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October 1956 Volume 35, Number 1 Reflections on American Diplomacy (Reflexiones sobre la diplomacia estadounidense) Henry A. Kissinger

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Uno de los mayores operadores políticos norteamericanos analiza las vertientes estadounidenses en el ámbito de las relaciones internacionales

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October 1956Volume 35, Number 1

Reflections on American Diplomacy

(Reflexiones sobre la diplomacia estadounidense)

Henry A. Kissinger

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Reflexiones sobre la diplomacia estadounidensepor Henry A. Kissinger

del Foreign Affairs en Español, octubre de 1956 ______________________________________________________________________

HENRY KISSINGER. Actualmente tiene una firma consultora (Kissinger Associates) y es asesor especial de la Casa Blanca.

I

"LA POLITICA –escribió Metternich, el ministro austriaco que guió a su país durante 39 años de crisis en un tour de force tal vez nunca superado– es como una obra teatral en muchos actos que se desarrolla en forma inevitable una vez que se levanta el telón. Declarar en ese momento que la obra no continuará es absurdo. La obra continuará, sea con los actores o con los espectadores, que subirán a escena [...] El problema crucial [del arte de gobernar], por lo tanto, reside en la decisión de reunir al público, de levantar el telón y, sobre todo, en el mérito intrínseco de la obra."

No puede haber muchas dudas de que la política exterior de Estados Unidos ha llegado a un impasse. Durante muchos años hemos estado buscando a tientas un concepto que aborde la transformación de la Guerra Fría a partir de un esfuerzo por construir barreras defensivas dentro una batalla por la lealtad de la humanidad. Pero las nuevas tácticas soviéticas, forjadas mediante el incremento igualmente incomprendido del potencial destructivo de la nueva tecnología de armamentos, han conducido a una crisis en nuestro sistema de alianzas y a sustanciales avances soviéticos entre los pueblos no alineados del mundo.

Sería un error, sin embargo, atribuir nuestras dificultades a este o aquel error político o a un gobierno en particular, aunque debido a su simulada "normalidad" el actual gobierno no ha favorecido las circunstancias. Volviendo a la metáfora de Metternich, puede decirse que nuestra política llegó a un impasse por nuestra inclinación a los finales felices; los gobernantes soviéticos han podido utilizar las negociaciones en su provecho porque insistimos en seguir las pautas de un viejo guión. Como ocurre en todas las tragedias, muchos de nuestros problemas se produjeron a pesar de nuestras buenas intenciones y a causa no de nuestras peores cualidades sino de las mejores. Lo que está en juego, por lo tanto, no es una política sino una actitud.

La intención de este artículo es explicar esa actitud y sus consecuencias en el manejo de las negociaciones y en nuestra política de alianzas.

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II

ES COMPRENSIBLE que una nación que durante siglo y medio estuvo absorta en sus asuntos internos intente mirar los asuntos internacionales con los mismos ojos. Pero el éxito mismo del experimento estadounidense y la libertad de nuestras instituciones sociales sirvieron para poner de manifiesto el problema que todo país encara en algún momento: cómo conciliar su propia imagen con la que los demás tienen de él. Para sí misma, una nación es la expresión de la justicia, lo cual es más cierto cuanto más espontáneo haya sido el desarrollo de sus instituciones sociales, ya que el gobierno funciona con eficacia sólo cuando la mayoría de los ciudadanos obedece voluntariamente, cosa que ocurre siempre y cuando se consideren justas las exigencias de los gobernantes. Pero para otras naciones, un estado constituye una fuerza que es menester equilibrar. Esto es inevitable porque la estrategia nacional debe planearse a partir de las capacidades de la otra parte y no simplemente de un cálculo de sus intenciones. Por lo tanto, en toda política exterior hay dos normas: internamente, la política exterior, al igual que cualquier otra política, se justifica en función de principios absolutos; pero en el extranjero, lo que internamente se define como justicia se convierte en un programa derivado de una negociación. Si las instituciones y valores de los estados que conforman el orden internacional son suficientemente similares, esta diferencia pudiera no resultar evidente. Pero en un periodo revolucionario como el actual, afecta profundamente las relaciones entre los estados.

En primer lugar, entre las actitudes que afectan nuestra política exterior están el empirismo estadounidense y su búsqueda de certeza metodológica: nada es "verdadero" a menos que sea "objetivo", y no es "objetivo" a menos que sea parte de la experiencia. A ello se deben la ausencia de dogmatismo y la facilidad de las relaciones sociales en el escenario nacional. Pero en la conducción de la política exterior esto tiene consecuencias perniciosas. La política exterior es el arte de sopesar probabilidades; dominarla es comprender los matices de las posibilidades; intentar conducirla como ciencia lleva necesariamente a la rigidez. Dado que sólo los riesgos son verdaderos, las oportunidades se fundan en conjeturas. No podemos estar "seguros" de las implicaciones de los acontecimientos hasta que éstos se producen, y una vez que se han producido es demasiado tarde para hacer algo al respecto. El empirismo en política exterior conduce a una inclinación hacia las soluciones ad hoc; el rechazo al dogmatismo inclina a nuestros dirigentes a postergar su compromiso hasta que todos los hechos estén ahí; pero cuando se presentan, la crisis casi siempre ya se ha producido o se perdió una oportunidad. Nuestra política, por lo tanto, está hecha para atender las emergencias y tiene dificultades para desarrollar un programa a largo plazo que permita anticiparse a ellas.

Un síntoma de nuestra necesidad de certeza metodológica es el vasto número de comités encargados de examinar y desarrollar políticas. La mera multiplicidad de comités dificulta tomar decisiones a tiempo. Tiende a dar autoridad desproporcionada a los funcionarios subordinados que preparan los memorandos iniciales y abruma con nimiedades a los altos funcionarios. A causa de nuestro culto a la especialización, diversos departamentos soberanos negocian la política entre ellos sin que haya una autoridad individual capaz de avanzar un punto de vista general o de tomar decisiones a tiempo (1). Esto provoca un hiato entre la estrategia general y las tácticas particulares, entre una definición de objetivos generales tan vaga que resulta un lugar común y la preocupación por los problemas

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inmediatos. La brecha se salva sólo cuando una crisis obliga a la maquinaria burocrática a actuar apresuradamente, y entonces los dirigentes de primer nivel no tienen otra opción que plegarse a las propuestas administrativas. En resumen, intentamos enfrentar problemas políticos con medios administrativos.

La tentación de formular la política en términos administrativos está siempre presente en un gobierno organizado, como lo está el nuestro, en especial para conducir los asuntos internos. Pero el espíritu de la política y el de la burocracia son fundamentalmente opuestos. La política profunda prospera en la creatividad; la buena administración prospera en la rutina, que es un mecanismo capaz de asimilar la mediocridad. La política implica un ajuste de los riesgos; la administración evita apartarse del rumbo. El intento de formular la política en términos administrativos conduce a aceptar una norma que evalúa en función de los errores que se evitan y no de los logros que se obtienen. No es accidental que la mayoría de los grandes estadistas se haya encontrado con la oposición de los "expertos" de sus cancillerías, porque la propia grandeza de la concepción del estadista tiende a hacerla inaccesible a aquellos cuyas principales preocupaciones son la seguridad y el riesgo mínimo.

Nuestra duda metodológica nos hace vulnerables a las maniobras soviéticas en dos sentidos: primero, cada cambio de línea soviético se toma al pie de la letra al menos en parte, porque no podemos tener la seguridad de que esta vez los soviéticos no "hablan en serio" hasta que hayan demostrado lo contrario, y ellos intentarán por todos los medios no demostrarlo hasta que la táctica haya cumplido su propósito. Por otra parte, nos ha resultado difícil ajustar nuestras tácticas a situaciones nuevas, de modo que siempre tendemos a limitarnos a hablar sobre las categorías más recientes de amenaza. El resultado paradójico de ello es que nosotros, los empíricos, aparecemos ante el mundo como rígidos, carentes de imaginación e incluso un poco cínicos, mientras los dogmáticos bolcheviques exhiben flexibilidad, osadía y sutileza. Esto se debe a que nuestro empirismo nos condena a una política esencialmente reactiva que improvisa una reacción ante cada medida de los soviéticos, mientras que el énfasis puesto por los soviéticos en la teoría les da seguridad para actuar, maniobrar y correr riesgos. La propia acción nos obliga a asumir los riesgos de los movimientos reactivos y absorbe nuestras energías en maniobras esencialmente defensivas.

La disposición para actuar no tiene que derivarse de la teoría, por supuesto. De hecho, un énfasis excesivo en ella puede llevar a perder contacto con la realidad. En muchas sociedades –en Gran Bretaña, por ejemplo– la política se desarrolló a partir de una tradición de estrategia nacional sostenida con firmeza. A lo largo del siglo XIX, fue un principio básico de la política británica que Amberes no cayera en manos de una potencia importante. Esta posición no se apoyaba en una metafísica pormenorizada, sino sólo en la tradición del poder marítimo británico, cuyos principios se comprendían de un modo lo suficientemente general como para no estar sujetos a discusión. Es la falta de tradición en materia de política exterior lo que exagera nuestra inclinación al empirismo y dificulta desarrollar nuestra política con adecuada consideración de la oportunidad de las medidas. Nos hace pasar por alto que la política existe en tiempo y espacio, y que una medida es correcta sólo si puede aplicarse en el momento oportuno. Sin dudas, nuestro engorroso mecanismo administrativo incide en el problema de modo inconmensurable. Pero además,

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nuestras deliberaciones se desarrollan como si una línea de acción fuera válida eternamente, como si la medida que responde exactamente a las necesidades de un momento dado no fuera a fracasar si se la adopta un año después. Por esta razón, nuestra política no es sensible a los matices ni tiene capacidad para producir variaciones sobre un mismo tema, como con tanta eficacia han hecho los soviéticos. Consideramos que la tarea de trazar una política concluye cuando el Consejo Nacional de Seguridad toma una decisión. Y, de hecho, el proceso de tomar una decisión es tan arduo, y su reevaluación necesariamente tan "angustiosa", que no deseamos revisar las políticas una vez que pierden su razón de ser.

Pero una declaración escrita de política puede muy bien resultar una obviedad; la verdadera dificultad consiste en aplicarla a situaciones concretas. Y aunque muchas veces hemos dado con las medidas adecuadas, no nos ha sido fácil adaptar nuestro enfoque a los requisitos de la situación durante un periodo considerable. Ilustran este punto los distintos usos que hicieron los soviéticos del lapso que medió entre la "conferencia cumbre" y la conferencia de ministros de relaciones exteriores de Ginebra. En ese periodo intermedio, establecieron relaciones diplomáticas con la República Federal de Alemania y de ese modo se colocaron en posición de tratar directamente con ambos gobiernos alemanes; usaron la ofensiva de paz para socavar la cohesión de la OTAN y concluyeron su tratado de armas con Egipto. Cuando volvimos a Ginebra, nos encontramos con una serie de hechos consumados y con la conferencia condenada de antemano al fracaso.

Otro factor que define nuestra actitud hacia la política exterior es nuestra falta de experiencia con lo trágico. Aunque hemos tenido aflicciones severas, nuestra historia está notablemente libre de desastres. Y, de hecho, la experiencia nacional estadounidense exhibe logros inigualables de osadía recompensada y obstáculos superados. Por eso no sorprende que para muchos de nuestros hombres más responsables (sobre todo en los círculos empresariales) las advertencias de peligro apremiante o desastre inminente suenen como gritos de Casandra en boca de "eruditos" ensimismados. ¿Acaso no es propio de los "eruditos" perder contacto con la realidad? Y, ¿acaso la realidad estadounidense no muestra una riqueza y un crecimiento sin precedentes?

Se criticó mucho las economías de defensa de los secretarios Humphrey y Wilson, pero para ser justo hay que comprender el trasfondo psicológico de sus decisiones: a pesar de toda la información de que disponen, sencillamente no pueden creer que en la era nuclear el castigo a un cálculo erróneo podría ser la catástrofe nacional. Pueden saberlo sus mentes, pero sus corazones no pueden aceptar que la sociedad que ayudaron a construir vaya a desaparecer como Roma o Cartago o Bizancio, que probablemente parecieron eternas a sus ciudadanos. Estas características contribuyen a la falta del sentido de urgencia y a la tendencia a creer que todo puede probarse una vez y que la peor consecuencia posible de un error es que más tarde tal vez haya que redoblar esfuerzos. El error irremediable todavía no es parte de la experiencia estadounidense.

Se relaciona con este problema nuestra reticencia a pensar en términos de poder. Sin dudas, la expansión económica y geográfica de Estados Unidos no se logró sin la administración sensata del poder. Pero nuestro legado calvinista obliga a que el éxito exhiba como atributo la justicia. Incluso se consideró de modo casi invariable que nuestras grandes fortunas, sin

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importar cómo se hubieran acumulado, imponían una obligación social a sus dueños (después de todo, la gran fundación es un fenómeno típicamente estadounidense). Como nación, hemos ejercido el poder casi con vergüenza, como si éste fuera, en esencia, malvado. Hemos deseado que nos quieran por nosotros mismos y hemos esperado lograr resultados positivos mediante el convencimiento de nuestros principios y mediante nuestro poderío. El sentimiento de culpa que nos provoca el poder nos ha llevado a transformar todas las guerras en cruzadas, para aplicar entonces de inmediato nuestro poder en los términos más absolutos. Pocas veces hemos encontrado caminos intermedios para hacer uso de nuestro poderío, y cuando lo hemos hecho, ha sido a regañadientes.

Pero las relaciones internacionales no se pueden conducir sin conciencia de las relaciones de poder. Obviamente, la revolución contemporánea no puede manejarse con el mero ejercicio de la fuerza. Pero a no ser que mantengamos al menos un equilibrio de poder entre nosotros y el bloque soviético, no tendremos posibilidad de tomar medidas efectivas. Y mantener este equilibrio puede ponernos frente a opciones muy difíciles. Con seguridad, enfrentaremos situaciones de extrema ambigüedad, como guerras civiles y golpes de estado. Cada lance soviético exitoso hace un poco más difícil nuestra posición moral: la situación de Indochina resultó más ambigua que la de Corea; el tratado de armamentos entre los soviéticos y Egipto, más ambiguo que la situación de Indochina; la crisis de Suez, más ambigua que el tratado de armamentos. No puede haber duda de que debemos tratar de evitar hechos semejantes, pero una vez que se producen tenemos que encontrar la voluntad de actuar y correr riesgos en una situación que permite sólo optar entre distintos males. Aunque no debemos renunciar a nuestros principios, hay que comprender que no podemos mantenerlos si no sobrevivimos.

Nuestra concepción de la naturaleza de la paz se ajusta a nuestra reticencia a pensar en términos de poder. Suponemos que la paz es el patrón "normal" de las relaciones entre los estados, lo que equivale a una conciencia de armonía, que puede procurarse en forma tan directa como un objetivo político. Estos son lugares comunes que rara vez se ponen en entredicho en el debate político. Los dos partidos principales sostienen que trabajan por la paz duradera, aunque tengan diferencias en cuanto a los medios de alcanzarla. Ambos hacen declaraciones que implican que un día mágico y específico, tal vez después de una conferencia entre las cuatro potencias, "estallará la paz".

Ninguna idea podría ser más peligrosa. Para empezar, la polarización del poder mundial daría a las relaciones internacionales cierto grado de inestabilidad incluso si no hubiera desacuerdo ideológico, y es posible que el carácter efímero de la tecnología actual contribuya a esta sensación de inseguridad. Además, siempre que la paz –concebida como el evitar la guerra– se ha convertido en objetivo directo de una potencia o grupos de potencias, las relaciones internacionales han estado a merced del estado dispuesto a renunciar a ella. Ningún estadista puede confiar por completo la suerte de su país a que otro estado soberano mantenga su buena voluntad, aunque sea por el sólo hecho de que la mejor garantía de que la voluntad siga siendo buena es no tentarla con una proporción demasiado grande de poder. Por lo tanto la paz no es algo que se pueda buscar directamente; es la expresión de algunas condiciones y relaciones de poder. Es a estas relaciones –y no a la paz– que debe atender la diplomacia.

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Evidentemente, la Unión Soviética tiene interés en equiparar la paz con un estado de buen ánimo ajeno a las relaciones de poder o a los viejos actos de usurpación, pues esta actitud ratifica todos sus logros posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Del mismo modo, a Estados Unidos le interesa dejar en claro que la tensión de la Guerra Fría se produjo no sólo por la intransigencia del tono soviético, sino también por la intransigencia de sus medidas. Mientras los soviéticos puedan dar la impresión de que las declaraciones conciliatorias son por sí solas una muestra de intenciones pacíficas, podrán controlar el ritmo de las negociaciones y obtener los beneficios de abogar por la paz sin pagar el precio de alcanzarla. Si se da a los soviéticos el privilegio de iniciar las negociaciones cuando convenga a sus propósitos y de interrumpirlas sin sanción alguna, la diplomacia se convertirá en instrumento de propaganda soviética. Y con el tiempo la diversidad de maniobras de los soviéticos socavará la cohesión del mundo libre.

III

CON ESTO HEMOS LLEGADO a uno de los grandes problemas que enfrenta la diplomacia estadounidense actual: la naturaleza inédita de las negociaciones en un orden político revolucionario. Un orden internacional cuyas disposiciones básicas cuentan con la aceptación de todas las potencias principales puede llamarse "legítimo"; un sistema donde una potencia o un grupo de potencias se niega a aceptar las formas institucionales o la estructura interna de los demás estados es "revolucionario". Un orden legítimo no hace imposibles los conflictos, pero limita su alcance. Pueden surgir guerras, pero se harán en nombre del sistema existente y la paz se justificará como mejor expresión de las disposiciones convenidas. En un orden revolucionario, en cambio, las disputas no involucran ajustes dentro de un marco dado, sino al marco mismo.

Puede haber pocas dudas de que atravesamos un periodo revolucionario. En el plano material, el poder de las armas no guarda relación con los objetivos para los que puede emplearse; como resultado, en un momento de fuerza sin precedentes nos encontramos paralizados por las consecuencias de nuestra propia tecnología de armamentos. En el plano político, muchas de las naciones recién independizadas continúan inyectando en su política internacional el fervor revolucionario que les valió la independencia. En el plano ideológico, la levadura propia de nuestros días se nutre de las recientes esperanzas y expectativas de pueblos hasta ahora carentes de voz y de la rapidez con que pueden comunicarse las ideas. Y el bloque soviético, ansioso por explotar todas las insatisfacciones en aras de sus propios fines, ha dado a la situación actual su inminencia revolucionaria.

Esto es cierto a pesar de las frases conciliatorias del XX Congreso del Partido, pues allí no se presentó la "coexistencia pacífica" como resultado de la aceptación del statu quo. Por el contrario, se la justificó como la táctica ofensiva más eficiente, como el medio más eficaz de subvertir el orden existente. Los dirigentes soviéticos no renunciaron a la lucha de clases, con sus postulados de conflicto irreconciliable, ni al triunfo inevitable del comunismo, con su corolario en la dictadura del proletariado. Sin dudas, se sostuvo que la guerra ya no era inevitable, pero sólo porque pronto la fuerza de la URSS sería

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preponderante. Si la política de "coexistencia pacífica" resultara menos fructífera de lo previsto, podremos buscar otras tácticas. Como dijo Mao: "En el mundo que se avecina, ‘neutralidad’ no es más que sólo una palabra para engañar al pueblo" (2).

Han sido lecciones difíciles. Adormecidos por siglo y medio de relativa tranquilidad y sin la experiencia del desastre, nos hemos negado a tomar seriamente la repetida afirmación de los soviéticos sobre sus intenciones de echar abajo el marco existente. Tendemos a tratar las declaraciones soviéticas como si tuvieran una intención meramente táctica, como si la URSS exagerara con fines de negociación o estuviera motivada por agravios específicos que pudieran solucionarse con ciertas concesiones. Hay algo de patetismo en nuestro esfuerzo por encontrar motivos "razonables" para que los soviéticos dejen de ser bolcheviques: la oportunidad de desarrollar los recursos de su propio país, las ilimitadas posibilidades de la energía nuclear o del comercio internacional. De ese modo se pone de manifiesto nuestra forma de pensar, incapaz de concebir una política de objetivos ilimitados. La creencia en que es posible vencer a un antagonista mediante la persuasión y nuestra confianza en las negociaciones reflejan el papel dominante que en nuestra diplomacia tienen la profesión jurídica y su concepción de la política internacional como proceso judicial.

Pero en una situación revolucionaria no puede aplicarse el método jurídico, pues presupone un marco de reglas convenidas dentro de las cuales se ejerce la capacidad de negociación. No es el proceso de negociación como tal el que importa para la solución de las controversias de orden jurídico, sino el entorno social que permite que el proceso funcione. Esto explica por qué las declaraciones conciliatorias estadounidenses erraron el blanco tantas veces. Para los soviéticos, la clave de su triunfo final reside en su comprensión superior de las fuerzas "objetivas" y de los procesos históricos (3). Incluso cuando aceptan la sinceridad "subjetiva" de los estadistas estadounidenses, siguen creyéndolos impotentes para hacer frente a los factores "objetivos" de la sociedad de su país, que llevarán en última instancia a un enfrentamiento. A los líderes soviéticos, las frases conciliatorias estadounidenses les parecerán producto de la hipocresía o la estupidez, la ignorancia o el proselitismo. Por eso es inútil tratar de cambiarlos mediante la persuasión o con invocaciones a la justicia en abstracto. Los estadistas soviéticos consideran las conferencias diplomáticas un medio de confirmar una situación "objetiva". Un diplomático soviético que desee realizar concesiones puede justificarlas en su país sólo si es capaz de demostrar que surgieron de un adecuado cálculo de riesgos.

En resumen, la diplomacia posee una función distinta en un orden internacional revolucionario. En un orden legítimo, la diplomacia procura zanjar desacuerdos a fin de perpetuar el sistema internacional. Los ajustes se producen porque el acuerdo es en sí un objetivo deseable, en virtud de un acuerdo tácito previo de llegar a él. En un orden revolucionario, en cambio, los ajustes tienen ante todo un significado táctico: fijar posiciones para la próxima prueba de fuerza. En un orden legítimo, las negociaciones tienen tres funciones: formular acuerdos y desavenencias de modo que no den origen a cismas insolubles; perpetuar las relaciones de manera que éstas creen un foro para hacer concesiones; persuadir mediante la presentación de razones que justifiquen llegar a un acuerdo. Pero en un periodo revolucionario, la mayoría de estas funciones cambian de propósito: puede que los diplomáticos sigan reuniéndose, pero no les es posible persuadirse

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mutuamente, porque han dejado de hablar la misma lengua. En lugar de ello, las conferencias diplomáticas se convierten en piezas teatrales muy bien montadas en las que uno u otro de los contendientes procura ganarse a los no alineados.

Nada más inútil, por lo tanto, que intentar hacer frente a un poder revolucionario con los métodos diplomáticos ordinarios. En un orden legítimo, las demandas son negociables; se proponen con la intención de llegar a un acuerdo. Pero en un orden revolucionario son programáticas; representan una exigencia de lealtad. En un orden legítimo, es una buena táctica de negociación formular demandas máximas porque esto facilita llegar a un acuerdo sin perjuicio de los objetivos esenciales. En un orden revolucionario, la táctica de negociación buena es formular demandas mínimas a fin de estimular la moderación, que es una ventaja. En un orden legítimo, en la mesa de la conferencia las propuestas se dirigen al funcionario homólogo, y por eso deben redactarse con gran atención a su contenido sustantivo y con ambigüedad suficiente como para que no parezcan invitaciones a la capitulación. Pero en un orden revolucionario los que se sientan a la mesa de conferencia se dirigen no tanto uno al otro como al mundo en general. Las propuestas deben elaborarse con máxima claridad e incluso sencillez, pues su mayor utilidad es su contenido simbólico. En resumen, en un orden legítimo, una conferencia diplomática representa una lucha por encontrar fórmulas para alcanzar un acuerdo; en un orden revolucionario, es una lucha por adueñarse de los símbolos que conmueven a la humanidad.

La debilidad principal de la diplomacia estadounidense ha sido la escasa atención que ha prestado a los aspectos simbólicos de la política exterior. Nuestras posiciones casi siempre se han elaborado poniendo gran énfasis en su contenido jurídico, según el modelo de avance gradual de la diplomacia tradicional. Pero mientras nosotros nos dirigíamos a los soviéticos, ellos hablaban a los pueblos del mundo. Con pocas excepciones, no hemos conseguido poner de relieve nuestra posición, es decir, reducir una negociación compleja a sus términos simbólicos. Los soviéticos se adueñaron de la "ofensiva de la paz" en zonas importantes del mundo, a fuerza de repetir sin cesar consignas que parecen descabelladas cuando se proponen pero que, con el uso, cobran legitimidad. La potencia que sumó por la fuerza 150 millones de personas a su órbita se convirtió en paladín del anticolonialismo; el estado que desarrolló el trabajo esclavo como parte integral de su sistema económico emergió en muchas partes del mundo como líder de la dignidad humana. No hemos conseguido movilizar la opinión pública mundial en relación con la unidad de Alemania, de Corea ni de la órbita de los satélites, pero Formosa se ha convertido en símbolo de la intransigencia estadounidense y nuestras bases aéreas de ultramar en prueba de nuestra agresividad. Hemos respondido a cada ofensiva soviética como un profesor pedante seguro de su rectitud, pero el mundo no se conmueve con frases legalistas, al menos en un periodo revolucionario. Esto no quiere decir que las negociaciones deban considerarse simplemente propaganda, sino que al no operar de modo adecuado su aspecto psicológico, hemos dado a los soviéticos oportunidades innecesarias.

Como resultado, el debate internacional se desarrolla casi por completo según las categorías y el ritmo establecidos por los soviéticos; la atención mundial se dirige al horror de las armas nucleares, pero no al acto de agresión que podría desencadenarlo. Los soviéticos negocian un relajamiento de la tensión cuando les resulta conveniente, e interrumpen las negociaciones con el mismo criterio, sin verse obligados a cargar con la

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responsabilidad del fracaso. Estuvo bien que participáramos en la conferencia cumbre y en la posterior reunión de ministros de relaciones exteriores, pero no era necesario que la reunión de las cuatro potencias se convirtiera en un esfuerzo por conferir respetabilidad a los soviéticos, ni que el presidente les diera un certificado de buena conducta al garantizar a Bulganin que creía en sus intenciones pacíficas. Tampoco fue inteligente permitir a los dirigentes soviéticos crear una distinción entre el presidente y el resto del gobierno de Estados Unidos, de modo que cualquier aumento en las tensiones pudiera atribuirse a que el presidente había sucumbido a las presiones de sus asesores, a factores "objetivos" de la economía estadounidense o a un cambio de gobierno. Debido a nuestra incapacidad de llevar las negociaciones más allá de los lugares comunes, éstas terminaron por desarrollarse en una especie de mundo encantado, donde una sonrisa soviética importaba más que la perpetuación de la división de Alemania y donde se pasaron por alto los problemas mediante el simple expediente de negar su existencia.

IV

¿ACASO PUDIMOS haber llevado a nuestros aliados y a los no alineados a adoptar una posición política distinta? Tal vez la mejor forma de encarar el análisis de nuestro sistema de alianzas sea analizar el papel histórico de las coaliciones. Con anterioridad, las coaliciones casi siempre se mantuvieron en función de tres motivos, diversamente combinados: 1) No dar lugar a dudas sobre la alineación de fuerzas y desalentar el ataque mediante la formación de un poderío superior, lo cual, de hecho, responde a la doctrina de la seguridad colectiva. 2) Contar con una garantía de asistencia. Si el interés nacional fuera inequívoco e inmutable, cada nación reconocería sus obligaciones sin necesidad de pacto oficial, pero dentro de ciertos límites, el interés nacional fluctúa, y debe adaptárselo al cambio de circunstancias. Una alianza es una especie de seguro contra contingencias, un peso adicional cuando se examina si se va a la guerra. 3) Legitimar la presencia de fuerzas extranjeras o la intervención en otro país.

Una alianza es eficaz, entonces, en la medida en que su poder resulte considerable y su propósito inequívoco. Si una alianza se compone de elementos demasiado dispares o si sus miembros persiguen objetivos muy variados, no sobrevivirá a una prueba real. La obligación jurídica de por sí no bastará si la coalición carece de propósito común o es incapaz de darle expresión militar. El sistema de alianzas que Francia desarrolló en el periodo de entre guerras, por imponente que pareciera en teoría, no pudo superar los intereses en conflicto de sus integrantes y la falta de una doctrina militar unificadora. No es la alianza en sí lo que desalienta la agresión, sino la aplicación que puede dársele en un caso concreto.

Si examinamos la estructura del actual sistema de alianzas creado por Estados Unidos, descubrimos que la mayoría de las condiciones históricas que dieron lugar a las coaliciones ya no existen o existen en un sentido distinto. Desde el punto de vista de las relaciones de poder, ninguna de nuestras alianzas, salvo la OTAN, incrementa nuestra fuerza efectiva. Y la OTAN se encuentra en dificultades, porque no podemos darle una doctrina militar que los otros asociados consideren lógica. Nuestro interés en la alianza es doble: a) evitar que

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Eurasia sea controlada por una potencia hostil, porque si Estados Unidos se viera limitado al hemisferio occidental, sólo podría sobrevivir, si acaso, mediante un esfuerzo que apenas guarda relación con la forma de vida estadounidense como hoy se la concibe; b) incrementar nuestra fuerza general con respecto a la URSS mediante la obtención de posiciones en ultramar, sobre todo de bases aéreas. Nuestra inclinación por lo empírico, sin embargo, nos ha hecho colocar estos objetivos en el marco de una amenaza concreta (una agresión militar soviética abierta) y contemplarla únicamente en función del conjunto de la relación estratégica entre nosotros y el bloque soviético. En este sentido, Eurasia no está protegida por nuestra capacidad para la defensa local, sino por nuestra superioridad estratégica en caso de guerra total y, por lo tanto, hemos tendido a justificar nuestras alianzas según las bases aéreas en ultramar que nos permiten obtener.

Sin embargo, una alianza es inútil si no expresa intereses comunes a sus asociados. Nuestra política militar se basa cada vez más en una estrategia de "venganza", cuyo objetivo es responder con mayor destrucción de la que se nos inflija. Pero en todas las situaciones que no lleguen a guerra total (y tal vez incluso en ese caso), lo que produce la disuasión no es la capacidad de infligir daños desproporcionados, sino la capacidad de infligir daños inaceptables en relación con los objetivos concretos en disputa. Los logros soviéticos de posguerra demuestran que en algunas circunstancias incluso una capacidad de represalia inferior puede tener efecto disuasivo. A pesar de nuestra superioridad estratégica, nos negamos a intervenir en Indochina o a aumentar la dimensión de la guerra en Corea, porque Corea e Indochina no parecieron "merecer" una guerra total y porque carecíamos de medios alternativos para hacer que el cálculo soviético de riesgos pareciera poco atractivo. Desarrollar la estrategia para una guerra total, por otro lado, no sólo aumenta nuestros propios condicionamientos, sino que va contra la política de coalición. Nuestros aliados comprenden que en una guerra total se sumarán a nuestra fuerza efectiva sólo brindando instalaciones, no ven el sentido de una contribución militar propia. Mientras nuestra doctrina militar siga amenazando con transformar toda guerra en una guerra total, nuestro sistema de alianzas estará en peligro.

Además, nuestra predilección histórica por las estructuras federales y el concepto de seguridad colectiva derivado de las lecciones de los años treinta, cuando un frente unido pudo muy bien haber disuadido a Hitler, limitaron nuestras políticas. Basamos nuestras coaliciones en el supuesto de que a menos que todos los aliados resistan cualquier agresión en cualquier parte no hay posibilidades de resistencia efectiva. Pero este concepto de seguridad colectiva tiene el paradójico resultado de paralizar a los aliados capaces de resistir por su cuenta, puesto que no puede obligarse a los gobiernos que se ven precisados a actuar en sus zonas de interés directo a correr riesgos fuera de ellas, de modo que el intento de obtener apoyo de la OTAN en Asia tiende a socavar la cohesión de la OTAN en Europa. Incluso en las alianzas puramente regionales, las combinaciones de propósitos son sumamente diversas. Paquistán quiere armas antes por el efecto que pueden tener sobre India que por la protección que puedan brindarle contra la URSS o China; a Irak le interesa el Pacto de Bagdad sobre todo por las ventajas militares que le da con respecto a Arabia Saudita y Egipto. Y ni en la OTASE ni en el Pacto de Bagdad tenemos socios con quienes compartamos la comunidad de propósito que nos confiere el legado cultural común con nuestros aliados de Europa.

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Dos breves frases resumen el problema de nuestro sistema de alianzas: o las alianzas añaden poco a nuestra fuerza efectiva o no reflejan un propósito común, o ambas cosas. En estas circunstancias, el sistema de seguridad colectiva conduce de hecho a la disolución del propósito, dando lugar a un clima de irrealidad donde la existencia de la alianza, y no la resolución que la respalda, se considera la garantía de la seguridad. Así hablamos de "tapar huecos de defensa", como si un protocolo de tratado fuese de por sí una defensa. No podremos superar estas dificultades hasta no desarrollar un nuevo enfoque para nuestra política de coalición, y sobre todo hasta no fijar objetivos menos ambiciosos. Debemos limitar nuestras alianzas a los propósitos que nosotros y nuestros aliados compartimos.

Pero, ¿es posible desarrollar una política de coalición tal? Las implicaciones de la creciente capacidad nuclear soviética parecerían imponer algo de armonía entre el interés de Estados Unidos en una estrategia total y la preocupación de nuestros aliados por la defensa local, porque con el fin de nuestra inmunidad al ataque nuclear, la naturaleza de la disuasión ha cambiado. La disuasión es eficaz sólo si resulta creíble, y a medida que crezcan los arsenales nucleares soviéticos disminuirá nuestra disposición a correr el riesgo de una guerra total por objetivos que no sean un ataque directo al territorio continental estadounidense. En una situación tal, la disuasión con respecto a los objetivos con más posibilidades de entrar en disputa se consigue, sobre todo, con la capacidad de defensa local (4). Frente a los horrores de la guerra termonuclear, es en interés nuestro defender Eurasia por medios que no sean la guerra total: concebir una estrategia que permita infligir la menor cantidad de daño compatible con el efecto disuasivo. La justificación de nuestras alianzas, entonces, no es tanto que permitan acrecentar nuestra fuerza total como que nos den la oportunidad de aplicar nuestro poder con sutileza y con riesgos menos aterradores.

Desde el punto de vista militar, nuestras alianzas deben concebirse como dispositivos para organizar la defensa local, y nuestra asistencia como medio de posibilitarla. Debemos hacer entender a nuestros aliados que su mejor oportunidad de evitar la guerra nuclear reside en nuestra capacidad de hacer demasiado costosa la agresión local. Deben comprender que no pueden evitar el dilema mediante la neutralidad o la rendición, porque si nos sacan de Eurasia provocarán lo que más temen. Confinados al hemisferio occidental, no tendremos más opción que la guerra total. Sin dudas, los soviéticos promueven hábilmente la neutralidad al dar la impresión de que la resistencia local conduce inevitablemente a la guerra total. Pero los soviéticos no pueden tener más interés que nosotros en una guerra total; el temor a la extinción termonuclear resultaría una poderosa sanción contra la propagación de un conflicto.

El corolario de un sistema regional de alianzas, sin embargo, es nuestra disposición a actuar por nuestra cuenta si peligra el equilibrio estratégico general. Ninguno de nuestros aliados, con excepción de Gran Bretaña, tiene capacidad o disposición de actuar fuera de su propia zona geográfica. Pedirles que lo hagan sólo serviría para debilitar más la situación interna de gobiernos ya débiles, desmoralizándolos. Los llevaría a recurrir a subterfugios y la acción común se diluiría en forma de comunicados conjuntos. Debemos afrontar el hecho de que sólo Estados Unidos posee la fuerza interna y económica suficiente como para asumir responsabilidades mundiales, y que el intento de obtener la aprobación previa de todos nuestros aliados para cada uno de nuestros pasos no conducirá a la acción común sino a la inacción. Por supuesto, donde quiera que existe comunidad de

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propósito, como, por ejemplo, con Gran Bretaña en Medio Oriente y tal vez en el sudeste asiático, debemos aunar esfuerzos. Pero debemos reservarnos el derecho a actuar solos, o con un conglomerado regional de naciones, si así lo dicta nuestro interés estratégico. No podemos permitir que los soviéticos alteren el equilibrio de poder por mantener la unidad de los aliados, porque cualquiera que sea el desacuerdo de nuestros aliados en lo tocante a medidas concretas, su supervivencia depende de que nuestra fuerza siga intacta.

Pero el punto de vista militar no debe ser la única motivación de nuestro sistema de alianzas. De hecho, en muchas regiones, sobre todo en las independizadas recientemente, nuestra insistencia en el aspecto militar es lo que nos imposibilita desarrollar una conciencia de propósito común. No hay duda de que es lógico temer la amenaza soviética, pero las revoluciones no son lógicas y la revolución asiática se interesa más en su desarrollo interno que en los asuntos externos. Nuestra insistencia en que dirijan parte de sus energías al exterior les parece una molesta distracción de su principal preocupación y hace más atractivas las ofensivas de paz soviéticas. Además, la contribución militar del Pacto de Bagdad y la OTASE no alcanza a compensar la decisión de Egipto e India de permanecer al margen ni las presiones internas que han generado estos instrumentos en algunos de los países signatarios.

La función principal de estos pactos es trazar una línea que la URSS no pueda cruzar sin riesgo de guerra y legitimar la intervención de Estados Unidos en caso de que estalle un conflicto. Pero una declaración unilateral hubiera trazado mejor la línea. Detrás de ese escudo, pudiéramos habernos concentrado en el problema básico de crear una conciencia de propósito común que pusiera de relieve los objetivos compartidos, tratando, en primer lugar, de que las agrupaciones de naciones colaboraran en el desarrollo económico. De haberse subrayado estas funciones no militares de la OTASE, a la India o a Indonesia les habría resultado más difícil mantenerse al margen. Y a medida que estas agrupaciones políticas cobren fuerza económica, su propio interés las llevará a preocuparse más activamente por la defensa común, o al menos brindará la base económica para una defensa significativa. Una agrupación poderosa de estados junto a la frontera rusa se opone a los intereses de la Unión Soviética, independientemente de que su propósito sea principalmente militar. Y por eso mismo es deseable desde el punto de vista estadounidense, incluso si no secunda todas nuestras políticas.

El problema de los estados no alineados no puede solucionarse, sin embargo, sólo mediante una agrupación económica de naciones, porque se relaciona con la posición estadounidense en su conjunto. Oponerse a Estados Unidos está de moda hoy en muchas partes del mundo. Como el país más rico y poderoso, somos blanco natural de todas las frustraciones. Como la potencia que tiene mayor responsabilidad en la defensa del mundo libre, no caemos bien a todos aquellos que se preocupan tanto por el desarrollo de sus propios países que no están dispuestos a prestar atención suficiente a las amenazas foráneas. Por supuesto, deberíamos tratar de apaciguar los rencores legítimos, pero sería erróneo tomar todas las críticas por buenas. Muchos de nuestros críticos más elocuentes en el sudeste asiático se aterrarían si retiráramos de repente nuestra protección militar. La neutralidad de Nehru es posible, al fin y al cabo, sólo mientras Estados Unidos siga siendo fuerte. Gran parte de la oposición a Estados Unidos esconde sentimientos de inseguridad material y espiritual. La popularidad es un espejismo imposible en una situación que es

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revolucionaria precisamente porque los viejos valores se desintegran y millones buscan a tientas una orientación nueva. Por esta causa, es imposible basar la política exclusivamente en lo que desea la gente; una situación revolucionaria se distingue por sus insatisfacciones, unidas en su protesta contra el orden existente pero incapaces de proponer un sustituto claro. Esta es la causa de que en general las revoluciones hayan sido acaparadas por una pequeña minoría capaz de dirigir los resentimientos populares. En las esferas no alineadas, por lo tanto, la popularidad puede ser menos importante que el respeto.

En sus relaciones con los no alineados, Estados Unidos debe mostrar no sólo mayor compasión, sino también mayor majestad. La imagen de altos funcionarios estadounidenses que corren de un lado a otro del mundo para informarse en persona sobre cada crisis según se desarrolla no puede dar más que una impresión de incertidumbre. El nerviosismo que dejamos ver en nuestras reacciones ante los movimientos soviéticos seguramente contrasta desfavorablemente con lo que parece ser la deliberada determinación de los soviéticos. Además, por razones comprensibles, muchos de los países no alineados están ansiosos por preservar la paz casi a cualquier precio. Debido a lo que perciben como vacilación e incertidumbre, en cada crisis optan por aumentar la presión sobre nosotros, la más maleable de las dos superpotencias. En la medida en que podamos proyectar una mayor conciencia de propósito, parte de esa presión se desviará hacia el bloque soviético. Una revolución como la de Egipto, o incluso como la de India, no puede manejarse sólo con inteligencia; exige también de nuestra parte disposición a soportar la carga psicológica de las decisiones difíciles.

V

REGRESAMOS ASI a nuestro problema original: la idoneidad de las actitudes estadounidenses para hacer frente a la crisis actual. Se trata, sobre todo, de un problema de liderazgo, porque los países aprenden sólo por la experiencia, sólo llegan a "saber" cuando es demasiado tarde para actuar, pero los estadistas deben actuar como si su intuición fuera ya experiencia, como si sus aspiraciones fueran verdad. El estadista es, por lo tanto, como el protagonista de las tragedias clásicas, que tiene una intuición del futuro pero no puede transmitirla directamente a sus semejantes ni dar validez a su "verdad". Es por eso que el estadista suele compartir la suerte del profeta: no se lo honra en su propia tierra y su grandeza se hace evidente con el paso del tiempo, cuando su intuición se ha convertido en experiencia. El estadista debe ser un educador, debe salvar la brecha entre la experiencia de la gente y su propia visión, entre su tradición y su futuro. En esta tarea, sus posibilidades no son ilimitadas. Un estadista que deja atrás la experiencia de su pueblo por un margen demasiado grande no podrá vender su programa en su propia nación (el caso de Wilson); un estadista que limita su política a la experiencia de su pueblo se condena a la esterilidad (el caso de la política francesa posterior a la Primera Guerra Mundial).

Uno de los desafíos cruciales que enfrenta una sociedad es, por lo tanto, producir un grupo dirigente capaz de ir más allá de la experiencia de esa sociedad. Y aquí nuestro repentino surgimiento como la principal potencia del mundo libre presenta dificultades especiales. Las características de nuestros grupos dirigentes responden a un periodo en que nuestras

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principales preocupaciones eran internas. La política se consideraba un mal necesario y la función principal del estado era ejercer poderes policiales. No existían educación ni incentivos como para que nuestros líderes pensaran en términos políticos o estratégicos. A esto se unió nuestro empirismo con su culto a los expertos y la importancia acordada a la especialización. Los dos grupos que tienen mayor influencia en los niveles superiores del gobierno, la industria y la jurisprudencia, pueden servir de ilustración. Las recompensas de la industria, sobre todo de la industria a gran escala, son para la capacidad administrativa; esto produce una tendencia a enfrentar los problemas conceptuales con medios administrativos, encomendándoselos a comités de expertos. Y la profesión jurídica, entrenada para pensar en términos de casos individuales concretos, produce inclinación hacia las decisiones ad hoc y resistencia a los "casos hipotéticos", indispensables para planificar a largo plazo. Nuestros grupos dirigentes están, por lo tanto, mejor preparados para resolver problemas técnicos que conceptuales y para tratar asuntos económicos antes que políticos. Lanzados a la escena de Washington, suelen no contar con la preparación para hacer frente a situaciones políticas y estratégicas en desarrollo: tratan cada problema "de acuerdo con sus características", procedimiento que destaca lo particular a expensas de lo general y empantana la planificación en la masa de detalles. Carecer de un marco conceptual les dificulta incluso identificar nuestros problemas o escoger con eficacia entre el montón de propuestas e interpretaciones que agobian nuestra maquinaria oficial.

Esto explica muchos logros soviéticos de posguerra. Independientemente de cuáles sean las cualidades de la dirección soviética, su formación es eminentemente política y conceptual. Cuando se lee a Lenin, a Mao o a Stalin, sorprende el acento que ponen en la relación entre los factores políticos, militares, psicológicos y económicos, así como su insistencia en la búsqueda de una base conceptual para la acción política y en la necesidad de dominar una situación mediante tácticas flexibles y propósitos inflexibles. Y las luchas internas del Kremlin garantizan que sólo los que tienen los nervios más acerados llegan a posiciones prominentes. Hemos enfrentado al Politburó, formado para pensar en términos generales y libre de los problemas administrativos cotidianos, con líderes abrumados por deberes departamentales y formados en la idea de que es pecado mortal penetrar en el campo de especialización de otra persona. Para nuestros líderes, la política es una serie de problemas específicos; para los líderes soviéticos, es un aspecto de un proceso político continuo. Como resultado, la pugna entre nosotros y los soviéticos tiene muchos de los atributos de cualquier competencia entre un profesional y un aficionado: incluso un profesional mediocre derrota casi siempre a un excelente aficionado, no porque el aficionado no sepa qué hacer, sino porque no puede reaccionar con la rapidez o coherencia suficientes. A nuestros dirigentes no les faltó capacidad, pero tuvieron que aprender sobre la marcha, lo que representó una desventaja excesiva.

Sin duda, muchas de las deficiencias de nuestros grupos dirigentes son reflejo de las mismas cualidades que han contribuido a hacer fáciles las relaciones dentro de la sociedad estadounidense. La limitación de nuestro gobierno se debe a la ausencia de cismas sociales importantes, la regulación de muchos problemas no por decreto oficial sino por "lo que se da por sentado". Una sociedad puede operar de este modo sólo si las controversias no se llevan a sus últimas consecuencias y si la ausencia de dogmatismo atempera los desacuerdos. Y de hecho el temor a parecer dogmático permea nuestra escena social. A la mayoría de las opiniones se antepone una advertencia que indica que quien las propone

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está al tanto de su contingencia y también que no pretende dar validez superior a sus propias conclusiones. Esto produce una preferencia por las decisiones consensuadas, porque el proceso de conversación permite descubrir desacuerdos con mayor facilidad y hacer rectificaciones antes de que las posiciones se hayan endurecido. Nuestro proceso de adopción de decisiones sigue, por lo tanto, el ritmo de la conversación; incluso los memorandos ministeriales en que se basan en última instancia las decisiones políticas se redactan teniendo en cuenta posibles concesiones y no con la expectativa de que sean aceptados en su totalidad.

Sería un error ser demasiado pesimistas. Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, nadie hubiera creído que Estados Unidos asumiría semejantes compromisos a escala mundial. Nuestros puntos flacos son impresionantes sólo por la magnitud de la amenaza que enfrentamos. Además, el desempeño de Estados Unidos, a pesar de todas sus fallas, sale ganando en la comparación con el de los demás países del mundo no soviético. Nuestras dificultades en materia de política exterior son, por tanto, sólo un síntoma –y en modo alguno el más evidente– de la incertidumbre interna del mundo libre. Sin duda, las democracias, por la propia naturaleza de sus instituciones, no pueden conducir la política en forma tan artera, cambiar de curso con tanta rapidez o preparar sus movimientos con tanto secreto como las dictaduras. Pero la crisis del mundo no soviético es más profunda. El ingrediente trágico de la política exterior es la imposibilidad de escapar a la conjetura: después del análisis "objetivo" del hecho, queda un residuo de incertidumbre sobre el significado de los sucesos o las oportunidades que ofrecen. Un estadista puede con frecuencia escapar a sus dilemas bajando sus miras, siempre tiene la opción de hacer caso omiso de las capacidades del otro lado dando por sentado que sus intenciones son pacíficas. Muchas de las dificultades del mundo no soviético son producto del intento de usar el elemento de incertidumbre como excusa para la inacción. Pero la certeza en materia de política exterior es resultado en última instancia tanto de la filosofía como de los hechos: se origina en la imposición de propósitos a los acontecimientos.

Esto no significa que debamos imitar el dogmatismo soviético. Una sociedad puede sobrevivir sólo por el genio que la ha hecho grande. Pero deberíamos ser capaces de tonificar nuestro empirismo con un sentido de urgencia. Y aunque nuestra historia podría no habernos preparado lo suficientemente bien como para hacer frente a la tragedia, sí puede enseñarnos que los grandes logros no son resultado de una búsqueda de la seguridad. Incluso así, nuestra tarea seguirá siendo psicológicamente más compleja que la de los soviéticos. Como la potencia más fuerte y tal vez más vital del mundo libre, enfrentamos el desafío de demostrar que la democracia es capaz de encontrar la certeza moral para actuar sin apoyo del fanatismo y para correr riesgos sin garantía de éxito.

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NOTAS

1 Esto es cierto a pesar del Consejo Nacional de Seguridad (NSC, por sus siglas en inglés). En tanto el NSC se compone mayormente de jefes de departamento sobrecargados por responsabilidades administrativas, todas las presiones responden a una perspectiva departamental y a las preocupaciones por los problemas inmediatos.

2 Citado por Richard Walker, "China Under Communism", Yale University Press, New Heaven, 1955. p. 272.

3 Las respuestas soviéticas a nuestra repetida afirmación de que un cambio de táctica de su parte implica el abandono del marxismo revelan no poca exasperación. El 17 de septiembre de 1955, Kruschev dijo: "Si alguien cree que nuestras sonrisas implican abandonar la enseñanza de Marx, Engels y Lenin, se engaña tristemente. Los que esperen eso, tendrán que esperar a que las vacas vuelen".

4 Véase Henry Kissinger, "Force and Diplomacy in the nuclear age", Foreing Affairs, abril de 1956.