paraiso inhabitado primeras paginas

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  • Parasoinhabitado

    Ana Mara Matute

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  • Parasoinhabitado

    Ana MaraMatute

    Ediciones DestinoColeccin ncora y DelfnVolumen 1086

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  • Ana Mara Matute, 2008

    Ediciones Destino, S. A., 2008Diagonal, 662-664. 08034 Barcelonawww.edestino.es

    Primera edicin: diciembre de 2008

    ISBN: 978-84-233-3928-0Depsito legal: M. 53.396-2008Impreso por Ddalo Offset, S. A.Impreso en Espaa-Printed in Spain

    No se permite la reproduccion total o parcial de este libro,ni su incorporacin a un sistema informtico, ni su transmisin en cualquier forma o por cualquier medio, sea ste electrnico, mecnico, por fotocopia, grabacin u otros mtodos,sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

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  • INac cuando mis padres ya no se queran. Cristina,mi hermana mayor, era por entonces una jovencitadisplicente, cuya sola mirada me haca culpable dealguna misteriosa ofensa hacia su persona, que nun-ca consegu descifrar. En cuanto a mis hermanos Je-rnimo y Fabin, gemelos y llenos de acn, no mehacan el menor caso. De modo que los primeros aosde mi vida fueron bastante solitarios.

    Uno de mis recuerdos ms lejanos se remonta a lanoche en que vi correr al Unicornio que viva en-marcado en la reproduccin de un famoso tapiz.Con asombrosa nitidez, le vi echar a correr y desapa-recer por un ngulo del marco, para reaparecer ense-guida y retomar su lugar; hermoso, blanqusimo yenigmtico.

    Nunca supe por qu razn el Unicornio haba in-tentado escapar del cuadro y durante mucho tiempome intrig, y aun me atemoriz un poco. Por aquellosdas yo no deba de tener ms de cinco aos qui-z slo cuatro, pero ese recuerdo tiene un lugar re-levante entre los primeros de mi vida. A veces, los recuerdos se parecen a algunos objetos, aparente-

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  • mente intiles, por los que se siente un confuso ape-go. Sin saber muy bien por qu razn, no nos decidi-mos a tirarlos y acaban amontonndose al fondo deese cajn que evitamos abrir, como si all furamos aencontrar alguna cosa que no se desea, o incluso seteme vagamente.

    Ms o menos por aquellos tiempos en que viechar a correr al Unicornio, fui enterndome, pocoa poco, de que haba nacido a destiempo. La prime-ra noticia concreta la tuve durante mis prolongadasescuchas bajo la mesa del cuarto de la plancha. Jun-to a la cocina y el antiguo cuarto de jugar ahoraconvertido en cuarto de estudio, porque Jernimo yFabin estudiaban all, y aparentemente ya nadiejugaba en aquella familia eran mis espacios habi-tuales.

    Las personas ms cercanas a m eran precisa-mente las que los frecuentaban y ocupaban: TataMara y la cocinera Isabel. Escondida debajo de lamesa de la plancha, escuchaba sus conversaciones, a menudo tan misteriosas que, cuando hablaban delmundo y la vida en general, me despertaban innu-merables preguntas, pero si se referan a m resul-taban muy claras. De este modo tuve el temprano conocimiento de que haba nacido tarde y en el mo-mento menos oportuno para la familia.

    sta no ha tenido la suerte de sus hermanos,pobrecilla murmuraba Isabel, siempre sentimental,mientras recoga y guardaba alguna cosa. Tata Marase limitaba a levantar los ojos al techo y, de cuando encuando, acompaado de un golpe de plancha, mur-murar algo ininteligible.

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  • A pesar de todo, mis primeros aos no fuerondesgraciados. Incluso me atrevo a decir que fue-ron ms felices que los de algunos nios nacidos encircunstancias ms favorables. Entre otras cosas, yoya me haba fabricado un mundo propio, donde vivasumergida en algn elemento nebuloso, y a veces ex-traordinariamente clido, con la calidez que por loodo bajo la mesa de la plancha me haba sido dealgn modo regateada. Esconderme bajo aquellamesa aun con el convencimiento de que las dosmujeres saban, o sospechaban, mi presencia noera el nico de mis refugios. No puedo recordarexactamente cundo empec a saltar de la cama y re-correr el mundo nocturno de la casa. Supona a todosdormidos. Y lo estaban, o no estaban, o estaban en al-gn lugar muy alejado de m. Pero la casa, no. Lacasa despertaba precisamente entonces.

    Tata Mara, y la cocinera Isabel, me haban ledo,la primera, y contado, la segunda, muchos cuentos.Los libros desechados ya por mis hermanos fue-ron, primero en sus labios y poco ms tarde ledospor m misma, lo ms revelador y dichoso de mi pri-mera infancia. Y no es extrao o no lo era enton-ces que en alguna de aquellas correras noctur-nas, descalza y en camisn, viera una bandada deprncipes cisnes once, exactamente volar cieloarriba, o escuchara suavemente, entre el vaivn delas cortinas de mi ventana, la llamada de un conoci-do caramillo.

    Cristina me haba aceptado a regaadientes en sucuarto. Casi llor pidiendo que no la obligaran acompartir sus cosas con las mas (yo no tena nada,

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  • excepto el osito Celso). Y mam dijo que Cristina te-na razn: ella era una mujercita, y yo, un gorgojo.As que por aquellas noches ya tena un dormitoriopropio, claro que mucho ms pequeo que el quehasta entonces haba compartido con Cristina. Erauna habitacin, no en la llamada parte noble de lacasa, sino en la zona del cuarto de estudio, el de lasTatas, el de la plancha, la cocina... En fin all dondeyo me mova libremente y sin temor. Se trataba de uncuarto pequeo, con una ventana de cortinas azulesy amarillas, y gruesos visillos blancos, con un casi in-visible zurcidito en una esquina, que haba cosidoTata Mara. Cuando se corran los visillos, se podaapreciar, en su amplitud, el patio interior que tantaimportancia tuvo para mi primera infancia, y mis re-cuerdos. No era precisamente un jardn encantador,era un espacioso patio interior con el suelo cubiertode lositas hexagonales de color gris. Al fondo delportal de la casa, haba una puerta grande que slo seabra para dar paso a ese patio y al garaje miniga-raje, donde guardaban los dos o tres nicos cochesde los vecinos de la casa. En una plaquita dorada, deotros tiempos, an se lea: ENTRADA DE CA-RRUAJES.

    Cuando me asomaba a la ventana de mi cuarto,contemplaba el ir y venir de los chferes. Entre ellosestaba Paco, mi primer amigo, porque fue la primerapersona con la que entabl conversacin fuera de lafamilia. Visto desde mi ventanita, Paco era un hom-bre para m gigantesco, que calzaba botas altas, comosi fuera a montar a caballo. Era mi amigo, porque lme llamaba su novia, y me lanzaba besos con la mano.

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  • Tambin consideraba amigo mo al farolero,aunque jams haba cruzado una palabra con l,pero en mis escapadas al saln, le vea desde el balcn,all abajo. En los atardeceres iba encendiendo, conuna larga prtiga, llamitas azuladas, temblorosas,dentro de sus fanales. Era un hombre bajito, vestidode azul marino, con gorra adornada de una cintaroja, a quien nunca vi la cara, porque en la ciudad erasiempre otoo, o invierno, y a esas horas ya no se veacon claridad lo que ocurra ms all de los balcones.Eran precisamente los balcones del llamado Sa-ln nombrado as, con cierto deleite en boca deTata Mara y la cocinera Isabel all a donde yoacuda, noctmbula y rodeada de una niebla clidaque slo transparentaba cuanto yo deseaba ver, y ja-ms he vuelto a recuperar. Ahora la niebla slo esniebla, conocida y hmeda, fra y casi desprovista demisterio.

    Pero no entonces.

    Entonces, el mundo empezaba cuando yo saltaba si-gilosa de la cama, me asomaba a la puerta y vigilabacautelosamente el largo pasillo que conduca a la otrapuerta, la que me llevara a la habitacin ms mis-teriosa de la casa: el saln, tan respetado por las dosmujeres que componan, entonces, lo ms parecido ami familia, y, para m, el umbral del mundo en querealmente viva. La noche era mi lugar, el que yo me haba creado, o l me haba creado a m, all donde yoverdaderamente habitaba. Despertar en la noche,adormecer en la maana, y aquel vivir a contrapelo,

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  • fue quiz la razn de la tenue felicidad que me salvde cosas como saber que nunca fui deseada, de habernacido a destiempo en una familia que haba ya per-dido la ilusin y la prctica del amor.

    Al saln se llegaba cruzando el pasillo. Cuando seatravesaban las puertas encristaladas que conducana la zona donde el parquet se enceraba y cubra a tre-chos por gruesas alfombras. Aquellas alfombras(an hoy soadas) donde se hundan a placer los piesdescalzos. A veces yo crea que el pasillo era un ro, yque por l se deslizaban barcos de papel de peridi-co, como los que haca a veces Tata Mara, cuando yoera an muy pequea, con las pginas de los ABCatrasados. Y en uno de aquellos barcos, llenos de su-cesos y anuncios, yo navegaba, con un dedo sobre los labios para imponer silencio a todas las invisi-bles y visibles criaturas que me acompaaban o es-piaban en la travesa. La oscuridad no era total, como en el dormitorio. Apenas se cruzaba la puertaencristalada empezaba la noche de las luces apa-gadas y las luces que se encienden de trecho en tre-cho, a veces repentinamente; un sbito cuadro de luz amarilla sobre el suelo, que poco despus desapa-reca; y un poco ms all, el reflejo de la luna en al-gn objeto cristalino. Hasta llegar al otro lado de la puerta en vaivn, como las de las pelculas de va-queros, pero de cristal. Y empezaba mi noche, con elsaln y las llamitas que haba encendido mi amigo el farolero y tean los visillos de un tenue resplan-dor azul.

    El saln era, quiz, la habitacin ms importantede la casa. Yo desembarcaba a sus puertas y lo con-

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  • templaba temiendo, con el golpeteo de mi corazn,que llegara uno de aquellos altos y extraos seres Gi-gantes que me atemorizaban entre los que se con-taban tambin, pese a m misma, pap y mam yme devolvieran al temible reino del sol. El desapegode los Gigantes favoreca, de todos modos, el xito deaquellas incursiones nocturnas. Si no tena acceso asus vidas, ellos no la tendran a la ma: y la ma era in-finitamente mejor. Eso me pareca entonces (y anpuedo afirmar ahora, cuando estoy a punto de deciradis a cuanto me rodea y me rode). No puedo per-mitirme el disimulo ni la falsedad, porque estoy re-cuperando recuerdos, retazos de un barco de papelarrinconado al fondo de un cajn que nunca tuve va-lor para abrir.

    Acostumbraba a instalarme agazapada bajo unsof de altas patas torneadas, hermoso e incmodocomo casi todo lo hermoso. No era un espiona-je, ms bien un refugio.

    Se trataba de la ms espaciosa de las habitaciones.Para m, entonces, tan enorme como lo eran susmuebles y todo cuanto all se acumulaba. A menudotomaban formas de animales o montaas, y hastacascadas, que caan suavemente y sin ruido sobre losdibujos de la alfombra. Ola de un modo especial,distinto al resto de la casa. Yo le llamo ahora olor alsaln, una mezcla de olor a alfombra calentada porlos radiadores, y a cera de parquet, y a madera de cao-ba. Del techo colgaban dos grandes lmparas, comorboles de cuyas ramas, en lugar de hojas, nacancristales. Reflejaban estrellitas mviles, como si tu-vieran vida y su vida fuera el resplandor que emana-

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  • ba de all abajo, de la acera donde, a su vez, otras lla-mitas azules temblaban en sus fanales.

    Tata Mara y la cocinera Isabel sentan un respetocasi reverencial hacia aquellas dos lmparas a lasque, ante mi desconcierto, llamaban araas. Lanica araa que yo haba visto apareci un da en elcuarto trastero, junto a la cocina. Fue una verdaderaconmocin en el mundo en que yo me mova (la co-cina, el cuarto de plancha, la despensa). Apareciprovocando gritos histricos. Ante mi asombro, TataMara, siempre tan seria y mesurada, se subi a unasilla, sofocando gritos con la mano sobre la boca, has-ta que Isabel mat a la araa de un palmetazo. Eraun animal pequeo, negro y peludo, que me desper-t ms curiosidad que asco y, finalmente, una ciertacompasin. Isabel recogi en un papel lo que queda-ba de ella y lo tir a la basura. As que poca cosa tenaque ver con las dos lmparas que tanta admiracin, yhasta veneracin, despertaban en las dos mujeres.Cosas como stas contribuan a aumentar da a da ladistancia que me separaba del mundo de las perso-nas mayores: Gigantes lejanos, impredecibles y unpoco ridculos.

    No s si los cristales-hojas de aquellas lmparas-araas tenan vida propia, pero lo cierto es que yocrea or un tintineo lejano y misterioso entre sus ra-mas, y que los fulgores que de unas a otras iban co-municndose formaban parte de alguna conversa-cin, en un idioma que an yo no conoca, peroestaba a punto de aprender. Haba tambin un reloj,

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  • dorado, con la esfera de porcelana blanca y dibujosazules rodeada de brillantes falsos, que me atraa es-pecialmente, por asociarlo a uno de los inapreciablestesoros que mencionaban los cuentos, an ledos porla Tata o contados por Isabel, con que se nutra miimaginacin. A travs de los cristales, visillos y corti-nas que impedan la visin de la calle, la calle estabaah abajo, muy prxima, porque vivamos en un en-tresuelo, que entonces se llamaba principal, y quizahora tambin. Cuando me deslizaba suavementesobre la alfombra y llegaba a uno de aquellos dos bal-cones que se abran al mundo exterior, descorra losvisillos y me asomaba al de los faroles y el farolero.Enfrente, al otro lado de la calle, vea la pared de la-drillos rojos que bordeaba los jardines de la iglesia-convento de la Milagrosa, adonde me llevaba la Tata los domingos. Por encima de la tapia, sobresa-lan las copas de los rboles y, cuando haca viento,vea y oa su balanceo nocturno, como una voz quequisiera comunicar algo a alguien en alguna parte,en algn tiempo. Senta entonces un leve escalofro,no s an si de temor o de placer, sobre todo en lasnoches de luna, como aquella en que vi echar a co-rrer al Unicornio. En los cuentos de Andersen, elgran cmplice de mis primeros aos, haba aprendi-do que las flores tenan su lenguaje, sus bailes noc-turnos, donde reinaban, y poco despus languide-can hasta acabar en la basura. Pero sobre todo,aprend que exista un lenguaje secreto, un lenguajeal que yo tena acceso. Un da en que nos visit la taEduarda, o decir a mam, preocupada: Esta niano habla... es un tormento conseguir que diga una

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  • sola palabra, y Eduarda no le gustaba que la lla-mramos ta, slo Eduarda le contest: Mejorpara ella. Me mir por primera vez, con sus gran-des ojos azules, parecidos o quiz iguales a los delUnicornio, y aadi: Tendr otro lenguaje. Conotro lenguaje, y sabiendo que las flores marchitaspueden resucitar en la noche, y tambin cuentan sushistorias las tazas, los tenedores, las agujas de zurciry las sartenes, recalaba yo, en mi barquito de papel deperidico, hasta la gruta bajo el alto e incmodo sof,donde me permitan ver, or y oler todas aquellascriaturas que fingan no verme, pero me queran. Oas me gustaba creerlo. Ya, tiempo atrs, un par deestatuillas, una blanca, la otra negra, me haban he-cho seas. A veces levantaban la mano y la agitabancomo un saludo, otras sonrean. Y, cosa rara, sonreams la oscura, aquella a la que apenas poda ver lacara. Pero sobre todas estas cosas, haba como unviento bajo, secreto, que avanzaba conmigo a ras desuelo, rozando la alfombra, hacia los balcones: comocuando en otoo o crepitar las hojas cadas, bajo laspezuas del Unicornio. Todava no haba estadonunca en un bosque y, sin embargo, lo present, talcomo fue aos despus: cuando ya lea, y no slo es-cuchaba historias de labios de Mara o Isabel, sinoque poda levantarlas yo misma de entre las pginasde aquellos libros que tanta importancia tuvieronpara m.

    All, bajo el sof, o bajo cualquier otro muebledonde pudiera ovillarme, asista a ecos, susurros ychispazos de luz que iban comunicndose, unos aotros. Una conversacin entre destellos que yo, poco

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  • a poco, iba entendiendo. S, exista otro lenguaje, yera el mo. Eduarda tena razn.

    Aunque tambin, en ocasiones, haca, precipita-damente, la travesa a la inversa: cuando oa conver-saciones de Gigantes en el saln, con las araas encen-didas, las cortinas cerradas, ruido de copas y extraasy casi sofocadas risas que para m, entonces, erannicamente sonidos guturales, ligeramente punzan-tes. Recuerdo ahora algo que entonces no saba: yo, enmi primera infancia, adems de no hablar no me renunca. Ignoraba lo que era la risa, y la verdad es quetambin a mis hermanos Jernimo y Fabin tardmucho en orles rer. Ni siquiera cuando llegaban del colegio, entraban en el cuarto de estudio y vacia-ban las carteras encima de la mesa. Ceudos, inc-modos consigo mismos, ya no demasiado nios ni todava hombres, en esa tierra de nadie que se llamaadolescencia. Se enfrascaban en sus libros, rodabanlpices, se abran y cerraban cuadernos, intercambia-ban frases, preguntas, y a veces, se levantaban y seenzarzaban en un simulacro de pelea que acababasiempre sin vencido ni vencedor y retornaban asus estudios. O as lo pareca, de nuevo rodeados delpices, cuadernos, gomas de borrar y algn que otrosacapuntas de hoja demasiado gastada. Pero nunca,entonces, les o rerse. Cristina, por supuesto, que-daba muy lejos de estas cosas, encastillada en su ha-bitacin. Y sonrea.

    Pues bien, cuando haba risas en el saln, y las lu-ces amarillas en las araas ya no eran chispazos deluz comunicndose mensajes entre s, sombras y re-flejos reproducidos misteriosamente en el techo o en

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  • la pared, palabra silenciosa, lenguaje secreto, enton-ces, como dije, haca la travesa al revs, daba la vuel-ta a mi barco de papel, con sus noticias de jarabe parala tos, aceite de hgado de bacalao, pldoras para au-mentar los senos y Cerebrino Mandri, y me diriga ala cocina, porque sus habitantes de carne y hueso, yani siquiera se rean, dorman profundamente, e in-cluso poda orse el zumbido de algn que otro ron-quido a travs de la puerta del llamado cuarto de lasTatas. Y en la cocina, tambin exista otro retazo delmundo en que yo habitaba. Andersen me haba di-cho que las tazas, las teteras, los tenedores y hasta lassartenes tienen tambin su vida nocturna. Me aso-maba a la alacena, y crea escuchar la afnica voz,lastimera y resentida de la vieja tetera cruzada poruna grieta apenas visible, pero que anunciaba su ro-tura inminente. Y oa las quejas de las cucharillas ytenedores mezclados al tuntn en el cajn ms vario-pinto de la cocina: all donde iban a parar todos losdesparejados, derrotados soldados de alguna perdi-da batalla contra el tiempo, retirados ya para siempredel comedor de los Gigantes. Lloraban, por sentirseseparados de algn compaero o amigo que habancredo inseparable, y yo oa su llanto. Y recuerdomuy bien una cucharilla puesta a secar en una taza,por la que se deslizaba una lgrima como una dimi-nuta estrella, tan despacio que pareca que no acaba-ba de caer. Tambin el grillo despertaba, las nochesde verano, en su diminuta jaula, junto a los restos deuna hoja de lechuga amorosamente colocada porIsabel. Y el vaso de cristal, al borde de la ventana, consu verde y exultante ramo de perejil. A veces, desde

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  • el patio de la cocina no era como el de mi novioPaco, me llegaba algn ruido. Por la abierta ven-tana, otra ventana de luz amarilla, se encenda en lapared de enfrente. Algn grifo goteaba. Luego, otravez el silencio de la noche, con todo su esplendor,aquel que pona al descubierto por lo menos en-tonces y para m los mil mundos ocultos de la casay quiz de todas las casas.

    Y as fue como una noche vi echar a correr al Uni-cornio. Fue una carrera fugaz, como los destellos decristal, hasta desaparecer en un ngulo del cuadro,seguido de un leve rumor de follaje pisoteado, y olora hojas cadas. Al poco, regres. Volvi a colocarsemansamente, bajo las manos de una mujercita rubia,que, segn me pareca, lo contemplaba entre amoro-sa, divertida o estupefacta.

    Tengo muy presente aquella noche, porque pre-cisamente a la maana siguiente me vi cara a cara,por vez primera, en el mundo de los Gigantes. Quie-ro decir, que me llevaron al colegio del paseo del Cisne: Saint Maur.

    El colegio del paseo del Cisne haba sido antes el co-legio de Cristina. Fue esto lo primero que o apenascruc aquel umbral y sub sus escaleras. Tata Marasec con la punta del delantal una lgrima de mi me-jilla, me recomend que fuera buena, que obedecie-ra siempre, y que cuando me pasara algo malo dijerael Jesusito de mi vida, pero que no hara falta, porqueaquellas seoras eran muy buenas y muy santas y yavera yo qu bien. Pero cuando nos separaron, de la

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  • mano de sor Monique, volv la cara y la vi que tam-bin se llevaba la punta del delantal a los ojos, y tenala boca fruncidita, como aquellos calcetines que lle-vaba en una bolsa y zurca junto a la merienda, cuan-do bamos al parque, que entonces se llamaba LosJardines del Museo. Porque haba un museo, con unenorme esqueleto dentro, que se llamaba Mamut, yyo lo relacionaba, sin motivo ni sentido alguno, conla palabra mam.

    En cuanto estuve sentada en la clase de prvulos,Madame Saint Genis nada de sor, eso era para lastatas del colegio se inclin afectuosamente haciam, que estaba sentada en primera fila, en un pupitredoble quiero decir que era para dos pero yo an notena compaera y, en tanto me invada una vaha-rada indefinible, mezcla de incienso, velas y aliento acaf con leche (seguramente acababa de desayunar),me comunic que Cristina, la gran Cristina que mehaba arrojado de su dormitorio y me haca sentirculpable de haber nacido, o por lo menos de habernacido a destiempo, haba sido una alumna ejem-plar, intachable, piadosa, aplicada y dulce. Que es-peraban de m un comportamiento que no desento-nara del de ella y que mi familia era muy querida porellas. Yo tena entonces cinco aos.

    Lo que saqu en limpio de aquella conversacinmejor dicho, monlogo fue una serie de pre-guntas. Aplicada?, y me dije: aplicada a qu? Has-ta entonces esta palabra era muy concreta y especfi-ca. Por ejemplo, a una cataplasma que me habanpuesto el ao anterior, una vez que tosa mucho.

    Jernimo y Fabin tenan pocas y brevsimas con-

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  • versaciones conmigo pero mostraban hacia m unacierta simpata, o quiz ternura, que entonces yo nolograba apreciar. Una vez, vindoles vaciar sus carte-ras sobre la mesa, les pregunt: Cmo es el cole-gio?. Ellos se miraron, y Jernimo me dijo: Es elejrcito!. Fabin aadi: Es el ejrcito: t formasparte de un batalln, y tienes capitanes, tenientes, generales.... Jernimo se inclin hacia m, y por pri-mera vez me acarici la cabeza.

    Pero yo no lo haba olvidado, y poco despus meencontr con mi teniente, o capitn, o general... To-das aquellas seoras que Tata Mara haba calificadocomo buenas y santas. Y que todo ira bien.

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