mercier pascal - tren nocturno a lisboa

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  • 8/13/2019 Mercier Pascal - Tren Nocturno a Lisboa

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    Pascal MercierTren Nocturno a LisboaTtulo original: Nachtzug Erlang Mnchen WienTraduccin: Silvia VillegasPuerto de Palos EdicionesCantaro, narrativaBuenos Aires Argentina - 27 de octubre de 2006

    ISBN: 950-753-201-3Digitalizado por Mr. Pond

    Nuestras vidas son los rosQue van a dar a la mar,

    Qus el morirJorge Manrique

    Nous sommes tous de lopins et d'une contexture siinforme et diverse, que chaque piece, chaque momant, faictson jeu. Et se trouve autant de difference de nous a nousmesmes, que de nous autruy.

    (Estamos formados por jirones de mltiples colores,unidos entre s de manera tan libre, tan floja, que cada unoondea a cada instante a su voluntad. Y son tantas las diferen-cias que hay entre nosotros y nosotros mismos como las que

    hay entre nosotros y los otros.) MICHEL DE MONTAIGNE,Essais, Segundo libro, 1

    Cada um de ns vrios, muitos, uma prolixidadede si mesmos. Por isso aquele que despreza o ambiente no omesmo que dele se alegra ou padece. Na vasta colnia do nossoser h gente de muitas espcies, pensando e sentindo diferen-

    temente(Cada uno de nosotros es varios, es muchos, es una va-

    riedad de s mismos. Por eso aquel que desprecia las condicio-nes ambientales, el ambiente, no es el mismo que con ellas sealegra o por ellas padece. En la vasta colonia de nuestro serhay gente de muchas clases, que piensan y sienten de inconta-bles modos distintos.)

    FERNANDO PESSOA,Libro do desassossego.

    Nota del 30 de diciembre de 1932.

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    PRIMERA PARTELA PARTIDA

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    El da comenz como tantos otros, pero despus de ese da, ya nadavolvera a ser igual en la vida de Raimund Gregorius. Exactamente a las ochomenos cuarto, lleg desde la Bundesterrasse1al puente de Kirchenfeld, que lollevaba al Gymnasium2desde el centro de la ciudad, y comenz a cruzarlo. To-dos los das de clase haca lo mismo, siempre a las ocho menos cuarto. En cierta

    oportunidad el puente haba estado cerrado; ese da se haba equivocado en laclase de griego. Nunca haba sucedido algo semejante y nunca volvera a suce-der. En la escuela no se habl de otra cosa durante das. Pero cuanto ms sehablaba del error en cuestin, ms eran los que pensaban que nunca haba exis-tido: haban escuchado mal. Finalmente, hasta los mismos estudiantes que hab-an estado presentes en la clase de ese da terminaron por convencerse: erasimplemente impensable que Mundus as lo llamaban todos pudiera cometerun error en griego, latn o hebreo.

    Frente a l se levantaban las torres afiladas del Museo Histrico deBerna; arriba, la colina del Gurten; abajo las aguas verdosas del Aar; Gregoriuslo recorri todo con la mirada. Corran nubes bajas, impulsadas por rfagas deviento; se le dio vuelta el paraguas y la lluvia le golpe el rostro. En ese momen-to vio a la mujer parada en el medio del puente. Tena los codos apoyados sobrela baranda y lea, bajo la lluvia torrencial, sujetando la hoja con ambas manos,algo que pareca una carta. Al acercarse Gregorius, estruj el papel hastahacerla un bollo y lo arroj al agua. Gregorius haba acelerado el paso sin propo-nrselo y ahora estaba a poca distancia de la mujer. Vio la ira en su rostro pli-

    do, empapado. No era la clase de ira que desaparece despus de un estallido;era esa otra ira que agarrota el gesto y carcome por dentro, y deba estar que-mndole las entraas desde haca mucho tiempo. La mujer se apoy con los bra-zos estirados sobre la baranda, los talones ya fuera de los zapatos. Ahora salta.Un golpe de viento se apoder de su paraguas, que vol sobre la baranda, y learrebat de la mano el portafolios lleno de cuadernos escolares; Gregorius soltuna retahla de palabrotas que no pertenecan a su vocabulario habitual. El por-

    1Paseo de la ciudad de Berna. [N. de la T.]2Instituto de enseanza media, con nfasis en la formacin humanstica. [N. de la T.]

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    tafolios se abri y los cuadernos se dispersaron, deslizndose por el piso moja-do. La mujer se dio vuelta. Por unos instantes mir sin moverse cmo el agua ibaoscureciendo los cuadernos. Luego sac un marcador del bolsillo del abrigo, dio

    dos pasos, se inclin hacia Gregorius y le escribi unos nmeros en la frente.Disculpe le dijo en francs, casi sin aliento y con marcado acentoextranjero. Tengo que anotar este nmero telefnico y no tengo papel.

    Se mir las manos, como si se las viera por primera vez.Claro, tambin podra haberlo... Mirando alternativamente de la

    frente de Gregorius a su mano, se fue copiando los nmeros en el dorso. Noquera recordarlo, quera olvidarlo todo, pero luego vi caer la carta... y tena queconservarlo.

    Con los gruesos vidrios de los anteojos empaados por la lluvia, Grego-

    rius tante el piso, tratando con torpeza de encontrar los cuadernos empapa-dos. Le pareci sentir otra vez la fibra del marcador escribindole en la frente.Pero ahora era el dedo de la mujer, que intentaba borrarle los nmeros con unpauelo.

    Ya s que es un atrevimiento...Comenz a ayudarle. Mientras recogan los cuadernos, Gregorius le ro-

    z la mano y la rodilla; ambos se estiraron para alcanzar el ltimo de los cuader-nos y se chocaron las cabezas.

    Muchas gracias le dijo mientras se incorporaban. Le seal la cabe-za. Le duele mucho?Como ausente y sin levantar la vista, ella sacudi la cabeza. La lluvia le

    golpeaba el cabello y le corra por la cara.Puedo caminar unos pasos con usted?Eh... s, claro tartamude Gregorius.Caminaron en silencio hasta el extremo del puente y siguieron en direc-

    cin a la escuela. Por su sentido del tiempo, Gregorius saba que eran ms de las

    ocho y que la primera hora ya haba empezado. Hasta dnde eran "unos pasos"?La mujer se haba acomodado a su paso y caminaba junto a l; no pareca tenerotro destino. Se haba levantado tanto el ancho cuello del abrigo que Gregorius,de costado, no le vea ms que la frente.

    Tengo que entrar all, al Gymnasium dijo, y se qued parado. Soyprofesor.

    Puedo entrar con usted? pregunt ella en voz baja. Gregorius ti-tube y refreg los anteojos mojados contra una manga.

    Bueno, en todo caso, all se est a cubierto.

    Subieron los escalones, Gregorius abri la puerta y la dej pasar. Se

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    quedaron parados en el hall, siempre vaco y silencioso en horas de clase. Leschorreaban gruesas gotas de agua de los abrigos.

    Espere aqu dijo Gregorius y fue al bao a buscar una toalla. Se se-

    c los anteojos delante del espejo y se lav la cara. Todava se vean los nme-ros que tena escritos en la frente. Puso una punta de la toalla debajo del aguacaliente y ya empezaba a frotarse la frente cuando el movimiento qued trunco.se fue el instante decisivo, pens horas ms tarde rememorando lo sucedido.Comprendi sbitamente que en verdad no quera borrar ese rastro de su en-cuentro con la misteriosa mujer.

    Trat de imaginarse presentndose luego ante la clase con un nmerotelefnico escrito en la frente: nada menos que l, Mundus, la persona ms con-fiable y predecible del edificio y, presumiblemente, de toda la historia de la

    escuela. Con ms de treinta aos en la profesin, siempre en la misma escuela,con un historial impecable, pilar de la institucin; un poco aburrido tal vez, perorespetado y hasta un poco temido fuera del mbito estricto de la escuela por suincreble dominio de las lenguas antiguas. Los alumnos a veces le hacan bromascariosas: al comenzar cada ciclo lectivo, lo ponan a prueba llamndolo por tel-fono en medio de la noche para pedirle su interpretacin de un oscuro fragmen-to de un texto antiguo. El resultado era siempre el mismo: una explicacin tanrida como agotadora, que no dejaba de incluir un comentario crtico de otras

    posibles interpretaciones; sin titubeos ni interrupciones y con una tranquilidadque no revelaba la ms mnima irritacin ante la molestia sufrida. Su nombre depila era tan raro y anticuado, directamente arcaico, que deba abreviarse, peronopoda abreviarse de otra manera Mundus porque esta abreviatura, comoninguna otra palabra, pona de manifiesto la esencia de este hombre: lo que elfillogo llevaba consigo no era otra cosa que todo un mundo, mejor dicho, variosmundos; albergaba en su cabeza, junto a cada fragmento latino y griego, tam-bin el hebreo, lo que haba causado no poca sorpresa a algunos catedrticos

    especializados en el Antiguo Testamento. "He aqu a un autntico erudito", soladecir el Rector cuando lo presentaba a un nuevo grupo de estudiantes.Y este erudito, pens entonces Gregorius, este hombre reseco, hecho

    para algunos nada ms que de palabras muertas; apodado con malevolencia elpapiro por los colegas que envidiaban el aprecio de que gozaba; precisamenteeste erudito iba a ingresar en el saln de clase con un nmero telefnico escritoen la frente por una mujer desesperada, evidentemente desgarrada entre elamor y el odio; una mujer con una chaqueta roja de cuero y un acento suave,encantador, de tierras ms clidas, que sonaba como un demorado susurro que

    nos converta en cmplices por el mero hecho de escucharlo.

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    Gregorius le llev la toalla, la mujer sujet un peine con los dientes y sefrot el negro cabello largo que el cuello del tapado haba cubierto como unavaina. El conserje entr en el hall. Al ver a Gregorius, mir con sorpresa el reloj

    de la entrada y luego su reloj pulsera. Gregorius lo salud con un gesto, como decostumbre. Una estudiante pas de prisa, se dio vuelta dos veces y sigui supaso apurado.

    Doy clases all arriba dijo Gregorius y seal a travs de la ventanahacia otra ala del edificio. Sinti cmo le lata el corazn. Quiere acompa-arme?

    Se pregunt luego con incredulidad si en verdad haba pronunciado esaspalabras, pero no haba otra explicacin: de pronto estaban caminando uno juntoal otro hacia el saln de clase; oa el rechinar de las suelas de goma de sus zapa-

    tos en el linleo y el sonido metlico de las botas de la mujer.Cul es su idioma natal? le haba preguntado pocos minutos antes.Portugus haba respondido ella.La o, que pronunci casi como una u, la claridad de la , extraamente

    apretada y con un tono ascendente, la suavidad de la sh final parecieron con-formar una meloda que son mucho ms larga de lo que era en realidad. Grego-rius hubiera querido seguir escuchndola todo el da.

    Aguarde un momento dijo entonces. Sac su agenda de la chaqueta

    y arranc una hoja. Para el nmero.Ya con la mano sobre el picaporte, le pidi que volviera a decir la pala-bra. Ella la repiti y entonces la vio sonrer por primera vez.

    Su entrada en el saln de clase interrumpi la charla. El aula se llen deun silencio que era un solo asombro. Gregorius lo record luego con exactitud:haba disfrutado de ese silencio asombrado, de esa incredulidad sin palabrasque le hablaba desde cada rostro; ms an, haba disfrutado de la alegra depoder sentir con una intensidad de la que nunca se hubiera credo capaz.

    Qu est pasando? Se poda leer la pregunta en los ms de veinte pa-res de ojos que observaban a la extraa pareja parada en la puerta: Mundus conla pelada mojada y el abrigo ennegrecido por la lluvia junto a una mujer plida ymal peinada.

    All, tal vez? dijo Gregorius a la mujer y seal la silla vaca en unrincn. Luego camin hasta el frente, salud de la manera acostumbrada y sesent detrs del escritorio. Qu podra decir para explicar la situacin? Notema idea. Se limit a pedir que tradujeran el texto sobre el que estaban tra-bajando. Las traducciones sonaban titubeantes y percibi algunas miradas cu-

    riosas. Tambin hubo miradas desconcertadas: Mundus, que era capaz de de-

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    tectar un error hasta dormido, dej pasar faltas, frases inconclusas, erroresirremediables.

    No miraba a la mujer sentada al fondo, pero la vea todo el tiempo; vea

    los mechones de cabello empapados que se apartaba del rostro; las manos blan-cas que apretaba convulsivamente; la mirada ausente, lejana, que se perda msall de la ventana. La vio tomar el lpiz y escribir el nmero telefnico en elpapel. La mujer volvi a apoyarse en el respaldo de la silla y pareci ya no saberdnde estaba.

    La situacin se volva insostenible y Gregorius mir la hora con disimu-lo: faltaban todava diez minutos para el recreo. Entonces la mujer se levant ycamin lentamente hacia la salida. Se detuvo ante la puerta entreabierta, all sedio vuelta y se puso un dedo delante de los labios. l asinti con la cabeza; ella

    repiti el gesto con una sonrisa. La puerta se cerr con un leve chasquido.A partir de ese momento, Gregorius ya no oy nada de lo que decan los

    estudiantes. Le pareca estar completamente solo, rodeado de un silencio en-sordecedor. En cierto momento se par junto a la ventana y sigui la figura rojacon la mirada hasta que dio vuelta a la esquina y desapareci. Tuvo que hacer unenorme esfuerzo para no correr tras ella. Volvi a ver el dedo delante de loslabios; poda significar tantas cosas: No quiero causar molestias. Ser nuestrosecreto, pero tambin: Djeme partir, esto no puede continuar.

    Cuando son el timbre del recreo, se qued parado al lado de la venta-na. Los alumnos fueron dejando el saln en un silencio desacostumbrado. Salitambin, atraves la entrada principal del edificio y se sent en la bibliotecapblica del otro lado de la calle, donde nadie lo buscara.

    Comenz la segunda hora y lleg con la puntualidad habitual. Tras vaci-lar un minuto, haba copiado los nmeros en su agenda y se los haba borrado dela frente; se haba secado la escasa corona de cabello gris. El traje estaba casiseco; en algunas partes de la chaqueta y los pantalones, unas mnimas motas

    hmedas revelaban que haba sucedido algo inusual. Sac la pila de cuadernosempapados del portafolios.Un contratiempo dijo brevemente. Tropec y se cayeron todos.

    Creo que todava se pueden leer las correcciones; si no, habr que adivinar unpoco.

    ste era el profesor que conocan: casi se pudo escuchar el alivio querecorri el aula. Descubri una que otra mirada curiosa; en algunas voces habatodava un resto de timidez. Excepto por eso, todo era como antes. Escribi loserrores ms frecuentes en el pizarrn; luego los dej trabajar en silencio.

    Puede decirse que en el cuarto de hora siguiente tom una decisin?

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    Gregorius volvera a hacerse la misma pregunta, una y otra vez, sin hallar nuncauna respuesta cierta. Y si no fue una decisin, entonces, qu fue?

    Mir a los alumnos inclinados sobre sus cuadernos y fue como si los vie-

    ra por primera vez.Lucien van Graffenried, que en el torneo anual de ajedrez haba movidouna figura mientras Gregorius, que jugaba contra una docena de alumnos simul-tneamente, haca las jugadas en los dems tableros. Al volver a quedar enfren-tado al joven, Gregorius not al instante la maniobra. Lo mir en silencio y elrostro de Lucien se encendi de un rojo subido.

    Eso no era necesario dijo Gregorius y luego hizo lo necesario paraque esa partida terminara en tablas.

    Sarah Winter, que se haba presentado a las dos de la maana ante su

    puerta: estaba embarazada y no saba qu hacer. l haba preparado t y habaescuchado; nada ms.

    Estoy muy contenta de haber seguido su consejo le dijo una semanadespus. Soy demasiado joven para tener un hijo.

    Beatrice Lscher, con su letra pareja y cuidadosa, envejeciendo rpi-damente bajo la presin de un rendimiento siempre impecable. Ren Zingg, alborde de reprobar todo el tiempo.

    Y Natalie Rubin, por cierto, una joven que no prodigaba su simpata. Pa-

    reca una damisela de la corte de otro siglo, inabordable, rodeada de admirado-res y temida por su lengua afilada. La semana anterior se haba puesto de piedespus de la campana del recreo. Luego de estirarse como quien se sienteplenamente a gusto con su cuerpo, sac un caramelo del bolsillo de la falda.Camino a la puerta, lo desenvolvi y al pasar junto a Gregorius se lo llev a laboca. Lo roz con los labios, se par frente a Gregorius, le acerc el caramelocolor rojo vivo y le pregunt: "Quiere?" Disfrutando de la turbacin del profe-sor, se ri con su risa extraa y aguda y, antes de alejarse, se asegur de que

    sus manos se tocaran.Gregorius los recorri a todos con la mirada. Al principio le pareci queestaba haciendo una especie de inventario de lo que senta por ellos. Cuandolleg al centro de las hileras de bancos, se dio cuenta de que no dejaba de pen-sar: Cunta vida, cunto futuro tienen an por delante! Cuntas cosas puedenpasarles todava; cuntas experiencias!

    Portugus. Oy la meloda y vio el rostro de la mujer, tal como lo habavisto aparecer detrs de la toalla, con los ojos cerrados, blanco como el alabas-tro. Dej que su mirada recorriera las cabezas de sus alumnos por ltima vez.

    Luego se levant lentamente, camin hacia la puerta, tom el abrigo hmedo del

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    perchero y desapareci sin volver la cabeza. El portafolios con los libros que lohaban acompaado toda la vida qued sobre el escritorio. Se detuvo un instanteen las escaleras y pens en los libros. Cada dos o tres aos los llevaba a encua-

    dernar otra vez, siempre en el mismo negocio donde se rean de las pginasajadas, quebradizas, que ya parecan papel secante. Mientras el portafoliosquedara sobre el escritorio, los estudiantes supondran que iba a volver. Pero nolos haba dejado sobre el escritorio para que pensaran que volvera; ni era poreso tampoco que ahora se resista a la tentacin de volver a buscarlos. Si semarchaba ahora, tendra que separarse tambin de esos libros. Eso lo compren-da con toda claridad, aun cuando en ese instante, camino a la salida, no tenaidea de lo que implicaba irse.

    En el hall de entrada vio el charco que se haba formado cuando la mu-

    jer, con su abrigo chorreante, haba estado esperando que l volviera del bao.Eran las huellas de una visitante de otro mundo, un mundo lejano; Gregorius lasmir con el recogimiento que sola sentir ante un descubrimiento arqueolgico.Cuando oy los pasos del conserje, logr alejarse de all y abandon rpidamenteel edificio.

    Camin sin darse vuelta hasta un portal desde donde poda volverse amirar sin ser visto. El sentimiento de cunto amaba ese edificio y todo lo querepresentaba, de cunto lo extraara, lo golpe con una fuerza inesperada.

    Sac la cuenta: haba entrado all por primera vez cuarenta y dos aos atrs, unestudiante de quince aos, entre expectante y asustado. Haba salido cuatroaos despus con su certificado en la mano, para volver otros cuatro aos mstarde a reemplazar al profesor de griego que le haba abierto en su momentolas puertas de la Antigedad. Pas de suplente a suplente permanente mientrascontinuaba estudiando. Ya tena treinta y tres aos cuando finalmente se pre-sent para rendir el doctorado.

    Florence, su mujer, haba insistido tanto; prcticamente lo haba obli-

    gado. Nunca haba pensado en hacer un doctorado; cuando se lo preguntaban, lodescartaba con una sonrisa. No se trataba de eso. Se trataba simplemente deconocer los antiguos textos hasta el ms mnimo detalle, cada una de sus parti-cularidades de gramtica y estilo, la historia de cada expresin. En otras pala-bras: ser bueno. No era modestia; era cualquier cosa menos modesto en susaspiraciones. Tampoco era extravagancia ni una forma distorsionada de vanidad.Era haba reflexionado a veces una rabia silenciosa contra un mundo depresuntuosos, una obstinacin irreductible con la que haba querido vengarse delmundo de los fatuos en el que su padre, que slo haba llegado a ser curador de

    un museo, haba sufrido toda una vida. Los otros, que saban mucho menos que l

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    ridculamente menos que l, a decir verdad podan obtener su doctorado yun cargo permanente; era como si pertenecieran a otro mundo, un mundo inso-portablemente superficial cuyos parmetros no le merecan ms que desprecio.

    A nadie se le hubiera ocurrido separarlo del cargo y reemplazarlo por alguienque tuviese un doctorado. El rector, fillogo tambin, saba que Gregorius eraexcelente mucho mejor que l mismo y saba que se hubiera producido unarebelin entre los alumnos. El examen, cuando finalmente se present, le resultridculamente fcil y lo entreg en la mitad del tiempo. Siempre haba tenidoalgo de resentimiento contra Florence por obligarlo a deponer su obstinacin.

    Gregorius dio media vuelta y comenz a caminar hacia el puente de Kir-chenfeld. Tuvo al verlo la extraa sensacin, inquietante y liberadora, de que alos cincuenta y siete aos estaba a punto de asumir por primera vez el control

    de su vida.

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    Se par en el mismo lugar donde la mujer haba estado leyendo la cartabajo la lluvia torrencial y mir hacia abajo. Lo sorprendi la altura. Habraquerido saltar? O haba sido una presuncin suya, apresurada, temerosa, por-que el hermano de Florence se haba tirado de un puente? De la mujer no saba

    nada, excepto que hablaba portugus. Ni siquiera saba su nombre. Era tontotratar de ver el bollo de la carta desde esa altura. Sin embargo, sigui mirandohacia abajo, hasta que los ojos le empezaron a lagrimear por el esfuerzo. Vio unpunto oscuro. Su paraguas? Se apret la chaqueta y se asegur de que todavallevaba consigo la agenda en la que haba anotado el nmero telefnico que laportuguesa sin nombre le haba escrito en la frente. Camin hasta el extremodel puente, sin saber exactamente hacia dnde dirigir sus pasos a partir de all.Estaba huyendo de toda su vida pasada. Despus de tomar una decisin as,

    poda irse a casa, sin ms?Su mirada cay sobre el hotel Bellevue, el ms antiguo y prestigioso dela ciudad. Haba pasado por la puerta miles de veces pero nunca haba entrado;cada vez que pasaba, notaba su presencia; saba que estaba all y pens aho-ra en cierto modo era importante que all estuviera. Le hubiera molestadoenterarse de que haban demolido el edificio o de que ya no era un hotel, esehotel en particular. Pero nunca se le hubiera ocurrido que l, Mundus, pertene-ciera a un lugar as. Sin estar muy seguro de lo que haca, camin hacia la entra-

    da. Un Bentley se detuvo, el chofer baj y entr en el hotel. Gregorius lo sigui,con la sensacin de estar haciendo algo totalmente revolucionario, casi prohibi-

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    do.No haba nadie en la recepcin, con su cpula de vidrio tonalizado; la al-

    fombra ahogaba todo sonido. Gregorius se alegr de que ya no lloviera, de que

    su abrigo ya no goteara. Sigui avanzando con sus zapatones pesados y defor-mes y entr en el comedor. De las mesas preparadas para el desayuno, slo dosestaban ocupadas. Las notas suaves de un divertimento de Mozart creaban lasensacin de que no caba all nada ruidoso, feo ni urgente. Gregorius se quit elabrigo y se sent en una mesa junto a la ventana. Un camarero de chaquetabeige claro le pregunt si se hospedaba en el hotel. "No", respondi. Sinti lamirada del empleado recorrindolo de arriba abajo: el pulver rstico de cuelloalto, la chaqueta gastada con parches de cuero en los codos, los pantalones depana embolsados en las rodillas, la gran pelada con su corona raleada de cabello

    gris, la barba gris con manchones blancos que siempre le daba un aspecto algodescuidado. Cuando vio alejarse al camarero con el pedido, verific nerviosa-mente que le alcanzaba el dinero. Entonces apoy los codos sobre el mantel ymir hacia el puente.

    No tena sentido esperar que la mujer volviera a aparecer. Haba cru-zado el puente y luego se haba perdido en una de las callejuelas de la ciudadvieja. La vio sentada al fondo del aula, mirando por la ventana con expresinausente. Vio cmo estrujaba las plidas manos. Y volvi a ver su rostro alabas-

    trino, apareciendo detrs de la toalla, agotado y dolido. Portugus. Con gestotitubeante sac la agenda y mir el nmero telefnico. El camarero le trajo eldesayuno en jarras de plata. Gregorius dej enfriar el caf. Se par de golpe yfue hacia el telfono. A mitad de camino se detuvo y volvi a la mesa. Sin habertocado el desayuno, lo pag y sali del hotel.

    Haca muchos aos que no entraba en la librera espaola que estabadel otro lado, en el Hirschengraben.3En otros tiempos sola ir a buscar algnlibro que Florence necesitaba para su tesis sobre San Juan de la Cruz. A veces

    los hojeaba en el mnibus, pero ya en casa, no volva a tocarlos. El espaol eraterritorio de Florence. Se pareca al latn y aun as era totalmente diferente; lemolestaba. Lo irritaba que hoy se usaran esas palabras, en las que el latn palpi-taba con fuerza en la calle, en el supermercado, en un caf para pedir unaCocaCola, para mentir, para insultar. La sola idea le resultaba odiosa; si lepasaba sin querer por la cabeza, la descartaba rpida y enrgicamente. S, dehecho, los romanos tambin haban mentido e insultado, pero eso era diferente.Amaba las oraciones latinas porque llevaban en s la calma de todo lo pasado.

    3Paseo de la ciudad de Berna. [N. de la T.]

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    Porque no obligaban a nadie a responder. Porque eran la lengua, ms all de lacharla. Y porque eran bellas, por irreversibles. Lenguas muertas. Quienes as lasllamaban no tenan la menor idea, verdaderamente ni la menor idea; Gregorius

    los despreciaba con dureza, sin concesiones. Cuando Florence hablaba por tel-fono en espaol, Gregorius cerraba la puerta. Le haca dao escuchar y no podaexplicar por qu.

    La librera tena el maravilloso olor del cuero viejo y el polvo. El dueo,un hombre mayor con un conocimiento legendario de las lenguas romances, esta-ba ocupado en la habitacin del fondo. El saln del frente estaba vaco exceptopor una mujer joven, con aspecto de estudiante. Estaba sentada en un rincn,leyendo un libro delgado de cubierta descolorida. Gregorius hubiera preferidoestar solo. Le hubiera resultado ms fcil soportar sin testigos la idea de que

    no tena otra razn para estar all ms que la meloda de una palabra en portu-gus que no se poda sacar de la cabeza y, quizs, porque no haba podido deci-dir adnde ir. Recorri las estanteras sin ver nada en particular. De vez encuando se acomodaba los anteojos para mirar el ttulo de un libro en un estantesuperior, pero apenas ledo lo olvidaba. Como tantas otras veces, estaba solocon sus pensamientos y su mente estaba sellada a todo lo exterior.

    La puerta se abri y Gregorius se volvi rpidamente. Era el cartero: sudesilusin le dio la pauta de que, a pesar de sus propsitos y contra toda racio-

    nalidad, segua esperando a la portuguesa. En ese momento la estudiante cerrel libro y se levant. Pero en vez de ponerlo sobre la mesa junto a los otros, sequed parada, volvi a deslizar la mirada por las tapas grises, lo acarici y alcabo de unos segundos lo dej sobre la mesa, con tanta dulzura, tanta delicade-za, como si el menor golpe pudiera hacerla polvo. Sigui parada all junto a lamesa unos minutos ms, como si hubiera cambiado de idea y fuera a comprar ellibro. Luego sali con las manos hundidas en los bolsillos de la chaqueta y lacabeza gacha. Gregorius tom el libro y ley el ttulo: AMADEU INCIO DE

    ALMEIDA PRADO, UM OURIVES DAS PALABRAS, LISBOA, 1975.El librero se haba acercado; mir el libro y ley el ttulo en voz alta.Gregorius no oy ms que un ro de sonidos sibilantes; las vocales casi inaudiblesparecan nada ms que un pretexto para poder repetir, cada vez, el susurro dela sh en los finales.

    Habla portugus?Gregorius neg con la cabeza.Quiere decir Orfebre de las palabras. No es un bello ttulo?Modesto y elegante. Como la plata opaca. Podra volver a decirlo en

    portugus?

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    El librero lo repiti. Se escuchaba, adems de las palabras mismas, elplacer que le produca su sonido aterciopelado. Gregorius abri el libro y pasvarias pginas, hasta que lleg al comienzo del texto propiamente dicho. Le

    alcanz el libro al librero, que mir a Gregorius con asombro y una cierta com-placencia; luego empez a leer en voz alta. Gregorius escuch con los ojos ce-rrados. Despus de algunas oraciones, el librero se detuvo.

    Traduzco?Gregorius asinti. Las oraciones, que le produjeron un efecto ensorde-

    cedor, sonaban como si hubieran sido escritas nada ms que para l; para l enesta maana en que todo haba cambiado.

    De todas nuestras innumerables experiencias, slo hay una como mxi-

    mo que expresamos en palabras y aun sta, de manera totalmente casual y sinbrindarle todo el cuidado que merece. Bajo todas esas experiencias mudas es-tn escondidas esas que, imperceptiblemente, han dado forma, color y meloda anuestras vidas. Si, como arquelogos del alma, investigamos estos tesoros, des-cubrimos cun desconcertantes son. El objeto de nuestra observacin est enperpetuo movimiento, las palabras resbalan sobre lo vivido; finalmente el papelse cubre de flagrantes contradicciones. Durante mucho tiempo cre que se tra-taba de una carencia, algo que deba superar. Hoy pienso que se trata de algo

    diferente: el reconocimiento de ese desconcierto es el camino ideal hacia lacomprensin de estas experiencias tan conocidas pero aun as tan misteriosas.Esto suena inusual, hasta literalmente inusual, lo s. Pero desde que comenc aplantearlo de esta manera, tengo la sensacin de estar verdaderamente des-pierto y vivo.

    sa es la introduccin dijo el librero y comenz a pasar algunas p-ginas. Y ahora, aparentemente, comienza a excavar, prrafo tras prrafo, en

    busca de todas las experiencias ocultas. A ser su propio arquelogo. Hay prra-fos de varias hojas, otros cortsimos. Aqu, por ejemplo, hay uno que tiene unasola oracin.

    Lo tradujo.

    Si en verdad slo podemos experimentar una mnima parte de lo quehay dentro de nosotros, qu pasa con el resto?

    Me lo llevo dijo Gregorius.

    El librero lo cerr. Luego pas la mano por la tapa, acaricindolo como

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    la estudiante.Lo encontr el ao pasado en Lisboa, entre las ofertas de una librera

    de segunda mano. Ahora me acuerdo: lo compr porque me gust la introduccin.

    No s cmo lo haba perdido de vista.Mir a Gregorius, que buscaba parsimoniosamente su billetera.Se lo regalo.No es... comenz a decir Gregorius, y carraspe.No me cost prcticamente nada dijo el librero, entregndole el li-

    bro. Ahora me acuerdo de usted: San Juan de la Cruz, verdad?sa era mi mujer respondi Gregorius.Entonces usted es el fillogo de Kirchenfeld; ella me habl de usted.

    Tambin lo mencionaron otras personas. Hablaban de usted como si fuera un

    diccionario andante. Un diccionario sumamente apreciado dijo riendo.Gregorius guard el libro en el bolsillo del abrigo y le dio la mano.Muchas gracias.El librero lo acompa hasta la puerta.Espero no haberlo ...Para nada dijo Gregorius y le palme el brazo.Parado en la Bubenbergplatz,4 dej correr la mirada en derredor.

    Haba pasado toda su vida all, conoca bien el lugar, estaba en su casa. Para los

    cortos de vista como l, esto era fundamental: la ciudad donde vivan era comoun cascarn, un reducto hogareo, un lugar seguro. Todo lo dems era peligroso.Slo poda comprenderlo quien tuviera que usar anteojos con cristales tan grue-sos como los suyos. Florence no lo haba comprendido. Tampoco haba compren-dido, tal vez por la misma razn, que no le gustara volar. Subir a un avin y lle-gar pocas horas despus a otro mundo sin haber tenido tiempo de incorporarimgenes individuales del trecho recorrido no le gustaba: le molestaba. "Estmal", le haba dicho a Florence. "Qu quieres decir con mal?", haba preguntado

    ella, irritada. No haba podido explicarlo; desde entonces ella haba voladosiempre sola o con otros, casi siempre a Amrica del Sur.Gregorius pas delante del cine. En la funcin de la noche daban una

    pelcula en blanco y negro basada en una novela de Georges Simenon: El hombreque miraba pasar los trenes. El ttulo le gust y se qued largo tiempo mirandolas fotos de la cartelera. A principios de los setenta, cuando todos se compra-ban televisores a color, haba tratado intilmente de conseguir uno en blanco ynegro. Finalmente se llev a casa uno que haba encontrado entre otros objetos

    4Paseo de la ciudad de Berna. [N. de la T.]

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    descartados. Aun despus de casado, haba insistido en tenerlo en su estudio;cuando estaba solo ignoraba el televisor a color del living y encenda el viejo,con su imagen titilante que giraba. "Mundus, eres imposible", le haba dicho

    Florence un da en que lo haba encontrado sentado frente al aparato deforme,feo. Haba comenzado a llamarlo como los dems y a tratarlo en su propia casacomo al querible excntrico de Berna: se haba sido el principio del fin. Con laseparacin, el aparato a color haba desaparecido del departamento y Gregoriushaba respirado aliviado. Aos ms tarde, cuando el tubo se rompi irreparable-mente, tuvo que resignarse a comprar un televisor a color.

    Las fotos de la cartelera eran grandes y bien definidas. Una mostrabael rostro plido, alabastrino, de Jeanne Moreau, apartndose mechones mojadosde la frente. Gregorius se alej y entr en el caf ms cercano para poder mi-

    rar ms cuidadosamente el libro en el que el noble portugus haba tratado deexpresar en palabras sus mudas experiencias.

    Fue pasando hoja por hoja con la reverencia de quien ama los libros an-tiguos hasta que descubri el retrato del autor, una fotografa que ya en tiem-pos de la impresin del libro estaba descolorida: lo que haba sido negro habatomado una tonalidad marrn oscuro; el rostro claro delante de un fondo oscu-ro, granulado y sombro. Gregorius se limpi los anteojos, se los volvi a poner,mir el retrato unos instantes y el rostro del autor lo cautiv.

    El hombre debe haber tenido alrededor de treinta aos e irradiaba unainteligencia, seguridad y osada cegadoras. El rostro era claro, la frente alta ycoronada de abundante cabello oscuro que pareca despedir un brillo mate; lollevaba peinado hacia atrs como un casco del que salan unos mechones ondea-dos que le caan sobre las orejas. La nariz romana, afilada, daba claridad alrostro; estaba reforzada por unas cejas poderosas que, como vigas pintadas conun pincel grueso, se cortaban abruptamente hacia los costados y producan unaconcentracin en el centro, all donde se albergaban los pensamientos. Los la-

    bios plenos y redondeados, naturales en el rostro de una mujer, estaban enmar-cados por un bigote escaso. La barba recortada le cubra el mentn proyectandosombras negras sobre el cuello esbelto; Gregorius tuvo la impresin de unacierta aspereza, un dejo de dureza. El rasgo decisivo fueron los ojos oscuros.Tenan un fondo de sombras, pero no eran sombras de cansancio, agotamiento oenfermedad, sino sombras de gravedad y melancola. En su mirada oscura semezclaba la mansedumbre con la intrepidez y la intransigencia. El hombre era unsoador y un poeta, pens Gregorius, pero tambin alguien que podra manejarun arma o un escalpelo con decisin, alguien en cuyo camino era mejor no inter-

    ponerse cuando sus ojos se encendan: unos ojos que podran mantener a distan-

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    cia un poderoso ejrcito de gigantes, pero que tambin eran capaces de unamirada vil. De su vestimenta slo poda verse el cuello blanco de la camisa y elnudo de la corbata; sobre stos, una chaqueta que Gregorius se imagin era una

    levita. Era casi la una cuando Gregorius emergi del ensimismamiento en que lohaba sumido el retrato. El caf que haba pedido ya estaba fro, como antes. Lehubiera gustado poder or la voz del portugus, ver cmo se mova. 1975: si paraentonces tena unos treinta aos, tendra ahora algo ms de sesenta. Portugus.Gregorius evoc la voz de la portuguesa sin nombre y la transpuso con el pensa-miento a un timbre ms grave, sin dejar que se convirtiera en la voz del librero.Tena que ser una voz de claridad melanclica, acorde con la mirada de Amadeude Prado. Trat de hacer sonar las frases del libro con esa voz. No result: no

    saba cmo se pronunciaba cada palabra por separado.Lucien von Graffenried pas caminando delante del caf. Gregorius

    comprob sorprendido, aliviado, que no haba intentado ocultarse del joven.Mir cmo se alejaba y pens en los libros que haban quedado sobre el escrito-rio. Tena que esperar a que comenzara la clase de las dos de la tarde. Entoncespodra ir a la librera a comprar un curso de portugus.

    3

    Puso el primer disco del curso. No haba escuchado ms que la primeraoracin en portugus cuando son el telfono. La escuela. La campanilla no deja-ba de sonar. Se par al lado del aparato y ensay las frases que podra decir.Desde hoy al medioda tengo la sensacin de que quisiera hacer algo diferentecon mi vida. De que ya no quiero ser Mundus. No s exactamente qu es lo quequiero ser; no tengo idea. Sea lo que fuere, no admite dilacin alguna. En ver-dad, se me est acabando el tiempo; puede ser que ya no me quede mucho. Gre-

    gorius dijo las frases en voz alta. Saba que eran ciertas, pocas veces en su vidahaba dicho frases importantes que fueran tan ciertas. Pero sonaban vacas ypatticas, as, en voz alta. Era imposible decirlas por telfono.

    Haba dejado de sonar. Pero volvera a comenzar, una y otra vez. Esta-ban preocupados por l; no se quedaran tranquilos hasta saber que no le habapasado nada malo. Tarde o temprano iba a sonar el timbre de la puerta. Erafebrero y anocheca cada vez ms temprano. No podra encender ninguna luz.Estaba huyendo, en medio de esa ciudad que era el centro de su vida, y deba

    esconderse en la casa donde viva desde haca quince aos. Era estrafalario,ridculo, y sonaba a comedia barata. Sin embargo era serio, ms serio que la

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    mayora de las cosas que haba vivido y hecho hasta ahora. Pero era imposibleexplicrselo a quienes lo buscaban. Gregorius se imagin abriendo la puerta einvitndolos a pasar. Totalmente imposible.

    Escuch tres veces seguidas el primer disco del curso; lentamente sefue formando una idea de la diferencia entre lo hablado y lo escrito; de todo loque el portugus hablado no pronunciaba. Puso en juego su excelente memoria;recordaba las palabras sin esfuerzo.

    El telfono volva a sonar, con intervalos que cada vez le parecan mscortos. Haba heredado de la anterior inquilina un telfono antediluviano conec-tado directamente a la pared, sin una ficha que le permitiera desenchufarlo.Gregorius haba insistido en que todo quedara como estaba. Tap el telfonocon una frazada para ahogar el sonido de la campanilla.

    Las voces del curso le indicaban que repitiese palabras y oracionesbreves. Los labios y la lengua reaccionaban con torpeza y pesadez al esfuerzo.Los idiomas antiguos parecan hechos para su boca bernesa: en ese universo sintiempo a nadie se le ocurra apurarse. En cambio, los portugueses parecan estarsiempre apurados como los franceses, ante quienes siempre se senta inferiorde antemano. Florence haba amado esa elegancia vertiginosa. Al escuchar lafacilidad con que lo haca, Gregorius se quedaba mudo.

    Pero ahora todo haba cambiado sbitamente: Gregorius quera imitar a

    los instructores; la velocidad impetuosa del hombre, la claridad danzarina de lamujer, que le recordaba el sonido de una flautapiccolo; volva a poner una y otravez las mismas frases, hasta achicar cada vez ms la diferencia entre su lentapronunciacin y el luminoso modelo. A poco comprendi que estaba en presenciade una experiencia liberadora; se estaba liberando de una limitacin autoim-puesta, de la misma lentitud y pesadez que le hablaba desde el sonido de sunombre, desde los lentos, mesurados pasos de su padre cuando caminaba de unasala del museo a la siguiente; de una imagen de s mismo en la que, aun si no

    estaba leyendo, se inclinaba miope sobre libros polvorientos; una imagen que nohaba diseado adrede, haba crecido lenta e imperceptiblemente; la imagen deMundus, en la que no slo podan reconocerse sus propios trazos sino tambinlos de muchos otros a quienes les haba resultado agradable y cmodo aferrarsea esta figura silenciosa, de museo, y encontrar un ella un lugar de reposo. Gre-gorius tuvo la sensacin de estar saliendo de esa imagen como de un leo cu-bierto de polvo en la pared de un ala olvidada del museo. Camin en la penumbracrepuscular del departamento oscuro, pidi un caf en portugus, averigu dn-de quedaba una calle de Lisboa, se interes por el nombre y la profesin de un

    interlocutor imaginario, respondi preguntas sobre su propia profesin y mantu-

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    vo una breve conversacin sobre el tiempo.Comenz de pronto a hablar con la mujer portuguesa que haba encon-

    trado esa maana. Le pregunt el porqu de su enojo con el autor de la carta.

    Voc quis saltar? Usted quera saltar? Tom con ansiedad el diccionario y lagramtica y busc expresiones y tiempos verbales que le faltaban. Portugus.Qu diferente sonaba la palabra ahora! Si antes haba tenido el encanto de unajoya proveniente de una tierra lejana e inaccesible, le pareca ahora una demiles de piedras preciosas de un palacio cuya puerta acababa de abrir.

    Llamaron a la puerta. Gregorius fue en puntas de pie hasta el tocadis-cos y lo apag. Eran voces jvenes, voces de estudiantes que deliberaban afue-ra. El timbre son dos veces ms en el silencio del crepsculo que rodeaba lainquieta espera de Gregorius. Luego las voces se alejaron por la escalera.

    La cocina era la nica habitacin que daba a la parte trasera y tena unapersiana. Gregorius la baj y encendi la luz. Con el libro del noble portugus ylos del curso de idioma, se sent a la mesa de la cocina y comenz a traducir eltexto que segua la introduccin. Era como el latn y, al mismo tiempo, totalmen-te diferente del latn; esta vez, sin embargo, no le molest en lo ms mnimo.Era un texto difcil y le llev mucho tiempo. Con el mtodo y la resistencia de unmaratonista, Gregorius buscaba las palabras y recorra las tablas de tiemposverbales, hasta que lograba descifrar las formas que no le resultaban claras.

    Tras unas pocas oraciones, lo acometi una ansiedad febril, busc unas hojas depapel para escribir la traduccin. Eran casi las nueve cuando se dio por satisfe-cho:

    PROFUNDEZAS INCIERTOS. INCIERTAS PROFUNDIDADES. Seesconde un secreto bajo la superficie del accionar humano? O los hombres sonexactamente as como los muestran sus actos, que estn a la vista de todos?

    Es curioso en grado extremo, pero la respuesta cambia dentro de m

    con la luz que cae sobre la ciudad y el Tajo. Si es la luz hechicera de un deslum-brante da de agosto, que resalta las sombras ntidas, de contornos precisos,entonces la idea de que pueda existir una profundidad humana oculta me resultainusual, como si fuera un espejismo extrao, hasta un poco conmovedor, seme-jante a la ilusin ptica que se produce cuando miro por mucho tiempo las ondasque despide el brillo de esa luz. Si, por el contrario, en un da nublado de enero,se alza sobre la ciudad y el ro una cpula de luz de un gris montono que noarroja sombra alguna, no tengo certeza mayor que sta: todo accionar humanono es ms que la expresin absolutamente incompleta, ridculamente intil, de

    una vida interior oculta de profundidad insospechada, que intenta llegar a la

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    superficie sin poder lograrlo.Mi criterio es extraa y perturbadoramente incierto; a esto se agrega

    una experiencia que no ha cesado de inundar mi vida de una inseguridad des-

    tructiva desde que cobr conciencia de ella: vacilo del mismo modo en este te-ma, cuya importancia ningn otro puede superar, cuando se trata de m mismo.Cuando estoy sentado en mi caf preferido, baado por el sol y escuchando larisa cristalina de las senhorasque pasan, siento que todo mi mundo interior estpleno y me es conocido hasta el rincn ms ntimo, porque est constituido porestas sensaciones placenteras. Si en ese momento una capa de nubes cubre elsol y despoja a ese instante de su hechizo, de su ilusin, percibo entonces contotal seguridad que hay en m profundidades y abismos de los cuales podranbrotar cosas insospechadas an, capaces de arrastrarme consigo. Entonces me

    apresuro a pagar mi cuenta y busco de prisa alguna distraccin, con la esperanzade que el sol vuelva a aparecer y le haga justicia a esa superficialidad tranquili-zadora.

    Gregorius abri el libro de Amadeu de Prado en el retrato y lo apoycontra la lmpara de la mesa. Fue leyendo el texto traducido, una oracin trasotra, bajo la mirada intrpida y melanclica del portugus. Slo una vez habahecho algo similar: cuando era estudiante y lea los Soliloquios de Marco Aure-

    lio. Haba un busto de yeso del emperador sobre la mesa y mientras trabajabale haba parecido que lo haca bajo la proteccin de su muda presencia. Entreaquel momento y ste, sin embargo, haba una diferencia que Gregorius percibacon una claridad cada vez mayor a medida que avanzaba la noche, aunque nohubiera podido expresada en palabras. Cuando ya eran cerca de las dos tena, dehecho, una sola certeza: el portugus, con su aguda percepcin, le brindaba ungrado de lucidez y precisin a sus sentidos que nunca hubiera podido lograr elemperador, cuyas reflexiones haba absorbido como si le hubieran estado diri-

    gidas directamente a l. Para entonces, Gregorius ya haba traducido otrofragmento:

    PALAVRAS NUM SILNCIAS DE OURO. PALABRAS EN UN SILEN-CIO DE ORO. Cuando leo el diario, escucho la radio o presto atencin a lo quedice la gente en un caf, siento, cada vez ms a menudo, un hartazgo, hasta unarepugnancia hacia las palabras, siempre las mismas, que se escriben y se dicen,hacia los mismos giros, las mismas frmulas y metforas. Es peor an cuando meescucho a m mismo y no puedo menos que comprobar que tambin yo digo siem-

    pre las mismas cosas. Estas palabras estn gastadas, agotadas, desvalorizadas

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    por el uso excesivo. Es que todava conservan algn significado? S, de hecho,el intercambio de palabras es efectivo: la gente acta de acuerdo con ellas, rey llora, algunos van en un sentido, otros en otro (se dirigen hacia la derecha o la

    izquierda), el camarero trae el caf o el t que se le ha pedido. No es esto loque estoy preguntando. La pregunta es: son todava una expresin de los pen-samientos? O son tan slo efectivas estructuras de sonidos, que impulsan a laspersonas en uno u otro sentido porque iluminan sin cesar las profundas huellasde la charla?

    Entonces voy a la playa; el viento azota mi cabeza y deseo intensamen-te que sea un viento helado, mucho ms fro que el que suele soplar en estatierra: ojal se llevara consigo todas las palabras desgastadas, las maneras dehablar ya sin sentido, ojal yo pudiera volver con un espritu limpio, purificado

    de todas las impurezas de esa charla siempre igual. Y, sin embargo, tan prontocomo tengo que decir algo, todo vuelve a ser como antes. Esa purificacin queanhelo no puede darse por s sola. Debo hacer algo y debo hacerlo con palabras.Pero qu? No se trata de salir de mi lengua e ingresar en otra. No, no se tratade un cambio de bando en el idioma. Tambin me digo lo siguiente: el hombre nopuede inventar nuevamente el idioma. Es esto, empero, lo que en verdad deseo?

    Quizs la cosa es as: quisiera dar una nueva composicin a las palabrasdel portugus. Las oraciones que surgiran a partir de esta nueva composicin no

    seran raras ni excntricas, exaltadas, afectadas ni artificiales. Deberan serfrases arquetpicas del portugus, constituir su centro, de manera tal que pare-cieran brotar, sin desvos ni impurezas, de la esencia transparente, diamantinade este idioma. Las palabras deberan ser inmaculadas como el mrmol pulido,limpias como las notas de una partitura de Bach, tal que todo lo que no es partede su esencia desaparezca en un silencio total. A veces, cuando descubro quetodava albergo un resto de reconciliacin con esa cinaga del idioma, pienso quepodra ser el silencio bienhechor de un placentero cuarto de estar o tambin el

    silencio sin tensiones entre amantes. Pero cuando se apodera de m la ira contraesa pegajosa costumbre de las palabras, s que slo podr encontrar mis pro-pios rumbos, libres de sonido alguno, en el silencio claro y fresco del oscuroespacio infinito, yo, el nico que habla portugus. El camarero, la peluquera, elguarda de mnibus, todos ellos se sorprenderan al escuchar esas palabras denueva composicin, pero su sorpresa se debera a la belleza de las oraciones,una belleza que no sera otra cosa ms que el brillo de su claridad. Seran asme las imagino oraciones apremiantes, hasta podra decirse implacables. Esta-ran all, incorruptibles e irrevocables; se pareceran as a las palabras de un

    dios. Al mismo tiempo no habra en ellas exageracin ni grandilocuencia; seran

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    precisas, tan escuetas que sera imposible eliminar tan siquiera una palabra ouna coma. Seran comparables a una poesa, cinceladas por un orfebre de laspalabras.

    El hambre le haca doler el estmago y Gregorius se oblig a comer al-go. Luego se sent en la sala oscura, con una taza de t. Qu hacer ahora?Haban vuelto a llamar a la puerta dos veces y haba escuchado el zumbido aho-gado del telfono por ltima vez poco antes de medianoche. Maana denunciar-an su desaparicin y en algn momento se presentara la polica a su puerta.Todava era posible desandar lo andado. A las ocho menos cuarto cruzara elpuente de Kirchenfeld, entrara al Gymnasium y explicara su misteriosa ausen-cia con alguna excusa que lo hara parecer estrafalario. Pero en verdad todo era

    estrafalario y eso le cuadraba. Nunca se enteraran de la enorme distancia quehaba recorrido interiormente en menos de veinticuatro horas.

    Pues era precisamente as: la haba recorrido. Y no quera permitir queotros lo obligaran a desandar ese viaje silencioso. Busc un mapa de Europa ypens cmo llegar a Lisboa en tren. El servicio de informacin sobre los trenesse enter por telfono comenzaba a funcionar a las seis. Se puso a hacer lavalija.

    Poco antes de las cuatro estaba sentado en su silln, listo para el viaje.

    Empez a nevar. Sbitamente sinti que el coraje lo abandonaba. Era una ideadescabellada. Una mujer portuguesa sin nombre, presa de la confusin de sussentimientos. Unos apuntes amarillentos escritos por un noble portugus. Uncurso de idioma para principiantes. La reflexin sobre el paso del tiempo. Todoesto no justificaba una huida a Lisboa en pleno invierno.

    Cerca de las cinco Gregorius llam a Konstantin Doxiades, su oculista.Muchas veces, en medio de la noche, haban hablado por telfono para compar-tir el sufrimiento del insomnio. Hay una solidaridad sin palabras que une a los

    insomnes. A veces jugaba una partida de ajedrez a ciegas con el griego y luegolograba dormir un poco antes de que fuera hora de ir a la escuela.No tiene ningn sentido, no? dijo Gregorius al trmino de un relato

    lleno de vacilaciones. El griego call. Gregorius saba lo que iba a suceder. Ahorael griego cerrara los ojos y se tomara el puente de la nariz con el pulgar y elndice.

    S que tiene sentido dijo entonces el griego. Por cierto que lo tie-ne.

    Podr ayudarme, si una vez de viaje no s qu hacer?

    No tiene ms que llamarme. A cualquier hora. No se olvide los ante-

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    ojos de repuesto.Gregorius volvi a escuchar esa lacnica seguridad en la voz del griego.

    La seguridad del mdico, pero tambin una seguridad que iba mucho ms all de

    todo lo profesional; la seguridad de un hombre que reflexionaba el tiempo nece-sario para poder luego expresar opiniones slidas. Haca veinte aos que Grego-rius se atenda con este oculista, el nico que haba sabido librarlo del miedo ala ceguera. A veces lo comparaba con su padre. Tras la muerte temprana de lamadre dondequiera que estuviese, sin importar lo que estuviera haciendopareca mantenerse en la polvorienta seguridad de un museo. Gregorius se habadado cuenta a edad temprana de que esa seguridad era sumamente frgil. Habaquerido a su padre; en algunos momentos ese sentimiento haba sido ms fuertey ms profundo que un mero querer. Saba, sin embargo, que no era posible

    encontrar en su padre apoyo ni respaldo y esto lo haba hecho sufrir; no eracomo el griego, con esas opiniones slidas sobre las que uno poda afirmarse. Elreproche al padre le haba hecho remorder la conciencia: esa seguridad queGregorius haba echado de menos no era algo de lo que uno pudiera disponer; noera posible reprocharle su carencia como si fuera una falta. Era necesario estarsatisfecho con uno mismo para ser ms seguro. Y su padre no haba estado sa-tisfecho, ni consigo mismo ni con los dems.

    Gregorius se sent a la mesa de la cocina y trat de escribir una carta

    al Rector. El resultado de sus intentos oscilaba entre la aspereza y el exceso dedisculpas. A las seis llam al servicio de informacin de los ferrocarriles. Elviaje a Lisboa duraba veintisis horas, saliendo de Ginebra. Pasaba por Pars eIrn, en el Pas Vasco, luego de all el tren nocturno a Lisboa, con llegada alre-dedor de las once de la maana. Gregorius hizo la reserva del pasaje. El trensala de Ginebra a las siete y media.

    Entonces logr escribir la carta.

    Estimado seor Rector, querido colega Dr. Kgi:Estimo que ya se habr enterado de que ayer sal de la clase sin dar

    explicaciones y no volv. Tambin sabr que no ha sido posible ubicarme. Meencuentro bien, no me ha sucedido nada malo. Sin embargo, en el curso del dade ayer tuve una experiencia que ha modificado muchas cosas. Es demasiadopersonal, demasiado difcil de explicar, como para volcarla ahora en el papel. Meveo obligado a pedirle que acepte esta actitud abrupta e inexplicable. Creo queusted me conoce lo suficiente como para saber que no se trata de ligereza,

    falta de responsabilidad o indiferencia. Voy a emprender un largo viaje e ignoro

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    cundo volver y cules sern mis deseos entonces. No espero que mantenga mipuesto abierto hasta mi regreso. La mayor parte de mi vida ha estado ntima-mente ligada a esa escuela y estoy seguro de que la extraar. Ahora, sin em-

    bargo, hay algo que me impulsa a alejarme de ella y este alejamiento bien podraser definitivo. Ambos somos admiradores de Marco Aurelio y seguramenterecordar este fragmento de sus Soliloquios:"Maltrtate en silencio, peca co-ntra ti misma y violntate, alma ma; pero luego ya no tendrs ms tiempo decuidarte y de respetarte. Pues cada uno tiene slo una vida, una sola. La tuya yaha casi transcurrido y no has prestado atencin alguna a ti misma, sino que hasactuado como si tu felicidad dependiera de las otras almas... Aquellos, empero,que no siguen con atencin los impulsos de la propia alma sern necesariamentedesgraciados".

    Le estoy muy agradecido por la confianza que siempre me ha dispensa-do y por la colaboracin que siempre me ha brindado. Encontrar estoy segu-ro las palabras adecuadas para transmitir a los estudiantes con cunto gustohe trabajado con ellos.

    Ayer antes de partir, los mir y pens: Cunto tiempo tienen an pordelante!

    Quedo a la espera de su comprensin, con los mejores deseos para us-ted y su trabajo.

    AfectuosamenteRaimund Gregorius

    PD: Dej mis libros sobre el escritorio. Sera usted tan amable de re-cogerlos y ver que queden a resguardo?

    Gregorius despach la carta en la estacin. Luego, ante el cajero auto-mtico, le temblaban las manos. Se limpi los anteojos y comprob que llevaba el

    pasaporte, el pasaje y la libreta de direcciones. Encontr un asiento junto a laventanilla. Cuando el tren sala de la estacin en direccin a Ginebra, caan coposde nieve lentos, pesados.

    4

    Las ltimas casas de Berna se iban alejando. Gregorius no dej de mi-radas, la vista fija, hasta que desaparecieron. Entonces tom su agenda y co-

    menz a hacer una lista de todos los estudiantes que haba tenido en todos esosaos. Empez por el ao anterior y fue avanzando hacia el pasado. Trataba de

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    asociar a cada nombre un rostro, un gesto caracterstico, una breve conversa-cin. Los primeros tres aos le resultaron fciles, luego comenz a tener lasensacin de que le faltaba alguien. A mediados de los noventa, las clases tenan

    slo unos pocos rostros y nombres y luego ya no pudo seguir separndolos poraos. Slo quedaban algunos jvenes y muchachas que haban tomado parte enalgn incidente particular.

    Cerr la agenda. De vez en cuando se haba encontrado en la ciudad conun estudiante que haba estado en su clase aos atrs. Ya no eran jvenes omuchachas, sino hombres y mujeres casados y con hijos, con distintas ocupacio-nes. Sus rostros haban cambiado tanto que lo espantaba. A veces su espantoera proporcional al cambio producido: una amargura demasiado temprana, unamirada acosada, los signos de una enfermedad grave. La mayora de las veces lo

    impresionaba el simple hecho de que esos rostros tan cambiados eran muestradel implacable paso del tiempo, de la inexorable decadencia de todo lo viviente.Entonces se miraba las manos, en las que podan verse las primeras manchastpicas de la edad; buscaba viejas fotos suyas de estudiante e intentaba recor-dar cmo haba sido recorrer el largo camino que lo haba trado hasta el pre-sente, da tras da, ao tras ao. En das como esos, ms propenso al temor quede costumbre, poda aparecer en el consultorio de Doxiades sin pedir turno,para que el griego volviera a liberarlo del miedo a la ceguera. Lo que ms lo des-

    estabilizaba era encontrarse con estudiantes que haban pasado aos en el ex-tranjero, en otro continente, bajo otro clima, hablando otro idioma. "Y usted?Siempre en Kirchenfeld?", le preguntaban; era evidente en su actitud quequeran seguir su camino. Despus de esos encuentros, al llegar la noche, solaprimero intentar defenderse de la pregunta; luego defenderse del sentimientode que deba defenderse de ella.

    Ahora, con todos esos pensamientos en su mente, sin haber dormidopor ms de veinticuatro horas, estaba sentado en un tren, viajando hacia un

    futuro incierto, ms incierto que nunca antes en su vida.La parada en Lausana fue una tentacin. El tren a Berna parta del an-dn opuesto. Gregorius se imagin bajando del tren en la estacin de Berna.Mir la hora. Si tomaba un taxi a Kirchenfeld, podra llegar a la cuarta hora declase. La carta tendra que interceptar al cartero o pedirle a Kgi que le de-volviera el sobre sin abrirlo. Desagradable, pero no imposible. Sus ojos caye-ron sobre la agenda que estaba en la mesa de su compartimiento. Sin necesidadde abrirla, pudo ver la lista de estudiantes. Y lo comprendi de pronto: lo quehaba comenzado, al desaparecer las ltimas casas de Berna, como el intento de

    aferrarse a algo familiar, haba ido tomando cada vez ms, con el correr de la

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    hora siguiente, el carcter de una despedida. Para poder despedirse de algo,pens mientras el tren se pona en movimiento, haba que enfrentarlo de maneratal de crear una distancia interna entre ambos. Aquello que haba parecido tan

    obvio, pero difuso e inexpresable, deba transformarse en algo de una claridadtal que nos permitiera reconocer sus implicancias. Deba tomar forma slida, decontornos visibles. La forma de algo tan visible como la lista de los innumerablesestudiantes que haban marcado su vida de manera tan indeleble. Gregoriussinti que con la partida del tren, que ahora iba saliendo de la estacin, dejabaatrs una parte de s. Fue casi como si estuviera sobre un tmpano desprendidopor un leve temblor de tierra, avanzando hacia el mar, abierto, helado.

    Se qued dormido con el andar del tren y slo se despert cuando sin-ti que los vagones se detenan en la estacin de Ginebra. Mientras caminaba

    hacia el tren francs de mxima velocidad estaba tan excitado como si fuera aemprender un viaje de una semana en el Transiberiano. Apenas haba ocupado suasiento, el vagn fue ocupado totalmente por un grupo de franceses que viaja-ban en un tour. El vagn se llen de un parloteo colmado de elegancia histrica.Alguien se inclin sobre l para colocar el equipaje en el compartimiento supe-rior y le arranc los anteojos con el extremo del abrigo. Gregorius reaccioncon un movimiento indito: tom sus objetos personales y se cambi a la primeraclase.

    Eran pocas las oportunidades en que haba viajado en primera clase,veinte aos atrs. Florence haba insistido tanto, que finalmente haba cedido, yse haba sentado sobre el tapizado de cuero costoso sintindose un impostor."Te resulto aburrido?", le haba preguntado al cabo de uno de esos viajes."Cmo? Pero Mundus, cmo puedes preguntarme algo as?", le haba respondi-do ella, y se haba pasado la mano por el pelo como sola hacer cuando no sabaqu decir. El tren se puso en movimiento y Gregorius acarici con ambas manosel tapizado acogedor; le pareci que estaba llevando a cabo una venganza tarda,

    infantil, cuyo sentido no llegaba a entender. Se alegr de no tener a nadie sen-tado cerca que hubiera podido notar esa sensacin incomprensible.Lo sorprendi el monto que tuvo que pagar al guarda por el cambio de

    clase; cuando el hombre se fue, cont dos veces el dinero que llevaba. Repiti envoz baja la clave de su tarjeta de crdito y la escribi en la agenda. Enseguidaarranc la hoja y la tir. En Ginebra ya no nevaba; vio el sol por primera vezdespus de varias semanas. Percibi su calidez a travs del vidrio y empez asentirse ms tranquilo. Siempre tena demasiado dinero en la cuenta corriente,estaba consciente de ello. Gregorius retiraba muy poco y el dinero se acumulaba

    "Pero qu est haciendo?", le deca el empleado del banco. "Tiene que hacer

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    algo con su dinero!". El mismo empleado le inverta el dinero. Con los aos sehaba convertido en un hombre de fortuna que pareca no estar al tanto de loque posea.

    Gregorius pens en los dos libros de latn que haba dejado sobre el es-critorio el da anterior a esa misma hora. En la primera hoja se lea el nombreAnneli Weiss, escrito con tinta por una mano infantil. En la casa nunca habaalcanzado el dinero para comprar libros nuevos y haba recorrido la ciudad has-ta encontrar ejemplares usados en una librera de segunda mano. La nuez deAdn del padre haba dado un salto brusco cuando le mostr su hallazgo; siem-pre suceda lo mismo cuando lo dominaba alguna tristeza. Al principio le habaresultado molesto ese nombre desconocido; luego se haba imaginado a la dueaanterior como una muchacha de medias blancas hasta la rodilla, los cabellos

    sueltos en el viento, y al poco tiempo no hubiera querido cambiar los libros usa-dos por otros nuevos, a ningn precio. Sin embargo, le haba gustado poder dar-se el lujo de comprar, con sus primeros sueldos de suplente, ediciones nuevas,caras, de los viejos textos. De esto ya haca ms de treinta aos y hasta hoy leresultaba un poco increble. Poco tiempo atrs, parado delante de su biblioteca,haba pensado: Pensar que me puedo permitir semejante biblioteca!

    Poco a poco, esas imgenes del recuerdo se fueron transformando enimgenes de un sueo en el que apareca repetidamente, como un espejismo, la

    libreta en la que la madre anotaba lo que iba ganando con sus trabajos de lim-pieza. Gregorius se alegr cuando lo despert el ruido de un vaso que se estre-llaba al caer de una mesa.

    Una hora todava hasta llegar a Pars. Gregorius se sent en el cochecomedor y mir por la ventana, hacia ese claro da que preanunciaba la primave-ra. Y comprendi entonces sbitamente que, de hecho, estaba realizando eseviaje; no era una posibilidad, algo que haba estado pensando en esa noche deinsomnio, algo que podra haber sido, era algo que real y verdaderamente estaba

    sucediendo. Cuanto ms se abandonaba a esta sensacin, ms le pareca que lasrelaciones entre posibilidad y realidad comenzaban a revertirse. Acaso Kgi, laescuela y todos los estudiantes que haba anotado en su agenda, si bien reales,no eran nada ms que posibilidades que se haban concretado por azar, mientrasque todo lo que estaba experimentando en ese momento el deslizarse deltren, su sofocado tronar, el leve tintineo de los vasos que se entrechocaban enlas mesas vecinas, el olor al aceite rancio que llegaba de la cocina, el humo delcigarrillo del cocinero posea un grado tal de realidad que nada tena que vercon una mera posibilidad ni con una posibilidad realizada, sino que era ms bien

    simple y pura realidad, colmada de la densidad y de la avasallante inevitabilidad

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    que caracteriza todo lo que es totalmente real?Sentado frente al plato ya vaco y a la taza humeante de caf, Grego-

    rius sinti que nunca en toda su vida haba estado tan despierto como ahora. Le

    pareci tambin que no era una cuestin de grado, como cuando uno se despren-de lentamente del sueo y va estando cada vez ms despierto hasta que lo estpor completo. Esto era diferente. Era una forma distinta, nueva, de lucidez, unanueva forma de estar en el mundo que no haba experimentado hasta ahora.Cuando ya se divisaba la Gare de Lyon, volvi a su asiento. Luego, al pisar laplataforma tuvo la sensacin de que era la primera vez que, en plena conciencia,se bajaba de un tren.

    5El recuerdo lo golpe con una fuerza inesperada. No haba olvidado que

    sa era su primera estacin, su primera llegada juntos a una ciudad extranjera.Por supuesto que no lo haba olvidado. Pero no haba calculado que estar paradoall sera como si no hubiera pasado el tiempo. Las vigas de hierro verde y loscaos rojos. Los arcos. El techo transparente.

    Viajemos a Pars! haba dicho Florence de repente, mientras toma-ban su primer desayuno en la cocina, abrazndose las piernas recogidas.

    Ahora?S, ahora. Ahora mismo.Florence haba sido alumna suya, una muchacha bonita de cabellos des-

    peinados, con un carcter caprichoso que llamaba la atencin de todos. En untrimestre haba llegado a ser la primera de la clase en latn y griego; ese mismoao, cuando Gregorius entr por primera vez a la clase optativa de hebreo, lavio sentada en primera fila. Gregorius no hubiera pensado ni en sueos que eseinters tuviera algo que ver con l.

    Luego de aprobar los exmenes finales, pas un ao antes de que vol-vieran a encontrarse en la cafetera de la universidad. Se quedaron all sentadoshasta que les dijeron que era hora de cerrar.

    Eres un verdadero cegato! le haba dicho, sacndole los anteojos.Nunca te diste cuenta de nada. Todos lo saban! Todos!

    En verdad, pens Gregorius sentado en el taxi a la Gare de Montpar-nasse, era la clase de persona que nunca hubiera notado algo as. Se tena portan insignificante, que no poda creer que alguien pudiese manifestar por l

    l un sentimiento tan fuerte. En el caso de Florence, haba tenido razn.Yo no fui nunca la persona que creste le dijo, al cabo de sus cinco

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    aos de matrimonio.Fue la nica queja que produjo en todo ese tiempo. Las palabras fueron

    como una brasa ardiente; luego todo pareci convertirse en cenizas.

    Ella baj la vista. A pesar de todo, Gregorius haba esperado unas pala-bras que lo contradijeran. Nunca llegaron.LA COUPOLE. Gregorius no haba pensado que el taxi lo llevara por el

    Boulevard du Montparnasse y que vera el restaurante donde, sin mediar unapalabra, se haba definido la separacin. Le pidi al conductor que se detuvieray se qued un rato mirando en silencio la marquesina roja con letras amarillas ylas tres estrellas a ambos lados. Para Florence, que todava no haba obtenido sudoctorado, la invitacin a esa conferencia de especialistas en lenguas romanceshaba sido una distincin especial. Lo haba llamado por telfono con una voz

    vivaz, que a Gregorius le haba sonado casi histrica, tanto que haba titubeadoantes de ir a buscarla durante el fin de semana como haban convenido. Sinembargo, haba viajado hasta all y se haba reunido con los nuevos amigos deFlorence en ese famoso local, cuyo aroma a platos exquisitos y vinos carsimos lehaba confirmado, apenas entr, que no perteneca a ese lugar.

    Un minuto ms le dijo al conductor y camin hasta el restaurante.Nada haba cambiado; reconoci inmediatamente la mesa en la que l,

    vestido con las ropas menos adecuadas, haba hecho frente a esos pseudoestu-

    diosos de la literatura. Parado ahora entre las mesas, molestando a los camare-ros que pasaban apurados y nerviosos a su lado, record que hablaban de Hora-cio y de Safo. Sin dejar que nadie pudiera insertar una palabra, haba citadoverso tras verso haciendo polvo, uno tras otro, con su acento de Berna, los co-mentarios ingeniosos de aquellos seores tan bien vestidos de la Sorbona, hastaque la mesa qued en silencio.

    En el viaje de regreso, Florence se haba sentado sola en el coche co-medor, mientras Gregorius senta que los ltimos ramalazos de su ira se iban

    apagando lentamente y comenzaba la tristeza de haber tenido la necesidad depronunciarse as en contra de Florence; pues no se haba tratado de otra cosa.Perdido en aquellos sucesos lejanos, Gregorius se haba olvidado de la

    hora; el conductor tuvo que poner en juego todos sus recursos, hasta los mspeligrosos, para llegar a la Gare Montparnasse a tiempo. Encontr su lugar y sesent, casi sin aliento. Cuando el tren se puso en movimiento, lo acometi lamisma sensacin que en Ginebra: era el tren, no l, quien decida continuar esteviaje tan lcido y tan real que con el transcurso de las horas y el pasar de lasestaciones lo alejaba cada vez ms de su vida anterior. El tren no se detendra

    hasta llegar a Bordeaux, tres horas ms tarde; ya no poda volver atrs.

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    Mir la hora. En la escuela estaba terminando ese primer da de clasesin l. En ese momento haba seis alumnos de hebreo esperndolo. A las seis,despus de la hora doble, a veces iba con ellos al caf y les hablaba de lo alea-

    torio de los textos bblicos, de su evolucin histrica. Ruth Gautschi y DavidLehmann, que queran estudiar teologa y eran los ms aplicados, siempre encon-traban un motivo para no unirse al grupo. Un mes atrs Gregorius los habaabordado directamente. Le haban respondido con evasivas: tenan la sensacinde que sus comentarios los iban a despojar de algo. Por supuesto dijeron sepuede analizar esos textos desde un punto de vista filolgico, pero se trata delas Sagradas Escrituras.

    Con los ojos cerrados, Gregorius le recomend al Rector que le diera lactedra de hebreo a una estudiante de teologa, ex alumna suya. La muchacha

    de cabellos cobrizos se haba sentado en el mismo banco que haba ocupadoFlorence cuando era estudiante. Haba tenido la vana esperanza de que no fuerauna casualidad.

    Por un instante su mente qued libre de todo pensamiento; Gregoriusvio el rostro de la mujer portuguesa apareciendo detrs de la toalla, blanco,casi transparente. Estaba parado otra vez en el bao de la escuela, frente alespejo; volvi a sentir que no quera borrarse el nmero telefnico que la miste-riosa mujer le haba pintado en la frente. Se levant nuevamente de la silla

    detrs del escritorio, tom el abrigo hmedo que colgaba del perchero y salidel saln de clase.Portugus. Gregorius se estremeci, abri los ojos y mir por la venta-

    nilla: el sol ya se inclinaba hacia el horizonte sobre el paisaje de la llanura fran-cesa. La palabra, que haba sido como una meloda que se pierde en una lejanade ensueo, ya no tena el alcance de horas atrs. Trat de conjurar el sonidomgico que haba tenido la voz; lo nico que pudo escuchar fue un eco que seapagaba rpidamente. El esfuerzo intil slo logr intensificar la sensacin de

    que esa valiosa palabra sobre la que haba basado un viaje tan descabellado se leestaba escapando. Ahora saba con exactitud cmo haba pronunciado la palabrala instructora del curso de portugus, pero ya no le serva de nada.

    Fue al bao y se qued un rato dejando correr el agua, con su olor acloro, sobre el rostro. Volvi a su asiento, tom el libro del noble portugus ycomenz a traducir el prrafo siguiente. Al principio fue nada ms que una fugahacia adelante, un intento desesperado por seguir creyendo en ese viaje, a pe-sar del terror que lo haba asaltado minutos atrs. Al cabo de la primera ora-cin, el texto lo atrap como lo haba hecho en su desvelo de la noche anterior,

    en la cocina silenciosa.

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    NOBREZA SILENCIOSA. NOBLEZA SILENCIOSA. Es un error creerque esos momentos decisivos en los que la vida cambia para siempre su direccin

    habitual son de un dramatismo claro y sonoro, acompaado de una conmocininterior. No es ms que un invento de mal gusto, pergeado por periodistasbebedores, por cineastas y escritores amantes del xito fcil, cuyas mentesparecen una pgina de la prensa escandalosa. En verdad, el dramatismo de unaexperiencia que as define la vida suele ser increblemente silencioso. Est tanlejano de un estallido, de una llamarada, de la erupcin de un volcn, que la ex-periencia resulta casi imperceptible aun en el momento de atravesarla. Cuandodespliega su efecto revolucionario para que la vida quede entonces baada deuna luz totalmente nueva, con una meloda completamente nueva, lo hace silen-

    ciosamente; en este silencio maravilloso reside su particular nobleza.

    Gregorius levantaba de a ratos la vista del texto y miraba hacia el oes-te por la ventanilla. En la ltima claridad del cielo del atardecer le pareca queya se poda presentir la cercana del mar. Hizo a un lado el diccionario y cerrlos ojos.

    "Si tan slo pudiera volver a ver el mar una vez ms", haba dicho sumadre seis meses antes de morir, cuando presinti que se acercaba el final,

    "pero no podemos darnos ese lujo"."Qu banco me iba a dar un crdito?", Gregorius oy las palabras delpadre. "Nada menos que para eso".

    Gregorius le haba reprochado esa resignacin, ese darse por vencidosin oponer resistencia. Entonces l, que estudiaba en Kirchenfeld en esa poca,hizo algo que lo sorprendi tanto que nunca podra librarse del sentimiento deque tal vez lo haba imaginado todo.

    Eran los ltimos das de marzo, los primeros de primavera. La gente lle-

    vaba el abrigo en el brazo; por las ventanas abiertas de las aulas prefabricadasentraba una brisa suave. Haban instalado esas aulas algunos aos atrs, porqueel edificio principal de la escuela ya resultaba chico. Ya se haba vuelto unatradicin que las ocuparan los alumnos del ltimo ao. El cambio del edificioprincipal a esas aulas era como el primer paso hacia el examen de promocin.All se alternaban, con igual peso, sentimientos de liberacin y de temor. Un aoms y despus ya no... Un ao ms, despus habr que... Estos sentimientosconflictivos se revelaban en la manera en que los estudiantes cruzaban hacia lasaulas, con paso lento y pesado, displicentes y temerosos al mismo tiempo. Toda-

    va hoy, sentado en ese tren a Irn cuarenta aos ms tarde, Gregorius poda

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    sentir lo que era estar metido dentro de ese cuerpo suyo.Las horas de la tarde comenzaron con la clase de griego. El profesor

    era el Rector, antecesor de Kgi. Sus letras griegas tenan un trazo tan bello

    que parecan literalmente dibujadas por un pintor; las curvas en particular enla omega o la theta, o cuando llevaba la eta hacia abajo era ejemplos de lacaligrafa ms pura. Amaba el griego. Pero lo amaba de manera equivocada, pen-saba Gregorius sentado al fondo del aula. Lo amaba con vanidad. No celebrabalas palabras. Si hubiera sido as, a Gregorius le habra gustado. Sin embargo,cuando ese hombre escriba con virtuosismo las formas verbales menos habitua-les, las ms difciles, no celebraba las palabras; se celebraba a s mismo, supropio conocimiento.

    Esas palabras se convertan entonces en ornamentos de su persona, jo-

    yas con las que se adornaba, algo similar a la corbata de moo a lunares queusaba ao tras ao. Al escribirlas, brotaban de la mano en que luca un anillo desello como si tambin ellas fueran anillos de sello, como joyas vanas, igualmentesuperfluas. Y as las palabras griegas dejaban de ser verdaderas palabras grie-gas. Era como si su esencia griega, esa esencia que slo se revelaba a quien lasamase por s mismas, se desintegrase en el polvo de oro del anillo de sello. Parael Rector, la poesa era como una exquisita pieza de mobiliario, un vino deliciosoo una prenda elegante. Gregorius senta que, con su vanidad, el Rector le estaba

    robando los versos de Esquilo y de Sfocles. Pareca no saber nada sobre elteatro griego. No, en realidad, lo saba todo: viajaba a Grecia a menudo, acom-paaba grupos de estudiantes en viajes de los que regresaba bronceado. Pero noentenda nada, aunque Gregorius no pudiera explicar exactamente qu queradecir con eso.

    Haba mirado por las ventanas abiertas de las aulas prefabricadas ypensado en la frase de su madre que haba hecho estallar su ira contra la vani-dad del. Rector, sin poder explicar la relacin entre ambas. Sinti que el cora-

    zn le palpitaba locamente. Una mirada al pizarrn le confirm que el Rectortardara unos minutos ms en terminar de escribir la frase que acababa deempezar para luego volverse y explicarla a los alumnos. Sin hacer el menor rui-do, corri la silla hacia atrs mientras los dems alumnos seguan escribiendo,inclinados sobre sus pupitres. Dej el cuaderno abierto sobre el banco. Con latensa lentitud de quien est preparando un ataque sorpresivo, dio dos pasoshasta la ventana abierta, se sent sobre el marco, balance las piernas y seencontr fuera del aula.

    Lo ltimo que vio all adentro fue la cara sorprendida y divertida de

    Eva, la muchacha pecosa de cabello rojo con una mirada un poco estrbica que,

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    para desesperacin de Gregorius, nunca se haba posado sobre el joven de ante-ojos cristales gruesos y marco barato sino con sorna. Se volvi a su compa-era de banco y le susurr algo en el pelo. "Increble" habra dicho. Era lo que

    deca siempre. La increble, la llamaban todos. "Increble!" haba dicho al ente-rarse del sobrenombre que le haban puesto.Gregorius haba caminado a paso vivo hasta la Barenplatz5. Era da de

    feria, los puestos se sucedan uno al lado del otro; haba tanta gente que sloera posible avanzar con lentitud. Tuvo que pararse junto a uno de los puestos;no lo dejaban pasar. Vio la caja abierta, una sencilla caja de metal con dos divi-siones: una para las monedas, otra para los billetes, que se haban acumuladohasta formar una pila respetable. La vendedora estaba agachada buscando algobajo la vidriera; levantaba el trasero amplio cubierto por la tela tosca de una

    falda a cuadros. Gregorius se haba ido acercando lentamente a la caja. En doszancadas estuvo detrs del mostrador, de un manotn se apoder del puado debilletes y se sumergi en la multitud. Agitado, subi por la calle que llevaba a laestacin de tren y all se oblig a caminar a paso ms lento, esperando siempreor una voz de alarma o sentir una mano firme detenindolo. No pas nada.

    Vivan en la Langgasse6, en una sombra casa de alquiler que tena el re-voque ennegrecido por la suciedad. Al entrar al vestbulo, que ola a carbn da ynoche, Gregorius tuvo la visin de que entraba en la habitacin de la madre

    enferma para sorprenderla con el anuncio de que ya pronto vera el mar. Lleg alltimo rellano de las escaleras delante de la puerta del departamento y sloentonces vio claramente que todo eso era imposible, un disparate total. Cmopodra explicarle, primero a ella y luego al padre, el origen de semejante canti-dad de dinero? Tan luego l, tan poco experimentado en la mentira?

    Camino a la Barenplatz compr un sobre y guard el manojo de billetes.Se acerc al puesto de la mujer de la falda a cuadros, que tena cara de haberllorado. Compr fruta; mientras ella la pesaba, desliz el sobre debajo de la

    verdura. Poco antes de que terminara el recreo estaba de vuelta en la escuela,entr al aula por la ventana y se sent en su lugar."Increble!", dijo Eva, que a partir de entonces empez a tratarlo con

    un poco ms de respeto. De hecho, eso result menos importante de lo quehubiera pensado. Lo ms importante fue comprobar que el descubrimiento sobres mismo que le haba deparado esa ltima hora no lo asust, sino que le caus unasombro inmenso, que sigui resonando en su interior por varias semanas.

    5Plaza central de Berna. [N. de la T.]6Calle de Berna habitada por trabajadores de bajos ingresos. [N. de la T.]

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    llorar o rer. De nio ya le haba resultado misterioso y nunca haba dejado deimpresionarlo. Cmo lo hacan? No era mgico? En ese momento le pareci unmisterio mucho mayor; eran palabras cuya existencia ni siquiera haba sospe-

    chado el da anterior. Unos minutos despus, cuando pis el andn de la estacinde Irn, el miedo haba desaparecido y camin con paso seguro hacia el cochedormitorio.

    6

    Eran las diez. El tren que cruzara la pennsula ibrica durante la nochese puso en movimiento, fue dejando tras de s las luces opacas de la estacin y

    se hundi en la oscuridad. Los dos compartimientos que estaban al lado de Gre-gorius haban quedado vacos. Dos compartimientos ms all, en direccin alcoche comedor, haba un hombre de gran estatura y cabello entrecano, apoyadoen la puerta. "Boa noite", lo salud, cuando sus miradas se cruzaron. "Boa noite",respondi Gregorius.

    Al escuchar la pronunciacin torpe de Gregorius, el esbozo de una son-risa cruz el rostro del extranjero. Era un rostro de rasgos claros y definidos,con un cierto aire distinguido e inabordable. Su traje oscuro era extremada-mente elegante; Gregorius lo asoci con el foyer de un teatro de pera. Se

    haba aflojado la corbata; eso era lo nico que pareca fuera de lugar. El hombrecruz los brazos sobre el chaleco, apoy la cabeza en la puerta y cerr los ojos.Los ojos cerrados le daban al rostro un aspecto blanquecino, de gran cansancio;un cansancio producido por algo que no era slo lo avanzado de la hora. Cuandoel tren alcanz la velocidad mxima, el hombre abri los ojos, salud a Gregoriuscon la cabeza y desapareci en su compartimiento.

    Gregorius hubiera dado cualquier cosa por poder quedarse dormido. Nolo ayudaba ni siquiera el golpeteo montono de las ruedas que se transmita a su

    litera. Se sent y apoy la frente en la ventana. Vio pasar pequeas estacionesabandonadas, puntos de luz difusa y blanquecina, letreros ilegibles de lugaresque se sucedan con velocidad vertiginosa, vagones de equipaje detenidos, unacabeza con una gorra en una casilla, un perro vagabundo, una mochila sobre unpilar, ms all una mata de pelo rubio. Comenz a desmoronarse la seguridad quehaba sentido con el xito de sus primeras palabras en portugus. No tiene msque llamarme. A cualquier hora. Oy la voz de Doxiades. En su primer encuentro,veinte aos atrs, el griego todava hablaba con un acento marcado.

    Ciego? No. Le ha tocado en suerte tener mala vista, eso es todo.Vamos a controlar regularmente la retina. Siempre se puede recurrir al lser.

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    No hay razn para entrar en pnico dijo, y se detuvo un momento mientras loacompaaba a la puerta. Lo mir fijo. Alguna otra preocupacin?

    Gregorius haba sacudido la cabeza sin decir nada. Pasaron varios me-

    ses antes de que le contara que la separacin de Florence era inminente. Elgriego asinti con la cabeza; no pareci sorprenderse.A veces lo que tememos no es lo que en verdad nos atemoriza haba

    dicho.Poco antes de medianoche Gregorius fue al coche comedor. Estaba va-

    co, excepto por el hombre de cabello entrecano, que estaba sentado a una mesacon el camarero, jugando al ajedrez. El camarero le dijo que el comedor ya es-taba cerrado, pero le trajo una botella de agua mineral y lo invit con un gesto acompartir la mesa con ellos. Gregorius mir el tablero y se dio cuenta al instan-

    te de que el hombre, que se haba puesto unos anteojos de marco dorado, esta-ba a punto de caer en una trampa astuta del camarero. Con la mano sobrevolan-do la figura, el hombre mir a Gregorius antes de mover. Gregorius le hizo unleve gesto con la cabeza y el hombre retir la mano. El camarero, de manoscallosas y rasgos toscos que no haran sospechar la presencia de un cerebroadiestrado para el ajedrez, levant la vista asombrado. Entonces el hombre delos anteojos de oro hizo girar el tablero y lo puso delante de Gregorius, invitn-dolo con un gesto a seguir la partida. Fue una lucha larga y tenaz, ya eran casi

    las dos cuando el camarero abandon.Luego, parados a la puerta del compartimiento, el hombre le preguntde dnde era y a partir de ese momento siguieron hablando en francs. Le contque viajaba en ese tren cada dos semanas y que slo una vez haba podido ganar-le a ese camarero, mientras que generalmente derrotaba a los otros. Se presen-t: Jos Antnio da Silveira. Era comerciante y traa porcelana de Biarritz paravenderla. Viajaba en tren porque tena miedo de volar.

    Quin puede saber, en verdad, de qu tiene miedo? dijo tras una

    pausa. En su rostro volvi a aparecer esa fatiga extrema que Gregorius habanotado antes.Luego habl del pequeo negocio que haba heredado de su padre y de

    cmo lo haba convertido en una gran empresa. No pareca estar hablando sobres mismo, sino sobre alguien que haba tomado decisiones totalmente comprensi-bles pero igualmente equivocadas. Con el mismo tono habl de su separacin y desus dos hijos, a quienes vea muy poco. Haba desilusin y tristeza en su vozpero a Gregorius le impresion ni una gota de autoconmiseracin.

    El problema dijo Silveira cuando el tren se haba detenido en la es-

    tacin de Valladolid es que no tenemos una visin general de nuestra vida. Ni

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    del pasado ni del futuro. Cuando algo nos sale bien, no es ms que porque hemostenido suerte. Se oyeron los golpes de un martillo invisible sobre los frenos.Y usted, cmo vino a parar a este tren?

    Se sentaron sobre la cama de Silveira, Gregorius cont su historia. Nomencion a la mujer portuguesa del puente de Kirchenfeld. Poda contarle algoas a Doxiades; a un desconocido, no. Se alegr de que Silveira no le pidiera verel libro de Prado. No quera que nadie leyera su contenido ni hiciera comentarioalguno.

    Cuando termin su relato hubo una pausa de silencio. Silveira lo estabaelaborando; se notaba en la forma en que haca girar el anillo de sello, en susmiradas cortas y tmidas.

    Usted se par y sali de la escuela? As noms?

    Gregorius asinti. De pro