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[ 192 ] [ 193 ] proach to cognition. Singapur: World Scientific Publishing. Varela, F. (1996), Ética y acción. Santiago de Chile: Dolmen Ediciones. Varela, F., Thompson, E. & Rosch, E. (1992). De cuerpo presente. Barce- lona: Gedisa. Watzlawick P., Beavin J. & Jackson, D. (1989). Teoría de la comunicación humana. Barcelona: Herder. Wertheimer, M. (1954). Gestalt theory. EE.UU: Hayes Barton Press. Wilson, R. A. y Keil, F.C. (eds.) (1999). The MIT encyclopedia of the cog- nitive sciences. Cambridge: The MIT Press. CAPÍTULO IV REPRESENTACIÓN Y VALOR Esteban Quesada (60) Jaime Yáñez-Canal (61) Introducción El pensamiento tradicional occidental está erigido sobre una cierta “confu- sión” que, a decir de Heidegger, habría determinado su historia y el sentido de su historia como metafísica. El pensamiento ontoteológico o metafísico sería, pues, aquél que confunde la “cuestión fundamental” de la ontología con una cuestión de teología natural, es decir, que responde a la “pregunta por el ser” (que formula en términos de una quididad) acudiendo a un ente supremo, el “ente más ente” de todos o al ente fundamento de los otros entes en su calidad de ab-soluto (“Theós”). La historia de la metafísica oc- cidental sería, precisamente, la historia de esa confusión, confusión que se hace extensible, sin embargo, y más allá de sus “propios” límites teóricos, al ámbito de lo que Heidegger llama la “praxicidad”, esto es, a la cotidia- nidad misma, al modo como efectivamente se existe. La “historia de la metafísica” no refiere, pues, a una suerte de hipótesis o postulado teórico, es decir, no hace parte de una determinación teorética de lo ente alejada del modo concreto como se vive sino que, todo lo contrario, anclaría en lo que Heidegger llama la “historicidad” de la vida humana. El hombre nace abier- El proyecto de revaluación de todos los valores es un proyecto... de cada momento en el que se cuestiona a los seres humanos por su esti- mación del mundo, para responder a ello –un llamado a la creación, a la deconstrucción y reconstrucción, a la metamorfosis. Deborah Carter Mullen (62) (60) Filosofo de la Universidad Nacional de Colombia. (61) Profesor asociado Universidad Nacional de Colombia. (62) Esta y las posteriores citas al libro de Deborah Carter Mullen, son traducciones nuestras.

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proach to cognition. Singapur: World Scientific Publishing.

Varela, F. (1996), Ética y acción. Santiago de Chile: Dolmen Ediciones.

Varela, F., Thompson, E. & Rosch, E. (1992). De cuerpo presente. Barce-lona: Gedisa.

Watzlawick P., Beavin J. & Jackson, D. (1989). Teoría de la comunicación humana. Barcelona: Herder.

Wertheimer, M. (1954). Gestalt theory. EE.UU: Hayes Barton Press.

Wilson, R. A. y Keil, F.C. (eds.) (1999). The MIT encyclopedia of the cog-nitive sciences. Cambridge: The MIT Press.

CAPÍTULO IV

REPRESENTACIÓN Y VALOR

Esteban Quesada(60)

Jaime Yáñez-Canal(61)

Introducción

El pensamiento tradicional occidental está erigido sobre una cierta “confu-sión” que, a decir de Heidegger, habría determinado su historia y el sentido de su historia como metafísica. El pensamiento ontoteológico o metafísico sería, pues, aquél que confunde la “cuestión fundamental” de la ontología con una cuestión de teología natural, es decir, que responde a la “pregunta por el ser” (que formula en términos de una quididad) acudiendo a un ente supremo, el “ente más ente” de todos o al ente fundamento de los otros entes en su calidad de ab-soluto (“Theós”). La historia de la metafísica oc-cidental sería, precisamente, la historia de esa confusión, confusión que se hace extensible, sin embargo, y más allá de sus “propios” límites teóricos, al ámbito de lo que Heidegger llama la “praxicidad”, esto es, a la cotidia-nidad misma, al modo como efectivamente se existe. La “historia de la metafísica” no refiere, pues, a una suerte de hipótesis o postulado teórico, es decir, no hace parte de una determinación teorética de lo ente alejada del modo concreto como se vive sino que, todo lo contrario, anclaría en lo que Heidegger llama la “historicidad” de la vida humana. El hombre nace abier-

El proyecto de revaluación de todos los valores es un proyecto... de cada momento en el que se cuestiona a los seres humanos por su esti-mación del mundo, para responder a ello –un llamado a la creación, a la deconstrucción y reconstrucción, a la metamorfosis.

Deborah Carter Mullen(62)

(60)Filosofo de la Universidad Nacional de Colombia.

(61)Profesor asociado Universidad Nacional de Colombia.

(62)Esta y las posteriores citas al libro de Deborah Carter Mullen, son traducciones nuestras.

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to a un tiempo histórico determinado, es decir, en la “autocomprensibili-dad” u obviedad de los valores mediante los cuales se posibilita al hombre la comprensión del mundo, de la vida y de la muerte, del otro e, incluso, de su “sí -mismo”.

En orden a la determinación del modo de la relación del pensamiento meta-físico con el ámbito propio de la vida, de la cotidianidad, será aquí clave el concepto nietzscheano de “monótonoteología”; se trata el pensamiento me-tafísico de uno que hace del fundamento absoluto, permanente e inmutable del mundo (“Theos”, el Ser), “algo” simplemente opuesto al movimiento propio de lo contingente, vital y mundanal (Devenir), desembocando en esta su postulación de contrarios irreconciliables, en nihilismo: en la pérdi-da del sentido de todo lo trascendente, del mundo o, mejor de “éste” mundo en el que la vida terrenal es vivida, en particular, en la pérdida del sentido de la vida como sentido trascendente. Lo metafísica es, pues, caracterizada también por una monótono-teología que coloca el lugar del sentido en lo trascendental, en el reino celestial (Dios) o en el de las formas puras (“Ei-dos”) o en el del sujeto absoluto (Yo), negándole todo valor a lo concreto, a lo “terrenal” y, en ello, a la vida, y rechazando de principio que en la vida terrenal y corporal pueda contenerse o emerger valor alguno medianamente aceptable.

Hemos nacido en una época en que la metafísica habría pasado a ser el fundamento de toda ciencia pensable y de toda técnica realizable: la Mo-dernidad. Los conceptos de ontoteología y monótono-teología no pueden entenderse como lo otro de la laicización del pensamiento en la moderni-dad, como si dijéramos que con la secularización de algunos conceptos, la ciencia y la técnica pudieran desprenderse de los fundamentos teológicos sobre los que se erigen en tanto que pertenecientes a una misma historia, la de occidente; la laicización del pensar, y, en ello, también la del pensa-miento ilustrado tanto como la re-cristianización que se forma al interior del romanticismo, son aspectos diversos del mismo proceso. Para un pensa-miento acunado por la técnica y por la idea de progreso, el orden divino de la creación se irá transformando paulatinamente en “plan de la naturaleza” y, de la mano con esta determinación, en subjetividad y absoluta raciona-lidad, no sólo en plano científico sino incluso en el moral (“libre arbitrio”,

“voluntad”).

La metafísica moderna, al poner al hombre en tanto que “sujeto centrado” en sí mismo, en su razón, como fundamento del mundo, y al determinar al mundo como un puro objeto (lo “ahí en frente”) cuya esencia es, por demás, la de ser lo calculable y medible por antonomasia, convierte al mundo, a lo real o a la naturaleza en algo de lo que el hombre dispone. Este carácter de disponibilidad del mundo y de los entes, que en la cultura contemporánea se evidencia en un tecno-cientismo que lleva hasta sus últimas consecuen-cias el pensamiento metafísico (donde incluso la vida humana o la vida en general son comprendidos a título de entes manipulables), inicia ya en la determinación moderna del pensamiento como la de un “hacerse a la imagen del objeto”, “tenerlo” representado. El concepto de representación está, pues, en la base de toda determinación moderna de la cosa, e incluso, pese a las apariencias, la de aquél “sector de lo ente” que se determina como arte.

De la mano de Nietzsche y de Heidegger, se trataría aquí, en primer lugar, de mostrar que el proceso de subjetivación y objetivación absolutas de lo real (que son las dos caras del pensamiento metafísico moderno), esto es, de la radicalización de la escisión de la vida en esferas contrapuestas (divi-no-terreno, trascendental-trascendente, pasivo-activo, mente-cuerpo, etc.), acaece en el seno de la determinación del concepto de “verdad” como rep-resentación; concepto de verdad que, por otro lado, nos aparece a menudo a nosotros, hijos de una época que se fundamenta en él, como valor universal y definición pretendidamente infundada, “sobreentendida”, pues, por todos, es decir, con el carácter de lo incuestionable. En segundo lugar, se trataría precisamente de cuestionar esta incuestionabilidad del concepto de repre-sentación, es decir, de disolver la escisión o la distancia entre las “esferas contrapuestas” arriba mencionadas, mediante la formulación de un nuevo tipo de determinación del concepto de verdad y de un pensar que no oponga la “praxis” al “theorein”, ni haga primar al segundo sobre el primero, sino que comprenda el teorizar como una modalidad de la vida, del comporta-miento, de la afectividad y la corporalidad.

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1. LA DETERMINACIÓN METAFÍSICA DEL MUNDO

1.1. El mundo representado

La Época Moderna es, como indica Heidegger en el texto de conferencia de 1938, La época de la imagen del mundo. A esta época, cuyo pensamiento está radicalmente “vuelto hacia lo real”, que se ocupa sólo del “cálculo”, la “productividad” y el “dominio” sobre las cosas, el mundo y sobre el hombre mismo, no le interesa preguntarse por el sentido de su propia de-terminación de la verdad, un tipo de pregunta que define como abstracta y, por qué no, simplemente como ociosa. Al fin y al cabo, todo el mundo sabe lo que es la verdad, y preguntarse por su esencia, se dice, es no preguntar por nada.

Es que conceptos como “verdad”, “representación”, “esencia”, “ser”, “hombre”, en la tradición del pensamiento moderno se han ido convirtien-do en comprensibles de suyo, es decir, en “palabras obvias” que todo el mundo usa y cree que comprende, palabras que, usando el concepto husser-liano, se han “sedimentado”, esto es, que se han hecho parte de lo habitual y lo consabido, no ya conceptos por los que alguien pregunte. Cuestionar lo pretendidamente incuestionable, preguntar por lo obvio y consabido, es también preguntar por la historia de su sedimentación, por el sentido de su historia. Los conceptos, conjuntamente los hombres, “tienen” historia, y no por un condicionamiento exterior, sino por una necesidad que les es esencial a su sentido y a su pertenencia a una tradición de donde adquieren su significado. Hay que develar esta necesidad, mostrar la historia de su sedimentación, deconstruir lo consabido en la tradición para hacerlo “digno de ser puesto en cuestión”.

En De la esencia de la verdad (EV), Heidegger sostendrá que la determi-nación de la esencia de la verdad como “conformidad” retiene elementos

Alargar la aprehensión de todo lo aparente, del cambio, el devenir, la muerte, el deseo, para hacerse longevo –este es todo su sentido... una voluntad de nada, una aversión a la vida, una rebelión contra los presupuestos más fundamenta-les de la vida; ¡puros restos de la voluntad! Nietzsche, Genealogía de la moral.

de la teología cristiana que habrían sido “olvidados” por la modernidad, esto es, cubiertos por la tradición con capas de sedimentación de su senti-do, obviedades y autocomprensibilidades que impiden la elucidación de su verdadero origen.

Por verdad, dirá Heidegger, se comprende habitualmente lo que hace que algo sea verdadero, esto es, que sea “real”; falso, en este contexto, es lo irreal: lo fantaseado, por ejemplo. Semejante determinación se muestra equívoca a Heidegger a la hora de preguntar por algo como el “oro falso”, pregunta en la que parecería una suerte de aporía: el oro falso no es una qui-mera, es “tan real” como el oro verdadero, aunque no es “auténtico”: “‘real’ es uno y otro, el oro auténtico no menos que el circulante inauténtico... auténtico oro es aquel real, cuya realidad coincide con aquello que siempre y de antemano mentamos propiamente con oro” (Heidegger, 1970, p. 111).

El oro auténtico es, pues, aquél que corresponde con la mención “oro”, de modo que lo verdadero no es tan sólo lo real sino aquello real que coincide con un cierto estado de cosas en que le tenemos por tal. Sobre el oro in-auténtico decimos: “aquí algo no concuerda”, “aquí algo está fuera de lo común”. Verdadera no es, por otro lado, tan sólo la cosa, sino también el enunciado de la cosa. En ambos casos, se trata de una conformidad: la de la cosa con lo que mentamos, o la de la cosa con lo que se dice sobre la cosa. Aquí, la verdad se piensa como conformidad, esto es, como un “atenerse a...”, como un “ser conforme a...”.

Pero “mentar” y “enunciar” son determinación del intelecto, del modo en que los humanos conocemos: “Veritas est adaequatio res et intellectus”(63), se dirá en la tradición latina del pensamiento occidental. Esta proposición puede entenderse en dos direcciones: o bien es el intelecto, el conocimiento el que se adecua a la cosa, o bien es la cosa la que se adecua al conocimien-to. La diferencia entre ambas no es, empero, un mero cambio de plano, una alteración del orden de las palabras en la proposición: en ambos casos, intellectus y res se piensan de modo diferente. Y precisamente en esta dife-rencia está imbricada la teología cristiana.

(63)La verdad es “adecuación” de la “cosa” y el “conocimiento”.

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La verdad comprendida como adecuación de la cosa al conocimiento según se la comprende en la tradición teológica del medioevo “no alude todavía al pensamiento trascendental de Kant” (Heidegger, 1970, p. 112). En esta determinación las cosas no son todavía “objetos del pensamiento” sino en-tes creados por la divinidad. Ni es la “subjetividad” (la centración del hom-bre en el pensamiento, en la voluntad racional) la definición de la esencia del ser humano. Eso sería más bien lo propio de la modernidad, y se trata de retraernos a su fundamento.

La proposición que afirma que es la cosa la que se adecua al conocimiento alude “a la fe teológica cristiana según la cual las cosas son... sólo en cuanto que, como creadas (ens creatum), corresponden a la idea previa pensada en el intellectus divinus, es decir, en el espíritu de Dios, y de ese modo son ordenadas a la idea, adecuadas y en ese sentido ‘verdaderas’” (Ibid). Para el pensamiento medieval, que luego en la modernidad se laica-lizará, los juicios ontológicos son también juicios “éticos” sobre el orden del universo: las cosas son adecuadas primaria y fundamentalmente al es-píritu de Dios -“intellectus divinus”-, porque ese es su “mejor modo posible de ser”, esto es, “el bien” de su ser o su “no poder ser de otro modo” y por lo tanto se entienden así de manera adecuada al plan divino de la creación. Lo ontológico se confunde con lo teológico, la “necesidad de existencia” con la adecuación a lo conveniente según el plan divino, según el orden de equivalencias establecido por Dios. No se trata, sin embargo, de una suerte de adecuación sin conocimiento humano, pues desde luego el hombre entra en el plan divino. La cosa se adecua al conocimiento humano secundaria-mente, en orden al espíritu de Dios: la cosa y el intelecto humano pueden coincidir ambos como creaturas divinas(64).

(64)El entendimiento “es ordenado a la idea sólo en el caso que cumpla en sus proposiciones la adecuación de lo pensado a la cosa, que por su parte debe ser conforme con la idea”. La idea es previa al hombre y “pensada” en el espíritu de Dios, eterna, y es en ella en donde coincidirían entendimiento y cosa. “La posibilidad de la verdad del conocimiento humano, si todo ente es ‘creado’ [incluso el hombre concebido como ente], se fundamenta en que la cosa y la proposición están ordenadas a la idea en igual forma y, por eso, surgidas de la unidad del plan divino de creación, se ajustan una a la otra” (Heidegger, 1970, p. 112). Aquí hay, como es de general influencia para el cristianismo, algo del concepto platónico de “idea”. El intelecto humano y la idea no pueden, en la vida terrenal, coincidir sino parcialmente; el platonismo y el cristianismo, pensando ambos el alma como eterna, sostendrían que la posibilidad de la adecuación absoluta de la cosa al conocimiento humano es solamente posible fuera del cuerpo, en el que casi por accidente se encarna, y del mundo terrenal, en el paraíso o en el mundo de las ideas. Sobre todo esto volveremos abajo más explícitamente.

La conformidad de la cosa con el intelecto, el “ser ambos conforme al plan divino”, es justamente lo que permitirá pensar la adecuación del intelecto a la cosa. Es esto lo que sucede en la modernidad, sólo que la idea de un orden o de unas equivalencias en la adecuación, separada por la historia y por la ciencia de la idea cristiana de creación, ahora “puede representar-se, en general e indeterminadamente, como orden del mundo” (Heidegger, 1970, p. 112).

En la modernidad “temprana” el plan divino será reemplazado por un “plan de la naturaleza” que, en tanto que pensado según el orden de la técnica (por ejemplo, en Galileo o Da Vinci) será también e inevitablemente con-forme al orden del logos (recuérdese que Galileo decía que la naturaleza estaba escrita en lenguaje matemático, y que sólo los que conocían este lenguaje podrían comprenderla)(65). Y con la inmediación de este “orden del logos”, que es fundamentalmente el orden del discurso, se determinará finalmente a la cosa y al mundo como siendo conforme a las leyes y con-diciones del conocimiento humano. De ahora en adelante “el mundo puede llegar a ser un objeto cuya verdad es representada por el sujeto racional” (Carter, 1999, p. 39).

Se trata, pues, como ya habría visto Kant, de la planificación absoluta de los objetos, no ya en el intelecto de Dios, sino por la razón universal, “que se da a sí misma la ley y por eso reclama la inmediata inteligibilidad de su manera de proceder (aquello que se tiene por lógico)” (Heidegger, 1970, p. 113). El ente en la modernidad, al haber perdido su calidad de creatura, podrá de ahora en adelante ser determinado como lo puesto “ahí- frente” al hombre, esto es, como algo de lo que éste puede disponer, usar y explotar.

(65)Por ejemplo la ciencia físico matemática, que es la ciencia prototipo de la modernidad, tiene un afán notorio por determinar todo fenómeno natural de forma espacio-temporal y en términos puramente matemáticos. Dice Heidegger que “esta determinación se lleva a cabo en la medición realizada con ayuda del número y el cálculo. Pero la investigación matemática de la naturaleza no es exacta por el hecho de que calcule con exactitud, sino que tiene que calcular así, porque su vinculación con su sector de objetos tiene el carácter de la exactitud” (Heidegger, 1996, p. 79), es decir, porque define de antemano la totalidad de lo ente, no con el carácter de “lo representable” de modo matemático, sino como siendo matemático por sí mis-mo y consistiendo su objetividad en esta representatividad matemática. El juicio matemático, entonces, se adecuaría a lo real, porque lo real es matemático en sí mismo, porque pertenece a su orden, así como en el medioevo el conocimiento y la cosa coinciden en el espíritu de Dios, equivalentes y conformes en su naturaleza de creaturas.

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En relación a lo que nos interesa, el conocimiento se adecua a lo ente en general porque lo puede “tener” como objeto del pensamiento, esto es, por-que lo tiene al modo de un “hacerse a la imagen” del ente, en una palabra, como objeto al que representa.

La esencia del concepto de verdad supone, pues, el “poseer un objeto, ya sea en nuestra mente o en nuestras manos; es estar al mando” (Carter, 1999, p. 39). El hombre mismo, entre tanto, liberado de su atadura a la vo-luntad divina y de su lugar en esta voluntad como creatura, será “liberado para sí mismo”, es decir, para lo que la modernidad determinará como liber-tad de la propia voluntad (“libre arbitrio”), como subjetividad; la definición más correcta del hombre, en el contexto de su relación representativa con el ente, será la de ser un puro pensamiento. La esencia del ser humano será, pues, ser Ego Cogito.

La percepción, la imaginación, pero también el comportamiento, el juzgar, el dudar, etc., serán meras “modalidades del pensamiento”, e ingresarán en la relación entre pensamiento y objeto a título de cogitare del Ego, de este sujeto absoluto de derecho, no de hecho. La determinación del hom-bre como Ego Cogito, de la completa planificación de la razón sobre sus objetos, que no son más que objetos para el pensamiento, es al tiempo la determinación de la subjetividad como dominio absoluto sobre lo ente. El ente, en el mundo moderno, ya no tiene lugar en sí mismo: lo real está de antemano determinado como disponible para el sujeto del pensar, y lo que no cabe en esta determinación, entonces no es ente(66).

(66)Por Para cerrar esta parte, un comentario sobre el concepto de técnica en Heidegger. El concepto está desde luego relacionado con esta tendencia del pensar representativo de adue-ñarse de todo lo que él no es, esto es, de considerar el mundo como objeto suyo. Sin embargo, va un poco más allá. El orden absoluto de Ser que en la modernidad se transformó en “plan de la naturaleza”, en objetividad planificada por la subjetividad absoluta, en tiempos contem-poráneos ha devenido “técnica”, y en esto está en juego en que objeto para técnica es incluso la vida misma. Ya no es el pensamiento científico objetivante el que determina el sentido de lo existente, porque la ciencia en nuestro tiempo ha cambiado de sentido. Esto se hace com-prensible en la determinación del pensamiento científico bajo el concepto de “investigación”, en la transformación de la idea del sabio en especialista, y en la de ambos en su vinculación al carácter de empresa de todo pensamiento legitimado como científico (Heidegger, 1996, 83). La investigación científica en nuestros tiempos ha dejado de ser mero apego o búsqueda de la verdad por sí misma, se ha vuelto casi que indistinguible de su carácter institucional (Foucault es quien mejor desarrolla esta tendencia del pensar heideggeriano). Así, pues, con empresa re-fiere Heidegger a “ese fenómeno que hace que hoy día una ciencia, ya sea del espíritu o de ...

1.2. El mundo racional y su fundamento moral

El ethos teológico se ha introducido en el juzgar ontológico sobre la esencia de la verdad, sin que esto se haga explícitamente evidente: se ha sedimen-tado, y hay que hacer claro el sentido de esta sedimentación, lo que Heide-gger llama la ontoteología metafísica. Heidegger ha mostrado que la idea moderna de mundo, el orden de la objetividad pensable, tiene sus raíces en la idea de un orden según el plan divino de la creación, en la conveniencia de la existencia según ese orden. La modernidad, aunque secularice algu-nos conceptos, no puede desprenderse de las interpretaciones teológicas en las que se fundamenta su determinación de las relaciones entre conocimien-to y mundo, ente y hombre; no ha podido desprenderse de aquellas interpre-taciones que serán fundamentales a la hora de comprender plenamente su propia historia, aquellas que desde antaño vinculan esencialmente la verdad absoluta y el bien absoluto, el verdadero mundo y el mundo celestial, las conceptualizaciones puramente teóricas o científicas y los juicios morales.

Y es esto justamente lo que hace Nietzsche. Dos son para él los “tipos” de pensamiento más representativos de la historia de la metafísica, el socra-tismo y el cristianismo; estos se justifican entre sí porque comparten esa tendencia del pensar para la cual los juicios teóricos y los morales suponen un universo de cosas, verdades y valores absolutos, eternos, en una suerte de “movimiento positivo” en que sin embargo, está implícita una “negati-vidad”, esto es, la de la identificación de la nada con lo contingente y en devenir, incluso con la propia vida.

(66)...la naturaleza, no sea reconocida como tal ciencia mientras no haya sido capaz de llegar hasta los institutos de investigación. Pero no es que la investigación sea una empresa porque su trabajo se lleve a cabo en institutos, sino que dichos institutos son necesarios porque la ciencia en sí, en tanto que investigación, tiene el carácter de una empresa. El método por el que se conquistan los diferentes sectores de objetos no se limita a acumular resultados. Más bien se ordena a sí mismo en cada caso, con ayuda de sus resultados, para un nuevo proceder anticipador” (Ibid). El “proceder anticipador” de la física de inicios de la modernidad era la determinación apriórica del conjunto de lo ente como matemático en su esencia, es decir, como si el orden de lo matemático fuera en tanto tal el orden de lo real, de lo objetivo; en nuestro tiempo, sin embargo, la investigación científica a modificado su “proceder anticipa-dor”, que ya no es la objetividad matemática, sino que ahora, a decir de Heidegger, “en la maquinaria necesaria en física para llevar a cabo la desintegración del átomo [donde] se encierra toda la física existente en la actualidad” (Ibid). En una palabra: como técnica nuestra época anticipa el ser del ente.

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Así, por ejemplo, según la conocida metáfora platónica, con la luz del sol se verían las verdaderas cosas, esto es, las cosas tal como son en sí mismas (en su “eidos”, en la pura forma racional), mientras que, por ejemplo, con la luz producida por una fogata sólo se verían propiamente sombras y fan-tasmas de cosas, simples apariencias de las mismas (su “hyle”, su materia o contenido sensible). Es esto último lo que acostumbran a ver los mortales, encerrados ellos en una caverna a la que no llega la luz del sol, sino la de una simple fogata, y engañados creyendo que su caverna es el verdadero mundo, que las apariencias que ven, tocan y oyen son las cosas en sí mis-mas. Entre los mortales hay, en este orden de ideas, un particular y delez-nable grupo de hombres (que deben ser expulsados de la República), los poetas y demás artistas, quienes, además de estar engañados, pretenden que los demás hombres continúen en su engaño: con sus obras presentan a los demás como verdades lo que son apenas reproducciones de las apariencias sensibles de las cosas, representaciones de lo que es ya una ilusión.

Al verdadero mundo no se llega viendo, escuchando, palpando; no cuando ver, escuchar y palpar son funciones del cuerpo. El cuerpo es aquello que no alcanza la dignidad del concepto racional; las verdaderas cosas, las que habría que buscar con la “luz natural” del hombre, con la razón, sólo las buscan los filósofos o científicos, no los artistas ni los técnicos. Filósofos y científicos viven buscando la verdad, y esa es, además, una buena vida, más aún, la mejor manera posible de vivir. Quienes, por el contrario, viven entre las sombras de la caverna, los mortales y sobre todo los artistas, viven en el engaño.

Ésta forma de vivir será para el socrático una vida que no se ha hecho plena en el saber, que no se ha reconocido en su valor eterno. Una vida de apa-riencias, de cosas sensibles, de cuerpos, es una vida sin valor. El socratismo es un pensamiento que pone a la vida del lado contrario del valor, porque el valor se pone del lado de la contemplación de las esencias eternamente verdaderas; el mundo terrenal, el cuerpo sensible y la vida cotidiana care-cen de valor porque carecen de eternidad, son un puro fluir del devenir, pura contingencia. Es claro que lo que hay de fondo en el mito platónico de la caverna no es una cuestión puramente cognoscitiva (el reconocimiento de la razón como lugar de la verdad), sino también y fundamentalmente una

cuestión moral.

El pensamiento cristiano hace algo similar. El mundo de lo eternamente verdadero, el mundo de Dios, no puede ser el mundo sensible, no (sólo) porque éste sea pura apariencia de aquél, sino más bien porque la vida terre-nal es una suerte de prueba, de situación difícil que habría que transar para entrar en la “verdadera vida”. Es, sin embargo, en esta vida, en la terrenal, donde se decide el ingreso al otro mundo; el cristiano sabe que este mundo, sensible y de apariencias, de pasiones y perversiones que aloja al cuerpo, es el lugar del pecado, del error, y que debe cuidarse de evitarlo, de negar o luchar contra su propia condición terrenal, corporal. No es, pues, en el cuerpo, ente corrupto y perverso, principio de todos los males, sino en el refugio del espíritu donde está la salvación. Según la ley de las tablas, el verdadero valor está en lo eterno y puro (un valor del que, desde luego, ca-rece el cuerpo, manchado como está por el pecado). Sólo en la búsqueda de ese valor se gana el hombre el acceso a la vida supraterrenal, que es la ver-dadera condición de su alma, luego del fenecimiento de su cuerpo. El ver-dadero mundo es, pues, aquel en que se vive luego de la muerte del cuerpo, un mundo puramente moral en el que cada cual será realmente juzgado(67).

La postulación de otro mundo es, en ambos casos, una forma de negación de la vida terrenal. Se trata del desalojo de la verdad y del valor del mundo en el que se vive, de la postulación de un ámbito de inefabilidad de lo ver-dadero y de lo valioso, fundamentada en la diferenciación, en la escisión entre lo real y lo aparente, la esfera de la luz (o de la iluminación) y la de oscuridad, el alma y el cuerpo.

En estos dualismos se fundamenta desde antaño la metafísica; metafísica que en el contexto de la secularización de su pensamiento, al desaparecer el Demiurgo del ámbito de la explicación y de la justificación, postula una ra-zón universal centrada en la subjetividad humana. Los dualismos se man-

(67)Es interesante observar cómo la representación de la ascensión en cuerpo y alma no está acompañada de las descripciones de los placeres corporales que en el paraíso el hombre ten-dría; al parecer, en el paraíso la humanidad perdería su condición corporal. En el infierno, por el contrario, la mantendría, y sobre su cuerpo se descargarían la mayoría de los sufrimientos. El cuerpo aparece siempre en la descripción bíblica ligado a lo perverso y a lo terrible, y es fundamentalmente la condición corporal humana contra la que el cristianismo atenta.

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tienen, porque son el fundamento del pensar, mientras el absoluto se trans-forma en su determinación.

La moral moderna es una moral metafísica, esto es, una moral como para un sujeto sin cuerpo: una moral para una vida definida en términos pura-mente racionales. El hombre de un sujeto que debe actuar según una “ley moral ideal” que él mismo se da y de la cual es “responsable”. Todo sucede, empero, como si éste simplemente se posesionara “del cascarón vacío de su cuerpo-objeto” (Carter, 1999, p. 8), habitándolo con disgusto, como si vivir corporalmente fuera asumir con estoicismo una suerte de fatalidad; el cuerpo no entra en modo alguno en la definición moderna de ser humano (“yo no soy esa colección de miembros llamada cuerpo humano”, decía Descartes en la Segunda Meditación).

Mientras que el hombre, puro pensamiento, es libre, el cuerpo está deter-minado; mientras que el cuerpo se guía por placeres como los carnales o instintuales, el sujeto autónomo es quien, mediante la fuerza de su espíritu libre, controla cualquier ímpetu, cualquier tendencia o coacción de su cuer-po. La responsabilidad moral, de hecho, está vinculada desde inicios de la modernidad con éste concepto de “elección libre” y autodeterminada, con la decisión del sí-mismo puesto ante lo eterno, lo incambiable de una ley moral. Gracias a esta ley se decide en contravía de la tendencia de la irre-flexividad, de la animalidad que “todavía” guarda y sufre el hombre por el hecho de tener un cuerpo(68).

Es que la moral metafísica, además de estar fundamentada en una dualidad pretendidamente insolucionable (mente-cuerpo), se justifica como depen-diente de categorías puramente mentales (se habla a menudo de la moral

(68)La moral moderna requiere ser instaurada en lo eterno, en lo puramente ideal, “en las leyes divinas concedidas por encima de nuestro caótico mundo de ligeras apariencias” [Carter, 1999, 80]. El escepticismo, supuesta contracara del idealismo, no niega el mundo sino su fundamento: parte de la experiencia como del único fundamento de la actividad humana y, sin embargo, al mostrar que la vida está anclada a la experiencia, a la tierra y al cuerpo, y que ni el mundo ni la vida tienen un fundamento ideal (a no ser que se suponga) sino uno puramente contingente, termina por determinar a la vida como carente de valor, por asumir que el valor se encuentra en lo social, en las normas vigentes, en lo público. Idealismo y escepticismo no son más que dos aspectos del mismo proceso, dos formas de negar el valor de la vida por sí misma, del cuerpo, de lo sensible; o, en otros términos, es una y la misma forma de decir que ningún valor puede proceder o pensarse desde estos.

como de una “ciencia deductiva”, con principios y axiomas). Más aún, en la medida que en la moral moderna se discute casi que fundamentalmente sobre la dupla “altruismo-egoísmo”, se supone ya una distancia entre el acto y su motivo, entre el medio y la finalidad (en última instancia, entre un cuerpo-objeto y el sujeto de este cuerpo). Distancia que, tiende a hacer de lo primero dependiente de lo segundo, y a esto segundo el único objeto de la moral.

Estos dualismos dependen todos, según Nietzsche, del principio fundamen-tal en el que se han erigido y en el cual adquieren todos los conceptos su sentido y su lugar. Un principio que, por demás, se ha hecho casi que insondable en su origen: la dualidad bien-mal(69), determinada como una contienda (de origen cosmológico) en la que el contrincante debe ser abso-lutamente exterminado y en la que sólo puede resultar vencedor uno de los dos polos: el bien. Encontramos, pues, tras la moral moderna la teodicea: hay un único principio, que es el bien, y de lo que se trata es de compren-der al mal como una perversión o privación del bien, esto es, de quitarle al mal su lugar, de negarlo como principio independiente del bien. “Para la ontoteología, el bien es lo que no es creado sino que ya siempre es, y siempre será”; “el ser es bueno y verdadero; el devenir se manifiesta a sí mismo como una carencia de ser, el lugar del nacimiento del pecado y el error” (Carter, 1999, 81).

Para la concepción metafísica, socrática y judeocristiana, con Dios o con el Ser, con el Bien o con el Orden del Universo, se trata del mismo principio absoluto de lo existente. De hecho Platón, cuando habla del “mundo de las ideas” y lo jerarquiza, pone a la idea del Sol, que es la que representa al Bien absoluto, como fundamento y realidad de todas las demás.

Así, pues, ¿hasta qué punto es insondable este origen de la moral? ¿De dón-de provienen los dualismos, el sentido de los juicios morales? ¿En qué tipo de relación se encuentran socratismo y cristianismo respecto de este ori-

(69)El cuerpo, el medio, el acto mismo, esto es, todo lo que implique movimiento, génesis, devenir, la vida, por ejemplo, estará relacionado con lo malo, con lo perverso; el sujeto, el fin, el motivo, esto es, todo lo centrado o que implica un centramiento, una quietud, será lo bueno, lo deseable, y así, el objeto propio de la moral.

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gen? Nietzsche utiliza varias metáforas con las que intenta recomponer el origen histórico, la procedencia de este sentido de lo moral. La que parece más explotable, por su riqueza en imágenes, es la metáfora del cordero y el ave de presa. La segunda imagen, la del ave de presa, un águila, por ejem-plo habla del símbolo que han utilizado los imperios griego y romano para hablar de su propia fortaleza y nobleza. La imagen del cordero, por el con-trario, es el símbolo que Nietzsche utiliza para hablar del pueblo cristiano, de hecho, una imagen de la Biblia misma. No hay que dejarse confundir, sin embargo, por interpretaciones culturalistas o xenofóbicas. Griegos, ro-manos o judíos son también símbolos que refieren a cierta condición del espíritu humano, a cierta comprensión de lo moral y del vivir moralmente que habría que sacar cuidadosamente a la luz.

A la moral del aristócrata Nietzsche le llama una moral afirmativa de la vida. El noble, el guerrero, es un espíritu libre, pero no en el sentido de la modernidad. No es libre porque sea racional, ni porque domine a su propio cuerpo con la intelección; es libre justamente por todo lo contrario, porque su inteligencia sirve a su corporalidad. Hay aquí, sin embargo, una diferen-cia, pues no se trata del mismo concepto de cuerpo de la ontoteología, algo así como un objeto entre otros que el hombre, simplemente, habita.

El aristócrata vive su corporalidad y según su corporalidad, sin querer afir-marse por encima de ella, no se niega a sus instintos: vive, pues, afirmati-vamente, esto es, satisface cuanto desea. En eso consiste su fortaleza: es un ave de caza cuya apetencia sacia de inmediato, y que considera todo saciar como bueno.

La moral judeocristiana nace justamente del temor que suscitan las aves de presa a los corderos, los esclavos u hombres débiles que no consiguen lo que quieren y que, por ello, son susceptibles de perecer; es una moral que surge como un mecanismo de defensa. Sintiéndose (corporalmente) menos apropiados para la supervivencia que los aristócratas, los hombres débiles se vengan de ellos. Esta venganza consiste en una conversión, en lo que Nietzsche llamará una “transvaloración de los valores”. Surge, pues, entre los débiles y esclavos una casta, la sacerdotal. Entre guerreros y sacerdotes se produce, entonces, una lucha; lucha que sucede al nivel de lo corporal,

siendo que aquí esto corporal no tiene el sentido de lo físico; si fuera así, la casta sacerdotal no habría salido victoriosa, como es evidente. El cuerpo, más allá de lo físico o fisiológico, es para Nietzsche el lugar del instinto.

La comprensión del cuerpo como cosa física es, por demás, propia de la moral judeocristiana y del socratismo, y es una comprensión inadecuada que le propone al hombre conjuntamente a su cuerpo físico un alma espiri-tual; alma que, en el proceso moral de transvaloración, seria justamente el lugar donde se reprime la apetencia, los instintos y su realización, el lugar de toda verdad y todo valor universales.

Lo que en La Genealogía de la Moral se determina como la rebelión de los esclavos en el plano moral, sucede, pues, en el plano instintual. Así, mien-tras el guerrero vive afirmando su vida, realizando en cada acto el objeto de su deseo, el sacerdote lo niega por doquier y, negándolo, se niega a sí mismo: le dice no a su instintualidad, a su cuerpo, a su vida. Mejor aún, el sacerdote convierte a la perspectiva del cordero en el único principio moral, en el fundamento indudable de todo juzgar.

Lo bueno en términos del aristócrata, lo que potencia y afirma la vida, la realización de lo deseado, es trastocado por la moral del cordero en lujuria, en algo indeseable y en puro hedonismo, en perversidad o en lascivia de un hombre que, ya por ello y por principio, está condenado. Lo malo y lo feo, por el contrario, lo indeseable para la vida, la represión del deseo o la impo-tencia (la pobreza, el hambre, etc.), se transforma entre tanto en lo bendito, es lo sagrado mismo, representa la promesa. La perspectiva del cordero, que es ahora “cordero de Dios”, se convierte en “la verdad” y en “el bien”, dejando, pues, de ser verdad y bien de una perspectiva(70).

(70)Roma ha sido vencida por Judea, justo en el momento en que Roma se piensa como Judea: “el romano se vuelve judío, el ave de presa un cordero” en el momento en que la perspectiva del cordero se convierte en la única perspectiva posible de comprensión del hombre y de sus actos, de juzgar moralmente y de proyectar la historia y la verdad; es decir, justo cuando “todo se pone al servicio del único, de la verdad y del bien” (Carter, 1999, 20). Como sabemos, no sólo en el cristianismo sino también para el socratismo las ideas de Verdad y el Bien van de la mano con la “prudencia”, la “virtud” y la “perfección”. Todos los juicios morales que nacen del socratismo o del cristianismo son unilaterales: “dondequiera que el socratismo dirige sus ojos escrutadores, ve la carencia de discernimiento y el poder de la ilusión; y desde esta...

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La conservación de la vida, representada por la moral sacerdotal, es el valor metafísico por excelencia; supone vivir y comprender la vida en términos de lo que vendrá, es coartar el poder de decidir ahora por los cambios, lasexigencias y los sentidos. De la multiplicidad de la acción, esto es, de lo posible (del “poder ser” o el “poder hacer” del hombre) provenía la forta-leza del aristócrata. Ahora el hombre, sumamente reflexivo y profundo, es débil, esto es, tiende a menospreciar o a negar su acción, a asumirla como la responsabilidad de una voluntad pura y abstracta (libre albedrío), en una suerte de cálculo, relegado siempre por la propia fuerza del deber, por la ley moral universal. “La noción de una voluntad libre, imposible de conceptua-lizar sin el ideal de un sujeto separado del cuerpo humano y distante de las contingencias del mundo humano, se convierte en el sentido por el cual se le exige al fuerte renunciar a su fortaleza; es decir, en la herramienta por medio de la cual el sí es exhortado a ser un único sí-mismo” [Carter, 1999, 21].

Mientras más puro sea el hombre para sí, dirá el sacerdote, mientras más centrado esté en su sí-mismo y mientras más libre sea de las ataduras del instinto, será más libre. El hombre debe vivir, pues, de acuerdo a un ideal ascético, si es que quiere acceder al verdadero mundo, a la verdadera vida. A la par, pues, que la creencia en un “segundo mundo” y en el alma como diferente del cuerpo, mejor aún, como la contracara del mismo proceso (al que Nietzsche determinará como un proceso imaginario), el ideal ascético hace nacer en el hombre “un interés, una tensión, una esperanza, casi una certeza, como si con él se anunciara y se preparara algo, como si el hombre no fuera una meta sino sólo un camino, un episodio, un puente, una granpromesa” (Nietzsche, GM; citado por Carter Mullen), como si su vida no fuera más que una espera, el arrojamiento absoluto a un porvenir frente al que no se tiene decisión ni poder alguno.

(70)...carencia infiere la esencial perversidad y censurabilidad de todo cuanto existe” (Nietzs-che, Nacimiento de la Tragedia; citado por Carter Mullen).

2. EL HORIZONTE DE LA VIDA Y LA METÁFORA ARTÍSTICA

Para Heidegger tanto como para Nietzsche, en la determinación metafísica de lo existente como contingente y, por tanto, como falto de fundamento y de valor, y en la subsiguiente postulación de la supremacía de lo racional (Logos, Yo) y permanente (Dios, Ser), está en juego el origen de un tipo de conocimiento que pierde su anclaje en la vida. Esta pérdida de anclaje debe entenderse en el sentido que esta forma de conocer no reconoce su propio origen. El pensamiento metafísico es un pensamiento que descono-ce su proveniencia y que se quiere sin proveniencia, que piensa su verdad (divina u objetiva) y su valor fuera de todo contexto y horizonte, que niega el devenir del mundo, y el suyo propio. Que la metafísica desconozca su propio origen, también quiere decir que desconoce su lugar en el ámbito de la existencia; es decir que, desconectando toda determinación que no pase por lo que tiene como objetivo o valioso, la metafísica cree indeterminado el horizonte de experiencia al que pertenece. La metafísica supone poder ir más allá del horizonte de la existencia, de lo contingente. “Persiguiendo su deseo de objetos que puedan ser conocidos, los seres humanos han olvida-do que hay más ser en el mundo que cálculo, medida y posesión” (Carter, 1999, 39). Ha olvidado, de hecho, que estos son también objetos de un cierto tipo de deseo, de instinto que se ha ido constituyendo en verdad a lo largo de la historia, que tiene, pues, una génesis, que es sedimentación.

La percepción, la imaginación, el juicio, la duda, etc., no son actos aisla-dos. Ningún acto, ningún comportamiento tiene sentido fuera del contexto y de la situación en que acaecen; más allá de los sentidos y los significa-dos actuales y particulares en que me es dada la cosa, en que se me hace comprensible un juicio, etc., hay un cúmulo de posibilidades que el sujeto tiene potencialmente, mejor aún, que es potencialmente; por eso Nietzs-che y Heidegger definen al hombre como “poder”, como “potencia”. Toda experiencia, todo juicio, etc., tienen un horizonte de existencia, unas trans-formaciones posibles, no únicamente una orientación de tipo racional y ob-jetivo; y ese horizonte de existencia es la vida humana, esto es, los sentidos concretos en que el comportamiento, sea del tipo que sea, se abre a las cosas. Es el modo como se ha aprendido según una determinada tradición cultural a comportarse, en una “apertura al mundo”.

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Retornar, dice Heidegger, a la comprensión del mundo como horizonte de la vida quiere decir: pensar al mundo como lugar del acontecer del ser-humano. El ser del hombre acontece, es decir, no es una esencia atrás de una apariencia, sino un acontecimiento mundanal, aunque no de cualquier tipo. El comportamiento humano, cuyo sentido corresponde a un determi-nado tipo de apertura, a una disposición afectiva, depende de un horizonte en el que tiene sentido hablar de verdad. No hay algo incuestionable, sin un horizonte, en el que lo que emerge de este modo se muestre como ver-dadero. La esencia de la verdad, más allá de ser una relación concreta de un ente y un juicio, de un estado de cosas y una mención, es la apertura del hombre al mundo.

Para Heidegger y para Nietzsche, la vida, la existencia no está, pues, en un reino opuesto al reino de la verdad, el devenir no está del otro lado del Ser. Para ambos, la verdad emerge y sólo puede emerger de la vida, de la tierra, como un fenómeno sensible y no como uno puramente ideal. Decir que la verdad es estética no implica que sólo la Estética (la teoría del arte) o el arte descubran la verdad, sino que en cada caso ésta es descubierta como un fenómeno estético. Los griegos, por ello, decían que el mundo era un “aisthanesthai”, algo de naturaleza sensible.

Ahora bien, ¿en qué consiste esto sensible, cómo redefinir aquí la percep-ción para evitar irse al polo opuesto de la metafísica y determinar lo su-praterrenal como carente de valor? ¿Si el cuerpo no es un objeto físico, cómo cambia ello el concepto de percepción? ¿Cuáles son, finalmente, las relaciones entre vida, verdad y arte, si la verdad es un fenómeno estético?.

El hombre socrático y el sacerdote, en su afán de establecer el no-valor de la vida, de afirmar en contravía suya el valor de lo inefable y absoluto, determinan a la vida en lo que le es más esencial: en la necesidad de los puntos de vista, de la perspectiva y del error. La perspectiva, el error, la opinión, son determinaciones con que el socratismo refiere al ámbito de lo sensible, de la “hyle”. Ahora bien, los argumentos que arguye contra lo sensible son de la misma naturaleza que aquellos con los que arguye contra el arte como expresión máxima de lo sensible: el engaño, la ilusión de vivir en la pura apariencia. Invirtiendo la presentación de esta crítica, podríamos

decir que “si uno no ve valor alguno en el arte, es porque ubica el no-valor en la vida” (Carter, 1999, p. 4)(71).

La noción de arte en Nietzsche pretende ser al tiempo una recuperación de la forma de vida aristocrática, esto es, una metáfora para la afirmación de la vida, la postulación de una nueva definición del concepto de “conoci-miento”. Esto se formula en distancia con la determinación metafísica del pensar, como el cogitare objetos puros de un Ego puro. Ambas cosas estás íntimamente vinculadas en la noción de artista, y es en ésta en la que nos detendremos en lo seguido.

El artista, que para el Nietzsche del Nacimiento de la Tragedia, es quien usa su visión no para ver como son las cosas en sí mismas, sino para captar en ellas lo que “le revelan en el crepúsculo”. Él es el sujeto que toma a las cosas en su valor de apariencias, y el que reconoce el valor de la vida misma en su contingencia.

El metafísico fabula un hemisferio de valores y verdades absolutas para darle sentido a su existencia. Dios, la verdad de lo en sí, el Ser, etc., son fabulaciones que hacen soportable la vida y posible la supervivencia. De modo que los errores de que acusa Nietzsche al metafísico no atañen a la falsedad de sus doctrinas y argumentos, sino a que no identifica sus fabula-ciones como lo que son, creaciones humanas, actos vitales(72).

(71)A lo que se dirige este nuevo tipo de ordenación, esta inversión que ofrece Nietzsche, es a mostrar que la degradación del arte no puede ser más que algo sumamente pernicioso, “el más bajo signo de la enfermedad abismal, el cansancio, el desanimo, el abatimiento y el empobre-cimiento de la vida” (Nietzsche, 2007), el síntoma de aquella enfermedad cultural con la que Nietzsche determinará a su tiempo y el porvenir de su época: el nihilismo.

(72)El socrático se supone investigador de la verdad, piensa su papel como el de un contem-plador, cree atenerse al trabajo disciplinado como a la espera por el descubrimiento, así como el sacerdote, en la espera de la promesa hecha a su rebaño, se mantiene firme en la esperanza, antipático a la vida y a sus manifestaciones mundanales, y ninguno de ellos parece darse cuen-ta de la intensa actividad realizadora que hay en juego en ello, de la propia consistencia de la vida en y como acto creativo.

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Las verdades y los valores son verdaderas y valiosas creaciones, sólo así responden al mundo propiamente humano; valen, pues, estéticamente(73). Pero el concepto de valor estético no sólo implica la creación de valores y verdades para darle sentido a la vida, sino que también es la afirmación de que esos sentidos tienen una naturaleza propiamente perceptual. Empero nuestras creaciones no son simples instantes fugaces, acaecimientos de la nada que se perderían también en la nada. “Este poema inventado por no-sotros será aprendido, ejercitado continuamente..., y traducido en carne y realidad, incluso en cotidianidad” (Nietzsche, 1985, p. 301). Si de algo va-len las fabulaciones, si Nietzsche habla de un “antropomorfismo estético”, es porque el valor, la verdad creada, se incorpora, entra a hacer parte del entramado instintual que somos. En esto consiste el devenir de una perspec-tiva. No somos, pues, Egos ambulantes, centraciones que simplemente reci-birían del medio. Qua corporales, nuestros instintos están siempre puestos en el juego del poetizar, de la creación de valores y verdades que den senti-do a la existencia. Como creativo, el cuerpo es del mundo: su creación no es el enigma mágico del reino metafísico, sino una respuesta al llamado de la existencia, al horizonte mundanal en el que estamos arrojados. “Lo creado, lo originario, no se erige desde algo absoluto, una aislada causa primera, sino que ocurre como acontecimiento del mundo” (Carter, 1999, 74).

Artista es, pues, aquél que se instala en su propia perspectiva sobre el mun-do, pero para el mundo y no para sí mismo; quien otorga realidad al mundo en el que vive, quien hace al mundo habitable para el hombre. Pero el acto creativo requiere de un crearse a “sí mismo”, un concepto de subjetividad en devenir acorde con el devenir de lo real. Semejante concepto de subjeti-vidad se encuentra, de nuevo, en el reconocimiento de lo corporal como lu-gar de anclaje y diálogo con el mundo. Que el cuerpo sea apetencia, instin-to, no significa que en cada creación sea “el mismo” apetente el que realiza; significa que el hombre “a través de muchos individuos quisiera ver como por sus propios ojos y prender como con sus propias manos” [Nietzsche, 1985, 249]. El creador no es el “padre omnipotente” de sus creaturas, sino

(73)“El carácter del mundo es en todo eternamente caos –no en el sentido de carencia de necesidad sino en el de una carencia de orden, disposición, forma, belleza, cordura, y cua-lesquiera otros nombres que haya para nuestra antropomorfismo estético” (Nietzsche, 1985, p. 109).

cuerpo y sangre que experimenta la dolorosa labor de dar(se) a luz, quien reinicia su labor de parto a cada instante porque, aunque pueda reconocerse en sus creaciones, no quiere afirmar ninguna de ellas como realidad abso-luta. Por eso Nietzsche identifica al artista con una madre. Como “madre”, el artista “tiene la fuerza del amor a su hijo; ella, en efecto, afirma su dolor por amor a su hijo” [Carter, 1999, 73]. No hay distancia entre creador y creatura, cada cual está entretejido, metamorfoseado en y como el otro(74).

La creación es, pues, la celebración de la vida en su estado de constante nacimiento. La vida, en ello, es como “una obra de arte en progreso pero nunca perfeccionada, un ciclo de generación y destrucción que transforma lo antiguo en lo original... lucha y devenir y fin y oposición al fin” (Carter, 1999, 74).

(74)El “Uno no da a la luz en el dolor, uno da a luz del dolor: el hijo lo representa y de ahora en adelante se instalará en él, es su continuación” [Nietzsche, Ocaso de los Ídolos; citado por Carter Mullen]; la labor de la madre no es sólo el parto, ni el dolor es solamente el dolor del parto. La madre, cuidando del niño, debe enseñarle a parir, es decir, a crear. Pero crear es doloroso, no una actividad meramente placentera. “Dolor es la pronunciación del todo”, afirma Zarathustra.

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3. REFERENCIAS

Carter, D. (1999). Beyond subjectivity and representation: perception, expression and creation in Nietzsche, Heidegger and Merleau-Ponty. Lantham: University Press of America.

Heidegger, M. (1996). Caminos de bosque. La época de la imagen del mun-do. Madrid: Alianza.

Heidegger, M. (1970). ¿Qué es metafísica? La esencia de la verdad. Bue-nos Aires: Siglo XX.

Nietzsche, F. (1996). Genealogía de la moral. Madrid: Alianza Editorial.

Nietzsche, F. (2007) Nacimiento de la tragedia. Madrid: Biblioteca Nueva.

Nietzsche, F. (1996). Humano, demasiado humano. Madrid: Editorial Akal.

Nietzsche, F. (1985). La Gaya Ciencia. Caracas: Monte Ávila.