la idea del derecho en vazquez de mella

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LA IDEA DEL DERECHO EN VAZQUEZ DE MELLA CONFERENCIA PRONUNCIADA EN EL INSTITUTO de Estudios Jurídicos EL DÍA 24 DE MAYO DE 1961 POR CARLOS ABRAIRA LOPEZ Notario

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L A I D E A D E L D E R E C H O EN VAZQUEZ DE MELLA

CONFERENCIA

PRONUNCIADA EN EL INSTITUTOd e E s t u d i o s J u r í d i c o s EL DÍA 24 DE MAYO DE 1961

POR

CARLOS ABRAIRA LOPEZNotario

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I

SUS RAÍCES EN LA TRADICION ESPAÑOLA

Creo excusado recalcar que mi vulgaridad contrasta con l a magnitud del tema encomendado, que, para mayor complica­ción, no constituyó materia especial de ningún trabajo de M e l l a , lo que impondría, por tanto, desentrañar y sintetizar l a parte- específica de sus obras: perdonadme si por falta de tiempo en la preparación no puedo ser conciso ahora y que gane en rapidez lo perdido en divagaciones.

Y es de advertir que, aun poseyendo cualidades que a to­das luces me faltan, la labor sería titánica: el todo M e l l a no se percibe ni en los treinta voluminosos tomos publicados, ni aun en los que Dios mediante se publicarán: quizá lo más extraordinario trasluzca en sus conversaciones, en aquel to­rrente de ideas geniales que a diario brotaban de su palabra magnífica, siempre justa y acertada, al servicio de un pensa­miento cumbre, que profundizaba en todas las cuestiones ha­ciendo claro y comprensible lo más intrincado y oscuro : cual­quier problema se enunciaba por don Juan, de forma que sus oyentes tenían la solución antes de que a ella llegasen las pa­labras del tribuno; su genial inteligencia era tal que no nece­sitaba memoria ; nunca escribió un discurso : su entendimien­to le suministraba, de primera mano y sin necesidad de recuer­dos, todo lo que deseaba decir: si M e l l a hubiese tenido un E c k e r m a n que, corno el interlocutor de G o e t h e , tomase nota de su diario conversar, España y el mundo que desease apro­vecharlo, tendrían hoy un tesoro inagotable de lecciones y un magistral organum directivo.

E s p ig a n d o e n d iv e rs o s e s c r ito s d e M e l l a e n c o n tra m o s la id e a d e l D e re c h o e n su s v a r ia s fa c e ta s , co m o e l im p a c to d e lo s p r in c ip io s e te rn o s ( q u iz á a m o r t ig u a d o s , p e r o n u n c a e x t in g u í-

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«dos) que marcan a la persona lo que puede hacer y los valla­dares defensores del prójimo ; la huella del institnto de con­servación, proyectada a la defensa de la propiedad y restrin­gida por los intereses ajenos; el conjunto de facultades y de­beres que tiene el hombre para conseguir su fin y de las re­glas para ejercitar las primeras y cumplir los segundos; la regulación de las relaciones sociales exigidas por la natura­leza y basadas, según A r i s t ó t e l e s , en el Logos (verbo, pa­labra), facultad exclusivamente humana,, que impone la exis­tencia de sociedades que a partir de la fam iliar va extendién­dose hasta llegar a la fraternidad universal, creada por el Yer­bo divino con el nuevo mandamiento que El estableció, y que será siempre la posible base en que hayan de fundarse las normas de una verdadera coexistencia, si algún día llega­mos a ella. --erdo •

Es de hacer constar que estas entresacadas ideas no las enunció M e l l a en plan de una concreta definición: Los di­versos sentidos en que la palabra Derecho se emplean multipli­can la dificultad que para definir existe siempre ; la definición se convierte a veces en una lápida mortuoria, sólo apta para lo extinto, porque toda idea viva y susceptible de aplicaciones territoriales y de mutaciones evolutivas no puede ser encerra­da en frases, por mucho carácter expansivo de que se rodee.

Hay, sin embargo, en el Derecho, una parte inmanente y eterna, recogida en síntesis admirable por S a n A g u s t í n y que adecuadamente amplificó M e l l a en sus escritos y discur­sos: la idea de la razón o voluntad de Dios ordenando cumplir el orden natural y prohibiendo conculcarlo; definición que el santo de Hipona pule, al definir el orden como parium dispa- riumque rerum sua cuique loca distribuens dispositio y con las magníficas definiciones de la Paz de la Ciudad, de la Ciudad de Dios y de la Pax Omnium rerum : tranquilitas ordinis.

Y ahí quedan esas claras nociones, que resaltan vivas y que se adecúan a la idea del Derecho, ya se considere como norma o como rectitud informadora de leyes y conductas y que dan a los principios éticos, a la libertad humana, a las instituciones de Derecho natural y a las de ellas derivadas por la socialidad que nos caracteriza, un contenido y una for-

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m a suficientes y concretas. Sin salirse de ellas se configura (aún para naciones no cristianas) un orden ciudadano basado en principios superiores que coordinan el interés público con el privado y apoyan éste en entidades prim arias y sociales que al Estado limitan. Y esta idea del Derecho es la que se deduce de la Historia, de la doctrina y de las etimologías del concep­to y del vocablo.

La primera acepción de la idea del Derecho es la de nor­ma, y la palabra empleada para reflejarla procede en todas las legislaciones de la correlativa al verbo m andar: así su­cede con la traducción mosaica de mandamientos, la griega canon y la romana ius, de iubeo. La impronta espiritual de la norma eterna hizo que la inicial elaboración del Derecho (la ley) apareciese rodeada en todos los pueblos de un nimbo re­ligioso que le imparte respetabilidad y eficacia para el deseado acatamiento; por ello no necesitaba referencias al elemento interno de justicia, siempre implícito en su origen teocrático; aparecen después leyes ciudadanas y surge la necesidad de una justificación y un encuadramiento que Roma había ini­ciado con la distinción Fas-Jus: la primera cultura que cono­cidamente aporta el concepto de rectitud informadora de conductas es la hebrea al usar la palabra camino, felicísimo hallazgo que a la dirección impuesta por su trazado al vian­dante, añade la idea de la libertad humana para desviarse; con ello la cultura hebrea se adelantó en siglos a la espiritua­lidad de los juristas romanos de la República.

En el latín vulgar se usa raramente la palabra ius, y con frecuencia el vocablo directum en su actual significación éti­ca, transfundida después a todas las lenguas romances a las que no pasó ius; esto, y que ius sin traducción haya tenido muchos derivados y no los haya tenido la traducida palabra Derecho, es causa de extrañeza en una reciente conferencia -de la Academia de Jurisprudencia: no creo haya lugar aextrañarse; en primer lugar, directum pasa a nuestra lengua en dos versiones: la de «directo», versión normal que crea muchos vocablos (dirección, directivo, directorio, directamen­te, etc.), y la de «derecho», versión irregular que, como tal, no suele tener retoños, y si los tiene son también anormales «(derechera, derechura); además, es pauta en la forja del idio-

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ma basar los derivados en palabra monosilábica, si la hay ;dos ejemplos podríamos aducir de vocablos que tienen casi,las mismas letras que ius; así rus no tiene palabra derivada en castellano, se traduce por la de origen germánico campo, con, muy pocos derivados, y en cambio de rus sale rural, ruta, ru­tel, rutina, rutinario, rudimentario, rudimentos y otros muchos ; la traducción de mus es ratón, y mus crea muricida, músculo,, murciélago, etc., y lo mismo sucede con mos-moris, traducida por costumbre, y de la que se derivan moral y tantas otras- palabras.

Lo que se hizo en realidad fue traducir el concepto y apli­car a éste una palabra nacida para expresar otra idea : dere­cho, como norma, vino a expresar también la idea de rec­titud, y no porque, como dicen algunos, se haya podido pres­cindir del prefijo di y emplear la palabra rectum , porque ésta,, en su acepción romana tiene el mismo sentido de regla ; si directum viene de dirigo y significa por lo tanto lo dirigido, rectum procede de regó, regir, y significa lo regido ; en nin­guna de las dos palabras vemos originariamente la idea de rectitud en la significación actual de buen proceder, y sí sólo- de regla, lo que hace decir, muy donosamente, a Ntjñez L a­g o s , que no fué Derecho una traducción de ius, sino que, al revés, fué la palabra Derecho la que los eruditos tradujeron por ius; lo que refiriéndose preferente al concepto, es indu­dable.

Y no puede llamar la atención, porque es muy corriente- acudir a una palabra ya creada para expresar una idea nue­va; así, por proceder de las aves el prim er instrumento em­pleado para escribir, se le llamó y se le llama pluma, y ahora estilográfica a la que no tiene ningún punzón, porque las pri­meras estaban provistas de estilete; sello, procede de sigilo, porque garantizaba el secreto de las misivas, y se le sigue lla­mando cuando 110 tiene esa finalidad; se llamó sirena a cier­tos aparatos acústicos, porque el que funcionaba en los barcos tenía esa figura. Y cuánto mejor es esto que acudir a palabras nuevas de factura irrazonable o que aplicar vocablos indebi­damente, como hoy se viene haciendo. Incluso en la termino­logía oficial se usa tráfico por circulación, se dice Hispano­américa, que es algo como decir Españolamérica, a lo que:

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nad'e se atrevería; un académico traductor de di'amas grie­gos llama pancartas a los carteles de una manifestación, sin tener en cuenta que «pan» significa todo y «carta» documen­to, y, en consecuencia, pancarta tiene que significar conjunto de documentos correspondientes a un asunto, sin que nada tenga que ver con esas exhibiciones callejeras, y otro acadé­mico crea la palabra «españolear» en sentido alzaprimante, olvidando que la terminación verbal «ear» es la forma vulgar correspondiente a la erudita izar, y que los verbos en «ear» derivados de nombres o de otro verbo tienen un significado menguante, como flojear, cerdear, rojear, picardear, mango­near, remolonear, patalear, pintarrajear, etc.

Es de añadir que en las lenguas germánicas de la prolifica raíz sánscrita rj se deriva también la doble idea de norma y de rectitud, y no en sentido meramente geométrico: la saeta bien disparada al blanco va por camino recto, aunque describa una parábola.

Todas las características que configuran la idea del Dere­cho, las encuentra M e l l a en nuestro acervo tradicional, que las reúne hasta el punto de que en su estudio van totalmente incluidas, y su fuerza es de tal naturaleza que los elementos integrantes, incluso el católico, sirven a la patria en lanto son tradicionales y por serlo. Al que le parezca aventurada y hasta heterodoxa mi afirmación, le recordaré las palabras de B a l m e s , quien al resaltar la beneficiosa influencia del cato­licismo en España llega a decir que ésta no sería de momento igual en naciones no compenetradas con él (es decir, donde lo católico no fuese lo tradicional), porque es indispensable para que un principio bueno sea eficaz, arraigo en el lugar de su actuación. M e l l a supo esclarecer y sistematizai las he­redadas normas tradicionales con las aportaciones que cada generación debe traer, para que la tradición cumpla su co­metido, aportaciones que en M e l l a fueron conspicuas por su eenio portentoso: al cultivar la parcela heredada cumplió el deber que la tradición impone: erraban, por tanto, los con­trincantes parlamentarios que atribuían a M e l l a un nuevo tradicionalismo desligado de la Historia e incomprendido por las masas; para esos señores el tradicionalismo anterior era mía mente un afán de implantar sistemas de poder absoluto,

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cercenadores de libertades, sistemas que sólo en España ha­bían existido y que actualmente ni aun aquí podrían aceptar­se. Veremos cómo ni la teoría es privativamente indígena (aunque la práctica la individualizó en forma incompatible con todo aire extranjero) ni hay en nuestro tradicionalismo nada en contra de la libertad y el progreso.

Hacer de la tradición vértebra de la sociedad y directriz de la política es meta de diversas naciones: V o g e l s a n g en Austria; B u r k e en Irlanda; G a l v a o d e S o u s a en Portugal; J o r d a o E m e r e n c i a n o y sus colabora des, en la Revista Tradi- gào del Brasil; D e M a i s t r e , B o n a l d , B a r r e s , M a u r r a s , P a u l B o r g e t , L e P l a y y B e r t r a n d d e J o u v e n e l , en Fran­cia, mantienen los principios tradicionales patrios, no todos con idéntica fortuna y ortodoxia, y maravilla que M e l l a , que no era precisamente un erudito y aparte de los escritos fran­cés a través de La Croix, desconocía esos trabajos, llegase a perfeccionar todas esas tareas en lo que tenían de fundamen­tales y de carácter universal. Pero en el tradicionalismo in­formante del Derecho patrio existen hechos diferenciales mo­tivados por la idiosincrasia española y que podemos reducir a los siguientes : asunción íntegra del cristianismo ; expulsión del elemento bárbaro y desinterés por Europa e interés por Ultramar.

Respecto de la integración absoluta del cristianismo, es indudable que España fué el único país ya cristiano desde que gozó de características nacionales; más que convertida al cristianismo, fué constituida por él como tal nación y son cristianos todos los elementos formativos que le dieron unidad y forjaron su destino universal.

Igualmente puede asegurarse que España no experimentó el fenómeno europeo; la expulsión del elemento bárbaro co­mún a las naciones de lengua romance por la influencia del idioma y del Derecho romanos, se precipitó en España y pue­de decirse que se produjo en un solo día— el de la derrota de Guadalete— , donde pereció casi todo el elemento directivo godo, dejando sólo la raíz ibérica como base única de la or­ganización de regiones y reinos; por eso, y porque la lucha contra el infiel invasor nos ocupó totalmente, fuimos extraños al caso europeo, incluso en peripecias de carácter universal

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como el Imperio de Cario Magno o las Cruzadas, lo que nos salvó de las catástrofes milenarias: cuando francos, vikingos y teutones (que aun siguen gobernando) regían a Europa, nos­otros teníamos un gobierno tradicional español constante, has­ta que con los Borbones vino a España Europa para gobernar a lo bárbaro; y ahí empieza realmente la decadencia española, no forjada en las derrotas militares, sino en el olvido de nues­tro verdadero ser: los adalides de una completa reintegración europea deben recordar, que si no es cierto que Africa empieza en los Pirineos, como despectivamente se afirmó, en los P iri­neos termina lo que debe considerarse como la Europa actual; que si queremos encontrar gérmenes de lo que antes de la in­vasión de los bárbaros constituyó la civilización de nuestro continente forjando la cultura occidental, no se puede salir de las tres penínsulas mediterráneas donde nació dicha cul­tura desarrollada sin elemento bárbaro : del conglomerado que creó en Westfalia una Europa a costa de la ruina de la cris­tiandad y aparte de las citadas penínsulas, sólo se salva Fran­cia, por su católica latinidad y por estar colocada entre Espa­ña e Italia e influida por ellas, aunque su snobismo no lo quiera reconocer.

Y sería lamentable que en estos momentos tan parecidos a los que determinaron la invasión de los bárbaros (unión y preponderancia del Este contra un Oeste dividido y caduco) se supedite la parte que supo contener y expulsar a la barbarie, a la que con ella confraternizó y que la sigue teniendo en cuenta.

Aunque por darse también en otras naciones no puede con­siderarse en España hecho diferencial, es indudable la con- sustancialidad tradicionalista española con su monarquía. La España geográfica viene a ser una realidad histórica por el espíritu de las regiones, unidas por la fe a un Dios y la leal­tad a un rey, que como representante de Dios asumía la mi­sión de defender la fe como la primera función monárquica: engarzadas en estos principios las peculiaridades municipales y regionales de cada institución social, respaldadas por los recuerdos, glorias y desventuras nacionales que han llegado a forjar la gran familia española, se crea el clímax tradicio­nal, cuyos frutos siempre acrecentados dieron vida histórica

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a la Patria y plasmaron el progreso social: es necesario sentir con la Patria, pensar con ella y no desprenderse de la cadena de generaciones, afirmando siempre aquellos caracteres ra ­ciales que no ha fabricado ningún político ni ningún guerrero, porque son producto de muchas generaciones y de muchos si­glos en colaboración, como dijo M e l l a .

No incidió nunca M e l l a en la errónea teoría del Derecho divino de los reyes; supo y proclamó que no hay más autori­dades de origen divino que la paterna, promulgada en el cuar­to mandamiento del Decálogo y la pontificia impartida por Cristo a Pedro y a sus sucesores; pero sí cree a la monarquía inserta en el alma nacional, hasta el punto de que la varia­ción de la forma de gobierno o la entrega del reinado a un principe ajeno a la dinastía legítima, constituye una fisura per­misiva de fuerzas disolventes que hacen prescribir la tradición, si no existen suficientes anticuerpos vivos en la conciencia na­cional y presentes en su sentir y conducta. Para mí, el hecho básico de la desintegración de las Españas fué la muerte del hijo varón de los Reyes Católicos, con el advenimiento de Car­los I, previa la actuación corta, pero mala, de su padre; y no es que imagine al malogrado príncipe con mejores cualida­des regias que las del emperador, pero veo que la formación teutónica no encajó nuestros fueros y libertades, y sus innega­bles altas dotes proyectadas a problemas no vinculados a nuestra Patria, la desangraron al encuadrarla en un campo que siempre nos será extraño. La eficacia de una monarquía que sume a la legitimidad de origen la de ejercicio ( jurar y defender fueros y libertades) está muy por encima del vali­miento de sus titulares. Como subraya R e n á n (no sospechoso de tradicionalismo ni de ortodoxia), la familia Capeto, pródiga en imbéciles y hasta homosexuales, creó la gran Francia, que ni aun la nefanda revolución logró deshacer del todo.

Y el peor resultado de las contiendas a que nos llevó el extranjerismo fué que España, siempre magnífica en el cam­po de batalla, tanto venciendo casi siempre como perdiendo alguna vez, no supo al fin perder al articularse en el gobierno.

Al liquidarse nuestro imperio, la Guerra de Sucesión entre­gó a España a la voracidad de las naciones, v como consecuen­cia trajo la influencia francesa, creadora del espíritu dieci-

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■ochesco, el más vil y repugnante de los padecidos. Los intelec­tuales del siglo xviii son en su casi totalidad serviles imita­dores de Francia, y el pueblo, apabullado por una incompren­sible pérdida de todo lo que significaba esplendor de las Es- pañas, languidece o se embarca para América. Y se indulta a este siglo, iniciado con la pérdida de Gibraltar, puñal que aún tenemos clavado, para denigrar con tanta saña como des­conocimiento al siglo xix, el de las más viriles reacciones es­pañolas, y que nace con la Guerra de la Independencia, epo­peya por la que las más heroicas naciones podrían cambiar varios siglos de su historia, y en la que se discriminan tradi- ■ cionalistas y liberales, ya que, según constatan historiadores no sospechosos de carlismo, si no todos los liberales fueron afrancesados, todos los afrancesados eran liberales, y conti­núa con la maravillosa gesta de los Cruzados de la Causa en dos guerras de leyenda contra las organizaciones oficiales, los mandos militares y la ayuda extranjera, y que a pesar del mal resultado, aún suministraron vigor a la última Cruzada, que nos redimió y nos da esperanzas.

No voy a negar que la tradición falla y hasta no existe en algunos aspectos; por ejemplo, en el turístico creado aho­ra y que será tradición para nuestros hijos, y en el orden jurídico, apagado a partir del siglo xvill, porque el Derecho es fuerza y el fracaso de nuestro poderío se dejó sentir en ese campo: hasta entonces el acervo jurídico español era, des­pués del romano, impar en el mundo, y en él influyó podero­samente, y por eso ahora, en el florecimiento de la doctrina, nuestros tratadistas, al equiponderar y pulir la de colosos juristas extranjeros, aportan las consecuencias de nuestro te­soro antiguo, tradicionalmente tratado fuera de España, y que aquí renace brillante, sin salir de mi campo veo magníficos hombres de Derecho, y tratadistas, unos fallecidos, como A r i z - c u n , A v i l a , A d á n e z , M a n o l o G o n z á l e z , y otros afortuna­damente presentes, como L ó p e z P a l o p , D íe z P a s t o r , N ú ñ e z L a g o s , V a l l e t d e G o y t i s o l o , F ig a , N a v a r r o A z p e i t i a , G i­m é n e z A r n á u , S a n z , R o c a , etc., que se nutren de una doctri­na extranjera, la que, bien estudiada, deja ver al lado de los indispensables filones romanos, los de juristas españoles aquí mucho tiempo olvidados, y hasta el campeón del Derecho tra-

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d ic io n a l , V a l l e t , t ie n e q u e a p l i c a r a l t r a to d e n u e s tro D e r e ­c h o u n a l a b o r m á s b ie n q u e d e t r a d ic ió n , d e v e r d a d e r o r e n a ­c im ie n to .

Y el resultado esplende, porque la capacidad de nuestros juristas, fertilizada por el clima y el ambiente, cumple su mi­sión al lím ite; recuerda lo acaecido a principios de siglo, cuan­do una espantosa filoxera devastó las vides bordelesas; ante la inexistencia de viveros se acudió a los del Canadá, llevados de Burdeos, y que allí producían un vino agrio y desustancia- do : los más optimistas no tenían grandes esperanzas y, sin embargo, aquellas vides, pobres fuera de su patria, al rein­corporarse al suelo nativo, recobraron toda su potencia y gusto.

Por ello, en su idea del Derecho no regateó M e l l a lugar exacto a la prescripción, y la empleó para adecuar las normas a las necesidades surgentes, y para robustecerla con la vida que mana incesante: fuentes, estanques y aliviaderos consti­tuyen elementos necesarios para la ley, y aunque sin la fuente resultan inútiles los otros dos, con ella y por ella son necesa­rios. Una ley tradicional ha de recibir aliento anterior, que convenientemente cultivado, se ofrece al presente y se proyecta al futuro apoyado en la Jurisprudencia, que a sí propia se perfecciona y decanta, con una cadena, esto es, con una tradi­ción de resoluciones y de estudios.

II

T r a d ic ió n , p r o g r e s o , l ib e r t a d y d e m o c r a c ia

El concepto de tradición, siempre vivo en la entraña na­cional y perceptible en nuestros clásicos, cobra en M e l l a tal claridad que a partir de él nadie puede dejar de distinguir su nítido contenido, incompatible con el estancamiento que nos atribuyen. Por el contrario, son las teorías revolucionarias, que se llaman progresivas, las que se basan en antiguos principios ya desechados; R o u s s e a u , padre intelectual de la Revolu­ción francesa, clama por el retorno al estado natural, y todo el orden creador del estado individualista y las etapas pro­gresivas de la ilusa civilización actual se basan en el R ena-

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cimiento, la Reforma y la Revolución francesa, vocablos cons­truidos a base de la preposición inseparable «re», que signi- fica repetición, negación, refuerzo o inversión del signifi­cado de la palabra que prefija. A partir de la Reforma en las naciones protestantes y desde fines del siglo xvm , en las de­más, el avance liberal se centró en la repetición de estados anteriores y en el odio a evoluciones seculares que se quieren borrar.

Y no es sólo la etimología la que lleva a esa consecuencia ; los revolucionarios franceses se llamaron a sí mismos sanscolou- tes en odio, sin duda, a la prenda más íntima y necesaria de la civilización, y cuando Robespierre detentó el poder, canali­zó su elegancia en modelos de antigüedad, pidiendo al pintor David figurines de la época romana.

En el idioma y en la vida, Tradición y Progreso vienen a significar lo mismo; progreso de progredire, ir, caminar, en­vuelve la idea de marcha y la Tradición significa la eviden­cia de esta marcha y de su eficacia comprobada a través de la Historia. En cambio, revolución (de revolver, volver atrás, dar vuelta) es recorrer el camino anterior, si damos al pre­fijo significado de repaso, o ir contra evoluciones, si le da­mos el de negativa o trastrueque; revolución se llama con­secuentemente a la marcha de los astros porque siguen un ca­mino fatal siempre repetido; al igual que ellos, el revolucio­nario que entra en órbita no puede salir de ella más que para despeñarse.

La tradición es el canal humano de la revelación divina, y a ella concierne adecuar al momento las heredadas doctri­nas; es algo así como el estatuto perenne y renovado de la comunión de los humanos, el título justificativo de nuestros derechos a participar en el acervo de bienes aprovechables que- la Humanidad creó en beneficio de sus miembros y la clave de nuestro deber de contribuir a su perfeccionamiento.

Por ello, la tradición no tiene nada de conservadora ; sabe que los mejores alimentos pierden en conserva sabor y vita­minas y quedan privados de vida y de condiciones de asimi­lación; llevar un fósil al parque zoológico no entra en nuestro dinámico programa; por antitradicionalista fué el partido li­beral-conservador el que plantó sus tiendas a la sombra de Sa­gunto, para conservar principios que juzgó intangibles y aun

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preferentes a la integridad de la Patria cuando con ella los vió enfrentados. «Sálvense los principios y piérdanse las colo­nias» ; son los descendientes de la triste conyunda Cánovas- Sagasta, manteniendo en el altar de sus corazones el culto a unas garantías constitucionales siempre conculcadas cuando la corriente de opinión quería utilizarlas ; es decir, siempre que podían tener realidad práctica ; son— y en este caso quiero incluir tantos otros análogos de regímenes democráticos extran­jeros— los fundamentos políticos del status norteamericano con­siderando fiel expresión de la voluntad de una nación forma­da por 50 Estados y 180 millones de ciudadanos, la Constitu­ción hecha para un pueblo entonces de 13 estados y tres mi­llones de habitantes y que fué votada por menos de 500.000. Esta es la forma en que la democracia sopesa la voluntad del pueblo, gobernante según sus principios, y el modo de adap­tar a mutuaciones nacionales la norma conveniente; el progre­so de que hacen gala siempre sus corifeos.

Tampoco hay ni puede haber en el Derecho tradicional •nada que vaya contra la libertad: el cristianismo, esencia de nuestro Derecho, es la única religión sin castigos terrenos; incluso la Mosaica mandaba lapidar a las adúlteras e imponía también pena de muerte al blasfemo, mientras que en el cris­tianismo sólo existen penas post morten, ya que toda peniten­cia— incluso la restitución— tiene que ser aceptada por el arre­pentido con toda libertad.

Por ello, nuestro Derecho tradicional exige libertad para defender a ultranza la autarquía de la persona, que con ella cumple sus fines dentro de la familia y enraizada con socieda­des que van del gremio profesional al municipio, cobran su "vida en enseñanzas parroquiales y en la savia de instituciones culturales desde la escuela vernácula a la universidad. Nos­otros no hablamos de buena o mala libertad, porque es una y omnímoda: lo único que sucede es que, como todas las ideas y todas las cosas, puede ser bien o mal empleada; la misma corriente que ilumina las noches ciudadanas, mata en la silla eléctrica ; el curare que envenena presta servicio en psiquiatría.

La libertad, espíritu que anima la forma de producirse en la vida, es para el genio carencia de trabas en su inspira- -ción creadora, y para el mediocre, forma de hacer mal lo que

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rno consigue realizar dentro de normas; para el buen ciudadano el derecho a producirse con arreglo a su naturaleza, estado y condición social y para el concusionario el modo de sortear la legalidad, de transgredirla con el menor riesgo y, en defi­nitiva, el derecho de opción entre cumplir o ser castigado. Por uno u otro camino el hombre puede discurrir sin encontrar óbices, hasta que la transgresión es conocida poi la ley; somos libres porque somos responsables y responsables por libres; por la sola peligrosidad se recluye al loco, que al no ser res­ponsable no es libre, por la misma razón que al perro fiero se le pone bozal aun antes de morder.

Al esclarecer M e l l a el absolutismo de nuestra monarquíatradicional, nos suministra datos suficientes para ver cómo se formó el mito de la libertad individualista. Nuestros reyes eran

-absolutos porque reinaban por la gracia de Dios, sin que pro­cediese su autoridad de hipotéticos pactos, y por ello no com­partían la soberanía, limitada hasta un extremo hoy apenas perceptible, por los fueros y por las sociedades intermedias representadas en las Cortes con prerrogativas de completa efi­cacia ; es, por tanto, indudable que la monarquía tradicional no desaparece el 14 de abril de 1931, sino el día que se ad­mitieron Cortes coosoberanas y se hizo a la gracia de Dios "Colaboradora de la Constitución para legitimar el poder real.

La labor de los afrancesados y mas que nada la decadencianacional tan propicia a las protestas, fraguaron la Revoluciónintermitente que en el pasado siglo asomó varias veces para ins­tituir un regimen liberal devorador de bienes comunales, de gremios y de sociedades intermedias, base de la vida social, y con pretensión de reforma agraria, transmitió la propiedad -de las que llamaba manos muertas, a manos demasiado vivas.

Los filósofos forjadores intelectuales de la Revolución, cen­traron el poder en el pueblo y el individuo estrenó la nueva li­bertad hecha de conceptos abstractos sin contenido ni eficacia personales; podia hacerlo todo menos lo que hasta entonces ha­bía constituido la garantía de su vida social; abolidas las cor­poraciones profesionales, se encontró sólo frente a un Estado -que lo permite todo y al desconectarlo con la sociedad, lo deja s in medios de hacer nada.

Y cuando por la viril y tradicionalista reacción de 1936

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se aventan las últimas cenizas de liberalismo y se tiende la- vista a lo que antaño nos hizo grandes y ahora puede salvar­nos, naciones que se llaman anticomunistas nos imponen como Jordán lustrai un bautismo democrático y, lo que es peor, sec­tores nacionales (que a ratos se aprovechan de nuestro idea­rio) para lograr una unión imposible y que de conseguirse di­solvería las esencias de la Victoria y de la Tradición, ofren­dan a la democracia sus más tiernos suspiros.

La democracia liberal se crea por la unión en una imposi­ble simbiosis de los conceptos libertad e igualdad a la que se aproximó Grecia en los tiempos de su decadencia, en que la democracia hubo de desaparecer; un político inglés (y, por tanto, demócrata de primera división, según las gentes) dijo que la igualdad en la práctica mata la libertad: la asevera­ción es cierta incluso en teoría : si se llegase a una igualdad — que no se logra ni aun en las huellas dactilares— desapare­cería la libertad para todo, incluso para constituirse en nación, porque, como dijo M e l l a , solo donde quiera que exista la va­riedad, allí comienza y se prepara una jerarquía.

Refiriéndose a su ambiente, el tratadista B e e r , en un libro que sólo conozco de referencias, se lamenta de que las cua­tro elecciones consecutivas ganadas en Inglatera por los la­boristas llevarán a la democracia inglesa al partido único- propio de los totalitarios, con la consiguiente quiebra demo­crática.

¡Cómo tronaría Don Juan ante la pretendida y solapada cristianización de una democracia inútil aun cuando se pre­sente químicamente pura o se le quiera redim ir con el dicta­do de orgánica, que dice bien poco, ya que todo sistema de gobierno tiene que ser más o menos orgánico: en los sistemas- individualistas no faltan organismos del Estado y de los par­tidos políticos, con los resultados que hemos padecido ; el socialismo, que en la oposición crea organizaciones limitado­ras del poder central, si llega a gobernar, las incrusta en el Estado, con lo que les priva de toda eficacia y deja inde­fensa a la persona contra la masa despersonalizada; en los regímenes más o menos totalitarios, es el Estado la única fuen­te de organismos que, por su origen, no tienen más eficacia que la de cualquier otra dependencia ministerial. Incluso en la.

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.griega— democracia ejemplar para las anteriores, que no se llamaban orgánicas— los diversos demos o pueblos tenían su organización y si allí pudo tener frutos algún tiempo, fue por el escaso número de ciudadanos en relación con los habi­tantes, lo que determinaba, según F u s t e l d e C o u l a n g e s , que to­dos los ciudadanos fuesen alguna vez Magistrados: allí no se restringía la participación del gobierno a los ciudadanos, pero sí la concesión de la ciudadanía con idéntica selección antidemocrática. Y es de notar que al orientador y conductor de cada demos se le llamaba demagogo, que a la letra quiere decir educador del pueblo, como pedagogo significa educador del niño: los funestos resultados del sistema lograron quehoy se llame demagogo a quien conduce al pueblo contra el orden y la Ley, y se cree la palabra demagogia, que no exis­tió en Grecia, y de existir significaría la ciencia de educar al pueblo al igual que pedagogía es la ciencia de educar al niño : y es que los hechos fijaron la variación del concepto con la inapelable sentencia de ser la democracia el gobierno contra el orden.

No hace falta, pues, decir que lo que se pretende no es ni siquiera democracia ; votar 110 es gobernar y democracia quiere decir gobierno del pueblo ; el voto dado para toda una legislación constituye un tipo de poder difuso, irrevocable y hasta incorregible, contrario a toda idea jurídica de man­dato.

Un ingenioso paisano mío, párroco de pueblo, después de leer un diario madrileño que defendía la democracia cristiana y combatía la masonería, me dijo : «falan mal dos masós e meten o demo no cristianismo» ; es de advertir que en gallego demo significa demonio, y no se equivoca mucho.

En resumen, todos somos tradicionalistas, aunque alguno no lo sepa: vivimos de nuestro pasado, que a diario modifica­mos, no sólo en afán intelectual, sino también por imperati­vo de la naturaleza, que hace de todo organismo un sistema permanentemente variable: hace miles de años dijo Heráclito que nadie se baña dos veces en un río, porque todo cambia en el río y en el que se baña; y aún hoy subsiste la originalidad de ese pensamiento.

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III

S o b r e l a ig u a l d a d j u r íd i c a d e s e x o s

El primer delito que se comete contra el Derecho Tradi­cional es desconocerlo; a principios de siglo al legislar so­bre el derecho arrendaticio, se presentó la reforma como al­go nuevo, cuando lo esencial y quizá lo único eficaz ( la tasa de alquileres) existió siempre en España, hasta un indi­vidualista decreto de Isabel II. E igualmente se conculca la Tradición en la reforma de un Código que pese a su individua­lismo, supo recoger instituciones tradicionales tan venerables- y justas como la de los gananciales, ahora destrozada en aras de teorías que, de prosperar legislativamente, barre­rán los fundamentos del matrimonio, el progreso científico y el espíritu jurídico español, siempre defendido en ese terre­no como en todos por M e l l a . A s í , después de recordar que mu­chas veces la mujer era cabeza de gremio como viuda del maes­tro y la existencia de mujeres en las Cortes Aragonesas, dice que toda emancipación femenina que desconozca el espíritu y la forma del matrimonio cristiano, volverá a renovar el pa­ganismo y con él la desconceptuación de la mujer. Y esto es indudable; como todas las teorías signadas de avance por los que a sí mismos se llaman progresistas, la de los derechos de la mujer es un regreso a la selva: craso error es creer que en la penumbra del salvajismo la mujer era esclava del hombre; al contrario, entonces la mujer predominaba, porque no se había llegado a la existencia del hogar en el sentido que hoy damos al vocablo: la idea de maternidad surgió cla­ra por el parto, pero la relación paterno filial no se per­cibió de momento ; quizá para tratar de constatarla, en al­gunos pueblos salvajes el padre encamaba y recibía cuidados en el parto de la m adre; sucedía lo que aún acontece con los irracionales; el ternerillo que recibe de su madre calor y jugo vital y que le obedece, no puede sentir que debe al­go de su vida a un toro desconocido. Por ello el dominio de la madre sobre los hijos persistió cuando se llegó a la fa-

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milia en la que consecuentemente fue jefe, como en la tribu;, y en las organizaciones superiores de ella derivadas, me­diante un matriarcado que en los pueblos caídos en el salva­jismo duró miles de siglos; entonces es el hombre quien tie­ne que conquistar posiciones. y adviene un período de indis­tinción (parejo al que ahora se pretende lograr), en el que hay magos y magas, hechiceros y hechiceras, sacerdotes y sacerdotisas: los inconvenientes del comando y la suprema­cía biológica masculina hacen prevalecer al varón y se llega en todas las civilizaciones a las potestades paterna y marital,que los pueblos acordes con la Divina revelación no habíamdejado nunca de disfrutar.

Para constatar las razones biológicas acudiré a máximas- autoridades ajenas al Tradicionalismo y aun a la doctrina católica. N o v o a S a n t o s , después de un estudio exhaustivo so­bre las condiciones de la mujer, llega a decir que es una niña eterna que en el desarrollo psíquico somático sólo ad­quirió la madurez sexual; que fuera del sexo hay más dife­rencia entre un niño y un adulto que entre un muchacho y una mujer, diversidad que se observa mejor en los animales por falta de ropaje encubridor; la bellísima persistencia juve­nil femenina brilla en la pubertad que sólo al varón cam­bia : se modifica su voz, pierde grasas, aumenta el tejidoóseo, se cubre de pilosidades y adquiere un reposo físico e intelectual, mutaciones que las mujeres no conocen; y A l e x is C a r r e l , máximo prestigio mundial en histología, dice que las diferencias entre el hombre y la mujer son de naturaleza fun­damental, determinadas por la estructura misma de los te­jidos y por la impregnación de todo el organismo de sustan­cias químicas específicas secretadas por el ovario ; que ig­norar esto hizo creer a las promotoras del femenismo que ambos sexos debían tener la misma educación, los mismos de­rechos y las mismas responsabilidades, en contradicción con leyes fisiológicas tan inexorables como las del mundo sideral ; que el papel de la mujer en el progreso de la civilización es mayor que el del hombre, en tanto no abandone sus funciones específicas y se deje de imitaciones; que las mujeres han de recibir una educación superior, no para ser doctoras, aboga-

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■dos o catedráticos, sino para hacer de sus hijos seres humanos de calidad superior.

Nadie duda de la existencia de mujeres que supieron lo­grar óptimo fruto en dificilísimas misiones; esta excepción puede ser normada, pero no servir de base a leyes generales que no la tendrían. Cuando M e n Én d e z P e l a y o demostró poseer antes de la edad prefijada aptitudes impares para ser catedrá­tico, se dispuso que él pudiera serlo, pero no se dió pase a los de 19 años. Además, si la excepción justifica la igualdad de sexos, habría que sujetar a las mujeres al servicio militar, ya que en lo castrense las hubo también orladas de valor y de saber estratégico en grado eminente: sin rebuscar en la his­toria saltan los nombres de Juana de Arco, M aría Pita y Agus­tina de Aragón.

Uno de los argumentos de más vislumbre esgrimidos in­cluso fuera del campo feminista es la incongruencia de faci­litar a la mujer títulos necesarios para oposiciones que se le deniegan ; no veo tal incongruencia : porque no puedanser jueces, notarios o forenses, no negaremos a los sacerdotes la facultad de obtener la licenciatura en derecho y medicina, ni a los casados la de licenciarse en cánones, condición exigi­da para opositar canonjías: es natural que el desempeño de una función exija además del título ciertas condiciones: la de ser varón o seglar ; la aptitud física ; en algunas haber servi­do en el ejército, no sobrepasar ciertas edades: estas corta­pisas se creyeron necesarias y no han de privar a quienes las experimenten de obtener títulos y adquirir las enseñanzas co­rrelativas.

Y no se crea en un egoísmo defensor de puestos y posi­ciones: hace muchos años salen centenares de mujeres aboga­dos, y a pesar de que los varones van en su mayor parte a oposiciones y por ello no se matriculan, el número de las colegiadas no llega al uno por m il; si hay egoísmo es de ín­dole distinta; queremos a la mujer limpia de los resquemores y arrugas que negocios y trabajo imponen, inmaculada meta de nuestra ilusión y norte de nuestro vivir, y conocemos la im­posibilidad de cifrar todo el amor masculino en una juez o en una notario. En último término, como respondía la suegra de un humorista a su pregunta si le parecía bien que las mu-

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jeres sean jueces, notarios o registradores, «que sean eso las que no sirvan para otra cosa» ; con más respeto a dichos cargos, yo diría : que los desempeñen las que no sirven para eso tan magínifico que es ser sencillamente mujer. Creo que dada la posición actual de la mujer en las leyes y costum­bres españolas, para llegar a igualdad de derechos con los varones tendrían aquéllas que renunciar a muchos de los pri­vilegios que afortunadamente tienen. En la prensa leí estos días que un billonario norteamericano al divorciarse de la que fué su esposa diez años, durante los cuales ganó miles de millones— que en España pertenecían por mitad a su cónyu­ge-—, la despachó con una pensión de 50.000 dólares: buen ejemplo para las extranjerizantes, como el proyecto de ley que actualmente se discute en el Senado francés, restringiendo la capacidad jurídica de la mujer casada.

Aquí, por el contrario, trata de ampliarse, lo que me obli­ga a insistir en el tema: no es tranquilizador lo hasta ahora hecho, como se desprende del más ligero estudio de la reforma riel artículo 1.413 del Código civil.

En ese desgraciado intento de dar preferencia a lo acci­dental del matrimonio (sociedad) con merma de lo que tiene de básico (institución) no pudo llegarse a más; otro paso a la indistinción de sexos, que los vicios, la debilidad y la falta de carácter están produciendo en el mundo con resultados de catástrofe asquerosa.

La reforma configura una sociedad constituida por la ley para toda la vida de los dos únicos socios con iguales dere­chos y en la que el administrador designado por imperativo legal y que, como dijo el torero, es quien recibe las cornás, no puede disponer de cierta parte de las ganancias sin consenti­miento del otro socio o sin recurrir al Juez: es decir, que en todos los casos en que juega la reforma no hay más solu­ción que la judicial, sin que quepa ni aun el nombramiento de un árbitro. Honradamente reconozco que lo absurdo del caso tiene un brillante precedente en la ONU : también en esta or­ganización basta el veto de un miembro para impedir que se resuelva cualquier importante cuestión surgida.

Y si la reforma es incongruente con toda idea de sociedad, lo es también con las demás disposiciones legales sobre ga­

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nanciales. Vemos, por ejemplo, persistente el artículo 1.415 que, sin excluir los inmuebles, autoriza ciertas donaciones; que se permite al marido comprar y no vender, ateniéndose probablemente a un anticuado concepto según el que se enrique­ce uno comprando y se empobrece vendiendo, sin tener en cuenta que muchas compras pueden ser ruinosas y constituir por igno­rancia o mala fe un medio de defraudar a la sociedad de ga­nanciales: se autoriza la venta de muebles por una reminis­cencia de la teoría romana dada en época en que los muebles tenían escasa importancia y se desconoce que hoy en cualquier día, por contrataciones de bolsa, aportaciones a sociedades, ventas de coches, maquinaria, joyas, etc., las sumas inverti­das superan a las expensas de la propiedad inm obiliaria: no se tienen en cuenta las separaciones de hecho, tan frecuentes desgraciadamente, dejando así cerrada la contratación y se convierte al marido para el tráfico de inmuebles en un menor emancipado con todas las restricciones que éste tiene— con excepción de la más peligrosa, la de contraer deudas— , pasan­do la esposa a la categoría de un pater-familias, supervisor de la contratación inmobiliaria.

Estas separaciones de hecho merecen párrafo aparte : se solventaban antes de la reforma dando al esposo licencia ma­rita l; si desde entonces la mujer compró inmuebles, puede ena­jenarlos con dicha licencia, pero el marido no puede vender ni aun los comprados antes de la separación sin consentimien­to de la esposa ; si, como es frecuente, vendió fincas a pla­zos por documento privado en fecha no fehaciente anterior oposterior a la reforma, no puede legalizar la venta y queda en entredicho su firma, si no consigue el consentimiento dela esposa, y aun cabe (y casos existen ya) que los esposos,auque separados, se pongan ahora de acuerdo y defrauden al comprador, si la venta les parece baja de precio por la desva­lorización monetaria en el tiempo transcurrido.

Y hasta consigo misma creo incongruente la reforma : al hablar en el párrafo primero de ganciales en general y al caucionar en el segundo los bienes no comprendidos en el párrafo anterior, no sé si quiso referirse incluso a los bie­nes privativos del esposo, indudablemente no comprendidos, en el párrafo anterior, con lo que se saldría de la m ateria

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del capítulo en que está inserto y se batiría el récord de ló absurdo.

Estas vaguedades de la reforma hace suponer la creación de un proindiviso, sin facultades de pedir la división y en pugna por tanto con el artículo 400, básico en la materia : sin duda, por creer existe copropiedad, entidades oficiales, exigen en el gravamen de inmuebles gananciales, que la esposa, además de consentir, sea también hipotecante y, por el contra­rio, en algún registro se considera improcedente su interven­ción en este último sentido ; y dados los términos de la re­forma yo no puedo saber cuál de las dos opiniones es la acer­tada.

Y no se olvide que en nuestro mutilado Código civil existía y existe la posibilidad de configurar la sociedad conyugal en cualquier forma que no contraríe a la Ley, a las- buenas costumbres o a la autoridad correspondiente a los cóm yuges: de no ir contra estas normas, ninguna reforma era, necesaria ; por lo visto hubo que conculcarlas, y de ahí que se procediese a ella.

Y por si quedaba algo, la complaciente práctica y los co­mentaristas, por razones que no comparto, dan a la reforma rácter retroactivo, contrariando elementos esenciales a toda ley y la doctrina del T. S. en casos análogos (S. de 20-6-1894).

IV

El l l a m a d o d e r e c h o s o c ia l

El procedimiento de incrustar el Derecho y la Justicia so­ciales en un compartimento estanco sería denigrado por M e l l a ; es peligroso adjetivar ideas de la misma intensidad, y con adjetivos discriminatorios el resultado es pésimo : si habla­mos de madre política nos referimos a la suegra y si citamos a un dios egipcio nos encontramos con un ídolo: al hacer el Derecho social una rama específica, negamos ese carác­ter a las otras ramas, cuando todo Derecho ha de ser en algún sentido social. En realidad, el resultado hasta hoy ha si­do sólo el de crear otra jurisdicción, que al ser nueva y carecer

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de doctrina de los prudentes del derecho, se convierte, según írace de A l v a r o d ’O r s , en un derecho vulgar; como los que se dicen seguidores de León X III— y algunos se lo creen— hablan siempre de justicia social, repasé la encíclica Rerum Novarum y pude comprobar que el sabio pontífice no empleó nunca dicha expresión.

Basa M e l l a su sistema social del derecho en la estruc­tura y autonomía sociales, que vertebraron a España, cuando el municipio y su organización jurídica fundada en sus pe­culiaridades, se formaba como una comunidad de familias o vecinos con propiedad comunal, patrimonio fam iliar inalie­nable y acertadas previsiones para contigencias penosas: la regulación de la propiedad más que limitativa era de conserva­ción y defensa familiares, proveedora de medios garantizado- res del instinto de conservación, que, en frase de M e l l a , se da en la familia como en los individuos. Toda esta magnífica organización social, en vez de ser conservada y corregida por las naciones modernas, se atacó a partir de la Revolución francesa, que ya en el Decreto de la Asamblea Nacional de 17 de julio de 1791, impidió restablecer las abolidas Corporacio­nes, extinguió sus tradiciones políticas locales y prohibió a los ciudadanos de un mismo oficio agruparse por pretendidos intereses comunes. Idéntico proceder siguió el gobierno liberal español, declarando disueltos los gremios por el Decreto de 6 de diciembre de 1836.

Y es natural la postura revolucionaria, que intenta destruir el orden social y sabe que la mejor forma es matar las socie­dades intermedias: las diversas naciones, al dejar como únicas personalidades políticas al individuo, al Estado y a las orga­nizaciones de éste, consiguieron el mismo pernicioso fin : la autonomía del individuo y la independencia del Estado mina­ron la sociedad; a este desastroso resultado se llega en los re­gímenes liberales democráticos, suprimiendo las sociedades in­termedias y en las más o menos totalitarias, asumiéndolas para sí el Estado, con lo que puede establecerse una buena organi­zación interna, a trueque de perder su carácter de defensa de las personas frente al Estado.

No he de negar que el Estado sanciona derechos y garan­tías constitucionales y organiza Tribunales e instituciones auto-

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limitadoras, pero al ser dependientes del Estado, resulta éste, Juez y parte cuando el asunto le afecta, lo que desposee a dichas instituciones de la indispensable autonomía e incluso las anula cuando cree rozado lo que llama interés público, que es casi siempre interés fiscal. No hace falta recalcar que si las sociedades intermedias no proceden directa y ex­clusivamente de la sociedad, ni son instituciones sociales, ni de ellas puede esperarse los frutos que siempre las caracteri­zaron.

Una simple ojeada al panorama del Derecho tradicional ilumina el problema : la sociedad familiar estaba fuertemente defendida por instituciones peculiares que llegaron a obte­ner una hipoteca legal, alegremente disminuida en la Ley Hi­potecaria, cuyo juego pronto la inutilizó ; todo en aras de la; seguridad del tráfico, tabú creado por imperativo de la teoría; capitalista, según la que hay que defender antes que nada las inversiones dinerarias; esta seguridad del tráfico produ­jo en los Códigos del siglo pasado una verdadera obsesión in­compatible con el sistema tradicional, al que importaba más la defensa familiar y en aras de ellas la continuidad de lapropiedad en la familia, que esas decantadas necesidades detráfico, ya que a la larga éstas favorecen átomos disgrega­dos de la sociedad y aquélla da posibilidades de existencia y elementos de auge a la primera y más importante sociedad del Derecho natural.

Como dice E l ía s d e T e j a d a , ese portentoso pensador que encarna como nadie el espíritu de M e l l a , la sociedad cristia­na poseía una ordenación jerarquizada y orgánica : cada hom­bre se enmarcaba en determinado grupo social, sea religioso (órdenes y cofradías), sea religioso militar (órdenes milita­res), sea económico (gremios), sea político (brazos o esta­mentos). El cuerpo social gozaba de sólida estructura, y cada miembro era parte de un orden y elemento componente de una jerarquía. La sociedad política era una agrupación de familias, no un montón de hombres, como creía el liberalis­mo, ni una máquina de piezas humanas engranadas, cual el to­talitarismo piensa ; y al lado de la familia, las entidadesterritoriales menores y mayores con su variedad riquísima, susinstituciones peculiares, sus leyes y sus costumbres, daban a

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la persona garantías suficientes para el cumplimiento de sus fines.

Recientemente oí la conferencia de un catedrático de Pa­rís, sobre medidas protectoras de la propiedad fam iliar; aun­que mi deficiencia idiomàtica no haya captado su conjunto, creo haber percibido lo suficiente para comprender que los fines a lograr por los juristas vecinos estaban ya asegura­dos en muchas de nuestras antiguas disposiciones, por ejem­plo, en la organización del navarro Valle del Roncal y en la sociedad fam iliar gallega; en ambas, la propiedad fam iliar y las necesidades de los miembros de ella desgajados, se garan­tizaban sin acudir a la costosa financiación que en Francia se perfila, y resulta indispensable, ya que por falta de medios fracasaron en Francia las disposiciones de 1909 y 1938, pro­tectoras del «bien de familie». Con la admirable solidaridad que entonces regía y con la existencia de suficientes bienes comunales, estaba resuelto el problema del trabajador agríco­la, como lo estaba el del industrial con los gremios que le daban posibilidades de instalación y de recuperarse en los mo­mentos ruinosos. Unida una extensa caridad, siempre confor- madora del Derecho para M e l l a , se resolvería el problema so­cial sin acudir a campañas calcinadoras de la propiedad privada que a todos interesa conservar y a todos debe servir; para cier­tos dirigentes, inconsciente o conscientemente filocomunistas, debía servir de mascota la efigie de un tristemente célebre com­patriota, Diego Corrientes, el ladrón de Andalucía, el que a los ricos robaba y a los pobres socorría : hay que poner puntos sobre las íes de campañas generosas de dirigentes muy huma­nitarios : la revolución de los Angeles, espíritus puros, dió existencia al infierno.

No puedo comprender las campañas en pro del fin social de la propiedad, porque este fin es desde siempre inherente a la misma, hasta el punto de que sin él no existe la propie­dad: un Robinson, en tanto esté solo en su isla, no tiene pro­piedad, porque le faltan las relaciones sociales que a la pro­piedad configuran; lo que se necesita para resolver el pro­blema es que la propiedad tenga, como en tiempos pasados, suficientes medios sociales conseguidos por las personas al agruparse en generosas corporaciones que, escalonadas, sir­

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ven a la sociedad, y que el Estado, atento a sus fines, no intervenga en ellas, porque, como dice M e l l a , lo social se opuso siempre a lo estatal u oficial y la primera caracterís­tica de las sociedades intermedias es la de ser autónomas, respecto del Estado, al que tendrán lógicamente que oponer­se. Certeramente recalca M e l l a que la Iglesia pasó por el mundo con su poderosa unidad que ata a las conciencias y une a las almas, sembrando sociedades y corporaciones y que el Estado moderno ha pasado por el mundo negándolas y des­truyéndolas. Tampoco el Estado debe asumir funciones de los organismos intermedios, con la natural consecuencia de que la persona se halle coartada por la Administración en su vida social.

Apoyado en la conceptuación mellista del Derecho tradi­cional, niego carácter social a las determinaciones estatales y me pregunto con A l v a r o D’Ors, ¿no será eso del derecho social un recurso demagógico? Si es así, parece tolerable para fines políticos, pero un jurista que se tenga por verdadero jurista, no debe caer en tales excesos.

Por ello, la llamada hoy solidaridad social no lo es, con arreglo a las normas del Derecho tradicional: hoy la funda el Estado o los financieros que inventaron el seguro y su prim er resultado es la elevación de edificios suntuosos, una henchida burocracia, copiosos dividendos y enorme plus valía en las acciones fundadoras; hace pocos días el director de una de las más importantes compañías de seguros declaraba que arreglar desperfectos de la fachada del edificio social cuesta más de 5.000.000 de pesetas y que su construcción ha­bía costado 3.000.000; no sé si se dió cuenta de que decía al mismo tiempo que, por revalorización del edificio, tres mi­llones de pesetas aportadas por los asegurados, se han converti­dlo en más de 100.000.000, en beneficio exclusivo de los accio­nistas y dirigentes.

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V

L a s s o c ie d a d e s in t e r m e d ia s e n l a o r g a n iz a c ió n m u n d ia l .

La necesidad de enfrentar al Estado, la sociedad y sus organismos intermedios, surge también en las relaciones in­ternacionales; durante la primera guerra europea y antes, por tanto, de los 1 4 puntos de Wilson, me dijo M e l l a que aquella inútil catástrofe hacía pensar que ni aún las grandes alian­zas garantizaban la paz y que habría de derivarse a organis­mos internacionales apropiados; y expresaba su temor de que se recurriese a meras representaciones de los gobiernos, sin dar entrada a valores morales y científicos ajenos al egoísmo político y no influidos por razones de competencia indus­trial o de revanchas marciales, únicos que podrían dar solu­ción justa a los conflictos planteados: una vez más fué M e l l a profeta y los resultados están a la vista. Las organizacio­nes creadas no son capaces de impedir conflictos ni aun de organizar la paz cuando la guerra termina. Apelan a una moral de victoria, cargando al vencido toda culpa. Sin fantasías y en atención a los datos irrefutables, una bomba americana lanza­da fuera de tiempo superó en víctimas japonesas las muertes de judíos alemanes y, sin embargo, de ambas atrocidades se responsabiliza solamente una. La masa democrática, unánime, anhelante del triunfo aliado, ve que la victoria fué exclusiva de Rusia, hoy y siempre su mayor enemigo. Con el sojuzgamiento de Polonia, Hungría, Prusia, Estonia, etc.; con lo sucedido en Corea, Laos y Cuba; con esa prematura descolonización, alen­tada por la ingenua Norteamérica, que hace poco era colonia e intelectualmente no dejó de serlo; con todas las calamidades cada día surgentes, ¿hay quien crea que el triunfo alemán ha­bría sido más catastrófico para el mundo? Y si ni aún des­pués de la victoria sabemos a quién conviene asignársela para qué acuñarse en organizaciones bélicas? Incluso en contigen- cias deseadamente claras (el aplastamiento de Rusia), aparte de sus dificultades, puede surgir lo inesperado, por ejemplo, que China, como ayer Rusia, se una con los vencedores y

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resulte la única gananciosa. La cuestión internacional exige claridad: contra el peligro comunista, todo sacrificio está jus­tificado, pero si sólo se trata del predominio mundial que, como antes el europeo, resulta indispensable a naciones cómo­damente instaladas en posiciones dominantes, que sean éstas las que luchen, que gane la mejor, si es que ha de triunfar a l­guna, y que nosotros lo veamos. En episodios de ese tenor, como en el napoleónico, sólo nos incumbe defender nuestro suelo.

Si se quiere ver la turbiedad de los manejos internaciona­les en la O. N. U., basta fijarse en cualquiera de los asuntos que allí se fraguan, por ejemplo, en la reunificación de Ale­mania : el bloque occidental proclama la unión alemana co­mo un imperativo insoslayable y, sin embargo, a ninguna de sus naciones preponderantes le interesa y todas ellas lo creen imposible y no dejarán de obstaculizarla subrepticia­mente, si llegase el momento de una posible solución. Norte­américa, Inglaterra y Francia quisieron, sí, una Alemania recuperada lo suficiente para que no surgiese allí una mi­serable desesperación productora del peligroso comunismo y la primera volcó para ellos sus tranquilizadores dólares; qui­sieron también rodearla de elementos defensivos suficientes para contener a Rusia en una frontera potente, pero la re­cuperación quemó las etapas previstas, las antes protectoras piden a la protegida divisas y refuerzos en la O. T. A. N. y saben muy bien que una Alemania reunificada podría cam­biar sus exigencias, canalizadas hoy sobre el Este, con tanta mayor razón cuanto que la vuelta de Prusia a la Federación llevaría consigo muy peligrosos fermentos de revancha: ade­más, en tanto Rusia mantenga su botín germánico, no hay temor a una inteligencia germano-rusa, fantasma que desvela a los occidentales: el trato esclavista que a la parte ocupa­da impone Rusia, es hoy por hoy la mejor baza de Occi­dente y no se resignará jamás a perderla; a lo sumo, como una transacción, tratarán de conseguir la parte de Berlín que ahora detenta Rusia, pero la integración nacional y com­pleta sólo podrá conseguirla Alemania por sí sola o por graciosa concesión soviética, si con ello Rusia cree desbaratar la O. T. A. N.

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Y esta misma turbiedad agudizada usque ad nauseam se percibe en la peripecia del Canal de Suez; nadie sabe de un modo completo lo que sucedió entonces; cada partici­pante conoce su actuación y sabe de las de los otros lo que la diplomacia dejó entrever y lo suministrado por el espio­naje; pero a la visión de conjunto sólo puede aproximarse Rusia, que manejó los hilos e hizo bailar las marionetas a placer ; lo que parece indudable es que se enlazó el caso con la liberación de Hungría (nación a la que los occiden­tales proveían en aquellos momentos de materiales para la revolución), quizá para inutilizar ambos asuntos; que los dos casos fueron objeto de conversaciones entre Francia, Ingla­terra y Norteamérica, con acuerdo en principio; luego, por la incalificable actuación americana en Suez, Inglaterra se opuso a intervenir en Hungría ; en los medios norteamerica­nos se achaca el fracaso a Inglaterra por haber antepuesto lo de Suez, en una impaciencia que Edén no supo contener, haciendo fracasar los planes previstos ; la diplomacia neu­tralista influida por Rusia, se ufana de haber yugulado un conato de guerra universal y el resultado, cualesquiera que fuesen los feos medios puestos en juego, fué que Rusia es­tableció una cabeza de puente en una nación católica y esen­cialmente anticomunista ; y no digamos nada del abandono de Chan Kai Chek, del descuartizamiento de Corea, de las crueldades del Tibet o del abandono de los cubanos alentados por Norteamérica y que ésta dejó sucumbir ante la mera in­dicación de Rusia de que si intervenía en Cuba ella atacaba a Berlín.

Si el criterio de M e l l a hubiese sido el elegido y las naciones estuviesen representadas por instituciones sociales in­dependientes de los Estados (Academia de Jurisprudencia, Co­legio de Doctores, Universidades, etc.), en cada contingencia 'el mundo tendría probabilidad de conocer la justa solución cimentada en razones morales al margen de conveniencias na­cionalistas o financieras que los Estados, sin atender como hoy a su interés exclusivo, pondrían en práctica.

Los obsesionados por la idea del comunismo:—y muchos •de sus enemigos— ven próxima su implantación: si la 0 . N. U. .•sigue tratando de regir el mundo a base de representaciones

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de gobiernos individualistas, esperanza y temor serán rea­lidad: un simple hecho ya varias veces amenazante, la entra­da de China en la O. N. U., puede conseguirla; y Rusia cederá en cualquier cuestión importante a trueque de la recepción chinesca ; por otra parte, no se puede cerrar los ojos ante la existencia de China, que por su peligrosidad ha de ser con­trolada y para ello tiene que formar parte de la organiza­ción mundial: ese día, entre chinos, rusos y sus satélites, rebasarán los mil millones de votos y democráticamente im­pondrán su criterio, porque Occidente no reúne ese número de habitantes entre los que forman quintas columnas comunistas, ni puede contar con votos neutrales, rojos en gran parte y casi todos antinorteamericanos : contra la infiltración sovié­tica esgrime Occidente el argumento de que una tercera parte del mundo no puede imponer su ideología a las otras dos ; e l razonamiento se volverá en contra cuando sean mayoría ; la democracia entonces se devorará a sí misma y, como ya sucedió en las naciones individualistas, la igualdad matará la libertad.

VI

D is o n a n c ia s e n e l h o m e n a j e a M e l l a

Hace ya tiempo que la figura de M e l l a , y sus enseñan­zas, tienen un amplio y elogioso reflejo en la mayor parte de las conversaciones, escritos y discursos: su actual cen­tenario enaltece las apologías y la presencia de M e l l a es casi constante; por merecido y conveniente, la opinión general aplaude y colabora en el homenaje y parece haber sólo lugar para íntimas congratulaciones; y, sin embargo, desde algún ángulo el frondoso panorama tiene calveros.

En primer lugar, varios conferenciantes (y no me refie­ro a los que desfilaron por esta tribuna) tuvieron ocasión de demostrar que ignoraban importantes aspectos del pensa­miento mellista; otros trataron de adaptar sus teorías a las que juzgan necesidades del momento, con aditamentos y es- purgos innecesarios e inconvenientes: un brillantísimo con-

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f e r e n c ia n te , d e l a c tu a l e q u ip o le g is la t iv o , c o n a c e n d r a d a s f r a ­se s d e d e v o c ió n a M e l l a , te rm in ò d ic ie n d o q u e a c e p ta b a u n t r a d ic io n a l is m o q u e n o m ir e a t r á s , lo q u e e q u iv a le a n e g a r l a t r a d i c ió n ; h a y q u e m i r a r a t r á s , p o r q u e e l c a m in o r e c o r r i ­d o e s p a r t e d e l q u e n o s c o n d u c e a l a m e ta ; p o r q u e h e r e d a ­m o s lo s a c ie r to s y lo s d e fe c to s , a u n q u e a p l iq u e m o s e l b e n e f ic io d e in v e n ta r io a l a c e p ta r l a h e r e n c ia ; p o r q u e s i n u e s tro s su c e ­s o re s n o m i r a n a lo q u e a h o r a se o r g a n iz a , n o v a le l a p e n a d e o r g a n iz a r n a d a : a p e s a r d e l tó p ic o « p a r a r e c o g e r h a y q u e se m ­b r a r » , lo v e r d a d e r a m e n te c ie r to es q u e p a r a s e m b r a r e s p r e c i ­so h a b e r r e c o g id o ; in c lu s o c ro n o ló g ic a m e n te l a r e c o le c c ió n e s a n t e r io r a la s ie m b r a ; l a n a tu r a le z a o f re c ió f ru to s q u e , r e c o ­g id o s , p o s ib i l i t a r o n s e m b ra r .

Y podemos m irar al pasado, porque nuestra Historia en­frente de momentos sombríos, usuales en cualquier nación, ofrece una teoría de hechos gloriosos en que se crea una patria y se forma una cultura digna de verse: permitidme una simple ojeada retrospectiva:

Sentando los cimientos de la historia, los hijos de Jafet llegan a España; luego, otros grupos de diversas gentes van ocupando toda la Península : el celta, ansioso de estrenarpaíses, hijo del mar y amante de la niebla, establece en Ga­licia su morada ; los iberos, sencillos y valientes, enamorados de la gran llanura, escalan las montañas Carpetanas, y poco a: poco las dos razas se unen, haciendo patria al desechar pre­juicios. Más tarde vienen águilas romanas que, organizadas, luchan; los nativos defienden, valerosos, su terruño; el gran Yiriato, Indívil y Mandonio, asombran a los proceres roma­nos, que en Numancia perciben el ejemplo del que cambia la vida por la Gloria. Aquí conoce Roma la derrota, y no- cesa la lucha hasta que Augusto se aviene a transigir con los iberos; entonces llega a nuestro país Santiago, y la luz se abre al fin a los hispanos, que abandonan sus ídolos inanes, y la nación se forja en la doctrina que ha de ser, para siem­pre, su «Alma Mater». Muy pronto nuestra patria alumbra césares, unos nacidos dentro de sus límites, y otros criados por la fuerte savia de las claras doctrinas del gran Séneca. El alud de los bárbaros se quiebra ante el modo español cris­tianizado ; la celtíbera sangre anima pronto del esqueleto

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,^odo la barbarie, porque el vencido gana al dominante y la victoria, que se paga en sangre, se cobra casi siempre en de­serciones. Romanizadas las pristinas leyes, el breviario de Aniano constituyen y preponderan sobre el godo acervo ; halla el gran Osio verbo para el dogma; San Isidoro crea la Teología y enseña su camino a los filólogos; magistrales Con­cilios de Toledo aúnan tendencias y la patria exaltan, cul­minando el Imperio visigótico. Los esplendores de una nación joven depravan a los jefes nacionales y muere don Rodrigo en Guadiveca ; entonces es la Cruz la que une a España ; cel­tíberos y godos, ya fundidos, van a la lucha contra el moro extraño : Pelayo, Teodomiro y García Arista— ellos mismos ejército y tribuno— plantan en cada esquina su bandera, y en ocho siglos de luchar constante, gran epopeya para el mundo arcana, cuaja de la nación la Reconquista. Una Cruz, una patria y una idea ya cobijan a todos; un puñado de qui­jotes, sedientos de ideales, en los lejanos mundos hallan tie­rras a las que dan su sangre creadora; aún les queda un resi­duo y se lo brindan a la unidad cristiana, combatida por Lu­tero y los príncipes herejes. Pronto Europa es cuartel de sus soldados, América florón de su corona ; planta la cruz en cos­tas africanas; son pocos a su afán tres continentes, y llega hasta las islas Filipinas.

Las obras del Rey Sabio dan fijeza a la lengua romance más antigua, nacida en el Mío Cid y en las estrofas que sal­modió la lira de Berceo. El metro provenzal en canto céltico, inyecta en los poemas castellanos dulcísimos raudales de poe­sía ; se alcanza perfección anticipante en la rima feliz del Arcipreste; el hispano clarín del Romancero, rapsodias que aún hoy claman por su Ilíada, glorifican sus héores y crean otros. Don Juan Manuel forja un lenguaje vivo, que se hace popular en el Corbacho y que en la encantadora Celestina inicia la novela de Occidente ; sus vaqueras burila Santillana ; Jorge Manrique entona sus lamentos; Garcilaso y Gutiérrez de Cetina, con pétalos de flores hacen versos; Ruiz de Alar- cón y Tirso de Molina, Calderón y el genial Lope de Vega dan al mundo las bases del teatro; en tanto que Cervantes Reja escrita la más grande tragedia de los siglos, espejo de una historia de gigantes, que lucha con el mundo en la creen-

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eia de que combate sólo a unos herejes, y que, agotada a fuer­za de victorias, no puede con las aspas de un molino ; Juan de la Cruz, Teresa y los dos Luises exhaustan de la Mística el secreto; Vitoria fija reglas que aún son metas; Suárez bate las marcas filosóficas, y son hijos de España los que en Tren­to contrarreforman la doctrina heréctica. Gracián descubre el arte del lenguaje; Góngora deja el verso en lo perfecto, y son prodigio nuestras bellas letras, hasta que llega el siglo xvili^. y el mimetismo que nos brinda Francia, en oropel ridículo, las torna. En este triste siglo, las Españas fenecen por Ios- grillos centralistas; las leyes catalano-aragonesas, orgullo de los siglos, caen por tierra ; todo es francés, el Rey y sus de­cretos, el galo embajador nos dicta leyes, entramos en el pacto de familia y, al cabo, Napoleón invade España, y si nuestro gran pueblo lo derrota, no puede desechar las teorías,, contrabando falaz de sus mochilas, que hallan campo abonado en la antipatria.

Contra aquéllas se lucha en dos Cruzadas, que la traición y el egoísmo rinden, pero que aún pueden transfundir su san­gre a esta generación que hoy vive y lucha. Dios quiera que esta empresa germinada no se deshaga en manos libertarias, negros buitres que acechan la victoria para dejar sus huesos descarnados.

Veo también entre el magnífico concierto que significa el homenaje culminando el general estado de opinión a que antes me refería y la antigua posición ante la labor de M e ­l l a de muchos de los que hoy lo subliman, un contraste deso­lador.

No le faltaron a M e l l a fervientes multitudes y grupos de selección, pero dónde estaban muchos de los que ahora le aplauden y ya pertenecían a la vida política coetánea?, ¿qué eco tenían en sus corazones las palabras de M e l l a y su irre­prochable conducta siempre al servicio de la mejor España? Prescindiendo de distancias insalvables, me recuerda esto el episodio del Calvario, donde la muerte de Dios salvó al mundo; también allí faltaron adictos; nadie formuló una adhesión ni tuvo un acto de gallardía ni una palabra de con­suelo; pero muere el Señor, se rasga el velo del Templo, la naturaleza se quiebra en catástrofe y entonces una opinión

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unánime surge. Verdaderamente éste era el Hijo de Dios. Reco­nocimiento tardío muy semejante al que ahora hace de M e l l a el estadista ideal ; bien es verdad que un completo remor­dimiento pudo salvar entonces a los ciegos y puede servir- ahora para la íntegra consecución de los ideales patrios.

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