fabián casas · casa, el auto y un equipo de alta fidelidad. pero como mi viejo lleva una vida...

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ALPHA DECAY Fabián Casas Ocio seguido de Veteranos del pánico Ocio_2 segundas.indd 5 16/02/12 23:35

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  • alpHa deca Y

    Fabián casas

    ocioseguido de

    Veteranos del pánico

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  • c o n t e n i d o

    ocio 11veteranos del pánico 73

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  • In the end, every hipochondriac is his own prophet.

    robert lowell

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    o c i o

    son las seis de la tarde y ya se pone oscuro. estoy tirado en mi pieza, escuchando Abbey Road, de los Beatles. escucho sobre todo el lado dos, ese es el que me gusta. canciones enganchadas o, mejor dicho, una melodía original que va sufriendo mutaciones. los Beatles; esos sí que eran grandes. lo puedo asegurar. no hay muchas otras cosas que pueda asegurar. a lo sumo puedo escribir, citar, poner fechas. por ejemplo: el verano tardó muchísimo en irse. Un calor húmedo y terrible, sábanas húmedas, cigarrillos doblados, olor.

    pero ahora estoy, o estamos —si es que afuera de esta pieza queda alguien vivo— en medio del invierno. oscurece: ya casi es noche cerrada. Me imagino a las familias alrededor de las mesas, preparadas para cenar, con los hogares encendidos y los leños quemándose en su felicidad. las rutinas cotidianas del verano modificadas hasta el próximo año.

    pero no para mí: yo estoy, desde hace meses, hundido en el ocio. como, cago, duermo; soy una biología que no tiene rumbo.

    Me paro. pongo otra vez el lado dos de Abbey Road. Me sirvo café; aunque ya no le siento el gusto, porque lo estuve tomando toda la tarde y lo que siento es una presión en los ojos y llagas en la boca, justo debajo de la lengua. Vuelvo a la cama. ayer hice casi lo

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    mismo. Me levanté al mediodía, almorcé con mi viejo y mi hermano, porque era domingo y estaban en casa. después subí a la terraza a fumar un cigarrillo. como había un sol mediocre, bajé a la cocina y me preparé un café y me metí en la pieza a escuchar Abbey Road, de los Beatles. abajo, en el patio cubierto, mi viejo se paseaba en pijamas. envejeció en estos últimos meses como un millón de años. Yo lo miraba a través de las rendijas de la ventana de mi pieza. estaba encuadernando revistas. siempre compró cualquier cantidad de revistas. colecciona enciclopedias sobre perros, ocultismo, historia, depilación a la cera negra; en la terraza hay un cuarto lleno de revistas. «Un día —decía mi vieja— va a haber tantos libros que vamos a tener que salir nosotros.» las revistas y el fútbol son sus pasiones. antes, cuando era muy joven, estudió teatro. dicen que llegó a recorrer el país con una compañía independiente. Hasta que nací yo y, tres años más tarde, mi hermano. entonces mi viejo dejó de actuar para representar actores. ahí le fue bien, le tocó un cómico que ahora es muy famoso y se compró esta casa, el auto y un equipo de alta fidelidad. pero como mi viejo lleva una vida limitada porque no sabe manejar, el auto lo maneja mi hermano, que además trabaja y tiene plata para la nafta. así que el auto es una pasión inútil. aunque a veces lo uso. si mi hermano está durmiendo o salió y lo dejó, me fijo si le queda nafta y doy unas vueltas, despacio, hasta que el tablero empieza a marcar que estoy en rojo. se podría decir que utilizo el tiempo que mi hermano prefirió no usar. Y estaría bien. a mí manejar me tranquiliza. no

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    me gusta correr o pegar frenadas para que los giles me miren. Me gusta deslizarme por la ciudad nocturna, mirar a los pocos que cruzan las calles a esa hora, pensar boludeces mientras espero en un semáforo.

    Mi viejo, mi hermano y yo, vivimos, cada uno, en zonas diferentes; la distancia que nos separa es la misma que separa a los planetas. Mi vieja era el cruce de caminos donde nos encontrábamos. era el motor. Una familia necesita siempre de un motor; porque si no es evidente la parálisis que se forma cuando varias personas se amontonan por mandatos biológicos.

    Mi mamá murió en mayo del 85, de un ataque de hipertensión arterial. estuvo una semana en coma en un hospital de la obra social de mi papá. la noche que volvimos a casa después del entierro, me fui a la terraza a tomar un café. Hacía bastante frío y el cielo estaba terriblemente estrellado. siempre me dio vértigo mirar el cielo estrellado; pero esa noche no podía apartarle los ojos. lo miré tan fijamente y durante tanto tiempo que la redondez de la luna me pareció un agujero a través del cual se veía una claridad que para nosotros estaba vedada.

    si tuviera que rotular algunos períodos de mi vida, a mi niñez la ubicaría bajo el título de «la escolástica de mi viejo» y a mi adolescencia como «el imperio de los sentidos». después viene esta parte en la que estoy, una mezcla de adolescencia y juventud, siempre imprecisa, a la que no le encuentro la vuelta. en realidad, la vuelta sería trabajar. tener un trabajo te fija, te da cierta regularidad, te eleva frente a tus familia

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    res. durante mi adolescencia tuve trabajos ocasionales con amigos de mi viejo. porque para toda mi familia, incluyendo primos lejanísimos, mi viejo siempre fue como una especie de agencia de colocaciones. la cosa es que yo me peleé con todos los amigos de mi viejo y fui perdiendo laburo tras laburo. Mientras tanto, cuando salí de la secundaria, me anoté en la Facultad de Filosofía. cursé tres años y me fui dos de viaje. cuando volví, al poco tiempo, murió mi mamá y mi familia se de sintegró. Quiero decir: seguimos viviendo bajo el mismo techo; pero cada uno en su zona, conservando ciertas costumbres, más por inercia que por convicción.

    en una isla está mi hermano. se levanta a las ocho de la mañana, se prepara el desayuno y se va a trabajar. Vuelve a las siete de la tarde. se pone a mirar televisión. después deja la ropa sucia en un balde y se baña. sale casi siempre una o dos horas, vuelve para cenar, cena, mira un poco más de tele y se acuesta. a veces se lleva un racimo de uvas a la cama. de vez en cuando intercambiamos algunas frases como: «¿Querés café?» o «¿cómo salió san lorenzo?». Y nada más.

    en la isla de enfrente está mi viejo. Un tipo de la noche, de la farándula. siempre se va después de cenar y vuelve a las seis de la mañana. Y si, por algún motivo, no sale; entonces anda por la casa todo ese espacio de horas acomodando libros, ordenando fotos, con la radio a todo volumen, como si viviera solo en el Himalaya. a su favor diría que siempre fue un hombre limpio y ordenado. ordenaba mis juguetes, los roperos, mis libros, las cosas de la casa, aún cuando llegaba

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    muy cansado, antes de acostarse, ordenaba implacablemente su ropa; el día que se muera va a estar acomodándose la ropa en el cajón. Y quizá a mí me pase lo mismo, porque heredé esa manía. aun hoy, tirado en la cama, sin salir desde hace días, mi pieza conserva un orden impecable. soy como los gatos, que cuando se dejan de lamer para lavarse, están muertos. estar vivo, de todas formas, no significa nada.

    dos noches después de la muerte de mi madre, me despierto sobresaltado porque siento la presencia de alguien en mi pieza. no tengo que prender la luz para saber quién es.

    —¿Qué pasa? —digo.—no sé —dice mi viejo—, me siento raro.está parado en la oscuridad, como si algo ajeno a

    su voluntad lo hubiese transportado hasta ahí y ahora no supiera qué hacer. después se va. sus pisadas bajan la escalera y atraviesan el patio. la puerta de su pieza se abre y se cierra, provocando un chirrido y después otra vez el silencio. trato de volver a dormirme, pero no puedo. doy unos revolcones y empiezo a sudar. tengo la sensación de que millones de hormigas se pasean en las profundidades de mi cuerpo, con antorchas y carteles, en manifestación. así que finalmente bajo también las escaleras. está lloviendo muy despacio, y el agua, al golpear contra el techo metálico del patio, produce un ruido similar al de los discos viejos. cuando estoy frente a la puerta de la pieza de mi viejo, golpeo y abro. está metido en la cama, tapado hasta la cintura, con una frazada escocesa. tiene puesto un pijama azul que no se pondría ni un men

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    digo. en su mesita, bajo el cono de luz de la lámpara, hay una pila de revistas.

    —¿te sentís mal? —le pregunto.—Me falta el aire —dice, haciendo girar su cabeza

    de izquierda a derecha, lentamente. es un gesto que suele hacer cuando quiere que le hagan masajes.

    —¿Querés un té? —digo.—Bueno —dice.entro a la cocina, prendo la luz y veo una cuca

    racha, roja y chiquita, paralizada sobre la mesada de mármol. odio las cucarachas, me producen un asco insoportable. Y he llegado a perseguir algunas por toda la casa, hasta aplastarlas. pero esta vez ni se me ocurre hacerlo. preparo el té y vuelvo a la pieza. Me pongo del lado de la cama que ocupaba mi vieja. Haciendo un ruido insoportable, mi viejo toma el té a sorbos. después deja la taza, que humea, sobre la mesa de luz.

    —¿te podés quedar un rato? —dice.—claro —le contesto.se recuesta completamente y su mano —como un

    cangrejo— se arrastra sobre la frazada hasta alcanzar mi mano. está fría y sudada. las manos de mi papá y las mías son iguales. las de mi mamá eran chicas y gordas. las de mi papá son largas y delicadas. le doy una mirada a la pieza y me detengo sobre el lomo oscuro de la pantalla del televisor. esta era la pieza de mis viejos, ahora es la pieza de mi viejo. en una parte del ropero están los vestidos de mi vieja. de golpe, mi viejo dice: «tu madre era igual a mi madre… para mí era su reencarnación… era tan buena como ella… mi mamá

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    siempre me decía que había que ser bueno en la vida…». Hace silencio. se ve que no espera que le conteste nada. está monologando. Haciendo esgrima con el miedo. como con mi viejo nunca nos tocamos mucho, estar en la cama y de la mano era una situación francamente insoportable. pero no me quería ir. así que me cubrí con la frazada a esperar que se durmiera. no hay ninguna pena que el sueño no pueda doblegar. puede tardar días en venir, pero al final llega. Yo estaba dispuesto a esperar lo que fuera necesario. de golpe mi viejo apaga la luz. el televisor se convierte en una masa negra y detrás de él, en los vidrios de la puerta de la pieza, se refleja el fuego de la estufa del patio. se me ocurre que fue en esa oscuridad donde mis viejos se convirtieron en hermanos.

    empecé a tomar drogas mientras viajaba, por curiosidad. cuando volví, mis viejos me internaron para una desintoxicación. nunca tomé drogas duras, sólo cocaína, ácidos y porros. de vez en cuando algunas pastillas. de todas, lejos, la cocaína era la que más me gustaba.

    Una tarde, mientras charlaba con una tía, vi cómo una pantera negra se me arrojaba encima. Me tiré al suelo y me escondí debajo de la mesa. como lo único negro que pude haber visto era el pañuelo que mi tía llevaba en el cuello, mis viejos decidieron internarme. las pastillas (artane, rominal, etcétera) me producían esas visiones zoológicas. en el hospital pasé dos días de alucinaciones que fueron como una temporada con Bela lugosi. cuando por fin me dejaron

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    salir, no volví a tomar drogas hasta el comienzo del invierno pasado, después de la muerte de mi vieja. Y fue otra vez por curiosidad: quería saber si podía volver a engancharme. estábamos con roli, un amigo mío, caminando por la 9 de Julio. Veníamos hablando de una película que yo acababa de ver que me parecía lo más grande que se había hecho en el cine hasta el momento. «Y eso que la viste sin nada», me dijo roli, sacando a relucir un cigarrillo muy fino, una aguja. como ya estábamos en constitución, le dije a roli que tuviera cuidado con los canas. pero, como era su costumbre, ni me contestó. Fumamos el cigarrillo muy rápido, mientras caminábamos. «es muy bueno», decía roli saboreándolo, «es un pedro Juan». le dije que sí para no contrariarlo, porque a mí ni me había tocado. cuando llegamos a la plaza, nos sentamos en un banco, al lado de la parada de colectivos. eran casi las doce de la noche y hacía un frío bárbaro. roli empezó a hablar cosas extrañas, gesticulando y pronunciando a cada rato la palabra «joya» para decir que algo era bueno. Hablaba de unos grupos que estaba escuchando y que según su opinión, iban a cambiar la música de los noventa. Yo conocía a los grupos de los que hablaba. Y no eran músicos: no tenían melodías, no tenían estribillos. era como escuchar conciertos de broches o de tenedores. roli mismo, sin saber ni una nota, tocaba el bajo en un grupo de vanguardia que se llamaba «los truhanes». Yo los había ido a ver un par de veces porque no tenía nada que hacer. de todas formas, roli era un cráneo. nos habíamos conocido en la secundaria. después, a través de él, conocí a

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    picasso. cuando me lo presentó le pregunté si le gustaba pintar y me contestó que en su vida había agarrado un pincel. le decían picasso por el pico. era, según roli, un verdadero maestro de la vena. pero en ese entonces ya había dejado la droga y sólo le quedaba el nombre.

    como tenía miedo de perder el último colectivo, le dije a roli que me iba a casa. «si es tu deseo», dijo. cuando le pegaba el porro empezaba a hablar con el tono afectado de los actores en las películas argentinas. así que me paré para irme y él me pasó un paquetito. lo metí como venía en el bolsillo de la campera. nos despedimos, crucé una avenida mal iluminada y me subí al 53 que calentaba el motor en la parada. el colectivo estaba recién lavado y semivacío. Me senté en el último asiento individual y cerré la ventanilla que algún esquimal había dejado abierta. Mientras el 53 arrancaba eché un último vistazo a la plaza: árboles grises, poca luz, puestos de venta de comida con soles de noche. con la mano derecha toqué el paquetito que me había dado roli. eran casi dos porros. Fumé uno esa misma noche, antes de acostarme. Y el otro en el baño del cine, antes de volver a ver la película más grande de todos los tiempos.

    salí del cine caminando de la misma manera en que lo hacía el personaje central de la película… iba por corrientes, a la altura de esmeralda. caminaba despacio, mirando cómo las personas habían perdido sus colores y se movían en un mundo monocromático. crucé la 9 de Julio y me metí en una librería. revisé las

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    mesas de ofertas, pero no había nada bueno. de todos modos no tenía plata. pensé en irme, pero me mandé hacia unos estantes que estaban en la parte de atrás. Un viejo y una mina charlaban en el mostrador, casi sin mirarme. los libros estaban ordenados alfabéticamente: Bioy casares, Borges, cortázar. los había leído a casi todos cuando empecé a leer, a los doce o trece años. en la fila de autores extranjeros apareció un nombre que sólo había escuchado en boca de picasso y de roli. celine. Viaje al Fin de la Noche. lo saqué del estante. tenía una tapa blanca, con la firma en dorado del autor. lo abrí al azar y leí: «traicionar, según dicen, es fácil. lo difícil es tener la ocasión». cerré. lo abrí: «se durmió de golpe, a la luz de la vela. Yo no pude aguantarme, y me levanté de nuevo para mirar detenidamente sus rasgos. era muy corriente. no sería ninguna bobada que algo nos permitiera distinguir a los buenos de los malos». cerré. el viejo se reía y la mina se acomodaba los lentes. Me metí el libro en el sobaco izquierdo, bajo la campera. estuve unos minutos haciendo tiempo y después salí despacio.

    en la calle, una multitud abandonaba los cines. dejé corrientes y doblé por Uruguay. entonces vi, a media cuadra de distancia, a un tipo parecido a mí. en realidad no era que fuera tan parecido a mí, lo que pasaba es que tenía una campera parecida a la de mi hermano. Una campera de cuero que a veces usaba yo. el tipo iba con un gordo inmenso y rubio. apuré el paso y, ya bastante cerca, me di cuenta de que la campera era la de mi hermano y el tipo, para variar, era mi hermano. Me paré en seco. los dejé alejarse y empecé a

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    seguirlos. doblaron por sarmiento y caminaron por talcahuano hasta llegar casi a rivadavia, a la plaza congreso. las calles estaban oscuras, los bares cerrados y había alguna que otra casa de video juego con sus ruiditos estúpidos. Me llevaban media cuadra de distancia cuando los vi meterse en el resplandor rojizo de una puerta. apuré el paso y, cuando llegué hasta ahí, vi una bombita roja en el techo y una escalera que subía y doblaba. escuela de modelos, decía una placa gastada, barata, pegada junto a la chapa de la dirección. crucé a la vereda de enfrente, y me puse detrás de un auto. al rato entraron dos tipos más. parecían bolivianos. pasó media hora o cuarenta minutos hasta que mi hermano y el gordo reaparecieron. ahora que los veía de cerca, tenía la certeza de que al gordo no lo había visto en la puta vida. empezaron a caminar apurados. cruzaron la plaza congreso hacia Belgrano, después doblaron por Moreno y entraron en una galería. Yo me había retrasado porque tuve miedo de que me vieran en el descampado de la plaza. así que corrí un poco y llegué a la puerta de la galería. adentro había una entrada parecida a la de un microcine. en un pequeño hall, unos tipos discutían y anotaban cosas. como nadie me paró, crucé el hall y me metí. atravesé una barrera de luces y humo y sentí el olor de los lugares donde se amontonan hombres. el supuesto cine era en realidad un gimnasio reacondicionado, con una fila de cámaras de televisión y butacas desperdigadas. parecía la bolsa de valores. Yo estaba sobre una tarima, elevado por encima de la multitud, a pasos de la puerta. la fila de televisores transmitía

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    una carrera de caballos. en el fondo había una boletería donde se apostaba. el piso estaba cubierto de boletos y cigarrillos. Muchos gritaban y pateaban, alzaban los puños o escupían maldiciendo. Me pareció raro que mi hermano estuviera entre esa multitud ruidosa. en casa casi nunca hacía ruido y si hablaba era solamente porque todavía no había conseguido manejar la telepatía. salí. Me quedé un rato en la puerta de la galería, escuchando los gritos que venían desde adentro. Un hombre pasó detrás de mí y se encontró con una mujer que lo estaba esperando. ambos eran viejos y desaliñados. la mujer lo trataba mal. el hombre movía sus manos como si espantara moscas. se perdieron hacia mi derecha. como no tenía ganas ni de dormir ni de ir a mi casa, encaré para el bar astral, en corrientes, para ver si estaban picasso y roli.

    estaban los dos, en la mesa del fondo, contra el inicio de la barra. detrás de ellos, sentado solo en una mesa, con la espalda apoyada en la pared y los ojos cerrados, descansaba tito, el mozo, entre la fonola con los temas de sandro y la puerta de los baños. parecía un cantante de blues calvo, caído en desgracia. con roli y picasso había dos tipos más. sobre la mesa había unas botellas de cerveza y unos paquetes de cigarrillos. la luz lunar de los tubos fluorescentes remarcaba los rasgos de los cuatro. a medida que me acercaba, noté junto a la cerveza y los cigarrillos, una revista con un dibujo en la tapa. picasso, ni bien me vio, gritó: «salud, andrés», y me presentó a los dos tipos. eso tenía de bueno picasso, sobre todo para un

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    paranoico como yo, te podía recibir de buen humor hasta en el velatorio de su madre y, si le dabas tiempo, hacerte sentir indispensable.

    Uno de los tipos usaba una campera negra, de cuero, pasadísima de moda, el pelo negro y largo y anteojos gruesos, que, junto con los mostachos sobre los labios, le daban el aspecto de un dartagnán intelectual: se llamaba rodolfo lamadrid. el otro tenía los ojos chatos, como si acabara de fumarse muchísimos porros, una remera a rayas negra y verde, muy extraña y un anillo en el meñique izquierdo que seguramente perteneció a atila. su nombre era daniel dragón.

    en la tapa de la revista que estaba sobre la mesa había un dibujo de un tipo con una flecha de goma en la cabeza.

    —si nos organizamos podemos hacerla con más hojas y más fotos —dijo lamadrid—. es cuestión de poner algo de guita o conseguir publicidad.

    Me pregunté quién carajo querría poner un aviso en una revista así. el clan Manson, por ejemplo, ya estaba disuelto.

    — ¿Vos escribís? —me preguntó dragón.—a veces —dije.Y no mentí. empecé a escribir algo a eso de los

    quince años. en ese entonces leía a ernesto sótano con pasión. ahora me parece una mierda. antes de irme de viaje mandé unos poemas a un concurso de la facultad y me los publicaron en un libro colectivo. esos poemas me parecen más mierda que lo que escribe sótano. todavía no conseguí juntar toda la edición para hundirlos en el medio del océano. desde la

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    muerte de mi vieja, hasta esa noche en el «astral», no había vuelto a escribir una sola línea.

    — ¿Qué tomás? —me preguntó roli.—no tengo un peso —dije.—pedí lo que quieras —dijo picasso.Me pedí un cortado que tito trajo una hora des

    pués. Yo estaba sentado en la punta de la mesa, hacia el pasillo, de modo que tito me tenía que esquivar cada vez que pasaba. picasso y roli estaban uno al lado del otro. Frente a ellos, lamadrid y dragón, que hablaba con un ligero tono provinciano, masticando las palabras, haciéndolas chocar entre sí. lamadrid, en cambio, hablaba sin detenerse, gesticulando y tomando tragos a cada rato. los dos sabían un montón de literatura. eso era evidente. sabían mucho más que yo, muchísimo más que yo. pronunciaban palabras como eliot, Fernández Moreno, dante, Virgilio, con toda naturalidad.

    Me tomé el cortado enseguida. ellos se habían bajado varias cervezas y algunos vasos de vino. roli, cada veinte minutos, iba al baño, por lo cual se me ocurrió que tenía merca. Miré el reloj: eran las dos de la mañana y la gente seguía en la calle como si la noche recién empezara. cuando roli volvió a pararse para ir al baño, yo me paré y lo seguí.

    —son buenos tipos —dijo mientras meaba.—si —dije, tratando de no mearme los pantalones.—¿de dónde los conocen?—son amigos de pica —dijo roli, mirando fijamen

    te la pared gris del mingitorio—. Hacen una revista. a pica le publicaron poemas.

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    —no sabía que picasso era poeta —dije, sacudiéndome el pito.

    —Un gran poeta —dijo roli, que había dejado de mear y se miraba en el espejo. después abrió la canilla y se mojó la cara y el pelo. se volvió a mirar en el espejo. creo que trataba que el pelo le quedara desprolijo.

    —pensé que tenías merca —dije.—tenía —dijo. Y agregó—: ¿de dónde venías?—de ver la película más grande de todos los tiem

    pos —dije.—a mí no me gustó tanto.como roli no sabía nada de cine, la dejé pasar.—¿te fumaste lo que te di? —me preguntó, volvien

    do a mojarse el pelo.—sí —dije.—¿Y? —insistió.—Bien —dije.roli se río, me pasó el brazo izquierdo por los

    hombros y, con el derecho, empujó la puerta y la luz gris del bar se filtró en la oscuridad del baño. alguien había puesto «trigal», de sandro, en la fonola, lo cual me puso eufórico. en el bar, aparte de nuestra mesa, había otras dos ocupadas. en una estaban dos viejos, casi dormidos. en la otra, cerca de la puerta, con el fajo de diarios sobre una silla, un canillita tomaba café. cuando nos volvimos a sentar a la mesa, lamadrid recitaba un poema que supuse era de su autoría:

    —primero le ganaron a river, y no me importó; después golearon a Ferro, y me morí de risa; ahora nos están inclinando la cancha a nosotros, pero ya es tarde —dijo, manteniendo el vaso de vino en alto,

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    moviéndolo levemente, a medida que acentuaba los versos.

    todos, menos yo, se rieron. Y picasso hasta aplaudió. lamadrid se entusiasmó y se largó con una catarata de poemas que si Borges se levantaba de la tumba, le pegaba con el fémur. leía despacio, con el tono ese que tienen los presentadores de boxeo. cuando se detuvo para tomar un poco de vino, picasso aprovechó y gritó: «¡Genial!», tratando de dar por terminado el recital. roli también lo felicitó, pero eso no importa porque lo hubiese hecho de cualquier manera, solía felicitar a la gente solamente por existir.

    —el final podría ser mejor —dijo daniel dragón, quien parecía haber escuchado atentamente todos los poemas—, tendrías que sacar la última palabra.

    —¿sí? —dijo lamadrid, no muy convencido.—esa palabra oscurece la imagen —dijo dragón.—a mí me importa un carajo eso —dijo lamadrid.—para mí está bien —dijo picasso.roli se paró y volvió al baño. «tiene diarrea», dije,

    para que me oyera. pero roli ni se inmutó y los tipos menos porque se enfrascaron en una discusión sobre cómo tenía que terminar el poema.

    —a mí no me importa corregir, si el poema es malo lo tiro y listo —dijo lamadrid.

    —eso es estúpido —saltó dragón—. es la boludez de la escritura automática. cuando sos pendejo está bien, pero después…

    —¿cuántos años tenés? —le pregunté.—Veintitrés —contestó.Me llevaba dos años y ya sabía todo lo que yo no

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    iba a poder saber hasta que me muriera. eso me causó una mezcla de rencor y bronca. así que dije:

    —para mí no es necesario corregir.después nos callamos y roli volvió a la mesa. pi

    casso preguntó si queríamos algo más y todos dijimos que no. «si tenés algo escrito traelo», me dijo lamadrid. se veía que mi defensa le había caído bien. Volvimos a hacer silencio hasta que picasso, quizá algo molesto porque no hablábamos, contó una historia:

    —Hace unos años —dijo, poniendo un tono afectado— un íntimo amigo mío salió a trabajar como viajante de comercio. de esos que recorren las provincias de nuestro inmenso país.

    —¿Quién? —preguntó roli.—no lo conocés —dijo picasso, casi sin prestarle

    atención—. la cosa —continuó— es que ahí conoció a varios tipos que viajaban haciendo lo mismo que él. Y al final se terminó haciendo amigo de uno con el que coin ci dían a menudo. Un día le toca compartir la pieza del hotel con este y otro al que ocasionalmente encontraban por los pueblos. Fueron a cenar y después volvieron al hotel para dormir. pero mi amigo estaba bastante despierto y decidió salir a caminar y fumarse un cigarrillo. los otros subieron a la pieza. resulta que el pueblo era una mierda y…

    —¿Qué pueblo era? —pregunté. siempre me interesó saber dónde pasan las cosas.

    —Qué sé yo… claypole o la lucila —dijo picasso—. ¿puedo terminar? Bueno. el pueblo no daba para dar muchas vueltas y mi amigo vuelve al hotel, sube las escaleras hasta su pieza y cuando abre la puerta se en

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    cuentra con que el otro tipo se está garchando a su amigo. Y encima éste se da vuelta y le dice: «pará, pará, esperá un ratito afuera que después te explico».

    todos largamos la carcajada. lamadrid repetía «pará, pará que después te explico», y se secaba las lágrimas de la risa. nos reímos sin parar durante un buen rato. a mí me pareció que picasso había inventado la historia, pero no puedo asegurarlo. cuando volvimos a quedarnos callados, daniel dragón me clavó los ojos chatos y me dijo: «te parecés a sergio narvaiz». lamadrid dijo que había pensado lo mismo cuando me vio entrar. «¿es un futbolista?», pregunté. «no», dijo picasso. «es un amigo escritor». según dijeron, con narvaiz compartíamos algo de la cara y el tono de la voz. en realidad, a mí lo que más me sorprendía era que todos eran escritores. «ahora anda un poco enloquecido porque se le perdió el gato», dijo dragón.

    —¿el gato? —me sorprendí.—sí, se le puso en celo y como no lo quiso castrar

    y vive en un noveno piso, lo bajó a la noche al garage del edificio para que pudiera salir a curtir con gatas.

    —¿por qué al garage? —preguntó roli.—porque podía salir a través de las rejas. le puso

    un plato de comida en un costadito como para que el gato se ambientara y volviera ahí por la mañana, después de sus orgías nocturnas —explicó dragón. Y agregó—: si todo iba bien lo pensaba bajar todas las noches mientras le durara el celo.

    —¿Y? —se impacientó roli.—el gato se metió en el motor de una camioneta.

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    cuando el dueño la encendió a la mañana, el gato giró en la correa del motor y la arrancó.

    —¿arrancó la correa? —dijo roli, asustado.—sí, el gato es inmenso.—palmó —dije.—no se sabe —explicó dragón, con cierto tono de

    tectivesco—, encontraron pedazos de piel en el motor. pero no había sangre. Y no encontraron el cuerpo del gato en todo el garage. Y eso que sergio y el portero se metieron hasta en las cámaras de ventilación. así que suponen que está muerto de miedo en algún lugar. la otra noche lo acompañé a buscarlo por las vías del tren.

    —claro, ahí hay un montón de gatos —dijo picasso, y mirándome agregó—: Vive sobre Yerbal, donde pasa el tren del oeste.

    roli volvió a pararse para ir al baño y nosotros nos callamos, como si de común acuerdo hubiésemos decidido esa noche separar los temas de la charla con tandas de silencio. Me acordé que tenía el libro de celine en la campera. lo puse sobre la mesa. «acabo de robarlo», dije. dragón lo agarró, lo hojeó y me dijo que era un libro extraordinario. Me preguntó si ya había leído otra cosa de él. le dije que no y él pareció encontrar cierta satisfacción en mi ignorancia y me dijo: «te va a matar». «supongo», le contesté. «estuve leyendo algo de parado en la librería». entonces pi cas so dijo que la traducción era una porquería pero que igual valía la pena leerlo porque el tipo había dividido la literatura en un antes y después. Me sorprendió que picasso supiera tanto. en realidad, me di

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    cuenta de que no lo conocía tanto como yo pensaba. sabía que trabajaba en la cantina de un tío, sabía que la madre se le había muerto de un ataque de hipertensión y sabía que vivía en una casa de un ambiente con su padre y su hermana, hacinados. poca cosa.

    después de hablar de celine se pasó a pound, a quien yo sí conocía e incluso había leído (lo que no sabía en ese entonces es que era un hombre). ezra siempre me había parecido un nombre de mujer. así que hasta esa noche pound había sido para mí una de las mejores poetas yanquis. pero no sólo era un hombre —por lo que decían— sino que también era un nazi. picasso lo comparaba en eso con celine. a mí me gustaban los dos nombres: pound y celine. no podían escribir mal.

    para dragón, en realidad, pound no era nazi. era un exponente del anticapitalismo. «no nos olvidemos», dijo, «que escribió Usura». roli saltó como un resorte y dijo: «Yo le puse música a ese poema». Y empezó a cantar, en tiempo de bolero: con usura, nadie tiene una casa de sólida piedra». todos nos reímos y yo le dije que se parecía a armando Manzanero, y picas so agregó: «armando palero». pero roli ni lo escuchó y se largó en picada a un divague: «para ser un héroe hay que tener un familiar muerto. Batman, superman, el Hombre araña, todos tienen algún pariente en la quinta del ñato». roli siempre trataba de hablar sobre temas que manejaba. sabía pocos, pero en profundidad. sobre historietas, por ejemplo, nadie en toda la república se le acercaba a lo que él conocía. tenía el número uno de patoruzito, el número

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    dos de isidoro, el rey de los play Boys, toda la colección del corto Maltés, la saga del eternauta, millones de la editorial novaro que publicaba a Batman, la liga de la Justicia, linterna Verde, etcétera.

    —eso tiene una explicación —dijo picasso— con buenos sentimientos no se hace literatura.

    —Yo tengo una familia feliz —dijo lamadrid—, pero ustedes saben mi rollo con las minas.

    todos se callaron. pensé que lamadrid iba a explicar su trauma; pero nadie le preguntó nada y yo no me animé a hacerlo. era notorio que todos ya lo sabían hasta el hartazgo y que no iban a volver a sufrir por mi culpa. tampoco entendí cuál era la relación entre el rollo de lamadrid y los superhéroes de roli. así que guardé el libro de celine y anuncié que me iba. dragón me preguntó para dónde y le dije que para Boedo y estados Unidos. Me dijo que si bajaba por rivadavia él me acompañaba varias cuadras. le dije que sí, me daba lo mismo. entonces nos despedimos de los demás y salimos a la calle. tito estaba en la vereda, con los brazos cruzados, mirando el cielo. «Va a llover», le dije. «Más que eso», contestó.

    al día siguiente amanecí con una gripe mortal. Me dolía la garganta y tenía los ojos hinchados. Me miré en el espejo de la pieza: parecía que había estado peleando, con las manos atadas, contra tyson. Bajé a darme una ducha. eran casi las dos de la tarde. la mesa del patio cubierto donde comíamos estaba vacía e inmaculada. el agua hervía. Me quedé un rato largo masajéandome con el chorro de la ducha. después volví a la pieza, me cambié y bajé a dejar la ropa su

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    cia en el canasto que tenemos al lado del lavarropas. en el fondo, enrollado, estaba un pantalón de mi hermano. eugenia, la mujer que antes ayudaba a mi vieja con la limpieza, pasaba dos veces por semana y lavaba la ropa, cambiaba las sábanas y enceraba los pisos. a veces cocinaba.

    Me metí en la pieza de mi viejo y busqué en su cómoda algún remedio para la gripe. saqué unas tabletas de redoxón, pastillas de calcio y magnesio y refrianol. las empecé a tomar cada dos horas. después subí a mi pieza, hice la cama, ordené el ropero, le pasé el plumero a los libros y al escritorio y abrí la ventana que comunica con el patio interno. Me quedé un rato mirando, desde ahí, el conjunto que formaban abajo la mesa con el florero en el centro, las sillas a su alrededor, dispuestas como si nadie se hubiera sentado nunca en ellas y, más atrás, contra la pared, la estufa encendida y la puerta de entrada a la pieza de mi hermano. dejé la ventana y me tiré en la cama. agarré el libro de celine y empecé a leerlo. Bajé a las seis de la tarde porque sonó el teléfono; pero cuando descolgué (tuve que bajar corriendo las escaleras y entrar a la pieza de mi viejo) ya habían cortado. subí a la pieza y volví a leer. Bajé a las dos horas para tomar aspirinas, refrianol y vitaminas. después volví a mi pieza y seguí leyendo hasta que oscureció. en la casa había un silencio total que se interrumpió cuando empezó a llover sobre el techo metálico del patio. Basta que empiece a llover para que yo me sienta bien. puse Revol-ver, de los Beatles, y volví a la cama a seguir leyendo. a eso de las diez de la noche se me partía la cabeza

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    del dolor y tuve que dejar el libro. dragón me había pasado su teléfono en un papelito. así que lo busqué porque quería preguntarle qué otros libros de celine se podían conseguir. Bajé: el patio sólo estaba iluminado por la parrilla de la estufa. Me dolían los ojos, la garganta y la espalda. escupía bulldogs. el teléfono sonó cuatro veces antes de que me atendiera la voz más dulce del mundo. Me dijo que daniel no estaba y me preguntó si quería dejarle dicho algo. le dije que no y colgué.

    Volví a mi pieza, agarré el libro otra vez y sólo bajé de la cama para cambiar los discos. puse, de un saque, Rubber Soul, de los Beatles; Ratas Calientes, de Frank Zappa; Zeppelin I y II; Desatormentándonos, de spinetta y Let it Bleed, de los stones.

    a las doce de la noche, cuando me faltaba poco para terminar con celine, sentí que se abría la puerta de calle y, por las pisadas, supe que era mi hermano. Yo había dejado de escuchar música y estaba en silencio, así que pude seguir su itinerario: fue hasta la cocina, encendió la luz y después fue al baño e hizo lo mismo. después entró a su pieza y se quedó ahí. salí de la cama y bajé a tomar más pastillas y vitaminas. cuando entré a la cocina para buscar un vaso de agua, vi sobre la mesada una caja de pizza que despedía un olor riquísimo. no me había dado cuenta de que tenía un hambre mortal. entonces apareció mi hermano en el hueco de la puerta:

    —¿Me llamó alguien? —preguntó.—Hubo un llamado, pero cuando descolgué se cor

    tó. ¿Hace frío afuera?

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    —sí. Hace un frío de puta madre. ¿Y papá?—no sé, hoy cuando me levanté ya no estaba. creo

    que tenía algo en el canal —dije.—¿Querés? —me preguntó, mientras buscaba pla

    tos en la alacena.—sólo una porción.comimos en silencio. Mi hermano se levantó, fue

    hasta la heladera y sacó una botella de vino. tenía los zapatos embarrados y la cara pálida de frío. «Faltó sal», dijo, limpiándose la boca con una servilleta. le dije que como yo estaba resfriado, no podía sentirle el gusto. «le faltó sal», repitió. entonces no sé por qué, porque no lo había pensado para nada, dije: «ayer te vi en la calle». Me miró fijo mientras se empinaba el vaso de vino. «ibas con la campera negra, por talcahuano», agregué. Me contestó que había salido del trabajo y que acompañaba a un amigo a comer algo. «Yo salía del cine», le dije, aunque seguramente le importaba un pito. después nos quedamos callados. llovía torrencialmente. Mi hermano se paró, juntó los vasos y los platos y los puso en la pileta. después se fue a su pieza. cuando me quedé solo comí tres porciones más. calenté una leche y subí a mi pieza. eran las dos de la mañana cuando me metí de nuevo en la cama. tomé la leche, las cafiaspirinas, el refrianol y las vitaminas. después me tapé como si hubiera visto por la ventana a la momia negra. sudé como un millón de obreros y me desperté a media noche. la casa estaba otra vez a oscuras y en silencio. como no podía dormirme, agarré a celine y lo terminé de un saque. era increíble que alguien pudiera escribir así. Quería saber

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    quién era: si había tenido mujer e hijos, hermanos, perros, cuánto había tardado en escribir su primer libro, en fin, todo; quería saber todo sobre ese hijo de puta.

    al día siguiente la casa estaba rodeada de glaciares. por la ventana se colaba el aullido de un lobo peludo, colorado, de esos que aparecen en los videos de la national Geographic. la cabeza me daba vueltas y la nariz, congestionada, me pesaba como si fuera la de patoruzú. Me vestí rápido y bajé a tomar más pastillas y vitaminas. en la cocina estaba eugenia, acomodando los platos. «su padre lo andaba buscando», me dijo. en la pieza de mi viejo no había nadie. estaba la cama hecha, el piso encerado y el olor debería de ser confortable. pero yo, con la nariz tapada por los mocos, no hubiera podido oler ni al zorrinito francés de los dibujitos. en el baño me di una ducha con agua hirviendo, tratando de aspirar el vapor. cuando salí, eugenia estaba limpiando unos platos que mi viejo había colgado en la pared. Mi viejo tiene un gusto horrible. Me acuerdo de unas vacaciones en la que nos fuimos con mi mamá y mi hermano y él se quedó por laburo. cuando volvimos todos los muebles estaban pintados de naranja y negro.

    «¿no sabe para qué me buscaba?», le pregunté a eugenia. Me contestó que solamente quería saber si yo estaba y que ella, viendo mi campera colgando en el perchero, le dijo que sí. Me sorprendieron las dotes detectivescas de eugenia y mientras me reía caí en la cuenta de que era muy temprano para que ella estuviera en casa. «Usted cambió de horario», le dije. «su

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    padre quiere que venga todos los mediodías para cocinarle a él y a su hermano porque tienen unas horas para almorzar», dijo. Mientras me hablaba colgaba los platos que, limpios, eran todavía más repugnantes; pero ella los colgaba como si estuviera condecorando a la pared. después me miró fijo y me dijo que si no me cambiaba rápido me iba a morir de pulmonía. Yo estaba solamente con una toalla atada a la cintura, así que subí a la pieza y me vestí.

    la estrategia de mi viejo era reconstruir la familia a partir del almuerzo. eso estaba claro. cuando vivía mi vieja era obligación levantarse a almorzar los domingos aunque nos hubiéramos acostado dos minutos antes. si demorábamos, mi viejo ponía tangos a todo volumen y nos abría las puertas de las piezas. con mi hermano comíamos como autómatas y volvíamos rápidamente a la cama.

    eugenia, antes de irse, me dejó en la cocina un plato de lentejas. Me comí las lentejas, tomé un café, un redoxón, un refrianol y dos cafiaspirinas. después pasé la tarde escuchando música: Abbey Road, Manal, spinetta.

    a eso de las siete sonó el teléfono. era roli que quería verme para charlar «unas cosas muy importantes». le dije que estaba engripado y que hacía mucho frío. Me dijo que era un maricón y que se trataba de un asunto de plata. después me dijo que la fortuna golpeaba a la puerta una sola vez en la vida y que el que la despreciaba terminaba sus días en un hospital de jubilados. «está bien», dije, «pero veámonos otro día». entonces me preguntó si estaba trabajando. le dije

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    que no. Me preguntó de dónde sacaba la plata. «Mi viejo me tira algo de vez en cuando, no tengo muchos gastos porque no hago nada», le dije. Me contestó que no fuera boludo y que me esperaba en al «astral» a las diez de la noche. después colgó. Me quedé pensando que como mi existencia era un capricho de mi viejo, no estaría nada mal que él me mantuviera para siempre. con un jurado imparcial, lo podía llevar a juicio y ganárselo.

    subí a mi pieza y empecé a buscar en las carpetas que tenía sobre el escritorio unas hojas en blanco. Buscaba un cuaderno que había comprado unas semanas atrás para conseguir cambio. era un cuaderno horrible, con la foto de un motociclista en la tapa. de una de las carpetas se cayeron fotos donde mi vieja estaba en la terraza, al sol. Me parecieron de su último verano. pero no lo podía asegurar: mi vieja no había cambiado mucho en los últimos años. tampoco podía recordar quién me había dado esas fotos. las guardé en un sobre y seguí buscando el cuaderno. en una carpeta roja, con el título de «la voluntad» escrito con lápiz en la tapa, estaba un ensayo de alejandro Monod, un compañero mío de filosofía. Me lo debía de haber dado en algún momento, pero nunca lo leí. pensé que la filosofía, en este país, era una broma. Y me acordé de inés, mi novia de aquellos años en el edificio de charcas. en la tapa de la carpeta estaba, medio borroneado, un teléfono. Bajé las escaleras, crucé el patio, entré a la pieza de mi viejo y marqué el número que había memorizado. tardaron un rato largo en contestar:

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    —¿si? —preguntó una voz de mujer.—¿está alejandro?—está trabajando. ¿Quién le habla?—andrés stella… Un compañero de la facultad.

    ¿le podría dejar dicho que lo llamé?—claro —dijo la voz, seca. Y colgó.arranqué unas hojas que mi viejo tenía al lado del

    teléfono y, ya en mi pieza, las puse sobre el escritorio y escribí: «era un muchacho sin importancia colectiva, exactamente un individuo. l. F. celine». dejé esa hoja a un costado y en la siguiente escribí: «canto a tus oscuridades / a tu resplandor / estoy boca abajo y muerto hacia el mundo / derribado en un fuego invernal; / mirando pasar trenes determinados / llevando gente determinada». lo leí un par de veces y me pareció impecable. era lo mejor que había escrito hasta ese momento y salió así, de golpe. traté de escribir algo más, pero no me salió nada. puse las hojas en una carpeta y me tiré en la cama. después volví al escritorio y leí el poema otra vez. Me siguió pareciendo bueno. tenía ganas de mostrárselo a picasso. agarré una hoja más y escribí: «Madre / llegaron los huecos feroces de tus soles / los látigos de la muerte / toda esa oscuridad que no puede acabarte / ahora que tu corazón late al revés / dando golpes de frío y de cuchillo». Me levanté del escritorio y puse Abbey Road, de los Beatles. después me tiré en la cama y apagué el velador. en el reloj fosforescente que tenía sobre la mesita de luz, las patitas rojas como brasas de cigarrillo, marcaban las ocho y cuarto.

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