xirau. por una senda clara

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El Colegio De Mexico is collaborating with JSTOR to digitize, preserve and extend access to Diálogos: Artes, Letras, Ciencias humanas. http://www.jstor.org Por una senda clara Author(s): Joaquín Xirau Source: Diálogos: Artes, Letras, Ciencias humanas, Vol. 19, No. 4 (112) (julio-agosto de 1983), pp. 58-64 Published by: El Colegio De Mexico Stable URL: http://www.jstor.org/stable/27934803 Accessed: 22-07-2015 20:52 UTC Your use of the JSTOR archive indicates your acceptance of the Terms & Conditions of Use, available at http://www.jstor.org/page/ info/about/policies/terms.jsp JSTOR is a not-for-profit service that helps scholars, researchers, and students discover, use, and build upon a wide range of content in a trusted digital archive. We use information technology and tools to increase productivity and facilitate new forms of scholarship. For more information about JSTOR, please contact [email protected]. This content downloaded from 200.52.255.55 on Wed, 22 Jul 2015 20:52:03 UTC All use subject to JSTOR Terms and Conditions

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Joaquín Xirau. "Por una senda clara"

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Page 1: Xirau. Por Una Senda Clara

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http://www.jstor.org

Por una senda clara Author(s): Joaquín Xirau Source: Diálogos: Artes, Letras, Ciencias humanas, Vol. 19, No. 4 (112) (julio-agosto de 1983), pp.

58-64Published by: El Colegio De MexicoStable URL: http://www.jstor.org/stable/27934803Accessed: 22-07-2015 20:52 UTC

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Page 2: Xirau. Por Una Senda Clara

Joaqu?n Xirau

Por una senda clara

La ?ltima residencia de Antonio Machado en

Barcelona fue una casa se?orial, rodeada de un viejo parque frondoso y abandonado.

Por la parte trasera los caminos cubiertos de hojas secas y las frondas de los ?rboles iban a confundirse con los pinares de la alta monta?a. La fachada prin cipal, tras una amplia explanada de jardines, ten?a a su pie la ciudad inmensa y al fondo se destacaba el

amplio azul del mar. En la parte baja del caser?o ha b?an hallado cobijo algunas familias refugiadas de la ribera asolada del Ebro. Algunas gallinas y unos po cos corderos ??nico resto de su hacienda? mero deaban por los jardines y el bosque. En los parterres plantaban las mujeres hortalizas para proveer a su

manutenci?n.

Don Antonio a los 63 a?os se hallaba en la pleni tud de su vigor espiritual. Trabajaba intensamente. Su cuerpo era d?bil; su alma fuerte. Las piernas me

dio paral?ticas apenas le pod?an sostener. Del brazo de alguien y apoy?ndose en un bast?n se atrev?a a

dar algunos pasos por las veredas soleadas del jar d?n. Su fuerza espiritual se manifestaba en la vivaci dad penetrante de su mirada y en la amenidad de su conversaci?n en la cual alternaba el fervor con la benevolencia de un humorismo ir?nico. Nunca ha blaba mal de nadie. Dif?cilmente se le pod?a hablar de alguien sin que respondiera inmediatamente:

"?Buena persona !" En ello se revelaba la profunda bondad de su alma. Era un hombre sencillo "y, en

el buen sentido de la palabra, bueno". Viv?a con su madre, una anciana andaluza bell?si

ma, su hermano Jos?, la mujer de ?ste y sus hijas. Su hermano era para ?l un Cirineo. Se hallaban ?ntima mente unidos por un afecto hecho de ternura y de admiraci?n. El amor a sus sobrinas se extend?a ge nerosamente a todos los hijos de los refugiados que con su algazara animaban la casa. Do?a Ana, la an ciana se?ora, trataba a don Antonio como a un ni ?o. "?C?mo no te has peinado hoy?" "Si pareces un anciano", le dec?a al notar cualquiera de las m?l

tiples fallas de su "torpe ali?o indumentario". Mu

chas veces al sentarse a comer le prend?a con ternura

la servilleta al cuello. Don Antonio lo recib?a todo con muestras de respeto y de amor. La sordera senil

imped?a a la anciana o?r los alaridos de las sirenas de alarma. Se sobresaltaba en cambio en los mo mentos de m?s profunda calma. "Cuando mam?

oye algo, sol?a decir sonriente don Antonio, es se

guro que no hay nada." Lo ?nico que le encend?a y promov?a en su alma

un movimiento de ira indignada eran los bombar deos de la ciudad indefensa por la aviaci?n italiana. Desde los balcones del caser?o se ve?a la ciudad in

mensa, silenciosa y reposada bajo el cielo, transpa rente, iluminado por la luna. Se o?an los sonidos r?t

micos y melanc?licos de las ranas y de los b?hos. La

gracia parec?a caer sobre la naturaleza. De pronto los alaridos de las sirenas perforaban el espacio. Los

estampidos secos, resonantes de los antia?reos

acompa?aban r?tmicamente a la fulguraci?n blanca

y fr?a de los disparos y se cruzaban con las trayecto rias rojas de las bengalas. Las estelas m?viles de los reflectores se mov?an indecisos a la luz de la luna. La resonancia profunda y sorda de las bombas helaba el alma... De d?a brillaban en el cielo azul los puntos plateados de los aviones y tras la resonancia de las bombas una nube de polvo y humo cubr?a la ciu dad. Don Antonio permanec?a sereno y silencioso. Pero en aquellos momentos tr?gicos no era raro o?rle exclamar con voz contenida: "?Canallas, cana

llas!" Le indignaba tambi?n los cabildeos de la pol?tica

internacional que ha llevado a Europa a la cat?stro fe. Discutiendo sobre ella y sobre la ayuda que pu diera recibir Espa?a de los pa?ses interesados en el triunfo de la libertad, no compart?a las esperanzas que en algunos forjaba el anhelo y con frecuencia se

le o?a decir: "Van a hacer con nosotros una gran ca

nallada."

Las tardes de los s?bados y de los domingos, en

compa??a de algunas personas m?s, sol?amos reu

nimos en un amplio sal?n, muy siglo xix, con

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cuatro grandes consolas retorcidas y amplios espe jos, cargados de cornucopias y dorados. Algunas ve ces ven?an estudiantes, comisiones extranjeras o de

legados de la sociedad de amigos cu?queros. No ha b?a tabaco. No hab?a t?. En torno a unas tazas de tila se generalizaba la conversaci?n. En un viejo Erard toc?bamos m?sica popular espa?ola ?canciones y danzas catalanas, andaluzas, castellanas, gallegas?, las melod?as apenas conocidas de los grandes cl?si cos de la vihuela y de la guitarra. A la m?sica se

mezclaba la lectura de los poetas predilectos y de

poes?as y coplas populares. Con frecuencia eran

evocadas las grandes figuras del genio espa?ol ?Ra m?n Llull y Cervantes, San Juan de la Cruz y Ausias

March, Lope de Vega y Luis de Le?n...?. Machado insist?a siempre en la profundidad de pensamiento de las coplas andaluzas y present?a que en ellas se hallaba el germen de una posible filosof?a espa?ola. Revestida de estilo y de dignidad po?tica, en muchos de sus poemas se halla el alma de la copla: la sen

tencia, el pensamiento escueto y sentencioso. El reposo apacible de aquel sal?n revelaba un fer

vor contenido. Desde mi llegada a Par?s sent? el es calofr?o de una Europa descoyuntada, perturbada por el espectro de una hecatombe. El olvido de las

mezquindades de la vida, la serenidad y el reposo espiritual, la conciencia clara de un destino acepta do con dignidad y silencio hall? su ?ltimo refugio con el sal?n de gusto rom?ntico donde don Antonio

acog?a a sus amigos. Aquellas tertulias ?ntimas eran constantemente interrumpidas por apagones de luz

y bombardeos de la aviaci?n italiana. Rehecha la luz renac?a la copla. En aquel ambiente de ?ntima poe s?a nada perturb? nunca la paz.

Aquella serenidad no estaba hecha de entusiasmo frivolo. Don Antonio hab?a previsto siempre la tra

gedia final. Ning?n falso optimismo ayudaba su fer vor. Su actitud era digna, se?orial, perfecta. En nada vanamente "entusiasta", ni histri?nicamente heroica. Aguantaba en aquel rinc?n de Espa?a por dignidad humana y sobre todo ?lo repet?a constan temente? por patriotismo. Profundamente enraiza do, un patriotismo silencioso, pero aut?ntico, lo vinculaba a los sufrimientos de su pueblo invadido

ultrajado. Pensaba que en los individuos y en los

pueblos s?lo alcanza la inmortalidad quien sabe merecerla y ganarla, que los caminos del deber son. inexorables y una vez descubiertos es preciso seguir los confiado y gozoso. Penetrado del sentido de la frase evang?lica ?"quien a costa de su alma conser va la vida, la perder? y quien perdiere su vida por amor m?o la volver? a hallar"?, sab?a que s?lo es

digna de ser vivida una vida consagrada al ideal.

Una an?cdota ilustrar? esta actitud al mismo

tiempo firme y pesimista. Con frecuencia ven?an del frente espl?ndidos j?venes a ofrecer un presente al

poeta ?pan, tabaco, un cordero de la intendencia militar. Era una tarde de verano en los d?as de la ba talla del Ebro. Las tropas espa?olas acababan de atravesar el Ebro. Por todas partes se o?an voces de

optimismo. Dos mozos que le tra?an un cordero le saludaron llenos de alegr?a. En el amplio comedor rom?ntico don Antonio les pregunt?: "?Qu? tal

muchachos, c?mo va eso?" "Muy bien, don Anto nio. Esto va muy bien." Don Antonio les respondi? con sonrisa bondadosa: "S?, vamos bien." Y vol vi?ndose hacia m? a?adi? a media voz: "Como el ir land?s del cuento." Despu?s me cont? el cuento del irland?s. En un rascacielos viv?an un ingl?s y un ir

land?s, el irland?s en un piso alto, el ingl?s en uno de los intermedios. Un d?a el irland?s sali? a la ven

tana, se inclin? en exceso, perdi? el equilibrio y ca

y?. Al pasar frente a la ventana del ingl?s ?ste oy? que iba diciendo: "Por ahora esto va muy bien."

En cierto sentido, en efecto, las cosas iban bien. En medio de la hecatombe moral del mundo, en

aquel rinc?n de Barcelona se manten?a ?ntegra la

dignidad. Con insistencia reiterada le fueron ofrecidos

puestos de honor en el extranjero, misiones cultura les y diplom?ticas con objeto de alejarle del peligro y proporcionarle la paz material. Con cuidadoso res

peto para quienes se lo propon?an y para quienes lo

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aceptaban, lo rechaz? siempre resueltamente. Le

parec?an subterfugios poco serios. Cre?a m?s ?til

para Espa?a el acto de su presencia personal. Le molestaban las peticiones constantes que pre

tend?an utilizar su pluma para la redacci?n de notas

y manifiestos. "Dicen que escribo bien, dec?a. Yo

no lo he dicho nunca. Pero si algo escribo mejor o

peor es porque a m? se me ocurre. Si a alguien se le

ocurre otra cosa que no pretenda que yo lo escriba.

Que lo escriba ?l." Sus previsiones pesimistas se confirmaron una

tras otra. En los ?ltimos d?as las cosas se precipita ron vertiginosamente. Los bombardeos de la avia

ci?n se suced?an hac?a tres d?as sin parar. Los partes oficiales de guerra eran desalentadores. El domingo 22 de enero las noticias m?s alarmantes se dif und?an

por la ciudad. El invasor se acercaba a sus puertas. La tertulia habitual se reuni? sin embargo. El ruido

de los bombardeos apenas dejaba lugar al canto.

Entr? la noche llena de angustia. Al d?a siguiente, al bajar hacia el centro de la ciu

dad por la calle de Muntaner, sonaron las sirenas

alarma y nos metimos en el refugio del Ministerio

de la Guerra. Nos dimos cuenta de que el Ministerio

recog?a los papeles y preparaba la evacuaci?n. Los

Ministerios y las industrias de guerra abandonaban

la ciudad y eran trasladados a Gerona y a Figueras. Fui a la Facultad de Filosof?a y Letras donde se die

ron todas las clases con normalidad ?lo digo en ho

nor de aquellos muchachos y muchachas y de aque llos profesores que hasta el ?ltimo momento siguie ron en su puesto haciendo etimolog?as o comentan

do a San Agust?n?. Desde la Facultad, no contando con otro amparo para sus miembros ni para Macha

do que segu?a en su casa de la Bonanova, fui a ver a

Puche. Puche, que como director de Sanidad ten?a a

sus ?rdenes las ambulancias, tom? bajo su respon sabilidad la salvaci?n de la Facultad y de un grupo de profesores y escritores y entre ellos la de Antonio

Machado y su familia.

Aquella misma noche un golpe de tel?fono del se

?or Puche advirti? a don Antonio que estuviera dis

puesto si quer?a abandonar Barcelona con el go bierno de Espa?a. Machado se limit? a recordar al

doctor Puche que en caso alguno querr?a aban

donar a su madre ni a la familia de su hermano Jo s?.

A las tres de la madrugada del martes salimos de

Barcelona. Machado, su madre y alg?n anciano m?s

fueron hasta Gerona en el coche del doctor Puche.

El resto en una ambulancia. La ambulancia iba lle

na a rebosar de personas, maletas y bultos de toda

?ndole. Las bombas resonaban y los reflectores y las

bengalas iluminaban el cielo. Estuvimos m?s de una

hora bajo el bombardeo en el arroyo de la Gran V?a

Diagonal. Al hacerse el silencio emprendimos la

marcha. Era la tercera vez que la familia Machado se

ve?a obligada a abandonar su casa. El mes de no

viembre de 1937 dejaron su hogar de Madrid. El

mes de marzo de 1938 hubieron de pasar de Valen

cia a Barcelona. Entonces, como ahora, a las ?rde

nes del gobierno leg?timo de Espa?a. Era una noche magn?fica. Nuestra caravana se

confund?a con la interminable hilera de camiones y coches que abandonaban la ciudad. Desfilaban to

dos en la oscuridad. Para evitar la metralla de la

aviaci?n nuestras ambulancias fueron conducidas

por carreteras interiores y secundarias, a trav?s de la

sierra del Montseny, por Sant Hilari y Arbucies. A

ambos lados de la carretera se ve?an peque?os cam

pamentos de fugitivos que, tras un d?a de marcha, se

hab?an dormido en torno al fuego. En el interior de

la ambulancia, a oscuras, languidec?an las conversa

ciones y los comentarios.

Llegamos a la ciudad de Gerona con la luz del

d?a. Las calles de la ciudad estaban abarrotadas de

veh?culos y de fugitivos. Camiones enormes carga dos de cajas, sillones, ruedas y h?lices, ficheros, m?

quinas de escribir... obstru?an el paso. A pesar de la

aglomeraci?n el silencio era imponente. Estuvimos

all? varias horas detenidos. No era posible pasar. Era un ambiente de cansancio y de miedo. Las to

rres de la catedral y de San Feliu, doradas por el sol

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y los siglos, se reflejaban en las aguas del r?o. Est? bamos en Gerona. Una de las ciudades m?s venera

bles de Catalu?a, llena de iglesias y de conventos y de callejones silenciosos y recuerdos de todos los si

glos. En el momento mismo en que conseguimos

reemprender la marcha tocaron las sirenas. Fuimos conducidos a pocos kil?metros al norte

de la ciudad, al pueblo de Cervi? de Ter, apartado de la carretera general. Llegamos unidos en la mis ma angustia, en un estado de conciencia vaga e in

decisa, rendidos de fatiga. El alcalde del pueblo nos

recibi? con acogedora generosidad, nos ofreci? una

comida caliente y nos condujo a un caser?o se?orial situado a media hora del pueblo. A Machado y de

m?s ancianos les ofreci? su tartana. El movimiento de la tartana mare? a don Antonio y a su madre. Se

apearon y siguieron a pie. Jos? Machado ofreci? el brazo a su hermano y su mujer sosten?a los pasos di

minutos y vacilantes de la anciana. El sendero segu?a el linde del bosque, un bosque de encinas y de pi nos, con color de romero y de tomillo. A la derecha se extend?a el valle del Ter verdeante al brotar de las sementeras. Los ?rboles del r?o ofrec?an al sol su

desnudez. El cielo era de un azul impecable. Era un

d?a magn?fico, lleno de paz... De vez en cuando se

o?a el fragor lejano, sordo y profundo de las bom bas. Los aviones bombardeaban Gerona, Flass?, Fi

gueras... ?Parec?a imposible!... Machado se sentaba con frecuencia al borde del

camino para descansar y miraba en su torno. Mira

ba con melancol?a la delicadeza del paisaje. Ya en el

caser?o, se pasaba las horas al pie de la ventana y lo

segu?a mirando. Lo mejor de su poes?a hab?a surgi do de l? comuni?n con el campo. Los campos de Andaluc?a y de Castilla fueron el alma de su l?rica. A su paso por Valencia su contacto con la tierra y el

mar se tradujo en canto. En Barcelona anhelaba con a?oranza vivir el campo de Catalu?a para decir en

palabras su ritmo y su armon?a. La escasez de ve

h?culos se lo hab?a impedido hasta aquel momento. En aquel llano del Ter se hallaba en ?l por vez pri mera. Lo acariciaba con los ojos.

En aquel rinc?n lleno de encanto pasamos dos d?as de angustia. Una noche a las tres de la madru

gada golpearon a la puerta. Era el doctor Joaqu?n Trias ?uno de los hombres que con Puche se consa

graron con entereza inaudita y hasta el ?ltimo mo mento de la salvaci?n de la selecci?n intelectual?. Tra?a la noticia de la ca?da de Barcelona en poder del invasor. Sentimos el escalofr?o de la perdici?n.

Al d?a siguiente alguno de los compa?eros lue a Gerona. Se hab?a dado orden de evacuar la ciudad. En la carretera y en las calles el

desfile y la aglomeraci?n eran imponentes. Auto

m?viles, camiones, ca?ones, ametralladoras, tarta nas y carros, grupos de soldados en formaci?n, fa milias enteras, hombres, mujeres, ni?os a pie, reba ?os de corderos, se precipitaban y apretujaban. En las encrucijadas los guardias de asalto perfectamen te uniformados ordenaban la circulaci?n.

Aquella misma tarde los caminos vecinales f ueron llen?ndose de familias enteras de campesinos que abandonaban su hogar aterrorizados por la amena za inminente de la invasi?n. Llevaban consigo cuan to pod?an ?carros, colchones, vacas, cabras, galli nas? y avanzaban lentamente hacia la carretera de Francia para engrosar el desfile interminable, cami no de Figueras.

Llegaron a nuestro refugio solitario rumores hi

perb?licos. "Los italianos hab?an desembarcado en Rosas." "Las tropas moras bajaban de Puigcerd? y amenazaban cortar la frontera..." Lleg? un mo mento en que muchos perdieron la serenidad. Sin tieron el escalofr?o de hallarse solos y abandona dos. Nada se sab?a de Puche ni de Trias. Nadie des confi? un momento de ellos. Pero su vida misma se hallaba constantemente expuesta. No se contaba m?s que con un peque?o coche en que hab?an llega do aquella noche algunas personas m?s. Eramos m?s de treinta. Cincuenta kil?metros de una carre tera intransitable nos separaban de la frontera. Se hallaban entre nosotros ancianos, ni?os e inv?lidos.

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Alguien pens? en la posibilidad de organizar la eva

cuaci?n por etapas, utilizando el peque?o autom? vil. Sali? el coche lleno. Hubo peque?as escenas

desagradables. Una vez m?s se hizo sentir toda la ca

ballerosidad de Machado. Sentado al lado del bal c?n con los suyos miraba el campo; nada dec?a. S?lo una vez se volvi? a m? y me dijo con voz resuelta y

reposada: "Si se organiza la evacuaci?n, yo ser? el ?ltimo."

El coche no volvi?. Entraba la noche. El nerviosismo se exacerbaba.

Cuando llegaba ya al paroxismo lleg? un enviado de Puche. En la carretera nos esperaba una ambu

lancia con ?rdenes precisas. La noche era oscura,

negra. Cargamos con los equipajes y emprendimos la vereda. En la ambulancia ven?an ya algunas per sonas. Algunos tuvieron que sentarse o tumbarse

encima de los bultos. No daba para m?s. Fue preci so abandonar una parte de los equipajes en la carre

tera.

Por una carretera tortuosa nos internamos en la sierra y fuimos conducidos al mas Faixat. Una gran

masia en medio del bosque. El caser?o se hallaba ya ocupado por otras dos caravanas conducidas tam

bi?n por las ambulancias de Puche. Personas de to

das las edades y condiciones se mov?an en la oscuri

dad de las cuadras, de las escaleras y los corredores.

Maletas hechas y desechas y personas tumbadas en

cima de ellas interrump?an el paso. La mayor?a se

recogi? en la cocina, una cocina antigua, enorme,

patriarcal. El fuego del hogar nos calentaba e ilumi naba vagamente la sala con luz roja e indecisa. Las

hijas del doctor Puche repart?an vasos de leche. Las

horas pasaban lentas. Idas y venidas, ?rdenes y contra?rdenes. Las difi

cultades del ?xodo se multiplicaban. Faltaban co

ches, faltaba bencina. La carretera de Francia se ha llaba obstruida por la aglomeraci?n.

Hacia la madrugada se nos dio orden de partir. Se organiz? una caravana de tres ambulancias. Nos

dirigimos a la carretera general. Nos detuvimos en

el pueblo de B?scara para recoger a unos ancianos

familiares. La casa solariega en que habitaban se ha

llaba abandonada ya. En el puente del r?o Fluvi? se

detuvieron las ambulancias. No era posible seguir. La carretera estaba literalmente obturada. En la os

curidad de la noche fue preciso realizar una dif?cil maniobra de retroceso.

Torcimos por caminos secundarios. Llegamos a

Torroella de Montgr? para proveernos de aceite. No hab?a aceite. La poblaci?n hab?a sido abandonada y estaba desierta. Nos dirigimos al puerto de La Esca la. Los carabineros se negaron a darnos aceite sin una orden de Figueras. Sali? un emisario para Fi

gueras. Hab?a amanecido ya. Apareci? la aviaci?n italiana. La mayor?a busc? refugio entre las quie bras de las rocas. Machado y su madre y algunas personas m?s se quedaron en la ambulancia. En la rada hab?a anclado un barquichuelo de vapor. Los aviones volaron muy bajo sin bombardear.

Pudimos, en fin, reemprender la marcha y atrave sar la amplia y frondosa vega del Alto Ampurd?n ?Armentera, San Pedro Pescador, Castell? de Am

purias...?. A la derecha y al fondo resplandec?a la mole blanca del Canig?. Al pie de la cordillera blan

queaba la ciudad y el castillo de Figueras. A la dere cha la l?nea azul de la bah?a de Rosas. Cielo y mar eran de un azul impecable. El Ampurd?n magn?fico. Varias escuadrillas de aviones cruzaron en vuelo ba

jo. En el interior de la ambulancia alguien reparti? unos pocos huevos duros.

A trav?s de vi?edos y olivares emprendimos las vueltas de la carretera de Cadaques, hacia los colla

dos de la Perafita, entre las olorosas monta?as de Pa?? y San Pedro de Roda. En lo alto se divisan tres mares. A occidente el amplio semic?rculo dorado de

la bah?a de Rosas, linde del Ampurd?n y entonces

de Espa?a toda. A oriente los acantilados recortados en m?ltiples radas, calas y puntas del cabo de Creus ?la punta oriental de Espa?a. Al norte las bah?as de

Llans? y Puerto de la Selva, el cabo de Cervera, la

punta de Bigarra, el golfo de Lyon... Francia. El es

pect?culo era soberbio. La soledad y la tristeza in

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mensas. A medida que nos acerc?bamos a la fronte ra los ojos se humedec?an. Algunos lloraban.

Puerto de la Selva, el bello pueblo blanqu?si mo, ennegrecido y derrumbado por las bombas se

confund?a con los roquedales de la costa. Al pasar

por Llans? las campanas tocaban alarma. Las muje res y los ni?os buscaban refugio en las cavernas y en

las torrenteras. Hab?a en la carretera grupos de sol

dados armados. Aparecieron los aviones. Un peque ?o grupo de soldados detuvo las ambulancias. Pre

tend?an subir para pasar la frontera. Les mostramos

el interior atestado y les explicamos la calidad de las

personas que iban en ellas. Saludaron respetuosa mente y nos abrieron paso.

Hacia las cuatro de la tarde llegamos a Port Bou. Los conductores de las ambulancias ten?an orden de

dejarnos all?. No la obedecieron. Siguieron el cami no empinado de la frontera y colocaron las tres am

bulancias en la cola de carruajes de todas clases que

esperaban poderla atravesar. Nos apeamos rendidos

de fatiga y de sue?o. Llev?bamos tres d?as sin dor mir y sin apenas comer.

Nos hall?bamos en un camino estrecho entre el mar y la cresta de la monta?a. A nuestros pies entre

los acantilados cortados a pico el azul profundo de

la cala. Sobre nosotros las altas cimas desnudas. A lo

lejos el amplio panorama de las crester?as iba a mo

rir en la punta afilada del cabo de Creus. Empez? a

soplar el viento. El cielo se cubr?a. Ca?a la tarde. El

paisaje se cubri? de grises, violetas, malvas...

Con frecuencia hab?a hablado a don Antonio de

aquel rinc?n de Catalu?a y hab?amos hecho mil

proyectos para visitarlo. Don Antonio lo contem

plaba con tristeza. De pronto se volvi? a m? y me di

jo: "?Verdaderamente esto es muy bello!" Sobre la fatiga y el sue?o y el hambre y la sed em

pezamos a sentir fr?o. Pasaban las horas y nada cam

biaba. En el fondo del barranco las casas y la rada

de Port Bou se iban perdiendo en la oscuridad. Se levant? viento de Levante. Comenz? a llover.

En esto los choferes de las ambulancias recibieron ?rdenes de llevarnos a Port Bou para instalarnos all?

y volver a Gerona para evacuar heridos. Tuvieron miedo y se negaron a cumplirla. De pronto se vol vieron a nosotros y con palabras desmesuradas nos

ordenaron abandonar inmediatamente las ambu lancias bajo amenaza de pegarles fuego y excitar contra nosotros a la pobre gente que acampaba en

las cunetas y los tomillares. Iban armados. La carre tera y el monte estaban llenos de gente que esperaba el permiso para entrar en Francia. Hambrientos, fa

tigados, andrajosos, llenos de angustia y de ira, lle vaban all? largas horas, tras largas y penosas cami

natas, detenidos por el cord?n de soldados senega leses. Habr?an de esperar all? toda la noche bajo la

lluvia. No sab?an si al d?a siguiente podr?an entrar.

Mientras tanto llegaban rumores angustiosos. "Los

italianos hab?an desembarcado en Rosas." "Las tro

pas invasoras hab?an entrado en Figueras arrasada

por la aviaci?n..." Intentamos convencer a aquellos pobres energ?

menos alegando la calidad y la condici?n de algunas de las personas de la caravana ?don Antonio, ancia

nos, mujeres, ni?os...?. Uno de ellos, el que parec?a llevar la direcci?n, se volvi? a nosotros y se?alando con el dedo un ojo nos dijo: "Ustedes no se hab?an

dado cuenta de que les acompa?aba un tuerto."

Nos vimos precisados a abandonar las ambulan cias. Llov?a intensamente. Nos separaban de la fron tera unos seiscientos metros. El tuerto nos despidi?

murmurando entre dientes: "Mis hijos han pasado fr?o. Que lo pasen ahora los de los dem?s..." Se

quedaron con el resto de nuestros equipajes. Don Antonio se apoyaba en el brazo de su herma

no. Su anciana madre en el de la mujer de ?ste. Cua renta personas de todas las edades segu?an a pie. La lluvia nos azotaba la cara y calaba nuestros vestidos. La gente nos miraba pasar con ojos adormecidos. En la oscuridad de la noche tropez?bamos y nos

perd?amos entre camiones y carros, corderos y as nos y hombres y mujeres y ni?os y heridos. De vez en cuando las fogatas de la cuneta que la lluvia apa

gaba reviv?an de pronto e iluminaban las siluetas.

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Los espectros m?s delirantes de Goya tomaban

cuerpo.

Agotados, en el l?mite de la resistencia f?sica, lle

gamos a la cadena. No sab?amos si la podr?amos pa sar o si nos ser?a preciso pasar la noche bajo la llu via. Unos senegaleses enormes nos cerraron el paso.

No ten?amos pasaportes. No ten?amos dinero. Por fortuna una de las personas de la caravana ten?a una invitaci?n para dar unas conferencias en la Sor bona. Despu?s de muchas idas y venidas el comisa rio franc?s encargado de la l?nea se percato de la ca lidad de las personas y bajo la fe de aquel documen to nos permiti? pasar.

La madre de Machado lleg? empapada en agua. Entr? en la caseta de los gendarmes y se sent? al lado de la estufa. Con el pelo blanqu?simo cho rreante y la cara mojada su perfil correcto y delicado se destacaba con belleza singular. Ten?a 97 a?os. No hab?a estado nunca enferma. Ahora no sab?a lo que le pasaba.

En la casa de los gendarmes nos dieron a todos un pedazo de queso y una gran rebanada de pan blanco y esponjoso. Nunca hab?amos hallado nada tan sabroso como aquel pedazo de pan que nos ofrec?a la hospitalidad francesa.

En la habitaci?n contigua un herido de guerra es taba agonizando.

Tras una larga espera unos autocares nos llevaron a la estaci?n de Cervera. Algunos de los compa?eros que llevaban pasaportes y dinero hab?an desapareci do ya. Los andenes de la estaci?n estaban llenos a rebosar de refugiados espa?oles sentados y tendidos en el suelo entre sacos y bultos de todas clases y rin cones de basura. El due?o del restaurant se neg? a darnos comida a pesar de todas las explicaciones, si no ten?amos dinero sonante y cantante. Un franc?s desconocido nos ofreci? unos francos. Pedimos unas raciones y nos las repartimos. Don Antonio

apenas quer?a comer. Dec?a que no lo necesitaba. Estaba silencioso. Se le ve?a emocionad?simo. No

pronunciaba una sola queja. En Cervera la polic?a recorr?a las calles y recog?a a

los espa?oles indocumentados para llevarlos a los

campos de concentraci?n. No era posible salir de la estaci?n. En el hotel no hab?a habitaci?n alguna. Llegada la noche el jefe de la estaci?n nos permiti? entrar en un vag?n de refugiados. El ruido de la llu

via que continuaba cayendo en abundancia nos hizo

apreciar todo el valor de aquel refugio m?nimo. La anciana se sent? entre don Antonio y otra per

sona de nuestra compa??a. Hab?a perdido la noci?n de lo que le pasaba. Hablaba con la persona que te n?a a su lado pensando que era su hijo. Le hablaba suavemente como a un ni?o. Se quitaba sus vestidos de lana para abrigarla y la acariciaba.

A las seis de la ma?ana el tren hab?a de partir con los refugiados para repartirlos por los campos de concentraci?n. Machado y los que le acompa??ba

mos hubimos de instalarnos en la sala del restaurant de la estaci?n. Machado sufr?a intensamente por su madre que, medio atontada, no cesaba de decir nos: "Hemos deir asaludara estos se?ores tan ama bles que han tenido la bondad de invitarnos." Con esta idea se escapaba a cada momento del restau rant. Una vez se escap? y se perdi? por los andenes en medio de la multidud. Conseguimos hallarla y calmar la exasperaci?n de don Antonio. Este la ri?? con dulzura y ya no se movi? m?s de su lado.

Las horas pasaban lentas. En la excitaci?n del momento una de las personas que nos acompa?a ban dijo: "Despu?s de todo en nuestra desgracia hay una cierta liberaci?n. Ahora seremos nueva mente libres de escoger nuestro camino." Don An tonio contest?: "Lo que importa no es comenzar un

camino sino seguirlo y continuarlo." A mediod?a el ministro don Jos? Girali vino ca

sualmente al restaurant para comer. Fui a saludarlo

y le expliqu? la situaci?n de don Antonio. Nos dio 300 francos. Con esto y alg?n dinero que me man daron telegr?ficamente unos amigos de la Sorbona

pudimos comer y emprender el viaje. Don Antonio se qued? con su familia en Colliure donde parec?a que le hab?an hallado acomodo. Nosotros seguimos para Perpignan y luego para Par?s. Desde la ventani lla del tren le vi por ?ltima vez en el and?n de la es

taci?n de Colliure, siempre del brazo de su herma

no, camino del pueblo... Pocos d?as despu?s don Antonio mor?a. Su anciana madre no tard? en se

guirle. En el momento en que la Espa?a que amaba se

hund?a el gran poeta nos dej?. "S?lo sabemos que se nos fue por una senda clara."

Par?s, marzo de 1939.

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