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VI DOMINGO DE PASCUA, CICLO C Lecturas: Hch 15, 1-2.22-29; Ap 21,10-14.21-23; Jn 14,23-29. En continuidad con el domingo anterior, hoy también reflexiono sobre la Iglesia. Porque me parece que en las tres lecturas están dibujados rasgos esenciales que la Iglesia de todos los tiempos está invitada a mantener vivos, si quiere ser un espacio de salud para quienes nos sentimos parte de ella. El discurso de despedida de Jesús, que en el cuarto evangelio se extiende desde el capítulo 13 hasta el 17, contiene los tres primeros rasgos fundamentales: La primacía de la experiencia interior. La dimensión pneumática. Ser agentes de paz en medio del conflicto. Dice Jesús: “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió.” Los seguidores de Jesús, quienes lo aman y guardan su palabra, son morada del Padre y del Hijo. En el Apocalipsis, queda claramente asentado: “Santuario no vi ninguno, porque es su santuario el Señor Dios todopoderoso y el Cordero.” En la Iglesia, antes que los aspectos institucionales y visibles a los que damos tanta importancia, está la experiencia interior, la conciencia de los creyentes de ser habitados por Dios mismo. Y de saber que todo cuanto existe es morada divina. Continúa Jesús: “Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho.” La Iglesia habría de ser también el espacio en el que sople a sus anchas el Espíritu Santo como parakletós. Este vocablo griego es imposible de traducir. El paraklétos es alguien que se llama para que ayude en tiempos de dificultad o necesidad. Este adjetivo verbal sugiere la capacidad o adaptabilidad para prestar ayuda. Se usaba en las cortes de justicia para denotar a un asistente legal, un defensor, un abogado. 1

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Homilia del P. Antonio Kuri Breña

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VI DOMINGO DE PASCUA, CICLO C

Lecturas: Hch 15, 1-2.22-29; Ap 21,10-14.21-23; Jn 14,23-29.

En continuidad con el domingo anterior, hoy también reflexiono sobre la Iglesia. Porque me parece que en las tres lecturas están dibujados rasgos esenciales que la Iglesia de todos los tiempos está invitada a mantener vivos, si quiere ser un espacio de salud para quienes nos sentimos parte de ella.

El discurso de despedida de Jesús, que en el cuarto evangelio se extiende desde el capítulo 13 hasta el 17, contiene los tres primeros rasgos fundamentales: La primacía de la experiencia interior. La dimensión pneumática. Ser agentes de paz en medio del conflicto.

Dice Jesús: “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió.” Los seguidores de Jesús, quienes lo aman y guardan su palabra, son morada del Padre y del Hijo. En el Apocalipsis, queda claramente asentado: “Santuario no vi ninguno, porque es su santuario el Señor Dios todopoderoso y el Cordero.” En la Iglesia, antes que los aspectos institucionales y visibles a los que damos tanta importancia, está la experiencia interior, la conciencia de los creyentes de ser habitados por Dios mismo. Y de saber que todo cuanto existe es morada divina.

Continúa Jesús: “Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho.” La Iglesia habría de ser también el espacio en el que sople a sus anchas el Espíritu Santo como parakletós. Este vocablo griego es imposible de traducir. El paraklétos es alguien que se llama para que ayude en tiempos de dificultad o necesidad. Este adjetivo verbal sugiere la capacidad o adaptabilidad para prestar ayuda. Se usaba en las cortes de justicia para denotar a un asistente legal, un defensor, un abogado. La Iglesia tiene una razón de ser poderosa: mantener una capacidad especial y una adaptabilidad para prestar ayuda en tiempos de dificultad o necesidad. Sólo así puede seguir siendo Santuario del Espíritu.

El tercer rasgo eclesial que nos recuerda el discurso de despedida de nuestro Maestro, es esta “habilidad” –diría yo- de mantener la paz en medio del conflicto. En el momento en que el conflicto llega a su clímax, en el momento de mayor oscuridad y angustia, dice Jesús a los suyos: “La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: Me voy y vuelvo a vuestro lado. Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo.”

Con estas palabras, el Señor no nos anuncia una paz barata como la que ofrece el mundo. La paz ilusoria de quien evade los conflictos y pretende no tener problemas. La falsa y terrible paz de quien acalla las voces que se inconforman ante las injusticias. La paz de quienes siempre salen vencedores, pues son dueños

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del poder y del dinero. El Señor más bien nos anuncia el gran Shalom, la Paz que conlleva integridad, bienestar, calma profunda, tranquilidad, retribución, pago, compensación.

El salmo 132 lo expresa bien: “El Señor ha escogido a Jerusalén; ha querido que sea su hogar. «Este es mi lugar de descanso para siempre —dijo—; viviré aquí porque este es el hogar que he deseado. Bendeciré a esta ciudad y la haré próspera; saciaré a sus pobres con alimento. Vestiré a sus sacerdotes con santidad; sus fieles servidores cantarán de alegría. Aquí aumentaré el poder de David; mi ungido será una luz para mi pueblo. Vestiré de vergüenza a sus enemigos, pero él será un rey glorioso.” Bendición, prosperidad, plenitud es lo que encierra el Shalom. Este es el espacio en el que Dios tiene el hogar de su descanso. No hay conflicto, por difícil que sea, que pueda perturbar este gran Shalom.

Las comunidades cristianas han sorteado muchos conflictos. Uno de ellos fue el de los “judaizantes” de los que habla hoy el libro de los Hechos de los Apóstoles: “En aquellos días, unos que bajaron de Judea se pusieron a enseñar a los hermanos que, si no se circuncidaban conforme a la tradición de Moisés, no podían salvarse.” La cuestión que estaba de fondo, y que fue dirimida por el llamado concilio de Jerusalén del que nos hablan los Hechos, era la catolicidad de la Iglesia: a pesar de haber nacido en el seno de la cultura judía, la Iglesia está llamada a encarnarse y abrirse a todas las culturas, judías o no judías.

Aquí aparece otro rasgo fundamental que la Iglesia ha de conservar siempre: la apertura a la diversidad. La cerrazón y la uniformidad son tentaciones que acechan siempre de mil maneras. El Espíritu llama siempre a la Iglesia a abrirse, a renovarse, a flexibilizarse.

El Apocalipsis insiste reiteradamente en el número doce, como un número simbólico que recuerda las doce tribus de Israel, los doce apóstoles del Cordero. Esta Iglesia fundada sobre los apóstoles, testigos de la resurrección, ha de mantenerse con las puertas bien abiertas a los cuatro puntos cardinales. Así describe el Apocalipsis a la ciudad santa, Jerusalén, imagen de la Iglesia:

“El ángel me transportó en éxtasis a un monte altísimo, y me enseñó la ciudad santa, Jerusalén, que bajaba del cielo, enviada por Dios, trayendo la gloria de Dios. Brillaba como una piedra preciosa, como jaspe traslúcido. Tenía una muralla grande y alta y doce puertas custodiadas por doce ángeles, con doce nombres grabados: los nombres de las tribus de Israel. A oriente tres puertas, al norte tres puertas, al sur tres puertas, y a occidente tres puertas. La muralla tenía doce basamentos que llevaban doce nombres: los nombres de los apóstoles del Cordero.”

La Iglesia nunca brilla con luz propia. Es como la luna que brilla gracias a la luz del Sol, pero también puede eclipsar esa misma luz. Para mostrar la gloria de Dios y no ensombrecerla, haremos bien en recordar que la Iglesia “no necesita sol ni luna que la alumbre, porque la gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el Cordero.”

Antonio Kuri Breña Romero de Terreros, msps.

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