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FRANCISCO LASO - 1 - Reymundo Hualpa FRANCISCO LASO DE LOS RÍOS Prof. Reymundo Hualpa Condori

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FRANCISCO LASO - 1 - Reymundo Hualpa

FRANCISCO

LASO

DE LOS RÍOS

Prof. Reymundo Hualpa Condori

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FRANCISCO LASO - 2 - Reymundo Hualpa

Índice Introducción

CAPÍTULO I BIOGRAFÍA

Francisco Laso (Modesto Molina Paniagua) Francisco Laso (Carlos Alberto Gonzáles Marín) Francisco Laso y su tiempo (Juan Manuel Ugarte Eléspuru) Francisco Laso (Enrique López Albújar)

CAPÍTULO II PRODUCCIÓN EN PROSA

Variaciones sobre la amistad El vividor

CAPÍTULO III COLOR Y AMOR

El habitante de la cordillera Doña Juana Manuela Henríquez de Laso Don Felipe Pardo y Aliaga Santa Rosa El Haravicu La pascana en la cordillera La lavandera Las tres razas La pascana Francisco Antonio de Zela y Arizaga Retrato de un hombre Manuela Henríquez La Justicia BIBLIOGRAFÍA

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FRANCISCO LASO - 3 - Reymundo Hualpa

INTRODUCCIÓN

A pesar de haber transcurrido tanto tiempo, el legado pictórico e ideológico de Francisco Laso de los

Ríos causa temor en algunos sectores retrógrados de nuestra sociedad contemporánea.

En nuestros estudios formales, y después, en los diversos medios de comunicación social, nos señalan

que Francisco Laso ha sido un gran pintor de su tiempo, que plasmó en el lienzo x, y o z cuadros; que ha sido

tacneño de nacimiento… Y ahí se quedan, es verdad lo que se asevera, pero es una verdad sesgada y una

verdad parcial, no es verdad.

Entonces, ¿quién es Francisco Laso? Laso ha sido un extraordinario pintor, Laso ha sido un liberal de

renombre, digno discípulo del célebre maestro tacneño Francisco de Paula Gonzáles Vigil Yáñez; Laso ha sido

un ardiente defensor de la peruanidad del Perú, lo prueba su participación en el combate del Callao, en 1866;

Laso ha sido un filántropo desmedido, a pesar de sus dolencias humanas, mitigó el dolor colectivo en la cruenta

epidemia de 1868.

Pero, los grupos de poder reinantes, debían de castigar semejante atrevimiento, se le trató de marginar

de diversas formas, mas se mantuvo férreo en sus ideales de igualdad, fraternidad, libertad. La existencia de

Laso es una vida de fidelidad inclaudicable con la sociedad humana. En el último tramo, Laso se reafirma en la

defensa de las mayorías desposeídas y reitera sus denuncias contra los opresores.

La existencia fecunda de Laso no ha sido desarrollada plenamente, en ese entender, Francisco Laso es

un acercamiento crítico a la biografía de este gran tacneño ilustre, a través de una antología de composiciones

desplegadas por diversos escritores o artistas. Hemos preferido transcribir, para no quitarle la esencia del texto

y no sacar el documento de su contexto social.

Conozcamos nuestra realidad críticamente, valoremos la sombra como la luz. De seguir exclusivamente

a la luz, podríamos quedarnos ciegos, pero gustar constantemente de la oscuridad nos conduciría a la

claustrofobia. ¿Qué ganamos ocultando la verdad histórica? O, ¿qué ganamos maquillando nuestra

dependencia, nuestra indiferencia cultural, social…?

Que el amable lector nos confirme o rectifique en nuestra aseveración, a las pruebas instrumentales me

remito. Escribimos con cerebro, el corazón y el hígado es recreación, es ficción. La historia es ciencia

contrastable, no sentimiento anecdótico.

Debemos autocriticarnos, estamos avanzando en algunos terrenos, pero hemos descuidado el estudio

de las manifestaciones artísticas del ayer. En ese sentido, pretendemos aportar en el conocimiento científico de

las artes plásticas de Tacna. El presente libro, apertura el camino, senda que deberá ser confirmada por otros

personajes que militan en las manifestaciones culturales de Tacna.

Incluimos distintas biografías sobre Laso, algunas inéditas; algunos trabajos en prosa de Laso, varios

cuadros de Francisco Laso adornan nuestro trabajo.

Agradecemos, de corazón, a todas aquellas personas que nos han ayudado a identificar, a consultar las

fuentes documentales, así como de los trabajos pictóricos de Francisco Laso.

Tacna, octubre del 2008

Prof. Reymundo Hualpa Condori

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FRANCISCO LASO - 4 - Reymundo Hualpa

Francisco Laso de los Ríos

CAPÍTULO I

BIOGRAFÍAS

El gran pintor liberal Francisco Domingo Laso de los Ríos nació el 10 de mayo de 1823, en Tacna; murió

el 14 de mayo de 1869, en Lima.

Sus padres fueron: don José Benito Laso de la Vega y Quijano y doña Manuela de los Ríos. Su

progenitor era un liberal, nacido en 1783, en Arequipa y murió el 14 de enero de1862, en Lima. Ha sido

Presidente de la Corte Superior de Justicia. Su madre, Juana María (Manuela) de los Ríos, nació en Puno.

Ambos se casaron en 1810. De dicho matrimonio nacieron:

a) María del Carmen Magdalena, nació el 21 de julio de 1815, en Tacna. Siendo su padrino Ignacio

Mariño. Se casó con el coronel colombiano Rafael Gruesso.

b) Juana Manuela Josefa, nació el 25 de diciembre de 1817, en Tacna. Fueron sus padrinos: don José

Santiago Basadre y doña Ángela Chocano. Posteriormente contraería nupcias con el coronel Norberto Elespuru,

en 1838. Ha sido escritora y poetisa.

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FRANCISCO LASO - 5 - Reymundo Hualpa

c) María Josefa Felipa, nació el 11 de setiembre de 1820, en Tacna. Fueron sus padrinos, don

Remigio Arias, Contador de las Cajas Reales y doña Petronila Mireles.

d) José Francisco Domingo, nació el 10 de mayo de 1823, en la ciudad de Tacna. Sus padrinos fueron:

don Francisco Mendoza y doña Josefa Mireles.

Partida de bautismo de Francisco Laso:

“Año del señor de mil ochocientos veintitrés: en doce de mayo, yo el Cura y Vicario de esta Doctrina,

doctor don José de la Puente y Bustamante, bauticé puse óleo y crisma a una criatura de dos días, al

que nombré José Francisco Domingo, hijo legítimo del doctor don José Benito Lazo de la Bega y doña

Juana María de los Ríos, padrinos don Francisco Mendoza y doña Josefa Mireles y a quienes advertí sus

obligaciones y parentesco espiritual y para que conste los firmo. (Fdo.) Doctor Juan José de la Fuente y

Bustamante. (LPBc 009-Tacna, F 72, Archivo Hist. Diócesis de Tacna).

Información convergente de los hijos de la familia Laso de los Ríos. Tuvieron cuatro hijos que fueron

bautizados dos días después de su nacimiento, todos fueron llevados a la pila bautismal por el Vicario de Tacna,

doctor José de la Puente y Bustamante, y todos tuvieron como primer guardián de cuna al Tacora.

Juan Manuel Ugarte Elespuru consigna a dos hermanas más: Francisca, que sería la hermana mayor y

Sofía, que sería la menor, ambas nacidas en Tacna. Hemos buscado en el Archivo Histórico de la Diócesis de

Tacna y no hemos encontrado las partidas de bautismo. Ensayamos las siguientes hipótesis: es posible que

hayan nacido en otras latitudes, o quizá los biógrafos de Francisco Laso hayan consultado fuentes poco

confiables.

Fototeca RHC

Benito Laso de la Vega

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FRANCISCO LASO - 6 - Reymundo Hualpa

BIOCRONOLOGIA

1823. Nace José Francisco Domingo Laso de los Ríos, el 10 de mayo, en la ciudad de Tacna.

1830. Su padre es designado Presidente de la Corte Superior de Justicia de Arequipa

1831. Don Benito contrae segundas nupcias con Petronila García Calderón

1833. Viven en Lima

1842. Viaja a Europa

1845. Se encuentra en Italia

1849. Retorna a Lima

1852. Establece su taller en París

1855. Exhibe El habitante de las cordilleras, en la gran exposición mundial de París, representando al Perú.

1856. Retorna triunfalmente a Lima.

1858 ó 1860. Se casa con Manuela Enríquez, dama limeña.

1860. Expone en Lima

1860-1863. Colaboró en “La Revista de Lima”

1862. Escribió en “La América”

1862. Muere don Benito Laso, su padre, en Lima

1866. Participa del combate del dos de mayo.

1866. Pinta “Santa Rosa”

1867. Es elegido Diputado por Lima, para el Congreso Constituyente.

1867. Se reedita “El Aguinaldo”

1867. Pinta su autorretrato, junto con su esposa.

1868. Colabora en “El Nacional”.

1869. Murió el 14 de mayo, en San Mateo. Sus restos mortales descansan provisionalmente en el cementerio

Presbítero Maestro de Lima. Descansará definitivamente, cuando retorne a su tierra natal.

Pintor trascendente, libre pensador, escritor de fuste. Participó en el combate del Callao, el 02 de

mayo de 1866, en las baterías de Chuchito.

"Si la amistad en este siglo es rara, la gratitud es más escasa. ¡Ay del benefactor, si pide alguna vez

amparo al ingrato!" (Francisco Laso).

Exquisito pintor nacional. "Fue liberal de cuño. Intransigente ante la cundería criolla, sus críticas

tenían toda la incisiva frialdad de un bisturí. En la paleta del pintor como en la cuartilla del ensayista, se

descubre al hombre que tiene hondas afinidades con el pueblo. Siente lo nativo como un tendón de su sistema

nervioso" (Carlos A. Gonzáles Marín).

Laso “Deseando en su alma un ideal perfecto, todo lo que hacía era elegante y noble. Su fantasía fue

infinita y nunca dispuso de sus medios necesarios para manifestarla. Sus cuadros parecen fragmentos de obras

colosales, porque veía y sentía mucho más de lo que le fue dado representar” (Federico Torrico).

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FRANCISCO LASO - 7 - Reymundo Hualpa

La obra de Francisco Laso “se enmarca claramente en el clasicismo que significó la tendencia academista

de su época; el carácter del artista favoreció el desarrollo de una obra rigurosamente estudiada y elaborada en

su más mínimo detalle; prueba de ello son los numerosos bocetos a lápiz que explican el proceso de creación

de cada una de sus obras”. www.museobcr.perucultural.org.pe

“Laso fue uno de los pocos artistas peruanos que asumieron la pintura como una actividad intelectual. En

su obra, críptica y compleja, de citas y contenidos velados, se refleja claramente esta dimensión. De hecho, el

sentido último de su pintura no puede ser entendido sin tomar en cuenta su actividad paralela como escritor y

político, un aspecto central de su biografía que es aún escasamente conocido.

La trayectoria de Laso se enlaza con su participación decisiva en la dinámica de la generación liberal

que forjó las bases del civilismo, con los estrechos lazos que lo unieron con los intelectuales más importantes

de su época y con su extensa y activa intervención en la vida política del país. Como autor, Laso mereció el

reconocimiento y el respeto de sus contemporáneos. José Antonio de Lavalle y Arias de Saavedra lo calificó

como “uno de los más notables escritores peruanos”. Para Ricardo Palma, sus artículos, “llenos de rasgos

vigorosos, de verdades amargas, de pureza de estilo, de sensatez y de erudición, le señalaron un lugar

prominente en la república de las letras”. Pero este reconocimiento no se extendió más allá de su generación”.

www.guiacultural.com

Francisco Laso 1

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FRANCISCO LASO

(Aportes para su biografía)

Dedicado al señor coronel don José Joaquín Inclán

I

“La losa del sepulcro cubre hoy los restos de un gran artista. Tacna, en cuyo suelo se han mecido cunas

ilustres de varones eminentes como Zela (1), Herrera, Castro (2) y Vigil, pierde en Francisco Laso no solo una

gloria que enorgullecía a este pueblo, sino también al Perú entero.

¿Nos atrevemos a decir que, además, Laso era una gloria americana? La historia le hará justicia. Sus

obras son su corona inmortal.

José Francisco Domingo nació en Tacna el 10 de mayo de 1823. Fue hijo de la respetable señora doña

Juana María de los Ríos y del doctor don José Benito Laso de la Vega.

Los primeros años de la vida de nuestro compatriota, se pierden bajo la dulce sombra del hogar

doméstico y bajo los claustros del colegio.

Su padre, uno de los colaboradores más incansables de la Independencia, y después un honorable

magistrado y estadista de alta reputación, le dio una educación digna de un joven de su categoría. Pero Laso,

artista desde la cuna, tenía precisamente que seguir su camino y obedecer los impulsos de su alma y de su

corazón.

Desde niño manifestó dotes sorprendentes para el dibujo, y sus juguetes juveniles eran su lápiz y un

papel, en que estampaba figuras bellísimas, sombreadas con tal maestría y buen gusto, que hacían dudar a las

personas que no viesen las manos que las ejecutaban.

Esta marcada afición de Laso al arte, hizo que su padre, echando a un lado las preocupaciones de una

sociedad egoísta, que creía que el arte era solo para el pueblo, lo enviase a Europa, en donde su imaginación

pudiese tomar vuelo y estudiar las divinas obras de los grandes maestros.

Después de pocos años de constancia y de una decisión admirable al estudio. Laso hizo progresos

sorprendentes en la pintura, atrayendo sobre sí las miradas de sus maestros, que admiraban tras de ese

semblante simpático un genio que más tarde podía formar una época.

Si queréis saber lo que fue Laso en su juventud artística, preguntadlo en los museos y galerías de

España e Italia; buscad su nombre en los conservatorios de pinturas de París; preguntadlo a sus condiscípulos y

amigos de Europa que, aun en las dulces veladas del estudio y en las confidencias fraternales que son como el

lazo de los amigos del taller, lo repiten sin cesar, uniendo a él recuerdos poéticos, escenas romancescas,

memorias conmovedoras.

Si queréis conocer su alma de artista, su corazón de hombre de genio, contempladlos en sus cuadros,

medid su fuerza y su vuelo por la majestad de sus obras, por la belleza de sus imágenes, por la grandiosidad

de sus concepciones.

En un claro oscuro, en un tinte exaltado, en un rostro ideal, en una sombra dantesca, en todo eso y en

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cuanto de bello y noble se encuentra en cada una de sus creaciones, hallaréis latente el alma del poeta,

palpitante el corazón del artista.

¿Quién que haya visto sus cuadros “La Justicia”, “Santa Rosa” y la “Música Celestial”, no descubre un

conocimiento perfecto del arte, una elegancia y perfección etruscas, un gusto inimitable aprendido en las obras

griegas y esa majestuosidad estudiada en las grandes creaciones florentinas? En Laso hay algo más que arte;

hay un ideal divino, una poesía homérica y sus obras tienen las sombras de las escenas del “Macbeth” y la

dulzura y pureza de las madonas de Rafael.

Su cuadro el “Habitante de la cordillera de los Andes” que presentó en la exposición universal de París

en 1855, es una obra maestra y una de las mejores joyas que adornan la frente del artista. Es un tipo nacional

que todos vemos a cada paso, y con quien nos encontramos a cada instante, pero al que Laso ha revestido de

aquel colorido sombrío, cuyo secreto y originalidad no han sorprendido aun los artistas europeos y que Laso

conocía; porque poseía esa intuición poderosa del arte, era dueño de esa penetración y estudio profundo de lo

bello que tanto ha hecho producir a Murillo y a Rubens y comprendía esa magnificencia sorprendente de la

naturaleza que encontró imitadores inagotables en Rembrandt y Horacio Vernet.

Es por esto que en París, en donde la competencia y el estímulo hacen brotar genios de la oscuridad y

de la miseria, Laso alcanzó el triunfo sobre los demás artistas que presentaron sus obras en el gran concurso y

que le disputaban palmo a palmo un aplauso; pero que se detuvieron ante la obra de nuestro compatriota, que

no era más que el producto de una inteligencia privilegiada a la vez que modesta.

Alma noble, retemplada en esa fe republicana en el porvenir y ese amor a la Patria, que, en los

corazones generosos, se convierte en un culto, lleno de recuerdos y de encantos, Lazo, amante de su país como

el primero, no podía sufrir la mortificación de que, en el gran concurso de París, a donde medio mundo enviaba

el producto del talento y del arte, no se viese el nombre del Perú, ni se alzase algún recuerdo que justificase

dignamente que al otro lado de los mares, había un suelo, virgen aun y bendito por la mano de Dios, que sabía

producir artistas como Italia y Grecia.

Laso, dueño de esa firmeza de alma incontrastable, que jamás conocía obstáculos; atormentado por la

idea de que al recorrer el mundo, la Exposición Universal no encontrase en el catálogo de las naciones que a

ella llevaban el producto de sus hijos, el nombre del Perú, de esa Patria por cuyo engrandecimiento trabajaba

incesantemente; extiende el lienzo con firmeza; toma el pincel, poseído de esa inspiración nerviosa que quema

la frente, que exalta las ideas y que crea en el cerebro imágenes fantásticas; su arma de la paleta; alista sus

colores; los mezcla para formar esos fondos y claro oscuros velados por las sombras, que se admiran en sus

cuadros; dibuja un tipo que él había visto desde niño y que conservaba aun estampado en su inauguración;

traza líneas puras y correctas, contornea con firmeza las facciones y, diez días después, enviaba a la exposición

el “Habitante de los Andes”, hermoso cuadro que en el instante atrajo las miradas de todos, y alrededor del

cual sólo había admiración y aplausos.

Allí se vio la raza genuina de Manco, con ese aspecto melancólico que la distingue; con esa indolencia

sencilla y dulce a la vez y esa musculatura hercúlea que participa de algo de la griega y de mucho de la

romana.

Si Monvoisin se enorgullecía en tener un discípulo como Merino; si Polastrini colocaba en un lugar

preferente de su galería los cuadros de Montero; si León Cognet tenía un nombre favorito en el de su discípulo

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Masías, ¿qué gozo experimentarían Paul Delaroche y Gaygre al ver que iban formando un verdadero artista de

aquel joven entusiasta y sencillo que se restregaba las manos en su taller, alentado por la esperanza de poseer

el arte y volver a su Patria, con la veneración y respeto de un hijo generoso a depositar en sus aras el producto

de un estudio alentado por halagüeñas esperanzas, pero también amargado por soledades y lágrimas.

No hacemos aquí una biografía de nuestro compatriota. Solo queremos apuntar algunas escenas de su

vida para que otra pluma, más afortunada que la nuestra, las reúna, las lime, y pueda formar un cuadro

completo de ellas para orgullo de su país y ejemplo de sus compatriotas y de los que siguen su noble carrera.

La vida de Laso llena de las peripecias del romance caballeresco y algunas veces atormentada por los

vaivenes de la fortuna, lo obligaron a trabajar retratos cuyos méritos, siempre sobresaliente, han tenido que

admirar los mejores artistas de Europa.

Si se quiere conocer el mérito de sus retratos, bastará buscar algunos y contemplarlos un instante. En

ellos se encuentra además del parecido, en que obra la semejanza, una expresión tan marcada de naturalidad,

una actitud tan firme y verdadera, que no parece sino que el artista ha querido pintar en cada semblante los

sentimientos que dominan el modelo que ha tenido a la vista, las pasiones que se hallan en el interior del

individuo, los pensamientos que cruzan por su mente.

Nosotros hemos visto un retrato del esclarecido poeta don Felipe Pardo, y hemos tenido que admirar en

la estructura de esa cabeza, una expresión tan característica de agudeza e ingenio, que no parece sino que por

tras del colorido pálido que marca la frente del relato, bullen las bellas letrillas de Pardo y brota como de un

manantial inagotable la sátira ingeniosa y (ática).

Existe también un retrato del padre de Laso, en cuyo semblante se encuentra, además de un parecido

sorprendente, la expresión del anciano virtuoso, en cuya alma tranquila no hay las luchas y las tempestades de

la juventud, sino la mansedumbre y el silencio de la vejez.

Laso no solo veía la fisonomía del individuo, sino que miraba al interior del alma; su vista penetraba

hasta el fondo del corazón, para leer en ese libro misterioso todo lo que en él escriben el dolor, el tiempo, los

desengaños. De aquí proviene el mérito sobresaliente y especial de sus obras.

Mirad su “Santa Rosa”, qué santidad revela aquel semblante, y a un mismo tiempo cuántos tormentos

parece que afligieran a aquella mujer deificada por los sufrimientos y la penitencia.

Contemplad su “Música celestial” y encontraréis en esa obra algo de sobrenatural. Nosotros nos hemos

encontrado más de una vez frente a frente de ese cuadro y nos hemos detenido a admirarlo, esperando que

brotasen una armonía las cuerdas de violín que un viejo mercedario tiene en sus manos y que saliera una nota

de un himno misterioso, de los labios entreabiertos de un fraile juandedeano que figura en el fondo del cuadro.

Examinad “La Justicia” y encontraréis en esa obra algo de la belleza varonil de la bíblica Judith y algo

de lo sombrío de una sibila.

II

Juzgado Laso, aunque de un modo bien imperfecto, como artista, réstanos decir algo de él como

escritor.

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FRANCISCO LASO - 11 - Reymundo Hualpa

Cuando las fruiciones del entusiasmo conmovían su sistema nervioso y su espíritu soñador le hacia

entrever una época brillante para la Patria, dejaba el pincel del artista y tomaba la pluma del crítico para trazar

cuadros en que se notaba a la vez que una lógica severa, la chanza ingeniosa y la observación profunda.

Poseía un criterio razonable y fundado, y con su mirada de águila todo lo veía en su verdadero punto de

vista, descargando su sátira de Fígaro sobre el abuso y los avances del poder.

Era intransigente con todo aquello que no estaba de acuerdo con su conciencia de hombre honrado. De

aquí provino, sin duda, el que la ignorancia hubiese algunas veces ejercitado contra él sus armas vulgares; pero

sin ajar jamás su reputación ni causarle el daño que ocasionan la maledicencia y la calumnia.

Laso, firme siempre en la brecha, jamás se atemorizó ante la actitud que en su contra tomaba la

envidia. Dueño de esa firmeza incontrastable que era él una segunda naturaleza, no daba nunca un paso atrás.

Sus viajes por Europa, la contemplación de ese mundo envejecido en el progreso y de esas sociedades

emprendedoras e incansables en el trabajo, parece que habían contribuido en Laso a mantener más viva la

llama de ese patriotismo espartano de que ha dado pruebas con hechos incontestables.

Después del atentado del 14 de abril, Laso fue partidario decidido de la guerra a todo trance (3),

porque, en su austeridad y celo por la honra de la Patria, comprendía que solo con sangre podía lavarse el

insulto hecho al pabellón en las islas. Es por esto que Laso fue colaborador constante de la revolución

restauradora, cuyos principios estaban de acuerdo con los suyos, y cuyo triunfo fue para él, una nueva aurora

que veía alzarse en el Perú, después de tantos días de sombra y de infortunio, y de aquí provino también que él

fuese partidario leal de la dictadura, poniendo su precioso contingente de ideas para enaltecer y hacer más

grande esa época gloriosa de la Historia del Perú.

El dos de mayo satisfizo, pues, plenamente a Laso. Sin esa victoria, Laso hubiera bajado a la tumba

mortificado por la idea de que abandonaba para siempre la Patria, dejando su mejilla cárdena aún por la ofensa

de España.

Con la misma entereza con que tomaba la pluma para lanzar a la ignorancia una sátira aguda y severa,

Laso habría empuñado una espada y habría corrido a alistarse a las filas de un grupo de valientes, porque era

patriota como el primero y porque sabía que era un deber en él defender la dignidad de esa nación a cuya

libertad tanto había contribuido su padre y guardar el depósito sagrado que a la generación actual deja aquella

que se encaneció en los combates de titanes de 1824.

Elegido Diputado al Congreso Constituyente de 1866, Laso no se distinguió en esa Asamblea como un

orador. No hizo él alarde de la elocuencia conmovedora y profunda de Thiers ni de la convincente y florida de

Jules Favre, Laso guardaba silencio y meditaba profundamente, y lejos de llamar sobre sí la atención de su

auditorio y hacer que su voz lo apasionase y lo colocase de lado de sus ideas, trabajaba para triunfar por solo

su influencia”.

(Modesto Molina Paniagua. En La Luz de Tacna, de agosto de 1870).

- - - - - - (1) Francisco Antonio de Zela y Arizaga, nació en la ciudad de Lima. En febrero de 1880, Molina sigue desempeñándose como editor del Boletín de Guerra, como tal escribe: Se refiere al sacerdote tacneño Ignacio de Castro. (2) Hace alusión a la ocupación de la escuadra española a las islas de Chincha, que concluiría con el combate del Callao, ocurrido el dos de mayo de 1866, con la derrota de la escuadra española.

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Francisco Laso

FRANCISCO LASO

1823-1868

Nació el 08 de mayo.

Padres, don Benito Laso de la Vega y Quijano y doña Manuela de los Ríos.

Don Benito Laso (1783 – 1862), fue liberal de cuño, militante precursor de la independencia americana,

jurisconsulto, orador brillante, periodista, Presidente de la Corte Suprema de Justicia y Consejero de Estado.

Tuvo una hermana, doña Juana Laso, escritora y poetisa, quien protegió y estimuló su vocación

literaria.

La adolescencia de Laso, transcurrió distraída y timorata, tornándose con los años, en fogoso arquetipo

de lucha, rebelde en cuerpo y alma, defensor de negros, indios y mestizos.

Estudia en la ciudad de Arequipa. A los trece años completa su instrucción media en Lima. Laso rehúsa

ingresar al Convictorio de San Carlos para estudiar derecho. Prefiere la vocación artística. Ingresa entonces a la

Academia de Dibujo que dirige el pintor quiteño Javier Cortés. Poco después es su maestro el gran pintor

Ignacio Merino, quien había retornado de Europa en 1840.

En 1842, Laso emprende su primer viaje a Europa. Durante siete años recorre España, Francia e Italia.

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Su ensayo Tiempos pasados, le recuerda en jugosas anécdotas, sus peregrinaciones y aventuras por esas

tierras.

A su regreso a Lima, en 1849, Laso establece su taller en la calle Gremios. Allí empieza a demostrar sus

notables cualidades de insigne retratista.

En 1851, el gobierno del general Echenique, lo pensiona para que pueda continuar sus estudios en

Europa. Antes de partir por segunda vez, visita los departamentos de Puno y Cusco, tomando apuntes que

revelan su temperamento y tendencia de captar el ambiente típico y natural del país.

Establece su taller en París, en 1852. Permanece hasta 1855, fecha en que le es retirada su regateada

como mísera pensión de cincuenta pesos mensuales por penuria fiscal (1).

En 1855, faltando escasamente diez días para la apertura de la gran Exposición Universal de París, el

Perú no se hacia presente en ese concurso. Laso salva el prestigio de su patria, concibiendo y ejecutando en

menos de esos diez días El habitante de la cordillera, pintura calificada como obra maestra por la prensa

francesa.

Este cuadro fue exhibido en la primera Exposición Nacional que tuvo lugar en Lima en 1869, un año

después de su muerte.

Publicó en París un folleto vibrante de peruanidad y mordaz en su crítica, con el seudónimo de El Barón

que poco me importa, y que sus enemigos reimprimieron en Lima con ánimo de deslucir la personalidad de

Laso, motejándole de boliviano y ser indigno de una representación parlamentaria. Con todo, fue Diputado en la

Constituyente de 1867.

Regresó a su patria en 1856, rodeado de gloria y cargado de pinturas notables (2). En este mismo año

firmó con su paisano Vigil, la solicitud de ayuda económica a Alfonso de Lamartine que vivía en la indigencia en

la Ciudad Luz.

A invitación del Arzobispo de Arequipa, don José Sebastián de Goyeneche, pinta sobriamente su retrato

y ocho intensos cuadros para la decoración de la catedral de aquella ciudad.

En 1858, contrae matrimonio con la bella dama limeña, doña Manuela Enríquez, de rostro lívido y

esbelta figura. Su esposa le sirve de modelo insuperable para crear su mística pintura Santa Rosa de Lima.

Laso es escritor profundamente satírico. Colaboró en la Revista de Lima (1860-1863), en La América

(1863), teniendo a su cargo una sección de El Nacional, en 1868. En La Tribuna, periódico político, esgrime

igualmente su pluma de panfletario insigne, al lado de Vigil, Mariátegui, Casós y el general La Puerta.

Combate en los reductos del dos de mayo contra la escuadra española, al lado de su paisano, el coronel

Inclán.

Y con la prócera humanidad capaz de todo sacrificio, se consagró a la asistencia y auxilio de los que el

año 1868, sufrieran el terrible flagelo de la fiebre amarilla. Recibe el virus letal que mina su organismo, y

lacrado por el contagio, muere en el pueblo de San Mateo, a los 45 años.

- - - - - -

(1) En 1851, el gobierno del general Echenique le había asignado la pensión de cien pesos mensuales. (2) “Si Gil de Castro y Pancho Fierro fueron dos artistas intuitivos de la plástica, uno para los próceres y el

otro para los tipos populares de la nueva República; si Ignacio Merino, fue el primer gran pintor que apareció en el Perú libre, Francisco Laso habría sido el primer gran pintor peruano, tal vez el más grande hasta la fecha” (Alberto Jachamowitz: Perú en cifras, 1945).

(Carlos Alberto Gonzáles Marín: Antología histórica de Tacna, pp. 44-46).

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FRANCISCO LASO - 14 - Reymundo Hualpa

Fototeca: yer

Francisco Laso

(Fotograbado de E. San Cristóbal, en El Perú Ilustrado de Lima)

FRANCISCO LASO Y SU TIEMPO

Una conciencia contra la injusticia

Juan Manuel Ugarte Elespuru (*)

“Sean mis primeras palabras las de agradecimiento a ustedes por el honor que me confieren

acogiéndome como miembro de número en el seno de esta ilustre institución. Honor por lo que significa

compartir el sitial institucional con tan preclaros y meritorios representantes de la investigación histórica, y más

aún por inmerecido en mi caso, porque no soy un especialista en tan docta disciplina, sino apenas un aficionado

ocasional que dedica alguna parte de su tiempo a hurgar, desde el ángulo de las artes, las relaciones de éstas

con lo específicamente histórico. No soy pues lo que pueda calificarse como un historiador.

Y es mayor tal honor, al designarme como sucesor en el sillón académico que en vida fuera ocupado por

el doctor Luis Alayza y Paz Soldán, al que tuve el privilegio de tratar, hace ya un tiempo, cuando yo era un

joven ávido de saber y conocer sobre nuestro país y él ya había ganado una sólida reputación peruanista.

Me parece estarlo viendo y evoco, con respeto y ternura, su perfil aquilino, con la boina vasca cubriendo

el cráneo glabro, “requintada” sobre la ceja izquierda. “Nosotros: Ugarte Elespuru me decía, poniendo énfasis

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en mis apellidos, somos vascos, sí, sí –imitaba la fabla euscalduna- y como buenos vascos debemos ser tercos

y tenaces”. Por eso he dejado para el final de esta elegía la referencia a lo que yo considero su obra capital: los

diez tomos de “Mi país” largo y concienzudo estudio que a manera de un gran mural, describe al Perú en

anchura, hondura y longura. Y es también por eso que me siento íntimamente conmovido por el destino que me

permite ocupar ese sitial académico que él ocupó y hacerlo con un discurso de orden cuyo tema es la vida,

obra, pasión y muerte de un peruano que como don Luis y no muchos otros, dio todo su ser y su existir a la

devoradora y destructiva pasión de amar al Perú.

Y ahora quiero pedir a ustedes disculpas porque voy a hacerlos partícipes de una confidencia que tal vez

reste algo de solemnidad académica a esta disertación, por lo que tal confidencia contiene de recuerdo infantil

personal. Pero es el caso que yo no me siento un recién llegado a esta ilustre institución, pues la frecuenté

mucho en mi niñez. Entonces no era Academia de Historia, sino Instituto Histórico, del cual mi abuelo, el

general Juan Norberto Elespuru y Laso de la Vega, era uno de los fundadores y ejercía a la sazón la presidencia.

El Instituto funcionaba en un modesto aposento de esos que se llamaban de “ventana de reja”, en el zaguán de

una casona del centro limeño. Yo estudiaba la primaria en el colegio de la Recoleta y hasta ahí iba mi abuelo,

algunas tardes, a buscarme a la salida y me llevaba al Instituto, y mientras él despachaba o departía con algún

consocio, yo me dedicaba a hurgar los viejos librotes, arrumados en los anaqueles y a revolver legajos,

curioseando papelotes, amarillentos de humedad y ranciedumbre.

Pienso que ahí, durante esas veladas de forzoso contacto con el tiempo disecado, tomé el gusto por la

investigación y me aficioné a aquel acre olor del pasado embalsamado, tan característico de los repositorios

documentales. Fue ahí, oyendo aquellos diálogos historicistas, donde nació mi vocación, y mi abuelo mi primer

maestro, pues siendo militar y político, fue también historiador, dramaturgo y poeta, ensayista, orador y

humanista.

Yo también elegí varias vías para expresarme y aunque mi actividad principal sean las artes plásticas, el

ejemplo del eclecticismo de mi admirado abuelo, inquieto y hurgador en muchas direcciones, me impulsa

igualmente con apetito de universalidad.

Por eso tal vez es que elegí como tema del discurso de mi incorporación a la Academia, a un personaje

igualmente polifacético y al cual estoy no sólo vinculado por la ejemplaridad, a la que intento desde mis

limitaciones aproximarme, sino por el dictado de la sangre familiar: mi tío bisabuelo Francisco Laso de la Vega

de los Ríos, cuyo quehacer, su pensar, su actuar y su obra, estuvieron íntimamente consustanciados con los

destinos nacionales, luchando por un Perú que aprendiera a superar las contradicciones de su desarrollo

histórico cultural para concretarse en una imagen homogénea, cabal y justa de real nacionalidad.

Si este pensar y actuar se hubieran ejercido hoy, no tendría nada de sorprendente, pues ahora eso es

un lugar común, aunque todavía no opere eficazmente; pero si tenemos en cuenta que ello sucedió mediando el

pasado siglo, en la época más baja y deprimida de nuestra historia, tales pensamientos y semejante proceder,

aparecen como lo que fueron: precursores de la toma de conciencia nacional. Y más sorprendente es aún el que

ello ocurriera en la mente de un peruano nacido y crecido en el seno de una elite carente de clarividencia,

mediocre en sentimientos de destino como clase dirigente, dominada por los prejuicios y los apetitos,

cristalizada en sistemas de conveniencia y apegada a intereses mezquinos. Y más insólito es el que ese mismo

individuo adoptara como medio de afirmación de sí mismo, la entonces inconveniente profesión de “artista”,

desdeñando los cómodos, adecuados y provechosos senderos de la profesionalidad, universitaria y doctoral,

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pórtico seguro de la figuración política.

Y aún más, el que dentro de ese, ya de por sí poco conveniente menester para “un joven decente”,

eligiera como temática de su creación, no los reconocidos recursos del retratismo de salón o la pintura de

historia o al menos el anecdotario aceptable de la pintura de género o temas mitológicos o religiosos o por lo

menos las amabilidades del paisajismo o tan siquiera la pintura de flores o de las llamadas “naturalezas

muertas de comedor” con sus cestos de frutas; todo ello aceptable para la clientela pudiente e influyente que

podía otorgar distinciones y encargos. Y que en lugar de esa sensata producción, prefiriera ocupar su pincel y

emplear su talento, representando tipos populares, rincones andinos y sobre todo indios, esos habitantes de las

serranías y las punas, trasijados de resignación y miseria, en los que no veía lo pintoresco del atuendo o las

costumbres, sino el desamparo de la marginación y el dolor de la existencia. Y peor aún, que en esa reprobable

preferencia, que al fin y al cabo podría pasar como excentricidad artística, insistiera en ello con la pluma del

polemista y llevara su pertinacia hasta los intolerables extremos de pretender postulaciones políticas

reivindicadoras.

Ese fue el drama y la vida del hombre cuya existencia y obra vamos a conmemorar en esta disertación.

El significado de la vida de un hombre puede considerarse en diferentes niveles. Hay quienes ostentan

una brillante horizontalidad; otros, en cambio, tienen su dimensión en profundidad, y por esa razón carecen del

brillo de lo que es externo, rutilante y vistoso, pues lo que se adentra en la entraña se aleja al mismo tiempo

de la fácil captación y la cómoda o grata visualidad.

Cuando de un artista se trata, podemos considerarlo desde muchos y muy diferentes ángulos.

Normalmente se le considera desde aquel que corresponde a su labor como artista y, aún en ésta, llega más

fácilmente cuando exhibe aquellos gratos aspectos de exteriorización, que cuando su arte se expresa por

medios que no son el halago objetivo o la gracia formal.

A este segundo caso pertenece Francisco Laso de la Vega de los Ríos, sin duda la figura de más grande

personalidad que el arte peruano de todos los tiempos ha producido y, muy probablemente, también, la más

alta expresión pictórica de su época en tierras de América, desde El Plata a los países sajones del norte

americano. Tal vez si esta afirmación sepa a euforia nacionalista para aquellos que se inclinan a pensar en la

incapacidad de nuestro medio política y económicamente subdesarrollado. Y no es así, sino que, aunque

parezca paradójico, fue precisamente en aquellos dos primeros tercios del siglo XIX, que marcan el punto más

bajo de nuestra presencia histórica cuando dimos las dos figuras más representativas de nuestra pintura:

Francisco Laso e Ignacio Merino. Ambos fueron amigos íntimos y se dice que, el primero, discípulo del segundo,

aunque ésta es una afirmación, a mi juicio, controvertible, si bien es verdad que efectivamente Laso, seis años

menor que Merino, figuró matriculado como alumno en la Academia de Dibujo y Pintura que dirigía el pintor

quiteño Javier Cortez, y en la cual Merino fungía como Subdirector.

En esos tiempos, sin embargo, las obras de los dos jóvenes se confunden en estilo y características,

pues ni Merino había alcanzado aún su extraordinario dominio que lo convirtiera años más tarde, y hasta hoy,

en el mejor técnico del oficio pictórico que ha producido el Perú –en este terreno superior a Laso- ni éste había

alcanzado su propia madurez que, aunque técnicamente menos convincente que Merino, es en su conjunto,

muy superior como obra de trascendencia y aliento, tanto en lo que se refiere a su calidad humana como a su

condición representativa de una conciencia de nuestra realidad, virtudes ambas que en Merino no se

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encuentran, la primera soslayada por un virtuosismo sensualista y espectacular del oficio, y la segunda, que fue

algo perceptible en sus inicios, completamente olvidada en los mejores años de su producción artística.

Por eso es que ambos representan dos hitos de partida para el problema, que aun hoy, se abre como

interrogante y a la que cada cual responde según su criterio y sensibilidad: el del ejercicio del arte –en

cualquiera de los terrenos que éste se manifieste- como una mera gustación de calidades sensoriales, lo que

asegura un éxito fácil y la aceptación de la clientela, más allá o más acá de los méritos intrínsecos, que es la

ruta que eligió Merino, o aquella otra, ardua y comprometida de ahondamiento sin concesiones en la aventura

humana, en la cual los medios formales no se consultan para placenteras figuraciones, sino que son la vía de

expresión de conciencia de la problemática de nuestra realidad nacional; es la ruta que eligió Laso. Camino

ingrato en el que hay que tropezar con muchos prejuicios, con no pocos intereses y sobre todo, con el desgano,

el desdén y finalmente la hospitalidad de quienes no desean ser despertados del plácido usufructo de

situaciones de acomodación en las que sobreviven maneras y modos de ser, sentir y convivir.

Es el primero, el camino de los triunfadores fáciles; de los “hombres de éxito”, de los temperamentos

plenos de vitalidad sensual, de euforia dinámica y de afirmación personal, en todo lo que el individuo puede

ganar para sí de adecuaciones en el medio ambiente; es la ruta del egoísmo individualista que se cubre con los

ropajes brillantes del lujo esteticista, la grácil belleza y la radiante alegría, tapando con esa espectacularidad

teatral y vistosa todo lo de doloroso, de visceral, de estremecimiento, que late en la entraña, debajo del

brillante atuendo del arte satisfecho de sí mismo.

La otra vía de destino es la del sacrificio, la del ahondamiento, la de la concienciación, que constituye

siempre una dolorosa operación de catarsis en la que, generalmente, la postura redentora paga con su propia

aniquilación el precio fatal y recuente a toda voluntad de redención.

En la primera vía, se sobrenada habilidosamente en las corrientes de los acontecimientos; se llega con

frecuencia, inclusive, al seguro y calmo puerto del éxito y la consideración; en la segunda, es raro que se

sobreviva a la inmersión en las aguas profundas, pues todo aquel que desafía al mundo tenebroso tratando de

llevar la luz a sus entrañas, termina por pagar con su propia existencia la osadía, repitiendo el mito de

Prometeo condenado por la cólera de los dioses a los que osó enfrentarse y que púnicamente lo someten al

martirio. Pero, así como el titán encadenado y agonizante grita, en el mito helénico, mientras los púnicos

buitres le devoran, su exclamación de victoria que él sabe finalmente segura: “Nada podrá doblegarme”;

también estos espíritus que eligen la vía del martirio prefieren sucumbir en ella, en la conciencia de su triunfo

final aunque lejano.

Francisco Laso asumió conscientemente esa posición, y por eso es que debemos recordarlo en su

multiplicidad de dimensiones, que trascienden su condición de artista pintor, en la que fue excelso, y a la que

complementan otras facetas del hombre, con las cuales se presenta al juicio de la posteridad, no como uno de

tantos más o menos talentosos hombre de oficio, sino cabal y totalmente como un “hombre”, en el sentido

pleno del término, en quien la creación, la vida, la conducta, forman una sólida conjunción de actitudes donde

cada una de ellas coadyuva y se equipara a las otras. No se trata, pues, solamente de un pintor al que hay que

rememorar por sus excelentes obras; sino de un hombre que fue pintor y un pintor que fue un hombre. Sin

disminución, sino al contrario, con exaltación de lo uno por el otro.

Nació en Tacna el 08 (sic) de mayo de 1823, hijo del prócer de nuestra independencia, don Benito Laso

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de la Vega y Quijano, ilustre patricio arequipeño, y de la dama puneña doña Juana Manuela de los Ríos Tamayo

de Mendoza. Tenía, pues, por ambas ramas, la paterna y la materna, sangre de ilustre prosapia hispana y de

larga trayectoria en la historia, en donde el apellido Laso de la Vega aparece como el materno de un virrey (don

Melchor de Portocarrero Laso de la Vega, conde de Monclava) y también en el de capitanes, de allende y

aquende la mar océano, regidores, alcaldes y hasta el de un santo: Toribio de Mogrovejo, por la rama materna.

Pero los más ilustres y significativos para nosotros, son los Garcilaso Inca de la Vega, hijo del capitán don

Sebastián y de la ñusta Isabel Chimpu Ocllo, sobrina de Huayna Cápac, cuyo vástago, el joven Gómez Suárez

de Figueroa, que en su madurez se llamará a sí mismo Garcilaso Inca de la Vega, como un acto de

reivindicación de su gloriosa condición mestiza hispano indígena, y que es, sin duda, la más gloriosa figura del

Perú intelectual de todos los tiempos.

Y más cercanamente aún, con relación directa de paternidad, la ilustre figura de don Benito Laso de la

Vega, a quien Jorge Guillermo Leguía considera entre los más destacados próceres civiles de nuestra

independencia y que fue el que más clara conciencia tuvo de los arduos problemas de nuestra emancipación y

la formación de la incipiente nacionalidad. Acaudalado propietario de minas en el departamento de Puno, tomó,

sin embargo, partido a favor de la insurgencia cuando la sublevación de los Pinelo y el cura Muñecas en

aquellos gloriosos y tristes días de la insurrección de Pumacahua. Debelada ésta, fue condenado a muerte don

Benito por el jefe realista Ramírez, vencedor de la revuelta; pero la criolla eficacia de la coima (cinco mil pesos

pagados por su rescate) transformó la sentencia de pena capital en confinación en la ciudad de Tacna.

Es por esa razón que el joven Laso, cuarto hijo del matrimonio de don Benito y doña Juana Manuela, el

único varón de entre los cinco hijos, naciera en Tacna como sus demás hermanas. Pero el padre, que poseía un

férreo carácter y una severa conciencia de su misión, prosiguió desde la confinación sus labores conspirativas,

proveyendo fondos para levantar partidas insurgentes y para la publicación de panfletos que, como aquel del

que es autor, titulado El Perú esclavizado, difundían la idea libertaria por todo el sur del Perú. Fue, don Benito,

el primero en percatarse que sin la ayuda exterior no podría consumarse el derrocamiento del poderío español

en nuestro país. Sus contactos con los insurgentes de Chile y del Plata lo asociaron a la expedición libertadora

de San Martín, de la que fue Secretario General de Guerra, alcanzando el grado militar de sargento mayor en el

ejército emancipador. Con los avatares de estas luchas libertarias, se desplazó también la vida de la familia

Laso al socaire de los acontecimientos. Fue, pues, una agitada infancia la del niño Francisco, en la que no

estuvieron ausentes el temor, la angustia, las penalidades, pero también la ilusión y la esperanza de un futuro

mejor para nuestra patria.

Su educación se cumplió, parte en Arequipa –los primeros años de su infancia- mientras el padre

desempeñaba altos puestos administrativos en la ciudad del Misti, alcanzada ya la independencia, y luego en

Lima, en donde el progenitor fue llamado para ocupar posiciones de primera fila en la política de aquel tiempo.

Pero aquellos honores también entrañaban en la convulsa convivencia de esos años muchos peligros, y así el

joven Francisco pudo experimentar de niño, en varias oportunidades, el sobresalto de los allanamientos

domiciliarios, las amenazantes contingencias de las pugnas partidarias; las ascensiones y las caídas de los

precarios gobiernos de la época a los que su padre, en unos casos servía y en otros era opositor; pues don

Benito, que ocupó varias veces las carteras ministeriales de Relaciones Exteriores o Educación Pública, así como

la vocalía y la presidencia de la Corte Suprema, estuvo alternativamente en la gloria o en el oprobio de las

circunstancias, y con él, su familia. Pero lo que aquel ilustre patricio mantuvo como permanente actitud y que

fuera motivo de enconados ataques contra él, fue su devoción por la figura de Bolívar a la que dedicó

encendidas aunque austeras loas, y por las cuales el antibolivarismo de ese entonces y aún de años

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posteriores, ha salpicado su recuerdo con insinuaciones de servilismo que las más autorizadas opiniones de

nuestra historiografía, como Guillermo Leguía y Jorge Basadre, se han encargado de limpiar en sus estudios

sobre la formación de la República.

Pero lo que interesa aquí es la carga herencial que el joven Francisco recibe de su ambiente familiar.

Había quedado huérfano de madre a la edad de siete años con tres hermanas mayores y una menor que él,

único varón, arropado por el mujerío fraterno y la solicitud de una madrastra: doña Petronila García Calderón,

distinguida dama arequipeña, segunda esposa de don Benito.

En ese ambiente, en el que la opulencia económica de los antiguos tiempos había disminuido mucho

porque el padre gastó generosamente sus capitales y descuidó sus intereses en aras de la lucha

independentista, transcurrió la mocedad de Laso, bajo la férrea autoridad paterna, pero heredando de éste

todos aquellos lineamientos de recta conducta moral que era la norma, un poco espartana, del célebre tribuno.

Así, éste había suprimido de su nombre todos los agregados de sabor nobiliario y antaño, el de la Vega, tan

glorioso como el Laso y que en la historia de España figura frecuentemente en hechos de armas; igualmente los

sonoros apellidos maternos que evocan también guerras peninsulares, fundaciones de ciudades coloniales y

altas magistraturas en la vida virreinal, para firmar secamente: Benito Laso, como firmará su hijo: Francisco

Laso, en voluntario gesto de igualitarismo democrático. Asimismo heredó las normas de existencia de un

concepto de conducta que, paradójicamente, provenían de un orgullo ancestral familiar, aquel que le hizo decir

al padre en alguna oportunidad: “los Laso de la Vega no toman, dan”, que tiene como trasfondo aquel

sentimiento feudal de “nobleza obliga”, lo que trasunta un auténtico sentido de conciencia aristocrática, en

cuanto ésta no significa retención de privilegios y prebendas, sino obligaciones de dignidad y selección.

En aquel ambiente familiar en el cual la literatura y las artes eran materias de admiración y consumo,

pues don Benito, además de político, orador, periodista, conspirador e insurgente, era jurisconsulto y poeta a la

vez que latinista de calidad y buen traductor literario, contrajo el joven Francisco una formación cultivada y,

probablemente de su agitada infancia y su débil naturaleza física, un carácter retraído, excesivamente tímido,

por todo lo arrogante y agresivo que era el padre en las contiendas públicas, agravado además, en el hijo, por

una tartamudez congénita que lo hacía retirarse de la sociabilidad bullanguera y buscar en la soledad y el

intimismo una comprensión o consideración que seguramente le negaban sus compañeros de colegio, y en

general las gentes que suelen ser indiferentes a la desdicha infantil y punzantes en cuanto a los defectos

físicos.

Sus estudios de arte los realizó en aquella academia de dibujo y pintura que fundara en 1808 el virrey

Abascal, entregando su dirección al pintor quiteño Javier Cortés, de una conocida familia de pintores quiteños y

que vino a Lima junto con el barón de Humboldt en 1802.

En esa academia, a la que Francisco Laso debió ingresar hacia 1838, estaba también Ignacio Merino,

veinteañero y entusiasta, recientemente regresado de Europa, en donde sus padres lo habían mandado educar

en París desde los ocho años de edad. Tenía, pues Merino una cierta ventaja sobre su congénere, ya que había

conocido a los más ilustres pintores franceses de la época, y viajado por el continente europeo, regresando al

Perú con un bagaje de formación del que carecían los escasos artistas locales.

Por esta razón y tal vez también por su condición de hijo de familia acaudalada, perteneciente a la alta

aristocracia virreinal, Merino obtuvo la subdirección de la Academia. Allí conoció a laso y ambos contrajeron una

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FRANCISCO LASO - 20 - Reymundo Hualpa

amistad que no empañaron ni las rivalidades del oficio, que nunca tuvieron, ni debilitó el tiempo.

Seguramente fue Merino quien incitó al joven Laso a viajar a Europa, y éste se embarca con tal destino

en 1843, viajando primero por España, y más tarde radicando en París en donde, según parece, por indicación

de Merino, entró al taller de Paul Delaroche, donde no parece haber estado a gusto, pues se traslada más tarde

al del pintor Gleyre, maestro con el cual trabaja durante su estadía en la capital de Francia. Pero en 1845, no

muy satisfecho, según sus comentarios posteriores, del clima artístico de París, marcha a Italia, viviendo un

tiempo en Venecia, luego brevemente en Florencia y después en Roma, en donde conoce al pintor francés

Damery, quien, a su juicio, fue su más certero maestro, aunque ambos tenían la misma edad; pero Damery lo

aventaja tanto por la madurez prematura de su carácter como por los brillantes estudios que había realizado en

París con los mejores artistas de su época, lo cual le valió el Gran Premio de Roma, razón por la que residía en

la ciudad eterna.

Retorna a París un tiempo después, y al parecer viaja nuevamente a España. En Lima lo encontramos

de nuevo hacia 1848 cuando abre su taller en la calle Gremios, en el que reúne a lo más selecto de la

intelectualidad de la época: escultores, políticos, jóvenes artistas, gentes de teatro y letras, etc., en un intento

de crear en nuestra Lima pacata, hipócrita y lenguaraz, un ambiente de alegría creativa, de euforia y jovialidad

en el común comercio de las artes. Por supuesto fracasó, y a la ya insólita posición que sostenía de “artista”,

que para las gentes de su época y condición social no rea otra cosa que “un bohemio sin oficio ni beneficio”,

condición indigna para “un joven de buena familia”, que a lo que debería aspirar era a la condición

administrativa o política, según lo mandan el sentido común y la “decencia”. Esta misma controversia con el

medio la sostenía también Ignacio Merino, que se encontraba en idénticas condiciones a su congénere y amigo,

aislado entre los comentarios, las suspicacias y la curiosidad malévola, sin eco en el medio ambiente, por lo

cual, a su vez, se marchó de regreso a París, definitivamente en 1850, y no volvió jamás, pues allí transcurrió

su vida creadora y allá quedaron sus restos en el cementerio del Pére Lachaise, donde una borrosa leyenda en

el mármol gastado por el tiempo indica, al que pasa, que allí descansa el pintor peruano Ignacio Merino, muerto

en 1876.

Laso, sin embargo, luchó por adaptarse e inclusive propuso a la diputación nacional la creación de una

academia de pintura que prosiguiera la obra de aquella que había regentado don Javier Cortés, y la cual se

financiaría con los adeudos cuantiosos que el estado debía a su padre don Benito laso. La propuesta no

prosperó y más bien fue combatida con una saña que trasuntaba los viejos rencores conservatistas y

antibolivarianos que no perdonaron nunca a don Benito su señera posición de bolivarista y liberal.

En 1851, viaja de nuevo a Europa, en donde permanece hasta 1856, fecha en que se le retira la

pensión de cincuenta soles mensuales que el gobierno de Echenique le había asignado durante tres años y que

cesa a la caída de éste, pero también a causa de un escrito del joven Laso, en el cual agrega a sus relevantes

condiciones de pintor las de satírico y polémico. Pues de eso y en ese tono se trata en aquel folleto titulado El

aguinaldo, con el cual zahiere con juvenil virulencia a la sociedad limeña, fustigándola en sus menos

recomendables costumbres. Laso no fue el único en hacer estas publicaciones entre los jóvenes peruanos que

residían en Europa, indignados por el escandaloso curso de la política y la administración de entonces; pero

mientras las otras fueron pasadas por alto, las de laso levantaron una tremenda polvareda provocando como

reacción de los afectados avalancha de insultos y diatribas y, como secuela, la supresión de aquella exigua

subvención gubernamental, de la que don Emilio Gutiérrez de la Quintanilla escribiera más tarde “que era

menor que el sueldo de un topiquero del hospital dos de mayo” y por la cual fue acusado de “vivir a costa del

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Estado”, contra lo que reaccionó el pintor, obsequiando a la nación cuatro de sus más famosas obras, lo que

hizo escribir a su amigo José Antonio de Lavalle y Arias de Saavedra en el estudio que le dedicó en El Perú

Ilustrado: “nunca el Perú puso su dinero a mayor interés”.

Aquel contacto con la realidad local sólo duró dos años, y ya hemos dicho que en 1851 retorna a París

en donde se reúne con su amigo Merino y otros jóvenes literatos y estudiantes peruanos que residían en la

ciudad luz. Son esos años de euforia juvenil y entusiasmo patriótico, pues, pese a residir en Europa, Laso no

aparta nunca sus ojos del Perú, tanto es así que antes de iniciar el viaje realizó una excursión de varios meses

por las serranías peruanas, captando en apuntes y bocetos las imágenes de aquellos paisajes y de esos

habitantes autóctonos a los que dedicará en su taller de París los mejores frutos de su talento. Y es,

precisamente, con un tema indígena, con el que debuta en la Exposición Universal en el año 1855, enviando su

cuadro titulado “El habitante de la cordillera”, que entre nosotros ha sido exhibido también con el título de

“Indio alfarero” o “El habitante de la puna”, y que actualmente está en el Museo de Arte en Lima. Esta obra

despertó entusiasmo en la crítica, y el crítico parisino Gustavo Planche le dedicó elogiosos párrafos en la “Revue

des Deux Mondes”, y la célebre publicación parisina “La Ilustración”, el más difundido y popular semanario de

Francia, lo reprodujo en un hermoso grabado junto con los comentarios del crítico A. J. du Pays que lo analiza

en detalle y con grandes elogios. El jurado le otorgó por esa obra una mención honrosa.

Es por esos años, también, que pinta sus célebres cuadros “La Justicia”, “El canto llano” y otros de

carácter más bien europeo en los que se siente la influencia de su formación académica en el taller de Gleyre.

De esta época, también, es probablemente el discutido retrato del pintor Masías, que unos atribuyen a Merino y

otros a Laso, y que en puridad de verdad tiene características atribuibles a ambos, tal vez si se trata de una

colaboración en esa intimidad en que los dos jóvenes, el piurano y el tacneño, estaban unidos por una fraterna

amistad y cotidiana convivencia. Pero también son de aquellos años el llamado “Campamento indio” (Club

Nacional, Lima) que tiene todas las características de “El habitante de la cordillera”, factura pulida, meticulosa,

grave apostura de los personajes y sobriedad en el colorido, pero que no deja de ser algo artificioso con sus

indios sedentes que aparecen posando como modelos de taller y que seguramente fueron pintados en base a

aquellos bocetos tomados en el viaje por las serranías peruanas, pero para las cuales en París, cuando los lleva

al formato grande, usó modelos de academia. Los ropajes están vistos con aquel “estilo noble” a la manera

clásica. Pero todo el conjunto, sin embargo, anuncia ya lo que nuestro artista pintará años más tarde usando

esos motivos de pascana y que son las obras de mayor categoría producida por la pintura peruana del siglo

XIX.

Tanto estos cuadros de pascanas pintados en aquellos años como aquel “Habitante de la cordillera”

exhibido en la Exposición Universal del 55, apuntan ya ese sentimiento de reivindicación y protesta, con claro

sentido social, que se hará presente en sus obras en adelante, y sobre todo, en sus escritos como El aguinaldo

que precisamente escribe en París por esos mismos años.

Esos cuadros y aquel escrito son la primera clarinada del joven Laso en su voluntad de lucha y

redención, pero también la primera manifestación de un largo proceso interno de resentimiento que lo irá

sumiendo en una melancólica y misógina soledad espiritual.

Por aquellos años de estada europea, viaja nuevamente por España, Italia y tal vez Bélgica y Holanda.

De esos viajes hay algunos pasajes que se refieren a excursiones veraniegas por tierras extrañas.

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Retornando del segundo viaje en 1856, exhibió en Lima sus obras con gran éxito entre las gentes de

arte y los intelectuales, pero con escasa resonancia de clientela. No le perdonaban, confesa o inconfesamente,

su posición combativa en cuanto a los problemas sociales que expuso en sus célebres doce artículos publicados

en la “Revista de Lima” (1860-1863), como tampoco comprendían ni gustaban de la temática de sus cuadros en

la que preferencialmente se ocupa de la oprimida raza indígena a la que exalta con amor y respeto, siendo el

primero, en toda la historia de nuestra pintura, en haberle dado presencia principal y definitiva a la raza

vencida. También negros y mulatos, y en general, las clases más desposeídas preocupan a su pincel y su pluma

que encara el tema dentro de los lineamientos de la pintura romántica.

Por eso se ha dicho, por algunos críticos ingenuos o poco avisados, que los indios de Laso no trasuntan

realismo sino una idealización romántica. Se le juzga, pues, con los elementos propios de nuestra actualidad

estética y no como hay que juzgarlo, con los de su época, que eran los únicos que pudo usar porque eran

aquellos que constituían su propia vivencia. Pero no se percatan estos ligeros comentaristas de hoy, que por

encima del uso de esos elementos de época, late desde adentro de las obras mismas un sentimiento de

raigalidad y que, para ese tiempo y para nuestro medio, aquella temática y aquel pronunciamiento estético

eran insólitos y de una audacia tal, que llenaban de estupor a la vez que de íntima repelencia a los prejuiciosos

contemporáneos.

En 1856 se encuentra de regreso en Lima, y es entonces que recibe el encargo del Obispo Goyeneche

para pintar los Cuatro Evangelistas destinados a la Catedral de Arequipa, en donde se encuentran en la

actualidad. También pinta retratos y se le encargan cuadro de Santa Rosa, San Francisco Solano, Santo Toribio

de Mogrovejo y el beato San Martín de Porras, hoy elevado a la santidad. De todos estos encargos, sólo

ejecutará, años más tarde, la Santa Rosa, los demás quedaron en proyecto, pues regresa a Lima prometiendo

pintarlos en la capital, lo que nunca cumplió.

Hacia 1858 conoce a la que dos años más tarde será su esposa, doña Manuela Enríquez, de quien pinta

varios retratos, todos ellos notables aunque el más logrado es aquel que está actualmente en el Museo de Arte

de Lima y que presenta a la bella dama trajeada de oscuro, con un fondo de paisaje, con las manos cruzadas

sobre el regazo, y que es una obra de exquisita delicadeza y elegancia. Está en su mejor época, la de su

culminación como hombre de oficio aunque también la de su exacerbación como hombre de combate. Por

entonces pinta varios retratos de su padre, de ellos el más notable es aquel que muestra al ilustre tribuno

sentado y luciendo los emblemas de su alta magistratura (Museo Histórico, Pueblo Libre). También es de esos

años otra “Pascana” o “Campamento de indios en la cordillera”, que actualmente se encuentra en el Banco de

Reserva en Lima, y del cual hay varios apuntes de detalle entre dibujos y bocetos. El cuadro mismo es un gran

boceto a pesar de su dimensión, pues parece inacabado y algunas de sus partes sirvieron luego para otros

cuadros del mismo tema pero, a pesar de su carácter inconcluso, es una buena muestra de la madurez del

artista, aunque presente un aspecto general de anotaciones reunidas sin mucho nexo en la composición

general, que se resiente de dispersión de motivos como si hubiese aprovechado el tema para tratarlo en

diversas variantes de la misma idea sin preocuparse mucho por dar a las partes unidad y cohesión.

En 1860 expuso otra vez sus obras en Lima, tuvo nuevamente resonancia y éxito entre los entendidos

pero se mantuvo la indiferencia del gran público. Su pintura poco llamativa, en la que las gamas sordas son de

una tónica y delicadezas extremas, no atrae al gusto fácil y requiere más bien de finura de captación para

penetrar en ese universo de matices.

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FRANCISCO LASO - 23 - Reymundo Hualpa

En ese mismo año realiza su tercer viaje a Europa, esta vez en compañía de su esposa. Francia, Italia y

España son los países que visita. Por entonces escribe tanto como pinta, y sus artículos aparecen en las páginas

de aquella extraordinaria publicación que fue la “Revista de Lima”, que en sus tres años de existencia acogió en

sus páginas a lo más graneado de la intelectualidad limeña. En estos escritos se percibe una cierta melancolía

al constatar que el reencuentro con los recuerdos y las imágenes del pasado, las ciudades, las gentes, las

emociones del ayer, son algo decepcionantes. Su propósito, según afirma Lavalle, era retomar contactos con

una atmósfera más adecuada para el cultivo de su arte, y según el mismo Lavalle, ya no pintaba mucho,

atribulado por la hostilidad o la indiferencia del ambiente que lo rodeaba. Pinta por entonces varios retratos de

su mujer y de algunos amigos. En realidad, los retratos de Laso raramente fueron encargos de clientes, eran

más bien homenajes del amigo o el admirador que se complacía en retratar a aquellas personas que

despertaban su interés.

Obra característica de aquella época es la llamada “Entierro del mal Cura” (Museo de Arte, Lima), que

según se dice fue pintada en París y rechazada por el jurado de admisión por considerarla muy atrevida de

tema, lo cual, a mi juicio, es una fantasía de críticos posteriores, porque ni en la Francia de aquel tiempo eran

tan prejuiciosos ni el cuadro en sí tan audaz de tema como para provocar la punitiva medida. Es un hermoso

trozo de pintura que más bien parece ser un boceto, porque a pesar de su tamaño en dimensión horizontal,

3,55 metros de largo, su altura 0,70 centímetros, lo hacen aparecer como un pequeño friso en el cual se ha

desarrollado una larga escena procesional con personajes de pequeño tamaño, y como además está inacabado,

reitero que, a mi juicio, se trata de un boceto para una composición que nunca llegó a realizar.

Residía en París cuando llegan hasta él las inquietantes noticias de la situación del Perú en conflicto con

la corona española. Su patriotismo se estremece y despierta y se embarca de regreso. Ocupa entonces, en

1866, un cargo de regidor en la Municipalidad de Lima, y desde el cual funda y organiza la Compañía Municipal

de Bomberos de Lima, al frente de la que se presenta en el combate del dos de mayo, cumpliendo funciones de

fuerza auxiliar. Esta actitud bélica tan poco congruente en su carácter tímido y su naturaleza endeble, pero en

lo cual demostró temple y valor temerarios, lo incitan a lanzarse a la política, y resulta elegido Diputado por

Lima para la Constituyente de 1867. Su actividad en los escaños parlamentarios no fue vistosa. No era orador,

y para intervenir tenía que hacer leer sus escritos por otros a causa de aquella tartamudez que le impedía

expresarse fluidamente en público. La Constituyente de 1867 fue tal vez el Parlamento más brillante con que ha

contado nuestra historia republicana, en el que a decir de José Antonio de Lavalle y García “brilló la fecunda

elocuencia de Casós, el duro doctrinarismo de García Calderón, la dignidad de Chacaltana, la convincente

sobriedad de Ulloa”, y era reflejo de ese extraordinario gabinete llamado “todos talentos” que presidió don José

Gálvez, el héroe de la jornada del dos de mayo, exponentes de aquella extraordinaria generación liberal cuyos

sueños de un Perú mejor truncó la adversa circunstancia.

Laso, en ese Parlamento en cuyas filas liberales militaba, mantuvo aquella posición irónica y fustigante

de sus escritos en la “Revista de Lima”, fue entonces que “unos patriotas” reeditaron aquel El Aguinaldo que

publicara años antes y en el cual, si bien había un sano propósito de justicia, no faltaba tampoco la

intransigencia verbal y la virulencia juvenil, proyectándolo como un ariete contra el Diputado que osaba

oponerse al otorgamiento de privilegios y que insistentemente denunciaba con sarcasmo y dureza las

acomodaciones y los tejemanejes de la administración criolla. Difícil papel el de nuestro pintor, y sobre todo

peligroso, porque nada es más temerario que pretender quitarle el hueso a los perros. Estos se le abalanzaron

en jauría cubriéndolo de denuestos, pullas, sarcasmos y calumnias, de las que no se salvaron ni su tartamudez

ni la memoria de su padre, ni los más íntimos detalles de su vida privada. Pero Laso se mantuvo firme y

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FRANCISCO LASO - 24 - Reymundo Hualpa

contestó a los ataques con serenos y alturados planteamientos en los que brilla su respeto por la verdad y su

fidelidad a la rectitud y la austera conducta.

Don Benito, su padre, había muerto en 1862; mientras vivió, mantuvo sobre el hijo su manto protector,

pues el ilustre hombre público, pese a sus muchos enemigos políticos, también gozaba de muchos admiradores

y sobre todo del respeto general. Pero una vez muerto, esta influencia que defendía al hijo del medio que lo

hostilizaba, cesó de ejercerse.

Sin embargo, son esos tal vez, sino los años más fecundos de la actividad artística de Laso, pues ya

pintaba muy poco, si los más significativos, porque son de entonces las obras más notables de su pincel, como

aquel extraordinario retrato de don Felipe Pardo y Aliaga, indudablemente lo mejor del género en la pintura

peruana de todos los tiempos, o la célebre “Santa Rosa” para quien posara su esposa como modelo y en la que

volcó toda su espiritualidad, su delicadeza, su elegancia y su extraordinario sentido de las más tenues

relaciones de valores cromáticos. Aparece, en este cuadro, la Santa, de la que hizo también una versión

arrodillada (Ministerio de Relaciones Exteriores), de pie, arrinconada en la esquina de su celda, erguida, de

cuerpo entero, contemplando la aparición, en lo alto, del amado “doctorcito”, el Niño Dios que se le aparece

entre las nubes. Al lado, en la parte inferior derecha del cuadro, una silla sobre la que hay un libro. Todo

aparece desnudo de problemas, sin efectos espectaculares ni recursos dramatizantes, el fondo es gris parduzco

en las partes más sombrías, y ocre dorado en las luminosas de lo alto aureolado a la aparición sobrenatural.

Apenas si una delicada corona de rosas pone algo de color en esta armonía tan exangüe y sin embargo tan rica

de contenida sonoridad. El cuerpo, cuya esbeltez acentúa el juego ascendente de los pliegues del hábito blanco,

de iridiscente albura realzada por la capa negra que lo enmarca, es un poema de espiritualizada naturaleza

orgánica, pues las vestimentas, con ser de gruesa estameña, no ocultan sino más bien dibujan el curso de las

formas físicas que están sentidas, sin embargo, en el justo límite de lo humano corporal y la transfiguración en

pura espiritualidad.

La “Santa Rosa” fue pintada en 1866, en el mismo año que el retrato de Felipe Pardo y Aliaga. Tenía

este insigne varón sesenta años cuando Laso lo retrata, y ya estaba paralítico y ciego, quebrantada su

naturaleza por el cruel mal que lo llevaría a la tumba, dos años más tarde, pero en plena posesión de todas sus

facultades intelectuales. Su espíritu señorial y cultivado que tantos frutos produjo en su vida política y literaria,

se hallaba entonces en ese momento crepuscular que irradia toda su luz, antes de unirse a la penumbra de la

eterna noche. Su ceguera no le impedía, más bien exaltó sus facultades de ironizar y la penetrante perspicacia

de su viva inteligencia.

Aparece el ilustre anciano sentado en un sillón sobre un fondo de pared de brocado, tocado con una

especie de boina o solideo que le da cierto aspecto de personaje de novela de Balzac, destacando la noble

cabeza sobre el blanco antimacasar, todo él vestido de negro, envuelto el cuerpo que se adivina friolento, por

una amplia casa de esclavina marrón muy oscura, casi negra como la apretada levita. Conjunto en el que sólo

destacan las manos exquisitas de delicada pero enérgica presencia, magníficamente modeladas, y el rostro, esa

faz que recuerda al irónico y sonriente del Voltaire de Houdon (París, Comedia), aunque éste de nuestro

satírico, es menos sarcástico que el del francés, sin embargo, en el nuestro, la leve sonrisa nos denuncia

igualmente al ironista que escribió entre muchas cosas curiosas sobre nuestra vida y costumbres una

“Constitución” en verso, poniendo en solfa a la variopinta sociedad de la incipiente Patria a la que, amándola,

no le perdonó debilidades.

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FRANCISCO LASO - 25 - Reymundo Hualpa

Otros cuadros como el autorretrato con su mujer, que es de 1867, nos lo muestra en la grave y serena

intimidad de su vida privada. Pero el que, a mi juicio, mejor lo caracteriza y que además cierra finalmente su

existencia creadora, es el llamado “Pascana” o “El Haravicu” (Palacio de Gobierno), pintado en 1868, meses

antes de su muerte.

Representa este cuadro, un grupo de cinco indios en la cordillera, cuatro de ellos sentados y uno

erguido, de espaldas al espectador, escuchando la conseja del “Haravicu”, especie de fabulista o narrador de

tradiciones orales. Los personajes están tratados con suma habilidad sin la compuesta teatralidad de las

anteriores pascanas, que esta versión última supera ampliamente. El grupo está todo en primer plano,

destacándose sobre sus oscuras vestimentas apenas avivadas por los toques de color de ponchos y monteras.

En el segundo plano, una laguna o cocha de tonos grises plateados y ocres, y en el tercer plano se ven azulinas

lejanías. Toda la gama es preferentemente fría, sobria, fundida, con toques vivos pero leves en el atuendo de

los indígenas. En el primer plano: el suelo, pelado, yermo, inhóspito de la altura, cierra la composición en la

parte baja con un tono desvaído que hace balance con el cielo de la parte superior que es de un azul tenue y

pálido. La banda blanca y plateada de las nubes pavorosas, paralela a la cordillera de tono azulino coronda de

nieves perpetuas, presta al conjunto un grave y melancólico ritmo de horizontalidad posante y estática a la que

se contraponen la verticalidad quieta de los personajes y sobre todo la columnaticia, majestuosa presencia del

que está de espaldas y de pie.

Todo habla al espíritu y a la vista de una vida paralizada en el tiempo y en la inmutabilidad del espacio

andino. Vida de tremenda tristeza y soportada humillación, sin horizontes ni claror de esperanzas; gris,

implacable, inmóvil, como esas aguas detenidas que reflejan la tenue claridad del cielo en el fondo del cuadro;

como esa tierra yerma que el sol alumbra pero no calienta.

Se afirma que el segundo y cuarto de los personajes sentados, son el propio autor. Así lo testifican

también algunas fotografías de modelos que tomó para el cuadro. Estos detalles alcanzan sabor patético si se

considera detenidamente, y aumenta aún más el testimonio de su espíritu tan cercano ya a la crisis final.

Por entonces pinta muy poco. Su actividad es más bien intelectual, figura entonces como miembro de

una “Academia Literaria” que se fundara en Lima en esos años, en la que aparece encargado de los estudios

filológicos.

Laso, como intelectual, interesa menos por el estilo, que más bien es desmañado y farragoso, que por

la profundidad de su pensamiento. Ya lo anotó su contemporáneo Juan de Arona, que se refiere a él como

“escritor de estilo pésimo y pobre, pero insigne pensador y moralista, es decir, todo lo contrario del tipo

nacional en materia literaria”.

No es pues en las excelencias del escriba donde hay que buscarlo, sino en la profundidad del pensador

en la que manifiesta juicios de tal manera certeros sobre nuestra menguada realidad social y política que aún

hoy mantienen su vigencia. Basta leer los títulos de aquella serie de artículos publicados en la “Revista de Lima”

y que son representativos de todo lo que escribió en esa y otras publicaciones. Así tenemos el primero titulado

“Algo sobre las Bellas Artes” ; el segundo, “El hombre y su imagen”; “La paleta y los colores”, que es el tercero;

“Croquis sobre la amistad”, el cuarto; “El vividor” y “Croquis sobre el carácter peruano” son el quinto y el sexto;

“Variaciones sobre la candidez”, el séptimo; “Un recuerdo” y “Tiempos pasados”, el octavo y el noveno “Mi

cumpleaños”, “Croquis sobre los bienaventurados en la Tierra” y “Croquis sobre las elecciones”, los tres

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FRANCISCO LASO - 26 - Reymundo Hualpa

últimos. Con excepción de “Un recuerdo” y “Tiempos pasados”, que se refieren a su estada en Europa y evocan

sus años de juventud, sus ilusiones y sus decepciones en el viejo continente, que son por otra parte casi la

única fuente autobiográfica que de Laso tenemos, los otros diez artículos son ensayos irónicos sobre la realidad

nacional; así, por ejemplo, “La paleta y los colores” no es un estudio pictórico, sino un ensayo sobre el

problema de las razas en nuestro país. Otros, como “El vividor”, “Croquis sobre los bienaventurados en la

Tierra” o sobre “El carácter peruano” o las “Variaciones sobre la candidez” o el “Croquis sobre las elecciones”,

todos ellos de aguda intención política, en los que nuestro pintor satiriza sobre los tipos y costumbres.

Ya en años anteriores en “El Aguinaldo” había roto lanzas contra la memez criolla, un poco a la manera

de Pardo y Aliaga; en estos artículos de la “Revista de Lima” toca puntos más candentes y analiza con amargo

rigor y también con mayor hondura los males de nuestras gentes y nuestra nacionalidad. Se sitúa, pues, en el

campo de los implacables censores. Es una actitud de lucha la que busca, consciente de los peligros que deberá

afrontar como consecuencia. Es de él esta frase significativa: “Tiene el alma que buscar la vida en el combate;

tiene que saborear la hiel. El alma delicada y fina que carece de bilis es una lámpara sin aceite pronta a

extinguirse”. Sabe, pues, a lo que se expone y no deja de temer las consecuencias, pero está transido de valor,

de ese valor que él califica así: “El valor de la buena ley que se extrae del miedo, que se suele llamar honor”.

Por este honor enfrenta pues los resultados de su prédica, y pronto verá la otra cara del mesianismo: la

inmolación. Pues una atmósfera de desconfianza y recelo lo rodean; el aislamiento lo desampara y son pocos

los amigos leales que le quedan. De nada le sirvió su gesto altivo de obsequiar a la Nación como pago por el

mísero estipendio que recibiera en calidad de becario durante tres años en Europa, cuadros de tal valía como

“El habitante de la cordillera”, “El canto llano”, “La Justicia” y la “Santa Rosa”, su obra más conocida y

admirada; pues aun hoy, rodea a su recuerdo una cierta renuencia como si a él se aplicara también la

tremenda frase que años más tarde, refiriéndose a nuestra realidad nacional, pronunciara Gonzáles Prada: “El

pacto infame de hablar a media voz”.

Mientras la diputación nacional premia a Ignacio Merino con una medalla de oro y hace lo mismo con

Luis Montero, de Laso nadie se acuerda, ni aún por su comportamiento heroico del dos de mayo de 1866, ni por

su labor como regidor de la municipio limeño, menos todavía por su obra a la que no consideran y de la que

sólo unos pocos y distinguidos amigos se glorian de ser propietarios. Además, esa renuencia se manifiesta

interiorizándolo frente a Merino, que si bien fue un magnífico técnico, no alcanzó nunca la calidad creativa de

Laso y mucho menos la dimensión humana, y sin que esto signifique menospreciar al ilustre maestro piurano;

ninguna opinión, ni antigua ni actual, que tenga autoridad en la materia, pude dejar de reconocer el diferente

nivel del uno y el otro, pues mientras Merino fue un excelente pintor, Laso le excedió no sólo en la hondura de

su arte sino en la de su existencia. Por eso puede José Antonio de Lavalle decir de él: “Laso es único en su

género y no puede agruparse con ningún otro”.

Y Emilio Gutiérrez de Quintanilla, escribió: “Laso era además de pensador y moralista poderoso,

desenfadado y enérgico, incapaz de claudicaciones”; y otro crítico ilustre, don Guillermo Salinas Cossio, afirmó:

“Mientras el arte peruano de su tiempo brilla a espaldas de esa realidad seductora y bebe en fuentes ajenas,

Laso pone las bases del nacionalismo pictórico, y es con Pancho Fierro, popular y espontáneo, el precursor más

autorizado del resurgimiento de nuestra pintura”. Así también pensaban aquellos de sus contemporáneos que lo

comprendieron y lo amaron, como Federico Torrico, quien escribe en “El Nacional” a raíz de la muerte del

tacneño: “Laso poseía un profundo conocimiento del arte y le eran familiares todos los aspectos del que

profesaba”… “deseando en su alma un ideal perfecto, todo lo que hacia era elegante y noble. Su fantasía fue

infinita y nunca dispuso de los medios necesarios para manifestarla. Sus cuadros parecen fragmentos de obras

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FRANCISCO LASO - 27 - Reymundo Hualpa

colosales, porque veía y sentía mucho más de lo que le fue dado representar”.

En el fatídico año de 1868 llegó a Lima una epidemia de fiebre amarilla que atacó a toda América, del

norte a sur, de este a oeste, extendiéndose por todo el continente como un flagelo bíblico y exterminador. Hubo

que movilizar todos los esfuerzos para contrarrestar los estragos del terrible mal, y faltaban brazos para

transportar a los enfermos y dar sepultura a los muertos. Nuestro artista, en un gesto que le honra, se ofreció,

como en aquella memorable ocasión de 1866 cuando la defensa del Callao, para atender a los enfermos y

moribundos, y también para enterrar a los muertos. Tenía una naturaleza débil y se sospecha que sufría del

pulmón. Lo cierto es que contrajo el mal y aunque no murió de él, quedó tan maltrecho que debió viajar a la

sierra para reponer sus fuerzas y convalecer. Estaba a mitad del camino hacia Jauja, en donde esperaba

instalarse para restaurar sus fuerzas, cuando en el poblado de San Mateo sus males se reagravaron

súbitamente, muriendo en una choza, solitario, el catorce de mayo de 1869. Nadie le acompañó en esa hora

postrera ¡Estaba solo!

Sus restos descansan en Lima, en el cementerio general, en un nicho del cuartel San Vicente de Paúl C.

56. Pero su verdadera tumba no es esa olvidada sepultura limeña, ¡Son los andes eternos! Donde rindió su

existencia, solitario peregrino, teniendo como escenario de su postrer aliento, en aquella su última “Pascana”,

ese paisaje de serranías y de nieves que tanto amó y como testigos en la hora última, los graves y silentes

perfiles indígenas que deben haberlo mirado con dolientes ojos enigmáticos, como contemplan la desolación y

la lejanía los personajes de sus “Pascanas”. Mirar quieto y hondo, hacia dentro de sí mismos, como él mira

también a la Eternidad en sus autorretratos, especialmente en ese último en la que se presentó encarnando a

aquel personaje símbolo de la raza: el legendario “Haravicu”.

(*) Discurso leído al ser incorporado a la Academia Peruana de la Historia, como académico de número.

Francisco Laso de los Ríos

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FRANCISCO LASO - 28 - Reymundo Hualpa

FRANCISCO LASO

Luchador, como todos los de tu noble ancestro,

que tras de cada lauro plantaban un olivo,

de espaldas para siempre a tu suelo nativo,

partiste un día sólo con tu pincel y tu estro.

Y vagando y luchando contra un hado siniestro,

político y soldado, dadivoso y esquivo,

te erigiste, a la sombra de Lutecia, cautivo.

En señor de la vida y de tu arte en maestro

Fue así como la suerte, vencida al fin, te hizo ángulo,

en la peruana tierra, de aquel célebre triángulo

inmortal, que formaste con Merino y Montero,

y que al cruzar, triunfante, la pictórica cima,

un Colón dejó el uno, el otro, un Inca fiero

y tú, más feliz, una Santa Rosa de Lima.

(Enrique López Albújar, –Chiclayo-)

Antigua Alameda de Tacna

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FRANCISCO LASO - 29 - Reymundo Hualpa

CAPITULO II

PRODUCCION EN PROSA

VARIACIONES SOBRE LA AMISTAD Si la amistad en este siglo es rara, la gratitud es más escasa. ¡Ay del benefactor, si pide alguna vez

amparo del ingrato!

Nosotros no somos misántropos: no somos pesimistas hasta el punto de pensar que la humanidad sea

detestable, que cada hombre sea un vampiro. Por el contrario, creemos que el hombre en general es bueno;

que su alma, como emanación de Dios, en su origen, es pura, y que sólo se corrompe con el contacto de la

gente gangrenada por el vicio.

Si en la edad media los hombres viajaban con lanza, celada y cota de malla, para atacar y defenderse,

ahora los hombres se cubren la cara con la máscara de Momo y el pecho con la malla del disimulo: el arma

común es la espada de dos filos de la mala fe: el estandarte que guía a las masas ya no es la santa cruz, sino el

arpón de la codicia.

En los combates singulares y torneos de la sociedad, el más diestro en engañar es el que vence.

¿Quién no ha sido abatido muchas veces en la vida? Las desesperaciones experimentadas, los rudos

golpes que sufre el hombre en el comercio de la vida lo convierten, muchas veces, de un ser franco y

espontáneo, en un ente desconfiado y cauteloso.

La dura experiencia enseñará al hombre desengañado a valorizar si la mano que se le tiende es la mano

laja de la indiferencia, la mano esqueletizada del egoísmo, la mano repelente del traidor, o la mano franca del

verdadero amigo.

El hombre prudente, como soldado en campaña, al aproximarse un individuo, se dará el grito de alerta

para reconocerle y evitar una sorpresa.

El hombre cauteloso, al establecer nueva amistad, arrestará el corazón prohibiéndole todo movimiento

espontáneo; porque quizá la1 dura experiencia le ha enseñado que, muchas veces, un amigo presente es un

espía para el porvenir, y que los secretos confiados en momento de pueril expansión, sirven para formar el

cuerpo del delito que deba arruinarlo más tarde.

El hombre cauteloso y desconfiado emplea para tratar con ciertos amigos, las mismas precauciones que

emplea para servirse de la navaja de barba, como instrumento útil, pero que si se maneja con descuido, corta o

degüella.

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FRANCISCO LASO - 30 - Reymundo Hualpa

Francisco Laso y Manuela Henríquez

EL VIVIDOR

El pueblo que, como el niño, tiene una gracia particular para poner apodos, ha calificado con el nombre

de vividores, a ciertos hombres de jebe, cuya ductibilidad asombrosa, les permite alargarse, encogerse y

tomar, en fin, todas las formas posibles, según lo exijan las circunstancias.

En efecto, si vivir es gozar, el que más gozó será el que más vive. Y como nadie aprovecha mejor los

días que Dios concede a los mortales que los hombres elásticos, resulta que éstos son los más vividores.

La organización del vividor, por más que se oponga Iriarte, es la más completa para viajar en este

valle de lágrimas, porque:

Cuando de andar se cansa,

si se le antoja, vuela;

si se le antoja, nada.

Sin embargo, mirando nosotros al vividor, con el prisma artístico, por el insignificante lado de lo bello,

diremos que, el vividor, generalmente es un pobre diablo que no tiene más mérito que el saber gatear, nadar y

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FRANCISCO LASO - 31 - Reymundo Hualpa

zambullir a tiempo.

El vividor en el reino animal es lo que la planta parásita en el reino vegetal. Rastrero por constitución,

siempre busca los pies del poderoso para acariciarlos. Diplomático por instinto, adquiere relaciones con los

grandes a quienes halaga, envuelve y enreda para vivir a su sombra.

El vividor no tiene ni puede tener virtud, porque su ser es la bajeza, la ruindad, la hipocresía, la astucia,

la intriga, en suma, la mala fe. La marcha del vividor es subir, gateando; su fin, la explotación.

Nosotros tenemos muchos ejemplos de vividores, y como a pesar de su insignificancia, de su nulidad, los

vemos elevarse, les concedemos, al fin, cierto mérito, puesto que han sabido adquirir una posición superior a

su merecimiento. Sí. El vividor tiene un mérito tan grande y difícil, que un hombre de honor no podrá alcanzar

jamás. El gran mérito de nuestros ilustres vividores, consiste en no tener conciencia, en carecer completamente

de vergüenza, y en tener flexible la espina dorsal.

El vividor es el fiel lacayo del que tiene o del que puede. Con estos, el vividor se muestra siempre

amable, siempre servicial, siempre festivo y solícito, como perro que atento al amo, batiendo la cola, se

dispone a partir a donde el amo quiera.

El vividor es animal de excelente olfato: sabe con anticipación quién debe ser ministro, quién debe heredar

fortuna. También, como ente previsor sabe alejarse a tiempo del que debe caer en desgracia.

El vividor es un verdadero Camaleón: será fanático, si las personas a quienes explota son religiosas;

será ateo, si el explotado es volteriano. Generalmente el vividor, es aristocrático conservador, porque estas son

las ideas de los que tienen, pero se llamará hijo del pueblo, si quiere sacar provecho de la muchedumbre.

El vividor filtra por todas partes. Es la gota de aceite que atraviesa el mármol. El vividor no sólo explota

la corrupción, sino que saca jugo hasta de la virtud. Es la mosca que vuela del muladar al santuario. La vara

mágica que posee es la adulación.

La lisonja es el cloroformo de que se vale el vividor, para adormecer la razón del hombre más sensato.

La humanidad está constituida de tal modo que, si es raro y casi imposible que existan impíos que no

crean en Dios, es todavía más imposible hallar hombres que no crean en la lisonja.

¿Cuántos vividores romanos no se habrán reído, a carcajadas, del estoico Catón?

Bien aventurados, pues, los vividores, porque ellos han poseído, poseen y poseerán la tierra.

¡Quién pudiera ser vividor, para obtener una posición social!

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FRANCISCO LASO - 32 - Reymundo Hualpa

Antigua plaza principal de Tacna, antes de la guerra del guano y del salitre

CAPÍTULO III COLOR Y AMOR

3.1. PRODUCCIÓN PICTÓRICA

EL HABITANTE DE LA CORDILLERA.

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FRANCISCO LASO - 33 - Reymundo Hualpa

El habitante de la cordillera

(1855) Conocida también como “Indio alfarero”

“DOÑA JUANA MANUELA HENRÍQUEZ DE LASO” (1858)

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FRANCISCO LASO - 34 - Reymundo Hualpa

Doña Juana Manuela Henríquez

(Lima, 1858)

“DON FELIPE PARDO Y ALIAGA” (1866)

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FRANCISCO LASO - 35 - Reymundo Hualpa

Don Felipe Pardo y Aliaga

(132 x 106) Lima, 1866

“SANTA ROSA” (1866)

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FRANCISCO LASO - 36 - Reymundo Hualpa

Santa Rosa (Lima, 1866

“EL HARAVICU” (1866)

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FRANCISCO LASO - 37 - Reymundo Hualpa

El haravicu (Lima, 1866

LA PASCANA EN LA CORDILLERA

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FRANCISCO LASO - 38 - Reymundo Hualpa

La pascana en la cordillera

LA LAVANDERA

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FRANCISCO LASO - 39 - Reymundo Hualpa

La lavandera

(Museo de Arte de Lima)

LAS TRES RAZAS

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FRANCISCO LASO - 40 - Reymundo Hualpa

Las tres razas

LAS TRES RAZAS

“El cuadro muestra a tres niños jugando cartas. Se trata de una imagen “incorrecta” pues visualiza

hechos ignorados, que desde el sentido común dominante no deberían existir. Si el arte es como decía Dilthey

el “órgano de exploración de la vida” resulta claro que la intención de Laso fue hacer visible hechos

desconocidos. Se trata, en realidad, de una imagen utópica, donde el juego y la igualdad reemplazan a la

jerarquía y a la violencia prevalentes en las relaciones interétnicas en el mundo criollo del siglo XIX. Es decir,

un mundo donde los negros eran esclavos, los indios eran sirvientes; y blancos eran amos.

A la mirada del espectador se le ofrece un mundo cuyas claves parecen ser el sosiego y la familiaridad.

La escena se representa, sintomáticamente, en un lecho. O sea un espacio íntimo donde se suelen realizar los

actos que definen la vida. Allí es donde nacemos y somos concebidos, y también donde morimos. Los tres niños

comparten el mismo lecho en una actividad lúdica. Laso quiere imaginar una reconciliación, una comunidad de

personas distintas pero que al menos en ese momento son iguales pues juegan el mismo partido. Es decir están

sujetos a las mismas reglas. Natalia Majluf anota sobre las tres razas que la pintura “… trasciende el carácter

anecdótico del costumbrismo, e intenta resolver sobre la superficie del lienzo, las contradicciones de la sociedad

en que vivía”. (p.45).

Ahora bien es claro que la significación de un texto o una imagen trasciende la intención de su autor.

Es decir, de un lado, hay cosas que no se pretendieron mostrar pero que aparecen “sin permiso” del autor. Sin

intención, ni conciencia de que están allí. De otro lado puede haber cosas que acaso quisieron mostrarse pero

que resultan imposibles de poner en evidencia. Como veremos el cuadro no es tan feliz como Laso quisiera.

Yendo hacia la recepción, hacia la mirada, hay que decir, con Bajtín que percibir es co-crear. Es decir, se mira e

interpreta desde una subjetividad marcada por recuerdos y deseos. No hay mirada inocente. El ojo humano no

es el ojo de Dios de quien se dice que todo lo puede ver. Lo anterior no quiere decir, sin embargo, que todas las

interpretaciones están igualmente cerca o igualmente lejos de la verdad. Hay interpretaciones más sugerentes

y acabadas que otras. En este contexto la labor del crítico es elaborar un desciframiento que, sin pretender ser

la última palabra, la definitiva, pueda abrir horizontes de inteligibilidad que hagan posible una comprensión más

plena y feliz de la imagen. Nadie; ni el autor, ni el público, ni el crítico, tienen toda la verdad. Pero podemos

aproximarnos a ella gracias a un diálogo o conversación que permita integrar aportes variados a ser integrados

en una matriz interpretativa coherente.

Lo utópico no es lo imposible. Es una virtualidad (aún) no concretizada. Una posibilidad que acaso

puede realizarse. En este sentido es sintomático que Laso haya elegido a niños. En ellos, en los niños, el

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sentido de jerarquía no está aún firmemente instalado. Para que los adultos pudieran jugar juntos sería

necesario, primero, que los niños lo hagan y, segundo, que se admita públicamente que lo están haciendo y

que eso no está mal. En este sentido las tres razas no es una imagen oficial y pública. Es decir, no representa

una realidad reconocida. En verdad, apunta a la realización de un deseo que es el develamiento de una realidad

escondida. Es seguro que las tres razas pone en evidencia una práctica habitual pero silenciada, reprimida por

ser considerada poco honrosa. En efecto, es muy frecuente, en los hogares de elite, donde funciona lo que

María Enma Mannarelli ha llamado la “casa grande”, que niños de diferente condición jueguen entre sí;

olvidando, en la entrega al juego, las jerarquías que los separan. El hijo del patrón y la hija del sirviente pueden

ser iguales, por algunos momentos. Es el caso del propio Laso que refiere que en sus juegos de niño,

Manuquita, una niña-sirviente-indígena, en el calor del juego lo llegaba a morder sin que él lo contará a sus

padres.

Desde la posición oficial criolla, adulta y racista, el cuadro tiene que despertar disgusto. Pone en

evidencia esas cosas de niños que no deben ser pero que pueden ser toleradas a condición de que no sean

divulgadas. Desde la sensibilidad racista el cuadro sería una “cochinada”. Una promiscuidad vergonzosa que

hablaría mal de los padres que la permiten. En todo caso la “ropa sucia” se lava en casa. Laso se enfrenta a esa

sensibilidad mostrando la familiaridad y armonía entre los niños.

No obstante la “fuerza utópica” de la imagen, su capacidad de explorar la virtualidad está también

limitada por la sensibilidad de Laso que es, a su turno, producto de su época. Laso no llega a evidenciar los

fantasmas que habitan y condicionan la escena. Para empezar la imagen se da en un ambiente casi teatral, en

un entorno que le resta espontaneidad y que la imposta como una representación. En efecto, el vacío de las

paredes, la seriedad de los niños, las propias molduras (que parecen dibujadas) de la parte baja de la

habitación dan a la imagen una atmósfera de simulación y artificialidad. En el mismo sentido debe anotarse la

interacción entre los niños. Los tres están pendientes del juego pero no parece haber un flujo libidinal entre

ellos, un estar mutuamente pendientes. Las miradas son poco expresivas y se dirigen a las cartas. No hay

sonrisas cómplices ni una liberación del goce. Hasta se puede hablar de una atmósfera de aburrimiento, de un

déficit en la entrega lúdica. Un estar allí pero también estar en otra parte. Es decir, no es que estén forzados a

estar allí pero, tampoco, sin embargo, están muy contentos.

El análisis de cada uno de los personajes puede ayudar a desarrollar estas ideas. El niño blanco tiene

una apariencia andrógina, su sexo no está marcado, hasta podría ser una niña. Quizá sea necesario que Laso lo

imagine así puesto que un niño que juega con la servidumbre suele ser “suave”, casi femenino. Salvo el rostro

y sus manos, todo su cuerpo está cubierto con un vestido negro. Negro es por supuesto el color de la tristeza,

del frío y de la culpa. El rostro captado de perfil y casi totalmente tapado por una gorra también negra, revela

muy poco. En todo caso este niño tiene la iniciativa, comanda la situación pues es su turno de jugar. Las niñas

lo esperan. La niña india es bella, sus facciones son muy armoniosas. Ella está en el centro, es la más visible.

Tiene lista su jugada. Pero se trata de una belleza hierática, inexpresiva. Está más ausente que presente.

Remota, casi inaccesible. Pero, en cualquier forma, está pendiente del juego. La inexpresividad de su bello

rostro implica que Laso no la personaliza. Es más un tipo que una persona. Si todo rostro humano, como dice

Agamben, es un juego de revelaciones y ocultaciones aquí estamos ante una persona que rechaza la

individualización mediante la reserva de sus emociones. En cualquier forma la belleza y la centralidad del

personaje representan un tributo de Laso al mundo indígena. No será para Laso una sociedad de individuos

pero si de gente digna. Máxime en una época donde se pensaba que lo indígena era lo abyecto, lo abominable.

La niña negra es la más alta y descubierta. En contraste con el niño blanco asoma en ella una precoz

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sensualidad. Lo revela lo desenvuelto de su postura, el escote que se extiende hasta casi los hombros, el

zapato tirado al pie del lecho que evidencia su estar descalza. Ella espera que la niña indígena juegue, recién

entonces podrá escoger su carta. Su figura es más expresiva, menos hierática. Su imagen trasunta una

distancia, un menor compromiso con el juego.

En conjunto es claro que las emociones de los tres niños están contenidas. Al niño blanco casi no lo

podemos ver. No tiene cara, prácticamente. ¿Por qué permanece oculto de nuestra mirada? ¿Qué hay en su

rostro que no permite presentarlo frontalmente? ¿Cuáles son esos fantasmas que no pueden ser iluminados,

que persisten en las sombras de lo no mostrado que condiciona, sin embargo, lo que puede mostrarse. Creo

que las respuestas son vergüenza y culpa. El niño está jugando pero no puede olvidar que se trata de una

situación extraordinaria puesto que en la realidad cotidiana él es el “amito”, el señor, a quien las niñas deben

una injustificada pero mecánica reverencia. No obstante si están jugando es porque él lo ha querido, porque

ama la compañía de sus “amigas”. Entonces el niño blanco sabe que las cosas no son como deben ser. De allí

su ocultamiento, el negro que lo cubre. ¿Y qué reprime la niña tras ese rostro deliberadamente inexpresivo?

Creo que las respuestas son melancolía, tristeza y soledad. El duelo por su libertad perdida sin razón aparente.

Su rencor y odio contra ese mundo que la oprime. Pero también el amor por ese niño que la invita a sentirse

igual. Y, finalmente, que emociones contiene la niña negra en su distanciado semblante? Creo que también

tristeza.

Pretendiendo mostrar proximidad y armonía, Laso nos hace testigos de la distancia y la imposibilidad

de una compartida exaltación gozosa. En cualquier forma su cuadro visibiliza lo prohibido. Representa un

primer paso en la integración, en el camino de la construcción de un nosotros, de una comunidad de iguales.

Pero Laso no puede ignorar la diferencia. En este sentido su sensibilidad lo traiciona. No puede dejar de mostrar

los fantasmas que perturban la comunión de los niños. La culpa del blanco, el resentimiento de la india, la

tristeza de la negra. La felicidad esta pues limitada.

El manejo de la luz merece un comentario aparte. Mientras que la parte baja del cuadro está

dominada por colores oscuros, en la parte alta hay una luminosidad que abarca e integra las cabezas de los

niños y que contrasta con el color marrón o plomizo de la pared que es el trasfondo de la escena. Esa

luminosidad parece ser el reflejo de una luz que se proyecta desde el lugar desde donde los niños están siendo

mirados. Es decir, desde el caballete del pintor. Se trata, en realidad, de un artificio destinado a concentrar la

atención del espectador en los rostros, distrayéndola de las partes que van desde la nuca para abajo. Es clara

entonces la espiritualización de la imagen, su prescindencia de lo físico corporal, su concentración en los

rostros, su descuido del cuerpo. Debe verse aquí un rechazo o represión de la sensualidad”.

(www.gonzaloportocarrero.blogsone.com)

LA PASCANA

Fotografía: Daniel Giamoni

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La Pascana

(Óleo, Club Nacional de Lima)

FRANCISCO ANTONIO DE ZELA Y ARIZAGA

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Francisco Antonio de Zela y Arizaga

(Sociedad de Artesanos y Auxilios Mutuos “El Porvenir”, Tacna)

RETRATO DE UN HOMBRE

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Retrato de hombre

MANUELA HENRÍQUEZ

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Manuela Henríquez (2) Esposa de Francisco Laso

“LA JUSTICIA”

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La Justicia

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BIBLIOGRAFIA GONZÁLES MARÍN, Carlos Alberto: Antología histórica de Tacna (1732-1916) Imp. Leoncio Prado, Lima, 1952, 231 pp. MILLA BATRES, Carlos: Compendio Histórico del Perú Q.W. Editores S.A.C., Lima, tomo X, 2005, 142 pp. UGARTE ELESPURU, Juan Manuel: Francisco Laso En Biblioteca Hombres del Perú, cuarta serie, Lima, 1966. UGARTE ELÉSPURU, Juan Manuel: Ignacio Merino y Francisco Laso Biblioteca hombres del Perú, Lima, 1966, 184 pp. UGARTE ELÉSPURU, Juan Manuel: Obra retrospectiva Fondo del libro, Banco Industrial del Perú, Lima, 1982, 178 pp. ZORA CARVAJAL, Fortunato: Francisco Laso de los Ríos, notable pintor y periodista Fundación Zora Carvajal, Tacna, 2002, 151 pp.