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U U n n t t e e r r r r i i b b l l e e e e r r r r o o r r Betty Neels Un terrible error (1998) Título Original: An ideal wife (1998) Editorial: Harlequín Ibérica Sello / Colección: Jazmín 1334 Género: Contemporáneo Protagonistas: Thomas Gifford y Louisa Howarth Argumento: A Louisa Howarth le gustaba su empleo como recepcionista en la consulta de un médico, hasta que a sir James empezó a acumulársele el trabajo y tuvo que pedir al doctor Thomas Gifford que lo ayudara. Louisa encontraba a Thomas bastante antipático, aunque no dejaba de resultarle atractivo, así que, cuando descubrió que estaba comprometido con Helena, una mujer que le parecía totalmente inadecuada para él, decidió que tenía que evitar que Thomas cometiera un terrible error. No se paró a pensar que sus sentimientos hacia él era cada vez más fuertes, ni en la posibilidad de que Thomas no quisiera que le ayudara a romper su compromiso.

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UUnn tteerrrriibbllee eerrrroorr Betty Neels

Un terrible error (1998) Título Original: An ideal wife (1998) Editorial: Harlequín Ibérica Sello / Colección: Jazmín 1334 Género: Contemporáneo Protagonistas: Thomas Gifford y Louisa Howarth

Argumento:

A Louisa Howarth le gustaba su empleo como recepcionista en la consulta de un médico, hasta que a sir James empezó a acumulársele el trabajo y tuvo que pedir al doctor Thomas Gifford que lo ayudara. Louisa encontraba a Thomas bastante antipático, aunque no dejaba de resultarle atractivo, así que, cuando descubrió que estaba comprometido con Helena, una mujer que le parecía totalmente inadecuada para él, decidió que tenía que evitar que Thomas cometiera un terrible error. No se paró a pensar que sus sentimientos hacia él era cada vez más fuertes, ni en la posibilidad de que Thomas no quisiera que le ayudara a romper su compromiso.

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Betty Neels – Un terrible error

Escaneado por Marisol F y corregido por Mariquiña Nº Paginas 2-108

Capítulo 1 ERAN LAS seis en punto de una preciosa mañana de junio, y el sol ya brillaba

desde un cielo azul. Pero no fue la luz lo que despertó a Louisa, sino los insistentes golpes en la puerta, y después, el timbre.

Se incorporó y miró el despertador que tenía en la mesilla de noche. Era demasiado temprano para que llegara el cartero, y el lechero no tenía motivos para insistir tanto. Se volvió y cerró los ojos, aún soñolienta, pero después se incorporó de golpe cuando siguieron llamando. Salió de la cama, se puso una bata y bajó rápidamente. No sabía quién era, pero debía detenerlo antes de que se despertara su madrastra. Además, los tranquilos vecinos de aquella zona podían quejarse.

Cuando abrió la puerta se encontró ante un hombre suficientemente alto y corpulento para tapar la calle. Louisa tuvo la impresión de que era bien parecido y de que sus ojos azules brillaban de cólera.

—Ya era hora —dijo en cuanto la vio—. ¿Es que pensabas tenerme toda la mañana llamando a la puerta?

—No tenías por qué llamar. ¿Es que estás borracho, o algo así? Acaban de dar las seis.

Mirándolo mejor, se dio cuenta de que no parecía borracho. Su atuendo era informal; llevaba unos pantalones anchos y un jersey fino; y necesitaba un afeitado. La calenturienta imaginación de Louisa la llevó a pensar que podía tratarse de un preso fugado.

—No sé qué quieres —añadió, ante el silencio del hombre—, pero lárgate, ¿de acuerdo?

—No quiero nada y estoy deseando largarme de aquí, pero si miras detrás de ese árbol que hay al lado de la puerta verás a alguien que supongo que vive aquí. Parece que estaba saliendo a la calle.

Louisa rodeó al hombre para mirar detrás de él.

—Oh, Dios mío, es Biddy —miró al desconocido—. Nuestra criada. ¿Qué le ha pasado?

—Parece que tiene una jaqueca muy fuerte. Si abres la puerta, la meteré en la casa.

Louisa entró, descalza, en el elegante recibidor. Fue a la cocina y abrió la puerta que daba a la habitación de servicio. Cuando el hombre dejó a Biddy en la cama, la arropó cuidadosamente.

—Será mejor que llame al médico.

—No es necesario. Se le pasará con un poco de descanso.

El hombre ya se estaba marchando. Louisa corrió para alcanzarlo.

—Muchísimas gracias. Has sido muy amable al llamar al timbre. Espero que no llegues tarde al trabajo por nuestra culpa.

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El hombre no contestó; se limitó a atravesar el recibidor y salir por la puerta sin volverse siquiera.

—Tampoco es necesario que seas tan cascarrabias —protestó Louisa, mientras cerraba la puerta a sus espaldas.

Si se hubiera quedado un momento más lo habría visto cruzar la calle y entrar en el Bentley que había aparcado en la otra acera, pero volvió rápidamente a ver a Biddy, no sin antes colocar la cadena de la puerta.

Una hora más tarde, Louisa subió a vestirse. No parecía que Biddy estuviera en condiciones de hacer nada, así que antes de irse a trabajar tendría que despertar personalmente a su madrastra y prepararle el desayuno ella misma.

Volvió a bajar y desayunó, antes de volver a subir con una bandeja.

El dormitorio de su madrastra estaba sumido en la penumbra, lleno de ropa usada y dominado por un olor rancio. Louisa abrió las cortinas y dejó la bandeja junto a la cama.

—Buenos días, Felicity —dijo en voz baja, aunque suficientemente fuerte para despertarla—. Biddy está enferma. Está en la cama, y no creo que pueda subir durante el resto del día. Aquí tienes un té. Te he dejado el resto del desayuno en la cocina.

La señora Howarth gimió y se incorporó lentamente.

—¿Es necesario que hagas tanto ruido? Sabes lo delicados que tengo los nervios. ¿Se puede saber qué le pasa a Biddy? No es posible que esté enferma. ¿Qué voy a hacer sin ella? Tienes que quedarte en casa.

Louisa miró a su madrastra, que seguía siendo una mujer atractiva, incluso con los rulos puestos y sin maquillaje.

—Lo siento, pero sir James tiene muchas citas concertadas para hoy y sus enfermeras no tendrán tiempo para contestar a las llamadas telefónicas y encargarse de los pacientes. Sal a comer fuera. Volveré a casa sobre las seis y prepararé la cena. Supongo que Biddy estará en forma mañana. Tiene jaqueca.

—Podías haberme subido el desayuno —se lamentó la señora Howarth.

—No tengo tiempo. Tengo que irme inmediatamente. Echaré un vistazo a Biddy antes de salir.

La criada estaba despierta y completamente desconcertada.

—No sé cómo he llegado hasta aquí —dijo con un hilo de voz.

—Estabas en el jardín —le explicó—. Una persona que pasaba te ha visto y ha llamado a la puerta.

—¿No lo ha oído la señora?

—No. Le he dicho que no te encuentras bien. Cuando te duela menos la cabeza volverás a ser la misma dé siempre.

—Muchas gracias. No sabes lo mal que me encuentro.

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—Sí, me lo imagino, pero ya se te pasará. Intenta dormir un poco. Te he dejado un vaso de leche y unas galletas en la mesilla —se inclinó para darle un beso—. Tengo que irme corriendo.

—No deberías estar trabajando —protestó la criada—. Hay bastante dinero, pero ella se lo gasta todo. Eso no es justo.

—No te preocupes, Biddy. Me gusta mi trabajo, y conozco a muchas personas interesantes.

—Pero a ningún joven atractivo.

—No tengo tiempo —contestó Louisa alegremente—. Ahora vuelve a dormirte, y no intentes levantarte, diga lo que diga la señora Howarth.

Alcanzó el autobús un segundo antes de que saliera, subió corriendo por Castle Street tan deprisa como pudo y atravesó con paso rápido el suntuoso portal de la consulta de sir James Wiberforce. Cuando abrió la puerta de la sala de espera dejó escapar un suspiro de alivio. Sólo había una atractiva joven, vestida de enfermera, que estaba colgando el teléfono.

—Llegas tarde —le dijo Jilly—. Me ha pedido que te diga que entres en cuanto llegues. No está de muy buen humor.

Louisa llamó a la puerta de la consulta y la fuerte voz de sir James la invitó a entrar. El médico estaba de pie junto a la ventana, pero se volvió para mirarla cuando entró. Era un hombre bajo y robusto, con una densa mata de pelo blanco y una cara redondeada con ojos pequeños y brillantes. Sus pacientes lo adoraban a pesar de sus modales bruscos.

No estaba solo. El hombre que se encontraba junto a sir James se volvió a la vez que él, y miró a Louisa con frialdad. Inmaculado con su traje gris y su corbata de seda, tenía un aspecto muy distinto del hombre que había llamado con tanto ímpetu a la puerta, por la mañana. Aunque la ropa era la única diferencia. Seguía siendo muy alto y muy ancho de hombros, y sus ojos seguían siendo muy fríos.

Sir James la miró por encima de las gafas.

—Buenos días, señorita Howarth. No quiero entretenerla, pero quería presentarle al doctor Gifford. Va a trabajar aquí a tiempo parcial, y se encargará de la consulta cuando yo esté de vacaciones o tenga que salir. Lo veremos una o dos veces por semana, y usted trabajará para él como trabaja para mí.

La miró con una amplia sonrisa, y Louisa se dio cuenta de que tenía que manifestar su conformidad de algún modo.

—Haré lo que pueda —dijo, sintiéndose ridícula—. Encantada, doctor Gifford.

—Estoy seguro de que la señorita Howarth y yo seremos buenos colaboradores —dijo el joven médico.

—No me cabe la menor duda —comentó sir James, alegremente—. Es una magnífica trabajadora, y muy responsable. A veces es muy cabezota, pero sabe reaccionar en caso de emergencia.

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Louisa miró de reojo al doctor Gifford. Estaba sonriendo. Pero no se dejó engatusar.

—Afortunadamente, no es algo que ocurra a menudo —dijo, tensa.

—Bueno —contestó sir James—, nunca se sabe cuándo puede pasar algo. Muchas gracias, señorita Howarth. Supongo que estará deseando incorporarse a su trabajo.

Louisa murmuró algo y se escabulló rápidamente. A pesar de que era muy alta, se movía con agilidad. El doctor Gífford la observó detenidamente, mientras escuchaba las explicaciones de su compañero. Era muy alta pero grácil, con su pelo oscuro recogido a duras penas en un moño, con su preciosa cara redondeada de ojos grises, con su pequeña nariz respingona, con su boca grande que se levantaba en las esquinas y con un temperamento sin duda considerable.

Louisa volvió a su mesa y comenzó con el trabajo del día. Estuvo contestando al teléfono, apuntando citas para los pacientes, saludando a las personas que entraban con la amabilidad que cabía esperar en una recepcionista, ofreciendo tazas de café, animando a los deprimidos y encargándose de las relaciones públicas de la consulta, mientras la señora Grant, la enfermera jefe de sir James, se encargaba de los aspectos técnicos. Louisa y ella se llevaban muy bien. La señora Grant era una mujer muy maternal, con bastantes más años que ella, y la trataba como a una hija.

Louisa estaba sentada en su mesa, y como en aquel momento no había pacientes, la señora Grant se acercó a la recepción.

—Jilly ha salido a tomar un café —comentó—. Será mona, pero qué lenta es. ¿Has conocido ya al doctor Gifford? Sir James me lo ha presentado. Parece bastante agradable.

—Estoy segura de que lo es —mintió Louisa—. Jilly debe estar encantada.

La señora Grant la miró de reojo.

—Jilly está encantada siempre que ve a alguien con pantalones. Supongo que no nos viene mal tener una cara bonita, aunque tú le das veinte vueltas.

—Creo que a los hombres les gustan las mujeres más esbeltas.

La señora Grant rió.

—No a todos. Mi Ronny se quedó conmigo, y no se me puede considerar precisamente esbelta, ¿verdad?

En aquel momento volvió Jilly. Al mirarla, Louisa tuvo que reconocer que era muy guapa. Probablemente, los pacientes más jóvenes la encontraban enormemente atractiva.

—¿Qué te ha parecido? —preguntó Louisa.

—¿El doctor Gifford? Debe ser bueno, si sir James lo quiere de socio. No hemos hablado, sólo nos han presentado.

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—Estoy segura de que es buen médico —intervino Jilly, con impaciencia—. ¿Pero no os parece guapísimo? Y cuando sonríe...

—¿Por qué no va a sonreír? —preguntó Louisa—. Bueno, tengo que ponerme a trabajar. La señora Wyatt va a llegar dentro de cinco minutos.

Pero Jilly no estaba dispuesta a abandonar la conversación.

—¿Es que no te gustan los hombres? ¿No tienes novio?

—Pues sí que me gustan los hombres. Y tengo un novio. Ahora, tengo que ponerme a trabajar.

Empezó a repasar los papeles: fichas de pacientes, llamadas que efectuar y albaranes que archivar. Se volvió hacia el ordenador y se quedó mirando la pantalla en blanco. No estaba segura de que a Percy le gustara que lo describieran como un novio. Probablemente le parecería algo exagerado. En realidad, ella opinaba lo mismo, aunque nunca lo habían hablado.

Percy la definiría sin duda como su chica, a pesar de que medía un par de centímetros menos que ella, y de que resultaba difícil llamar «chica» a una mujer tan alta. Era una lástima que se le hubiera metido en la cabeza que su constante negativa a casarse con él se debiera a lo que llamaba un capricho femenino, y en algunas ocasiones Louisa había sentido deseos de deshacerse de él y decirle que se buscara una joven más sumisa, pero era incapaz de hacer ciertas cosas.

Suspiró y dedicó una sonrisa encantadora al paciente que entraba por la puerta.

El último entró dos horas después, y sir James se fue al hospital, acompañado del doctor Gifford. Antes de salir dejó un montón de cartas en la mesa de Louisa.

—Pase a máquina la correspondencia, señorita Howarth. Deje las cartas en mi mesa, y rellene los cheques. Ah, y envíe al banco los talones recibidos, por favor. Volveré por la tarde.

Louisa miró los anchos hombros del doctor Gifford mientras salía por la puerta. La había mirado sin decir nada, pero tampoco esperaba que se dirigiera a ella. Antes de empezar a escribir las cartas se detuvo un momento a preguntarse si le habría caído mal. Esperaba no tener que verlo demasiado. No sabía dónde habría trabajado hasta entonces, y más tarde, mientras comían, preguntó a la señora Grant si lo sabía.

—¿No te lo ha dicho sir James? En una consulta de pueblo, no muy lejos de aquí. Creo que por Blandford. Se puso a trabajar ahí cuando se retiró su padre. Por lo visto es una zona rural, pero muy bonita.

—¿Está casado? —preguntó Jilly antes de irse a casa.

Sólo trabajaba por las mañanas, y a regañadientes. Louisa pensaba que sir James sólo la había contratado por ser joven y atractiva. Ella misma también lo era, puesto que no estaba mal y sólo tenía veintisiete años, pero era algo en lo que no pensaba.

—Creo que no —contestó la señora Grant—. Pero no te recomiendo que pierdas el tiempo con él. Dentro de poco se casará con la hija menor de los Thornfold. Será una boda por todo lo alto.

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—¿Le gustará ser la esposa de un médico rural? —preguntó Louisa.

—Si lo ama, sí —declaró la señora Grant.

No era un hombre fácil de amar, pensó Louisa, mientras recogía la mesa para volver al trabajo.

Cuando volvió a casa por la tarde se encontró a Biddy levantada. No tenía muy buen aspecto, pero estaba preparando la cena.

—Va a venir tu señor Witherspoon —comentó a Louisa—, así que la señora me ha pedido que haga algo especial.

—No es mío. ¿Y se puede saber por qué tenemos que cenar algo especial?

—No lo sé. La señora está tumbada. Ha vuelto bastante cansada de la peluquería.

Biddy hablaba sin resentimiento. La señora Howarth ya no era joven, pero conservaba la coquetería, y podía estar muy guapa cuando iba maquillada y recién peinada. Louisa no se llevaba mal con su madrastra, aunque no había afecto entre ellas. Felicity era egoísta, vaga y extravagante, pero también era afable y sabía ser encantadora cuando quería. Era tan baja y delgada que Louisa se sentía siempre en desventaja, consciente de su constitución demasiado exuberante.

Le molestaba que Percy fuera a cenar con ellas. Empezaba a dar por supuesto que sería bienvenido siempre que decidiera invitarse.

Hacía varios años que lo conocía, y debía reconocer que en realidad no tenía nada de malo. Era un joven abogado con un buen futuro por delante, que a pesar de su corta estatura era atractivo, y como compañero era bastante agradable. Aunque no para toda la vida. Louisa sospechaba que en diez años sería un engreído y presumiría de su dinero. Pero su madrastra lo aprobaba, y Louisa, para conservar la paz, no le había dicho que había rechazado en varias ocasiones sus propuestas de matrimonio. Nunca lo había alentado; en realidad, intentaba desalentarlo en la medida de lo posible sin llegar a ser grosera. Aunque no le había servido de gran cosa.

Su madrastra estaba en el salón, hojeando una revista. Como de costumbre, iba muy bien vestida. Llevaba el pelo rubio cuidadosamente teñido, y su maquillaje era impecable. Cuando Louisa entró, levantó la vista.

—Hola, querida, ¿has tenido un día ocupado? ¿Por qué te has puesto ese vestido tan feo? Te hace parecer más vieja. No sé qué va a pensar Percy.

Louisa se acercó a la ventana y abrió. Daba a un pequeño jardín que había en la parte trasera de la casa, y desde allí se podía ver la torre de la catedral.

—No me visto para dar gusto a Percy —se volvió hacia Felicity—. No tengo intención de casarme con él, aunque tanto él como tú lo deis por supuesto, e intento demostrarlo con educación, aunque...

—Pero querida, con él tendrías una vida muy segura, y nunca tendrías que preocuparte por nada.

—No quiero tener una vida segura. No lo amo.

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—Hay muchas cosas más importantes que el amor —dijo la señora Howarth con impaciencia—. La seguridad, una casa bonita, las vacaciones y la ropa decente.

—¿Por eso te casaste con mi padre?

—Quería mucho a tu padre —dijo Felicity, tal vez demasiado deprisa—. Y por supuesto, antes de que perdiera todo ese dinero teníamos una casa muy agradable y no me faltaba nada —suspiró, nostálgica—. No me resulta fácil vivir en estas condiciones. Supongo que es lo que llaman quiero y no puedo.

Louisa no contestó. Su madrastra vivía con bastantes comodidades, y no se privaba de nada. No le importaba aceptar una parte considerable del sueldo de su hijastra, pues como ella explicaba con voz razonable, a cambio vivía en una casa cómoda y agradable, con servicio y buena comida. El hecho de que Louisa hiciera gran parte del trabajo de la casa, ayudara con la cocina y a menudo hiciera las compras eran cosas que escapaban a su atención.

Una vez, Louisa le había preguntado qué haría si ella se casara, pero la señora Howarth había contestado con tranquilidad que Percy se encargaría de que no le faltase nada.

Ahora, mientras observaba al hombre que entraba en la habitación, Louisa se acordó de aquello. Aún tenía treinta y tantos años, pero ya tenía un aspecto maduro que indicaba cómo sería en el futuro. Era bastante bien parecido y siempre vestía de forma impecable. Pero Louisa sabía que nunca podría casarse con él. No era su tipo. Su tipo era muy distinto. De repente recordó al doctor Gifford y se sonrojó levemente. Sintió mucho aquella reacción, porque Percy la interpretó como un cumplido a su aspecto.

Llevaba un ramo de flores y una botella de vino, que ofreció con una sonrisa de satisfacción. Confiaba en la gratitud de las mujeres que recibían los regalos.

Besó la mejilla a la señora Howarth y cruzó la habitación para saludar a Louisa.

—Hola, viejecita. Llevas un vestido precioso, y estás tan guapa como siempre.

Indignada, Louisa le puso la mejilla ladeada, de modo que los labios de Percy apenas la rozaron.

—Gracias por los claveles —dijo con frialdad—. Voy a ver si Biddy necesita ayuda.

—Es muy tímida —explicó Felicity a Percy cuando la joven se marchó—. Después de cenar os dejaré juntos.

Se miraron con una sonrisa de complicidad, y cuando Louisa se unió a ellos, empezaron a hablar del tiempo.

Biddy, que aún no se había repuesto completamente de su dolor de cabeza, había hecho lo que podía, pero la sopa estaba demasiado salada, las chuletas de cordero se habían quemado ligeramente, y el postre parecía congelado. Percy, que se enorgullecía de ser experto en buena cocina, comió con ademán de resignado disgusto, mientras hablaba de la situación política.

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Louisa, educada por una niñera chapada a la antigua, se limitó a escucharlo y a hacer exclamaciones de interés, sin intervenir en la conversación. Aquello era todo lo que Percy necesitaba; le bastaba con el sonido de su propia voz.

Mientras comía, Louisa dejó vagar su pensamiento. Se preguntó dónde viviría el doctor Gifford. Se recordó que no le caía bien, pero parecía interesante.

Vio de reojo que Percy la miraba y cometió el error de dedicarle una sonrisa. Su madrastra se apresuró a levantarse.

—Tomaremos el café en el salón —dijo—. Voy a comentárselo a Biddy.

—Iré yo —dijo Louisa, con la esperanza de librarse durante unos minutos de la insistente mirada de Percy.

—No, cariño, llévate a Percy al salón y estaré con vosotros dentro de un momento.

El salón era muy acogedor, y los últimos rayos del sol iluminaban el mobiliario. Louisa se acercó a la ventana para abrirla, mientras invitaba a sentarse a su invitado.

Pero Percy se había acercado a ella, demasiado para su gusto.

—No sabes las ganas que tenía de quedarme a solas contigo —le dijo—. Te he dado mucho tiempo para que tomes la decisión, aunque estoy seguro de que ya lo has hecho. A fin de cuentas, no soy tan mal partido —rió—. Puedo tomarme unas vacaciones en septiembre. ¿Qué te parece si programamos la boda para entonces?

Louisa se escabulló y buscó refugio en un sillón individual.

—Antes de que digas otra palabra, no quiero casarme contigo. Si te parece que soy grosera y poco amable, lo siento mucho, pero creo que es la única manera de dejar las cosas claras de una vez por todas.

—¿Por qué no te quieres casar conmigo? —preguntó

Percy, sorprendido pero no preocupado.

—Porque no estoy enamorada de ti.

—Claro que sí, tonta —contestó, riendo—. Lo que pasa es que no quieres reconocerlo.

Louisa se quedó mirándolo, frustrada. No sabía cómo podía convencer a una persona tan engreída como Percy de algo que no quería saber.

—No es eso. Si te amara, lo habría dicho hace mucho tiempo. Siento decepcionarte, Percy. Hace mucho tiempo que nos conocemos, y podemos seguir siendo amigos, si quieres. Conocerás a una mujer que se enamore de ti, y seréis felices juntos.

Percy estaba de pie en mitad de la habitación, mirándola fijamente.

—No me apetece ser amigo tuyo. De hecho, a juzgar por tu conducta actual, yo diría que no eres merecedora de mi amistad.

Louisa lo miró con el ceño fruncido. Parecía salido de una novela victoriana.

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—Bueno, supongo que ya hemos dejado las cosas claras. ¿Te quedarás a tomar el café?

No le extrañó que no se marchara. Cualquier otra persona que no fuera Percy se habría ido apresuradamente, pero él no. Al parecer, quedarse a tomar el café para cumplir todos los requisitos sociales le resultaba más importante que poner fin a una situación incómoda.

—Pues si vas a quedarte, siéntate —le rogó Louisa—. Hace muy buen tiempo, ¿verdad? Me encanta el mes de junio. Aún no hace demasiado calor, y el jardín empieza a estar precioso. Si se tiene jardín.

Percy se sentó, subiéndose las perneras con disimulo para que no se le arrugara la raya del pantalón.

—No es necesario que intentes hablar. Estoy profundamente dolido, y la charla insustancial no me va a servir para reponerme.

Sólo Percy podía hablar así. Louisa no entendía por qué no se había dado cuenta antes. Tal vez porque hacía demasiado tiempo que lo conocía.

—No parece que estés tan dolido —observó.

—Sólo tú serías capaz...

Lo interrumpió la llegada de la señora Howarth, seguida por Biddy, que llevaba la bandeja del café.

—¿Ya habéis charlado? —preguntó, alegre—. Siempre viene bien renovar un poco el aire.

—Sí, ya hemos charlado —contestó Louisa—. Por fin he convencido a Percy de que no soy adecuada para ser su esposa.

Felicity rió, aunque no muy divertida.

—Oh, querida, ¿no crees que ya va siendo hora de que dejes de hacerte la difícil? Percy tiene la paciencia de un santo, pero...

Louisa tomó la bandeja y la dejó en una mesita, junto al asiento de su madrastra.

—Creo que has leído demasiadas novelas dieciochescas. No soy una débil damisela de quince años, ¿sabes? —miró a Percy—. Supongo que ése es el motivo por el que no quiero casarme contigo. Tengo casi el doble de quince años, y no sé comportarme como una débil damisela.

—No te entiendo —dijo Percy—. No sé cómo puedes tomarte tan a la ligera algo tan serio como el matrimonio —tendió su taza para que le sirvieran café—. Esta conversacion me parece de muy mal gusto.

—A mí también, pero me alegro de que la hayamos tenido. Creía conocerte muy bien, pero veo que me equivocaba. Ahora sé por fin cómo eres.

—¿Cómo puedes ser tan grosera con Percy? —preguntó Felicity, indignada—. Nunca habría esperado esto de ti.

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—Pues no sé por qué —dijo Louisa, exasperada—. Te he dicho que no tengo intención de casarme con Percy, y ya se lo había dicho a él miles de veces.

Percy se puso en pie.

—Creo que será mejor que me vaya.

Conseguía hablar con cierto tono de tristeza, pero no dejaba de mirarla por encima del hombro.

—No te preocupes, Percy. Te irá mejor sin mí.

Le tendió la mano. Él la aceptó con cierta reticencia y dejó escapar un suspiro.

—Siempre tendré recuerdos muy felices de ti, Louisa. Hasta el día de hoy, por supuesto.

Después de que se despidiera de la acongojada señora Howarth, Louisa lo acompañó a la puerta. Suponía que debía sentirse culpable, pero en realidad se sentía libre.

—Eres idiota —le dijo su madrastra en cuanto volvió al salón—. Ya no eres ninguna jovencita, y no puedes permitirte el lujo de elegir.

—Claro que puedo. Tengo un buen trabajo, y en mi próximo cumpleaños recibiré el dinero que me dejó mi abuela. Puedo conservar la independencia durante todo el tiempo que quiera —hizo una pausa—. Dime una cosa, Felicity, ¿sabía Percy lo de mi herencia?

—Bueno, es posible que se me escapara...

—Le habría resultado muy útil, ¿no crees? La feliz recién casada entrega a su flamante marido el dinero necesario para avanzar en su profesión. ¿O iba a convencerme para que te diera una parte considerable a ti?

—No sé de qué me hablas. Tu padre me dejó en una posición bastante cómoda.

—Estás en números rojos. Se te olvida que el otro día me pediste que te abriera el correo, y vi una carta del director de tu banco...

—No tenías derecho.

—Ya lo sé, pero no la leí a propósito. Estaba doblada de tal forma que no pude evitar leerla cuando la saqué del sobre.

—Louisa, cariño —se lamentó Felicity—, esta situación es coyuntural. Si pudieras prestarme algo, te lo devolvería.

—¿Has pagado su sueldo a Biddy?

—Oh, a ella no le importa esperar. De todas formas, no tiene en qué gastarse el dinero.

—¿Cuántas semanas le debes?

—Un par. Bueno, creo que tres.

—Le pagaré el salario de tres semanas, y en cuanto a ti, me atrevería a decir que cualquiera de tus amigos puede prestarte todo lo que necesites.

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—Oh, no podría hacer algo así. Juego al bridge con casi todas mis amistades, y ¿cómo los invitaría después a comer?

—Pues no los invites. Inténtalo con Percy. Voy a ver a Biddy, y después me voy a la cama.

Biddy estaba arreglando la cocina antes de irse a dormir. Sus ojos se iluminaron cuando vio los billetes que le tendía Louisa.

—Muchas gracias —le dijo—, me viene muy bien.

—Desde luego. Y si no se te paga el sueldo con regularidad, dímelo y se lo recordaré a la señora Howarth.

Después, Louisa se fue al dormitorio, pero no se fue a dormir inmediatamente. Se quedó durante largo rato sentada delante de la ventana, pensando en el futuro. Le parecía evidente que Felicity estaría mejor sin ella. Podía volver a casarse, puesto que aún era atractiva y divertida. Sería mejor que buscara una habitación o un apartamento en el centro, cerca de la consulta de sir James.

Echaría de menos la comodidad de su vida actual, pero no era algo que la preocupara especialmente. De hecho, siempre había querido independizarse, pero su madrastra le había rogado que se quedase con ella. Se daba cuenta de que si seguía allí se metería en un círculo vicioso sin escapatoria. Buscaría algo cuanto antes, y cuando recibiera el dinero de su abuela se compraría un piso, en la zona de la catedral.

Se fue a dormir, decidida. Por supuesto tendría problemas con Felicity, pero estaba segura de que su madrastra acabaría por alegrarse de no tenerla en casa. No tenía mucho dinero ahorrado, pero con lo que pagaba cada mes a Felicity por vivir allí podría pagar el alquiler de una habitación. Era una lástima que no tuviera a nadie que la aconsejara. El doctor Gifford, por ejemplo.

Aquella idea la despertó de golpe. No entendía cómo se le había ocurrido. Aquel hombre era la última persona de quien aceptaría un consejo.

La señora Howarth pasó varios días de mal humor, y descargó su enfado yéndose de compras. Adquirió ropa muy cara con la tarjeta de crédito, y pasó mucho tiempo con sus amigas, jugando al bridge y cotilleando. Cuando Louisa estaba en casa no le hacía ningún caso, pero su hijastra apenas se dio cuenta porque tenía la cabeza llena de ideas y planes.

Había visitado varias agencias inmobiliarias para buscar un apartamento, y estaba anonadada por lo elevado que era el alquiler incluso de los más pequeños. Por supuesto, Salisbury era una ciudad bastante cara a causa del prestigio que le confería la catedral, y la zona en la que le gustaría vivir era la más cara de todas. Empezó a buscar por otras calles más alejadas, donde los alquileres estuvieran dentro de sus posibilidades, pero no encontró nada que le gustara.

Fue entonces cuando decidió confiar sus problemas a Biddy, y su suerte cambió.

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—¿Buscas piso? —preguntó la criada—. Precisamente, la señora Watts, una amiga mía que va mucho por el Bell, me ha dicho que tiene un apartamento muy bonito. En uno de esos callejones que salen de St Anne’s Street. Céntrico y muy tranquilo, por lo que me ha dicho.

—¿Crees que querría alquilármelo? Si quieres iré una tarde contigo al Bell para hablar con ella.

Biddy lo pensó.

—La verdad es que no es un sitio recomendable para una jovencita, pero hay un reservado detrás de la barra, y creo que podremos reunirnos ahí. Me enteraré. Estoy en deuda contigo, Louisa. Te echaré de menos, pero no me parece bien que vivas en esta casa, con todas esas partidas de bridge. Lo que necesitas es conocer a gente joven, y a un hombre. Como el que me llevó en brazos a mi habitación. No lo vi muy claramente, pero era muy alto, y tenía una voz muy bonita —miró a Louisa con curiosidad—. ¿Por qué pones esa cara? ¿Es que has vuelto a verlo?

—Sí, después me lo encontré en la consulta de sir James. Es médico.

—Ah —dijo Biddy, alegre—. Bueno, hablaré con la señora Watts y te diré lo que me cuente.

La mala suerte quiso que Biddy tuviera que cancelar su siguiente tarde libre. La señora Howarth había invitado a varias de sus amigas a cenar y después a jugar al bridge, pidió a Biddy que se quedase a cocinar y servir la cena.

—Supongo que te dará igual tener libre una tarde u otra —dijo a Biddy—. El sábado me voy a cenar fuera, así que puedes salir entonces.

A pesar del retraso, Louisa supuso que habían tenido suerte. Si su madrastra iba a salir el sábado, no tendrían que tomarse la molestia de volver antes de que cerrara el Bell.

El sábado, antes de salir, Felicity dijo a Louisa que podía quedarse en casa o irse con sus amigos.

—Biddy tiene la tarde libre, así que tendrás que prepararte la cena —le dijo—. Supongo que no tendrás problemas. Es mejor que no te hayan invitado a la fiesta, porque Percy va a asistir.

—Sí, mucho mejor —convino Louisa, tranquilamente—. Y no te preocupes por mí. Espero que te diviertas.

El Bell era un local oscuro, cargado y lleno de gente. Biddy dio instrucciones a Louisa para que entrase directamente a la habitación que había detrás de la barra.

La señora Watts ya estaba allí, sentada en una mesita, con un vaso de cerveza. Era una mujer muy baja y delgada, que podría tener cualquier edad comprendida entre los cuarenta y los cincuenta años. Pero tenía un trato muy amistoso, y después de tomar algo y charlar un poco, las tres mujeres se fueron a ver la casa. En efecto, era muy pequeña. La puerta de entrada daba a un estrecho recibidor, y había otra puerta al final de la escalera.

—Yo vivo abajo —explicó la señora Watts—. Sube a ver si te gusta.

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El piso tenía dos habitaciones muy pequeñas, una cocina minúscula y un cuarto de baño muy limpio. Los muebles, aunque modestos, se encontraban en buenas condiciones Desde la ventana del salón se veía la catedral, por encima del jardín.

—Si le parece bien, me gustaría mucho alquilarlo —dijo Louisa—. Es justo lo que estaba buscando. Le pagaré un mes por adelantado y me iré mudando poco a poco.

—De acuerdo. Puedes entrar y salir cuando quieras, pero no me gustan esas fiestas con mucha gente. Aunque no creo que te dediques a armar alboroto. Biddy me ha dicho que eres una joven muy educada y tranquila —sonrió—. Claro que tampoco me importa que te visite algún joven.

—Por el momento, no creo. Pero siempre hay esperanzas —miró a su alrededor otra vez—. ¿Me puedes dar la llave?

—Claro que sí. Te daré dos, una para la puerta principal y otra para el piso. Si te quieres ir o si quiero que te vayas, nos avisaremos con un mes de antelación, ¿de acuerdo?

—Muy bien. ¿Quieres que firmemos un contrato?

—No es necesario. Me fío de ti.

—Yo también. Me alegro mucho de haber encontrado este piso, gracias a Biddy. Empezaré a traer mis cosas la semana que viene. No sé muy bien cuándo vendré a vivir. a

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Capítulo 2 LOUISA comunicó sus planes a su madrastra el domingo por la mañana,

mientras daban un paseo. Felicity estaba de buen humor; llevaba un vestido nuevo que le quedaba muy bien, y se había encontrado con unos amigos, que la habían invitado a tomar un café otro día. Iba a asistir una conocida personalidad de la televisión.

—Es alguien a quien siempre quise conocer —dijo a Louisa—. Un hombre tan atractivo... Si se va a quedar en Salisbury, a lo mejor lo invito un día a cenar.

Miró a Louisa, que caminaba junto a ella, con un vestido liso y una chaqueta corta. Aquella chica sabía vestirse, pensó, y era bastante guapa. Era una lástima que fuera tan alta.

—Supongo que querrás conocerlo —añadió—. Claro que tendremos que cenar algo especial. ¿Crees que podrías ayudarme? Aún no ha llegado mi cheque mensual.

Louisa decidió que aquél era el momento adecuado para decírselo.

—Lo siento, pero me resulta imposible. He encontrado un apartamento precioso. Está a cinco minutos de aquí. Me mudaré en cuanto tenga tiempo para empaquetar mis cosas.

Felicity se detuvo en seco.

—No puedes marcharte, Louisa. ¿Qué voy a hacer yo sola?

—No estarás sola. Tienes a Biddy. Y ya te he dicho varias veces que si conociera a alguien que me gustase preferiría tener mi propia casa.

—No sé qué decir. Qué falta de consideración. ¿Cómo iba a saber que hablabas en serio?

—Bueno, es lo que suelo hacer, ¿no?

—A tu padre no le habría parecido bien que...

—Sí, claro que le habría parecido bien —dijo con paciencia—. Sabes tan bien como yo que le habría gustado que volvieras a casarte, y tendrías más oportunidades sin mí. Así sólo tendrías que pensar en ti misma.

Era lo que hacía siempre, pero se abstuvo de decírselo.

—Tal vez tengas razón —dijo Felicity, pensativa—. A menudo he rechazado invitaciones para no dejarte sola.

Louisa estuvo a punto de saltar al oír aquello, pero hizo un esfuerzo y conservó la calma. No volvieron a hablar hasta que llegaron a su casa.

—Bueno, supongo que no es tan mala idea —dijo la señora Howarth, una vez dentro—. Por supuesto, puedes volver cuando quieras.

Una vez resuelto el primer problema, Louisa recorrió la casa, recogiendo sus cosas: el escritorio de su madre, la mesa de trabajo que había heredado de su abuela, unas cuantas acuarelas y algunos de los libros de su padre. Felicity, que se sentía generosa, le dijo que eligiera las lámparas que le gustaran.

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A lo largo de la semana, Louisa hizo varios viajes. Poco a poco iba convirtiendo el pequeño piso en un lugar agradable. Llenó las alacenas de la cocina y habló con el lechero para que fuera a llevarle la leche. También comunicó su nueva dirección al cartero y compró unos cojines que le gustaron. Un día antes de mudarse definitivamente puso un jarrón con flores.

El viernes por la noche abrió la puerta de la casa de Felicity por última vez. A la mañana siguiente se despidió de su madrastra. Después pasó media hora con Biddy en la cocina, para recordarle que sólo viviría a cinco minutos y para invitarla a merendar su siguiente día libre. Después se marchó.

La mañana era preciosa, y el piso era muy cómodo y luminoso. Louisa pasó todo el día desempaquetando su ropa y comprando más comida. Después se preparó la cena. Se había preguntado si se sentiría sola, pero descubrió que no era así. De hecho, se sentía libre. Podía hacer lo que quisiera. No habría más partidas de bridge, ni más Percy.

De todas formas, durante la semana siguiente visitó con frecuencia su antigua casa para asegurarse de que Felicity estaba bien. Iba por las noches, después de cenar sola. Al principio se sentía culpable por haberse marchado de allí, pero pronto comprobó que no tenía motivos. Un día, al entrar en la casa oyó risas y voces procedentes del salón. Cuando entró, todo el mundo se volvió para mirarla. Su madrastra estaba celebrando una fiesta bastante ruidosa, y estaba de pie, rodeada por varios amigos. La expresión que puso al ver a Louisa demostró sin lugar a dudas que no era bien recibida, aunque se apresuró a sonreír.

—Louisa, querida, cuánto me alegro de verte. He organizado una fiesta para entretenerme un poco. Creo que ya conoces a todo el mundo.

Louisa saludó a los presentes, pasó unos minutos con Felicity y declaró que no podía quedarse porque iba a salir con unos amigos. Se dio cuenta de que su madrastra se alivió considerablemente al enterarse.

No salió inmediatamente. Antes pasó por la cocina para saludar a Biddy.

—¡Louisa! ¡Qué alegría! Acabo de prepararme un té. ¿Por qué no te sientas un rato y me cuentas qué tal te va? ¿No te sientes sola? —rió—. La señora, desde luego, se lo está pasando como nunca. No tienes por qué preocuparte por ella. Siempre está con fiestas, o jugando al bridge, o yendo al teatro.

—Debería haber hecho esto antes —dijo Louisa lentamente—. Así le habría dado libertad para divertirse. Yo también me encuentro mucho mejor. Creo que no soy una persona muy sociable.

—No creo. Probablemente es que aún no has encontrado a las personas adecuadas. Pero no te preocupes, ya aparecerán. Y también estoy segura de que tienes un marido a la vuelta de la esquina, esperándote. Tal vez este año, tal vez el que viene...

—No creo —rió Louisa—. No te preocupes por mí, Biddy. No necesito gente para entretenerme. Está el club de tenis, y los Walsh me han invitado a ir siempre que quiera. Tienen piscina.

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—Tu padre se llevaba muy bien con ellos. El mayor de sus hijos tiene un par de años más que tú.

—Pero no me espera a la vuelta de la esquina. Creo que ya ha elegido a Cecily Coates. Ayer la conocí. Están prácticamente comprometidos.

—No importa. El mar está lleno de peces.

Louisa volvió a su casa, contenta de ver que Felicity estaba tan contenta. Pero se sentía dolida. Desde la primera vez que la vio supo que nunca existiría un gran cariño entre ellas, y aunque se había esforzado, sólo había conseguido que su madrastra sintiera por ella un ligero afecto. Desechó los pensamientos desagradables y se preparó para irse a la cama. El día siguiente era jueves, y sir James tendría más pacientes que de costumbre.

—Un día de éstos tendré que ver a la tía Martha, a Stalbridge —pensó en voz alta.

Su tía era una mujer de edad avanzada, hermana mayor de su padre. Se veían muy poco, pero se llevaban bien. No tenía necesidad de decir a Felicity cuándo se marchaba. Apoyó la cabeza en la almohada con un suspiro de satisfacción y cerró los ojos.

Cuando llegó al trabajo a la mañana siguiente, Jilly la esperaba en la puerta.

—Está aquí —le dijo en un susurro—. Los dos estaban aquí cuando he venido. Me han pedido un café y se han sentado a la mesa. Lo tienen todo lleno de libros y papeles. Parece que planean algo.

Louisa se dio cuenta de que la joven se refería al doctor Gifford; no creía que ninguna otra persona despertara su interés hasta tal punto.

—Ya te estás dejando llevar por la imaginación. Supongo que estarán decidiendo qué días va a dedicar cada uno a la consulta.

Jilly la miró con desdén.

—Siempre tan sensata. No sé cómo...

Se detuvo cuando se abrió la puerta de la consulta, y se volvió para mirar. Sir James estaba en el umbral.

—¿Puede entrar un momento, por favor, señorita Howarth? —se dirigió a Jilly—. Cuando llegue la señora Grant, pídale que entre también.

Louisa tomó una libreta y un bolígrafo y siguió a su jefe con cierta aprensión. Se preguntó si querrían modificar en algo el funcionamiento de la consulta. Era probable que el doctor Gifford estuviera lleno de ideas originales para ganar más dinero, pero en opinión de Louisa, las cosas marchaban muy bien y no era necesario cambiar nada. Esperaba que sir James no fuera a retirarse.

Dio los buenos días al doctor Gifford con toda la austeridad posible y se sentó cuando la invitó Sir James.

El anciano médico se puso las gafas y se volvió hacia ella.

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—Me ha surgido un viaje inesperado a Oriente Medio —anunció sin preámbulos—. Tengo que salir esta misma tarde. Es posible que pase fuera una buena temporada; de momento, no puedo decir nada más. El doctor Gifford se ha prestado amablemente a ocuparse de mi consulta. Afortunadamente, tiene un socio que está dispuesto a colaborar al máximo. Eso significa que su horario no será fijo, y el doctor Gifford le agradecería que pudiera ir con él a su consulta cuando no esté aquí. Así podrá mantenerse al día en los dos sitios. Para ello tendría que pasar la noche fuera dos veces por semana. ¿Tiene alguna objeción?

Louisa no contestó inmediatamente; prefería pensárselo bien.

—La señora Grant —continuó sir James—, vendrá todos los días a tomar las llamadas y desempeñar sus labores habituales. Usted tendrá más trabajo que de costumbre, pero por supuesto, la compensaremos por ello.

—¿Me darán días libres?

—O le pagaremos las horas extraordinarias. Como prefiera.

—Prefiero los días libres. Sí, desde luego, ayudaré en todo lo que pueda.

Los dos hombres intercambiaron una mirada.

—Estupendo —dijo Sir James.

El doctor Gifford guardó silencio.

—No voy a venir por la tarde —añadió sir James—, pero la consulta transcurrirá como de costumbre. Ya he hablado con los pacientes que tienen cita mañana. Los de la mañana vendrán a su hora; he pedido a los de la tarde que vengan pasado mañana. Como sabrá, yo no tengo por costumbre pasar consulta los fines de semana. Así, el doctor Gifford podrá volver a su casa mañana por la tarde y después vendrá aquí el sábado por la mañana. ¿Lo ha entendido todo? Si no le importa, mañana a mediodía se irá con el doctor Gifford a su consulta, se quedará a pasar la noche y volverá con él el sábado. El domingo tendrá el día libre.

Al ver que Louisa no decía nada, siguió halando.

—El doctor Gifford vendrá de nuevo el lunes por la mañana, se quedará hasta el martes a mediodía y después volverá a su consulta hasta el miércoles por la tarde. Usted irá con él. Hay bastante trabajo que hacer. Es preciso reorganizar las citas de los pacientes, pero creo que no habrá ningún problema, si se les explica lo urgente y desacostumbrado de las circunstancias.

Louisa estaba deseando preguntar qué circunstancias eran aquéllas, pero no se atrevió.

—Haré todo lo que pueda, sir James.

—Sí, es una buena trabajadora. Estoy seguro de que lo hará.

Levantó la cabeza cuando oyó unos golpes en la puerta. Entró la señora Grant, y volvió a explicarle todo a ella. Si la enfermera jefe estaba sorprendida, no lo demostró.

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—Claro que haré todo lo que pueda por ayudar, sir James —dijo la mujer—. Estoy segura de que nos las arreglaremos hasta que vuelva.

Sonrió a su jefe y después al doctor Gifford, que le devolvió la sonrisa. Louisa observó que miraba con amabilidad a la otra mujer. No había dicho una sola palabra, aunque sospechaba que él había efectuado gran parte de los planes. Sir James era un médico excelente, pero el trabajo administrativo no era lo suyo. Miró la mesa y vio que los papeles que había mencionado Jilly eran mapas de Asia y un par de billetes de avión. Apartó la mirada rápidamente, consciente de que el doctor Gifford la observaba. No le resultaría fácil trabajar con él.

—Supongo que a su madrastra no le importará el cambio de planes —observó sir James de repente, dirigiéndose a ella.

—Ahora vivo sola.

—¿Me ha comunicado su cambio de domicilio?

—Desde luego. Mi nueva dirección está apuntada en su agenda, y tiene una nota en el calendario.

Sir James rió.

—No la puedo pillar en nada, ¿verdad?

—Espero que no, señor. No le serviría de mucho.

Sir James volvió a reír.

—Bueno, ya está todo resuelto. Muchas gracias por todo. Las dejaré con el doctor Gifford para que planchen las arrugas.

Desde luego, pensó Louisa, tenían muchas arrugas que planchar. No era muy extrovertida, y la reunión que tenía por delante no la ilusionaba demasiado.

Los primeros pacientes iban a empezar a llegar muy pronto, de modo que la señora Grant se fue a trabajar, o a intentar trabajar a pesar de las constantes preguntas de Jilly, que insistía en saber qué pasaba.

—Ya te lo explicaremos a la hora de comer. Ahora, déjame en paz —le contestó la señora Grant con firmeza.

Los pacientes llegaban y se iban. La mañana fue muy activa. Mientras se tomaba una taza de café ya frío, Louisa se preguntó si debería contar a Felicity lo ocurrido. Decidió que sería mejor que no le dijera nada. A fin de cuentas, sólo pasaría la noche fuera dos veces por semana.

Hizo rápidamente una lista mental de lo que necesitaría llevarse para pasar la noche. No creía que necesitara un ordenador portátil ni una máquina de escribir, porque suponía que la consulta del doctor Gifford estaría bien equipada, aunque sería mejor que se lo preguntara. De momento, dejó de pensar en los detalles y tomó el teléfono. Tenía que ponerse en bontacto con las clínicas y hospitales que sir James visitaba con regularidad.

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Se marchó poco después de atender al último paciente. El doctor Gifford había pasado toda la mañana con él, y entraron juntos en la sala de espera. Sir James se detuvo antes de salir.

—Creo que no necesito recordarles que no deben decir nada sobre mi destino —dijo a sus empleadas.

Las tres mujeres le aseguraron que no darían explicaciones y le desearon un buen viaje.

—Nos volveremos a ver dentro de poco —añadió sir James—. Estoy seguro de que harán todo lo posible por facilitar las cosas al doctor Gifford y a nuestros pacientes.

Los dos hombres salieron. Louisa miró con discreción por la ventana y vio que entraban en un Bentley de color oscuro. Sir James tenía un Rolls, de modo que aquel coche debía pertenecer al doctor Gifford. Por lo menos, pensó, viajaría cómoda.

—¿Adónde irá? —preguntó Jilly, intrigada—. ¿A qué vendrá tanto misterio? Me gustaría saber...

—Ya has oído lo que ha dicho sir James —interrumpió la señora Grant con severidad—. No debemos decir ni una palabra a nadie. Si rompes tu promesa te despedirá. Sabes que no se puede divulgar información confidencial.

—¿De verdad? Bueno, no diré ni una palabra, pero si cuando vuelva te dice qué ha estado haciendo me lo dirás, ¿verdad?

—De acuerdo. Y si no me lo dicen a mí pero sí a Louisa, nos lo dirá ella, ¿vale?

—Claro que sí —contestó Louisa—. ¿A qué hora llega el primer paciente? Espero que venga antes el doctor Gifford. Aún tengo que ponerme en contacto con la señora Goulder y pedirle que venga el sábado por la mañana. No creo que le haga mucha gracia.

Media hora antes de la primera cita de la tarde, el doctor Gifford apareció en la consulta. Louisa lo miró cuando pasaba junto a su mesa.

—¿Puede venir conmigo, señorita Howarth? —le preguntó—. Tráigase la libreta, por favor. Creo que aún tenemos diez minutos.

La miraba con indiferencia, aunque su voz era agradable. Louisa lo siguió a la consulta y se sentó, con el bolígrafo en la mano.

—Quiero asegurarme de que los dos hemos entendido bien lo que tenemos que hacer hasta que vuelva sir James —dijo el médico—. Yo me quedaré aquí hasta mañana a mediodía. Usted me acompañará a mi consulta, se quedará a pasar la noche para que podamos repasar los pacientes del día siguiente y volverá conmigo el sábado por la mañana. Debo pedirle que trabaje el sábado por la tarde, pero tendrá el domingo libre.

Louisa no dijo nada; el doctor Gifford estaba repitiendo lo que ella ya sabía.

—Volveré el lunes por la mañana —continuó el médico—. Me quedaré hasta el martes a mediodía y volveré a mi consulta hasta el miércoles por la tarde. Creo que

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hay dos pacientes a primera hora de la tarde, ¿no es así? —Louisa asintió y él siguió hablando—. Me quedaré aquí hasta el viernes a mediodía, y después iremos a mi consulta. Así tendremos tiempo para organizar los pacientes de la semana siguiente. Y veré a los pacientes de sir James el sábado por la tarde.

Louisa pensó que iba a ser una temporada muy activa, llena de idas y venidas. Para mantenerse al día tendría que llevarse las fichas de los pacientes de sir James y repasarlas cuando tuviera tiempo. Esperaba que aquello no durase demasiado. Todo había sido inesperado, y no habían tenido tiempo para organizar mejor las cosas.

—Muy bien —contestó.

El doctor Gifford asintió sin apartar la vista de los papeles de la mesa.

—En cuanto a los pacientes de esta tarde, ¿hay algo especial que deba saber sobre ellos?

—La señora Leggett llegará a las dos. Es una anciana muy nerviosa. Normalmente le servimos una taza de té después de la consulta. A continuación está el coronel Trump. Es muy impaciente, no le gusta perder el tiempo. La señorita Fortesque es joven y muy elegante, y le gusta que la halaguen.

El doctor Gifford torció la boca.

—Muchas gracias por su ayuda, señorita Howarth. Supongo que la señora Grant también asistirá a las consultas.

—Sobre todo con las mujeres. Esta consulta no se parece mucho a las demás.

El hombre la miró con frialdad.

—Gracias, señorita Howarth. Supongo que ahora querrá seguir con su trabajo.

—Sí —contestó, levantándose—. Le entregaré la correspondencia al final de la tarde.

Se sorprendió al ver que el doctor Gifford se levantaba para abrirle la puerta, mirando por encima de ella mientras salía.

Louisa tuvo que esperar a que la señora Leggett llegara y se fuera y a que el coronel Trump entrara en la consulta antes de tener la oportunidad de hablar con la señora Grant. Jilly estaba arreglando la sala de examen, y de momento estaban a solas.

—¿Crees que se le dará bien? Por el momento ha causado muy buena impresión a la señora Leggett.

—Yo diría que tiene muy buenos modales, aunque no tenga tiempo de desperdiciarlos conmigo —contestó Louisa con amargura—. Se comporta conmigo como si no tuviera a nadie delante, como si siempre tuviera la vista fija en algo que hay detrás de mí, y cuando me mira es para demostrarme su desdén. Creo que no le he caído muy bien.

—Tonterías. Tú le caes bien a todo el mundo. ¿Crees que podrás estar todo el rato yendo y viniendo? ¿De verdad es necesario?

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—Me temo que sí. Tiene que saber algo de los pacientes de sir James antes de verlos, y además no puede descuidar su consulta. Tendremos que repasar todas las fichas en los momentos libres, para que cuando vuelva lo tenga todo claro.

—Pobre hombre, va a ser agotador.

—Para mí también.

—Yo diría que esto no durará mucho. ¿Tienes idea de cuánto tiempo va a pasar fuera sir James?

—No lo sé. Espero que sólo sean unos días.

En aquel momento llegó la señorita Fortesque, envuelta en una nube de perfume caro, y con un vestido sencillo que sin duda había costado una fortuna. Llevaba varias pulseras de oro que tintineaban, y parecía de muy buen humor.

—No sabía si venir. Sir James me ha dicho que ha tenido que salir y que me atenderá un compañero suyo. ¿Cómo es?

—Estoy segura de que le gustará —contestó Louisa, con el entusiasmo preciso—. Si está preparada, podemos pasar.

Abrió la puerta. La señorita Fortesque entró y avanzó trotando hacia el doctor Gifford, que se había levantado para saludarla. Louisa esperó hasta que se dieron la mano con cortesía, pero el médico le lanzó por encima de la cabeza de la otra mujer una mirada que la paralizó.

—¿Le importaría pedir a la señora Grant que pase?

La señorita Fortesque había acudido con regularidad durante varios meses, y sabían que tenía mucha calma. Aquel día, la consulta duró el doble de lo normal, y cuando por fin salió, estaba aún de mejor humor que cuando había entrado.

—Me encanta —cuchicheó al llegar junto a Louisa—. Espero que sir James tarde mucho en volver. ¿Está casado?

—Creo que está comprometido, señorita Fortesque. Sir James no tardará mucho en volver. ¿Para cuándo quiere la próxima cita?

—Creo que será mejor que vuelva pronto. No me encuentro muy bien. ¿Tal vez la semana que viene?

—Lo siento, pero ya tenemos toda la semana reservada. Si quiere le buscaré un hueco cuanto antes y se lo haré saber.

—Sí, de acuerdo. Antes de que vuelva sir James —añadió con una sonrisa de complicidad—. Qué suerte tienen de estar todo el día con él. Aunque no creo que se fije.

Miró de arriba a abajo a Louisa, vestida con un traje formal y sin ninguna joya, y volvió a sonreír.

—La acompaño a la puerta.

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Louisa se levantó para dejar a la otra mujer en la calle y cerró la puerta con un suspiro de alivio. No tenían más pacientes de momento, y podrían tomarse una taza de té.

Se tomaron el té sentadas en el mostrador de recepción. Jilly acababa de llevar un té al doctor Gifford, y les comentó que le había dado las gracias con una sonrisa.

—Está hablando por teléfono —les explicó—. Me gusta mucho.

La señora Grant rió.

—Creo que a la señorita Fortesque también le ha gustado bastante, pero no se ha dejado impresionar por ella. Se ha comportado de forma muy profesional, con unos modales excelentes, pero ha estado muy distante, no sé si me entendéis. Debo decir que es un hombre muy atractivo. También es buen médico. No me extraña que sir James lo haya contratado. ¿Serán viejos amigos?

—A lo mejor te enteras mañana, cuando te vayas con él —dijo Jilly, mirando a Louisa.

—Nada de eso —protestó la señora Grant—. No es asunto nuestro. Vamos a recoger esto, porque lady Follet no tardará en llegar

Estaban llenando una bandeja de tazas y platillos cuando apareció el doctor Gifford.

—¿Puede pasar un momento, señorita Howarth?

Una vez en la consulta, la invitó a sentarse con un gesto.

—Tengo entendido que sir James tenía intención de proponer a lady Follett el tratamiento hospitalario —le dijo—. ¿Lo sabe ella?

—No. Sir James escribió al señor Wolfitt, el cirujano en el que había pensado, para informarse sobre su disponibilidad. De momento no hemos recibido respuesta.

El doctor Gifford asintió.

—¿Y el señor Tait? Veo que sus fichas están llenas de interrogantes.

—No puede decidir si quiere ponerse en tratamiento o no.

—Muchas gracias. Me ha servido de gran ayuda, señorita Howarth.

Eran más de las seis cuando se marchó el señor Tait, aún indeciso. La enfermera y las ayudantes recogieron las cosas rápidamente y se fueron a casa, dejando al doctor Gifford sentado en la mesa.

—Pobre hombre —comentó la señora Grant, mientras se despedían en la calle—. Espero que tenga a alguien que cuide de él.

—Yo diría que es perfectamente capaz de cuidar de sí mismo —dijo Louisa.

El viernes por la mañana sólo había dos pacientes, pero los dos eran nuevos, de modo que llevaron mucho más tiempo del habitual. Louisa, impecable y con su bolsa de viaje guardada en el almacén, siguió con su trabajo, preguntándose si habría

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noticias de sir James. Había ido a ver a la señora Watts para explicarle que de vez en cuando tendría que ausentarse de su piso, y la casera se había prestado a vigilar su casa cuando ella no estuviera.

—No lo haría por cualquiera —le dijo—, pero sabiendo que es porque te necesita el médico para el que trabajas, lo haré con mucho gusto.

El doctor Gifford le había dicho que se irían a las doce, y acababan de sonar cuando salió a la sala de espera.

—¿Está preparada? —preguntó a Louisa, antes de dirigirse a la señora Grant—. Usted cerrará y se encargará de todo, ¿verdad? He dejado mi dirección y mi número de teléfono en la mesa. No dude en llamarme si surge algún imprevisto. ¿Sabe qué es lo que debe decir si alguien quiere una cita?

—Sí, señor.

Tomó la bolsa de Louisa y los dos se dirigieron a la puerta. Abrió el coche y arrancó el motor sin perder tiempo, y no pronunció una sola palabra mientras se alejaban.

Louisa esperó a que transcurrieran cinco minutos antes de atreverse a preguntar.

—¿Adónde vamos?

—A Gussage-up-Chettle; a este lado de Cranborne —contestó—. La consulta principal está en Blandford, pero también paso consulta en Cranborne, en Broad Chalke y en Sixpenny Handley.

—Qué repartido —observó Louisa.

—Es una zona rural, poco poblada. Normalmente nos organizamos muy bien.

—Bueno, espero que sir James vuelva pronto. ¿Ha tenido noticias suyas?

—Sí.

Louisa esperó un poco más hasta que se dio cuenta de que el doctor Gífford no estaba dispuesto a decir nada más. Ya había llegado a la carretera de Blandford, y conducía rápidamente.

—De acuerdo —dijo Louisa, resignada—. Así que no me va a decir nada. Menos mal que esta situación durará poco tiempo, o eso espero, porque está claro que no congeniamos. Por supuesto, no es culpa suya. No es posible llevarse bien con todo el mundo.

—No seré yo quien le lleve la contraria, señorita Howarth —contestó el médico con frialdad—. Tal vez sea mejor que hagamos caso omiso de nuestros sentimientos personales y nos concentremos en lo que tenemos que hacer. Le agradecería que colaborase.

—Claro que colaboraré —dijo Louisa alegremente—. No me apetece que sir James se encuentre con una situación caótica cuando vuelva.

El gruñido con que contestó el hombre no fue demasiado explicativo.

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Tomó otra desviación y llegaron a Gussage-up-Chettle. En el pueblo había unas cuantas casas y una pequeña iglesia, en el cruce de caminos. Alrededor se extendían los campos de trigo.

—Qué bonito —exclamó Louisa—. No había estado aquí nunca.

No esperaba respuesta, y en efecto, no la obtuvo. El hombre giró a la izquierda, atravesó una puerta abierta y se detuvo delante de una casa prácticamente oculta por los árboles y arbustos. Louisa se apeó del coche y observó la construcción. Probablemente se había edificado en el tiempo de la Regencia, pero posteriormente se había reformado en varias ocasiones, porque tenía varias ventanas de distintos estilos a alturas distintas, y las chimeneas tampoco eran iguales. El tejado estaba cubierto de teja roja, y las paredes estaban encaladas. Por todas partes florecían las rosas de todos los colores. También tenía anémonas, escabiosas, campanillas, mirto, tulipanes, nomeolvides... No tardó mucho en perder la cuenta.

El doctor Gífford había sacado su bolsa del maletero.

—Venga —le dijo con sequedad—. La comida debe estar preparada.

La puerta, abierta, conducía a un amplio recibidor. Su suelo brillante estaba cubivo de alfombras. Había una mesa antigua flanqueada por dos sillas, con el asiento tapizado de terciopelo verde. Las paredes, blancas, mostraban un par de cuadros que Louisa no tuvo tiempo de contemplar, porque una mujer tan alta y corpulenta como ella misma salió a saludarlos. Era de edad madura; tenía el pelo oscuro y los rasgos severos, pero sonrió con amabilidad al llegar a ellos.

—Ah, aquí estás, Rosie —dijo el médico—. Señorita Howarth, le presento a Rosie, mi asistenta. Rosie, por favor, ¿te importaría acompañar a la señorita Howarth a su habitación? Comeremos dentro de diez minutos. Antes de la consulta repasaremos el correo.

—¿Qué correo? —preguntó Louisa.

—Me lo he traído de Salisbury. Puede contestar a las cartas mientras está aquí.

Mientras hablaba se dirigía a una puerta, y pasó por ella antes de que Louisa pudiera decir una palabra más.

—Por aquí —dijo Rosie, dirigiéndose a una escalera de roble.

Louisa siguió a la criada, que abrió la puerta de una habitación del piso superior. Se quedó en el umbral, mirando a su alrededor. El dormitorio era espacioso y tenía vistas a un gran jardín, en la parte trasera de la casa. El mobiliario era sencillo, pero contaba con todas las comodidades.

—Ésta será su habitación —dijo Rosie—. Si necesita algo, no tiene más que decírmelo.

—Qué habitación más bonita. Muchas gracias, Rosie.

—Pero no pierda el tiempo. El doctor es muy puntual.

Cuando Rosie se marchó, Louisa sintió la tentación de desperdiciar diez minutos sin hacer nada. Pero no podía; había ido a trabajar, y evidentemente el

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médico ya había organizado su jornada. Se arregló el pelo, volvió a maquillarse, miró por la ventana y bajó inmediatamente.

La comida se servía en un amplio y aireado comedor, que tenía las ventanas abiertas de par en par. Las paredes estaban recubiertas de madera clara. Había un aparador de caoba de estilo georgiano, a juego con la mesa y las sillas, y una alfombra de aspecto antiguo. Probablemente era valiosísima, pensó Louisa mientras se sentaba.

—¿Quiere un poco de jamón? —le preguntó el doctor Gifford—. Lo cura un granjero de la zona.

Louisa aceptó el jamón y comió con ganas, porque no tenía motivos para moderarse. Nada era como había esperado, pero no lo podía evitar; la comida era deliciosa, y tenía hambre. De todas formas, intentó entablar una conversación, porque le parecía lo más educado, aunque no tuvo demasiado éxito. Su compañero de mesa contestaba educadamente, pero saltaba a la vista que era un hombre que no diría dos palabras si con una era suficiente.

Inmediatamente después de que se tomaran el último trago de café, el médico se sentó de repente.

—¿Me acompaña a mi despacho, señorita Howarth?

Era una habitación cómoda con una mesa muy desordenada, una antigua silla de caoba y un par de sofás de cuero a los lados de la chimenea. Louisa se sentó en una de las sillas de madera que había frente a la mesa y esperó.

—He repasado casi todas las cartas de sir James —dijo el doctor Gifford—, y he estado escribiendo notas sobre la contestación. ¿Le importaría redactarlas de la forma adecuada? Casi todas son muy directas: piden hora. Supongo que se habrá traído el libro de visitas. Concierte las citas como mejor le parezca, dentro del horario que hemos establecido. Si es necesario, llame por teléfono a la señora Grant y a cualquiera de los pacientes. Por favor, deje claro que sir James no está, y si lo prefieren, dé a los pacientes una cita provisional para dentro de diez días. Después de mis consultas de la tarde nos encargaremos de los informes de los laboratorios y los hospitales.

—¿Dónde voy a trabajar?

—Aquí. Espero que encuentre todo lo que necesite. Calculo que volveré sobre las cinco. Rosie le traerá la merienda. Cenaremos a las ocho y después haremos el resto del trabajo. ¿Por qué no se toma unos minutos libres? —añadió para sorpresa de Louisa, al levantarse—. Puede dar un paseo por el jardín antes de empezar. Me voy ahora mismo, y nadie la molestará en toda la tarde. ¿Le gustan los perros?

—Sí.

—Entonces me traeré al mío.

—¿Cómo se llama?

—Bellow.

Abrió una puerta, al final del recibidor, que conducía al jardín, y la dejó allí. Louisa salió a dar un paseo, admirándolo todo. Era un jardín muy informal, pero

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estaba muy bien trazado y cuidado por un verdadero experto. Le bastaba con mirarlo para tranquilizarse, aunque no estaba muy segura de sentirse intranquila.

Tenía mucho trabajo que hacer por la tarde. Escribió todas las cartas, dejando a un lado las que quería consultar con él médico, y cuando Rosie le llevó la merienda, se sentó a disfrutar de ella, con la sensación de habérsela ganado. Esperaba que la cena resultara más sociable que la comida, pensó mientras se comía el último bollo.

No le gustaba saber tan poco sobre el médico para el que trabajaba. Su consulta, sin duda, debía ser grande. Tenía un socio, y entre los dos debían encargarse de todo el trabajo. Pero a fin de cuentas era un médico rural. Se detuvo a pensar. Era posible que fuera una eminencia de la medicina, que prefería esconderse pero había salido a la luz con el fin de ayudar a sir James.

—Tengo que averiguarlo —dijo Louisa, hablando consigo misma, puesto que no tenía nadie más con quien hablar.

—¿Qué es lo que tiene que averiguar, señorita Howarth?

La voz del doctor Gifford, que había entrado en silencio y estaba detrás de ella, la sobresaltó hasta el punto de hacer que se le atragantara el bollo. Se puso a toser, y el médico le dio unas palmadas en la espalda.

Cuando por fin recuperó el aliento, lo miró indignada.

—¿Cómo se le ocurre acercarse así?

Se volvió hacia él. Estaba junto a un perro muy grande y silencioso.

—Disculpe. No me había dado cuenta de lo nerviosa que es.

Con aquella respuesta no consiguió precisamente aplacar su cólera.

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Capítulo 3 NO SOY nerviosa en absoluto —protestó, mientras tendía una mano al perro—.

¿Éste es Bellow? Es precioso. ¿De qué raza es?

Hablaba con la fría cortesía de una persona educada para mantener la calma en todo momento. El médico contuvo una sonrisa.

—Es hijo de un San Bernardo y una gran danesa; de ahí el tamaño. Pero a pesar de su aspecto es un perro muy tranquilo. Le gustan los gatos y los niños, pero estoy seguro de que protegería alos suyos en caso necesario.

Louisa pensó que el doctor Gifford parecía perfectamente capaz de protegerse, pero si Rosie estaba sola en la casa, no le iría mal la compañía del perro.

Bellow olisqueó su mano y la movió suavemente con su gran cabeza. Mientras tanto, el doctor Gifford se acercó a la mesa para mirar los papeles que Louisa había dejado allí.

—¿Ha terminado? —le preguntó—. Tenemos aproximadamente una hora antes de la cena.

Se sentó, con Bellow al lado, y Louisa tomó asiento al otro lado de la mesa. Juntos, repasaron el trabajo que había hecho y estuvieron hablando de los pacientes de sir James. Tardaron bastante tiempo.

—¿Salimos a tomar una copa al jardín? —propuso el doctor Gifford mientras cerraba el libro—. Hace muy buen tiempo, y a los dos nos vendrá bien media hora de tranquilidad.

Se sentaron en unas cómodas sillas de jardín, bajo un árbol, a tomar un vino blanco frío, sin intentar hablar. Cuando llegó Rosie para anunciar que la cena estaría lista en quince minutos, Louisa se levantó, murmurando algo sobre arreglarse, y se fue a su habitación. En realidad, ya estaba muy arreglada, como siempre, pero se volvió a peinar y maquillar y sintió no haber llevado más ropa que el vestido que tenía puesto. Era de seda gruesa, de color gris, por debajo de las rodillas y muy adecuado para su trabajo: el paradigma del buen gusto. Sin embargo, le habría gustado tener algo un poco más llamativo. El absoluto desinterés que demostraba el doctor Gifford hacia ella la irritaba.

Tal vez le diera igual su invitada, pero era un buen anfitrión. Ninguno de los dos había elegido la situación; en circunstancias normales, jamás la habría invitado a su casa, pero no tenían más remedio que soportarse mutuamente.

Durante la cena, el doctor Gifford se las arregló para recordarle precisamente aquello. Pero a Louisa no le importó demasiado. Tenía hambre, y Rosie era una cocinera excelente. Hablaron lo imprescindible para ser educados, se tomaron un café y volvieron al despacho para seguir trabajando. Alrededor de las diez de la noche, el médico se declaró satisfecho.

—Debe estar cansada —observó—. Espero que tenga todo lo que necesita; si no es así, pídale a Rosie lo que sea. Desayunaremos a las ocho en punto. Antes de salir tengo que pasar consulta.

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Louisa le dio las buenas noches y se fue a su habitación. Alguien había colocado una cesta de fruta y una botella de agua en la mesita de noche. También estaba el periódico del día. Rosie llevaba muy bien la casa, pensó Louisa mientras se comía una manzana en la bañera. El doctor Gifford trabajaría duro, pero no le faltaba ninguna comodidad.

Durmió profundamente, y cuando bajó a desayunar se encontró con que su anfitrión ya estaba en la mesa. Se dieron los buenos días y Louisa se sentó.

El doctor Gifford estaba examinando su correspondencia. De repente se volvió hacia Louisa.

—No creo que tarde más de dos horas. Espero que esté preparada para salir. Mientras estoy fuera, ¿tendría la amabilidad de organizarme estas cosas? Mi secretaria de la consulta se encargará del resto.

—Sí, por supuesto. ¿Alguna llamada telefónica?

—Si llama algún paciente, pídale que llame a la consulta. El número está en la mesa. Si llaman por motivos sociales, rechace todas las invitaciones. Diga que estoy ocupado, o que tengo que salir.

Louisa contestó a varias llamadas telefónicas, casi todas ajenas al trabajo. Al parecer, el doctor Gifford era un hombre muy popular. Louisa, experta en excusas, dijo que no a todo el mundo con el mayor tacto posible, apuntó todas las llamadas y se tomó un café antes de subir a buscar su bolsa.

El médico no perdió el tiempo; llegó caminando rápidamente, tomó la bolsa, se despidió de Rosie y de Bellow, y se dirigió al coche, seguido por Louisa.

No hablaron de nada durante un rato. Después, Louisa le leyó la lista de las llamadas telefónicas y le recordó que el primer paciente al que tendría que atender en la consulta de sir James era un anciano duro de oído.

El doctor Gifford asintió, sin hablar, y tomó el teléfono del coche.

—¿Señora Grant? Estamos de camino. ¿Puede tener un café y unos emparedados preparados para cuando lleguemos? ¿Marcha todo bien?

Al parecer, era así, y cuando llegaron, la señora Grant los esperaba con la cafetera en la mano.

Aquella noche, mientras abría la puerta de su casa, Louisa pensó en lo atareado que había sido el día. Afortunadamente, el domingo podría descansar. Empezarían de nuevo el lunes por la mañana, y suponía que tendría que volver a Gussage-up-Chettle para seguir trabajando. No había estado tan mal el cambio de aires.

El lunes por la mañana no había noticias de sir James, y la semana, a pesar de la complicación de los viajes, transcurrió con relativa fluidez. El sábado por la mañana, el último día de la semana que pasaba en casa del doctor Gifford, Louisa descubrió algo muy interesante.

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Estaba preparando las fichas de los pacientes que iban a acudir a la consulta de Salisbury el sábado por la tarde, y cuando cerraba el diario oyó voces en el recibidor. La puerta del despacho estaba entornada; Louisa la abrió un poco más y vio al médico con una mujer. Era joven y muy elegante, perfectamente maquillada, con el pelo muy rubio y un vestido estampado, no muy adecuado para el campo. Estaba tan delgada que no se le veía ni una curva.

—Ah, señorita Howarth. Helena, te presento a la recepcionista y secretaria de sir James, que me está ayudando de momento —miró a Louisa—. Le presento a Helena Thornfold, mi prometida.

La joven miró a Louisa durante un instante antes de volverse de nuevo hacia su novio.

—Querido, no puedes irte a Salisbury ahora que estoy aquí. Cancela las citas de los pacientes, o envía a la señorita... para que los atienda. Estoy segura de que a sir James no le importará —hizo caso omiso al saludo de Rosie—. Ya que tu criada está aquí, pídele que prepare la comida. Estoy muerta de hambre. Puedes ir después.

—Lo siento, Helena, pero tengo que marcharme ahora mismo. Si te alojas en casa de los Collier te puedo dejar ahí de camino. Nos veremos mañana, cuando vuelva.

La señorita Thornfold apretó los labios y entrecerró sus grandes ojos azules.

—Es probable que tenga otros planes.

El doctor Gifford no dijo nada; se despidió de Rosie, acarició a Bellow entre las orejas y tomó la bolsa de Louisa. Caminaron en silencio hacia el coche. La señorita Thornfold se apresuró a seguirlos.

—Me encanta tu vestido —dijo a Louisa—. Tal vez sea demasiado clásico para mi gusto, pero entiendo que tengas que tener cuidado. Las mujeres llenitas deben ponerse cosas que no llamen demasiado la atención.

Sonrió a Louisa y se sentó en el asiento del copiloto. Louisa se sentó en el asiento trasero, conteniendo la cólera en silencio, pero al cabo de poco rato empezó a sentir lástima del médico. Su Helena era una belleza, pero sería una esposa terrible. Hablaba sin cesar, bajando a veces la voz para poner un tono seductor. No sabía muy bien si a su prometido le gustaba aquello; apenas decía nada.

Había tomado una carretera distinta de la habitual; probablemente estaba dando un desvío para ir a casa de los Collier. Louisa miró el reloj. Si no dejaba muy pronto a Helena, llegarían tarde. No tendrían tiempo para tomarse un café y hablar con la señora Grant sobre lo ocurrido durante su ausencia.

De repente, el doctor Gifford giró por un camino, entre dos columnas, y se detuvo delante de la impresionante entrada de una gran casa.

—Entra aunque sólo sea un momento, cariño —rogó Helena—. No va a pasar nada por unos minutos más o menos.

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Louisa no pudo oír la respuesta de su prometido, pero se dio cuenta de que le decía algo en voz baja. Helena lo miró con desdén y se alejó. Él volvió a subirse al coche.

—Pase al asiento delantero, por favor, señorita Howarth. Aún tenemos que resolver un pequeño problema antes del lunes por la mañana.

Era un cálido día de verano, y a Louisa le encantaría estar al aire libre, en vez de charlar educadamente con los pacientes que entraban y salían. Además tenía que pasar a máquina y enviar unas cuantas cartas y hacer varias llamadas antes de irse a casa. La señora Grant se marchó poco después de que se fuera el último paciente. Louisa preparó un té y llevó una taza a la sala de consulta, pero el médico apenas levantó la mirada de sus papeles.

Tenía intención de ir a ver a Felicity el domingo por la mañana y después irse fuera de la ciudad con el coche, lejos de las carreteras principales. Podría comer en algún pueblo.

Por fin estaba preparada para marcharse. Llamó a la puerta del doctor Gifford para despedirse.

—Si no hay nada más que hacer, me voy a casa. ¿Volverá el lunes?

—Sí.

—¿Aún no se sabe nada de sir James?

—No.

—Espero que no tarde en dar señales de vida —se quedó mirándolo, pensativa—. Ella no me parece muy adecuada para usted, ¿sabe? Vaya, ya se me ha ido la lengua.

—¿Consideraremos que no ha hecho ese comentario? —preguntó el doctor Gifford con absoluta frialdad.

Louisa abrió un poco más la puerta y entró un poco en la consulta.

—Eso es una tontería. Si he hecho un comentario, ¿cómo vamos a considerar que no lo he hecho? —le dedicó una amplia sonrisa, porque parecía muy cansado—. No se preocupe. Estoy segura de que pasará algo que cambie las cosas.

—Es usted abominable —dijo el hombre entre dientes.

—Bueno, como veo que está enfadado, será mejor que me vaya.

Louisa cerró la puerta en silencio y se marchó. Él se levantó y se acercó a la ventana, para ver cómo se alejaba rápidamente. De repente se echó a reír.

Mientras preparaba la cena, cómodamente ataviada con una bata, Louisa pensó en lo ocurrido. Aquel hombre le caía muy mal, pero no podía evitar sentirse preocupada por él. Iba a desperdiciar su vida casándose con Helena. Estaba segura de que aquella mujer lo apartaría de su trabajo, que sin duda le encantaba, y siempre

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estaría dificultándole la existencia con caprichos. Estaba segura de que a Rosie tampoco le caía bien. Recordó la cara que había puesto cuando saludó a Helena y ella no contestó siquiera.

Probó el guiso y decidió que estaba en su punto. Se sirvió un plato y se lo llevó a la mesita que tenía junto a la ventana. Se estaba llevando una cucharada a la boca, pero se detuvo en seco.

—¡Percy! —exclamó satisfecha—. Es el hombre ideal para ella.

El problema era que no sabía cómo podía presentarlos.

El doctor Gifford, que ignoraba que otra mente estaba trazando su futuro, se fue a su casa. No estaba pensando en sus pacientes, ni en su futura esposa; estaba pensando, con una mezcla de enfado y diversión, en Louisa.

En su casa reinaba la tranquilidad cuando llegó. Bellow salió a saludarlo, y Rosie lo dejó en paz durante media hora antes de servirle una cena magnífica. Helena no llamó; no esperaba que lo hiciera, porque sabía que estaría enfadada con él por no haber permitido que se saliera con la suya. Probablemente estaría esperando a que fuera él quien pidiera disculpas. Pero tenía cosas mejores que hacer.

Hasta el momento no habían marchado mal las cosas, y tenía que reconocer que Louisa le había sido de gran ayuda. Era una joven inteligente y guapa, y merecía un buen marido. Pasó un rato intentando decidir qué tipo de hombre sería adecuado para ella, pero no llegó a ninguna conclusión. Bellow puso fin a sus pensamientos al pedirle que lo sacara de paseo, y dejó de pensar en ella de momento.

Por la mañana llamó Helena. Ya se había olvidado de su pataleta. Le dijo que podía ir a buscarla e invitarla a comer.

—Tenemos que hablar de muchas cosas —le recordó, implorante.

De modo que pasaron el domingo juntos. Helena tuvo buen cuidado de mantener una charla agradable y hacerle las preguntas adecuadas sobre su trabajo, fingiendo un interés del que carecía por completo. Le gustaba la idea de casarse con Thomas; tenía dinero, lo que para ella era muy importante, llevaba una vida desahogada y tenía una casa que quedaría preciosa cuando ella la hubiera remodelado a su gusto. El hecho de que no lo amara no le parecía importante; tendría todo lo que quisiera. Además, ella tenía muchos amigos, y cuando se hubiera casado con él lo obligaría a modificar su estilo de vida. Podía buscarse otro socio; no era necesario que pasara tanto tiempo en sus consultas. Podía dejar que otro médico se encargara de las visitas a domicilio que tanto tiempo le llevaban.

Segura de su encanto y de su atractivo físico, daba por supuesto que Thomas estaba enamorado de ella. Se había tenido que esforzar mucho para captar su interés, pero ahora que lo había atrapado se estaba descuidando un poco, dejando ver su egoísmo y su mal humor.

Pero aquel día fue muy cuidadosa. Al ver a Louisa se había inquietado bastante. Sabía que el gusto de Thomas en lo relativo a las mujeres era muy distinto, pero no podía bajar la guardia ni un momento.

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Habían pasado la tarde en el jardín, sentados debajo del árbol y leyendo el periódico del domingo.

—Parecemos un matrimonio de ancianos —había comentado, riendo.

Ahora, mientras tomaban la merienda que Rosie les había llevado, decidió sacar el tema que tanto la preocupaba.

—Tienes suerte de que te ayude esa chica mientras sir James está fuera —comentó—. Estoy segura de que es muy inteligente.

Thomas mordisqueó una galleta.

—No lo sé. Entiende su trabajo y es muy observadora. Eso me sirve de gran ayuda.

—Me pareció encantadora —dijo Helena.

Al ver que su novio no contestaba, decidió insistir.

—¿Te gusta esa clase de mujeres? —le preguntó—. A muchos hombres los vuelven locos, con todas esas curvas... Aunque les debe resultar muy difícil encontrar ropa de su talla. Eso me recuerda que me he comprado un vestido precioso. Tenemos que salir un día de estos por la noche, para que pueda ponérmelo.

—Claro que sí. En cuanto vuelva sir James y pueda llevar otra vez una vida normal.

—Lo que tú llamas una vida normal —corrigió Helena, riendo—. Creo que cuando nos casemos tendré que cambiar muchas cosas.

Thomas no contestó. Parecía muy relajado, sentado junto a ella, y no se le pasó por la cabeza preguntarse qué estaría pensando.

Louisa se levantó temprano el lunes. Tomó un excelente desayuno, se puso otro de sus atuendos discretos, en aquella ocasión un vestido de color gris azulado con el cuello y los puños blancos, y se fue al trabajo. El doctor Gifford llegaría un poco antes de las diez, la hora de la primera cita, pero estaba segura de que tendría mucho trabajo.

Ni la señora Grant ni Jilly habían llegado aún. Abrió las ventanas y descubrió las cortinas, puso la cadena y entró en la consulta.

El doctor Gifford estaba sentado en la mesa. Al verla llegar, levantó la mirada y le dio los buenos días.

—Sir James volverá a última hora de la tarde —continuó—. Dice que el miércoles volverá a su trabajo normal, pero me ha pedido que nos encarguemos de todo hasta entonces. Me quedaré todo el día aquí y volveré mañana por la mañana. No es necesario que me acompañe a Gussage-up-Chettle. Me quedaré todo el tiempo que haga falta para repasar las cosas.

—Muy bien —contestó Louisa.

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Se preguntó a qué se debería el hecho de que de repente se sintiera decepcionada. A fin de cuentas, aquél era el momento que había estado esperando desde que se marchó sir James. Pero echaría de menos la preciosa casa antigua. También añoraría a Bellow y a la encantadora Rosie, y debía reconocer que incluso a él.

No tenía tiempo para decir nada más, y de todas formas, no tenía nada más que decir.

La señora Grant expresó su satisfacción al enterarse de la noticia. Sin embargo, a Jilly no le hizo mucha gracia.

—No volveremos a verlo —dijo, cariacontecida—. Todo será muy aburrido cuando se haya marchado.

—Tendrás demasiado trabajo para aburrirte, querida —le dijo la señora Grant.

Había más pacientes de los que solían acudir los lunes a la consulta, y varios llegaron tarde, de modo que Louisa estuvo muy ocupada ofreciendo tazas de té y café para aplacar a los que tenían que esperar su turno.

Por tanto, apenas tuvieron tiempo para comer. El médico se tomó un café con galletas antes de ir a ver al hospital a uno de sus pacientes. Y la tarde fue igualmente agotadora.

Después de que lo recogieran todo, la señora Grant envió a casa a Jilly y se preparó para marcharse.

—¿Vienes? —preguntó a Louisa.

—No, esperaré un poco, por si tengo que escribir alguna carta o anotar alguna cita.

Empezó a recoger su mesa, pero cuando el doctor Gifford abrió la puerta y le pidió que entrara, tomó la libreta y el bolígrafo.

—¿Podemos repasar rápidamente estas fichas? —le preguntó—. Voy a pasar todo el día aquí, pero mañana no tendré tiempo para examinar las fichas antes de recibir a los clientes.

Tenía el libro de citas abierto, en la mesa. El día siguiente sería tan atareado como aquél.

—¿Pero se va a casa esta tarde?

—Sí. Me daré toda la prisa que pueda. Ha sido un día muy largo.

De todas formas, transcurrió más de una hora antes de que se diera por satisfecho.

—Siento haberla retenido —se disculpó—. Hasta mañana, señorita Howarth.

Louisa cerró la libreta.

—¿Ha comido algo a mediodía?

—No —contestó, sorprendido.

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—Así que sólo ha tomado una taza de café. ¿No tiene hambre?

El doctor Gifford sonrió débilmente.

—Claro que sí, pero tengo que volver. Es necesario que visite a un paciente en Cranborne antes de irme a casa.

—En tal caso —dijo Louisa—, será mejor que me acompañe a mi piso. Le prepararé un emparedado. Sólo tardaré diez minutos, y se sentirá mucho mejor.

El doctor Gifford la miró, pensativo.

—Gracias —dijo para sorpresa de Louisa—, me vendrá bien, si no es mucha molestia.

—Yo también tengo que comer algo.

Sólo tardaron un par de minutos en llegar al piso de Louisa. Ella abrió la puerta y lo dejó en el salón.

—Siéntese. Ahora mismo vuelvo.

El doctor Gifford se quedó sentado, en un sillón que parecía demasiado pequeño para él, y Louisa se fue a la cocina.

Tenía las alacenas bien provistas. Preparó unos cuantos de emparedados de jamón y un café, y lo sacó todo en una bandeja al salón. El médico estaba de pie, observando las acuarelas que colgaban de la pared.

—Son unos cuadros muy bonitos.

—¿Verdad que sí? Ésa era mi casa, hasta que murió mi madre. Un amigo de la familia pintó las acuarelas, y mi padre me las dejó a mí. Pero siéntese y coma algo. Sólo son emparedados y jamón, pero hay de sobra.

Observó al hombre mientras devoraba los emparedados. Debía estar muerto de hambre. Ella comió lentamente, para que él tocara a más, y preparó otra cafetera.

No hablaron demasiado; ya se habían encargado de los pacientes del día siguiente, así que de momento no tenían más trabajo.

—¿Va a asistir al baile de los Woodley? —preguntó Louisa—. Estoy segura de que la señorita Thornfold los conoce. Megan, la hija menor, se ha comprometido, así que será una fiesta por todo lo alto.

Al ver la mirada pensativa del doctor Gifford se sonrojó. Por supuesto, él debía haber interpretado sus palabra como una intromisión en su vida privada.

El médico observó su rubor. Sabía muy bien a qué se debía. Le quedaba bien. No recordaba que Helena se hubiera sonrojado nunca en su presencia.

—Sí, asistiremos —contestó—. ¿También va a ir usted? Deben conocer a todo el mundo en varios kilómetros a la redonda.

—Sí, fui al colegio con Cissie, la mayor de las hijas, y mi padre era muy amigo suyo.

El doctor Gifford se terminó el último emparedado y dejó la taza.

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—Ha sido muy amable —le dijo—. Me siento como un hombre nuevo.

Se levantó. Louisa lo acompañó a la puerta y le deseó buenas noches. Cuando se marchó, se acercó a la ventana para ver cómo se alejaba. Él no levantó la vista.

Seguía teniendo hambre; un emparedado de jamón no era demasiada comida. Fue a la cocina, limpió los platos y las tazas, se preparó unos huevos revueltos y se sirvió una copa de vino blanco. A mitad de la cena dejó escapar un grito de satisfacción.

El baile de los Woodley. El doctor Gifford iba a asistir con la idiota de su prometida, y Percy también estaría allí. Aquélla era su oportunidad para presentarlos y librar al pobre hombre de una esposa nefasta. No se detuvo a preguntarse si a él le gustaría que aquello ocurriera, pero se puso a planear la forma de hacerlo.

Era una lástima que no se hubiera separado de Percy de forma más amistosa. Pero si conseguía convencerlo para que fuera su acompañante en la fiesta le facilitaría mucho las cosas. Por supuesto tendría que comprarse un vestido nuevo. También se pondría los pendientes de diamantes, para recordarle lo que podría haber tenido.

Al día siguiente, el doctor Gifford llegó puntual. Parecía más distante que de costumbre. Como siempre, su aspecto era impecable, y un sueño reparador había eliminado los efectos del intenso día de trabajo. Louisa, como siempre, habló antes de pensar, y al darle los buenos días le preguntó si había pasado una velada agradable con la señorita Thornfold.

La mirada que le echó el médico habría paralizado prácticamente a cualquier mortal, pero Louisa no se dejó impresionar.

—Mucho trabajo y poca diversión —dijo al ver su cara.

El día fue tan atareado como el anterior, y al final tuvieron que encargarse de los preparativos de última hora. Sir James estaría en la consulta al día siguiente por la mañana, a la hora acostumbrada.

—¿Va a venir? —le preguntó Louisa, mientras colocaba el diario y el calendario en la mesa de sir James.

—Sí, señorita Howarth.

No dijo nada más hasta que se estaban preparando para irse. Salió a agradecer a las mujeres la ayuda prestada antes de volver al despacho.

Las tres se quedaron en la calle, para intercambiar cotilleos antes de irse cada una por un camino.

—Supongo que se alegrará de poder volver a su consulta —comentó la señora Grant—. Echarás de menos tus viajes a Gussage-up-Chettle, ¿verdad, Louisa?

—Sí, me gustaba cambiar de aires. Supongo que si va a ayudar a sir James lo veremos de vez en cuando, pero no será necesario que vuelva a ir a su pueblo.

Era algo que sentía muchísimo.

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Sir James llegó por la mañana, a la hora acostumbrada. Parecía cansado. Estaba bastante bronceado y se comportaba con más arrogancia de la habitual, pero se lo podían perdonar, porque había conseguido atajar la enfermedad mortal de un personaje que tenía en sus manos el futuro de Oriente Medio. No dijo gran cosa sobre su misión, pero cuando Jilly salió a comprar la comida, volvió con un montón de periódicos que lo mencionaban.

Sir James atendió a sus pacientes con absoluta normalidad, y cuando llegó el doctor Gifford, más tarde, pasaron largo rato en la consulta y se fueron a comer juntos. Al final del día, salió a la sala de espera y agradeció a sus empleadas el esfuerzo que habían hecho durante su ausencia.

—Aprecio mucho lo que han hecho —les dijo—. El doctor Gifford está muy satisfecho con la ayuda que le han prestado, sobre todo usted, señorita Howarth. Creo que estará deseando descansar un poco. El viernes no tendremos mucho trabajo. Si quiere tomarse el día libre, adelante.

Louisa le dio las gracias. Le gustaría mucho tener el viernes libre. Así podría irse a Londres a buscar un vestido.

Ninguna de las tres preguntó si el doctor Gifford volvería por allí; fue sir James quien les dijo que iría dos veces por semana, como habían planeado.

—Pero no esta semana —añadió—. Necesitará unos días para restablecer el orden en su consulta.

Louisa decidió no ir a ver a Felicity antes del fin de semana. Era muy posible que el domingo se encontrara a Percy en su casa, y estaba impaciente por llevar a cabo sus planes. Se había despedido del doctor Gifford y le había mandado recuerdos para Bellow y Rosie. Como todos los demás estaban presentes, habló de forma impersonal.

—Muchas gracias por su ayuda, señorita Howarth —contestó él con desinterés.

No se merecía las molestias que se estaba tomando por él, pensó Louisa. Pero ya se lo agradecería en el futuro.

Se tomó todo el tiempo necesario para elegir el vestido. Podía permitirse el lujo de elegir con cuidado algo especial, que llamara la atención de Percy, y con un poco de suerte, también del doctor Gifford. Buscó con paciencia, hasta que por fin encontró lo que quería: un vestido de raso de color albaricoque, de corte muy sencillo, que le encajaba como un guante.

Se lo llevó a casa y se lo probó, examinándose dentro de lo posible en el estrecho espejo que tenía en la puerta del armario. Necesitaría unos zapatos de noche, y dado que iría en su coche o en el de Percy, se podría poner un chal muy fino. Satisfecha, se fue a la cama y durmió como alguien que ha cumplido su objetivo.

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Esperó hasta el domingo, a la hora de la merienda, para ir a ver a Felicity. Como esperaba, Percy estaba allí. También había otras personas, de modo que recorrió la habitación saludando a los demás, y a él le hizo caso omiso. Su estrategia funcionó, porque su antiguo novio no tardó en acercarse a ella.

—¿Es que me evitas, Louisa? No es necesario, no te guardo rencor —la miró con jactancia—. Espero que te lo hayas pensado mejor. Una mujer siempre puede cambiar de opinión, ¿sabes?

Louisa se puso a juguetear con un canapé de pepino.

—La verdad es que no he cambiado de idea, pero me gustaría que siguiéramos siendo amigos. Hace tanto tiempo que nos conocemos...

—Entonces deberíamos intentar vernos más, ¿no te parece? A Felicity le gustaría.

Louisa bajó la mirada, fingiendo modestia, a sus elegantes zapatos italianos. Claro que a Felicity le gustaría; Percy era uno de los peces más ricos que nadaban en su laguna.

—Estaría bien, aunque estoy muy ocupada. Esperaba poder ir al baile de los Woodley...

—¿Por qué no vas a ir? No trabajas por las noches, ¿verdad?

—No, claro que no, pero estoy segura de que estaré muy cansada. Además, no me gusta la idea de presentarme sola en una fiesta.

—No te preocupes, puedes venir conmigo —contestó Percy, mordiendo el anzuelo—. Iré a buscarte con el coche, y lo único que tendrás que hacer es vestirte. Lo haré por nuestra larga amistad, y con la esperanza de que te des cuenta de que una velada en mutua compañía conducirá a un mejor entendimiento entre nosotros.

Sólo Percy era capaz de hablar con tanta pedantería.

—Oh, es muy amable por tu parte. La fiesta se celebra el sábado que viene, ¿verdad?

—Sí. No hace falta que vayamos a primera hora. Iré a buscarte a las ocho; tardaremos aproximadamente treinta minutos en llegar —le puso la mano en el brazo—. ¿Crees que sería posible...?

Afortunadamente, la llegada de Felicity interrumpió su pregunta.

—Ya habéis estado hablando bastante tiempo. No sé qué tendréis que deciros. Louisa, ¿me harías el favor de dar un poco de conversación al coronel Lauder? Está tan sordo...

Louisa aprovechó para escaparse del salón sin que nadie se diera cuenta, y se fue a la cocina, a saludar a Biddy. La criada estuvo informándola sobre las actividades de la señora Howarth, que al parecer tenía una vida social muy animada. Salía casi todas las noches, y con frecuencia tenía invitados para comer.

—¿Has cobrado? —le preguntó Louisa.

—Bueno, me temo que la señora se ha olvidado...

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Louisa abrió el bolso.

—¿Cuánto te debe? Yo te lo pagaré, y después le pediré que me devuelva el dinero.

Volvió a su casa de muy buen humor. Su plan marchaba a las mil maravillas. Por supuesto, más tarde tendría que encargarse de Percy, pero era algo de lo que no se quería preocupar por el momento.

Los días volvieron a su cauce habitual, y la semana siguiente, el doctor Gifford fue dos veces a la consulta. Habían amueblado para él una sala vacía de la misma planta, y su nombre estaba en la puerta, pero Louisa lo veía muy poco. Era cierto que le entregaba las fichas de los pacientes, que tomaba sus mensajes y concertaba sus citas, pero apenas hablaban para nada más que para saludarse.

Era un hombre muy distinto del que había devorado los bocadillos en su casa, pensó Louisa. Tal vez se hubiera peleado con Helena; aquello podía explicar su ceño fruncido. Pero ya se enteraría de lo que ocurría en el baile.

El día de la fiesta amaneció caluroso y soleado, ideal para el acontecimiento, porque los Woodley tenían una preciosa casa de campo con un amplio jardín, y los invitados podrían pasear por él. Louisa pasó la tarde lavándose la cabeza, haciéndose la manicura y examinando su cutis en busca de irregularidades.

Estaba segura de que los Woodley tendrían todo tipo de manjares, pero era probable que la cena se sirviera muy tarde, de modo que coció un huevo y se preparó una taza de té antes de empezar a vestirse.

El vestido la favorecía muchísimo, y las tiras de las sandalias de tacón eran exactamente del mismo color. Se recogió el pelo, se puso los pendientes y se miró al espejo. Quería tener el mejor aspecto posible, no por Percy, sino por Helena. No quiso pensar en la posibilidad de que quisiera estar guapa para llamar la atención del doctor Gifford.

Percy llegó con puntualidad, y propuso que tomaran una copa juntos antes de salir.

—Nada de eso —protestó Louisa—. Podrían pararte y hacerte la prueba de alcoholemia. Ya tomaremos todas las copas que queramos cuando lleguemos a la fiesta.

—Estás guapísima —dijo Percy, mirando fijamente los pendientes.

En aquel momento la habría besado, pero Louisa se apresuró a dirigirse al coche. Una vez de camino le hizo un par de preguntas sobre el trabajo, para que Percy pasara todo el viaje sumido en un monólogo.

Cuando llegaron a la fiesta, le prometió que se reuniría con él en el recibidor y subió a la habitación de Cissie para quitarse el chal y mirarse detenidamente al espejo. Su amiga llegó cuando estaba allí.

—Louisa, cuánto me alegro de verte. ¡Estás guapísima! ¿Con quién has venido?

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—Con Percy.

Cissie la miró sorprendida.

—Yo creía que habías conseguido librarte de él de una vez por todas.

—Y así es, pero esta noche tenía que venir con él por un motivo.

—Has echado el ojo a otro hombre.

—No exactamente. En realidad, quiero presentarle a una mujer. A lo mejor la conoces, se llama Helena Thornfold.

—¿Qué dices? ¡Pero si se va casar con Thomas Gifford! ¿Lo conoces?

—Sí.

Cissie rió.

—La verdad es que Percy y Helena están hechos el uno para el otro.

—Eso es lo que yo he pensado. Bueno, ¿bajamos?

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Capítulo 4 PERCY estaba esperando, impaciente.

—¿Por qué has tardado tanto en bajar? No sabía qué hacer.

—Estaba charlando con Cissie. Bueno, vamos a buscar a los Woodley.

El salón estaba lleno de gente, y después de saludar a los anfitriones, se fueron a la sala de baile, que se encontraba en la parte trasera de la casa. También estaba lleno, y Louisa tardó un poco en ver a Felicity, muy elegante, que bailaba con un hombre.

—¿Quién es ése? —preguntó Louisa.

Percy se encogió de hombros.

—Es nuevo en la zona. Se ha comprado esa granja reconvertida que hay cerca de Broadchalke. Tengo entendido que se ha gastado una fortuna en ella. Parece que Felicity le gusta.

Salieron a la pista de baile, y Louisa examinó la habitación mientras Percy hablaba sin parar. No había ni rastro del doctor Gifford ni de Helena. Era posible que un imprevisto les hubiera impedido ir, o tal vez habían decidido que preferían pasar la noche juntos. Al pensarlo, Louisa sintió una inesperada punzada de dolor.

—No me estás prestando atención —protestó Percy—. ¿No has oído lo que te estaba diciendo?

—No, perdona. Esto es muy divertido, ¿verdad?

—No alcanzo a comprender qué es lo que te divierte —dijo Percy, con la pompa acostumbrada—. Te estaba proponiendo que pasemos el domingo juntos.

—¿Para qué?

—Para que podamos reanudar nuestra relación.

—Creía que habíamos quedado en que sólo somos amigos.

Si el doctor Gifford y Helena no se presentaban, habría desperdiciado la noche, y lo que era peor, no sabía cómo se quitaría de encima a Percy, que sin duda volvía a albergar esperanzas. Pero de repente los vio. El médico era considerablemente más alto que todos los que lo rodeaban, a pesar de que tenía la cabeza ligeramente inclinada para escuchar a Helena, que llevaba un precioso vestido de seda verde con detalles plateados, de falda muy corta. Se había puesto demasiadas joyas.

Cuando la música cesó, Louisa arrastró a Percy hacia el final del salón, desde donde podía divisar a la pareja, y avanzó hacia ellos sin prisa, consciente de que estaba muy guapa y esperando que el médico opinara lo mismo. Por supuesto, la había visto, y le devolvió el saludo con una ligera sonrisa. Helena también sonrió, aunque con frialdad.

—Hola —le dijo al ver que se acercaba—. Parece que has encontrado algo que ponerte.

Se mordió el labio cuando los dos hombres miraron a Louisa.

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—¿Conoces a Percy Witherspoon? —preguntó Louisa, con una sonrisa radiante—. Estoy segura de que has oído hablar de él. Todos sus antepasados han sido abogados, desde el que donó dinero para la construcción de la catedral. Percy, te presento a Helena Thornfold, la prometida del doctor Gifford.

Los dos hombres se estrecharon la mano, y después, Percy y Helena se saludaron. Louisa observó, satisfecha, que su apretón de manos duró más tiempo del imprescindible. Desde luego, la otra mujer estaba muy guapa, aunque se hubiera sobrepasado con el joyero. Y miraba a Percy con interés, probablemente impresionada por su apellido. Suspiró y miró al doctor Gifford, que tenía los ojos clavados en ella.

—¿Quiere bailar, señorita Howarth? —le preguntó con cortesía.

Salieron a la pista y se alejaron, bailando, hasta el otro extremo de la habitación.

—Me pregunto por qué, señorita Howarth —dijo de repente.

Louisa tuvo que levantar la cabeza para mirarlo. No estuvo mal; normalmente, hasta los hombres tenían que levantar la cabeza para mirarla a ella.

—No sé a qué se refiere, doctor Gifford.

—No se haga la tonta. ¿Por qué tenía tantas ganas de que Helena y Witherspoon se conocieran? ¿Y por qué está tan contenta? ¿Se puede saber qué trama?

—No tramo nada —protestó, abriendo mucho los ojos con fingida inocencia—. Los he visto y he pensado que a Percy le gustaría conocer a Helena. Es muy guapa, ¿sabe?

—Sí, lo sé. Esperemos que Percy esté tan complacido con el encuentro como usted. Supongo que será su novio.

—¿Percy? No, por Dios. Hace siglos que nos conocemos. En realidad no quiere casarse conmigo, ¿sabe? Supongo que le vendría bien. Así no tendría que ponerse a buscar esposa, y me considera adecuada para un hombre de su categoría. Además tengo dinero, y estoy segura de que eso no es desdeñable para un abogado.

El médico recibió aquella información con semblante impasible.

—Espero que Percy no piense que voy a liberar a Helena de nuestro compromiso si le da por pensar en ella como futura esposa.

—No, estoy segura de que no.

Bailaban con fluidez. Louisa seguía sus pasos sin esfuerzo.

—¿Cuándo se van a casar? —le preguntó.

—Creo que es a la novia a quien corresponde fijar la fecha.

—Sí, es cierto. ¿Qué tal está Bellow?

—Perfectamente. Rosie te manda muchos saludos.

—¿De verdad? Es encantadora. Y una cocinera excelente. Tiene mucha suerte de tenerla. Y de tener a Helena, por supuesto.

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—Por supuesto.

Percy y Helena estaban bailando. Él hablaba, y ella escuchaba con lo que parecía un vivo interés. Louisa no pudo evitar comentar lo bien que habían encajado.

—¿En qué sentido? —preguntó el doctor Gifford.

Louisa sabía que estaba enfadado, pero ya era demasiado tarde para dar marcha atrás. Estaba segura de que, después de aquello, la miraría aún con más antipatía. De repente no entendía por qué había hecho algo así, pero ya no importaba lo que dijera.

—Son bastante parecidos. Por ejemplo, les gusta hablar de sí mismos. Claro que sólo es mi opinión, y supongo que si fuera tan guapa como Helena también hablaría de mí misma. Debería trabajar de modelo.

—Es un comentario muy generoso, porque tengo la impresión de que Helena no le cae muy bien.

—No soy generosa; es la verdad. Es guapísima. Claro que no hace falta que se lo recuerde. Debe estar muy orgulloso de ella.

—Espero que me disculpe si prefiero no hablar con usted sobre mi vida privada, señorita Howarth.

—Desde luego, no tiene por qué decirme nada —contestó Louisa con naturalidad—. A fin de cuentas, no es probable que vayamos a vernos mucho. Cuando llega a la consulta, no espero que me diga nada más que «buenos días, señorita Howarth» y «buenas tardes, señorita Howarth».

En aquel momento cesó la música.

—Hala —proclamó Louisa—. Ya puede llevarme de vuelta con Percy y olvidarse de mí.

El médico la miró. La llevaría de vuelta con Percy, puesto que era lo que esperaba de él, pero no la olvidaría. No podía olvidarla. Con aquel sencillo y precioso vestido, con su precioso pelo cuidadosamente descuidado y con su enorme bocaza, que decía todo lo que se le pasaba por la cabeza sin pensar en las consecuencias.

Empezaron a cruzar la habitación, sin prisas. Se detuvieron varias veces, porque los dos conocían a muchos de los presentes, y antes de que alcanzaran a Percy y a Helena, Felicity se unió a ellos.

—Aquí estás, querida. ¿Verdad que es una fiesta estupenda?

—Hola, Felicity. ¿Conoces al doctor Gifford? Doctor, le presento a la señora Howarth, mi madrastra.

Felicity podía tener una sonrisa encantadora, y dio una buena demostración.

—No nos habíamos visto nunca, pero había oído hablar de usted. Los Thornfold son amigos suyos, y se va a casar con su hija Helena, ¿verdad? La he visto hace un momento. Estaba con Percy Witherspoon —miró a Louisa—. Creía que habías venido con él, querida.

—Sí. Iba a volver con él.

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—Ah, querida, si dijeras eso en el sentido literal... Está muy disgustado. Está bien, no diré nada más —añadió al ver la mirada de reproche de su hijastra.

En aquel momento volvió a sonar la música, y Felicity miró esperanzada al doctor Gifford.

—Estoy deseando volver a bailar —comentó.

—Será un honor —contestó el médico—. ¿Nos disculpa? —añadió, mirando a Louisa.

No esperó a que contestara. Louisa no se sorprendió al ver que Percy y Helena seguían bailando juntos. Bailaban de forma muy correcta, y su conversación parecía seria. Louisa se preguntó, intranquila, si aquello molestaría al doctor Gifford. Era posible que estuviera verdaderamente enamorado de Helena. No era un hombre propenso a demostrar sus sentimientos, y estaba segura de que su prometida no aceptaba de buen grado las demostraciones de afecto públicas.

Uno de los Woodley la sacó a bailar, y después tuvo varias parejas de baile. De vez en cuando veía al doctor Gifford bailar con distintas mujeres, y de vez en cuando, con Helena. Volvió a bailar con Percy, y mientras avanzaban por la pista con cierta rigidez, escuchó sus comentarios sobre Helena.

—Es verdaderamente encantadora, y tenemos tantas cosas en común que es increíble.

—¿De verdad?

Louisa se preparó para oír un sermón sobre las maravillas de la abstinencia de alcohol y tabaco, sobre las ventajas de tener el dinero en el banco, a plazo fijo, y sobre la satisfacción de tener un hogar bien administrado. No dijo nada, pero se preguntó si aquéllas serían realmente las ideas de Helena. No le parecía muy probable.

Aunque tal vez se equivocara. Recordó sus visitas a la casa del médico. A pesar de que saltaba a la vista que era un hombre rico, no era olentoso. Sin embargo, no dudaba que su estilo de vida era muy distinto del de Percy.

—Oh, sí, desde luego —dijo, fingiendo interés, antes de sumirse en sus pensamientos.

Si lo que Percy decía era verdad, tal vez Helena insistiera en modificarlo todo. Si la amaba, el doctor Gifford lo soportaría, pero él también cambiaría. De repente, Louisa deseó que siguiera como era: frío, distante y antipático, pero feliz en su casa.

—Además están Bellow y Rosie —murmuró, pensando en voz alta.

—¿Qué dices? —preguntó Percy.

Louisa se disculpó por la interrupción. Percy se aclaró la garganta, preparándose para continuar con su monólogo, pero afortunadamente la música se detuvo.

—Oh, mira, Felicity me llama —dijo Louisa rápidamente—. Será mejor que vaya.

A mitad de camino la retuvo el doctor Gifford, sujetándola por el brazo.

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—Una invitada se ha puesto enferma, y la señora Woodley me ha pedido que suba a verla. ¿Podría venir conmigo? Usted es una mujer sensata, y hará lo que le pida sin montar un número.

—Muchas gracias —dijo Louisa—, pero, ¿no hay nadie con más preparación que yo?

—No. Si hubiera otro médico, o alguna enfermera, no la habría molestado. Intente que no se entere nadie, por favor.

Se dirigieron sin prisa a una de las puertas y subieron por la escalera. La señora Woodley los esperaba en el descansillo.

—Aquí está —les dijo—. Oh, Louisa, qué bien que hayas venido. Eres tan sensata...

Louisa no se lo podía creer. Habían dicho que era sensata dos veces en menos de cinco minutos. No sabía qué pensarían si se desmayaba.

La muchacha que había tendida en la cama estaba pálida y asustada, y el joven que sujetaba su mano estaba más pálido aún. El doctor Gifford se detuvo para mirarlos antes de adueñarse de la situación con calma.

—Está embarazada —explicó su marido—. Estábamos bailando...

—¿En qué semana del embarazo está? —preguntó el médico—. ¿Cuándo ha empezado a sentir dolores?

—Hace un cuarto de hora aproximadamente.

—Entonces voy a echar un vistazo —miró a la señora Woodley—. Supongo que estará deseando volver con sus invitados. Yo me aseguraré de que todo marcha bien, y si necesitamos algo, Louisa se lo dirá.

La señora Woodley asintió y se marchó.

—Bueno, señor... —añadió el médico, mirando al marido de la enferma.

—Davidson.

—Me gustaría que se marchara un momento a otra habitación, señor Davidson. La señorita Howarth se quedará a hacer compañía a su esposa mientras la examino. No tardaré mucho.

El señor Davidson besó a su mujer y se marchó.

—Ahora, señora Davidson —dijo el doctor Gifford—, voy a comprobar que todo marcha bien. No le voy a hacer daño. ¿Había sentido alguna molestia antes de esta noche?

La examinó con rapidez y seguridad, antes de mirarla de nuevo.

—No parece que tenga ningún problema, pero de todas formas, creo que lo mejor será que se vaya a casa y se meta en la cama. Dígame cómo se llama su médico y le explicaré lo ocurrido. ¿Dónde vive?

—En Tollard Royal. Hemos venido con los Jeffery —contestó, apretando la mano de Kim—. No podemos pedirles que se vayan, aún es muy pronto.

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—No se preocupe —le dijo Louisa—. Ya se le ocurrirá algo al doctor Gifford.

El médico se estaba lavando en una jofaina, en una esquina de la habitación. Se secó las manos, se subió las mangas y se volvió a poner la chaqueta.

—Yo los llevaré a casa. La señorita Howarth nos acompañará. Espere un momento, voy a decírselo a su marido.

Salió de la habitación, y al cabo de unos segundos volvió con el preocupado señor Davidson. Habló con él durante unos minutos para informarle sobre la situación.

—¿Sabe alguien si esta casa tiene una escalera trasera? —preguntó después el doctor Gifford—. Iré a buscar el coche y lo dejaré delante de una entrada lateral. Quédese donde está; yo la bajaré cuando vuelva. Señorita Howarth, venga conmigo a buscar la otra escalera, y recoja su abrigo, si ha traído. Mientras tanto, señor Davidson, vaya a buscar a sus amigos, y explíqueles que su mujer se encuentra indispuesta y que le han prestado un coche para llevarla a casa. Después vuelva aquí en cuanto pueda, y traiga el abrigo de la mujer.

Tomó a Louisa del brazo y la sacó de la habitación.

—Usted es amiga de la familia —continuó—. ¿Cuál es la salida más rápida?

Louisa conocía muy bien la casa. El ancho pasillo se dividía en dos más estrechos, y al final de uno de ellos estaba la escalera de servicio.

—Buena chica. Ahora, vuelva con la señora Davidson.

Después de que el médico se marchara, Louisa fue a buscar su chal y volvió con la enferma, que lloraba de nuevo.

—No se preocupe —le dijo para tranquilizarla—. Estoy segura de que todo saldrá bien. Creo que estos sustos son muy habituales, y usted es una mujer joven y sana.

Estaba enjugando sus lágrimas cuando llegó primero el señor Davidson y después el doctor Gifford.

—¿Se lo ha dicho a la señora Woodley? —preguntó a Louisa.

—Le he dicho que usted le explicará los detalles.

El médico gruñó, tomó en brazos a la señora Davidson y la llevó escaleras abajo. Después atravesaron un oscuro pasillo y salieron por una puerta que daba a una parte desierta del jardín.

—Siéntese en el asiento de atrás —dijo a Louisa—. Rodee con los brazos a la señora Davidson y sujétela —se volvió hacia el señor Davidson—. Me he puesto en contacto con su médico, y estará en su casa cuando lleguemos.

Los Davidson no vivían muy lejos, pero las carreteras de aquella zona eran estrechas, y no era conveniente ir por ellas a gran velocidad. Louisa, que sujetaba a la mujer, se sintió aliviada cuando el doctor Gifford se detuvo delante de una casa, que estaba bastante alejada de la carretera por un gran jardín.

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Le pidieron que entrara antes para preparar la cama, y no le resultó fácil encontrar los interruptores de luz y las habitaciones. Maldijo en silencio al doctor Gifford por esperar que entrara en una casa desconocida y que lo tuviera todo preparado en unos segundos. El señor Davidson no le sirvió de gran ayuda; en cuanto entró corrió al teléfono con intención de asegurarse de que su médico entendía la urgencia del caso. El doctor Gifford, sin prisas, subió a la paciente al dormitorio, y pidió a Louisa con una voz que no admitía réplica que ayudara a la otra mujer a desnudarse y lo llamara cuando se hubiera puesto el camisón.

Louisa ayudó a la mujer, que lloraba de nuevo, a quitarse la ropa. Afortunadamente, no llevaba demasiada. Mientras tanto intentó mantener una conversación con ella.

—No puedo seguir hablándote de usted —comentó—. Tutéame, y llámame Louisa.

—Yo me llamo Mary, y mi marido se llama Ricky. Os estoy muy agradecida a Thomas y a ti. Es un encanto, ¿verdad? Le cae bien a todo el mundo. Es una lástima que esté comprometido con la Thornfold —añadió, en voz más baja.

Se interrumpió al oír las voces, y al cabo de un momento, tres hombres entraron en la habitación.

Pero el doctor Gifford no se quedó mucho tiempo; esperó a que Ricky animara a su mujer y salió con él de la habitación.

—Usted se quedará, por supuesto —dijo a Louisa mientras salían.

El médico de los Davidson era un señor de edad avanzada, muy educado, y Mary, al oír que confirmaba que no era nada grave, se animó un poco.

—He supuesto que se sentiría un poco nerviosa ante la posibilidad de quedarse a solas con su marido —miró a Louisa—. Su amiga y el doctor Gifford querrán volver a la fiesta, así que he llamado a una enfermera excelente. Llegará dentro de media hora, aproximadamente, y se quedará hasta que se encuentre bien de nuevo.

Salió de la habitación, y Louisa apoyó a la señora Davidson contra las almohadas.

—¿Quieres que espere hasta que llegue la enfermera?

—¿De verdad harías eso? Ricky está tan preocupado que no sabría qué hacer. Estoy segura de que no será mucho tiempo.

—¿Quieres que vaya a preparar una taza de té?

—Es posible que ya lo haya hecho Ricky —dijo, no muy convencida—. Nuestra criada no duerme en casa.

En aquel momento llegó el señor Davidson, y Louisa bajó a la cocina, muy bien equipada. Los dos médicos estaban en un salón, al otro lado del recibidor, y podía oír sus voces. Puso agua a calentar y asomó la cabeza por la puerta.

—¿Quieren un té, o un café?

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Los dos se volvieron hacia ella y dijeron que no al unísono. Louisa tuvo la sensación de que no debería haberlos molestado. Subió de nuevo con una bandeja y se encontró a los Davidson de la mano. Allí también estorbaba, de modo que se excusó rápidamente, diciendo que iba a ver a los médicos, y bajó de nuevo con su taza. Se tomó el té en la cocina, sintiéndose algo incómoda.

Estaba recogiendo las cosas cuando llegó la enfermera. Habló brevemente con los médicos y subió al dormitorio. Después de ver a su paciente, bajó de nuevo y entró en la cocina.

—Buenas noches —le dijo—. Me llamo Joan Wright. Tengo entendido que ha sido de gran ayuda. Menos mal que el doctor Gifford y usted estaban en la fiesta. Es uno de esos hombres que siempre aparecen cuando se los necesita.

—Oh, ¿ya lo conocía?

—Desde luego que sí. He trabajado varias veces para él. Me ha pedido que le diga que está preparado para marcharse, aunque supongo que antes querrá despedirse de la señora Davidson.

—Sí, por supuesto, pero, ¿puedo hacer algo por usted? ¿Hacerle la cama, o prepararle algo de cenar?

—Muchas gracias, pero hay una habitación de huéspedes con la cama hecha, y he cenado hace un par de horas. Si después tengo hambre, ya bajaré a picar algo.

—¿Cree que se pondrá bien la señora Davidson?

—Por el momento no le ha pasado nada grave. Si descansa durante un par de días se pondrá como nueva —sonrió—. Supongo que estará deseando volver al baile.

—Sí —murmuró Louisa, no muy convencida.

Tendría que dar excusas y explicaciones a Percy y a Felicity, por no mencionar a Helena, aunque con ella tendría que hablar el doctor Gifford. No lo envidiaba por ello.

Los Davidson estaban demasiado concentrados el uno en el otro para hacer nada más que agradecerle la ayuda y desearle buenas noches, y Louisa no los culpaba. Tomó su chal y bajó al recibidor. Los dos médicos esperaban delante de la puerta,

—Aquí está —dijo el doctor Gifford con una voz que indicaba que lo había hecho esperar demasiado.

Louisa le lanzó una mirada de pocos amigos, se despidió del otro médico y entró en el coche.

Esperaba que una vez en el vehículo el doctor Gifford se disculpara por haberla sacado de la fiesta, o que le diera las gracias por su ayuda, pero pronto descubrió que no parecía dispuesto a hacerlo.

—¿Tiene hambre? —le preguntó él de repente—. Yo sí.

—Yo también —confesó Louisa.

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No parecía que hubiera nada más que decir, de modo que guardaron silencio durante largo rato, hasta que Louisa se fijó en la carretera.

—No hemos venido por aquí.

—No. Vamos a pasar por mi casa para cenar algo rápido antes de volver a la fiesta.

—Pero son más de las doce de la noche.

—Supongo que el baile durará mucho más tiempo.

—Pero ¿no se dará cuenta Helena de que no está?

—Si es así, supongo qué Witherspoon la consolará. Supongo que él también la habrá echado de menos a usted, y estará nervioso.

—No creo que...

—Claro que la echará de menos, ¿cómo no iba a hacerlo, con el vestido tan bonito que lleva?

Louisa respiró profundamente. En aquel momento era ella la que no quería entablar una conversación con un hombre dispuesto a llevarla de un lado a otro, a su antojo, sin pedirle siquiera su opinión.

—Gracias —dijo con voz gélida.

—Lo siento, ha sido un comentario inadecuado —se disculpó el doctor Gifford —. El vestido que llevas es muy bonito, pero tú lo eres más. Eras, sin duda, la mujer más bella de la fiesta. Estoy seguro de que Percy no será el único que te eche de menos. Todos los demás hombres se estarán preguntando dónde te has metido.

Louisa cerró la boca, que se había abierto a causa de la sorpresa.

—No parece usted —murmuró.

—Debe ser el aire de la noche. Si Rosie está en la cama, ¿crees que podrás preparar algo de comer? Yo me encargaré de la bebida.

—Supongo que en la nevera habrá huevos, y también podemos calentar alguna lata de sopa o judías. ¿O no le gustan?

—¿Por qué no? No hay nada más rápido de preparar y que llene más cuando me llaman de noche y me pierdo la cena.

Louisa guardó silencio. El doctor Gifford estaba revelando un aspecto que le resultaba desconocido. Era posible que, a fin de cuentas, fuera humano y todo.

Podo después, entraron por el camino y se detuvieron delante de la puerta. La casa estaba a oscuras, con excepción de una tenue luz en el recibidor. Thomas abrió la puerta y Bellow corrió a darles la bienvenida. Poco después apareció Rosie, con una bata.

—Siento que te hayamos despertado —le dijo su jefe—. Una mujer se ha puesto enferma en el baile y hemos tenido que llevarla a casa. Vuelve a la cama. Vamos a cenar algo y después volveremos a la fiesta.

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Rosie sonrió.

—La nevera está llena —miró a Louisa—. Qué vestido más bonito lleva, señorita Howarth. Es muy adecuado para una chica joven, si me permite el comentario.

—Muchas gracias. ¿No le importa que prepare unos emparedados, o algo así?

—Por supuesto que no. Bueno, voy a volver a la cama. No se olviden de cerrar la puerta al marcharse.

—Sí —dijo el médico, obediente.

La cocina era grande y acogedora, amueblada con alacenas antiguas. En el centro había una gran mesa. Había un gato dormido en una cesta, y Bellow debió volver a la suya al darse cuenta de que no querían volver a pasearlo. Escondido detrás de lo que parecía un armario antiguo, Louisa descubrió un enorme frigorífico.

—¿Huevos revueltos y salmón ahumado? —preguntó—. También hay una empanada y un guiso de carne.

—De acuerdo. No tenemos mucho tiempo.

—Pero ¿qué es lo que prefiere?

—Todo, por supuesto —contestó él, sorprendido.

Louisa era una buena cocinera. Los huevos revueltos le salieron en su punto. También calentó el estofado y la empanada, y dispuso el salmón ahumado en una fuente, acompañado de tostadas, pimienta negra y limón.

Comieron en silencio, interrumpido sólo por algunos comentarios sobre los sucesos de la velada. Los dos habían estado presentes, de modo que no tenía sentido hablar mucho sobre ello. Convinieron en que la empanada de Rosie era una maravilla.

—Desde luego —observó Louisa—, tiene mucha suerte.

—No tanta. ¿Y no crees que ya va siendo hora de que dejes de hablarme de usted?

—Bueno, ya que has empezado a tutearme, supongo que yo también puedo hacerlo. Pero no en el trabajo.

—Una decisión muy sabia. ¿Quieres volver a la fiesta de los Woodley, o prefieres que te lleve a tu casa?

—Creo que será mejor que vuelva a la fiesta. Así podré explicar a Percy lo que ha ocurrido —se levantó y recogió los platos—. Yo fregaré; tú seca. Tendrás que explicar a Helena...

No debería haber dicho aquello. Inmediatamente, la expresión de Thomas volvió a ser tan gélida como de costumbre.

—Helena conoce bastante bien a los Davidson. Naturalmente, estará preocupada.

Se dijo que era un arrogante. La había invitado a tutearlo, pero aquello no significaba que se llevaran bien.

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—Qué suerte que haya hecho tan buen tiempo el día del baile —dijo con frialdad—. Si hubiera llovido, no sería lo mismo.

Thomas asintió muy serio, aunque en sus ojos brillaba una mirada divertida.

Después de dejar la cocina como la habían encontrado, Louisa se quitó el delantal, se agachó para dar un abrazo a Bellow y declaró que estaba preparada para salir.

—¿No quieres arreglarte el pelo, ni maquillarte?

Louisa se levantó de un salto.

—¡Oh! ¿Me he ensuciado? ¿Me brilla la nariz? Y el pelo...

—No te preocupes, estás perfecta. Vamos.

Aparcó el coche delante de la puerta principal de la casa de los Woodley y entraron juntos.

—Creo que será mejor que nos pongamos a bailar, para que nadie note nada raro —dijo Thomas.

No esperó a que Louisa se mostrara de acuerdo; la tomó por los brazos y la arrastró a la pista. Dieron dos vueltas a la sala antes de ver a Percy y Helena bailando. Pero antes de que pudieran acercarse a ellos, Felicity los alcanzó.

—Aquí estáis. ¿Dónde os habíais metido? Os habéis perdido la cena.

—Una invitada se ha puesto enferma. No era nada serio, pero había que llevarla a su casa —explicó Thomas—. Louisa ha tenido la amabilidad de acompañarnos para atenderla.

—¿Quién era? Oh, no se lo podéis decir a nadie, ¿verdad? No importa, ya me enteraré por mi cuenta.

Después de que Felicity se marchara, volvieron a abrirse camino hacia el lugar en el que se encontraban Percy y Helena, hablando animadamente. Fue ella la primera que los vio.

—¡Thomas! ¿Dónde te habías metido? ¡Y Louisa! Os habéis perdido la cena.

—Mary Davidson se ha puesto enferma, y después de examinarla he tenido que llevarla a su casa e informar a su médico. Louisa ha tenido la amabilidad de acompañarnos para encargarse de ella, porque su marido estaba demasiado preocupado para pensar con claridad, y hemos tenido que esperar a que llegara la enfermera.

—¿Por qué no has bajado a decírmelo?

—No teníamos tiempo, y la señora Woodley nos ha pedido que no dijéramos nada a nadie.

—¿Qué le pasa, por cierto? Mary siempre ha sido muy débil. Esa chica no tiene ningún aguante.

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—Pues esta noche ha demostrado todo lo contrario —dijo Louisa en tono cortante—. Y esperamos que su embarazo siga adelante. Creía que eras amiga de Mary.

El rubor de Helena fue evidente a pesar del maquillaje.

—Oh, pobrecilla, si lo hubiera sabido... Deberías haber bajado a buscarme, querido —se volvió hacia Thomas—. Necesitaba tener cerca a una amiga, y no a cualquiera.

—Es una suerte que pudiéramos contar con Louisa y no tuviéramos que conformarnos con cualquiera —contestó el médico en voz muy baja.

—Debo decir —intervino Percy, impaciente por hacerse notar—, que me parece una falta de consideración que te hayas marchado sin decirme nada, Louisa. Empezaba a preocuparme por ti.

—Pero no te habías enterado de que no estaba, ¿verdad? Así que no ha pasado nada. Me gustaría bailar.

Sonrió a Helena y a su prometido y se alejó, bailando entre los brazos de Percy.

—Deberías aprender de Helena —murmuró Percy, una vez en la pista—. No hay nada pomposo en ella, y sus modales son muy tranquilos y agradables.

—Parece que te ha impresionado profundamente.

Louisa se echó a reír, y de repente se sintió furiosa. Dejó de bailar de golpe.

—¿Cómo te atreves, tú que hablas como si fueras un personaje de novela pedante del siglo pasado? Será mejor que vayas a buscar a la señorita Thornfold y le expliques lo pomposa que soy. En serio, intenta cazarla antes de que el doctor Gifford la lleve al altar. Estáis hechos el uno para el otro.

—Sí, eso creo —contestó Percy, sorprendido—. Y como te decía...

—¡Basta! Me voy a casa, y si tienes la impresión de que deberías llevarme o por lo menos acompañarme a esperar un taxi, no te molestes. Varias personas se han ofrecido a llevarme a casa.

—Bueno, si es eso lo que quieres, debo decir que esta velada no ha salido como yo esperaba.

—¿No? Claro. Ha salido mucho mejor de lo que esperabas.

Giró en redondo y se escabulló entre las parejas que bailaban, saludando a los conocidos. En el recibidor vio a la señora Woodley.

—Muchísimas gracias por tu ayuda, Louisa. Thomas me lo ha contado todo. ¿Has cenado algo? ¿Dónde está Percy Witherspoon?

—Voy a subir un momento a arreglarme. Me alegro de haber ayudado. La fiesta está saliendo muy bien.

—Me alegro mucho de que te guste —dijo la señora Woodley, complacida—. Voy a asegurarme de que hay bastante comida.

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Louisa subió, recogió su chal, miró por encima de la barandilla para asegurarse de que no había nadie y volvió a bajar al vestíbulo. Tenía intención de buscar a Hodge, el mayordomo, y convencerlo para que le prestara una bicicleta. La noche no era oscura, y conocía el camino. No tardaría mucho en llegar a su casa.

Pensó que sería mejor que saliera por la puerta principal y rodeara la casa. Probablemente, Hodge estaría en la cocina. Pero encontró la puerta lateral cerrada. Debería haberlo pensado antes. Sin embargo, aún había otro camino. Entró por una puerta que conducía a un comedor, y desde allí podía llegar hasta las dependencias de los criados.

—Te llevo a casa —dijo de repente Thomas, desde detrás de ella—. Supongo que es eso lo que pretendes.

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Capítulo 5 EN AQUEL momento, Louisa tuvo la sensación de que el corazón se le subía a

la garganta. Se lo tragó para que volviera a su sitio y respiró profundamente para hablar con normalidad.

—Sí, pero no es necesario que me lleves. Ya tengo otros planes.

—Tonterías. No has tenido tiempo. ¿Podemos salir por aquí?

—Sí, aunque no es necesario que te preocupes por mí.

—De acuerdo, no hace ninguna falta, pero déjame llevarte a casa. ¿Cómo pretendías irte? ¿En taxi?

—No, iba a pedir a Hodge que me prestara una bicicleta.

El doctor Gifford, un hombre dotado de un gran autodominio, consiguió no reírse. Ni siquiera sonrió.

—Ah, claro, por supuesto.

Abrió la puerta que Louisa había señalado y salieron a un jardín lateral. Después cerró, al salir, y esperó mientras Louisa se recogía las faldas.

—Por aquí —le dijo, tirándole de la manga—. Vamos.

Thomas, que no se había divertido tanto en mucho tiempo, obedeció.

—Debería haberme despedido de la señora Woodley —dijo Louisa de repente, en el coche.

—Le presentaré tus disculpas cuando vuelva.

Pensó que sería mejor que él mismo se buscara también una buena excusa. Miró de reojo a Louisa, tan educada y sensata, y sin embargo tan propensa a dejarse llevar por los impulsos en algunas ocasiones. Y con una lengua muy afilada.

Se dijo que era una suerte que sólo fuera a verla en la consulta. Por algún motivo, la encontraba inquietante.

Mientras se despedía de ella, delante de su casa, pensaba que aquella velada se olvidaría pronto, que sería sólo un paréntesis en su habitual trato distante.

—¿Quieres pasar a tomar un café? —invitó la mujer.

Su educada negativa la dejó descorazonada.

Se preparó lentamente para irse a la cama. Después se preparó una taza de chocolate y se sentó a tomársela. La velada no había salido mal del todo; Percy y Helena se habían conocido, tal y como ella planeaba, y al parecer habían congeniado. De Thomas dependía recuperar a Helena si la amaba realmente, de modo que no se arrepentía de sus planes. Aquella mujer no era adecuada para el médico; todo el mundo se daba cuenta, excepto él mismo.

—Los hombres son idiotas —murmuró mientras se metía en la cama.

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A la mañana siguiente fue a Stalbridge a visitar a su tía Martha, tal y como había previsto. La anciana vivía sola, con dos gatos y un perro, y le gustaban los cotilleos. Además, Louisa prefería no ver a Felicity durante un par de días; le haría demasiadas preguntas. Era una mañana preciosa, y le habría gustado que el camino fuera más largo, para poder disfrutar del paisaje. Pero sólo tenía que recorrer algo menos de cincuenta kilómetros.

Sabía que sería bien recibida. De todas formas, llevaba en el coche una botella de vino, y se detuvo en Shaftesbury para comprar una caja de bombones, la debilidad de su tía Martha.

Stalbridge era un pueblo bastante grande, apartado de la carretera principal. El domingo tenía un aspecto muy apacible, y la casa de su tía, en una calle secundaria, encajaba en la tranquilidad general. Era una casa antigua, rodeada por un amplio jardín lleno de flores y arbustos. Le gustaba mucho la jardinería, y llevaba una vida muy cómoda y desahogada.

Louisa aparcó el coche y rodeó la casa para ir al jardín trasero. Su tía estaba allí, sentada debajo de un manzano, leyendo el periódico. Los gatos y el perro estaban con ella. Todos se levantaron al ver a Louisa.

—Cuánto me alegro de verte —dijo su tía—. Te quedarás a comer y a merendar, ¿verdad? Hacía mucho tiempo que no venías a visitarme. Espero que por fin fueras al baile de los Woodley.

—Sí, por fin estuve en la fiesta.

—Estupendo. Vete a la cocina a traer un poco de limonada. También tengo galletas en una lata. Ah, y traete una silla. Para comer tengo cordero y tarta de ruibarbo.

La cocina era pequeña. Estaba muy limpia y parecía muy antigua. Su tía no confiaba demasiado en los aparatos modernos. Louisa sirvió la limonada, la puso en una bandeja, junto con las galletas, y lo sacó todo al jardín. Después fue a buscar una silla y tomó asiento junto a la anciana.

Le bastaba con estar allí para sentirse bien. Su tía era baja y algo gruesa, con las mejillas sonrosadas y un par de ojos marrones muy brillantes. Tenía el pelo castaño, con algunas canas, y se lo recogía con elegancia. Ella misma se hacía su ropa, de lino y algodón, y Louisa no recordaba que hubiera cambiado nunca de estilo.

—Ya va siendo hora de que te cases —dijo Martha de repente, cuando Louisa le dio la limonada—. Y no con ese Witherspoon que anda detrás de ti. ¿Sigue dándote la lata?

—Bueno, hasta ayer.

Habló a su tía sobre el baile y los planes que había trazado. Mencionó al doctor Gifford lo menos posible, pero aquello no evitó que Martha comentara:

—Ese doctor Gifford parece un hombre notable. ¿Te gusta?

—Da igual. Yo no le gusto nada a él. Se va a casar con Helena Thornfold, ¿la conoces?

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—Thornfold —murmuró su tía—. Conocí a sus padres, pero nunca me llevé muy bien con ellos. Si se parece en algo a su madre, compadezco al pobre Gifford. Era una mujer insufrible, aunque muy guapa.

—Helena también es muy guapa.

—¿Y desdeñosa, como la madre?

—La verdad es que sí. Siempre que nos vemos insinúa que estoy muy gorda.

—No le hagas caso. No estás nada gorda; sólo tienes curvas donde hay que tenerlas —se levantó de la silla—. Pon la mesa mientras preparo la ensalada, ¿quieres?

Entraron, acompañadas por el perro y los gatos, y comieron sin prisas. Después, Louisa lavó los platos antes de salir al jardín, donde se tumbó debajo del manzano. Se despertó al oír la voz de su tía, que había estado preparando una tarta y le preguntaba si quería merendar.

Por la tarde volvió a Salistury, embriagada de sol y aire fresco y convencida de que cualquier vida distinta de la que llevaba su tía Martha no merecía la pena.

Cenó y se fue a la cama. Por lo menos, el doctor Gifford no iría a la consulta de sir James hasta el miércoles. Cuanto menos lo viera, mejor, aunque no sabía muy bien por qué.

Pero él fue la primera persona a la que vio en cuanto fue al trabajo por la mañana.

—Sir James no puede venir hasta esta tarde, y me ha pedido que me encargue de sus pacientes —le explicó—. ¿Me puede traer cuanto antes las fichas de las personas que tienen cita esta mañana?

Cuando Louisa entró en el despacho y dejó las fichas en la mesa, el médico estaba hablando por teléfono, pero colgó antes de que ella saliera.

—¿Hay algo que deba saber sobre los pacientes de esta mañana?

—Peggy Matthews es una niña de diez años, muy inteligente. Le gusta saber lo que pasa. Su madre es bastante tímida, y siempre espera lo peor. En el cajón de la derecha hay un bote de caramelos. Sir James siempre le da uno a Peggy antes de que se vaya.

—Eres una mina de información útil. Gracias, Louisa.

—De nada.

Tuvo que esforzarse para no cerrar de un portazo al salir.

Después estuvo demasiado ocupada para pensar en algo que no fuera contestar el correo y hablar por teléfono, hasta que sir James entró corriendo a la hora de la comida. La señora Grant se había ido de compras, y Jilly había salido a comer a un restaurante. Louisa tenía intención de consumir rápidamente sus emparedados y salir a dar un paseo. Era sorprendente todo lo que se podía hacer en una hora si se planeaba cuidadosamente.

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Pero sir James dio al traste con sus planes. La saludó y le pidió que entrara con ella en su sala de consulta.

—¿Tiene diez minutos, señorita Howarth? Tengo una cosa que dictarle.

El doctor Gifford seguía allí, mirando por la ventana, con las manos en los bolsillos.

—Ah, Thomas, gracias por haber venido —dijo Sir James—. He pasado una mañana muy interesante con el profesor Lutvik, ¿te acuerdas de él? Tenemos intención de volver a vernos pronto. Me ha propuesto que organicemos un seminario. Es una idea muy interesante, ¿no te parece? Siéntese, señorita Howarth. ¿Se ha traído la libreta? Bien. Tengo que apuntar los planes mientras los recuerde.

Se sentó en su mesa y Louisa esperó, con el bolígrafo en la mano. Pero sir James se había puesto a charlar con su colega. A pesar de que conservaba la calma en apariencia, Louisa se estaba impacientando. Tendría que comerse los emparedados rápidamente y olvidarse del paseo. Transcurrieron diez minutos sin que sir James se acordase de ella, y como sólo hablaban de tecnicismos, ni siquiera podía seguir su conversación.

—Es mi hora de la comida —dijo aprovechando una pausa, cuando ya no podía más.

Los dos la miraron; sir James, sorprendido, y el doctor Gifford, inexpresivo.

—Por supuesto, mi querida señorita Howarth. Qué despiste —miró a Thomas—. Hablaremos de esto más tarde. ¿Tienes que irte inmediatamente?

—No me necesitan antes de las cinco, y tenemos mucho tiempo antes de que lleguen los pacientes de la tarde.

—Sí, sí, estupendo. Ahora, señorita Howarth...

Tardó bastante en dictarle todo, con interrupciones constantes, cada vez que cambiaba de idea.

—¿Podría pasarlo todo a máquina? —preguntó por fin—. Supongo que esta tarde no estará muy ocupada. Ahora, váyase a comer.

Le quedaban exactamente diez minutos. La señora Grant entró, cargada de bolsas, y la saludó.

—Qué pronto has vuelto.

—No he podido salir.

Sir James se recostó en su silla.

—La señorita Howarth no parece la misma.

—Probablemente tiene hambre, y apenas le queda tiempo para comer.

—Sí, no sé cómo no me he dado cuenta antes. Será mejor que se tome ahora su hora libre. Estoy segura de que la señora Grant y Jilly se las pueden arreglar sin ella. ¿Tú has comido ya?

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—No, aún no. Puedo invitar a comer a la señorita Howarth, para compensarla por los inconvenientes. Aquí cerca hay un restaurante, ¿no?

—Una idea espléndida, Thomas. Así podrá tranquilizarse un poco.

Louisa no supo muy bien cómo lo hizo Thomas, pero casi sin decir una palabra, la arrastró a la calle ante las miradas curiosas de Jilly y la señora Grant.

—Vamos a un restaurante —le comentó, una vez fuera—. No sé si tú tendrás hambre, pero a mí no me vendrá nada mal comer un poco. Y no te preocupes por el tiempo. Sir James ha dicho que te puedes tomar una hora libre.

—Pero esto no es necesario.

—No podemos permitir que tengas una hipoglucemia —dijo Thomas con seriedad—, y tienes una tarde muy ocupada por delante. Ah, aquí estamos.

Era un restaurante muy pequeño, pensado para gente que tenía que comer en poco tiempo. El mobiliario era muy sencillo, pero los manteles de papel estaban limpios, igual que los platos y los cubiertos. Se sentaron junto a la ventana, y la camarera apareció al instante.

—Llegan un poco tarde —les dijo—. Se nos han acabado las salchichas y el puré de patatas, pero les puedo traer una tostada con huevos revueltos y judías pintas.

—¿Te parece bien? —preguntó Thomas, mirando a Louisa.

Cuando ella asintió, la camarera se fue corriendo. Volvió en unos minutos con una tetera, dos tazas, leche, limón y azúcar.

—La comida estará preparada en cinco minutos —les dijo—. Pueden tomar todo el té que quieran.

El té era fuerte, y Louisa lo bebió agradecida.

—¿Te gusta tu trabajo? —preguntó de repente el doctor Gifford.

—Sí, claro que sí. Es agradable trabajar para sir James, y me llevo bien con la señora Grant y con Jilly.

Intentó pensar en algo más que decir, pero no se le ocurrió, de modo que se alegró cuando llegó la camarera con dos raciones muy generosas de huevos revueltos y judías, y varias tostadas como acompañamiento.

Mientras pasaba a Louisa la sal y la pimienta, Thomas intentó imaginarse a Helena en el lugar de la otra mujer, pero fue incapaz. Por algún motivo, las judías pintas y Helena no encajaban, aunque Louisa parecía en su salsa en cualquier lugar al que fuera.

—Qué hambre tenía —comentó Louisa cuando vació su plato.

—No me extraña que necesites mucha alimentación —observó Thomas—. ¿Quieres otro té, o uno de esos bollos que tienen en la barra?

—No, gracias. Ya estoy llena, y tengo que volver al trabajo. Gracias por haberme traído aquí.

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Casi esperaba que Thomas contestara que había sido un placer, o algo parecido, pero no dijo nada en absoluto. Se limitó a indicar a la camarera, con un gesto, que les llevara la cuenta.

—¿Les ha gustado la comida? —preguntó la joven.

—Estaba deliciosa, y muy bien hecha. ¿La has preparado tú?

—No, mi madre se encarga de la cocina. Vuelvan cuando quieran.

No era muy probable, pensó Louisa. Por lo menos, que volvieran juntos.

Sólo tardaron unos minutos en volver a la consulta.

—¿Se enfadó Witherspoon el sábado por tu ausencia? —preguntó Thomas al llegar a la escalera.

—No lo sé. No lo he visto desde entonces. ¿Y Helena?

—Oh, sí, muchísimo. Menos mal que estaba allí tu Percy para ocupar mi lugar.

—No es mi Percy —protestó Louisa.

Thomas se fue por la tarde, y Louisa se preguntó cuándo volvería. No lo había comentado, y sir James se había ido al hospital.

Después de cenar se fue a ver a Felicity, y la encontró sola. Su madrastra, aburrida, se alegró de verla.

—Estoy agotada —le dijo—. Nos fuimos de la fiesta de los Woodley después de las tres de la mañana, y ayer tuve que salir a comer. Después vino Percy a cenar. Mañana voy a cenar con los Thornfold, y quiero estar descansada. ¿Vas a ir tú también ?

—¿Yo? No; apenas conozco a Helena ni a sus padres.

—Pero conoces a Thomas Gifford.

—Sólo porque nos vemos en la consulta de sir James y a veces trabajo para él.

—Pero el sábado os fuisteis juntos del baile.

—Se podría decir que fue por un motivo de trabajo.

Felicity frunció el ceño.

—Qué falta de consideración, la de esa tonta. Debería haberse quedado en casa.

Louisa no contestó. Era posible que Mary Davidson fuera muy joven y estuviera asustada, pero no había actuado con falta de consideración ni le parecía tonta.

—¿Qué te vas a poner? —preguntó, para distraer la atención de su madrastra.

Felicity se olvidó rápidamente de Mary y del doctor Gifford, y se explayó describiendo con todo lujo de detalles la ropa que llevaría.

—¿Vas a ir tú sola?

—No, me lleva Percy. Helena lo ha invitado. Parece que se llevan muy bien. Me pregunto qué pensará de eso Thomas Gifford. Claro que la culpa es suya. No debería irse por las buenas y dejar sola a su prometida.

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—Es médico —le recordó Louisa—. Helena tendrá que acostumbrarse a que se vaya corriendo en cualquier momento cuando surja alguna emergencia.

Felicity rió.

—Tiene un socio. No hay ningún motivo para que no se busque uno más cuando se case y salga más. A Helena le gusta mucho salir.

Louisa pensó, una vez más, que no encajaban. No entendía cómo se les había pasado por la cabeza la idea de casarse. Por supuesto, si estuvieran enamorados... Pero tampoco le parecía probable. No tenía motivos para pensarlo, pero estaba casi convencida. Sólo faltaba que Percy la conquistara.

—¿Por qué estás tan pensativa? —le preguntó Felicity.

—Por nada. Estaba recordando todo el trabajo que tendré esta semana. Sir James está organizando un seminario, y...

—Oh, querida, no me aburras con los detalles.

—No te preocupes, no te lo iba a explicar tan detenidamente. Además, tengo que irme a casa. Pasaré a saludar a Biddy antes de marcharme. Por cierto, ¿le has pagado su sueldo?

—Oh, no me acuerdo. Hazme el favor de preguntárselo, ¿quieres?

—La última vez que la vi le pagué dos semanas, y aún me las debes. Le pagaré lo que le debas si me das el dinero.

Felicity tomó su bolso, de piel de cocodrilo, que debía costar más de lo que Biddy ganaba en seis meses.

—A veces creo que eres demasiado brusca. No conseguirás un marido si no cambias. Menos mal que tienes el trabajo, y que pronto recibirás la herencia. Por lo menos podrás vivir de algo.

—Bueno, no tendrás que preocuparte por mí, ¿verdad? —preguntó Louisa, alegremente.

Biddy estaba en la cocina, etiquetando los tarros de mermelada que había preparado. Se tomaron un té, mientras Louisa escuchaba los cotilleos de Biddy y admiraba el sombrero nuevo que se había comprado.

—Me gustan los sombreros —explicó—. Llévate un par de botes de mermelada. Espero que estés comiendo bien.

Louisa le aseguró que comía muy bien, se despidió de ella con un abrazo y se fue a su casa. Aún era pronto para irse a la cama, así que se sentó junto a la ventana y se puso a pensar en el problema del doctor Gifford. Ahora le parecía más evidente que nunca que no debía casarse con helena. Percy era la solución, por supuesto, pero aquello significaba que Helena y él tenían que verse todo lo posible.

No sabía cómo conseguirlo.

Si Thomas pasara fuera una temporada...

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Pero no era muy probable. Tal vez le pidieran que fuera a atender a algún paciente fuera del país. A fin de cuentas, si sir James había tenido que salir, no sabía por qué no podía ocurrir lo mismo con Thomas.

Se fue a la cama, determinada a hacer algo, aunque no examinó a fondo los motivos que tenía para preocuparse tanto.

No le sorprendió su ausencia durante el resto de la semana, pero se sintió decepcionada. Convencida de que el futuro de Thomas dependía de ella, quería mantenerlo vigilado.

Un día, cuando se marcharon todos los pacientes de la mañana, sir James le comentó que por la noche iría a ver una función teatral.

—A mi mujer le encanta el teatro —comentó sir James—. Vamos a ir varios amigos. Los Woodley, los Thornfold, y por supuesto, el doctor Gifford y Helena Thronfold. Me extraña que su madrastra no se lo haya comentado. Ella va a asistir, y por supuesto, la acompañará el joven Witherspoon.

—Espero que se diviertan —dijo Louisa—. ¿Quiénes actúan?

—Entre otros, mi hija pequeña, aunque tiene un papel muy corto. Cambiando de tema, creo que ya va siendo hora de que se tome los días libres que le prometí, señorita Howarth. ¿Tiene algo planeado?

—Más o menos. Tengo unos tíos que viven en Escocia, y me han pedido que vaya a visitarlos.

—Bueno, pues decida cuándo quiere ir y dígamelo. ¿Le basta con dos semanas?

—Sí, muchas gracias. Los llamaré por teléfono.

Le encantaría irse a Escocia, pero cualquier cosa podía ocurrir durante las dos semanas que pasaría fuera. Helena se podía casar con el doctor Gifford, por ejemplo. Tendría que idear algo para que Percy la viera más a menudo.

Lo meditó detenidamente, hasta que por fin se fue a la cama sin que se le hubiera ocurrido nada.

A las tres de la mañana, se despertó de repente y se sentó en la cama. Había tenido una idea. Podía organizar un picnic. Podía invitar a Felicity y Percy, por supuesto, a la familia Woodley, a los Davidson, si Mary se encontraba en condiciones, y a Helena y Thomas.

Satisfecha, se volvió a dormir.

Por la mañana llamó a su tía de Escocia y quedó en ir a su casa en dos semanas. Después comunicó a sir James la fecha del viaje y por la tarde se fue a ver a Felicity, para contarle su plan de organizar un pícnic.

—¿Dónde?

—Cerca de Woodminton hay un bosque muy bonito, con un río. Se puede aparcar muy cerca, y hay unas praderas preciosas. Es el sitio ideal.

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—Pero no esperes que lo organice yo. ¿Te encargarás tú de la comida? Y, por favor, que haya suficiente bebida. ¿A quién vas a invitar? —guardó silencio un momento, pensativa—. ¿Por qué lo haces, Louisa?

—Es que hace tan buen tiempo... —contestó, fingiendo inocencia—. Cuando empiece a llover, todos sentiremos no haber disfrutado más del sol. A la gente le gustan mucho los picnics, siempre que no los tengan que organizar.

—La verdad es que me parece una buena idea. ¿A quién vas a invitar?

Louisa se lo contó.

—¿Para cuándo vas a organizarlo? —preguntó Felicity.

—El fin de semana que viene. Esta tarde o mañana llamaré a todo el mundo.

Todos aceptaron la invitación. Louisa dejó a Helena para el final, y no le mencionó a su prometido.

—Iré con Thomas, por supuesto —dijo Helena—. Espero que no te importe que venga.

—Claro que no. No sabía si estaría libre.

—Me encargaré de que lo esté. Tendrá que ir a buscarme y llevarme a casa.

Antes de colgar, Helena preguntó si Percy iba a asistir. Louisa se alegró de que se interesara por él. Por lo menos podría comprobar personalmente si su relación había mejorado antes de irse a Escocia. Se sentó e hizo una lista de todo lo que necesitaba para que el picnic fuera un éxito.

A lo largo de la semana, el doctor Gifford fue dos veces a la consulta, pero sólo hablaron para saludarse y despedirse cada vez.

Louisa pensó, irritada, que no sabía por qué se tomaba la molestia. Estaba claro que no le caía bien a Thomas, y que ni siquiera le daría las gracias por haberlo salvado de aquella mujer. Por supuesto, también era posible que no quisiera salvarse. Era una lástima que no tuviera bastante confianza para preguntárselo.

El sábado amaneció cálido y soleado. Era el día ideal, pensó Louisa mientras empaquetaba la comida y llenaba las neveras de bebidas. Había estado muy ocupada durante toda la semana, pero su esfuerzo merecería la pena. Cargó el coche, añadió un par de alfombras, varios cojines y un par de sillas plegables que le había prestado Felicity, y partió.

El lugar del picnic no estaba muy lejos, pero lo había elegido bien. Había mucho espacio para aparcar los coches. Habían cortado algunos de los árboles del bosque para ampliar la pradera, y los tocones irían bien como asientos, con un cojín encima.

Descargó el coche y lo dispuso todo a su gusto antes de acercarse al riachuelo. Era estrecho y no muy profundo. Unas cuantas piedras permitían cruzar a la otra orilla, y un poco más allá había un muro de piedra que rodeaba una de las propiedades de los alrededores de Salisbury.

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Reinaba la tranquilidad. En la distancia se podía oír el ruido de un tractor y los balidos de las ovejas, pero en aquel momento oyó el motor de un coche y salió a dar la bienvenida a sus primeros invitados. Eran los Woodley. Los demás tardaron poco en llegar: los Davidson, Felicity y Percy, y por último, Helena y el doctor Gifford. Helena se había arreglado demasiado y parecía incómoda. Thomas llevaba unos vaqueros desgastados y una camisa, pero a pesar de todo estaba muy elegante.

—Es un sitio precioso —dijo al saludarla—. ¿Vienes a menudo?

—De vez en cuando. Me gusta el río.

—Espero que no haya hormigas —dijo Helena—. Si me pican me saldrá una erupción. Tengo la piel muy delicada —miró la cara pecosa y sin maquillar de Louisa—. No soy tan fuerte y sana como tú.

—Si no tienes buena salud, tienes suerte de estar comprometida con un médico —dijo Louisa—. Ven a sentarte. Voy a servir las bebidas, ¿qué queréis tomar? Hay vino blanco, tónica, zumo de naranja y cerveza.

Mientras hablaba, Louisa instaló a Helena sobre sus cojines con la solicitud de una enfermera que cuidase a una inválida. El doctor Gifford siguió con Helena un momento, y después fue a saludar a la gente y ayudó a servir las bebidas mientras Louisa sacaba la comida.

El esfuerzo había valido la pena, pensó Louisa una hora después. Sus invitados devoraron las salchichas envueltas en hojaldre, los volovanes de salmón ahumado, las tartaletas de cebolla y los rollitos de primavera. También desaparecieron el pan, la mantequilla y el queso, y no dejaron mucho helado.

La buena comida y la bebida habían animado a todo el mundo. Se oían muchas voces y risas, y lo mejor era que Percy estaba sentado junto a Helena. Los dos estaban absortos en su conversación, ajenos a todos los demás. Thomas estaba tumbado en la hierba, junto a la silla de la señora Davidson, y Ricky estaba con Felicity.

Con ayuda de los Woodley, recogió lo que sobraba y volvió a meterlo en el coche. Después la animaron a acercarse al arroyo. La hija menor de los Woodley comentó que podían cruzarlo para ver qué había al otro lado, de modo que Louisa se sentó para quitarse las sandalias y los siguió, pasando por las piedras. Se había levantado la falda, y se detuvo a mitad de camino para mojarse los pies.

El doctor Gifford, contemplándola mientras charlaba con Mary, pensó que jamás había visto una mujer tan bella. Desechó, por ridícula, la idea inesperada de que le gustaría que fuera su esposa. Era una mujer cargante, que siempre decía lo que pensaba en vez de morderse la lengua, y cuando estaba en su mostrador de recepción lo miraba como si no existiera, con sus enormes ojos grises.

La voz de Mary lo devolvió a la realidad.

—Es encantadora —comentaba—, y nunca finge. Es algo que admiro mucho. Me alegro de que haya alquilado ese piso. Para ella debía ser muy aburrido vivir con la señora Howarth. Su madrastra es muy elegante, y tiene montones de amigos. Sé que Louisa salía con frecuencia, pero no eran amigos suyos, sino de Felicity.

—No sabía que la conociera.

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—No la conocía, pero la gente habla. Le cae bien a todo el mundo, y es muy inteligente. Y toda esta comida... La ha preparado ella sola.

—¿De verdad? —preguntó, sorprendido.

Inmediatamente recordó a Louisa en su cocina. No podía imaginar a Helena en la misma situación, porque nunca había entrado en aquella parte de su casa. En su opinión, las cocinas eran para los criados y los cocineros.

—Por supuesto, cuando nos casemos —le había dicho—, entraré todos los días para decirle a Rosie lo que queremos comer.

Tumbado junto a Mary, mientras miraba a Louisa, que cruzaba el arroyo con las tres hijas de los Woodley, Thomas se preguntó cuándo se habría dado cuenta de que estaba desilusionado con su prometida. Pero también desechó aquel pensamiento.

El picnic terminó antes de la hora de la merienda. El té salido de un termo nunca sabía igual que el servido con una tetera, y Louisa había decidido que no quería estropear las cosas al final. Todos se fueron, declarando que lo habían pasado muy bien. Helena y el doctor Gifford fueron los últimos en marcharse.

Helena los hizo esperar mientras se ponía crema en los brazos, declarando que se los había quemado con el sol.

—Sé que a ti te parecerá una tontería —le dijo a Louisa—, pero yo salgo mucho, y tengo que cuidar mi aspecto.

—Estoy segura —contestó Louisa con educación—. ¿Vas a salir esta noche?

Helena miró a su prometido dubitativa.

—Había quedado con Thomas en que saldríamos a cenar y a bailar, pero como siempre, tiene que ir a ese maldito hospital. Menos mal que Percy está libre y se ha ofrecido a acompañarme. Es un hombre muy considerado, me sorprende que a ti no te guste.

—Aunque te sorprenda —contestó Louisa con frialdad—, no creo que sea asunto tuyo. ¿Estás preparada? Creo que tu novio está impaciente.

No sólo estaba impaciente; también estaba enfadado. En cuanto Helena y él subieron al coche, la miró con de sagrado.

—Has sido muy desdeñosa y grosera con Louisa.

Helena se volvió para mirarlo.

—Digo lo que me da la gana, y además, no tenía ni idea de que fuerais tan amigos.

—Es una empleada de confianza de sir James, y es muy buena trabajadora. No es amiga mía, pero no tienes derecho a tratarla así.

—¿Estabas escuchando?

—Es difícil no oír tu voz.

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Recorrieron el resto del camino en silencio, y al llegar a casa de sus padres, Helena se bajó del coche sin mirar a Thomas. Después de salir, se volvió, furiosa.

—Espero que tengas una noche muy atareada, y que os salga mal todo a tus malditos pacientes y a ti.

Era una lástima que Louisa no pudiera oír aquello. Una vez en su casa, mientras limpiaba los platos sucios del picnic, pensaba contenta en lo bien que había salido todo. Los invitados lo habían pasado bien, y la relación entre Percy y Helena marchaba sobre ruedas. Era una lástima que Thomas no pareciera preocupado; debía estar muy seguro del amor de Helena, a pesar de sus rabietas.

Ella había hecho todo lo que podía. En una semana estaría en Escocia y no podría averiguar cómo marchaban las cosas. Tal vez hubiera fracasado. Suponía que un hombre que viera que su prometida era cada vez más amistosa con otro hombre habría hecho algo si le pareciera que aquello hacía peligrar su relación.

Se hizo un té, se duchó, se puso un vestido viejo de algodón y se recogió el pelo. Prepararía algo para cenar y después examinaría el armario con intención de decidir qué se llevaría a Escocia.

Estaba pelando patatas cuando sonó el timbre. Al abrir la puerta se encontró frente a frente con el doctor Gifford, que llenaba el umbral. Llevaba un gatito en brazos.

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Capítulo 6 LOUISA miró al pequeño animal y después a Thomas.

—Llévalo a la cocina —le dijo—. Voy a buscar una toalla.

—Le echaré un vistazo antes de limpiarlo —dijo él—. Me lo he encontrado en la cuneta. ¿Tienes algo para tumbarlo? Y agua caliente. Y leche; está en los huesos.

El gatito no maulló mientras Thomas lo examinaba con cuidado.

—No parece que tenga nada roto —anunció—. Vamos a ver si le gusta la leche.

El animal vació la escudilla rápidamente, y Thomas se puso a limpiarlo con cuidado. Estaba lleno de barro. Una vez saciado y limpio, se quedó dormido.

—Creo que le vendrá bien una caja —dijo Louisa.

Sacó una caja circular de rayas de colores, suficientemente espaciosa para el gatito. La llenó de periódicos viejos y por fin puso una bufanda de lana. Thomas llevó al gatito al salón y lo dejó en la caja.

—¿Dónde estaba? —le preguntó—. Por cierto, ¿ya has vuelto del hospital? Si tienes que marcharte a ver a Helena, yo cuidaré del gato.

—Venía de camino aquí, a verte.

—¿A mí? ¿Por qué?

—No puedo presentarme en el restaurante y ocupar el lugar de Witherspoon en mitad de la cena, ¿verdad? Creía que iba a salir más tarde, y le he dicho a Rosie que no me espere despierta, así que he pensado que a lo mejor te apetecía venir a cenar conmigo.

—¿Quieres cenar conmigo? ¿Por qué? Además, no voy a dejar solo al gato.

—Nunca piensas lo que vas a decir antes de hablar, ¿verdad? Si me prestas la sombrerera, podemos salir.

—Perdona, no pretendía ser tan brusca. Lo que pasa es que me has sorprendido al invitarme a cenar. Lo siento, pero no me apetece salir. Si quieres quedarte, puedes cenar aquí. Así podemos asegurarnos de que el gato está aquí.

—Gracias. ¿No te voy a estropear la noche?

—No, claro que no. Saca una botella de vino blanco de la nevera y ábrela, ¿quieres? ¿Te gustan las chuletas de cordero?

—Me encantan. ¿Dónde tienes el sacacorchos?

Louisa se lo dio y se puso a cocinar.

—¿Puedes ayudarme a pelar los guisantes? —preguntó a Thomas al cabo de un rato—. ¿Cómo está el gatito? —entró en el salón con los guisantes—. Aquí tienes. Ponte una copa de vino, y ponme otra a mí. Ahora mismo vuelvo.

Thomas se puso a pelar los guisantes, pensando en lo ocurrido. Se dio cuenta de que Louisa no había dado muestras de sorpresa al verlo en la puerta, sino que lo

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había recibido como si fuera un viejo amigo. Teniendo en cuenta que no se llevaban precisamente bien, era muy raro. Cuando terminó con los guisantes, los llevó a la cocina y le preguntó si quería que hiciera algo más.

Louisa había puesto a cocer las patatas y había calentado la sartén para las chuletas. Le quedaba un poco de masa de los volovanes que había preparado para el picnic, así que la puso en el fondo de una tartera, puso unas cuantas manzanas, cubrió la mezcla con otro trozo de tarta y lo metió en el horno.

—Puedes poner la mesa —le dijo mientras tomaba los guisantes—. Los cubiertos y el mantel están en el cajón de arriba del aparador. ¿Qué tal está el gatito?

—Está dormido. ¿Quieres que te traiga tu vino?

—Sí, por favor. Trae también el tuyo.

De repente, Louisa tuvo la impresión de que le parecía lo más normal del mundo estar preparando la cena mientras Thomas estaba sentado en la mesa de la cocina, charlando con ella sobre las distintas formas de preparar las patatas. Cuando se sentaron a comer estuvieron hablando de muchas cosas. Louisa tuvo la precaución de no mencionar a Helena para no estropear la velada.

—¿Qué vamos a hacer con nuestro amigo? —preguntó Thomas después de cenar, mientras el gatito vaciaba otro cuenco de leche.

—Yo me lo quedaré, pero no sé qué hacer con él durante las dos semanas próximas. Me voy de vacaciones.

—¿A algún sitio donde no te lo puedas llevar?

—A Escocia. Podría perderse.

—¿Quieres que me lo quede yo hasta que vuelvas? A Bellow le encantará, y a Rosie lambién. ¿Cuándo te vas?

—El sábado que viene. Al principio pensé en ir en coche, pero luego he decidido ir en tren, para no tener que conducir tanto.

—En esta época del año debe estar muy bien pasar unas semanas en Escocia.

—Sólo voy a pasar allí dos semanas. Tengo unos tíos que viven cerca de Torridon. Es un pueblo pequeño que se llama Shieldaig. Está cerca del lago. Esa zona es preciosa, y el paisaje es muy bonito.

Thomas, esforzándose para no dar muestras de interés, se volvió hacia el gatito, que debía haber descubierto que, a fin de cuentas, la vida merecía ser vivida e intentaba lavarse.

Después de recoger la mesa, Thomas se marchó, con la sombrerera bajo un brazo.

—Ha sido una velada muy agradable —comentó.

—Sí —convino Louisa—. Y supongo que la próxima vez que nos veamos me mirarás como si no existiera.

—¿De verdad hago eso?

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Se inclinó para besarla en la mejilla, y bajó la escalera antes de que Louisa pudiera recuperar el aliento.

—No me lo puedo creer —murmuró, llevándose la mano a la mejilla—. Debe haber olvidado quién soy.

De todas formas, había sido un bonito final para el día.

El domingo por la mañana fue a ver a Felicity.

—El picnic de ayer estuvo muy bien —comentó—. Todo el mundo se lo pasó de maravilla, y Percy se alegró mucho de volver a ver a Helena Thornfold. Hay que ver lo bien que se llevan. Supongo que a Thomas no le importará. Debe estar acostumbrado, porque Helena es un encanto. ¿Qué vas a hacer el resto del día? Voy a comer fuera.

—Aprovecharé para hacer el equipaje. Entre semana no tendré mucho tiempo, y quiero salir el sábado a primera hora. El viaje es largo.

—Te morirás de aburrimiento —dijo Felicity—. Una vez estuve allí con tu padre. No hay nada que hacer, y tantas montañas... —se estremeció—. Es sobrecogedor. En fin, que te diviertas. A lo mejor conoces a un hombre agradable en ese pueblo perdido.

Thomas llegó el martes por la tarde, justo a tiempo para recibir al primer paciente. Sir James había ido al hospital y no iba a volver en todo el día. Dejó a Louisa el recado de que pidieran al doctor Gifford que lo llamara a partir de las cuatro. Louisa se sentía ligeramente incómoda ante la perspectiva de volver a ver a Thomas. Se dijo que aquello era una tontería, de modo que al verlo llegar le dio las buenas tardes con educación, y se sorprendió al ver que se detenía frente a su mostrador.

—Buenas tardes, Louisa.

La miraba con tanta intensidad que ella se sonrojó y frunció el ceño.

—Ya ves que me esfuerzo para corregir mis modales —añadió, en voz suficientemente alta para que lo oyeran la señora Grant y Jilly—. Y el gatito está muy bien.

—Me alegro —dijo Louisa, cohibida—. Sir James me ha pedido que le diga que lo llame al hospital a partir de las cuatro.

Thomas asintió y entró en la consulta. Jilly apenas esperó a que se cerrara la puerta para preguntar de qué hablaba.

—¿Qué tienen de malo sus modales? Son muy buenos. El otro día me abrió la puerta. ¿Y qué era eso del gatito?

—No seas cotilla —la reprendió la señora Grant—. Vete a asegurarte de que la sala de examen está preparada, porque el primer paciente debe estar al llegar.

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La tarde fue muy agitada, pero el último paciente se marchó antes de las cinco, y poco después se fue el doctor Gifford, despidiéndose de las tres a la vez. En aquella ocasión no trató a Louisa de forma especial.

Volvía a estar como al principio, pensó ella, dolida.

Se habría sentido mucho mejor si pudiera haber oído a los dos médicos, que estaban en una sala reservada al personal del hospital.

—El seminario se celebrará la semana que viene —decía sir James—, en Glasgow. ¿Podrías ir a Edimburgo a ver al profesor Lutvik? Te daré su dirección. Mientras estás en Escocia, podrías pasarte por Inverness para ver a mi paciente de Oriente Medio. Ya le he escrito para explicar que debo quedarme aquí hasta que mi mujer se recupere, y no hay ningún problema con que vayas en mi lugar. Su convalecencia marcha perfectamente, y muy pronto volverá a su país. Muy poca gente sabe que se ha marchado. Cuando lo estaba tratando me opuse a que viniera, pero no parece que el cambio le haya sentado mal, y espero que pronto se encuentre perfectamente. ¿Cuánto tiempo tienes?

—Diez o quince días.

—Estarás en Escocia a la vez que la señorita Howarth.

—Es verdad.

Sir James le había advertido varios días atrás que era posible que tuviera que viajar a Escocia en su lugar, y no tenía intención de pasar allí más de cuatro días, pero al enterarse del destino de Louisa para las vacaciones había modificado sus planes. Inverness no estaba muy lejos de Shieldaig, y le gustaría ver a Louisa y pasar un poco de tiempo con ella.

Tal vez, si lo hacía, sería capaz de convencerse de que el creciente interés que sentía por ella era sólo una fantasía pasajera, provocada probablemente por el carácter arisco que mostraba Helena, cada vez más a menudo. Además, insistía en que debía renunciar a gran parte de su trabajo y dedicarse sólo a los pacientes privados, para poder tener una vida social más intensa. Hacía poco tiempo que se había atrevido a hablar con él sobre la vida que quería que llevaran, y cada vez que él le decía que no estaba dispuesto a hacerle caso, ella pasaba varios días enfadada.

Mientras iba a su casa tuvo que reconocer que ya no estaba enamorado de Helena. Tal vez nunca lo había estado; hacía mucho tiempo que se conocían, y ella nunca había ocultado su intención de casarse con él. Era bella y de trato agradable, y tenían amigos comunes, de modo que en su momento le pareció lo más lógico comprometerse con ella, con la intención de tener una esposa e hijos.

Aunque Helena había dejado muy claro que, aunque no le importaba tener un hijo, no estaba dispuesta a tener más. Cuando lo dijo, Thomas no insistió, confiando en que cambiara de idea cuando se casaran, pero pronto se dio cuenta de que era imposible hacer que cambiara de opinión, como era imposible fijar la fecha de la boda. Por el momento estaba disfrutando de su vida despreocupada y libre, y se

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casaría con él cuando estuviera preparada. A fin de cuentas, estaba segura de él, y con razón; aunque Thomas se hubiera desencantado un poco, era un hombre de palabra, y le había prometido que se casaría con ella.

Cuando entró en su casa, Bellow salió a saludarlo, y después fue a ver cómo estaba el gatito.

De momento, prefería no pensar en los problemas del futuro. Se llevó a Bellow a dar un paseo y después se fue a la cama. Al margen de sus propios problemas, al día siguiente tendría que resolver los de sus pacientes, y tenía que hablar con su socio de varios casos. De todas formas, antes de quedarse dormido, su último pensamiento fue para Louisa.

Al día siguiente, sir James le dijo a Louisa que su mujer estaba enferma, pero no le comentó que el doctor Gifford iría a Escocia en su lugar.

—Intente dar hora a los pacientes sólo por la mañana —le dijo—. Me gustaría estar libre por las tardes. La señora Twist ocupará su lugar mientras esté usted fuera, como de costumbre. Asegúrese de que lo entiende, ¿de acuerdo?

Louisa le aseguró que lo haría y le dijo que había pedido a la señora Twist que fuera el viernes por la tarde para ponerla al día rápidamente.

—Muy bien —dijo sir James—. Espero que disfrute de sus vacaciones.

—Y yo espero que su mujer se recupere pronto.

Thomas también fue aquel día. Había más pacientes que de costumbre, y después de saludar a Louisa rápidamente, se fue a su consulta y no le dijo nada más. Aún no se había marchado cuando Louisa, la señora Grant y Jilly se marcharon.

Al día siguiente, Louisa se encontró una nota en su mesa:

El gatito está muy bien. Bellow está demostrando ser un padre excelente.

Podría habérselo dicho; sólo habría tardado un par de segundos. El cálido recuerdo de la agradable velada que habían pasado juntos se congeló; había recurrido a ella, simplemente, porque no sabía qué hacer con el animal que se había encontrado.

—Pues me da igual —murmuró.

Aún no había llegado nadie, así que lo repitió, en voz más alta.

Le quedaban dos días para las vacaciones. Dedicó el tiempo libre a hacer el equipaje, reservar el billete de tren, llamar a sus tíos e ir a ver a Felicity y Biddy.

Felicity insistía en que hacía una estupidez al recorrer todo aquel camino para quedarse en un pueblo aburridísimo.

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—No sabrás qué hacer —le advertía—. ¿Y si llueve?

—No lloverá todo el tiempo, y Torridon está muy cerca.

—¿Y qué vas a hacer allí? Acuérdate de lo que te digo, te alegrarás de volver aquí. ¿Has visto a Percy?

—No, ¿por qué iba a verlo?

—De eso sólo tienes la culpa tú. Creo que ya has perdido tu oportunidad con él. Por cierto, esta mañana me he encontrado con Helena en una zapatería. El domingo va a ir a las carreras. No se lo ha dicho aún a Thomas, quiere darle una sorpresa. Le pedirá que la lleve a dar una vuelta en coche y después lo guiará hasta el hipódromo. Ha quedado allí con unos amigos. A él no le gustan demasiado las carreras, pero la pobre chica está harta de no ir a ningún sitio.

—Si va a todas partes.

—Sí, ya lo sé, lo que quiero decir es que preferiría que su prometido la acompañara más a menudo. Está acostumbrada a que los hombres pierdan la cabeza con ella y la traten como si fuera una estrella de cine, y no le gusta que Thomas la trate como a una mujer normal y corriente.

A Louisa se le ocurrieron varias respuestas, pero como ninguna de ellas le pareció adecuada, se mordió la lengua.

Biddy se alegró de verla.

—Acababa de preparar una tetera —declaró—. Siéntate un rato.

Pasó media hora con Biddy, describiéndole el picnic con pelos y señales.

—Yo prefiero comer en una mesa, como las personas —dijo Biddy, desdeñosa—. La señora me ha dicho que te vas a Escocia. Espero que te diviertas. ¿Vas a ver a algún joven, por casualidad?

—No, pero te mandaré una postal —le prometió.

Durante los dos últimos días no vio a Thomas, y lo único que le dijo sir James fue que su mujer estaba un poco mejor.

El sábado se montó en el primer tren de la mañana, muy bien vestida, con una falda fina de punto y una torera a juego, tejida con lana algo más gorda. Aquella ropa soportaría el viaje sin arrugarse, y si hacía calor podía quitarse la chaqueta. También llevaba una maleta con ruedas, y una bolsa con todo lo que podía necesitar durante el viaje.

El trayecto fue muy largo, aunque tenía un buen asiento, junto a la ventana. Cuando hizo el transbordo en Glasgow ya estaba bastante cansada, pero el precioso paisaje la reanimó un poco. El tren bordeaba el final del lago Lomond, y después se podían ver por todas partes montañas, cataratas, valles profundos y algún que otro pueblo.

El tren dejó atrás el lago Treig y se detuvo en la estación de Tullach. Ahora se encontraba sólo a cincuenta kilómetros de Spean Bridge, y su largo viaje casi había acabado. Su tío estaría esperándola en la estación, y la llevaría a Shieldaig en coche.

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Louisa se arregló el pelo y se retocó el maquillaje, contenta de que el viaje casi hubiera acabado. Estaba deseando pasar unos días descansando, junto a dos personas a las que quería mucho.

Se preguntó, sin saber por qué, qué estaría haciendo Thomas, pero lo apartó de su mente. Se casaría con Helena a pesar de sus esfuerzos, porque la joven estaba decidida a ser su esposa, aunque se sintiera atraída por Percy. No podía hacer nada más; ya había hecho todo lo que estaba en su mano. Para empezar, no debería haber intervenido. Thomas Gifford ya era mayorcito para decidir qué quería hacer con su vida.

No tenía tiempo para seguir pensando en tonterías; el tren acababa de detenerse, y allí estaba su tío Bob. Se apeó rápidamente y corrió a abrazarlo. Después montaron en el todo terreno.

—Vamos a tomar algo aquí —le dijo—, pero no nos quedaremos mucho tiempo, porque tu tía nos espera con la cena.

Mientras se tomaban un té con pastas, Bob la asaeteó a preguntas. Después se pusieron de camino. Por aquella carretera no se veía ningún pueblo; sólo había un restaurante de vez en cuando. Pasaron junto al lago Duich y después junto al Carron.

—Ya casi estamos en casa —comentó su tío—. No ha cambiado mucho desde que estuviste aquí por última vez. ¿Cuánto tiempo hace? ¿Tres años? El tiempo pasa tan deprisa...

—Dos años, y esto está tan bonito como siempre —contestó Louisa, mirando a su alrededor con admiración.

No había ni una casa a la vista. Estaban rodeados de bosque, y de un momento a otro verían el lago Shieldaig y el pueblo. Había pasado todo el viaje contestando a las preguntas de su tío, y sabía que después tendría que repetírselo todo a su tía, además de escuchar los cotilleos del pueblo.

Bob redujo la velocidad cuando se acercaron a las primeras casas del pueblo. La casa de sus tíos estaba un poco apartada. Era una edificación cuadrada, con varias chimeneas en un extremo, dos hileras de ventanas en la fachada, y una hilera más en el tejado.

Todas las casas daban a la estrecha calle, pero al otro lado había un gran jardín que llegaba hasta el lago. Se veían varias ovejas, pero no había ni rastro de vida humana. Casi todos los habitantes del pueblo se acostaban muy pronto y se levantaban antes del alba, y los pocos veraneantes hacían lo mismo, porque no había ningún sitio al que ir. Durante el invierno, la televisión era la única distracción para los pescadores y los jubilados que vivían allí.

Su tía Kitty abrió la puerta antes de que se apearan del todo terreno. Era una mujer alta y delgada, de rostro agradable, con el pelo casi blanco recogido en un moño. Era bastante mayor que su hermana, la madre de Louisa, y ella la recordaba como una mujer elegante y bien vestida. Aún lo era, pero desde que quince años atrás se había casado con Bob había aplicado su elegancia a la ropa campestre. Abrazó a Louisa con cariño.

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—Estás más guapa que nunca. Cuánto me alegro de volver a verte. Debes estar cansada, ¿verdad? Entra, cariño. La cena está preparada, y después podrás irte a la cama.

—Esto es una maravilla —dijo Louisa—. Me siento como en otro mundo. Y estoy muerta de hambre.

Siempre que iba allí se alojaba en la misma habitación, con vistas al lago. Tenía una cama antigua, cubierta con una colcha de patchwork, y un sofá junto a la ventana. En una esquina había un armario y una jofaina. Junto a la mesita de noche había una estantería con varios libros.

Estaban allí desde que Louisa visitó por primera vez a sus tíos, acompañada de sus padres. Era una adolescente, y nunca había olvidado lo feliz que había sido allí. Su madre murió un año después, y no volvió a Escocia durante un par de años más. Después, su padre y ella volvieron a ir todos los años hasta que él se casó con Felicity, que sólo fue una vez y se negó a volver. De modo que Louisa había empezado a ir sola, no todos los años, pero de vez en cuando.

Deshizo el equipaje, cenó y se fue a la cama, con la ventana abierta al aire del verano. Se levantó temprano y se acercó a la ventana para contemplar el amanecer sobre el lago.

Cada vez que iba volvía a sorprenderse por las muchas cosas que se podían hacer allí todos los días. Se iba a pescar al lago con su tío, en una barca de remos, cuidaba el jardín y el huerto, arrancaba malas hierbas y desenterraba patatas. De vez en cuando iba a Torridon de compras, normalmente con su tía. Y por las tardes, mientras su tío se quedaba dormido leyendo el periódico y su tía se quedaba dormida haciendo punto, Louisa salía a dar una vuelta por el campo, y a veces se iba remando a la pequeña isla del lago.

Formaba parte del patrimonio nacional, y la visitaba mucha gente, sobre todo en pleno verano, pero ahora sólo había allí unas cuantas personas. Se tumbó en la hierba, descalza, y se concentró en los sonidos que nunca oía en Salisbury: el zumbido de las abejas, el batir de las alas de libélulas y mariposas, el canto de los pájaros, los balidos de las ovejas al otro lado del pueblo... Se sentía en la gloria.

—Me gustaría que Thomas estuviera aquí —murmuró, medio dormida.

Después de pasar la mañana ultimando los detalles con sir James, Thomas volvió a su casa. Por la tarde tenía que pasar consulta, pero antes tenía que terminar con el papeleo. Así que no le hizo mucha gracia que Helena se presentase en su despacho.

No la había visto durante el fin de semana. Ella había visto a muchos amigos, pero a pesar de su insistencia, no había conseguido convencerlo para que la acompañara.

—No lo entiendes —le dijo cuando ella protestó al verlo ocupado—. Tengo un trabajo que no puedo desatender.

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—Pero podrías contratar una secretaria para esas cosas. Y buscarte otro socio. Venía a decirte que Percy Witherspoon nos ha invitado a cenar mañana, y espero que estés libre.

—Me temo que no es posible. Voy a ir a Escocia por la mañana. Sir James tenía que ir a un seminario y a visitar a un paciente, pero su esposa se ha puesto enferma y tiene que quedarse con ella en Salisbury. Voy a pasar varios días fuera. Una semana por lo menos.

—¿Por qué no me lo has dicho antes? —preguntó Helena, furiosa—. Además, ¿es que tú eres la única persona que puede ir?

—Me temo que sí. Y te lo habría dicho antes, pero no conseguía encontrarte en casa. Siempre que te llamaba me decían que habías salido con Witherspoon.

—Por lo menos él se preocupa por mí —dijo, algo incómoda—. ¿Qué esperas que haga? ¿Que me quede en casa de brazos cruzados, esperando a que pases conmigo un rato cuando te apetezca?

—No, claro que no, pero tienes que darte cuenta de que no tengo un trabajo con horario de oficina.

—Claro que me doy cuenta, pero pensé que cambiarías cuando estuviéramos comprometidos. Yo debería ser más importante para ti que tu trabajo.

Esperó a que Thomas contestara, pero se dio cuenta de que no iba a decir nada más.

—Pues yo voy a ir a la cena de Percy —añadió—. A lo mejor cuando vuelvas te darás cuenta de que no estoy dispuesta a ser el segundo plato y renunciarás a algunos de tus estúpidos pacientes para disfrutar de la vida.

—Siento que te sientas así —dijo Thomas, esforzándose para comprender su punto de vista.

—Entonces haz algo —miró con repugnancia a Bellow, que se había levantado para acompañarla a la puerta—. Y lo primero que voy a hacer cuando nos casemos será deshacerme de este bicho.

Cerró de un portazo, y Bellow apoyó la cabeza en las piernas de su amo.

—No te preocupes —le dijo Thomas—. No se lo permitiré. ¿Por qué no vienes conmigo a Escocia? Rosie puede pedir a su sobrina que se quede a dormir aquí para hacerle compañía.

Bellow movió el rabo, contento.

Se fueron a primera hora de la mañana, y Rosie, con el gatito debajo del brazo, se quedó en la puerta hasta que los perdió de vista.

—Lo echaremos de menos —dijo al animal, que habían bautizado como Lucky—. Pero no le vendrá mal pasar unos días fuera y alejarse de esa mujer.

Thomas tenía por delante un largo viaje, de casi mil kilómetros. Tomó la autopista después de pasar por Bristol y siguió hacia el norte. El camino era muy

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monótono, pero el coche era cómodo, y Bellow, sentado detrás de él, le hacía compañía. No hablaba, pero escuchaba todo lo que decía su amo.

Conducía rápidamente, relajado al volante, y se detenía de vez en cuando para tomar algo y para dejar que Bellow estirase las patas, pero llevó un buen ritmo, y por la tarde ya estaba en Escocia. Por la noche había llegado a Glasgow y estaba cómodamente instalado en la casa de un amigo de sir James, un anciano médico muy agradable y su encantadora mujer. Bellow se portó muy bien, consciente de que estaba de visita.

Mientras cenaron estuvieron hablando del seminario del día siguiente.

—Después habrá una cena por todo lo alto —le dijeron—. Hay que ir de etiqueta, y con pareja.

—He traído un esmoquin, pero me temo que no tengo pareja.

—James me ha comentado que te vas a casar pronto. A ver si vuelves pronto y te traes a tu mujer.

Al día siguiente estuvo muy atareado, y se alegró de ello, porque así no tenía demasiado tiempo para pensar en Louisa. Pero no pudo evitar soñar con ella por la noche. Sabía que era peligroso, pero a fin de cuentas, no era la realidad. Tal vez cuando volviera a verla y pasara unas horas con ella se le pasaría aquella estúpida obsesión.

A la mañana siguiente fue a Edimburgo a hablar con el profesor Lutvik, que le prometió que iría a Salisbury para hablar de sus teorías con sir James. Después, por la tarde, siguió hacia el norte, basta llegar a un pequeño pueblo cercano a Inverness.

La casa era grande. Estaba rodeada por un alto muro de piedra, y había guardas uniformados en la puerta. El camino era largo, y Thomas volvió a detenerse al acercarse a la casa. Pero lo esperaban, y rápidamente salió a recibirlo un mayordomo, que lo condujo a una salón y le pidió que esperase. Los dos jóvenes que se presentaron al cabo de un rato eran muy amables.

—¿Está cansado? Lo acompañaremos a su habitación. Pida todo lo que necesite. Mañana por la mañana podrá examinar a su paciente.

—Muy bien. Me he traído a mi perro.

—No pasa nada. Al lado de su dormitorio hay un salón con terraza, y puede pasear por el jardín cuanto quiera. Durante la noche están sueltos los perros guardianes, pero los encerramos a las siete de la mañana.

—Cenaremos a las ocho —añadió el otro hombre—. El desayuno se le servirá en su salón. Esperamos que presente un informe satisfactorio, porque estamos deseando volver a nuestro país.

—Sí, claro. Llamaré a sir James por teléfono y me aseguraré de que comparte mi opinión, y se la haré saber cuanto antes.

Salió al coche a recoger a Bellow. Después de dar un paseo por el jardín, entró en la casa y fue a su habitación, acompañado por el camarero.

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Al cabo de un rato bajó a cenar con los dos ayudantes del dignatario, se fue temprano a la cama y se levantó poco después de las siete, para dar un paseo con Bellow. Aquel día también prometía ser precioso, y el camino a Shieldaig sería muy agradable. Además, vería a Louisa, tal vez no aquel día, pero sí el siguiente. Subió a desayunar, habló por teléfono con sir James y después se sentó con Bellow en la terraza, hasta que lo llamaron para que viera a su paciente.

El examen fue largo, y lo fue más la charla con el hombre y la posterior conversación con sir James. Al final llegaron a la conclusión de que estaba completamente restablecido y podía volver a su país. Todo aquello llevó mucho tiempo. A última hora de la tarde, con el fiel Bellow a su lado, se marchó. Ya no podía presentarse en Shieldaig sin que nadie se extrañara, pero Torridon estaba muy cerca. Buscó un hotel, dejó en él el equipaje, salió a pasear a Bellow, cenó y se fue a la cama.

Louisa, a pocos kilómetros de distancia, también se fue a la cama temprano. Había pasado la mayor parte del día en el lago, con su tío, remando mientras él pescaba. Era una forma encantadora de pasar el día, pero había prometido a su tía que por la mañana iría a recoger fresas para hacer mermelada, y estaba cansada de remar. Se acurrucó en la cama con un suspiro de satisfacción, pensó brevemente en Thomas y se quedó dormida.

El buen tiempo continuaba. Todo el mundo decía que no habían tenido un verano tan agradable en muchos años, y los más viejos predecían que cuando acabara el sol, las lluvias y el viento darían paso a la nieve. Kitty, que nunca prestaba atención a las predicciones meteorológicas, confiaba en la opinión de los habitantes del pueblo. Había que recoger las fresas antes de que llegara la lluvia.

Después de desayunar, Louisa, armada con una gran cesta, se acercó al huerto donde su tío había plantado varios fresales. Se arrodilló y empezó a recoger las fresas. Era un trabajo arduo, pero le gustaba. Salisbury parecía estar en otro planeta. Su trabajo, los pacientes, sir James, Felicity y Percy, la odiosa Helena... Todos estaban a años luz. Sólo Thomas se negaba a dejarse relegar al fondo de su cabeza, como los demás.

—Esto es ridículo —murmuró, hablando para sí—. Porque no importa que no lo vuglva a ver. Espero que sea feliz.

Llevó la primera cesta a la cocina, aseguró a su tía que estaba disfrutando de lo lindo y volvió para llenar otra vez la cesta. No parecía que fuera a llover pronto, pero Kitty insistía en que más valía prevenir. Le prometió que cuando hubiera llenado la segunda cesta se encontraría con un café y un trozo de tarta.

Kitty estaba sentada en el porche, despuntando las judías verdes para la comida, cuando el doctor Gifford detuvo el Bentley delante de su puerta. Lo observó mientras se apeaba del coche y se acercaba a ella.

—Buenos días —le dijo—. ¿Ha venido a ver a Louisa?

—Buenos días. Sí, vengo a ver a su sobrina. ¿Me espera?

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—No, nada de eso. No ha comentado en ningún momento que fuera a recibir visita. Pase, por favor. Está recogiendo fresas, pero volverá de un momento a otro. ¿Quiere que la llame?

—No, prefiero que no la interrumpa.

—Venga, entonces. Está al final del jardín. ¿Quiere tomar antes un café? Usted debe ser el médico. Lo ha mencionado de pasada. Viene desde muy lejos, ¿no?

Miró al hombre y le gustó lo que vio. El era el motivo por el que Louisa parecía pasarse todo el día soñando despierta.

Lo invitó a sentarse en la cocina y sirvió el café. Louisa entró cinco minutos después, con la cesta llena. Tenía manchas de fresa en el vestido blanco y alrededor de la boca. Llevaba el pelo recogido con una cinta, y su preciosa nariz estaba llena de pecas.

Thomas, mientras se levantaba, pensó que en toda su vida había visto a una mujer más bella, y supo que aquello no era un simple capricho. Era amor.

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Capítulo 7 LOUISA dejó la cesta a un lado y lo miró.

—¿Thomas? —preguntó, con un hilo de voz—. Estás aquí...

Fue un comentario ridículo. Louisa habría preferido decir algo divertido e inteligente, y sobre todo habría preferido no parecer asustada.

Thomas la miró y adivinó lo que estaba pensando.

—Sir James tenía varias citas en Escocia y no podía dejar a su esposa, así que he venido en su lugar.

—Comprendo. ¿Y ya te marchas?

—No, aún me quedan varios días. He recordado que estabas aquí, en Shieldaig, y he pensado que podrías enseñarme los alrededores.

—Una magnífica idea —dijo Kitty—. Ve a lavarte la cara, Louisa. Tomaremos un café y luego podrás enseñar al doctor Gifford los alrededores. Un paseo os despertará el apetito para la comida —miró a Thomas—. Supongo que se aloja en el hotel, ¿no es cierto?

Thomas asintió y sonrió.

—Es un buen hotel, pero puede venir a visitarnos cuando quiera —continuó, antes de dirigirse a Louisa, que aún no había salido—. ¿A qué esperas? No te molestes en cambiarte de ropa, ni en arreglarte el pelo. Nadie te va a ver.

Louisa subió a su dormitorio, preguntándose si su tía había pensado que Thomas era ciego. Debía cambiarse de ropa y cepillarse el cabello. Pero cuando empezó a peinarse se dijo que tal vez no mereciera la pena. Thomas no se fijaba nunca en ella, así que al final se limitó a hacerse una coleta, se puso una falda de algodón y una camiseta.

Pero Thomas, que no era ciego en absoluto, pensó que estaba aún más guapa que antes cuando bajó las escaleras.

La tía Kitty les ofreció el café prometido y después insistió en que se marcharan.

—Debéis estar aquí a la una en punto —le recordó a Louisa—. Tu tío ya habrá vuelto y querrá comer. Que os divirtáis.

Cuando salieron de la casa, Louisa lo guió campo a través. No sabía a qué se debía la visita de Thomas, y como era una mujer directa, se lo preguntó.

Thomas contestó sin vacilación.

—No tengo más citas hasta finales de semana, así que dispongo de tiempo libre —declaró, con una firmeza muy convincente.

Louisa lamentó que sólo hubiera ido a visitarla porque no tenía otra cosa que hacer. Pero intentó disimularlo.

—Oh, bueno... En esta zona hay lugares realmente bonitos.

—Magnífico. Me gustaría que me los enseñaras.

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En aquel momento empezaron a subir las primeras cuestas de las elevaciones de Ben Shieldaig.

—¿Vas a quedarte aquí? —preguntó ella.

—He estado conduciendo bastante y estoy cansado del coche. No me vendría mal caminar durante un par de días. Y a Bellow tampoco.

—¿Bellow? ¿Está aquí? ¿Contigo? —preguntó, con cierta ansiedad.

—Sí, en el hotel. Y muy contento, te lo aseguro. He salido a pasear con él esta mañana y ahora está descansando en mi cama. Mañana tenía pensado ir al lago con algo de comer. Puedes venir con nosotros si quieres. Le encantará verte.

—Sí, por qué no. A mí también me gustaría verlo otra vez. ¿Y Lucky? ¿Qué tal está? ¿Crees que de mayor será un gato grande?

Thomas sonrió.

—Tal vez no tanto como el del doctor Johnson, pero hace lo que puede.

Thomas miró a Louisa, que caminaba a su lado. Se le habían soltado varios mechones de la coleta, sus mejillas habían adquirido una tonalidad rosada, sus brazos mostraban un suave bronceado, y en conjunto, no parecía importarle mucho su aspecto. Pensó que Helena se habría puesto una pamela, un vestido elegante y unos zapatos absolutamente inadecuados para caminar por el campo. Pero Helena, de todas formas, no se habría tomado nunca una molestia semejante.

Siguieron ascendiendo, hasta que al cabo de un rato se sentaron a descansar. El sol empezaba a calentar y el cielo estaba completamente despejado.

—Es un sitio precioso —dijo Thomas—. Supongo que te entristecerá dejarlo...

—Sí, desde luego. Cada vez que vengo me digo que regresaré pronto. Pero nunca es posible. Aunque ahora que Felicity vive por su cuenta y que tiene tantos amigos no insistirá en que me vaya de vacaciones con ella, así que volveré. Me gustaría volver en navidades.

Louisa se había tumbado en la hierba. Se había quitado las sandalias, y la suave brisa jugueteaba con su cabello. Había cerrado los ojos, pero siguió hablando.

—Tu presencia aquí... ¿se debe a algún motivo secreto? ¿Tiene algo que ver con la repentina marcha de sir James?

—Digamos que es parcialmente secreto, así que no hagas preguntas.

—Hay algo que me he preguntado más de una vez. ¿Los médicos cuentan a sus maridos o a sus mujeres cosas que en teoría no tendrían que contar?

—Supongo que eso depende del cónyuge.

Louisa abrió un ojo y lo miró.

—¿Se lo dirás a Helena cuando os caséis?

—Eres muy atrevida, Louisa. No tengo intención de contestar a esa pregunta.

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—Siento haberte ofendido —declaró—. Supongo que preferirías estar con ella en este momento.

Aquello era lo último que deseaba Thomas, así que se limitó a gruñir.

Louisa se sentó y se calzó.

—Supongo que es difícil que tú y yo podamos ser amigos. Nos llevamos muy bien de vez en cuando, ¿verdad?, pero siempre digo algo que te parece mal y empiezas a comportarte de manera distante. En fin, será mejor que regresemos o llegaremos tarde a comer. Pero si prefieres ir a comer a otro sitio... Comprendo que para ti es un compromiso.

—¿Qué te parece si enterramos el hacha de guerra? Al menos, mientras esté en Escocia.

—Me parece muy bien. Podemos olvidarnos de la consulta, y de Percy y Helena.

Thomas se puso en pie.

—Muy bien, trato hecho. Pero cambiando de tema, ¿tus tíos siempre han vivido aquí?

Louisa empezó a hablar sobre sus tíos mientras enfilaban el camino de vuelta.

—Mi tía Kitty es la hermana mayor de mi madre. No se casó hasta los cuarenta y tantos años. Mi tío Bob vive aquí desde hace años; la casa era de su abuelo. Ahora está jubilado. Pero en cualquier caso mis tíos son dos de las personas más felices que conozco.

—Envidiable —comentó—. ¿Tu tía vivía en Salisbury antes de casarse?

—No. Se dedicaba a la moda. Compraba ropa para unos grandes almacenes de Bath. Pero iba a ver a mi madre muy a menudo, antes de que muriera.

—Pues esto tiene poco que ver con el mundo de la moda...

—Sí, pero no lo echa de menos. Quiere tanto a su marido que todo lo demás le parece intrascendente.

—Tu tío tiene suerte de contar con semejante esposa. A todos los hombres les gustaría encontrar a alguien así.

Louisa estuvo a punto de hacer un comentario educado sobre Helena, pero no se arriesgó a hacerlo.

Bob ya había regresado cuando llegaron a la casa. Fue una comida magnífica, y por si fuera poco los dos hombres se cayeron bien de inmediato; descubrieron que compartían la afición de la pesca y rápidamente se pusieron a charlar, pero sin excluir de la conversación a Louisa y a Kitty. La sobremesa se alargó bastante. Por fin, Thomas se levantó. Pero no sin antes recordar que le gustaría que Louisa le enseñara el lago al día siguiente.

—Podríamos llevarnos a Bellow, y comer más tarde en alguna taberna.

Louisa no podía negarse. Pero tampoco quería hacerlo.

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—Muy bien, pero llevaré unos bocadillos.

—Magnífico. ¿Te parece bien a las diez en punto?

Cuando Thomas se marchó, Kitty corrió a decir a su sobrina lo que opinaba sobre el médico.

—Creo que es un hombre adecuado para ti. Tengo la impresión de que es un médico excelente.

—Sí, creo que es muy bueno, aunque no sé mucho de él. Está comprometido con una mujer preciosa —añadió, para parar los pies a su tía.

Kitty la miró con inocencia.

—No me sorprende en absoluto. ¿Van a casarse pronto?

—No lo sé. Thomas nunca habla de ello.

—Un hombre tan atractivo, con tanto éxito, y comprometido con una mujer tan bella como dices, querría casarse cuanto antes. ¿Es que no tienen casa?

—Oh, no, Thomas tiene una casa maravillosa en un pueblo pequeño.

—Ya veo. Entonces es que la chica no tiene prisa por casarse.

Louisa olvidó las convenciones y decidió decir lo que pensaba realmente.

—Está tan segura de él que sólo se casará cuándo y cómo ella quiera. Se llama Helena, y no es ni mucho menos la mujer más adecuada para Thomas. La odio.

La tía Kitty la miró, aparentemente muy satisfecha con su declaración.

—Por lo que dices, debe ser una mujer detestable. Los hombres pueden ser bastante tontos cuando tienen que enfrentarse a sus sentimientos.

Tuvieron mucha suerte con el tiempo. Una vez más, hacía un día maravilloso. Thomas llevaba una mochila con la comida y la bebida, e iniciaron la marcha acompañados por Bellow, que corría de un lado a otro. Caminaron varios kilómetros, deteniéndose de vez en cuando para contemplar la vista, y más tarde se sentaron a comer en una roca desde la que se divisaba el lago. Pero sólo hablaron de cuestiones intranscendentes.

Volvieron a tiempo de merendar, y Kitty les ofreció un enorme surtido de excelentes pasteles y pastas.

Louisa no dejaba de observar a Thomas y Bob, que estaban enfrascados en una conversación sobre granjas, y deseó que el día no se terminara nunca. Pero, como todos, llegó a su fin. El médico debía marcharse, así que se despidió con mucha educación de sus tíos antes de dirigirse a ella.

—Ha sido un día maravilloso, Louisa. Por desgracia, tengo que salir mañana, y pasado mañana pasaré fuera la mayor parte del día. Después tendré que ocuparme de las citas de sir James. Vuelves el sábado, ¿verdad? Yo también, así que puedo llevarte si quieres.

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—Eres muy amable, pero ya tengo el billete de tren.

—Puedes llevarlo a la estación y te devolverán el dinero. Saldremos de aquí a media mañana, pasaremos la noche por el camino y llegaremos a Salisbury al día siguiente, por la noche.

—¿Por dónde?

—Tendremos que ir a Lakes. Le prometí a mi madre que iríamos a visitarla.

—Pero si no he dicho que vaya a ir contigo... y además, no conozco a tu madre.

—Pues así tendréis la oportunidad de conoceros. ¿No le parece una buena idea? —añadió, mirando a Kitty.

—Es una idea estupenda. Mucho mejor que la de hacer un largo y cansado viaje en tren. Sobre todo si tienes que trabajar a la mañana siguiente, Louisa.

—Bueno —dijo Louisa al fin—, supongo que es cierto.

Louisa lo miró para asegurarse de que no lo hacía por compromiso, pero el médico la miró con amabilidad. Tenía que reconocer que disfrutaba de su compañía, aunque volvieran a comportarse como siempre cuando regresaran a Salisbury.

—Magnífico —dijo Thomas—, en tal caso pasaré a recogerte a las diez en punto el sábado por la mañana.

—¿No quiere tomar un café, antes de marcharse? —preguntó Kitty—. Ah, y podría llevarle a su madre una jarra de la mermelada de fresas que preparo.

Louisa se sintió bastante sola cuando Thomas se marchó. Pero se dijo que la sensación se debía a que no tenía a nadie más con quien salir a pasear. Se preguntó si le contaría a Helena que había estado con ella y pensó que seguramente lo haría; no era persona capaz de guardar secretos a su futura esposa. Pero a Helena no iba a gustarle.

Pensó en los esfuerzos que había hecho para unir a Percy con Helena y deseó no haberse metido en un asunto que no era suyo. Hasta cabía la posibilidad de que su prometido y ella se amaran, aunque las apariencias indicaran lo contrario. La idea la deprimió tanto que salió a dar un largo paseo. Estaba lloviendo, y para tranquilizar a su tía dijo que quería pasear por las orillas del lago antes de volver a casa.

El paseo sirvió para aclarar sus ideas. Decidió que cuando volviera intentaría, arreglar todo el mal que había causado, y que permitiría que Thomas y Helena estuvieran juntos tanto tiempo como fuera posible. Si podía persuadir a Percy para que saliera de vez en cuando con ella, cabía la posibilidad de que dejara de interesarse por Helena.

Preocupada y pensativa, se fue a la cama.

El sábado por la mañana bajó al piso inferior para saludar a Thomas, que acababa de llegar. Ya había hecho las maletas, se había puesto una indumentaria adecuada para el viaje y se había recogido el pelo.

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El doctor Gifford estaba de pie, junto a la puerta de la cocina, hablando con su tía. Cuando Louisa entró en la habitación, la miró detenidamente. Se dio cuenta de que se había puesto una ropa bastante seria, perfecta para un viaje, y se había hecho un moño. Estaba pálida y parecía preocupada, pero no sabía por qué. Tal vez le entristecía la marcha, así que declaró que hacía un día maravilloso y que el viaje a Lakes iba a ser muy agradable.

Sin embargo, no consiguió animarla demasiado. Ya no era la chica alegre y confiada que había paseado con él por las colinas, pero sabía que nunca podría olvidarla. Incluso en el caso de que el amor que sentía por ella no fuera correspondido, sabía que no podía casarse con Helena. Entre otras cosas porque tenía intención de casarse con Louisa.

Se despidieron de los tíos de Louisa, prometiendo que volverían en cuanto pudieran, y subieron al vehículo. Louisa miró hacia atrás mientras se alejaban, hasta que dejó de ver la casa y el pueblo. Deseaba llorar; había sido feliz y no estaba segura de lo que la esperaba cuando llegaran a Salisbury.

—Iremos hasta Spean Bridge y luego a Fort William. Pararemos a comer, tomaremos la autopista que va a Glasgow y después nos desviaremos hacia Carlisle. Podemos pararnos a merendar antes de entrar en Inglaterra.

El médico hablaba con desenfado, sin mirarla, como si quisiera animar el viaje.

—¿Y después de Carlisle?

—A Troutbeck. Es un pueblo que se encuentra a cuarenta kilómetros de Carlisle, al norte de Windermere. Es muy pequeño y está entre las montañas.

—¿Vive allí tu familia?

—Sí, mi madre vive allí. ¿Estás cómoda? ¿Se ha dormido Bellow?

—Sí, se ha dormido —respondió, mirando hacia atrás—. ¿Le gusta viajar en coche?

—Le encanta. Siempre me acompaña en los viajes, desde que era un cachorro.

Thomas empezó a hablar sobre Lucky, para mantener viva la conversación, y poco a poco Louisa se relajó. No comprendía que se hubiera sentido incómoda con él. Hasta entonces, nunca se había sentido incómoda a su lado, ni siquiera cuando aún no eran amigos. Sin embargo, él no parecía haberse dado cuenta; se limitaba a hacer comentarios sobre el paisaje, y daba la impresión de estar disfrutando.

Impresión que era, sin ninguna duda, correcta.

Cuando llegaron a Fort Williams la llevó a un restaurante. Louisa se marchó al cuarto de baño; Thomas dijo que iba a dar una vuelta a Bellow y que se verían en el bar. Louisa aprovechó la ocasión para arreglarse un poco y mirarse al espejo. Tenía un ligero bronceado, probablemente por los paseos que había dado, pero no tenía muy buen aspecto. Se observó detenidamente en varias posturas, pensó que había engordado y salió del servicio bastante descontenta.

Thomas y Bellow ya estaban en el bar. Thomas se había sentado en una mesa desde la que se veía la calle, y se levantó cuando llegó. Bellow la saludó con tanta

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alegría como si no la hubiera visto en varias semanas, pero Thomas fue mucho menos efusivo.

—Comeremos aquí, si no te importa. ¿Quieres un bocadillo, o una ensalada? Me gustaría seguir camino tan pronto como fuera posible. ¿Qué te apetece beber?

—Una tónica con lima. En cuanto a la comida, me basta con un bocadillo. He desayunado mucho. Debo empezar a comer menos. Toda esa comida de las Highlands...

Después de hacer el pedido al camarero, Thomas la miró.

—Tienes un aspecto magnífico, Louisa.

Louisa lo miró con desconfianza y pensó que sólo lo decía por educación. Si hablaba en serio, no tenía mucho sentido que estuviera enamorado de Helena, una mujer que no se distinguía precisamente por sus curvas.

Thomas notó su incredulidad e insistió.

—Lo digo en serio.

Estaba sonriendo, y Louisa se ruborizó. Por fortuna para ella, la comida llegó en aquel instante y le evitó una situación incómoda.

No tardaron mucho tiempo en volver a la carretera. Tomaron la autopista a Glasgow, que aún estaba a bastantes kilómetros. El Bentley de Thomas era amplio y cómodo, la vista era excelente, el cielo estaba completamente despejado y no había mucho tráfico.

—Podría seguir viajando eternamente.

—Y yo, pero probablemente por razones distintas. Estamos tardando muy poco tiempo. Esperaba que hubiera más tráfico.

Ya habían dejado atrás Rannoch Moor, y en aquel momento estaban a la altura del lago Lomond. Durante cien kilómetros pudieron disfrutar de la belleza del paisaje, hasta que se aproximaron a Glasgow. Thomas giró en una circunvalación y tomó la autopista a Carlisle. Cuando llegaron a Gretna, tomó una desviación.

—¿Te apetece merendar? Podemos parar en el próximo pueblo.

Se detuvieron en Blackford, justo al norte de Carlisle, y tomaron té, pastas y pasteles rellenos de crema.

—Bueno, éste es mi último exceso —dijo Louisa, mientras tomaba un segundo pastel—. A partir de ahora sólo podré tomar ensaladas y esos horribles panecillos integrales que saben a paja.

Antes de llegar a Carlisle, Thomas volvió a cambiar de carretera. Dejaron atrás Penrith y siguieron camino hacia Troutbeck. Aún faltaban cuarenta kilómetros para llegar. Louisa miró hacia las distantes montañas y sintió cierto nerviosismo. Cabía la posibilidad de que no le cayera bien a su madre, y en todo caso, no entendería que quería presentarse allí con ella, en lugar de ir con Helena. Hacía varios minutos que Thomas no hablaba, y pensó que tal vez se arrepentía de haberla invitado.

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La carretera por la que viajaban era bastante estrecha, y avanzaba entre bosques y praderas. No cruzaron por ninguna localidad; sólo veían alguna granja de vez en cuando.

—¿Cuanto falta para llegar? El paisaje es muy bonito...

Thomas no tuvo que contestar, porque en cuestión de segundos Louisa pudo ver el principio del pueblo. Troutbeck se extendía a lo largo de la carretera y era una encantadora sucesión de pequeñas casas que parecían llevar siglos en aquel lugar y mansiones que las observaban desde las colinas.

Cuando alcanzaron el extremo opuesto del pueblo, Thomas tomó una desviación. Poco después pasaron por una gran puerta de hierro forjado, que estaba abierta. No tardaron en llegar a la mansión de su madre. Era un edificio de piedra gris, de altas chimeneas, rodeado por enormes árboles y un gran jardín lleno de macizos de flores.

—Es una casa preciosa —acertó a decir Louisa, mientras salía del coche—. ¿Creciste aquí?

—Nací aquí, de hecho. Ha sido la casa de la familia desde hace mucho tiempo. Pero vamos a entrar, para que puedas conocer a mi madre.

Thomas silbó a Bellow y caminaron hacia la casa. Cruzaron la puerta, que estaba abierta, y entraron en un amplio vestíbulo. Al fondo había una escalera, y a los lados, varias puertas. Una de ellas se abrió.

—¡Thomas, cariño! —dijo su madre, mientras se acercaba para besarlo.

Louisa observó a su anfitriona. Era tan alta como ella, de pelo canoso, y llevaba un vestido muy elegante. Pensó que de joven debía haber sido muy hermosa. De hecho, seguía siéndolo.

—Mamá, te presento a Louisa Howarth. Louisa, te presento a mi madre.

Louisa estrechó su mano y la miró. Sus ojos eran tan azules como los del médico.

—Estoy segura de que nos llevaremos muy bien —dijo la mujer—. Ven a ver tu habitación y luego cenaremos. Debes tener hambre. Habéis hecho un largo viaje. Thomas, ¿quieres traer el equipaje?

En aquel momento se abrió otra puerta y apareció otra mujer, de mayor edad.

—Thomas, por fin has llegado... y veo que vienes con tu novia. Deja que yo me encargue del equipaje. El médico la abrazó.

—Ada, estás más guapa cada día. Pero deja el equipaje. Permíteme que te presente a Louisa Howarth, aunque supongo que ya lo sabes todo sobre ella.

Ada saludó a Louisa.

—Eres muy atractiva. Estarás muy guapa con el traje de novia. Y me sentiré honrada de poder bailar en vuestra boda.

Louisa abrió la boca para explicar que se había equivocado, pero la madre de Thomas intervino antes de que lo hiciera.

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—Ya te lo explicaré más tarde —comentó en voz baja.

Acto seguido, la llevó escaleras arriba.

—Supongo que debo disculparme por lo que ha dicho Ada. Ha vivido siempre con nosotros. Es parte de la familia. Se está haciendo vieja, pero sigue siendo nuestra ama de llaves, aunque la ayudan. Adora a Thomas y está convencida de que vas a casarte con él.

—Pero estoy segura de que conocerá a Helena...

—No, Helena no ha estado nunca aquí. Sospecho que no le gusta esta zona de Inglaterra.

—De todas formas, cambiará de idea cuando se case con Thomas. Eso espero, al menos. El paisaje es muy bonito. Tanto como el de Salisbury. Thomas tiene una casa preciosa. Tuve que ir en cierta ocasión, para ayudarlo, cuando Sir James se marchó.

—¿Vives en Salisbury? Tiene una catedral maravillosa.

Cuando llegaron a lo alto de la escalera se detuvieron ante una de las puertas que había en el pasillo.

—Éste es tu dormitorio. Espero que te guste. Si quieres algo, sólo tienes que pedírmelo.

Las dos mujeres sonrieron y se miraron. Resultaba evidente que iban a ser buenas amigas.

—Estoy segura de que será muy cómoda. Te agradezco mucho que me hayas invitado. Has sido tan amable como Thomas al traerme en su coche.

—Me atrevería a decir que viajar en coche es menos cansado que ir en tren. Por lo menos, es posible pararse de vez en cuando.

Louisa asintió.

Entraron juntas en el dormitorio. Era una habitación muy bonita, con una cama de color claro y un tocador a juego, junto a uno de los balcones. Había dos mesitas, una a cada lado de la cama, con lámparas. También había un cuarto de baño, y una alfombra tan gruesa que sus pies se hundían en ella.

—Es un sitio precioso para dormirse y despertarse.

La señora Gifford sonrió.

—Me alegra que te guste. La casa es bastante antigua y tenemos que dedicarle muchos cuidados. Cuando Thomas se case vendrá a vivir aquí. Puede que al principio se quede unos años en su casa, pero estoy segura de que querrá que sus hijos se críen en el mismo sitio en el que se crió él.

Louisa pensó que Helena tendría que cambiar de opinión con respecto a aquella zona.

—En fin —añadió la mujer—, baja cuando hayas terminado.

La madre de Thomas se marchó. Louisa se lavó un poco, se arregló el pelo y bajó pocos minutos después.

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En el preciso instante en que pisaba el vestíbulo, se abrió una puerta.

—Por aquí, Louisa. Ven a tomar algo antes de comer.

El salón era bastante grande, con balcones que daban al jardín y una puerta que se abría a una amplia terraza. En cuanto los muebles, eran tan antiguos como elegantes. Había varios sillones, dos sofás y una chimenea.

Bellow estaba tumbado en el suelo, junto a su amo, y en el extremo opuesto de la sala dormían dos gatos, en una cesta. Louisa tomó el jerez que le ofrecieron. Empezaba a sentirse como en su casa, y pensó que le encantaría verlo todo con más atención si volvía a visitar la mansión.

Comieron en otra sala, bastante grande, de muebles oscuros. El viaje había abierto el apetito de Louisa, que dio buena cuenta de la sopa, el salmón, las patatas y la ensalada antes de atacar la tarta de manzana con nata que tomaron de postre. Durante la comida hablaron de todo tipo de cosas, pero no mencionaron en ningún momento a Helena.

Tomaron el café en el salón. Después, Louisa se excusó diciendo que estaba cansada y se marchó a su habitación. Suponía que madre e hijo tendrían muchas cosas de las que hablar, así que decidió dejarlos solos, aunque no estaba cansada en absoluto. Se bañó y después miró por el balcón. El cielo estaba despejado y la luna llena iluminaba el jardín. Le apeteció bajar para explorarlo, pero pensó que tendría tiempo a la mañana siguiente.

Estaba a punto de alejarse cuando vio a Thomas con Bellow. Estaba paseando, de espaldas a la casa, con las manos en los bolsillos. Pero de repente se detuvo, se volvió y alzó la mirada. Louisa estaba segura de que no la había visto, pero de todos modos retrocedió hasta la cama; y ya que estaba allí, se acostó. Se quedó dormida casi al instante, sin analizar siquiera por qué le había parecido turbadora la idea de que pudiera verla.

Mientras se tomaba un té antes de bajar a desayunar, Louisa escuchó con atención los diversos sonidos de la casa. Bellow ladraba, se oían voces de vez en cuando y podía escuchar pasos. Al cabo de un rato, alguien llamó a su puerta.

—Baja y te enseñaré el jardín —dijo Thomas, sin abrir la puerta—. Desayunaremos dentro de una hora, así que date prisa.

Louisa se duchó y se vistió, sin preocuparse demasiado por el peinado y el maquillaje. Unos minutos después estaba en el vestíbulo. Thomas esperaba en la puerta, con Bellow.

—Buenos días. ¿Has dormido bien? Es una pena que no podamos pasar unos cuantos días aquí. Me gustaría volver antes de que termine el verano.

—Supongo que vendrás con Helena.

Ya habían salido de la casa. Thomas se detuvo y la miró.

—¿Por qué dices eso?

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Louisa se ruborizó.

—No lo sé. Bueno... sí, lo sé. Cuando te cases, ella pasará aquí largas temporadas. Así que querrá conocer la casa. Deberías traerla.

—Cuando necesite algún consejo sobre mi vida privada te lo pediré —dijo, mirándola con frialdad.

Louisa lo miró a los ojos y pensó que seguía sin caerle bien, que Thomas sólo había intentado ser educado con ella.

—No pienso disculparse —dijo, con idéntica dureza—. Pensé que si éramos amigos podía hacer un simple comentario. Pero no somos amigos, ¿verdad? Si quieres, puedes llevarme a Kendal y volveré sola, en tren.

—Te llevaré a tu casa, Louisa —contestó, mientras seguían paseando—. ¿Quieres ver la rosaleda? Estamos muy orgullosos de...

Louisa interpretó la actitud de Thomas como un gesto evidente de que debían dejar la conversación para otra momento. Así que se limitó a admirar las rosas y no dijo nada más. Poco después volvieron a la casa y desayunaron con la madre de Thomas. Se alegró de haber visto la rosaleda, porque le proporcionó un tema de conversación nada comprometido.

Se marcharon poco después de desayunar. Ada los despidió entre lágrimas y dijo a Louisa que esperaba verla pronto.

La madre de Thomas hizo un comentario muy parecido.

—Estoy segura de que volveremos a vernos —dijo.

Louisa se despidió de ella con un beso y se alejó para que madre e hijo pudieran despedirse apropiadamente.

—Espero que Louisa te haya caído bien —dijo Thomas, sonriendo.

—Desde luego, cariño —dijo su madre—. Conduce con cuidado. Ah, y recuerda que Louisa querrá que te detengas de vez en cuando. Vuelve pronto, Thomas.

La madre del médico los observó desde la puerta, con Ada, cuando por fin se marcharon.

—Será una buena esposa —dijo Ada.

—Sí, Ada, lo será. Pero de momento, ninguno de los dos lo sabe.

Ada, que se estaba quedando sorda, no la oyó.

Tomaron la carretera a Kendal, por una zona particularmente bonita, y poco después entraron en la autopista. Louisa esperaba que viajaran por carreteras secundarias y estuvo a punto de comentarlo; pero cuando vio el serio rostro de Thomas prefirió no decir nada. Era probable que quisiera llegar tan pronto como fuera posible, para librarse de ella.

El paisaje que se veía desde la autopista era tan poco interesante que Louisa tuvo tiempo para pensar. Thomas no estuvo muy hablador, pero se dijo que no le

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importaba, y que intentaría apartar a Percy de Helena aunque no se lo mereciera. Sin embargo, estaba segura de que la relación de la prometida de Thomas con su antiguo novio se habría consolidado durante las últimas dos semanas.

A media mañana se detuvieron en una estación de servicio que estaba llena de gente. Louisa fue a buscar una mesa mientras él pedía el café, que no resultó ser muy bueno. Después, Thomas salió con la excusa de pasear al perro, y le dijo que se uniera a ellos cuando estuviera preparada. Actuaba de manera educada, pero distante. Louisa salió de la cafetería en poco tiempo, le dio las gracias por el café y continuaron el viaje.

De vez en cuando hacían algún comentario sobre el tiempo, como dos desconocidos que estuvieran encerrados en una sala de espera y que quisieran ser educados. Louisa se sintió muy aliviada cuando salieron de la autopista y se detuvieron delante de un restaurante de Worfield.

—Comeremos aquí —sonrió é1—. Después del café que hemos tomado antes, te debo una comida decente.

El lugar era agradable, y la comida, bastante buena. Estuvieron charlando sobre cosas intranscendentes y Louisa tuvo cuidado de no decir nada inconveniente. Suponía que merecía la actitud fría de Thomas.

Minutos después se encontraban de nuevo en la carretera. La tarde era cálida, y Louisa se quedó dormida varias veces. Cuando despertó después de echar la última cabezada descubrió que casi habían llegado a Salisbury. No faltaba mucho para el anochecer, y le apeteció tomar un té o un café; pero pensó que podía tomárselo en su casa, cuando llegara.

Pero Thomas volvió a salir de la autopista.

—¿Es un atajo o algo así? —preguntó ella—. Pensaba que íbamos bien para Salisbury.

—No es un atajo, es que vamos a parar a tomar algo. Hay un restaurante bastante bueno en Telfont Evias.

—¿No te parece que es un poco tarde?

Thomas no contestó. Se limitó a conducir hasta que llegaron al restaurante. Dejaron al perro en el coche y entraron.

Diez minutos más tarde, Louisa estaba sentada en una terraza del establecimiento, delante de una taza de té. Thomas había ido a sacar al perro para que diera una vuelta y había dicho que se reuniría con ella en poco tiempo.

—He reservado mesa para cenar dentro de una hora aproximadamente —le dijo cuando regresó a la terraza—. Podemos ir a dar una vuelta por el pueblo. A no ser que prefieras quedarte aquí, claro está.

A Louisa le pareció una buena idea. Necesitaba estirar un poco las piernas. Dieron un agradable paseo por la bonita localidad y después llevaron a Bellow al coche antes de dirigirse al restaurante. La cena fue ligera, pero excelente. Estaba

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anocheciendo cuando volvieron al coche, y quince minutos después se encontraban en su casa.

Louisa le dio las gracias por todo y salió del vehículo, pero no sirvió de nada, porque Thomas la siguió hasta la puerta.

Después tomó su llave, abrió, metió el equipaje de Louisa en el interior de la casa, le dio las buenas noches, la besó y se marchó.

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Capítulo 8 LOUISA se quedó de pie, mirando la puerta cerrada. Después de pasar un día

prácticamente en silencio, el beso de Thomas la había tomado por sorpresa. Había sido un beso apasionado, aunque corto. Supuso que estaba pensando en Helena y que había olvidado que se encontraba con ella.

Deshizo las maletas, abrió las ventanas y preparó un café antes de irse a la cama. Thomas no había dicho que tuviera intención de verla por la mañana, y se sintió muy agradecida; por alguna razón, la perspectiva de verlo otra vez la perturbaba.

Se fue a la cama perdida en sus pensamientos, pero estaba demasiado cansada para analizar lo sucedido; y a la mañana siguiente, cuando despertó, no tenía tiempo para hacerlo.

Cuando llegó a la oficina descubrió que tenía trabajo acumulado para varios días. Además, la señora Grant y Jilly querían saberlo todo sobre sus vacaciones. Hasta sir James se detuvo para interesarse por ella.

—¿Ha visto al doctor Gifford? —preguntó—. Tuvo que ir a Escocia en mi lugar.

Louisa contestó que lo había visto y después se interesó por su esposa.

—Está mucho mejor —explicó sir James—. Por cierto, ¿cómo se vieron en Escocia?

Louisa no tuvo más remedio que contarle una versión reducida, de la visita de Thomas a Shieldaig.

—Vaya... —murmuró sir James, mirándola con interés.

Louisa estaba pálida. Tenía el aire de una persona infeliz que deseara ocultar su infelicidad a toda costa. Sir James pensó que era una pena que Thomas fuera a casarse con Helena. Siempre había pensado que Louisa era una mujer sensata, pero consideró la posibilidad de que se hubiera enamorado de Thomas. Hasta entonces nunca había observado el menor gesto amistoso entre Thomas y Louisa, ni siquiera cuando Thqmas pasaba por la consulta, pero se prometió que los observaría con más detenimiento la próxima vez. Por desgracia. Thomas no tenía que ir hasta varios días más tarde.

Thomas no quería pensar en Louisa. Ya en su casa, pensó que a la mañana siguiente volvería a su consulta, y que mientras tanto tenía que hacer varias llamadas, comprobar la correspondencia, y por si fuera poco, atender la petición de uno de sus colegas, que quería conocer su opinión en el caso de un niño con meningitis. Así que no pudo irse a la cama hasta después de la medianoche. Shieldaig y Louisa le parecían un sueño lejano cuando por fin se durmió.

A las ocho y media de la mañana estaba de nuevo en la consulta, dispuesto a pasar la mañana viendo a los pacientes. Cuando terminó, inició la ronda diaria que hacía por las zonas menos favorecidas de la comarca. Y cuando llegó a casa, cansado, Rosie le dio una sorpresa.

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—La señorita Thornfold está esperando en el salón, señor. Lucky y Bellow están conmigo en la cocina.

Thomas la miró con gesto impasible, le dio las gracias y fue al salón. Helena estaba de pie, junto a la puerta que daba al jardín, tan guapa como siempre. Llevaba un vestido sedoso, de color azul, como un cielo de verano.

—Helena... ¿Quieres tomar algo?

—Así que ya has vuelto —espetó, irritada—. Dijiste que sólo estarías fuera una semana, pero me has engañado.

—Te llamé por teléfono, pero me dijeron que no podían localizarte. Dejé un mensaje. ¿No lo recibiste?

Helena se encogió de hombros.

—¿Por qué has pasado tanto tiempo en Escocia?

—Bueno, ten en cuenta que todo sucedió muy deprisa. La esposa de sir James estaba enferma y no quería dejarla sola. Como sabes, tengo ciertas obligaciones con mi profesión. Es algo a lo que tendrás que acostumbrarte si te casas conmigo.

Helena lo miró con ojos entrecerrados. Siempre había pensado que Thomas podía darle todo lo que necesitaba; tenía mucho dinero y un futuro brillante; además, pasaba tanto tiempo trabajando que tendría libertad para hacer lo que quisiera. Sin embargo, sintió un sorprendente dolor al pensar en Percy. Se divertían mucho juntos y tenían muchas cosas en común, pero no podía darle las cosas que podía darle Thomas.

Así que sonrió.

—No pretendía molestarte cariño. Te he echado mucho de menos. Cuando tengas un rato libre me gustaría que fuéramos a algún lugar tranquilo, donde podamos charlar. Hasta podríamos fijar una fecha para la boda.

—Helena, ¿estás segura de que...?

Thomas no terminó la frase porque en aquel momento sonó el teléfono.

Pocos minutos más tarde se encontraba en su coche para atender una urgencia, un accidente que se había producido en la carretera de Salisbury. En cuanto a Helena, no tuvo más remedio que subir a su propio vehículo y marcharse por su cuenta.

El mal humor de Helena desapareció poco a poco; pensó que era una suerte que la llamada telefónica lo hubiera interrumpido. No sabía exactamente lo que quería decir, pero la había inquietado. Cabía la posibilidad de que ya no quisiera casarse con ella.

De todas formas no se preocupó demasiado. Era una mujer muy atractiva, y lo sabía. Podía ser encantadora, y sabía cómo seducir a los hombres. Sólo tenía que casarse con él; y cuando estuviera casada, ya tendría tiempo para coquetear un poco. A fin de cuentas, la vida podía ser muy aburrida si no hacía otra cosa que esperar en casa mientras él trabajaba. Se miró en el espejo retrovisor y sonrió.

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El accidente había sido terrible. El médico dejó su vehículo al cuidado de la policía y acompañó a uno de los heridos al hospital de Salisbury, en la ambulancia. Se había fracturado la columna vertebral y cualquier movimiento brusco podía matarlo. Thomas permaneció a su lado hasta que lo llevaron al quirófano, alrededor de la medianoche. Después tuvieron que llevarlo al lugar en el que había dejado el coche. La policía seguía en el lugar del siniestro, supervisando la retirada de los vehículos accidentados. Se despidió de ellos y se dirigió a su casa.

La única luz que estaba encendida era la del vestíbulo, pero Rosie estaba esperando.

—La cena está preparada, y seguramente querrá tomar algo.

—Muchas gracias, Rosie, pero no puedo beber nada. Aún estoy de servicio. Pero la cena me vendrá muy bien. Debería haberse acostado.

—Bueno, alguien tiene que cuidar de usted. Cuando se case las cosas serán distintas —dijo, mientras caminaba hacia la cocina—. Por cierto, la señorita Thornfold se ha marchado.

El médico se detuvo para saludar a Bellow y a Lucky.

—No esperaba que se quedara aquí.

—Ah. En fin, si me disculpa, me voy a la cama. A menos que desee alguna otra cosa.

—No, gracias, Rosie. Le agradezco mucho que me haya esperado —dijo, mientras la acompañaba a la puerta—. Buenas noches.

Poco después de las nueve de la mañana estaba en la consulta. Tenía que hablar con sir James. Saludo a la señora Grant y a Jilly cuando pasó por la sala de espera y vio que Louisa estaba comprobando las citas de sir James.

Una sonrisa y un saludo bastaron para que comprobara que se había convertido, de nuevo, en la señorita Howarth; llevaba el pelo impecablemente recogido y por su indumentaria parecía la perfecta recepcionista. Salió de la habitación con un «buenos días» bastante formal.

—Thomas, me alegra que hayas vuelto —dijo sir James—. ¿Has visto a Helena? Debe haberte echado de menos.

El médico le explicó que lalabía visto el día anterior, aunque brevemente.

—Me llamaron por una urgencia y tuve que marcharme. El accidente de anoche...

—Ah, sí, ya me he enterado, fue terrible —dijo—. Pero háblame sobre nuestro paciente. Supongo que estará ansioso por volver a casa.

La presencia de Thomas hizo que Louisa se alegrara de estar ocupada. Tenía que hablar con un paciente sobre una factura, y al oír los pasos del médico deseó se

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guirlo. Thomas parecía cansado. No sabía lo que había estado haciendo durante la noche, pero se preguntó si habría visto a Helena.

Se despidió del paciente, después de resolver el problema, y decidió que por la tarde iría a ver a Felicity para averiguar si Percy y Helena seguían saliendo juntos. No tenía intención de reanudar sus relaciones con Percy, pero no podía soportar ver a Thomas en aquel estado.

A última hora de la tarde fue a visitar a Felicity. Casi era de noche cuando Biddy le abrió la puerta.

—Dichosos los ojos. La señora está en el salón, con el señor Witherspoon. Te llevaré un café. ¿Qué tal tus vacaciones? No tienes muy buen aspecto.

—Han sido maravillosas. En cuanto a mi aspecto... bueno, es que hacía bastante calor en la consulta —dijo, mientras caminaba hacia el salón.

Su madrastra estaba sentada en un sillón, pero se levantó al verla.

—¿Te has divertido en Escocia? Las postales que enviaste eran maravillosas, pero sospecho que no se parecerían mucho a la realidad.

—Pues te equivocas. El paisaje es mucho más bonito de lo que parece en las postales —dijo, volviéndose para saludar a Percy con una sonrisa—. Hola, hacía tiempo que no nos veíamos. ¿Qué tal estás? ¿Qué has estado haciendo?

—He estado intentando arreglar el corazón que me rompiste, Louisa.

Louisa rió.

—Seguro que lo has arreglando saliendo con varias mujeres —dijo, levantando las cejas.

—Bueno, debo admitir que el golpe fue tan duro que...

—Helena Thornfold ha hecho lo que ha podido —interrumpió Felicity.

—Una mujer maravillosa —dijo Percy—. No sólo es bella, sino que tenemos en común muchas ideas. Cuando estamos juntos no nos aburrimos nunca.

—Pero va a casarse con el doctor Gifford.

—He intentado convencerla de que va a cometer un error. Son incompatibles, pero no quiere romperle el corazón. Al parecer está muy enamorado de ella.

Louisa se entristeció. Había intentado que Helena se enamorara de Percy para que dejara en paz a Thomas, pero si las palabras de Percy eran ciertas, sólo habría conseguido que Helena hiciera daño al médico.

—Entonces deberías dejarla en paz para que haga lo que tiene que hacer. Te estás aprovechando de la confianza de Thomas al salir con ella, ¿no te parece?

—No es asunto tuyo —dijo Percy—. Haré lo que crea conveniente.

Louisa comprendió que no había elegido una estrategia correcta.

—¿Piensas ir a la boda de Megan Woodley el sábado? Si no vas a ir con Helena, podríamos ir juntos. No me gusta ir sola a las fiestas.

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Percy sonrió.

—¿Quieres que volvamos a ser amigos? Bueno. De hecho, Helena dijo que iba a ir con Gifford, así que te acompañaré con mucho gusto. Pero si me alejo de ti durante un rato espero que lo comprendas.

—¿Qué piensas llevar a la boda? —preguntó Felicity.

—Aún no lo he decidido. Tengo que comprarme una pamela.

No hablaron más sobre Helena. Felicity quería hablar de ropa y escuchó atentamente las opiniones de Percy. Se las daba de experto en lo relativo a la moda femenina, e hizo varias recomendaciones a Louisa.

—Eres muy guapa —le dijo con voz condescendiente—. Pero no debes olvidar que estás, como se dice vulgarmente, muy bien dotada.

Louisa le dio las gracias por los consejos, y más tarde, cuando ya había regresado a su casa, buscó algo apropiado entre su vestuario. Al cabo unos minutos encontró lo que quería, un vestido que había comprado el año anterior y que no se había puesto nunca porque lo encontraba demasiado llamativo. Era blanco y negro, con una franja de flores alrededor del pronunciado escote y otra en el borde de la falda, muy corta. Ni siquiera sabía por qué lo había comprado; no era de su estilo.

Pero resultaba ideal para la ocasión. A Thomas no le gustaría demasiado, y pondría de relieve el buen gusto de Helena. A Percy tampoco le agradaría, pero aquello no importaba. Compraría alguna pamela exagerada, y en la comparación, Helena saldría ganando. Pensó que Thomas amaría aún más a su prometida.

—En cuanto a mí —se dijo en voz alta—, haré lo posible para que Percy no se aproxime a Helena.

El resto de la semana transcurrió como de costumbre. Encontró el tiempo suficiente para comprar la pamela; y después se probó el conjunto. Cuando se miró al espejo pensó que Helena estaría encantada cuando la viera y que Percy tenía razón; la ropa provocativa le quedaba horrorosamente mal.

Percy llegó un poco tarde el sábado. La mirada que la echó al verla superó con mucho las expectativas de Louisa. Pero no dijo nada hasta que llegaron a la iglesia.

—Querida Louisa, estás preciosa. Aunque debo reconocer que el vestido no es muy apropiado para ti, y que la pamela debería ser más pequeña. Si intentas llamar mi atención, te advierto que Helena ya ha conquistado mi corazón.

—Hablas como un personaje de un melodrama victoriano. Será mejor que entremos antes de que llegue la novia.

Era una iglesia muy bonita, la más antigua de Salisbury, y estaba casi llena.

Louisa se sentó y miró a su alrededor, aunque la enorme pamela le dificultaba la visión. Reconoció a varios amigos y conocidos y sonrió a modo de saludo. Thomas y Helena estaban sentados poco más adelante. Pero no pudo verlos bien hasta que los invitados se levantaron, cuando llegó la novia.

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Helena estaba preciosa. Llevaba un vestido azul y un sombrero a juego. Thomas se había puesto un traje gris, impecable. Los invitados volvieron a sentarse cuando se inició la ceremonia, pero Louisa no prestó ninguna atención. No podía dejar de pensar, con enorme tristeza, en la futura boda de Helena y el médico.

Cuando terminó la ceremonia, los novios salieron de la iglesia seguidos por los padrinos, los familiares, y por último, el resto de los invitados. Sabía que era inevitable que Percy y ella intercambiaran algunas palabras con Thomas y Helena, aunque sólo fuera por cumplir con las normas de la cortesía.

—Louisa, cuánto me alegro de verte —dijo Helena—. ¿Qué tal tus vacaciones? Lo has debido pasar muy bien, porque tienes un bronceado precioso, y has ganado peso.

Louisa sonrió, y notó que Helena y Percy intercambiaban una mirada. Thomas también se había dado cuenta, pero su expresión no cambió. Se comportó en todo momento con educación, haciendo gala de sus magníficos modales, y sugirió que salieran de la iglesia.

—Volveremos a vemos en la recepción —dijo, antes de alejarse hacia el coche con Helena.

La recepción se celebraba en la casa de los Woodley, y tardaron bastante tiempo en llegar a causa de la gran cantidad de invitados. Louisa besó a la novia y luego al novio, al que conocía desde hacía muchos años, para mezclarse después con los invitados, acompañada por Percy. No había visto a Helena, pero no tenía intención de permitir que Percy se fuera a buscarla.

Durante un rato todo marchó bien. Bebieron champán, tomaron canapés, hablaron con muchos amigos, y Percy no hizo ademán alguno de querer buscar a Helena. Después de que los novios cortaran la tarta, la gente empezó a salir al jardín, mientras los recién casados charlaban con los asistentes.

Louisa vio que Helena y Thomas estaba en la terraza. Después de asegurarse de que Percy estaba enfrascado en una conversación, fue a admirar el vestido de la novia. Pero cuando volvió descubrió que Percy se había marchado. Y para empeorar las cosas, Helena ya no estaba en la terraza. Thomas caminó hacia ella.

Antes de que pudiera huir, la tomó del brazo y la llevó hacia la rosaleda, que se encontraba en uno de los extremos del jardín.

—Estoy buscando a Percy —dijo ella—. No puede estar muy lejos. Me he alejado de él hace un momento y...

—Sospecho que Witherspoon es perfectamente capaz de cuidar de sí mismo —declaró con calma—. Estará con Helena.

—De todas formas tengo que encontrarlo. Creo que es hora de que nos marchemos...

—Mi querida Louisa, seguramente sabrás que nadie puede marcharse antes de que se vayan los recién casados. Además, deberías permitir que Helena y Percy pasen un rato juntos.

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—Pero no deberían hacerlo... en fin... es que viajas tanto que Helena debe sentirse sola. Además, creo que voy a casarme con Percy.

El médico tuvo que hacer un esfuerzo para no reír.

—No te preocupes por mí, Louisa, soy capaz de resolver mis propios problemas.

—No me preocupo. ¿Por qué tendría que preocuparme? Te conozco muy poco. Pero.... ¿es que no te importa?

—No. Dime una cosa, ¿por qué te has puesto ese vestido? Es como si quisieras dar la impresión de que no eres atractiva. Y cometes un error, porque estás atractiva con cualquier cosa.

—Helena es tan guapa que no quería hacerle la competencia.

El médico pareció comprender lo que quería decir.

—Sí, claro, por supuesto. Está particularmente hermosa hoy, ¿no te parece?

—Sí. Pero deberíamos volver a la casa... Por cierto, ¿cuándo vas a casarte?

—Cuando lo decida la novia.

—Claro.

Caminaron hacia la casa lentamente, mientras Louisa intentaba encontrar algo que decir. Pero sólo podía pensar en los días que habían pasado en Shieldaig, y no se le ocurría ningún otro tema.

Cuando llegaron a la casa vieron que Helena estaba charlando con varias personas, pero Percy no se encontraba a la vista.

—Ahí está Helena —dijo Louisa, innecesariamente—. Supongo que habrá estado buscándote. Iré a ver si encuentro a Percy.

Louisa estuvo a punto de confesar que no tenía intención de casarse con Percy, pero no lo hizo. Se limitó a despedirse y a alejarse de él tan deprisa como pudo.

Percy estuvo más tranquilo de lo habitual durante el viaje a Salisbury. Sólo hizo unos cuantos comentarios sobre la boda y sobre lo mal que le sentaba a Louisa aquel vestido. Cuando llegaron a la casa de Louisa y le ofreció un café, se limitó a decir que tenía demasiadas cosas en la cabeza para ser sociable.

—Y probablemente también en el estómago —dijo Louisa—. Gracias por llevarme a la boda. Si yo estuviera en tu lugar me acostaría pronto.

—Dudo que pueda dormir. Pero empiezo a pensar que eres menos agradable de lo que había pensado.

Percy se marchó antes de que Louisa pudiera protestar.

En el interior de la casa hacía calor, así que abrió las ventanas, se puso un vestido más cómodo, preparó un té y se puso a limpiar, porque de repente no le apetecía sentarse a ver la televisión. Decidió que al día siguiente se levantaría pronto

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e iría a Stalbridge a pasar el día con su tía Martha, que seguramente querría enterarse de todos los detalles sobre la boda.

El día amaneció nuboso, pero cálido. Louisa subió al coche y se dirigió a Stalbridge. Por suerte no había demasiado tráfico. Una vez más empezó a pensar en la boda del día anterior. Obviamente Percy había perdido todo interés por ella, pero aquello carecía de importancia ahora que sabía que al médico no le importaba que viera a Helena.

—Así que no tengo que hacer nada —se dijo—. Supongo que Thomas se casará con ella cuando lo considere oportuno.

La idea la disgustaba. Sabía que Helena iba a hacerlo infeliz e intentó pensar en otra cosa, pero sin éxito.

Su tía Martha se alegró mucho de verla, como siempre.

—Qué agradable sorpresa, cariño. Acabo de meter una pierna de cordero en el horno, y he preparado un café. Podemos sentarnos y hablar sobre la boda. Los Woodley son muy agradables. Merecen ser felices.

Como el día estaba gris decidieron sentarse en una salita a tomar el café.

—¿Te has divertido con Bob y Kitty? —preguntó—. Gracias por la postal, querida. Me recordó las visitas que hacía a Escocia, hace años. ¿Qué has estado haciendo?

Martha miró a Louisa con atención. Kitty le había escrito una larga carta en la que hablaba, sobre todo, de Thomas. Le había dicho que el médico estaba interesado por ella, pero que Louisa no mostraba síntomas de estar enamorada. Así que la tía Martha comenzó a hacer preguntas, hábilmente disfrazadas para no despertar las sospechas de Louisa.

—Parece un buen hombre —dijo Martha.

—Lo es, casi todo el tiempo. Pero no nos llevamos bien siempre.

—La vida sería muy aburrida si todos estuviéramos de acuerdo. Pero ve a buscar la botella de jerez. Tomaremos una copa antes de comer.

Aquella tarde, de vuelta a Salisbury, Louisa empezó a planear la semana que tenía por delante. Quería ver a Felicity y hacer unas compras. Necesitaba un vestido bonito, por si Percy o algún otro hombre querían salir con ella. Además, había prometido ir a visitar a una vieja amiga del colegio que se había casado hacía poco tiempo y que ya tenía un hijo.

El lunes resultó agotador en el trabajo. No vio a Thomas y se sintió algo decepcionada, aunque no esperaba que pasara por la consulta. Pero no quería enfrentarse a sus sentimientos, así que lo dejó pasar.

Sir James aún estaba en su escritorio cuando la señora Grant, Jilly y Louisa estaban a punto de marcharse. Sir James la llamó entonces para dar unos últimos retoques a varios asuntos relacionados con las citas. Después, Louisa decidió

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marcharse tan deprisa como pudiera para impedir que sir James la entretuviera con alguna otra cosa. Abrió la puerta, casi corriendo, y se dio de bruces con Thomas.

—Dios mío... ¿de qué estás hecho, de piedra?

—No, Louisa, soy como el resto de los mortales. De carne y hueso, y con sentimientos.

Thomas siguió adelante y se dirigió a la consulta. Louisa se quedó en el sitio, observando su espalda mientras se alejaba.

—Mira que enamorarme de un hombre que se aleja de mí sin volver la vista atrás... —murmuró contra la puerta.

Salió a la calle y caminó hacia su casa. Ahora que lo pensaba no tenía más remedio que admitir que hacía tiempo que estaba enamorada de él, aunque no hubiera querido admitirlo. Sin embargo, aquel amor no podía llegar a ninguna parte.

Thomas estaba junto a la ventana, observando a Louisa. Cuando desapareció de la vista, se volvió hacia sir James.

—Lo siento. ¿Qué estabas diciendo?

Sir James lo miró por encima de sus gafas.

—No es asunto mío, Thomas, pero deberías casarte.

—Sí, yo también he llegado a esa conclusión —dijo con seriedad—. Pero tenía mis razones para esperar.

Sir James no supo muy bien cómo interpretar sus palabras, y como era un hombre inteligente, cambió de conversación.

A la mañana siguiente, sir James no tuvo demasiados pacientes, así que concedió una hora más a Louisa para la comida. Tenía que quedarse en el hospital hasta primera hora de la tarde, y el último paciente no llegaría hasta las cinco, así que Louisa pensó que tendría que salir del trabajo más tarde de lo normal. Pero no le importó demasiado, porque prefería estar ocupada para no pensar en Thomas. Cuando salió a mediodía, comió y decidió dar una vuelta para comprarse un vestido y tal vez unas sandalias, de aquellas tan incómodas que se habían puesto de moda, llenas de tiras inútiles y con el tacón alto.

Encontró dos vestidos que le gustaban, así que los compró. Uno era de seda, elegante y bastante caro; el otro era de algodón, azul y con flores. Satisfecha, se dirigió a una zapatería, compró los zapatos que buscaba y estuvo a punto de comprar también un bolso. Pero no lo hizo. Cuando salió del establecimiento, Helena estaba esperándola.

—Te he visto al pasar y he decidido esperarte. Hace tiempo que no hablamos. ¿Estás de compras? Estabas muy atractiva el día de la boda. No era tu estilo, pero el vestido te quedaba bien. ¿Vas a volver a salir con Percy?

—¿Qué te hace pensar eso? No, no tengo intención. Puedes quedártelo.

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Helena se ruborizó.

—Qué ridiculez. Olvidas que estoy comprometida con Thomas. Además, no tienes derecho a hablar de ese modo de Percy. Es un hombre encantador. Tenemos muchas cosas en común, y es el acompañante perfecto.

—Ahora eres tú quien olvida a Thomas.

Helena entrecerró los ojos.

—Tengo intención de casarme con él. Seré una buena esposa y lo ayudaré con su trabajo y con su casa. Pero viaja mucho, y es natural que quiera divertirme en la espera. Hace poco ha estado en Escocia, y me habría sentido muy sola de no haber sido por Percy.

—Thomas ya tiene un trabajo, Helena. En cuanto a su casa, la lleva Rosie. En fin, tengo que marcharme. Dije que volvería a la una y media.

—¡Espera un momento! Parece que sabes muchas cosas de Thomas.

Louisa sonrió.

—Olvidas que es socio de sir James. Y que trabajo para sir James. Ahora, tengo que marcharme.

Louisa se despidió y se alejó, preguntándose qué pensaría Helena si llegara a saber que había estado con Thomas en Shieldaig. Había estado a punto de comentárselo, pero si Thomas no lo había hecho, ella no era quién para decírselo. Además, quería mantener aquellos días en secreto. Habían sido muy importantes para ella, y no los olvidaría nunca.

Al día siguiente vio al doctor Gifford, pero no intercambiaron demasiadas palabras. De todos modos estaba allí como recepcionista y no podía ser demasiado amable. Sir James la llamó para que le llevara las fichas de varios pacientes, de los que tenía que hablar con Thomas, y Louisa ni siquiera lo miró cuando las dejó sobre el escritorio. En cualquier caso, el médico ni siquiera se fijó en ella.

Por la tarde fue a visitar a Felicity, y la encontró sola.

—Hola, Louisa, me alegra que hayas venido. Estaba muy aburrida. Casi todas las personas que conozco están de vacaciones, y los que no se han ido sólo saben jugar a las cartas. Anda, sírveme algo de beber y cuéntame algún cotilleo.

En realidad fue Felicity la que la puso al día sobre la vida de todos sus amigos, para terminar con un relato sobre su última visita al dentista.

Louisa escuchó y sonrió. Intentó ser particularmente amable con ella porque sabía que estaba muy sola, hasta que al cabo de un rato se interesó por Percy.

—¿También se ha marchado?

—Seguramente. Hace días que no lo veo, y cuando está aquí no hace otra cosa que hablar de Helena Thornfold. Es posible que no pueda marcharme, como había previsto.

—¿Por qué? Yo me encargaré de cuidarte la casa, y Biddy puede irse de vacaciones al mismo tiempo.

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—Es una buena idea. Cuando sepa a dónde me voy te lo comunicaré.

Louisa se levantó para marcharse.

—Voy un rato a ver a Biddy. Llámame cuando lo sepas.

Biddy estaba en la cocina, sacando una tarta del horno. Cuando Louisa entró, la miró con interés.

—Aún no tienes buen aspecto. No te diviertes lo suficiente. Deberías salir todas las noches con algún joven. A ese Witherspoon, que estaba interesado por ti, ya no lo vemos nunca por aquí —dijo, mientras le servía un café—. Por cierto, si te digo una cosa, ¿prometes no contársela a nadie?

—Lo prometo.

—Creo que la señorita Thornfold va a casarse con el señor Witherspoon.

—No digas tonterías. Helena es la prometida del doctor Gifford.

—Puede que sí, pero la hermana de la señora Watts trabaja para los Thornfold, y el otro día escuchó una conversación muy interesante. Al parecer están enamorados y se ven en secreto. El sábado por la tarde saldrán juntos con la excusa de ir a ver a unos amigos, pero en realidad han conseguido una licencia especial y van a casarse en la iglesia de Ebbesborne Wake.

—¿Estás segura?

—Completamente segura. La señora Watts me lo ha dicho porque somos amigas, y te lo digo porque he pensado que podía ser de tu interés.

—¿Lo sabe alguien más?

—Que yo sepa, no. ¿Crees que las cosas les saldrán bien al final?

—No lo sé —dijo sonriendo—. Pero a veces salen bien las cosas más inesperadas, ¿no te parece? En fin, tengo que marcharme. Es tarde, y mañana me espera un largo día.

Louisa se despidió de Biddy con un beso y se marchó. Cuando llegó a su casa, se preparó un té y se sentó a pensar. Debía hacer algo para impedir que Thomas sufriera un terrible desengaño sentimental.

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Capítulo 9 LOUISA estuvo sentada un buen rato, pensando en lo que debía hacer. Sabía

que iba a interferir otra vez, pero esta vez lo haría por una buena razón. Thomas iba a cometer un error si insistía en casarse con Helena, pero si estaba enamorado de ella debía impedir que Percy y Helena se casaran. O al menos podía hacer algo para retrasar la boda y permitir que Thomas pudiera hablar antes con Helena. No sabía a qué hora pensaban casarse, pero si iban a utilizar la excusa de comer con unos amigos tendría que ser entre las doce y las dos de la tarde.

Por desgracia no podía advertírselo a Thomas; le había prometido a Biddy que no se lo diría a nadie. Pero faltaban dos días hasta el sábado y cabía la posibilidad de que alguien se lo contara.

Podía ocurrir cualquier cosa, pero no ocurrió nada. Al día siguiente Thomas pasó por la consulta y se fue al hospital con sir James; cuando regresaron, estuvieron encerrados durante el resto de la tarde. Y Louisa oyó, mientras se encargaba de la correspondencia, que Thomas pensaba llevar al teatro a Helena aquella misma noche.

Evidentemente, no conocía los planes de Percy y su prometida. Sin embargo, se dijo que era posible que Helena le contara lo que pensaba hacer. No tenía sentido que mantuviera el secreto, a no ser que quisiera hacerle daño a propósito por todas las veces que la había dejado sola o había llamado en el último momento para excusarse por culpa de alguna urgencia.

Cuando regresó a casa, preparó algo de comer. Después, decidió planchar. Ya había colocado la tabla cuando sonó el timbre de la puerta. Supuso que sería la señora Watts y que seguramente querría pedirle té o azúcar, algo que hacía con relativa frecuencia. Pero no era ella.

—Hola, Louisa —dijo Thomas.

—¿No deberías estar en Chichester, en el teatro? Anda, entra...

—Ha surgido algo urgente y no he podido ir. Pero por fortuna para Helena, Witherspoon ha ocupado mi puesto.

Louisa abrió la boca para decir algo, pero no lo hizo.

—He pensado que tal vez podríamos ir a cenar algo —dijo Thomas.

—Ya he preparado algo de comer. Pero gracias.

—Entonces podríamos salir a tomar una copa.

—No, gracias. Va a llover y preferiría quedarme aquí.

—¿Estás asustada?

—Sí. Y puedo quedarme aquí a mirar las paredes si lo deseo.

—Bueno, en tal caso quédate aquí y mírame a mí, a cambio. O cierra los ojos y tápate las orejas con las manos. No me importará. Puedes terminar de planchar mientras preparo un café.

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Louisa aceptó la proposición. Al menos podría hacer algo mientras tanto. Thomas se dirigió a la cocina y empezó a hablar sobre las cosas que le habían ocurrido a lo largo del día. Habló sobre Bellow, sobre Lucky y sobre Rosie, que se había cortado con un cuchillo. Pero no mencionó a Helena. Louisa lo agradeció; no quería meter la pata sin querer y comentar algo sobre la boda del sábado. A fin de cuentas cabía la posibilidad de que cambiara de opinión y entrara en razón.

—¿Por qué frunces el ceño? —preguntó Thomas—. Ven aquí y siéntate. Ya he preparado el café.

En aquel momento cayó un rayo en la calle e iluminó el interior de la casa.

—Es una suerte que hayas venido aquí. Te has librado de la tormenta.

Thomas sonrió.

La tormenta no parecía tener fin, así que sirvió una segunda taza de café a la mujer y sacó algo de comer; suponía que hacer cosas normales y corrientes tranquilizaría a Louisa, aunque en realidad habría preferido abrazarla. Sin embargo tenía una enorme paciencia y sabía esperar.

Al cabo de un rato, la tormenta se alejó.

—Bueno, tengo que marcharme —dijo Thomas—. Puedes terminar de planchar mientras limpio todo esto.

Acto seguido se acercó a la ventana.

—La luna está saliendo. Creo que va a hacer una buena noche —añadió.

Thomas lo llevó todo a la cocina y lavó las tazas y los platos. Después regresó al salón.

—Gracias por el café. Mañana tengo que ir a Winchester, así que no podré verte hasta la semana que viene. Volveré el martes por la mañana.

—¿Piensas quedarte en Winchester?

—Tal vez.

Louisa supo que Thomas no pensaba decir nada más. Y ella no podía decir nada sobre lo que sabía, así que se dieron las buenas noches y se despidieron. Cuando se marchó, empezó a pensar otra vez en lo que podía hacer para evitar la boda del sábado.

La señora Grant, Jilly y ella se turnaban los sábados por la mañana para resolver los asuntos pendientes en el trabajo, de manera que todo estuviera preparado para el lunes. Nunca tardaban demasiado. Sólo había que comprobar el correo y los mensajes del contestador, y asegurarse de que la llave del gas estaba cerrada, cosa que era de todas formas innecesaria.

Aquel sábado le tocaba a ella. Pero no le importaba demasiado, siempre y cuando pudiera estar en Ebbesborne Wake a las doce y media. Suponía que Percy y Helena no llegarían antes de la una. Fuera como fuera, era un riesgo que debía asumir.

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El viernes se le hizo interminable. Cuando por fin terminó de trabajar, se despidió de sus compañeras de trabajo y corrió a casa. Normalmente hacía la compra los sábados por la mañana, pero como no iba a tener tiempo decidió hacerla entonces, a toda prisa. De vuelta en su casa, pensó que no tenía más remedio que intervenir; Thomas no estaba allí, y en cualquier caso no habría podido contárselo. Cuando se metió en la cama se sentía como si estuviera viviendo una historia de terror.

La mañana amaneció gris y lluviosa. Louisa desayunó a toda prisa y se dirigió a la consulta. A media mañana, cuando estaba a punto de marcharse y ya había apagado el ordenador, apareció sir James.

—Justo la persona con la que quería hablar —dijo—. Tengo que dictarte un par de catas para el profesor Lutvik. Necesito que las envíes cuanto antes.

—Tengo una cita a las doce en punto y no puedo...

—Habrás terminado mucho antes. No tardaré demasiado, sólo diez o quince minutos.

En realidad tardaron media hora porque sir James cambió de opinión en la primera carta y tuvo que repetirla. En cuanto a la segunda, no fue precisamente corta. No consiguió terminar hasta las once y media.

—Bien, ya sólo tienes que echarlas al correo —dijo sir James—. Si te das prisa podrán llevárselas en la recogida de las doce. Puedes marcharte cuando quieras, ya no te necesito.

Louisa se despidió. Si quería que las cartas salieran a las doce no tendría más remedio que ir a la oficina de correos, así que fue tan deprisa como pudo. Acto seguido, corrió a recoger el coche, que había dejado en el garaje de la casa de su madrastra.

Ebbesborne Wake no estaba lejos de Salisbury, pero la carretera era bastante estrecha. Entre diversos atascos y otros inconvenientes no pudo llegar a la iglesia hasta las doce y media, y aún seguía lloviendo. Aparcó el vehículo y se alegró un poco al ver que no había coches por ninguna parte. Probablemente aquello significaba que no habían llegado.

La iglesia era pequeña y antigua; olía a humedad, pero era muy bonita y tranquila. No había nadie en el interior, así que tuvo que esperar. Pasados unos minutos se abrió una puerta y apareció un hombre de edad avanzada.

—Me temo que llega tarde a la boda. ¿No sabía que se había cambiado la hora, y que se ha celebrado a las diez y media? Han tenido que hacerlo porque su avión salía muy pronto, y me han explicado que no habría invitados porque no tenían tiempo para avisarlos. Espero que no haya venido desde muy lejos.

—No. Vengo de Salisbury. Pero esperaba llegar a tiempo.

—Lo siento mucho, sobre todo con el día que hace. Ha tenido suerte de encontrarme. He vuelto para cerrar la iglesia.

—No se preocupe, de todas formas tengo que marcharme.

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Louisa forzó una sonrisa, aunque quería llorar.

Salió de la iglesia, subió al coche y tomó la carretera una vez más. Casi había llegado a la desviación para Salisbury cuando se cruzó con un Bentley inconfundible. Thomas iba al volante. Dio la vuelta y regresó a la iglesia. El coche del médico estaba aparcado frente al edificio y Thomas estaba de pie, apoyado en la lápida de una antigua tumba.

—Thomas, lo siento mucho. Ya se han casado. Tenía intención de llegar antes de que pudieran hacerlo, pero Sir James se ha empeñado en que le escribiera unas cartas y...

—Ven aquí, Louisa, y siéntate. Anda, dime por qué estás tan preocupada.

—No tengo tiempo para explicártelo. Es posible que aún puedas alcanzarlos.

—¿Y qué podría hacer si los alcanzara?

—¿Cómo voy a saberlo? —preguntó, casi entre lágrimas.

—En tal caso, sentémonos un rato para que puedas explicármelo todo.

—Te vas a enfadar.

—No hagamos conjeturas antes de que me lo cuentes todo —dijo, mientras se sentaba a su lado, sobre la tumba—. ¿Por qué no empiezas desde el principio? Pero cuéntame solo los hechos, si es posible.

—¿No vas a seguirlos? ¿No vas a pedirles una explicación? Esperaba que te sorprendiera.

El médico se las arregló para no sonreír.

—Da la impresión de que piensas que ese matrimonio ha sido culpa tuya.

—Por supuesto. No me interumpirás, ¿verdad?

—Claro que no.

—Bueno, entonces... Pero, ¿cómo lo has sabido? Se suponía que era un secreto.

—Son cosas que pasan. Venga, cuéntamelo.

—Todo es culpa mía. Pensé que Helena y Percy estaban hechos el uno para el otro. Pensé que Helena no era la mujer adecuada para ti y que si se conocían...

Una vez que había empezado, ya no se detuvo. Se lo contó todo, sin omitir nada en absoluto.

—Entonces me enteré de que iban a casarse y me dije que debía hacer algo para evitarlo. Pero no sabía qué hacer. Sólo sabía que tenía que impedir la boda. Suponía que estabas enamorado de Helena, porque de lo contrario no le habrías pedido que se casara contigo. Sin embargo, he fracasado y he destrozado tu vida.

Louisa se limpió la nariz y no pudo ver que Thomas sonreía. Estaba divirtiéndose de lo lindo con ella.

En aquel momento sonó el teléfono móvil del médico. Thomas contestó.

—Sí, ya voy de camino. Estaré en veinte minutos, más o menos.

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Después cortó la comunicación.

—Tengo que marcharme, Louisa. Sube a mi coche y te llevaré.

—No, no será mejor que vaya en el mío. No quiero volver a verte, y supongo que el sentimiento es recíproco.

Thomas no dijo nada. Unos segundos más tarde se había marchado.

Louisa permaneció sentada en la tumba un buen rato. Se sentía aliviada después de haberle contado la verdad, pero no había servido de gran cosa. Helena y Percy se habían casado y ella tendría que dejar su trabajo y marcharse de Salisbury. Pensaba que Thomas no querría volver a verla en toda su vida.

Empezó a llorar. Había escampado, pero en aquel instante comenzó a chispear de nuevo. Sin embargo, ni siquiera lo notó.

Todo estaba muy tranquilo. La iglesia se encontraba a cierta distancia del pueblo y sólo había una taberna, que estaba cerrada. Louisa cerró los ojos. Se sentía muy infeliz, le dolía la cabeza y estaba cansada. Tan cansada que, sin darse cuenta, se quedó dormida.

Despertó varias horas más tarde. Y cuando abrió los ojos, vio que el médico la estaba mirando.

—¿Es que te has vuelto loca?

Thomas había regresado al hospital para atender una urgencia. Después se había dirigido a la casa de Louisa, y al ver que no estaba allí había llamado a casa de su madrastra. Pero Felicity no sabía dónde estaba, y Biddy tampoco supo ayudarlo. Desesperado, subió al coche y volvió a Ebbesborne Wake, aunque sin saber muy bien por qué. Cuando llegó la encontró en el mismo lugar en el que la había dejado.

—¿Te has quedado dormida? —preguntó, con más suavidad—. Estás empapada. Vamos, te llevaré a casa.

—Ya me las arreglaré yo sola. Tengo el coche en la carretera.

Thomas la ayudó a levantarse y la llevó hacia el Bentley.

—¿Qué pasará con mi coche, si me voy en el tuyo? —preguntó ella.

—Ya enviaremos a alguien para que lo recoja.

Subieron al vehículo de Thomas. Louisa no tardó en darse cuenta de que no iban en la dirección correcta.

—¿Adónde vamos?

—A mi casa.

—¿A tu casa?

—Tienes que lavarte un poco y cambiarte de ropa. La que llevas está mojada. Además, no nos vendrá mal algo de comer —declaró, enfadado.

Rosie los estaba esperando en el vestíbulo cuando llegaron. No se sorprendió al ver a Louisa. Se limitó a saludarla y a hacer un comentario sobre la lluvia.

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Betty Neels – Un terrible error

Escaneado por Marisol F y corregido por Mariquiña Nº Paginas 107-108

—Quítese los zapatos, señorita. Están mojados. Si me acompaña, podrá quitarse esas medias —dijo, antes de dirigirse a Thomas—. El café estará preparado en diez minutos, señor.

El médico llevó su maletín al despacho. Después entró en el salón, donde esperaban Bellow y Lucky. Se sentó en un sillón y esperó. Su trabajo le había enseñado a ser paciente.

Minutos más tarde apareció Louisa. Estaba pálida y se había recogido el pelo en una coleta. Tenía ojeras, y su nariz había adquirido una graciosa tonalidad rojiza. En cuanto a su vestido, arrugado y mojado, no mejoraba precisamente su figura.

El médico dejó al gato en el suelo y se levantó.

—Ven y siéntate —la invitó—. Rosie traerá el café en cualquier momento y luego comeremos.

—No, muchas gracias. Preferiría volver a casa tan pronto como sea posible. Ya he causado demasiados problemas.

—Es cierto que has causado algunos problemas, pero lo has hecho con las mejores intenciones.

—El camino del infierno está empedrado con buenas intenciones —dijo, sin mirarlo—. ¿Qué piensas hacer ahora? ¿Hay algo que pueda hacer?

—No tengo intención de hacer nada. De hecho quiero que sepas que me alegra que Helena y Percy se hayan casado. Me preocupaba que alguien intentara evitarlo.

—¿Cómo?— preguntó, sorprendida—. ¿Quieres decir que...?

Rosie apareció en aquel momento con el café, así que Louisa no terminó la frase. No comprendía lo que estaba pasando, pero descubrió para su sorpresa que tenía hambre, así que dio buena cuenta del trozo de tarta que le había llevado la criada. Cuando terminó, se limpió la boca con la servilleta y se levantó.

—Gracias por el té. Has sido muy amable.

—Siéntate y escucha, Louisa. ¿Crees que eras la única persona que pensaba que Percy y Helena estaban hechos el uno para el otro? Sólo necesitaban que alguien los animara y tener tiempo para estar juntos. Era inevitable. Habría sucedido de todos modos, aunque no hubieras intervenido.

—Pero Helena le dijo a Percy que no podía casarse con él porque estabas enamorado de ella. No quería hacerte daño.

—Querida mía, dudo que lo dijera en serio. Puede que Percy no conociera mis sentimientos hacia Helena, pero supongo que ese comentario sólo sirvió para unirlos aún más. Estoy seguro de que serán tan felices, juntos, como nosotros.

Louise lo miró, perpleja. Thomas la miraba desde su asiento, tan tranquilo como si estuviera hablando sobre el tiempo.

—No te comprendo...

—Me enamoré de ti en cuanto te vi por primera vez. Sabía lo que quería. Quería hacerte mi esposa, pero debía esperar hasta que se resolviera la situación. Y la

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solución llego cuando vi juntos a Helena y a Witherspoon. A partir de entonces supe que era una simple cuestión de tiempo.

Thomas se levantó, la ayudó a levantarse y la abrazó.

—¿Lo ves? Estábamos destinados a unirnos, ocurriera lo que ocurriera. Si hubiera sabido que tenías intención de ir a Ebbesborne Wake habría corrido a detenerte.

—Pero si no sabías lo que iba a ocurrir...

—Lo sabía. Biddy me envió una carta.

Louisa lo miró.

—¿De verdad? Pero si era un secreto.

—Pensó que debía saberlo. Estaba segura de que tú me amabas.

—Es cierto, te amo —dijo con sinceridad—. Por eso quería que Percy y Helena se conocieran, aunque entonces aún no había reconocido mi amor por ti. No estaba segura. Sólo sabía que Helena no era la mujer adecuada para ti.

El médico la miró con enorme satisfacción.

—Vuelve a decirlo.

—Quería que Percy y Helena se conocieran para que...

—No, no, eso no. Me refería a la primera parte.

Thomas apretó los brazos a su alrededor. Era una sensación maravillosa.

—Ah, ya comprendo... Te amo, Thomas —declaró.

Thomas se inclinó sobre ella y la besó con suavidad al principio, y más apasionadamente después.

Louisa suspiró.

—¿Crees que Helena y Percy serán felices?

—No veo por qué no —respondió, mientras la besaba en la frente—. Aunque no serán tan felices como nosotros.

Thomas sonrió con tanta delicadeza que Louisa pensó que podía llorar de felicidad.

—Seremos la pareja ideal —declaró Thomas—. Nos amaremos, discutiremos como todas las parejas y viviremos felices. Con nuestros hijos, claro está.

—Niños... —dijo Louisa.

—Y niñas también.

—Si tú lo dices, mi amor...

Louisa sonrió con tanta dulzura que Thomas volvió a besarla.

Fin