.
- Ay, Carlos, lo tuyo lo entiendo, eres un asalariado, pero lo de James, somos artistas,
¿por qué iba a hacer algo así?
Recordé lo que me había dicho George respecto a que Eddie era demasiado confiado
después de la cena en casa de Lady Moura. Ignoro el resto, Eddie no tenía por
costumbre hablar mal de ninguno de sus amigos. Ese asunto queda entre ellos. Eddie
consideraba un deber decirle lo que pensaba y lo hizo. A raíz de eso James dejó el
estudio.
- Ahora necesita su propio espacio, dice que yo le contamino, que le influencio
demasiado, que necesita encontrar su propio camino, estoy contento, de continuar
así ya le he dicho que le veía perdido para siempre.
La marcha de James hizo que Eddie se viese obligado a dejar el estudio, porque,
evidentemente, no lo podía pagar, aún así, como muchas parejas que se divorcian
intentaron llevarse bien por todos los medios, incluso comían juntos, hasta que
entendieron que debían darse tiempo. Eddie vendió la sauna y se trasladó a un sótano
cerca de Leicester Square, donde se proponía encontrar inspiración tras la estela de la
enigmática sonrisa de Marcel Duchamp, pero aquel lugar lúgubre se lo ponía muy
difícil.
- Necesito luz, me voy a Mallorca, he alquilado una casa en Galilea.
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Eddie se marchó a pasar allí todo el invierno, mientras que yo continué trabajando para
George aunque con un sentimiento ambivalente. A la fuerza, como quien dice, fui
acumulando conocimientos, que distaban mucho de hacerme sentir realmente seguro.
En las inauguraciones me sentía responsable, observaba con cierta culpabilidad, a veces
rayana a la compasión, a toda esa gente que se plantaba delante de los cuadros en las
exposiciones, que cabeceaba, dando a entender que ha comprendido su significado.
Quizá era que empezaban a asomar en mi persona algún atisbo de madurez. Lo mismo
que, a pesar de de mi estilo de vida desenfadado, nunca había dejado de tener presente a
Teresa, si bien no en primer plano, pero raro era el día en que no me acordase de ella.
Era como una coraza, el tope que me protegía del resto del resto de las personas, lo
mismo que continuar viviendo en casa de Mr. Tozer, porque me daba sentido de
realidad, me eximía de muchas obligaciones sociales, y desde luego me permitía
rentabilizar mucho mejor mis ingresos.
A principios de junio Blind Faith daba un concierto gratuito en Hyde Park. Era un
acontecimiento que uno no podía perderse, porque el grupo estaba formado por músicos
provenientes de otras formaciones, que ya por entonces, estaban considerados leyendas,
como Eric Clapton, Ginger Baker, Steve Winwood, y Ric Grech. Como he dicho antes,
acordarme de Teresa era un hábito natural, una costumbre, que lastraba la cadena de las
cosas que me ocurrían en mí día a día. Así que mientras me dirigía al lugar del
concierto, y más al tener que pasar cerca de donde habíamos pasado la noche el día del
recital del Albert Hall, estaba pensando en ella. Estaba acostumbrado a su ausencia, a
que mi persona la tuviese interiorizada, no a su presencia. Así que cuando la divisé entre
la multitud, me quedé paralizado. Estábamos a una distancia aproximada de un metro.
Había pasado más de un año y medio. Teresa estaba tan sorprendida como yo, nos
quedamos mirándonos, y durante los escasos segundos que transcurrieron, sólo
existimos ella y yo. Sin terminar muy bien de decidir qué hacer, empezamos a caminar,
después de todo nos dirigíamos al mismo sitio y no había otra dirección en la que ir, así
que recorrimos el resto del camino juntos. El grupo, Blind Faith, fe ciega, había
escogido ese nombre para poner de manifiesto que era, precisamente, eso, la fe ciega la
que les había guiado a la hora de embarcarse en aquel proyecto. Después de dos horas
de concierto, Teresa y yo decidimos que merecía la pena volver a intentarlo, volver a
estar juntos. Aquellos músicos habían conseguido contagiarnos su fe ciega. Abrazados y
pletóricos de alegría nos disponíamos a tomar la salida de Bayswater para salir de Hyde
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Park, cuando nos topamos con Eddie, al que también hacía un montón que no veía. A él
también le había entusiasmado el concierto. Fuimos a tomar algo y llegamos a la
conclusión de que la clave de todo está en tener fe ciega en lo que uno se propone.
- Por eso me voy a Nueva York, aquí no me entienden, bueno George, quizá.
- Y Rick y yo.
- Sí, también tú y Rick, nunca lo he puesto en duda.
Quedamos al cabo de una semana, le estuve ayudando con la mudanza y con sus cosas,
y él se empeñó en regalarme Exhalation ten, el último cuadro de su serie.
- Lo había reservado para mí, y te puedo garantizar, que me las he tenido que
arreglar para que así fuese. Sabes, con Lady Moura no todo era pleitesía, me
mantenía, pero lo debía compensar con parte de mi obra. Siempre ha
ambicionado quedarse con toda la serie. Así que sí, me las he tenido que ingeniar
para conservarlo conmigo, pero ahora, ahora quiero que lo tengas tú, fue muy
inspirador nuestro reencuentro, porque quiero que sepas que el cuadro, en
realidad toda la serie, fueron creados desde la fe ciega. Pase lo que pase, Carlos,
nunca la debes perder. No dejes de creer en ti mismo.
Blind Faith se separó unos meses después de aquel concierto. Su fe ciega apenas les
mantuvo unidos un año. Extrapolando la catarsis que nos había provocado la virtud que
personificaban, el fracaso de su separación no constituía, precisamente, un buen augurio
para el futuro.
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Palma, cuarenta años después
Subastado en Londres un cuadro de Edward Abbott por 4,4 millones de euros.
La noche de este martes un comprador anónimo ha adquirido por 4,4 millones de euros el
cuadro Exhalation one del artista inglés Edward Abbott (1946-1975). Se trata de una cifra récord
para la obra del artista. Esta obra es la primera de la serie Ten portraits of my soul, compuesta por
diez lienzos realizados entre 1966 y 1967. Edward Abbott está considerado el padre del movimiento Inner
Art, según explica la prestigiosa crítica e historiadora de arte Anabella Trifaldi. El cuadro presenta una
pintura de “una textura riquísima" que, según la experta, "es, además, un testimonio de la atormentada
vida del artista en busca de su alma y su identidad”. El precio aproximado de salida fue de 1,7 millones
de euros. Además de Exhalation one se han vendido cinco diapositivas que reproducen varias de las
“exhalations” por 509,732 euros. Las diapositivas tienen la particularidad de haber sido proyectadas
durante los conciertos en UFO, el mítico club donde, entre otros grupos, se dio a conocer Pink Floyd.
- Pacoooo, Pacoo, baja a ver esto —Gritaba Lenny por el hueco de la escalera con el
periódico en la mano.
- Estoooy en el bañooo.
- Date prisa, es importante.
- Déjame terminar, mujer.
- Han subastado una Exhalation de Edward Abbott por 4,4 millones.
- ¿Y eso qué es?… –preguntó, Paco, bajando las escaleras al tiempo que se terminaba
de abrochar el cinturón.
- ¡Cómo es posible que no te acuerdes!, ¡con la matraca que me distes! –contestó su
mujer, acompañando su respuesta de un sinfín de aspavientos- Sí, hombre, claro que
te acuerdas, es de la misma serie que aquel que yo quería poner en el menjador, pero
cuando te enteraste de que había sido pintado a base de escupitajos no te pareció
apropiado… Idò mira ara, más de cuatro millones.
- Por mucho que los valga, no lo pondremos en el comedor.
- Pero ¿adónde fue a parar?… Yo creo que al trastero de la possessió. Cariño, ya
puedes cruzar los dedos para que lo encuentre, no sé por dónde empezar, porque hay
un merdé de trastos, pero lo encontraré, no passis pena.
Paco, a pesar de llevar prácticamente toda la vida en Mallorca, jamás se había dignado a
hablar en mallorquín, porque para él, digámoslo claro, el mallorquín no era como un
español mal hablado, si bien por prudencia no se había atrevido a manifestarlo jamás.
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Prefiere pasar por inepto a hacer el ridículo con una lengua que le parece que deja las
palabras a medias. Gracias a eso, Lenny, mallorquina de pura cepa, ha tenido la
oportunidad de pulir su castellano, pero cuando están solos o con gente de confianza se
relaja y dice lo primero que le viene a la boca, una suerte de castellorquin, como ella
misma reconoce, apostillando, “no existe el spanglis, pues idò”.
- A lo mejor el nuestro no valga tanto.
- Ay Paco, ¿por qué dices eso?, son de la misma serie, el primero y el último, el
nuestro es el Ten.
- ¿Cómo sabes que eran diez?
- Porque yo, cariño, hago los deberes. Es más te diré, el tri lo tiene la Tate, que vaya
nombre para un museo, y perteneció a una coleccionista muy importante, Lady
Moura. No, no yo ahora mismo me avío y me voy para la posessió, y hago que nos
lo tasen. ¡Todavía me hago cruces de que te hiciese caso y lo quitase de en medio!
- ¡Pues no haberme hecho caso! Anda tú, si es lo que haces la inmensa mayoría de
veces.
La posessió era una finca centenaria en Sineu, que Paco había adquirido, más de veinte
años atrás, a unos butifarras en horas bajas. Desde entonces pasan las vacaciones allí,
una estancia que les gusta apurar hasta bien entrado octubre.
Cuando Paco regresó aquella noche a casa, el cuadro ya estaba colgado en el salón. Se
detuvo a observarlo detenidamente, era, probablemente, la segunda vez que lo hacía.
Incrédulo se repetía que podía tener ante sí unos cuatro millones de euros, un alivio
inesperado en mitad de todos los problemas que lo acuciaban en aquellos momentos.
“Zapatero a tus zapatos”, cuán diferentes serían quizá hoy las cosas si se hubiese dejado
guiar por su instinto. Un año atrás todavía podía concluir que su vida como empresario
había sido la materialización feliz del cuento de la lechera, ahora el cántaro había
estallado en mil pedazos, y lo peor, era tener la certeza de que no era posible volver a
juntar sus piezas. Evaristo, su único hermano, y su Pepito Grillo particular, ya le
advirtió.
- Hay qué ver, Paco, tan decidido para los negocios y tan calzonazos en casa.
Evaristo, un sacerdote de los cañeros y progresistas, bregado en los barrios más
deprimidos de Palma, como La Soledad o Son Gotleu, nunca vio, como es natural, con
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buenos ojos el segundo matrimonio de su hermano, matrimonio que hasta la fecha
continuaba siendo civil. Si bien eso es lo que menos le ha preocupado en esos
veinticinco años que Lenny y Paco llevan de recorrido, veinticinco años en los que ha
sido testigo de cómo su hermano ha sido y continua siendo el fiel escudero de su mujer,
a merced de su temperamento cambiante y caprichoso, que ella llama biorritmos por los
que, básicamente, se rige. Su carácter machacón y su empecinamiento de guerrilla han
conseguido agotar a su hermano, que siempre termina por ceder para que le deje
tranquilo. La diferencia de edad, sus casi setenta frente a los escasos cincuenta de ella,
cada año pesa más. Total Lenny siempre consigue ganarle la mano, llevarle a su terreno,
reconquistarle, sobre todo con esa ponderación tan bien estudiada que hace de su
persona y de sus logros. Quizá esa alternancia de una de cal y otra de arena sea lo mejor
de su matrimonio.
En sus apreciaciones Lenny nunca se olvida de recordarle que llegó a Mallorca, desde
su Murcia natal, con lo puesto. Como simple aprendiz en la empresa de sanitarios más
importante de la isla, tuvo la visión y la iniciativa de poner en marcha una fábrica de
cadenas de váter, que antes no quedaba más remedio que encargar a la península,
precisamente en un momento en que la industria turística empezaba a despegar y hacían
falta muchas cadenas para los baños de los numerosísimos alojamientos que se estaban
construyendo. — ¿A qué no te imaginabas que fuese a irte tan bien? —le amonestaba
No, desde luego, nunca llegó a pensar que pudiese ser tan lucrativo, que sus
aspiraciones como empresario, si realmente las había tenido, se desencadenasen, -nunca
mejor dicho- tan oportunamente. Su primer jalón importante fue a finales de los
sesenta, en los estertores del franquismo, con un contrato para abastecer de cadenas de
váter una ristra de viviendas de protección oficial, que poco tiempo después se hizo
extensiva al sector hotelero; con los beneficios obtenidos, se lanzó a fabricar váteres,
lavabos y platos de ducha, económicos, con los que capeó la transición sin problemas,
ya iba camino de convertirse en una capitalista importante cuando sobrevino el
fallecimiento de sus padres, que se produjo con muy poca diferencia entre enero y junio
del ochenta y dos. Después de muchos años volvió a su pueblo, y en octubre sorprendió
a propios y extraños cuando manifestó que había votado a los socialistas y que se había
afiliado al partido. Por lo visto, esas dos estancias en un lapso tan corto de tiempo le
devolvieron a sus orígenes campesinos, a las reivindicaciones de su clase, a una
tradición familiar, que a fin de cuentas era la única herencia que sus padres le habían
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dejado. Es esa parte sentimental camuflada, que Evaristo conoce tan bien, lo que le
vence, porque, efectivamente, no lo hizo por convicción política sino como tributo
póstumo a sus padres, y porque además, y qué caramba, en aquellos momentos llegó a
pensar que España iba realmente a dar un giro hacia a la izquierda, que llegaba el
auténtico cambio del sistema, y que a él, en ese caso, le tocaba posicionarse con los
suyos. Jamás hubiese podido imaginar que, precisamente, durante esos trece años, su
empresa fuese a despegar con aquel éxito tan rotundo.
El partido le fue proporcionando contactos muy útiles, -que no gratuitos-, que le
permitieron expandir su empresa de sanitarios económicos por el resto de la península y
embarcarse en la fabricación de una gama alta de cuartos de baño, que básicamente
presentaban como novedad el uso de colores oscuros, marrón chocolate, azul marino o
negro, él los llamaba “de capricho” y que le llevaron a los baños de las casas de lujo de
los nuevos potentados, siguiendo esa línea, decidió incorporar los jacuzzis. Unos y otros
le condujeron a transacciones cada vez más lucrativas y a que le diesen la oportunidad
de formar parte de las delegaciones de empresarios al exterior, gracias a las que
consiguió muy buenos contratos en Latinoamérica. En ese ambiente de altos vuelos
había muchos líos de cornamentas. A mediados de los ochenta, uno parecía que no era
nadie sino los tenía o se separaba, porque un feliz casado parecía no tener el mínimo
interés. En uno de sus viajes conoció a Lenny. Paco, que nunca había sido hombre de
cortejos, se vio de la noche a la mañana liado con ella. Lenny era entonces una
aparatosa mujer de curvas rotundas, maquillada como una vedette, subida en tacones de
vértigo, apretujá de ropa, con los pechos como dardos, que viajaba con la delegación no
se sabía muy bien en calidad de qué. Sea por lo que fuese Paco, que tampoco estaba
dotado para las despedidas, dejó a Margarita, después de veinte años de matrimonio y
dos hijos en común, sin más ni más, sin que entre ellos hubiese mediado discusión
alguna. Margarita como esposa había sido todo lo contrario de lo que Lenny iba a ser.
Se había limitado a ser la típica ama de su casa, una mujer, que siempre al margen del
trabajo y de los negocios de su marido, sentía con orgullo que su situación prosperaba:
la casa nueva, el coche, los electrodomésticos, las ayudas que la liberaba de la
esclavitud de las tareas domésticas, y que le permitía irse de compras a Galerías
Preciados o a la peluquería, sin apuros a final de mes, mientras podía dedicarse a lo que
más le gustaba, criar y ver crecer a sus hijos, Catalina y Toni. Lenny, sin embargo, era
harina de otro costal, y sobre todo tenía grandes planes para Paco. Aunque el dinero
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siempre es el dinero, y ya le venía bien, la fortuna de Paco debía abrirse camino hacia
nuevos horizontes, lo que pretendía a fin de cuentas era que se dedicase a otro tipo de
negocio con más clase, que se apartase definitivamente del tufillo de los sanitarios. ¿Y
qué podía ser mejor que el negocio de la construcción?, un mundo que Paco había
rozado mucho y donde tantos contactos tenía.
Lenny había nacido y crecido en Alaró, un pueblo pequeño del interior de Mallorca,
conocido por su castillo. Allí su madre tenía una peluquería, en la que desde bien
pequeña a Lenny le gustaba colaborar, y percatarse de cómo, gracias al buen hacer de su
madre, las mujeres que habían entrado hechas un adefesio, salían convertidas en
princesas. Para estimular su imaginación tampoco faltaban en la peluquería revistas de
sociedad, como Hola, Semana o Diez minutos, que su madre, cuando cerraba le dejaba
llevarse a casa. Lenny se recreaba con ellas antes de dormir, más que hojearlas,
realmente las estudiaba. Esas revistas le mostraron el camino que quería seguir en su
vida, su ambición se cifraba en convertirse en uno de los personajes que aparecían en
ellas, en formar parte de la beautiful, de la gente guapa. En España nunca hasta entonces
había existido gente guapa propiamente dicha, pero el apogeo del socialismo y la
cultura del pelotazo la alumbraron, por eso se afilió al partido dos o tres años después de
que hubiesen ganado las elecciones, con el objetivo prioritario de casarse con un buen
idem. Lenny a los veintitantos, y con unos supuestos estudios de secretariado a sus
espaldas, se marchó a Madrid dispuesta a convertir su anhelo en realidad. Nunca se
cansaba de los piropos, de oír que era “guapa a rabiar” y que poseía un “cuerpo
escultural". Sin embargo, no tuvo mucha fortuna ni en el hemiciclo, ni fuera de él, hasta
que conoció a Paco. Para entonces ya tenía sobre sus espaldas unos cuantos lamentables
traspiés, unas cuantas deudas y una niña de tres años, a la que su padre, el guaperas de
turno del partido, siempre se había negado a reconocer.
Lenny, una vez convertida en la mujer de Paco y pasados los primeros efluvios,
consiguió convencerle de que el siguiente paso lógico de su trayectoria empresarial
estaba en el sector de la construcción, y él, halagado por un lado con todas sus
peroratas, y rendido por otro ante su insistencia, si bien con ciertas reticencias, vendió la
fábrica y emprendió su aventura como promotor inmobiliario. Lo que echaba más para
atrás a Paco en eso de hacerle caso era:
- Chica, que yo no tengo ningún tipo de formación.
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- Pero tienes lo principal, olfato, y una inteligencia natural para los negocios que
muchos ya quisieran.
Si por inteligencia natural se entendía gastar lo que no tienes, ahorrar costes y reinvertir
los beneficios, desde luego que la tenía, porque era lo que había hecho todos esos años
con un escrupuloso control. Él era el principal capitalista de su negocio y el banco el
lugar donde metía el dinero, que a su vez le daba unos intereses. Pero el negocio de la
construcción era un terreno mucho más resbaladizo, con el peligro de que el banco
llegara a convertirse en el principal capitalista de su empresa. Cuando expresaba dudas e
incertidumbres, tanto Lenny como los colegas entendidos de ese mundillo le daban
palmadas y le animaban, era el signo de los tiempos, la nueva manera de ganar dinero.
Mientras tanto Paco veía que ya no podría controlar su propia empresa él solo.
- Con lo que tú sabes, ¿qué has de temer? No seas tan temorato, y con lo trabajador y
preseverante que eres.
Eso también era cierto, por que había que ver la cantidad de horas que había echado
trabajando. Lenny tuvo la fortuna de que a Evaristo todo aquello le pillara lejos, andaba
de misionero en Burundi. Cercado por las dudas aún con la operación cerrada, Paco le
había llamado por teléfono para oírle decir todo lo que él ya sabía de antemano.
—Me pides consejo cuando ya no hay remedio. Yo no entiendo nada de inversiones, no
sé tú qué entenderás, pero en mi opinión ese mundo de la construcción está muy
podrido, no sabes dónde te metes, “zapatero a tus zapatos”.
Pero los tiempos eran gloriosos y el sector de la construcción despegaba y los precios se
disparaban y él vendía pisos y apartamentos como churros. El colofón llegó con el
reconocimiento social, que culminó cuando la UIB a principios de los noventa le hizo
doctor honoris causa, erigiéndole como ejemplo de superación personal. Durante el acto
de entrega el doctor en economía encargado de pronunciar el discurso dijo que
Francisco Gomera Sánchez había alcanzado la cima de la pirámide de Maslow. Él no
tenía ni la más remota idea de a lo que se refería, pero Lenny, mucho más al tanto de las
cuestiones mundanas, le explicó que aquello quería decir, en pocas palabras, que no
quedaba otro reto que el de la filantropía, si bien lo que terminó de convencerle fueron
las palabras proféticas de su asesor fiscal: “Invierte en arte, Paco, un valor seguro”.
Como plataforma para la compra y venta de obras artísticas abrió una pequeña galería
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en el centro de Palma, que era lo más parecido a pescar con red, y puso al frente a su
mujer, que colmada de expectativas exclamaba.
- ¡Me siento tan realizada, Paco!
Pese a su escepticismo inicial, la galería de arte resultó ser una buena idea. Su dinero
seguro y su mujer ocupada y contenta, a qué más podía él aspirar. Su única inquietud
era estar completamente pez en el tema. Aunque pronto empezó a darse cuenta de que
nadie entendía nada, porque seguramente no había nada que entender, y que, el
mecenazgo artístico era poco más o menos lo mismo que tratar con los políticos,
materia en la que sí estaba bregado. Tenía razón su asesor, no podía haber otra forma
mejor de blanquear dinero. El arte, además, gozaba de un prestigio social enorme, justo
lo que quería conseguir su mujer, así que jamás volvió a preocuparle su inexperiencia en
el negocio ni su falta de conocimientos en la materia, porque en el mundo del arte dos y
dos pueden ser cinco o veinte. Así que no, ya nada podía extrañarle, como tener ante sí
un cuadro hecho a base de escupitajos, que, sin embargo, valiese casi cuatro millones y
medio de euros.
Por lo demás, el nuevo gobierno de derechas no le trajo ningún inconveniente, ni lo tuvo
en tenderle la mano, después de todo, la derecha nunca había dejado de tener un papel
predominante en la isla y a Paco, como buen negociante, nunca se le había pasado por
alto ese dato. Las comisiones eran más altas, pero con ellos consolidó y extendió su
negocio por Asia. La vuelta de los socialistas en el 2004, no le supuso, en principio, ni
chicha ni limoná, hasta que —claro— explotó la burbuja con la quiebra de Lehmen
Brothers, y afloró a la superficie el déficit del gobierno de la nación, y la recesión que le
estaba desmantelando el negocio. “Zapatero a tus zapatos”, cuánta razón había tenido
Evaristo, porque Paco ahora se ve sitiado entre la crisis del ladrillo y el vaivén de los
escándalos de corrupción. Se terminaron las buenas relaciones con los políticos, porque
a día de hoy las nuevas hordas van de que son honrados, y de momento no ha dado con
nadie que sepa cómo hay que hincarles el diente, se han convertido en una panda de
marisabidillas salvadoras de la patria, y si el cerco se estrecha lo tiene complicado. Por
lo pronto, ya hace un año que le retiraron la subvención a la galería y tuvo que cerrarla,
porque no generaba más que gastos. Por eso Paco continúa contemplando el cuadro y se
pregunta en cuánto se podrá valorar, porque mucho se teme que ha llegado el momento
de recuperar la inversión.
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For the times they’re changing
En otra parte de Palma, mi familia, ajena a las pretensiones del matrimonio Gomera, se
asombraba también ante el valor alcanzado por nuestro cuadro en aquella subasta. Su
reparto a partir de ese momento iba a dejar de ser una cuestión simple. Hasta ese día
Jorge, el segundo de mis tres hijos y el único chico, había alardeado de que aquel
burotatxo de pintura no le interesaba para nada, que se lo podían quedar sus hermanas.
En cuanto a ellas, a Julia, la mayor, le parecía sublime, mientras que la pequeña, Ana,
había ido cambiando de opinión según las lunas, seguramente, sólo para fastidiar a su
hermana. Evidentemente, cuatro millones cuatrocientos mil euros habían dado al traste
con lo que fuese que hubiesen pensado. Teresa y yo estuvimos de acuerdo en que lo
mejor iba a ser venderlo y repartir el dinero a partes iguales entre los tres. De hecho,
cuando eran pequeños ya se lo habíamos repartido simbólicamente para que no se
peleasen, de manera que cada uno de ellos tenía asignada su parte.
Teresa nunca ha sido una persona interesada, pero como es lógico, dadas las
circunstancias quería saber si, en fin, iban a tener que esperar a que yo me hubiese
muerto o era mejor venderlo cuanto antes. Visto lo visto, el momento era idóneo. Ella
pensaba que era más sencillo si lo hacía yo, por el papeleo y los impuestos derivados.
Antes y después de la crisis, el panorama de nuestros hijos no era de lo más halagüeño.
Julia era profesora de instituto, estaba separada y tenía dos hijos ya casi adolescentes y
un ex que, la mayoría de meses y por razones varias, no le pagaba la pensión, así que la
pobre llegaba a duras penas a fin de mes; Jorge, el coco de la familia, al que nosotros,
sus padres, augurábamos un futuro tan brillante como ingeniero de telecomunicaciones,
había dejado colgada la carrera a mitad, había hundido un par de negocios relacionados
con la informática y en aquellos momentos andaba sin trabajo y sin un duro; no le había
quedado otro remedio que volver al hogar e intentaba terminar la carrera online;
esporádicamente hacía traducciones de manuales técnicos del inglés o ayudaba en el bar
de un amigo suyo para tener por lo menos algo para sus gastos. Ana era abogada, y a
base de echar horas no remuneradas en un prestigioso bufete de Palma, conseguía
mantener su puesto a flote. Aún así, nos planteábamos si eso iba a ser realmente bueno
para ellos, sobre todo para Jorge, que volviera a dejar colgada la carrera y se fundiría el
dinero en dos días montando otro de sus negocios… Y luego qué. En eso, Teresa y yo
estábamos completamente de acuerdo, y en que había que ponerse en contacto con Rick
Wilson. Nos mosqueaba que no nos hubiese dicho algo. Con los años había desarrollado
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una tendencia hacia hacerse el misterioso, que él llamaba velar por sus intereses.
Cuando conseguimos hablar con él, nos dijo que las subastas tenían vida propia, que
controlaba hasta cierto punto, pero que sí que se consideraba “padre de la criatura”.
Sentía una responsabilidad moral respecto a Eddie, que después de todo había sido un
descubrimiento suyo, el primero para ser exactos. Años atrás cuando la critica
consideraba a James Watson el inspirador de la nueva hornada de los artistas de los
ochenta, había vaticinado:
—Un día llegará el momento de Eddie, entonces volveré a ponerle en el mercado. Fue,
sin duda el mejor de su generación.
La subasta probaba que había cumplido su palabra, y que en todo aquel asunto
estábamos en sus manos. La cuestión sentimental era cosa mía, aunque Teresa y Julia se
hiciesen cargo. Una lucha entre mi lealtad por Eddie y aquella repentina
sobrevaloración del cuadro, que, en esencia, ponía a prueba mi sentido de la amistad, y
que trastocaba una obra de arte y un regalo de despedida, tan sentido, en una simple
commodity, en una mera mercancía. Nada más lejos de la intención de Eddie y de la
mía. Hacía mucho que las cosas que se sucedían en el mundo del comercio del arte,
absurdas la mayoría, ya no me afectaban.
Teresa y yo continuábamos llevándonos muy bien, pero hacía veinte años que
estábamos separados. Mucho había llovido desde el concierto de Blind Faith. Cierto es
que nuestro reencuentro de aquel día culminó en boda el dos de enero del año siguiente.
George, en un arranque de generosidad inesperado nos regaló un viaje a Nueva York,
adonde, Eddie, efectivamente, había ido a parar poco después de aquel concierto. Vivía
en Bowvery, la parte más cutre del village, y andaba sumergido en el movimiento
Fluxus, todavía en su apogeo, y que le daba pie a continuar experimentado con su
cuerpo, aunque siendo, en suma, más prolífico en ideas que en realizaciones. Y sin
embargo estaba contento y económicamente iba trampeando. Convivía con Ulrike, una
modelo de cierto renombre y una de las habituales de la Factory de Warhol, y adicta a la
heroína, como pudimos comprobar la primera noche que fuimos a su casa. Después de
cenar desapareció y estuvo en el baño un buen rato. Como es lógico Teresa pensó que le
había sentado mal la comida y estaba dispuesta a llamar a la puerta por si necesitaba
ayuda, pero Eddie la detuvo, no pasa nada, nos dijo. Al cabo de un rato reapareció. Su
figura estilizada, convertida en un zombi tambaleante, volvió a sentarse a la mesa. Nos
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sonreía muy dulcemente al tiempo que confirmaba que se encontraba estupendamente.
Si antes no había participado para nada en la conversación, a su vuelta fue todo lo
contrario, no paraba de hablar, aunque, eso sí, muy lentamente, con una voz pastosa,
perdiendo constantemente el hilo de lo que estaba diciendo, sus ojos vidriosos se le
cerraban o se le abrían inopinadamente. Tanto Teresa como yo estábamos deseando que
acabase de una vez aquel calvario, porque además aquella chica iba desgranando la
triste historia de su vida. Había sido una víctima más de la Alemania de Hitler. Con
apenas seis años sus padres la embarcaron rumbo a Nueva York para librarla de morir
en un campo de concentración, a donde, desgraciadamente, fueron a parar ellos. Nunca
había podido superar el momento terrible de la separación, en realidad vivía sumergida
en esa desgracia. Por suerte Eddie la rodeó con sus brazos y con una ternura increíble le
dijo que ya era hora de que se fuese a descansar y se la llevó al cuarto. Eddie sentía una
infinita compasión por ella, cuya última pareja, el hijo de un ricacho neoyorquino, era el
que la había metido en la heroína, para abandonarla después como a una colilla. Ulrike
era más atractiva que bella, tenía un rostro duro y un cuerpo esquelético y desgarbado
muy del gusto de la época, los fotógrafos se la disputaban incluso siendo una yonqui.
No había que ser un lince para darse cuenta de que ella mantenía a Eddie, y él hacía lo
que podía, intentaba controlarla, pero inevitablemente ella desparecía un par de días y
vuelta a empezar, alguien la invitaba o vendía lo primero que pillaba en la casa. Pero ahí
no acababan las desgracias de mi amigo. La relación con sus padres había dejado de ser
fluida. Bien es cierto que ellos le esperaban con los brazos abiertos. Paul quiso
presentarle al director del Guggenheim y a la galerista Betty Parsons, ya que tanto uno
como otra se habían interesado por su obra, les había mostrado fotos de la exposición y
las pinturas que había estado trabajando durante los veranos que había pasado con sus
padres. Ella estaba dispuesta a incluirlo en nómina. Pero la soberbia, tan característica
de Eddie, dejó muy claro que nadie marcaría su trayectoria. Paul descargó toda su ira
diciendo que se había portado como un perfecto imbécil desaprovechando aquella gran
oportunidad, y a partir de ahí todo fueron fricciones. Yo continuaba al tanto por las
cartas que intercambiamos a intervalos poco regulares, tanto podíamos escribirnos dos
cartas en una semana, como nos pasábamos dos meses sin ni media.
A la vuelta de nuestro viaje de novios nos instalamos en un mini piso en Notting Hill.
Llevábamos una vida sin lujos, pero cómoda y alejada de cualquier preocupación, que
transcurría entre inauguraciones, cines, teatros, conferencias y restaurantes. Teresa
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preparaba su tesis, mientras que yo continuaba trabajando para George que, quitando las
patillas, el pelo más largo, las solapas y los pantalones más anchos, seguía igual de
atractivo, jovial y entretenido, lo mismo que exasperante e informal. La Three G cubed
había dejado de tener sentido, Lines and Signs podía asumir perfectamente su papel sin
alterar su singladura, ahora que Rick estaba al mando del timón. La única novedad era
que yo muchas veces me quedaba como encargado, sobre todo si George se iba de viaje
y le interesaba llevarse a Rick. Yo tampoco entendía el entusiasmo de Eddie por el
Fluxus, pero no quería entrometerme, sabía que mantener a flote la libertad creativa es
esencial para cada artista; no me gustaba lo que hacía pero, si era su camino, nadie tenía
derecho a interponerse.
En verano Ulrike y Eddie nos invitaron a pasar con ellos el mes de agosto en la casa que
todavía tenía él alquilada en Galilea. Lo mejor que tenía era la situación: era la última
por la parte izquierda del pueblo. Aparcábamos en una explanada sin asfaltar, el camí de
sa Mola Petita y luego teníamos que andar unos cinco minutos. A la casa se accedía por
la parte trasera de la izquierda, donde había un intento de jardín y un pozo. La parte
frontal tenía dos puertas, un portalón doble que daba a la única estancia de la planta
baja, que ocupaba prácticamente la superficie total de la casa, y otra más pequeña en el
extremo derecho que daba a la cocina. En el piso de arriba sólo había una habitación,
bastante reducida, a la que se subía por una escalera de obra pegada a la pared de la
cocina, que, por supuesto, no tenía barandilla. Cuando hubimos descendido, Eddie
proclamó triunfante.
- Y eso es todo de momento, porque esta casa, como podéis ver tiene muchas
posibilidades.
- ¿Y el baño?, inquirió Teresa.
- Precisamente, no tenemos, pero en verano el baño es lo de menos, ¿verdad? –le
respondió sin sospechar ni por un momento que eso pudiese resultar un
inconveniente.
Teresa se quedó a cuadros, a ella le parecía inconcebible. Yo pensaba que después de su
paso por las barricadas de París estaría hecha a cualquier cosa, que un agujero en el
suelo le sería más que suficiente. Como si yo fuese imbécil, me aclaró que era una
cuestión de intimidad, no de comodidad burguesa, de manera que, tras la respuesta de
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Eddy, empezó a pellizcarme por la espalda para llamar mi atención mientras me decía
por lo bajini que me quitase de la cabeza que nos quedásemos allí.
- Sí que tiene muchas posibilidades, -corroboré para salir del paso adelantándome
para librarme del acoso de Teresa- con la altura que hay da para hacer otro piso
arriba, de hecho veo que ya tiene hechas dos ventanas.
- Eso es – añadió complacido con un “tú sí que me entiendes” -Con el tiempo, si
puedo comprarla, pondré uno arriba… Y mirando con compasión a Teresa, —y
otro abajo.
Allí era precisamente donde nos habían instalado. Una cama de plaza y media bastante
decente, apoyada al fondo de la pared en el extremo opuesto a la cocina, formando una
ele con otra apoyada también en la pared pero a la izquierda. Esas dos camas servían a
la vez de sofá y eran, por otro lado, los únicos muebles de aquella amplia, única y
desolada estancia. Cuando íbamos a acostarnos, Eddie nos hizo entrega de una linterna
y un rollo de papel higiénico.
- Por si tenéis que salir, ya sabes, just in case.
Teresa miraba la linterna y a mí con cara de odio, renegando con todo tipo de
aspavientos y amenazándome, al tiempo que cogía su maleta, con irse en aquel mismo
instante.
- ¿Cómo?, protestaba yo, ¿En mitad de la noche?
- Ve a pedirles las llaves del coche.
- Muy bien, y después qué… ¿Dormimos en el coche?… Porque no vamos a
encontrar nada abierto, son las doce y media.
Conseguí hacer que volviese sobre sus pasos y dejase la maleta en el suelo.
- Pues ya puedes ir preparándote para esta noche, vas a tener que acompañarme cada
vez que tenga ganas de hacer un pis, porque si piensas que voy a salir sola ahí en
medio, vas listo.
- Lo haré, no te preocupes.
- Y por la mañana nos vamos, ¿entendido?
- Pero, mujer, ¿cómo vamos a hacerles ese feo?
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- ¡Feo, feo!, -repetía, elevando el tono- ¡No me hables de feos! ¡Qué menuda faena!,
invitarte a una casa sin cuarto de baño –me respondió mientras se dirigía hacia la
cocina con su neceser, enarbolando cepillo y pasta de dientes. Regresó
transcurridos dos segundos, más furiosa si cabe:
- ¡Y que sepas que en la cocina el fregadero brilla por su ausencia!
Incrédulo, entré para comprobarlo.
- Por lo menos hay un grifo.
Teresa se puso en jarras contemplando con cara de odio e indignación como yo, con
toda la calma del mundo y sin inmutarme, llenaba un vaso de agua y cogía un barreño
de estaño del suelo para facilitarle la operación. Aquella primera noche y unas cuantas
siguientes, fueron toledanas. Me despertaba, y no con buenos modales, para que la
acompañase fuera. De regreso a la cama, yo creo que lo que más le molestaba, lo que
terminaba de enfurecerla más aún era que volviese a quedarme dormido al instante.
Entonces entraba en una fase remugona, y pobre de mí como se me ocurriese roncar,
porque entonces me despertaba a base de codazos y patadas, hasta que, vencida por el
cansancio, se quedaba dormida. Al cabo de una semana ya estaba más resignada. Entre
Ulrike y yo conseguimos retenerla. Yo, linterna en ristre, como un acomodador de cine,
medio sonámbulo, la acompañaba a aquellas horas intempestivas, las veces que por
rabia o por necesidad se le antojasen, lo mismo que la asistía en sus aseos cotidianos.
Ulrike se la llevaba cada mañana a la playa. Todo lo que tenía Teresa de tímida, lo tenía
ella de lanzada. Con su desparpajo y desenvoltura entraban en los hoteles y se duchaban
gratis, también se camelaba al de las tumbonas y la mitad de los días ni las pagaban.
Tenía presencia más que suficiente para imponerse y sabía hacerse muy bien la tonta,
los seducía chapurreando el castellano, mientras que a Teresa ni se le ocurría apearse
del inglés tan puramente británico, para no levantar la más mínima sospecha de estar
entendiendo lo que les decían. Volvían relajadas y divertidas. Ulrike era otra persona,
muy distinta de la que habíamos conocido en Nueva York. Ella y Eddie hablaban
incluso de matrimonio. Ulrike tenía ganas de tener hijos, era como seis o siete años
mayor que nosotros. Sin embargo, lo que más nos sorprendió a Teresa y a mí era lo bien
que cocinaba, el buen gusto que tenía. Las cenas eran estupendas, sacábamos la mesa
con un par de velas al porche, y a la luz de las estrellas aquellas noches tan nítidas, tan
claras, regadas con vino y otros licores se prolongaban hasta las tantas. La estancia allí
merecía la pena sólo por despertarse y contemplar el valle justo frente a la casa, a la
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izquierda la Fita del Ram y en su falda Puigpunyent. A la derecha, a lo lejos, la única
casa que se divisaba era la Mola. Todo aquello te colocaba en otra dimensión. Aquella
grandeza, el silencio, la quietud, que sólo el contacto con la naturaleza es capaz de
proporcionar… Así que Teresa, a medida que pasaban los días, se fue acostumbrando y
el retrete, la ducha o el fregadero dejaron de ser algo imprescindible y necesario.
Eddie y yo no las acompañábamos a la playa, preferíamos quedarnos en la casa, éramos
los encargados de la intendencia con la lista que Ulrike elaboraba cada mañana, y en la
que nosotros poníamos especial cuidado en todo lo referente al bar. Provistos cada uno
de una cesta colgada del hombro bajamos al pueblo, comprábamos en S’Estanc, el
colmado de Madó Lluenta, que estaba en la primera curva bajando la cuesta, había otro
unos diez pasos más adelante. Curiosamente eran los dos únicos en todo el pueblo, algo
típico de la idiosincrasia mallorquina. Lo que hacíamos era pagar y dejarle las cestas a
Madó Lluenta, para continuar la ruta. Así teníamos oportunidad de tratar con los
habitantes de Galilea, a quienes alguien una vez definió con mucho acierto como “a
mine of weird characters and surreal stories”. Como es costumbre en todo pueblo que se
precie, saludábamos a todo el que se cruzaba en nuestro camino, un contraste de gente
variopinta que iba desde lo más autóctono y humilde a las encopetadas ricachonas
americanas, como Na Curtis o Phillida, pionera en la especulación inmobiliaria, pues ya
por aquel entonces compraba casas, las arreglaba y las vendía por el doble. También
estaban los sumamente estirados ingleses, jubilados como Coronel Bury o Binden
Blood, que paseaba cada día con su perro, inconfundible con sus pantalones hasta la
rodilla y su chaqueta cruzada, tocado con un sombrero, un británico hasta la médula,
que una vez en un cóctel tuvo el poco tacto de presentar a un invitado como: “He’s an
American”, dando por sentado que con decir eso era más que suficiente. En Galilea
también habitaban los genuinamente bohemios, entre los que, indiscutiblemente,
reinaba Ruthven Tood, el poeta escocés, amigo de Dylan Thomas y conocido del padre
de Eddie. Muchas veces íbamos directamente a su casa, justo a la entrada del pueblo,
que por supuesto estaba siempre abierta. Nos recibía con la jovial amabilidad que le
caracterizaba, con su mesa llena de papeles y su copita de vino, bebía desde que se
levantaba. Ruthven conocía muy bien a Lady Moura de la que nos regalaba comentarios
jugosos, cargados de ironía aunque nunca ofensivos, y de sus batallitas por París, muy
útiles a la hora de elaborar su retrato. Como los buenos alcohólicos, Ruthven se
alimentaba prácticamente del aire, pero aún así siempre nos invitaba a comer, se iba a la
100
estantería y cogía un libro de recetas, curiosamente tenía unos cuantos, lo inspeccionaba
sin terminar de decidirse, y al cabo de un rato nos decía que se le había quitado el
hambre y nosotros declinábamos, cortésmente, su invitación. Volvíamos a la casa a
trompicones, después de haber recogido las cestas, deshechos por el esfuerzo y el calor,
nos tirábamos cubos de agua del pozo, que por supuesto estaba helada, extendíamos
unas toallas y nos tumbábamos en el empedrado del porche, cuando el sol volvía a
apretar o repetíamos la operación o nos metíamos dentro protegiéndonos tras el grosor
de sus muros. Luego comíamos algo en la cocina y nos quedábamos fritos en las camas
de abajo.
Al atardecer, cuando volvían las chicas, dábamos paseos por el encinar que había al otro
lado de la casa para contemplar la falda de El Galatzó o nos inclinábamos por
permanecer en la casa al amparo de la lectura o de nuestras conversaciones
interminables, o era quizá la misma que habíamos iniciado de niños. Hasta cierto punto
Eddie y yo éramos una prolongación el uno del otro.
- ¿Te acuerdas de Olegario Requena?
- Cómo me iba a olvidar, fui su sustituto.
- Es verdad, es verdad. Pues resulta, y esto es una de las cosas que más me gustan de
Nueva York, el hecho de que en una ciudad tan enorme pueden darse casualidades tan
increíbles. Como te iba diciendo, una noche que Ulrike fue a no sé qué concierto con
amigos, a la salida se juntaron con otro grupo de gente, como eran un montón no daban
con un sitio para cenar, lo típico o estaban llenos o no les gustaba lo que había, total que
Ulrike los trajo a casa y entre ese grupo estaba Olegario. Imagínate su sorpresa y la mía.
Porque podíamos haber coincidido en un montón de exposiciones, en una de tantas
inauguraciones y, sin embargo, apareció en mi casa. Fue muy divertido. Ulrike preparó
cantidades ingentes de pasta, ellos trajeron bebida y estuvimos hasta las tantas… Y
entre y entre, Olegario y yo nos fuimos poniendo al día, desde la exposición hasta mi
huida a Nueva York. Él, por su parte, te puedo asegurar que no tiene ni la más mínima
intención de volver a Londres, va a menudo a Nueva York, pero la mayor parte del
tiempo la pasa en DF, eso le ha servido para conocer a la nueva generación de pintores
mexicanos, de hecho, si surge una buena oportunidad, y anda en ello, tiene pensado
abrir una galería para darlos a conocer. Si llega a hacerlo, me dijo que podía contar con
él. No está muy en contacto con el Fluxus, pero sigue abierto a cualquier posibilidad.
101
Los Requena eran oriundos de Cuernavaca, el padre de Olegario, Joaquín Requena,
había heredado un patrimonio considerable, que él mismo se había encargado de
incrementar con éxito en el mundo empresarial, de manera que había llegado a ser uno
de los hombres más ricos de México. Olegario era el menor de una numerosísima prole
de diez. Lo mismo que a algunos de sus hermanos, le mandaron a un internado inglés —
era un signo de distinción, a medida que los negocios prosperaban— aunque, a
diferencia del resto, nuestro amigo continuó sus estudios universitarios allí,
concretamente, en escuela de arte de Cambridge. Joaquín Requena podía permitirse
tener un hijo bohemio, le hacía gracia incluso, y hasta cierto punto le liberaba de tener
que dar explicaciones de que no hubiese fundado una familia. Era más cómodo para
todos que permaneciese en Inglaterra.
- A estas alturas ya sabrás que Olegario era la pareja de George.
- Más o menos, lo que me contaba Rick, que vivieron juntos diez años
- Por mucho que tu fueras su substituto, Olegario nunca fue su asalariado, eso era
más bien de cara a la galería, no olvides que ser homosexual está tipificado como
delito en Inglaterra. Le debía de escribir la mitad de las cosas que publicaba, sino
todas, poco más o menos como tú.
- ¿Qué pasó entre ellos?
- Poco antes de tu llegada a Londres, Joaquín, el padre de Olegario, sufrió una
trombosis, que le ha dejado postrado en una silla de ruedas para los restos, tiene la
mitad del cuerpo paralizado y apenas puede comunicarse. Nada más enterarse de
lo ocurrido, Olegario voló a México DF. Durante el tiempo que permaneció allí,
cuentan las malas lenguas, es decir, Rick, que George no le guardó ausencias
precisamente.
En el terreno artístico, la muerte inesperada de Duchamp, muy poco después de haber
visitado su exposición, le había dejado muy tocado. Eso fue lo que le había predispuesto
a refugiarse en el Fluxus, pero el entusiasmo había empezado a ceder y uno de aquellos
gloriosos mediodías después de haber vuelto de la compra me dijo:
- Todos estos colores me atrapan, la naturaleza es una trampa, esta belleza me
subyuga. No me gusta nada tener que reconocerlo, ni expresarlo, ni sentirlo así,
pero hace días que lo vengo pensando, no lo puedo remediar. No sé si ha llegado el
102
momento de que vuelva a la pintura. Estos dos últimos años he experimentado con
muchas cosas, y seguramente lo necesitaba, pero no es lo mío. Todavía no sé muy
bien qué, pero me hace una ilusión inmensa volver a exponer. Estoy dándole
vueltas a un montón de cosas.
En otoño el Whitney Museum of American Art organizó una exposición retrospectiva
de la obra de Georgia O'Keeffe, y aquello terminó de resolver sus dudas. Poco a poco
fue quedando atrás lo de utilizar su cuerpo como pincel y volvió a los lienzos dentro de
los cánones de la abstracción, aunque experimentando con diferentes tipos de
materiales, pasando de uno a otro con suma rapidez. En una de sus cartas se lamentaba
una vez más de no ser muy prolífico en realizaciones, pese a que su proceso creativo se
hallaba en plena ebullición. Si bien no todo eran buenas noticias, Ulrike había
ingresado de nuevo en un centro de desintoxicación. Pasó otra etapa de encierro en su
casa con el horario cambiado. Antes de las Navidades recibí carta, estaba muy triste
porque había roto definitivamente con Ulrike. Olegario le había invitado a su casa de
México ya que los Abbott se iban a París. La siguiente la recibí dos meses después. En
DF Eddie había congeniado mucho con Luis Salvatierra, uno de los sobrinos de
Olegario, hijo de Rosita Requena, la preferida de sus cuatro hermanas. Luis le había
pasado Las enseñanzas de Don Juan, que había constituido un descubrimiento y le
había convertido en uno de los fieles seguidores de Carlos Castaneda, precisamente lo
que buscaba nuevos caminos para ahondar en la conciencia y en la percepción, y uno de
sus puntos de partida era el desierto. Luis Salvatierra, junto con dos amigos suyos, se
ofrecieron a acompañarle. El uno de enero a bordo de un Chevrolet Impala, propiedad
del padre de Olegario, el abuelo de Luis, emprendieron rumbo en dirección norte con
destino al desierto de Sonora. Para Eddie aquel era una suerte de viaje iniciático, iba en
busca de nuevas fuentes de inspiración, mientras que lo único que movía al resto de sus
acompañantes era el mero afán de aventura. Llegar por el camino más corto no fue
nunca el propósito de aquella andadura, estuvieron más de un mes dando vueltas.
Kilómetros y kilómetros sin apenas cruzarse con otro coche, a lo sumo camionetas
cargadas de hombres o de sacos. Eddie llevaba consigo un montón de carretes y una
cámara de fotos, con la iba fotografiando todos y cada uno de los lugares del recorrido,
desde la salida del DF por la carretera de Querétaro, pasando por Navojoa, Ciudad
Obregón hasta Hermosillo, capital del estado de Sonora, de ahí a Caborca, Santa Ana,
Pueblo Nuevo, Piquitito, para, en dirección noreste, llegar a Cananea, luego hacia el sur
103
hasta Arizpe, después hacia el norte hasta Agua Prieta junto a la frontera de Arizona.
Regresaron después a Hermosillo, donde Eddie se separó de resto del grupo. En
transporte público llegó hasta El Paso en Nuevo México, y de ahí a Santa Fe, no podía
resistirse a no hacer una visita a una ciudad que llevase ese nombre. Y una vez más su
destino le llevaba a una feliz coincidencia, pues Georgia O'Keeffe vivía allí y tuvo la
oportunidad de conocerla. A ella le interesaron mucho las fotos que había conseguido
revelar. El marido de Georgia, Alfred Stieglitz había sido fotógrafo, también el
propietario de la Galería 291, que para más señas, era el lugar donde se había expuesto
la Fountain de Duchamp, después del Armory Show de mil novecientos diecisiete.
“Ha sido pura magia, de alguna manera –me decía- todo encaja. Sonora es un desierto
tan singular, rico en vegetación y poblado de fauna, plagado de maravillas, de cambios
de paisajes dramáticos y sorprendentes. He descubierto mi lugar en el mundo. Conocer
a Georgia no ha hecho sino que reafirmarme en mis convicciones, en mi fe”. Pletórico,
híper estimulado, no descarto hubiese habido alguna que otra ingesta de peyote, estaba
deseando regresar a Nueva York, a su estudio para dar rienda suelta a su creatividad
plasmando todo cuanto había visto.
Durante los dos años siguientes Eddie volvió a la actividad frenética anterior a su
primera exposición en Londres. El resultado fueron unos cuadros muy vistosos,
realizados a base de una superposición de colores, una mezcla muy sabia entre lo
abstracto y lo figurativo, que dejaba constancia de la influencia de O'Keeffe y el
impacto del paisaje mexicano. Olegario seleccionó dos de sus preferidos para
llevárselos a una de las colectivas de los pintores mexicanos que llevaba, el nuevo estilo
Eddie encajaba. También incluyó sus cuadros en una gira por diferentes ciudades:
Monterey, San Antonio, México DF y Los Ángeles, en las que a Eddie no le fue nada
mal. Eso hizo que Olegario se animase a organizarle una individual en Nueva York, que
sin embargo fue un fracaso. Quedó demostrado que la pintura abstracta y lírica de Eddie
no era lo que el público de la ciudad demandaba, no interesaba ni a los críticos, ni a los
compradores potenciales. El estilo en boga era el Pop-Art, la subasta de la colección del
matrimonio Scull había sido el pistoletazo de salida, que marcó un antes y un después.
Los Scull desde finales de los cincuenta se habían dedicado a coleccionar obra de
Rauschenberg, Chamberlain, Jasper Johns, entonces desconocidos. Se subastaron un
total de cincuenta obras con las que obtuvieron una ganancia de dos millones doscientos
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cuarenta y dos mil, novecientos dólares, con esto quiero decir que los precios de la obra
llegaron quintuplicarse en el peor de los casos. Hubo manifestantes en las
inmediaciones de Sotheby’s, Eddie participó en ellas y se presentó allí como muchos
otros con una pala de nieve, el primer ready-made de Duchamp, para burlarse. Robert
Rauschenberg, un tanto bebido, llegó incluso a darle un puñetazo en el estómago al
mismísimo Robert Scull. No me entretengo más porque está filmado, cualquiera puede
verlo en internet. Lo beneficios probaron que la gente con dinero estaba ávida de
hacerse con ellos, el valor alcanzado los confirmaba como buena inversión, con la
paradoja de que, además, los artistas que habían protestado se hicieron después
inmensamente ricos a raíz de esa subasta.
Eddie iba a Sonora con cierta asiduidad, no sólo era el mejor aliado de su capacidad de
crear, también era la vía de escape de su vida personal, que sin proponérselo nunca
estuvo exenta de truculencias. El peso de la realidad siempre había aplastado a Eddie
como un elefante a un insecto. Su padre, Paul Abbott, no sólo estaba cada vez más
alcoholizado, sino que se había convertido también en un mal bebedor. Sus trifulcas con
Nancy eran famosas en el Village, y más de una vez se le había ido a mano. Nancy se
refugiaba en casa de Eddie a horas intempestivas, en plena madrugada para que los
vecinos no la viesen magullada y llena de moratones. Hablaban durante horas, él le
ofrecía su casa y su protección, pero terminó por desistir. “Es asunto de ellos, que puedo
hacer, ella siempre termina perdonándole, no puede vivir sin él”. El caso era que Paul
Abbott hacía mucho que no daba un palo al agua. Ella le andaba a la zaga desde que la
habían invitado a abandonar la redacción de Vogue. A pesar de eso, los Abbott
continuaban viviendo a todo trapo hasta agotar todos sus recursos, primero
malvendieron la casa y todas la pertenencias de Granny en Inglaterra, después la casa de
Palma. De manera que pasaron a depender económicamente de la caridad de su hijo.
Olegario, que estaba al tanto de la situación y para que Eddie pudiese seguir trabajando,
les pagaba de su bolsillo los billetes para que se fueran a la casa de Galilea, que Eddie
continuaba teniendo alquilada. Allí pasaron los dos veranos siguientes, cuentan que
bebiendo como cosacos, pero más tranquilos. No montaban numeritos y se lo pasaban
bien, en compañía de Ruthven, con el que Paul congeniaba especialmente. Así en
cuanto podía, se alejaba de todos aquellos sinsabores y huía, materialmente, al desierto,
donde en medio de la nada, volvía a recuperar la inspiración que todas aquellas
preocupaciones le robaban, porque “un desierto es la representación de la nada, el
105
punto de partida cero para la creación”. En esa época las cartas se espaciaron y fue en
ese intervalo cuando yo trabé amistad, si se puede llamar así, con Lady Moura, que
continuaba su cruzada contra el Pop-Art, la eclosión wharholiana había llegado a
Inglaterra.
- Los críticos empezaron por expresar opiniones sublimadas sobre envoltorios de
detergente… Los coleccionistas se han vuelto locos y se quitan de las manos
serigrafías de botes de tomate. Resulta que un publicista se ha hecho artista de la
noche a la mañana, y se vanagloria de su vulgaridad, que otros califican de
glamour… Cómo odio esa palabra. Duchamp, sigue siendo un incomprendido.
Particularmente, yo opinaba lo mismo que Lady Moura, sin tanta vehemencia, y sin
considerarlo un ultraje, el Pop Art no me dice gran cosa. Hay cosas que sí me gustan,
otras que considero que tienen su gracia, aunque, en general me aburre inmensamente.
Pero a Lady Moura se le llevaban los demonios al ver que un publicista y Mr. Scull, el
dueño de una compañía de taxis, acabasen por imponer su gusto y catapultase el Pop
Art a la cima del arte contemporáneo.
- Ese arte facilón, que no necesita conocimientos previos no puede ser la
continuación de la brecha abierta por los Ismos.
- Todo lo contrario, le replicaba George, representa lo que somos y de los medios de
que nos valemos.
Ella cada día soportaba menos a George. Era un prodigio ver, cuando se refería a él,
como de su boca salían en tropel todo género de imprecaciones. Lo tenía por un
vendido, la manía que le había tomado la revivía y hacía que volviese a aflorar su
temperamento al compás de su verborrea incontenible, exenta de tecnicismos y palabras
rebuscadas, que iba con contundencia directamente al grano.
- El empeño de todo el mundo ahora es dar con un filón, con el remilgado
incontenido de George a la cabeza, lo malo es que se está convirtiendo en el signo
de los nuevos tiempos, y provoca afirmaciones como que Pollock es el nuevo
Picasso, de la que, por supuesto, George celebra y participa. ¿Qué necesidad hay
106
de ello? ¡Qué tendrán que ver! “¿Qué interés tienes?”, le digo yo, “¿Acaso piensas
vender a Pollock?” No, me responde. “Pero todo se debe referenciar, es la manera
de dar valor”. ¡Menuda invención! ¿Has oído una cosa más absurda? El problema,
Carlos, es que yo que he conocido una época de creación pura, quizá irrepetible,
eso es lo malo, pero este absurdo…
Lady Moura andaba delicada de salud, un año antes se había roto la cadera. El reposo
que se había visto obligada a hacer no le había sentado nada bien, había sido un poco
como destapar la caja de Pandora, pues le habían surgido mil y una complicaciones, la
más grave de todas era que se le habían encharcado los pulmones, llegó a estar
hospitalizada varios meses. Desde su salida de la clínica, había reducido sus actividades
por temor a constiparse, sólo se atrevía si hacía buen tiempo. Se había quedado
corcovada y necesitaba usar bastón. Sin embargo, su mal genio gozaba de muy buena
salud, continuaba igual de consternada y malhumorada, aunque el verla de aquella guisa
inspirase cierta compasión. Su deterioro físico había congregado a su alrededor toda una
corte de sobrinos, que intentaban congeniar con aquella bárbara que les llenaba de
improperios, al tiempo que les vacilaba sobre el futuro paradero de su magnífica
colección. Tenía prohibidísimo fumar, pero mataba por un cigarrillo abordando al
primero que viese con un pitillo. Por supuesto, no daba las gracias, sólo escudriñaba
cuantos quedaban en el paquete como un ave de rapiña. Yo procuraba llevar conmigo
uno entero de Dunhill, el tabaco inglés por excelencia, tan rubio y tan aromático, que la
perdía. Cuando veía que la cajetilla estaba llena se relajaba y era posible mantener una
conversación hasta amigable, sin desplantes y ni groserías. Como sabía que me había
casado, lo primero que me preguntaba era si ya tenía hijos y cuando le contestaba que
no, me decía asintiendo como haría un profesor con un alumno que se sabe la lección:
“Haces muy bien, eso es lo correcto”. Después debía de pensar que ya había quedado lo
suficientemente bien y me hablaba de cualquier otra cosa. Casi siempre merecía la pena
escucharla, las apreciaciones que hacía o las ideas que soltaba solían resultarme útiles
para mis escritos. George, sin percatarse de su procedencia, alababa. También podía
vanagloriarme de la gran relación que había establecido con Lady Moura, aunque fuese
a través de un paquete de tabaco.
La verdad era que me estaba quitando la espina. Después de todo aquel desprecio o no
aprecio que me había demostrado desde la primera vez que había cenado en su casa, era
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un logro el trato que me dispensaba, incluso me había dado permiso para que la llamase
por su nombre. Venía a menudo a la galería cuando yo estaba solo, a fumar —qué duda
cabe, tampoco me iba a engañar—, pero también a charlar conmigo.
Si traspasaba la barrera del cuarto cigarrillo y le tenía que servir un segundo gin-tonic,
entonces cogía carrerilla, y a mí sólo me daba tiempo de asentir o negar con la cabeza.
Cuando, por fin, conseguía meter baza alguna vez, me hacia una zancadilla verbal y se
adueñaba de nuevo de la palabra, como un buen jugador de fútbol hace con la pelota
para llevarla a su terreno de juego. Sus diatribas me venían muy bien, era una manera de
volver a poner las cosas en su sitio, en la posición de salida en vez de en la meta, una
costumbre cada vez más arraigada en George. Si había un tercer gin-tonic, comenzaba a
expresarse de una manera fragmentada, adentrándose en su propio monólogo, mermado
de sintaxis, enumeraba conceptos que iba enriqueciendo progresivamente con adjetivos
y sinónimos, sin llegar a formar una frase, al tiempo que aleteaba sus pestañas postizas.
No me importaba, de por sí era un espectáculo que se bastaba a sí mismo: verla allí
erguida en aquella butaquita tapizada de rojo, con sus piernas de alambre cruzadas como
un saltimbanqui, su voz profunda y cavernosa, mientras el humo ascendía abriéndose
paso a través de aquel peinado aparatoso y cardado en exceso. Y ella dale que te pego
en el idiolecto puzle que adquiría con el alcohol, pero también, después de tantos años
de simbiosis existencial, con la pintura. Rara vez conseguía juntar las piezas, pero,
cuando lo hacía, emergía como por arte de magia la lógica de su discurso. En aquellos
momentos le había dado por los impresionistas ingleses. Lamentaba no haber sabido
valorarlos, haberlos menospreciado, reconocía haber estado muy influenciada por Roger
Fry. Le desconcertaba pensar si alguna vez había tenido criterio propio, ya que de su
sensibilidad e intuición nunca dudaba. Después de haber soltado alguna de sus diatribas
se quedaba con la mirada suspendida, como si se estuviese asomando a la sima de sus
pensamientos, entre los que yo vislumbraba algún destello de Eddie. Me miraba con
cara de asentimiento, reconociéndome que estaba en lo cierto, era toda la debilidad que
se permitía, jamás le mencionaba. Eso puede dar una idea, siendo como era una persona
que no se guardaba nada, de lo muy herida que continuaba estando. Antes de marcharse
sacaba del bolso, un Chanel 2.55, su perfume y se rociaba de arriba abajo antes de
abandonar muy dignamente la galería. Uno de esos días me espetó desde la puerta.
- Yo ya no tengo fuerzas para hacerlo, pero quizá podrías tú. Alguien tiene que
hacerlo, yo te ayudaré, no podemos dejarlos así, les corresponde un lugar mejor en
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la historia, sin ellos quizá Hopper nunca hubiese pintado esos tan cuadros
magníficos.
El empeño de Lady Moura fructificó, no paró hasta conseguir que yo accediese a
trabajar codo con codo con ella. El resultado fue que por primera vez Burlington
Magazine me publicó un artículo.
109
Galilea
El cuadro de Eddie siempre había ocupado el mejor lugar del salón de las casas en que
he habitado. En el momento en que escribo estas memorias, está en la que vivo ahora, la
que compré en Galilea. Allí me instalé después de separarme, necesitaba alejarme de
Palma, de la vida habitual para que la ruptura de mi matrimonio no me resultase tan
dolorosa. Colgar el cuadro a lo largo de mi vida siempre ha tenido algo de dosis
terapéutica o por lo menos la capacidad de recomponerme Exhalation Ten representaba
muchas cosas para mí, le tenía un cariño enorme, al margen de su valor artístico o de lo
que los expertos pudieran llegar a apreciar en él con el paso de los años, pues al final no
hay mejor juez que el propio paso del tiempo. La vorágine de la simultaneidad del
presente, rara vez, nos da la lucidez necesaria para abarcar o comprender la
trascendencia de las cosas, de lo que sucede a nuestro alrededor y, como le había
ocurrido a Lady Moura con los impresionistas, yo experimentaba una simbiosis
existencial con Exhalation Ten. A estas alturas se ha convertido en el compañero
inseparable de mi vida, hacía que tuviera presente a Eddie, mi amigo del alma, el que
tanto se hacía querer y al que yo tanto había querido y apreciado su amistad. Exhalation
Ten me había enseñado a priorizar la honestidad y la lealtad, era un símbolo de esos
valores, que se plasmaban en manchas de color, donde predominaban el rojo, el granate
y el marrón rojizo, que me transmitían al mismo tiempo energía, fuerza, pasión. Los
buenos cuadros, los auténticos o los que a mí me interesan, poseen esos tesoros
escondidos, una dimensión humana. A base de observar Exhalation Ten logré
comprender de qué manera yo formaba parte de aquella representación abstracta del
alma de Eddie y la razón por la que quería conservarlo para mí o para sí, porque yo era
su otro único dueño posible. Lady Moura no encajaba en aquella ecuación. Entonces no
lo sabía, no había adquirido la perspicacia y las vivencias suficientes para
comprenderlo.
Exhalation Ten y yo llevamos acumulados cuarenta años juntos, curiosamente sin que
nadie se hubiera interesado por él, con la única excepción de la rocambolesca oferta que
llegó a hacerme Lady Moura. A partir de ahora sé que puedo esperar cualquier cosa,
pero volviendo a Lady Moura. Después de mi debut en Burlington Magazine, continué
mi labor como crítico y abanderado de las reivindicaciones de los últimos cartuchos
visionarios de Clementine Conrad. Iba a su casa a salto de mata, porque entre la galería
y George no es que pudiese dedicarle mucho tiempo. Cosa que me causaba un estrés
110
considerable, porque ella siempre reclamaba una atención excesiva y todo lo que tenía
que ver con ella era siempre lo más importante. George se lo tomaba a su manera
habitual, con mucha flema y cierta sorna. Le daba igual y, ahora que sus relaciones con
ella eran prácticamente nulas, era una manera de tenerla en su equipo jugando a la
ambigüedad cuando le interesaba. Pero Clementine no era mujer de medias tintas, no
había nacido para la diplomacia, era de las de todo o nada, una tensión trágica que le
gustaba. Por eso resolvió que mi postura constituía un conflicto de intereses y me dio a
elegir entre George —que me regateaba hasta el último penique, por muy divertido y
ameno que fuese— y ella que me ofrecía un sueldo bastante digno y la posibilidad de
labrarme un nombre. No hay que olvidar que yo seguía sin oficio, ni beneficio.
Pasé a formar parte de su equipo con Mortimer. El ser más extraño que he conocido en
mi vida, que me asistía diligentemente en todo lo más prosaico. Trabajar para ella fue
más llevadero de lo que imaginaba, aunque sin perder de vista que siempre me hallaba
sobre un suelo resbaladizo. Yo en aquella época estaba de buen ver, y dada su debilidad,
la acompañaba a las contadas exposiciones y subastas a las que asistía, incluso llegué a
sustituirla en algunos compromisos, donde la disculpaba y diciendo cuánto lamentaba
no poder asistir o pronunciaba unas palabras en su nombre. Hasta hicimos juntos un
viaje a Paris de lo más apocalíptico, que daría para una novela. Generalmente, yo no
pasaba de la planta baja de su casa donde ella tenía el despacho. De hecho nunca había
entrado en su gabinete, pero una tarde el mayordomo me indicó que la señora me
esperaba allí. Subí por la famosa escalera coronada por los cuadros de Turner. Al entrar
me sorprendió ver colgado de la pared Exhalation Two, mientras al otro lado
conservaba el Three y el Five.
- Me lo han regalado. ¿Conoces a Clarissa Huntington?, seguro que sí, Edward te
habrá hablado de ella.
- No, al menos que yo recuerde, quizá alguna vez de pasada la nombrase.
- Vaya, pensaba que os lo contabais todo. Entonces no sabes que Edward estaba
perdidamente enamorado de ella, ¿verdad? –dijo, con ese toque de mala bruja que tan
bien la caracterizaba, disfrutando de poder restregarme por la cara una información
valiosa que yo ignoraba. Clarissa, neé Asher, -continuó- es mi sobrina, hija de mi
111
hermana Elena. Una mujer muy guapa, como su madre. Quizá te sorprenda que yo tenga
familiares guapos, —soltando una carcajada histriónica y afectada. Mi padre, —
continuó recobrando la compostura— lo era y mis dos hermanas salieron a él, altas
rubias y esbeltas, yo soy como mi madre, que tenía muy buenas cualidades, pero no era
muy atractiva. Como te iba diciendo, Clarissa era y sigue siendo muy bella, eso, para mi
gusto, le ocupa demasiado tiempo entre admiradores y cuidados personales, de hecho yo
diría que ser guapa es su única profesión conocida. Nos llevamos muy bien, es la única
de mi familia que comparte mi afición por el arte, tiene mucha sensibilidad. Eddie y
ella, por supuesto, se conocieron en esta misma casa. Clarissa tiene la costumbre venir a
cenar todos los jueves. Enseguida me percaté del impacto que su presencia había
causado en Edward, porque le anulaba, era incapaz de hablar. Una tarde me llevé a
Clarissa a su buhardilla y, como era de esperar, ella se prendó de sus cuadros y él cobró
vida. El resto es su historia, de la que poco sé y no pienso entrar en detalles. Yo me
enteré de su aventura por su marido. Nada dramático, eran un matrimonio abierto, un
matrimonio convenido. Él tenía sus aventuras y ella las suyas, cada cual hacía su vida y
no daban de qué hablar hasta que ocurrió lo de Edward. Ella parecía que estaba
dispuesta a dejarlo todo, pero al final, chica lista, se quedó con su marido. Una cosa era
la pintura con escupitajos y otra el montaje con la sauna y el sudor de pintura, que a
todas luces no ofrecía ningún futuro, porque, no creas, tanto a ella como a mí nos costó
asimilar la técnica de Edward. Después de todo, su técnica tenía un sentido metafórico y
poético, los cuadros eran tan hermosos, con mucha carga dramática, una apuesta
arriesgada, pero con una base conceptual muy sólida. Antes de la exposición Edward le
regaló ese cuadro. Cuando rompieron, ella se instaló una temporada en Italia, había que
poner un poco de distancia, yo me entrevisté con ella una par de veces en París. Al final
después de muchas idas y venidas terminó arreglando su matrimonio. Lógicamente ni
ella ni su marido querían conservar el cuadro. Y yo, por mi parte siempre me he
arrepentido de no poseer la serie completa, los diez cuadros, pues, como tú bien sabes,
es una única obra por entregas, está concebida de esa manera, como quedó patente en la
exposición. Ahora tengo tres y me he dicho a mí misma que conozco a las personas que
los compraron. ¿Cómo no iba a ser así si yo le proporcioné los compradores?, George
también se quedó uno, meramente por nada, por haber puesto el local. Su sonado
fracaso con las saunas, la falta de continuidad ofrece un futuro muy incierto, su
cotización es muy baja o nula. A mí, todo eso me importa un pito y, sobre todo,
representa una gran oportunidad para hacerme con ella. Esos lienzos son muy buenos,
112
pero dudo que los dueños aprecien lo que tienen. El mercado es pura patraña e interés
comercial.
Me parecía inconcebible que Lady Moura, con lo controladora que era de todo aquello
que le importaba, ignorase a aquellas alturas que yo era uno de sus vendedores
potenciales. Yo, por supuesto, no dije nada, por aquello del suelo resbaladizo, eso podía
ser una ventolera más, puesto que ella seguía muy centrada en la reivindicación de los
impresionistas ingleses y últimamente se había interesado por una pintora joven, de la
que se sentía protectora. Sin embargo, medio año después continuaba haciendo
pesquisas y cambalaches. Cada vez que mencionaba el tema, yo no sabía ya cómo
escurrir el bulto. Tenía mala conciencia, gracias a ella me estaba haciendo un nombre,
pero venderle el cuadro era traicionar a Eddy. Creí ver el cielo abierto el día en que me
dijo:
- Carlos, en realidad, tengo también el último cuadro de la serie, Exhalation Ten.
Yo sabía que eso era imposible, pero continué impertérrito, a verlas venir. Lady Moura
era astuta y en sus tejemanejes solía ir un paso más allá del resto de la gente, su cabeza
trabajaba las veinticuatro horas del día cuando algo le interesaba. Pensé que con aquel
comentario me daba pie a que confesase, que era una trampa, pero lo que dijo a
continuación despejaba todo sospecha sobre mí en el caso.
- Edward y yo teníamos un acuerdo que se saldaba con un cuadro más de la serie,
sólo que no nos poníamos de acuerdo en cuál. Yo quería el último, él me decía que
cualquier otro menos ese, lo quería conservar a toda costa, pero yo estaba en mi
derecho de elegir en justa correspondencia por mis desvelos y mi hospitalidad.
Discutimos mucho y no llegamos a ningún acuerdo. No obstante, cuando
abandonó el estudio, Exhalation Ten estaba allí. Lo tengo en el sótano, porque
tengo que confesarte que bien mirado ya no sé si es tan bueno o el mejor de la
serie. Uno tiende a idealizar lo que no puede conseguir. De todas maneras, en
cualquier caso hasta que no consiga reunir la colección completa no sabré qué es lo
que falla.
113
La mala noticia era que aquello no se detenía, su empeño no tenía trazas de parar, y a
medida que añadía un nuevo cuadro al botín, la bola se hacía más grande y mi mala
conciencia también. Yo quería confesar, pero como un Judas me vendía por unos
artículos de revista y por el prestigio que me estaba ganando. Un dilema que decidí que
resolvería como Eddie a modo de tobogán, como los niños que piensan que las cosas se
arreglaran por sí solas, con la buena fortuna y el azar. El momento de mayor tensión lo
viví cuando le tocó el turno al cuadro de George. Ella, sin embargo, volvió como un
sheriff después de haber detenido a un delincuente, había sido muy fácil.
- Asunto arreglado. Unos botes de tomate y listo.
El peor momento había pasado, George sabía perfectamente, porque yo mismo se lo
había contado, que Eddie me había regalado Exhalation Ten. Lady Moura tardó un año
más en completar el resto de la serie, y el día en que apalabró el último que le faltaba,
estaba pletórica, y pasó lo que tenía que pasar, lo inevitable. La serie al completo
colgaba de las paredes de su gabinete.
- Los he observado muy detenidamente, llevo despierta desde las seis de la mañana
y aquí hay algo raro, algo que no se corresponde, este Exhalation Ten no termina
de encajar, ¿no te parece?
- Yo lo veo bien, -mentí como un bellaco.
- ¿Sabes si había alguna intención premeditada en ello? Es raro, no recuerdo para
nada este desfase. Estoy un poco desilusionada.
Como digo su cabeza no paraba, seguía dándole vueltas a aquel enigma, su memoria
visual nunca la había traicionado. Era un martirio cada vez que volvía a insistir en el
tema. Hasta que un día exclamó sin venir a cuento porque estábamos en otro tema.
- ¿Crees que Edward fue capaz de engañarme?… ¿Y si lo hizo y lo que yo tengo es
una copia? Si lo observas detenidamente, veras que los trazos y la textura no se
corresponden, ni hay una correlación. Eso me plantea un dilema enorme. Lo lógico
es que se llevase el auténtico a Nueva York cuando él se instaló allí. Tendrás que
averiguarlo.
Ya no podía seguir escurriendo el bulto.
114
- No va a ser necesario, lo tengo yo.
Me defendí como un gato panza arriba, escuchó mis argumentos sin mucho interés, lo
único que le interesaba era cerrar el trato, pensando que era pan comido. Mis fidelidades
para con Eddie, no le interesaban, ni encajaban en su mentalidad práctica.
- A pesar de la decepción que siento, me das una alegría, este asunto lo vamos a
solucionar rápido: ¿Cuánto quieres por él?
Me lo decía como si me hubiese tocado la lotería. Se quedó muy sorprendida ante mi
negativa, llegó a ofrecerme cinco mil libras. Le dije que no era una cuestión de dinero,
que el cuadro no estaba a la venta, pero ella hizo oídos sordos continuando en sus trece,
fue subiendo la cifra hasta doblar la cantidad, mientras yo, educadamente, volvía a
repetirle lo mismo.
- Bien, si no es una cuestión de dinero, y no quieres vender el cuadro, podríamos
hacer un trueque.
Empezó por lo bajo, pero llegó a ofrecerme un Picasso. Pero yo seguía negándome.
Cambiando de tono, me dijo que su paciencia se estaba agotando. Me echó en cara que
me había ofrecido dinero por un cuadro que, en realidad, no era mío sino suyo, porque
ella ya había pagado por él.
—¿A quién en su sano juicio se le ocurre rechazar un Picasso? ¿Y tú eres crítico de
arte? Quién sabe, puede que George ya te haya ofrecido un trato mejor… ¿Lo ha hecho?
- No, -le respondí-, no tiene ninguna necesidad de hacerlo.
Aquello terminó de enfurecerla, más incluso que todas las negativas que le había dado,
estallaron las amenazas y las descalificaciones de todo tipo: nunca nadie volvería a
contratarme, que ya podía empezar a hacer las maletas… Lo primero que pensaba hacer
era hablar con el embajador para que hablase con el cónsul de Palma para asegurarse de
que nadie me contratase en la vida, podía dar por hundida mi reputación para siempre.
- Puede que lo consigas —dije sereno y sin alterarme— pero nunca vas a tener lo
que pretendes, nunca vas a tener ese cuadro.
En justicia hasta cierto punto Eddie había incumplido un contrato, me había regalado un
cuadro que no le pertenecía y le había hecho una copia. Yo entendía de forma tácita que
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era el depositario de Eddie y que quizá tratándose de ella sus exigencias habían sido
algo así como el derecho de pernada. Eddie había querido guardarse ese reducto y yo
era el custodio. Así que Lady Moura, a mí, como a Eddy, también me dejó en la calle.
Su malherida dignidad —o vanidad—clamaba venganza y no era flor de un día,
amenazó incluso con deshacerse de todo los cuadros, vendiéndolos por nada, aunque la
posibilidad de que George los comprarse y volviesen a la galería Lights and Signs la
frenó. James Watson volvía a sacar tajada en el asunto.
- No me fío de ninguno de vosotros, le dijo a Rick.
Muchas vueltas debió de darle al asunto, hasta que al final optó por ponerse en contacto
con Olegario, que no mostró mucho interés por esas obras. La convenció de que lo que
estaba haciendo Eddie en aquellos momentos era mucho más interesante, que había
vuelto a la figuración. le Describió sus nuevas obras con todo lujo de detalles y le puso
los dientes bastante largos. A la pobre mujer le estaba saliendo el tiro por la culata.
Después de aquella conversación la decisión final de Lady Moura fue eran los que
Eddie le había regalado, y le cambió a Olegario el Exhalation ten falso por uno de los
nuevos, considerando así, que había hecho un buen negocio. Mientras tanto el resto de
la serie terminó en el lazareto de Sir Lawrence. No quería remover más el asunto,
explicó a propios y extraños que, cuando los había tenido todos, no le habían
convencido, que se había llevado una gran decepción. Demasiado orgullo para explicar
lo sucedido. Como en las fábulas, saboreaba el momento en que Olegario le mostrase a
Eddie el cuadro, informándole también del destino que había tenido el resto de la serie.
Lo único que sé es que Eddie se llevó la copia de Exhalation Ten con la intención de
destruirla, el auténtico estaba conmigo a salvo.
Puede que mi relación con Lady Moura hubiese enfriado mi relación con Eddy, pero
había coincidido también con su momento más creativo y con sus idas y venidas de
Sonora. Al verano siguiente volvimos a Galilea, pero solo dos semanas. Eddie se sentía
muy solo y devastado, Ulrike, después de tantas entradas y salidas de centros de
desintoxicación, había muerto de una sobredosis. Teresa y yo nos enfrentábamos a un
futuro muy incierto, regresamos a Londres y en mitad de aquella zozobra Teresa me
anunció que estaba embarazada.
116
Lenny o la tiranía del lujo
A Lenny Gomera le gustaba pregonar a todo el mundo que el mejor momento de su vida
había sido cuando su marido le había montado la galería de arte. A pesar de que por
aquel entonces ya le estaba proporcionado la vida que siempre había soñado, colmando
todas sus expectativas: el pisazo de Palma, elegantemente decorado tan por el estudio
Dicasa, la possessió de Sineu, para agasajar e impresionar a todas sus amistades, su
coche de gama alta, el chófer, la asistenta y la cocinera, y cuando la ocasión lo requería,
podía contratar un mayordomo, un profesional auténtico, de los de oficio. Una vida,
también dedicada al cuidado de su cuerpo, que incluía tratamientos de belleza
absolutamente desorbitados. Y por si eso fuese poco, Paco tenía lo principal, era buena
persona y además la dejaba ir a su aire. En el retablo de la vida suprema que siempre
había soñado para sí misma, solo le faltaba tener una carrera profesional. Las jaulas de
oro no estaban hechas para Lenny. Su pretensión era que los demás la considerasen una
mujer actual, una mujer de su tiempo, y como toda la que se precie, por mucho que el
marido esté forrado, ha de pasar por tener un trabajo propio y de esa manera tener la
excusa perfecta para hacerse la víctima, que es lo que realmente le mola, esa es la
imagen que le gusta proyectar para proclamar a los cuatro vientos.
- ¡Qué difícil que es ser mujer en un mundo tan competitivo! ¡Llegar a todo! Una mujer
debe de reinventarse constantemente. Menos mal que Paco y yo formamos un buen
“tim”,” un buen equipo” -traduce para asegurarse de que la hayan entendido.
Con ese comentario quizá intente paliar también la falta de glamur de su marido, que es
veinte años mayor que ella. Un españolito de a pie, que roza el metro sesenta, barrigón y
corpulento, aunque lo más la afee sea su falta de empaque la vulgaridad de sus modales.
En eso no le anda a la zaga, pero la diferencia es que ella sí es consciente de ello, y en
consecuencia, lleva muchos años aprendiendo a enmascararlos. No en vano ella y su
galería han formado parte del negocio de la cultura. Afortunadamente, ella sí se ha
labrado una imagen, que ha contribuido a relativizar sus meteduras de pata en sociedad.
En la actualidad, instalada en una cincuentena imprecisa, no solo continúa espléndida
sino mucho más refinada desde que entendió que la clave era estar siempre perfecta en
apariencia. Esa ocupación ha consumido y consume gran parte de su tiempo, a veces
incluso más que la galería. Su vestidor es casi, una despensa de gourmet en la que pasa
horas y horas estudiando cada de los atuendos que ha escogido para cada temporada, en
117
la frontera siempre peliaguda entre la elegancia y la tendencia. Con la presión constante
de la rapidez con que cambia la moda, ahora toca, ahora no. Las marcas son su único
punto de apoyo en los momentos indecisos, y aún así, alguna que otra vez, suspende la
evaluación. La elegancia es como una entelequia que se le escapa a pesar de los golpes
de Visa. Paco siempre ha opinado que su mujer no compra, desvalija. Es la tiranía del
lujo, donde sin duda los complementos se llevan la palma, la peor de las pesadillas. La
llevan de bólido. Ahí realmente es donde se la juega. Incluso con un móvil, como
aquella vez en que acababa de comprarse uno con incrustaciones de oro, cuando
descubrió que todas los elegantes lo que manejaban era un Smartphone de tecnología
punta. Menudo ridículo de catorce mil euros, que dejaba a las claras su condición de
nueva rica: “Cosas de Paco, que no se entera”, llegó a decir.
En todo aquel asunto, la exposición pública que, según Lenny, conllevaba trabajar en
una galería, era el único escollo para Paco. Un papel para el que ella llevaba
preparándose toda su vida. Desde niña siempre había tenido un empeño frenético en
todo lo que supusiera figurar. Desde luego que su físico había contribuido a que así
fuese. La admiración que despertaba redoblaba su confianza y la hacía pisar fuerte.
Todo lo contrario que Paco, al que le gustaba pasar lo más desapercibido posible. Hasta
entonces en todo aquel afán de figurar no le había incluido en sus planes, pero con la
galería se le había metido en la cabeza que él necesariamente debía formar parte del
cuadro y que además tenían que formar una pareja estéticamente perfecta. Se puso tan
pesada con el tema que para su marido llegó a ser un auténtico calvario. Para empezar
hizo limpieza en su vestuario sin el menor miramiento, no le preparaba para comer más
que porquerías de régimen y, por si eso fuese poco, le había contratado a un entrenador
personal —un tal Isidoro, con el que Lenny congeniaba a las mil maravillas— que
aparecía a eso de las siete y media de la mañana para machacarlo a base flexiones
abdominales destinadas a erradicar su antiestética barriga. Tampoco faltaban en el
programa una ristra de ejercicios cardiovasculares, a base de correr y saltar hasta que el
desgraciado cuerpo de Paco se rebeló con un infarto. Sin embargo, una vez pasado el
susto inicial, el escollo, tuvo la cualidad de liberarle para siempre de aquel iluminado
del músculo, al que su mujer, ante sus amistades, se refería como el coach. Ella, por
supuesto, continuó entrenando su cuerpo con Isidoro; de su mente ya se encargaba ella
misma avivándola con ensoñaciones varias. Después de la debacle de la galería, no le
quedaba otro remedio que reinventarse. De su imaginación —que como su nivel de vida
118
volaba siempre a lo grande— emergía el arquetipo que satisfacía su ansia de eternidad,
esa que supuestamente conforma el mayor de los anhelos humanos, y que para ella no
era otro que ocupar un asiento en el front row de un desfile de alta costura en París. Una
meta cuya estrategia pasa, hoy por hoy, por la vía más honrosa y socialmente mejor
aceptada: la de los proyectos solidarios. “Eso da caché”, se dice. Su galería siempre
estuvo presta a ofrecer una obra, más o menos artística, para mercadillos y cenas
benéficas. Aunque eso no la quitaba de explotar al máximo a la chica que tenía
contratada en el negocio, mañana y tarde, a la que regateaba hasta el último euro de su
sueldo. Poco más o menos lo mismo que hacía con el servicio.
De momento ha conseguido que la inviten a los desfiles de Madrid, todavía tiene que
hacer muchos favores y tragar mucha tontería hasta que le llegue el turno de visitar
África, destino solicitadísimo, y —ya se sabe— los famosos tienen preferencia. Nada
se lo impide con el dinero de su marido. Si bien, cuatro meses atrás, hubo un momento
de pánico. Paco le comunicó explícitamente que había que apretarse el cinturón, reducir
gastos como fuese. Nunca había visto a Paco de aquella manera, parecía extenuado,
vencido. “Cosas de los negocios”, le dijo dando por zanjada la cuestión. No se le
ocurrió volver a preguntar. Transcurrieron tres semanas eternas, en las que fue testigo
mudo de las entradas y salidas de Toni, el hijo de Paco, que nunca ha traído nada bueno,
solo preocupaciones a su padre, y un tal Fernando Ledesma, el nuevo socio de la
empresa. Se encerraban en el despacho horas y horas. Lo único que se colaba, tras las
rendijas de aquellas puertas correderas de madera maciza, eran el tono subido de las
discusiones que mantenían y la humareda espesa de la ingente cantidad de cigarrillos
que allí dentro se consumían, que mucho se temía que fuesen de Paco, que tenía
prohibidísimo fumar. Lenny, como actriz consumada que es, vivió aquel suplicio de,
prácticamente, estar encerrada en casa y no poder gastar ni un duro, aparentando
tranquilidad y fingiendo encontrarse indispuesta. Afortunadamente la crisis se superó y
Lenny tenía luz verde para volver a las andadas. Atisbaba de nuevo ese punto luminoso
de verse recompensada por su altruismo, África estaba de nuevo a tiro. Cierto era que
todavía había que perseverar en el peloteo, pero la posibilidad de que Telva quisiera
hacerle un reportaje sobre su experiencia africana estaba cada día más cerca… Eso
sería el no va más, la pista de despegue. Nada se lo impide, de nuevo que Paco puede
hacer una contribución lo suficientemente generosa para que no tarden en proponerle
ese viaje, por si fuese poco, ahora posee un cuadro de casi cinco millones, para que
119
todas «las brujas» se vayan enterando. Naturalmente, se refiere a las señoras de la alta
sociedad palmesana, con las que la solidaridad hace que no le quede otro remedio que
tratar. Las puñeteras tienen buena memoria, total porque en una ocasión en mitad de una
conversación en vez de Botticelli dijo Bertolucci… A todas luces una confusión de lo
más tonta, cómo dudan de que no lo sepa. Se imagina sus risas y cómo se llevarían las
manos a la cabeza pensando que regentaba una galería de arte. Esas brujas le tienen
manía o es envidia. Visto lo visto, no sé a qué viene tanta clase. Sí, sí mucha barrera
invisible, pero bien que cobran los cheques de su Paco. La possessió había pertenecido a
la familia de una ellas, que desde luego no puede permitirse el nivel de vida que ella
lleva con su Paco. Un orgullo y una educación que desprecia, pero que también le pesa
como un código secreto que no sabe descifrar y hace que, a pesar de sus logros, todavía
le escueza su presencia. Sabe que en cuanto da media vuelta se volverán a reír de ella y
sus de sus meteduras de pata.
A todo eso le daba vueltas aquella noche mientras le colgaban el cuadro en el salón. Le
gustó ver como Paco permanecía abstraído contemplándolo, no pudo remediar
acercársele por detrás y estamparle un sonoro beso en la mejilla, mientras fantaseaba
con que, a raíz de la subasta, llegase a materializarse otro de sus sueños más anhelados:
crear una fundación, como está mandado, la Fundación Francisco Gomera Sánchez y
Lenny Tugores. Ya adivinaba las letras del rótulo y los subsiguientes honores.
120
El retorno
Rick se quedó con la galería cuando Olegario decidió volver a la docencia, que era
realmente lo que le gustaba. Le habían ofrecido un puesto en la New York University.
Mi vida, en cambio, se hallaba en otro punto muy distinto. Desde que éramos una
familia, Teresa y yo necesitábamos lógicamente ingresos, así que me puse a trabajar
como intérprete en las oficinas del Club de Mar, a veces también traducía los folletos de
los barcos y otras cosas de ese estilo. Teresa, pasado el tiempo de la crianza de nuestra
hija Julia, se dedicó en cuerpo y alma a preparar unas oposiciones de instituto y, como
los exámenes eran en Madrid, no le quedó más remedio que instalarse allí una
temporada. Durante su ausencia mis suegros, con los que nunca me llevé
particularmente bien, se hicieron cargo de la niña, quedó de manifiesto que se me
consideraba un inútil para esos menesteres, como para tantas otras cosas. Para mi suegro
haber conseguido de muy joven una plaza como lector de español en Cambridge, y años
después haber sacado una plaza de catedrático en St John's College constituían una
hazaña, que su ego, en mi opinión más que absurdo, no había conseguido digerir. A
pesar de haber pasado tantos años, nunca había conseguido bajarse de ese pedestal.
Además no le perdonaba, que todo lo inglés fuese siempre superior y criticase a los
españoles con tal saña y mala idea, que todavía me provocaba un desprecio mayor hacia
su persona. A su mujer no merece la pena que la mencione, era, sin ostentar título
ninguno, exceptuando el de ama de casa, incluso más estirada y estúpida que su marido.
Parece mentira que hubiesen sido capaces de alumbrar una criatura tan radicalmente
opuesta y encantadora como Teresa, que batalló para que me aceptasen y tantas veces
dio la cara por mí.
Hacía ya mucho que no estaba a mis anchas y decidí aprovechar la coyuntura lo mejor
que pude. Solía cumplir e iba comer con ellos, pero no cada día. Mis excusas, por otro
lado, eran bien recibidas y yo me escapaba, más de lo que hubiese debido, a Galilea o a
Deyá. Teresa obtuvo la plaza y eso nos dio cierta tranquilidad, pese a que a la vuelta,
ella no paró hasta conseguir que yo me matriculase en la universidad de Palma,
simplemente, para tener un degree que me permitiese también opositar algún día. Y lo
cierto es que me presenté unas cuantas veces, pero nunca conseguí aprobar. Me dediqué
sobre todo a dar cursos de inglés en centros privados y a dar clases particulares. Siete
años después de Julia, nació Jorge y tres años más tarde Ana. Así transcurrieron veinte
años de vida anodina en Palma. La vida vulgar de una familia de clase media que
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intenta subsistir honradamente. Con el tiempo Teresa empezó a alternar el instituto con
clases en la universidad, donde terminaría por obtener plaza. Aparentemente éramos un
matrimonio estable hasta que un buen día Teresa me dijo de buenas a primeras que
quería que nos separásemos. Sus palabras exactas fueron que estaba muy cansada de
tener que tirar de mí. Era un golpe bajo, pero lo entendía perfectamente. Después de
tantos años nuestro matrimonio no era sino una orilla llena de desperdicios con muy
pocas compensaciones. Como ya he dicho antes, fue entonces cuando me fui a vivir a
Galilea, allá intentaba asumir en soledad el desconcierto que me estaba provocando la
separación. En mi casa casi nunca sonaba el teléfono, como mucho mis hijos, por eso no
esperaba para nada la llamada de Richard Wilson, que en aquellos momentos, a
principios de los noventa, se dedicaba a asesorar a los yuppies y a los nuevos tiburones
financieros de Wall Street, al tiempo que colaborada muy estrechamente con las
omnipresentes y famosas casas de subastas, Sotheby’s y Christie’s. Tenía que recalar en
Palma y quería hacerme una propuesta. Me citó en una suite del Hotel Valparaíso. Me
recibió como un capo de la mafia enfundado en un albornoz blanco, había una legión de
secretarios a su alrededor. Me costó reconocerle por los retoques de cirugía que se ha
hecho, el pelo teñido, las cejas depiladas. Nuestra conversación se cortaba
constantemente por las llamadas que recibía en su teléfono móvil, casi una
extravagancia por entonces.
- Estos dichosos aparatejos. Era Madona
A pesar de conocernos tanto y durante tantos años, todavía se molestaba en buscar la
manera de impresionarme. Por lo que a mí respecta, algo enfermizo como era el que no
pudiese remediar hacerme testigo de la importancia de sus clientes.
- Te quiero proponer un negocio, quizá tú no vas de ese palo, pero puedo hacerte
ganar mucho dinero. Pensé en ti el otro día, la Whitechapel está preparando un
homenaje a George, y tú —“clic”— formas parte de la fotografía. Hablando con
Annabella Trifaldi salías a relucir constantemente. Huiste en el momento de
recoger los frutos, si hubieses perseverado… El negocio ha cambiando mucho, con
las casas de subastas hay mucho dinero en juego. Los marchantes y los galeristas
somos ahora marcadores de tendencias, ahí está la clave. ¿Te interesa volver a la
primera línea?
122
La propuesta de Rick me llegaba en plena de zozobra existencial y acepté tan
rápidamente que Rick se quedó perplejo. Quiero dejar claro que lo hice no porque
añorase volver a tener lo que se llama éxito social, sino porque no sabía cómo resolver
mi vida. La herida estaba muy reciente, aunque, en realidad, lo que me pasaba era que
me veía incapaz de salir de la encrucijada que se me planteaba a partir de entonces:
cómo seguir con mi vida familiar en solitario, después de haber disfrutado durante
tantos años de la comodidad y la estabilidad que en ese sentido me había dado mi
matrimonio. La ocasión de tener que viajar y ausentarme a menudo resultaba ser la
escapatoria perfecta. Y por supuesto, también me ofrecía la oportunidad de liberarme de
mis estudiantes, de no tener que aguantarlos unos veinte años más, de corregir sus
trabajos, algo que cada día podía soportar menos. Después de todo, parecía que todavía
tenía una flor en el culo, como mi padre había vaticinado muchos años atrás.
Y fueron diez años fructíferos, que me proporcionaron la calidad de vida de la que
disfruto hoy, diez años de feliz cautiverio y pocos escrúpulos. Mi cometido se
circunscribía a mi labor de crítico en la prensa estratégica y especializada. Era la
comparsa y el contrapeso de Rick para promocionar su galería y los artistas que a él le
interesaba encumbrar. Luego era mucho más fácil convencer a los clientes para que
comprasen cosas absurdas, y lo bueno es que casi siempre lo conseguía. Me gustase o
no, Rick también me vendía como a uno de sus cuadros. Debuté en la Whitechapel,
después de todo había sido la otra mano derecha de George en los años Swinging
London, que era tal y como Rick me había presentado. Mi papel me obligaba a ir
siempre muy bien vestido, unos modales estudiados y a procurar dejar a los demás en
outside cultural. Mis comisiones eran mucho mejores que mi sueldo. Cuando hube
reunido lo que consideré suficiente, compré la casa de Galilea y me instalé con la
intención de pasar apaciblemente los últimos años de mi vida, haciendo única y
exclusivamente lo que me pidiese el cuerpo. Mi separación ya me había servido de
excusa para entregarme a la bebida con más libertad y más de lo habitual, y ahora podía
empezar una novela, intentar comprender mejor a mis hijos y que ellos hiciesen también
ese esfuerzo conmigo. Así he vivido los últimos doce años. En los que la bestia del
mercado del arte ha continuado alimentándose y retroalimentándose con cifras cada vez
más astronómicas y absurdas, que poco a poco han llegado a carecer de sentido. Un
cotarro dirigido por unos cuantos embaucadores espabilados, que actúan en su propio
beneficio, que saben, perfectamente, que lo que causa mayor admiración hoy en día es
123
el valor monetario, no una pieza en sí misma, que no hay criterio estético capaz de
contravenir ese hecho. Sobre todo, si esa pieza se jalona de irreverencia, de per se, fácil
y oportunista, de vulgaridad obscena, que convence a multitudes o al menos a los que
las asocian con la modernidad y la amplitud de miras, superando a mi juicio con creces
cualquiera de las expectativas que George hubiese podido hacerse el día de nuestra
primera conversación.
Una vez jubilado, yo procuraba no asistir jamás a las inauguraciones, salvo a los cuatro
compromisos ineludibles. Un día me di cuenta de que había dejado de recibir
invitaciones. Fue como si cesase de golpe un ruido molesto. Nunca había llegado a
integrarme en el círculo de los galeristas de Palma, conocía el ambiente y a algunas
personas, pero solo en la medida que le había resultado útil a Richard. Entre ese nutrido
grupo se encontraba Lenny Gomera, a la que tenía fichada como asidua de la crónica
social del Diario de Mallorca. Una mujer de muy buen ver, todo un personaje, que
cuando menos, siempre me había resultado curioso.
Dos o tres días después de la subasta, su voz atropellada me hablaba desde el otro lado
del auricular, recodándome que Sonsoles Marcos, la afamada galerista madrileña, nos
había presentado en ARCO y que necesitaba, urgentemente, hablar conmigo. Fui a su
casa y me encontré con que, de la pared de su suntuoso salón, colgaba lo que yo intuí
que debía de ser la réplica de mi Exhalation Ten, cuadro que yo sólo había tenido
oportunidad de ver en el gabinete de Lady Moura y que, supuestamente, Eddie se había
comprometido a destruir.
Me explicó que lo había adquirido en una galería de Palma, que estaba a punto de
cerrar. Fue Sonsoles la que de pronto exclamó con alborozo e incredulidad:
- ¡No puede ser!… ¡Un Edward Abbott!
- ¿Te gusta? —inquirió el encargado de la galería.
- Me encanta. Lo he reconocido inmediatamente. Yo estuve en la inauguración en
Londres
- No me digas —respondió regocijado y enzarzándose en una espiral de filtreo de
versados en la materia.
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Sebas llevaba un par de años trabajando en la galería de Manolo Urrutia, un galerista de
cierto prestigio, que en aquellos momentos era más famoso y mejor conocido por su
labor al frente de la Fundación del SIDA. Sonsoles y él siempre habían congeniado.
Sebas les explicó que creía que Manolo había comprado el cuadro en un concurso de
acreedores. Las últimas noticias que yo había tenido de los Abbott andaban por esos
derroteros. Paul, a pesar de que le hubiesen diagnosticado una cirrosis galopante,
continúo bebiendo como un cosaco, hasta que su enfermedad se lo llevó a la tumba. La
muerte de Eddie había terminado de destrozarle. Nancy no le andaba a la zaga: al borde
de la ruina, iba vendiendo todo lo que poesía y se justificaba diciendo que no tenía a
nadie a quien dejar la obra de su hijo.
—Era una mujer asombrosa. Yo lo compraría, pero Stephan me echa de casa, ya no nos
cabe nada más.
Ante la expresión confundida y de no entender de Lenny, Sonsoles, condescendiente, se
resignó a bajar de la peana y comenzó a explicarle la clase de artista que había sido
Edward Abbott, al que calificaba de maldito, y lo que representaba como precursor del
Inner art. Le explicó también en qué consistía su técnica de exhalación de la pintura, su
jugueteo con su cuerpo con las saunas de pintura, hasta su vuelta a la figuración y su
trágica desaparición en Méjico. Lo interesante de aquel cuadro era lo representativo de
una época que era y que formase parte de una serie. Dijo que aquel hallazgo era como si
descubrieras que en la bodega de barrio vendían un reserva a un precio irrisorio.
Sonsoles, que veraneaba en Mallorca de toda la vida, se había convertido sin que
realmente se lo hubiese propuesto en la mentora de Lenny. “Tienes que ser tú misma”,
le decía, y Lenny se lo tomó al pie de la letra, si bien tomando a Sonsoles como modelo
e inspiración en aquellos años de aprendizaje. Lenny valoraba mucho lo que
consideraba que había hecho por ella. Sonsoles, en sus propias palabras, le había puesto
en el camino, había guiado sus pasos por una línea segura. Todo lo había aprendido de
ella. Tenía tanto estilo. A Lenny le hubiese gustado nacer en una familia como los
Marcos, jalonada de intelectuales de prestigio. “Somos facilitadoras de arte”,
puntualizaba Sonsoles, añadiendo a continuación.
- El arte no es para todo el mundo. Es irritante intentar entenderte con alguien que
no habla tu idioma, empezando porque en el colegio no se nos educa a mirar… Ni
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en el colegio, ni en la universidad. Luego está la cuestión de la emoción. Nadie
puede obligarte a sentir. No creo que haya que intentar convencer a nadie.
“Qué necia es la gente”, se decía a sí misma, mientras Sonsoles peroraba, una Lenny
engrandecida por aquellas confidencias, que la situaban en el Olimpo de los entendidos.
Fueron inseparables hasta su muerte “La prestigiosa galerista madrileña, hoy,
tristemente, desparecida, después de una larga enfermedad” había leído en los
periódicos. Lenny se consideraba su abanderada, siempre dispuesta a seguir su estela y
el legado que había dejado. Antes del desembarco de Sonsoles Marcos en su vida,
Lenny era el prototipo de tía buenorra, enfundada en estrecheces, que resaltaban todos
sus atributos. Ahora, con quince quilos menos, estaba en la lista de las elegantes. Y los
hombres que se le acercaban eran también de otro estilo. Así que su camino de
redención se fue consolidado. Sin olvidar que Lenny, gracias a las subvenciones que
había recibido por parte del gobierno de la comunidad autónoma, con o sin la ayuda de
su marido, había viajado por las principales ferias internacionales la friolera de veinte
años, dando a conocer a numerosos artistas locales. Ese fenómeno de las subvenciones,
de las que antes de la crisis se beneficiaban muchos, nunca había dejado de
sorprenderme, y poco tiene que ver con buscarse la vida, como ocurre en Londres o en
Estados Unidos. Desde el principio vislumbré que aquello encerraba el peligro de
convertirles a todos en pésimos gestores, por ya que si uno se acostumbra a alargar
simplemente la mano durante años y años, es un poco como acostumbrarse a vivir del
cuento. Por eso no tiene nada de extraño que el gremio de los subvencionados se fuese a
pique a medida que se las iban retirando. Sería injusto no decir que Lenny había
cosechado grandes y sonados éxitos. De entre todas las piezas que habían pasado por
sus manos, su preferida es un ready-made, titulado M’ennyor, su obra fetiche.
- Me encanta, es un redimid, prosaico, pero tan sugerente. Los mallorquines nunca
llegamos a separarnos de la Roqueta.
Para Paco la pieza favorita de su mujer no es más que una greixonera, esto es una
cazuela de barro, pintarrajeada y con un tarjetón dentro donde se lee “sopes
mallorquines”.
¿La Roqueta?… —inquiría un cliente potencial.
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—Mallorca. No me digas que nunca antes lo habías oído. ¿Cuánto me dijiste que hacía
que vives aquí? Tres, dos años, bueno, no debes haberte relacionado con muchos
mallorquines.
El cliente retrocedió para ganar una nueva perspectiva sobre la cazuela, mientras ella le
explicaba con todo el encanto que era capaz de reunir.
—Fíjate en la simbología, en la asociación de materiales y conceptos que crea: tierra,
barro, artesanía autóctona, comida mallorquina, no existe un objeto que sintetice mejor
el concepto de añoranza. Es genial. ¿Qué te inspira a ti?
El cliente potencial, apurado por aquel torrente de entendimiento artístico, se
preguntaba cómo iba a salir, honrosamente, de aquel lance.
—Bueno, tú lo has dicho todo.
—No, hombre, no. Tiene que ser algo radicalmente diferente, para empezar no eres
mallorquín, una greixonera no puede tener para ti las mismas connotaciones que para
mí. Las sopas mallorquinas no tienen nada que ver con una escudella.
La habilidad de su mujer no dejaba de asombrar a Paco. “Si el redimid o como se
llamase, pensaba Paco para sus adentros, consiste en que coges un cacharro cualquiera y
lo descontextualizas, nuestro día a día está lleno de ellos”. Cuando se desnudaba le
gustaba lanzar los calcetines al aire, sin perderlos de vista hasta que caían,
aleatoriamente, al suelo. ¿Sería la disposición que había resultado de su lanzamiento
también una obra de arte? Por la cuenta que le traía, mucho se guardaba de confesar si
todo eso del arte no era sino una inmensa tomadura de pelo. La cuestión fundamental
estaba en que, si una greixonera era una pieza muy buena, ¿por qué no iba a serlo un
cuadro de mercadillo pintado a base de spray, que él le gustaba treinta veces más?
- Porque, eso, Paco, es un suvenir… Todo es vino, pero no es lo mismo un reserva
que un tetrabrik.
- Bueno, ¿y quién podría impedir que alguien pusiera el contenido de un tetrabrik en
una botella de reserva?
- Ay, Paco, no digas tonterías.
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Lenny le tenía prohibido expresar en público esas ideas. El pobre Paco no entendería
nunca nada, pero por lo menos le hacía caso en no dar su opinión. Solo en la intimidad
de la alcoba Lenny le permitía que hablase a calzón quitado sobre las obras de arte,
mientras ella se regodeaba en lo que él calificaba de “Programas de gritos”,
- Te interesa más la vida de todos estos que la mía, le recriminaba cariñosamente. Si
te examinasen sacarías matrícula de honor, te lo sabes todo de pe a pa.
Tengo que confesar que pase unas horas bien entretenido. A su manera, Lenny resultó
ser muy simpática y ocurrente. Nadie podía negar que no tuviese don de gentes. Nos
tomamos un par de copas y nos marcamos un filtreo, algo que con ella parecía
inevitable. En fin, que es una mujer muy guapa y sabe como explotarlo. Yo, antes de
abandonar su casa, y con respecto al caso que me ocupaba, continué siendo fiel a mi
propio estilo. Salí del paso como pude limitándome a ponerla en contacto con Richard
Wilson, cosa que me agradeció muy efusivamente.
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La avaricia rompe el saco
¡Qué mundo tan absurdo!, pensaba Paco Gomera Sánchez, abrumado como estaba, al
día siguiente de haber tenido lugar la tasación del cuadro. Una obra que ayer podía valer
cuatro millones y medio, hoy, confirmado que no se trataba del auténtico sino de una
copia, podía quedarse en muchísimo menos. El pobre circulaba a las cuatro de la tarde
por la carretera de Sineu. Un calor, insufriblemente bochornoso, hostigaba todo su
cuerpo ese día de mediados de julio. Pero dos infartos y los siete stens le obligaban a
llevar la ventanilla abierta. Su reencuentro con el tabaco había sido tórrido y secreto
como el de los amantes. Su mujer no se iba a tomar precisamente a broma ese romance,
que era, a su vez, presagio de que las cosas no volvían a marchar bien. Para evitar que el
olor pudiese delatarle no le quedaba otra que prescindir del aire acondicionado de
última generación de su despampanante Mercedes. Al margen del asunto del cuadro, las
cosas se habían empezado a poner mucho más feas de lo en un principio pensaba. Desde
la noche de San Juan, Paco fumaba a escondidas y dormía poco y mal. Sabía que en el
asunto de las comisiones y los concursos amañados había tenido la perspicacia de no
dejar ni rastro, había, por decirlo de alguna manera, esquivado la ola, pero en lo que
hacía referencia a los tejemanejes en los que le había metido Toni, era sólo cuestión de
tiempo que las salpicaduras terminasen por dejarle con el agua al cuello y esa certeza le
tendía una celada de constante desasosiego. No entendía cómo, tras esquivar la ola, se
había dejado embaucar por su hijo en algo mucho más truculento y delictivo,
probablemente lo más estúpido que había hecho en toda su vida. ¡Maldita debilidad de
carácter!
Tampoco contribuía a aplacar aquel calor lo que llevaba puesto, un pantalón y una
camisa —obra de un diseñador, tan ponderado, como prohibitivo— que por alguna
ilógica razón era incomoda y le sofocaba. La mezcla de tejidos con los que había sido
confeccionada, especificados en una etiqueta más propia del prospecto de un fármaco,
dejaba escaso margen al algodón o al lino en favor de una mezcla de tejidos sintéticos;
el pantalón era, sencillamente, incomodísimo, abusaba, con avaricia, de las medidas,
mal llamadas, estándar, que a la hora de la verdad sólo una escasa minoría suele poseer;
ese apretujamiento había empeorado durante las últimas semanas, en las que Paco había
dado rienda suelta a todo lo que tenía prohibido: cervezas a media mañana acompañadas
de un bocadillo o una tapa, comidas abundantes y sabrosas, regadas con vino, para
terminar con su cafelito y su copita de coñac. El resultado era que los logos de aquel
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diseñador, oprimidos entre sus carnes, parecían exhalar un último suspiro, de manera
que el supuesto refinamiento de su atuendo se desvirtuaba en un contrasentido irrisorio.
Lo mismo que una fotografía de feria, esas del agujero de cartón, en las que cara y
cuerpo resultan ser una combinación grotesca, como la del barbudo con cuerpo de
sirena. El carácter práctico y prosaico de Paco nunca se había avenido con toda aquella
cuestión tan absurda, como insondable, en la que se ha convertido la moda y en la que,
muy a su pesar, su mujer no era más que otra víctima. Quejarse tiene tan poco futuro
como los estudios de filología en las universidades españolas. Ella siente una
veneración quijotesca por los diseñadores, y si él osa protestar, le tacha de
desagradecido, porque tiene que estar muy orgulloso de todos sus resultados, siendo los
logos la prueba fehaciente de ellos.
- La ropa marca la diferencia entre las personas. Los caballeros medievales llevaban
armadura, que debía de ser mucho más incómoda, y no se quejaban.
Ya a la entrada de Palma, Paco apura con fruición las últimas caladas del cuarto
cigarrillo en apenas media hora de trayecto. La situación no es para menos. Se mira en
el espejo retrovisor y se alisa con fuerza los cabellos. Antes de acudir a la cita con su
abogado quiere echar un último vistazo a la galería. No sabe exactamente por qué, pues
allí no hay nada que rascar. A lo mejor lo único que desea es estar sólo, en un lugar
dónde nadie vaya a incomodarle. El local que ocupaba la galería está situado en una
bocacalle de una plaza de la que nunca ha sabido el nombre, todo el mundo se refiere a
ella con el nombre del chiringuito que tiene situado en el centro, el Alaska. Margalida y
él, de novios, iban siempre a la salida del cine los domingos por la tarde. Las
hamburguesas eran suculentas y las patatas fritas como Dios manda. Todo pasó tan
deprisa, que todavía siente una punzada aguda de nostalgia. Poco sabe de su primera
mujer, su hija Catalina ya le informó, en su día, que su mamá había rehecho su vida. Un
hecho que hoy parece recobrar en su interior un anhelo lejano, una añoranza imprecisa,
como cuando está a punto de llegar la primavera. Le duele lo que sin razón dejó escapar
a cambio de una devoradora de “programas de gritos”, con los que resignadamente se ha
acostumbrado a convivir. La única vez que Margalida se puso en contacto con Paco fue
por carta. Acudía a él porque estaba desesperada, no sabía ya qué hacer con Toni. La
pobre mujer había descubierto que su hijo, después de tres años en Madrid,
supuestamente estudiando en la universidad, no estaba ni siquiera matriculado, entre
otras cosas, porque nunca había conseguido aprobar el BUP. Nadie ha llegado a saber, a
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ciencia cierta, qué se dedicó a hacer, aparte, claro de representar aquella farsa, en la que
se involucraba hasta el detalle incluso ante sus compañeros del colegio mayor,
simulando horas y horas de preparación de exámenes y de concentración en sus
estudios. Una vez destapado el pastel, Toni alegó en su defensa, por toda explicación,
que el motivo que le había impulsado a obrar de aquella manera era porque quería entrar
cuanto antes a trabajar en la empresa de sanitarios de su padre, pues temía que, si no se
daba prisa, cualquier otro le pudiese quitar el puesto que por derecho le correspondía.
Paco no vaciló ni un instante en hacer lo que ella le pedía Margarita. La mala conciencia
por haberles abandonado siempre pesaba en sus decisiones. Catalina, la niña, lo mismo
que su madre jamás le dio ni un solo quebradero de cabeza. Era diligente y responsable.
Estaba casada con un buen chico, el hijo del propietario de una empresa cárnica, con el
que llevaba una vida confortable y económicamente holgada. Su única ambición había
sido poseer la tienda de objetos de regalo y decoración, que, por supuesto, había
subvencionado en su totalidad su padre. Catalina congeniaba con él, pero no podía
sufrir a Lenny, con lo que padre e hija se veían lo indispensable. Sin embargo, Toni, a
pesar de lo apegado que estaba a su madre, se veía obligado a jugar a dos bandas. No es
que quisiese llevarse bien con Lenny, es que tenían muchas cosas en común. Estaban
hechos de la misma pasta, todo lo que fuese figurar les perdía. El chico pasaba más
tiempo entre fantasías y ensoñaciones que revisando los contratos de ventas, que debía
aprender a gestionar, y el sainete sobre sus estudios universitarios seguía en cartel
siempre que se presentaba la ocasión, preferentemente, delante de los clientes. Toni se
presentaba como licenciado en económicas y en derecho, y lo peor, lo decía con tal
convencimiento que hasta el propio Paco dudaba de que no fuese cierto. Aparecía cada
mañana a la hora que se le antojaba, con el pelo engominado e impecablemente vestido,
al estilo de Mario Conde, al que le profesaba una admiración malsana y de pura
fachada. Sólo tenía buenos modales con los clientes y con su padre. Con el resto se
comportaba como un déspota tratando a la gente a patadas. Los delirios de grandeza de
Toni fueron dejando en el seno de la empresa un reguero de descontento y de malos
entendidos, que Paco no llegaba a atajar, su mala conciencia se lo impedía. La situación
se volvió sumamente grave cuando los desplantes de Toni le pusieron en la tesitura de
tener que elegir entre Tomeu Coll, su mano derecha desde los inicios de la empresa, y
su propio hijo. Menos mal que aquello coincidió con la venta de la empresa de
sanitarios que evitó la toma de aquella penosa decisión. Afortunadamente para Paco,
Toni al poco tiempo de trabajar en la constructora, le dijo a su padre que quería volar
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por su cuenta, que le diese en vida la herencia que le tuviese que corresponder. Tan
agobiado estaba Paco con todos los problemas que le causaba que decidió dárselo,
consciente de que aquello era lo mismo que dar un salto al vacío. Sin embargo, Toni,
una vez independizado de su padre, salió adelante y llegó a montar, según él, un
pequeño “holding”. Se dedicaba a comprar empresas en quiebra que reflotaba y volvía a
vender, iba trampeando o eso parecía. De vez en cuando le pegaba algún que otro
sablazo a su padre y vuelta a empezar. A Paco no le importaba hacerlo y siempre le
había socorrido hasta que en el año 2009 puso en conocimiento de su hijo que no le
podía seguir ayudando. No tenía ni para pagar a sus empleados. La crisis del ladrillo y
la moratoria estaban acabando con él. Tampoco disponía de la reserva de capital
destinada a casos de emergencia, que era, precisamente, de donde había ido sacando el
dinero para Toni y para seguir manteniendo el tren de vida de su mujer. Estaba a punto
de declararse en quiebra, y si lo hacía estaba obligado a responder con su propio
patrimonio. Toni le dijo a su padre que no pensaba dejarle en la estacada, que iba a
poner su experiencia en el tema a su disposición para maquinar cómo ayudarle a salir
del problema. Un día se presentó en su casa con un tal Vicente Ledesma. Toni y él
habían diseñado un plan para salvarle de la ruina. Paco esperaba obtener de ellos una
inyección de capital, pero la propuesta que le hicieron fue muy diferente. Vicente
Ledesma se comprometía a comprar la constructora, bueno, en realidad, a simular que lo
hacía, ya que de esa manera Paco podría conservar su patrimonio personal. Ledesma
utilizaría distintos métodos para llevar a cabo la descapitalización sin levantar
sospechas, justificando las partidas en base a su sueldo y otros gastos propios de la
nueva organización de la constructora o derivando cheques a otras sociedades
haciéndolas pasar por inversiones, con el propósito de evadir el dinero a paraísos
fiscales. Paco, a pesar de la desconfianza y de sus muchas dudas, se agarró a ese clavo
ardiendo: era eso o el precipicio. Incluso llegó a convencerse de que era lo mejor para
todos. Si conseguía conservar su patrimonio, tendría la oportunidad de empezar de
cero, y esa vez, se juraba a sí mismo que lo haría jugando limpio. Pasado un tiempo
prudencial, la constructora se declararía en quiebra e iría a concurso de acreedores. Con
lo que no contaba Paco era con que el tal Ledesma fuese un sinvergüenza y que por
otros negocios, que no tenían que ver con su constructora, le hubiesen detenido acusado
de malversación. Toni le aseguraba a su padre que no soltaría prenda de lo suyo por la
cuenta que le traía, suponía cargar con otro delito. Para Paco sólo era cuestión de
tiempo. De modo que en sus oídos aquella tarde sólo resonaban palabras cargadas de
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malos augurios: embargo, impago, fraude, evasión… que encadenadas le llevan a pensar
que lo peor estaba a punto de llegar.
Generalmente, Paco, en los asuntos de la galería, se había limitado a pasar cuentas con
el contable, pero el asunto del cuadro le obligaba a intervenir. Antes de querellarse
quería saber si existía esa posibilidad, de ahí la cita con su abogado. Las averiguaciones
que había encargado llevaban al letrado a la conclusión de que no había indicios de que
la venta hubiese sido conscientemente un fraude. El galerista Ramón Urrutía le había
comprado el cuadro a la madre del artista, qué mejor garantía podía ofrecer sobre su
autenticidad, y, además, se daba la circunstancia de que tanto Nancy Abbott como
Ramón Urrutia habían fallecido, así que, a quién podía hacer una reclamación. La
transacción había cumplido todos los requisitos legales. Otro rayo de esperanza que
comenzó a esfumarse cuando Lenny se puso en contacto con Richard Wilson, el primer
marchante de Edward Abbott, que expresó serias dudas de que pudiese tratarse del
auténtico. Después de tenerlos más de dos meses en vilo, debido a sus múltiples
compromisos, se dignó a viajar hasta Palma, como un favor especialísimo, en atención a
la amistad que le unía con su antiguo colaborador, Carlos Moragues. Los gastos del
viaje y la estancia, para que fuese a su casa para ver el cuadro, corrieron por cuenta de
Paco, y no fueron, precisamente, moco de pavo. Lenny se encargó de ir a buscarlo al
aeropuerto.
- Es “gaí”, solo basta ver com se belluga. No te preocupes, chapurrea el castellano, ha
pasado muchos veranos aquí y por Ibiza. Llevaba más perfume que yo. He pasado
un fum… y bien alerta para que no se me escapase «maricón».
Y fue ese inglés, maricón, el que tuvo que joder la marrana. Lo miró, se aproximó, tanto
que parecía husmearlo, y les aguó bien la fiesta al manifestar que su Exhalation Ten no
le parecía que fuese el auténtico, que estaba ninety-nine hundred per cent sure. Les
aconsejó, dada la técnica que había empleado el artista para su realización, que cabía, en
todo caso, hacer una prueba de ADN, por aquello de las mermeladas y la leche
condensada. Casi les dio enhorabuena por ello, porque esos asuntos normalmente solo
se resuelven mediante una minuciosa y costosa tasación.
- En el mejor de los casos podía tratarse de uno de los estudios o de una copia del
propio artista, pero no puedo garantizarlo.
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- Luego añadió quitando hierro al asunto: Pasa constantemente, nos ha pasado a
todos. Una copia, si es auténtica también tiene su puesto en el mercado, aunque por
supuesto no valga tanto ni mucho menos.
Paco estaba perplejo, no entendía nada de eso del ADN, la mermelada y la leche
condensada. Lenny por lo visto sí, aunque se lamentaba tumbada en la cama con una
tila. El asunto del cuadro la estaba hiriendo en su orgullo mucho más que si su Paco,
cosa muy improbable, le hubiese puesto los cuernos.
- Quin disgust! i quin mal de cap!, se lamentaba Lenny sin salir de su asombro
Luego explicaría a sus amigas, que cuando le dieron la noticia tuvo que coger el
porcheé para ir a dar una vuelta y despejarse, pero como las piernas le hacían higo, es
decir, no la sostenían, tuvo que volver a casa y echarse en la cama.
“Lenny tiene tan buen ojo”, le adulaban todos, y él, satisfecho, veía levitar a su mujer,
mientras se bebía una copa de vino blanco levantando el dedo meñique, finísimo, y
haciendo gala de su habitual coquetería. A Lenny le encanta que la adulen, que le digan
piropos. Los recibe como una gallina clueca, con grandes espavientos de alegría. Y
ahora toda esa panda de aduladores… ¿qué?… Se estaría riendo a mandíbula batiente.
- Cuánta razón tenías, Paco en desconfiar de ellos”, le decía. La culpa la tuvo
Sonsoles Marcos, que Dios tenga en su gloria. Ya ves tú, al final no era tan
experta…
Paco le correspondía asistiendo con el gesto de yo lo sabía de toda la vida, al tiempo
que lo extrapolaba a su situación y futuro tan negro. Puesto que a medida que pasaban
los días cada vez tenía más claro que, en todo aquel entramado que habían urdido, el
único que iba a salvar el culo era su hijo.
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In my mind’s eye
Los ánimos en mi casa, para qué voy a negarlo, estaban alterados; el dinero siempre
cambia las cosas y, por mucho que me costase reconocerlo, mi familia no era una
excepción. El tinglado empezó a armarse cuando les puse al corriente de que había
decidido vender Exhalation Ten y repartir íntegramente el dinero entre ellos. Yo no lo
necesitaba, ni nunca había formado parte de mi plan de jubilación. La opción que nos
convenía más, de todas las que barajamos, era subastarlo en Estados Unidos como se
había hecho con Exhalation One. Estábamos pendientes de que la Junta de Valoración
de Bienes del Patrimonio Histórico nos autorizase a exportarlo. Olegario Requena,
alegando ser el propietario legítimo de Exhalation Ten, había cursado la solicitud. Era la
treta que Rick y yo habíamos maquinado para que nos permitiesen llevar el cuadro a
Nueva York. La petición se fundamentaba en que por razones ajenas a su voluntad,
sobrevendidas por las circunstancias en las que había tenido lugar la muerte de Edward
Abbott, el cuadro había permanecido durante todos esos años en paradero desconocido,
hasta que la subasta de Exhalation One, el primer cuadro de la misma serie, había hecho
posible localizarlo.
Mientras tanto, Rick empezaba a encargarse de los pormenores de la subasta en Nueva
York, y yo bregaba con mis hijos. Teníamos que decidir cuál era la mejor manera de
que percibiesen su parte. Ahí empezó la pesadilla. Cada uno de ellos, con su cántaro de
leche en la cabeza, defendía una manera diferente de hacerlo, enzarzándose en
discusiones interminables sobre si era mejor traer el dinero a España, dejarlo depositado
en Estados Unidos o cobrarlo en negro; tampoco se ponían de acuerdo en la cantidad de
comisión para Olegario y Rick que yo les proponía. Estaban sacando lo peor de ellos
mismos, desde la dulce y entregada Julia, pasando por esa patada en el culo, que
siempre ha sido Jorge, hasta la ladina y egoistona Ana. La onda expansiva que se había
generado con la subasta de Exhalation One había alcanzado su cénit y me estaba
desbordando. La responsabilidad que implicaba intentar resolver, aunque fuese en cierta
medida, el futuro de mis hijos y el riesgo que corría de que se descubriese la argucia que
habíamos urdido Rick y yo, me inquietaba mucho y ese constante estado de alerta había
empezado a afectarme físicamente. No me encontraba nada bien, sobre todo, cansado,
extenuado como si me hubiese matado a hacer ejercicio, pero tenía que seguir tirando
del carro, pasarme el día pegado al teléfono, bajar a Palma o esperar a que mis hijos
subiesen a Galilea. No sabría decir cuál de las dos posibilidades me fastidiaba menos.
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Realmente, se me hacía cuesta arriba tener que pensar en su bienestar. Principalmente
porque, cuando estalló el torbellino de la licitación, yo me hallaba en un momento de mi
vida en el que había comenzado a cifrar las cosas desde una perspectiva completamente
diferente.
Estaba a punto de cumplir los setenta. Y no era el hecho de envejecer lo que me pesaba,
sino la sensación, cada vez más evidente, de no pertinencia, de no entender el mundo
que me rodeaba, de no formar parte de sus valores, del constante asombro, que en
sentido peyorativo, puramente mecánico, me provocaba lo que ocurría a mi alrededor.
Lo que yo valoraba ya no le interesaba a nadie. Lo único que intentaba era subsistir. En
principio había decido huir de todo lo que pudiese agobiarme, como las aglomeraciones
de gente, especialmente las que se forman cuando acuden en masa a comprar. Ese afán
por consumir me dejaba siempre perplejo, a pesar de que yo lo considerase uno de los
mejores exponentes del signo de nuestros tiempos y que, por eso mismo, no hacía sino
que agudizar el desapego que ya de por sí sentía. Echaba de menos la vida de antes, y
no era nostalgia. Lo que me hacía sentir insignificante era la sensación de falta de
control implícita en el mundo virtual, y que la mayor parte de la existencia de las
personas estuviese dominaba, para lo bueno y para lo malo, por un código binario, por
una combinación infinita de ceros y unos. En la que yo entendía que se perpetuaba una
extralimitación de todo lo imaginable. Un goteo inabarcable de opiniones e información
a merced de cada uno de los habitantes de la Tierra. La “rebelión de las masas”,
preconizada por Ortega y Gasset, se había hecho realidad de una manera descomunal y
desproporcionada, convertida en una suerte de conversación planetaria, que sobrepasaba
toda mi capacidad de raciocinio y comprensión.
Galilea era mi único refugio, en parte porque continuaba siendo un poco tierra de nadie;
delimitaba los vértices de mi vida, apacible y carente de pretensiones a menudo
reducida a lo más simple como, por ejemplo, salir a fumarme un cigarro mientras
contemplaba como caían las estrellas fugaces. Eso, en mitad del silencio de la noche,
me proporcionaba una sensación de plenitud pasmosa, que yo identificaba con el
paraíso, como si fuese el único habitante en la superficie de la Tierra. Llevaba muchos
años viviendo solo, al final había aprendido a sobrellevarlo, en parte, porque mi rutina, a
la que no estaba dispuesto a renunciar, echaba para atrás a cualquier candidata. Era
como un perro, comía y dormía cuando me daba la gana, bebía procurando no
sobrepasar el límite de una resaca sostenible. Me alimentaba a veces muy bien, otras
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francamente mal y había días en que ni siquiera me molestaba en prepararme algo; lo
mismo que con la higiene y la ropa, con el orden y la limpieza de mi casa. Y si el amor
nos impulsa a sacar lo mejor de nosotros mismos, a simular lo que en realidad no
somos, a seguir un patrón, comúnmente aceptado, para agradar y ser deseables, yo
distaba mucho de todo eso. Tuve un par de novias en cuanto volví a trabajar como
crítico de arte, pero nunca fui capaz de comprometerme, así que con el tiempo me
dejaban. No había sentido la necesidad de entregarme, no había vuelto a enamorarme, al
menos como lo estuve de Teresa. Puede que incluso ella ni siquiera hubiese sido esa
clase de amor desgarrador, que sabes que existe porque has sido testigo de cómo
personas que has conocido lo padecían o lo has conocido a través de la literatura o lo
has visto en el cine, pero nos quisimos y nos queremos mucho. Ella ha sido la única
mujer con la que quise compartir mi vida, y eso es mucho decir. Creo que eso lo resume
todo.
El caso es que Teresa se había enamorado de un compañero de trabajo y se había liado
con él antes de nuestra separación. A fin de cuentas, y en realidad, ese había sido el
móvil. Tuvo que pasar un tiempo hasta que conseguí atar cabos, en parte porque no
había de qué sospechar. Los motivos aducidos por Teresa eran de lo más plausibles y
corrientes en la mayoría de las rupturas matrimoniales. No tenía nada de extraño o de
extraordinario que se hubiese dado cuenta de que lo que admiraba de mí, no tenía que
ver con mi persona, que ella se había formado una idea de mí que no se correspondía
nada con la realidad y, por supuesto, el desgaste de los sentimientos después tantos
años. Por otro lado, tenía que reconocer que el que me hubiese ocultado la última razón
estaba cargado de buena intención. No podía ofenderme que me conociese mejor que
nadie, que quisiese evitarme, desde el principio, ese mal trago. Siempre fue muy
consciente de su papel, de haber sido el asidero de los dilemas existenciales que yo era
incapaz de resolver. Ella me proporcionaba una inercia y una seguridad, como la que
me había dado la habitación que Mr. Tozer me alquilaba en Queensway, algo que me
mantenía enraizado. No era, desde luego, un papel muy halagüeño para ella ni yo un
compañero a la altura de sus expectativas. En cambio, su nueva pareja, que con el
tiempo se convertiría en un político mediocre de izquierdas, al que mis hijos sufren con
resignación, parecía encarnar lo que anhelaba. Estaba muy conforme y muy a gusto con
él. A favor de este individuo puedo decir que jamás ha intervenido en ningún asunto
referente a la familia, siempre se ha mantenido al margen y eso es muy de agradecer.
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Y ahora viene la parte verdaderamente irónica de las disquisiciones en que andaba
metido y que tanto me abrumaban. Siete u ocho meses mal contados desde el inicio del
asunto de cuadro, descubrieron que tenía cáncer de páncreas en estado muy avanzado,
además de ser el más irreversible de todos. Esa era la causa de mi falta de vitalidad y del
cansancio que me consumía. El mundo que me rodeaba, al que yo sentía que no
pertenecía, había decido quitarme de en medio. Entre tanta incertidumbre tenía al menos
la certeza de que me quedaba poco de vida. Y lo primero que hice al salir de la consulta
fue llamar a Teresa, para cargarle, nunca mejor dicho, con el muerto, si bien era cierto
que, dadas las circunstancias, en ese caso estuviese justificado. Después había quedado
para comer con Julia. Una vez que le había soltado la bomba a Teresa, era capaz de
aparentar normalidad hasta hacerme a la idea y para mitigar la sensación de de pérdida y
de despedida. Pero, a pesar de los esfuerzos que hacía, no conseguía liberarme de la
congoja que convertía en trascendente todo lo que me rodeaba. Mi mente era un
hervidero de pensamientos extremos. Así que mientras la esperaba sentado en la mesa,
me dio por pensar que era imposible averiguar el número de veces que habría ido en mi
vida a un restaurante, que me moriría sin tener la menor idea, pero seguro que podía
contabilizar aquella como de las últimas, cosa que convertía la ocasión en
extraordinaria. El resto de los comensales al borde de sus mesas, no podían imaginar
que yo estuviese al borde de un abismo. Les observaba por el rabillo del ojo y
escuchaba atónito sus conversaciones, como si fuese un ser llegado de otro planeta,
como si arbitrariamente hubiese hecho una cisura en la corteza de la realidad y me
hubiese infiltrado en ella cual diablo cojuelo. Los lugares públicos son como ramilletes
de vida, esbozos de intimidad limitada, algunos parecían tener muchas cosas que
contarse, otros daban consejos, alguno se lanzaba al ligue, otros rezumban hastío o
resentimiento. Escenas que probablemente había visto repetidas tantas veces que me
resultaban del todo familiares y sin embargo en aquellos momentos se estaban
convirtiendo en algo cargado de significado. Me esmeraba en encontrar sentido, en dar
con la respuesta definitiva a las cuestiones fundamentales que te llevas preguntando
desde el principio de tus días: ¿es la felicidad el fin de la vida? ¿Qué pensamientos, qué
recuerdos me acompañarán hasta el final? Ya no podía replantearme nada, pero sí
existía la posibilidad de revivir lo vivido. Fue entonces cuando decidí escribir lo que
considero mi testamento espiritual, que ha ido surgiendo de la necesidad de explicarme,
de dar cabida a mi vindicación personal del arte y de mi amigo Eddy, lejos de las
campañas de marketing y de todo lo que intenta obtener beneficios. Ahí cabe mi
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arrepentimiento por haber contribuido a la barbarie que estamos padeciendo, por haber
cerrado los ojos o haber mirado para otro lado, que es, prácticamente, lo mismo. Estas
páginas están concebidas como una especie de obligación moral para las generaciones
futuras.
Los días y las noches han empezado a hacerse muy largos a medida que mi vida se
acerca a la meta. No puedo aspirar a nada más, pero escribir me ha hecho sentir
extrañamente feliz, producto quizá de mi romanticismo trasnochado y de haberles dado,
por fin, una oportunidad a mis dotes, desaprovechadas o no, de escritor. Mis hijos
todavía me instan a la desesperada a vender el cuadro para pagar un tratamiento en
Estados Unidos, pero yo me niego categóricamente. En estos momentos me es más que
suficiente que estén a mi lado, pendientes de mí mostrándome lo mejor de sí mismos. Y
yo me siento satisfecho habiendo dejado el asunto del cuadro bien encaminado. No es
ninguna falacia que puedan contar con una suma, nada despreciable, de dinero para
invertirlo en su futuro. A lo único que le tengo miedo es al dolor, a ser demasiado
consciente, a quedarme con un pie en cada mundo y sufrir. Sólo quiero morir en paz.
A partir de aquí el relato de mi padre se interrumpe. Después de haber rechazado la
posibilidad de hacerse un tratamiento en Estados Unidos, lo único que conseguimos,
con la ayuda de mi madre, fue convencerle de tener una segunda opinión. Fuimos a
Barcelona, donde nos confirmaron el mismo diagnóstico que en Palma, nos ofrecieron
un tratamiento de ensayo, que mi padre rechazó. Ana y yo nos alternábamos en Galilea,
donde también organizamos un turno de enfermeras. La colaboración de Jorge fue,
como era de esperar, de servicios mínimos, mucho lamentase, pero cuando aparecía lo
único que hacía era vaciar el bar, ayudado por la gente que desfilaba por la casa. Es,
desde luego, un excelente relaciones públicas. Poco más o menos el último mes de vida
a mi padre le dio por que la casa estuviese siempre llena de invitados, que cada noche
hubiese una cena organizada y que fuese pasando la gente que conocía, quería
despedirse de todo el mundo. Le pidió a Jorge que le ayudase crear una cuenta en
Facebook y allí iba contando las vicisitudes de su día a día y colgaba las fotos que le
hacían con todos los que le visitaban, de manera que, sin sospecharlo él mismo, se había
unido a la conversación planetaria, que tanta prevención le había producido. Su cuenta
de correo electrónico también echaba humo. Yo culpo de todo ello a la medicación que
le daban que le excitaba mucho. Por si eso fuese poco, las dos últimas semanas le
detectaron una metástasis en el cerebro y entró en una fase en la que soltaba burradas
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auténticas a amigos y conocidos o hacía cosas del todo inconvenientes.
Afortunadamente no era consciente de ello y parecía disfrutar de su papel de prota
absoluto, del protagonismo que no había tenido en la vida. Incluso hablaba de la manera
pomposa, típica de Eddy, la misma de la que se ha venido mofando en estas páginas. En
una de nuestras últimas conversaciones me decía.
- Los sentimientos entre las personas no se acaban, permanecen y resurgen cuando
uno menos se lo espera, es como si diesen vueltas, hay unas fuerzas ocultas, un
juego de poderes, unas sinergias que los manejan. Uno no sabe por qué o qué es
exactamente lo que te ha hecho cambiar de actitud, pero un día te levantas y lo que
era azul de repente es verde.
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El mito del eterno retorno
Mi padre murió unos dos meses después de haber interrumpido su relato, y sin que se
hubiese resuelto el destino final de Exhalation Ten. Mis hermanos y yo estuvimos de
acuerdo en que no era seguro dejarlo en la casa de Galilea, a pesar de que debe de ser de
los pocos lugares en los que todavía puedes permitirte el lujo de tener la puerta de la
calle abierta, pero no era cuestión de tentar a la suerte. Al cabo de una semana Jorge y
yo nos encargamos del traslado. Habíamos subido en el mismo coche y él se volvía a
Palma en el camión para depositarlo en el almacén que por consenso habíamos
alquilado. Una vez que se hubieron marchado, yo aproveché para hacer un recorrido por
la casa y así hacerme una idea de la cantidad de cosas que habría que arreglar antes de
poder ponerla a la venta. De paso, ya que estaba, abrí puertas y ventanas para que se
airease. Después me senté en el sofá en el sitio que ocupaba mi padre cuando admiraba
su cuadro. Desde que los transportistas se lo habían descolgado, lo único que quedaba
en la pared era el reborde rectangular de su silueta, que enmarcaba, tras tantos años de
permanencia en el mismo sitio, un grado más claro en el blanco de la pintura. No había
metáfora que mejor representase el vacio que me había dejado la muerte de mi padre.
De igual manera, que justo un rato antes, cuando habían sacado el cuadro de la casa,
había revivido el momento de la salida de su féretro.
Mi padre en sus memorias, cuya existencia ignoraba por entonces, no hacía mención
alguna de mis coordenadas. Me refiero a que mido uno setenta y tres centímetros y peso
unos ciento veinte quilos. Padezco hipertiroidismo, provocado, al parecer por estrés
traumático, derivado de mi separación o que fue, al menos, cuando empecé a engordar
de esta forma desmesurada. Exactamente como le pasó a mi madre, sólo que en su caso
fue después del embarazo de Jorge. Es un yugo que compartimos. Después de haber
sido delgada durante treinta y cinco años de mi vida, haberme convertido en un tonel
andante tiene bastante machacada mi autoestima, particularmente en los momentos de
bajón. Los obesos en general provocamos buen rollo e hilaridad entre la gente, la
imagen de una persona tranquila, de un bon vivant, pero en realidad, nadie en su sano
juicio quiere ser como nosotros. Mi madre dice que mire la parte positiva, que las
personas, y más concretamente, cualquier hombre que se me acerque lo hará porque le
interese de verdad. De momento eso está por ver. Jorge y Ana, al margen de que sean
unos cuantos años más jóvenes que yo, están estupendos. Han heredado el físico tan
agradecido y atractivo de mi padre y de esa parte de la familia. Bueno, toda esta
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explicación tiene la intención de poner en antecedentes al lector de los motivos que
puedan haber provocado las desavenencias entre mis hermanos y yo, de las que mi
padre se queja. Sirva como disculpa de poner las cartas arriba que las perspectivas, sean
del tipo que sean de mi vida, están condicionadas por la obesidad de mi figura, que
tengo que luchar para apear a la gente de la imagen falsa que se forman de mí. A mis
hermanos, sin embargo, les resultaba mucho más fácil meterse a alguien en el bolsillo,
su físico es su mejor carta de presentación. La cuestión de mi gordura es algo que a día
de hoy no llevo nada bien y eso repercute en la relación con mis hermanos. La tozudez
de la que se me acusa, como la manía que ellos piensan que tengo de hacerles la puñeta,
no es sino una manera de hacer valer mi persona y mi criterio, de que no se salgan
siempre con la suya, al margen de que pienso que se les suelen ocurrir ideas de
bombero. Ellos dicen que sólo lo hago porque estoy amargada. Puede que tengan razón.
Si bien es cierto que la muerte de mi padre nos había dado cierto margen de tregua.
Dicho lo cual, continúo con lo que estaba explicando. Con toda la tristeza que me
invadía, terminé por recostar toda mi anatomía generosa en el sofá, al tiempo que me
secaba, con mi camisa de la talla cincuenta y seis, el par de lagrimones que
inevitablemente habían aparecido. Estaba decida abandonarme durante un rato al
ensimismamiento que provoca la pesadumbre y a la vulnerabilidad que siento por mis
quilos. No habrían pasado más de cinco minutos cuando oí el repiqueteo de unos
nudillos en la puerta de la calle, que había dejado entreabierta, y que hicieron que me
reincorporase y tratase de recuperar la compostura.
- Sí, adelante, dije, imaginándome que sería la vecina o cualquiera de los del pueblo
que todavía no nos hubiese dado el pésame. Una mujer rubia y alta, bien vestida con
un gran bolso, que exhibía ostentosamente la etiqueta de su marca, ciertamente muy
guapa, traspasó el umbral de la puerta. Le pregunté si se había perdido, negó con la
cabeza.
- Disculpe la intromisión, pero con todo abierto me he atrevido a asomarme.
- ¿Anda usted perdida?, le dije saliendo a su encuentro.
- Todavía no lo sé. ¿Es esta la casa de Carlos Moragues, verdad?
- Era. Murió hace una semana.
- Sí lo sabía, precisamente por eso, es que he llamado un montón de veces y como no
he conseguido hablar con alguien, he decidido venir en persona. ¿Es usted familia o
una empelada de Carlos Moragues?
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- Soy su hija, la mayor, precisé con rabia, como si le estuviese mostrando un
salvoconducto a un policía grosero y estúpido. Aquella intrusa no podía hacerse una
idea de mal comienzo que estaba teniendo conmigo. —¿Conocía usted a mi padre?,
dije en tono incrédulo y ofensivo, como si me pareciese del todo improbable que
una mujer con esas pintas pudiese tener que ver algo con él. Ella asintió con un
gesto grave, y, sin hacer caso del tono que yo había empleado, me respondió.
- Breve, pero, muy intensamente, dijo empleando el tono postizo y afectado propio de
una actriz mala de solemnidad.
Había conocido a unas cuantas amantes de mi padre, pero aquella manifestación parecía
un poco descarada y me predispuso a estar más en guardia, si cabe, que las dudas que
hubiese podido suscitarle sobre mi procedencia familiar.
- Quiero decir, intensamente, por la naturaleza y gravedad del asunto que hizo que
nos conociésemos.
¡Ay, madre!, la cosa empeoraba, me entró pánico. Tenía toda la pinta de un culebrón, de
que hubiese venido a comunicarme que teníamos un hermanito secreto para que lo
tuviésemos en cuenta la hora de repartir los beneficios provenientes de Exhalation Ten.
Antes de continuar, recobró el aliento haciendo una pausa larga, del todo inmune a la
cara de susto que yo notaba que se me había puesto. Finalmente prosiguió.
- Me llamo Lenny Gomera, dijo presentándose al tiempo que me tendía la mano de
una manera muy bien aprendida.
- No sé quizá su padre le mencionase mi nombre.
No le quise dar ese placer. Tenía que rematar mi venganza por agravio que de que
hubiese dudado, por mi aspecto físico, que perteneciese a la familia Moragues.
- No que yo recuerde, tampoco se lo he oído mencionar a mis hermanos.
Pero aquella mujer no se amilanaba, ni se había apercibido de su metedura de pata, que
ya sé que tampoco era tal, ni para tanto, y si lo había hecho, desde luego que le
importaba un bledo, ya que continuaba impertérrita declamando su discurso
grandilocuente de prima donna.
- ¡Un hombre tan experto, con una vida tan interesante!
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Otra pausa. La muy puñetera ahora sí que me tenía en ascuas.
- ¿Podría beber un poco de agua? Siento —exclamó, como si le fuese la vida en ello,
en ese tono tan afectado de las peores actrices— un nudo en la garganta.
Yo también lo tenía, y lo del agua me pareció la mejor idea en aquellos pocos minutos
trascurridos desde su entrada.
- Le importa si tomo asiento, estos tacones me matan.
Vaya, pensé, y ahora una declaración de principios. Bebió varios sorbos de agua
utilizando una técnica curiosísima, que observé detenidamente para poder ponerla en
práctica en el futuro. Contrajo los labios de tal manera que sorbió el agua como si
tuviesen una pajita incorporada, de manera que el carmín que llevaba permaneció
intacto. Otra vez una pausa, esa vez más breve y comenzó a explicarme su historia.
- Yo tenía una galería, y su padre, tu padre –no te importa que te tutee, te veo muy
joven todavía para llamarte de usted- Te decía que tu padre se portó muy bien
conmigo en un momento de gran zozobra. Es extraordinario tratar con una persona
honrada, y tu padre lo era. Todo un caballero, sentenció al tiempo que posaba el
vaso de agua en la mesa. —En el mundo del arte hay tanta codicia. Ya no sé en
quién puedo confiar, ya no tengo amigos o los que tengo me han decepcionado,
aunque lo peor ha sido la propia familia. Todo el peso de la justicia ha caído sobre
Paco, mi esposo, de rebote —¿sabes?—, por un individuo que ha pactado con la
fiscalía ¿Es eso justicia?
Imprecó, curiosamente en dirección a la pared vacía donde había estado ubicado durante
tantos años Exhalation Ten, para inmediatamente clavarme los ojos durante unos
segundos, que me parecieron interminables, después de los cuales retomó su papel.
- Quería expresar a toda la familia mi más sentido pésame. Nada más. Gracias a él
pudimos pagar la fianza.
Le cayeron dos enormes lagrimones y de manera muy similar a la habilidad que había
empleado para beber agua, se los secó sin que se echase a perder ni un ápice de
maquillaje.
- No puedo remediar llorar. ¿Eres también de mi gremio?
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- Sí, también soy llorona, le confesé. Había terminado por ablandarme
Me miró con ternura cómplice.
- Así, que yo le estaré eternamente agradecida, aunque el gesto de tu padre,
lamentablemente, a día de hoy ha caído en saco roto. Su propio hijo ha sido el
verdugo ¿Se puede ser más desalmado y desagradecido? Mi hija, que es adoptiva
suya, nunca hubiera hecho una cosa así.
Era cierto. El caso de Francisco Gomera salía en prensa todos los días, y precisamente
lo último que había salido publicado era que Antonio Gomera Florit había pactado con
el fiscal para reducir su pena, dejando a su padre en la estacada. Lo peor, según me
explicó Lenny era que la venta ficticia y las sociedades pantalla habían sido todo idea
suya.
- Si se lo hubiese propuesto otra persona, Paco jamás se hubiese avenido a ello, jamás
lo hubiese consentido. Todo por haberse fiado de su propia sangre. La codicia de
este hijo de mi marido, de este pájaro que se las sabía tan largas, con las nuevas
pruebas que ha aportado este malnacido, Paco puede ser condenado, como poco, a
siete años de cárcel.
Puede que me hubiese ablandado, pero no hasta el punto de que me compadeciese de
ella. Lo único que sentí fue un enorme alivio de que no nos hubiese salido con un
hermano secreto.
- Me siento tan confundida, Paco y yo éramos un “tim”, un equipo, me recalcaba,
saltando de un tema a otro con interminables pausas. Era difícil seguir el hilo de su
relato, por lo que entendí mi padre, en realidad, lo único que había hecho era
ponerla en contacto con Rick, que, por lo visto, les había conseguido, según ella y
todo el teatro que le echaba, la opción de venta más ventajosa de la copia de
Exhalation Ten, que mucho me temo y sospecho que se la habría quedado el propio
Rick.
Con la misma teatralidad y puesta en escena con que había entrado en la casa, vi como
la abandonada, tambaleándose, haciendo equilibrios con los tacones en el empedrado
que daba acceso a la casa.
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Al cabo de un año me topé de golpe con su cara, un primer plano que ocupaba toda la
superficie de la pantalla plana y súper enorme, no me duelen prendas al confesarlo, que
había comprado hacía poco, para darle ese capricho a mis hijos, y que era la estrella de
mi casa y de la asistenta, que tiene por costumbre enchufar mientras limpia el salón.
Nataly, con sumo gusto, me puso al corriente de cómo de la noche a la mañana se había
hecho famosa.
- Es la asesora de estilo del programa, aconseja como ser elegante y ejerce también de
tertuliana, y está considerada una experta en arte.
Me quedé completamente alucinada. Durante el rato que duró su intervención,
mencionaba constantemente a Sonsoles Marcos, y eso parecía ser suficiente para que se
la recubriese con un áurea de prestigio. La presentadora, deshecha en un sinfín de
alabanzas, puso en conocimiento de los telespectadores que Lenny estaba escribiendo
sus memorias, que llevarían por título.
- Confesiones de una aprendiz de galerista, un guiño a Peggy Guggenheim. Un
personaje al que admiras mucho.
- Mucho, muchísimo.
- ¿Llegaste a conocerla?
- No, pero estuve a punto cuando visité su casa museo en Venecia, de la mano de la
inolvidable Soledad Marcos. Peggy Guggenheim era ya muy mayor y estaba
descansando. Era una mujer tan sabía, tan inteligente. Sin ella no hubiésemos escrito
páginas tan importantes de la historia del arte.
Después de aquello, Lenny Gomera y yo nos encontramos en el centro de Palma. Era a
primera hora de la mañana y ella estaba sentada desayunando en la terraza del Palau
Solleric. En cuanto me vio se puso de pie llamándome la atención con toda clase de
ademanes, sus brazos parecían las aspas de un molino de viento. Estaba pletórica de
alegría, parecía otra mujer.
- Llevo una vida de vértigo. Acabo de regresar de Miami, no sé si te lo dije en nuestro
anterior encuentro. Mi hija Verónica hace poco que se ha mudado allí, vive con un
productor musical. Estoy de paso, nada dos días, para la presentación de mi libro.
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Presentación a la que podía considerarme invitadísima. Se empeñó en que me tomase
algo con ella. Paco continuaba en la cárcel.
- Voy a verlo cuando puedo. Sabes Luis Canut, el abogado de Paco y el mío me dio el
mejor de los consejos. Me dijo, ¿cuánto dinero te queda?, bueno, no deben llegar a
los trescientos mil euros, le dije
- - Créeme, lo mejor que puedes hacer es contratar a un publicista.
- ¿Un publicista?
- Sí, un manager o como se llame ahora. Eso sí, tendrás que desembolsar una pasta
gansa, pero te compensará con creces. Haré un par de averiguaciones y te daré un
par de nombres. Tu perfil seguro que les va a interesar y además tienes imagen.
- Eso hizo y aquí estoy. Tengo que devolver mucho a Paco. Y sabes qué es lo más
curioso de todo, ayer me llamaron para proponerme que sea la imagen de unas
baldosas de cuarto de baño, alto standing, por supuesto. Será como volver a los
orígenes, exclamó dejando escapar un suspiro nostálgico, se quedó pensativa y me
hizo partícipe de la siguiente confidencia.
- Y si se me hubiese ocurrido eso antes, le hubiese dado mucho caché a la fábrica de
mi marido, así no nos hubiésemos tenido que vender y no estaríamos envueltos en
estas “lindes” y disgustos que nos ha dado el ladrillo.
No fui a la presentación, me disculpé lo mejor que supe, pero ella me hizo llegar un
ejemplar dedicado, donde había dado rienda suelta a su estilo tan teatrero “A la hija del
hombre que hizo posible...“ Leí con curiosidad el capítulo que dedicaba al engaño
sufrido con la copia de Exhalation Ten, en el que agradecía profusamente a mi padre su
intervención, el resto en diagonal, saltando de una parte a otra, y entre algunas verdades
y otras medias, qué duda cabe, que Lenny Gomera había dejado volar su imaginación,
como cuando explicaba que se había educado en un internado en Suiza…. Qué lejos
estaba de Alaró. Definitivamente, Lenny Gomera se había reinventado a sí misma.
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Everything but blue revisited
En julio aproveché que mis hijos pasaban el mes, que les correspondía de
vacaciones, con su padre y me instalé en Galilea. Necesitaba espacio y distancia. Estar
allí no dejaba de ser un consuelo, aunque —eso sí— a veces doloroso. El desorden con
el que mi padre había convido en la última etapa de su vida era considerable. Ana, la
jornalera y yo habíamos dedicado un par de mañanas a adecentar la casa antes de
trasladarlo a Galilea definitivamente, puesto que mi padre no estaba dispuesto a morir
en la clínica. La jornalera se había empleado en limpiar a fondo, mientras que Ana y yo
nos habíamos encargado de recoger los papeles, que mi padre había dejado esparcidos
por el salón y por su habitación. Las dos no terminábamos de explicarlos muy bien el
por qué de aquel desbarajuste tan poco habitual en su persona. Quizá mi padre no había
sido nunca el orden personificado, pero era una persona muy metódica y en ningún caso
desordenada. Como en aquel momento íbamos a contra reloj, nos ocupamos
básicamente de meter los escritos en cajas de cartón para trasladarlos a un trastero muy
chiquitito que había al final del pasillo. Había otra remesa en el despacho más fácil de
ordenar que repartimos entre los cajones y las estanterías. Otra cosa que hicimos fue
llevar al contenedor de vidrio una cantidad indecorosa de botellas vacías de vino,
ginebra y whisky, que mi padre había colocado en tres hileras perfectamente alineadas
en el patio trasero. Supusimos que para llevar un recuento de lo que bebía, calculamos
que en un año.
Cuando decidí pasar el verano en Galilea, al margen de descansar y desconectar,
también tenía en mente poner en orden los papeles de mi padre, que Ana y yo habíamos
quitado de en medio apresuradamente, y de paso, como continuaba con la mosca tras la
oreja, intentar averiguar la causa de su dispersión. En teoría, Ana se había ofrecido a
colaborar, pero como, al cabo de una semana no había dado señales de vida, decidí
empezar sola. Lo cierto es que todavía la estoy esperando … La colección estaba
compuesta por artículos manuscritos, cartas, montones de catálogos y revistas de arte,
libros con dedicatorias, carpetas con recortes de diarios, fotografías, hojas sueltas con
poemas del padre de Eddie e incluso un par de novelas empezadas, que me dispuse a
clasificar según su tipología. Nada del otro jueves, cartas con cartas, artículos con
artículos, recortes con recortes, a medida que los iba sacando de las cajas para
devolverlos a su sitio correspondiente, ya fuese en una carpeta, otra caja o las
estanterías, tal y como, originalmente, mi padre los tenía ordenados. Bueno, pensaba al
148
cabo de unos días de andar en esa labor, la razón más simple, la que parecía una
explicación más lógica y plausible era que mi padre, al ser consciente de que apenas le
quedaban dos telediarios, hubiese decidido servirse de ellos para hacer un repaso de su
vida. No había más misterio.
Cuando más o menos había acabado, consideré que también era necesario comprobar
que había en el ordenador, y fue así como en el escritorio di, sin más preámbulos, con
un documento guardado bajo el título Memorias. Me lo tragué de golpe, apenas hice un
par de pausas para beber agua y comer algo. Cuando terminé de leerlo, debían de ser las
dos de la madrugada. Ya sé que es imposible que sea objetiva, pero me enganchó
completamente. A pesar de ser un relato desigual y parcial, después de todo, era su
versión de los hechos, si bien novelada hasta cierto punto. Hay historias que están
narradas de manera diferente de como yo las conocía, de cómo nos las había contado mi
padre, otras las había exagerado y otras, simple y llanamente, se las había inventado.
Guardé el archivo en una carpeta dentro de Mis documentos para que no estuviese tan a
la vista, y lo copié a un pen drive para pasarlo a mi ordenador. De momento no pensaba
decirles nada a mis hermanos. Jorge podía ser peligroso, tener pocos miramientos en el
caso de que le pareciese que tenía posibilidades de hacer negocio con aquel documento.
Cualquiera sabe. Era mejor no revelar el hallazgo; también hice una copia en papel, ya
que hoy por hoy sigue siendo el medio más fiable de conservación. De vuelta a casa me
llevé conmigo esa copia impresa, y al cabo de poco volví a leerlo. Esa segunda vez me
percaté de que aquello en el fondo no era más que un borrador, redactado a
trompicones, de manera torrencial, con partes muy inspiradas y apasionadas, junto a
otras vagas e imprecisas o llenas de repeticiones.
Le di muchas vueltas, era una lástima dejarlo de aquella manera, tal y como estaba
escrito no era publicable, y de lo que no me cabía ninguna duda era que mi padre había
escrito aquellas memorias con la intención de que viese la luz, de lo contrario no lo
hubiese dejado tan a la vista en su ordenador o lo hubiese eliminado con un simple clic.
Así me decidí a hacer una prueba de cómo podía quedar si lo corregía. Copié el archivo
original a un documento nuevo y me puse en ello, completando información, acabando
de redactar párrafos, que estaban simplemente esbozados, subsanando errores
gramaticales, terminando frases a medio construir, añadiendo verbos que estaban
omitidos y eran necesarios. En esa labor de reconstrucción me he cuidado mucho de no
traicionar la intención y el espíritu con los que él lo había sido escrito,
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fundamentalmente porque, como él mismo afirma hacia el final, esas memorias
constituyen su testamento moral. Mi madre ha sido fundamental en ese proceso.
Tengo un recuerdo muy nítido de Eddie, mi padrino. En el setenta y cinco, el año de su
muerte, yo ya tenía cinco años y él estuvo en Mallorca dos veces. Una en enero, cuando
vino a instalar a Nancy, deterioradísima, según mi madre, anímica y físicamente
después de haberse quedado viuda. No parecía posible que aquella mujer que había sido
tan bella e impresionante, se hubiese convertido en un saco de huesos con piel de sapo.
La otra fue en agosto, se quedó a pasar todo el mes en Galilea. Nos hicieron muchas
fotografías juntos, la que más me gusta es una en la que estoy sentada en sus rodillas
dibujando mientras que él sonríe a la cámara, una foto, que no sólo conservo, sino que
comparte espacio en el corcho que tengo en la pared de mi estudio, mezclada con las de
mis hijos. Mi madre recordaba que durante los primeros años de estar instalados en
Palma, temía sus visitas tanto como a la peste. Él y mi padre se iban a Deyá, donde se
congregaba parte de la pandilla del UFO. Mi padre podía desaparecer tranquilamente
durante tres días y volver a casa hecho un guiñapo y en estado catatónico. Quizá el resto
de sus colegas se lo podían permitir porque no tenían que trabajar como mi padre. Mi
madre ya no sabía qué excusa inventar cuando se veía obligada a justificar su falta de
asistencia ante el colegio donde daba clases o avisar a las madres de los alumnos a los
que se les daba particulares. Un número que mi madre detestaba tener que hacer, aunque
no le quedaba más remedio, dada la incapacidad de mi padre, reconcomido por la
vergüenza y el complejo de culpabilidad que sentía por ser tan irresponsable.
George también nos visitaba cuando éramos pequeños. Solía pararse de camino a Ibiza,
una escapadita que se montaba en aquel entonces. Pero hace años que ya no está para
esos trotes. Olía a whisky y a perfume, tenía una piel muy fina, los ojos muy azules y
los mofletes siempre granates contrastando con su pelo ralo y rojizo. Lo que ni mi
madre ni yo podemos explicarnos es por qué mi padre se dedica a ridiculizar a Rick en
esas páginas. La verdad siempre se portó muy bien con él. Quizá necesitaba un
antagonista. Es cierto que no tiene encanto, que es un poco servil, que tiene aspecto de
empollón, pero le hizo ganar de dinero y le sacó las castañas del fuego en no pocas
ocasiones. Mi madre siempre se ha llevado perfectamente con él, y recriminaba a mi
padre las críticas del todo injustas que le hacía. A ella le resulta contradictorio que mi
padre perdonara a George que promocionase a James Watson, pero no se lo perdonaba a
Rick. Mi padre se justificaba diciendo que, puesto que él había sido su descubridor,
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tenía una obligación moral que iba más allá de cualquier interés profesional. En
cualquier caso, era difícil competir con el afecto que George profesaba a mi padre, le
trataba como si fuese hijo suyo, llegando al extremo de expresar su voluntad de que su
colección de arte fuese a pasar a sus manos. Cosa que nos hubiese gustado, pero que,
por supuesto, nunca cumplió. Mi padre tampoco se lo tuvo en cuenta, al contrario le
pareció perfecto que la hubiese vendido, prácticamente, en su totalidad para procurarse
un retiro dorado en Marbella.
En cambio, nunca llegué a conocer a Lady Moura, solo la he visto en fotografía. La
descripción que hace mi padre de ella es bastante exacta, no sé si exagera con los
tweeds de Chanel, porque en varias de las fotos que conservo aparece enfundada en un
abrigo de visón, con un turbante y una garantillas de perlas muy grandes, y —eso sí—
con un cigarrillo entre los dedos. De todos los que aparecen en el relato es el personaje
al que le tengo más rabia, también se la tiene mi madre. Es lógico. Fue la culpable de
que mis padres tuviesen que marcharse de Londres, de que tuviesen que renunciar a la
vida que llevaban allí, a sus proyectos. No viene al caso preguntarse qué hubiese
ocurrido de haberse quedado en Inglaterra. Supongo que él nunca dejó de fantasear
hasta dónde hubiese podido llegar, o sobre la vida más holgada que hubiese podido
tener o quizá sobre el hecho de que mi madre y él no hubiesen llegado a separarse
nunca. Quizá todo eso hubiese sido posible de no ser por la pataleta de una anciana
despechada y miserable.
Mi padre en la vida real no ocultaba sus defectos, lo mismo hace en sus Memorias, en
las que tampoco se exime de culpas. Se le puede acusar de irresponsable, de borrachín y
de vago, pero no así de pretencioso. Quizá por eso no menciona haberse tratado con la
gente famosa que desfilaba a menudo por la galería y con los que se topaba en los clubs
más exclusivos: Yoko Ono, John Lennon, Paul McCartney, Terence Stamp. Syd Barret,
los Soft Machine, Micheal Caine, Jean Shrimpton, Roman Polanski, Peter Townshend
de los Who y muchos más, de los que podría haber contado anécdotas de lo más jugosas
y suculentas. Aunque es cierto que le gustaba dejar claro que sólo tenía acceso a esos
lugares, reservados y exclusivos, era si era invitado por George o Eddy, y no por
méritos propios. A él le había ocurrido lo mismo que a Eddy, Marcel Duchamp era la
persona que más le había interesado conocer. Había tenido ese privilegio en dos
ocasiones, una en la galería, donde no habían intercambiado ni media palabra y otra,
más distendida, en una cena en casa de George. El hecho de no haber querido
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mencionar nada de eso, demuestra que al escribir sus memorias no perseguía atraer
atención mediática alguna, ya que no quería que la aparición de gente famosa relegase a
segundo plano su propósito confesional. Supongo que por ese mismo motivo tampoco
menciona, y eso sí que es una lástima, su relación con Joan Mascaró, compañero en
Cambridge de mi abuelo materno, al que la familia visitaba a menudo en su casa de
Comberton. Eddie y mi padre también fueron por su cuenta en varias ocasiones. A
principios de los sesenta Joan Mascaró había publicado su traducción al inglés del
Bhagavad Gita, que tanta influencia tendría pocos años después a través de George
Harrison y el resto de los Beatles. Mi padre siempre se dejaba llevar por un celo
extremo en lo que consideraba que no fuese honesto, nunca quiso aprovecharse de las
personas que quería, admiraba o respetaba. Aunque, en este caso, mi madre opinaba
que se había excedido, porque en honor a la verdad, el descubrimiento de la
espiritualidad hindú había sido el punto de partida, el motor del cambio de estilo
artístico de Eddy, lo que le llevó a relacionarse con la gente de la Free School, que
precisamente congregaba a la mayor parte de sus seguidores en el Londres de aquella
época.
No puedo dar por finalizadas las memorias de mi padre sin desvelar el destino definitivo
de Exhalation Ten. Gracias a la tecnología, se subastó en Barcelona en una de las
filiales de la archifamosa casa de pujas. El cuadro se lo quedó la misma persona que un
año antes había adquirido Exhalation One. El coleccionista en cuestión es en este caso
una mujer, la segunda consorte de un millonetis norteamericano, propietario de una
cadena de hoteles que tiene como objetivo principal poner el lujo a alcance de cualquier
asalariado mediante líneas de crédito. Me explico, la oferta de ocupación se ajusta a
cualquier tipo de presupuesto, hay clientes que pagan durante todo el año un módico
plazo a cambio poder pasar un fin de semana en temporada alta a todo tren. Por
alucinante que resulte el americano medio se pirra por ello, esos hoteles son todo un
éxito y las habitaciones se las quitan de las manos. Lo único que tienes que demostrar es
que eres solvente. Vas a una oficina y firmas un contrato que te da derecho a estar
rodeado de todo lo que la palabra ostentación pueda abarcar en su significado. Apenas
hace falta añadir que el buen gusto está descartado. Camas enormes cubiertas de doseles
y tafetanes, dorados, sillas Luis XVIII de imitación, lámparas de cristal, cortinas,
visillos galerías, suelos enmoquetados con avaricia. En una palabra lo que mi padre
hubiese calificado de signo de los tiempos.
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La propietaria actual de Exhalation Ten tenía como ocupación favorita decorar las casas
que posee y dar su visto bueno en la de los hoteles de su marido. Por eso no es de
extrañar que también le picase el gusanillo del arte y se convirtiera en una habitual de
las ferias. Forrada, talonario en mano y fácil de convencer, ya que todo le gustaba, todo
le parecía bien, era el tipo de cliente soñado por los facilitadores de arte hasta que Rick
la rescató de sus garras en el Armory Show, curiosamente la misma feria donde por
primera vez se expuso en 1917 la Fountain de Duchamp, por fortuna recuperada por la
ciudad después de muchos años. A juzgar por las fotografías se trata de una mujer rubia
y voluminosa. De sus rasgos hay poco que decir, porque la cirugía plástica ha hecho
tales estragos en su rostro que ha llegado al extremo de despojarla de personalidad. Rick
y ella congeniaron inmediatamente, y no solo por la afición a los retoques estéticos que
comparten. Le encanta el toque inglés de Rick, lo considera el colmo del chic y del
prestigio. Pues bien, a la señora en cuestión, que muy a su pesar había cumplido los
sesenta, se le cayeron de golpe los oropeles cuando, supuestamente debía haberse
quedado en Nueva York, quiso darle una sorpresa a su marido y se lo encontró
retozando con un pivón treintañero con unos implantes que incluso a ella le daba miedo.
Al marido, pillado in fraganti, consiguió sacarle el oro y el moro en el divorcio. Rick se
convirtió en su paño de lágrimas durante todo el proceso, mientras la animaba a
comprar toda la obra de Eddie y a montar su propio museo en Los Ángeles. La puja
subió hasta los 6 millones, un record, para codicia y tranquilidad de mis hermanos. Un
problema menos para mí. Hay otras cosas por vender y me da miedo lo bien que se lleva
Jorge con Rick. Lleva camino de convertirse en su heredero. Sea como sea, Rick se ha
portado muy bien con nosotros, ha dado el do de pecho y no podemos sino estarle muy
agradecidos.
Todavía no he decido qué hacer con las memorias de mi padre. Mis hermanos por fin
las han leído. Jorge opina que no son nada comerciales, y que hay pocas posibilidades
de que algún editor las publique, así como de competir con las Lenny Gomera, que en
su momento arrasaron. En cualquier caso, un título es siempre una buena carta de
presentación, y hace unos días se me ocurrió que Everything but blue, Todo menos el
azul, pegaba mucho. Después de todo, el desprecio de Lady Moura por el azul
encumbró la pintura de Eddie de la noche a la mañana. Una aversión absurda o por lo
menos arbitraria, que en sí misma es una proclama del más puro esnobismo y del
supuesto entendimiento artístico, que pienso que era, en suma, la historia que mi padre