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William Golding El Señor de las Moscas

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William Golding

El Señor de las Moscas

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Título original: Lord of the FliesTraducción de: Carmen Vergara

Primera edición: 1972Tercera edición: 2010Octava reimpresión: 2019

Diseño de colección: Estudio de Manuel Estrada con la colaboración de Roberto Turégano y Lynda BozarthDiseño cubierta: Manuel EstradaFoto del autor: © Corbis

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece penas de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.

© Faber & Faber Ltd., Londres© Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1972, 1979, 1981, 1982, 1984, 1985, 1986, 1987,

1988, 1989, 1990, 1991, 1992, 1993, 1994, 1995, 1996, 1998, 1999, 2000, 2001, 2002, 2003, 2004, 2005, 2007, 2008, 2009, 2010, 2011, 2013, 2014, 2015, 2017, 2018, 2019

Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15 28027 Madrid www.alianzaeditorial.es

ISBN: 978-84-206-7417-9Depósito legal: B. 41.291-2011Composición: Grupo AnayaPrinted in Spain

Si quiere recibir información periódica sobre las novedades de Alianza Editorial, envíe un correo electrónico a la dirección: [email protected]

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Índice

11 1. El toque de caracola 46 2. Fuego en la montaña 68 3. Cabañas en la playa 82 4. Rostros pintados y melenas largas 108 5. El monstruo del mar 136 6. El monstruo del aire 156 7. Sombras y árboles altos 177 8. Ofrenda a las tinieblas 206 9. Una muerte se anuncia 220 10. La caracola y las gafas 240 11. El Peñón del Castillo 260 12. El grito de los cazadores

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A mi madre y a mi padre

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1. El toque de caracola

El muchacho rubio descendió un último trecho de roca y comenzó a abrirse paso hacia la laguna. Se había quitado el suéter escolar y lo arrastraba en una mano, pero a pesar de ello sentía la camisa gris pegada a su piel y los cabellos aplastados contra la frente. En torno suyo, la penetrante ci-catriz que mostraba la selva estaba bañada en vapor. Avan-zaba el muchacho con dificultad entre las trepadoras y los troncos partidos, cuando un pájaro, visión roja y amarilla, saltó en vuelo como un relámpago, con un antipático chi-llido, al que contestó un grito como si fuese su eco:

–¡Eh –decía–, aguarda un segundo!La maleza al borde del desgarrón del terreno tembló y

cayeron abundantes gotas de lluvia con un suave golpe-teo.

–Aguarda un segundo –dijo la voz–, estoy atrapado.El muchacho rubio se detuvo y se estiró las medias

con un ademán instintivo, que por un momento pare-

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El Señor de las Moscas

ció transformar la selva en un bosque cercano a Lon-dres.

De nuevo habló la voz.–No puedo casi moverme con estas dichosas trepado-

ras.El dueño de aquella voz salió de la maleza andando de

espaldas y las ramas arañaron su grasiento anorak. Tenía desnudas y llenas de rasguños las gordas rodillas. Se aga-chó para arrancarse cuidadosamente las espinas. Des-pués se dio la vuelta. Era más bajo que el otro muchacho y muy gordo. Dio unos pasos, buscando lugar seguro para sus pies, y miró tras sus gruesas gafas.

–¿Dónde está el hombre del megáfono?El muchacho rubio sacudió la cabeza.–Estamos en una isla. Por lo menos, eso me parece. Lo

de allá fuera, en el mar, es un arrecife. Me parece que no hay personas mayores en ninguna parte.

El otro muchacho miró alarmado.–¿Y aquel piloto? Pero no estaba con los pasajeros, es

verdad, estaba más adelante, en la cabina.El muchacho rubio miró hacia el arrecife con los ojos

entornados.–Todos los otros chicos... –siguió el gordito–. Alguno

tiene que haberse salvado. ¿Se habrá salvado alguno, verdad?

El muchacho rubio empezó a caminar hacia el agua afectando naturalidad. Se esforzaba por comportarse con calma y, a la vez, sin parecer demasiado indiferente, pero el otro se apresuró tras él.

–¿No hay más personas mayores en este sitio?–Me parece que no.

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1. El toque de caracola

El muchacho rubio había dicho esto en un tono solem-ne, pero en seguida le dominó el gozo que siempre pro-duce una ambición realizada, y en el centro del desgarrón de la selva brincó dando media voltereta y sonrió burlo-namente a la figura invertida del otro.

–¡Ni una persona mayor!En aquel momento el muchacho gordo pareció acor-

darse de algo.–El piloto aquel.El otro dejó caer sus pies y se sentó en la tierra ardiente.–Se marcharía después de soltarnos a nosotros. No po-

día aterrizar aquí, es imposible para un avión con rue-das.

–¡Será que nos han atacado!–No te preocupes, que ya volverá.Pero el gordo hizo un gesto de negación con la cabeza.–Cuando bajábamos miré por una de las ventanillas

aquellas. Vi la otra parte del avión y salían llamas.Observó el desgarrón de la selva de arriba abajo.–Y todo esto lo hizo la cabina del avión.El otro extendió la mano y tocó un tronco de árbol

mellado. Se quedó pensativo por un momento.–¿Qué le pasaría? –preguntó–. ¿Dónde estará ahora?–La tormenta lo arrastró al mar. Menudo peligro, con

tantos árboles cayéndose. Algunos chicos estarán dentro todavía.

Dudó por un momento; después habló de nuevo.–¿Cómo te llamas?–Ralph.El gordito esperaba a su vez la misma pregunta, pero

no hubo tal señal de amistad. El muchacho rubio llama-

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do Ralph sonrió vagamente, se levantó y de nuevo em-prendió la marcha hacia la laguna. El otro le siguió, de-cidido, a su lado.

–Me parece que muchos otros estarán por ahí. ¿Tú no has visto a nadie más, verdad?

Ralph contestó que no, con la cabeza, y forzó la mar-cha, pero tropezó con una rama y cayó ruidosamente al suelo. El muchacho gordo se paró a su lado, respirando con dificultad.

–Mi tía me ha dicho que no debo correr –explicó–, por el asma.

–¿Asma?–Sí. Me quedo sin aliento. Era el único chico en el co-

legio con asma –dijo el gordito con cierto orgullo–. Y lle-vo gafas desde que tenía tres años.

Se quitó las gafas, que mostró a Ralph con un alegre guiño de ojos; luego las limpió con su mugriento anorak. Quedó pensativo y una expresión de dolor alteró los pá-lidos rasgos de su rostro. Enjugó el sudor de sus mejillas y en seguida se ajustó las gafas.

–Esa fruta...Buscó en torno suyo.–Esa fruta –dijo–, supongo...Puestas las gafas, se apartó de Ralph para esconderse

entre el enmarañado follaje.–En seguida salgo...Ralph se escabulló en silencio y desapareció por entre

el ramaje. Segundos después, los gruñidos del otro que-daron detrás de él. Se apresuró hacia la pantalla que aún le separaba de la laguna. Saltó un tronco caído y se en-contró fuera de la selva.

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1. El toque de caracola

La costa apareció vestida de palmeras. Se sostenían frente a la luz del sol o se inclinaban o descansaban con-tra ella, y sus verdes plumas se alzaban más de treinta metros en el aire. Bajo ellas el terreno formaba un ribazo mal cubierto de hierba, desgarrado por las raíces de los árboles caídos y regado de cocos podridos y retoños del palmar. Detrás quedaban la oscuridad de la selva y el es-pacio abierto del desgarrón.

Ralph se paró, apoyada la mano en un tronco gris, con la mirada fija en el agua trémula. Allá, quizá a poco más de un kilómetro, la blanca espuma saltaba sobre un arrecife de coral, y aún más allá, el mar abierto era de un azul oscuro. Limitada por aquel arco irregular de coral, la laguna yacía tan tranquila como un lago de montaña, con infinitos ma-tices del azul y sombríos verdes y morados. La playa, en-tre la terraza de palmeras y el agua, semejaba un fino arco de tiro, aunque sin final discernible, pues a la izquierda de Ralph la perspectiva de palmeras, arena y agua se prolon-gaba hacia un punto en el infinito. Y siempre presente, casi visible, el calor. Saltó de la terraza. Sintió la arena pesando sobre sus zapatos negros y el azote del calor en el cuerpo. Comenzó a notar el peso de la ropa: se quitó con una fuer-te sacudida cada zapato y de un solo tirón cada media. Su-bió de otro salto a la terraza, se despojó de la camisa y se detuvo allí, entre los cocos que semejaban calaveras, desli-zándose sobre su piel las sombras verdes de las palmeras y la selva. Se desabrochó la hebilla adornada del cinturón, dejó caer pantalón y calzoncillo y, desnudo, contempló la playa deslumbrante y el agua. Por su edad –algo más de doce años– había ya perdido la prominencia del vientre de la niñez; pero aún no había adquirido la figura desgar-

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El Señor de las Moscas

bada del adolescente. Se adivinaba ahora, por la anchura y peso de sus hombros, que podría llegar a ser un boxeador, pero la boca y los ojos tenían una suavidad que no anuncia-ba ningún demonio escondido. Acarició suavemente el tronco de palmera y, obligado al fin a creer en la realidad de la isla, volvió a reír lleno de gozo y a saltar y a voltearse. De nuevo ágilmente en pie, saltó a la playa, se dejó caer de rodillas y con los brazos apiló la arena contra su pecho. Se sentó a contemplar el agua, brillándole de alegría los ojos.

–Ralph...El muchacho gordo bajó a la terraza de palmeras y se

sentó cuidadosamente en su borde.–Oye, perdona que haya tardado tanto. La fruta esa...Se limpió las gafas y las ajustó sobre su corta naricilla.

La montura había marcado una V profunda y rosada en el caballete. Observó con mirada crítica el cuerpo dora-do de Ralph y después miró su propia ropa. Se llevó una mano al pecho y asió la cremallera.

–Mi tía...Resuelto, tiró de la cremallera y se sacó el anorak por

la cabeza.–¡Ya está!Ralph le miró de reojo y siguió en silencio.–Supongo que necesitaremos saber los nombres de to-

dos –dijo el gordito– y hacer una lista. Debíamos tener una reunión.

Ralph no se dio por enterado, por lo que el otro mu-chacho se vio obligado a seguir.

–No me importa lo que me llamen–dijo en tono confi-dencial–, mientras no me llamen lo que me llamaban en el colegio.

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1. El toque de caracola

Ralph manifestó cierta curiosidad.–¿Y qué es lo que te llamaban?El muchacho dirigió una mirada hacia atrás; después

se inclinó hacia Ralph.Susurró:–Me llamaban «Piggy»1.Ralph estalló en una carcajada y, de un salto, se puso

en pie.–¡Piggy! ¡Piggy!–¡Ralph..., por favor!Piggy juntó las manos, lleno de temor.–Te dije que no quería...–¡Piggy! ¡Piggy!Ralph salió bailando al aire cálido de la playa y regresó

imitando a un bombardero, con las alas hacia atrás, que ametrallaba a Piggy.

–¡Ta-ta-ta-ta-ta!Se lanzó en picado sobre la arena a los pies de Piggy y

allí tumbado volvió a reírse.–¡Piggy!Piggy sonrió de mala gana, no descontento a pesar de

todo, porque aquello era como una señal de acercamiento.–Mientras no se lo digas a nadie más...Ralph dirigió una risita tonta a la arena. Piggy volvió a

quedarse pensativo, de nuevo en su rostro el reflejo de una expresión de dolor.

–Un segundo.Se apresuró otra vez hacia la selva. Ralph se levantó y

caminó a brincos hacia su derecha.

1. Cerdito. (N de la T.)

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El Señor de las Moscas

Allí, un rasgo rectangular del paisaje interrumpía brus-camente la playa: una gran plataforma de granito rosa cortaba inflexible bosque, terraza, arena y laguna, hasta formar un malecón saliente de casi metro y medio de al-tura. Lo cubría una delgada capa de tierra y hierba bajo la sombra de tiernas palmeras. No tenían éstas suficien-te tierra para crecer, y cuando alcanzaban unos seis me-tros se desplomaban y acababan secándose. Sus tron-cos, en complicado dibujo, creaban un cómodo lugar para asiento. Las palmeras que aún seguían en pie for-maban un techo verde recubierto por los cambiantes re-flejos que brotaban de la laguna. Ralph subió a aquella plataforma. Sintió el frescor y la sombra; cerró un ojo y decidió que las sombras sobre su cuerpo eran en reali-dad verdes. Se abrió camino hasta el borde de la plata-forma, del lado del océano, y allí se detuvo a contemplar el mar a sus pies. Estaba tan claro que podía verse su fondo, y brillaba con la eflorescencia de las algas y el co-ral tropicales. Diminutos peces resplandecientes pasa-ban rápidamente de un lado a otro. Ralph, haciendo so-nar dentro de sí los bordones de la alegría, exclamó:

–¡Uhhh...!Había aún más para asombrarse allende la plataforma.

La arena, por algún accidente –un tifón, quizá, o la mis-ma tormenta que le acompañara a él en su llegada–, se había acumulado dentro de la laguna, formando en la playa una poza profunda y larga, cerrada por un muro de granito rosa al otro extremo. Ralph se había visto en otras ocasiones engañado por la falsa apariencia de pro-fundidad de una poza de playa y se aproximó a ésta pre-parado para llevarse una desilusión; pero la isla se man-

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1. El toque de caracola

tenía fiel a su forma, y aquella increíble poza, que evidentemente sólo en la pleamar era invadida por las aguas, resultaba tan honda en uno de sus extremos que el agua tenía un color verde oscuro. Ralph examinó de-tenidamente sus treinta metros de extensión y luego se lanzó a ella. Estaba más caliente que su propia sangre y era como nadar en una enorme bañera.

Apareció Piggy de nuevo. Se sentó en el borde del muro de roca y observó con envidia el cuerpo a la vez blanco y verde de Ralph.

–Ni siquiera sabes nadar.–Piggy.Piggy se quitó zapatos y calcetines, los extendió con

cuidado sobre el borde y probó el agua con el dedo gordo.

–¡Está caliente!–¿Y qué creías?–No creía nada. Mi tía...–¡Al diablo tu tía!Ralph se sumergió y buceó con los ojos abiertos. El

borde arenoso de la poza se alzaba como la ladera de una colina. Se volteó apretándose la nariz, mientras una luz dorada danzaba y se quebraba sobre su rostro. Piggy se decidió por fin. Se quitó los pantalones y quedó desnudo: una desnudez pálida y carnosa. Bajó de puntillas por el lado de arena de la poza y allí se sentó, cubierto de agua hasta el cuello, sonriendo con orgullo a Ralph.

–¿Es que no vas a nadar?Piggy meneó la cabeza.–No sé nadar. No me dejaban. El asma...–¡Al diablo tu asma!

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El Señor de las Moscas

Piggy aguantó con humilde paciencia.–No sabes nadar bien.Ralph chapoteó de espaldas alejándose del borde; su-

mergió la boca y sopló un chorro de agua al aire. Alzó después la barbilla y dijo:

–A los cinco años ya sabía nadar. Me enseñó papá. Es teniente de navío en la Marina y cuando le den permiso vendrá a rescatarnos. ¿Qué es tu padre?

Piggy se sonrojó al instante.–Mi padre ha muerto –dijo deprisa–, y mi madre...Se quitó las gafas y buscó en vano algo para limpiarlas.–Yo vivía con mi tía. Tenía una confitería. No sabes la

de dulces que me daba. Me daba todos los que quería. ¿Oye, y cuando nos va a rescatar tu padre?

–En cuanto pueda.Piggy salió del agua chorreando y, desnudo como esta-

ba, se limpió las gafas con un calcetín. El único ruido que ahora les llegaba a través del calor de la mañana era el largo rugir de las olas que rompían contra el arrecife.

–¿Cómo va a saber que estamos aquí?Ralph se dejó mecer por el agua. El sueño le envolvía,

como los espejismos que rivalizaban con el resplandor de la laguna.

–¿Cómo va a saber que estamos aquí?Porque sí, pensó Ralph, porque sí, porque sí... El rugido

de las olas contra el arrecife llegaba ahora desde muy lejos.–Se lo dirán en el aeropuerto.Piggy movió la cabeza, se puso las gafas, que reflejaban

el sol, y miró a Ralph.–Allí no se va a enterar de nada. ¿No oíste lo que dijo

el piloto? Lo de la bomba atómica. Están todos muertos.

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1. El toque de caracola

Ralph salió del agua, se paró frente a Piggy y pensó en aquel extraño problema.

Piggy volvió a insistir.–¿Estamos en una isla, verdad?–Me subí a una roca –dijo Ralph muy despacio–, y

creo que es una isla.–Están todos muertos –dijo Piggy–, y esto es una isla.

Nadie sabe que estamos aquí. No lo sabe tu padre; nadie lo sabe...

Le temblaron los labios y una neblina empañó sus ga-fas.

–Puede que nos quedemos aquí hasta la muerte.Al pronunciar esa palabra pareció aumentar el calor

hasta convertirse en una carga amenazadora, y la laguna les atacó con un fulgor deslumbrante.

–Voy por mi ropa –murmuró Ralph–, está ahí.Corrió por la arena, soportando la hostilidad del sol

cruzó la plataforma hasta encontrar su ropa, esparcida por el suelo. Llevar de nuevo la camisa gris producía una extraña sensación de alivio. Luego alcanzó la plataforma y se sentó a la sombra verde de un tronco cercano. Piggy trepó también, casi toda su ropa bajo el brazo. Se sentó con cuidado en un tronco caído, cerca del pequeño risco que miraba a la laguna. Sobre él temblaba una malla de reflejos.

Reanudó la conversación.–Hay que buscar a los otros. Tenemos que hacer algo.Ralph no dijo nada. Se encontraban en una isla de co-

ral. Protegido del sol, ignorando el presagio de las pala-bras de Piggy, se entregó a sueños alegres.

Piggy insistió.

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El Señor de las Moscas

–¿Cuántos somos?Ralph dio unos pasos y se paró junto a Piggy.–No lo sé.Aquí y allá ligeras brisas serpeaban por las aguas bri-

llantes, bajo la bruma del calor. Cuando alcanzaban la plataforma, la fronda de las palmeras susurraba y dejaba pasar manchas borrosas de luz que se deslizaban por los dos cuerpos o atravesaban la sombra como objetos bri-llantes y alados.

Piggy alzó la cabeza y miró a Ralph. Las sombras sobre la cara de Ralph estaban invertidas: arriba eran verdes, más abajo resplandecían por efecto de la laguna. Una mancha de sol se arrastraba por sus cabellos.

–Tenemos que hacer algo.Ralph le miró sin verle. Allí, al fin, se encontraba aquel

lugar que uno crea en su imaginación, aunque sin forma del todo concreta, saltando al mundo de la realidad. Los labios de Ralph se abrieron en una sonrisa de deleite, y Piggy, tomando esa sonrisa como señal de amistad, rió con alegría.

–Si de veras es una isla...–¿Qué es eso?Ralph había dejado de sonreír y señalaba hacia la lagu-

na. Algo de color cremoso resaltaba entre las algas.–Una piedra.–No. Un caracol.Al instante, Piggy se sintió prudentemente excitado.–¡Es verdad! ¡Es un caracol! Ya he visto antes uno de

ésos. En casa de un chico; en la pared. Lo llamaba cara-cola y la soplaba para llamar a su madre. ¡No sabes lo que valen!

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1. El toque de caracola

Un retoño de palmera, a la altura del codo de Ralph, se inclinaba hacia la laguna. En realidad, su peso había co-menzado a levantar el débil suelo y estaba a punto de caer. Ralph arrancó el tallo y con él agitó el agua mien-tras los brillantes peces huían por todos lados. Piggy se inclinó peligrosamente.

–¡Ten cuidado! Lo vas a romper...–¡Calla la boca!Ralph lo dijo distraídamente. El caracol resultaba inte-

resante y bonito y servía para jugar; pero las animadas qui-meras de sus ensueños se interponían aún entre él y Piggy, que apenas si existía para él en aquel ambiente. El tallo, doblándose, empujó el caracol fuera de las hierbas. Con una mano como palanca, Ralph presionó con la otra hasta que el caracol salió chorreando y Piggy pudo alcanzarlo.

El caracol ya no era algo que se podía ver, pero no to-car, y también Ralph se sintió excitado. Piggy balbu-ceaba:

–...una caracola; carísimas. Te apuesto que habría que pagar un montón de libras por una de ésas. La tenía en la tapia del jardín y mi tía...

Ralph le quitó la caracola y sintió correr por su brazo unas gotas de agua. La concha tenía un color crema os-curo, tocado aquí y allá con manchas de un rosa desva-necido. Casi medio metro medía desde la punta horada-da por el desgaste hasta los labios rosados de su boca, levemente curvada en espiral y cubierta de un fino dibu-jo en relieve. Ralph sacudió la arena del interior.

–...mugía como una vaca –siguió– y además tenía unas piedras blancas y una jaula con un loro verde. No sopla-ba las piedras, claro, pero me dijo...

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El Señor de las Moscas

Piggy calló un segundo para tomar aliento y acarició aquella cosa reluciente que tenía Ralph en las manos.

–¡Ralph!Ralph alzó los ojos.–Podemos usarla para llamar a los otros. Tendremos

una reunión. En cuanto nos oigan vendrán...Miró con entusiasmo a Ralph.–¿Eso es lo que habías pensado, verdad? ¿Por eso sa-

caste la caracola del agua, no?Ralph se echó hacia atrás su pelo rubio.–¿Cómo soplaba tu amigo la caracola?–Escupía o algo así –dijo Piggy–. Mi tía no me dejaba

soplar por el asma. Dijo que había que soplar con esto –Piggy se llevó una mano a su prominente abdomen–. Trata de hacerlo, Ralph. Avisa a los otros.

Ralph, poco seguro, puso el extremo más delgado de la concha junto a la boca y sopló. Salió de su boca un breve sonido, pero eso fue todo. Se limpió de los labios el agua salada y lo intentó de nuevo, pero la concha per-maneció silenciosa.

–Escupía o algo así.Ralph juntó los labios y lanzó un chorro de aire en la

caracola, que contestó con un sonido hondo, como una ventosidad. Los dos muchachos encontraron aquello tan divertido que Ralph siguió soplando en la caracola du-rante un rato, entre ataques de risa.

–Mi amigo soplaba con esto.Ralph comprendió al fin y lanzó el aire desde el dia-

fragma. Aquello empezó a sonar al instante. Una nota es-tridente y profunda estalló bajo las palmeras, penetró por todos los resquicios de la selva y retumbó en el gra-

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1. El toque de caracola

nito rosado de la montaña. De las copas de los árboles salieron nubecillas de pájaros y algo chilló y corrió entre la maleza. Ralph apartó la concha de sus labios.

–¡Qué bárbaro!Su propia voz pareció un murmullo tras la áspera nota

de la caracola. La apretó contra sus labios, respiró fuerte y volvió a soplar. De nuevo estalló la nota y, bajo un im-pulso más fuerte, subió hasta alcanzar una octava y vibró como una trompeta, con un clamor mucho más agudo todavía. Piggy, alegre su rostro y centelleantes las gafas, gritaba algo. Chillaron los pájaros y algunos animalillos cruzaron rápidos. Ralph se quedó sin aliento; la octava se desplomó, transformada en un quejido apagado, en un soplo de aire.

Enmudeció la caracola; era un colmillo brillante. El rostro de Ralph se había amoratado por el esfuerzo, y el cla-mor de los pájaros y el resonar de los ecos llenaron el aire de la isla.

–Te apuesto a que se puede oír eso a más de un kiló-metro.

Ralph recobró el aliento y sopló de nuevo, producien-do unos cuantos estallidos breves.

–¡Ahí viene uno! –exclamó Piggy.Entre las palmeras, a unos cien metros de la playa, ha-

bía aparecido un niño. Tendría seis años, más o menos; era rubio y fuerte, con la ropa destrozada y la cara llena de manchones de fruta. Se había bajado los pantalones por una razón evidente y los llevaba a medio subir. Saltó de la terraza de palmeras a la arena y los pantalones ca-yeron a los tobillos; los abandonó allí y corrió a la plata-forma. Piggy le ayudó a subir. Entre tanto, Ralph seguía