buck pearl s - el dragon magico

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    Editorial Lumen, S.A.

    Colección Grandes Autores. Nº 21Primera Edición: 1965 Segunda Edición: 1980

    PearlS.Buck

    Pearl S. Buck nació en Estados Unidos, pero, cuandotenía sólo cuatro meses, la familia se trasladó a China,porque los padres eran misioneros y habían sidodestinados allí. Vivieron —como la familia Jones delcuento— en una ciudad a orillas del Yangtsé. Pearlaprendió el chino antes que el inglés y su niñera china lecontaba cuentos e historias de su juventud. Creció entre

    costumbres y paisajes y gentes orientales y nunca sesintió extranjera.

    Más tarde estudió en una universidad americana,hizo varios viajes a Estados Unidos, publicó allí suslibros —escritos, naturalmente, en inglés— y allí se hizofamosa. Le concedieron el Premio Nobel y es uno de losautores más leídos del mundo. Hoy vive en EstadosUnidos, en una granja, con su familia. Tiene dos hijaspropias y ha adoptado cuatro: tres chicos y una niña.

    Pero no ha olvidado nunca su amor por los hombresy las cosas de Oriente. Ella misma dijo una vez que loque quería era explicar a la gente de América y deEuropa la naturaleza y el modo de ser de China. Paraexplicarlo ha escrito muchos libros, libros para personasmayores, que seguramente leeréis algún día, y libros

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    mujer silenciosa que sólo hablaba cuando le dirigían lapa-labra y tenía mucho trabajo con tantos muchachos ycon el señor Wu. Tenía que alimentarlos, remendar susvestidos y ocuuparse de ellos sin cesar. Tenía tantísimo

    trabajo que le quedaba muy poco tiempo para hablarcon Lan-may. Sheng, Tsan y Yung hablaban mucho consu padre cuandovolvían de la escuela y cuando, los días de vacaciones,trabajaban en el campo. Pero nadie hablaba mucho conLan-may. Algunas veces, el señor Wu parecía darsecuenta de su presencia y le decía:

    —Ah, ¿eres tú, Lan-may? Ve a buscar mi pipa.

    O Sheng decía:

    —Lan-may, tú que no tienes nada que hacer, tráemeuna taza de té.

    O Tsan decía:

    —Ya que no tienes trabajo, Lan-may, podrías dar decomer al cerdo.

    O Yung decía:

    —Lan-may, sólo eres una niña, tienes que barrer la casa.

    Lan-may hacía todas estas cosas y esperaba que

    alguien le hablara, pero nadie hablaba nunca con ella.Tenía un gatíto negro y blanco af que quería mucho ycon el que hablaba a menudo, pero el gato sólo podíaronronear y esto llegaba a resultar monótono.

    —Me gustaría no ser la única niña —le dijo un díaLan-may a su madre, que, como de costumbre, guardabasilencio—.Sihubiera otra niña, tendría alguien conquien hablar y no tendría que estar siempre callada.

    —Está muy bien que las niñas estén calladas.

    La señora Wu estaba desgranando unas habas yhabló sin levantar los ojos.

    —¿Por qué? —preguntó Lan-may.—Para que sean mujeres calladas —dijo la señora Wu.—¿Y por qué tienen que ser mujeres calladas?—Para no aburrir a los hombres —dijo la señora Wu,

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    apretando tan fuerte los labios que, Lan-may lo sabia bien, no habría modo de sacarle una palabra más,

    —¿No podríamos tener otra niña? —preguntó Lan-may a su padre, cuando él volvió de los campos al

    anochecer.—¿Una niña? —preguntó el señor Wu muy

    sorprendido—. ¿Qué íbamos a hacer con ella?

    —Yo podría jugar —respondió Lan-may.

    —Ya tienes edad de aprender a trabajar —dijo elseñor Wu-,y por lo tanto no vale la pena tener otra niña.

    Empezó a lavarse las manos y la cara en la jofaina dehierro blanco que estaba sobre una mesita, en la cocina,y Lan-may se dio cuenta de que no iba a decir nada más.

    —¡Ah, por qué no serás una niña! —le dijo a Yung.

    Yung era un chico muy travieso y acababa de tirar tanuerte de la trenza de su hermana, que a Lan-may se lellenaron los ojos de lágrimas.

    —¿Yo, una niña? —aulló, y estuvo riendo sin pararhas-a que a Lan-may se le hizo un nudo en la garganta.

    —¡Sí, sí, sí! ¡A mí me gustaría! ¡Estoy cansada de chicos!

    En aquel momento, Sheng entró en la casa. Llevaba

    su raje más elegante, porque iba a la ciudad a venderhuevos.

    —Lan-may —dijo, apresuradamente—, he olvidadomiar sí había peces en la red. ¡Corre al río en mi lugar!YLan-may se puso en camino. Tenía que obedecer a

    Sheng, porque era su hermano mayor.

    —Si tuviera una hermana —pensaba con gestoenfurruñado mientras andaba—, podríamos ir ¡untas alrío, y hablar, y tirar guijarros, y volver a hablar, y yo noestaría nunca sola.Para colmo, encontró a Tsan mientras bajaba al río.

    Volvía de los campos y llevaba la azada al hombro.

    —Lan-may —le gritó— ¡vuelve a casa paraayudarme a hacer una lanza!

    —No tengo ganas de hacer una lanza. ¡Estoy harta

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    de lanzas y de juguetes de chico!

    Yse alejó sola apresurando el paso.

    —¡Qué agradable sería —pensaba— tener una niñacon la que jugar a las muñecas y a papas y mamas!

    En su casa tenía que jugar sola o jugar a batallas y aladrones con sus hermanos, y, muy a menudo, estabaharta, sobre todo porque ninguno de los chicos queríaser el enemigo y tenía que serlo ella y porque todosquerían ser los ladrones y ella tenía que dejarse robar; ycuando jugaban al escondite, tenía siempre que buscarlos.

    Había llegado al borde del río. La gran red estabaprofundamente sumergida en el agua huidiza y amarilla

    de! Yangtsé. No tenía ninguna prisa y no la subió enseguida. Se sentó sobre la hierba de un verde muy vivo,espesa y suave, que crecía a lo largo de la orilla. Miró asu alrededor.Todo era exactamente igual que siempre. En aquel lugar,el río era muy ancho y distinguía con trabajo la líneaverde que formaba la tierra del otro lado del río. Sepreguntó si el lado de allá se parecería al de aquí y si lasgentes serían las mismas. Había oído decir que los que

    vivían más allá de las grandes extensiones de agua erandiferentes; los llamaban extranjeros. Nunca había vistoninguno, pero había oído hablar a personas que loshabían visto, y era como escuchar cuentos de hadas. Losextranjeros del otro lado del agua, se decía, tenían la pielrosa y no morena, los ojos azules o verdes o grises y nonegros, y sus cabellos, en lugar de ser negros, eran rojos,o amarillentos como la melena de un león, o castañoscomo el pelo de un perro. Cuando hablaban, había oídodecir, su lenguaje era tan extraño que nadie podíaentenderlo. Estaba lleno de "k-k-k" y de "f-f-f" y de "ss-ss-ss". Eso era al menos lo que había dicho el viejo buhonero, que había viajado una vez en barco hastaShanghai para comprar telas extranjeras.

    El cielo estaba muy azul sobre el agua amarilla y ella

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    se preguntó cómo podría ser el cielo extranjero. ¿Seríatambién azul? ¿O sería, quizá, verde, o púrpura, o decualquier otro color?

    —No hay realmente nadie que pueda explicarme las

    cosas —pensó con tristeza—. Mi madre es una mujercallada, mi padre es un hombre ocupado y mishermanos son todos chicos.Al pensar en su padre, se acordó de que la había

    mandado al río para tirar de la red. Se levantó conesfuerzo, agarró la cuerda áspera y empezó a tirar deella. ¿Y si hubiera un pez grande, o dos, o tres?¿Intentaría alcanzarlos ella misma? ¿O correría a casapara avisar a su padre? ¡Pero los peces podían saltar

    fuera de la red durante su ausencia!A medida que Lan-may tiraba, la red se hacía cada

    vez más pesada, y estuvo completamente segura de quecontenía algo desacostumbrado. Salió despacio del agua.Aparecieron primero los cuatro ángulos atados a lasvaras de bambú, después los lados. Sólo el centro de lared, pesado, como un saco, estaba todavía sumergido.

    —¡Debe ser un pez enorme! —gritó en voz alta.

    Y tiró con todas sus fuerzas. Por fin, la red estuvocasi fuera del agua, después salió enteramente y ellapudo mirar el fondo.

    No había rastro de peces grandes. En el fondo de lagran red cuadrada, yacía un pececillo, tan inmóvil comosí estuviera muerto. Incluso su color no tenía nada deextraordinario. Era pardo y sin brillo.

    —¿Cómo puede ser que este pez pese tanto? —pensó.

    Naturalmente estaba tan decepcionada que estuvo a

    punto de dejar caer la red en el río, como hacía su padrecuando la red no contenía más que un pececillo.

    —Tengo que ver por qué pesa tanto —decidió.Ató, pues, fuertemente la cuerda alrededor de una

    estaca inclinada que su padre había hundidoprofundamente en el suelo con este fin, cogió la pequeña

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    red de largo mango de bambú y, sosteniendo uno de losángulos de la red grande, se inclinó, deslizó la redpequeña debajo del pez e intentó levantarlo.

    Era tan pesado que lo logró con mucha dificultad;

    Ahora el pez estaba dentro de la red pequeña y elmango de bambú, largo y delgado, se doblaba cada vezque ella intentaba levantarla.

    Se sentó en la orilla y se preguntó lo que tenía quehacer. Si iba a buscar a su padre, podía llegar alguienmientras y llevarse el pez. Su padre creería entonces queaquello no era más que un sueño absurdo. Se inclinósobre la pequeña red tanto como pudo y observófijamente el pez. Yacía inmóvil, como muerto. ¿Estaría

    muerto de verdad? Quizá debiera dejar caer la red en elrío para ver lo que pasaba.

    Pero ahora se dio cuenta de que no tenía necesidadde levantar el pez, bastaba que dejara flotar la pequeñared de madera sobre el agua, mientras hacía descenderla red grande, después sólo tendría que atraerlo hastaella. Lo hizo con mucho cuidado: soltó la cuerda hastaque la red estuvo de nuevo en el agua, pero a pocaprofundidad, y, cuando la red pequeña flotó, tiró de ellay arrastró así el pez hasta la orilla.

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    El pez yacía al fondo de la redecilla, inmóvil y tranquilo.Ahora que lo tenía cerca, se dio cuenta de que no era

    un pez como los otros. Tenía la forma de un dragónchiquitín. Tenía, en lugar de aletas, cuatro pequeñasgarras al extremo de unas patas muy cortas, y su cola eralarga y retorcida.

    —Es un pez-dragón —pensó, y estaba muy emocionada.

    Había oído hablar de esa clase de peces, pero nuncahabía visto ninguno. Se decía que traían suerte. ¿Pero,dónde estaba la suerte? Levantó los ojos al cíelo,* estabatan tranquilo y tan azul como siempre. Miró el río; lasaguas amarillas corrían veloces, como de costumbre.Miró la hierba, que se erguía, inmóvil y cálida, hacia el

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    sol. Pero ahora distinguió unas flores azules que nohabía descubierto antes. Y cuando miró de nuevo el río,vio que unos patos salvajes descendían sobre el agua yse ponían a nadar. Y al mirar de nuevo el cielo, vio que

    un gran pájaro blanco, parecido a una garza, cruzabapor él lentamente, y la garza es otro signo de buenasuerte.

    Ahora estaba completamente segura de que iba apasar algo. Se puso a mirar a su alrededor.Inmediatamente, vio a una niñita que bordeaba la orilladel río y venía hacia ella. Quedó petrificada de asombro,porque aquella niña no era una niña como las demás.Lan-may se fijó primero en su ropa. Lan-may llevaba un

    pantalón y una chaqueta corta de flores rosas; llevaba enlos pies unos zapatos de satén negro que le hizo sumadre. Los cabellos de Lan-may

    iban anudados en una trenza apretada y le caían enflequillo sobre la frente. Pero aquella niña llevaba unvestido con falda, arrugado por delante, con unasmanguitas cortas, hecho de tela azul. Llevaba (as piernas

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    desnudos, excepto unos calcetines blancos muy cortos yunos zapatos de cuero negro. Sus cabellos flotaban entorno a su cara, pero, ¡qué raro!, los cabellos eran rubios.Lan-may estaba segura de que era un hada salida de

    las aguas y tuvo mucho miedo. Quiso correr, pero suspies parecían clavados en el suelo. No podía moverse.Abrió la boca para respirar más aprisa, porque elcorazón le latía enloquecido. La niña se acercaba y Lan-may vio que sus ojos eran tan azules como su vestido yque su piel no era morena, sino rosa.

    —Yo no he cogido tu dragón —balbuceó Lan-may—.Estaba dentro de la red. No he hecho más que sacarlo deallí.

    —¿Qué dragón? —preguntó la niña.Ahora estaba muy cerca y Lan-may estaba aterrada.

    Nunca había visto una niña con los ojos azules, con elpelo rubio, con la piel rosa. Señaló con el dedo elpececillo extraño y pesado.

    —Aquí está —dijo—, puedes volver a cogerlo.

    La niña se inclinó para examinar el pez.

    —Este dragón no es mío —dijo—. No lo había visto

    nunca.—Entonces, ¿de quién es? —preguntó Lan-may—.Tampoco yo lo había visto nunca. Y, mira, no se mueve...está completamente quieto.El dragón no hacía el menor movimiento.

    —Cógelo —dijo la niña de cabellos rubios.

    —No puedo. jEs tan pesado!

    —Pues lo cogeré yo.Y abriendo sus manos rosas las deslizó debajo del pez.

    —Es pesado —dijo—, ¡y qué frío está!Ahora que la niña había cogido el pez, Lan-may ya

    no tenía ningún miedo de ella,

    —Dámelo —dijo.

    Pero la niña de cabellos rubios no parecía muydispuesta a darlo.

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    —Es posible que este dragón sea mío —declaró—.Lo has dicho tú misma.

    —¡Tú has dicho que no era tuyo! —gritó Lan-may—.¡Y, además, estaba dentro de la red de mi padre!

    Y he aquí que las dos estaban a punto de pelearse,aunque no se habían visto nunca. Se echaron a reír.

    —¿Cómo te llamas? —preguntó la niña de cabellosrubios.

    —Lan-may —respondió Lan-may.

    —Yo me llamo Alicia.—Alicha...

    Lan-may no sabía pronunciar un nombre tan extraño.

    —A-li-cia —rectificó la niña.—A-li-cia —repitió Lan-may—. ¿Por qué te llamasAlicia?

    —Porque mi papá y mi mamá me han querido ponereste nombre. Mis dos hermanos se llaman Tom y Jack.

    —Yo tengo tres hermanos —dijo Lan-may—, Sheng,Tsan y Yung, y estoy muy cansada de ellos.

    —¿De verdad? —gritó Alicia—. ¡Yo estoycansadísima de Tom y de Jack! Y me gustaría tener una

    hermana.—¿De verdad? —exclamó Lan-may—. También a mí

    me gustaría tener una hermana. Pero mi mamá dice quetiene demasiado trabajo para tener más hijas.

    —¿De verdad? Es lo mismo que dice mi mamá.

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    Las dos niñas se miraron mutuamente. El mismo

    pensamiento cruzó por sus cabezas y las dos gritaron aun tiempo:

    —¡Seamos hermanas! ¡Sí, sí, seamos hermanas!

    Después, rieron ¡untas.

    —Te dejaré llevar el pez —dijo Alicia—, porque eresmi hermana,

    Lan-may tendió las manos abiertas y Alicia dejó enellas el pez.

    —Pesa mucho —dijo Lan-may—, y está frío.

    —Me parece que no está vivo.

    —Es liso como un pez de verdad, pero pesa mucho.Sí, debe estar muerto.

    —Arañémoslo un poquito —propuso Alicia.

    Cogió una piedra aguda y frotó un poco el pez. Bajo

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    el limo oscuro con el que el río lo había recubierto, brillóun color verde.

    —Es un pez muy bonito —dijo Alicia—. Tenemosque limpiarlo del todo.

    Las dos se pusieron a arañar y a frotar el dragón conarena y unos minutos después estaba verde y reluciente.Realmente, no estaba ni un poco vivo. Ahora lo podíanver con toda claridad. Estaba hecho de una brillantemateria verde tan dura como la piedra. Alguien lo habíalabrado y. Dios sabía por qué, lo había tirado al río, y lapoderosa corriente lo había arrastrado hasta la red.En este preciso instante, dos voces flotaron en el aire.

    Una de ellas venía de la parte alta del río y llamaba

    aguda y clara:—¡Alicia! ¡Alicia!

    —Es mi madre —dijo vivamente Alicia—. Tengo quemarcharme.

    La segunda voz venía de la parte baja del río yllamaba grave y clara:

    —¡Lan-may! ¡Lan-mayí

    —Es mi padre —dijo vivamente Lan-may—,

    también yo tengo que marcharme.—¿Qué hacemos con el dragón?— preguntó Alicia.

    —¿Qué podemos hacer con él? —dijo Lan-may comoun eco.

    —Que sea nuestro secreto.

    —Que todo esto sea nuestro secreto —dijo Lan-maycon fervor—. No digamos nada a nadie, y sobre todo niuna palabra a nuestros hermanos.

    —¡Oh, qué divertido será! —gritó Alicia.—Vamos a enterrar el dragón muy cerca de estasflores azules. Y nos acordaremos del sitio. Cuandovolvamos, lo desenterraremos y jugaremos con él, sólotú y yo.

    -¡Sí, sí!

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    Enterraron el dragón cerca de las flores azules,

    excavando la tierra arenosa con los dedos; después se los

    lavaron en el agua amarilla del río. Se levantaron y se

    miraron.

    —Adiós, hermana —le dijo Alicia a Lan-may.

    —Adiós, hermana —le dijo Lan-may a Alicia.

    Se tendieron los brazos y se estrecharon con fuerza.

    —Vuelve después de comer —dijo Lan-may.

    —De acuerdo, y si me retraso, me esperas.

    —De acuerdo, y si me retraso yo, me esperas tú.—De acuerdo —prometió Alicia.

    Se dijeron adiós con la mano, corrieron un poco, sedijeron adiós otra vez, y volvieron corriendo a sus casas.Y durante todo el camino Lan-may pensaba, agitada yfeliz:

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    —Tengo una hermana, una hermana de verdad. Sitiene los cabellos rubios, los ojos azules y la piel rosa,esto no es culpa suya, y de todos modos es una niña.

    —¿Dónde has estado todo este tiempo? —preguntó

    el padre de Lan-may, de bastante mal humor, porquetodos estaban ya comiendo y no le gustaba que nadie seretrasara.

    —Ve a lavarte las manos y la cara —dijo la madre deLan-may—, estás sucia.

    Fue, pues, a lavarse las manos y la cara.

    —Te he preguntado dónde has estado durante todoeste tiempo —preguntó de nuevo el señor Wu cuandoella volvió.

    —A la orilla del río —dijo Lan-may.

    Era muy difícil guardar el secreto.

    —¿No había peces? —preguntó el señor Wu.

    —Sólo uno muy pequeño.Cogió sus palillos y se puso a comer aprisa.

    —¿Lo has vuelto a echar al agua? —preguntó elseñor Wu.

    Pero Lan-may noeromuy hábil en eso de mentir y,

    antes de que se diera cuenta, había dejado ya escapar laverdad.

    —Lo he enterrado —dijo.

    El señor Wu quedó estupefacto. Dejó los palillossobre la mesa.

    —¿Será posible que hayas enterrado vivo unpececillo que podía haberse convertido en un pezgrande?

    —No estaba vivo —dijo Lan-may.—Entonces es diferente —refunfuñó el señor Wu-Pero de todos modos hubieras debido volver a echarlo alagua, para que pudiera servir de alimento a otros peces.

    —Era un pez muy duro —dijo Lan-may, titubeando.

    El señor Wu, que acababa de volver a coger sus

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    palillos, los dejó de nuevo sobre la mesa.

    —¿Duro? ¿Qué quieres decir?

    —Era sencillamente un pez... duro —dijo Lan-maycon una vocecita temblorosa.

    —¿Quieres decir quenoera un pez de verdad?—Me parece que estaba hecho de piedra —

    respondió Lan-may—. Era muy pesado.

    Al oír estas palabras el señor Wu empezó a ponersemuy nervioso.

    —Pero/ ¿por qué no lo has traído a casa? —preguntó—. Quizás era de oro, o de jade, o de cualquier otrometal precioso. A fin de cuentas, otras cosas parecidas se

    han encontrado en el río. Cuando hayamos comido,tendrás que llevarme al lugar donde lo has enterrado yveremos qué es este pez.

    —Sí, papá —dijo Lan-may con una vocecitaentrecortada.

    Intentó comer, pero se sentía muy mal. El dragón

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    tenía que ser un secreto. Había prometido a Alicia queno diría nada.

    —El pez no me pertenece sólo a mí —le dijo a su padre.

    Estas palabras hicieron enfadar al señor Wu. Dejó en

    su plato un pedazo de pollo y preguntó con severidad:—¿Qué quieres decir con eso?

    —Sólo es mío a medias. La otra mitad pertenece a otro.

    —¿A quién? —preguntó el señor Wu con voz muyfuerte—. ¿No fue a parar a nuestra red?

    —Por favor, papá —dijo Lan-may—, no te lo puedoexplicar.

    Pero el señor Wu no podía admitir una cosa

    semejante. Era un hombre muy enérgico. Levantó suscejas frondosas y abrió mucho los ojos, al decirle a Lan-may:

    —Insisto... ¿quién es esta otra persona?

    Lan-may bajó los ojos y se retorció las manos. Todosla miraban con asombro. La señora Wu, como era unamujercallada, no dijo ni una palabra mientras la miraba, perolos tres chicos se pusieron a guiñar los ojos y a reír. Lan-

    may vio que tenía que decir algo.—Es de mi hermana, de mi hermana y mío —dijo,

    muy aprisa.

    Ahora sí que todos estaban sorprendidos de veras.

    —¡Vaya! —exclamó Sheng—. ¡Si tú tienes unahermana, yo tengo otra hermana!

    —Todos tenemos otra hermana si tú tienes unahermana— dijo Tsan.

    YYung gritó:—¡No me hace ninguna falta tener otra hermana!

    —Mujer —dijo el señor Wu a la señora Wu en tonosolemne—, ¿Tenemos otra hija de la que nunca me hashablado?

    La señora Wu sacudió la cabeza y no dijo palabra.

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    Había sido una mujer callada durante toda su vida yseguía siéndolo.

    Pero Lan-may se echó a llorar.

    —¡Y ahora me habéis hecho decir mi secreto! —gritó

    encolerizada—. Y mi hermana no necesita otroshermanos. Tiene hermanos de sobra... como yo. Yo nonecesito sus hermanos y ella no necesita los míos. Somossólo dos hermanas, eso es todo.

    YLan-may estaba tan enfadada que saltó de sutaburete, salió llorando de la casa y corrió al río. Excavó latierracerca de las flores azules, donde yacía, tranquilo, el

    pequeño dragón verde. En cuanto lo vio, volvió asentirse muy feliz. A fin de cuentas, ella no habíacontado todo el secreto. No había dicho que su hermanase llamaba Alicia, que tenía ojos azules y cabello rubio.No, no, ella no lo di-ría nunca, porque Sheng, Tsan yYung se burlarían de la pobre Alicia y, aunque tuvieraaquel aspecto tan raro, eso no era culpa suya.

    Pero, ¿qué iba a hacer ahora? En cuanto hubieraterminado de comer, su padre bajaría al río a buscar elpez, los chicos bajarían también para verlo, ¡y se lollevarían!

    —No queda otra solución que escaparse —pensóLan-may.

    Agarró con decisión el pez y, apretándolo contraella, echó a correr por la orilla del río, en la dirección porla que Alicia había partido.

    ¿Y a quién creéis que encontró al cabo de un

    momento? A la misma Alicia en persona, que corría junto al río. Sus piernas desnudas bailoteaban al sol ysus cabellos rubios flotaban al viento.

    —¡Oh, Lan-may! —gritó Alicia.

    —¡Oh, Alicia! —gritó Lan-may.

    —Lan-may —dijo Alicia casi sin aliento—, tengo que

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    explicarte lo que ha pasado, mis hermanos han sidoespantosos. Lan-may, no he podido contenerme.

    —¿Contenerte de qué? —preguntó Lan-may.—Yo... yo se lo he contado —dijo Alicia, jadeante—.

    Cuando he vuelto a casa, mi padre ha dicho "¿dónde hasestado"? y Tom ha dicho que yo había estado fuera y mipadre ha dicho "creo haberte repetido varías veces queno ¡algas fuera" y Jack ha dicho "siempre sale fuera" y yohe dicho que justo esta vez no, que había ido a ver sihabía veces en la gran red, a la orilla del río. Se puedever vues-ra red, Lan-may, desde nuestra nueva casa.

    —¿Vuestra nueva casa? —repitió Lan-may.

     —Acabamos de cambiar de casa —dijo Alicia—. Hablá- bamos al otro lado del río. ¿No has oído hablar de esto?

    —Nadie me habla. Mi madre no me habla nuncaporque es una mujer callada, y mí padre sólo habla amis her-manos porque yo soy una niña, y mis hermanoshablan en-tre ellos.

    —Mí padre enseña inglés en la escuela de la ciudad,pero mi madre dijo: ¡Yo no quiero vivir en estas calles!De modo que hemos cambiado de casa para venir a taorilla el río, y yo puedo ver vuestra red desde miventana. Bue-o, entonces mi padre me ha preguntado sihabía peces, y e tenido que decirle que sí, y, ¡oh, Lan-may!, se lo he contado todo antes de darme cuenta.

    —Yo también —confesó Lan-may—, y ahora mi padrea a venir a buscar el dragón.

    Tendió la mano derecha en la que tenía el dragón.

    —Hermana, tenemos que huir —dijo en tono solemne.—Sí, hermana, tenemos que huir —aprobó Alicia entono igualmente solemne.

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    Se cogieron de la mano, Lan-may apretando eldragón en la mano que le quedaba libre, y echaron acorrer con todas sus fuerzas.

    —¿Dónde iremos? —preguntó Alicia.

    —Si vamos a la colina, podemos encontrar tigres —dijo Lan-may sin detenerse— Será mejor ir a la ciudad.Podremos, me parece, vender este dragón y, con eldinero, alquilar una casita en la que vivir juntas.

    —¡Qué bonito será.! —dijo Alicia.

    Corrieron hacia la ciudad, pero el camino era largo,y por fin, para descansar, tuvieron que aminorar lamarcha y andar más despacio.

    —Déjame llevar el dragón —dijo Alicia.

    Lan-may se lo dio.

    —Me ha puesto la mano fría —dijo Alicia poco después.

    —Sí, la mía lo estaba también —respondió Lan-may.

    Hacía una tarde muy hermosa y las dos se sentíanperfectamente felices. Lan-may tenía mil temas deconversación.

    —¿Por qué tienes los cabellos rubios? ¿Es que tumadre comía muchos huevos antes de que tú nacieras?

    Alicia se echó a reír.—No creo, porque ella también tiene los cabellos rubios.

    —Quizá sea porque todos coméis huevos.—Sí, comemos muchos huevos —admitió Alicia—.

    Yo como uno cada día en el almuerzo.

    —¿Sí? —exclamó Lan-may—. Yo como arroz y coles,y mira qué negros son mis cabellos.

    —Son muy negros —reconoció Alicia.

    Pero Lan-may no había terminado las ganas dehablar. ¡Era tan maravilloso tener una hermana con laque char-lar, alguien que quisiera andar tranquilamentey hablar, sin jugar a ladrones, a la guerra o a cosasparecidas!

    —Hablas de una manera muy rara —le dijo a Alicia

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    —. ¿Por qué?

    —Es porque soy americana.

    Estas palabras dejaron a Lan-may boquiabierta.

    —Entonces, ¿cómo es que puedo entenderte?

    Estaba incluso un poco asustada al ver que podíaentendera una niña americana.

    —¡Tonta! ¡Porque hablo chino! —le dijo Alicia, riendo.

    —¿Sabes hablar también americano?

    —Claro que sí —dijo Alicia, y añadió algo muyaprisa, algo lleno de ss-ss-ss y de kk-kk-kk.

    —Yo no puedo entender esto —dijo Lan-may.

    —Porque no lo has aprendido.

    —Pero, si tú eres americana, ¿podemos serhermanas de verdad? —preguntó Lan-may con aire deduda.

    —¿Por qué no? ¿No te parece que somos iguales?Levanta la mano, Lan-may.Lan-may levantó la mano y Alicia levantó la suya.

    —Son parecidas —dijo—, sólo que la tuya es másmorena que la mía y la mía más rosa que la tuya. Perolas dos tenemos cinco dedos en cada mano. ¿Tienes

    cinco dedos en cada píe?—Claro —dijo Lan-may.

    —Y las dos tenemos los dientes blancos y nuestroscabellos son realmente de la misma sustancia. Noimporta que tus cabellos sean negros, Lan-may, si a ti teda igual que los míos sean rubios.

    —Tengo una idea —dijo Lan-may—. Imaginemosque tus cabellos son negros.

    Alicia quedó desconcertada.—No tendría ganas de tenerlos negros siempre —

    dijo—. Y no creo que a mi mamá le gustara.

    —Tengo una idea. Imaginemos que un día tuscabellos son negros y, al día siguiente, mis cabellos sonrubios.

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    —De acuerdo —dijo Alicia—, y quiero que los míossean negros hoy.

    —Gracias, hermana —dijo amablemente Lan-may.

    Continuaron andando durante toda aquella hermosa

    tarde y vieron que la alta puerta de la ciudad se alzabaante ellas. Mucha gente las miraba y algunos se reían.

    —¡Vaya con el pequeño diablo extranjero y elpequeño diablo chino! ¡Cómo andan cogiditos de lamano! —dijo un hombre que vendía cacahuetes en unaesquina.

    —No le hacemos ningún caso, ¿verdad, hermana? —dijo Alicia.

    —No le hacemos ningún caso —respondió Lan-may.

    Entraron en la ciudad. Lan-may había estado allí

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    otras veces, cuando su padre la llevaba con él los días defiesta y de mercado, de modo que no tenía ni un poquitode miedo.

    —Hay un prestamista dentro de la ciudad, justo

    detrás de la puerta —le dijo a Alicia—, para que lospobres del campo no tengan que andar mucho cuandoquieren empeñar su abrigo de invierno.

    —¿Empeñan su abrigo de invierno? —preguntó Alicia.

    —Cuando llega la primavera —le dijo Lan-may—.Empeñan su abrigo de invierno y compran grano, y enotoño, después de la cosecha, vuelven a buscar el abrigo.Aquí está la tienda. Dame el dragón, hermana.

    —Aquí lo tienes, hermana —dijo Alicia y le dio eldragón.

    Habían llegado ante una tienda pequeña y oscura, yentraron en ella sin soltarse de la mano. Un hombrecitoapergaminado y delgaducho estaba de pie detrás delmostrador.

    —Vaya, vaya —dijo—. Va a llover.

    Era una broma, porque, cuando va a llover, la gentedice que los diablos salen de paseo. Y el hombrecillo

    había visto a Alicia.Pero esto no le gustó ni pizca a Lan-may.

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    —Es mi hermana —dijo— y no es ningún diablo.

    —Perdón —dijo el prestamista, con una sonrisita deconejo—. Si hubiera sabido que era tu hermana nohubiera hecho una broma tan tonta.

    —No me importa que usted diga que soy un diabloextranjero —dijo Alicia muy tranquila—, porque ustedno sabe nada de nada.El viejecito la miró con ojos asombrados, abrió la

     boca y rio muy fuerte.—¡Qué bien hablas el chino! —dijo con admiración

    —.Veoque me he equivocado completamente respecto ati.Ahora se había establecido una atmósfera de

    simpatía y Lan-may dejó el dragón encima delmostrador, y el dragón quedó allí, tan pesado y tanquieto como siempre.—¡Eh! ¿Qué es lo que traéis aquí? —gritó el prestamista.

    Se puso unas gafas de cristales gordísimos y cogió el

    Dragón con las dos manos, por la cabeza y por la cola.—¡Es un pez muy notable! —exclamó—. Nunca había

    vís-o nada parecido.—Lo hemos cogido hoy mientras pescábamos en el

    río, mi hermana y yo —dijo Lan-may—. Nos gustaríaempeñarlo y conseguir ei dinero que hace falta para

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    alquilar una casa en la que podamos vivir ¡untas.

    —¿Solas? —preguntó el prestamista, muyasombrado—. Sois muy jóvenes para vivir solas.

    —Estamos cansadas de nuestros hermanos —explicó

    Alicia—, y nos hemos ido de casa.—Ah —dijo el prestamista—, lo comprendo

    perfectamente. Cuando yo era pequeño, tenía cuatrohermanas, y llegué a estar muy harto. Incluso ahora sigoestando tan harto que no voy a verlas nunca. Y, ¿quédiríais si yo os alquilara mi casa? Podríais guardar latienda, mientras voy a la casa de té a fumar una pipa, y beber té, y hablar con mis amigos.

    Lan-may y Alicia se miraron.

    —¿Te gustaría tener una tienda? —le preguntó Lan-may a Alicia.

    —Quizá sería divertido —respondió Alicia.

    Durante todo este tiempo, habían seguido cogidasde la mano.

    —Aceptamos —dijo Lan-may.

    —Aceptamos —dijo Alicia.

    —Muy bien. Podéis empezar ahora mismo.

    Vigilaréis la tienda mientras voy a tomar una taza de té.A propósito, ¿tenéis hambre?

    —Un poco —dijo Lan-may, muy educadita.—Muchísimo —dijo Alicia, sin pizca de educación.

    —Dejad que meta el dragón en la vitrina —dijo elviejo—, y después os traeré unos pastelitos.

    Metió el dragón dentro de una vitrina,enireunasconchas. Destacaba de modo muy hermoso sobre elfondo de nácar.

    —Y ahora —dijo— lo dejaremos en la vitrina hastaque vosotras hayáis pasado aquí todo el tiempo quecorresponde al precio del dragón, y después ya veremos.¡Quizá podáis encontrar otro!

    Tuvo una risita ahogada, fue a buscar los pasteles ylos trajo. Después, cogió su pipa de bambú recubierta de

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    cobre, se despidió y se fue. Interiormente estaba muyexcitado. Nunca había visto un dragón. La noticia máspróxima que tenía de los dragones era que su primoconocía a un hombre que decía que una vez había visto

    uno.—Tengo que inventar un medio para quedarme con

    el dragón —pensaba—. Entonces siempre tendré suertecon la tienda. ¡Oh, si pudiera quedarme con el dragón enrecompensa por haber encontrado a ese par de pequeñasfugitivas! Naturalmente, sus padres y sus madres van aquerer darme una recompensa.

    Mientras él daba vueltas y más vueltas a esta idea,Lan-may y Alicia eran enormemente felices en su tienda.

    —¿No es estupendo? —dijo Alicia—. Nuestroshermanos ya no nos fastidiarán nunca más.—¡Nunca más! —dijo Lan-may—. ¿Tus hermanos

    querían jugar siempre a ladrones?

    —Querían jugar a ladrones todo el santo día, y a míme tocaba ser siempre la persona robada.

    —A mí también.

    —¿Y hacían siempre lanzas y cosas por el estilo?

    —Lanzas, fusiles y espadas —dijo Alicia—, y mehacían servir siempre de enemigo.

    —Igual que mis hermanos.

    —Y no paraban de decir: Sólo eres una niña.

    —Mis hermanos también, y me llamaban renacuajo.

    —Los míos me Ilamaban gallina mojada —dijo Alicia.

    —Los míos decían que tenía miedo de mi sombra.

    —Los míos decían que era una miedica.

    —Pero, en realidad, somos muy valientes —dijoLan-may.

    —¡Claro que lo somos! —corroboró Alicia.

    Lan-may dijo alegremente:

    —No pensemos más en ellos.

    Después, muy contentas, empezaron a ocuparse de

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    la tienda. Era divertido de veras. Primero entró unamujer con un chai hecho jirones que quería empeñar, y ledieron dos dólares que sacaron de la caja, porque lamujer pedía dos dólares por él. La mujer pareció muy

    sorprendida y se fue a toda prisa, como si temiera que levolvieran a quitar el dinero. Después, vino un hombrecon un libro viejo ypedía por él un dólar, de modo que se lo dieron. Y, unmomento después, otra mujer trajo un vestidito de bebéy unos zapatitos, y lloraba amargamente, porque decíaque su bebé había muerto y ella no quería vender suscosas, pero necesitaba dinero para comprar alimentospara sus otros dos niños. Parecía tan pobre que le

    dieron, también a ella, dos dólares.Durante largo rato no entró nadie en la tienda y

    pudieron examinar la casa. Era un local pequeño y muy bonito. Detrás de la tienda había dos dormitorioschiquitines y una cocinita con una chimenea de mayólica blanca muy limpia. En un armario había una escudillallena de cerdo y castañas y un plato de arroz frío. Teníanun aire tan apetitoso, que no tuvieron fuerza devoluntad suficiente para volver a cerrar la puerta de!

    armario. Lan-may dijo por fin:—¿Crees que estaría mal comerse estas cosas?

    —No —dijo Alicia—. Podemos decir que todavíateníamos hambre.

    Lan-may puso, pues, un puñado de hierba seca en lachimenea, bajo el pequeño caldero, y prendió fuego a lahierba con las cerillas que encontraron en un estante, yAlicia metió la comida en el caldero, el arroz a un lado y

    el cerdo y ías castañas en el otro. En pocos minutosestuvo caliente. La metieron en unos tazones y lacomieron muy aprisa porque hubiera sido desagradableque volviera el viejo y las encontrara comiendo.—¿Crees que tendrá otra cosa para su cena? —

    preguntó Alicia.

    —Si no tiene nada, puede cruzar la calle y comprar

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    unas albóndigas en la carnicería. Mi padre y yocompramos muchas veces, cuando venimos a la ciudad.

    —Pero, ¿y el dinero?

    —Le diremos que se lo cobre del dragón —dijo Lan-may.

    Estaban de nuevo muy satisfechas, volvieron a latienda y miraron el dragón.

    —¡Qué suerte haberlo encontrado! —dijo Lan-may.

    —Primero, ha hecho que nos conociéramos —dijoAlicia—, y después hemos descubierto esta tienda tan bonita. ¿Y si el viejecito no volviera nunca? A lo mejor éltambién se ha escapado.

    —Me da lo mismo —dijo Lan-may—. Nosotrasseguiremos viviendo en esta tienda.

    Después, mientras esperaban que entrara alguien, sepusieron a examinar los objetos. Había toda clase decosas: viejos relojes y péndulos antiguos, cuchillosoxidados y palillos, y platos, y colchas, y libros, ytabaqueras, y jarros, y perfumadores, y pinturas, y viejas balanzas de cobre, y sortijas, y pendientes, y pipas detodas clases, y zapatos, y almohadas, y chaquetas ygorros bordados. Del techo colgaban viejos jarros,

    recipientes y ollas de cobre. Pero no había nada tan bonito como el dragón verde que reposaba entre lasconchas de nácar.Cuando lo hubieron mirado todo, había llegado el

    anochecer y el viejecito no había vuelto. No habíaentrado nadie más, excepto dos niños con una vieja cajade conservas.

    —No necesitamos vuestra caja de conservas —lesdijo Alicia a los chicos.

    —No, no la necesitamos —confirmó Lan-may.Y los dos niños no tuvieron otro remedio que

    marcharse. El viejo seguía sin aparecer. Ya era casi denoche. El sol se había puesto y el crepúsculo oscurecíalas calles.

    —Quizá no volverá nunca— dijo Lan-may.

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    No se lo hubiera confesado a Alicia por nada delmundo, pero empezaba a estar un poco asustada. Nohabía estado nunca en la ciudad de noche y sabía que lagran puerta de la muralla sería cerrada y que nadie

    podría entrar ni salir. Fue a buscar las cerillas y encendióuna vela que estaba en una palmatoria de estaño. Lallama proyectó sobre la pared unas sombras vacilantes.

    Y, aunque nunca se lo hubiera confesado a Lan-may,Alicia estaba también un poco asustada. Era, a fin decuentas, en la ciudad entera la única niña de cabellosrubios y ojos azules, y empezó a sentirse un poco sola.

    —Me gustaría que volviera el viejo —dijo, por fin,Lan-may.

    —¿Por qué?—Oh, porque sí.—A mí también me gustaría —dijo Alicia.

    —Me pregunto qué estarán haciendo mis hermanossin mí —dijo Lan-may un ratito después.

    —Yo no puedo imaginar lo que los míos hacen sinmí —dijo Alicia tras unos minutos.

    —No pueden jugar a ladrones porque no tienen

    nadie a quien robar, ahora que nosotras estamos aquí.—Y no pueden jugar a soldados. ¿Quién iba a ser elenemigo?

    —Algunas veces me daba igual que me robaran —dijo Lan-may después de otro silencio—. Lo que pasa esque no quería que me robaran siempre.

    —Y, algunas veces, no me importaba ser el enemigo—dijo Alicia—. Lo que pasa es que estaba harta de queme estuvieran matando constantemente y de tener que

    hacer el muerto todos los días de la semana.Se sentaron una junto a otra en un banco y, de

    nuevo, se dieron la mano. Pero ninguna de las dos dijo ala otra que empezaba a sentirse sola. ¡La tiendecillaestaba tan silenciosa! Fuera, las calles se poníanrealmente oscuras y la gente empezaba a encender

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    lámparas y velas en las casas. A través de las puertasabiertas, Alicia y Lan-may podían ver charlar y reír a lasfamilias y jugar a los niños dentro de las casas, pero ellasseguían sentadas en el banco, cogidas de la mano y

    sintiéndose más solas a cada minuto que pasaba.En cuanto al viejo, había ido directamente a la casa

    de té y aún estaba allí. El también estaba esperando.Esperaba que alguien llegara a la casa de té y gritara:"¿No ha visto nadie a dos pequeñas fugitivas? Una esextranjera y la otra es china. Se han escapado esta tardede su casa, llevándose un dragón verde. El que las hayavisto debe presentarse en la comisaría y recibirá unarecompensa".

    Se hacía tarde, pero él estaba completamente segurode que, si esperaba lo suficiente, alguien acudiría.Entonces, él se levantaría y diría: "Yo sé dónde están las

    dos niñas". Y después le dirían: "¿Qué desea usted comorecompensa?" "Por favor, sólo el dragón". Vendería aqueldragón por una gran suma de dinero. Con este dinero secompraría una chaqueta nueva de raso negro y unvestido de raso color ciruela, se compraría también unanueva pipa con fogón y con boquilla de plata, y un bote

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    de la mejor sopa de aleta de tiburón.

    —Tengo que esperar —se dijo—. Tengo que esperar.Y ahora, es fácil imaginar lo que pasaba en casa de

    Lan-may y en casa de Alicia. En realidad, pasaba

    exactamente lo mismo en las dos casas. Las dos madreslloraban, la señora Wu silenciosamente, porque era unamujer callada, y la madre de Alicia, que se llamabaseñora Jones, lloraba también, pero no silenciosamente.Lloraba muy fuerte y no dejaba de hablar ni unmomento mientras lloraba. Hablaba al señor Jones, aTom y a Jack.—Os digo que hay que encontrar a Alicia

    inmediatamente —sollozaba—. No comeré ni dormiré

    antes de saber dónde está. Y dejad que os diga quecuando vuelva a casa tendréis que ser más amables conella. ¡La pobre pequeña. ..! Vosotros, Tom y Jack, soismalísimos con vuestra hermana. Siempre la estáismolestando... y me contó el otro día que siempre teníaque hacer de enemigo... y me acuerdo de que lapobrecilla me dijo que quería tener una hermana... queestaba harta de ser la única niña y de tener estoshermanos...

    —Querida —dijo el señor Jones—, domínate, porfavor, la encontraremos.

    —Señor Jones —dijo la señora Jones, llorando másfuerte—, tú no comprendes a las mujeres, nunca las hascomprendido. Si no encontramos a nuestra queridapequeña...

    —La encontraremos —dijo el señor Jones levantandoun poco la voz—. La policía está alerta en todas partes...

    —¿Por qué no vas tú mismo? —sollozó la señora Jones—. ¡Y Tom y Jack!

    —Iremos —dijo el señor Jones—. Sólo estaba aquípara intentar consolarte.

    —¡Oh, id aprisa! ¡Idos! ¡Idos todos! —gritó la señora Jones, y las lágrimas corrían por sus mejillas como

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    torrentes diminutos—. ¡Estoy harta de todos vosotros! SÍcuando Alicia vuelva no la tratáis como se merece... Oh,Alicia, mi pequeña, dónde estás...Pero el señor Jones, Tom y Jack ya se habían ido y,

    cuando la señora Jones se dio cuenta, dejó de llorar, sesecó los ojos y fue al cuartito de Alicia. Preparó la cama,sacó un pijama muy limpio, fue después a la cocina,tostó pan, calentó leche, preparó un huevo, para quetodo estuviera a punto para la cena de Alicia.

    —Pobre Alicia —pensó—, tiene que tener unahermana... En cuanto vuelva me pondré a buscar otraniña, aunque vaya a darme mucho trabajo.

    Y como ya no le quedaba nada por hacer, fue a

     buscar dos pañuelos limpios al cajón de su cómoda, sesentó en una mecedora y se puso otra vez a llorar.

    En cuanto a la señora Wu, había seguido llorandosencillamente sin parar y sin decir una sola palabra.Hasta que el señor Wu perdió la paciencia.

    —¿Quieres dejar ya de llorar? —le dijo—. Tengo laimpresión de que toda la casa está mojada de lágrimas.Encontraremos a Lan-may. ¿Quién iba a querer unaniña? A nadie se le ocurriría robar a una niña. Ha debidoperderse. La policía la busca por todas partes. Sólo escuestión de tiempo. Deja ya de llorar, te digo.

    La señora Wu estaba sentada en un taburete de bambú y siguió llorando como si no hubiera oído unasola palabra. El señor Wu se dirigió a sus hijos.

    —Bueno, tontainas, ¿no se os ocurre nada que decira vuestra madre para consolarla? —les preguntó.Al oír estas palabras, la señora Wu levantó la cabeza.

    —No —dijo—. No pueden. SÍ Lan-may se haescapado, ha sido culpa suya.

    —Vaya —dijo el señor Wu a los muchachos—, ¿quées lo que habéis hecho?

    —(Lan-may estaba tan cansada de ellos! —dijo laseño-ra Wu—. Sois todos tan... ¡tan innobles con ella!

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    Nunca había pronunciado tantas palabras seguidas.El señor Wu estaba aturdido.

    —¿Innobles con Lan-may? —preguntó.

    Yla voz le temblaba un poquito.

    —Exactamente —dijo la señora Wu—, porque sólo esuna niña.

    Yempezó de nuevo a llorar. Lloró hasta que la partelelantera de su vestido estuvo completamente mojada yhasta que el señor Wu no supo ya lo que debía haceron ella.

    —No puedo soportar esto ni un minuto más —lesdijo, por fin, a Sheng, Tsan y Yung—. Venid conmigo,

    vosotros tres. Iremos a buscar a Lan-may por nuestracuenta y la aeremos a casa y, cuando la hayamosencontrado, le daré na paliza por haber hecho sufrir a sumadre.

    En aquel momento, la señora Wu levantó la cabeza yejó de llorar un momento, el tiempo justo para decirunas alabras más:

    —¡Oh, idos de una vez! ¡Estoy harta de todos vosotros!Y se puso a llorar de nuevo.

    Así, mientras Lan-may y Alicia, cogidas de la mano,estaban sentadas en el banco de la tienda delprestamista, pensando en sus hermanos, en su padre yen su madre, y sintiéndose más y más solas, sus dosfamilias estaban completamente trastornadas. En dosgrupos separados, el señor Jones, Tom y Jack, por unlado, y el señor Wu, Sheng, Tsan y Yung, por otro,fueron a la ciudad para ver lo que había hecho la policíay para investigar por su cuenta. Desde luego, los dos

    padres no se conocían y no tenían ni remota idea de quesus hijas fueran hermanas.

    Llegaron por separado a la puerta de la ciudad, en elpreciso momento en que e! guarda se disponía a cerrarlapara la noche, y el señor Jones llegó el primero porquesus piernas eran más largas que las del señor Wu. Tendió

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    la mano hacia el guarda.

    —Espere —le dijo—, no cierre la puerta. ¿Supongoque usted no ha visto a una pequeña fugitiva más omenos así de alta, con los cabellos rubios y los ojos

    azules?—No —dijo el guarda—, pero yo duermo casi toda

    la tarde y, por lo que a mí respecta, puede cruzar lapuerta quien quiera.

    —¿Qué voy a hacer? —dijo el señor Jones con vozdesfallecida—. Soy extranjero en esta ciudad... soy elnuevo profesor de inglés de la escuela. No conozco anadie y mi mujer parece dispuesta a llorar todos losmares.

    El guarda se rascó la cabeza. Tenía aspecto de buenhombre.

    —Me parece —le dijo al señor Jones— que lo mejores ir a la casa de té y preguntar si alguien ha visto a suhija.

    —Gracias —dijo el señor Jones.

    Y el señor Jones siguió su camino, acompañado deTom y de Jack, que no habían abierto la boca en todo el

    camino.El señor Wu llegó dos minutos más tarde. Tendió lamano hacia el guarda, que se estaba preguntando sirealmente no debería ya cerrar la puerta para la noche.

    —Un momento —dijo el señor Wu—. ¿Ha visto auna pequeña fugitiva más o menos así de alta?

    —¿Con los cabellos rubios y los ojos azules?

    —¡Claro que no! —dijo el señor Wu indignado—.¿Por quién me toma usted? ¿Por un diablo extranjero?

    —Pero... hace un momento, fue un diablo extranjeroel que me preguntó por una pequeña fugitiva. Haseñalado la misma estatura y también iba con unosmuchachos.

    —¡Es día de pequeñas fugitivas! —exclamó el señor Wu.

    —A mi parecer —dijo el guarda—, hay que ir a la

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    casa de té, anunciar el hecho y preguntar s¡ alguien havisto a su hija.

    —Gracias —dijo el señor Wu—. Debió habérsemeocurrido a mí mismo.

    Apresuró el paso, acompañado de Sheng, de Tsan yde Yung, que, durante todo el rato, no habían dichopalabra.

    Entretanto, el viejo prestamista había bebido tanto téque tenía la sensación de ser un barril de té. Habíaesperado hasta cansarse y estaba ya a punto de irse,cuando el señor Jones y sus hijos entraron en la casa de

    té.—¡Ah! —dijo el viejo prestamista —.¡Aquí están!

    Pero, antes de que el señor Jones tuviera tiempo dedecir palabra, entró el señor Wu con sus tres hijos yempezó a gritar inmediatamente:

    —Cualquiera que haya visto una niña más o menos

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    así de alta, con el cabello negro, los ojos negros...

    —¡Y también una niña rubia, con los ojos azules,más o menos así de alta! —gritó el señor Jones acontinuación.

    La casa de té estaba llena de hombres que hablabande negocios, o jugaban a damas o al ajedrez, o fumabantranquilamente.

    —¿Había también un dragón verde? —preguntó elviejo prestamista.

    Ahora todos levantaron los ojos, sorprendidos. Sólodos viejos seguían jugando imperturbables al ajedrez,como si nada hubiera sucedido.

    —Le toca jugar a usted —dijo uno de ellos.

    El otro viejo movió una pieza de marfil.

    —Juega usted —murmuró a su vez.

    El señor Jones estaba perplejo.

    —¿Un dragón verde? —repitió.

    Como era americano, no hablaba muy bien el chino,y se preguntaba si habría entendido bien.

    —Dragón o pez o lo que sea.

    —Dragón —dijo el señor Wu con firmeza—. Habíaunpez verde, ahora me acuerdo... Pero, ¿era un pez-dragón?El señor Jones lo miró, asombrado.

    —Entonces, ¿usted está al corriente?

    —No —dijo el señor Wu-, realmente al corriente noestoy. Al menos...

    Mientras, el prestamista se abrió vivamente pasoentre la multitud. Todo el mundo estaba superexcitado.

    "¿Dos niñas y un dragón fugitivo?", preguntaban. Sólolos dos viejos del ajedrez no levantaban los ojos.

    —Juega usted —murmuró uno.

    El otro movió una pieza de marfil.

    —Le toca a usted —dijo.

    Ahora, el prestamista bajaba por la calle apaso

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    rápido. A un lado, el señor Jones, y, al otro, el señor Wu.Detrás iban todos los hermanos.

    —Ha habido en mi vida muchas cosas extrañas —dijo el prestamista—, pero ninguna tan extraña como sus

    dos hijas y el dragón verde. Me han dicho que estabancansadas de sus hermanos y que se habían escapado.

    —¿Cansadas de sus hermanos? —exclamó el señor Jones.

    —¿Cansadas de sus hermanos? —gritó el señor Wu.

    —Tan cansadas que han huido ¡untas con el dragónverde que habían encontrado en el río —siguió el viejo—. Yo las comprendo perfectamente porque, hacemuchos años, también yo estaba cansado, pero de cuatrohermanas. Aún ahora estoy cansado de ellas. De modoque headmitido a las dos niñas en mi tienda, he puesto eldragón entre unas conchas, en una vitrina cerrada conllave, y les he dicho que esperaran. Sabía que las niñasno se irían sin el dragón y no les he dado la llave de lavitrina. Es seguro, pues, que todavía estarán allí.

    Y realmente estaban todavía allí. Alicia y Lan-may

    tenían nostalgia de su casa. Estaban dispuestas incluso ahacer de enemigo y a ser robadas, pero, ¿qué podíanhacer? Mientras ellas esperaban, el guarda se habíadecidido a cerrar la puerta, y acababan de ponerse allorar, cuando se abrió la puerta de la tienda y entró elviejo prestamista, seguido del señor Jones, de! señor Wuy de todos los hermanos. Y, durante todo este tiempo, loshermanos no habían dicho ni una sola palabra.

    —¿Y bien, Lan-may? —dijo severamente el señor Wu.

    —¿Y bien, Alicia? —dijo el señor Jones con nomenos severidad.

    Pero los dos padres no pudieron seguir severos,porque sus dos hijas se echaron en sus brazos.

    —¡Llevadnos a casa! —sollozaban.

    —Es muy desagradable —dijo el señor Wu,

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    rodeando a Lan-may con el brazo—, pero tendremosque pagar al guarda para que abra la puerta.—No importa —dijo el señor Jones, rodeando a

    Alicia con su brazo—, para llevar nuestras niñas a casa

    merece la pena.Estaban todos a punto de marcharse, cuando el

    prestamista dijo, con voz temblorosa:

    —Por favor, ¿qué deciden hacer con el dragón?

    Al oír estas palabras, se detuvieron.

    —¿Dónde está este dragón maravilloso? —preguntóel señor Wu.

    —Aquí —dijo débilmente el prestamista, y abriómuy despacio la vitrina, porque tenía miedo de que sellevaran también el dragón.

    El dragón verde yacía allí, pesado y quieto, entre lasconchas.

    —Quédeselo como recompensa —dijo amablementeel señor Wu.

    El prestamista estaba radiante. Su rostro se deshacíaen sonrisas.

    —Gracias —dijo—. He aquí lo que se dice undiofeliz.

    Los acompañó hasta la puerta, se inclinó, cerró lospostigos de la tienda y fue a la cocina. Quedó un pocosorprendido al ver que su cena había desaparecido, perohabían lavado cuidadosamente los platos y no lo tomó amal. Pensó que no tenía importancia, que realmentehabía bebido demasiado té, después se sacó los zapatosy el vestido, se tendió en la cama y se durmió.

    Alicia y Lan-may se lo contaron todo a sus padres y,cuando llegaron a casa, tenían sueño y se sentían muycansadas. El señor Jones dejó a Alicia en manos de la se-ñora Jones, que, naturalmente, dejó de llorar. Bañó aAlicia, le dio pan tostado, leche caliente y un huevoescaldado.

    Mientras estaba comiendo su huevo, Alicia se acordóde una cosa.

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    —Mamá —dijo—, ¿tengo los cabellos rubios porcomer tantos huevos?

    —¡Claro que no! Nunca había oído nada parecido —dijo la señora Jones—. ¿Quién te lo ha dicho?

    —Lan-rmay —dijo Alicia.El señor Wu dejó a Lan-may en manos de la señora

    Wu, que dejó inmediatamente de llorar. Lavó a Lan-mayde píes a cabeza y le dio arroz caliente y sopa de col.

    —Mamá —dijo Lan-may—, ¿tengo los cabellosnegros porque no como suficientes huevos?

    —¡Cíaro que noí —dijo la señora Wu—. ¿Quién te íoha dicho?

    —Alicia —dijo Lan-may.Delante de la casa del señor Jones, el señor Jonesdecía a Tom y a Jack con voz muy severa:

    —Os prohibo que fastidiéis nunca más a vuestrahermana, ¿enfendido? Os prohibo que la obliguéis ahacer siempre de enemigo y a buscaros cuando jugáis alescondite.

    —No lo haremos más —prometieron—. No loharemos nunca, nunca más.

    Dentro de la casa de los Wu, el señor Wu hablabacon firmeza a Sheng, a Tsan y a Yung.

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    —Os prohibo que obliguéis a vuestra hermana ahacer siempre de enemigo y a ser siempre la personarobada... ¿entendido?

    —No lo haremos más —prometieron.

    Yañadieron:—Nunca, nunca más.

    —Mamá —dijo Alicia, medio dormida, cuando yaestaba metida en la cama—, ¿podré jugar mañana conLan-may?

    —Claro que sí —dijo la señora Jones.

    —¿Todos los días?

    —Todos los días —prometió la señora Jones.

    Alicia estuvo despierta medio minuto, el tiempo justo para recordar el dragón verde y el viejoprestamista, y se durmió.

    Yen su camita de bambú, mientras su madre la arropaba bien, Lan-may dijo con voz adormecida:

    —Mañana jugaré con mi hermana Alicia, y pasadomañana y al otro y al otro. Mamá, ¿podré jugar con ellatodos los días?

    —¿Por qué no? —dijo la señora Wu—. Claro que podrás.

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    Apagó de un soplo la vela y Lan-may estuvo aúndespierta medio minuto, el tiempo justo para acordarsedel dragón.

    —Es verdad que trae suerte —pensó—, porque ahora

    tengo una hermana. Y se durmió. 

    Los niños del búfalo

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    —¿Tenías que saber chino? —preguntó Miguel a sumadre, con unos ojos muy abiertos.

    —Claro que sí —dijo mamá—. Cuando yo era niña,vivía en China y allí todos los niños hablan chino.

    —¿Y no les importa? —preguntó Pedro.—No les importa nada. Piensan que es la única

    forma de hablar, igual que vosotros pensáis que vuestromodo de hablar es el bueno. Están muy preocupadospor la gente que tiene que hablar inglés.

    Los cuatro niños estaban desayunando y, si hablabande China, era porque su madre les había preparado unasorpresa.

    Era un sábado. Habían jugado al aire libre toda lamañana y habían hecho todo lo que les vino en gana.Acababan de preguntarse qué iban a hacer ahora yDavid había dicho "tengo hambre", cuando la grancampana que colgaba en la galería empezó a sonar.

     jDing! ¡Ding! ¡Ding! Sabían que el tañido de lacampana quería decir: "Volved inmediatamente a casa".Acudieron, pues, lo más aprisa posible. Mamá estaba enla galería y papá estaba también allí y fumaba su pipa.

    —¡Hay una sorpresa! —gritó papá.En tres minutos y medio exactamente —papá locronometró—, estaban limpios y a punto. —Cerrad losojos —dijo papá.

    Cerraron los ojos.—Dadme la mano —dijo mamá.

    Papá cogió la mano de Pedro, porque Pedro era elmayor, y mamá cogió la mano de Judy, porque Judy erala pequeña, y Miguel y David quedaron en medio.

    Después, se dirigieron todos al comedor.—¡Abrid los ojos! —dijo papá.

    Todos abrieron los ojos y vieron... la sorpresa. Estabaencima de la mesa. ¡Era un almuerzo chino!

    —¡Qué divertido es! —dijo Judy.

    —Divertido no es la palabra —dijo papá—. Es muy

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     bueno.

    En el centro de la mesa había cinco tazones llenos demanjares humeantes, y en cada sitio había un tazón dearroz seco, con los granos limpiamente despegados, que

    también estaba muy caliente.—Todo el mundo come arroz en una comida china

    —dijo mamá.

    —No hay cuchillos ni tenedores —dijo David.

    —Hay palillos —dijo mamá.

    Esta era, pues, la sorpresa. Se sentaron todos yaprendieron a sostener los palillos en una mano y eltazón en la otra.

    Al principio, no estaban demasiado seguros de queestos platos, que tenían un sabor desconocido, lesgustaran. Pero después de un bocado, de dos, de tres,reconocieron que sí íes gustaban y que era muydivertido comer con pa-lillos. Mamá les dijo entonces el nombre chino de todoslos manjares y Miguel preguntó cómo era que mamásabía estos nombres.

    —Porque cuando yo era niña, vivía en China y

     jugaba con niños chinos y hablaba chino.—¿Qué niños chinos eran los que te gustaban más?

    —preguntó Judy.

    Mamá tuvo que reflexionar un momento largo antesde responder a esta pregunta.

    —Bueno —dijo por fin—, después de los vecinitoschinos, creo que los niños que me gustaban más eran losdel búfalo de agua. Eran hermano y hermana.

    Al oír estas palabras, los niños soltaron los palillos

    porque ya estaban hartos.—Habíanos del niño del búfalo de agua —dijo Miguel.

    —No, habíanos de su hermana —dijo Judy.

    —Yo preferiríaoírhablar del búfalo —dijo Pedro,porque le gustaban mucho los animales.

    —¿Qué es un búfalo de agua? —preguntó David.

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    —Os hablaré de todos ellos —dijo la madre—. Peroquizá será mejor que empiece por el búfalo, porque fue aél a quien vi primero.

    Empezó, pues, por el búfalo de agua.

    —Tenéis que saber —dijo— que el búfalo de agua esun animal muy extraño. Se parece a un buey porquetiene la forma de un buey muy grande, pero no es un buey.

    —¿Por qué? —preguntó David.

    —Porque tiene los cuernos demasiado grandes ydemasiado largos, mucho mayores y mucho más largosque los de un buey. Esto sólo es la primera razón.Tampoco su piel es la piel de un buey; se parece mucho

    más a la de un rinoceronte, porque es gruesa y negra yno tiene mucho pelo. He aquí la segunda razón por laque no es un buey. Y se llama búfalo de agua porque legusta meterse en el agua como un hipopótamo, y ésta esla tercera razón por la que no es un buey. Y hay,supongo, una cuarta razón: aunque la hembra del búfalopuede dar un poco de feche si se la obliga, no se lautiliza por su leche, porque los granjeros emplean los búfalos para tirar del arado.

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    —|El arado! —exclamó Pedro—. ¡Oh, qué divertido!

    Pedro conocía todos los instrumentos agrícolas,porque le gustaban mucho todas las cosas del campo.

    —Si vivieras en China —dijo mamá—, esto no te

    parecería divertido, porque allí casi todo el mundotrabaja la tierra con búfalos. El búfalo se llama Panfilo.

    Los niños se echaron a reír.

    —¡Panfilo! —exclamaron—. ¡Panfilo!

    —Porque era muy lento. No es extraño que un búfalo de agua sea lento, todos lo son. Les gusta másestar quietos que andar, y ló que les gusta más delmundo es remojarse en el agua. Pero Panfilo era el máslento de todos los búfalos. Pertenecía a un granjero quese llamaba señorChing. Lo llamaba Panfilo porque la calma del búfalo losacaba de quicio y ya sabéis que un panfilo es unindividuo muy lento y calmoso. Desde luego, no sepronunciaba así. En chino es Da Lobo. De modo que el búfalo de agua se llamaba Da Lobo.

    Al llegar a este punto de la historia, tuvo que haceruna pausa para que los cuatro niños intentaran decir "Da

    Lobo". Lo repitieron hasta la saciedad, sin podercontener la risa, y Pedro dijo:

    —¿Y si en la escuela llamo Da Lobo a un niño que nome es simpático?

    —Será mejor que continuemos —dijo la mamá.

    Y siguió así:

    —Me acuerdo muy bien del primer día que vi a DaLobo. Había terminado temprano mis deberes. Mimadre tenía mucho que hacer y para no estorbar corrí

    fuera de la casa con un libro de cuentos y un puñado decacahuetes y me agazapé en la hierba alta fuera de lareja.

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    La hierba era tan alta que me cubría la cabeza.Pisoteé la hierba para prepararme un huequecito y,cuando me senté, yo podía ver lo que pasaba a mialrededor, pero nadie podía verme a mí. Entonces abrími libro. Era, me acuerdo muy bien, "Las Mil y UnaNoche" y acababa de llegar a la lámpara de Aladino,hacía crujir la cascara de los cacahuetes y estaba

    dispuesta a vivir minutos maravillosos. El sol brillabaintensamente y calentaba el pequeño nido que yo mehabía construido. La hierba apretada exhalaba un olordelicioso y muy lejos, en el valle, ascendía, alto y claro,el canto de un tordo. No había ni un soplo de viento, eraun día de primavera, ni demasiado frío ni demasiadocaluro-

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    so, y yo me sentía, me acuerdo muy bien, perfectamente feliz.

    —Conozco estos días —dijo

     Judy—. También los hay aquí.—Sí —dijo mamá—. Bien, era

    precisamente uno de estos días. Mesentía en paz conmigo misma,porque había hecho bien los deberesy tenía toda la tarde para mí. Seguí,

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    pues, leyendo y comiendo mis cacahuetes, y llegué almomento en que Aladino frota la lámpara y al momentoen que encuentra a la princesa y al final de la historia, enque todos viven felices para siempre jamás. Cuando

    terminé de leer el cuento, no tuve ganas de empezar otroinmediatamente. Tendida de espaldas, miraba el cielo ypensaba: "¡Ah, sí yo tuviera una lámpara maravillosa!"Me volví a sentar y miré a mi alrededor entre la hierba.¿Y si encontrara una vieja lámpara oxidada y mágica?Algunas veces había encontrado objetos raros en lascolinas chinas. Había tumbas antiguas, cavadas hacíamucho tiempo, que la gente había olvidado; el vientosoplaba

    sobre ellas, las lluvias las mojaban, y, a veces,las paredesse desplomaban. Ysehabía dado el caso de encontrar yoallí viejas copas y tazones que habían depositado enotros tiempos sobre las tumbas, como nosotros ponemoshoy flores. Desenterraba estas copas, las lavaba y lasguardaba en lo que yo llamaba mi museo. Y bien, aqueldía miré a mi alrededor entre la hierba, pero no vi nadaextraordinario, excepto una piedra blanca muy bonita ymuy lisa. En aquel lugar era una piedra poco corriente,

    porque había pocas piedras en el suelo. La cogí y pensé:"¿Si será una piedra mágica?" La tuve en la mano ciertotiempo y cada vez estaba más convencida de que erarealmente una piedra mágica. Y cuando estuveconvencida del todo, la froté bien, como Aíadino habíafrotado la lámpara... ¿os acordáis?

    Los niños asintieron. Conocían la historia de Aladino.

    —¿Y qué pasó? —murmuró David y sus ojos azulesestaban abiertos como platos.

    —La primera vez, nada. De modo que sostuve lapiedra un poco más para calentarla, y después, paraaumentar su poder, dije "¡Abracadabra!" y froté la piedramuy fuerte y...

    Mamá miró los rostros que la rodeaban. Inclusopapá se había sacado la pipa de la boca y escuchaba.

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    —Ahora sí pasó algo —dijo mamá—, la hierba altaempezó a moverse. Me agaché, miré a través de los tallosverdes y vi cuatro patas y cuatro pezuñas negras,después una cola delgadita que azotaba el aire, y empecé

    a tener un poco de miedo. Pero, ¿qué podía hacer, másque estarme quieta y esperar? En unos segundos, laspatas se acercaron y las pezuñas estaban ya muy cerca.Levanté los ojos y vi encima de mí la enorme cabezota ylos largos cuernos negros de un búfalo de agua. La nariznegra estaba atravesada por un gran anillo. Una cuerdapasaba por el anillo y se arrollaba a su cuello. Me puseen pie deunsalto,realmente aterrada esta vez al ver loque había salido de la piedra, y retrocedí ante aquella

    cabeza enorme, aquellos grandes ojos negros, comopelotas de tenis, y aquellos cuernos larguísimos,

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    —¡Dios mío! —grité—. ¡Ojalá no hubiera frotado lapiedra!

    Y entonces vi algo que no había visto antes. Sobre ellomo del búfalo de agua había dos niños, un niño quetenía más o menos mi edad (yo tenía entonces ochoaños) y una niña que no tenía más de cinco años. Me

    miraban fijamente y yo los miraba fijamente a ellos, y medi cuenta enseguida de que tenían tanto miedo de mícomo yo del búfalo, de modo que el miedo se me pasóde golpe. El niño reunió todo su valor y se animó, porfin, a hablar el primero,

    —¿Eres la niña extranjera que vive en la casa de la

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    colína? —me preguntó,

    —¿Por qué decía que eras extranjera? —quiso saberMiguel.—Porque para él yo era una extranjera —dijo mamá

    —. El era un niño chino en China y tenía cabellos negrosy ojos negros, como todos los chinos, y yo era una niñitaamericana que vivía en China, y tenía los ojos azules y elpelo rubio, cosa que a él le parecía muy rara.

    —Pero, ¿nosotros no somos raros, verdad? —preguntó Miguel, que también tenía el cabello rubio.

    —Somos raros cuando estamos en China —dijomamá—, Pero yo ya estaba acostumbrada y no meenfadaba.

    —¿Tú quién eres? —le pregunté.

    —Yo soy Hermano Mayor y ésta es HermanaPequeña, y el búfalo se llama Da Lobo.

    Me eché a reír, como habéis hecho vosotros, al oírque llamaban así a un búfalo.

    —¿Por qué se llama Da Lobo el búfalo?

    —Porque es tan lento que mi padre pierde lapaciencia con él —dijo Hermano Mayor.

    Durante todo este tiempo, Hermana Pequeña habíaestado estrechamente pegada a su hermano, rodeando lacintura del niño con sus dos brazos, y no habíapronunciado una sola palabra. Pero era unaniña muy bonita. Tenía una cara redonda y una boquita roja, quemantenía siempre abierta, de modo que se podían versus dientes, tan blancos como granos de arroz, y llevabalos cabellos negros anudados en dos trenzas y unflequillo liso que llegaba casi hasta los ojos, negros y

    redondos. Hermano Mayor y ella ibandescalzos y Da Lobo tenía un lomo tan ancho que suspiernas salían rectas a los lados del animal. Viendo quehabíamos empezado a hablar, Da Lobo aprovechó laocasión para estarse quieto y no hacer nada, que era loque le gustaba de verdad. Hizo girar los ojos dentro de

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    las órbitas para ver lo que había para comer y empezó amasticar la hierba más próxima, aunque era una hierbatan durísima y tenía los bordes tan cortantes que sólo un búfalo la podía comer.

    —Bajad —les dije a los dos niños— y juguemos.Hermano Mayor se deslizó hasta el suelo y Hermana

    Pequeña hizo lo mismo, porque no lo soltaba un soloinstante. Y, cuando los dos alcanzaron el suelo, ellaseguía con los brazos estrechamente aferrados a lacintura de su hermano y me echaba ojeadas por encimade la espalda del muchacho.

    —¿Por qué tiene miedo de mí? —pregunté aHermano Mayor.

    —¿Cómo quieres que yo lo sepa? —dijo HermanoMayor—. Sólo es una niña.

    —También yo soy una niña —dije— y no tengomiedo. Sólo he tenido miedo de Da Lobo un momento,porque creí que había salido de mi lámpara mágica... demi piedra mágica, quiero decir.

    —¿Dónde está tu piedra mágica? —preguntóHermano Mayor.

    Entonces cogí la piedra blanca. La había tiradocuando Da Lobo me asustó, ahora se la enseñé en mimano abierta.

    —¿Es de verdad una piedra mágica? —preguntóHermano Mayor mirándola con muchísima atención.

    —Cuando la he frotado, ha aparecido Da Lobo convosotros sobre su lomo.

    —Pero nosotros hubiéramos venido de todos modos—dijo Hermano Mayor—. íbamos al otro lado de la

    colina para apacentar a Da Lobo. Nuestro padre haterminado esta mañana de sembrar el arroz y me hadicho que llevara esta tarde a Da Lobo a pacer a un lugardonde hay buena hierba nueva, y por eso hemos pasadopor aquí.

    —Quizá la piedra no sea mágica —dije.

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    —Frótala —dijo Hermano Mayor.

    —No, no, frótala tú.

    Los dos teníamos un poco de miedo.

    —Eres tú el que tiene que frotarla —dije, finalmente

    — porque eres un chico.Y, naturalmente. Hermano Mayor tuvo que

    demostrar entonces que era valiente. Se adelantó yHermana Pequeña, siempre prendida a su cintura,avanzó con él, y cuando el chico se dio cuenta de queestaba todavía allí, se enfadó con ella.

    —¡Déjame ya, conejítol —dijo, y separó los brazosque le rodeaban la cintura, de modo que la niña rompió

    a llorar con desconsuelo.

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    —No tienes que llamada conejo —dije yo (porquetenéis que saber que en China no se tiene que llamar anadie conejo porque es una falta de educación), ycuando vi que la pobre Hermana Pequeña estaba quietaallí, con los grandes ojos llenos de lágrimas, corrí aabrazarla.

    —Tú no eres un conejo —le dije—, ¡él sí que es unatortuga!

    Yesto era una mala jugada de mi parte, porque enChina es tan poco correcto llamar a alguien tortugacomollamarlo conejo.

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    —Yo no soy una tortuga —dijo Hermano Mayor. —PuesHermana Pequeña no es un conejo —dije yo. Estuvoreflexionando un ratito, pero, como tenía muchas ganasde probar la piedra, dijo:

    —No hablemos más de conejos ni de tortugas.Ycogió la piedra y la frotó un poquito. No pasó nada.—Hay que decir "Abracadabra" —advertí.

    —¿Qué es esto? —me preguntó, asombrado.

    —Es una palabra mágica.

    —Si es magia extranjera, yonolo digo —afirmó.

    —No es magia extranjera, es magia y nada más.Mira, te la voy a escribir.

    Cogí un pedazo de madera, alisé un trocito deaquella tierra dura y escribí la palabra lo más claramenteque pude.

    —No sé leer —me dijo—, no he ido nunca a laescuela. Pero estas letras no me parecen de confianza.Nunca hevisto unas letras parecidas. Deben ser extranjeras.Prefiero no decirlo.

    —Entonces la piedra no hará nada mágico para ti.

    Reflexionó un momento y dijo:—Voy a llevarme la piedra a mi casa y la guardaré

    toda la noche, si mañana me atrevo a decir la palabravolveré aquí cuando el sol esté a medio camino entre lacolina y lo alto del cíelo —y señaló con el índice el lugar.

    —¿Y si no te atreves?

    —Volveré a decírtelo y te devolveré la piedra.

    Se guardó la piedra en su cinturón, porque llevaba

    una cinta de algodón azul arrollada a la cintura queservía a un tiempo de bolsillo y para sujetar iospantalones. Después, gritó una orden a Da Lobo, quedurante todo este tiempo había estado perfectamenteinmóvil, mascando aquella hierba que no le gustabademasiado, como se podía ver por su expresión defastidio, sin dar un solo paso para encontrar una hierba

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    más sabrosa, porque era muy perezoso. Pero, cuandoHermano Mayor gritó aquella orden, obedeció como uncorderito, por más que fuera un animal enorme y que sudueño fuera sólo un niño pequeño.

    —¡Agáchate! —gritó Hermano Mayor.Al oír su voz, el búfalo bajó la cabeza, sobre la que

    saltó el niño, apoyándose en los grandes cuernos;después, trepó por el cuello del animal y se encontró enun instante, un segundo tal vez, mucho más aprisa de loque yo os lopuedo contar, sentado sobre el lomo, una pierna a cadalado. Hermana Pequeña agarró entonces la cola de DaLobo, que era resistente como una cuerda, se encaramó a

    las patas traseras del búfalo con tanta agilidad como suhermano y se sentó detrás de él, las piernas saliendo acada lado.

    —Hasta nuestro próximo encuentro —dijeron losdos, porque es la manera de decir en chino hasta la vista.

    —Hasta mañana —dije yo.

    Da Lobo sabía, por descontado, que ahora tenía quemoverse, pero sólo se puso en marcha en el último

    instante, cuando Hermana Pequeña se volvió y le tirócon todas sus fuerzas de la cola. Da Lobo resopló y, muydespacio, puso su enorme corpachón en movimiento. Unmomento después, sólo vi por encima de la hierba altalas dos cabezas morenas de Hermano Mayor y HermanaPequeña,

    Al llegar a este punto, mamá se paró para recordar ypara sonreír, porque había olvidado dónde estaba. Cadavez que le pasaba esto a mamá, los niños querían que

    volviera a ellos muy aprisa, saliendo de aquello de loque se estaba acordando y que la llevaba tan lejos.

    —¡Mamá! ¡Mamá! —gritó Judy.

    Pedro dejó su silla, corrió alrededor de la mesa y seapoyó contra su madre.

    —No te pares, mamá —dijo Miguel.

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    —¿Era una piedra mágica? —preguntó David.—¿Cómo podía yo saberlo? —dijo mamá—. No

    podía decidirlo por mí misma, ni siquiera cuando volví acasa. Y no se lo conté a nadie, porque, si se habla de las

    cosas mágicas, pierden su poder. Cuando me despertédurante la noche y oí sonar en la oscuridad la grancampana del templo, pensé en la piedra mágica y mepareció que tenía que ser mágica. Pero el tañido de lacampana en la noche me asustaba siempre un poco.Aquella camparía retumbaba como un trueno. Yo estabaun día dentro del templo, cerca de la campana, cuandola tocó un sacerdote, y sonó más fuerte que un trueno.Por la noche, sola en mi cama, oía rodar aquel ruido por

    la colína, como un trueno.—Yo tengo miedo del trueno —dijo Pedro con una

    voce-cita tan temblorosa que su madre lo apretó fuertecontra ella.

    —Antes, yo también tenía miedo del trueno yseguramente por esto la gran campana me asustabasiempre un poquito. Y aquella noche, cuando la oí, tuvela seguridad de que la piedra era mágica. Pero cuandome desperté a la otra mañana y comí un buen tazón de

    leche con tostadas, como de costumbre, y vi que el sol brillaba por todas partes, ya no estuve tan segura de lamagia de la piedra.

    Aquella mañana, lo recuerdo bien, aprendí aprisa milección, aunque tocaba lo de "tres por tres" y yo era habi-tualmente muy lenta para aprender una tabla demultiplicar. Mi madre quedó tan sorprendida, que mepreguntó loque iba a hacer después de la clase, y dijo que esperaba

    que no fuera nada malo lo que hacía que me apresuraraasí.

    —¡Oh, no! ¡No es nada malo! —dije yo—. Sólo es unasunto de magia, pero no te lo puedo decir hastadespués.

    Así pues, cuando el sol estuvo exactamente a medio

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    camino entre la colina y la cima del cielo, en el punto justo que Hermano Mayor había señalado la víspera, yoesperaba metida en el nido que me había preparado enla hierba. No tuve que esperar mucho. Pocos minutos

    después, vi danzar dos cabezas sobre las hierbas altas, einmediatamente las hierbas se apartaron y apareció denuevo Da Lobo con la misma expresión que el díaanterior, pero, este día, ya no me daba miedo. Y encimade su lomo iba Hermano Mayor con su pantalón dealgodón azul —vi la piedra que sobresalía de sucinturón—, y detrás de él iba Hermana Pequeña con suchaquetea de un rojo descolorido y su pantalón azul, yse agarraba a la cintura de su hermano y las piernas de

    los dos salían en punta a ambos lados del búfalo. PeroHermano Mayor tenía un aire muy solemne.

    —Hermano Mayor y Hermana Pequeña —dije yo—,¿habéis comido vuestro arroz?

    —¿Por qué les preguntaste esto? —inquirió David.

    —Porque en China es un modo educado depreguntar cómo estás.

    También Hermano Mayor era muy educado.

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    —Sí, ya lo he comido —me dijo—. ¿Y tú?

    —Yo también.

    Este día Hermana Pequeña no se sentía tan tímida ydijo con su vocecíta:

    —¡Pero s¡ tú no comes arroz! Eres una extranjera yyo sé que comes ratas, perros y grasa de vaca.

    —¡Qué va! ¡No es verdad! ¿Quién te ha contado estamentira?

    —Es lo que hemos oído decir siempre de losextranjeros —dijo Hermano Mayor.

    —Como todo lo que coméis vosotros —dije—, arroz,y carne, y verduras.

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    —Pero bebes leche de vaca y comes grasa de vaca —dijo Hermana Pequeña.

    —No es grasa de vaca... es mantequilla, y es muy buena, sobre todo encima del pan.

    —Yo no querría comer eso —dijo Hermana Pequeña—, tendría miedo de oler mal.

    —Si continúas hablando así —le dije a HermanaPequeña—, me arrepentiré de no haber dejado ayer quetu hermano te llamara conejo.

    Al oír estas palabras, Hermana Pequeña cerró su bo-quita roja y me miró fijamente, y Hermano Mayor sevolvió e hizo el gesto de darte un sopapo.

    —Eres una mal educada —le dijo—. ¿Qué va apensar de ti esta niña extranjera?—No tiene importancia —dije yo, intentando ser

    amable—. Es muy pequeña.

    —Sí, es muy pequeña —admitió Hermano Mayor—,y, además, sólo es una niña.

    —¡Pero ya te dije que yo también soy una niña! —exclamé al oírle repetir estas palabras.

    —No me hagas caso —dijo vivamente Hermano

    Mayor—. También yo soyunmal educado. Y, además, túno pareces una niña. ¡Eres tan grande!

    Vi que se esforzaba por ser amable y nosperdonamos mutuamente. Da Lobo estabacompletamente inmóvil, como hacía siempre en cuantotenía ocasión, y mascaba la hierba con expresión defastidio, porque no le gustaba más hoy de lo que le habíagustado el día anterior.

    —Esta piedra —dijo Hermano Mayor, sacándose la

    piedra blanca del cinturón— es una piedra mágica.Estoy convencido.

    —¿Por qué lo crees? —le pregunté.

    —Porque es tan blanca que durante la noche lapodía ver encima de la mesa, ¡unto a mi cama. Y mipadre la ha visto cuando ha entrado y ha dicho: "¿Qué es

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    esto blanco que hay encima de la mesa?" Y le he dicho:"Es una piedra". El ha encendido la vela, ha cogido lapiedra en la mano y ha dicho: "Nunca había visto unapiedra tan blanca ni tan lisa. No la pierdas". Así pues, si

    incluso mi padre la ha encontrado extraña, debe sermágica.—Entonces, ¿hoy quieres decir "Abracadabra"?

    —Yo frotaré la piedra y tú dirás la palabra.

    Lo hicimos así. Yo dije tres veces "Abracadabra" muylentamente y él frotó la piedra, mientras HermanaPequeña se agarraba a él y cerraba los ojos.

    —¿Qué pasó? —susurró Miguel.

    —Nada —dijo mamá—, absolutamente nada,

    aunque todos esperábamos. Un abejorro emprendió elvuelo, un gran abejorro amarillo y negro, pero esto noera nada. Una diminuta serpiente verde se deslizó entrela hierba, nos vio y se alejó, pero tampoco esto era nadaextraordinario. Hermana Pequeña abrió, por fin, los ojos.Y, durante todo este tiempo, Da Lobo no había dejado demascar.

    —Esto no puede funcionar así —le dije a HermanoMayor, cuando hubimos esperado mucho rato—. Tieneque ser la misma persona la que frote la piedra y diga"Abracadabra' . Si no se hace así el genio no viene.

    —Bueno, pues hazlo así —dijo, y me tendió la piedra.

    —Si lo hago yo, no conseguirás lo que tú deseas.

    —Voy a decirte lo que quiero —dijo con viveza—.Quiero...

    —¡No, no lo digas! —grité—. Si dices lo que quieres,no lo conseguirás.

    Estábamos en un callejón sin salida; es fastidiosoestar en un callejón sin salida porque uno no sabe pordónde salir. ¿Qué podíamos hacer?Mamá se echó a reír y papá río con ella.

    —¡Te imagino muy bien! —dijo, entre carcajadas.

    Los dos se miraron y siguieron riendo ante este

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    recuerdo, como si hubieran olvidado completamentedónde se encontraban.

    —¿Pero, la piedra era mágica? —preguntó Pedro,para hacerlos volver a la realidad.

    —Mira —dijo mamá—, voy a dejar que lo decidáispor vosotros mismos. He aquí lo que pasó. Cuandotodos estuvimos instalados, excepto Da Lobo...

    —¿Qué hacía Da Lobo? —preguntó Pedro.

    —No dejaba de girar su largo cuello para mirarmecon aire consternado. Me pareció descubrir en sus ojosuna mirada extraña. Parecía estarnos contando. Creoque se decía: "¿Hay uno... dos, ahí arriba, o hay uno...dos... tres?"

    —Me parece que a Da Lobo no le gusta saber queestoy aquí —le dije a Hermano Mayor.

    —Es porque hueles a leche —dijo Hermana Pequeña—, y eso hace que se sienta incómodo.

    Da Lobo volvió la enorme cabeza hacia un lado y memiró, después la volvió hacia el otro lado para mirarmemejor y, cada vez, uno de sus cuernos se me clavaba enla pierna, porque sus cuernos eran muy largos y, como

    yo iba sentada en el centro, estaba en el sitio ideal paraque me tocara con ellos al girar la cabeza. HermanoMayor se bajó, cogió la cuerda y la desenrolló de nuevo.

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    —¡Da Lobo! —le gritó—. ¡Que el diablo se lleve a tumadre y tu abuela!

    Y, con estas palabras, tiró tan fuerte de la cuerda, queDa Lobo se estremeció de un modo terrible y estuvo apunto de hacernos caer al suelo.

    —Hace esto cuando no nos quiere encima de sulomo —dijo Hermana Pequeña.

    —Démonos prisa en probar la piedra mágica —dije—, y, sí no pasa nada, bajaré inmediatamente.

    Hermano Mayor cogió, pues, la piedra, la frotó y

    repitió conmigo Abracadabra".—¿Y qué pasó? —susurró Miguel.

    —Pues... no pasó nada, porque no sabía pronunciar bien aquella palabra. Decía "Ablacadabla", porque laletra "r" es muy difícil de pronunciar para un chino. Tuveque repetir la palabra más de mil veces y enseñarle cómo

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    apoyaba la lengua contra el paladar para pronunciar la"r", y, durante todo este tiempo. Da Lobo agitaba susijares gordos y redondeados dándonos la sensación deestar sentados sobre una cosa plegable, una especie de

    acordeón. Después, de repente. Hermano Mayor dijo lapalabra correctamente y frotó la piedra al mismo tiempo,y...

    Mamá se paró un momento para mirar las caras desu auditorio. Todos los ojos estaban fijos en ella, inclusolos de papá.

    —¿Y qué pasó? —susurró Judy.—Ahora sí que pasó algo. Cuando Hermano Mayor

    hubo gritado "Abracadabra" de modo correcto mientras

    frotaba la piedra, Da Lobo dio un bramido terrible,levantó la cabeza y echó a correr. ¡Cómo corría!Descendió la colina, corriendo entre la hierba de lapampa, sobre terrenos desiguales y sobre tierras llanas.Nosotros nos agarrábamos uno a otro, y HermanaPequeña gritaba muchísimo, y Hermano Mayor tirabade la cuerda, aullando y maldiciendo al animal. Los tresnos cogíamos fuertemente y teníamos la sensación decabalgar sobre un volcán. Saltábamos en el aire, íbamos

    de un lado a otro, apretábamos los talones contra losflancos del búfalo y, estrechamente abrazados,estábamos a punto a cada instante de ser proyec