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- Re públi ca de la s L e tra s N." 18 JULIO, 1987 ULTIMA S TEND EN CIAS DE LA ESPAÑOLA (1) - EDITA: ASOCIACION COLEGIAL DE ESCRITORES DE ESPAAA

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LAS ULTIMAS TENDENCIAS DE LA LITERATURA ESPAÑOLA I

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-

R e públi c a d e la s L e tra s

N." 18 JULIO, 1987

ULTIMAS TEND EN CIAS DE LA

I~ITERATURA ESPAÑOLA (1)

- ~-EDITA: ASOCIACION COLEGIAL DE ESCRITORES DE ESPAAA

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R d e

Revista de la ASOCIACION

N.o 18

Director:

Andrés SOREL

Consejo de Dirección:

Raúl GUERR·A GAHAIOO Isaac MONTERO

Carmen BRA VO-VILLASANTE Gregorio GALLEGO

Antonio FERRES Juan MOLLA

Redacción y distribución:

ASOCIAOION COLEGiAL DE ESCRITORES Sagasta, 28, 5.° - 28004 Madrid

Teléf. 4467047

Confección:

Angel PATON

e

REPUBLlCA DE LAS LETRAS deja absoluta libertad de opinión a todos los escritores que escriben en la revista, lo cual no significa que se identifique con los juicios crfticos en ella vertidos. Encontrarán acogida en sus páginas, las réplicas o matizaciones a dichos artículos, siempre que así fo considere opor-

tuno el Consejo de Dirección.

Los trabajos e informaciones publicados en REPUBLlGA DE LAS LETRAS pueden ser reproducidos l ibremente siempre que se cite

su procedencia.

/ b 1 p u 1 e a 1 a s .Letras

COLEGIAL DE ESCRITORES

JULIO, 1987

Sumario

Editorial .. . Oo . Oo' Oo, Oo. Oo, Oo , Oo, Oo,

1. ¿UN l.!ECTOR COSMOPOl.!lTA?

¿Un lector c·ada día más cos­mopolita? Andrés Amorós Oo, Oo,

La hora del lector hoy, todavía. Años 80. José Antonio Fortes ...

¿Quién es el lector cosmopolita y dónde se encuentra? Gonzalo Santonja Oo, Oo, Oo, Oo, Oo, Oo, Oo,

Págs.

3

5

7

13

19

2. ¿GOLONIZACfON LITERARIA?.. 23

José M. Caballero Bonald Oo' 25

Jesús Pardo Oo. Oo, Oo. Oo, Oo, 29

Formas nuevas de colonialismo. Andrés Sorel Oo , Oo. Oo, Oo' Oo, Oo, 35

3. ¿UNA LENGUA MAS POBRE? Oo, 39

Hacia una lengua más pobre. Julio Llamazares Oo. '" '" Oo. 41

Lengua y sociedad. Jesús Sán-chez Lobato Oo, Oo, Oo, Oo, '"

Alonso Zamora Vicente ... ... . ..

4. ¿NUESTRA REALIDAD AUSEN-TE? Oo, Oo, Oo, Oo' Oo, Oo' Oo,

Juan García Hortelano ...

Isaac Montero ... . ..

Domingo Ynduráin ...

45

51

57

59

64

69

Page 4: REVISTA 018

2 SUMARIO

Págs.

5. ¿SUBJETIVIDAD O GENEROS? 75 La filosofía como ensayo. Euge-

Mundos propios, abismos perso-nales. Luis Mateo Díez ........ .

Santos Sanz Villa nueva ... ... .. .

La subjetividad y los géneros. Manuel Vázquez Montalbán . ..

6. ¿CLASICISMO O VANGUARDIA?

Félix Grande .. .

Fanny Rubio . . .

77

81

88

91

93

97

nio Trías .............. .

8. LITERATURA Y SOCIEDAD. ¿COINCIDENCIA O DISFUN-CION? ................. .

Sociedad y compromiso literario.

José María Merino ... ... ... . ..

La calle y la letra. Lourdes Ortiz.

NOTAS A UNAS JORNADAS ...... Luis Antonio de Villena ... ... 102

7. ¿ENSAYO, CIENCIA O CREATI-

Balance de unas jornadas. Isido­ro Pisonero ... ... ... ...

VIDAD? ...... ....... ..

Carlos París ... . ..

Luis Racionero ...

107

109

115

Libros y revistas recibidos

Indice de Grabados ......

ses

JUNTA DIRECTIVA DE LA A. C. E.

Presidente: Raúl GUERRA GARR¡DO

Vicepresidentes: Isaac MONTERO E~ena SORIANO

Secretario General: Andrés SOREL

Págs.

120

129

131

136

141

143

148

152

Vicesecretario: Tesorero: Asesor Jurldlco: Cannen 8tRA VO-VILLASANTE

Antonio FERRES Teresa BARBERO

Gregario GALLEGO

Vocales: Mellano PERAILE

Jesús PARDO

Consejeros:

Juan MOLLA

Lauro OLMO Jacinto LOPEZ GORGE

Carmen CONDE Carlos BARRAL Mercedes SALlSACHS Eduardo -DE GUZMAN Francisco GAHCIA PAlVON

---------PRESIDE'NTES SECCIONES AUTONOMAS ---------

Andalucía: Catalunya: Asturias: Rafael DE COZAR José CORREDOR MATHEOS Victor ALPERI

Traductores: Esther BENlliEZ

Page 5: REVISTA 018

EDITORIAL

Ofrecemos en el presente número de REPUBLlCA DE LAS LETRAS los textos de las conferencias que sobre el tema de "Ultimas tendencias de la literatura española" se ofrecieron en el " Ciclo de los Martes y los Miércoles con las Letras Españolas organizados conjuntamente por la Facultad de Filología de la Universidad Complutense de Madrid y la Asociación Colegial de Escritores.

Ocho jornadas cuyo resumen final es valorado en este mismo número. La importancia de los temas, la diversidad de los tratamientos dados a los mismos, han motivado a esta publicación para darles una continuidad con trabajos que escritores miembros de la ACE ofrecerán en un pró­ximo número de la revista.

El debate escrito abrirá sin duda sugerencias para futuras participaciones de este monográfico que tanto in­terés ha despertado. Por otra parte es justo subrayar la consolidación de las Jornadas conjuntas ACE-Universidad -recordamos que las del año pasado fueron dedicadas a La Guerra Civil: Cultu·ra y Literatura- que en el año 1988 celebrarán su tercer ciclo.

Además de las Conferencias, el 24 de marzo de 1987 se celebró en la Biblioteca Nacional un debate general entre la mayor parte de los escritores participantes en las mismas y el público y escritores invitados.

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4 EDITORIAL

Junto a los problemas profesionales, que son sin duda el gran caballo de batalla de la ACE , ésta abre sus páginas especializadas a los debates monog.ráficos que t ienen re­lación con el hecho de escribir y colabora en dar a conocer la literatura de otros pueblos no suficientemente divulgada en nuestro país dadas las dependencias mercantiles que hoy tiene la misma.

Es así como REPUBLlCA DE LAS LETRAS, a través de sus test imonios , trabajos originales y encuestas, aspira a ir encontrando un lugar en el presente , en la biblioteca, en la memoria literaria de nuestro tiempo. Las últimas ten­dencias de la literatura española enfocan , desde el aspec­to lingüístico, desde la creación , desde la dependencia u originalidad , el ser hoy de nuestra obra escrita. Todo diá­logo que contribuya a abrir será bien visto por quienes al ientan esta publicación.

--.............. -----

ULTIMAS TENDENCIAS DE LA LITERATURA ESPAÑOLA

Organizaron : Asociación Colegial de Escritores y Facultad de Filología de la Universidad Complutense.

Colaboraron : Ministerio de Cul tura ( Dirección General del Libro y Bibliotecas). Biblioteca Nacional.

Coordinaron: Isaac Montero. Jesús Sánchez Lobato. Santos Sanz Villanueva. Isidoro Pisonero. An drés Sorel.

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l.

¿Un lector cosmopolita?

ANDRÉS AMORÚS

JOSÉ ANTONIO FORTES

GONZALO SANTONJA

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ANDRÉS AMORÚS

¿Un ledor cada día más cosmopolita?

Los organizadores de estas Jornadas han propuesto, para iniciarlas, un terna verdaderamente sugestivo; es decir, difícil. Muchas cosas podrían decirse sobre él y muy distintas, sin que nin­guna de ellas estuviese descaminada del todo.

Quizá sea un problema de limitación personal: yo no puedo dar una respues­ta tajante a esa pregunta, no lo veo claro, no vengo aquí para defender una tesis precisa.

Quizá, sencillamente, es que se trata de un buen terna: las cosas que están muy claras suelen ser bastante poco in­teresantes.

Corno las conexiones posibles son casi infinitas, trataré de no perderme, sino de señalar, modestamente, algu­nos puntos muy concretos. Los orde­naré en tres capitulillos:

1) Mínimos presupuestos teóricos. 2) Algunos ejemplos de los libros

más vendidos en España en el pasa­do año.

3) Tendencias que hoy triunfan en el mercado editorial norteamericano y en el español.

Empecemos por lo más elemental. Cualquiera que tenga una mínima ex­periencia literaria conoce bien hasta qué punto condiciona nuestro modo de expresión Ia imagen que nos haga­mos de nuestro «lector ideal». No pue­de ser igual una obra dedicada «a la inmensa minoría» o a los «happy few»

que la que pretende convertirse inme­diatamente en un «bestseller». Incluso en la crítica -literaria, suele ser muy distinto el tono que emplea una mis­ma persona si escribe una monografía académica, un artículo para una revis­ta especializada o un periódico de masas.

Por eso se ha podido decir que el lector forma parte de la estructura in­terna de la obra literaria. Y, dentro de los estudios de sociología literaria, un importante sector se ocupa espe­cialmente de las relaciones entre «crea­ción y público».

¿Qué hombre de letras no ha tenido que responder alguna vez a la cuestión de para quién escribe? Según los ca­sos -y las ocasiones- unos afirman que para el pueblo o la humanidad; otros proclaman rotundamente que para sí mismos, ante todo. Si no me equivoco, las dos respuestas son cier­tas, y no tan contradictorias corno a primera vista pueda parecer.

El verdadero escritor no busca los pre­mios, el dinero, la fama, sino que, ante todo, escribe por una necesidad ínti­ma. En ese sentido, no cabe duda de que, ante todo, escribe para sí mismo.

A la vez, se escribe siempre para co­municarse con alguien, con la secreta esperanza -por mucho que lo disimu­Iemos- de que alguien nos leerá. De manera más o menos consciente, escri­birnos siempre para un lector, real o

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8 ANDRES AMOROS

posible, actual o futuro. Si no fuera por eso, sencillamente, no emborrona­ríamos un papel más. No escribiría Robinsón Crusoe si no pensara en que alguien llegue .alguna vez a su isla y descubra el manuscrito. Si se produ­jera una catástrofe atómica, sin posi­bilidad alguna de futuro, el último hombre sobre la tierra, ¿ tendría áni­mos para escribir su experiencia?

El hecho de escribir no es un pecado solitario, sino el intento de lanzar un puente hacia los demás. Como expresa muy certeramente Julio Cortázar, el escritor tiene conciencia de escribir para, de que su acto creador no se agota en sí mismo. Cada página que escribes se parece a una carta dirigida a alguien, que no es, ciertamente, el profesor inglés o americano que puede hacernos una reseña.

A la vez, no es raro que los escrito­res, incluso los que han mantenido posIcIOnes más comprometidas, de­fiendan su radical libertad creadora. Recordaré sólo dos ejemplos españoles, de autores notoriamente de izquierdas. Con su habitual agudeza, declaraba Max Aub, poco antes de morir, en un coloquio recogido en el volumen Crea­ción y público en la literatura españo­la: «Yo siempre me he considerado como irresponsable. ( ... ) Yo jamás he escrito ni un verso, ni un cuen­to, ni una novela, ni una obra de teatro pensando en lo que iba a decir, pensar o cómo iba a reaccionar el público».

Otro ejemplo: quizá pocos escritores españoles contemporáneos puedan competir con Rafael Alberti en haber puesto su pluma al servicio de sus ideales políticos. Pero Alberti defiende también su libertad de escribir otro tipo de poesía:

«Alguien o muchos pensarán: -¡Qué [inút il

que ese poeta hable del otoño! -¿Cómo no va a hablar, y mucho,

[y con nostalgia si ya pronto va a entrar en el

[inviemo?».

Quiero recordar un criterio magis­tral, en mi opinión: el del profesor francés Noel Saloman. Al definir las po­sibles tareas de una sociología de la literatura, distinguió dos aspectos: la sociología de la escri tura (o de la cre·a­ción) y la sociología de la lectura (o del consumo).

Dentro de eso -nos advertía- el concepto de «público » es más comple­jo de lo que a primera vista pueda parecer, no puede confundirse mecáni­camente con la sociedad: «Si bien el público está en la sociedad y lleva su impronta, no se reduce totalmente a ésta: se trata de un cuerpo interme­diario, complejo y contradictorio, si­tuado entre ella y la obra y a veces de duración breve (caso del teatro). Rea­lizar la 'sociología del público' será, por tanto, llevar a cabo el análisis de la diversidad de las capas sociales de que consta (nivel económico-social, menta­lidad, gusto, tendencias de la imagina­ción, etc.). También cabrá determinar las zonas de éxito o fracaso en función de dichas capas.

Su conclusión, de una gran sabidu­ría, es ésta: «no cabe duda de que una­sociología de la lectura fina es una so­ciología plural de las lecturas ».

Evitemos las simplificaciones bur­das, m ecánicas. En un terreno que me es familiar, el del público teatral, es absolutamente básico para la supervi­vencia del espectáculo, pero mucho más complejo de lo que parece. En realidad, coexisten siempre varios pú_ blicos posibles y sus reacciones son re­lativamente imprevisibles, por mucho que se pretenda conocer la realidad del mundillo teatral. La experiencia de tantos fracasos así lo demuestra, todos los días.

Como ha señalado Antonio Buera Vallejo, tenemos el hecho innegable de que, en los últimos años del régimen franquista, un público madri'¡eño al que todos calificarían de mayoritariamen­te burgués ha acogido con entusiasmo obras de Valle-Inclán, de García Larca

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¿UN LECTOR COSMOPOLITA? 9

o de Bertolt Brecht, cuyo sentido pa­rece ser opuesto a las convicciones de ese público.

¿ Se debe esto a las consabidas con­tradicciones de la burguesía? ¿Son ra­zones de oportunidad política y cultu­ral? Por supuesto, pero con todo ello hay que contar si no queremos tener una imagen demasiado simple de nues­tro público teatral. Y, por otro lado, no es fácil conocer con exactitud en qué m edida influyen esas obras, a la larga, modificando a su público y ha­ciendo posibles otros espectáculos fu ­turos.

He resumido hasta ahora algunas consideraciones de simple sentido co­mún, que he desarrollado mucho más en mi Introducción a la literatura. Ba­jemos ya a terrenos más concretos. Es bien sabido que las listas de libros más leídos que se publican habitualmente en la prensa no son totalmente fiables, pero sí pueden servir como síntomas aproximados de los gustos del lector español.

Repasando una reciente información sobre los libros más leídos el pasado año, me encuentro con varios tipos de obras que, por su coincidencia con los « bestsellers» de otros países, sí pueden encajar perfectamente en esa imagen del presunto lector cosmopolita.

1) Las novelas popularizadas por la televisión o el cin e, como El color púr­pura, de Ali ce Walker, o Lejos de Afri-ca, de Isak Dinesen . .

2) Los gran des divertim entos poli­ciacos, de espionaj e o fantásticos, como las obras de Le Carré o Stephen King; en lo español , las de Manolo Vázquez Montalbán. Recordemos la reciente aparición de dos colecciones, «Etique­ta negra», de Editorial Júcar, y "Cri­men and Cía .», de Editorial Versal.

3) Los testimonios personales sobre un problema humano que preocupa a un sector amplio de la población. Por ejemplo, el caso, aparentemente para­dójico, de las reivindicaciones paternas frente a los hijos que no abandonan el

h00"ar famTar explica el éxito español - y francés- de Yo, tu madre, de Ch r istiane Colange.

4) Los grandes «best-sellers» inter­nacionales, pensados y escritos para eso, pueden funcionar en España igual qu e en el ~· 2s t '! de los p2. íscs occidenta­les. Una pareja de autores, Lapierre y Collins, puede servir de referencia. Su forma de trabajar, con años de prepa­ración, multitud de colaboradores y medios económicos amplísimos, no está a l alcance, todavía, del escritor español, pero nuestros lectores sí consumen ma­sivamente estos productos, que suelen publicar, entre nosotros, editoriales como Planeta y Plaza-Janés . (Una de ellas, significativamente, posee una co­lección titulada así: «Best-seller mun­dia],,).

5) Algunas obras de indudable ca­lidad literaria logran conectar, de modo más o menos sorprendente, con un cierto sector de la sensibilidad colec­tiva y por eso, son consumidas masi­vamente a la vez que reciben los elo­gios de la crítica más exigente. En los últimos años, por ejemplo, I·as obras de Ende (lo fantástico), Umberto Eco (lo medieval), Marguerite Yourcenar (lo histórico); en 1986, E l perfume, de Patrick Süskind , La insoportable leve­dad del ser, de Milan Kundera, o, en­tre los españoles, La ciudad de los pro­digios, de Eduardo Mendoza.

Alguna vez, el éxito sonríe, de modo sorprendente, a obras que parecían destinadas a ámbitos minoritarios: así ha suced ido , hace poco, con la obra de Marguerite Duras, El dolor; dentro de lo español, y ayudada por ·Ia película, la revelación de Adelaida García Mo­rales.

¿Nos encontramos , pues, en España con un lector cosmopolita? Me parece que sí, en bastante medida.

Durante muchos años, la cultura es­pañola dependía hás icamen te de Pa­rís. Ahora, si no me equivoco, hay in­fluencias concretas de Alemania e In­glaterra, pero la gran moda se dicta a

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10 ANDRES AMOROS

todo el mundo - incluida España, des­de luego- desde Nueva York. Y, en sectores más «exquisitos», es creciente la influencia de Milán.

No debe extrañarnos. Italia se está convirtiendo -y yo, personalmente, me siento muy satisfecho de ello- en el nuevo gran mito de nuestras mino­rías culturales: no supone un ideal inalcanzable sino un país bastante cer­cano al nuestro, con el que, en teoría, nos sería fácil competir; sin embargo, va claramente por delante de nosotros en diseño, gusto, promoción, ingenio y en sensibilidad para captar o anticipar­se a los aires, siempre cambiantes, de la nueva sensibilidad.

Lo de Nueva York es evidente. Allí está hoy, a la vez, el gran mercado y la vanguardia, el dinero y la experi­mentación. La hegemonía cultural de París o de Londres ha sido devorada por el ingenio del dólar yeso se ad­vierte en el mundo editorial 10 mismo que en las artes plásticas, la moda y el teatro.

Entre nosotros, el antiamericanismo teórico de muchos jóvenes, con la ene­miga a la OTAN y a Reagan, es per­fectamente compatible con la coloniza­ción norteamericana en los hábitos cul­turales y en la vida cotidiana. Todo esto puede gustarnos más o menos, pero creo que es así.

¿ Se da esto también en las preferen­cias del lector español? Básicamente, sí, pero no del todo. Y, en muchos as­pectos, lo que aquí no se da, a dife­r encia de los Estados Unidos, es, sim­plemente, que todavía no ha llegado, pero lleva camino de ello.

Voy a referirme, para concluir, a algo que sólo mi experiencia editorial me ha permitido conocer: algunas con­cordancias y diferencias entre los gus­tos del lector español y ese hipotético «lector cosmopolita» del mundo occi­dental. Citaré, solamente, unas po­cas tendencias que parecen muy claras.

1) Exito creciente de las biografías,

de los documentos, de los testimonios personales . En principio, de persona­jes vivos, muy cercanos a nosotros. En los Estados Unidos, triunfan, por ejem_ plo, los libros autobiográficos (con -la colaboración de un escritor profesional, por supuesto) sobre Tina Turner, Rock Hudson o Elvis Presley. ¿Qué éxito no tendría, entre nosotros, un libro de memorias escrito por Emilio Butra­gueño?

En el fondo de esto, naturalmente, late la tendencia que todos tenernos al chisme, a espiar la vida oculta de los famosos, que tanto explotan ·las llama­das revistas del corazón.

Triunfan también las autobiografías o biografías «serias», podemos decir: entre nosotros, por ejemplo, se han vendido asombrosamente las de John Huston y Orson Welles.

2) En todo el mundo se da -y en­tre nosotros va a darse de forma cre.­ciente- la pasión por la historia. Pa­radójicamente, coincide eso con el abandono creciente de los estudios his­tóricos en los nuevos planes oficiales.

Precisemos. Lo que hoy interesa es lo que los franceses han llamado la <<llueva historia», la historia de la vida cotidiana. En el país vecino, han ob­tenido tiradas asombrosas algunos li­bros escritos por los más ilustres his­toriadores académicos. ¿ Cuál es su se­creto? Además de saber mucha histo­ria, saben narrar, contar algo de un modo atractivo. Así, su Historia, la que -ellos explican en las aulas, resulta .ser también, de cara al gran público, una historia apasionante. No sé si los gran_ des historiadores españoles poseen también ese talento narrativo pero es­toy seguro de que nuestro público se lo agradecería ampliamente.

3) ¿Interesan los libros de política? En general, cada vez menos, salvo que se trate de un testimonio personal, una polémica, un escándalo... El lector es­pañol tampoco es original en esto. Después de Ia muerte de Franco, pa­reció abrirse un buen mercado para

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¿UN LECTOR COSMOPOLITA? 11

este tipo de libros, pero pronto pudo comprobarse que se trataba de un es­pejismo fugaz.

La doctrina política, la teoría políti­ca, la discusión política interesan poco, entre nosotros. Sí tendrían enorme éxito, en cambio, unas memorias de Adolfo Suárez, Manuel Fraga o Miguel Boyer -por no decir de su pareja-o

Dentro de eso, algunos temas susci­tan especial rechazo: la situación po­lítica en el País Vasco, por ejemplo. Parecería lógico que los españoles qui­sieran leer libros sobre este problema, que tanto nos puede afectar a todos. La experiencia editorial me dice que no es así. Todo 10 contrario: salvo en las provincias vascas, da la impresión de que el lector español se siente can­sado de este doloroso tema, intenta olvidarlo.

Otro tema que apenas vende, entre nosotros: la política internacional. No creo que tenga éxito aquí, como en otros países, libros sobre Gorbachov, Irán, los musulmanes o los judíos.

La adhesión de España a la Comuni­dad Económica europea provocó la aparición de numerosos libros sobre Europa y sus problemas. Pronto se ha visto que, al lector español, el tema le interesaba mucho menos de lo que se pudiera imaginarse.

Un caso muy concreto: la «nueva derecha» española se remite frecuente­mente a las doctrinas y ejemplos de esa tendencia, política y económica, en Europa y América. Sin embargo, cuan­do se ha traducido a varios de sus «profetas» máximos, apenas han teni­do éxito sus libros.

Una excepción a eso: el volumen so­bre Iacocca, el famoso empresario norteamericano, ha alcanzado también grandes tiradas entre nosotros. Se tra­ta de una biografía, claro está, pero el malévolo observador podría deducir fácilmente que a los empresarios es­pañoles sí les interesa poder llegar a ser un Iacocca, pero, muy poco, ad­quirir fundamentos serios, puestos al

día, sobre su presunto liberalismo eco­Rómico.

4) Triunfan en el mundo entero -y, cada vez más, entre nosotros- dos tendencias que suelen resumirse en dos expresiones inglesas: el «as if» y el «konw how».

Por un lado, los relatos de fantasía política, a partir de una hipótesis ima­ginaria pero no imposible: que habría pasado si Franco hubiera perdido la guerra, qué sucedería si muriera Feli­pe González en un atentado terrorista, si el Vaticano se convirtiera en el amo del mundo gracias a su red informática, etcétera. En nuestro mundo, desde lue­go, hipótesis más descabelladas se ha­cen realidad, cada día.

Por otra parte, si uno entra en una tienda de vídeos, en Nueva York, pue­de encontrarse con toda una pared de­dicada a ese tema: saber cómo se hace algo. Ese algo puede ser conducir una barca de vela, hablar tailandés, cultivar gardenias, tejer una alfombra o hacer el amor con técnicas orientales.

Parece evidente que, en una sociedad de cierto bienestar, los contenidos de la enseñanza «oficial», por decirlo así, quedan cada vez más lejos de las nue­vas demandas sociales, que todos te­nemos el deseo de aprender cosas que nunca nos enseñaron y que estamos dispuestos a pagar por ello.

Los libros de este tipo, me parece, proliferarán cada vez más, entre nos­otros. Y, por hablar en una Facultad de Filología, se extienden también al campo literario. Apenas ha llegado a nosotros cierto tipo de libros por cuyo éxito yo apostaría a ciegas: cómo es­cribir poesía, novela, drama o un guión de cine.

Al margen de la enseñanza tradicio­nal, miles de lectores desean Henar su ocio intentando escribir, pintar o ha­cer expresión corporal, al margen de cualquier pretensión profesional o aca­démica.

5) Nos lleva eso a un terreno que hoyes privilegiado para el lector es-

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12 AN DRES AMaROS

pañol, lo mismo que para el francés, italiano o norteamericano: el ocio, el bienestar.

Comienzo por lo más inmediato: el cuerpo, la salud. Se multiplican los li­bros sobre dietas de adelgazamiento, nutrición, ejercicio físico, aerobic, gimnasia, «footing», vida sana. .. Es algo paralelo al enorme desarrollo nor­teamericano de los centros de vacacio­nes con un cierto matiz médico: un término medio entre hoteles de lujo, clínicas y gimnasios «<Spas», los lla­man), que cada vez se dará más entre nosotros, como muestra la renacida moda de nuestros venerables balnea­rios.

En contrapartida, el lector español siente un verdadero rechazo ante al­gunas enfermedades que en otros paÍ­ses dan lugar a libros de venta masiva, que especifican sus síntomas, la posi­ble curación, el régimen de vida más adecuado para no contraerlas ... Me re­fiero, por supuesto, al cáncer y al SIDA. En el primer caso, la simple palabra parece ahuyentar al posible lector; en el segundo, el fracaso de una obra tea­tral ha sido concluyente. Algunos ha­blarán, quizá, de la actitud del aves­truz ...

No se trata sólo de la salud, sino de todo lo que pueda hacer más placen­tera la vida cotidiana: la moda (recuer­do una preciosa colección italiana, re­cientemente traducida, con libros sobre la corbata, 10s zapatos o las medias), el diseño, la gastronomía, los viajes, las compras ... Estas dos cosas se unen en el título de una colección norteame­ricana: «Born to shop», nacido para comprar. No sólo en España, desde

luego, parece haber pasado el momen­to de los grandes debates ideológicos .

He mencionado unos pocos casos concretos. Una vez más, el lector es­pañol coincide, hoy, con los gustos ha­bituales en el mundo cultural de Occi­dente. Quizá mi descripción parezca, a algunos, un poco frívola o demasiado pesimista. Es posible. Como tantas ve­ces, no he enjuiciado, me he limitado a describir lo que yo veo. Lo que im­porta es si mi descripción es justa, no si nos resulta más o menos alegre.

Mi conclusión es bastante obvia: para bien y para mal, el lector español es, ya, bastante cosmopolita. Todos los síntomas hacen prever que lo va a se­guir siendo, cada día en mayor me­dida.

Estamos colonizados culturalmente, sí, manipulados por l·a televisión, por supuesto, pero todo esto posee, tam­bién, aspectos positivos: nuestro nivel de información es cada vez mayor. Se acabó ya el tradicional aislamiento de nuestra cultura. Ya no se podría hoy proclamar con orgullo la famosa frase propagandística de la época de Fraga: «Spain is different». Ya no.

Con este proceso, estamos perdiendo - o hemos perdido ya- muchas cosas buenas, pero también hemos ganado otras. Simbólicamente, un episodio como el de Tejero cada vez será menos factible. Hemos de acotumbrarnos a nuestra normalidad cultural. Ya no as­piramos a Europa : somos Europa, sim­plemente; un país occidental y demo­crático, con problemas muy semejan­tes a los de cualquier otro. Para bien y para mal, el lector español es, cada día más, un lector cosmopolita.

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JOSÉ ANTONIO FORTES

La hora del lector hoy, todavía. Años 80

Efectivamente. Si el tiempo históri­co democrático, de restauración del parlamentarismo democrático, abierto en España a partir de los años del 75/76, y del que somos todos protagonistas, algo ha ido evidenciando no es sino la obligada clarificación de posiciones, la imposible confusión de las actitudes, la imposibilidad fáctica del mantenimien­to de ambigüedades y falsedades en la diversidad de relaciones de la praxis so­cial, y aun más, y máxime, de la praxis intelectual. Hoy no cabe aquí funam­bulismos de pose. Hoy no caben aquí diletantismos. Hoy no caben aquí ex­quisiteces, neutralidades, independen­cias, asepsias, ni otras cursilerías de lujo, otras impuras como atufantes máscaras para satisfacer el dominio ideológico y la puesta a su directo y pagado servicio de la casta de los in­telectuales, de los funcionarios intelec­tuales.

En este paso de la Dictadura a la Democracia políticas, la situación era de colectiva aporía. Del servilismo y la marginación no se sabía cómo salir. Los más avispados posibilistas propu­sieron la venta del estúpido como inútil antifascismo ilustrado. Es decir, catar­tizarse mediante la confesión pública ·de los «pecados», groseramente llama­da examen de conciencia, en la que se llegaba a confundir el «dolor» por los «errores» cometidos con el propósito ,de enmienda y la expiación de la «cul-

pa». Era la hora de las acusaciones y culpabilizaciones; era la hora de las la­mentaciones; y durante ellas, la vieja guardia de aquel mítico frente antifas­cista de intelectuales de postguerra, aquella generación de suicidas fr,anco­tiradores, pretendían la exculpación y salvación, el perdón y salvarse, reciclar_ se, mediante la reconversión torsional (la torsión ideológica) más melodra­máticas de cuantas han llevado a cabo las generaciones de intelectuales en nuestra historia española moderna; por­que no era nunca la hora de la auto­crítica y análisis de errores y de fra­casos, de impotencias y de realidades, sino la hora del revisionismo. Era la hora del revisionismo; y los eslóganes iban desde el pseudo nietzscheano «Destruir Rejuvenece», al más kantiano de los Exámenes de Conciencia y las Culpas. La propuesta era: culpables y pecadores, dejemos de hacer Literatura Política, que ni hacíamos Literatura ni hacíamos Política, y hagamos ahora Literatura / Literatura y no / nunca / nunca Política, antes hagamos ahora la Revolución en la Lengua / Literatura / Escritura, hagamos la Revolución Lin­güística / Literaria, la Revolución del / en el Lenguaje. Amén.

Semejante moralismo ideológico de base en la teoría venía a replantear, pero en términos falsos, la forzosa pre­gunta sobre el lugar social y la función del intelectual en la sociedad de con-

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14 JaSE ANTON IO FORTES

sumo y de masas. Y a nuestros viejos intelectuales postguerristas del antifas­cismo, se les revelaba en exceso su in­consciente becqueriano. En definitiva, el melodramatismo de sus necesidades se les quedaba demasiado evidentes, a la vez que demasiado encubridor, de­masiado falsificador. Era menester otra máscara menos lacrimosa y plañider·a; era m enester un recambio menos safio y torpe, menos pobre y menesteroso, menos autárquico y alpargatero, menos dependiente. Y el recambio vino de la mano más nueva y novedosa, joven, re­suelta e ilustrada de los epígonos, de las epigonías, también llamada por to­dos la generación de los novísimos, y por mí la cosmopolita generación de los traduccionistas, del traduccionismo.

Por su parte, la vieja guardia ahora melodramá tica y r evisionista así ofre­cía la completa entrega, maniatado y comprado, del intelectual; ofrecfa, de primera a última instancia, la más es­tricta desinstrumentalización del traba­jo intelectual y de sus armas ideológi­cas; y ofrecía, ya en la fase general del proceso de producción de ideología escrita, la entera traición del aparato ideológico, del aparato crítico y del aparato editorial. Al mismo tiempo, al entreguismo se le avaló ofertándolo corno la voz dolorida y sincera de auténticos buscadores de ciertas iden­tidades perdidas y jamás/nunca encon­tradas por inexistentes y fementidas, y también oponiéndole la más falaz de las competencias, aquella que también ofertaban antiguos compañeros, olvida­dos y oscuros, y hoy aggiornados y rejuvenecidos, brillantes charlatanes de feria y baratijas, sacamuel·as y cha­manes del cosmopolitismo cultural y la verborrea, los reales maestros de las juventudes epigonianas, de tal conse­cuencia que se le conoce a la gene­ración y por antonomasia corno la epi­gonía benetiana.

Así, la vocinglería de confeso y bus­cadores de conciencias e identidades desgarradas, bajo el mismo entreguis-

mo de principio, todos aunábanse en este novedoso oropel del culturalismo cosmopolita. Serían las coordenadas dominantes de salida a la aporía de marras, y en la escritura; a golpes de culpa y al son de renovados yatufantes olores de sándalo.

El sandalismo, por su otra parte, el horizonte teórico se lo montó con lectu­ras del pasado media to e inmediato espa­ñol, desfondando todas cuantas cargas de profundidad y negación de la ideo­logía moral dominante se propusieron en nuestra his toria; así, por ej emplo, se coincidía con el fascismo más duro y san griento en la tergiversación «mo­dernismo/98», donde aparecían los no­ventayochistas corno los eternos sesu­dos pensadores, y los modernistas como los afeminados revolucionarios de la belleza, y demás sandeces ten­denciosas. A la lectura «pura» y erudita de lo moderno, de tal modo descafei­nado y sucedáneo de todo, siguió la oferta de un mimético eruditismo cos­mopolita a la violeta, en sendos ban­dazos sobre, de un lado, el «origen» del racionalismo español, los «oríge­nes » racionalistas ilustrados del XVIII y para uso y consumo de ellos, los más jóvenes y empedernidos irracionalistas (sic), quienes, de otro lado y bandazo, leían la vuelta a los «orígenes» del ra­cionalismo, esto es, la estética orte­guiana en la vanguardia del siglo XX, como el fruto perfecto y puro, y por ellos remedable hasta las heces. El asuntillo tuvo su envergadura cultural, gracias al apoyo que poderes editoria­les de nuestra muy dividida burguesía liberal otorgó de modo incondicional a tales vástagos neoilustrados · e irra­cionalistas, a la vez; o por mejor de­cirlo, son dichos poderes editoriales los que encuentran ideólogos ad hoc, que coherenci en las incoherencias y contra­dicciones, ideólogos que produzcan/re­produzcan las excelencias de la ideolo­gía liberal, de su ideología purificadora y apaciguadora, espiritualista y trans­cendente, de la concepción y ordena-

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ción del mundo desde la perspectiva de clase burguesa, y por sobre la ex­plotación y lucha de clases que ella históricamente genera.

Por supuesto, que en una formación social como la española en la que, igual históricamente, nunca ha llegado a con­solidarse ni siquiera en sus mínimos la ideología, ni aun tampoco las relacio­nes sociales de burguesía, ni aun me­nos de burguesía avanzada, de capita­lismo avanzado, de industrialismo y desarrollo, de mundo moderno, etc., semejante propuesta de ideólogos pu­ristas/neopuristas y de aparatos de pro­ducción de neoideología liberal burgue­sa cumplía exigencias de necesidad his­tórica. Sí. Lo terrible y dramático, también históricamente hablando, sigue siendo lo inadecuado de la propuesta producida, la inadecuación radical a la historia del proceso de producción de propuestas burguesas ideológicas. Quie­ro decir. Ni en los años 20/30 del siglo, ni tampoco ahora, los 70/80 del siglo, los tiemp'os están para virguerías, para culturalismos, para «purismos» y «pu­rificaciones», para vanalidades «hermo­sas » de «purificados» de salón, cultu­ralistas «bellos» pero irracionales, cos­mopolitas de tres al cuarto y andar por casa. Ni antes, ni menos hoy, el domi­nio ideológico puede entenderse como obsesión de esquizofrénicos, y el poder material ideológico como pesadilla de locos, y todavía más la lucha de clases en la ideología como ofensa de revan­chistas y mentira de asesinos a las bue­nas formas y maneras de convivencia, de solidaridad, de pacto, de reconcilia­ciones históricas, de perdones y peca­dos y culpas, etc. Pero llamemos a las cosas por su nombre, incluso en la tra­dición clásica más burguesa (sic) del empirismo y pragmatismo, del materia­lismo y racionalismo estricto y no fal­sificado, no edulcorado, no embellecido ni eufemizado, sino crítico. Crítico.

¿Cómo conquistar el poder político, frente al viejo enemigo de clase, ese pertinaz Antiguo Régimen, y reorgani-

zar la vida y las relaciones sociales (todas eHas; desde las de producción económica a las políticas e ideológicas, etcétera), reorganizar el mundo, su do­minio y control de clase, si la produc­ción de ideología combativa ««<para allanar las sendas del mando»»; Jove­llanos dixit) se propone de principios y final alejarse, distanciarse, despreciar y negar cualquier impuro contacto con la vulgar realidad a dominar y explotar, a conquistar y transformar, la realidad social y política, económica y domés­tica, diaria y cotidiana, cercana e in­mediata, empírica y hacedera, trans­formables, etc.? El error, oculto bajo millones de muertos y toneladas de sangre, en los años 20/30, qué duda cabe, tiene su explicación (que no/nun­ca justificación) en el hecho conocido siguiente : el brazo armado del capita­lismo, esto es, el fascismo, salía a ata_ car desde las últimas posiciones de cla­se en las trincheras de defensa del ca­pitalismo, ante la imposibilidad histó­rica de nuestra burguesía llevar a cabo su revolución, y contra el peligro mu­cho más fuerte y real de que sí se llevara a cabo la inminente revolución proletaria. Ahora bien, en los años 701 80, ¿por qué el mismo y repetido miedo y craso error? ¿por qué este burdo aggiornamento de una estética de la pureza y la purificación ideológicas, para salir del fascismo? ¿ por qué el purismo y el puritanismo, el esteticis­mo y el cosmopolitismo, el espiritua­lismo y el divismo, el culturalismo y la cursilería? ¿por qué la gracia eterna, la metáfora intemporal, las imágenes intergalácticas, las simbologías supra­humanas, la poetización de las realida­des? ¿por qué el encanto literaturizado, el remozado e ilustrado cuento moral y moralista de hadas, el bello engaño y olvido y mentira y olvido y sueño ini­maginativo y extrañamiento y abando­no de posiciones en la realidad? La burgu esía neoilustrada y culturalista española seguía siendo incluso estúpi­da y miedosa sobre sí misma, incapaz

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y débil, entregada y vencida de ante­mano, raquítica y dependiente del ca­pitalismo imperialista actual.

No podía ser, en consecuencia, sino con esta dependencia económica de base y la pactada salida política de culpa y perdón, de miedo y ambigüe_ dad y prepotencia, de entreguismo (y no sólo ideológico; repito) como si es­cribieses sus propuestas culturales «de cultura» (sic) y civilidad moral. Ya he mencionado, más arriba y en segundo lugar, el eruditismo primario con que también se abría la veda para el nuevo tiempo democrático recién inaugurán­dose. Ciertamente, la terminología de la crítica a los productos ideológicos escritos nuevos no pasaban de un mero descriptivismo. Así, se habla de barro­co y revolución en el lengu·aje, tal como antes dije, y de novísimo sanda­lismo, de irracionales dieciochescos y venecianos, los puros y culturalistas cantores de cuadros y pintura renacen­tista y hasta de Fortuny, sin contar con las suti lezas de los mares que ar­den ni de los dibujos de la ¡oajalá! que muerte de toda su poesía por siempre y amén. Y en fin. Esta crítica, oficia­lista, avalaba y refrendaba la produc­ción. No había otro juego. No hay otro juego. Sino el juego del servicio y costo, el juego de las leyes del mercado.

Nuestra crítica actual, anquilosada e n el peor de los tradicionalismos, con todo su aparato teórico reducido al uso y abuso de términos y nociones deri­vados directamente del impresionismo (sea romanticismo de salón francés, sea idealismo alemán y crocciano) y desde su otra cara de la misma moneda, a sab er, el descriptivismo (remedo pos­trimero del positivismo decimonónico), ejerce su monopolio conforme a un saber fascicular (de fas cículo; saber de fascícu lo ), y just ifi cando su falsa crí­t ica (su crítica de fal sa ideología) en el m ás est rccho fun. cionalismo puesto al servicio de los inter eses económicos de la producción editorial. Las leyes del m ercado exigen de unos «funcionarios»

presuntamente «cualificados » que lo avalen, que valoren sus productos, que revelen todos y cada uno de los valores del completo preceso de producción de las mercancías ideológicas escritas. Está(n) al servicio del poder material de la ideología establecida así y domi­nante, exaltando la necesidad del con­sumo de sus valores ideológicos.

Así, las leyes del mercado son las que dominan. Y en la crítica y la produc­ción de ideología e ideólogos a su ser­vicio, hoy sólo hemos apretado un gra­do. Aunque un grado de suma de res­ponsabilidades; cierto. Sobre aquel pri­mer eruditismo erróneo y falaz de sa­lida a la aporía al fascismo; y sobre aquella segunda encarecida literatura, así pretendidamente moderna y cosmo­polita, de nuestro primer turismo poé­tico (aunque el más primario; íbamos a Venecia, a Italia; al siglo XV, XVIII; con exclusividad; y desde entonces, has­ta hoy), ahora estamos navegando por los Mares del Sur, por los sagrados libros del Yin y del Yen, y miles tam­bién de espiritualismos tontos e infi­nitos, regurgitados esencialismos y ani­mismos, paraísos artificiales e inexis­tentes, con que alejarnos cada vez más del conocimiento de nuestra realidad, la realidad diaria y cotidiana que vivi­mos y que hacemos, y nunca que nos viven y que nos hacen, que nos im­ponen.

Hoy, con estas leyes de mercado do­minando, el crítico de la literatura fun­ciona de avalista de intereses económi­cos e ideológicos, y el escritor de pro­ductor cualificado y consciente de ideo­logía servil. Yo he llamado la situación histórica actual de producción de ideo­logía light. Hoy, literatura light. Hoy, ideología light.

Los productos escritos sólo fluctúan determinados desde esta mecánica, des­de esta lógica ilógica. Sea una litera­tura mística (orientalista), una literatu­ra de más cercana huida (hacia el re­torno a la naturaleza, la madre natu­raleza, el eterno retorno a lo natural

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e incontaminado, originario y puro, no artificial sino bueno aunque salvaje, et­cétera), y su reverso con una literatura de heroísmo urbano (frente al naturis­mo roussseauniano, el maltusianismo capitalista, salvaje también aunque glorificando y exaltando los valores de este mundo de moderno salvajismo, sucio y duro, más duro y cruel, vio­lento y depredador, etc.); y siempre la antigua literatura melodramática para mujeres, con su lectura de los hu­manos sentimientos y sentimentalida_ des ¿femeninas? (ahora reproducida también por mujeres; esa literatura ¿feminista?, que sólo en contados tex­tos toma posiciones y se encuentra combativa, luchadora, contraria y radi­cal, crítica y amoral). Serán respuesta de salida desde el propio uso y consu­mo interno (y no es necesario recordar los famosos, los afamados casos de tra­dición, por supuesto). Pero, con mayor eficacia si cabe, para ese mismo uso y consumo interno, se importan masiva­mente otros productos, más especifico s a su fin de producción, y que podemos llamar muy exactamente de literatura basura, literatura basura, bien sea en la línea de una pseudonovela negra (remedo de subgénero, con héroes de lumpemproletariado cuando más, que cuando menos nos tergiversan y mal­traducen los modelos anglosajones, y siempre quedan en manos de quienes, llamándose escritores, ni saben las pri­meras letras de la escritura; y aquí, incluyo al Manolo Vázquez Montalbán de después de Tatua je; también incluyo otros escritores que prueban la moda y se meten a novelistas <<negros», en todo el peor sentido del término «ne­gro» dentro del ámbito y de las cos­tumbres y servidumbres del «mundo» li terario), o bien en la línea de una pseudonovela histórica (siguiendo pau­tas menopáusicas de una inteligencia europea que escribe desde el asilo y la residencia de ancianos nostálgicos y moribundos), y que, en cuanto consi­dera una historia española (no la de

aquellos siglos imperiales/desimperia_ les remotos; ni siquiera aquella única épica vasca, para todo un pueblo), pero una historia cercana, de acontecimien­tos todavía determinantes de nuestra actualidad más viva, aquí y entonces, la narración alcanza cotas casi perfec­tas de sumisión ideológica (así pasa con la temática de nuestra guerra civil del 36/39, siempre novelada desde po­siciones meditativas, reflexivas, medi­das y cuidadas, des conflictivas y des­dramatizadoras, contemporanizadoras y transcendentalizadoras, abstractas y «humanistas», ahistóricas y aideológi­cas, poéticas y poetizadoras, etc., que extraen y sacan de aquella lucha de clases extrema unos eternos cuentos con los que quieren dormirnos y apa­ciguarnos, unos cuentos bellos y her­mosos, bonitos, fáciles y amables, para ser contados en familia y al calor y fuego del hogar durante las noches lar­gas del crudo invierno, etc.) .

De cualquier manera, en todos estos casos, tendremos mercancias por escri­to ad hoc, dispuestas a ejercer la do­minancia ideológica para la que fueron concebidas, escritas y producidas, cumplidoras y eficaces. Serán mercan­cias ideológicas para el olvido, el si­lencio, el papanatismo, el culturalismo y cosmopolitismo desconflictivizador, desinstrumentalizador del trabajo y las posiciones críticas del intelectual.

Serán las mercancias para el consu­mo idóneo de un mercado controlado y dominado por el poder material de la ideología establecida. Serán las mer­cancias ideológicas para un lector, ca­teto y español, que consumiéndolas se considerará moderno y europeo, culto y universalista, en suma cosmopolita. Cursi y cosmopolita. Y al máximo rizo del propio ridículo, se creerá postmo­derno y conmopolita, ¡postmoderno y cosmopolita! ¡Ahí es nada!

Así que, hoy, cuando la literatura abandona el conocimiento crítico de nuestro tiempo real histórico, y se ale­ja hacia paraj es de exotismo y cosmo-

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politismo sin cuento, orientalismo y neoespiritualismo sin fin eruditismo a la violeta y la asepsia aideológica, ta­mañas mercancías impuestas y exalta­das arriba de todos los márketings y premios y Parnasos Patrios habidos y por haber, ante este mercantilizado y eficiente conformismo desinstrumenta­lizador del trabajo intelectual, ante este puro y bello producto purificador de almas y de conciencias y de mente y de inconscientes y de razones críti­cas, ante este entreguismo y abandono de posiciones en la realidad para su conocimiento y transformación, sólo cabe exigir responsabilidades. Exigir la hora de las responsabilidades.

y ya que estas reflexiones mías res.. ponden a la pregunta sobre el Cosmo­politismo en las «Ultimas Tendencias de la Literatura española», pero ceñida a la más concreta de «¿Un Lector Cos­mopolita?», hal»rá que exigir la hora del lector. Otra vez y de nuevo e in­sistentemente, la hora del lector. Pero del lector, no del comprador. Del lector que usa la literatura, no que la consu­me. No del consumidor de estética y literatura e ideología lights. Sino del lector responsable y que exige respon­sabilidades. Del lector con posicienes de conocimiento y crítica en la reali­dad histórica de nuestro tiempo actual, para su transformación. Insisto.

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¿Quién es el lector cosmopolita y dónde se encuentra?

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Pues sí, manifiesto resulta: hago mío, apropiándomelo tras introducir una levísima alteración, un título del Pobrecito Hablador, «¿Quién es el pú­blico y dónde se encuentra?» . Ni si­quiera haría falta andarse con repujos cosmopolitas para caer en ello. Y es que, contra el vicio o la moda de citar en inglés, conviene comenzar por Larra. Tampoco hubiese estado mal ceder la palabra a Quevedo y quemar en su compañía «corno pastillas Garcilasos», aunque no (¡qué más queríamos!) para desengongorar el ambiente. En fin, al menos de momento seguiré con Larra, quien en el recién citado artículo razo­naba así:

«Me apresuro a examinar el gusto del público ... (Y) reparo con singular extra­ñeza que el público tiene gustos infun­dados.»

Gustos infundados . Larra se refería a los cafés, los cuales -por cierto­no serían demasiados en su defectuoso aunque entrañable Madrid de 1832. Cabe deducir, por consiguiente, que la elección se presentaría sencilla. Sin em­bargo, el diagnóstico certificaba confu­sión; más aún: singular extrañeza, para tanto daba el asunto . El de los cafés, insisto.

y entonces, de la literatura ¿qué? En plena boga del afrancesamiento a la violeta, los cánones del mundillo ele­gante obligaban a citar a Scribe arras­trando en plan silbido el final de la palabra. Pronunciado su nombre, luego venía el de Monsieur. Ducange, un Du­cange prolongado (corno si se tratase del apellido materno) a boca llena en un OOoooo-la-lá mucho más que ad­mirativo. Por remate, pero únicamente para casos extremos, ahí estaba el ta­lismán de pater Boileau, cuyo sagaz juicio había desvelado la clave de la cuestión: los españoles comen pan por privilegio.

Así pues, estar al día, aunque fuese con inevitable retraso, tampoco costaba tanto. Las fronteras del mundo culto eran ínfimas y, sobre todo, conocidas, o sea, reconocidas. Empezaban al otro lado de los Pirineos, llegaban en carte­siana línea recta hasta París, se reno­vaban todos los días en las orillas del Sena. ¿Lo demás?, meros ecos más o menos apagados por la distancia. Con ataviarse de petimetre y asistir deslum­brado al estreno del último vaudeville, por lo general cruelmente traducido, cualquier joven se hallaba en condicio­nes de reclamarse culto, es decir, cos­mopolita. ¡Siglos felices aquellos! Mo­mentos incomparables en los anales del tiempo y las costumbres: París era la luz; Madrid, uno de sus reflejos.

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Il

Bastantes años han transcurrido des­de entonces. Hoy, sin duda, el oficio de aparentar (y escribo aparentar por­que hoy el quid de la cuestión reside en la imagen: fantasmal por norma) cosmopolitismo plantea dificultades infinitamente mayores. Citaré cuatro: La imprescindible el inglés, aunque sea en nociones, se recomienda con espe­cial énfasis la desdichada variante neyorkina. En nuestro país el problema se resuelve de manera sencilla, porque gracias a dios hay bases (militares) de utilización conjunta, de lo cual se des­prenden infinidad de ocasiones para practicar. 2.a Es preciso comprar el N ew York Time con frecuencia, insta­lársele bajo el brazo y agitarle al cru­zarse con ciertos conocidos, aunque también se puede optar por sumergirle en el maletín de manera que su visión resulte inevitable al abrirlo (estas pre­cauciones hacen innecesaria la lectura, de modo y manera que componen una solución milagrosa para quienes desco­nozcan la lengua dicha). 3.a No está mal, sino al contrario: muy pero que muy-muy bien, efectuar viajecito (si­quiera uno) a la metrópoli (la Renfe, por desgracia, aún no cubre el servi­cio), dando asimismo gran cantidad de puntos la circunstancia de regresar con tres o cuatro novelas negras todavía sin traducir. 4.a Debido a la balumba cambiante de nombres y de tendencias poco a poco se va abriendo paso la certeza de que es menester ir pensando en adquirir un ordenador personal. Los sujetos con memoria privilegiada aún podrán prescindir de él durante algu­nos años. Pocos.

Esto, sin embargo, no es todo: para mayor inri se han tornado imposibles las antaños recoletas fronteras del mun­do culto. Bastará con recordar para probarlo que el pasado Premio Nobel fue a tropezarse contra un escritor ne­gro, pero negro de Sud-Africa, acciden­te que provocó en su momento una tan

risible como insospechada proliferación de críticos literarios al parecer versa­dos -con formación clandestina- en oscuridades. Los testimonios habitan las primeras páginas de los correspon­dientes suplementos.

En resumidas cuentas, el oficio del cosmopolitismo en la materia raya a un grado de dificultad que ya sólo lo deja al alcance de individuos en pose­sión de bibliotecas excepcionalmente surtidas... excepcionalmente surtidas, claro está, de diccionarios enciclopédi­cos, guías de autores y anuarios ilustra­dos, pero ilustrados, entiéndaseme, con numerosas fotografías. Así se resuelve en humo cualquier posibilidad ele confu­sión aun cuando media el enojoso en­redo de la coincidencia de apellidos, que jamás olvidaré la gozosa interven­ción del cosmopolita cronista que nada desprovisto de r e tórica se lanzó a pre­guntar al novelista mejicano Arturo Azuela por Los de abajo, obra escrita -como de sobra se sabe- por su abue­lo Mariano Azuela, cuando él ni siquie­ra había nacido.

III

Por otra parte, la industria editorial es eso: una industria. Y una industria que, considerada con una perspectiva global, mueve cantidad de máquinas, emplea a multitud de personas, consu­me incalculables millones de toneladas de papel y anualmente produce millo­nes de libros. De todo esto se despren­de una pregunta obvia: si la actividad editorial se plantea como un negocio, ¿resulta acaso creíble que en pleno rei­nado de la planificación y el marketing la información libresca llegue hasta las mesas de los críticos en estado puro? Las grandes empresas internacionales, para las cuales España, aparte de un mercado en modo alguno desdeñable, constituye una plataforma de penetra_ ción excelente (tal vez inmejorable, qui­zás insustituible) en el potencialmente enorme ámbito del castellano, esas edi-

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toriales, decía, ¿no necesitan de modo imperioso asfixiar o absorber lo inde­pendiente, dejándolo reducido, en úl­tima instancia, a sus modestos límites naturales? Controlar el mercado, repar­tírselo excluyendo a las editoriales de tamaño medio (en España, la inmensa mayoría), constituye su razón de ser. Autores hasta ayer desconocidos fuera de sus respectivos países que de re­pente son promocionados masiva y si­multáneamente en muy diferentes lu­gares, y ello al margen de la mayor o menor calidad literaria de sus obras, ¿a qué intereses responden tales lanza­mientos? Otro interrogante, y nada baladí: ¿ Quién informa con urgente eficacia a los encargados de informar al público, esto es, a los críticos? ¿ Cómo se les persuade de la existen­cia de unas virtudes que, calendario en mano, se desconoce de dónde han sacado tiempo para verificar? Tenden­cias sobre la marcha montadas (hace poco, aquí, llegó a lanzarse la especie de una sedicente «generación del des­cubrimiento»), campañas de promoción participando al mundo el alumbra­miento de una fabulosa falange nueva de narradores en el rincón más ines­perado de la tierra, ¿ en detrimento de quién o quiénes todo esto se hace? Y apunto lo del detrimento porque, aún en el mejor de los supuestos, esto es, descartando -que es mucho descar­tar- silenciamientos interesados, pa­rece indiscutible que la selección de títulos no sólo lanza, también oculta. Tanto ruido ens01'dece; tanto arbolito de frente oculta, negándolo, el bosque.

Proseguiré con preguntas : Cómo ex­plicar la sorprendente paradoja de que mientras los estantes de las librerías se muestran rebosantes de traducciones en buena parte prescindibles, un año sí, ídem el otro, con las salvedades de rigor (recuérdese aquello de las excep­ciones: confirmación de la regla) la concesión de un premio de la categoría del Nobel suela implicar la sorpresa de un nombre y una obra hasta dicho

momento punto menos que por com­pleto desconocido, y desconocido no ya para el gran público, sino para esa su­puesta legión de críticos especializados que in continenti, con ufana seguridad, sacarán del Quién es quién oportuno no­ticias suficientes para componer cuan­tas páginas requiera el mundo. (Igual sucede, merece la pena puntualizar, con el Premio Cervantes en, ponga­mos por caso, el ámbito del inglés ame­ricano, aunque allí media la diferencia de que la noticia es despachada, por lo general, mediante el expeditivo re­curso de algunas líneas desganadas : el desdén del imperio es infinitivo) . No, la respuesta no consiste en hablar de desinformación. Sería demasiado am­bigua. Ni muchísimo menos; la desin­formación no da para tanto. El proble­ma no estriba en la desinformación; estriba en la información controlada: ese tararí de palabras : pura bulla, en la incesante e interesadísima llovizna de papeles que apaga, distorsiona o mi­nimiza el sonido de las voces actuales que sí son auténticas.

Entonces, a la luz de tan desolado­ras conclusiones, cabría objetar lo si­guiente: ¿ de qué posibilidades reales dispone un escritor marginal (dando al término marginal la acepción de en­frentado al poder, o mejor aún, a los poderes, sean estos políticos o estéti­cos o, muchísimo peor, antiestéticos: la perezosa e inamovible fuerza de la ru­tina) para combatir desde su radical soledad los en práctica casi omnipo­tentes mecanismos de la sociedad de consumo? Sin duda le queda uno, aun­que no a él, al escritor, sino a todos, porque el aludido recurso no es, o lo es muy difícilmente, controlable. Por fortuna.

IV

Me refiero al tiempo. El cual, como certeramente apuntó Gounod, al res­catar lo mejor de cada época convier-

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te a la historia de la literatura en la irreparable y duradera venganza pós­tuma de todas las m inorías, q ue tal vez así se en tienda en su exacta di­mensión asombrosa aquel lema con frecuencia mal interpretado de Juan Ramón: «A la inmensa minoría».

Abranse los manuales al uso por cual­quier página, el azar cas i siempre ayu­da: con nada inusual asiduidad, a tra­que barraque, para aducir una expre­sión con solera, la vista descansará en nombres de sujetos a quienes en vida no rodeó, precisamente, el reconoci­miento del paisanaje: Baudelaire, el pobre Góngora, Verlaine, el angustiado KaEka; Cervantes mismo. Imaginemos un diálogo verosímil, muy verosímil, porque la literatura clásica al ser in­actual lo permite :

-El tiempo ha de pasarse - cantó Garcilaso .

-El tiempo al pasarse pone las co­sas en su sitio, lo cual nada tiene que ver con dejarlas en donde estaban - re_ plicó siglos después Bergamín.

En tal certeza se asienta mi tesis : ¿ Quién es el lector cosmopolita y dón­de se encuentra?», preguntaba, de la mano de Larra, al principio. Pues bien,

el lector cosmopolita es, a ml ] UlClO,

el lector de las literaturas inactuales , o sea, el de las más actuales : el de las clásicas. Y uso el plural porque, eso sí, estoy firmemente convencido de que el aislamiento inevitablemente conduce a la hipertrofia patriotera, lamentable sarampión acerca del cual aquí, en Es­paña, lo sabemos casi todo . ¿Equivale cuanto vengo diciendo a mantener que no merece la pena aventurarse por el embarullado mundo de las literaturas internacionales contemporáneas? No, por supuesto. Me limito a matizar que el lector cosmopolita, si de verdad lo es, lo será porque cuente con 1:1 ba:~e

firme de las literaturas clásicas, y quien de la misma carezca resultará un paseante en la corte, aunque según ad­vierten los entendidos la corte (no im­porta cuál) y el dicho empleo, así como el de la subrepticia condición cosmo­polita, c-ada vez se presentan menos gratos. «¿Qué haremos pues?», inqui­ría en UIlO de sus estupendos sonetos don Juan de Tarsis , e l legendario Con­de de Villamediana: «morir callando», respondía. El tiempo, que ha devuelto la voz a sus poesías, se la quitará a otros que por ahora no paran.

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2.

¿ Colonización literaria?

JOSÉ M. CABALLERO BONALD

JESÚS PARDO

ANDRÉS SOREL

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JOSÉ M. CABALLERO BONALD

No estoy seguro de entender muy bien en qué consiste o cómo debe plan­tearse esa intrincada pregunta sobre colonización literaria. ¿ Se refiere a una hipótesis general o a algún aspecto concreto de todo lo que puede caber en tan voluminoso enunciado? En cual­quier caso, quizá sea esa una cuestión de la que deba ocuparse más propia­mente el sociólogo, o el experto en po­lítica cultural, o incluso el especialista en literatura comparada. La verdad es que el escritor suele actuar a partir del crédulo reducto de su independen­cia, de la libre elección de sus asuntos y métodos de trabajo, de la consecuen­te voluntad de adiestrarse en sus pro­pios libros o en los libros de los otros que ha elegido como modelos. Lo de­más pertenece a la teoría de mercado antes que a la práctica literaria. Me es­toy refiriendo, por supuesto, al escritor legítimamente considerado como tal, al creador de un mundo propio, o sea, al que ejerce su oficio con suficiente competencia y, además, con absoluta libertad.

De todos modos, lo que sería más oportuno preguntarse es si esa liber­tad, esa independencia que se le supo­ne al escritor concienzudo, es un pro­ducto inalterab le o está sometido a determinadas manipulaciones y conta­minaciones que le llegan de fuera, apar­te de las que ya lo asedian en su pro­pio entorno. Supongo que, en este sen-

tido, la presión ejercida por los gustos imperantes, los incentivos de varia lec­ción y especialmente las trampas de la moda, también pueden afectar de mu­chas maneras involuntarias o delibera­das, al normal desarrollo de la litera­tura. Todo depende del grado de sus­picacia electiva de escritor, de sus es­trategias privadas, de su misma capa­cidad de autosuficiencia. Creo que no hace falta señalar que una cosa es la asimilación insconsciente de un influjo mostrenco y otra muy distinta la ex­presa aceptación de ciertos fecundos débitos ajenos a una tradición par­ticular.

Lo primero que convendría deslindar es lo que se entiende aquí por coloni­zación literaria, naturalmente en su acepción más peyorativa. No debe tra­tarse, en efecto, de ninguna clase de importación artística venida de donde sea con justos fines enriquecedores. Tampoco del normal intercambio que se opera entre literaturas de distintas procedencias. El asunto es muy otro y me temo que hasta bizantino. Ya se sabe que la cultura de un determinado país suele establecer relaciones de lo más lícitas con las de otros. A veces hasta se dan casos de matrimonios bien avenidos, que ya es afinar. Pero la cues­tión que ahora parece debatirse es más solapada y también más reacia a las estadísticas: algo así como un adulte­rio practicado 'con meritoria alevosía,

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lo que ya presupone por lo menos un peligro. No se olvide, sin embargo, que siempre hay alguien que se crece en el peligro, y que tampoco faltan opo­sitores a quienes los dedos se les ha­cen huéspedes.

Ignoro hasta qué punto menudea en­tre nosotros esa especie de furtiva ins­talación en cama ajena. Como yo no me dedico a la teoría sino a la práctica de la literatura, tampoco dispongo de muchos elementos de juicio sobre el particular. Ni me tienta leer todo lo que sale ni, en caso de querer hacerlo, tendría tiempo suficiente para meter­me, además, en berenjenales ideológi­cos. Supongo, en cualquier caso, que todo ese excedente de la susceptibili­dad que ha dado en llamarse coloniza­ción, debe reflejarse más o menos en los últimos balances de nuestra cuL tura en general, aunque ya no estoy tan seguro de que también lo haga en nuestra cultura literaria en particular. No encuentro argumentos que prueben lo contrario. Quizá todo consista en una consecuencia más de esas insolen­tes campañas propagandísticas venidas de lejos con ánimo de mejorar nuestra calidad de vida o nuestro sistema de referencias con la realidad. Nadie igno­ra que las todopoderosas multinaciona­les condujeron en no pocas ocasiones a la obediencia estúpida o a las mu­sarañas imitativas de la opulencia. Ha­bía que adecuar los signos externos, el alma y el almario, a la medida de los dictados hegemónicos. Qué despil­farro.

Antes incluso de que asumiéramos las ganas de vivir que nos deparó la muerte de Franco, ya se había propa­gado por aquí una preferencia beocia por lo que llegaba de los países ami­gos bien desarrollados pero muy espe­cialmente por lo que nos catapultaban desde el sueño americano del consumo, aparte -claro- del chicle y la leche en polvo. Algo así como lo que se co­cinaba en aquella famosa alianza para el progreso, sólo que en plan más ur-

bano. Eran los años de los López. El cine, la prensa, la televisión, la radio, nos fueron mostrando con ejemplar empecinamiento un estilo de vida que englobaba todo un fastuoso muestrario de ofertas: atuendos, deportes, cigarri­llos, cosméticos, tecnologías, ídolos, hamburguesas, músicas, electrodomés­ticos, más ídolos, bebidas refrescantes, usos y costumbres a lo Falcon erest, y hasta basuras con sabor genuinamen­te norteamericano. Habíamos encon­trado al fin la panacea universal del progreso. Los bobalicones de turno se convirtieron en conspicuos seguidores de ese catón. Ol<. Nos sabemos el 'chiste de memoria.

Pero, ¿ de qué modo afectó todo eso a nuestra literatura, por no hablar de las otras artes -incluidas las marcia­les-, que quizá ofrezcan un más fácil diagnóstico? ¿Ya qué tipo de colonia­lismo dentro de la historia social de nuestra literatura hay que referirse? Pues la verdad es que ni idea. Me siento incapaz de verificar ninguna clase de rastreo por semejantes andurriales. Lo único que puedo permitirme es enume­rar algunos síntomas presuntos a este respecto. En primer lugar, el muy ma­noseado de los efectos secundarios. A nadie se le oculta que las maravi­llas publicitarias perpetradas -sobre todo- por los EE. UU. no representan sólo una maniobra económica. Dicen los espías nacionalistas que ciertos objetivos materiales llevan implícitos los ideológicos . Un nuevo repertorio de gustos, vocablos, apetencias, se fu­sionó con toda una metódica serie de consignas pseudoculturales . La impor­tación de productos incluía la propa­ganda simultánea de un solapado pa­radigma del bienestar. Hay alianzas que también se consiguen por medio de baratijas deslumbrantes. De eso ya sabían mucho los colonizadores espa­ñoles de América. Así que a lo mejor se trata de la devolución de un trapi­cheo a escala industrial.

En muchas zonas del país, paralela-

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mente a las exigencias del turismo se desarrolló otra exigencias : la de hacer serios esfuerzos de identidad para no confundir las perspectivas geográficas. y las sociales, claro. Aquella majadería de «España es diferente», muy bien po­día haberse cambiado por «España es indiferencia da». Porque la sociedad crecida al socaire de un consumismo espurio aceptó también el hecho peno­so de desnaturalizarse, o sea, de ame­ricanizarse, o sea, de adorar al santo por la peana. Y lo consiguió a veces con no desdeñable fruición. Y además sin ninguna gracia. Prefiero no esgri­mir ahora el lugar común de la ex­pansión imperialista, porque de ese lu­gar común pasa con suma facilidad a otra común perogrullada.

¿ y qué tienen que ver esas pautas de conducta con la literatura propiamente dicha? A primera vista, nada. 0 , mejor dicho, quizá tengan algo que ver con una clase de literatura de muy poca relevancia en cualquier inventari o sol­ven te. Pero hagamos un poco de me­moria, no sin trasladar antes el plúm­beo concepto de colonialismo a un ca­tálogo mucho más modesto. En la épo­ca del realismo social, es decir, cuando nuestra propia cerrazón histórica indu­jo a no pocos estimables escritores a usar la literatura como vehículo de ideas morales o políticas, una impor­tante parcela de su independencia que­dó desplazada por la servidumbre a ese ideario. No juzgo ahora ese h echo: lo apunto. Se ha h ablado bastante del empobrecimiento, de la simplificación de esa literatura de índole crítica o so­cial, de lo que supuso de zafia res­puesta estética a un zafio lenguaje ocupado por el poder. La literatura antifranquista intenta en cierto modo colon izar -reeducar- a la sociedad franquista, al menos a su sector más ilustrado. Le suministró apresurada­mente una serie de historias cuya difu­sión estaba vetada en otros conductos informativos. El empeño era arduo, amén de insuficiente. Y de triunfalista.

Entre otras cosas, porque se contestó con un lenguaje literariamente defec­tuoso a otro lenguaj e oficialmente mezquino. Supongamos, por ejemplo, que a nosotros nos intentó colonizar e l realismo socialista que venía del Este y que nosotros intentamos colo­nizar al idealismo nacionalcatólico que velaba por la salvación de Occidente. Eramos muy nuestros . Y la verdad es que peores cosas se han visto en las resbaladizas vertientes de las modas, las realidades de la vida y los impe­rativos categóricos.

Si me remonto a tan casera prehis­toria es con un propósito meramente didáctico, lo cual - en el terreno de la literatura- suele coincidir con el más aburrido de los propósitos. De todos modos, la evocación viene a cuento porque incita a una pregunta más. ¿ Condiciona de algún modo, significa algo en el desarrollo lineal de una li­teratura ese tira y afloja, ese juego de colonizaciones y descolonizaciones que pueden coexistir con otros muchos in­centivos y martingalas del gusto? Me permito creer que todo eso depende de lo que ya he venido insinuando, es de­cir, de la personalidad del escritor, de sus efectivas exigencias profesionales, de sus propios mecanismos de defen­sa. Incluso de sus propias manías.

Ahora se habla mucho, sin ir más lejos, de una lengua maltratada por los políticos, corrompida por la televisión. Cosas asÍ. No dudo que eso ocurra, pero si el supuesto desaguisado afecta a algún escritor, es porque ese escritor ya estaba previamente afectado por una mediocre educación literaria. La receptividad an te las malas compañías léxicas y sintácticas, ante csa otra suer­te de colonización subrepticia -la gra­matical-, siempre tiene mucho que ver con la inconsistencia imaginativa del escritor. Porque, en última instancia, el único responsable de la asimilación de virtudes o vicios ajenos, es en este caso cl que usa el idioma -lo mejor que puede- como habitual instrumen-

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to de trabajo. No hay que atribuir sus enterezas o debilidades a ningún agen­te infiltrado: el asunto es de su propia incumbencia, depende de su olfato pro­fesional. Volveremos a lo mismo: lo único que parece razonable a este res­pecto es neutralizar cualquier coloni­zación abusiva por el procedimiento de colonizar sin abusos. Algo de eso hicieron ya, en términos civilizadores, ciertos antiguos pueblos invadidos por otros . Quizá se trate simplemente de una forma de resistencia pasiva.

Y, finalmente, ¿influye, coloniza al que ejerce el oficio de literato toda esa mierda de seriales televisivos, incuba­dos preferentemente por los yanquis? Me refiero, desde luego, al aspecto te­mático, al aire argumental y -conse­cuen temen te- al tratamiento. La pa­tología de la vida cotidiana que ahí se muestra, el comportamiento social, tantos conflictos estereotipados, ¿han podido filtrarse de algún modo en las maneras de un escritor perteneciente a otra cultura? Creo que no. O creo que no se ha producido de un modo míni­mamente serio. Si acaso, ha podido merodear por los suburbios de cierta literatura y de cierto periodismo. La cosa tiene su parte divertida. Algunos escritores propensos a no repartir con

ningún colega el pastel de la f.ama, pro­hijaron paladinamente las tácticas nor­teamericanas para afianzar esas aspi­raciones. El vocablo best seller sonó para algunos a música celestial. O a música de películas. Y se dispusieron con m etódica avidez a alcanzar esos plausibles éxitos de venta. Conozco casos de escritores muy bien dotados que perdieron sus dotes en el intento. Pero tales recursos imitativos -siem­pre de fabricación casera y de cariz provinciano-, quizá estén e n directa relación con la economía familiar. No tienen otro valor que el de ser sínto­mas marginales. Tampoco importan demasiado . Y están más cerca de lo que podría llamarse una colonia de francotiradores que de lo que se pre­sume que sea una campaña coloniza­dora.

O sea, que una de dos: o he estado divagando para sacar conclusiones erróneas - con lo que el asunto del colonialismo literario se parecería convenientemente a un sofisma -o habría que concluir que, en literatura, todo colonialismo empieza por uno mis­mo. Me gustaría, por lo menos, que esta última disyuntiva fuese tan equí­voca como la que encabeza el texto.

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JESÚS PARDO

La palabra «colonización)}, incluso si se refiere a la literatura, tiene con­notaciones siniestras en estos días de neocolonialismo, tanto a la izquierda como a la derecha del espectro político.

Si los norteamericanos están cargan­do nuestra novela de un lenguaj e hí­brido y de un corte nuevo de diálogo y acción, los rusos, por su parte, si­guen persistiendo, si bien con decre­ciente éxito, en su campaña por un rea­lismo socialista que, en su escapismo social y político, se parece mucho a la búsqueda del Santo Grial.

En los primeros años de la preguerra cundió también, aunque efímeramente, este realismo socialista por la novela europea occidental, y llegó a España, donde chocó con el escepticismo ibé­rico, que, después de resistir siglos de indoctrinación cristiana, no iba a ca­pitular ante tan transparente andamia­je, pero en Francia dio lugar a un co­nato de algo que pudiéramos llamar «realismo socialista mágico)}: un ejem­plo de esta tendencia es la novela de Louis Aragón «Los Comunistas», donde Maurice Thorez, el entonces jefe del partido comunista francés, le responde al joven activista que ha ido a pedirle consignas políticas en vísperas de salir para el frente: «¿Consignas políticas?, ninguna, únicamente que seas el mejor, que des ejemplo ... )} Este tipo de colo­nización cultural, en un país civilizado y sin censura, está condenado al fra­caso.

Colonialismo literario siempre lo ha

habido. Un ejemplo son los siglos en que la literatura y la lengua sumerias empapaban, incluso póstumamente, toda la cultura del Oriente Próximo, como el latín en Europa durante la edad media.

Otro ejemplo es la enorme influen­cia que sufrieron la lengua y la cultura rom·anas a manos de una Grecia ven­cida y explotada.

Estos son dos casos de cultura ven­cidas que se imponen a sus vencedo­res, una especie de colonialismo vuelto del revés, pero tan real como aquel cu­yos últimos días hemos visto nosotros en Asia y Africa, y que luego vimos re­nacer allí mismo camuflado de inde­pendencia, siguiendo el modelo clásico del colonialismo económico y cultural de Estados Unidos en Iberoamérica.

En la ex Africa inglesa, y me imagino que lo mismo ocurre en la francesa, la literatura negra es remedo de la de su ex metrópoli, pero remedo tanto a lo largo como a lo ancho y a lo hondo, es decir, un verdadero remedo. Sólo unos pocos escritores negros saben im­poner sus raíces y su personalidad afri­cana al idioma inglés, que usan así y todo, renunciando a sus lenguas indí­genas.

En la Unión Soviética vemos un mo­delo más concienzudo de colonialismo literario. Las literaturas de las repúbli­cas soviéticas son, en términos oficiales, «nacionales en la forma, pero socialis­tas», es decir: oficialistas, moscovitas, «en el fondo)}. Esto si es colonización,

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porque está impuesto por medios bu­rocráticos como la llamada «cultura franquistas» fue una colonización entre nosotros, y de ella podemos comprobar ahora que nunca logró echar raíces.

Yo creo que, si hablamos de coloni­zación literaria, debemos examinar el fenómeno dentro de un contexto europeo, no limitarlo a sus efectos lo­cales, o sea en un país determinado. La literatura española contemporánea es una simple anécdota dentro de la europea. Nuestro ámbito cultural en Europa abarca la zona europea del vino, y, en parte, también la de la cerveza, pero excluye por completo la del aguardiente, a donde los efluvios greco­romanos llegaron muy de segunda mano, y de manera indirecta.

La colonización cultural, en nuestro ámbito europeo, y, dentro de él, en Es­paña, es tradicionalmente francesa y, en determinados momentos, también anglosajona: es decir, se trata de una colonización, en ambos casos, casi in­cestuosa pues tanto en Francia como en Inglaterra la cultura greco-romana es tan básica como en España, pero resultó mucho menos consanguínea cuando le tocó el turno a Estados Uni­dos de influir en nosotros, porque en ese retoño de la cultura greco-romana a través de Inglaterra han entrado en juego poderosas influencias proceden­tes de la zona del aguardiente, o sea eslavo_germánicas, y, también, y mu­cho, semíticas, pero semíticas desboca­das, no, como en el caso del resto de Europa, sometidas desde un principio al vigilante control greco-romano.

La colonización literaria transpire­naica es muy honda entre nosotros des­de siempre: testigo, si no, los proven­zales y franceses, los ciclos poéticos y novelescos medievales, hasta llegar a la influencia, difusa si se quiere, pero a la larga potente, de Ronorato de Bal­zac, sin cuya obra serían imposibles Clarín y Galdós, o la de Emilio Zola, padre y maestro mágico de Pío Baroja.

La colonización literaria inglesa es,

en cambio, muy somera, y, como la francesa, forma parte del juego de in­fluencias y contrainfluencia que no sólo resulta inevitable, sino incluso benefi­cioso dentro de una misma zona cultu­ral, pero siempre que sea también re­cíproco, cosa que, en nues tro caso, nunca fue. Reduciéndonos a este fenó­meno de influencias en una sola direc­ción, o sea, de fuera adentro, sin con­trapartida de dentro afuera, puede, ciertamente, hablarse de colonización, pero yo pienso que, en general, en esa época, o sea, hasta algo entrado este siglo, fue una colonización de la que hemos salido ganando.

Walter Scott es el primer ejemplo decimonónico de colonización literaria de toda Europa Occidental por un solo país, en este caso Inglaterra.

Walter Scott actuó de manera deci­siva sobre la novela europea, influyen­do en Alemania, con nombres como e l del novelista Theodor Fontane, que le debe su importante novela histórica «Antes de la Tormenta», y en España, donde no sólo tentó a un grafómano de talento como Fernández y González, sino, mucho antes que a éste, a una mente tan clara como la de Mariano José de Larra.

Enrique Reine, en sus «Cuadros de Viaje», nos da una idea de la tremenda popularidad reverencial que llegó a al­canzar Walter Scott en toda Europa cuando se queja de que su hijo fuera recibido en Alemania como un gran personaj e, ataviado con la falda esco­cesa típica, sólo por ser hijo de tal padre.

Durante todo este tiempo Francia había seguido dominando la escena li­teraria española, pero en la segunda mitad del siglo XIX montó una verda­dera ofensiva cuyo impulsor fue Emilio Zola, y su artillería 'el concepto natu­ralista de la novela. Esta agresión cambió decisivam ente el curso de la novela española y ha sido mucho más honda que la de Walter Scott. Sus efec­tos alcanzaron a la generación de los

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años treinta, con gente como Alberto Insúa y José Francés, que llegó a de­dicar uno de sus libros con esta frase: «No h ay más Dios que Dios y Emilio Zola es su profeta», pero también con Clarín y Pérez de Ayala. Incluso a nos­otros llega fructíferamente la sombra de Zola, y de manera muy concreta al mismo que os está hablando, y que no es, ni mucho menos, el único. La in­fluencia de Zola fue mucho más honda que la de Honorato de Balzac y, desde luego, que la de Flaubert; en cierto modo fue más honda que la actual in­fluencia norteamericana en la es tructu­ra de la novela europea, pero ninguna de estas influencias llega a constituir, como la de Zola, toda una manera de interpretar la realidad; las otras se quedan, más bien, en maneras parciales expresarla.

Finalmente tenemos la novela poli­cial norteamericana, un aldabonazo importante y oportuno para recordar­nos que la realidad puede expresarse exclusivamente por medio de acción y diálogo, prescindiendo casi por com­pleto de la introspección, y la novela europea no ha vuelto a ser la misma, aunque más en la forma que en el fon­do, desde que gente como Cornell Woolrich y Dashiell Hammet mostra­ron que, además, esta nueva forma de expresar la realidad puede tener autén­tica validez y peso específico estético. Era la segunda vez que Estados Unidos salía al paso de Europa: la primera fue con Walt Whitman, un poeta que, partiendo de la nada, comenzó a escri­bir de amor como nunca se había es­crito hasta entonces: Whitman entró honda pero tardíamente en la poesía inglesa. Ambas fueron colonizaciones, pero positivas.

Cornell Woolrich y Dashiell Hammet, los verdaderos, aunque quizá no r eco­nocidos padres de Maigret, Hércules Poirot, Pepe Carvalho y tantísima prole desagradecida, nacieron en una jungla urbana regada por un capitalismo en­cajado en una camisa de fuerza demo-

crática en la forma y liberal en el fon­do, ninguno de cuyos ingredientes era apto hasta ahora para el paisaje es­pañol.

Así y todo, la novela policial norte­americana, directamente o pasada por el tamiz inglés y francés, ha tenido una tremenda influencia en la novela espa­ñola, aunque una serie de fuerzas con­servadoras que se disfrazan de experi­mentales sigan tratando de desvirtuarla.

Nos ha penetrado con tanta fuerza como el llamado real ismo mágico, y con más persistencia. Se trata, induda_ blemente, de una forma de coloniza­ción, pero beneficiosa, ya que le ha servido al colonizado para dar un vi­raje tan tardío como necesario al rum­bo de su desarrolo.

Lo mismo cabe decir de Inglaterra, colonizada literariamente por su ex co­lonia, mucho más que nosotros por las nuestras. Inglaterra, además, está sien­do víctima, sobre todo desde la segun­da guerra mundial, de una verdadera invasión cultural norteamericana, muy facilitada por una identidad idiomática más aparente que real, y tan honda que comienza a relegar perceptiblemente lo inglés tradicional al terreno de lo pintoresco.

E ste tipo de colonización es más di­fícil en culturas relativamente hermé­ticas, como la alemana, o xenófobas en su -esencia, como la francesa. Y aquí se podría matizar que la cultura inglesa nunca ha sido xenófoba, sino, muy concretamente, isleña y conservadora y etnocéntrica, mientras que la españo­la ha sido abierta, y cuando se cerró fue por causa de fuerzas reacias a per­der su hegemonía a contrapelo de la marcha de la historia y la economía.

El primer telón de acero lo bajó Fe­lipe Segundo, y no comenzó a levan­tarse hasta el siglo XVIII, pero mal y poco; subió más en el XIX, y de nuevo con la segunda república. Sólo ahora parece dispuesto a levantarse de verdad.

Actualmente los críticos. o por lo

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menos algunos de ellos, dicen que la novela española se debate entre influen­cias alemanas e iberoamericanas, aun­que, en este segundo caso, cabría más hablar de rebote que de agresión, de contrainfluencia que de influencia. Más de vasos comunicantes que de co­lonización. Es también evidente que la novela española está pasando por una epidemia de pseudoexperimentalismo mal entendido y peor aplicado, que también forma parte del proceso de co­lonización que muchos ven en nuestra literatura actual.

Yo creo, sin embargo, que, más que de colonización se podría hablar de des­concierto: el que no encuentra en sí mismo qué decir, se ase al primer cla­vo, por mucho que arda, pero esto me parece que es ver peligros donde no los hay. En todas las épocas ha habido una masa desorientada, tendente a ver novedades donde no hay ninguna, a deslumbrarse por las cosas de fuera; y unos cuantos timoneles que son, a fin de cuentas, los que quedan, y los que, a la larga, van marcando la pauta.

Nuestro error puede ser confundir lo esencial con lo adventicio: estamos tan cerca del bosque que sus árboles nos impiden verlo.

Mal se puede hablar de colonización literaria en una generación que ha pro­ducido novelas como «Tiempo de Si­lencio», «El J.arama», «Pascual Duarte», «Extramuros », «Agata ojo de gato», tan antiguas las cuatro y, al tiempo tan modernas, tan claramente españolas de forma y fondo, estructura y textura, o en la que un libro como «Herrumbro­sas Lanzas» puede coexistir con otro como «La Novela del Corsé», novela que lo es sin serlo, y cuyo autor diré: Manuel Longares, ya que, de la manera m ás injusta, ha pasado inadvertida.

Nada de esto es indicio de coloniza­ción, excepto si entendemos por colo­nización el que se asimile al espectro cromático español una serie de tonos y matices llegados de fuera para enri­quecerlo.

La colonización, para serlo de ver­dad, ha de llegar incluso a las cimas e imponerse en ellas aun cuando no haga falta, quitándoles o por lo menos desluciéndolas el color propio.

Lo secundario y periférico ha de desaparecer de todas formas, coloniza­do o no, y se lleva consigo estas acre­cencias foráneas, por lo cual a la larga, carece de importancia; preocuparse por este fenómeno es innecesario: se repite desde siempre : ya Cicerón se quejaba de la excesiva helenización de ciertos poetas latinos de quienes ni los nom­bres nos han llegado.

Otra cosa es el idioma. El nuestro es probablemente el más híbrido de Euro­pa occidental, únicamente el inglés po­dría competir con él en influencias de fuera, influencias que ni al uno ni al otro han conseguido todavía desviar de su propio cauce. De cada avalancha, ambos, hasta ahora, han salido reafir­mados en sí mismos.

Ya antes de su formación comenzó el castellano a recibir embestidas, lue­go, la palabra «germanía» es recorda­torio vivo de ello, con nuestras aven­turas europeas y americanas siguieron llegando aluviones de léxico extraño. Nadie recuerda ya que «armatoste» es un catalanismo, o «aguacate» un cari­bismo. Napoleón se llevó cuadros y robó hasta cincuenta sopas españolas que, según los entendidos en cocina, pasan ahora por francesas en los libros de cocina de allende el Pirineo, pero los afrancesados que decían cosas como «yo no tengo que pan», han des­aparecido junto con este y otros sole­cismos.

Con Napoleón, y durante todo el si­glo XIX, llegó una invasión de palabras y giros que ha durado hasta los tiem­pos de Gómez Carrillo, pero la lengua Castellana ha ido depurándose a sí mis­ma, dejando sólo aquéllos que conve­nían, y ele los otros no queda rastro.

Por todo esto, la actual invasión ele anglicismos y norteamericanismos no es, a mi modo ele ver, ni ele extrañar

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ni de temer: hay idiomas que viven de este alimento, y el nuestro es uno de los que más han medrado asÍ.

Nuestro idioma, como, por otra par­te, todos los idiomas literarios que en el mundo han sido, digiere unas pala­bras y elimina otras, de algunas llega a hacer carne y hueso: los miles de palabras árabes y germánicas que te­nemos nos han enriquecido, como al ruso su sorprendente número de pala­bras francesas, inglesas e italianas, o al inglés el botín heterogéneo que encierra su vocabulario. A la larga no pasa nada, por lo menos nada malo.

Lo que ocurre es que no podemos ver por nosotros mismos el proceso de asimilación, porque nuestra vida sólo da para seguir el comienzo de un pro­ceso que se repitió en la generación anterior a nosotros : aparición de voca­blos foráneos, el iminación de unos y asimilación de otros. Nuestra vida es corta, y este fenómeno cuyo fin no lle­gamos a ver, nos inquieta y ofende a nuestros oídos y a nuestro sentido de la pureza de un idioma que nunca tuvo nada de puro.

Un idioma como el nuestro, que con­vive en su propio territorio desde hace siglos con otros dos idiomas de fron­dosa y rancia cultura, no debiera te­mer nuevas embestidas, más bien, al contrario, recibirlas con optimismo, porque de ellas vive.

Yo, en lugar de colonización artística o lingüística, diría revitalización. Mien­tras la lengua conserve energía no puede ser otra cosa.

La colonización literaria es, con fre­cuencia, consecuencia inevitable del predominio económico y militar.

Durante nuestra efímera época de hegemonía en Europa el idioma caste­llano se aprendía por doquier y se usa­ba en las cancillerías europeas más o menos como ahora el inglés y el ruso.

En esas épocas de pujanza, por en­gañosas que sean, suele también refor­zarse el idioma contra la influencia ex­tranjera: de la misma forma que el la-

tín imperial latinizaba incansablemente cualesquiera voces le llegaran de sus conquistas, el castellano del siglo XVI castellanizaba agresivamente toda clase de términos extranjeros: «Vindosora», por ejemplo, en lugar de Windsor, o «Güitol», con ge y diéresis, por White­hall, o «Achines», nombre que dieron enseguida nuestros marinos al pirata inglés Hawkins, que, entonces, se pro­nunciaba probablemente algo así como «óochins» ,

Esto es interesante porque nuestro idioma pasa por ser notoriamente im­permeable, y su sistema de sufijos hace necesaria, y al tiempo dificulta, la castellanización de vocables de fuera. Mientras el inglés, lengua porosa si las hay, permite la infiltración de otras palabras sin otro cambio que el de la pronunciación.

Se da la paradoja que los dos idio­mas más colonizadores de nuestro tiempo: el ruso y el inglés, sean, con todo, '¡os más colonizados, los más lle­nos de palabras extranjeras. Cada uno de ellos las digiere de una manera dis­tinta: el ruso, como el castellano, las reforma; el inglés, por el contrario, las traga tales cuales. Y ninguno de ellos muestra síntomas de indigestión, más bien lo contrario.

Actualmente los extranjerismos so­brenadan en nuestro idioma de manera que muchos encuentran alarmante.

Palabras y expresiones habituales como «en base a», por sobre la base de, que es un italianismo contrario a nuestra sintaxis; «cara a», por ante, que no sé de donde habrá salido; el angli­cismo «a nivel de», tan exagerado por muchos que he llegado a oír «a nivel de novios» por entre los novios; «es por esto que», que hasta Garda Már­quez usa varias veces en su «El Amor en los Tiempos del Cólera»; y luego «contribución», por aportación, angli­cismo también; como lo es «asumir» por aceptar; o «contemplar», que tam­poco sé de dónde habrá salido, por incluir, tener en cuenta, etc.

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Esta situación se ha repetido, creo yo, en casi todas las generaciones : el idio­ma mismo se encargará de despejarlas, dando carta de naturaleza a los intru­sos que la merecen y relegando al ol­vido, con los mismos que los usan, a los demás.

Cuando los «croissants» eran privile­gio de unos pocos conservaban en cas­tellano un remedo de su pronunciación francesa, pero ahora están empezando a popularizarse, y la gente misma, por­tadora, en general, de un juicio muy certero en esto de cazar palabras al vuelo, está imponiendo ya a la Real Academia la forma en que ésta acabará pasando a su diccionario: «Curasán», que es como yo lo digo ya y como, sin duda, hay que decir. Igual que este ejemplo, buscando se podrían, sin duda, poner muchos otros.

El predominio casi hegemónico del inglés en tecnología es distinto, y tengo entendido que incluso en las altas es­feras de la tecnología soviética se ha.­bla más el inglés que el ruso. Refleja un indudable predominio tecnológico anglosajón que se irá como ha venido cuando le llegue su fin.

Yo, en esto de la colonización cultu­ral, como en muchas otras cosas, soy darwiniano. Pienso que las culturas, los idiomas, no merecen más respeto que ellos mismos sepan ganarse.

Nadie echa de menos la desaparición del latín como vehículo cultural, por­que en cultura, como en poder político

no cabe nunca el vacío: lo que un idio­ma o un partido o un dictador deja lo llena inmediatamente otro, y además nunca desaparecen del todo idiomas y culturas: el castellano sólo valdrá lo que su capacidad de enfrentarse con nuevas embestidas de fuera y digerir­las, pero, aun cuando desapareciera, la cultura que en él se expresa dejará huellas durante siglos y siglos, como la sumeria palpitó durante más de un milenio, póstumamente, en Mesopota­mia, y como el latín sigue palpitando, casi vivo en cierto modo, entre nos­otros.

Pero, si en lugar de resistir, se deja inundar y se ahoga, merecerá pasar a un estado híbrido primero e irreversi­blemente crepuscular después del que yo, por ahora, no veo signo alguno.

En «La Decadencia de Occidente», de Oswald Spengler, hay un pasaje de gran agudeza: la verdadera destrucción del imperio romano de occidente, dice Spengler, no tuvo lugar cuando lo in­vadieron los bárbaros, sino cien años antes, cuando ya el artesano romano pensaba en germano aunque hablase en latín, y decía, en lugar de «feci», hice, «ego hoc habeo factum», esto es: «Ich habe is getan», yo lo he hecho, tradu­ciendo así subconscientemente una fra­se germana al latín, idioma que no tie­ne tiempos compuestos.

Todavía, a mi modo de ver, tanto nosotros como nuestra cultura, y mu ... cho más nuestro idioma estamos muy lejos de ese peligro.

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ANDRÉS SOREL

Nuevas formas de colonialismo

I

Podemos abstraernos de la calle. En­cerrarnos en la literatura. Hablar, es­cribir para nosotros mismos, ajenos a cuanto nos rodea. Laboratorio o cata­cumba: silencio ajeno al discurrir de la multitud. Sumergirnos en los ríos profundos de la obra creada en la no­che y la soledad. O podemos lanzar las cuartillas, las palabras, al viento de la comunicaClOn: dónde estamos, para qué escribimos, que alimenta nues tra vida.

Podemos mentir, llorar o acariciar con nuestras dudas las búsquedas, los cada vez más difíciles diálogos . A nues­tro alrededor se quema, desde la prin­gosa suciedad de la amanecida hasta el ruido y el humo ensotanados de la noche, el presente. Porque sólo los desequilibrados piensan en el futuro. Tememos la diferencia: por eso vesti­mos el mismo traje, consumimos idén­ticos productos, -escuchamos, hablamos de parecidas historias. Impotencia y miedo nos cercan: ante su realidad nos declaramos autosuficientes. Buscamos escapar al abrazo de la depresión eco­nómica -que a fuerza de herir a tantos millones -de personas parece no encar­narse en ninguna-, ignorar la fuerza del concentrado poder, no plantearnos la posibilidad del holocausto atómico, creer que es normal al ejercicio de la política toda degradación, ignorar las

causas o pensar que éstas son insolu­cionables- que vaciaron de conteni­do a las viejas concepciones revolu­cionarias, prostituyeron, deformaron los conceptos y las ideas que tantas obras filosóficas, literarias y artísticas inspiraron, y sobre todo tanta sangre, cárcel, miedo y persecución dé'rrama­ron entre quienes fueron sus defenso­res. Aceptamos, 'incluso complacidos, que en la segunda revolución industrial el ser humano sea dominado por la máquina y el poder del Imperio-Estado, imponga no ya las relaciones eco­nómicas de los pueblos, sino la forma de consumo cultural de los mismos. Los teóricos, incluso los narradores, prefieren divagar sobre los cadáveres de los viejos fascismos, caricaturizados encima en un m ero puñado de nom­bres concretos para no herir a los que escaparon a la terapia sanitaria limpia­dora de la época, antes que denunciar el terror de las nuevas y omnipresen­tes formas de opresión ideológica y es­tatal. La Tecnología se convierte en un nuevo e irracional Dios al que se rinde culto en los Almacenes-Catedrales eri­gidos al servicio de la Gran Ley publi­citaria. Se desvía la atención de las causas y responsables del envenena­miento atmosférico, la degradación am_ biental, la comercialización y explota­ción del sexo, la droga, con historias puntuales y alimentadoras de la vieja y retrógrada conciencia y moral judeo.

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36 ANDRES SOREL

cri~t¡ana que aún nos rige: hablemos todos los días, a todas horas del Sida, pero no de las industrias, fábricas ali­mentarias, productos radioactivos que tienen nombre propio, instalación pre­cisa, anuncios propagandíticos y provo­can el cáncer. Prensa, arte y también literatur·a viven en la ficción de esta maloliente y prostituida sociedad, se nutren de miedo y rezuman, las más de las veces, podredumbre disfrazada de vanguardismo, de formalismo obso­leto y, al servicio de los intereses de los programadores de la moda diari·a, la­cayos de las sutiles formas de poder terrorista que en el vacío cultural y estilístico que encierran se reviste con los conceptos del culto al desarrollismo, a la tecnología y al arte por el arte, monótono, falto de identidad y despro­visto de independencia.

II

¿Puede, en un contexto semejante exis­tir una literatura no colonizada? El ser humano de nuestro tiempo vive feliz, o así aparenta serlo, en la nueva barba­rie. A fuerza de estar informado -siem­pre en una información dirigida y con­trolada- carece del poder de analizar la manipulación de la misma. Todo lo tiene al alcance de la mano, menos 'la reflexión, la palabra, el sentido de su trabajo -por nimio que este fuera­y de su propia vida. La publicidad va formando un nuevo y estandarizado gusto estético . Cuanto escapa al mismo es censurado por los responsables de la cultura del ocio. La memoria orde­nada aniquila la imaginación, la volun­tad, el esfuerzo por descubrir. En rea­lidad todo - el vestir,el cantar, el co­m er, y el ver- ocurre en cada vez me­nos espacios 'abiertos y contrastantes. Hasta el lenguaje se reduce en la era de la velocidad y el ruido, deja de ser n ecesario cuando desde niño la imagen y los ordenadores tienen ya la palabra. y en m edio la violencia. La violencia del triunfador. La violencia de la única

ley que existe: la del tener. E l ser ya no cuenta. Sólo se refleja, proyecta, desde los estudios en la Universidad hasta los caracteres que en negrita apa­recen día a día en la prensa escrita, radiada o visualizada, el Tener.

El escritor trabaja con el idioma. Quiere contar historias, expresar sen­timientos, plantear interrogantes, mu­sicalizar imágenes, encon trar, a través de su palabra, sensibilidades afines a la suya. Y encuentra su idioma agredi­do por los avasallan tes idiomas de la nueva era. Todo es imagen, mensaje, signo, pérdida de palabra.

Sabe que los libros no se compran no por falta de medios económicos - hablamos de 'la inmensa mayoría­sino por la impotencia, la no necesidad que siente de encerrarse a solas con un libro, pensar con él, de no ver a través de él, salvo que el libro sea re­petición, reiteración, identificación de lo que ya ha visto: libro de personajes, historias televisivas, best-seller sobre todo nortemericanos, que llenan los es­tantes de los grandes almacenes, su­plantadores de las viejas, entrañables y cada vez menos necesarias -por des­gracia- librerías de nuestra infancia, y que tanto contribuye a nuestra pro­pia colonización literaria.

Porque a través de ellos, como a tra­vés de los seriales, músicas, estableci­mientos culinarios, maneras de vestir, organización social, etc., se destruye nuestra propia identidad, se nos des­posee de la diferenciabilidad que nos caracterizaba, se nos impide que a tra­vés de lo propio nosotros mismos rom­piéramos el hielo del tiempo invernal que ha de traer el sol sobre el agua del futuro .

El imperialismo necesita romper la identidad histórica para homogeneizar a todos los pueblos y culturas en una f.alsa identidad universal: la integra­ción cultural no parte de la memoria o la diferencia, sino de la única racio­nalización tecnológica que exigen sus intereses p lanificativos y dominantes,

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¿COLON IZAGION LlTERAR'IA? 37

a los que se subordina cualquier otra intención ética o estética.

¡Qué importamos nosotros, que im­porta la búsqueda de la luz! Digámoslo con Cernuda:

Todo el ardor del día, acumulado En asfixiante vaho, el arenal despide. Sobre el azul tan claro de la noche Contrasta, como imposible gotear de

[un agua, El helado fulgor de las estrellas, Orgulloso cortejo junto a la nueva luna Que, alta ya, desdeñosa ilumina Restos de bes tías en medio de un

[osario. En la distancia aúllan los chacales,

¿Es que pueden creer en ser poetas Si ya no tienen el poder, la locura Para creer en mí y en mi secreto? Mejor les va sillón en Academia Que la aridez, la ruina y la muerte, Recompensas que generosa di a mis

[víctimas, Una vez ya tomada posesión de sus

[almas, Cuando el hombre y el poeta preferían Un miraje cruel a certeza burguesa.

III

¿ Qué puede hacer la literatura frente al colonialismo de que, como parte de la cultura que alienta y que la alienta, es víctima?

Ser ella misma. Tan pequeña y tan entrañable cosa. Olvidarse de modas, triunfos, mercados, éxitos coyunturales. Hablar con el lenguaje que siempre, en

sus grandes momentos, tuvo : el de la soledad y la belleza. La literatura ha de defenderse de la agresividad que el feÍsmo está imponiedo en nuestras vi­das. Recluirse en el lenguaje que le es propio, anteponer el ser sobre el tener, sentir en ella misma el único imperio que puede y debe avasallarla.

El escritor realiza su obra de espal­das, frente a cuanto le rodea. No es ciego ni sordo ni mudo pero sí ajeno al lenguaje que desde el exterior pre­tende imponérsele. Con palabras de Ciaran:

«Todo lo que he escrito surgió en plena noche. ¿ Cuál es la originalidad de la noche? Todo ha dejado de existir. Uno es sólo uno y el silencio y la nada. No se piensa absolutamente en nada, se está sólo como puede estar solo Dios. Y, aunque no soy creyente, ya quizá no creo en nada, esta soledad ab­soluta se erige en interlocutor.»

A la literatura le interesan la razón y el sueño, la lágrima que tiembla en las bocas unidas de los amantes y la lágrima que tiembla en el niño desnu­do y abandonando ante el túnel de los fusiles que hacen la historia. A la lite­ratura ha de interesarla ser ella misma, y no vivir bajo el cobijo de la violencia y miseria cultural que hoy nos domina. Al fin, Gilgamesh, Homero, Shakespea­re, Kafka o Cernuda nos dicen más del tiempo y de la historia que los bazares y prostíbulos que en su tiempo existie­ron y en los que reyes, mercaderes, sacerdotes, jueces, militares, comercia­lizaban el lenguaje de su época, en el triunfo que también tenía reflejo en el falso espejo de la moda.

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3.

¿Una lengua ,

mas pobre?

JULIO LLAMAZARES

JESÚS SÁNCHEZ LOBATO

ALONSO ZAMORA VICENTE

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JULIO LLAMAZARES

Hacia una lengua más pobre

Comenzaré mi intervención en este coloquio respondiendo ya desde el principio, de manera inequívoca y ta­jante, a ,la pregunta que se propone como asunto de debate y reflexión: ¿vamos hacia una lengua más pobre? Sin duda alguna, sí.

Mi condición de mero artesano de la literatura, esto es, de manipulador más o menos afortunado de la lengua que me ha sido dada como vehículo y medio de expresión, es obvio que en modo alguno me faculta para ef.ectuar un análisis de los múltiples motivos que, a mi entender, se localizan en ~a raiz de dicha situación. Ese análisis corresponde a los estudiosos de la ma­teria -científicos, lingüistas, críticos, etcétera-, pero creo que, al tiempo, ese mismo trabajo de manipulación de la lengua que es, en último término, la literatura y, acaso también, la obser­vación del problema desde distintos frentes y ángulos --el periodismo, la lectura o el simple ejercicio diario de la comunicación- me permiten esbo­zar aquí y ahora algunos comentarios sobre los que yo creo que son algunas de las causas del empobrecimiento progresivo de la lengua y, consiguiente­mente, de la literatura a que me refe­ría al principio de esta intervención.

Seguramente hay muohas más. Yo sólo citaré y analizaré brevemente las que considero suficientemente impor­tantes y significativas como para ali-

mentar sobre ellas este debate y nues­tra reflexión.

l.-La desruralización de la sociedad española

Durante las tres o cuatro últimas dé­cadas, la sociedad española, de carác­ter tradicionalmente rural, ha experi­mentado un progresivo proceso de desrura1ización y, paralelamente, un desplazamiento de sus usos y costum­bres hacia los modelos urbanos carac­terísticos de cualquier sociedad indus­trial. Ese proceso, que la mayoría de los países europeos habían ya sufrido con anterioridad, tuvo lugar en nuestro país durante los años cincuenta, sesen­ta y setenta, coincidiendo con el des­pegue industriaI de nuestra economía y el consiguiente éxodo de muohos es­pañoles desde los pequeños núcleos rurales hacias las grandes ciudades.

La incidencia de ese proceso en nues­tras estructuras culturales en general, y en nuestra lengua en particular, no es por obvia menos significativa. A la inevitable pérdida de las raíces cul­turales le sucedió un proceso no menos inevitable de uniformización, fruto del nuevo modo de vida asimilado -de ca­racterísticas claramente urbanas y de estructuración industrial-, y el subsi­guiente empobrecimiento de una len­gua, de origen y tradición rural, que ahora se demostraba inútil para servir a la nueva situación. No se trataba

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sólo del trauma que el desarraigo o la inadaptación sin duda producían en aquellas personas que emigraban del campo a la ciudad. Se trataba también de la pérdida de todo un universo cul­tural y, por tanto, lingüístico que iba a generar un importante deterioro en el equilibrio de una lengua oaracteri­zada, entre otras cosas, por su multi­plicidad.

Se pasaba, de un lado, de una so­ciedad plurirrelacionada a la sociedad de la incomunicación y, de otro, de una sociedad pluriforme a la sociedad de la uniformización. No se trata, ni siquiera en este terreno, de desempol­var la vieja actitud maniquea del me­nosprecio de Corte y la alahanza de Aldea. Pero parece claro que, con la desruralización de nuestra sociedad, hemos perdido un gran caudal lirigüís­tico -al desaparecer de nuestras vidas determinados objetos, costumbres y usos culturales- y hemos asistido de modo paralelo a un empobrecimiento léxico de difícil valoración. Se medirá, no obstante, que la sociedad urbana ha generado nuevos términos lingüísticos y nuevas formas de comunicación. Es cierto. Pero lo nuevo no salva lo per­dido y, sobre todo, la uniformización lingüística jamás podrá ser superior a la multiplicidad.

2.-La tecnificación de la educación

En los últimos años, y como conse­cuenta lógica del proceso industriali­zador y urbanístico al que antes me refería, hemos asistido también a una tecnifica ció n progresiva de nuestra educación.

Durante siglos, en el viejo dilema entre letras y ciencias que siempre presidió el desarrollo de nuestro mo­delo educativo y cultural, nuestro país había optado siempre por primar las mal llamadas ciencias del espíritu -o, peor aún : las humanidades- en menos­cabo de las llamadas ciencias de la na­turaleza. Aquella vieja actitud dio un vuelco completo a partir de los últimos

quince o veinte años. Los antiguos mé­todos de estudios - en los que tenían primacía la lengua, las artes la historia, la filosofía y la literatura- han dado paso a un nuevo modelo en el que aquellas áreas han sido abandonadas en beneficio de la tecnificación. La so­ciedad actual exige técnicos y científi­cos, expertos en física o en ordenado­res, cada vez con mayor voracidad. Por contra, el e,studio y cultivo de las an­tiguamente llamadas ciencias del espí­ritu han quedado relegado a minorita­rios grupos sin apenas influencia ni re­presen tación.

Todo ello ha incidido e incide toda­vía en el empobrecimiento de una len-' gua cuyo destino acaso es ya tan sólo el de convertirse en mero trasmisor de la tecnología. Al abandono del estudio de sus bases y estructuras le sucede una tecnificación progresiva y mayor cada vez de su conformación, con de. rivaciones lingüísticas más y más es­pecializadas y compartimentadas, cada vez más condenadas a acabar convir­tiéndose en reductos de unas minorías que construyen sus propios vocabula­rios y sus propios códigos de expre­sión. Y, aunque obviamente no seré yo quien abogue ahora por la vuelta a un antiguo modelo educativo que lo único que habría de producir es la condena al tercermundismo de nuestra sociedad, parece claro que la búsqueda de un punto de equilibrio entre aquellas dos viejas ramas de nuestra educación de­rivaría en un enriquecimiento mutuo y, por ello, ·en un desarrollo cultural más armónico de la sociedad.

3.-El impacto de los medios de comunicación

El impacto de los medios de comuni­cación en nuestra lengua es sin duda alguna otra de las causas -y no de las menos importantes- del empo­brecimiento progresivo de nuestro acer­vo lingüístico y cultural. El auge cre­ciente de estos medios ha generado, in- ' cluso, una nueva sociedad. Una socie.'

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¿UNA LENGUA MAS POBRE? 43

dad cada vez más dependiente de ellos. Una sociedad cuyas fuentes de infor­mación aparecen cada vez más lejanas y menos controlables y en la que el ciu.. dadano asiste a un bombardeo de men­sajes en cuya manipulación directa nunca le es dado intervenir.

Pero las formas de vida actuales exi­gen cada vez más una mayor inmedia­tez y sintetización. Ello ha originado lo que podríamos llamar el lenguaje de los medios, un lenguaje caracterizado por su codificación lingüística, la sín­tesis de los mensajes y su desliteratu­rización. El lenguaje se empobrece de modo voluntario, se adelgaza y adapta a las necesidades del medio y del men­saje que aquél nos quiere transmitir. Y, así, llegamos al extremo paradójico de que unos medios cuyo sustrato ex­presivo principal es el lenguaje -el caso de la prensa y de la radio, por ejemplo-, generan un argot cada vez más raquítico y escueto en el que los mensajes son fácilmente digeribles y, sobre todo, intercambiables con sólo introducir unos pequeños c.ambios en las articulaciones léxicas usadas para su codificación.

4.-El imperio de la imagen

Por si ello fuera poco, asistimos tam­bién en los últimos tiempos a un debi­litamiento de esos mismos códigos lin­güísticos -tanto en el ámbito de la cultura como en el de la información­como consecuencia de la creciente pre­ponderancia de la imagen dentro del mundo de la comunicación.

Ya no se trata de adelgazar y empo­brecer de modo voluntario nuestra len­gua para servir a los fines de la inme­diatez y la sintetización. De lo que aho­ra se trata es de contar más y en me­nos tiempo, de hacer valer aquel viejo refrán de que una imagen vale más que mil palabras. Y, aún sin ser cierto -pues, si una imagen vale más que mil palabras, en ocasiones una pala­bra puede valer también por mil imá. genes- , parece que es principio co-

múnmente admitido por el hombre actual.

El impacto que en la lengua produ­ce esta actitud es fácil de evaluar. Asis­timos a una especie de omertá, a una ley del silencio en la que las palabras parecen no hallar sitio y en la que los mensajes visuales se suceden sin in­terrupción. La prensa desplaza a la li­teratura, la televisión a la prensa y el vídeo a la televisión. Y, en el campo de la creación artística, basta mirar ahora a nuestro alrededor para com­probar cómo las llamadas artes plás­ticas -el vídeo, el cine, la pintura, el diseño o la arquitectura- han barrido prácticamente de nuestros hábitos for­mas y modos culturales en otro tiem­po dominantes en las que lo impor­tante era la palabra.

S.-La colonización cultural

Finalmente, ya las causas ya ante­riormente mencionadas, añadiría aún una más: la colonización cultural.

Es claro que el desarrollo de la téc­nica y de los medios de comunicación ha incidido en una mayor capacidad de difusión de códigos y conductas cul­turales. Pero esta situación, que en principio podría generar un enrique­cimiento mutuo entre las distintas so­ciedades y culturas, no ha producido, sin embargo, un desarrollo paralelo de los diversos universos culturales y lin­güísticos, sino que, por el contrario, el deterioro se ha acentuado aún más en los más débiles a la vez que provoca una clara desvirtuación de los llamados dominantes . Las culturas y las lenguas menores y más débiles -debilidad mu­chas veces simplemente económica o política- no sólo no influyen en las otras, sino que se ven inmersas en un proceso incontrolado de colonización.

Lo peor es que ni siquiera podría hablarse aquí de un movimiento de re­chazo o resistencia ante esta situación. La imitación, el mimetismo y la más provinciana emulación parecen contar con gran número de adeptos entre los

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miembros de una sociedad que, acom­plejada por los fantasmas del tercer­mundismo e imbuida de un súbito cos­mopolitismo de salón, quiere creerse postmoderna sin haber conocido la mo­dernidad. Y, así, la aldea global de la que tanto se ha hablado en estos tiem­pos últimos puede trocarse, por esas cosas del destino, en un nuevo aldea­nismo de nuestra sociedad aún mucho más pobre y provinciano que aquél que había signado la época anterior a su desruralización.

Yo no soy quien, como ya dije al prin_ cipio, para extraer conclusiones de es­tos breves apuntes fruto no tanto del análisis como de la observación. Si aca­so, decir para acabar que ese empo­brecimiento de la lengua que señalé como innegable desde el comienzo mismo de esta intervención está ya convirtiéndose en un signo común a nuestra literatura actual. Algo lógico si tenemos en cuenta que la literatura es ante todo y sobre todo manipulación y tratamiento del lenguaje.

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JESÚSSÁNCHEZLOBATO

Lengua y sociedad

¿Una lengua más pobre? Ante el in­terrogante que nos ha reunido hoy aquí, y que da paso a mi disertación, tendré que contestar afirmando que no existe motivo alguno para una con­sideración negativa de la Iengua actual. No, no es «más pobre» la lengua, que en nuestros días, sirve de vehículo de comunicación a una comunidad hispa­na cercana a los trescientos mi'llones de hablantes. Intentaré fundamentar el porqué de mi afirmación a lO largo de esta exposición.

La lengua de nuestros mejores escri­tores -la de aquellos que se expre­san en lengua española, que es de la que hablo-, y, por ende, la lengua que cristaliza en nuestra mejor literatura actual no es «más pobre» que la de otras épocas. No hay razón alguna para que lo sea. Es otra, como es otra la sociedad; ni mejor ni peor, es diferen­te. No vale decir -como algunos se empeñan en afirmar, simplificando al máximo- que es «más pobre» como resultado de una comparación con el uso artístico que de la lengua han he­cho escritor·es de épocas pasadas, es­tén próximos o lejanos en el tiempo. La materia artística, la lengua, pese a estar inmersa en el mismo sistema lin­güístico, ha caminado por diferentes derroteros. y mejur que así sea. Len­gua y sociedad en su lento o rápido ca­minar, según se mire, guardan entre sí una cierta relación que cristaliza en

la cultura global de la época, y de ella, no nos olvidemos, forman parte los hombres que la hacen posible y su me­dio de comunicación por excelencia: la lengua.

Me refiero a la lengua que, en cual­quier época, moldean los escritores de genio, de las obras literarias de aque_ llos escritores tanto del pasado como actuales que utilizan los recursos lin­güísticos que les proporciona el siste­ma al máximo, es decir, la de aquellos que son capaces de rotular nuevas vías expresivas, de abrir nuevos caminos que subyacen en la lengua, en definiti­va, de domeñar la lengua artísticamen­te. Tal aserto no significa no reconocer que ha habido, y hay -en la actuali­dad, nos es más fácil reconocerlo por el desarrollo de las técnicas de impre­sión y de los medios de comunica­ción-, personas sin demasiados escrú­pulos frente al hecho gramatical, que más que ejercitarse en el proceso de creación de una obra literaria, se ejer­citan en una muy particular lucha con­tra la sintaxis, morfología y léxico de nuestro sistema de comunicación. Es obvio que, en nuestros días pocos lo pondrían ·en duda, dicha turbamulta, parapetada tras el rótulo de <diterato », abunda, desgraciadamente, con escan­dalosa fr ecuencia . Los medios de co­municación, con su influencia, y la so­ciedad, con su r eceptabilidad, no son ajenos a tal cúmulo de despropósitos

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Pero volvamos al hilo anterior. No, no tiene sentido el afirmar sin más, extrapolando la base de comparación y obviando la vivencia cultural de 1a épo­ca, que la lengua de la que partieron Cervantes, Lope de Vega, Quevedo, y otros, para la realización de sus obras literarias, por ejemplo, era más rica, culta, precisa y elegante, tanto en sus construcciones sintácticas como en el léxico, que la lengua que sirve de pun­to de partida para los escritores actua­les. Lo que Cervantes, Lope y demás, hicieron fue elevar la lengua de su épo­ca -la del mundo que por razones his­tóricas les tocó patearse- a categoría artística. Y a fe que lo consiguieron con resultados sorprendentes, inclusive para nuestro gusto actual. La obra de arte, como es bien sabido, es atempo­ral. Sería improcedente, atípico y fuera de toda lógica lingüística, pretender que los escritores de nuestro tiempo intentaran valerse de la lengua que aquéllos utilizaron en su quehacer li­terario; el resultado de tal intento, a buen seguro, sería catastrófico a nivel lingüístico.

Detengamos, si bien brevemente, nuestra mirada en ejemplos más pró­ximos. Me atrevo a afirmar que no ha­llaríamos escritor alguno de reconoci­do estilo literario en el momento pre­sente que pretendiese construir el dis­curso literario en su complejidad como en su momento lo construyó Pereda; no entro explícitamente en una valo­ración de la obra de Pereda: sería -exclamaríamos todos- un anacronis­mo. Y, sin embargo, creo que todos los que nos deleitamos con la literatura pretenderíamos poseer el genio lingüís­tico de Valle, por continuar con las citas. En el primero de 10s ejemplos aportados, no dudamos en afirmar que existe un salto atrás en el uso de los elementos -el lenguaje, sobre todo-, que configuran su creación literaria; en Valle, por el contrario, todos esta­mos de acuerdo en afirmar que hay un salto hacia adelante, que e l carác-

ter que él imprime a la materia lingüís­tica -que no olvidemos corresponde a la de su tiempo- y su configuración literaria como resultado final respon­den a una determinada sensibilidad que él atisbó en medio de otras posi­bilidades que la época le ofrecía. Valle nos es próximo desde muchos ángulos, también por su lenguaje, y no por ello nos resultaría fácil imitarlo.

Les estoy proponiendo ni más ni me­nos, que el escritor, por perogrullada que sea, pertenece a una época con­creta, y utiliza y maneja -no podría ser de otra manera- 1a lengua que le es común, la lengua que «vive» con sus señas de identidad en la colectividad que la sustenta. Al igual que participa de las inquietudes culturales, políticas y sociales, visceral o reflexivamente, del mundo en el que, a gusto o a su pesar, le ha tocado vivir. Si el escritor posee inteligencia o talento, producirá creaciones literarias originales y de ex­cepcional valor. Del mismo modo su pensamiento y visión culturales ade­más de ser vigorosos, nos serán pre­sentados con extraordinaria habilidad. Estamos hablando del hombre nada común, del escritor que posee genio, genio para transformar el idioma, ge­nio para transformar la realidad . Y no todos los que escriben y publican -no todos los llamados escritores litera­rios- poseen dichas cualidades en gra­do sumo. En un país como España, con una nómina tan extensa de escritores, estaríamos aturdidos y confundidos los hombres de a pie, es decir, 10s no creadores liter-arios, con la aparición de tanto genio a nuestro alrededor; re­conocer que son pocos los hombres de verdadero talento en cada época, no significa no reconocer un nivel medio bastante elevado -y de genialidades­en la producción 1iteraria española en el presente y en el pasado. No recono­cer que nucstro país tiene excelentes creadores literarios en la actualid ad se­ría injusto, de la misma manera que no reconocer que existen malos, me-

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diocres escritores. Estos últimos se nos presentan inequívocamente en sus obras: desconocen la sintaxis, morfo­logía y léxico elementales de la lengua española. No es que trabaj en con una lengua más pobre, no, es que atentan gravemente contra los principios bási­~os de la colectividad: su lengua. La lengua, por definición, es el punto de partida del escritor; el desconocimien­to de sus reglas internas, de sus posi­bilidades de combinación, nunca pue­den posibilitar un resultado feliz.

La lengua es vehículo de comunica­ción social -no lo olvidemos- y cada etapa histórica acomoda el lenguaje al medio en el que se desenvuelve, tanto el lenguaje del pensamiento como el de la técnica, para que la comunicación sea la mejor posible entre los miem­bros de la colectividad. La literatura, en mucho mayor grado que otras ma­nifestaciones artísticas, está por defi­nición obligada a tomar el lenguaje de la sociedad ·a la que pertenece y devol­vérselo a la sociedad convertido en ma­teria artística para que ·exista comuni­cación, ya que constituye su fin.

El escritor modela el lenguaje, es cierto, pero a partir de los materiales lingüísticos que la propia lengua le ofrece aquí y ahora y, por supuesto, dentro de su unívoco cauce de expre­sión. La perfección de la obra artística se consigue cuando el orfebre, aprove­chando los materiales de que dispone en el momento de Ia creación -nunca ex nihilo-, logra combinarlos de tal !forma que consigue la ·extrañeza en toda su plenitud.

La lengua española, materia prima en la configuración literaria, presenta en el mundo hispánico una serie de características lingüísticas que no son ni mejores ni peores que en otros mo­mentos, sino que responden a la socie­dad actual y a las formas de comuni­carse entre los hablantes de esa socie­dad. Por poner un ejemplo, no olvide­mos -como a buen seguro los escrito­res no lo olvidan- que vivimos con el

cinematógrafo y la televisión, por citar algunos de los factores que han inci­dido en la conformación del lenguaje -literario actual.

Un segundo aspecto sobre el que qui­siera hacer hincapié descansa en la consideración del sistema, del idioma español. La lengua española se halla hoy más viva y pujante que nunca, con mayor fuerza creativa y en plena ex­pansión demográfica. Recordemos que la lengua española es el sistema de co­municación por excelencia de un reino (España, dieciocho repúblicas america­nas (Méjico, Guatemala, Honduras, Nicaragua, El Salvador, Costa Rica, Cuba, República Dominicana, Panamá, Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia, Chile, Argentina, Uruguay y Paraguay), un país asociado a EE. UU. (Puerto Rico) y la minoría de origen hispano en EE. UU., aparte de los en­claves africanos. Las posibilidades que ofrece el sistema desde su variedad son inmensas. Es la lengua de comunica­ción de unos trescientos millones de hablantes.

En una situación lingüística como la anteriormente descrita vale exponer, al igu·al que en todas, que existen diver­gencias, que hemos de tener en cuenta sus aspectos diatópicos y diastráticos; a saber: la lengua española, desde Ia diatopía, presenta diferencias geográ­ficas (España frente a Hispanoamérica para expresar las más llamativas, pero no las únicas) y, desde la diastratía, diferencias de registro (culto, colo­quial, popular, vulgar, estudiantil, de argot, etc.), que se reparten por igual, con sus rasgos peculiares, en ambos mundos.

Reconocer que el español de América agrupa matices muy diversos (no es igual el habla cubana que la argentina, ni la de un mejicano es igual a la de un boliviano, etc.), no significa no re­conocer una misma comunidad idio­m ática: las variedades lingüísticas (aquéllas que se separan de la norma culta), tanto desde la perspectiva dias-

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trática como desde la perspectiva dia­tópica antes señaladas, son menos di­vergentes entre sí en Hispanoamérica, por ejemplo, que los dialectalismos pe­ninsulares (leonés, aragonés, anda­luz ... ), y, por supuesto, poseen un me­nor arraigo histórico. Hoy en día, los estudios de A. Zamora Vicente y Ra­fael Lapesa, entre otros, nos -lo con­firman: está fuera de toda duda que parte de los rasgos más peculiares del español atlántico se encuentran en la variedad andaluza. Por lo demás, en su conjunto, no existen diferencias apreciables en sintaxis; sí en el empleo peculiar del léxico, como -es normal.

Pues bien, pese a las diferencias apuntadas en la comunidad hispana, inclusive teniendo en cuenta que tales diferencias son más reconocibles en -la manifestación oral -no sólo en el pla­no del idiolecto sino en el del subsis­tema: la norma castellana frente a la andaluza, por ejemplo-, en la norma culta, en la norma que sirve de pauta para la escritura artística, para la li­teratura de los hombres que -la hacen posible desde la lengua española, en­contramos una cierta nivelación del idioma, que no significa empobreci­miento, sino que hace patente una rea­lidad: estamos, con nuestras diferen­cias geográficas, políticas y cultura-les, participando de un mismo sistema lin­güístico. La norma culta difumina di­ferencias, permite fácilmente la inter­comunicación entre los hablantes de un mismo sistema lingüístico y su ex­presión artística por excelencia: -la li­teratura. La lengua de los García Már­quez, Vargas Llossa, Borges, Rulfo, Cortázar (y otros), nos es tan próxima porque se presenta en el mismo regis­tro que la de los Cela, Delibes, Goyti­solo, Alberti, Zamora Vicente, etc., y a la inversa. La norma culta desde la literatura, desde los medios de comu­nicación (prensa, radio, televisión), desde la escuela, además de posibilitar la comunicación entre los miembros del sistema, frena la posible fragmen-

tación del idioma, como no ha mucho voces preclaras del hispanismo se atre­vieron a pronosticar. Posibilidad que, dicho sea de paso, no vislumbro en es­tos momentos por la facilidad de co­municación que existe entre -los distin­tos colectivos de la comunidad hispa­na. La Academia Española y las aso­ciadas de Hispanoamérica reconocien­do sus variantes y estimándolas como patrimonio común, trabajan en salvar­guardar el sistema de comunicación.

El escritor, desde su mundo, con sus rasgos peculiares culturales e idiomá­ticos, cuando aspira a ser entendido por la mayoría de su entorno cultural, parte del ,eje del sistema, de la norma culta, como .el asidero más .firme, o, si parte de variantes, acomete -la tarea lingüística y literaria de encauzarlas en la expresión artística. En un caso como ,en otro, al escritor -no sobrado de genio creador-, en mayor medida que al resto de los hablantes, lo único que le podemos exigir es un profundo conocimiento de ,la lengua que le sirve de comunicación. Conocimiento de la lengua que no exime a nadie, todos tenemos la obligación y el derecho de participar en la cultura, de conocer lo mejor posibe el medio que lo hace rea­lidad: la lengua. Ningún grupo social puede acapararla de la misma manera que ningún status social puede vivir al margen de ella. La lengua nos perte­nece a todos por igual, pertenece a la colectividad y, por tanto, a -los indivi­duos que en conjunto la sustentan.

Sin embargo, se obvio reconocer que, en la sociedad española actual, la len­gua, su conocimiento, la corrección idiomática, no figuran precisamente en­tre los valores que ésta ,aprecie y des. taque. El triunfo social anhelado por los que no lo han conseguido no inclu­ye -ni presupone- el valor social del lenguaje. Las clases sociales dirigentes orientan su energía a la consecución del dominio económico y político, como ya lo hicieron -en el pasado; las clases sociales más deprimidas deambulan

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por un mundo hostil que les imposi­bilita no sólo el acceso a la cultura, sino el mínimo necesario para vivir con dignidad; y la elástica franja de tejido social, ocupada por la denomi­nada clase media, aspira a conseguir la meta deseada: el triunfo económico. La cultura, la sensibilidad por la len­gua que la posibilita, se refugia -como ha venido ocurriendo hasta la fecha­en un espectro social muy reducido. Ni los políticos de nueva hornada --el poder económico sigue estando donde estaba-, ni los medios de comunica­ción en su conjunto, se preocupan 10 más mínimo del hecho lingüístico. No hay política a ,este respecto, como no existe el mínimo interés por inculcar en la sociedad que la lengua, por ser patrimonio común, es un bien de in­calculable valor para la sociedad.

Ante la lengua sólo cabe adoptar en todo momento una actitud de respeto. Frente a lo foráneo, ni el casticismo ni la permeabilidad a ultranza son buenos consejeros. El sistema lingüís­tico -como organismo vivo enraizado perfectamente en la sociedad- se en­cargará en cada momento de adoptar aquello que, v,enido de fuera, le sea necesario, o de rechazar aquello que no le convenga. Son multitud las voces --arabismos, germanismos, america­nismos, galicismos, anglicismos- que son tan nuestras, tan del español ac­tual, como las voces estrictamente pa­trimoniales; otros muchos neologismos se quedaron en el camino, no arraiga­ron en el sistema. Hoy en día nadie se extraña de convivir con el «carné» -o «carnés»- que la sociedad nos de­manda; sí nos causaría extrañeza la invitación, por muy amable que fuera, a que nos aposentáramos en el «living». La sociedad no puede vivir a espaldas de otras culturas si no quiere suici­darse colectivamente; y más en el mun­do actual en donde la pluralidad de r elaciones -culturales, políticas, eco­nóm icas, científicas, técnicas- condi­cionan y caracterizan el vivir de los

pueblos que se desenvuelven en la mis­ma área de intereses . No es admisible en ningún caso el descuido en el em­pleo de la lengua. Inadmisibles serán, pues, las páginas adornadas con usos como: «pienso de que estuvo bien» (por «pienso que estuvo bien»), «ha..­brán quienes cuenten» (por «habrá quienes cuenten»), «me olvidé traerlo» (por «me olvidé de traérlo»), <da polí­tica de nuestro partido es mejor a la de otros» (por <da política de nuestro partido es mejor que la de otros»), «Estamos muy seguros de que esta sea la forma más óptima de protestar» (por «Estamos muy seguros de que esta sea la forma óptima de protestar»), «En la actualidad es de temer nuevas subi­das de precios» (por «en la actualidad son de temer nuevas subidas de pre­cios»), y tantos otros más que sería prolijo enumerar, y de los que esta «casa» nuestra Facultad de Letras­no es del todo ajena. La lengua, como expresión del proceso de libertad en el hombre, merece, cuando menos, nues­tro respeto.

¿ Cómo caracterizar la lengua de hoy? La lengua española es eminentemente

popular, lo ha sido siempre. Si alguna característica sobresale en su devenir histórico, es la que se ha ido confor­mando de abajo arriba, a diferencia, por ejemplo, de la lengua francesa. La variante popular, artísticamente ela­borada y devuelta a la colectividad, ha constituido el punto de partida de nuestra mejor veta literaria tanto del pasado como en el presente.

La sociedad española actual es el re­sultado de las grandes convulsiones sociales que se han operado en Es­paña a lo largo del presente siglo. Ello ha originado, entre otros aspec­tos, el fin del secular aislamiento, tanto interno como externo. La guerra civil, al fondo.

Las migraciones internas esencial­mente articuladas en torno a los gran­des núcleos urbanos han conformado en nuestros días relaciones sociales an-

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teriormente inexistentes. Este nuevo entramado social, más urbano que ru­ral, más activo y participativo por la nueva relación derivada del trabajo, más igualitario en sus valores y en sus relaciones, más abierto a los aconteci­mientos que acaecen allende sus fron­teras, ha tenido que encontrar en el sistema lingüístico el cauce expresivo adecuado para la realidad presente. La variante coloquial -desde el registro culto al más descuidado- bien puede ser destacada a este respecto.

«El español corriente, que se habla y oye todos los días, no difiere tanto de la lengua escrita como para ser considerados dos sistemas distintos. La lengua hablada puede acercarse mucho a la literaria, por ejemplo en una con­ferencia. En ambas cIases de lengua pueden darse varios registros, según sea la intención y el grado de cultura del que se expresa.» (María Josefa Ca­nellada y John Kuhlmann: Pronuncia­ción del español. Ed. Castalia, Madrid, 1987).

Andaluces, castellanos, extremeños, gallegos, leoneses, vascos ... , han dejado de Iado, las más de las veces, sus ca­racterísticas divergencias de origen, tanto de «habitat» como lingüísticas, y se han aglutinado en los extrarradios de las grandes ciudades, guiados, y a la vez uniformados, por un único fin:

la ascensión económica y social de la familia.

Por ello, podemos afirmar que las grandes ciudades -Madrid, en particu­lar, por su peculiar situación geográ_ fica, política y económica- constitu­yen un excelente marco para el estu­dio de los fenómenos más sobresalien­tes del habla coloquial. Sin olvidar que, debido a la movilidad social, ra­pidez en las comunicaciones, influen­cia de los medios de comunicación so­cial, los fenómenos lingüísticos pueden observarse, en general, en cualquier zona geográfica de los pueblos que se expresan en español.

Sin entrar en detalles sobre qué sea el habla coloquial y sus características lingüísticas más notables -suficientes estudios existen al respecto-, sí pode­mos afirmar que en la literatura ac­tual se da un mayor acercamiento lin­güístico a la variante hablada, al hilo del discurso comunicativo. Y esto, a mi modo de ver, no sólo no empobrece la escritura, sino que la realza: los ejemplos están en el ánimo de todos.

No, no puede hablarse de una lengua más pobre. Sí, de que la sociedad ha cambiado, como no podía ser de otra manera, y ello ha permitido en la len­gua nuevos cauces de expresión. El es­critor, además de ser portador de la tradición culturaI-lingüística que le es propia, es hijo de su tiempo.

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Creo que no hay una lengua pobre o rica. La lengua es como es, con sus horizontes personalísimos e infranquea­bles, y sus limitaciones. Una lengua es siempre espejo de la cultura y las for­mas de vida de la colectividad que la habla. Ya en esta cita: «que la habla », estamos marcando un distingo claro: no es lo mismo la lengua hablada que la escrita. En la escri ta caben más apro­ximaciones a otros mundos distintos del perentorio e inexcusable de todos los días y de todas las horas: esto se queda para la lengua hablada. Y es na­tural que esta lengua pueda parecer pobre a algunos. Pero también la escri­ta puede parecer ridículamente pobre a algunos de los que viven en el espa­cio humano de la lengua hablada. Un moderno ensayo sobre física nuclear, informática o mercadotecnia, resulta grotesco a un hablante medio, aburgue­sado, o al que proceda de una digna casta rural. Y probablemente, un diá­logo entre estas clases hoy margina­das r·esultará absolutamente ininteligi­ble para el hombre cultivado de las ciu­dades. No, no hay lengua pobre, y en el español mucho menos. Lo que creo es que hay una evident,e confusión y un manejo jeremíaco de algo que no se puede negar o disimular: la mala len­gua de unos cuantos, exhibida urgu­llosamente, jactanciosamente. Y co­reada y divulgada por los poderosos medios de comunicación. El que la ra-

dio o la televisión o el periodismo me­dio empleen una lengua vergonzante en muchas ocasiones (conviene distinguir, no siempre: también hay en esos me­dios gente consciente, que lo hace lo m ejor que puede, y a veces, con éxito), no quiere decir más que eso: que hay gente que no sabe bien su idioma y se empeña en demostrarnos su ignorancia o su falta de seriedad o de responsa­bilidad. Pero nada más. El hecho de que haya quien proteste ante los disla­tes prueba que la conciencia de la pro­pia lengua está viva. Lo malo es el apo­yo, la autoridad que se concede a esos medios o se autoconceden, lo que es nueva manifestación de arrogancia.

Llevamos una larga temporada que se nos habla constantemente de que el español está amenazado. De que la penetración del inglés es imparable, et­cétera. Los periódicos publican, más o menos pedagógicamente, largos y sesu­dos artículos sobre el mal hablar, el peor escribir. Se olvidan los que así hacen algo muy importante: de que ese matiz de dómine ilustrado no se corres­ponde con la ocasión. Para eso está la escuela, la formación rigurosa y paula­tina, la constante dedicación. Aquello que Cervantes, en la cima de la ironía y llamaba la «dedicación constante y virtuosa». Hechas las cosas así, parecería que lo que se censura en ·esos artículos, que suele ser cosa de alguno o de al­gunos, pertenece, como mal generali-

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zado, a toda la lengua. De ahí que con­venga distinguir. Sí, es muy necesario vivificar como quiera que sea el senti­do de la propia lengua. Despertar un amor especial a la común herencia. Y a su papel en el mundo actual. Cosa que a los españoles se nos olvida.

En primer lugar, hay que dejar muy clarito que la gran amenaza que tene­mos encima está favorecida por la pecu­liar actitud ante el trabajo de la comuni­dad hispanoparlante. Nos falta, en nues­tra tradición más honda, un sentido de la preocupación científica aplicada ver­daderamente llamativo. Poseemos una riquísima tradición (superior a la de las demás lenguas hermanas) que po­dríamos llamar humanista-literaria. No en vano nuestra literatura ha sido la única de los pueblos modernos que ha creado mitos de universal valía, o que descubrió al hombre innominado, al hombre desnudo y desheredado de la calle, como gran personaJe literario. Pero no podemos oponer a esa tradi­ción una parecida en materia científica: no hemos descubierto el microscopio, ni los rayos tales o cuales, ni gran cosa de nada. Los grandes descubrimientos científicos españoles se han hecho un poco a contrapelo de la sociedad, como algo de raros, de t ipos extraños, o se han hecho lejos de España, en medios donde ese trabajo no era considerado cosa de marginados o perseguibles. {Tal es el caso de nuestro Cajal, el raro; o de los hermanos Elhuyar, o de Ser­vet, o en nuestro tiempo de Ochoa). Y ahí está el quid . Mientras los hispa­nismos en las demás lenguas respon­den a la forma de vida espiritual es­pañola (literatura, vida religiosa, con­ducta noble a todo riesgo), la lengua de la ciencia t enía que importarse. Mientras no tengamos una produccción original en nuestra tarea científica como colectividad, tendremos que so­meternos, queramos o no, a esa llama­da que llega de fuera. Hay que crear aquí, dentro de nuestras fronteras. Así, lo creado irá bautizado en español, y

tendrá que ser aceptado por todos. Y con esto, tan evidente, queda aclarado todo.

En todos los momentos en que po­demos volver la vista atrás nos encon­tramos con situaciones muy parecidas. Es curioso que la gran invasión de ga­licismos de la Edad Media, a lo largo del camino de Santiago, disfrute de una gran cohesión: se refieren a aque­llas cos·as, hábitos, etc. que no era po­sible mantener en pie desde el meono de la vida española, absorta como es­taba entre cielo y tierra, en una man­tenida cruzada. Una sociedad que vive para la guerra, y para la guerra santa, tenía que importar palabras como sen, «sentido», «buen sentido»; mesón, jar­dín, no digamos jamón, que lle¡<aba to­talmente limpio de prejuicio religioso desde el otro lado del Pirineo; vergel, palafren «caballo elegantote», Deleite y manjar son bien representativos. Otras serían por ejemplo, orage, gañán ado­bar, batalla, desdén, solaz. En el siglo XVIII, un hombre curioso, Feijoo, atento a su realidad próxima, se ve obligado a emplear innumerables gali­cismos. Y con él, todos los escritores que se sienten de su tiempo. Y todas esas voces, incorporadas hoy a la len­gua general pertenecen a cosas, a for­mas de vida que no tenían apenas hue­co en la vieja estructura de los Austrias caducos: modista, por ejemplo. Los innumerables nombres de los tejidos, satén, tisú, batista, o de las prendas: chaqueta, pantalón, corsé. En la estruc­tura del ejército, de la industria, etc., también entran los ga licismos a rau­dales: hoy no los reconocemos, tan patrimoniales se han vuelto. En el si­glo XIX, se repite la invasión, esta vez a través de instituciones políticas, hábitos de convivencia y de adminis­tración, etc. La ampliación de las ne­gociaciones comerciales, el trazado de los ferrocarriles, etc. aumentarán la penetración de voces extrañas. Nadie se lamenta hoy de eso. En el cruce de los siglos XIX y XX, el modernismo, fu n-

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damentalmente cosmopolita, se llenó de giros, voces y hasta de espíritu fran­cés. Frente a la chabacanería, al hori­zonte más que plano de Núñez de Arce o de Campoamor, o de otros numero­sos (los citados por Cossío en su mi­rada a la poesía de ese tiempo) surge la voz de Rubén Darío, atestada de conciencia nueva. ¿Quién se atrevería hoy a comentar a Rubén desde ese punto de vista? Sin embargo, existe todo un libro, un importante libro, el del Prof. E. Mapes, que estudia el peso de lo fr·ancés en Rubén . Peso tan hondo y compenetrado que Rubén puede Ile­gar a afirmaciones un tanto exagera­das: «Demuestran más encantos y perfidias, / coronadas de flores y des­nudas, / las diosas de Clodión, que las de Fidias. / Unas cantan francés, otras son mudas», texto que revela esta so­brevaloración del espíritu francés (Divagación, en Prosas profanas ). Nu es­tro Valle Inc1án no estuvo libre del «pecadillo». He vi sto una reseña, de un crítico al uso, de una representa­ción de Los reyes en el destierro, de Daudet, en la que la burla de l galima­tías ga liparl ante es b mar de divert ida. y Valle and aba meti do en eso. Tene­mos hoy una gran obra crítica sobre Valle Inclán: Casi nunca se hablo3 de su galicismo interior, a v-eces muy vi­s ible.

Puede parecer que estoy de parte de las inn ovaciones, sin más, sin restric­ción alp;una. No, en absoluto. Estoy de parte de la innovación fructífer a , pro­vechosa. Ni siquiera comparto la idea muy generali z.ada de que, si existe vo z. patrimonial, se vuelva a ella. No suele existir esa voz. Suena lo mismo. su rea lización fon é tica e s igual, sí, pero su semia varía , se llena de un sent ido qtie, como es muy natural no existía en el contexto social en que la voz tra­dicional ha cr ecido . Un caso excep­cional es azafata. Los valores viejos, «doncell a de 103 r ei na», «servidora de nobles dam:.'ls », e',c., está totalmente ausente de la nueva voz. Pero ha ser-

vido: bien. Algo parecido ocurre con liberal, por ejemplo. Los viejos valores se h an perdido. No digamos la diferen­cia entre burócrata y covachuelista, en­tre el viejo bóveda y el moderno túnel (pensemos en el valor funerar io de bó­veda, que, de propina, aleja más su posible u so). ¿ Quién se atrevería hoy a sustituir jol por zaguán, recibimiento o vestíbulo? Cr-eo que no son ya lo mismo, y que la humanidad que se mueve en un jol se sentiría denigrada de tener que vivir en una casa con zaguán, oloroso a retama y campo de pan llevar. Una vieja coci11a tradicional española, con su escaño, su campana, sus grandes troncos de encina ardiendo, con lectura famili-ar en voz alta de pe­riódicos, versos, etc., está muy lejos del office moderno. El mismo hielo de las neveras ya no puede llamarse nieve, como se hacía en la lengua clásica. En fin. Que hay si empre sus más y sus menos.

Hemos de procurar que lo que se im­porte r espon da a una realidad social, no al capricho o a la cursilería de aL gunos adaptadores fáciles : ahí está el peligro real hoy. Unas gentes poco me­nos que analfabetas , con sólida palur­dez interior y con evidentes muestras de pereza mental se asoman a los pe­riódicos, a la radio, a la t elevisión y, bien r epantigad as pontifican. Y como el país está pésimamente educado, las toma por oráculos, procura imitarlas, y así vam os. Volvemos al punto el e par­tida: la solución está en un buen apren­d izaj e, en unas lecturas sóli das , en una ser ia dedicación a todo. Una corbata no es más corbata porque se haya comprado en ráp ido y r elajado fin de semana en Oxford Street. In cluso la misma cosa concre ta puede en cont r arse en una modes ta ti endecita de un lugar ser rano o costero, cuyo C' cn::>cim¡(,~l to

no vendría nada m al a estos héroes de la fantasma80ría m oderna. Así hab rían p ensado algo más antes de emplear asumir «dar por bueno, incorpora rse algo», con una frontera muy in estable

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aún; estimación pür «valür, cálculü »; agresivo pür «activO' , decididO', empren­declor», etc.; audiencia, tractor, el ri­dículO' enfatizar «pür énfasis» auditar, etcétera.

Sin embargO' esta invasión puede y debe dejar buenüs resultadüs en la len­gua. Hüy tüdas las lenguas tienden a parecerse, debidO' a la vigencia de una técnica de validez y uso' universales. Ya nO' es cümü en lüs periódicüs ante­riores que he citadO'. En lüs siglüs an­teriüres, la penetración cümenzaba pür determinadüs lugares y pür aún más determinadas minürías, las culturales, que sabían a qué atenerse ante la trasfürmación. Y püseían, al tratarse de gent,es cultas, las defensas y razo­namientüs pertinentes para enfrentar­se cün cada casO' que se pusiera de­lante, individualmente. PerO' ahüra es muy distintO'. En primer lugar, la in­vasión de lO' nuevO' , generalmente de ürigen inglés, ataca a tüda la süciedad pür enterO'. Pür lüs mediüs nuevüs se intrüduce en nuestra vida sin limita­ción alguna. Entra en nuestras a'lcübas, en la cücina, en la vida de relación tüda. A través del cine y de la televisión llena nuestrüs cada vez más dirigidüs ratüs de üciü y, desde luegO', impera en el negüciü. Y estO' lO' mismO' en las áreas urbanas y universitarias que en las rústicas y menüs ilustradas. NO' hace falta, para entender lO' que estüy di­ciendO', más que darse una vueltecilla pür cualquier pueblO' de España a la hüra de transmitir nüticias depürtivas. La gente sencilla, la va a vivir tüdavía (muchüs prDbablemente hasta su muerte) en la trama inexDrable de la tarea campesina, escucha ciegamente la palabrería del IDcutDr, que habla de penaltyes, de carga, de referee, O' de colegiado, O' de meta, de dopping, de contra reloj, etc. (Escalüfría si se trata de un partidO' de tenis O' un campeünatü de gülf). Una mezcla que le hará en un principiO' sentirse disminuidO' pür nO' pDder participar íntegramente de ella y que le llevará, cümü un mal me-

nDr, a imitarla. De ahí que la única medida pDsible sea la de una buena educación, que cDmenzaría, creO' yO', pür ser exigida a lüs que hacen un pa­pel de trasmisDres de españül, de len­gua española, y lO' hacen sin dignidad alguna.

PerO' nO' hay que desmelenarse: de tDdD este barullO', algO' quedará en la lengua de útil y aprüvechable. TüdDS buscamDs hüy un chalet para vivir, 10' más tranquilO' pDsible. Hay quien se pirra pDrel esmoquin, habla del u-áiler talO' cual, pertenece a un staff, etc. Ya Unamunü nüs había dichO' que «meter palabras nuevas, haya O' nO' ütras que las r eemplacen, es meter nueVDS ma­tices de ideas» (Ensayo,S, 1). Y nadie menDS süspechDsü de alienismos que DDn Miguel de Unamunü ...

En eSDS añDS de la encrucijada de lDS dDS siglüs XIX Y XX, Unamunü era bien explícitO'. Azorín, el resucitadür de tantas cüsas clásicas, fue cDnsiderado galiparlante, y censuradO' pür ellO' (lO' hizO' JuliO' Casares en su tantas veces citada Crítica profana, Madrid, 19/6). Valle se reía de lDS dómines sacandO' a la guasa pública aquellas situaciünes de La Reina Castiza, dDnde IDS acadé­micDs puristas SDn puestüs en eSCDrzü burlescO', O' rellena de simpleza lüs ga­licismDs inútiles de Max Estrella, en Luces de Bohemia. Y la escuela de Me­néndez Pidal ya en activO', Drganizó una reumDn en BilbaO', impürtantísima (1920), para hablar, entre otras cues­tiDnes , de la penetración de lO' extran­jero. (CuriDsü: siguen vigentes sus puntDs de vista). Pues bien, Unamunü dice CDsas CDmü éstas: «Una de las más fecundas tareas que a lüs escri­türes en lengua castellana se nüs abren es la de fürjar un idiüma de lüs variüs y dilatadüs países ,en que se ha de hablar, y capaz de traducir las diversas impresiünes e ideas de tan diversas na­ciünes. Y el viejO' castellanO', acompa­sadO' y enfáticO', 'lengua de oradüres más que de escritores -pues en Es­paña lDS más de estüs últimüs sün O'ra-

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dores por escrito-- el viejo castellano necesita refundición. Necesita para europeizarse a la moderna más ligereza y más precisión a la vez. Revolucionar la lengua es la más honda revolución que puede hacerse. Sin ella, la revolu­ción en las ideas no es más que apa­rente». (La reforma del castellano, En­sayos, I, págs. 92-93). Más importante es su ,ensayo Sobre la lengua española, en el que encontramos numerosos pun­tos de vista que no tenemos más reme­dio que compartir, aunque otros nos hagan hoy sonreír.

Sí, se añaden nuevas cosas. Pero es importante mantener las cosas añejas que sean útiles y definitorias de una personalidad. Una ciudad española no va a ser mejor que la del resto del mundo porque en ella se hunde todo lo antiguo y se convierta en muestrario de arquitecturas más o menos ocasio­nales o funcionales. No, no es así. Hay que compaginarlo todo. Harto pesa so­bre nosotros el prejuicio localista, tradicionalista sin saber lo que es tra­dición, el de los que confunden tra­dicionalidad viva con monotonía into­cable y pétrea solidificación. Son cosas harto diferentes. Un ejemplo nos dará diáfana visión de lo que intento decir. Recordemos los dos viáticos famosos, el de Peñas arriba y el de Sonata de primavera. Pereda no nos perdona nada, en la larga descripción del ritual, las preces, el estado del enfermo, la palabrería ocasionaL.. Todo se reduce a tres adJetivos (campanilleo grave, ar­gentino, litúrgico) en Valle. El salto ha sido enorme de 1894 a 1904. Los aires foráneos ,han fecundado la vieja savia.

Armar griterío por la simple entrada de voces que no tienen su equivalente en la lengua patrimonial no pasa de ser una vana flatulencia. Hay que pensar lo primero cuál es la razón o causa que permite esa invasión y luego qué vamos a hacer con ella. Creo que no ha habido mayor invasión, auténtica invasión de léxico y de maneras de

vida, que la italiana durante siglos XV, XVI, XVII). Quizá el hecho de la uni­dad política permitía no considerarlo como extraño, el italiano, y de ~hí que las voces puristas no tengan nada que decir (Incluso Juan de Valdés habla alguna vez de preferencias por alguna voz italiana). No encontramos gran dis­ponibilidad en lo patrimonial dentro de los campos semánticos invadidos por el caudal de italianismos. La voz nueva era necesaria, y trajo consigo una realidad tangible: las formas poéticas o literarias por ejemplo (,soneto, ter­ceto, madrigal, novela, estrambote, ba­lada, estancia, bufón, comediante, jor­nada en sentido teatral o narrativo, protagonista, saltimbanqui, etc.). Y con esos términos estuvo funcionando para asombro de todo el mundo cono­cido la literatura española. Pasma la abundancia, la exclusividad diría yo de términos musicales (dúo, recercada, alto y contralto, bajo, soprano, tenor, mordente, pavana, fantasía, fuga ba­tuta, aria, serenata). En el XVII pro­sigue la copiosa penetración. Todavía Tirso de Molina podía decir «a lo ara­gonés, regacho», para hablar de un ra­gazzo o mozo (La huerta de Juan Fernán­dez). El hablar a lo aragonés significa para Tirso «ser de la Corona de Aragón», lo que era verdad, pero no explicaba la presencia de la voz en el habla colo­quial de Zaragoza. Y así, en la pintura, y en la escultura y en la arquit,ectura. y en la Banca, y, detrás de las artes, en la navegación: buenavollar, Cervan­tes, en El amante liberal, la usa ya con valor de «buena gana, gustosamen­te»; chusma, esquife, bergantín, fragata, mesana, crujía, piloto, dársena, zarpar, brújula. En fin, la lista de italianismos claros resulta, cuando se la mira, in­cluso sin apurar los detalles, sencilla­mente impresionante. Y, sin embargo, con todos esos préstamos, la vida es­pañola creó una increíble escuela mu­sical reconocida y admirada ·en todo el mundo, la de Guerrero, Vitoria, Milán, Flecha, Morales y Cabezón, y

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con ese léxico las naves españolas se hicieron presentes en los mares cono­cidos y desconocidos: «Por mares de antes nunca navegados» dice Camoes, y llevaron a sus costas formas de vida europeas, expresión tan noble para nos­otros, es también italianismo. Ya está en Italia desde C. Villani, 1348. Quiero decir con esto que lo importante no es hablar de lenguas pobres o ricas, sino de la actitud cultural y decisoria de los hablantes. Si los españoles no sabe­mos crear, no nos esforzamos en la ciencia, la ciencia tendrá que hablar en otra lengua. Si no lo hacemos en doc­trina política, tendremos que seguir sometidos a la lengua que impere en las cancillerías. Y no es otra la cues­tión. El español embajada, embajador, etcétera son voces italianas. Y el em­bajador español era (nunca mejor di­cho en pasado) un personaje funda­mental y temible. Ahora.. . Lope de Vega discutía, en el prólogo a Pedro ·Carbonero si debería decirse embaja­dora o embajatriz ...

¿ Sabremos hacer algo así con los anglicismos que nos llegan? Contra lo ¡que yo protesto y protestaré siempre es contra la actitud beatona del semi-

lIS a s

culto que, por el hecho de salpicar su oharla hueca con voces extrañas, ha­blarnos de piso con o sin estanding, de refregarnos el marketing por las narices, o de paladear los términos del software, etc., se cree superior, con carnet de identidad expedido por las autoridades celestiales y poco menos que con derecho inalienable para él y sus descendientes a figurar en los su­cesivos suplementos de la Enciclopedia Espasa. Bueno, con su pan se lo coma.

Cuando se trata de ensanohar la lengua, hay que conocer muy bien la anterior, percibir delicadamente los matices que ya no puede explicar la vieja. En materia literaria, Cervantes es lo más alto, pero su lengua no me sirve, como no me sirve la de casi ninguno de los grandes creadores que han ido por delante de mÍ. Pero todos escribieron para mí, para que yo pueda escoger de entre 10 que ellos hicieron lo que siga sirviendo. Una colectividad española o lapona o de donde diablos digamos, que no haga este ejercicio de humildad, está condenada a desapare­cer como tal colectividad. Porque la <<lengua es la sangre de su espíritu», la única patria que no tolera desmanes, altibajos, veleidades políticas.

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¿Nuestra realidad ausente?

JUAN GARCíA HORTELANO

ISAAC MONTERO

DOMINGO YNDURÁIN

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JUAN CARetA HORTELANO

El oficio de escribir exige, para de­cirlo con terminología docente-admi­nistrativa, dedicación plena. No signi­fica es to, afortunadamente, que el es­critor deba estar escribiendo dieciocho horas a l día . En terminología literaria, la dedicación plena significa que el es­critor es un tipo dedicado permanen­temente a husmear y a rapiñar en los yacimientos de la r ealidad. El mundo, para el escritor, es una mina. Incluso, después de las dieciocho horas diarias de saqueo, le conviene al escritor dor­mir como escritor, a fin de aprovechar al máximo seis horas de sueños.

Esta esponja que empapa permanen­temente, a fin de exprimirse en el acto de la escritura, por definición y por na­turaleza sabe que no es desdeñabIe nin­guna de las infinitas realidades que conforman la realidad, el conglomerado de apariencias que, por imperativos de la filosofía, llamamos realidad.

Debe advertirse que los novelistas tendemos a llamar escritor al novelis­ta, quizá por las mismas razones que han llevado a titular ingenieros técni­cos y arquitectos ,técnicos a los anti­guos ayudantes de ingeniería y a los aparejadores, respectivamente. Esta tendencia a inflar la etiqueta del oficio suele producirse con especial ansiedad en aquellos oficios muy adheridos a la realidad física. Todo el que trabaja co­tidianamente sobre el terreno pretende ser, y ser llamado, poeta.

En el caso de los novelistas la preten­sión de titularse escritores no tiene me­jor fundamento que el hecho de que el novelista escribe mucho, que para escribir una novela es necesario llenar páginas y páginas y que hasta un cuen­to requiere muchísimas más «matri­ces », para decirlo en el lenguaje de la imprenta, que un soneto. Pero, como todos sabemos, la cantidad es sólo una argucia para suplir el salto cualitativo.

En el variado muestrario de las reali­dades que al escritor se le ofrecen, el novelista no rechaza ninguna variedad de realidad. Se trata pues, de ser polí­grafo, en la acepción de persona que se ocupa de cualquier materia y tam­bién, cómo no, en el sentido de per­sona que descifra escritos; escritos aje­nos, los novelistas, en aras de sus pro­pios escritos.

Al polígrafo, que el escritor de no­velas ,es, nada le debe ser ajeno, ni in­diferente, ni siquiera la poliorcética, ni, por supuesto, la política electoral o el filibusterismo. Así la cuestión, no es de extrañar que el novelista, hombre condenado por la naturaleza de su tra­bajo y por sus propios instintos a ser dios, trate de reducir su condición de polígrafo.

A casi nadie le gusta ejercer de polí­grafo y, lo que resulta más decisivo, pocos nove listas poseen las dotes de don Marcelino Menéndez y Pelayo. El constante ejercicio de la tarea divina

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agota, incluso a quienes han elegido ser dios por pura decisión personal, sin que nadie se lo haya mandado. De aquí que, más tarde o más temprano, el no­velista, dimitiendo de la poligrafía, se refugie en la especialización . Evidente­mente esta restricción a campos deli­mitados, a realidades específicas, cuan­to menos notoria aparezca será más beneficiosa para el novelista y para sus lectores.

No hay por qué disimular que estos polígrafos de pacotilla terminan siendo clasificados en múltiples categorías, de acuerdo con las realidades a las que el polígrafo vergonzante haya terminado por dedicar sus preferencias y sus des­velos. Clasificar novelistas, igual que clasificar ensayis tas, críticos o poetas, resulta sumamente ventajoso para la pedagogía literaria.

Por fortuna para la enseñanza de la literatura existen novelistas dedicados predominantemente a la realidad mu­nicipal, otros a la realidad onírica, otros a las sospechosas realidades psi­cológicas o sociológicas los hay obse­sionados por las realidades idealistas, los empecinados en el humanitarismo, así como también algunos intentan re­sucitar el pasado histórico, inventar el futuro, o, lo que nunca deja de tener adeptos, escribir novel·as de amor. La relación es tan interminable como de­muestran los manuales y las historias de la literatura.

En esta dimisión del novelista de su tarea totalizadora se origina la com­prensión de la literatura como una es­tructura dinámica de escu elas, tenden­cias, generaciones, subgrupos, estilos, tonalidades y modas. Si todos los nove­listas fuesen los dioses que el oficio estrictamente exige, la literatura y su historia resultarían abrumadoramente incómodas de explicar, tan abrumado­ramente difícil como resulta explicar a Cervantes o a Proust.

El título de este debate que hoy nos ocupa -¿Nuestra realidad ausente?­nos parecería incomprensible. Podría

pensarse que hace referencia a una de esas raras épocas -como el siglo XVII español-, en que prácticamente no existe literatura narrativa. Gr·acias a varios siglos de clasificación de novelas reducidas, especializadas, podemos en­tender que el interrogante de nuestro debate plantea la cuestión de si la r ea­lidad española contemporánea está en trance de desaparecer de las novelas que hoy día se escriben y se editan en España. Dicho de una manera cruda, lo que se trata de saber es si ha desapa­recido el realismo en las Ultimas ten­dencias de la literat ura espaiiola, título genérico, a mayor abundamiento (como enseñan a decir en la Facultad de De­recho), del ciclo de debates en el que es tamos inmersos.

No queda escapatoria. No debemos ni siquiera suponer que se trate de de­batir aquí sobre esa clase de novela en la que está ausente la realidad, so­bre las novelas que se reducen a la realidad de novelar la ausencia de rea­lidad. Ya que no se nos invita a hablar sobre las novelas de Benjamín Jarn és o de Aliocha Coll, o sobre La¡-va, de Julián Ríos, a cambio ese área proféti­ca, que delimitan las palabras «últimas tendencias», nos autoriza a acercarnos a la confusión que es siempre el pre­sente y al futuro inescrutable, tomando carrerilla desde los tiempos ya estable­cidos y desde la propia experiencia.

No hay que quebrarse mucho la ca­b eza para descubrir que, en principio, la que llamamos «nuestra realidad», la realidad española, está más ausente en las últimas tendencias narrativas de lo que estuvo hace treinta años, cuando la realidad social dominaba tiránica­mente la novela española.

Al m enos, así ha quedado estableci­do, así se enseña y, a poco que nos descuidemos, estas ideas pasarán en bruto a la historia. Treinta años no es nada cn el tango de la historia, pero aún es menos, si casi veinte años de esos t reinta transcurrieron en tiempos de silencio, de equívocos provocados

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por la falta de libertad, de ignorancia dirigida y de confusiones consentidas.

El tiempo de la libertad es, por el contrario, propicio para matizar las ideas establecidas, para, deshaciendo tópicos y entuertos, aproximarnos algo más a lo que sucedió. Tampoco es oportunidad mala la que nos brinda la supuesta ausencia de la realidad para evocar los días en que, según se dice, la realidad estaba omnipresente y asfixiante en la narrativa. Enterrada la dictadura, recordemos el realismo social sin subterfugios, sin censuras .

Para comenzar a hablar de la novela social, permítanme recurrir a la Dolora CXLII, de don Ramón de Campoamor. Es ta impagable pieza de nuestra lírica, que transciende el orden poético, que ilumina variadísimos órdenes del pen­samiento y de la sensibilidad (inclui­das la sensibilidad erótica y la sensi­bi lidad botánica) y que es joya por la que confieso experimentar una larga fascinación, se titula, ni más ni menos, La santa realidad.

A causa del pasmo o el sobresalto que suele producir las rimas campoa­marianas, el lector sensato corre el pe­ligro de no advertir en este poema el manifiesto que contiene. La proclama­ción panfletaria y el tenebrismo natu­ralis ta del realismo social se encuen­tran en versos que definen el mundo como «hervidero de reptiles» y a la sociedad como el «mar del lodazal hu­mano ».

La programática Dolora reivindica en inolvidable estrofa -el derecho a la exis­tencia de la liter-atura m iserabilista y popular, extremo al que suele abocar el realismo en sus fases de crispación. Oígamos esos cuatro versos:

¿Por qué hacer a lo real tan c¡·uda [guerra,

cuando dan sin medida almas al cielo y flO1'es a la tierra las santas impurezas de la vida?

Campoamor publica sus Doloras al filo de la primera mitad del siglo XIX.

Unos cien años más tarde comienza en la narrativa española ese controvertido y denostado movimiento que se conoce como novela social. Pero también (y la cuestión terminológica no es superflua), como «realismo social», «realismo his­tórico», «socialrrealismo», «realismo crítico» y, en rotulación que tuvo su éxito, «generación de la berza».

No hay que olvidar que durante esos cien años no dejó de producirse la al­ternancia entre realismo e idealismo, entre lo visible y lo invisible, según precisa la Dolora CXLII.

Por otra parte, hora es ya, ahora que se puede, que llamemos a las cosas por su nombre. Tanto rótulo lo que en definitiva indicaba en los años 50 era el segundo intento durante el siglo de incorporar a nuestra narrativa la escuela del realismo socialista. Sería ocioso detenernos a analizar esta co­nocida escuela, cuyos fundamentos ideológicos son de un simplismo re­ductor y en cuyo maniqueísmo su pre­tendido soporte marxista se traduce en posiciones reaccionarias. Si la sociedad se compusiese, como es de uso en las novelas del realismo socialista, de un proletariado heroico, instruido y lúci­do, frente a una clase opresora, igno­rante y zafia, la lucha de clases se habría resuelto automática y mecáni­camente.

El hecho olvidado es que en la novela española del medio siglo el realismo so­cialista produjo mayor despliegue teóri_ co que práctico. No fueron muchas las novelas de esta escuela que llegaron a publicarse, pero los aires r esistencia­listas de aquel ti empo favorecieron que sus alegatos doctrinales se e nar­bolasen durante unos pocos años como bandera de combate contra la dicta­dura. Incluso en el momento auror al de uno de esos ubérrimos períodos lÍ­ricos que en nuestra historia literaria se r eiteran cada tanto para su gran­deza, el r ealismo socialista alcanzó, sin causar grandes destrozos ciertamente, a la poesía.

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La distancia histórica es ya suficien­te para que, al menos, podamos hoy distinguir entre novelas sociales en sen­tido estricto y novelas con (hasta ex­cesiva, si se quiere) carga social y, si­multáneamente, notoria voluntad lite­raria. ¿Qué es El Jarama, de Sánchez Ferlosio, además de una excelente no­vela, sino un prototipo de este brote realista del medio siglo, cuya patente voluntad literaria la hace superar los dictados de la escuela socialre-alista y, lo que es más meritorio, los escollos costumbristas?

A lo largo de aquellos años algunos novelistas perdieron el rumbo y acaba­ron varados en las playas de la política. Renunciaron a escribir, cuando, cons­ciente o inconscientemente, entendieron que no es novela la narración que ca­rece de una naturaleza y de una volun­tad específicamente literarias. Algún otro, además del rumbo, perdió el ore­mus, al saltar desde la aridez del rea­lismo socialista a las antípodas del arte, por el arte en años que no estaban para caligrafía china.

Otros continuaron escribiendo nove­las con un creciente interés por las cuestiones del oficio, con una creciente capacidad crítica y lo que fue decisivo, dispuestos a defender como ciudadanos el derecho a la libertad, sin pretender por ello salvar o cambiar el mundo mediante la escritura de una novela.

Por supuesto que de una situación histórica como la franquista es impo­sible que la cultura salga indemne y que a la literatura no le queden col­gando algunos andrajos. Es verdad que los textos permanecen, pero, mientras el período no sea estudiado críticamen­te, persistirán los conceptos estereoti­pados y las simplicidades que tras de sí dejan las épocas miserables.

Más tarde vinieron los novísimos, los antirrealistas, los venecianos, aquellos que tuvieron su particular guerra civil en mayo del 68. Estos ya tampoco son lo que fueron, aunque, nacidos al borde de los tiempos libres, sospecho que aún

son mejores de lo que nosotros fuimos. Y, de pronto, nos encontramos aquí preguntándonos si está, o no, ausente la realidad de la literatura española.

El repetido poema de Campoamor siempre me ha ratificado en la conje­tura de que el romanticismo no acabó al acabar el siglo XIX y que ha persis­tido, bajo variantes más o menos sola­padas en la liter-atura de nuestro siglo.

Favorecido por adversas circunstan­cias sociales y políticas, el romanticis­mo literario adoptó la vertiente nacio­nalista y revolucionaria de vieja estirpe en la novela social de pre-guerra y en los años 50, sustentándose, eso sí, en las ideologías aparentemente más con­gruentes con la época.

Aparentemente, ya que esta escuela romántica de 1950 se fundamentó en una filosofía también nacida en el si­glo XIX, el marxismo, y en un intento, de connotaciones románticas, que, a mediados del XX, trata de modernizar el marxismo y que se alza con más pretensiones literarias de las habitua­les en la filosofía: el existencialismo sartriano.

De aceptarse esta conjetura de la su­pervivencia del romanticismo, habría que considerar el realismo no tanto como la corriente superadora de aquél, sino como una de sus variantes correc­toras, que ya ha regido -en otros pe­ríodos: el romanticismo de configura­ción burguesa .

Esto supondría admitir que el siglo XX, con independencia de la grandeza de algunas obras, no ha traído ninguna variación esencial en el desarrollo del pensamiento literario. Y ello, a pesar de las nuevas formas de expresión, aportadas por las técnicas reproducto­ras de imágenes, formas que han inci­dido muy superficialmente en la novela y que, a su vez, han asumido en su esencia las concepciones seculares de la narrativa oral y escrita.

Respecto a la efímera vigencia de la novela social en España, puede, en con­secuencia, entenderse como una susti-

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tuci6n peculiar de una corriente sola­padamente romántica -el realismo mo­derado y burgués- por una corriente romántica, nacionalista y revolucio­naria.

Si es to fue así, nos encontraríamos que, en España y a partir de la década de los 70, al romanticismo revolucio­nario de los años 50 le ha sucedido un movimiento primigeniamente ro­mántico, una corriente de romanticis­mo lírico, de vuelta a los orígenes, que fundamentalmente rechaza el realismo encubierto de romanticismo, el roman­ticismo realista de la década de los 50.

Salvo por intentos muy esporádicos y fugaces , no creo que la realidad nun­ca haya estado ausente de nuestra li­teratura narrativa. Tampoco hoy, cuan­do nos hallamos, una vez más, en plena modernidad.

Otra cosa es qué clase de realidad ha ocupado, en una u otra época, a nuestros novelistas. Y asunto también distinto, saber en qué grado de fideli­dad los novelistas han reflejado esas realidades. Quizá estas dos cuestiones resulten ser las que más interés sus­citen.

Yo confieso, volviendo al principio de mis palabras, que, como novelista, la cuesti6n que me resulta más digna de atenci6n es la referente a la situa-

ci6n del narrador que dimite de su con­dición divina de polígrafo y se circuns­cribe a una de las infinitas realidades que componen la realidad.

Naturalmente que no basta con pre­tender escribir eso que se conoce como novela total. Semejante intento, máxi­me en tiempos, en que, al parecer, no sólo ha muerto Dios sino también el novelista-dios, es una de las pretensio­nes que mayor inautenticidad denota y que novelas más inauténticas produ­ce. Sólo la autenticidad del novelista puede legitimar un proyecto de tal en­vergadura, con independencia de que se malogre.

La última novela total que se ha es­crito en España fue el «Quijote». y ésta no es una realidad mágica, ni cos­tumbrista, ni romántica, ni formalista, sino una r ealidad estadística. Quizá el cálculo de probabilidades y los méto­dos actuariales, si es que esas ingenio­sidades permiten aplicación a la his­toria de la literatura, anuncien la re­novación esperada. Quizá ya se ha producido y todavía no la hemos per­cibido.

Este puede ser un enigma más de los muchos que ofrece la literatura, espe­cialmente a quienes h emos elegido ha­bitar su misterio y frecuentar susenig­mas como una realidad.

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ISAAC MONTERO

Hace apenas un par de meses he vuel­to a sumergirme en un conjunto de no­vedades de la reciente narrativa espa­ñola. Es un ejercicio que suelo llevar a cabo sin regularidad pero con cierto sistema, de manera que queda a mitad de camino entre la cata y la gimnasia. Me acerco así a los libros de los que no me ha llegado ninguno de los men­saje habituales: ni el elogio del amigo al que se concede confianza ni la reseña del crítico al que llevamos la contraria por sistema.

El procedimiento está sin duda lleno de inconvenientes. El principal consiste en el contacto un tanto monótono de toda aproximación utilitaria a las tareas artísticas . Pero el método ofrece tam­bién ventajas. La más evidente es la que se deriva de las informaciones de primera mano. Tras una lectura como la que acabo de abocetarles podrán es­caparse algunas gracias particulares, a cambio sin embargo, se apresa un pai­saje y desde luego se termina impreg­n ado de una atmósfera, el aire común que r ecorre, página tras página, libros que se pretenden muy distintos. A poca voluntad que se ponga las afinidades de lo nuevo configuran en el interior de quien las recibe una su erte de asi­n1ilación casi respi ratoria que nos de­c:dc a permanecer o a alejarnos. En cualquier caso, insisto, este r ecorrido un tanto panorámico permite compro­b ar qué es lo que se comparte y lo

que se rechaza. Permite comprobar también, aunque eso sea harina de otro costal, que el quehacer humano, por más que nos pese a los que presumi­mos de creadores es un acto menos particular de lo que nos gustaría.

La segunda ventaja de un recorrido así es que obliga a elaborar un mapa. Es decir, una cJ.asificación. Se trata, desde luego, de una cartografía muy personal, en la que cuentan tanto la casualidad como el ánimo y el bagaje del lector. Pero ese es ·el juego: admitir que un libro atrapado al principio del VIaje habría ganado en consideración, y al contrario, sin que, pese a ello, varíe gran cosa la memoria de los pla­ceres, o los disgustos, encontrados.

Naturalmente, no describo esta ma­nera un poco maniaca de acercarme a lo que se lleva para hablarles de mí, sino para hacer más comprensibles algunas -conclusiones que voy a expo­ner. Conclusiones o, mejor todavfa, pe­queños hallazgos recogidos tras una ex­cursión por libros muy diversos. Citaré algunos sin que ello suponga ninguna suerte de valoración particular, ni me­nos aún el rechazo de los no citados. Ahí van: «El silencio de las sirenas», de Adelaid a García Morales, «Relatos sobre la faIta ele sustancia», ele Alvaro Pamba », «Praparativos de viaje», de Ja­vier Torneo o «Algui en te observa en secreto», de Ignacio Martínez de Pisón. Hay más libros, o más parajes, ·en este

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último recorrido mío de que les hablo y, como ven los escasos títulos enumera. dos valen ya para establecer un primer apunte: que los tonos comunes no se asientan en lo que suele llamarse el factor generacional. Las diferencias de edad entre Pombo y Martínez de Pisón, son por poner un ejemplo, sustan­ciosas.

Lo más notable para mí, una vez en­trevista esta afinidad grupal entre auto­res de muy distinta madurez, es algo de rango en apariencia técnico. Me refiero al uso de la primera persona como re­curso a organizar el relato. Se trata sin duda de una convención que tiene bastante más implicaciones y propósi­tos que los meramente formales. Pero a lo que voy ahora no es a indagar en los motivos que pueden llevar a un uso casi sistemático del yo narrador, si no a examinar los resultados de esa téc­nica. Y los resultados son, a mi enten­der, considerablemente paradójicos.

Lo que quiero decirles es que la do­cena larga de narradores frecuentados, al elegir el enfoque de la visión par­ticular, no ofrecen la diversidad y sin­gularidad que uno esperaría, no rega­lan VlSlOnes radicalmente distintas, asentadas en psicologías y experiencias variadas entre sí, no introducen ,en el universo ficticio de cada narracción con temples diferentes.

Quien aguarde una voz y unos jui­cios empeñados en levantar los hechos descritos a la categoría de algo impres­cindible para el narrador, aguardará en vano. Las novelas o relatos a los que me remito transcurren lo mismo en pueblos perdidos, en ciudades provin­cianas vagamente esbozadas, en Madrid, en Barcelona ... tanto da. Lo que im­porta es que la docena de ficticios tes­tigos que cuentan algo para ellos ino­vidable ofrecen una misma entonación, un modo semejante de presentar los personajes, unos mismos efectos para meternos en la peripecia o las situacio­nes primordiales, una idéntica compla­cencia por ciertos adjetivos, una ten-

dencia a organizar frases y párrafos conforme a un ritmo acordado y sa­bido, una misma y sinuosa manera de observar y contar y, sobre todo, un gusto por calificar de misterioso lo que se nos ofrece como chocante o alejado. Valdría decir, a la vista de esas pá­ginas que un somnoliento observador se ha instalado en nuestro país y se sirve de diversos seudónimos para ha­cernos partícipes de territorios, andan­zas, miserias e ilusiones breves que trae en el morral. Asegura que lo en­contró todo por estos pagos pero un guiño reiterado fuerza a dudar de su pa­labra.

Personalmente no creo que este ar­tificio puede ser calificado de bueno o malo en sí mismo. Otros recursos de valor semejante fueron usados macha­conamente por naturalistas y románti­cos, por costumbristas o presentadores de la narración fantástica. Como aqué­llos, manifiesta lo que apuntaba al prin­cipio: que el acto creador se nutr,e de raíces más comunes de lo que nos gus­ta admitir. O dicho en otras palabras, que el arte se sustenta en cosas que son de todos en las que la inspiración de cada cual descubre un perfil y que pocas veces ese soplo personal consigue algo único e imprescindible. Así, lo que hace que un grupo se nos presente cohe. sionado y firme es tanto la contumacia en la elección de un modelo, como la ideología compartida, las expectivas de la gente que lo acoge y, a fin de cuentas, los disgustos del tiempo en que se es­cribe.

Pero volvamos a las formas de nues­tra última narrativa. Si lo más eviden­te de esa novela es el narrador escin­dido o camuflado en una docena larga de autores, jóvenes y no tan jóvenes, lo que a continuación se ve, en buena lógica, es una misma imagen. Algo pa­recido ocurría en los talleres de los viejos maestros de la pintura y no muy diferentes es lo que encontramos al meternos en los textos de cualquier período del pasado. Como la literatura

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trabaja con palabras, si se ordenan de modo parejo, si se graduan los si­lencios de la misma manera si se coin­cide en los tonos y los adjetivos, si los tiempos verbales se reite­ran, parece de cajón que las imá­genes nacidas de todo ellos terminen por dar las variaciones de una misma faz. Tratando de caracterizarla, diré que a mi entender, esa imagen la de­finen paabras tales como bruma, esfu­mato, penumbra, perfiles vagorosos, sentimientos apuntados, acciones inhi­bidas, comportamientos entrevistos, problemas de ambigua formulación, relaciones afectivas alimentadas por la desidia, incomprensión de lo que pasa. Sigo, como se ve, hablando de formas y no de su posible significado o valor. Me limito pues a señalar que en mi recorrido de lector he tropezado una y otra vez con personajes envueltos en la bruma de un misterio que no acaba de resolverse, con atracciones amoro­sas que anuncian una catástrofe jamás materializada, con situaciones carga­das de angustia cuya reiteración las convierte en baladíes. Una suerte de veladura aleja todo ello y finalmente lo que se contempla es el paisaje roto y empañado de quien entreabre los ojos tras un dormir difícil.

Como ya apunté también, esta voz narradora yesos tonos grupales con­sienten, o quizá propician, hallazgos personales. Las páginas de Pombo, por acudir a uno de los autores citados, las recorre una ironía aterrada que, si en parte es cercana a la crispación de la prosa de Martínez de Pison, presenta desde luego los suficientes matices como para singularizarse. Pero lo co­mún, pienso yo, es lo que prevalece. y comienza, como también apunté en la elección del artificio primordial de la novela: el punto de vista. Quien cuenta atisba lo que ocurre con una actitud muy parecida a la reticencia, desde una posición defensiva y en una buena parte hermética, que parece obli­gada por la sustancia de los hechos

contemplados: asimismo reticentes, menores asimismo herméticos y encas­tillados en las conciencias de las gentes observadas. Puede tratarse, tanto da, de relaciones de dominio y posesión, de proyectos de huida, de miedos difusos a la consecuencias de una acción pre­térita que se encubre, de amores que temen agotarse si salen al aire. Por ello. la imagen de la duermevela a la ,que aludía hace un momento es la ,que para mi define con más contuden­.cia el panorama general. Lo que ya no me atrevo a asegurar es si esa duer­mevela fue precedida por el cansancio de un sueño intranquilo y éste por la frustación, el aburrimiento, la duda o 'las tres cosas a la vez. Mucho más, sin embargo, no veo. El aspecto de pesa­dilla que a ratos cobran esas imáge­nes no remite a heridas sin cura, a vejaciones intolerables, a luchas agota­doras o situaciones sin salida. La impre­sión es otra : el que sufre lo lleva fatigosa.. mente y el que disfruta también. Quizá todo venga de que desdichas y gozos los vela la misma blancura lunar de las fantasías íntimas. Hablaba hace un rato de susurros, y no de ruidos, para aludir al tono. A veces lo que se escucha es el bisbiseo del que le da vueltas por enésima vez al mismo y mínimo asunto.

No cabe duda de que esta manera de hacer, asentada en muchas ocasio­nes en la precisión lingüística y la eco­nomía del relato, aspira más a elabo­rar una forma que a reiterar modelos ya asentados. He leído en alguna par­te que nuestra nueva narrativa elige como modelos el análisis psicológico de Henry James y los tonos morales de algunos novelistas germánicos. Yo no lo veo así. Veo fisura en el análisis de las emociones, concisión y elipsis a la hora de montar las tramas y los argumentos, tonos distantes y un ge­neral buen decir. Pero pienso que ese conjunto de narradores aspiran, y en cierta medida lo están consiguiendo, a poner en pie una manera narrativa dis­tinta de las que en las últimas décadas

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imperaron en nuestro mundo literario. Han dado la espalda a un breve expe­rimento de obras articuladas en torno a los juegos lingüísticos y, desde luego, a la tendencia precedente, que consi­deraba la creación literaria como un instrumento de conocimiento de la rea_ lidad social y, sobre todo, como un útil de transformación de las concien­cias. Si uno y otro rechazo se relaciona con la pretensión de conseguir una es­critura culta y de traer a primer plano el individuo aislado, enfrentado a su entorno más íntimo, en lo que precipita todo ello es en un conjunto de libros que constituyen ya un modelo y que, por tanto, pueden dar origen a una manera.

Ambas cosas, el rechazo de experien­cias anteriores y la búsqueda de formas nuevas, no sólo son actitudes legítimas sino saludables. La literatura ha cre­cido así en todas las épocas, se ha transformado conforme a esta dinámi­ca siempre y lo único que hay que añadir es que no siempre los cambios conseguidos supusieron un progreso. Pero al llegar a este punto, y si se quiere terminar en alguna parte hay que abandonar el producto de la es­critura y lanzar la mirada hasta que el público asome en el horizonte. Y es que el arte, y desde luego el ar te lite­rario,es una forma de imaginar la vida, de ofrecer profundas y completas imá­genes de lo real, de lo que se nos es­capa cuando tenemos los ojos abiertos. y quien contempla, y aplaude o recha­za, ese sueño no es el escritor, sino el público.

Hoy aquí en este pequeño giro, en el que aparecen los lectores, volvemos a encon trarnos con algo sorprendente incluso, extraordinario en nuestro país . Consiste en que la mayoría de las no­velas y relatos que he leído, y desde luego las pocas que he citado, tuvieron a su 3parición un a más que buena aco­gida. Acaso porque hoy se lee en Es­paña más que hace unos años pero, so­bre todo, porque quienes leen hoy se

sienten satisfechos el encontrarse con las imágenes de sus nuevos narradores. El lector español se ha h echo más culto y agr·adece el mayor cuidado estilístico de sus novelistas más reci,entes agra­dece también la precisión y, muy par­ticularmente los tonos y procedimien­tos que, cargados de implicaciones li­terarias, remiten a lo que se hace en otros lugares en los que nos miramos. Pero esa aceptación, además no se de­tiene en el terreno de las formas. A nuestros lectores parece importarles hoy que los elementos de la imagen narrativa sean los que asoman 'en los libros de que vengo hablando. Estos lectores, que rechazaron hace tiempo la idea de que la literatura valga para transformar la vida. se muestran com­placidos con el análisis de las emo­ciones, el acercamiento a fugaces mo­mentos de exaltación de una concien­cia, el relato de las dificultades de un encuentro ·amoroso, a la crónica serena de las vidas que se acomodan al mar­gen sin cuestionarse por ello fracasos mayores . Estos lectores nuestros han encontrado, qué duda cabe, no tanto sus crónicas como sus prestidigita­dores.

Difícilmente podría ser de otra ma­nera . La vida española ofrece en estos días la imagen de una conciencia enso­ñada, sin demasiadas expectativas pero también sin otros apetitos los fugaces de la posesión de bienes materiales. En ella, las tensiones sociales perma­necen en sordina y, cuando asoman, lo hacen de una manera fragmentaria que permite enjuiciarlas como desajustes de una parte que no alteran nada sus­tancial. Un cuantioso número de com­patriotas acepta que es bueno vivir así y que los grandes sueños históricos que en otros momentos nos sacudieron abocan inevitablemente al desastre o o la decepción. Los grupos más influ­yentes de nuestra sociedad se da por satisfecha con pertenecer al pequeño club de los países ricos, aunque sea en un lugar de segundo rango, y han he-

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cho del pragmatismo una moral escép­tica, si no cínica. En tales circunstan­cias, parece razonable que las minorías sociales dirigentes, aquellos que pro­porcionan lectores, busquen en nuestros libros la misma fan tasmagoría con que se nutren a diario. Persiguen, pues, vi­siones en las que el dolor aparezca como la dudosa sensación del do­lor, la injusticia como un juego de poder entre individuos, las derrotas como el destino del débil, la muerte como un escalofrío de todos que pue­de pensarse con tedio, la culpa como un ajuste privado con los propios de­seos y la miseria como un temblor que les ocurre siempre a otros.

Con lo cual entiendo que he llegado a la formulación que acoge estos en­cuentros en la universidad. A la pregun-

ta de si nuestra realidad está ausente de las últimas tendencias literarias españolas yo respondo que, en el cam­po narrativo, no lo está.

Faltan sí, en esa literatura aspectos muy sustantivos de nuestra vida. Faltan las formas capaces de abordar las ausencias esenciales y transformarlas en materia artística, pero, a cambio, nuestra narrativa última recoge el tono moral, las pretensiones vitales, las re­nuncias, los desencantos y los miedos de los grupos sociales hegemónicos o, al menos, de sus capas más cultas. De modo que lo único que me queda decir antes de terminar es q).le confío en que las condiciones literarias de nuestros nuevos narradores les permitan abor­dar, cuando los t iempos cambien, otros empeños mayores.

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En las historias de la literatura, se suele decir que la revolución del 68 es lo que permite la aparición de la novela realista. Los autores que publican des­pués de esa fecha se dedican, en parte al menos, a explicar la realidad social contemporánea tal y como ellos la en­tienden desde sus respectivas convic­ciones y puntos de vista. Así pues, el tema de estas novelas es la realidad inmediata, la vida civil y política; po­lítica y polémica. Hay autores para quienes la descripción de los mecanis­mos por los que se rige la sociedad con­temporánea no es suficiente para com­prender la relación de fuerzas en juego; en consecuencia, tratan de averiguar las causas que han producido tales si­tuaciones, esto es, acuden a la historia, a la novela histórica.

Por supuesto, los románticos habían escrito novelas históricas, pero la época en que situaban las acciones era un pasado lejano en el cual se podía ma­laveriguar la verdad y exactitud de los hechos narrados; por otra parte ese tiempo no tenía ninguna relación direc­ta con el presente. Así pues, el proce­dimiento dejaba ancho campo a la fan­tasfa y a la posibilidad de proyectar las vivencias subjetivas, de objetivar los anhelos e ilusiones, temores y de­más pasiones del yo personal. Y sí, en algunos casos, era posible establecer alguna relación entre el remoto pasado histórico y el presente, se basaba más

en el paralelismo alegórico que en una explicación causal.

En principio, uno está tentado de aplicar el mismo esquema y el mismo análisis al proceso de la novela contem­poránea, tomando, ahora, como límite, no sólo cronológico, el año 1975. Sin embargo las cosas han sucedido de muy otra manera.

Durante la dictadura surgida del 39, lo que predomina es el realismo social -o socialista. Y aunque es cierto, en general, que estas obras carecen de planteamientos ideológicos sólidos (pro­bablemente por exceso de sentimenta­lidad y maniqueísmo) no lo es menos que tratan de explicar la realidad real, inmedia tao Probablemente, el ,afán pe­dagógico (o proselitista), y el deseo de superar la miseria de la literatura par­ticipando en las luchas sociales, es lo que explica la simplificación de los planteamientos, la simplicidad de tan­tas novelas .

Hay, en cualquier caso, una decidida voluntad de reproducir la r ealidad tel­quel , como un espejo plano, quieto, pues la mera mostración de lo que ocu­rre, sin enmascaramientos, basta para explicarlo, y para inclinar al lector ha­cia uno de los bandos enfrentados. Los autores confían en el triunfo del rea­lismo. Que la realización concreta de las obras no sea tan pura ni imparcial como se pretende, no invalida el prin­cipio general. Tema y estilo deben,

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pues, coincidir con lo designado, re­producirlo, de manera que se debe re­ducir al mínimo la intervención me­diadora del narrador: el novelista que­da convertido en notario y taquígrafo. La evolución interna de este procedi­miento llega a un non sequitur con obras como El larama y, en otro ám­bito, Los hijos de Sánchez (edición in­glesa, 1961; edición original en espa­ñol, 1964). La alternativa a ese realis­mo magnetofónico la proporciona Tiempo de sile/1cio, obra con la que, entre otras cosas, se rompe la mímesis entre la historia narrada y el estilo, lo que da lugar a la ironía: el autor re­cupera su importancia de manera que la construcción, la perspectiva y la len­gua se cargan de significación. Pero no se trata sólo de la obra de Luis Martín Santos, los escritores hispanoamerica­nos contribuyen de manera decisiva a la ruptura y van mucho más lejos y, en gran medida, ahogan el sentido de la renovación introducida en nuestras letras por Tiempo de silencio. En cier­to modo, la desvirtúan y pervierten porque construcción y estilo se inde­pendizan de la realidad, convirtiendo a la novela en algo autónomo y auto­suficiente, en una especie de icono de valor que, entre otras cosas, no nece­sita ser comprendido intelectualmente o racional. La cosa, una vez pasado el entusiasmo por lo novedoso, r esultaba excesiva.

De cualquier manera que esto sea, lo cierto es que h ay un momento en el que coexisten dos corrien tes radical­mente opues tas. Por una par te la em­briagu ez de la forma, r educida en al­gunos casos a juego fó nico, o poco más, como en Tres tristes tigres o, en la Pe­nínsula, en algunas el e las obras de la llamada nueva novela andaluza, etc. Por otra parte, tenernos los intentos ele crear u na novela filosófica (que no m etafísica , por supuesto), como pueden ser los diálogos de Vaz de Soto o Sava­ter. Naturalmente, hay zonas interme­dias, y otras que continúan o modifican

situaciones anteriores; pienso, por ejemplo, en la autobiografía personal y subjetiva de tipo de Las corrupciones o Memorias de un niño de derechas, donde la historia de la infancia y ado­lescencia se mezcla con la social; o en obras corno Autobiografía de Federico Sánchez o últimas tardes con Teresa, en las que la denuncia política o social se dobla con la vivencia, con el tes­timonio personal.

Para mí, tal y como hoy ves las cosas, la novela explicativa y didáctica pierde la p artida y, para sobrevivir, se ve obli­gada a refugiarse en género tradicio­nalmente considerados menores, en­tiéndase en la novela negra, casi ex­clusivamente. Ahí, rebajadas las pre­tensiones artísticas, literarias o cultu­rales, se mantiene esta novela, e in­cluso, desde ahí, inicia una notable re­cuperación de lectores y status, corno veremos . El triunfo soci·al lo consigue, sin duda alguna, la novela artística, aquella en que el estilo, si no lo es todo, lo parece. Esta prepotencia de la forma se da tanto en la novela descrip­tiva (o épica), Volverás a Región pongo por caso, como en la lírica, Mortal y rosa puede servir de ejemplo o Un año en el sur, en cierto modo.

Hay momentos de la historia en que un género determinado parece predo­minar sobre los demás, se constituye en vanguardia o motor del cambio li­terario; es lo que sucede con la novela, en la segunda mitad del XIX, o con la lírica, en la generación del 27. En los años sesenta, Claudio Rodríguez marca la ruptura definitiva con el realismo social; después, ·algunos de la novissi­m as r epresentan el triunfo del sensua­lismo, del lujo, las texturas, etc. es una celebración, la vi ctoria de los sentidos. A partir de ese momento, la fermosa cobertura casi siempre, fermosa sólo a ratos) invade t ambién la novela que rebasa a la poesía y se apropia de mu­chos ele sus recursos, nuevos o tradi­cionales.

En este mom ento de gloria, casi de

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ebriedad -y sin duda, de autosatisfac­ción-, parece que la nueva manera se ha instalado firmemente en nuestras letras, incluso surgen subgéneros, como la Reivindicación del Conde don Julián, extraña mezcla de novela histórica «ro­mántica» al tiempo que explicativa, recubierta de una dura cáscara o hueso; y aparecen las parodias: Parábola del náufrago o La sagaz fu ga de J. B. Pero la lista de obras que se mantienen fieles a la nueva ortodoxia es tan numerosa que no me decido a citar ninguna.

Ahora bien, el decenio de los sesenta es una época demasiado temprana para celebrar nada, ni siquiera la inevitable y previsible caída de la dictadura y el desmoronamiento de las organizaciones políticas que la apuntalaban. Por otra parte (o por la misma) el cambio podía ser, en el fondo, demasiado violento. En una palabra las celebraciones saludan el cambio en la superestructura ideo­lógica pero mantienen un claro recelo ante posibles alteraciones en las rela­ciones de producción, que es lo que hay que entender por poderes fácticos.

Así, en esta encrucijada, surge una obra que se constituirá en modelo para las más significadas aventuras poste­riores, me refiero a Volverás a Región (1967) de Juan Benet y, después, a He­rrumbrosas lanzas. Lo que me interesa ahora de estas novelas es señalar que el tema entra de lleno en las preocupa­ciones inmediatas de los lectores : la guerra civil es la causa más caracteri­zada de la situación presente; sin em­bargo, lo que se cuenta son acciones, anécdotas , casos cuyo valor reside en ellos mismos pero que no tienen sen­tido en relación con lo que supuesta­mente es el tema pues no funcionan como explicación racional y lógica -histórica- del proceso que lleva a la guerra; tampoco plantea el proceso que ll eva de la guerra a la situación actual. La guerra gravita sobre la na­rración tiñiéndola de su color, inten­sificando y frustrando la expectativa, pero no es el tema. En cualquier caso,

y sea esto como fuere, el mecanismo de la obra -el arte del narrador- con­siste en imponerse al lector en cuanto narrador, superando las dificultades y obstáculos que él mismo crea; salta por encima del tema de la guerra civil, que sólo es un acorde o contrapunto más o menos subterráneo, salta sobre la historia de Región y sus habitantes con constantes digresiones -digresio­nes que pueden llenar un libro ente­ro-, aunque la relación entre las ramas y el presunto tronco esté prendida con alfileres. Y supera la dificultad del es­tilo, voluntari·amente oscuro y compli­cado. De esta manera, si a pesar de todo lo dicho, e incluso del muy rela­tivo interés objetivo de las historias -rama o ramo-, el lector se intere­sa por el libro, se debe a la presencia seductora del narrador del cual depen­de la perspectiva, el estilo y 10 acaeci­do: es el arte de contar casi en estado puro y, por ende, la presencia y co­municación directa con el narrador que para mayor alarde y virtuosismo, es­conde púdicamente su subjetividad tras una presentación no sólo objetiva, sino científica o, mejor, técnica. Es el placer de contar. Y el placer de leer, sin más. El autor hace lo que quiere con la materia novelesca: si le interesa, se detiene en un personaje, en un tema en un aspecto; y esto tanto si es fun­damental o no para el desarrollo argu­m ental pues, como la historia, el ar­gumento queda reducido a un papel subsidiario, es un pretexto que se toma o se deja cuando conviene. La guerra, lo mismo que el plano topográfico de Región, es el espacio sobre el que se desarrolla la novela.

Poco después, en 1969, Camilo J. Cela edita San Camilo 36, obra en la que se da un proceso semejante aunque, aquí, la pasión, el dolor y, en definitiva, el sentimiento subjctivo sea lo funda­mental: es la expresión de un estado de ánimo ante el estallido de la guerra, como momento exasperado que revela los extremos a los que pueden llegar las

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cosas y las personas en determinado momento, en ese momento, y es testi­monio, en consecuencia, de los senti­mientos del autor.

Ninguna de las dos obras que acabo de citar propicia la toma de partido, el juicio. Ambas eligen el acontecimien­to más relevante y significativo de nues­tra historia moderna, el más cargado de pasión (no sólo partidaria) para pri­varle de esa función que es sustituida por la perspectiva subjetiva e indivi­dual. De esta manera, 10 personal se impone sobre lo social; y el sentimien­to o la comunicación personal sobre la explicación objetiva.

El procedimiento hará escuela; 10 cual no significa que haya una depen­dencia directa, ni mucho menos. Sig­nifica que da cuerpo o representa una actitud generalizada, como demostrará la historia política posterior. Sin em­bargo, hay diferencias muy importan­tes entre Benet, Cela y los más jóvenes. Quizá lo más llamativo sea que los nue­vos escritores sitúan en primer plano la experiencia personal, en forma auto­biográfica, o casi. Me refiero a la gene­ración que en los años sesenta se cons­tituye en vanguardia de la burguesía, la misma que, a partir de 1975, se hace con el poder de manera casi exclusiva, y lo ejerce de forma muy próxima al monopolio. Instalada en el poder po­lítico, esta generación renuncia a los proyectos (o ensoñaciones) de cambio social. Así, después de ser frustrados sus programas juveniles -y de contri­buir a ello- se encuentra con que no tiene el poder real pero sí carga con la responsabilidad. En consecuencia, el conflicto que sus obras plantean es el de la generación consigo misma: hay como una cierta sensación de culpa o de mala conciencia, un cierto deseo de justificarse... Las reacciones ante esta situación son muy variadas: algunos se in terrogan sobre la utilidad y el sentido del camino recorrido; otros intentan comprender lo que ha pasado, lo que les ha sucedido. Por último hay quien

añora y plañe por 10 que se ha quedado en la cuneta (por ejemplo la edad; pero no sólo eso). En cualquiera de estas u otras alternativas, hay un elemento común: la elusión y, al mismo tiempo, la exhibición del dolor, de las heridas, o de las llagas.

Es un intento, basado en el patetis­mo, de despertar la simpatía o la pie­dad del lector, de los que están fuera del grupo, en definitiva. Y para ello, se escenifica la parábola del arrepen­timiento: en ella se da cuenta del coste personal que lleva aparejada la obten­ción del triunfo a que se aspiraba: lo mejor se ha perdido, realmente no me­recía la pena, parecen decir. Todo ello sin pérdida de protagonismo, intensi­ficándolo, pues lo que exhiben, a la manera romántica, es el yo, la historia (i. e. el dolor) personal. Poco queda de la impasibilidad y distanciamiento de un Juan Benet. Sin embargo, el es­cenario de la representación es -sigue siendo- la realidad social, la actuali­dad inmediata sobre la cual montan su función como si fuera un tablado; o un pedestal.

No ha sido éste el único cambio. Tam­bién ha cambiado el mercado del libro. Basta pensar en las nuevas colecciones, y en los nuevos puntos de venta, espe­cialmente en kioscos, supermercados, grandes almacenes... La democracia, entre otros desenmascaramientos, si­túa en su dimensión real el beneficio económico; así pues, la novela, como podía ser por menos -como ya era-, entra en el mercado; y los escritores se adaptan a las exigencias del marketing y del consumo: giran a su alrededor como planetas alrededor del sol, o como satélites. Todo esto lleva a que se escriban novelas «legibles», de estilo comprensible y temas contemporáneos, de actualidad, entretenidos o consola­torios .. . En gran parte, la hurda de la realidad real, las contradicciones o aco­modaciones del protagonista sirven de mediadoras en el proceso recorrido por

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el lector: cumplen una función conso­latoria.

Por otra parte, el tema histórico ha perdido el componente de denuncia o de defensa: lo que ahora se juzga -y se absuelve- es la opción personal, el papel desempeñado dentro de esa his­toria es la trayectoria inversa a la se­guida por Valle-Inclán. En efecto, la historia (o la realidad inmediata, sin más) suele aparecer cargada de nieblas, a lo que corresponde un comportamien_ to errático en los personajes. Esto de­semboca, por un lado, en lo maravillo­so, en los cuentos de hadas, magia, es­padas y brujería; temas que, sin duda, conectan con el escapismo de los libros de caballerías en el que, de una u otra manera se transforma el venecianismo o la magia hispanoamericana: Perucho, aquí, o Saramago y Mújica Lainez, en otros ámbitos, pueden servir de ejem­plo. En el mismo o parecido registro, a medio camino entre un mundo deci­didamente onírico, y fantasmagórico, y la realidad, subjetiva, personal, se si­túan obras como La oscura orilla o La fuente de la edad.

En cierto modo el tema de estas y otras novelas, como Luna de lobos, El año del francés, Como a dos voces o El ayer perdido, es el recuerdo, la re­memoración nostálgica y melancólica de la adolescencia y la primera juventud vista, si no como una edad de oro, sí dorada y embellecida por la distancia. No se trata de un ajuste de cuentas, ni de una reconstrucción lúcida, más bien al contrario, el ensueño se mezcla con la realidad, el relato se difumina y desrealiza. De esta manera, la reali­dad presente es sólo el punto de vista, la perspectiva desde la cual se reme­mora un pasado sin relación causal con el presente un pasado que engloba a todos los pasados próximos y remotos, personales e históricos, individuales y colectivos -en un solo plano-o Parece como si ésta fuera una manera de asu­mir y reconciliarse con el tiempo per­dido, la manera de recuperarlo, en oca-

siones de forma amorosa otras hosca pero nunca como reproche y negación, sin crítica, porque a lo más que algu­nos de esos autores llegan en tal di­rección es a la autocompasión un si es no es autocomplaciente, no a la re­beldía.

Por último la niebla puede instalarse en el cerebro del personaje, de manera que, arrebatado por el fatum de la vida social y política, no sólo no es dueño de su destino, sino que ni siquie­ra comprende lo que pasa ni lo que hace. Por supuesto, tampoco compren­de lo que sucede en la realidad obje­tiva, en la vida social y política; es el caso de La gaznápira o La rusa; 10 que falla es siempre la realidad, no el per­sonaje; ni el autor. En estos casos, se da algo así como la añoranza del pa­raíso y de la inocencia perdidos. Pa­raíso e inocencia que nunca existieron salvo, quizá, como utopía, como pers­pectiva de futuro y que, ahora, apare­cen como recuerdo, en la memoria. Los personajes parecen activistas «quema­dos», aunque con frecuencia dé la im­presión de que se presentan aSÍ, derrota­dos, para no actuar, para no tener que enfrentarse con la realidad y situarse, otra vez, en la oposición. Hay mucho de coartada en todo esto. El proceso de enmascaramiento y sustitución parece evidente si comparamos La verdad so­bre el caso Savolta con La ciudad de los prodigios (1).

Algunos autores muestran una clara tendencia a proyectar el absurdo sobre la tierra, como si fuera un fatum, el país, la raza, la sociedad, la política es el responsable de la falta de sen­tido de lógica, del argumento de la obra, de los comportamientos de los personajes, del mal, en definitiva. El mundo no los hombres, es misterioso, evanes~ente, prodigioso, alucinado. y los hombres viven, o sobreviven, adap­tándose al terreno, como la infantería;

(1) Compárese, por otro lado. El laberinto de las aceitunas y El misterio de la cripta embrujada con La conjura de los necios.

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o mimetizándose corno camaleones. La consecuencia de esto es, entre otras cosas, que la responsabilidad ha des­aparecido. En esta situación, me parece significativo el hecho de que los auto­r es todavía combativos se vean obliga­dos a librar las batallas en el terreno elegido por e l enemigo, en el ámbito de una ideología evanescente o, si se prefiere, en el ámbito de la falsa con.­ciencia, corno mundo autónomo sin relación con la infraestructura; es el caso, me parece, de El pianista o de Teniente bravo. No es extraño que estas obras se vean obligadas a reunir a la alegoría o al simbolismo: de cualquier manera a montar un doble plano de significaciones para tratar de conectar con la realidad material.

El mundo evanescente y fantasmagó­rico, en el que no pasa nada, contrasta con la precisión del decorado, corno in­ducción realista, y como contraste y negación: las plazas y las calles son reales, las ciudades y los campos exis­ten fuera de la novela, de manera que la exactitud de la topografía (2) con­trasta con lo difuso de la historia. Son agrimensores que han realizado su tra­bajo, y a conciencia, pero siguen sin saber para qué. Es un procedimiento ilusionista que sirve para distraer la atención, de manera que cuando el lec­tor fija la vista en la realidad objetiva, la literaria se transforma ante sus ojos en una fantasmagoría que la sustituye y la niega. Desde una perspectiva social (o desde el título de esta sesión), se trata de un proceso de alienación y enmascaramiento.

(2) La topografía parece estar de moda; no sólo hay mapas en Hcrrumbrosas CanZ3S y El tcstamcnto de Yarfoz, aparecen tam­bién en otros ámbitos, v. gr. en City of

En ese sentido, parece claro que la novela actual se niega a tratar de con­flicto s sociales básicos, los que en la época del realismo se llamaba explota_ ción, lucha de clases, plusvalía, aliena­ción, pobreza, represión, etc. corno el hecho es que tales conflictos siguen funcionando, mutatis mutandis, de la misma manera que lo hacían entonces, la mera enunciación de los términos, o de sus referentes directos, obliga a to­rnar partido, y decisiones, lo que, sin duda, pondría en peligro o eliminaría el disfrute del precario y limitado po­der obtenido. Además, el difuso temor que traspasa todas estas novelas no se produce tanto frente a las fuerzas con­trarias, ajenas, puesto que en la novela la batalla ha sido abolida, corno ante la propia conciencia, el recuerdo, la razón. La razón ha sido expulsada de la no_ vela. Hay, sin embargo, un cierto corno sufrimiento, dolor o dificultad que se ofrece a manera de sacrificio a cam­bio de algo que no se sabe muy bien lo que es, quizá comprensión, o com­plicidad ... Sin embargo, resulta desme­surada la insistencia en los aspectos negativos, en la frustración y la inope­rancia, como para que sea ingenue y desinteresada; entre otras cosas por­que se exhibe la vivencia al tiempo que se disfrazan las causas que la pro­vocan.

Incluso ahí, en esa terapia de grupo, cursillo de cristiandad o psicodrama, donde cada uno cuenta o confiesa su caso, la impresión dominante es la in­sinceridad. Entre tales nieblas, algo se escapa o se esconde.

chasch, de Jack Vanee, o en The Saga of Plioccnc, de Julicn May, etc. La coin­cidencia (y las divergencias) no deja de ser significativa.

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5.

¿Subjetividad o géneros?

LUIS MATEO DÍEZ

SANTOS SANZ VILLANUEV A

MANUEL V ÁZQUEZ MONTALBÁN

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LUIS MATEO DIEZ

Mundos propIOS, abisllIOs personales

Es fácil escuchar cuando se habla o se debate sobre la narrativa española actual -bien para buscar el rumbo de sus últimas tendencias o simplemente para constatar algún tipo de caracteri­zación más o menos iluminadora- dos observaciones que -con frecuencia­vienen como a enmarcar la orientación de ese panorama inmediato.

La primera es que nuestra narrativa -una década y pico después del inicio de la normalización democrática- ha venido navegando -con mejor o peor fortuna, que esa es otra hsitoria- so­bre el más lógico camino que la liber­tad ofrece, que no es otro que el de la diversidad.

Los viejos pleitos de enfrentadas op­ciones estéticas, de compromisos y li­beralidades, tantas veces sustentados en pugnas no estrictamente literarias quedan -como tales pleitos- cedidos al olvido o -al menos- al abandono, y parece que la libertad impone el ta­lante de que cada cual se instale donde quiera y pueda. No hay mucho que de­fender más allá del destino creador de la obra que uno se trae entre manos y -al fin- en su calidad estará su más definitiva justificación.

En el momento en que eso comienza a ser así, y ya no se escribe desde de­terminados presupuestos aceptados como fórmulas a defender, intentando -además- coaligarse con los otros de­fensores, es obvio que la diversidad co­mienza a percibirse de forma más no­table, en un panorama que ya no está

escindido, fragmentado, alterado, por los posicionamientos o las banderías, sino determinado por la variedad -más o menos rica e inspirada- de los per­sonales mundos y los particulares es­tilos de quienes pueblan ese renovado territorio de la ficción.

¿Qué implica la diversidad? Pienso que, ante todo, una más relajada y pro­picia atmósfera de reconocimientos, de juego más abierto y menos polarizado, de mejor caldo de cultivo y -sin duda- de propuestas enriquecedoras.

Si es cierto aquello de que en la va­riedadestá el gusto, nada mejor que la constatación de los mayores gustos posibles en un ámbito diverso y vario­pinto, donde nadie sea deudor de nadie ni de nada más allá de sus personales convicciones creadoras. Sobre todo, si a estas alturas del siglo seguimos con­vencidos -orillando a quienes con fú­nebre intermitencia pregonan la muer­te de la novela y su insoslayable ente­rramiento- de que no todo está escrito de todas las formas posibles, y que en la ficción hay otra vida distinta de esta que arrastramos, e imposible de su­plantar.

La segunda observación a la que al comienzo me refería está muy ligada a la primera. Si la diversidad es -a lo que parece- nota muy caracterizadora de ese panorama de nuestra narrativa inmeuiata, en lo que la misma se re­fleja es en la proponderancia de los mundos propios de los narradores, en esa especie de regreso o partida al in-

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terior de cada cual, que es desde donde se dilucidan y perfilan las miradas per­sonales, y al intento de - a la vez­delimitar el particular estilo, con el que uno se expresa de manera distinta a los demás: esa voz que hace que tu mundo en ella encuentre el registro que lo in­dividualiza y lo fija en el único terri­torio posible y autónomo, que es el de las palabras.

Esa me parece una clara tendencia de nuestra narrativa de ahora mismo - bien fácil de orquestar, por cierto, con lo que en la literatura de otros paí­ses europeos está sucediendo- y que supone - ante todo- un intento de afianzar y acrecentar el cauce de la subjetividad creadora, dándole tema y marco a la misma, acercando la ficción a su propio brote.

Por esta línea he ido planeando hacia uno de los términos de la propuesta que -al menos como título ambientador­nos trae hoy aquí, dentro de este ciclo más global sobre últimas tendencias de la literatura española. Propuesta que acaso sea difícil aceptar en su formu­lación como disyuntiva - subjetividad o géneros- porque hasta podría resul­tar problemático entender el cultivo de los géneros literarios como la contra­partida a la expresión de mundos per­sonales, subjetivos, no aliados como tales a ningún tipo de codificación na­rrativa temática.

La diferenciación -a efectos meramen­te indicativos y para acotar un ámbito de sugerencia en un posible dehate­puede obviamente servir, pero no serían los géneros el paradigma de la objeti­vación, porque a través de ellos es muy habitual -como todos sabemos- ex­presar mundos hondamente personales, subjetivos e intransferibles, ya que los géneros -que acaso, en su día, tuvie­ron una, por así decirlo, inocencia y nitidez originarias- son susceptibles de manipulaciones y complejidades que desbordan -hasta donde el autor quie­re y bajo la mirada más particular e irreductible- sus escuetas reglas, des-

mitificándolas, subvirtiéndolas o hasta reinventándolas.

Ciertamente en los últimos años, en el panorama de nuestra narrativa, coin­cidiendo tal vez con un intento de re­cuperar un espacio lector más abierto y desprejuiciado -después de aquel úl­timo pleito del experimentalismo, tan de.. moledor y aburrido en sus resultados para los pacientes lectores- puede com­probarse un regreso a los géneros -el policial, el de aventuras, sobre todo­que llega a consumar una auténtica moda muy aprovechada editorialmente.

Yo pienso que en ese regreso existe también como una cierta voluntad re­generadora - valga la expresión- en lo que supone de reconquista del viejo arte de narrar historias, tan vapuleado por los excesos experimentalistas. Y es que los géneros implican siempre eso sí, un servicio narrativo auspiciado por ¡un código que se somete al menos - aún con las variaciones y perspecti­vas que se quieran- a los esquemas básicos de ese tradicional arte de na­rrar, en los que la historia puede ser algo más o menos que un argumento, pero prendido sin remisión a una at­mósfera y a unos personajes.

Lo que me da la impresión es que hoy día -y cada vez más- resulta ya difícil determinar pautas diferenciales posibles de ser agrupadas para un es­tudio ordenador, en este terreno tan complejo y diverso de la narrativa. Aca­so porque todavía los árboles no dejan ver el bosque, y porque el bosque es cada vez más frondoso y su crecimien­to asombrosamente acelerado.

El preponderante camino de esa va­riada expresión de m undos propios en los narradores -mundos, así, muy en­carados a la subjetividad de cada cual­está convirtiendo nuestro panorama en un multiplicado muestrario, donde fi­liaciones, orientaciones, gustos, sensi­bilidades, se compaginan -con mayor o menor originalidad y riqueza, que esa es otra historia- con esa variedad de un es timulante desorden.

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Yo reconozoco que no sé percibir mu­cho más que eso, y me resulta difícil vislumbrar tendencias más o menos embrionarias o hacer vaticinios más o menos previsibles, a partir de algún tipo de evaluación de lo que por ahí se ve. Lo que sí pienso es que la ebu­llición presente -donde es clara una convivencia múltiple de estilos y pro­puestas que, antes que nada, parecen pugnar por sí mismos- es hija propi­cia de una consolidada normalización, ajena a las viejas tensiones, a --como antes decíamos- olvidados pleitos, y cercana -supongo que cada día más­a una atmósfera creadora perfectamen­te compatible con lo que hoy puede apreciarse en este viejo y pendejo con­tinente europeo, donde parece que -al fin- nos han metido sin remisión.

Alguna idea o algunas consideracio­nes, me gustaría aportar, sobre ese li­terario asunto de los mundos propios, fácilmente alargable hacia el más reco­vecoso territorio de los abismos persona­les, con lo que intentaría cumplir -en alguna medida- con, al menos, uno de los términos de esa disyuntiva del títu­lo que hoy nos requiere y concierne. Pero para ello no me queda más remedio que involucrarme a mí mismo, que si­tuarme en la estricta franja de la confe­sión personal, de la declaración privada.

Uno mantiene la teoría de que como narrador -como novelista- es exclu­sivamente deudor de sus propias obse­siones. Teoría de medio pelo -si se quiere- pero adecuada para aplacar pretensiones de mayor transcedencia, para delimitar un rasero teórico que impida toda vana pretensión de subir­se a la parra. No hay para mí mejor orden de lucidez -en esta farragosa y, con frecuencia, prentenciosa, manía de escribir- que el que reporta la des­nuda contemplación de nuestras mo­destas y hasta precarias incitaciones.

y entre ellas -cuando uno escribe, porque así lo tiene decidido para nada, que es como la forma más libre de escribir y la más acorde a la manía de

hacerlo- nada más sugestivo y aten­dible que lo que fragua en obsesión, que lo que se convierte, así, en irrepri­mible impulso, que sólo en la pasión de las palabras puede culminarse.

De eso -como digo- se siente uno deudor, porque las obsesiones van mar_ cando ese interior universo donde hay que vérselas consigo mismo, alimenta­das -vaya usted a saber- en la expe­riencia, en la memoria, en la fantasía o en cualquier otro reducto más o me­nos inconfesable.

Lo cierto es que en ellas radica esa deudora propagación que se va sustan­ciando en algunas germinales imágenes de alguna germinal historia, en algunas ide·as narrativas -a la postre- más tarde o más temprano revestidas de su­cesos, de personajes, de conflictos, de acciones y emociones, al tiempo que -si hay suerte- se acierta con el ha­llazgo de las palabras precisas y reve­ladoras.

De las radicales obsesiones que uno padece y cultiva se nutre - en la tam­bién más radical medida- ese menta­do mundo propio, que uno lleva puesto y asumido acaso como una condena aceptable, y del que siempre se puede alimentar la sospecha -lo que en mi caso lo hace más llevadero- de si no estará hecho de la materia de la que dicen que están hechos los sueños.

Su espacio es obviamente personal e intransferible, acotado en esa reserva un tanto insond·able de la casi vergon­zante subjetividad, y desde ahí ·es des­de donde uno inicia -entre desazones, dudas, sorpresas- el maniático y ob­sesivo camino que conduce - en la par­ticular experiencia de la escritura- a una especie de no menos particular exorcismo, porque -al final- esto de la escritura es también como una téc­nica o una táctica de liberación, como un higiénico menester parecido al de sacar agua de un pozo, para que el pozo quede limpio y vacío, hasta que las filtraciones o los veneros interiores vuelvan a llenarlo.

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80 LUIS MATEO DIEZ

Supongo que por la vertiente de lo más insondable es por donde corre uno el ri esgo de acercarse más a los abis­mos personales que antes mentaba.

Hay escritores que nos conformamos con no rebasar un determinado nivel: el suficiente para que las cosas fluyan hacia afuera y las obsesiones cubran su despliegue, y produzcan sus frutos narrativos, por encima siempre de la superficie. Y los hay que ejecutan la inmersión sin ninguna piedad, como exploradores alucinados de un abismo que apasiona y aprisiona en su vértigo.

En cualquier caso, debiera quedar claro que la delimitación de ese propio mundo no estriba únicamente en la re­serva de miradas interiores, de abisma­les indagaciones, de iluminación de un particular paisaje que se conquista sólo de paredes adentro, sino en la enrique­cedora conexión de todo eso -que, a la vez conforma un punto de vista pe­culiar- con la realidad en la que el escritor está situado, con lo que es la común experiencia de los cotidianos avatares que con los demás comparte.

Algo me gustaría finalmente aventu­rar sobre esa especie de doble juego de r ealidades, entre las que el escritor ejer­cita la mediación, pues como provee­dor de ficciones anda estableciendo al­gún tipo de conducto entre la realidad verdadera -por llamarla de algún modo- y la r ealidad imaginaria, que es la que se sustancia como resultado de sus invenciones .

A mí siempre m e ha gustado simpli­ficar -para no complicarme mucho la vida- a la hora de determinar la con­dición del narrador como mentiroso, afirmando que el carácter fabulador de esa condición se corresponde con una modesta inclinación a la mentira, que uno intenta luego perpetuar, en lógicos grados de mayor ambición, y por el pernicioso y fascinante camino que conduce irremisible al placer de las pa­labras.

o sea, que los narradores tenemos inscrita nuestra condena de tales en un originario afán de mentir, que pasa por la inocencia de ser los primeros de. gustadores de nuestras propias menti­ras, sensibilizados luego para apreciar las de los demás y -al fin- predes­tinados a ejercer de auténticos embau­cadores.

La escritura sería el sistema defini­tivo para lograr perpetuar esas menti­ras y - a la postre- lo que más puede enaltecerlas, porque el placer de las palabras -al que se propende- se re­laciona íntimamente con la belleza de las mismas: es lo que bien puede de­nominarse un placer literario.

En la realidad verdadera está, así, instalado el narrador -como cualquier otro hijo de vecino y, a veces, con más precarias antenas para entenderla o so­bre ella administrar algún grado de lu­cidez más allá de la mera perplejidad­pero en la imaginaria -en la mentiro­sa- tiene su más cabal territorio, pues allí radica el mundo de su fabulación y hacia ella propende todo su obsesivo trabajo.

En este juego de verdad y mentira se dirime buena parte de su vida, ya que ella está obviamente alcanzada por ambos ámbitos, y todos sabemos -y los fabulado res demasiado- que lo más intenso, lo más apasionante, lo más arrebatador, no está -a veces­en esa vida real sino en la más impo­sible o ilusoria, por donde la imagina­dón y la fantasía reconquistan un mundo de más radicales e indefinibles experiencias.

Ciertamente que el narrador acaba siendo así -por su propia condición de tal- una especie de mediador entre lo real y lo imaginario, desmarcado con frecuencia hacia uno u otro lado, en la trama y en el logro, en la cons­trucción y en el mantenimiento, de esos mundos propios sobre lo que ha venido insistiendo.

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Acaso la historia de la literatura no sea otra cosa -en una de sus dimensio­nes fundamentales- que la lucha que el escritor mantiene entre la conforma­ción personal de su visión del mundo y las normas, de diversos calado, que debe aceptar. A veces de buena fe y con complaciente resignación. A veces con desgana y buscando el portillo por el que burlarlas. A veces, en fin, con una actitud de contestación que lleva directamente a la ruptura de toda con­vención. Ya se sabe que, en arte, todo lo que no es tradición es plagio. Y re­cuérdese la sagaz visión que de Man­rique daba Pedro Salinas: la esencia poética del caballero cuatrocentista es­taba en su hábil oscilación entre tra­dición y originalidad.

Una de las convenciones -aunque no la primera ni la más importante- que padece el escritor es la del género. Es cierto que el que aquí me ocupa -la novela- tiene la peculiaridad de resis­tirse a formalizaciones estrechas, que es capaz de saltar todas las normas y que la única de verdad universal que le afecta es la de no tenerlas. Es, por decirlo con expresión de gusto barojia­no, un cajón de sastre. Sin embargo, y aun en los casos de mayor laxitud, siempre existen unas mínimas exigen­cias que procura respetar el creador. Además, dentro de los imprecisos lí­mites del género, con frecuencia se desarrollan acentuadas convenciones

frente a las cuales el narrador tiene que ejercer muy deliberadamente ía opción de o bien atenerse a ellas o bien llevar su creación por caminos de más estricta individualidad. Estas conven­ciones -que, a veces, se formalizan hasta poderlas calificar corno subgéne­ros- se imponen por períodos y su consecuencia es doble: una inmensa mayoría de autores que obtienen el re­conocimiento por cultivar las formas más extendidas; una minoría cuya obra suele quedar marginada, en espera de que otros tiempos le hagan justicia li­teraria. Estarnos, pues, en los límites de la moda, lo que no implica, en prin­cipio, juicio de valor alguno. Así debe entenderse, por poner un ejemplo ob­vio, el cultivo de un realismo natura­lista durante el último tercio del siglo pasado.

El narrador actual, por principio, tiene que optar entre esa tradicional disyuntiva, y a ello es a lo que vamos a dedicar esta breve descripción y re­flexión. Vengarnos a algunos datos que permitan plantear el asunto sobre ma­nifestaciones concretas. Otros rasgos señalaré dentro de un momento, pero ahora mismo quiero destacar dos; des­de hace un decenio, aproximadamente, no ha habido sino un constante incre­mento de novelas policiacas; desde hace algo menos, nos asedian sin piedad re­latos históricos. Ni unas ni otros se encuentran -al menos corno modelos

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de importancia estimable- en toda la literatura castellana del cuarto de siglo precedente. Varias preguntas se nos vienen a las mientes ¿ Qué cambios ex­ternos -en el gusto lector, en la ac­titud de los escritores, en las circuns­tancias culturales o sociales- han de­cidido ese fenómeno? ¿Ha habido algún acuel'do programático para hacer esa literatura y no otra? Y, sobre todo, ¿cuál es la postura del escritor frente a esa irrupción de formas ya estable­cidas? Antes de intentar una respuesta a esas cuestiones, bueno será que de­mos algunos datos, siquiera someros, de cómo y cuándo se produce la apari. ción de estos subgéneros, por llamar­los de algún modo.

En España, con anterioridad a estas fechas recientes puede decirse que no existía la novela policiaca (con esta fórmula englobo, para entendernos, el relato de intriga, la novela negra, la variante de espionaje ... ). Podrá obje­társeme con algunos hechos particula­res: la serie de aventuras de Plinio, el Guardia Municipal de Tomelloso crea· do por Francisco García Pavón; o una novela muy interesante, El inocente, de Mario Lacruz, publicada nada menos que en 1953. Y aun podrían agregarse algunos otros testimonios. Sin embar­go, son casos singulares, excepcionales. Y, además, y ello es más importante, la novela negra no tiene entonces pres­tigio literario o cultural alguno. No es que no se haya leído novela negra en fechas anteriores -sobre todo, abun­dantes traducciones de autores extran­jeros- sino que esa lectura era casi clandestina: pertenencía a los dominios de la subliteratura. Autores hoy muy prestigiados o admitidos sin mayores reparos en círculos cultos -Conan Doyle, Chandler, Simenon, Le Carré, Agatha Christie ... - eran lectura ver­gonzante. Así 10 ha recordado el men­cionado Mario Lacruz, en unas palabras muy reveladoras por tratarse -de un tes­tigo de aquel desdén:

Recuerdo también que leí a Raymond Chandler L . .1. Se le consideraba basu­ra. Si en el colegio te cogían con alguna de sus novelas, se te había caído el pelo. Hoy, ya vez, algunos lo comparan con Dostoyevski , y en algunos colegios me invitan a dar conferencias sobre la novela negra. Leíamos novelas policia­cas, pero con la concienci a de que eran otra cosa; las leíamos con cierto senti­miento de culpa, de estar perdiendo el tiempo. No las comentábamos en el grupo. Leer a Chandler era igual que leer a «Perry Mason».

Dos hitos son importantes en el pro­ceso de instalación de este subgénero. El primero es Eduardo Mendoza, des­de su novela inicial, La verdad sobre el caso Savolta (1975) y más con los dos títulos siguientes: El misterio de la cripta embru jada (1979) y El labe­rinto de las aceitunas (1982). El segun­do hito también tiene nombre propio: Manuel Vázquez Monta1bán. Aunque él mismo haya negado que cultive la no­vela negra, no tenemos por qué com­partir su parecer, pues lo cierto es que su contribución ha sido decisiva en la configuración nacional del género, tan­to por el sentido que le ha dado como por la popularidad que ha obtenido. Insinuado el singular personaje por él inventado, Pepe Carvalho, en una tem­prana novela (Tatuaje, 1975), lo ha con­figurado con nítidos perfiles en una ya larga serie de títulos y pervivirá toda­vía, según declaraciones del autor, en algunos más. Las novelas de Mendoza y de Vázquez Mont-albán son muy dis­tintas entre sí -por lo que toda rela­ción puede resultar improcedente-, pero algo las vincula y explica su sig­nificación histórica. Ambas parten de una reacción contra una novelística precedente en la que el gusto por la anécdota, el placer de la novela que contaba una historia estaba proscrito. Ambas, además, coinciden en que ese arte de narrar no sea un ejercicio gra­tuito -mera evasión del lector- sino que la aventura sirve para constatar un estado social, para realizar una refle­xión crítica sobre la sociedad.

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Estas obras pueden considerarse como estímulo de otros muchos narra­dores que, con todas las matizaciones que se quiera, siembran el mercado de policías, detectives, investigadores .. . , compañeros impresos de criminales, estaf.adores, marginados de la ley. No es ésta la ocasión -ni dispon­go de espacio para ello- de hablar de esas obras y tengo que contentarme con citar nombres de algunos de esos autores (unos ocasionales; otros, culti­vadores en exclusiva del género; algu­nos tan solo relacionados por socorrer­se en el relato de una intensa intriga): Pablo Casals, Francisco González, Ju­lián Ibáñez, Juan Madrid, Andreu Mar­tín, Javier Martínez Reverte, Juan José Millás, Isaac Montero, José Luis Mu­ñoz, Lourdes Ortiz, Carlos Pérez Me­rinero, Fernando Savater, David Se­rafín.

También he mencionado el asedio de relatos históricos. En la larga postgue­r ra hay una extensa tradición de nove­lación histórica, que se plasma en un fenómeno que merecía un curioso estu­dio: los abundantes narradores que uti­lizan el subrótulo de «Episodios Nacio­nales» al frente de sus ficciones . Pero es ahora, en el postfranquismo, cuando se da una auténtica oleada de novela­cion es del pasado. No me atrevo a de­cir lo que exista en ellas de moda, pero no hay que ser muy perspicaz para re­lacionarlas con la multitudinaria acogi­da dispensada al Claudio -ya televisivo, ya encuadernado- de Robert Graves o a los frailes medievales de Umberto Eco. Me siento incapaz de hacer una nómina de autores españoles que culti­van ahora la novela histórica. Sí me atrevo a destacar algunos: Eduardo Alonso, Raúl Ruiz ... Y también me pa­rece necesario hacer un distingo : por un lado, novelas que recrean un pasado imaginario, exótico; por otro, relatos que se inspiran en la concepción de la historia como «magister vitae», o que conceden gran importancia a la recons­trucción ambiental con datos fidedig-

nos. Como prueba de la abundancia de estas novelaciones históricas señalaré el caso curioso de que tres 1ibros, en el plazo de tres años, aborden los tiem­pos de la invasión francesa de España y sus consecuencias: El himno de Rie_ go (1984), de José Esteban; Yo, el rey (1985), de Juan Antonio Vallejo-Nágera y El bobo ilustrado (1986), de José An­tonio Gabriel y Galán.

Hecha esta somera descripción, vol­vamos a las preguntas que nos queda­ron pendientes. Estas formas novelescas representan, en primer lugar, y desde una perspectiva diacrónica, una reacción contra una situación literaria anquilo­sada. De ahí su conveniencia y aun su necesidad. El abuso de un realismo so­cial y su ineficaz sustitución por una experimentación radical y minoritaria había dejado a nuestra prosa narrativa en un estado maltrecho. Se imponía, por tanto, un cambio, que vino por la reivindicación de un r elato que volvie­ra a las fuentes del género, según he anotado antes. El gusto 'lector, además, había cambiado a lo largo de los años sesenta gracias a la mayor dosis inven­tiva aportada por la literatura sudame­ricana . Pero los fenómenos no se pro­ducen de manera tan inocente y sim­plificada y no debemos olvidar que la literatura - en especial la novela- for­ma parte de una industria. Esta, la in­dustria editorial, necesita, a la altura de 'los primeros setenta, impulsar las ventas y para ello planifica diversas acciones que susciten la atención o el interés de los compradores. Así, detec­tado el interés por una literatura de acción, algún editor se dedica a poten­ciar la «nove'la policiaca»: se abren co­lecciones destinadas a crear una narra­tiva negra española hasta aquel mo­mento inexistente. Es lo que ocurre, por ejemplo, con la colección «Club del crimen», de 'la fenecida editorial Sedmay, para la que algunos escritores españoles preparan novelas policiacas de encargo. No hay, pues, solo una ofer_ ta de novela negra por parte de nues-

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tros autores sino una amplia demanda editori·al que lleva a algunos a escribir dentro de este género, aunque otras sean sus preocupaciones. Algo seme­jante ocurre con el relato histórico. Asegurado su éxito comercial, las edi­toriales acogen en sus catálogos con complacencia este tipo de novelas. Lo cultivan autores consagrados -un Fer­nández Santos; incluso la reaparición de Sánchez Ferlosio se basa en una mezcla de historia y parábola- y llega a obtener galardones tan difundidos como el Planeta o el Nadal, lo que, a su vez, constituye un nuevo apoyo al asentamiento del modelo.

Todo ello incide en la postura del es­critor, y plantea una disyuntiva tajante de los dos términos que, entre interro­gaciones, figuran en el encabezamiento de esta reflexión. Con ellos -y puesto que van referidos a las últimas ten­dencias de la literatura española- se refleja una opción que, a m i entender, lastra las posibilidades creativas del momento actual. Lo hace, al menos, en dos direcciones. Una, la de fomentar un comportamiento mimético y pagar un tributo a la moda. Este tributo no es de consecuencias tan indiferentes como pudiera pensarse, pues entraña el hecho de gozar de la buena acogida de las casas editoras - es más fácil edi­tar <do que se lleva», que creaciones de tono personal- y de un amplio bene­plácito de la crítica. Así entra con re­lativa comodidad en el terreno del re­conocimiento público, del prestigio y de la escasa pero cierta notoriedad que da la literatura (todo escritor aspira a ello, aunque muchos prediquen que es­criben para sí mismos). En otra direc­ción, produce un epigonismo muy acu­sado, que es nota, a mi parecer, bas­tante generalizada de las actuales letras españolas. ·

He presentado la novela policiaca y el relato histórico como muestra de la sumisión a rasgos de género -o, si se prefiere, de subgénero- de la narrativa castellana actu al. Si tan solo se tratara

de esos dos modelos, el asunto no ten_ dría demasiada importancia, pues aún quedaría un amplio terreno que cubrir. La muestra pretendía ser eso, indicios de un diagnóstico general que se com­pleta con otros muchos síntomas de signo coincidente. Daré de nuevo a lgu­nos datos concretos que permitan cali­brar la importancia de este fenómeno. y ello contando con las dificultades que ofrece tanto el consabido bosque como la inmediatez y la falta de pers­pectiva para descubrir y enjuici ar asun­tos tan cercanos . El tiempo dirá la im­portancia y duración de a'lgunas ten­dencias, pero se perciben con bastante nitidez algunos rasgos reiterados: pro­fundo culturalismo, inclinación lírica, intimismo exager·ado, evasión y exotis­mo ... Añadiré dos palabras sobre cada uno de ellos.

Frente a una narrativa anterior has­ta cierto punto desvalida de referentes artísticos, nuestros narradores de aho­ra cada vez tienden más a plagar e'l relato de r eferencias culturales y a ha­cer de la cultura - y de la propia lite­ratura- el objeto de su actuación. Ya no se habla de la vida sino de la lite­ratura, como si ésta fuera el todo y no una parte bien pequeña de aquella. De este modo -y evitaré los nom­bres-, el novelista habla con inusitada frecuencia del proceso de creación de la propia novela y son abundantes los libros en los que la anécdota, con sus variantes, puede ser algo parecido a esto: un protagonista, que es escritor, cuenta la historia de un escritor que escr ibió una novela cuyo argumento narra lo mismo que le sucedió a él y cuyo personaje principal se parece mucho al propio escritor que escribe la historia que cuenta otro escritor. Ya sé que hago parodia de mala ley, pero este juego de muñecas rusas aparece con reiterada monotonía. 0, a veces de lo que h abla el autor es de otros auto­res, reales o apócrifos de sus dificul­tades, renci11as o pequeñas miserias y grandezas.

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Inclinación lírica e intimismo exage­rado son cuestiones diferentes pero con frecuencia van de la mano. Todo un sector de nuestra joven narrativa está cultivando una prosa en la que el lenguaje llama la atención sobre sí mismo, que es lo característico, como todo el mundo sabe, de la poesía. No se trata, por supuesto, de que una no­vela tenga un lenguaje tan solo funcio­nal, ni mucho menos empobrecido, sino de que se postulan unos usos lingüís­ticos que están más cerca de lo lírico que de lo narrativo (por mucho que las fronteras sean delgadas y permea­bles). Incluso se reclama una novela lírica o poemática. Y, por si alguien dudara de la recta intención de mis palabras, declararé sin ambages que soy decidido partidario de una prosa narrativa rica en léxico -abundante y preciso a la vez-, variada y expresiva en su sintaxis, multiforme en sus re­gistros ... Sin embargo, no creo que los primores de estilo, la p'lasticidad del lenguaje, la exuberancia léxica -todo ello por sí mismo muy valioso- deban exhibirse como único mérito del relato novelesco. Ahora, en cambio, hay toda una corriente que fija la meta del acier­to narrativo tan solo en eso, lo que constituye un buen síntoma de los tiem­pos que corren y que enlaza directa­mente con la valoración del intimismo.

En efecto, a dIo se une con frecuen­cia una preocupación excluyente por los conflictos r·adicalmente individua­les. No me refiero en particular a esas novelas que se demoran en el análisis del sentimiento amoroso sino a esas otras que describen un yo angustiado, extremado, hipertrofiado. No es que niegue valor novelesco a los conflictos íntimos, de los que está repleta la me­jor narrativa de todos los tiempos. Alu­do a esos otros libros en los que un personaje se tortura, pasea unas an­gustias incol1tlI ensurables y parece azo­tado por todos los vendavales del azar. Nosotros, lectores, nos angustiamos también con él, con su fren esí e im-

potencia, pero, al acabar la novela, si nos preguntamos por la causa de tanto padecimiento descubrimos que no ha­bía ninguna, que no le sucedía abso­lutamente nada. Pero en la novela todo parecía enorme, agónico ... Por el con­trario, pero dentro de esa misma in­clinación intimista, descubrimos la ten­dencia, muy extendida, a recrearse en unos tipos 'evanescentes, cuyo conflicto - en potencia muy rico- nada más se insinúa. Esta tendencia presenta pro­blemas individuales tocados de un modo discreto, leve, intencionad·amen­te superficial y al margen de cualquier contexto externo. Puede ser un senti­miento de soledad, de incomunicación; puede ser un conflicto sentimental, amoroso o de pareja, pero sin ahondar en sus raíces o en sus consecuencias; pueden ser unas disquisiciones pseudo­filosóficas alquitaradas, quebradizas de puro sutiles, casi ejercicios de me­tafísica doméstica .. . Levedad, falta de sustancia, inconcreción, difuminación (también en los espacios, rurales o ur­banos, o en los tiempos en que se si­túan esos asuntos), aislamiento de la vida entorno son términos con los que podríamos referirnos a la impresión que produce esa novelística. Se ha ha­blado de la influencia del prestigio de que gozan algunos escritores centro­europeos pero, sin negarla, también podemos pensar en un contexto social poco di spuesto a enfrentarse con sus contradicciones col ectivas, en un tiem­po conformista asediado por la confian­za en lo <dight», desde el tabaco hasta la literatura (electicismo <dight » es, en el fondo, eso que se vi ene llamando postmoderni.dad). Todo ello acompaña­do de un fuerte resurgir del relato en primera persona, dato de tipo técnico que merecería una buena parrafada , pero en el que no es oportuno Que me entretenga.

He mencionado, también, entre los reiterados rasgos recientes, los térmi­nos evasión y exotismo. En efecto, otra palpable tendencia nos lleva a una con-

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tinuada distracción -en un sentido es­tricto del término- de los aspectos más inmediatos de nuestra experiencia cotidiana. El autor se pierde en tiem­pos indeterminados o se aleja por geo­grafías distan tes, extrañas. La recupe­r ación del orientalismo -tanto tiempo ausente- y el éxito que ha obtenido habla por sí solo . Y desde relacionarse con un aspecto que ya ha Hamado la atención, la precaria presencia de la realidad en los tiempos recientes. No es que no existan n ovelas que analicen la inserción del ser humano en su es­pacio h istórico concreto -también nos s·aldrían un buen puñado de títulos en­garzados en esa preocupación- sino que resulta extraño que unos tiempos tan sugestivos, problemáticos e incier­tos como los que vivimos y las muchas preocupacion es que los acompañan -desde radicales cambios en el siste­ma de va lores hasta cuestiones tan acuciantes como e l paro o la droga- , tengan tan escaso reflejo en la p rosa novelesca (y cuando entran en e lla no es precisamente en obr·as de subido valor artístico).

Ello se debe a esa generalizada acti­tud de no confrontaci ón del escri tor con su hi storia. La trayectoria personal de los autores que ahora andan entre algo más de treinta y algo más de cuarenta años se forjó en los últimos escarceos contra el franquismo y son los representantes de la gran crisis de m ayo del 68. Pues bien, resulta signi. ficativo que una promoción en la que la memoria histórica debiera ocupar tanto espacio, no haya dado algo pa­recido a un testimonio generacional. Solo, en fechas muy recien tes, han ido apareciendo algunos títulos que directa o indirectamente cumplen ese cometi­do. Como tales pueden entenderse El ojo vacío (1986), de Domingo Luis Her­nández, Gaudeamus (1986), de José Ma­ría Conget, Historia de un idiota con­tada por el m ismo. (1986). En ellas un protagonista que vivió en plena juven­tud aquellos tiempos -los cuales están

presentes y operan desde el recuerdo­busca la felici dad e intenta encontrar un sen tido a la vida. En las tres se ob­tiene un semejante resultado: fr ustra­ció n, desaliento, apatía. Pero la crónica generacional más intencionada es otra: la de Variaciones para un saxo (1986), de Antonio Rodríguez Almodóvar. El protagonista, luchador universitario antifranquista, quiere un mundo mejor, pero al final conocemos la sensación de derrota y se impone una exis tencia en la que todo idealismo es un lastre y en la que el individuo vuelve a la me­dida de lo posible. Que es una excelente imagen de los tiempos actuales.

A las referencias que he h echo po­drían añadirse todavía otras, por ejem­plo, la moda de la novela erótica, de particular éxito cuando quien firma el libro es una mujer. Pero no será pre­ciso que me extienda más porque de lo dicho se desprende, creo, la impor­tancia de los condicionamientos de gé­nero sobre los narradores del momento presente. La víctima es - salvadas to­das las excepciones- una creación más personal, en la que el escritor busque sus motivos y los oportunos moldes ex­presivos desde planteamientos indivi­duales, sin concesiones a la moda, a los modelos establecidos, al prestigio ... Esto, con ser preocupante, no es ni nuevo ni alarmante. No es nuevo sino que cambia el signo de la orientación. Hace unos pocos lustros, ].a personali­dad del escritor se veía atenazada por la necesidad de experimentar y muchas gentes, como es bien sabido, practica­ban minuciosa y sistemáticamente la des trucción del relato: querían acabar con el personaje, con la historia, con el espacio, con el tiempo ... Eran, ade­m ás, jaleados por la crítica, la misma, en buena medida, que hoy anda pidien­do a voz en cuello novelas que cuenten cosas. Ni es alarmante, deCÍa porque las modas tien en sus períodos de vigencia. Pero, además, esta excesiva formaliza­ción de nuestras letras tiene como con­trapartida positiva la natural conviven-

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da de opciones distintas sin ningún ca­rácter excluyente. Quizá el rasgo más característico de la narrativa del post­franquismo sea la libertad interior con que h an procedido los escritores. Cada cual ha escrito según su real gusto y no se ha sentido condicionado por lo que hicieran los demás. Es una pena que esa libertad se haya canalizado a t ravés de formas tan marcadas, pero en medio de todo ello percibimos una

pluralidad de corrientes que es signo de riqueza.

Sin embargo, debemos reconocer que hoy -en las fechas en que redacto es­tas páginas- se escribe ante todo, una novela basada en fórmulas. y son éstas, asimiladas por el gusto lector, siempre perezoso, potenciadas por el mercado del libro y difundidas por los medios de comunicación, cada vez más deter­minantes de ese gusto, las que triunfan.

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MANUEL V ÁZQUEZ MONTALBÁN

La subjetividad y los géneros

La reflexión o discusión sobre los géneros literarios pertenece a las obse­siones de la teoría de la literatura más establecida en los años sesenta, cuando decretada la muerte de la novela sólo parecían quedar dos alternativas: la voluntaria confusión de los géneros, bien mediante la violación, bien en búsqueda de una síntesis laocoontiana., o el refugio mimético en una novela convencional, a lo sumo replanteada desde la pirueta tecnológica. Luego se ha visto que los géneros literarios, aque­llos cadáveres exquisitos, gozan de buena salud y que el entierro fue fruto de un error de identificación mecánica entre novela burguesa y novela. Lógi­camente, si Proust y Joyce habían ul­timado, por la vía del puntillismo des­criptivo y de la introspección, las po­sibilidades de la novela burguesa, eso no quería decir que toda posibilidad de novela hubiera desaparecido. Basta un elemental ejercicio de literatura comparada para ver cómo en la década de los veinte, la década del clamor proustiano y joyciano, aparecen en Centro Europa o Estados Unidos nue­vas posibilidades de novelar, nuevas propues tas de mirada reveladora sobre la realidad imaginaria.

Pero sospecho que el título de la in­tervención que se me ha asignado no va por estos caminos. Los géneros (no­vela, poesía, teatro) son definitivamen­te obvios y patrimoniales, están ahí al

alcance de todos los escritores y todos los lectores para que hagan con ellos lo que quieran . Había una tercera sa­lida, la salida: asumir el patrimonio li­terario como una tradición plural a par_ tir de la cual todos los caminos son posibles y legítimos. El título atribuido a esta mesa redonda va a por la posi­bilidad, de momento dialéctica, de que la subjetividad del autor y, por tanto, lo fundamental de su creatividad, pue­da conciliarse no con la novela como género, sino con la llamada novela de género. En el reparto de papeles que suele hacerse dentro de cada promo­ción literaria, a mí me ha tocado asu­mir el de valedor de una novela poli­cíaca, que al parecer pr·actico, y demos­trar que ese género es compatible con la creatividad. A la novela de género se le supone la servidumbre de la fór­mula y, por tanto, un vínculo retórico que conspira esencialmente contra su creatividad. Las novelas de género ya se sabe cómo son y se espera que sean como han de ser. Ante esta predispo­sición pretextual ¿ cómo es posible res­ponder de su valor creativo?

Diré que esta sospecha es un proble­ma del crítico, sobre todo del crítico hegemónico en España, una especie de caballero de la leyenda artúrica al que alguien o algo, no se sabe muy bien quién o qué, le ha encomendado la de­fensa de la Literatura, como si fuera una doncella acosada por toda clase de

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violadores, entre los que destacan los banalizadores de todo tipo, la mesocra­cia lectora en disposición de imponer su ley mercantil y, naturalmente, la in­dustria editorial como beneficiaria de los banalizadores y del público banali­zado. Es casi inútil empeñarse en ir al encuentro de los prejuicios de los caba­lleros de la leyenda artúrica, porque el choque con la realidad literaria les des­poseería de función, de rol. Respete­mos las arqueologías, aunque no por ello renunciemos al ejercicio de una razón clarificadora.

La literatura DE GENERO suele ser mala literatura. Desde el Renacimiento, la literatura ha buscado el aval de la singularidad y ha ido escapando del aval retórico, para conseguirlo plena­mente a partir del Romanticismo y la consagración del artista singular, crea­dor del producto singular. He aquí una connotación para siempre ya ligada al goce literario auténtico, sea el goce de quién escribe, sea el goce de quién lee, porque la literatura siempre es cosa de dos, sin que sea de rechazar la cir­cunstancia de que escritor y lector sean la misma persona. Otra cosa es que la literatura utilice un género determina­do como referente, con muy distintos propósi tos, pero sie mpre con el funda­mental de modj.ficarlo . Cojamos por los cuernos, que son precisamente dos, al toro de la novela de género más pre­sente en la actual literatura española: la novela histórica y la novela policiaca. Lo que menos importa de la actual novela histórica española es que "recree una época», aunque sea a partir del filtro de la sensibilidad contemporánea. La actual novela histórica española es sobre todo un ejercicio de recreación del lenguaje de una época y conlleva una declaración de principios escépti­cos sobre la capacidad del lenguaje actnal para reflejar la realidad actual o bicn el descrétli to de una realidad que no tiene clara conciencia de su propio lenguaje.

En cuanto a la novela policiaca que

se hace en España responde a dos ob­jetivos dominantes: probar la verosi­militud de un relato policial a la es­pa ñola o instrumentalizar determina_ das connotaciones de la novela negra norteamericana para hacer posible una nove~a cró-';ca de lo contemporáneo. El primer objetivo conlleva el riesgo de la mímesis y el talento del escritor ra­dica precisamente en encerrarse con las convenciones del modelo referente y singularizarlo a partir del texto que nos propone. El segundo objetivo per­mite a priori una mayor garantía de subjetividad, de singularización de creativi.dad, por cuanto se limita a prac­ticar algo muy habitual en la tradición literaria: la fecundación de un modo narrativo mediante el injerto de un modelo referencial. Esa fecundación hizo posible que del Amadis de Gaula surgiera el Don Quijote o que del cuen­tismo tradicional derivara el Decame­rón de Bocaccio, cómo ha hecho po­sible que de la novela de acción popu­lar y populista derivara la novelística de Le Carré o la del Grahame Greene "de acción». En un momento en que el discurso realista está agotado, el in­jerto de la novela negra norteamerica­na ha permitido renovar la mirada li­teraria sobre nuestra realidad y revelar literariamente, aspectos nuevos. Es más, la llamada novela negra es una poética nacida de un .. s condiciones so­ciales que tienden a ser universales, las condiciones que surgen de las feroces relaciones creadas por el capitalismo hipercompetitivo y esa poética alcanza su razón de ser en España cuando el país se homologa con todos los países neocapitalistas que en el mundo son. Antes de esta coincidencia la novela policial española hubiera sido literaria­mente inverosímil o paródica.

El género es, pues, un referente a violar después de desguaz·arlo y a vio­larlo precisamente desde el talento creativo de cada cual y en busca de una cómplice mirada renovada y reno­vadora'. Si no se consigue esa modifi-

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caclOn se hace literatura de género y eso difícilmente puede ser considerado literatura. Es evidente que un modelo referente facilita la estrategia de la novela, pero no menos evidente que una fidelidad ciega, mimética, a ese refe­rente destruye la misma propuesta li­ter·aria yeso 10 percibe el lector no fanatizado por el género o no adoce­nado por una literatura de consumo. Que un escritor se apoye en un refe­rente privilegiado no quiere decir que renuncie a requisitos indispensables para la legitimidad de 10 literario, por ejemplo, el uso del idioma. El provin­cianismo estético y a la defensiva do­minante en la cultura literaria española desde la crisis del realismo social, ha ligado el experimentalismo lingüístico a la endogamia lingüística, al ensimis­mamiento de la masa verbal, no a su real liberación. Se considera que hay investigación lingüística cuando hay oscuridad conceptual o sintáctica, no cuando el idioma se funcionaliza según los propósitos de la novela en curso. El desafío de una novela que utiliza un referente genérico consiste en encon­trar su lenguaje verosímil e insisto en que cada vez que utilizo la palabra ve­rosímil lo hago sin salirme del territo­rio de lo que es verdad literariamente.

La preocupación demostrada ante la posible conjura de los novelistas histó­ricos o policiacos para llevarse a la doncella al río, no se demuestra ante otras posibles novelalidades de género, -por ejemplo, la novela verbal, en la que el autor se encierra con el único ju­guete del merodeo idiomático, juguete auto destructivo donde los haya y que hasta ahora no ha aportado ni media buena novela al patrimonio literario

español. No niego que éste sea un ca­mino. Lo que niego es que sea el único camino y, al parecer, el más legitimado por los legisladores de lo que en lite­ratura es bueno o malo. Esos legisla­dores suelen codificar desde el aprio­rismo de la pretextualidad, sin atender al estadio real de la conciencia literaria posible. Precisamente la riqueza del patrimonio, toda la experimentalidad que acarrea la tradición literaria, per­mite una difícil legitimidad plural. Di­fícil porque partiendo de una gran in­formación o cultura literaria y de una falta de prejuicios, ha de demostrar texto a texto que se consigue el valor exigible de lo singular y se consigue por procedimientos estrictamente lite­rarios y fundamentalmente lingüísticos.

El género es legítimo, pues, como re­ferente. Y ese recurso no lo interpreto como una prueba más de que la post­modernidad es en sí misma renuncia a la innovación y a la capacidad de pro­yecto histórico o cultural. La postma­dernidad no existe y lo que vivimos es un período de reorientación entre relatividades, después de varios siglos de búsqueda del Todo. Precisamente porque toda la literatura es nuestra, mía y de los lectores, es mucho más difícil hacer literatura. No hay género más peligroso que el que literaturiza la literatura tratando de ponerla a sal­vo de su destino plural y abierto a la capacidad del escritor y del lector, mo­dificados por una cultura plurificada en sus medios. La literatura vive una ter­cera fase en la que, desacralizada, pue­de r-einterpretarse con tanta disciplina hacia su propio saber como libertad de escribir y de leer.

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¿Clasicismo o vanguardia?

FÉLIX GRANDE

FANNY RUBIO

LUIS ANTONIO DE VILLENA

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FÉLIX GRANDE

«La tradición no se puede heredar, y si uno la quiere, tiene que ganársela con un arduo esfuerzo». Esta frase fue escrita por un artista a quien su sere­nidad y su moderación no impidieron revolucionar, en su época, las leyes de la poesía en lengua inglesa: T. S. Eliot. Esa frase de Eliot, en principio, parece extraña, pero tal vez nuestra extrañeza no sea otra cosa que una falta de re­flexión : ¿por qué pensar que la sere­nidad, e incluso la moderación, no pue­dan, en un momento dado, resultar re­volucionarias? No siempre la movili­dad significa un avance y no siempre la tradición tiene algo que ver con la inercia. Casi podría asegurarse que la tradición, por lo menos en sus formas artísticas, es en ocasiones el embrión de un arte revolucionario, y que muy amenudo la verdadera invención (esto es, la invención que a su vez conse­guirá ser duradera y convertirse en parte de la herencia sucesiva), tanto como de desazón y de desobediencia, se alimenta de memoria, de admira­ción y de raíces . He escrito en algún sitio que la libertad es la maravillosa suma de la tradición y la desob edien­cia. Y aún podría agregarse una mati­zación: tampoco la desobediencia es algo que faltó a nuestros clásicos; al contrario : lo que fundamentalmente nos enseñan los inmortales ·es la alegría de desobedecer.

Respetar -ree1aborar- lo vivo de la tradición no es, en fin, una prueba de

sumisión, sino un acto de serenidad revolucionaria. En arte, la revolución no da saltos en el vacío. Un afán artís­tico que salta en el vacío no se llama arte revolucionario: más modesta y precariamente, a menudo se llama van­guardismo. Y por cada momento revo­lucionario que enriquece a la historia del arte, van quedando por el camino una pálida escar·amuza de cadáveres vanguardistas. En una cosa se aseme­jan la tradición y la revolución artís­ticas: en que no ti enen prisa. Tienen la vehemencia y la fuerza necesaria para sobrevivir, tienen la necesidad -tradicional- de la desobediencia, tienen el hambre de raíces: y una cier­ta ironía ante la dictadura de la im­provisación y la broma del parricidio.

Todo esto es muy complejo, ya 10 sé; y sé también que uno al escribirlo, corre el peligro de que le llamen reac­cionario; acusación, por cierto , bien p oco original, bastante cómoda y apro­ximadamente ilegible. Muchos de los calígrafos que manejan esa digres ión policíaca como si fuera un argumento han encontrado u na bandera en una muy famosa y ya t radicional frase de Rimbaud: «Hay que ser absolutamente modernos». Sin duda, esas palabras suenan de un modo formidable. Pero Rimbaud tenía perfecto derecho a pro­nunciarlas, en tanto que la mayor par­te de quie nes se acuartelan en ellas como en un bunker literario - y vital­no merecen, ante el desgarrado Rim-

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baud, ni siquiera llamarse sus discípu­los. ¡Santodiós, por así decir, sí cono­cemos gentes que creen que una bar­bita cuidadosamente descuidada es una prueba de carácter y que un ci­garrito de hachís es un desafío tene­broso al autoritarismo del sistema! ¡Sí conocemos calígrafos que se creen «ab­solutamente modernos » porque despre­cian a Machado (y, en general, a todos los poetas vivos españoles) mientras briosamente reivindican al antepasado D'Annunzio o imitan -¡ahora! - los caligramas de don Guillermo Apollinai­re! ¡Sí conocemos escribientes altamen_ te erotómanos --o así se consideran, ¡angelitos!- que verborrean sin tono sobre el desdichado Marqués de Sade mientras sienten un desprecio despa­vorido ante las novelas ejemplares del golfo tropical también llamado Henry Miller! Ustedes supondrán que esto es maldad, pero a mí se me antoja que los tales «desobedientes» están a punto de reivindicar la necrofilia (al menos en su plano teórico) y de considerar revolucionaria a esa grasienta opera­ción. Lo cual me recuerda una apos­tilla de Alejo Carpentier a una línea de Lautréamont: «Hay todavía (enumera Carpentier, con plácido sarcasmo) de­masiados adolescentes que hallan pla­cer en violar los cadáveres de las her­mosas mujeres recién muertas (Lau­tréamont), sin advertir que 10 maravi­lloso estaría en violarlas vivas». Lo cierto es que, puesto a elegir entre una violación y otra, elijo la de Alejo, y que mis dioses me defiendan de las autoridades y de las feministas - a quienes juro que jamás he violado a una mujer: porque soy orgulloso como un vanguardista y respetuoso como los clasicistas.

Esta alusión al erotismo, en un con­texto que menciona la tradición y la revolución artísticas, y que las mencio­na cuma pertenecientes a una idéntica y enraizada familia, pudiera parecer un descuido o una arbitrariedad. Y sospecho que no loes. Sospecho que

hay una cierta relación entre esa pe­dantesca angustia que se manifiesta en la negación de las conquistas vivas del pasado (André Malraux: «La tradi­ción no se hereda, se conquista») y un talante preservativo y aguanoso ante la hoguera de la piel y el volcán de las emociones (un gran amigo mío ase­gura que el buen poeta no coquetea con la poesía, sino que se acuesta con eIla). O dicho de otro modo: ciertas vanguardias no son otra cosa que el efímero resultado de una aterrorizada huida hacia adelante: porque a muchos arbolitos endebles, las profundas raí­ces les producen pavor : de un modo preconsciente han comprendido la es­forzada responsabilidad que se contie­ne en una frase del revolucionario René Chal': «El combate de la perse­verancia». Tradición y desobediencia, combatir y perseverar: son ingredien­tes de la libertad. Lo que sucede es que a la palabra libertad la vienen empute­ciendo desde hace mucho tiempo la ig­norancia, la soberbia y hasta la cobar­día. Una de las figuras más interesan­tes de la tradición libertaria, G. D. H. Cale, escribió que «Los anarquistas ... eran anarquistas porque no creían en un mundo anárquico»: tenían un sueño sumamente tradicional: la felicidad de todos los humanos.

Como pienso que matizar es más re­volucionario que afirmar, quiero agre­gar esto que sigue: hay, por supuesto, una tradición gelatinosa, chapoteante y tumefacta, que inmoviliza, que ame­naza y que infecta. Pero hay también una modernidad histérica y lastrada de innoble angustia, que no tiene los pies en el suelo porque es cierto que el suelo quema: mira, pregunta, exige. y hay, finalmente, un arte armoniosa y valientemente anárquico, que lo es porque respeta a la vez a la memoria y al futuro, a los artistas que se so­brevivieron y a cuanto aún queda por decir. Un arte que tiene raíces con que alimenta su desobediencia y su coraje. La libertad no es desprecio y soberbia:

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es gratitud y orgullo. En ocasiones, tradición y modernidad no son sino dos formas de nombrar -y bastante ho­mogéneamente- a una actividad obli­gatoria y parsimoniosa: la creación. Aquí el concepto clave, y a veces eno­joso, lo acerca la palabra parsimonia. La lent itud no es muy brilante y casi siempre es muy costosa: suele ser mal­querida. Y sin emhargo no recuerdo ningún acto creador que no haya sido lento, en su proceso de incubación o en su proceso de realización. ¿ O es que, ya puestos en plan mitológico, creéis de verdad que el universo fue confeccionado en seis días, desde un lunes a un sábado? ¿ O creéis poder confeccionar uno distinto durante esa cosita que se Uama domingo? En los vanguardistas a ultranza hay una cosa conmovedora: su candor. O su desva­río. Y todo lo demás suele ser arro­gancia, pereza y falta de imaginación: los materiales insustituibles para edi­ficar una velocísima inercia.

Convengamos en que es cierto que hay que ser absolutamente modernos: como lo fueron tantísimos antecesores nuestros que hoy son nuestras raíces e incluso nuestros correctores. Cada página en blanco es el rostro aparen­temente vacío de un ilimitado subsuelo desde donde la tradición y la desobe­diencia nos animan a conquistar una cosa viejísima y difícil a que llamamos libertad. Una página en blanco es un profundo reto, no un juguete. Una pá­gina en blanco es un combate nume­roso, no una pistola, con balas de fo­gueo. No es una terracita para tomar el fresco: es una población historiada con las tormentas y las generaciones y extendiendo violentamente -con exi­gente calma- sus manos hacia el por­venir. Si me equivoco, que Cervantes me lo demande. Por lo menos, concé­danme una cosa: el alfabeto fue un acto revolucionario. Y ahí lo tenemos: humilde, sin presunclOn, tranquilo; cada día más moderno y sorprendente.

¿En qué quedamos?, podría alguien preguntarme con ánimo de que me sin­tiese acorralado por no haber elegido todavía, con terminante claridad, entre clasicismo y vanguardia, o entre revo­lución y tradición. Recuerdo que en un texto de Machado, un dialogante res­peta razonamientos no homogéneos; un presuroso le pregunta: «¿En qué quedamos?». Y machado, con esa con­tundencia que portan los artistas que están en guerra con sus entrañas, pero en paz con los hombres, responde: «Pues en eso». Es decir: usted necesita las cosas claras; pues lo lamento. La respuesta de Machado no es cómoda. En realidad ocurre que en la creación y en el pensar -que a veces se poten­cian y mutuamente se estimulan- no hay nada que sea cómodo; nada es sino laborioso, atento, alerta, y gene­ralmente vigilado y calcificado por las incertidumbres, y siempre acompañado del esfuerzo. Lo cómodo es el pariente pobre del apresuramiento y de la com­placencia. Y yo sospecho que existen dosis de complacencia y de apresura­miento en quienes se acuartelan en la defensa del clasicismo, mas careciendo de la desobediencia, la parsimonia y la angustia y el júbilo creador que hicie­ron clásicos a quienes hoy no hay más remedio que llamar los clásicos; sos­pecho también que existen dosis nefas­tamente hercúleas de complacencia y de apresuramiento en quienes sostie­nen que es no sólo posible sino inclu­sive obligatorio arrasar con la tradi. ción, partir de cero, gritar «Antes de mí, el diluvio» y sacar obedientemente carnet de vanguardistas.

¿ Clasicismo o vanguardia? Pidiendo todos los perdones pertinentes a quie­nes han compuesto el programa de mano en donde inexorablemente se halla escrita la pregunta «¿ Clasicismo o vanguardia?» he de atreverme a pro­poner que la pregunta misma nos in­vita a desobedecer: pues entiendo que no hay respuesta seria que sea, al mis. mo tiempo, como la pregunta parece

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demandar, unilateral y, por tanto, ex­cluyente. Clasicismo, si el artista que defiende a la tradición no ignora que debe defender a la tradicional desobe­diencia de nuestros maestros, la angus­tia formal y vi tal y el esfuerzo creador que desplegaron para llegar un día a alcanzar a tener, cuando menos, nom­bre de calle. Vanguardia, si el vanguar­dista no intenta, como dicen los tra­tantes gitanos, vendernos el burro. La cuestión es que buena parte de los van­guardistas, o con más precisión, buena parte de los artistas con carnet de ab­solutamente modernos, primero, pare­cen ignorar que el clasicismo es la suma asentada de gran cantidad de esfuerzos que fueron en su día labo­riosos, angustiados y absolutamente modernos -y que a menudo siguen siéndolo-; segundo, parecen ignorar que se ha podido hablar incluso, y con justicia, de una tradición de las van­guardias; y finalmente, parecen ignorar que la inmensa mayoría de las actitu­des ultra vanguardistas, e incluso algu­nos movimientos vanguardistas en blo­que, dieron con su no muy calcificados huesos en ese cementerio, generalmen­te misericordioso, al que llamamos el olvido.

¿Qué cantidad de olvido está ya se­parando la tierra para otorgar eterno descanso a la inmensa mayoría de los afanes que hoy, con sonora opulencia, llamamos la posmodernidad? Hace algo más de un año, en una pared de la redacción de la revista en que traba­jo, apareció misteriosamente un car­ton cito en donde se leía: «Cuadernos Hispanoamericanos cumple con el pe­noso deber de informar a sus colabo­radores y visitantes de que la posmo­dernidad ha envejecido esta mañana, hacia las diez cuarenta y cinco». No teman ustedes: no voy a hablar de la posmodernidad. Por tres razones: pri­mera, porque la mayor parte de los

posmodernos son papagayos que repi­ten, desafinando, 10 que oyen, o dicho metafóricamente, son unos frívolos - y los frívolos, como enemigos, y a ma­nera de moscas en la etapa de la ven_ dimia, son sumamente persistentes-; segunda, porque el parloteo sobre la posmodernidad casi nunca condes­ciende, claro está que por falta de in­formación y de talento, a parecerse a un buen diálogo sobre el fin de la mo­dernidad; un diálogo dicho sea de paso, en el que ya intervino un Nietzsche aparentemente satisfecho y quizás en el fondo enojado por la muerte de Dios; y tercero, porque, aun cuando hablásemos en serio sobre el fin de la modernidad (lo cual, por otra parte, no parece casar muy puntualmente con el proyecto de ser absolutamente moder­nos), me temo que un servidor, dubita­tivo donde los haya, sentiría la tenta­ción de zanjar el asunto con una frase ya famosa, clásica si me lo permiten, e incluso, si me 10 siguen permitiendo, vigente : «Dios ha muerto, Marx ha muerto, y yo me encuentro un poco decaído». No sé de quién es esta frase . Es ya tradicional, es ya de todos. ¿ Qué hacer, entonces, con ese decaimiento? ¿ Clasicismo o vanguardia? ¿Nos araña­mos los unos a los otros por penetrar en la Academia o nos hacemos parri­cidas? En el segundo de los casos, no olvidemos que el asesinato del padre es un consejo del abuelo Freud, y que la aventura intelectual y moral de Freud, sin dejar de continuar estimu­lando el pensar, ha ingresado ya en el patrimonio de la tradición. En el pri­mero de los casos, habría que recordar una frase de un miembro de la Aca­demia de la Lengua Francesa, que ade­más no es multitudinari·amente acusa­do de conformista; me refiero a Paul Valéry, el cual perplejamente dijo: «¡Dios mío, todo cambia en este mun­do, menos la vanguardia!».

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FANNY RUBIO

Un joven poeta vasco, escribe, al fi­nal de su poética publicada en el nú­mero monográfico Los Cuadernos del Norte titulado El estado de las poesías : «La poesía viene a ser un imposible que nos permite hablar de todo aquello que, como el Ebro al pas·ar por el Pilar, guarda silencio». La cita es de Bernardo Atxaga. Tan imposible como la poesía es la adjetivación entre interrogacio­nes, que, hacia la vanguardista o la clásica, nos ha de situar en uno u otro frente. Confieso que no creo en la dis­yuntiva que se nos lanza en esta mesa. Pienso que es una ingenuidad mantener estos términos como compartimentos estancos. Mucho ha llovido desde el manifiesto futurista y buenas autocrí­ticas se han hecho los representantes de uno y otro bando para que a estas alturas de la descendencia caigamos en lo mismo. No obstante esta dicotomía no es del todo desacertada. Es síntoma de una herencia sesgada y exponente del secuestro que padeció durante dé­cadas la tradición poética contempo­ránea, dentro del cual s·e pueden enten­der las estrechas dicotomías Espada­¡'la / Garcilaso, Postismo / Cántico por utilizar de pasada un material de he­meroteca representativo.

En lo que todos vamos a estar de acuerdo es en reconocer el papel de­sempeñado históricamente por los es­critores aliados bajo el nombre de la vanguardia contra lo viejo y que pro-

ducen una verdadera conmOClOn esté­tica a partir de 1910, con las fechas cruciales de 1916, año de la muerte de Rubén Darío y de 1929, fecha ligada al mejor libro de Federico García Lor­ca. El clasicismo había recibido sus soportes centrales ya en el siglo XVIII y no resultaba arriesgado en este tercio del siglo XX mantenerse en él. Con la vanguardia la cosa fue distinta. La van­guardia desplaza definitivamente al si­glo XIX y en esta aventura hay textos importantes que acompañan: Cantos de Ezra Pound en 1921, Ulises de Joyce en 1922, Trilce de Vallejo en ese mismo año, Veinte poemas de amor y una canción desesperada de Neruda en 1924, El castillo de Kafka en 1926 y A la busca del tiempo perdido de Marcel Proust en 1927.

Rubén Darío había previsto el siglo como «una locomotora que va a estre­llarse con una precisión de todos los diablos en no sé qué paredón de la historia y caer en los abismos de la eternidad». Más entrados en la tercera década van a decir lo mismo, aunque dentro de su campo específico, Charles Chaplín con La Quimera del Oro, Einsenstein en El acorazado Potemkín, Luis Buñuel mediante El perro andaluz y Segismundo Freud a través de El Inalestar de la cultura.

Si hubiera de escoger un rasgo con el que definir esa primera vanguardia escogería la negación del pasado y sus

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ataduras: La búsqueda de 10 original, la oposición a la mímesis estilística (<<el obJeto artístico ha de mirarse para llegar a la creación desde una perspec­tiva inédita») y una obcecada vocación para cantar «el amor del peligro, el hábito de la temeridad», corno se es­cribe en el primer manifiesto futurista. En esa apresurada marcha hacia ade­lante se puede situar la modernolatría que hace decir a Marinetti que «un automóvil de carrer·as es más hermoso que la Victoria de Samotracia y llamar a la guerra «única higiene del mundo» ·con todas sus connotaciones prefas~ cistas en el caso italiano o bolcheviques en la situación rusa, corno ocurre con Maiakovsky (1).

De alguna manera algunos poetas del 27 asumen «10 nuevo sagrado», la ima­gen puede ser «reactivo colorante de los precipitados líricos» y, frente a la sonoridad musical de los modernistas, una armonía profunda puede llegar a hacer luminoso el poema. Se revalúa el concepto de perfección poética «da obra de arte no es bella ni fea »), pero el más importante mérito va a ser sin duda la sincronización de ambas van­guardias, la española y la europea, mientras que se corrige el retraso de nuestras latitudes. Las publicaciones periódicas de aquellos años, Cervantes (1916), Grecia (1918), Alfar (1921), Ho­rizonte (1922), Plural (1925), verdaderas

(1) «Aprendía a amar en la cárcel», escribe en el poema «Adolescencia». Mayakovsky sa­borea lo clandestino, asocia las palabras poesía y revolución, se atormenta escribiendo líricos poemas que le plantean incompatibilidad con su dignidad socialista, pero será uno de los más expresivos adoradores de lo nuevo. Logra afirmar poéticamente su fe en el hombre, cree en la electricidad y finalmente es arras­trado al suicidio por la burocracia estalinista. Ya en su obra de teatro El baño Mayakovsky había dej ado escrito que no se podía bañar de un golpe el enjambre de burócratas. En su último escrito opina que el incidente ya estaba zanjado, que la barca de amor se había estrellado contra la vida y que había termi­nado en paz con la existencia.

devoradoras de mitos, 10 van a conse­guir.

Si la vanguardia declara la guerra a lo viejo, el veintisiete denominará pu­trefactos a quienes representen lo ana­crónico -Azorm, Alfonso XIII y el Papa van a ser llamados putrefactos-o Salvo GÓngor·a, homenajeado corno es conocido, Platero r ecibe un merde apoteósico que hace meterse en cama durante tres días a Juan Ramón Jimé­nez. Dalí pinta su burro podrido en tanto que BUlluel refleja sus cacas en Un pe­rro andaluz, Alberti escribe con pis el nombre de Alemay -autor de El voca­bulario de Góngora- en una de las ace­ras de la Real Academia y el crítico Astrana Marín recibe por sus ataques al poeta barroco una corona de alfalfa entretejida de cuatro herraduras acom­pañadas de la décima de Dámaso Alon­so: «Mi señor don Luis Astrana / mi­serable criticastro / tú que comienzas en astro / para terminar en rana».

De -la vinculación del 27 al surrealis­mo habría mucho que hablar. Primero porque no está suficientemente claro hasta qué punto se asumen o no de surrealistas. Segundo, porque el con­flicto 1936-1939 ha impregnado de neo­rromanticismo los textos de una ma­yoría, y tercero porque de aquella asunción va a depender la proyección de la poesía posterior dentro y fuera de la vanguardia. El más equilibrado de todos ellos, Vicente Aleixandre, ha­blo desde el punto de vista estético, indicará en su nota a Poesía superrea­lista: (<<¿pero hubo en este sentido al­guna vez en algún sitio un verdadero poeta superrealista?». Aleixandre opina además que no sabía de surrealismo cuando escribió Pasión de la tierra (1928-1929) y Alberti liga su Sobre los ángeles con un ambiente general de protesta y Lorca silencia eso del su­rrealismo, a Larrea se le podría aplicar la definición que hicieron los franceses del concepto de surrealismo: «Automa­tismo psíquico puro por cuyo medio se intentaexpres·ar verbalmente, por

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escrito o de cualquier otro modo, el funcionamiento real del pensamiento. Es un dictado del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral» (1). En ningún caso renunció Larrea a sus vinculaciones con Vallejo, por poner un ejemplo comparable a Huidrobo ni renegó de la vanguardia.

También el surrealismo español in­tentó ·estar a la altura europea, aunque dentro de movimientos multurales más amplios. Ejemplo, con La gaceta litera­ria (Madrid, de Giménez Caballero) o con La gaceta del arte (Santa Cruz de Tenerife, 32-36) o ya en 1935 con el Boletín Internacional del surrealis11'lO, del grupo de París y del equipo de Ga­ceta de arte, en edición bilingüe. Pero no dejaron de ser experiencias aisla­das (2).

Una de las lecciones, una de las lec­turas positivas de las vanguardias his­tóricas es comprobar cómo ellas inten­tan evitar el anquilosamiento . Hacer un -arte que cambie la sociedad y la vida era no sólo remitir a Rimbaud sino pretender ser «el diluvio después del cual todo recomienza» o el «aullido con el que se prepara el gran espec­táculo del desastre, el incencio y la des­composición ». Sin pretender alargarme en anécdotas recordemos como Huido­bro en «Altazor» realiza una parodia mística (afirma haber nacido «el día de la muerte de Cristo ») Cansinos pro­yecta acabar con la bisutería poética, cosa que resulta simpático, Garfias predica la guerra al mayor mientras que otros intentan acabar con la lite­ratura feminoide, las «señoritas de

(1) Andrés Bretón, Manifiestos del surrea­lismo. Primer manifiesto, Guadarrama, 1969, pág. 44.

(2) No obstante deben citarse algunos títu­los de singu lar importancia para el movimien­to en España: La destrucción o el amor (1925) de Vi cente Aleixandre, Un río un lIImor (1929) de Luis Cernuda. Los placeres prohibidos (1931) oc Luis Ccrnuda y Sobre Los án­geles y Poeta en Nueva York (1929) de Rafael Alberti y Federico García Larca.

compañía en los paseos lésbicos de morfinómanas irredimibles», ya de por sí un texto postista, en tanto algunos imitan los Calligrammes (1918) de Apo­llinaire. Cito de pasada ciertos textos en prosa que debían recordarse: el co­mentario de José María Salaverría a un poema de DaIí que comenzaba con «Cuantas cuantas cuantas cosas ... », Julepe de menta de Ernesto Jiménez Caballero y La arboleda perdida de Ra~ fael Alberti . En cuanto a la poesía qued·an los temas futuristas de la poe­sía de vanguardia que, paradógicamen­te, ha convertido en clásicos el libro H élices (1923) de Guillermo de Torre, Imagen y Manuel de espumas (1922 y 1924 respectivamente) de Gerardo Die­go, los versos de Juan Larrea y, en el plano de la teoría, el Manfiesto vertical de Guillermo de Torre publicado en 1920. Se publica en la revista Grecia en noviembre de 1920 y desde él se exigían «intenciones nihilistas », «pala­bras incendiarias», «muecas burlescas» y «espamos hiperespaciales».

El logro que corresponde, con el tiempo, al ultraísmo, es ser parte del bagaje poético que habría de hacer suyo el grupo del 27 (nuestro referente inmediato) dividido ante la difícil di­cotomía vanguardia/pureza con la que ellos coexisten durante ciertos años. Al fin y al cabo parecían haberse puesto de acuerdo eliminando el romanticis­mo, el modernismo, el yo y la senti­mentalidad (1).

Después de 1939 la vanguardia pare­ce limitada a nutrir secretamente los caminos de la poesía. Visto con pers­pectiva y en esquema habría que dis­tinguir tres momentos: primero, el período de su negación. Leopoldo Pa­nero abandona los ismos; la revista La Cerbatana, que sacará del olvido Félix Grande junto con la primera valoración del movimiento postista, intuye en un

(1) Juan Cano Ballesta, Poesía española en­lre pureza Y revolución (1930-1936), Gredos, Madrid, 1972, p. 14.

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artículo titulado «Nos echan de la poe­sía» lo que sería su primera verdad. Sin embargo, de esa primera década arran­can las conexiones que habrán de dar lugar a las muestras más cualificadas del género a través de libros de poemas de Gabino Alejandro Carriedo, Fran­cisco Pino, Angel Crespo, Juan Eduar­do Cirlot y Miguel Labordeta, herma­nados en ocasiones con BIas de Otero, José Hierro y Gabriel Celaya. Tanto Ory (1) como Chicharro apadrinarán experiencias que cuentan entre lo más sólido de la poesía española de la úl­tima mitad de siglo.

El segundo período de la vanguardia de posguerra queda ocupado por la ex­perimentación de los sesenta-setenta. Pese a la Antología de Fernando Millán y J . García Sánchez, algunos poetas re­presentativos de esta corriente están más próximos a la fórmula ultraísta de hacer poemas (<<coja un periódico, tijeras, escoja un artículo, recórtelo, métalo en una bolsa, pegue ordenada­mente, recórtelos uno a uno y copie en el orden que salgan de la bolsa») que a su lector contemporáneo.

El tercer eslabón, ya más reciente, se limita a continuar o calcar el mundo poético de un Lorca o de un Alberti, llegando en ocasiones a títulos y textos sugestivos.

En los últimos años la vanguardia queda diluida, lo que no quiere decir ausente, dentro de la poesía contempo­ránea. Muchos poetas se han enrique­cido y ensanchado con ella, otros la han abandonado, pero la escritura ac­tual cuenta con ella como una parte de su tradición. De esa manera poetas de muy distinta edad y gusto integran en su verso todo tipo de mitologías y ten­dencias. Desde Gabriel Celaya a Andrés

(1) Es muy cu rioso que, en esto de las tra­d iciuIles. n:curdemos la aparente paradoja de un Carlos Edmundo de Ory explicando que está tan lejos del Homero como del sol y trans­mitiendo guiños a Heráclito, Esquilo y Te­rencio.

Trapiello, pasando por Francisco Bri­nes, José Manuel Caballero Bonald, Francisca Aguirre y César Antonio Mo­lina reúnen en sus textos referencia clásica e imaginería surreal.

A esta integración (que no muerte) de la vanguardia en la poesía española de los últimos años acompaña una más ostensible eclosión de lo post-clásico. Aumentan las ediciones de latinos y griegos. En los últimos años coleccio­nes de Epigramas, antologías de poesía lírica griega y latina, Horneros, Sófo­cles, Virgilios, Ovidios y Catulos ocu­pan los escaparates de las librerías. Si en España vuelve lo clásico desde 1939 (1), el renacer de los ochenta es menos partidario. Recupera la serena poética de los cordobeses de Cántico, desarrolla caminos que apuntaban en la antología de Antonio Prieto Espejo de amor y de la muerte y presenta un muestrario matizado y abierto. Al fin y al cabo los poetas de los últimos vein­te años han sido por azar los recupe­radores, sin trabas, de la tradición con­temporánea. Y tienen la posibilidad de elaborar una teoría, preguntándose hoy lo que quiere decir clásico: «Clásico es todo aquello, pensamiento y escrÍ­tura, sin lo cual el presente nos pare­cería más lejano aún o según se mire, más cercano de la muerte» , escribe Andrés Trapiello ( ... ), o, como escribe Colinas, «En los tiempos catastrofistas que nos ha tocado vivir, el equilibrio

(1) El editorial de la revista Garcilaso co­rrespondiente a su primera entrega y lema, decía poco menos que así: «En el cuarto cen­tenario de su muerte (1936) ha comenzado de nuevo la hegemonía de Garcilaso. Murió militarmente como ha comenzado nuestra pre­sencia creadora. Y Toledo, su cuna, está tam­bién ligada a esta segunda reconquista, a este segundo renacimiento hispánico, a esta segun­da primavera del endecasílabo». El reduccio­nismo a que se limita al poeta y amigo del emperador Carlos colocándosele más armadu­ra que p luma será sólo característico de la primera década. Entonces tamb ién se reco­mendaba amor, vitalidad y masculinidad frente a cualquier vestigio suprarreal del cenagoso fondo freudiano.

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de los antiguos puede constituir una nueva vía de comprensión con el mun­do ( ... ) Lo clásico no es un cadáver, es un canon que fertiliza el tiempo y que hoy mismo resulta igualmente fer­tilizador».

Hoy los poetas que optan por esta vía no lo hacen de manera excluyente. Contemplan la decadencia sin el sen­tido trascendente de sus mayores y no tienen ningún reparo en llevar a su Arcadia a un poeta rockero. Haca asoma como puerto franco y la poesía, que en ocasiones es el lugar del padre, se reivindica como el espacio del deseo, el goce, el artificio y la ficción. Si a veces transmiten una concepción del amor a <do griego» no tienen ningún inconveniente en incorporar notas exó­ticas u orientales.

La tradición clásica está muy exten­dida en la poesía actual.

Entre los nombres que atraviesan el umbral de los ochenta, contagiados de otras estéticas o de elementos del pre­sente, destacan Leopoldo M. Panero, Luis A. de Villena, Félix de Azúa, An­tonio Colinas, Pere Gimferrer y Jaime

Siles. No es éste el espacio que obras tan dispares requerirían para ser estu­diadas, aunque sí podemos señalar de pasada algunos de los temas que sis­temáticamente aparecen en sus obras : el pasado se consolida frente al efímero presente, la «imitatio» no consta como tal sino una forma que se mantiene y es regenerada por elementos muy di­versos . El culturalismo disminuye y la emoción y el vitalismo se abren paso. El sentido de esta lejana estética, como ocurre con los futurismos de última hora, es que no son movimientos de quita y pon sino el sendero idílico que autores y lectores comparten mientras mitigan la tensión que en ellos produce la sociedad contemporánea. No huyen­do de ella, sino actuando desde en su interior con compromisos específicos, entre ellos el del lenguaje, no por es­pecíficos menos radicales. El lugar de la cita clásica en estos textos no es el fin de un proceso sino el origen de una nueva propuesta para lo cual, todo lo que rodea, presiona, adorna y consti­tuye los altares de Apolo, debe ser in­tegrado.

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En verdad la pregunta parece tan periclitada, que hasta nos ofrece, al pronto, como un cierto rubor al res­ponderla. ¿No será algo así como vol­ver a la querella de clásicos o román­ticos, con sabor a artículo de Mariano José de Larra? Y sin embargo -es cir, afirmando que se trata de una pre­gunta periclitada, al menos en la for­mulación que nos ocupa- tampoco cabe negar que dentro de ella se en­cuentran casi todos los movimientos, avatares y trastornos, y sobre todo que en ella están casi todos los enigmas de nuestra cultura.

Un crítico al que hoy se cita poco, pero que fue muy agudo, Guillermo de Torre, definió esta polémica como la aventura y el orden. El, que había sido adolescente en los días vanguardistas por excelencia, y que llegó a publicar un libro de versos ultraístas, natural­mente no puede evitar que se le vayan los ojos - y el ánimo- hacia la aven­tura. Pero, como digo, hay mucho tajo en la pregunta. Y lo primero que hay que hacer es explicarla. ¿ Qué es el cla­sicismo? ¿El orbe de griegos y roma­nos? lEl renacimiento medieval del si­glo XII? ¿El teatro de Racine, con sus sonoros alejandrinos y la época de Luis XIV, rey de Francia? ¿O la ma­ravillosa y altamente creativa edad del Renacimiento florentino, que es el que luego dio cuerpo a toda una corriente? Por extraño que pueda parecer, una

multitud de críticos aún no se ha puesto -hondamente- de acuerdo. Hay además otra pregunta que rebrota, y se agrega al conjunto: ¿Los que se ha llamado neoclasicismo no es más que una fase histórica del clasicismo -siglos XVII y XVIII- o es otra cosa, en alguna medida diversa? Y aún si­guiendo a Guillermo de Torre, ¿es el clasicismo el orden, quitando al térmi­no toda connotación política, que se­gún algunos no debería quitarse? Iré contestando, sin el mencionado orden, a las preguntas.

Lo que ocurre -primeramente- es que en nuestro sentido de clásico, no podemos dejar de notar un valor es­colar, adscribible en último término al orden mismo. Puesto que uno de los primeros sentidos de la palabra clásico, recogería a .ros autores que se usan en clase y por escolares. Bien que ello se hiciera -y de ahí el segundo sentido del término- porque se considerase a tales autores como los mejores. Esto es, autores-modelo.

y finalmente se suele entender por clásico a los creadores de la antigüe­dad grecolatina (aunque muchos se puedan considerar tan románticos) de alguna manera porque se les ve asi­mismo dignos de imitación y porque durante muchísimo tiempo fueron usa­dos ·en las escuelas.

y de esta acepción derivó el usu­fructo de olásico para otras edades:

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Autores que continuaron a los antiguos, y que podrán, por tanto, servir tam­bién de modelo, siendo no menos ad­mirables. De ahí que clásico -precisa­mente en el siglo XVII francés- co­menzase a tomar los rasgos sémicos de arte mesurado, lúcido, ordenado, equi­librado y sano, dice Henri Peyre. Claro que este último rasgo distintivo lo crearon los críticos clasicistas de los siglos XVIII y sobre todo XIX al opo­ner la sólida literatura del grand siecle, del reinado de Luis XIV, a la entonces floreciente literatura romántica, que desdeñaban. (De ahí nació el clásico versus romántico). Goethe, en una con­versación con Eckermann -del 2 de abril de 1829- dejó dicho: Llamo clá­sico al género sano y el género román­tico le llamo enfermizo. Podemos ya, así concluir que tiene razón el mismo Henri Peyre al postular el uso del tér­mino clasicismos -en plural-, que una cosa serán los clásicos y otra bien distinta sus imitadores -en principio no creadores- y aún que tenía razón y mucha ,el clarividente Paul Valery al decir que la definición de clásico es incompatible con la precisión del pen­samiento, en lo que entiendo que la mera formulación del término nos acla­ra -mentalmente- mucho más que el intento de su explicación. Orden, mesura, imitación, retorno son pala­bras que pretenden explicar el clasi­cismo, y que frecuentemente (al ser usadas sin exactitud) lo desvirtúan. Por tanto para explicar tal sentido de cla­sicismo sí es necesario acudir al clasi­cismo francés, que formuló -a través de Boileau- todos esos ideales.

Los griegos y los romanos no son clásicos porque sean imitables, ni por el prestigio secular que les adorna. Lo son por una especifica manera -den­tro de la diversidad de tantos autores y modos- de entender el devenir li­terario y artístico: la imitatio sobre la cual habremos de volver. En uno de sus quizá mejores libros, Los hijos del lino, Octavio Paz define la tradición

como continuidad del pasado en el pre­sente, pero habremos de ver en qué modo. El clasicismo francés - siendo creativo ,en sus más notables autores­lo que hizo fue sentar las bases de una clasicidad racionalista (ordenancista, por tanto) y también los pilares del neoclasicismo donde la imitación -per­dida ya la imitatio- no vuelve a ser creadora. Por ello muchos críticos (cr,eo que Menéndez y Pelayo entre ellos) pudieron hablar de un pseudo­clasicismo.

Tal falso clasicismo sí está ligado con el orden, y hasta muy probable­mente en el estricto terreno de la po­'lÍtica. Sin embargo aunque Gide llega­se a hablar del clasicismo francés como del verdadero clasicismo mucho más cerca de tal está el clasicismo renacen­tista, precisamente porque entendió de una manera más libre el sentido crea­dor de la antigüedad. Guillermo de Torre se quivoca cuando sitúa al Re­nacimiento a la cabecera de las mes­nadas del orden, porque consagró la imitación como principio rector del arte, enamorado de todo lo antiguo. Llega a decir que el Renacimiento es un retorno, y ahí vuelve a ocurrir >la misma equivocación. Insiste en afir­mar -siguiendo esta senda- que or­den está ligado a senectud, a época acu­mulativas y en definitiva a tradición. y acierta en esta palabra. Quizá el más genuino clasicismo -como se daba en la antigüedad en términos generales­esté fundamentalmente unido a las ideas (que ya he venido repitiendo) de tradición e imitatio.

La cultura se ,entiende (aunque no se llegue a formular así explícitamente) como una cadena, como una acumula­ción de ,eslabones que nunca, consi­guientemente, parte de cero. Pensemos en Virgilio respecto a Homero o aún Apolonio de Rodas, en Catulo respecto a Calímaco de Cirene, en Marcial res­pecto al mismo Catulo, yen ambos con los epigramatistas alejandrinos... Es decir que en la tradición nada se re-

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chaza, pero sí se escoge. Y tal es el sentido de la imitatio: Seguir a alguien -o a varios--'- haciendo siempre pre­sente la creatividad del yo. Es decir, no se trata de ponerse bajo el peso de toda esa tradición (no es ponerse de­bajo) sino agregarse a la aludida cade­na. Guillermo de Torre entendió la imita­ción como epigonismo, cuando imitatio es, como digo, creatividad. Por eso el Renacimiento no es una época de re­torno aunque postulase la mirada aten­ta -y la imitatio- a los clásicos. Se trataba de echar la vista (y aún los pies) atrás únicamente para tomar ca­rrerilla y saltar hacia adelante. ¿Fue, pongamos por caso Miguel Angel, un imitador epigonal? Evidentemente, no, pero sí un creador vinculado a la imi­tatio. Su David tiene que ver con la escultura clásica, y al tiempo la supera. Por ello imitación no es imitatio, ni una época acumulativa (en el sentido de que investiga y acepta la tradición y cuanto contiene) tiene que ver con épo­ca regresiva.

• • * y al lado del clasicismo la novedad,

la vanguardia. ¿La historia de la van­guardia es la del mito romántico? ¿ O más llanamente, como su nombre in­dica, la de los avatares de una edad signada por la gran guerra? Eviden­temente ambas. La vanguardia tiene una época de floruit que se correspon­de con el llamado período de entre­guerras, y la época inmediatamente anterior a la primera guerra mundial. Pero la vanguardia no es otra cosa que el espíritu de renovación y de inquie­tud, la desesperada búsqueda de lo nuevo, cuando se considera que ello es posible. Paul Valery hablaba también de nuestro horror a la repetición. Y Baudelaire -hijo del romanticismo­llegó a escribir: La irregularidad, es decir, lo inesperado, la sorpresa, el asombro, es una parte esencial y ca­racterística de la belleza. También en un verso hablaba de ir Au fond de l'Inconnu pour trouver du nouveau. Lo

nuevo, así, es visto casi como una crea­ción desde la nada, que es en realidad el espíritu de las vanguardias: la in­vención: Dar un volatín en el aire, y hacer que brote de la chistera una inesperada paloma. En el atrás mencio­nado libro Los hijos del lino, Paz da también su definición de lo moderno: Ser negación del pasado y ser afirma­ción de algo distintos. Y por ello lo nuevo, lo moderno, la vanguardia, el cambio, se corresponden con la aven­tura, propia de la mocedad, de épocas eliminatorias, y de modernidad. Evi­dentemente todo esto procede, cuanto menos, desde el romanticismo, época que tuvo también sus fuertes contra­dicciones al respecto. Pensemos en ciertos románticos esenciales: Holder­lin, Keats, Novalis, Lord Byran ... Todos ellos -y naturalmente la nómina po­dría ser aumentada- estaban a favor de lo nuevo, pero 'fueron asimismo, unos grandes reelabor·adores de lo clá­sico, todos tuvieron sed de Grecia, y en gran medida reinventaron, desde su norte, el Mediterráneo. ¿Cómo explicar­lo? Se me ocurre que todos ellos esta­ban contra esa forma esclerótica del clasicismo que era lo neoclásico. Pero entendieron, a la vez, que en el genuino clasicismo había una gran fuente de creatividad. De forma que el romanti­cismo crea una inquietud, frente a ·la imitadora reconstrucción neoclásica, pero funda también una tradición o mejor dicho la recupera o la reedifica ... Se puede hablar (como hizo Paz) de una tradición de la ruptura, iniciada con el romanticismo y llegada a su sa­turación con el triquitraque de las vanguardias en nuestro siglo. Pero se puede argumentar también con una nueva formulación de la tradición, o con el hallazgo de los cauces del cla­sicismo -o esa tradición- verdaderos. También se podría argüir que el caudal de la tradición se amplía, y que no es sólo la cultura occidental lo que se ve como propio. Así cuando los cubistas

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redescubren y trabajan sobre el arte de los primitivos.

Según el inglés Herbert Read roman_ ticismo y clasicismo no son términos antitéticos, sino algo así como ondula­ciones o vaivenes de una misma línea. A algo similar apuntaba el ci tado De Torre, cuando aseveraba que había que llegar al orden por el camino de la aventura. El más nítido ejemplo po­dría ser un J ean Cocteau que se pasó la vida pirueteando entre la más in­quieta vanguardia, y lo que él llamaba el llamado al orden, del que surgían obras (pensemos en un libro de poemas como Plain Chant) de inspiración abso­lutamente clásica. O en su amigo Stra­winsky si quisiéramos si tuarnos en el terreno de la música ...

¿ Cómo podríamos sintetiz·ar lo ante­dicho? ¿ Quizá diciendo que a estas al­turas del tiempo todo es tradición? Hablamos antes de clasicismos. Valdría también haber hablado de tradiciones. Son muchas las que se pueden seguir, pero todas están dentro de la misma mecánica. Lo que hay es que no con­fundir clasicismo o tradición, con neo­clasicismo o imitación epigonal. Se tra­ta en definitiva, de asumir la tradición -aquella a la que cada cual pertenez­ca- creando, potenciando el yo indi­vidual de cada artista a partir de lo que otros han hecho: No otra cosa es la imita tia, una leal competición, un asumir -el peso de la montaña, sabien­do que de esa forma avanzamos, sin ninguna posibilidad de creer que esta­mos descubriendo algún enésimo Me­diterráneo.

Sin embargo hubo un momento en que la vanguardia pareció nueva (el momento del triunfo de los ismos) qui­zá, como insinué, porque se fue a bus­car la raíz a tradiciones distantes y aún distintas. Y quizá asimismo por­que en ciertos momentos históricos -que habría que calificar de privile­giados- existe el hallazgo, y ciertos genios - en el sentido más absoluto y poco repetible de la palabra- pueden

descubr:rnos mundos que desconoCÍa­mos: Proust o J oyce son casos celebra­dos en la novela. Pero el problema de· la vanguardia -de las vanguardias más exactamente- surgió el querer que cada tantos años, CÍclicamente, llegase una novedad absoluta que ·arrastrase y arrumbase a la anterior. Entonces es cuando verdaderamente se cumple, y casi cómicamente, aquello de la tra­dición de la ruptura. Yeso es lo que en nuestros días ha pasado: Hartos de continuas y falsas rupturas, de seísmos aún más falsos que tenían que derrum­bar todo lo inmediato (cuando la his­toria nos enseña lo contrario) se ha vuelto la mirada hacia la tradición. Era fácil -y lo hice en otra parte­extraer el corolario de la definición de Paz. Si en la ruptura se había llegado a una tradición, con l·a búsqueda crea­tiva de una verdadera tradición se po­día llegar a la ruptura ... Bien que el problema sea siempre doble. De un lado no se puede olvidar que el espíritu vanguardista, la inquietud de la inno­vación es sano, y que su exageración (que podría darse dentro del mismo clasicismo) es siempre estimulante. Y de otro -y abrevio- que lo que los franceses han llamado vagues de re­tour, el afán de vuelta, comporta en quienes no son capaces de sostener con sus hombros propios el peso de la tradición -ciertamente rica y cierta­mente grande- la fatal caída en el epigonismo, en una buena hechura sin voz, que deja sin embargo escuchar nítidamente la de los otros ... En cual­quier caso ya deCÍa Apollinaire - espí­ritu aventurero, muy tentado por el orden- que quienes buscan una u otra cosa nunca son enemigos. Son todos cazadores de misterio.

* * * y concluiré con un ejemplo y una

teoria, centradas en el territorio poé­tico. Cuando estalló, hacia 1970, la re­novación de los novísimos, asistimos brevemente a uno de los últimos fal-

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sos actos de vanguardia que se han dado en nuestro país. La poética no­vísima no era en sí misma - en lo estilístico- una poética rupturalista, pero se presentó denostando práctica­m ente toda la poesía española escrita con posterioridad a la Generación del 27. Es decir, se presentó con ruptura. y habíamos dejado implícito el for­mular que una de las características de la vanguardia es el parecerlo. O sea, la ruptura ha de notarse, y generalmen­te tal se hacía ver por medio de una guerrilla literaria. Entonces la hubo. Hasta el presente nunca más ha ocu­rrido, y por eso he podido decir (en el prólogo a Postnovísimos) que la ge­neración que nos ha sucedido - por eso entre otras cosas- es una genera­ción distinta y abierta. Porque, en tér­minos generales parece mucho más buscar la autenticidad ,literaria del "yo», los diversos caminos de la tra­dición, que el fogueo literario entre bandas rivales. Pero ¿acaso con esto no se esté poniendo fin a la manera estética dominante en el siglo XX? Ya

que aunque nuestro siglo ha conocido de todo -orden y aventura- su más nítido espíritu en arte (yen 'literatura también) es el de la innovación, el de la modernidad que supone estar con­tra algo, el de la vanguardia. Sin em­bargo ahora -hoy- nos hemos vuelto hacia el clasicismo, hacia la tradición, entendiendo a ésta -como he dejado dicho- en una ancha franja creativa.

Se va de la aventura al orden, y de'} clasicismo a la vanguardia. A veces el pico apunta por un lado o por otro, es buena la desazón, y es buena, en arte, la regla. Pero si la pregunta ¿cla­sicismo o vanguardia? profundamente no tiene ya sentido es porque todo es tradición. Si estamos fuera de la tra­dición - la que sea- estamos fuera de la cultura. Y lo que pretendemos -lo que siempre hemos pretendido­es ganar ese título, ser dignos de la civilización y la libertad que implica. Y quizá esto - la superación de la rei­terada pregunta- pueda volver a ser, con mayor plenitud que nunca, la es­tética, comunal y egoísta, de siglo XXI.

Febrero, 1987

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7.

¿Ensayo, ciencia o creatividad?

CARLOS PARÍS

LUIS RACIONERO

EUGENIO TRÍAS

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CARLOS PARís

El tema que nos reúne en esta mesa redonda, tal como ha sido enunciado, parece establecer una contraposición entre ciencia y creatividad. Tal contra­posic ión desde el punto de vista de las prácticas lingüísticas no constituye ninguna sorpresa, por el contrario si­gue un uso ampliamente extendido: aquél que designa a la poesía, la na­rrativa o el texto teatral como formas propias de la <diteratura de creación». De tal modo que otros géneros de es­critura emplazados en el terreno de la ciencia o del pensamiento, conforme a tal tópico, aparecerían despojados de significado creativo, o relegados desde la perspectiva de éste a un rango in­ferior. Su misión no se cifraría en la «creación» de mundos nuevos sino en el descubrimiento y aprehensión de lo dado, del mundo que nos rode·a.

Pienso que la revisión de este tópico, como es frecuente al trascender los lu­gares comunes, puede abrinos una vía de sugestiva reflexión. Lo primero, en efec to, que se nos viene a las mientes, conmoviendo esta contraposición en su sentido más superficial es la evidencia de que la ciencia, especialmente en su actividad y teorización durante la época moderna, posee un carácter intensa­mente creativo. Vinculado, además, en sus orígenes, revelando profundas ins­piraciones, a la creación artística. Des­de Hausser y Koyrée sabemos, así, que fue en los talleres de los artistas del

Renacimiento, como el de Andrea Be­rrocio, donde se forjó la ciencia mo­derna. Es la voluntad de recrear la na­turaleza, que se despliega con todo su atractivo ante el ojo humano en esta época, la que lleva a analizarla, a tra­tar de apoderarse de ella, a descifrar sus secretos. Sus claves recatadas, pues, como decía Heráclito «El Oscu­ro», la naturaleza se complace en ocul­tarse. Inversa y complementariamente, el intento de comprender la naturaleza sólo se muestra realizable, más allá de la mera contemplación pasiva, dando vida a sus fenómenos, penetrándolos interiormente al reengendrarlos en la experiencia. Es el laboratorio de Ga­lileo, que de alguna manera continúa y transforma el del a lquimista, pero, sobre todo, se vincula al taller del ar­tesano y artista en la profunda unidad de estas dos figuras. Y en tal ámbito se hace renacer la naturaleza, purifica­da, esquemática, tratando de reflejar el juego de las variables relevantes, arrancadas a la ganga de la burda ex­periencia cotidiana, para la lectura precisa de las relaciones que consti­tuyen la ley natural. Los modelos idea­les, las relaciones que imaginativamen­te concebía el «experimentum mentis», tan invocado por los forjadores de la nueva metodología científica encarnan así en la realidad misma. La naturaleza se hace, rompiendo la vi eja contrapo­sición aristotélica, artefacto. Frente a

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110 CARLOS PARIS

la visión meramente especular del sa­ber como reflejo, o como inventario no­tarial, concepción esta última que tiene eco en la «experientia litterata» del can­ciller Bacon, brilla la idea de que sólo conocemos adecuadamente aquello que creamos, impulsando toda la r enova­ción de nuestro saber. Vico sobre tal idea tratará de asentar el primado del conocimiento histórico y humano, pero la realidad es que también el saber so­bre la naturaleza ha estado guiado por tal norte ideal y ha acertado a realizar­lo a través de una peculiar «fenomeno­tecnia», utilizando el término acuñado por Bachelard. Como el epistemólogo francés decía, los instrumentos no son sino «teorías materializadas».

La idea de la creación como la vía más auténtica hacia el conocimiento desemboca en algunos autores renacen­tistas en la visión, cargada de resonan­cias bíblicas, del conocimiento como unión, como fusión amorosa entre cog­noscente y conocido. Como diría Pa­trizzi, «cognitio nihil est aliud quam coitio quaedam cum suo cognobili ». Ge­neración y unión aparecen designando este sentido profundamente activo con que la aventura del conocimiento inicia su andadura en la época moderna.

Me he referido a las perspectivas que presiden los orígenes de la moderna ciencia de la naturaleza. Pero, ¿ qué di­ríamos de la matemática Pocas realida­des tan extr·añas, tan desconcertantes como los entes matemáticos cruzan el horizonte de la imaginación humana, cabalgando con una realidad aún más fantasmal que los personajes liter·a­rios. Se han percibido los orígenes de la matemática en necesidades prácticas de agrimensura, de construcción, de ingeniería hidráulica, de desarrollo del mercado. Pero también se ha subraya­do la admiración del hombre ante el orden de los cielos presidiendo el rit­mo de las estaciones y los cultivos . La matemática griega, como ya señaló Pie­rre Boutroux, posee un componente esencialmente estético. Y si los núme-

ros naturales - a pesar de su miste­riosa entidad- parecen acompañar y organizar nuestra vida cotidiana, las sucesivas extensiones del concepto de número nos disparan hacia un mundo que podemos calificar de fantástico. Bien traumática fue así en la iniciación de nuestra matemática el descubrimien_ to de los irracionales -al cual se lle­garon a atribuir episodios sangrien­tos- en la escuela pitagórica. Más in­tuitivamente alucinante nos aparece todavía la historia de la geometría en los úlimos siglos. Cuando lo que en un principio se presentó, en el jesuíta Sa­chieri, como intento de demostración del quinto postulado euclídeo por el absurdo, se convierte en la construc­ClOn de sistemas espaciales inasimila_ bIes por nuestros esquemas percepti­vos. y cuyo juego lúdico acaba, sor­prendentemente, en la nueva física per_ mitiendo organizar las grandes estruc­tur·as de lo real.

«Lo verdadero y aún lo científica­mente verdadero, no es sino un caso particular de lo fantástico ( . .. ) no hay manera de entender al hombre si no se repara en que la matemática brota de la misma raíz que la poesía, del don imaginativo», escribía Ortega.

Naturalmente, podrá observarse que este «caso particular de lo fantástico» -por seguir hablando con la termino­logía de Ortega- que representa la ciencia está sometido a constricciones peculiares. En el caso de los sistemas deductivos, en el terreno del pensa­miento formal, se trata de las regl as de construcción y transformación de las expresiones, las cuales, por muy libres y lúdicas que hayan podido ser las de­cisiones iniciales, encauzarán y delimi­tarán su desarrollo ulterior de una ma­nera precisa. En el dominio de las cien­cias de la naturaleza, de la sociedad, del hombre, a las exigenci·as de consis­tencia interna se añaden la de la con­trastación como instancia ineludible y típica, aunque su complejidad se haya pa ten tizado en los desarrollos episte-

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¿6NSAYO, CIENCIA ° CREATIVIDAD? 111

mológicos de los últimos tiempos . De­finitivamente su obejtivo se cifra en el conocimiento de la realidad. Y, no sien­do posible ahora entrar en una discu­sión epistemológica, me limitaré a se­ñalar que a él corresponden dos fun­ciones decisivas, la orientación del hom­bre ante ella y su capacidad de influen­cia también sobre ella. En términos freudianos podríamos, pues, decir que el «principio de la realidad» se impone con especial fuerza en el conocimiento científi co . Y entonces, comparativa­mente, la fantasía literaria se nos reve­laría como una liberación de tales cons­tricciones, r ebosantes de fuerza lúdica, como un acto de más pura creatividad. «El espacio, el tiempo y la lógica son nuestros tres más crueles tiranos. ¿Por qué no he de poder vivir ayer, hoy y mañana a la vez? ¿Por qué no he de poder estar aquí y ahí a un tiempo? ¿Por qué no he de poder sacar de unas premisas cuantas conclusiones me con­vengan ?», así se expresaba otro pensa­dor español, Miguel de Unamuno. La literatura de creación, en su sentido tradicional, como poesía, teatro, narra­tiva, desde esta atalaya sería interpre­table como un acto de rebeldía y de venganza humanas frente a la tiranía de lo real. Serían, despojados de cade­nas, los sueños de otros mundos. En el relato cobijado en las moradas de nuestra imaginación. En el teatro ma­terializados incluso de una manera má­gica ante el ojo humano cuando el te­lón se levanta.

Pero la verdad es que apenas acaba­mos de ganar esta ribera contraria, cuando instalados en ella se nos empie­zan a manifestar nuevas perplejidades que contradicen los más sencillos tó­picos. En primer lugar, es evidente que no nos hemos instalado en el reino de la arbitrariedad, también en estos mun­dos reinan sus propias tiranías. El ám­bito escénico posee su propio espacio y tiempo, que no son, sin duda, el que cuantitativamente dura la representa­ción o el que físicamente constituye el

escenario, sino un orden nuevo de le­galidad que ha de ser descifrada para que la acción teatral camine adecua­damente. El relato contiene su lógica peculiar. Son los personajes y la diná­mica -que se dan también en el fe­nómeno teatral con los cuales el autor tiene que luchar. Es más, no sólo la nueva r ealidad nacida impone sus propias necesidades, sino que el problema general del contraste entre la realidad y la imaginación humana, la posibilidad de un proyecto omnímo­damente libre, se convierte en un tema central que aflora en momentos llama­tivos de la historia literaria. Segis­mundo tendrá que adaptar sus impul­sos ferales a las conveniencias del or­den establecido. Don Quijote verá de­rrotada su utopía restauradora del mundo caballeresco por la fuerza de la nueva tecnología y la nueva sociedad que anuncian la modernidad. Asisti­mos, así, a la patentización introyecti­va del gran tema de la realidad como imposición externa a los sueños huma­nos, que conmueve en su conjunto la creación de los mundos literarios y, aún en el interior de ellos, a los perso­najes que los habitan.

Pero quizá más importantes cuestio­nes aparecen desde el punto de vista de la literatura llamada de creación -o de la obra de arte en general­en su relación con el conocimiento. Porque la obra de arte no es ajena, en modo alguno a la intención cognosci­tiva. Contiene, evidentemente, «su ver­dad» su carácter de revelación, de alet­héia: demost ración de realidades que sólo en ella y a través de su lenguaje se pueden descubrir, de un modo que nos recuerda a lo que ocurre en los mitos platónicos. Resulta, claramente, imposible desarrollar ahora este tema. Pero al m enos indicaré, retomando aquel amplio sentido de la verdad .an­teriormente aludido respecto a la Clen­cia, de qué manera para la penetrac.ión de la r ealidad en nuestra vida y la onen-

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tación de ésta, el legado de la literatu­ra de creación representa un elemento decisivo.

En algunos escritos míos he hablado de la novela y el teatro como <dabora­torios antropológicos». Como desarro­llo de una experiencia ideal, imagina­tiva en torno al hombre. Aprendemos, en efecto, siguiendo la lógica de los personajes y su drama, patencias ocul­tas o vislumbradas que ascienden así y se muestran enriqueciendo nuestra sa­biduría, cual en e l sueño, continuando una comparación de cepa blochiana. Son aquellos «sótanos y escondrijos» a que Unamuno se refería y a los cua­les es preciso descender, no sólo ca­tárticamente como él veía respecto a cadáveres que se pudren en tales si­mas, sino con voluntad de entender mejor al hombre en su inmensa com­plejidad. En los escritos a que acabo de aludir h e desarrollado la compara­ción con el laboratorio científico, con el «experimentum mentis», la actividad selectiva de variables y la materiali­zación de és ta, en términos que revelan ciertos isomorfismos -aunque todo deba tomarse en un sentido metafóri­c~ pero sobre todo testimonian esta voluntad y valor cognoscitivo de la creación literaria, así como su interés inevitable en una indagación actual so­bre el hombre.

Hemos llegado así a una situación en que fáciles, demasiado esquemáticas fronteras se desdibujan borrosamente. Frente a su aparente contraposición, se manifiesta una aproximación, un tan­to azorante, entre los mundos de la ciencia y la creación estética. Y, en definitiva, ello nos lleva hacia la última unidad del hombre y sus necesidades creativas, que nuestra cultura ha ido fragmentando, dividiendo en comparti­m entos estancos al compás de la espe­cialización y división del trabajo con s u consiguicnte estructura social y ca­tegorías dimantes de ella. Sin embar­go, sí quisiera rápidamente señalar al­gunos elementos de diferenciación en

una diversidad que no puede cierta_ mente ser negada en última instancia, yo señalaría el valor que en la creación literaria más estricta -así como en la plástica- tienen dos elementos: la obra en sí misma, el «poema» en el sentido helénico del término, y la subje.. tivididad que lo ha alumbrado -sea ésta entendida individual o colectivamen_ te- y en la obra se revela. Las creacio­nes científicas, las teorías y modelos, por muy interesantes y armoniosos que estéticamente se muestren, constituyen esencialmente mediaciones, vehículos que más allá de sí mismos, nos llevan hacia el mundo. Su transparencia co­municativa entre el hombre y la reali­dad resulta esencial. También la obra de arte puede conducirnos hacia el mundo, pero en la medida en que se r ealiza y se organiza exhibitoriamente, constituyendo un universo de valor propio en sus perfiles y su organiza­ción. Ni al mirar ni al contempiar la obra estética nos dirigimos como po­sición fundamental más allá de ella misma. Tal proceso considerativo del entorno representa un gesto posterior al enfrentamiento directo con la obra. El pensamiento matemático, por su parte, levanta universos objetivos en su capacidad de comunicación y discu­sión mediante reglas intersubjetivas en que se diluye la entidad del creador­descubridor. Y aquí justamente pode­mos señalar el carácter ambiguo de la fiolosofía, entre la ciencia y el arte en la medida, en que se articula en la obra filosófica la voluntad aprehensiva de lo real y la expresión -como vio muy certeramente Piaget- de la sub­jetividad. Son, a mi modo de ver, fren­te al ideal cientificista, objetivista -de positivistas o fenomenólogos clásicos­y frente a la concepción mer·amente ex­presiva de las concepciones del mun­do, elementos in disociables en la ge­nuina actividad filosófica y sus resul­tados.

Con arreglo a las sugerencias que el título de esta mesa suscita convendría,

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¿ENSAYO, CIENCIA O CREATIVIDAD? 113

finalmente, hablar de los problemas es­pecíficos del ensayo. En principio y se­gún la línea de reflexión desarrollada, aparecería éste como un género un tan­to híbrido entre la llamada literatura de creación y la escritura científica o la plegada a la expresión del pensa­miento filosófico puro. Aunque en la práctica los términos se difuminen, no es lo mismo, en puridad, un tratado, una monografía, una memoria y un en­sayo. Si bien en el último la adscripción al mundo del pensamiento resulta cla­ra, sin embargo los valores literarios en el sentido poemático anteriormente expresado, en su carácter no meramen­te vehicular, juegan de una manera es­pecial. Permiten e incluso obligan a que el ensayo se descargue del aparato riguroso propio de la literatura cien­tífica o filosófica. Hacen también que el ensayo desde el punto de vista de sus proporciones no deba adquirir una extensión excesiva. Tales rasgos, sin embargo, no identifican al ensayo con el escrito de divulgación, un género éste que debe ser adecuadamente valo­rado y en el cual han brillado, cabal­mente, algunas de las grandes figuras científicas de nuestra época difundien­do sus propias ideas, pero que se di­ferencia claramente del ensayo. Mien­tras el escrito de divulgación transmite con la mayor claridad y rigor posibles, compatibles con la simplificación pe­dagógica, un conjunto de ideas elabo­radas en un tipo de escritura más ri­gurosa, el ensayo debe incorporar una aportación propia, ha de contener una sustantiva originalidad incitante. Re­presenta así una especie de duende cilla que desciende desde el mundo del pen­samiento -ya sea éste histórico, social, filosófico- haciéndolo accesible, jugue­tón y sugerente, revistiendo calidades estéticas en su expresión. Complemen­tariamente, en la p erspectiva estricta­mente noética, asciende desde el pai­saje estético h acia la formulación o apuntamiento de verdades.

De esta situación se derivan las fun-

ciones, los ri egos y los méritos del en­sayo, a mi modo de ver. Negativamente seria la posible contribución de éste como género amable y asequible a la trivialización intelectual. Su encaje en una visión de la cultura como adorno social, magníficamente expresada - se­gún una frase que me relataba un ami­go-- por una locutora, la cual afirmaba solemnemente: «Me encanta lo intelec­tual». O mejor todavía según otro tes­timonio recogido por el mismo infor­mante en la frase dirigida en un cóctel intelectual subsiguiente a una confe­rencia por una señora a otra: «No me digas, Carmen, que un baño de cultura como éste cada quince días no nos viene muy bien a ti y a mí» . Fue, en anteriores tiempos, aquel ambiente cir­cundan te a Ortega en algunos momen­tos, que tan incisivamente satirizó Mar_ tín Santos en «Tiempo de silencio».

En oposición al reverso negativo, tri­vializ·ante, tendríamos que atender ahora al anverso positivo de la función que el ensayo ha cumplido en algunos momentos decisivos. Así ocurre con los orígenes de la modernidad. Con el tí­tulo de ensayo, o con carácter afín a l mismo independientemente de los nombres, se han lanzado gran parte de las iniciativas más propias del pensa­miento moderno. Las ideas nuevas, re­volucionarias en el terreno del pensa­miento puro y de las concepciones so­ciales se unieron a una ruptura con el tipo de exposición escolástioa y con la humanística. En una recuperación de la lengua vulgar frente al academicis­mo latino, en una búsqueda de los va­lores propios de una cultura espontá­nea y comunicativa más próxima a lo popular. También en la renovación de la cultura española desde el 98 el en­sayo ha jugado un papel muy impor­tante. Los nombres de Unamuno, de Ortega -más allá de las ridiculeces creadas por el entorno y antes aludi­das- de Eugenio D'Ors - a pesar de su glosa contra el ensayo- son, entre otros, referencias elocuentes de esta

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capacidad suscitadora de nuevas ideas promovida a través del género ensayís­tico. Un género que, en este sentido, me parece especialmente adecuado a épocas y situaciones de crisis e inno­vación. A circunstancias en que la so­ciedad anhela ideas nuevas. Y en es te

sentido veo yo la función más positiva del ensayo como remoción antidogmá. tica, corno experimentación intelectual, también más allá de la degradación tri­vializadora, como diálogo entre el pen­sador y las preocupaciones de la sa­ciedad en que se halla inmerso.

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LUIS RACIONERO

Me gusta aCariCIar en concepto de ensayo en el sentido mineralógico del término, como una cata, prueba o son­deo, o bien en el taurino de tienta, que suelta el tema y lo trastea para cons­tatar sus querencias, evaluar su trapío, palpar consistencia.

El ensayo es tentativo, en su enga­ñosa modestia, diluye su potencial vi­rulencia en apariencias de provisiona­lidad. Pero no hay tal porque lo f-ugi­tivo permanece y dura. El ensayista no construye sistemas, es parvo y par­co, pero osado. A veces provoca más que el filósofo.

El filósofo piensa en conceptos, el artista siente en imágenes; el ensayis­ta piensa y siente, por eso combina conceptos con imágenes y deja que sus sentimientos cobren más importancia que el tema; así escribe desde su ex­periencia y su punto de vista. «le suis moi-meme la matiere de mon livre» nos advierte el fundador del género .

Donde el científico contrasta y veri­fica, el artista intuye y plasma, el en­sayista opina y evalúa. Pero no cabe asimilarlo al periodismo. Este ama lo particular y acepta lo efímero, el en­sayo busca lo general y mira a largo plazo: expresa el espíritu de los hechos cuyo cuerpo entrega el periodismo.

¿Es ciencia o creatividad? Para res­ponder a esta capciosa cuestión quiero remitirme a las relaciones entre el arte y la ciencia cuando ambos utilizan el proceso creativo.

«De la nada nada puede hacerse» afirmaba, lapidario, Lucrecio. Para los humanos creación supone componer una relación nueva con elementos ya existentes. Los que se crea, por tanto, son estructuras, relaciones, es decir, nuevas maneras de ordenar lo existen­te: se crean formas literarias, pictóri­cas, matemáticas , lingüísticas, simbóli­cas, tecnológicas, genéticas. En el lí­mite la creatividad consiste en conectar estructuras mentales, coneXlOn que puede llevar a una forma, que produce emoción al espectador si se plasma so­bre materia, en cuyo caso la actividad creativa se llama arte; o a un conoci­miento, si se plasma sobre lenguaje simbólico, en cuyo caso la actividad creativa se llama ciencia y su plasma­ción material es la manipulación tec­nológica que produce utilidad.

1. Articulación y Especulación

El arte articula y la ciencia especula; el arte compone seres artificiales pre­viamente no existentes, golems de pa­labras, laberintos de imágenes, mármo­les, colores, sonidos o gestos, y lo hace usando estos materiales de modo que intensifiquen la experiencia para con­seguir un impacto emocional. La cien­cia compone conjuntos de relaciones simbólicas previamente no existentes, mensajes de fórmulas, signos, cantida­des, parámetros, funciones, gráficos o leyes, y lo hace usando símbolos de

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modo que relacionen la experiencia de un modo nuevo, para conseguir una ilu­minación intelectual. En ambos casos, ciencia y arte, la nueva relación mental se puede plasmar en un artefacto for­mal que produce utilidad o emoción y que, en casos geniales, fusiona ambas.

Arte y ciencia son dos fases, intuitiva e intelectiva, de un mismo proceso creativo y a menudo se usan comple­mentariamente para conocer y expre­sar; pero ello no quiere decir que se puedan establecer relaciones biunívo­cas de causa-efecto entre arte y cien­cia, como la que pretende, por ejem­plo, que el cubismo nace de la Teoría de la Relatividad . Mi hipótesis es, por el contrario, que ambos, arte y cienCia, cubismo y Teoría de la Relatividad, son generados por algo más amplio que ellos, un cambio en la intención, en el énfasis selectivo de la cultura: el pro­pósito o tema predominante que preo­cupa a un grupo humano dispara y mo­tiva a científicos y artistas y, por lo mismo, ambos tocan, exploran y tra­bajan los mismos temas expresándolos cada uno en sus paradigmas o estilos. En nuestros días, por ejemplo, el pro­pósito de reflejar lo no visto se expresa en ciencia por la Teoría de la Relati-

vidad, Teoría Cuántica, Psicoanálisis, radio telescopio, microscopio electróni_ co; en arte por Cubismo, música ato­nal, surrealismo «action painting» no­vela del «flow of consciousness», con­ceptualismo.

El método científico y el artístico tie_ nen puntos en común, al principio y al final de su proceso. Al principio es­tán unidos porque ambos son una vi­sión, un modo subjetivo de enfrentarse a la experiencia, abrir los ojos, mirar al mundo y seleccionar de él experien­cia, sucesos, elementos. Aquí empiezan a separarse: el arte escoge experiencias por emoción, la ciencia por teoría pre­via. Prosiguen cada una su modo de hacer y al final nos presentan las con­secuencias de su actividad, el producto terminado, el artefacto, en el cual vuel­ven a confundirse ambas, tal como lo entendían los griegos, quienes no te­nían palabras distintas para arte y téc­nica, usando el vocablo techné, para el producto de ambas.

2. Método científico y Proceso artístico

El método científico sigue un proce­so que se puede esquematizar así:

Criterio selectivo: Teoría del Para·digma vigente o Metáfora nueva.

B selección de datos Realidad - -----------------> Hipótesis

relevantes

contratar !

deducir EJ _

C_o_n_c_lu_s_i_o_n_e_s_. --- ------ ---------+ Modelo detalles medibles

combinar según reglas

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¿ENSAYO, CIENCIA O CREATIVIDAD? 117

Se parte de la realidad de la cual se seleccionan unos fenómenos que se toman como datos relevantes para la investigación : se prescinde de todo el resto de la realidad. Para saber qué da­tos son los relevantes entre los innu_ merables fenómenos de la realidad, se usa como criterio selector una teoría previa. La selección de esa teoría es donde entra la subjetividad nacida de una metáfora imaginativa del investi­gador.

Conviene distinguir la actividad crea­tiva de la actividad científica normal y la diferencia está en que como criterio selectivo o teoría previa se use una metáfora nueva o se aplique la del paradigma científico vigente. Cuando se acepta la teoría previa del paradig­ma vigente estamos ante una actividad científica normal; sólo cuando se in­troduce una metáfora o teoría previa nueva se da el acto creativo. Esto dis­tingue los períodos de «ciencia nor­mal» de las revoluciones científicas. [Kuhn 1968J.

El hecho de seleccionar de la reali­dad aquello que son datos sólo puede hacerse merced a la adopción de una teoría previa. De los infinitos datos que ofrece la realidad ¿ con cuáles debe que­darse el investigador para descubrir lo que se propone? Esta decisión condi­ciona irreversiblemente el resultado a que se llegará en la investigación.

A partir de los datos por inducción, a base de las series de mediciones y observaciones realizadas, se elaboran unas hipótesis de trabajo, a partir de las cuales, combinándolas según las re­glas de la lógica con otras leyes y teo­remas ya conocidos de ese tipo de fe­nómenos, se elabora un modelo, que es un conjunto de relaciones entre varia­bl es que se refieren al fenómeno en cuestión; el modelo su ele formalizarse en un conjunto de cuaciones, teoremas, gráficos, proposiciones, leyes. De este modelo se derivan u nas conclusiones medibles o al menos verificables de al­guna manera en la experienci-3, para

proceder al último paso del método científico: la contrastación con la rea­lidad de las conclusiones derivadas del modelo.

El lenguaje del método científico tie­ne tres elementos : símbolos, que re­presentan conceptos o entidades infe­ridas, como masa, gravedad, distan­cia; una gramática que indica cómo pueden y cómo no pueden ser rela­cionados los símbolos, por ejemplo

m.m' G=K--

r2 que es una frase aceptable gramatical­mente; y un código de traducción para comparar una frase gramatical como la anterior con un problema concreto, por ejemplo, medir el período de la luna [Bronowski 1979J.

La gramática son reglas operativas especificadas por axiomas, el dicciona­rio o código de traducción es el modo de aplicar las frases de la gramática a la experiencia común, los símbolos o conceptos son las magnitudes que se desea medir o preveer.

Este método científico universalmen­te aceptado se formó hacia el siglo XVII por fusión del método argumen­tativo deductivo de los griegos con el empirismo y contrastación con la rea­lidad que añadieron los investigadores del Renacimiento. Leonardo, apelando a la experiencia, diseccionando dos ve­ces el mismo miembro anatómico para asegurar las observaciones, Galileo, arrojando masas di feren tes desde la torre de Pisa para mostrar cómo lle­gaban al mismo tiempo al suelo, pese a lo deducido por Aristóteles, que llegó a la conclusión contraria, Copérnico observando con rudimentarios telesco­pios entre las nieblas del Vístula los movimientos de los astros, son los con­solidadores de la fusión deducción-em­pirismo de que nacerá el método cien­tífico moderno.

El proceso artístico parte también de la realidad y sigue un método que po­dría esquematizarse así:

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Criterio selectivo: Teoría del Estilo vigente o Metáfora nueva.

El intensificar B Realidad -------------_ Formas

detalles

i

contrastar

componer según reglas

Espectador ---------------------------------+·1 obra comunicar L--____ ....-J

Se parte de la realidad de la cual se toman unos fenómenos, seleccionándo­los según el estilo vigente, en cuyo caso es un ampliador del estilo, o según una metáfora nueva concebida por el artista, en cuyo caso es un creador de estilo. Estas experiencias que el artista las convierte en formas, las traduce a materia, busca unas estructuras que comuniquen la emoción que ha sentido y que la comuniquen intensificándola. Las formas empleadas serán palabras, líneas, color, sonidos, movimientos, vo­lúmenes, capaces de traducir en ma­teria la emoción. Luego combina esos elementos formales según las reglas de su arte, r eglas que dependerán de su inspiración original o de un estilo con­vencional en vigencia; obtiene con ello un modelo u obra terminada, el cual debe comunicar a un espectador para que se produzca la experiencia estética deseada. El espectador percibe la obra, la internaliza y siente iguales o diver­sas emociones que el artista autor. Esas emociones, estados de ánimo, vi­siones nuevas sobre la experiencia, debe entonces contrastarlas con la rea­lidad, dirigiéndose a ésta imbuido en el estado de ánimo creado por la obra de arte y contrastando qué percibe de nuevo, intenso, desconocido, en la par­cela de realidad familiar a que la obra de arte alude.

En ambos casos se parte de la rea­lidad, de la cual se abstraen unos da_ tos por un criterio subjetivo y de in­tuición personal, tanto en ciencia como en arte, cuando ambos son creativos, es decir, cuando se inventa fuera de paradigmas o estilo. Cuando están ac­tuando dentro de un paradigma o es­tilo ya no hay subjetividad, sino que el criterio para elegir datos es la teo­ría previa del paradigma o el canon formal del estilo. Una vez concretado el primer acto de creación en esta se­lección intuitiva de datos, ciencia y arte plasman una los datos en hipóte­sis y el otro en formas. Van de allí al modelo u obra; la ciencia saca conclu­siones medible s para contrastar con la realidad, mientras que el arte lanza la obra sobre un espectador para que sea la emoción provocada en éste la con­clusión medible que puede contrastar­se con la realidad.

En ambos casos se acaba en la rea­lidad, la cual se ve con un nuevo co­nocimiento: iluminada por la nueva relación establecida por la ciencia, o transfigurada por la nueva emoción in­fundida por el arte.

Nuestro conocimiento del mundo de­pende de nu cstros modos de percep­ción que son los cinco sentidos y las palabras : los hombres piensan el mun­do en palabras pero e l mundo no está

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¿ENSAYO, CIENCIA ° CHEATIVIDAD? 119

estructurado por palabras; los hom­bres perciben el mundo por impresio­nes sensoriales, pero estas tampoco es­tán estructuradas como el mundo, sino adoptadas a los sentidos; las impresio­nes sensoriales al estar construidas en el sistema nervioso se adaptan a éste, de modo que, automáticamente, llevan incorporada una interpretación. Esto implica que la objetividad es imposi­ble: nuestro conocimiento de la reali­dad es un ajuste dialéctico entre lo que hay fuera y los medios -sentidos y conceptos- que disponemos para in­ternalizarlo. La ciencia evita esta sub­jetividad exigiendo mediciones cuanti­tativas y repetibilidad en los experi­mentos, pero tanto mediciones como experimentos dicen más cómo es el instrumento y el cerebro que cómo es el mundo.

Pero además, como no es posible es­tudiar científicamente el mundo en su totalidad, y como el mundo está co­nectado en su totalidad, al cortar el universo y elegir lo relevante y lo irrelevante, se está cometiendo un acto de imaginación: el corte del mundo es un acto imaginativo, una creación ar­tística basada en una imagen [Bro­nowsky 1979]. Así cuando Newton vio que al lanzar una bola caía al lanzarla más fuerte caía lejos y de ahí imaginó la bola lanzada tan fu erte que cayera más allá del horizonte y por tanto que­dara girando en torno a la tierra. Esto fue un salto imaginativo, al cual, ade­más, añadió una analogía tan imagina­tiva e inspirada como una metáfora de poeta: Newton imaginó la luna como una gran piedra lanzada alrededor de la tierra.

De ahí pasó a calcular cuanto tiempo tardaría la luna en girar en torno a la tierra : supuso -otro acto de imagina­ción o tanteo- que la gravedad de la tierra sobre la luna era dada por una ley del inverso del cuadrado de la dis­tancia y comprobó sus cálculos con la realidad : 28 días.

Las hipótes is científicas se formulan

por «conjeturas espontáneas de la ra­zón instintiva» [Pierce 19681. Los aná­lisis fi'losóficos sobre la creatividad científica parecen más una «lógica del Informe sobre la Investigación Termi­nada», que una Lógica del Descubri­miento; los lógicos de la ciencia han descrito como se pueden establecer razones en soporte de una hipótesis, pero casi nada sobre las consideracio­nes conceptua-les necesarias para pro­poner esa hipótesis [Hanson 1958]: Es preciso distinguir las razones para proponer una hipótesis de las razones para aceptarla. En algunos casos ambos son idénticas; en otros difieren. Hay una diferencia cualitativa entre Pfi')pO­ner hipótesis (1) como resultado de un argume nto por analogía (2), por consi­deraciones de simetría (3), apelando a una autoridad y (4) por inducción a par­tir de casos particulares . Los científicos no parten de hipótesis, sino de datos; y no de datos ordinarios, sino de ano­malías sorprendentes: Aristóteles seña­la que el conocimiento empieza en asombro; Pierce hace de la perplejidad el motor de la investigación científica y James y Devery tratan la inteligencia como el resultado de resolver situacio­nes problemáticas.

La inducción de hipótesis a partir de hechos observados es lógicamente in­sostenible [Popper 1959]. Tratamos de imponer regularidades sobre el apa­rente desorden de fenómenos: quere­mos descubrir similaridades e inter­pret·arlas en términos de leyes inven­tadas por nosotros, «las teorías cientÍ­ficas no son el resumen de observacio­nes, sino invenciones, conjeturas osa­damente propuestas para probarlas y eliminarlas si contradicen la observa­ción». A diferencia de la reducción al absurdo empleada por los geómetras, la . contradicción por un experimento no tiene el poder de transformar una hipótesis física en verdad incuestiona­ble. El físico jamás está seguro de ha­ber agotado todas las hipótesis imagi­nables rDuhem 1954J.

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Si esto es así, el paso de realidad a hipótesis es tan creativo y subjetivo en ciencia como el paso en arte de ex­periencias seleccionadas a formas.

El ensayo toma los datos, modelos y conclusiones de la ciencia social o na­tural y los filtra a través de los juicios de valor del autor. El ensayo enjuicia desde fuera del paradigma, no con áni­mo de cambiar el paradigma como el científico, sino para criticar, manipular y utilizar los paradigmas en provecho de su idea o en función de su sensa­ción, en el sentido de «feeling» del tema. El ensayo puede ser utópico, arbitrario, incompleto, allá donde la ciencia debe ser empírica, coherente y

sistemática y el arte diestro, directo y final. El ensayo es un perezoso e indi­ferente menandro frente al torrente del arte impetuoso y al río persistente de la ciencia.

Si la filosofía, según afirmaba Whi­teheardo es una crítica de cosmologías, el ensayo es una crítica de paradigmas y estilos, una manipulación de utopías, un juego de la imaginación dirigida por un pensamiento sen tiente. Es ciencia, creatividad y sobre todo juicio. Donde la ciencia se detiene ante lo objetivo y el arte ante lo emotivo, el ensayo osa ir más allá, hacia las orillas de lo nor­mativo, no desdeñando los juicios de valor.

BIBLIOGRAFIA

BRONOWSKI, Jacob, 1979: The Origins of Knowledge and Imagination Yale University Press 1979.

DUHEM, Pierre: The Aim and Srtucture of Pbysical Theory, Princeton University Press, 1954.

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KUHN, Thomas S., 1962: The Structure of Scientific Revolutions. University of Chica­go Press, Chicago, 1968, p . 10.

PIERCE, James Smith, 1968: A Handbook of Art History, Prentice Hall , New Jersey, pág. 58.

POOPER, Karl: Conjetures and RefutatioDS, Routledge Kegan & Paul, Londres 1963, p. 129.

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EUGENIO TRíAS

La filosofía como ensayo

1

Me excusarán ustedes que comience esta conferencia moviéndome en cam­po propio. En mi caso el campo propio es la filosofía. Voy a hablarles, por tanto, de filosofía. Pero como tengo conciencia de que el público que me oye no es filosófico ni tiene por qué serlo, me limitaré a comentar uno de los más populares y conocidos aforis­mos de la filosofía moderna o contem­poránea. Me refiero a la onceava tesis sobre Feuerbach de Karl Marx, que dice así: «Hasta ahora los filósofos se han limitado a interpretar el mundo. De lo que se trata es de transformar­lo». Pocas frases filosóficas han logra­do tal adhesión, tal aceptación y tal consenso unánime como esta popula­rísima frase de Marx que hasta pode­mos hallarla, grabada en piedra, en el pedestal de la efigie del monumento que preside su tumba londinense. Me atrevería a decir que en relación a esta frase se han puesto de acuerdo las iz­quierdas y las derechas, inclusive las extremas izquierdas y las extremas derechas. Podría . subscribirla Sorel, Mussolini, D'Annunzio, Goebels, Adolph Hitler, lo mismo que Lenin, Rosa Lu­xemburgo, Mao,

Recuerdo a este respecto un curso que desarrollé en la Escuela de Arqui­tectura sobre el «movimiento román­tico», Al comienzo de la primera clase

escribí en la pizarra esta frase de Marx y frente a ella una frase de Novalis, el poeta-filósofo, que aparece, suelta y fragmentaria, en ese luminoso cajón de sastre poético-filosófico que constituye su Enciclopedia, La frase sólo dice lo siguiente: «Romantizar el mundo». Se supone que ese es el objetivo de esa poesía filosófica o filosofía poética a la que Novalis aspiraba. Intenté, a lo largo de ese curso, crear la ficción de un diálogo, debate o contraversia entre el posible contenido y desarrollo de am­bas frases. Ya en aquellos años, 1976, comenzaba a ser radicalmente escépti­co respecto al cont-enido de verdad de una frase filosófica, la de Marx, que provocaba tanta unanimidad, y no úni­camente en el entonces todavía predo­minante pensamiento marxista.

¡Qué sucedería si invirtiéramos tér­mino a término la frase de Marx? ¿Qué pasaría si, por así decirlo, la viéramos por el forro o leyéramos su reverso? Pues bien, la frase diría entonces lo si­guiente: «Hasta ahora los filósofos se han dedicado a transformar el mundo. De lo que se trata es de interpretarlo.» ¿No creen ustedes que esta frase así expue'sta, reverso o forro de la onceava tesis sobre Feurbach de Marx, arroja más contenido de verdad que la frase del propio Marx? «Hasta ahora los fi­lósofos se han dedicado a transformar el mundo », Yo creo que esta primera parte de la frase dice verdad, por lo

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menos respecto a un sector amplio y representativo de la historia de la fi­losofía, el sector que podríamos llamar ortodoxo, normal, «disciplinar», el que corresponde a la gestación y desarrollo de lo que, parafraseando a T. S. Kuhn, podríamos llamar filosofía normal. «Hasta ahora los filósofos se han de­dicado a transformar el mundo»: nesde Platón al propio Karl Marx, desde Des­cartes y Bacon de Verulamio a Leibnitz y desde Kant hasta Nietszche, inclusive hasta el Heidegger del Discurso del rectorado, desde el filósofo rey soñado por Platón hasta los positivistas lógicos la filosofía siempre ha albergado la ambición (y la confesada o inconfesa da intención) de cambiar el mundo, de transformarlo. Ha expresado su discon­formidad con el tiempo presente y ha arbitrado métodos y procedimientos para traer al mundo un proyecto de sociedad ideal que constituye siempre la Utopía la Idea del filósofo .

Sólo algunas filosofías particular­mente lúcidas se han librado de esta tentación. Pero es el caso de que lo han hecho siempre desde una actitud de desengaño y pesimismo. En realidad hay dos especies históricas que han prevalecido en la historia de la filo­sofía: en primer lugar existen las filo­sofías liberadoras emancipadoras que proyectan el diseño de un mundo me­jor sobre la base de una crítica al mundo presente y del arbitraje de los medios y los métodos respecto a su posible transformación. En segundo lu­gar hay filosofías que han perdido esta dimensión épica y esta apelación a la emancipación colectiva y buscan a toda costa el clavo ardiente de la salvación del individuo. Son filosofías de W1 pe­simismo resignado que, por el camino ascético de la renuncia, intentan salvar al individuo del ' horror y de la abomi­nación del tiempo presente sin propo­nerle utopías emancipadoras. El mode­lo de estas filosofías lo proporciona Sehopenhauer. Hoy existen plantacio­nes epigonales de este modelo: así por

ejemplo las reflexiones filosóficas de Ciaran.

La filosofía en su historia parece moverse siempre en el tedioso ricorsi de este movimiento pendular: de la especie épica emancipadora, colectivista, cuyo paradigma moderno lo proporcio­naría el marxismo, se ha basculado ha­cia una filosofía que busca la salvación individual sobre la base pesimista de la resignación épica y colectiva. En un caso se quiere traer al mundo la utopía. En el otro caso se quiere huir del mun­do y abrazarse al nirvana. En un caso se pretende transformar el mundo. En el otro librarse del mundo (y de su inagotable generación de sufrimiento) transformando al individuo en un san­to o en un bonzo quietista que resig­nadamente contemple el mundo desde la infinita distancia conseguida a tra­vés del consuelo ascético del arte y de la filosofía.

«Hasta ahora los filósofos han que­rido transformar el mundo» . La frase, así corregida, arroja un saldo de ver­dad histórica bastante grande si la confrontamos con la selección natural de las ideas . Hoy la frase comenzamos a suscribirla como descripción de lo que ha sido la filo sofía normal. Como alternativa a esta frase, cuyo contenido épico y liberador he intentado poner de manifiesto, parece como si sólo se nos ofreciera el modelo de una filosofía de la resignación que, ante el fracaso de la épica de la transformación del mun. do, sólo busca la salvación del indivi. duo . ¿Es posible romper el nudo gor­diana de estos dilemas , de estos ricorsi, de esta basculación tediosa en tre filo· sofías emancipadoras y redentoras, en­tre filosofías utópicas y filosofías pesi­mistas o resignadas? Si seguimos le­yendo el forro o el reverso del aforis­mo de Karl Marx hallaremos quizás la respuesta: «Hasta ahora los filósofos se han dedicado a transformar el mun­do. De lo que se trata es de interpre­tarlo» . El forro de la frase pronuncia al final una palabra esencial, impor-

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tantísima: «De lo que se trata es de interpre tarlo». La tarea a la que hoy se nos invita, la tarea a la que les in­vito a ustedes es a desarrollar el con­tenido de este final de la frase: «De lo que se trata es de interpretar el mundo». La frase entera podría r econs_ truirse así : «La tarea que nos incum­be, la tarea propia de nuestro destino histórico, consiste e n interpretar el m undo, no en transformarlo». Esa es la tarea que le incumbe al pensar y al poetizar contemporáneas, a nuestro pensar y poetizar : interpretar el mun­do, dar con una interpretación del mis­mo. Interpretarlo , pero sin ningún afán ni voluntad de transformarlo. Si quie­ren decirlo e n los b ellos términos del poeta-filósofo Novalis, podría decirse que la tarea del pens·amiento y de la poesía se cumple romantizando el mundo.

II

La palabra interpretación debe ser corrrectamente entendida. El intérpre­te (y tomo el término en su acepción musical o teatral) jamás se coloca en una actitud pasiva y resignada respecto al texto del mundo o a lo que podría­mos llamar la prosa del mundo. El in­térprete se coloca ante el texto mun­dano en una actitud activa y produc­tiva (poiética, es decir, poética, de poié­sis, producción, creación, poesía). Pero el intérprete se sitúa a la vez en una actitud radicalmente receptiva respecto al texto del mundo . Su actitud es, pues, activa y receptiva. Es escandaloso que el pensamiento filosófico no haya encontrado el modo de sintetizar con­ceptualmente -estos dos rasgos unidos de la actitud del verdadero intérpr ete. El intérprete no es sujeto pasivo res­pecto al texto del mundo sino, según lo determino en algunos t extos míos, su­jeto receptivo y pasional. Es sujeto re­ceptivo por cuanto el texto del mundo le viene dado, le viene destinado. Acep­ta y acoge el texto del mundo como un

dato o como un destino. Pero el intér­prete sabe responder activamente a ese destino. Mediante su interpretación no pretende cambiar el mundo y trans­formarlo pero sí quiere poetizarlo, es decir, pensarlo esencialmente, pesar­lo, sopesarlo, valorarlo, asignarle un valor creador, un peso específico pro­pio. Mediante la interpretación el mun­do sigue siendo tal como es, el mundo no se ha cambiado ni se ha transfor­mado, cada suceso y cada proposición de la prosa del mundo sigue en su posi­ción, en su lugar. Nada ha sido modi­ficado. Pero se ha abierto una perspec­tiva desde la cual el mundo se nos muestra de otro modo: ha sido roman­tizado, ha sido pensado y poetizado.

Fue Wittgestein el filósofo que nos rompió el nudo gordiano de los dilemas y antinomias a que anteriormente he hecho referencia. Es falso interpretar su filosofía en continuación con la tra­dición pesimista de Schopenhauer. Cuando nos dice que la filosofía deja el mundo tal como es, sin cambiarlo ni modificarlo, esta reflexión no tiene nada que ver con la resignación deca­dente ni con el pesimismo, ni con el desencanto con respecto a cualquier Utopía de la Transformación del Mun­do. Esta reflexión debe pensarse en sín­tesis con aquella otra en la que Wit­tgenstein concede a la filosofía un pa­pel activo y terapéutico, es decir, ca­tártico, poético (poético de poiésis). «La filosofía es una actividad» dice Wittgenstein. En efecto, contituye una actividad poetizad ora que no pretende cambiar el mundo, que deja el mundo tal como está, que no modifica una le­tra del texto del mundo, ni una par­tícula de su sintaxis o su gramática, pero que logra mostrarlo, es decir, co­locarlo en lugar despejado, alumbrado en el ámbito de lo que Heidegger llama LichtUl1g. El mundo y su conjunto de palabras y proposiciones, el mundo desde sus estrictos límites, o un frag­m ento de azar entresacado del mundo y de su prosa cae de pronto en ese lu-

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gar despejado. Es como si de pronto se abriera un claro en el tupido bosque de símbolos espesos y oscuros que constituyen el mundo. La filosofía de Wittgentein y la de Heidegger, la que he intentado proseguir en mi libro Los límites del mundo, rompen el nudo gor­diano de la filosoffa histórica, rompen el falso dilema entre utopía y resigna­ción, entre cambio y pasividad contem­plativa, entre filosofía revolucionaria y filosofía pesimista, entre optimismo y pesimismo, entre épica colectiva y sal­vación individual mediante la acuña­ción de una nueva tarea para el pensar y para el poetizar que daría lugar al concepto, correctamente entendido, de interpretación. Yo empleo a este res­pecto un concepto que da a la inter­pretación toda su fuerza y coherencia, el concepto de recreación tomado en toda su maravillosa pluralidad de sen­tidos, en toda su polisemia.

La tarea del pensar o del poetizar consiste en recrear el mundo. El mun­do y su prosa está ahí, llenos de mé­ritos. Se trata de recrearlos poética­mente. El mundo está ya dado, puesto ahí tal como es. El mundo es puro po­situm, positividad, positivismo absolu­to. El mundo es el pósito o el sumi­dero de todos los desperdicios y super­vivencias que precipitan, como incone­xas y azarosas tradiciones pragmáticas, lo que podemos llamar tiempo presen­te. El mundo es pura presencia, puro presente de indicativo: en él, en ese presente de indicativo, caen, como en un cubo de basura, como en un con­teiner, todos los pasados perfectos y pluscuamperfectos, imperfectos e inde­finidos. El mundo está ahí presto a existir como el vertedero de todos los residuos rurales y urbanos que consti­tuyen lo que se llama Historia Univer­sal, esa Historia escrita siempre por los vencedores, por la ley inexorable del más fuerte, por los triunfadores de la selección natural, por los darwinis­tas militantes. El filósofo, el poeta, y desde luego el arquitecto, el urbanista,

si quieren situarse en la ruptura del nudo gordiano liberado por las ense­ñanzas socráticas de Wittgentein y de Heidegger, aceptará el mundo tal como es, lo recibirá como un dato, como un destino. Pero sabrá responder de él. Sabrá responder al dato y al destino mediante la promoción activa de una interpretación poética que deja ser al mundo tal como es, que deja ser las cosas del mundo tal como son, pero que, con soberana indiferencia al mun­do y a su textura (llena de méritos o de deméritos), se dispone a interpre­tarlo, se dispone a dar una interpreta­ción (en sentido musical y teatral del término) de ese mundo: una visión ilu­minadora en virtud de la cual el mun­do se muestra en su verdad, despejado, transparente, tal como es, en su esencia.

Interpretar el mundo no significa, pues, contemplarlo pasivamente, ni tampoco tratar de describirlo ni de ex­plicarlo desde un ámbito distinto al del propio mundo. El intérprete, sea poeta, filósofo, arquitecto o urbanista, no se aloja en un espacio separado y aparte respecto al mundo, desde el cual pu­diera eventualmente describirlo, ex­plicarlo o transformarlo. No hay tal espacio aparte. Sólo hay mundo. Sólo existe el mundo con su obscena y terca textura. Sólo hay texto y contexto den­tro del mundo, sólo hay lenguaj e como lenguaje del mundo. Como sabía Wit­tgenstein: .«Los límites de lenguaje son los límites del mundo». No existe es­pacio meta lógico ni metalingüístico desde el cual alojar un discurso que desde fuera del mundo permita hablar de éste, describirlo, explicarlo o pre­tender transformarlo. No hay tal es­pacio aparte, por mucho que la filoso­fía en su historia, simpre aliada al po­der de los vencedores, ha pretendido para sí este espacio supremo desde el cual describir y juzgar el mundo con la intención sea de transformarlo, sca de perderlo de vista. De Platón a Scho­penhauer la filosofía ha querido siem­pre instituir un espacio, como el tri-

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bunal de la razón kantiana, desde el cual poder juzgar el mundo, su valor o su f.alta de valor, con el fin de trans­formarlo o de distanciarse radicalmen­te de él. La genial crítica que Nietzsche hace a la filosofía de Schopenhauer (y que arrastra a la gran tr·adición de la filosofía normal, la tradición platónica o la kantiana) consiste en recordar que no es posible colocarse fuera del mundo para juzgarlo, puesto que no hay modo de salir de los grilletes del mundo, que son lingüísticos. El mundo está constituido por lenguajes evalua­dor·es que desde dentro (del mundo) conjugan de forma errática y variada los eternos juegos lingüísticos (que siempre retornan) del bien y el mal. La filosofía es actividad, es interpretación activa, es juego lingüístico que piensa y poetiza el mundo (y lo mismo debe decirse del arte y de la poesía, y tam­bién de la arquitectura y el urbanis­mo). Pero ese juego lingüístico no es un juego de todos los juegos ni un conjunto de todos los conjuntos, no es un metalenguaje, porque no hay espa­cio aparte más allá de los límites de lenguaje y mundo. Es un juego más: el juego poético, apasionante, de la ver­dad. Todos los que quieren pueden ju­gar a este juego. El juego está abierto a su uso. Jugarlo es una cuestión de gusto o viceversa. O si quiere decirse así, una cuestión de voluntad, de volun­tad de poder.

III

He dicho que no existe espacio apar­te donde alojar un lenguaje directivo, soberano o fundacional que pretenda hablar, desde fuera del conjunto de su­cesos y proposiciones que constituye el mundo, de éste. Pero históricamente, desde el poder, se ha pretendido siem­pre configurar ese «espacio aparte» dcsde donde guiar, conducir, dirigir la marcha del m un do. Desde ese metalen­guaje se lo pr etende describir y expli­car con la finalidad de cambiarlo y

transformarlo. Sostengo aquí que ese espacio es, en el sentido peyorativo de la expresión, ficticio. Es una ficción que no se reconoce a sí misma como tal ficción. Y una ficción que se ignora como ficción o que cínicamente se hace pasar por no-ficción (por «realidad verdadera»), eso es para mí la defini­ción misma de lo falso. La filosofía nor­mal, la filosofía como disciplina, la fi­losofía que pretende ser ciencia, la de un Kant, la de un Husserl, la del círculo de Viena, pero ya la de Platón (aunque no la de Aristóteles), la filosofía que quiere ser respetable profesión o Fach, según ha mostrado recientemente el más lúcido de los jóvenes filósofos americanos, Rorty, alberga siempre esta intención y pretensión del alzar un espacio aparte, metalingüístico, con relación al mundo y los sucesos y las proposiciones o juegos lingüísticos (en realidad, juegos de azar) que tie­nen lugar en él.

Me atrevería a extrapolar esta refle­xión a todos los campos profesionales. y muy en particular a la arquitectura y el u rbanismo. Piensen ustedes en todo lo que acabo de decir con rela­ción a la filosofía y al espacio desde el cual se dirige al mundo y a su lenguaje y cotéjanlo con lo que sucede en esos ámbitos prof.esionales . Me dirán uste­des que la extrapolación no es posible. Pues bien, diez años de convivencia CO:l

la profesión a través de la Escuela de Arquitectura de Barcelona me hace pensar que todo el discurso que he lle­vado a cabo hasta ahora es una pará­bola adecuadísima para referirse a las complejidades específicas de dicha pro­fesión. Esta historia o esta narración relativa a la filosoffa puede modularse, sin forzar los datos de la experiencia, a la clave tonal en la que se despliega la profesión arquitectónica y urbanís­tica. De te fabula narratur.

Vuelvo sobre la frase de Marx. En rigor dicha frase dice así : «Hasta aho­ra los filósofos se han limitado a in­terpretar de distintos modos el mundo.

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126 EUGENIO TRIAS

De lo que se trata es de transformar­lo. » Ahora les invito a que sustituyan filosofía y filósofos por arquitectura y arquitectos, o por urbanismo y urba­nistas. Y les invito de nuevo a ese ex­perimento «del forro» en razón del cual la frase podía leerse así, inverti­da: «Hasta ahora los filósofos han querido transforma el mundo. De lo que se trata es de interpretarlo.

Se ha hablado mucho estos años de postmodernidad, postmodernismo y ar­quitectura postmoderna. Yo me limita­ría a hablar más modestamente de con­ciencia de crisis respecto a la moder­nidad. En mi libro Los límites del mun­do señalé que esa conciencia de crisis forma parte de la esencia misma de la modernidad. En la medida en que el modernismo o el «Movimiento Moder­no» no se adecúa a esa determinación de su esencia (que es la crisis y la con­ciencia de la crisis), no se realiza corno tal. Lo que estos últimos años ha en­trado en crisis ha sido el amplio re­siduo y resto de prótesis «premoder­nas» con que el «Movimiento Moderno» se ha implantado corno movimiento hegemónico. Así por ejemplo la retó­rica respecto a esa voluntad transfor­madora del mundo en relación a cierta utopía arquitectónica o urbanística que actúa como principio inspirador de algún Plan General de cambio revolu­cionario del entorno o del habitat rural y urbano. O también toda constitución de un espacio aparte, metalingüístico, desde el cual reordenar radicalmente y revolucionariamente los usos y las costumbres, los modos de habitar y ser-en-Ia-ciudad a partir o desde un dis­curso hegemónico legitimado por la respetabilidad y honorabilidad de una profesión que asume un papel dirigente en connivencia con el poder. Lo que ha entrado en crisis es toda ficción en tor­no a un espacio aparte profesional se­parado de los datos brutales que arro­ja la experiencia y desde el cual se pre­tende describir, explicar, orientar y transformar ésta. No hay tal espacio

aparte. La arquitectura y el urbanismo no son ni pueden ser hoy concebidos como un metalenguaje. Constituyen, todo lo más, un juego, un juego lin­güístico proyectivo, pro-posicional más dentro de los que pueden realizarse dentro del cerco de sucesos y propo­siciones que denominamos mundo. La arquitectura y el urbanismo no se si­túan por encima ni más allá de los lí­mi tes del mundo. Ambas profesiones deben concebirse como juegos lingüís­ticos internos al cerco de sucesos y proposiciones que constituyen el mun­do. Un juego más enmarañado con los restantes, con los que puede guardar, como decía Wittgenstein, ciertos «aires de familia». No hay Juego Transcen­dental que reflexione sobre todos los juegos según pretende la ya absoleta y reaccionaria teoría epistemológica y social de los últimos «neokantianos», los frankfurtianos póstumos Habermas y Apel. La arquitectura y el urbanismo pueden definir juegos específicos, jue­gos particulares, sin ninguna preten­sión de generalidad y universalidad absolutos. Eso sí, juegos con reglas muy estrict as y muy específicas desde las cuales adquieren su sentido. Esos juegos están abiertos al usuario: cual­quiera de nosotros puede, si quiere, en­trar en el juego arquitectónico o en el juego urbanístico, o si quiere decirse así, hacer uso de la propuesta o propo­sición que da lugar a lo que en estos campos se denomina, con todo rigor, proyecto. Este genera la pragmática de un uso específico y determinado según ciertas reglas inflexibles . Como en todo, o se juega o no se juega: eso es cues­tión de gusto o víscera . O de voluntad de poder.

IV

Con la ambigua fórmula del «ensa­yo filosófico» he dcfinido siempre el «género» en que se inscribe lo que realizo con la escritura desde mi pri­mera intervención pública. Parto de 1a

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convicción de que hoy la filosofía sólo pued desarrollarse bajo la forma tex­tual del ensayo. Después de Nietzsche y de Heidegger, después del último Wittgenstein, la filosofía sólo puede ser ensayo en sentido genuino: lo que mu­sicalmente se llama tiento y en caste­llano diferencia. Su forma es lo que en mis libros suelo llamar «principio de variación». La filosofía, como agu­damente señala el excelente «joven fi­lósofo» norteamericano Rorty, no pue­de ya nunca más pretender ser ciencia estricta, strenge Wissenschaft, como quería que lo fuese Kant y, en nuestro siglo, desde puntos de vista diferentes, la fenomenología de Husserl y el «po­sitivismo lógico» desde Russel hasta el Círculo de Viena. Sin necesidad de asu­mir los postulados del actual «anarquis­mo epistemológico», lo cierto es que la filosofía ya nunca jamás podrá ser dis­ciplina profesional o Fach si quiere se­guir siendo expresión del pensamiento creador. Hoy más que nunca la filo­sofía sólo puede ser aquello que Kant también deseó, que fuese filosofar ge­nuino. Filosofar en el sentido verbal e infinitivo de la palabra. Filosofar como work in progress. De hecho la verda­dera filosofía que se desarrolla desde la gran crisis de conciencia europea que simboliza la fecha de la abortada revolución de 1848, tiene ya este ca­rácter: la de un Nietzsche, la de un Kiezkegaard y la que en nuestro siglo desarrollan y despliegan Heidegger y Wittgenstein. Filosofar en sentido infi­nitivo y verbal significa pensamiento­acción, lenguaje y escritura activos pragmáticos, que desbrozan, de forma tentativa y ensayística, la mal eza en que se oculta lo «todavía-na-pensado». La filosofía o es ensayo o se derrumba en la esterilidad de los laberintos bu­rocráticos de un academicismo univer­sitario sin presente y sin futuro.

Por toda esta suma de razones es imprescindible al pensador formularse hoy la acuciante pregunta: ¿Qué es en­sayo? ¿ Qué significa ensayo? ¿ En qué

compleja y difícil intersección de ca­minos y de formas, o de «géneros», debe pensarse el ensayo como ensayo? No pretendo responder a esta pregun­ta sino que me vaya limitar a «enros­carme» en la perplejidad que traza el signo de interrogación.

Como pintura del yo y expresión del propio estilo define Montaigne el en­sayo, en el supuesto de que «el estilo es el hombre ». El ensayo pretende for­marse una visión del mundo, expresada por escrito, a partir o desde la pers­pectiva radicalmente individualizada y subjetiva del «yo» que detenta el dis­curso.

En el extremo opuesto de esta pers­pectiva abierta por Montaigne se en­cuentra aquella célebre cita extraída de l·a Instauratio Magna de Bacon de Verulamio con que se abre la Crítica de la razón pura de Kant: De nobis ipsis silemus : De re autem, quae agitur petimus... «Callemos acerca de nos­otros mismos. Centremos, en cambio, la atención y el deseo en la cosa, es decir, en el asunto, materia, tema o cuestión que aquí se debe tratar .. . »

El ensayo filosófico existe y habita en la tensión y en el precario equilibrio logrado entre estos dos «centros gravi­tatorios» de signo opuesto. Debe dar forma a esa tensión y conflicto entre el radical subjetivismo que personifica Montaigne y el objetivismo deseado por Bacon o por Kant . Ni es pura re­creación autobiográfica ni es tampoco filosofía entendida como «ciencia es­tricta». Vive y se alimenta del campo de fuerzas que abre esta doble pola­ridad y debe dar forma y expresión a ésta.

V

Según Platón el relato y la ficción en su forma dramática exige la desapari­ción del autor para que se promueva la metamorfosis proteica de éste en los dramatis personae. En la épica todavía está presente el autor, también en la lírica, pero ya no en el drama.

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En el arte y en la poesía se sacrifica el ego en f.avor de la bella apariencia o del fenómeno, los cuales tienen por patronazgo a Proteo (Platón); en la ciencia y en la filosofía como ciencia se quiere captar la ley o la razón de «la cosa misma».

El ensayo filosófico es e l meridi·ano o la intersección de todos estos conti­nentes: de ahí su extrema tensión, la alta presión a que se halla sometido, su vulnerabilidad y la dificultad de su recepción ajustada.

El ensayo filosófico quiere captar ,da cosa misma», pero sabe demasiado bien que nos ha sido robada, por alto designio de los dioses, la posibilidad de conocer su ley y su ratio inmanente. y sin embargo, con conciencia trágica e irónica, tensa el espíritu y la escri­tura en dirección a ese Imposible.

El ensayo filosófico, de camino hacia la perdición, no rehúsa entretenerse en un recorrido connotativo y sugerido de aquella bella apariencia que , en forma de universo de ser es singulares, cons­tituye la r iquez·a y el esplendor del arte y de la literatura.

Con relación a la ciencia y a la fi­losofía entendida como ciencia, el en­sayo filosófico profesa un desazonante escepticismo que no le impide un trá­gico indagar lo mismo que ellas. Es la eterna «mala conciencia», que acom­paña, como un parásito, a la ciencia y a la filosofía que quiere ser cientí­fica.

Pero el ensayo filosófico no puede ni debe reprimir generalizaciones y fór­mulas contundentes, explícitamente verbalizadas, en su r ecorrido del mun­do de la apariencia. Sabe el carácter sustantivo de lo singular pero se es-

fuerza por hallar su principio arque­típico y la ejemplaridad que puede subyacerle.

El ensayo filosófico es, en suma, un ejercicio soberano de eso que genial­mente llamó Kant juicio reflexionan te.

El arte y la literatura dan forma y fi gura a un ser singular arrancado del «mundo de la apariencia». La ciencia y la filosofía científica enhebran su discurso con lo que Kant, en el con­texto citado, denomina «juicios deter­minantes ».

El ensayo filosófico «busca» la nor­ma inaccesible que legisla sobre casos singulares. Desarrolla y despliega todo el movimiento complejo al que Kant llama juicio reflexionante. La lectura de la Crítica del juicio nos da, pues, el código en el que se inscribe este ¡!énero necesariamente mestizo y profunda­mente original al que llamo ensayo fi­losófico.

En última instancia el ensayo filosó­fico constituye un juego lingüístico que pretende interpretar y poetizar el mun­do mostrándolo en el modo de una bús­queda t entativa de la idea que le sub­yace. Una búsqueda tensa en dirección a 10 imposible. Esa es su precariedad y su fuerza o grandeza trágica. No es ciencia ni es pura creación: es la in­tersección que resulta de la extrema tensión entre ciencia y pura creación: es el mestizo género que consigue dar forma a esa lucha, a esa tensión, a ese conflicto eterno entre la tendencia nor­mativa y normalizadora de la ciencia y la vocación anárquica y carismática de la pura creación. Entre Institución y Carisma busca el ensayo arrancar al mundo, a su prosa, un Acorde de Poe­sía y Verdad.

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8.

Literatura y Sociedad

¿Coincidencia o disfunción?

JOSÉ MARíA MERINO

LOURDES ORTIZ

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JOSÉ MARíA MERINO

Sociedad y compromISO literario

A la vista del enunciado del tema de nuestra mesa redonda, estuve en un principio a punto de titular «Galgos y podencos» a mi intervención, recor­dando la fabuliHa en que los conejos, por quedarse discutiendo sobre la na­turaleza de sus perseguidores, acaban siendo aniquilados por ellos.

Pues entendí yo que el objetivo del tema' propuesto sería analizar, desde una perspectiva ideológica, la relación funcional de la literatura con la socie­dad; poner de nuevo en el tapete el debate sobre la función social de la literatura, sobre determinada vincula­ción entre la literatura y algo llamado realidad y si la -literatura debe o no constituirse en espejo y motivo de transformación de la sociedad en que surge. Un planteamiento que, dentro del marxismo, originó hace años una polémica famosa, la que tuvo lugar en­tre Lukács y Brecht y en la que, aun­que por parte del segundo se apunta­ron argumentos que predicaban el rea­lismo literario desde concepciones me­nos rígidas y dogmáticas, ambos escri­tores entendían que la literatura, con independencia y por encima de sus contenidos artísticos, debía abscribirse a un modo de entender el mundo desde perspectivas realistas. Pues la literatura sólo era un producto subsidiario, vica­rio, de la Realidad -con mayúscula-o

En mi opinión, plantear hoy la vigen­cia e incluso la beligerancia de lo lite­rario desde la perspectiva de la «fun-

clOn social» que debiera asegurar, y suscitar un debate que enfrentase posturas que pudiéramos denominar «morales» frente a otras predominan­temente «esteticistas», constituiría un error. De ahí mi inicial evocación de la fábula de Iriarte. Pues creo que en estos momentos la literatura -y la palabra escrita de que está constitui­da- se enfrenta con problemas mu­cho más graves, que afectan a su pro­pia identidad, y más que preguntarse sobre su «función» en cuanto a con­cretas preocupaciones sociales, debe­ríamos interrogarnos sobre el propio lugar que, haciendo abstracción de sus contenidos, ocupa realmente en el in­terés de los posibles lectores, y tam­bién sobre lo que pueda ser en nues­tros tiempos el aporte sustantivo de la palabra, ordenada en forma de fic­ciones o de poemas, a la vida y a la cultura.

Sin embargo, dándole vueltas al di­choso título, comprendí al cabo que es lo suficientemente ambiguo como para permitir acercarse a él de diferentes modos, y que realmente no dejaría de organizar mi intervención dentro de sus pautas aunque, en lugar de plan­tearla ·en el marco de lo que pudiéra­mos llamar «compromiso» de la lite­ratura con la llamada «Realidad» -de que lo social sería su más completo emblema- la plantease de modo dife­rente.

Eso es lo que voy a hacer, aunque

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132 JOSE MARIA MERINO

en cualquier caso entiendo necesario formular algunas observaciones previas sobre literatura y realidad, pues, a mi entender, la literatura no puede ya ana­lizarse como un fenómeno subsidario, o epi fenómeno, de .algo superior, y de alguna forma contrapuesto, denomina­do Realidad. El concepto de realidad - el modo mismo de entenderla- ha variado notablemente en nuestro siglo, como consecuencia de nuevos descubri­mientos en el campo de las ciencias, en la comprensión de los conceptos de tiempo y espacio, en la psicología, en la comunicación, en la información y hasta en la amplitud con que las for­mas narrativas han irrumpido en me­dios no literarios. Y la novela, que en el siglo diecinueve era el único vehícu­lo capaz de acarrear con eficacia ejem­plos de vida individual o colectiva, des­cripción y crónica de sucesos y lugares, r eflexiones sobre la existencia de seres concretos y tod a clase de utopías, no está obligada hoya tal servicio, gracias principalmente al perfeccionamiento de los instrumentos de comunicación y a la canalización de muchas de aque­llas informaciones y preocupaciones a través de otras vías, que van desde la generalización y obligatoriedad de la enseñanza primaria hasta la multipli­cación de los medios informativos o la normalización de partidos y sindi­catos.

En tal sentido, la novela se ha visto exonerada de muchas adherencias so­ciológicas. Yeso, que pudo parecer a los críticos del primer cuarto de nues­tro siglo una amputación que llevaría consigo indefectiblemente a la novela a su decadencia y a su muerte, parece claro que ha tenido un efecto contra­r io y, me atrevo a decir, revitalizador. Pues los mundos novelescos de nues­tro siglo se han hecho m enos «realis­tas» pero han ganado en autonomía li­teraria y hasta han conquistado -o mejor seria decir reconquistado, si pensamos en esa novela modelo de no­velas que sigue siendo «El Quijote»-

un sutil simbolismo que no sólo es capaz de reflejar con especial intensi­dad la luz de lo que se ha dado en llamar «mundo real» sino que incluso se erige en foco iluminador y hasta en uno de los puntos de referencia de tal mundo.

Mann, Faulkner, Kafka, Borges, Roa Bastos, han mostrado que el universo de la ficción literaria no sólo no está en decadencia, sino que goza de un nuevo vigor impensable en las postri­merías del naturalismo. La novela se ha constituido en una realidad propia, específica, que no necesita referentes estrictos de la realidad no literaria para manifestar su vigor. Personajes como Pedro Páramo, la familia Snopes, Gregario Samsa o Aurealiano Buendía nos pertenecen mucho más por su re­sonancia literaria que por el reflejo del mundo no literario, y resultan a la postre signos de lo que principalmente entre los libros adquiere su verdadera dimensión. Quiero decir que ya no es posible establecer determinadas jerar­quías, colocando a un lado una reali­dad de primer orden y al otro lo lite­rario como evanescente remedio fantas­mal , pues lo literario forma parte de la realidad con entidad propia y hasta r esulta que muchos de los arquetipos y sueños que se filtran en la realidad no literaria, esa que se compone de las normas y de los hechos, provienen de las fuentes invisibles que manan en los hondones de la literatura.

y formuladas estas precisiones so­bre la literatura como realidad de la Realidad, como r ealidad con derechos propios, propondría que analizásemos el tema de hoy desde otra perspectiva posible, que, como apunté, consistiría en reflexionar sobre el alcance que la literatura, en términos generales, con­sigue en la sociedad de nuestro tiempo; desde tal punto de vista, sería preciso considerar el papel que otras formas narrativas -principalmente las que se producen mediante el empleo de imá­genes- han llegado a ocupar, y el lugar

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asignado a la palabra escrita, a los -li­bros y a su lectura, en nuestra sa­ciedad.

Encuestas muy recientes señalan que el 20 por 100 de las familias españolas no tiene ningún libro en casa; y aun­que parece haberse incrementado el hábito de lectura - señalan las estadís­ticas que se ha pasado de un 36,2 por 100 de lectores al 46 por 100 en siete años- lo cierto es que las historias narradas a través de la pantalla del televisor, o las sublimadas en las re­vistas del corazón, tienen indiscutible preponderancia frente a las narradas mediante ficciones escritas. En tal sen­tido, la literatura -incluso la concebi­da como un medio más del consumo efímero en la industria del entreteni­miento, cuyo ejemplo más caracterís­tico sería el libro tipo best-seller ocu­pa poco lugar entre las necesidades cul­turales de nuestros contemporáneos.

y sin embargo, incluso los defenso­res inteligentes de las nucvas tecnolo­gías aplicadas al entretenimiento debe­rían reconocer que la lectura es el pro­cedimiento de diversión más barato, que no necesita de grandes infraestruc­turas industri-ales ni de sofisticados aparatos para 1a reproducción de lo que pudiéramos llamar «unidad es de satisfacción» y que la lectura mantiene e incluso mejora el nivel básico de adiestramiento de los hombres respec­to de su herramienta natural, que es la palabra.

Es cierto que la venida arrolladora de nuevas tecnologías y el entusiasmo de algunos profetas de la comunicación parece anunciar la mengua y hasta el ocaso de 1a palabra. Imágenes y códi­gos nuevos ocuparán lugares hasta ahora señoreados por ella. Mas en este vaticinio parece olvidarse que los hu­manos hemos fabricado el mundo con palabras, y que nosotros mismos esta­mos hechos principalmente de pala­bras.

Cualquier intuición, por maravillosa que pueda ser, quedará solo en bru-

moso ensueño incomunicable si no tie­ne el cauce de las palabras para desa­rrollarse o interpretarse. Con similar capacidad para construir y comunicar, no existe código capaz de sustituir a las palabras, e incluso ese feliz día en que los humanos sean telépatas, los conceptos seguirán siendo necesarios para señalar las cosas y dar coheren­da a los sentimientos.

En un momento en que se predica la imagen y los nuevos sistemas de in­formación como el sustitutivo de las palabras escritas, sería, por tanto, ab­surdo, en mi opinión, discutir un as­pecto tan particular de la literatura como el de determinada relación fun­cional con la estructura social en que surge. Con -ello no quiero soslayar nin­gún debate ideológico, sino evitar lo que a estas alturas del siglo me parece una pérdida de tiempo.

Desde el punto de vista del papel que ocupa en nuestra sociedad, la li­teratura pertenece, por un lado, al campo de los divertimentos que el hu­mano utiliza al margen del tiempo productivo y, por otro, al campo de la educación. Como divertimento, ya he apuntado antes sus características de baratura, facilidad de acceso y renta­bilidad. En lo que se refiere a su pa­pel dentro de la educación formal, es preciso señalar que la consideración de los libros por el sistema educativo se circunscribe casi exclusivamente a funciones no sustantivas de lo literario. La literatura cumple en la educación -al menos en España- funciones ac­cesorias y, pudiéramos decir, serviles. Es útil como instrumento auxiliar del cstudio de la lengua -mediante proce­dimientos de análisis que han 1legado en ocasiones a constituirse en verda­deras autopsias, tratando los textos como si fuesen cadáveres- o como me­dio de enriquecer el espectro de la en­señanza de la Historia.

En España, los libros de ficción li­teraria jamás han interesado al siste­ma educativo, principalmente en sus

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niveles iniciales y secundarios, como puros objetos de lectura placentera, apropiados para un modo de gozo, y menos como instrumentos para ayudar al desarrollo de lo imaginario.

y sin embargo, sin el gozo de la lec­tura y el progreso de lo imaginario no puede comprenderse el mundo moder­no. y no me refiero sólo a lo imagi­nario novelesco -ese universo que se armoniza en nuestra memoria indivi­dual y colectiva y donde, de modo si­multáneo, vibran todos los paisajes leídos y se enardecen y entrecruzan las pasiones y los trabajos de sus per­sonajes, dando sentido a muchas de las pasiones y trabajos de los lecto­res- sino a lo imaginario más neto, progenitor de la literatura, ese reducto de libertad donde está el si tia de nues­tros sueños mejores y la intuición de que cualquier utopía tiene naturales vías para ser alcanzada.

Mas todo lo que digo pudiera sonar a alegato que encubriría una defensa nostálgica de universos arcaicos, o en trance de serlo; a una voluntad román­tica de aferrarse a lo que, siendo her­moso, está sentenciado no obstante a desaparecer, en virtud de inescrutables leyes de progreso. Pero nada más ale­jado de mi intención. Pues en este mo­mento en que muchos creen que la cri­sis de la palabra escrita es inevitable, y efecto de un avance técnico que no debe ser detenido, defenderla no es ser arcaizante, sino ayudar a la mejor ela­bor·ación del futuro. Ya que los nuevos medios de comunicación audiovisual y todos los sistemas informáticos sólo conseguirán multiplicar verdaderamen­te su eficacia técnica -que, ,en defi­nitiva, no puede ser otra que mejorar las posibilidades de imaginación y ele acción de lo humano- si se apoyan en la riqueza de las palabras y no las de­terioran. Al mundo de la imagen y de los nuevos códigos, la palabra escrita sólo puede enriquecerle y potenciarle.

Con todo, yo sigo creyendo, apoyado en la sabia opinión de muchos peda-

gogos y estudiosos, que la lectura de ficciones continúa siendo el modo más fructífero y sencillo de desarrollar lo imaginario. Y el tema de la necesidad de implantar firmemente la lectura en nuestra sociedad -a través sobre todo elel sistema educativo y con indepen­dencia de los designios de los autores ele los libros al escribirlos- es mi aportación a este coloquio; y frente al posible tema de la "función social» de la literatura -entendida en una dimen­sión que no puedo dejar ele calificar como moral- insisto en proponer que prevalezca en la reflexión de cuantos tenemos relación con la literatura como autores, profesores o estudiosos la consideración de que, si ni la novela -ni la poesía- han muerto, y su vi­gencia en el ámbito de lo imaginario ha cobrado en nuestra época nuevas y más ricas dimensiones, ¿por qué asu­mir que la palabra escrita está conde­nada a restringir su ámbito y a empo­brecerse como código de comunica­ción?

El problema para afrontar la pene­tración de la literatura en la sociedad -a través, como he dicho, del sistema educativo- puede radicar en cómo crear en los niños, en los muchachos, el hábito -yo lo llamaría dependen­cia- de la literatura. Ustedes saben perfectamente que eso que en tiempos (sin embargo) menos felices se deno­minaba vicio de la lectura, debe con­traerse a edades muy tiernas y que, del mismo modo que un niño alejado de la sociedad de sus semejantes de­viene bestia silvestre, la imaginación novelesca -y acaso también la poéti­ca- requieren ser despertados en esos momentos de la edad humana en que el embeleso es más generoso yel tiem­po tiene todavía dimensiones inmensas.

Los niños, los muchachos, están in­mersos en programas académicos den­sos, prolijos, excesivamente cargados de saberes. Vemos que llegan a sus ca­sas tan cansados, que sólo tienen fuer­zas para ser pasivos espectadores de

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la televisión. Conviene plantearse si, siendo como parece las nuevas tecno­logías tan apropiadas para el tiempo de ocio y para el aprendizaje lúdico de temas científicos y matemáticos, no se­ría más razonable invertir en lo posible la actual relación entre los contenidos del ocio y los de estudio y utilizar bas­tante del tiempo de clase, en los cen­tros educativos, en la lectura -y me refiero, naturalmente, a la lectura go­zosa de ficciones literarias- con el ob­jetivo del puro desarrollo de lo imagi­nario novelesco. Sin que, naturalmen­te, se deje de aplicar también la lite­ratura a la enseñanza de la lengua -si realmente es necesario- o al apoyo de la enseñanza de la Historia.

y esto, por fin, me lleva al lugar que señala el título de mi intervención, don­de me refiero al «compromiso litera­rio», aunque no en el sentido que se le ha dado tradicionalmente -en cuan­to servicio que la literatura debe pres­tar a opciones políticas concretas o a fi­losofías sociales determinadas- sino en el de compromiso de nuestra socie-

dad con la literatura: aceptación deci­dida de toda su dimensión que, por per­tenecer mayormente al ámbito de los sueños, está cargada de vocación libe­radora.

El inconsciente «compromiso» de la sociedad del diecinueve con su litera­tura ilustró a las masas y generó, sin duda, muchos cambios en las actitu­des sociales. No creo que pueda com­prenderse nuestro mundo actual al margen de la ávida lectura que sus contemporáneos hicieron de los gran­des novelistas decimonómicos; que, no obstante, dejaron cerrada y cumpli­da una etapa de lo literario.

De modo similar, y a la vista de que la novela del siglo veinte no ha resul­tado un epílogo, sino una saludable revitalización, no sería disparatado pretender un compromiso -esta vez consciente y asumido por las fuerzas progresivas de la sociedad- que intro­dujese decididamente la palabra escri­ta y las ficciones que con ella se han urdido y se seguirán urdiendo, en la formación de los ciudadanos.

República de las Letras NUMEROS MONOGRAFICOS

13. Los ESCRITORES y LA LEY DE PROPIEDAD INTELECTUAL.

14. ESCRIBIR: VOCACIÓN Y PROFESIÓN.

15. Los ESCRITORES Y LA ENSEÑANZA DE LA LITERATURA.

1. Extra. LA GUERRA CIVIL. CULTURA Y LITERATURA.

16. LA EDICIÓN EN ESPAÑA.

17. LA CRÍTICA LITERARIA.

2. Extra. LITERATURA FINLANDESA.

18. ULTIMAS TENDENCIAS DE LA LITERATURA ESPAÑOLA (1).

En preparación: ULTIMAS TENDENCIAS DE LA LITERATURA ESPAÑOLA (2).

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LOURDES ORTIZ

La calle y la letra

Sube como un eco, un vaho de palabras, ayes entrecortados, murmu­llos que se desprende de los adoquines y reclaman, golpean. Es la calle. La calle que tiene un ritmo, una medida, un compás y a veces incluso una me­lodía desentonada, inarmónica de rui­dos, cacerolas y neumáticos que co­mienzan a estallar o a desinflarse. Uno está ahí sentadito ante la máquina o el ordenador, coge la pluma - ha YLOS todavía- pellizca la hoja de papel y suben las palabras, trepan por las es­caleras, tiran chinas contra los crista­les y dejan mensajes, como grafittis, escritos con el dedo sobre el polvo, que se hacen nítidos cuando pega el sol. Hay como una queja, un bramido que hace rechinar el bolígrafo y uno, con­vertido en vidente tritura y mastica imágenes recibidas en los andenes, en el rastro, allá en la cafetería de la es­quina o en la cola inerte del autobús. La calle se agita como un enorme rep­til y pide la palabra (casi nunca la paz); quiere hablar y le busca a uno, le en­cuentra y se le mete en las entrañas, quiere ser vomitada sobre la página, como si todas las voces, esa concreta y única, aquellas destempladas, la otra quejosa y triste, la solitaria, la que se muere de angustia, la jovial y dichara­chera, la impertinente, la ambiciosa, la tímida y entrecortada, todas las voces digo, esa voz, buscarán un espacio en el papel, un lugar. para manifestarse, un hueco en las tripas para brotar,

cuando nadie las llama, ni parece re­parar en ellas.

Uno es caja de resonancia, lugar de encuentro, momento donde los queji­dos y los gritos se concretan en una sola frase, la afortunada, la que con­gela y universaliza el miedo, la espe­ranza, esa pequeña declaración de amor, aquel instante bajo las hojas, ese hambre, esos dientes desencajados, la mano tendida, la quijada doblada y ese sudor mecánico y repetitivo ante la maquinaria, en el torno. La calle.

La calle polimorfa y siempre anhe_ lante, reclamándole a uno, enviando claves, sugerencias. La calle se hace carne en la palabra y pasa a través del escritor, le reclama, le hace suyo y le invade con esa monserga de sordinas, de sonrisas esbozadas, de presen­timientos. Uno es portavoz de las luces y de los sonidos, de las ple­garias, de las maldiciones, de las miradas huidizas y de aquellas que son de desafío. Cuando uno escribe hay un temblor, como un vértigo de perso­najes que quieren auparse desde uno para sacar la mano -esa mano chilena del asfalto que pretende emerger- y uno siente que los rumores, los aulli­dos, los rostros desencajados se van dibujando, tomando cuerpo en el texto y nada, ni nadie podría rechazarlos.

La calle habla a través de uno, se dis­fraza de mil maneras, aparece revocada en el ámbito de la fantasía, se sube al mástil del barco, está siempre presente,

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aunque uno pretenda ignorarla, ocuL tarla. El estilo. La manera. El modo. Todo lo que parece único, original y pertenencia propia, no es sino manifes­tación, signo, quimera de la época, de los días, texto que plasma sin buscarlo los matices de una sociedad que puede alardear, por ejemplo (en esas esta­mos), de desprecio o desatención a lo social. Lo social no es nada, es un con-

o cepto. Pero los hombres están ahí y las modas y los modos de contemplar el mundo, de formularlo están tam­bién ahí prefijados y en continua mo­dificación-elaboración y somos hijos de esos modos, de ese estar ahí, socia­les querámoslo o no: damos cuenta, na_ rramos, inventamos, construimos mun­dos imaginarios y creemos escapar mientras permanecemos sumergidos como en un fango de querencias, de ex­pectativas, de voces apropiadas, escu­chadas, de himnos tatareados, fango que es el tintero donde se empapa nues_ tra pluma.

El escritor es así centauro que lleva en sus ancas una carga casi nunca con­fesada, pocas veces admitida y de la que, en ocasiones, pretende incluso re­negar, pero que es la que le hace re­linchar, marcar el paso, lanzarse a la carrera, trotar, jugar, o retozar en los prados; ancas del animal que reclama sus derechos y convierte al escritor en vigía, en testigo, en mensajero. No da­mos testimonio de nada, pero nuestra obra testifica, nuestros giros nos dela­tan, los modismos, esa peculiaridad del decir, esa construcción ágil a veces, lu­minosa, reiterativa otras. Somos mode­lados por todas las voces que nos pre­cedieron y esas que nos rodean y nos acosan, como a la espera.

Verne habla de viajes imaginarios, de aventuras, de tierras por explorar. Es la fantasía 10 que ejercita, lo puramente imaginario, y sin embargo su larga frase doctoral, llena de subordinadas, de vaivenes, de explicaciones didácti­cas, minuciosas e ingenuas, con un pa­panatismo de mesías del progreso, sus

giros, sus d:á10gos, sus obsesiones, su un iverso moral, todo le convierte en un escritor de su época, de ese momento concreto de la Francia del XIX: posi­tivismo, obrerismo, imagineria social, preguntas por resolver, optimismo y apuesta por el futuro, clase obrera as­cendente, una burguesía que se conso­lida, fascinación ante la ciencia, con­fianza en el ser humano que se «hace a si mismo». Nunca Verne sería un es­critor del XVII, ni del XX y su obra como toda obra de Arte le delata y le clava en su época: no importa que nos hable del viaje a la luna o se sumerja en el fondo del mar o descienda a las entrañas de la tierra. Y no es sólo por­que - seria sería demasiado fácil, dema­siado obvio-, sus predicciones fueran ingenuas, se quedaran cortas o metieran la pata (como le ocurre por otra parte a toda predicción futurista», sino, y esto es lo más importante, porque su modo de construir, de decir, de enca­denar la frase ... su lenguaje era y es precisamente de ese momento y no de otro. También la escritura es diacró­nica y evolutiva, también cambia y al cambiar destila olores temporales, de sociedades diversas, de una calle que ahora es asfaltada y bronca y antes de barro y riachuelos malolientes.

«No me sea usted antiguo. Lo im­portante es la escritura », se nos dice. ¿ y cómo no iba a ser así?: Al fin y al cabo nosotros somos los herederos de la muerte de dios. Huérfanos desposeí­dos que perdimos al padre, a la Histo­ria y a cierta visión de lo social que era -precisamente herencia del XIX y también de Verne-. Eso fue antaño. Y hoy ya ni siquiera nos atrevemos a alar­dear con cierto engolamiento, la pe­chera muy blanca y un anteojo dandy y decadente del Arte por el Arte (ya que lo del arte por el arte es también mito, construcción , que trae aromas de fin de siglo, sonoridad años veinte .. o es de­cadentismo de sobremesa, que huele aún . a romanticismo y se nutre de los últimos desmayos de las damitas sin

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nada que hacer y de los mariquitas to­davía tímidos, pero ya altaneros, tipo Wilde).

Lo nuestro, lo de hoyes algo más duro y también más desenfadado, como el grafitti en la pintura. El Arte es juego, afirmación frente a la nada que ya ni siquiera produce muecas de espanto, ni tipos perdidos en cubos de basura. Estamos aquí y somos dioses, mientras aquí estamos. Podemos serlo y por eso pintamos, inventamos, escri­bimos, hacemos el amor o... pongan lo que quieran... es de algún modo apuesta trágica, que recupera la alegría jocosa del pasotismo que, conoce sus propios límites y, sin embargo, ama la vida y ama la palabra el color, el ár­bol o las luces de neón.

Nosotros, los de mi generación creí­mos antes -época también, momento concreto de la escritura y de la idea­en algo que se llamó el compromiso y nos quedamos luego con un mutismo de sorpresa alelada ante campos con­centracionarios, regímenes totalitarios y verdades revolucionarias que pare­cían conducir sólo al crimen o a la intemperancia. Por eso el escritor de los setenta (muchos todavía no se han recuperado) tuvo remordimientos y se quiso angélico. Miró hacia sí mismo y dijo: «lo mío es la palabra; dejemos lo social para el político» y se puso a investigar en el texto, sin darse cuenta de que ese mismo juego de investiga­ción que huía del referente, esa misma tendencia al vacío del significado, esa hoquedad en la página, como un ronro­neo de frases al azar, quedaría como prototipo significante de una década de desencanto, de pavor, de desaliento; sería de nuevo estilo que más allá de lo meramente individual llevaría como siempre la marca de lo social, la marca del tiempo y de la calle. Uno se acerca ahora a cualquier texto de aquel mo­mento y en esos balbuceos, en el recelo, en ese «experimentalismo» a veces hue­ro, a veces trivial y a veces grandioso vuelve a emerger el estupor angustiado

de toda una generaclOn (guerra fría ... falta de expectativa y «angustia», pero todavía sin la ironía y la alegría de vi­vir de los ochenta ... o sin la rabia cada vez más densa de nuestro hoy más cer­cano) lo mismo que casi al mismo tiem_ po los cuadros de Tapies o de Burri, informales, renegando de la figura hu­mana y de toda referencia, con sus tra­pos, sus arpilleras, sus maderas roídas, su sangre coagulada, sus volúmenes ar­bitrarios, como restos de una erupción o de un bombardeo, nos cuentan mejor que ninguna obra figurativa la tragedia del hombre de posguerra, su grito, su afán por volver a encontrar modos nue­vos de expresar todo lo que por el es­panto y por el desaliento parecía ya im_ posible de ser expresado.

y de todo lo dicho se deduce que es una polémica v·acua. A veces lo social, pasa a primer plano. Y entonces el es­critor asume la relación conscien­temente y quiere incluso convertir­se en militante, en adalid, en por­tavoz y para lograrlo (suelen ser épocas de realismo y simultánea­men te de reajuste social) subordina la frescura expresiva del texto, acalla o no escucha la voz espontánea de la calle, la que afloraría en cualquier caso y se precipita en un mensaje que cree directo y entonces -asÍ de simple- el escritor deja de serlo y se convierte en periodista, en vocero, en coplero o en panfleto viviente. Y su obra pasa a ser coyuntural, inmediata, inexitente, muerta y sorda a lo social (cuando más creía o pretendía estar escuchándolo). Porque el único modo de convertir la obra de arte en universal, traspasando las fronteras del tiempo y del espacio es precisamente la coherencia con el medio expresivo que el artista maneja, la lengua en este caso, la palabra. Si el artista es riguroso con su modo de hacer y tiene cosas que contar, lo so­cial y después lo universal se le darán por añadidura. Y no al contrario. Lo social impostado desde afuera tiene la

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vida efímera de la noticia y apenas conmueve al hombre .. . ni siquiera con­sigue despertarle del letargo ... aunque tal vez sirva para movilizarle.

No hay modo de escapar a la época, al momento. Lo social nos traspasa, nos construye, nos clasifica. Pero eso no es limitación. Cada artista es hijo de su época, de los códigos visuales o expresivos de su momento y al mismo tiempo es siempre creador -innova­dor. Crea porque sintetiza y encuentra, da la palabra y abre caminos, parte de lo que tiene, de lo que hay, del mundo que le rodea y reelabora, reestructura, improvisa, escribe, pinta. En lo que es­cribe y en lo que pinta, en lo que com­pone, en lo que crea abrá siempre una huella, un signo del modo de haoer de ese momento, habrá asunción de todo lo anterior, de las modas (incluso el re­velarse contra las modas es algo que podrá después catalogarse como reve­lador de un momento concreto) ... No hace falta que se preocupe de lo social, para que lo social esté aflorando a tra­vés de su obra, de su modo de decir, de su forma de hacer.

y de esta verdad no se deduce otra, la de que el escritor sólo debe estar comprometido con su obra. Como es­critor, escribe; como ciudadano libre,

lE

como conciencia crítica, como detenta­dor de la palabra puede intervenir y debe en el ámbito social y si toma la pluma para intervenir en las polémicas de sus contemporáneos, utilizando para ello el prestigio o el crédito que su obra le confiere tiene la responsabili­dad moral de pronunciarse y de luchar contra la injusticia, la explotación y la manipulación que se ejerce desde el ámbito de la política o en la esfera económica. Puede callar y dedicarse a la escritura. Pero si sale a la palestra, a la cátedra, si elige la tribuna o el pe­riódico, si aplaude a Nicaragua o a la Cía., si habla de latinoamérica o de la universidad no puede hacerlo esgri­miendo una especie de Bula de inocen­cia. Toma partido y ,elige. Y a partir de ahí puede juzgársele, no como es­critor, pero sí como hombre o como amigo. Decir que Celine era por encima de todo novelista y que su colaboracio­nismo con los nazis no merma la gran­deza de su obra, es una verdad que no impide que uno, amando más casi que a ninguna otra novela contemporánea a «El viaje al fondo de la noche», pre­fiera tomar copas con gente como Ca­mus o como el mismo Sartre, que sin embargo fue siempre un novelista me­diocre.

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NOTAS A UNAS

JORNADAS

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ISIDORO PISONERO

Balance de unas jornadas

1

Nunca la literatura ha sido ajena al hombre. Ni siquiera en un mundo cada vez más dominado por la imagen ha perdido su significación histórica, su calidad de don. Hoy, como ayer, aspira a liberarse del lastre superfluo singu­larizan te para perfilar con tornos de mundos vagarosos, expectantes, que nos acechan y seducen en complicidad con una tradición siempre renovada, con unas emociones atemporales nun­ca del todo extrañas al lector. Un lector que «para bien y para mal es, cada día más, un lector cosmopolita», sensible a las novelas popularizadas por el cine o la televisión; a la novela policiaca, fantástica, rosa; a los best-sellers y testimonios personales; a los subgéne­ros as if y know how (Andrés Amorós). Pero, «en la incesante e interesadísima llovizna de papeles que apaga, distor­siona o minimiza el sonido de las voces actuales que sí son auténticas», un auténtico lector cosmopolita, no con­sumista, ha de instalarse críticamente en el tiempo, ha de asentarse en la base firme de las literaturas inactuales, que resultan ser paradójicamente las más actuales, las clásicas (Gonzalo San­tonja).

Hoy más que nunca, «cuando la li­teratura abandona el conocimiento crí­tico de nuestro tiempo real histórico, y se aleja hacia parajes de exotismo y cosmopolitismo sin cuento, orientalis­mo y neoespiritualismo sin fin, erudi­tismo a la violeta y asepsia aideológi­ca» hay que reclamar la hora del lector, no del comprador que consume <dite-

ratura e ideología lights», sino del lec.. tor responsable que usa la literatura y exige responsabilidades (José Antonio Fortes).

II

La creación literaria, convertida casi en mercancía que llega fresca a su destino, ¿ es un factor de colonización de sentimientos, conductas e ideolo­gías? Y, si es así, ¿puede llegar a ame­nazar la existencia de una cultura?

Colonialismo literario, entendido como asimilación que alcanza e impreg_ na las bases de una cultura, siempre lo ha habido. Sirven de ejemplo las in­fluencias sumeria y griega, en el pa­sado, o las francesa y norteamericana, en época más reciente. En lo que con­cierne a la lengua, la colonización de­debería entenderse más bien como revitalización, y la pretendida invasión actual de anglicismos no es, en abso­luto, de temer. Se da incluso el caso de que el inglés o el ruso, los idiomas más colonizadores, son a la vez los más colonizados. En la novela española con_ temporánea, en crisis de experimenta­lismo, «más que de colonización se po­dría hablar de desconcierto » (Jesús Pardo).

Se podría decir, con J. M. Caballero Bonald, que «todo colonialismo empie­za por uno mismo ». Depende, en gran medida, de la actitud que el lector asu­me ante el acto de lectura. El escritor legítimo, siempre vigilante de su liber­tad e independencia, debe salir impo­luto de toda esa balumba de seriales televisivos, de trampas de la moda, de

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144 ISIDORO PISONERO

presiones que ejercen el gusto colecti­vo y la hegemonía editorial.

En esta época, cuando la omnipre­sente publicidad intenta nivelar actitu­des estéticas y éticas, y la todopoderosa tecnología se constituye en medida de la realidad, «¿ qué puede hacer la lite­ratura frente al colonialismo de que, como parte de la cultura que alienta y que la alienta, es víctima? Ser ella misma ( ... ). Olvidarse de modas, triun­fos, mercados, éxi tos coyunturales. Ha­blar con el lenguaje que siempre, en sus grandes momentos, tuvo: el de la soledad y la belleza» (Andrés Sorel).

III

Al lado del pueblo, como parte ina­lienable del individuo, como señas de identidad y conciencia cultural, está la lengua. Una lengua que, desde la óp­tica sintetizadora del escritor, se em­pobrece lentamente, en un escenario de luz y sombra crepusculares, influida por la desruralización de la sociedad, la tecnificación de la educación, el im­pacto de los medios de comunicación social, el imperio de la imagen y la co­lonización cultural (Julio Llamazares).

El enfoque analítico de un lingüista asevera, por el contrario, que <<DO pue­de hablarse de una lengua más pobre. Sí, de que la sociedad ha cambiado ( .. . ) y ello ha permitido en la lengua nuevos cauces de expresión ( ... ). Es otra, como es otra la sociedad; ni mejor ni peor, es diferente ( ... ) (porque) lengua y sa­ciedad en su lento o rápido caminar, según se mire, guardan entre sí una cierta relación que cristaliza en la cul­tura global de la época» (Jesús Sán­chez Lobato).

Que la l engua esté más viva y pu­j ante que nunca, en plena expansión demográfica, no excluye que haya ex­celentes, mediocres y malos escritores, u suarios cuidadosos y hablantes que atentan por incultura o descuido con­tra las reglas más elementales. Pero <<lo importante no es hablar de lenguas

pobres o ricas, sino de la actitud cul­tural y decisoria de los hablantes», que, en el transcurso del tiempo, se encarga de dejar las cosas en su punto, acu­ñando términos extranjeros que atu­faban un día a modernidad esnobista, rechazando otros que parecían genera­lizados por completo, o animando las voces de protesta ante el uso inade­cuado de la lengua. Lo que nunca de­b emos olvidar es que la sociedad cam­bia y, con ella, la lengua se desplaza a horizontes no experimentados, per­fila su potencial expresivo con matices nuevos. Como escritores, como meros hablantes, «cuando se trata de ensan­char la lengua, hay que conocer muy bien la anterior, percibir delicadamente los matices que ya no puede explicar la vieja» y «procurar que lo que se importe responda a una realidad sa­cial, no al capricho o a la cursilería de algunos adaptadores fáciles» (A. Za.. mora Vicente).

IV ¿ Cómo se trasluce hoy la realidad

en la novela? Tras un período de rea­lismo social, en el que la novela era un espejo que reflej aba jirones de rea.. lidad y el narrador se limitaba delibe­radamente a desplazar la orientación del espejo, Tiempo de silencio y la eclosión de la narrativa hispanoameri­cana convierten a la novela en un uni­verso autónomo y auto suficiente en el que construcción y estilo se indepen­dizan de la realidad. La novela ex­plicativa y didáctica se refugia en gé­neros menores -léase novela negra­e inicia una recuperación de lectores y status. La novela que alcanza el favor de la crítica rinde culto a la experimen­tación formal, pero surgen también in­tentos de crear una novela filosófica. Poco a poco, los nuevos escritores van situando en primer plano la experien­cia personal, y e n sus obras se plasma un deseo de justificarse, de limpiar su conciencia de culpa o de mala con­ciencia. Las nuevas leyes que rigen el

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BALANCE DE UNAS JORNADAS 145

mercado del libro imponen a veces una novela «legible», que conecte con la in­mensa mayoría, y el tratamiento his­tórico se difumina en una dimensión onírica, mágica, evanescente, de evoca­ción nostálgica. Algo sí resulta mani­fiesto: <da novela actual se niega a tra­tar de conflictos sociales básicos, lo que en la época del realismo se llama­ba explotación, lucha de clases, plus­valía, alienación, pobreza, represión, et­cétera ( ... ). Hay, sin embargo, un cierto como sufrimiento, dolor o difiClultad que se ofrece a manera de sacrificio a cambio de algo que no se sabe muy bien lo que es, quizá comprensión, o complicidad» (Domingo Ynduráin).

No obstante, desde la técnic-a narra­tiva de la primera persona, un grupo importante de escritores ofrece una imagen caracterizable como «bruma, esfumato, penumbra, perfiles vaporo­sos, sentimientos apuntados, acciones inhibidas, comportamientos entrevis­tos, problemas de ambigua formula­ción, relaciones afectivas alimentadas por la desidia, incomprensión de lo que pasa» . No quiere esto decir que nues­tra novela actual escamotee la m edia­ción de la realidad. «Faltan sí, en esa literatura, aspectos muy sustantivos de nuestra vida. Faltan las formas capa­ces de abordar las ausencias esencia­les y transformarlas en materia artísti­ca, pero, a cambio, nuestra narrativa última recoge el tono moral, las pre­tension es vitales, las renuncias, los des­encantos y los miedos de los grupos sociales, hegemónicos o, al menos, de sus capas más cultas» (Isaac Montero).

Nunca la realidad ha estado ausente del todo en nuestra literatura narrati­va; sí ha cambiado el tipo de realidad y el grado de fidelidad del reflejo. Pero es cierto que <da que llamamos nuestra realidad, la realidad, la realidad espa­ñola, está más ausente en las últimas tendencias narrativas de lo que estuvo hace treinta años, cuando la realidad social dominaba tiránicamente la no­vela española» (Juan García Hortelano) .

V ¿Paga el escritor un tributo a la

moda o se precipita en sus abismos per­sonales? Desde hace un decenio, apro­ximadamente, subgéneros como el po­liciaco -que debe mucho en España al impuso decisivo que le confirieron E. Mendoza y M. Vázquez Montalbán, y asimismo a la planificación edito­rial- o el relato histórico suponen un revulsivo frente a la postración en que se encontraba la narrativa, que, hastia­da de realismo social, se había empe­ñado en un experimentalismo radical que la desviaba c-ada vez más del lec­tor. Nuestros narradores actuales l:e­nan con frecuencia el relato de refe­rencias culturales, cultivan una prosa intimista que se acerca a la poesía, plantean casi de modo exclusiv.) con­flictos interiores de personajes evanes­centes, que viven en mundos irreales de límites próximos, y se di stanciaD de la realidad más cotidiana. El narra­dor escribe a su gusto, pero realiza ante todo una novela basada en fórmu­las, que nos sugiere la impresión de «levedad , f.alta de sustancia, inconcre­ción, difuminación (también en los es­pacios, rurales o urbanos, o en los tiempos en que se sitúan esos asuntos), aislamiento de la vida del entorno» (Santos Sanz Villanueva).

En esta aparente unifor midad de tratamiento en nuestra novelística más próxima, surge la diversidad de los mundos propios de los narradores, fruto de sus propias obsesiones, forja­dos en miradas interiores, abismales indagaciones . El narrador queda, así, convertido en «una especie de media­dor entre lo real y lo imagin ario, des­marcado con frecuencia hacia uno u otro lado » (Luis Mateos Díez).

Los subgéneros hoy cultivados (no­vela histórica, policiaca, experimental - qu e aún pervive-, ncocostumbris­ta ... ) no s iempre son un corsé que in­moviliza al escritor, ya que pueden permitir una lectura pluridimensional (Manuel Vázquez Montalbán).

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146 ISIDORO PISONERO

VI

¿ Clasicismo o vanguardia en nuestra poesía? Una pregunta que, a estas al­turas, no tiene ya sentido, porque todo es tradición, o m ejor tradiciones, es decir, inmersión profunda en la cultu­ra para, desde la imitatio -entendida no como emulación repetitiva sino como reformulación creadora- hacer que emerjan realidades poéticas no por ligadas a la tradición carentes de no­vedad. La vanguardia «no es otra cosa que el espíritu de renovación y de in­quietud, la desesperada búsqueda de lo nuevo, cuando se considera que ello es posible». La poética de los novísi­mos no suponía en 1970 una ruptura estilística, pero se sirvió de la guerri­lla literaria para afirmarse. La nueva generaclOn «en términos generales parece mucho más buscar la autentici­dad literaria del yo, los diversos cami­nos de la tradición, que el fogueo lite­rario entre bandas rivales » (Luis An­tonio de Villena).

Por paradójico que resulte, tradición e invención no resultan contradictorias, son los dos polos de la auténtica crea­ción artística, pues (da libertad es la maravillosa suma de la tradición y la desobediencia ( ... ) Respetar -reelabo­rar- lo vivo de la tradición no es, en fin, una prueba de sumi sión , sino un acto de serenidad revolucionaria» (Fé­lix Grande).

No se niega, con ello, el papel hi s­tórico desempeñado por la vanguardia, que rompió en su día con los vínculos del pasado, con la práctica de la mÍ­mesis estilística, e intentó evitar el an­quilosamiento literario. En los últimos años -es manifiesto- «la vanguardia queda diluida, lo que no quiere decir ausente, dentro de la poesía contem­poránea », queda integrada en la tradi­ción . A su vez, lo clásico está muy ex­tendido en la poesía actual (Fanny Rubio).

VII

¿Ensayo, ciencia o creatividad? Se opone con frecuencia los conceptos de ciencia y creatividad, que, en el fondo, son dos modos de encontrarse con la realidad no tan distintos. Es cierto que, en su sentido tradicional, la literatura de creación se podría interpretar como un acto de rebeldía frente a la tiranía de lo real, pero (da obra de arte no es ajena en modo alguno a la intención cognoscitiva. Contiene evidentemente su verdad, su carácter de revelación, de alethéia, de mostración de realida­des que sólo en ella y a través de su lenguaje se pueden descubrir». Las creaciones científicas son esencialmen­te mediaciones con el mundo, pero re­sulta evidente el carácter intensamen­te creativo de la ciencia, en especial en su actividad y teorización, durante la época moderna. El ensayo, que no debe ser calificado de escrito de divulgación -traducción clara y rigurosa, pero asequible, de ideas más elaboradas­aporta una dosis significativa de origi­nalidad, «como remoción antidogmáti­ca, como experimentación intelectual, también más allá de la degradación trivializadora, como diálogo entre el pensador y las preocupaciones de la sociedad en que se halla inmerso» (Car_ los París).

Arte y ciencia, intuición e intelección, son dos fases de un mismo proceso creativo. «El filósofo piensa en concep­tos, el artista siente en imágenes; el ensayista pien sa y siente; por eso com­bina conceptos con imágenes y deja que sus sentimientos cobren más im­portancia que el tema» (Luis Racio­nero).

El ensayo filosófico debe mantener un equilibrio tenso entre lo subjetivo y lo objetivo, constituye «un juego li11-güístico que pretende interpretar v poeti:z;ar el mundo, mostrándolo en el modo de una búsqueda tentativa de la idea qu e le subyace. Una búsqueda ten-

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BALANCE DE UNAS JORNADAS 147

sa en dirección a lo imposible. Esa es su precariedad y su fuerza o grandeza trágica. No es ciencia ni es pura crea­ción: es la intersección que resulta de la extrema tensión entre ciencia y pura creación» (Eugenio Trías).

En el animado coloquio que siguió a la reflexión de los ponentes, se plan­tearon preguntas cómo: ¿Predomina lo pasional o lo objetivo en el ensayo?, ¿podría ser considerado el ensayo como ciencia frívola?, ¿ en qué género se encuadrarían obras como La inso­portable levedad del ser, de M. Kun­dera? Y las respuestas fueron: el en­sayo mantiene una constante tensión entre lo pasional y lo objetivo (E. Trías), pero hay veces en que se im­pone el estado de ánimo del ensayista (L. Racionero); nunca el ensayo puede ser tildado de frívolo (E. Trías), aun­que a veces predomina en él la función creativa y puede adquirir una cierta dimensión de frivolidad (e. París); par-a C. París, la obra de Kundera sería básicamente narrativa, pues la novela da pie a decir cosas más ligadas a la experiencia personal, a transmitir un pensamiento más informal, mientr-as que, para L. Racionero, los límites de la obra no están tan nítidos, ya que elucubra con frecuencia sobre las si­tuaciones.

VIII

Li teratura y sociedad. ¿ Coincidencia o disfunción? No se puede seguir con­siderando la liter-atura como un fenó­meno subsidiario de la Realidad. El propio concepto de realidad ha ido va­riando considerablemente, a medida que la ciencia esclarecía parcelas y as­pectos otrora ignotos. Hoy «lo litera­rio forma parte de la realidad con en­tidad propia y hasta resulta que mu­chos de los arquetipos y sueños que se filtran en la realidad no literaria, esa que se compone de las normas y de los hechos, provienen de las fuentes

invisibles que manan en los hondones de la literatura»; por eso, deberíamos preocuparnos, más que por su función social, por el lugar que ocupa en el interés de los posibles lectores, en su cualidad de divertimento y de factor básico de educación. El sistema educa­tivo debería prestar más atención a ex­plorar la ficción literaria como lectura placentera, ya que es el modo más fructífero y sencillo de desarrollar la imaginación. En vez de insistir en un tr-asnochado «compromiso social» de la literatura, hay que establecer un «com­promiso literario»: el de nuestra so­ciedad con la literatura (José María Merino).

La literatura, quiérase o no, se en­gendra en la sociedad y para la socie­dad y, aunque el escritor se despreocu­pe del público, «todo lo que parece único, original y pertenencia propia, no es sino manifestación, signo, quimera de la época, de los días, texto que plas­ma sin buscarlo los matices de una so­ciedad que puede alardear, por ejem­plo de desprecio o desatención a lo so­cial. Lo social no es nada, es un con­cepto. Pero los hombres están ahí y las modas y los modos de contemplar el mundo, de formularlo, están también ahí prefijados y en continua modifica­ción-elaboración y somos hijos de esos modos, de ese estar ahí, sociales que­rámoslo o no: damos cuenta, narramos, inventamos, construimos mundos ima­ginarios v creemos escapar mientras permanecemos sumergidos como en un fan go de querencias, de expectativas, de voces apropiadas, escuchadas » (Lour­des Ortiz).

Hemos llegado al final. La literatura sigue siendo una oferta gratuita, que nos libra un mundo primigenio de as­piraciones nunca satisfechas del todo, de gozos en la sombra apenas vislum­brados de mani pulaciones orquestadas por la historia del poder. Siempre re­sulta gratificante dedic-arle una exigua parte de ese instante fugaz que nos consu me.

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Relación de libros recibidos en esta Asociación

RAUL GUERRA GARRIDO.

LA MAR ES MALA MUJER.

Novela editada por Mondadori, 1987. Ult,ima obra del autor que obtuvo en 1976 el Premio Nadal con su obra «Lec­tura insólita de El Capital». Entre sus numerosos libros, destacamos 'las novelas «Copenhague no existe», «La costumbre de morir», «Escrito en un dólar» y «El año del Wolfram». «Tengo cincuenta y siete años y mi únjco problema son dos, no abandonar la mar y que no me aban­done mi futura mujer». Así comienza este r,elato épico de Raúl Guerra Garri ­do, actual Presidente de la Asociación Colegial de Escritores, que fue presenta­do recientemente en Madrid por el ci­neasta Manuel Rodríguez Aragón.

ANA MARIA NAVALES. PASEO POR LA INTIMA CIUDAD Y

OTROS ENCUENTROS.

Relatos publicados en la Colección Ara­gón, de Zaragoza. Ana María Navales ha publicado numerosos libros de poesía y de narrativa. Su última novela «El la­berinto de Quetzal» ganó en 1985 el «Pre­mio Antonio Camuñas». En poesía ob­tuvo el Carabela de Barcelona en 1977. Ha realizado diversas antologías de la poesía y la narrativa arragonesa contem­poránea.

G. MOLINA G. EL CAPITAN FRANCISCO PACHECO

EN LA CONQUISTA DE AMERICA.

Publicada por la Fundación Universitaria Española, Madrid, el autor es Cónsul Ad-honor del Ecuador en Madrid y ha utilizado documentos inéditos de archi­vos particulares y otros de los principales Archivos españoles. Homenaje a la ciu­dad de Portoviejo y aportación a los ac­tos del Qui,nto Centenario del Descubri­miento de América .

MANUEL MANTERO. NEW SONGS FOR THE RUINS OF

SPAIN.

Publicado por Bucknells University Press, Estados Unidos, versión bilingüe con traducción de Betty Jean Craige. Lleva introd ucción, notas y biografía. Dice en uno de sus poemas, que titula: «lntro­ducción para leer estos versos de amor»: «Vosotros, / los que vais a leer, / no prosigáis. / Cerrad el libro, / llamad en la memoria, / indagad / hasta los últimos rincones / de la memoria / con sombra o sol, / en rui,nas, / o con cal fresca de la soledad. / Buscad a los quejosos / amantes sin destino / (vuestros aman­tes), / besad los en las bocas, / reconci­liaos, como el árbol y su aire, / entregad el presente en lo desnudo. / Hombre o mujer, buscad / a los amantes que supli­can / Ser dioses ante un cuerpo / (el vuestro) / de brillo generoso . / y luego, en paz, venid, / leed.»

PILAR PAZ PASAMAR. LA ALACENA.

Publicada en la colección Arenal de Cá­diz y con prólogo de José Ramón Ripoll, esta Antología de la poetisa nacida en Jerez de la Frontera en 1933, de la que, siendo muy joven, escribió en una carta ] uan Ramón Jiménez: «Hay una mucha­cha, P,ilar Paz Pasamar que ha escrito un poema excelente, magnífico, sobre Dios . Entre los jóvenes poetas encuentro de vez en cuando cosas excelentes. Ese poema es una joya. Esa niña es genial». La Antología presente abarca poemas fechados entre 1951 y 1986.

CHABUA AMIREDZHIBI. DATA TUTASHKHIA.

Versión inglesa de la novela del escritor georgiano y publicada por Raduga Pu­blishers de Moscú. La traducción es de Antonina W. Bouis y las ilustraciones de Engel Nas ivulin.

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HELACION DE LIBROS RECIBIDOS EN ESTA ASOCIACION 149

JUAN MOLLA - VICTOR ALPERI. CARLOS BOUSOÑO EN LA POESIA

DE NUESTRO TIEMPO.

Libro homenaje. Gijón, 1987. Comprende una introducción sobre el autor de «Su­bida al Amor» y estudios que abarcan los siguientes capítulos: «La clave de un mundo poético», «Bajo el signo de la inseguridad» y «Los nuevos giros». Com­pleta el volumen una estructura de la poesía estud iada, un esquema compara­tivo de las diferentes estructuras litera­rias, bib]'iografía y principales estudios sobre Carlos Bousoño. Juan Mollá, poeta y novelista y Víctor Alperi, crítico y novelista son miembros directivos de la Asociación Colegial de Escri tores.

CONCHA ZARDOY A GRADIV A Y UN EXTRAÑO HEROE.

Ediciones Torremozas de Madrid publica esta última obra por el momento de la autora que inició su carrera poética en 1946. con la publicación en Adonais de su libro «Pájaros del Nuevo Mundo». El poema que da título al libro comi,enza así: «No pregunté quién eras en mi sue­ño / después de haberte visto cierto día / entrando en una sombra verdioscura. / Venías de una roca que fue playa / de so l, sin mar, trasaire disolviéndose».

JULIO CONRADO. AS PESSOAS DE MINHA CASA.

La obra tuvo una recomendación espe­cial del Jurado del Premio Orculo de Lectores en 1984, editorial que la ha pu­blicado. E l autor ha trabajado en ·los su­pJ.ementos culturales de los más impor­tantes diarios portugueses, forma parte del Comité Ejecutivo de la Asociación de Escritores Portugueses y ha publicado numerosos libros de cuentos, novelas y poemas.

ANGEL SAGARDIA ALBENIZ.

Edición en catalán de la colección «Gent Nostra». Editorial Nou Art Thor de Bar­celona. El libro va ilustrado con -retratos de músicos españoles y extranjeros y di­bujos d'e la propia hija del compositor, Laura Albéniz y se completa con una cronología biográfica, musical, literaria e histórica.

SALUSTIANO MASO. DON DE FABULA.

Obra ganadora del Premio Ciudad de Irún de 1985 con un jurado compuesto por Eladio Cabañero, Antonio Colinas, Angel García Ronda, Félix Grande y Jesús M.a Lasagabaster. Poemas encua­drados en diversos apartados: I: Apo­sen to Encantado; II: Escrito en la co­rriente; que a su v,ez comprende: El río y los nombres; Don de fábula; Espejos, lápidas. abismos.

DOLORES MEDIO. LA ULTIMA XANA.

Estas na rraciones asturianas vienen pro­logadas por Andrés López Marín y salen a la luz coincidiendo con el 75 aniver­sario de la autora que ya en 1945 ganó el Pr'emio Concha Espina de cuentos y en el 52 el Nadal con su novela «Nos­otros los Rivero». La presente obra de­sarrolla sus narraci ones en Asturias, la tierra a la que tanto ama la autora que ha creado L1n a Fundación para promover el desarrollo de la literatura y de la cul­tura de su «tierrina» .

ENRIQUE SORTA MEDTNA INTIM A PUERTA.

Obra publicada por el Grupo poético Barro de Sevilla y prologada por José María Requena. El autor ha dirigido su actividad literaria fundamentalmente ha­cia la sociología y la historia, cumpli­mentad o así su quehacer poético, tanto de creación como de divulgación de los prop ios poetas sevillanos contemporáneos.

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150 RELACION DE LIBROS RECIBIDOS EN ESTA ASOCIACION

XA VIER COSTA CLA VELL. CASTELAO: ENTRE LA REALIDAD

y EL MITO.

En la colección Biografías de Plaza y Janés incluye un apéndice con textos de Castelao y extensa bibliografía. Xavier Costa nació en Chantada, Lugo y vive en Barcelona. Escritor bilingüe y perio­dista ha publicado numerosos libros so­bre Galicia y una novela en gallego.

CARLOS AL V AREZ. VOLVER A LA PATRIA Y OTROS

COMENT ARIOS.

Ediciones Vanguardia .obrera, Madrid . El poeta recoge en el presente volumen una serie de trabajos, conferencias y ar­tículos de carácter eminentemente crítico político, que dan muestra de su quehacer público en los últimos siete años. Inclu­ye igualmente algunos trabajos sobre li­teratura. A través de esta prosa poética, dice el prologuista, Ramón Sánchez, ten­drán los lectores «un cuadro suficiente de sus convicciones, su v.isión del mundo y su actitud hacia las muchas cosas que reclaman su atención».

ANTONIO HOLGADO. VIAJE DE AMOR A AL-ANDALUS.

Editorial Alba. Algeciras. El autor ha publicado hasta el momento tres novelas y es fundador del Club de opinión «Euro­pa» y de varias colecciones literarias. A través del tren, Antonio Holgado recrea las gentes y los pa.isajes de su tierra.

ROQUE NIETO PEÑA. TODO ES SEGUN EL COLOR.

Relatos y anécdotas prologados por An­tonio Buero Vallejo y editados por Edi­ciones Juan Ponce de León de San Juan de Puerto Rico, 1987. El autor, exi liado por la guerra civil, ha publicado nume­rosos libros de poemas y m.:. morias.

JUAN MARIA CALLES MORENO. SILENCIO CELESTE.

Premio Adonais 1986. El autor nació en Cáceres en 1963. Ejerce como profesor de BUP en Castellón. Uno de sus poemas se titula «Alegría y calamidad de este si­lencio» y dice así: «QUE ley del corazón dirá tu nombre, / existe este lugar, mas yo no existo, / pues sólo soy memoria de otro cuerpo. / Todo comienza aquí. Todo termina / en ti como un silencio milenario. / (Y este oficio es viejo como el mundo.) / Vuelvo a la luz. Aspiras. Y está mudo.»

JOSE FERNANDEZ CASTRO. LA SONRISA DE LOS CIEGOS.

Incluye el poema «La sonrisa de los cie­gos», la novela corta «La cantaora ciega» y la comedia dramática «A la sombra del árbol de los besos», además de otros relatos y poemas. Viene prologado por el Jefe de la Organización Nacional de Ciegos, Sr. D. José Esquerra Berger, y en su prólogo, el novelista granad ino dice: «La tesis sostenida en la Sonrisa de los ciegos de que Jos invidentes son personas que pueden hacer lo que otras, aflora y crece para que su vida sea cada día más sincera y abierta, más firme hacia el bie­nestar, el desarrollo de sus cualidades y el logro creciente de integración y pleni­tud en los dones de la cultura, el arte, la justicia social y la función humana».

MIGUEL ANGEL MARRODAN. LA FRASE Y EL ESTILO.

Colección Salia no. Subtitula el autor: Pases y Compases, Fases y Desfases, Dislates y Disparates e incluye poemas, aforismos, pregones, trabajos críticos, del a utor de Portugalete.

ETTORE VIOLAN!. INSONNIA DI PENELOPE.

E:Jiciones Pananti de Florencia. Edición numerada. Comprende poemas del autor, mi .:. mbro del Sindicato Nacional de Es­cr:lores de Italia.

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Relación de revistas recibidas en esta Asociación

LETRAS DE DEUSTO.

Número 35, extraordinario sobre La Gue­rra Civil. Edita Facultad de Filosofía y Letras de Deusto. Mayo-Agosto 1986. Dirige Ignacio Elizalde. Estudios sobre la guerra civil en Euskadi.

ASIMETRIA.

Revista de poesía, números 2-3. Publica­ción semestral de la que es director y editor Javier Lentini. Barcelona. Incluye un cuaderno de poesía del escritor de Puerto Rico Luis Palés Matos.

EUSKOR.

Número 16. Abril de 1987. Boletín de información de la Orquesta Sinfónica de Euskadi. Karmelo Arren es el secretario de redacción y se edita en San Sebastián.

HORA DE POESIA.

Número 44. Editor Javier Lentini. Ded i­cado a la poesía lituana contemporánea, incluye críticas y noticias de poetas.

TURlA.

Números 4-5. Revista cultura1 dirigida por Raúl Carlos Maicas y editada en Terue!. Trabajos de pensamiento y crea­ción y especiales sobre Aragón, además de crítica de libros.

ALFORJA.

Rev.ista de creación literaria. Número 1. Enero 1987. Dirige Antonio Miguel Abe­llán. Se edita en Sevilla. Poemas, relatos y lecturas.

THEORIA.

Revista de Teoría, historia y fundamen­tos de la Ciencia. Número 4 del Año n. Dirige Miguel Sánchez-Mazas. Se edita en San Sebastián. Estudios, discusiones, crónicas y críticas de libros y revistas.

NO.

Número 2. Invierno 1987. Revista de la Asociación de Escritores en Lengua Ga­llega. Coordinador: Xoxé M.a Alvarez Cárcamo. Revista de Artes e Ideas.

SE a

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INDICE <DE GRABADOS

Pertenecen al catálogo "Contraste de forma. Abstracción Geométrica, 1910-1980", del Ministerio de Cultura. Catálogo editado por la Fundación para el apoyo de la Cultura. E~posición en las salas Pablo Ruiz Picasso de abril-junio 1986.

Págs.

La guerra. 1916. OIga Rizanova ... . .. . .. .. . ... ... ... ... .. . .. . . .. 5

Taza, pipas y rollos de papel. 1919. Le Corbusier 23

Fachada de iglesia. 1914. Piel Mondrian . .. . .. .. . . .. ... 38

Diagrama analítico (c . 1925). Kasimir Malevich .. . . .. . .. 39

Construcción en el espacio "Arco". 1937. Naum Gabo ... ... ... ... 57

Diagrama analítico (c. 1925). Kasimir Malevich ... . .. .. . ... ... ... . .. 75

Sin título. 1921. Lajos Kassak . . . ... ... ... ... ... ... .. . . .. .. . .. . ... . .. .. . 91

Diagrama analítico (c . 1925). Kasimir Malevich .... ,. .. . ... ... ... 107

El último aliento. 1962. Anlon Persner ... .. . . .. . .. ... .., ... .. . .. . 114

Composición L A (1930). Piel Mondrian .. . ... .. . .. . . .. ... . .. .. . 129

Cerca de Washington Square (c . 1928). Niles Spencer ... .. . ... . . . ... . .. 141

OPTICA VI LLASAN TE CASA FUNDADA EN 1869

Descuentos especiales a los miembros de la Asociación Colegial de

Escritores de España

PRINCIPE, 10 TELEF. 221 5261 28012 MADRID

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República de las Letras

DE LA ASOCIACION COLEGIAL DE ESCRITORES DE ESPAfiJA

DIRECTOR: ANDRES SOREL

REDACCION :

RAUL GUERRA GARRIDO - ISAAC MONTERO - CARMEN BRAVO-VILLASANTE

GREGORIO GALLEGO - JUAN MOLLA - ANTONIO FERRES

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Imprime: Gráficas Sánchez. Larra, 19. 28004 MADRID

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