edwards, j. - isabel y fernando (cap. 4)03

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    CAPÍTULO 4

    DEFENSORES DE LA FE

    JUDÍOS, CONVERSOS E INQUISICIÓNCuando en 1667, el historiador Diego Ortiz de Zúñiga in-

    tentó describir la introducción de la «Inquisición Española»en su ciudad natal, atribuyó la primera responsabilidad per-sonal a la política de Isabel y Fernando 1. Puesto que desdeentonces su opinión se ha aceptado por lo general, a travésde muchos cambios religiosos y metodológicos, es importantededicar la mayor atención a los acontecimientos que rodea-ron la introducción de esta fundación, primero en Sevilla ydespués en el resto de la Corona de Castilla y en la Coronade Aragón. Como señalaba Ortiz, Isabel y Fernando no po-dían introducir un tribunal como aquel sin la autorizacióndel papa, y por esa razón es de considerable interés la fór-mula que se empleó en el texto de la importante bula, emi-tida por Sixto IV el 1 de noviembre de 1478. Aquel fue el do-cumento fundacional para una organización que había dedurar 400 años. En ella, el Papa se refiere a una solicitud deIsabel, recibida por él recientemente, en que la reina alegabaque, en varias partes de sus reinos, había personas que «ha-

    biendo sido regeneradas en Cristo por las sagradas aguas del bautismo sin ser forzadas a ello, y adoptando la apariencia decristianas», habían vuelto al judaísmo, tanto en sus creenciascomo en su práctica. Como es acostumbrado en documentospublicados por la Santa Sede se subrayan los precedentes y

    1 D. Ortiz de Zúñiga (1667, 1796) (1988), Análisis eclesiásticos y se-culares de la muy noble y muy leal ciudad de Sevilla, Ediciones Guadalqui-vir, págs. 103-104.

    http://0.0.0.0/http://0.0.0.0/http://0.0.0.0/http://0.0.0.0/http://0.0.0.0/http://0.0.0.0/http://0.0.0.0/http://0.0.0.0/http://0.0.0.0/http://0.0.0.0/http://0.0.0.0/http://0.0.0.0/

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    2 G. Martínez Díez (1994), Bulario de la Inquisición española, Edito-rial Complutense, págs. 74-79.

    se declara que los conversos, que así se «judaizaban», queda- ban sometidos a las penas formuladas para aquellos casos porBonifacio VIII (1294-1303). Tras repetir los términos de la

    solicitud española, la respuesta de Sixto empieza elogiando elcelo de Isabel por la fe católica y después acepta su petición.Delega en ella el poder de nombrar en cada ciudad o dióce-sis, tres, o al menos dos inquisidores que deben ser:

    Obispos, o de rango superior, u otros hombres probos,sacerdotes seculares o religiosos de órdenes mendicantes ono mendicantes, de cuarenta años de edad, buena concien-cia y vida elogiosa, doctores o licenciados en Teología o

    doctores en Derecho Canónico o licenciados tras un exa-men riguroso, temerosos de Dios.

    Tendrían total jurisdicción inquisitorial y episcopal, tantosobre los herejes como sobre aquéllos que les ayudaran o die-ran refugio, aunque existiera algún privilegio papal anterior ocontemporáneo que pudiera contradecir aquella bula. Es no-table, dada la anterior costumbre romana, que se permitiera aIsabel destituir y reemplazar a las personas nombradas porella si no resultaban satisfactorias, y el Papa la exhortaba así:

    Ejercitaos en elegir y nombrar para las antedichas fun-ciones a personas que estimuladas por su propia probidad,integridad y diligencia puedan obtener incesantemente losfrutos de la exaltación de la Fe y la salvación de las almas 2.

    ¿Caía realmente la responsabilidad de establecer la nuevaInquisición sobre Isabel de forma tan total como sugiere la

    bula de Sixto IV?Para entender el papel de Isabel y de su esposo en el esta- blecimiento de la nueva Inquisición en Castilla, es necesarioen primer lugar retroceder en el tiempo hasta los anterioresintentos de instaurar allí tribunales similares a los que yaexistían en la Corona de Aragón. También es esencial cono-cer las preexistentes condiciones que llevaron a la acción a

    las monarquías y al papado. Entre 1390 y alrededor de 1420

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    3 J. Valdeón Baruque (1994), «Los orígenes de la Inquisición en Cas-

    decenas de miles de judíos castellanos y aragoneses se bauti-zaron como cristianos, al parecer como resultado de violen-tos ataques, en el verano de 1391, a los barrios judíos de di-

    versas ciudades, y también de las presiones sociales, legalesy misioneras que les siguieron. Una generación más tarde, lamayoría cristiana «vieja», como ella misma había dado en lla-marse, comenzó a ser consciente de que se le estaban su-mando cristianos «nuevos», o conversos, y por resentimiento,puso en duda su ortodoxia en su nueva fe. Puesto que aquélfue un problema español y que la «Inquisición Española» esconocida en la historia sobre todo como un instrumento de

    la Corona, a algunos puede sorprender que la primera suge-rencia de establecer un tribunal así en Castilla procediera delpapado en 1442, cuando el papa Eugenio IV autorizó con una

    bula a Enrique IV de Castilla a proteger la situación y los de-rechos de los convertidos desde el Judaísmo, que evidente-mente sufrían presiones por algunos sectores de la mayoríacristiana «vieja». Pero la bula ordenaba también que si algúnconverso regresaba a la religión judaica, fuera investigado porel tribunal inquisitorial competente y debidamente castigado.En aquella época los deberes inquisitorios no estaban en ma-nos de tribunales especiales como en la Corona de Aragón,sino que seguían en las de los obispos diocesanos. Pero, encualquier caso, el Papa había inyectado en el subconscientede Castilla la idea de que existía un problema de «conversos»y de que una inquisición lo resolvería, y esa idea había desubsistir durante varias centurias. La revuelta de Toledoen 1449 inevitablemente concentró su atención sobre losconversos «judaizantes» y sobre el trato que debía dárseles.

    Una vez más la iniciativa llegó del Papado. Nicolás V inter-vino para proteger los intereses de los conversos en Toledo yen todas partes, pero también publicó una bula con fecha 20de noviembre, concediendo al obispo de Osma y al vicario ge-neral de la diócesis de Salamanca, poder para actuar como in-quisidores en casos supuestamente relacionados con el «ju-daicismo». En el caso de Toledo, la revuelta terminó y la bulano se llevó a efecto, pero por iniciativa papal, que no real, se

    habían puesto los cimientos teóricos para lo que había de su-ceder en 1478 3. El clima de hostilidad hacia los conversos si-

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    tilla», en Inquisición y conversos. III curso de cultura hispano-judía y sefardí (Toledo, 6-9 de septiembre, 1993), Cromografía, págs. 36-37.

    4 A. de Espina (c.1459), Fortalitium fidei, citada en T. de Azcona(1993), pág. 489.

    5 Ibíd., págs. 494-495; J. Edwards (1999), «La masacre de judíos cris-

    guió creciendo y en algún momento entre 1458 y 1464(siendo esta última fecha la del primer manuscrito conocido),un fraile de la orden de los franciscanos observantes, Alonso

    de Espina, completó un largo trabajo titulado Fortalitium Fi-dei (Fortaleza de la Fe) en el que atacaba a los herejes en ge-neral y a los «judaizantes» en particular. Incorporando mu-chos detalles del manual que escribió el catalán NicolauEymerich para los inquisidores, Directorium inquisitorum ha-cia el año1377, Espina diseñó la siguiente «solución» sin pa-ralelo, para el «problema» de los conversos de Castilla:

    Yo creo que si se hiciera en nuestros tiempos una in-quisición, innumerables personas a quienes se descubriríacomo judaizantes, serían enviadas a la hoguera. Esas per-sonas, si no son castigadas aquí, con la mayor crueldad, porser judías en público, tendrán que arder en el fuegoeterno 4.

    En el reinado de Enrique IV fracasaron todos los esfuerzospor introducir la Inquisición en Castilla, pero está claro que laprincesa y futura reina no podía ignorar la continua amenazaque suponía para la estabilidad del reino, el conflicto entre cris-tianos y judeocristianos. En julio de 1467 se produjo un nuevoestallido de violencia en Toledo, y en él, a diferencia de losacontecimientos de 1449, los conversos tomaron la iniciativa,invadieron la catedral el sábado 14 y emprendieron una furiosa

    batalla contra los «cristianos viejos» el siguiente domingo. Losconversos perdieron y los colaboradores del príncipe Alfonso(véase capítulo 1), que entonces enseñoreaban la ciudad, in-tentaron restablecer el orden, pero las tensiones no desapare-cieron. Al año siguiente hubo enfrentamientos entre cristianosnuevos y viejos en Sepúlveda y disturbios en Córdoba y Jaénen 1473. En 1474, poco antes de la muerte de Enrique, se pro-dujeron en Segovia estallidos de violencia y de nuevo en Cór-doba5. Isabel, por supuesto, vio la cuestión desde su profunda

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    tianos en Córdoba, 1473-1474», en M. Levene y P. Roberts (eds.), The Massacre in History, Bergham Books, págs. 55-68.

    6 T. de Azcona (1993), págs. 495-496.7 L. Suárez Fernández (1996), «El máximo religioso», en Fernando

    de Aragón, el rey católico, Institución Fernando el Católico, pág. 47.8 J. Gil (2000-2001), Los conversos y la Inquisición sevillana, Univer-

    sidad de Sevilla y Fundación El Monte, vol. 1, pág. 42.

    y activa piedad cristiana. Pero no podía negarse que había fac-tores políticos involucrados, y es imposible ver la petición de

    la reina y su esposo a Sixto IV en 1478, fuera del contexto de

    la guerra por la sucesión de Castilla. Azcona arguye razonable-mente, que los monarcas no pudieron afrontar el problema deintegración de los judeocristianos en la Iglesia y en la sociedad

    hasta que Alfonso y Juana fueron derrotados. El viaje de Isa- bel a Sevilla, a través de Extremadura, tuvo por objeto ponerfin al desorden político e identificar a los disidentes y en esesentido la cuestión religiosa ocupaba un segundo lugar 6. Entérminos generales respecto a todos los temas de este capítulo,y no sólo en el asunto de la Inquisición, es prudente recordar

    la observación hecha por Luis Suárez Fernández:

    Es difícil establecer una diferencia entre la conducta deFernando y la de su esposa en relación con este asunto (de

    la religión): al parecer coincidían completamente 7 .

    A finales del siglo XV Sevilla tenía aproximadamente40.000 habitantes. Contenía una pequeña comunidad judía,de unos cuantos centenares de supervivientes del despojo y

    la masacre de judíos en la ciudad en 1391 y también un nú-mero considerable de conversos, muy activos en muchas pro-fesiones y oficios, tanto en la misma Sevilla como en los pue-

    blos circundantes; por ejemplo, en el puerto de San Lúcar deBarrameda del Duque de Medina-Sidonia. Juan Gil caracte-riza así a la ciudad en aquella época.

    Está lejos de ser casualidad que el primer tribunal delSanto Oficio encontrara su base en Sevilla, una ciudad quepululaba de depravación herética (sic), sí, pero tambiéndonde algunas mentes egregias tenían que ser humilladas,empezando por la del eterno protector de los nuevos cris-tianos, el (Duque de) Medina-Sidonia 8.

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    Gil argumenta que se eligió Sevilla como sede del primertribunal, por la relación que allí existía entre tantos importan-tes conversos locales y el Duque, y no Toledo o Burgos, dondetambién vivían numerosos conversos económica y política-mente activos. Pero hubo otras razones para esta elección.

    En primer lugar no debemos olvidar que en 1478, Sevillafue sede de un sínodo nacional de la Iglesia castellana, quetenía como absoluta prioridad la reforma y «purificación» delCuerpo de Cristo. En aquella reunión, que había sido convo-cada por iniciativa de Isabel y de su esposo, fray Alonso deOjeda, prior del convento de dominicos de San Pablo en laciudad, dio su versión de las atrocidades judaizantes que su-puestamente perpetraban los conversos de Sevilla. Parece aprimera vista que al cardenal Pedro González de Mendoza,Arzobispo de Sevilla desde 1474, no le entusiasmaron lasafirmaciones de Ojeda. Una de sus parientes, pertenecienteal clan aristocrático de los Mendoza, se había casado con unmiembro de la conversa familia Arias Dávila. Pero aun así, elCardenal no sólo informó a Fernando e Isabel de lo relatadopor Ojeda, sino que inició una campaña para evangelizar a los conversos, convencido, como tantos de sus contemporá-neos, de que su supuesta reversión al judaísmo se basaba,tanto en la ignorancia del cristianismo, como en su hostili-dad hacia él. Y no debería introducirse una nueva Inquisi-ción hasta que la Fe se hubiera enseñado debidamente. A lacabeza de este esfuerzo misionero, que en su inicio se redujoa su Archidiócesis y a la vecina Diócesis de Cádiz, Mendozaeligió al fraile jerónimo Hernando de Talavera, para trabajar junto alprovisor del Cardenal, Pedro Fernández de Solís, tam-

    bién Obispo de Cádiz. Muy influyente ya en la corte, pareceque la elección de Talavera se debió en parte a su propia des-cendencia de conversos y en parte a su deseo de evitar lasinnovaciones teológicas de algunos de sus predecesores, cris-tianos nuevos que nombraron para altos cargos a los judeo-cristianos. Él predicaba el mensaje tradicional de que todas las profecías del Antiguo Testamento se habían cumplido en Jesucristo, la encarnación de Jesús había superado la Ley Mo-saica y la Iglesia era ahora el Pueblo Elegido, la Nueva Israelfuera de la cual no había salvación. Por lo que la única op-ción correcta para los judíos era su conversión total al cris-tianismo. En sus sermones, Talavera no se limitó a clamar

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    9 H. de Talavera (1961), Católica impugnación, Flors, pág. 69 (cartaa Fernando e Isabel).

    10 Ibíd., págs. 186, 218, 222; J. Gil (2000), vol. 1, pág. 46.

    contra el pecado de apostasía judaizante, sino que junto conel obispo Solís y el capitular de la catedral de Sevilla, redactóuna serie de disposiciones para que la religión y la vida cris-

    tiana creciera y se practicara en aquella muy noble ciudad, aimitación de sus monarcas, quienes se veían así asociados di-rectamente con la empresa evangelizadora 9. Este código, queprefiguraba las posteriores órdenes de la Inquisición, estable-cía que los conversos debían exhibir en sus casas un crucifijoe imágenes de María y de los santos y servir de ejemplo dedevoción cristiana en su conducta, y se les prohibía lavar asus muertos antes de enterrarlos y comer carne kosher , por-que éstas eran prácticas judías. El Cardenal ordenó colocarproclamas en las puertas de todas las iglesias de la diócesisexhibiendo dichas normas («que los cristianos deben cumplirdesde el día en que nacieron»), junto con edictos amenazandoa los desobedientes con duros castigos. También ordenó alclero parroquial que enseñara el cristianismo además de im-ponerlo 10.

    Durante el año 1478, mientras se realizaba la campaña«misionera» de Mendoza, los grupos de presión siguieron in-sistiendo en que se estableciera una Inquisición permanente.Entre estos grupos se encontraba una figura que pronto al-canzaría considerable resonancia, la de fray Tomás de Tor-quemada, que coincidiendo con la creciente presión sobre losconversos de Sevilla, envió un escrito al rey y a la reina titu-

    lado «Las cosas que los reyes deben remediar». En él atacabaal judaísmo y a los judíos (él, que tenía media ascendencia

    judía), abogaba por una política de separación de las comu-nidades judías y cristianas —lo que Isabel y Fernando ya te-

    nían pensado— y pedía que judíos y musulmanes llevaran brazaletes distintivos como había ordenado la Iglesia Romanadesde el IV Concilio Lateranense de 1215. Este texto no hacemención explícita de una Inquisición, tal vez por deferenciaal cardenal Mendoza y a su política de «conversión», que alfin y al cabo había obtenido el beneplácito real. Pero aunqueTorquemada no pueda ser descrito exactamente como el «creador»

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    11 P. Huerga Criado (1996), «Fernando II y Torquemada», en Fer-nando II de Aragón, el rey católico, págs. 66-67; T. de Azcona (1993), pá-ginas 499-500.

    12 J. Gil (2000), págs. 45-49.

    de la Inquisición Española, al solicitar medidas draconianascontra los judíos y también, siguiendo el modelo de Espina,«contra los blasfemos (y) negadores de Dios y los santos», y

    también contra los «hechiceros y adivinos», señaló con clari-dad el rumbo que muy pronto había de seguir 11. Aunque losmonarcas no utilizaron su poder de nombrar inquisidores

    hasta septiembre de 1480, durante 1478-1479 se dieron pa-sos que ponían en peligro la seguridad de los conversos cas-tellanos.

    Talavera siguió prefiriendo la exhortación al encarcela-miento y el juicio, pero sin embargo, en sus sermones de Se-villa afirmaba que los herejes que recayeran «en algunos ca-sos deben morir». Según el testimonio del fraile jerónimo, esposible que él y el obispo Solís sí iniciaran una inquisición detipo tradicional, por causa de la cual algunos herejes convic-tos fueron llevados ante las autoridades seculares para sumuerte en la hoguera. Parece probable, aunque no está abso-

    lutamente claro, que aquella fue la precursora del nuevo y per-manente tribunal. A principios de 1480 los conversos comen-zaron a huir y algunos a refugiarse en la musulmana Granada.Aquel año apareció en Sevilla un folleto anónimo que un clé-rigo cristiano reconoció como suyo, asegurando el genuinofervor cristiano de los conversos. El opúsculo reafirmaba laanterior teología de Alfonso de Cartagena, e ironías del des-tino —a la vista de lo que pronto había de suceder— la de

    Juan de Torquemada, cuando subrayaba la raza judía de Je-sús. Acusaba a los predicadores como Talavera, que condena-

    ban como superada la Ley de Moisés, de buscar honores porvanagloria. Añadía que, en efecto, el reino mesiánico estaba a

    punto de llegar, bajo el liderazgo de la Corona española, peropor lo visto habría de tener más características judías que cris-tianas. Cuando Talavera refutó aquella obra en 1481, la lla-mada por Juan Gil «inquisición blanda» había llegado a su fin.El rey y la reina efectivamente habían actuado, pero no en laforma aconsejada por el anónimo clérigo de Sevilla 12.

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    13 G. Martínez Díez (1998), págs. 80-83.14 Ibíd., págs. 84-87.

    El 17 de septiembre de 1487 en Medina del Campo, con los poderes que les había acordado el papa Sixto IV (en su buladel 1 de noviembre, incluida en el documento), Fernando eIsabel nombraron a dos frailes dominicos, Juan de San Mar-tín y Miguel de Morillo, inquisidores en toda la Corona deCastilla13. Pero en la práctica debían comenzar por Sevilla y el2 de enero de 1481, los propios San Martín y Morillo envia-ron un edicto a las autoridades eclesiásticas y seculares de Se-villa, Córdoba, Jerez de la Frontera, Toledo y todas las regio-nes de la Corona de Castilla, declarando que con la ayuda dedon Juan Ruiz de Medina, miembro del Consejo Real, se ini-ciaba una inquisición en Sevilla. Pero se descubrió que nume-rosas personas habían huido de la ciudad y muchas se habíanrefugiado en las tierras del magnate más poderoso de Andalu-cía y héroe futuro de la guerra de Granada, Rodrigo Ponce deLeón, Marqués de Cádiz y Conde de Arcos de la Frontera.Como es natural, los inquisidores deseaban poner fin a esasfugas y exigieron a todas las autoridades su plena coopera-ción14. A partir de ese momento es muy fácil documentar lasactividades de la nueva Inquisición, ya que sus tentáculos seextendieron, primero por Castilla y después al interior de laCorona de Aragón. Mucho más difícil es discernir el papelpersonal que jugaron la reina y su marido en su solicitud aSixto IV para que emitiera la bula del 1 de noviembre de 1478.De todas formas su generoso apoyo a Tomás de Torquemada,que junto con otros seis dominicos, el 11 de febrero de 1482fue nombrado inquisidor por Sixto IV, indica claramente cuá- les eran sus ideas y pronto se acumularían las pruebas. Porejemplo, el 4 de septiembre de aquel año se nombraron nue-

    vos inquisidores para crear un segundo tribunal en Córdobay en los siguientes diez años se abrieron nuevos tribunalescastellanos en Jaén, Ciudad Real, Toledo, Ávila, Segovia, Me-dina del Campo, Valladolid y Sigüenza. Se calcula que en-tre 1481 y 1488 los inquisidores de Castilla entregaron a másde 700 conversos «judaizantes» a las autoridades secularespara su muerte en la hoguera, en persona, si se encontrabanpresentes, y en efigie si habían huido antes del juicio. Muchos

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    15 J. Edwards (1999), The Spanish Inquisition, Tempus, págs. 58-59.

    otros permanecieron largos períodos en prisión y sufrieron di-versos castigos económicos y espirituales. No hay indicios deque Isabel y su marido no apoyaran plenamente estas accio-

    nes y la actitud personal de Fernando se descubrió cuando ladecisión de extender la nueva Inquisición castellana a la Co-rona de Aragón, se tomó en España, no en Roma 15.

    El 17 de octubre de 1483 el papa Sixto publicó una bulanombrando a Torquemada Inquisidor General de Aragón,Cataluña y Valencia. En los dos años anteriores y por mediode sus embajadores en Roma, Fernando había intentado ob-tener más poder sobre los tribunales existentes en sus tierras

    hereditarias, para ponerlos a la altura de lo que su esposa es-taba haciendo en Castilla, porque era evidente que requeríanmedidas más drásticas. Pero él y el Papa debían saber que sur-girían complicaciones, porque no había forma legal de queuna institución castellana, aunque fuera eclesiástica, se pu-diera extender a territorio aragonés. Además estaba claro quepara que Torquemada y sus agentes pudieran funcionar eranecesario terminar con los tribunales existentes en Zaragoza,Barcelona y Valencia. El inicial restablecimiento por Fer-nando de la antigua Inquisición papal había amenazado a losconversos, muchos de los cuales ocupaban puestos importan-tes en el gobierno local y nacional, pero nunca habían cons-tituido un problema constitucional. Pero el nombramiento deTorquemada era un desafío para los muy preciados fueros ara-goneses y catalanes, que prohibían a los funcionarios no na-tivos actuar dentro de unos límites establecidos. Así pues,cuando en 1484-1485 Fernando urgió la introducción en susreinos de los tribunales de nuevo estilo, encontró resistencia

    en dos puntos, porque la revuelta constitucional se añadió almiedo natural de los conversos y al temor de que allí pudie-ran recibir mucho más apoyo por parte de los que no eran deorigen judío, que el que sus homólogos recibían en Castilla.El 14 de abril de 1484, Torquemada convocó una junta en laciudad aragonesa de Tarazona, donde las Cortes del reino sereunieron bajo la presidencia de Fernando. Allí el nuevo In-quisidor General anunció el próximo nombramiento de in-quisidores para investigar la «herética depravación» de Zara-

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    goza, Huesca, Teruel, Lleida, Barcelona y Valencia. El 4 demayo de 1484 se empezó por nombrar inquisidores a dos do-minicos, fray Gaspar Juglar y fray Pedro Arbués de Epila en

    Zaragoza, la capital aragonesa, que albergaba importantes co-munidades de conversos y judíos. Juglar y Arbués encontra-ron inmediatamente la fuerte oposición de una alianza entreconversos y constitucionalistas y sus problemas se repitieroncuando un joven dominico vasco, fray Juan de Solibera fuenombrado inquisidor de Teruel.

    Desde el siglo XII , cuando se alzaba en la frontera con elterritorio musulmán, esta pequeña localidad aragonesa habíaprotegido celosamente su autonomía legal bajo la autoridadsoberana del rey. Cuando el 23 de mayo de 1488 llegó Soli-

    bera al exterior de sus murallas, el procurador de Teruel en las Cortes de Tarazona ya había advertido a sus compañerosdel Consejo de la amenaza inquisitoria. Después de celebraruna sesión secreta y nocturna con sus abogados, los conseje-ros negaron oficialmente al inquisidor la entrada en la ciu-dad, alegando que tenía solamente 24 años, muy por debajode los 40, edad requerida por la legislación papal y que,puesto que no era aragonés y era súbdito de Isabel de Casti-

    lla y no de Fernando, cualquier acción que realizara como in-quisidor sería un contrafuero. El buen fraile se retiró furiosoy humillado a la vecina villa castellana de Cella, donde in-tentó investigar casos de supuesto judaicismo, con la ayudade su colega, el inquisidor Martín Navarro, que era vicarioallí. La responsabilidad personal de Fernando en el aplasta-miento de la resistencia de Teruel es clara e inequívoca.Aparte de presentar sus propias objeciones legales (excepcio-

    nes de jure), los consejeros reunieron a toda la población desu territorio y pidieron ayuda a Daroca y Calatayud. Tam- bién apelaron directamente a la Diputación General , la comi-sión gubernamental de Aragón en Zaragoza, enviando allí embajadores el 10 de junio de 1484. Y el 23 de junio, en unúltimo y desesperado intento, enviaron otra delegación a Cór-doba, para que apelara directamente al rey. Fernando tuvoque tomar una decisión clara y lo hizo de forma tajante, in-sistiendo, como en otros casos similares, en que si los habi-tantes de Teruel eran tan inocentes de herejía como procla-maban, no tenían por qué temer nada de Solibera y Navarro.Ordenó a su «capitán» en Teruel, Juan Garcés de Marcilla,

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    16 J. Edwards [1984] (1996), «Religion, constitutionalism and the In-quisition in Teruel 1484», reeditada en Religion and Society in Spain,c.1492 , Variorum, núm. XIII.

    17 G. Martínez Díez (1998), págs. 168-171.

    que reprimiera toda rebelión y tomara medidas para que laInquisición funcionara, lo que Marcilla realizó en unos me-ses (hasta el 25 de marzo de 1485), aunque sus problemas noterminaron del todo hasta 1487

    16.Cuando Fernando presentó a Torquemada en la Corona de

    Aragón, Barcelona, la capital catalana, había tenido desde 1461en el antiguo régimen, a Juan Comes como inquisidor enplaza, y por tanto los consejeros no consideraron necesarioenviar un representante a las Cortes de Tarazona, pero esono les salvó de los nuevos nominados por Torquemada. Aun-que no hubo violencia, Barcelona se negó a aceptar la revo-cación de los poderes de Comes y el nombramiento de sus su-cesores, pero, como hizo en Teruel, Fernando personalmente les obligó a rendirse. Así, durante 1485 muchos conversos huyeron de la ciudad y el 3 de 1486 el papa Inocencio VIII borró todos los obstáculos legales, revocando oficialmente lospoderes de todos los inquisidores castellanos, aragoneses ycatalanes, ya fueran antiguos o nuevos. Esta medida dio ple-nos poderes a Torquemada para nombrar a quien quisiera se-gún las nuevas reglas o «instrucciones» que había formuladoen 148417. El Inquisidor Gerenal sustituyó debidamente a Co-mes por un dominico, Alonso de Espina (el autor de la «For-taleza de la Fe»), pero, como en el caso de Sevilla, numerososconversos de Barcelona huyeron antes de ser sometidos a jui-cio. En Valencia, más al sur, dos inquisidores de entre los an-tiguos, Juan Cristóbal de Gualbes y Juan Orts habían sidonombrados por Sixto IV en fecha tan reciente como 1481.También aquí Torquemada introdujo a Martín Íñigo y Juande Epila como inquisidores para el nuevo tribunal, pero el úl-

    timo era más aragonés que valenciano y hubo protestas con-tra su nombramiento por razón del fuero local. Pero el sucesomás espectacular en el establecimiento de la Inquisición en la Corona de Aragón por Fernando e Isabel, tuvo lugar en Za-ragoza en 1485. Como ya se ha dicho, el año anterior habíasido nombrado Pedro Arbués de Epila como inquisidor de la

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    nueva fundación en la capital aragonesa y su dureza contrasupuestos judaizantes había provocado un amargo enfrenta-miento con la influyente comunidad conversa de la ciudad.

    En septiembre de 1485, Arbués intuyó que su vida estaba enpeligro y decidió vestir una cota de malla bajo la sotana y uncasco de acero bajo la «teja» (o sombrero) clerical. Aun así,en la noche del 15 al 16 de septiembre fue apuñalado hasta

    la muerte cuando rezaba en la Seo de Zaragoza, convirtién-dose así en el primer mártir de la Inquisición Española, víc-tima de la política seguida por los reyes, que en su día seríacanonizado. Los ocho conspiradores no tardaron en ser iden-tificados, inevitablemente —y al parecer con razón— se echó

    la culpa a los conversos, y los nuevos tribunales se reafirma-ron en su trabajo de investigación y castigo. Entre 1480 y 1492centenares de conversos, tanto en Castilla como en Aragónfueron apresados, encarcelados e interrogados y, en personao en efigie, murieron por docenas en la hoguera, mientras laconfiscación de sus bienes los hundía en la miseria, a ellos ya sus familias. En este proceso no hay absolutamente nin-guna señal de que el rey y la reina desaprobaran ningún as-pecto de las actividades de sus inquisidores.

    Por lo tanto, la iniciativa personal de Fernando e Isabelen la fundación y el trabajo inicial de la nueva Inquisición,sobre todo entre los conversos, puede demostrarse con facili-dad. No obstante, la cuestión central de cuál era su percep-ción del judaísmo y su relación con el cristianismo, requiereun análisis más profundo. En las últimas décadas, muchos in-vestigadores en España y en el extranjero, sobre todo en Es-tados Unidos, Israel y Europa occidental, han vuelto a estu-

    diar los numerosos archivos de los tribunales castellanos yaragoneses en el período de 1480-1520. Los resultados hantendido a concentrarse en dos aspectos principales. El pri-mero es la organización y los procedimientos de los tribuna-

    les y sobre todo la capacidad de los métodos inquisitorialespara identificar correctamente las creencias y prácticas reli-giosas de los individuos, y el segundo, es la cuestión de la ver-dadera identidad religiosa de los conversos. El valor de laspruebas obtenidas por los inquisidores, presentadas tanto por

    los acusados como por los testigos, sigue siendo objeto decontroversia. Algunos estudiosos y notablemente BenzionNetanyahu, rechazan absolutamente que la documentación

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    18 B. Netanyahu [1995] (2001), The origins of the Inquisition in fif-teenth century Spain, New York Review Books.

    que se conserva, sea indicativa de la religión de los conver-sos, por la parcialidad y el secretismo de los métodos con quese obtuvo. Netanyahu va más allá, asegurando que los con-

    versos, más que secretos judaizantes, eran básicamente cris-tianos sinceros y por tanto fueron cruel e injustamente per-seguidos por la Inquisición de Fernando e Isabel 18. Pero larealidad política y social era que ambos monarcas y sus agen-tes creían que el judaísmo existía en secreto en el interior desus reinos y sus actos se debieron a la convicción, común enaquella época, de que la fe judía estaba, no sólo superada,sino que era total y activamente malvada. El relativismo enmateria religiosa no era desconocido en la España de la BajaEdad Media, donde, al menos hasta 1492 convivieron judíosy cristianos. Y después de esa fecha los cristianos siguieroncoexistiendo con los musulmanes. Pero la idea de que la sal-vación podía obtenerse legítimamente mediante una plena ysincera adhesión a cualquiera de estas tres religiones siemprese rechazó en los círculos oficiales, aunque a veces la expre-saran personas normales y corrientes, y a este respecto la opi-nión de los reyes era por entero convencional. Para ellos losmétodos de la Inquisición eran absolutamente legítimos, de-seables y necesarios para eliminar un peligro que era letalpara la sociedad española: el de los judíos enmascaradoscomo cristianos católicos para destruir a la Iglesia desde den-tro. Mantuvieron su apoyo a los inquisidores durante toda suvida, pero su ansia apasionada por borrar de la iglesia y de lasociedad la para ellos cierta amenaza del judaísmo, se expresótambién con dos importantes iniciativas tomadas durante ydespués de la guerra de Granada.

    En primer lugar, una noche de junio de 1490, Benito Gar-cía, un converso, se alojaba en una posada de Astorga, en lafrontera de Castilla la Vieja y Galicia. Tras un altercado, va-rios «cristianos viejos» que estaban de jolgorio, dijeron haberencontrado en su equipaje una hostia consagrada. En la Eu-ropa medieval se creía que los que robaban esas hostias en lasiglesias estaban inspirados por el diablo, acusación que se ele-vaba constantemente contra los judíos en España y en todas

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    19 R. Po-Chiah Hsia (1992),Trent 1475. Stories of a ritual murder trial, Yale University; M. Rubin (1999),Gentile tales. The narrative as-sault on Late Medieval Jews, Yale University Press.

    partes19. En este caso, el vicario general del Obispo de As-torga intervino con rapidez y comunicó el hecho a la Inqui-sición de Valladolid, que a su vez lo transfirió al tribunal deÁvila, la ciudad natal de Torquemada. Durante los meses quesiguieron, los inquisidores intentaron descubrir lo que afir-maban que era una conspiración de unos diez conversos y ju-díos, en la que no sólo se había robado la Sagrada Hostia confines nefandos, sino que un muchacho de La Guardia (To- ledo) había sido secuestrado en casa de sus padres, llevado auna cueva junto a su pueblo y sometido a los mismos tormen-tos, incluidos los azotes y la crucifixión, que en su pasión se habían infligido a Jesús. Desde un punto de vista técnico, ladificultad de conciliar el testimonio contradictorio de los acu-sados, llevó a los inquisidores a abandonar sus procedimien-tos habituales, tal como los había formulado Torquemada ensus instrucciones de 1484. En lugar de encarcelarlos e inte-rrogarlos por separado, se confrontó a los acusados entre sí yal fin surgió un relato supuestamente «auténtico» y coinci-dente. Aunque nunca apareció ningún niño muerto y tortu-rado, ni ningunos padres deshechos y desconsolados, el

    «Santo Niño de La Guardia» recibió el nombre de Cristóbal(Christopher, o «portador de Cristo») y se dijo que había des-aparecido por arte de magia durante una fiesta para celebrar la Asunción de la Bienaventurada Virgen María (el día 15 deagosto, sin especificar de qué año). En noviembre de 1491 losinquisidores declararon culpables a todos los acusados, susasesores externos(calificadores) confirmaron los veredictosy las sentencias y el 16 de aquel mes tuvo lugar en Ávila unauto de fe. El culto al «santo niño» no ha desaparecido toda-

    vía del todo, al menos en La Guardia, pero lo más interesantees el esfuerzo de la Inquisición por dar publicidad al caso en la Corona de Aragón además de en la de Castilla.

    El mensaje que debía extenderse entre los súbditos «cris-tianos viejos» de Fernando e Isabel era únicamente que, como los tribunales de la Inquisición venían asegurando desde1480, los «cristianos nuevos» eran judaizantes en secreto, y

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    20 F. Fita (1887), «La verdad sobre el martirio del Santo Niño de LaGuardia, o sea el proceso y quema (16 de noviembre 1491) del judío JuceFranco en Avila», Boletín de la Real Academia de la Historia, vol. 11 , pá-ginas 7-134; J. Edwards (1999), «Ritual murder in the Siglo de Oro: Lopede Vega’s El niño inocente de La Guardia», en A. Benaim (ed.),The pro-ceedings of the Tenth British conference on Judeo-Spanish studies, 29 June-1 July 1997, Queen Mary and Westfield Collage, Department of Spanish,págs. 73-88.

    21 M. del P. Rábade Obrado (1993),Una élite de poder en la Corte delos Reyes Católicos. Los judeoconversos, Sigilo.

    lo que era peor, el caso del «santo niño» demostraba que esosconversos seguían tomando parte activa en las conspiracio-nes anticristianas de los judíos20. Entonces el objetivo polí-tico pasó a ser los judíos españoles que no se habían bauti-zado. Cuando se celebró el auto de fe de Ávila, la guerra deGranada estaba llegando a su fin, pero Torquemada y losmiembros del Consejo Supremo de la Inquisición Generalcontinuaron su campaña para persuadir a Isabel y Fernandode que expulsaran a «sus» judíos o les forzaran a convertirse.Ya cristianos, no podrían convencer a los conversos para quevolvieran al judaísmo y también ellos quedarían sometidos a la disciplina inquisitorial. De ninguna manera habían sucum- bido todos los judíos españoles a las presiones para su con-versión entre 1390 y 1420 y en la década de 1470 tanto enCastilla como en Aragón, habían sobrevivido comunidadesenteras, la mayor parte ubicadas en pueblos y ciudades pe-queñas, bajo jurisdicción real o señorial. A pesar de la opo-sición activa de algunos prominentes cortesanos y escritores,por ejemplo el mismo cronista real Hernando del Pulgar, con-verso también él, en la década de 1480 se había creado unaortodoxia política en la que todos los cristianos nuevos (y eltérmino se aplicaba cada vez más a los descendientes de con-versos, que habían sido católicos toda su vida), eran conside-rados judíos, en potencia o en secreto, que socavaban con in-sidia el régimen de Fernando e Isabel. El hecho de que losmás fieles servidores de los reyes, como Andrés Cabrera,Marqués de Moya, y Gonzalo Chacón, fueran conversos, noparece que les disuadiera de esa convicción, ni de lo que po-dría ser su resultado en la práctica21. El caso del «Santo Niño

    de La Guardia» debió convencerles de la validez de la acción

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    inquisitorial y, existen pruebas de que los edictos de Castillay Aragón de fecha 31 de marzo de 1492 fueron redactadospor inquisidores. Pero estos documentos que hicieron época,

    no fueron los primeros en involucrar a Isabel y Fernando en la política general para los judíos, y concretamente en el plande obligarles a convertirse o ser expulsados.

    Cuando los dos monarcas heredaron sus respectivos tro-nos, la condición legal de sus súbditos judíos no había sufridograndes cambios en varios siglos. Los judíos, como los musul-manes, eran tratados como comunidades separadas (alja-mas), pero no estaban necesariamente confinados en zonasespeciales. Gozaban de libertad religiosa y un dirigente pro-pio, responsable de cobrar los impuestos que debían pagar,pero por su religión, quedaban excluidos de muchas de lasprincipales instituciones de la sociedad española en la BajaEdad Media, como el gobierno nacional o local, la Iglesia, elsistema jurídico, los gremios de comercio y las universidades.También tenían prohibido llevar armas y por tanto tampocopodían pertenecer a las muy prestigiosas carreras militares.Como una forma de compensarles por estas discriminacio-nes, se les puso bajo el amparo de la Corona, lo que debía pro-tegerlos de cualquier ataque, pero en 1391 aquello no les ha-

    bía servido de nada. Faltaba por ver cómo, primero Isabel ydespués su marido, interpretarían una situación, en la que, apesar de numerosas conversiones al cristianismo, todavíaquedaban en los dos reinos, más (tal vez muchos más) de100.000 judíos. La nueva reina posó por primera vez su aten-ción en sus súbditos judíos durante las Cortes de Madrigal en

    los tiempos de guerra de 1476. Incluso mientras Isabel lu-

    chaba por su trono, los miembros de aquel parlamento encon-traron tiempo para poner al día una vieja legislación que or-denaba a los judíos castellanos portar una divisa roja oamarilla, no vestir con tejidos preciosos ni usar joyas, y ba-

    jar los tipos de interés de sus créditos. Además, los poderesde los jueces de las comunidades judías se redujeron en be-neficio de sus colegas cristianos. Estas medidas, urgidas pormiembros urbanos de las Cortes, no eran nuevas, ya que se

    habían solicitado y promulgado en todas las Cortes castella-nas de los Trastámara desde 1369, de modo que no podemossaber qué papel jugó la reina en el asunto.

    Una vez terminada la guerra con Portugal, con las Cortes

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    22 L. Suárez Fernández (1964), Documentos acerca de la expulsión delos judíos de España, Universidad de Valladolid.

    23 Para un caso aragonés, véase J. Edwards [1984] (1996), «Jewishtestimony to the Spanish Inquisition: Teruel, 1484-1487», en J. Edwards, Religion and Society in Spain, c 1492, Variorum, núm. XII.

    24 T. de Azcona (1993), págs. 774-807.

    de Toledo de 1479-1480, la política real empezó a clarificarse.Mientras tanto y hasta casi la víspera de la orden de expul-sión en 1492, la Corona siguió publicando documentos que

    protegían los intereses legales y económicos de algunas alja-mas judías 22. En Toledo Isabel y su marido ordenaron la se-gregación de esas comunidades del resto de sus súbditos, ypronto, en varias ciudades empezaron las obras para crear orecrear espacios circundados, que más tarde, y por primeravez en Venecia, empezaron a llamarse «ghettos». Tampoco estamedida era nueva, sino simplemente el cumplimiento de una

    ley que databa de las Cortes de Valladolid en 1411. Pero sí in-dicaba que la vida iba a ser mucho más dura para los judíoscastellanos, que ahora afrontaban exigencias fiscales cada vezmayores para la guerra de Granada, la imposición municipalde restricciones sociales y con frecuencia el trastorno que su-ponía el traslado de una a otra parte de la ciudad. También sedebe hacer notar que aunque los judíos no bautizados no es-taban sometidos a la jurisdicción de la Inquisición, tanto ellos,como especialmente los rabinos, a menudo se veían forzadosa declarar contra conversos y a confirmar que sus prácticasreligiosas eran efectivamente judías 23. En mayo de 1488, elpapa Sixto IV confirmó las medidas restrictivas de los reyescontra los judíos, incluida la política segregacionista (el apar-tamiento). A finales de 1491, los monarcas debían estar tanconvencidos de que los judíos no conversos —aunque se so-metieran a aquellas leyes— ejercían tan mala influencia sobre

    los conversos, que sólo tenían una alternativa: o ellos mismosse hacían cristianos o se exiliaban 24.

    El 31 de marzo se firmaron dos documentos en la recien-

    temente conquistada Granada, uno de ellos por la Cancilleríacastellana en nombre de Fernando e Isabel, y el otro por suequivalente aragonesa, sólo en nombre del rey. Aunque su ob-

    jeto principal era el mismo su redacción exacta difería. La

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    25 H. Beinart (1986), «La Inquisición española y la expulsión de los judíos de Andalucía», en H. Beinart, Andalucía y sus judíos, Monte dePiedad y Caja de Ahorros de Córdoba, págs. 49-81.

    26 J. Edwards (1994),The Jews in Western Europe, 1400-1600, Man-chester University Press, págs. 49-52 (traducción de la edición caste- llana).

    27 D. Raphael (1992),The expulsion 1492 Chronicles. An anthology of medieval chronicles relating to the expulsion of the Jews from Spain and Por-tugal, Carmi House Press.

    versión castellana se refería a un episodio de 1483, cuandose había expulsado a judíos de Andalucía por orden de la In-quisición, aunque más tarde se les permitió regresar25. La ver-sión aragonesa omitía aquel episodio y se lanzaba al ataquede la usura judía y de la «corrupción» espiritual que ejercían los judíos sobre sus antiguos correligionarios. En los dos ca-sos, se les concedían cuatro meses de plazo para decidir siabandonaban el país o no, aunque en realidad los cuatro me-ses quedaron reducidos a tres, por haberse producido un re-traso en el envío de las órdenes necesarias para las autorida-des locales, retraso posiblemente originado por algún intentode soborno realizado por judíos importantes, como AbrahamSeneor e Isaac Abravanel26. Sea como fuere parece que a Isa- bel y Fernando les complació precipitar y ser testigos del do- loroso viaje de las familias judías por mar y por tierra hastael exilio, llevando sólo lo que podían cargar a mano, e inclusoaquello, sujeto a la depredación de los funcionarios locales, los aduaneros y los capitanes de barcos. No hay revisionismoque oculte el horror de aquellos episodios, testimoniados grá-ficamente en documentos procedentes de fuentes judías ycristianas. Decenas de miles partieron por tierra hacia Portu-gal y Navarra y por mar hacia el norte de África, Italia y elMediterráneo oriental27. Este episodio de 1492 ha sido des-crito con justicia como una «expulsión», y la nueva diásporade los judíos españoles o «sefardíes» a que dio lugar sigue hoyteniendo resonancia demográfica y cultural.

    Pero sigue quedando sin respuesta si la pérdida de tantosciudadanos, instruidos y cualificados fue realmente la inten-ción de unos soberanos que se creían llamados a iniciar una

    misión mundial de conquista y evangelización. La clave puedeestar en la palabra «evangelización», comparándola con lo que

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    28 J. Edwards (1994), págs. 52-53.29 J. Edwards (1996), «Jews and converses in the region of Soria and

    Almazán: departures and returns», en J. Edwards, Religion and Societyin Spain, c. 1492, Variorum, núm. VI; J. Edwards (1999), The Spanish In-quisition, págs. 85-90.

    ocurrió en España a principios del siglo XV. Ciertamente, en los edictos del 31 de marzo de 1492, que en realidad se publi-caron a finales de abril, el tema de la conversión parece sub-

    ordinado al de la expulsión, pero no se puede decir lo mismode un escrito posterior de Fernando, del 15 de mayo de aquelmismo año, ordenando a Torquemada y a sus subordinadosque no disuadieran a los judíos que decidían convertirse yquedarse en España, de que pidieran el bautismo por temor aser investigados posteriormente por sus anteriores relacionescon conversos 28. Esta orden explícita llegó a los tribunales in-quisitoriales que el rey y la reina habían creado y alentado, ya ella siguieron otros edictos y actos que hablaban de conver-sión y no de expulsión. El 10 de noviembre de 1492 Fernandofirmó otro documento dirigido a los judíos que habían salidode Castilla y Aragón invitándoles a regresar como cristianos.Los que presentaran certificados de bautismo, no sólo seríanautorizados a volver a sus antiguos lugares de residencia, sino

    les serían restituidas las propiedades que se habían visto for-zados a vender en la anterior primavera y el anterior verano,por lo general a muy bajo precio. Se compensaría a los com-pradores por las mejoras que hubieran hecho y se devolveríael precio de compra, pero el mensaje estaba claro. Los «reyescatólicos», como pronto habían de ser titulados, querían rete-ner a sus súbditos judíos y no perderlos, pero el bautismo era

    la condición inevitable. También debe señalarse que junto aesta medida, que muchos antiguos judíos consideraron una«ley de retorno», hubo también otra forma de transacción, denuevo autorizada explícitamente por la Corona, según la cual,

    los conversos podían hacer al Real Tesoro (y no a la Inquisi-

    ción) unos pagos según sus posibilidades, que por así decirlo,«borrarían» sus previos delitos religiosos o cualquier acusa-ción que los inquisidores quisieran lanzar contra ellos 29. Faltasaber a qué clase de iglesia querían que se incorporasen los ju-díos recién bautizados.

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    EL CRISTIANISMO Y LA IGLESIA

    En diciembre de 1496, el papa Alejandro VI concedió aFernando e Isabel el título de «Reyes Católicos». Al igual que la última concesión del título de «Defensor de la Fe», queClemente VII hizo posteriormente a su futuro yerno, Enri-que VIII de Inglaterra, esto debe entenderse como un recono-cimiento de su fidelidad al cristianismo católico en general yal papado romano en particular. En el momento de la conce-sión, cuando la evangelización de las Américas estaba apunto de comenzar, el Papa consideraba el establecimiento de la Inquisición, la expulsión de los judíos que se negaron aconvertirse, y la perspectiva de nuevas expediciones de con-quista contra los musulmanes del norte de África, como cla-ros signos de la piedad cristiana de los soberanos españoles.Pero éstas son observaciones particulares y no sabemos qué po-dríamos descubrir sobre la religiosidad personal de Fernandoe Isabel, ni sobre su idea de cómo debía ser y funcionar laIglesia. La mayor parte de sus prácticas cristianas individua- les tenían lugar en la corte, y sobre todo en sus capillas res-pectivas (véase capítulo 6), pero lo que aquí y ahora nos in-teresa es la forma en que esas creencias o motivacionespersonales se reflejaron en sus relaciones con la Iglesia y elpapado.

    Estos interrogantes se presentan en cuanto Isabel hizo sucontrovertida apuesta por el trono de Castilla. La muerte deEnrique IV en diciembre de 1474 convirtió en pocas sema-nas a la curia papal, en el centro de negociaciones interna-

    cionales en lo que se refería a la sucesión. El primero en ma-nifestarse, cosa comprensible, fue Alfonso V de Portugal, queescribió a Luis XI de Francia pidiéndole su apoyo en la rei-vindicación del trono de Enrique. Su apresuramiento era ló-gico, ya que cuando llegaron a Juan II de Aragón las noticiasde Castilla, envió una embajada al papa Sixto IV para persua-dirle de que apoyara a su hijo Fernando y a Isabel. El papafranciscano respetaba la pericia diplomática del anciano reyde Aragón que no le había ofrecido su personal fidelidaddesde su acceso a la tiara en 1471. Cuando en julio de 1476esto al fin se produjo al ofrecer su sumisión el Maestre de laOrden Militar de Montesa en nombre de Aragón y el Deán

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    de Burgos en nombre de Castilla, Sixto reconoció como vá- lida la reivindicación de Isabel, aunque su discurso en aque- lla ocasión no fuera muy efusivo. El estallido de las hostili-dades entre Castilla y Portugal ya estaba poniendo a prueba la decisión del Papa. así como el criterio político de otros so- beranos de la Europa occidental. Inmediatamente surgió otroproblema con las Órdenes militares castellanas, ya que laelección de sus Maestres era responsabilidad papal. En-tre 1378 y 1415, durante el «Gran Cisma» de la iglesia occi-dental, los reyes europeos se habían visto confrontados pordos candidatos rivales a altos puestos eclesiásticos nombra-dos por diferentes «papas». Ahora la situación se invertía enCastilla. Por un lado Alfonso y Juana y, por otro Isabel y Fer-nando requerían de Sixto IV que adjudicara para cargos im-portantes a sus respectivos nominados. El problema surgiócuando Alfonso propuso al Marqués de Villena, ya para en-tonces enemigo de Isabel, como Maestre de Santiago, mien-tras Fernando e Isabel proponían con éxito a Rodrigo Man-rique. Pero más fundamental era otra decisión que debíatomar el Papa, la de conceder o no la necesaria dispensa porconsanguinidad para que Alfonso se casara con Juana. Toda la reivindicación portuguesa por Castilla dependía de esa de-cisión que, en parte como resultado de la presión de Franciay del Imperio, el 3 de febrero recayó sobre Alfonso, aunqueotros documentos sugieren que al menos tácitamente, Sixtoapoyaba la reivindicación de Isabel al trono. En cualquiercaso, al franciscano ligur le preocupaba la situación en la pe-nínsula Ibérica y decidió enviar a un legado allí como su re-presentante. Pero antes dio al Maestre de Montesa su res-

    puesta oficial a Juan II de Aragón. En ella lamentaba el nuevoestallido de la guerra civil en Castilla, un reino que tenía un historial de fidelidad a la Sede Romana, y era esencial para la confrontación con el islam, militante en todo el entornodel Mediterráneo. El 1 de agosto de 1476, Sixto nombró Le-gado Plenipotenciario en Castilla a Nicolao Franco, entoncescanónigo de Treviso, pero que pronto sería Obispo de Pa-renzo. Los documentos que se recibieron de la cancillería pa-pal parecen indicar dudas sobre cómo el Papado debía abordarel caso de España y Portugal. Franco era notario apostólico ydiplomático y además de legado, con la misión de tratar la si-tuación política, también se le nombró recaudador de los in-

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    gresos papales, lo que implicaba a la Iglesia española en suconjunto.

    Dada su precaria situación legal y política, los monarcas

    eran muy conscientes de la importancia del apoyo papal, perotambién valoraban muy alto su propio papel en el control de la Iglesia dentro de sus dominios, y en ello coincidía tanto latradición castellana como la aragonesa. Al afrontar la ame-naza portuguesa, su voluntad de agasajar a los diplomáticospapales era paralela a su aguda necesidad económica. Los queen tiempos recientes han intentado que se abra proceso de ca-nonización para Isabel, no deben olvidar que, para financiar

    la defensa de su trono, se apoderó de los objetos litúrgicos deoro de la Iglesia castellana. Los hechos están bien documen-tados. En las primeras fases de la guerra, el principal recursoeconómico de Fernando e Isabel era el Real Tesoro contenidoen el Alcázar de Segovia, que guardaba para ella su fiel ser-vidor converso, Andrés Cabrera. Pero el tesoro no era grandey hubo que recurrir a la pignoración de objetos preciosos, in-cluidas las joyas personales de la reina. También Fernandoempeñó propiedades reales, con lo que obtuvo 3 millones demaravedíes del monasterio jerónimo de Montamarta. Con es-tas transacciones se obtenía dinero de la Iglesia, a cambio al-guna concesión real. Pero pronto había de exigirse a las igle-sias y casas religiosas de Castilla algo muy distinto.

    Los esfuerzos por reponer los perdidos ingresos reales es-taban todavía dando sus primeros pasos, por lo que en 1476se exigió, al parecer con la aparición de algunos altos cargosdel clero pero ciertamente no de todos, la entrega a la Coronade objetos de oro, plata y enchapado en plata. Las diócesis si-

    tuadas en las zonas en conflicto o cerca de ellas fueron el pri-mer blanco, pero parece que la requisa fue general. Los mo-narcas ordenaron a los funcionarios del Tesoro y del AltoTribunal, así como a sus partidarios en diócesis individuales,que recogieran los objetos en las sacristías y los inventariasenante notarios. Se llamó a tasadores expertos para que estable-cieran el contenido en metal de cada objeto —cálices, copo-nes, bandejas, etc.— y en la mayoría de los casos los orfebresy plateros lo compraron todo, pagando a la Corona 2.300 ma-ravedíes por laminado de plata y lo calculado por otros meta-

    les. La Corona se comprometió a devolver el valor registrado,a su debido tiempo. Es importante resaltar que no se trataba

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    30 T. de Azcona (1993), págs. 301-302.

    de fundir los objetos litúrgicos y también que los pagos se fue-ron realizando hasta bien entrados los años 80 del siglo XV, apesar de las grandes inversiones que exigía la guerra de Gra-

    nada. Las sumas obtenidas podían ser considerables. Porejemplo, de la catedral y las iglesias parroquiales de Zamorase recaudaron más de 1,3 millones de maravedíes 30.

    Nicolao Franco llegó a España con instrucciones de apo-yar a Juan II de Aragón y a Isabel de Castilla en sus esfuer-zos por reformar la Iglesia y la reina se movió en esa direc-ción en 1478, convocando una Asamblea o «congregación»del clero castellano en Sevilla, en julio de aquel año. TantoAragón como Castilla tenían una fuerte tradición de interve-nir activamente en los asuntos eclesiásticos y, sobre todo Isa-

    bel no necesitaba para nada que se lo pidiera el papa Sixto.Lo más notable de la Asamblea de Sevilla es que no fue unsínodo provincial o diocesano convencional, sino un cuerpoirregular convocado por iniciativa exclusivamente real. El ar-gumento de que Isabel y su marido ya se movían en direccióna una Iglesia, como poco «real» si no nacional en sus territo-rios, se vio reforzado con su recurso a este tipo de asamblea,que se desviaba de los mecanismos convencionales en el go-

    bierno de la Iglesia Católica. Antes de 1492, cuando se aña-dió a Castilla la nueva provincia de Granada, la sección cas-tellana de la Iglesia se dividía en tres provincias eclesiásticaso archidiócesis: Toledo, que tenía la primacía, Santiago deCompostela, y Sevilla, y cada provincia consistía en variasdiócesis. La Corona de Aragón contenía las provincias de Za-ragoza, Tarragona y Valencia, a su vez subdivididas de formasimilar. Pero había una complicación desde sus respectivos

    puntos de vista y ésta era que los límites provinciales no secorrespondían enteramente con las fronteras de los diversosreinos ibéricos. Entre las diócesis castellanas, Astorga y Ou-rense, al Noroeste, quedaban incluidas en la archidiócesisportuguesa de Braga; Calahorra, en la costa del nordeste, eraparte de la archidiócesis de Zaragoza; y Cartagena, en la costaoriental, estaba bajo la jurisdicción del Arzobispo de Valen-cia. Además, tres importantes sedes castellanas, las de León,Burgos y Oviedo no pertenecían a ninguna estructura ecle-

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    31 Ibíd., pág. 546.

    siástica española, porque estaban sujetas directamente alPapa. Esta situación, que se había producido como resultadode muchos siglos sin planificación alguna, no ayudaba en ab-

    soluto a los reyes a crear una Iglesia española coherente, quemarchara en paralelo con la esfera secular. Los reyes eranconscientes de ello y en lo posible, intentaron rectificarlo,aunque la mayoría de los cambios importantes en las dióce-sis se produjeron después de la muerte de Isabel en 1504.Pero hasta entonces, ella y Fernando aprovecharon al má-ximo sus conquistas en Granada y las Islas Canarias paracrear estructuras eclesiásticas que estuvieran más firme-mente bajo su control (véase capítulo 5) 31. La Asamblea de 1478en Sevilla les sirvió de plataforma para el anuncio de sus pla-nes personales en asuntos eclesiásticos. El sistema electoralde la asamblea era igual al de las seculares Cortes de Castilla,donde los representantes que asistían a ella eran elegidos por

    los diversos capítulos catedralicios, los cuales les daban po-der para debatir las resoluciones y decidir sobre ellas. No obs-tante estaba claro que en la situación de emergencia preva-

    lente en el reino, la asamblea de Sevilla pasaría por alto elprimer y clerical «Estado de Cortes» establecido desde muyantiguo. Tradicionalmente, la convocatoria del primer «Es-tado» era realizada por un legado papal, o por iniciativa deun obispo, o por los capítulos catedralicios, a fin de tomarparte en los debates de las Cortes Generales y defender las li-

    bertades del clero. En 1478 la dinámica de Sevilla iba a sermuy distinta, y no sólo eso, sino que la asamblea sería el pre-cedente de otras iguales, marginando así todavía más a las an-tiguas estructuras que regían la Iglesia castellana. Pero antes

    de analizar las innovaciones de Isabel y Fernando es preciso hablar del poder que tenían sobre ella. Fernando no tuvo oca-sión de actuar de forma parecida en la Corona de Aragón

    hasta el año siguiente.En España, como en otros reinos medievales europeos, la

    Iglesia era parte esencial de la estructura socioeconómica de la península. Llevaba siglos siendo beneficiaria (de ahí el tér-mino «beneficio» para un puesto clerical permanente) de en-tregas económicas por parte de los cristianos seglares. Con el

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    ímpetu añadido de la permanente amenaza islámica, obispa-dos, capítulos catedralicios, colegios de canónigos, órdenes re-

    ligiosas y órdenes militares poseían en 1474 enormes territo-

    rios y jurisdicciones en nombre de la Corona, sobre docenasde ciudades y pueblos, incluidos sus habitantes. Así pues,como todos los monarcas habían de descubrir en el siglo XVI,cualquier intento de un gran cambio religioso tendría inmen-sas implicaciones legales y sociales. En la cumbre del árbol se-ñorial del clero estaban por supuesto los obispos. Muchos deellos poseían recursos equivalentes a los de la más alta noblezasecular, pero los monarcas no podían tratarlos de la mismaforma, por la calidad que les daba su ordenación como servi-dores de Dios y del obispo de Roma y porque no eran dueñosdinásticos, sino administradores temporales de unas propie-dades corporativas, que proclamaban constantemente la liber-tad de la Iglesia, protegiéndola contra cualquier ataque guber-namental. Estas compulsiones no impedían que Isabel y sugobierno se apoderasen de bienes episcopales en circunstan-cias específicas. La temporalidad de la sede de Toledo fue ocu-pada por la Corona, con permiso de Sixto IV, cuando el arzo-

    bispo Carrillo se opuso al acceso de Isabel al trono, y la Coronase apoderó del castillo que se alzaba junto a la catedral de Se-govia, cuando aquella ciudad era una base vital para su régi-men en los primeros años de su reinado. Por la misma razón,el obispo de Palencia perdió la jurisdicción sobre su ciudad ca-tedralicia, jurisdicción que pasó a la Corona. Aparte de estoscasos tan extremos, la supuesta frontera entre las propiedadesreales y las temporalidades eclesiásticas quedaban inevitable-mente difuminadas en caso en la recaudación de impuestos y

    de otros ingresos, como los de los diezmos y la venta de bulaspara la «cruzada» (véase capítulo 2).Isabel y Fernando ponían gran celo en estos asuntos, pero

    concentraban gran parte de su energía en la elección de perso-nas que, desde su punto de vista, fueran adecuadas para regir

    los dominios de la Iglesia. Desde el principio, en 1475 intenta-ron que el Papado acudiera en su ayuda en este proceso, peroquién era hombre «adecuado», podía ser motivo de polémica.La insistencia de Fernando, parece que con el apoyo de su mu-

    jer, en que Sixto IV nombrara arzobispo de Zaragoza a Al-fonso, su adolescente hijo bastardo, no era un buen auguriopara la futura «reforma» en ese campo. Inicialmente, el objeto

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    32 Ibíd. págs. 556-566.

    de Sixto era nombrar a un cardenal de la curia, que, aunqueno sería residente, al menos tenía las cualificaciones necesariasen otros aspectos. Pero se dio la paradoja de que precisamente

    aquel aparente epítome de la corrupción de la vieja Iglesia, tandenunciada por los reformadores entonces y más adelante, fue lo que al parecer estimuló el apetito de Isabel y Fernando por jugar un papel más importante, y si era posible, gozar de unpoder absoluto en el nombramiento de obispos y de otros gran-des beneficiarios, en Aragón y sobre todo en Castilla. La no-minación de los obispos castellanos dio lugar a una serie de pú-

    blicos altercados, que se repitieron hasta mucho después de lamuerte de Isabel y de la «gobernación» de Fernando. Los mo-narcas no cedieron nunca en su determinación de elegir en elmayor número de ocasiones a los obispos de su iglesia, pero¿cuál era su criterio al buscar los candidatos adecuados? 32.

    Vista la firme postura de Isabel y Fernando en la cuestiónde los nombramientos episcopales no es difícil adivinar cuá-

    les eran para ellos las cualidades más importantes que debíatener un alto dignatario eclesiástico y la lista resultante, em-pieza, al menos a sugerir, lo que el cristianismo significabapara ellos, más allá de los evidentes intereses políticos y eco-nómicos de sus reinos. La primera condición, repetida siem-pre en todos los nombramientos de altos cargos de la Iglesia,era que los candidatos elegidos debían ser oriundos de Casti-

    lla o súbditos de Aragón. Los argumentos expuestos en la co-rrespondencia y negociación con Roma para justificar estainsistencia eran similares a los utilizados por otros reyes desus tiempos, sobre todo en Francia e Inglaterra. Era esencialque los altos cargos que, como los de Toledo, Sevilla y Valen-

    cia tenían jurisdicción sobre gran número de ciudades, vasa- llos e ingresos, y poseyeran ejércitos, grandes castillos y for-talezas, jurasen fidelidad a los reyes españoles, y no a unenemigo en potencia en el extranjero… incluido el mismo Pa-pado. Y había también otro argumento moral, que en el si-glo XVI adquiriría un acento local cada vez mayor. Se tratabade que los obispos residieran en sus diócesis en lugar de de-

    jar su misión pastoral en manos de ayudantes permanenteso de obispos «itinerantes» sin diócesis propia, pero con poder

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    para realizar las funciones sacramentales de un obispo, como los de confirmación y ordenación. A partir de 1517 se inten-sificó la demanda de altos cargos residentes en los reinos ca-

    tólicos y protestantes, pero ya en sus altercados con Sixto IVe Inocencio VIII, Fernando e Isabel sacaban a relucir estepunto. «Sus» obispos tenían que estar en España a la enteradisposición de sus soberanos, pero no únicamente por conve-niencia política y administrativa, sino por su función pasto-ral. Aquí había una evidente contradicción, ya que la Coronanombraba con frecuencia a obispos y otros altos cargos ecle-siásticos, para puestos seculares administrativos y políticos,que, de forma inevitable los alejaban de sus diócesis o casasreligiosas. Además los papas señalaban que era necesario ydeseable que los obispos españoles, como ocurría con los ita-

    lianos, trabajaran en Roma en pro de los intereses españolesy los reyes lo aceptaron en la práctica, accediendo algunasveces a conceder sedes castellanas y aragonesas a curialistasextranjeros. Desde luego a partir de 1475, dedicaron muchotiempo y esfuerzo a establecer y mantener una presencia re-

    ligiosa y política en Roma, sobre todo para que apoyara a lacomunidad franciscana reformada de San Pietro in Monto-rio y financiara la reconstrucción de su iglesia. De todas for-mas, no parece que, sobre todo a Isabel, le importara mucho

    la calidad moral de sus obispos. Todos los dirigentes cristia-nos de los últimos períodos de la Edad Media y primeros de

    los tiempos modernos, parece que creían en una verticalidaddel liderazgo y la enseñanza, en la que la gente en generaldebía ser alimentada en la fe por pastores devotos y cultos,con una impecable vida privada. Tales pastores debían po-

    seer estudios superiores y los más antiguos no tenían que sernobles necesariamente. Así pues, mucho se dijo en docu-mentos publicados por Isabel y por su marido, en aparienciamenos celoso de la moralidad, sobre la necesidad de que losobispos y otros líderes cristianos, como los canónigos cate-dralicios, curas párrocos, monjes y frailes fueran ejemplos demoralidad y devoción. Pero aunque este deseo era compar-tido por muchos cristianos y también por satíricos de la Eu-ropa de la Baja Edad Media, nunca fue fácil de satisfacer.Aun así, el programa de Isabel y Fernando para la reformade la Iglesia siempre tuvo una dimensión moral a la vez queinstitucional.

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    33 Ibíd. pág. 577.

    Pero, inevitablemente, dada la gran proporción de recur-sos humanos y económicos que en Castilla y Aragón estabaen manos de instituciones eclesiásticas (manos «muertas» en

    el sentido de que tal propiedad, una vez adquirida, no solíaencontrar el camino de salir de nuevo al mercado) había queprestar gran atención a las leyes, a la fiscalidad y a la propie-dad. En lo que se refiere al la creación de obispados, los so-

    beranos y sus abogados se basaban en el Derecho CanónicoRomano, así como en las leyes y tradiciones de sus reinos. Ladocumentación sobre la legislación papal en el siglo XII (co-

    lección conocida como «las decretales»), permitía a un sobe-rano rechazar la elección de un obispo hecha por un papa, siel candidato o su familia eran sospechosos de un delito o des-

    lealtad y este criterio se desplegó contra Meléndez Valdéscomo candidato al obispado de Sevilla. En lo que a la tradi-ción legal española se refiere, Isabel y Fernando recurrían confrecuencia a un documento de 1503 que se expresaba así:

    Por tanto, es costumbre inmemorial que los reyes deCastilla y León presenten a prelados que hayan sido suge-ridos por los Santos Padres, para arzobispados, obispadosy otras dignidades, en estos reinos 33.

    Desde luego, lo mismo podía decirse de la Corona de Ara-gón y este alegato daba en cada caso, un amplio margen para

    la negociación con el papado sobre cargos específicos. Pero elpoder pragmático de los monarcas españoles sobre la Iglesia,tenía que afrontar siempre el hecho básico de que, por mu-cho éxito que se obtuviera en cualquier negociación conRoma, ese éxito aparecería siempre como una concesión de

    la Sede Apostólica, por muy débil que hubiera sido en aquelmomento la postura negociadora del papa. Para contrarrestar

    las reclamaciones papales, los abogados de la corte españolay especialmente Montalvo (véase capítulo 2) seguían el ejem-plo de algunos predecesores suyos, «imperialistas», que ras-trearon anteriores legislaciones buscando pruebas de la pri-macía monárquica sobre la Iglesia. El patronazgo laico —elpoder de los seglares para nombrar candidatos a puestos ecle-

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    34 Véase C. Hermann (1988), L’Église d’Espagne sous le patronage ro- yale (1476-1834),Casa de Velázquez.

    siásticos— tenía un largo historial en la Europa de la EdadMedia y Fernando e Isabel no eran los únicos monarcas me-dievales que ansiaban mantenerlo, e incluso restablecerlo. En

    esas circunstancias, los obispos españoles casi siempre esta- ban dispuestos a apoyar a sus soberanos contra las demandasdel papa, aunque sería simplista calificar esas actitudes de«nacionalistas» en el moderno sentido de la palabra. Pero lasraíces del posterior «regalismo» de Habsburgos y Borbones yase habían plantado 34.

    De forma parecida, las ideas de reforma que se desarrolla-rían en el siglo XVI influyeron mucho en la actividad de Isa-

    bel y Fernando en cuestiones eclesiásticas. Y en esto hay unaparadoja. En España, como en todas partes, la Iglesia Cató-

    lica del siglo XV poseía una inmensa fortuna, pero ésta estabadesigualmente distribuida. Incluso para los obispos diocesa-nos de las regiones más pobres, como Galicia, las riquezasque llegaban a los arzobispados de Sevilla o Toledo, sólo po-dían existir en sus sueños. Los capítulos catedralicios podríanser ricos, pero muchos no lo eran y había una rígida diferen-ciación social y económica en todo el vasto cuerpo clerical.Pero también había una extensa concienciación de que, enmuchos aspectos las cosas no debían ser así. La búsqueda de

    la «Iglesia primitiva», la supuestamente apostólica y evangé- lica pureza del siglo I después de Cristo, conmovía al rey y a la reina tanto como a cualquier ermitaño o profeta y a algu-nos de los consejeros eclesiásticos de la Corona. Esas ideasestaban detrás de los esfuerzos de los reyes por elevar la ca-

    lidad del episcopado, pero también afectaban a otras institu-ciones, como iglesias parroquiales, monasterios y conventos,

    porque éstos eran considerados como fuentes de oración entodo el pueblo de Dios, que componían los fieles cristianos.Debemos recordar siempre, que el objetivo principal era cam-

    biar la moral y las costumbres, y por tanto, el estado espiri-tual de toda la población, incluidos los judíos y musulmanes,que debían ser bautizados.

    En España, y en toda la Iglesia occidental, el Estado «cle-rical» se había extendido a finales del siglo XV hasta incluir

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    categorías de personas que en tiempos posteriores no se con-siderarían «clericales». Una minoría de clérigos había reci-

    bido las «órdenes mayores» de diácono, sacerdote u obispo,

    que se adquirían de forma acumulativa, pero el «proletariado»clerical se encontraba sobre todo en las «órdenes menores»para porteros, sacristanes, acólitos y subdiáconos. Estos car-gos menores, que de todas formas eran esenciales para la rea-

    lización completa de la liturgia católica, no exigían el mismonivel de compromiso y disciplina que las órdenes mayores,pero sus miembros seguían teniendo la protección de los tri-

    bunales eclesiásticos, que en España, como en todas partes,se consideraban en general más flexibles que sus equivalen-tes reales o señoriales. El corte de pelo con tonsura (corona),demostraba visiblemente en un hombre su condición clericaly a Isabel y Fernando les preocupaba mucho el escándalo quecausaban los clérigos menores de las catedrales y otras igle-sias y los seminaristas que no vivían de acuerdo con su vo-cación o incumplían sus votos. Está documentado que lareina reprendía a miembros del clero de cierta importancia,como por ejemplo al administrador diocesano (provisor) deCuenca, en 1503, por no examinar lo suficiente a los candi-datos a órdenes tanto menores, como mayores. Como otrosmonarcas frustrados en otras partes de Europa, ella y su ma-rido intentaron en ocasiones escarmentar a los culpables degrandes delitos, transfiriendo sus casos desde la Iglesia a lostribunales reales, pero la base legal para hacer esto era du-dosa y muchas veces su consecuencia era aumentar, que noreducir, el escándalo público. Por lo común actuaban por me-dio de las asambleas eclesiásticas, incluída la de Sevilla en

    1478, pidiendo a los clérigos que mantuvieran la tonsura yno intentaran disfrazar su estatus clerical. Otro problema era la ordenación de los muchachos que la aceptaban a regaña-dientes y los reyes ordenaron que para los menores de 14años se solicitara una autorización jurada de sus padres. Almenos algunos obispos comenzaron a poner en práctica lasordenanzas de Sevilla en sus sínodos diocesanos, pero muchomás adelante, Fernando e Isabel seguían considerando nece-sario pedir la autorización papal al estilo de la bula de Ale-

    jandro VI Romanum decet del 7 de julio de 1493. En aquellosaños Isabel intervenía con regularidad en el reforzamiento de

    la disciplina clerical, a veces incitando a los diocesanos a

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    35 T. de Azcona (1993), págs. 589-608.

    la acción. La conquista de Granada, como la colonización de las Islas Canarias dio un mayor ímpetu a esta inveterada po- lítica35.

    Durante muchos siglos algunos cristianos, tanto hombrescomo mujeres, en España y en todas partes se apartaban delmundo, a veces físicamente además de espiritualmente, para

    llevar una vida de oración, austeridad y completa entrega alamor de Dios. Pero en el siglo XV la generosidad de los cristia-nos seglares, desde los reyes hasta los campesinos, con aque-

    llos a los que se dio el nombre específico de «religiosos», habíacausado que muchos monasterios y conventos y hasta abadías,que supuestamente iban a vivir de la limosna, acumularan ri-quezas y poder. Pero no se había olvidado su inicial funciónespiritual y, sobre todo Isabel, quiso restaurar su anterior glo-ria. Dado el empeño que entonces los dos soberanos ponían en

    la religiosidad era inevitable que mucho de lo que sigue con-cerniera a las diversas órdenes franciscanas, incluyendo a losfrailes (orden mayor), a las monjas de Santa Clara, las «Clari-sas» (orden menor) y a la seglar (orden tercera), o «Terciaria».La actividad de Isabel y Fernando en relación con las órdenesreligiosas tuvo lugar en un contexto que se ha visto tradicio-nalmente como conflictivo, en los siglos XIV y XV, entre las for-mas «conventuales» y las «observantes» de la vida monástica.Se trataba de fenómenos universales y como los dos términosaparecen con tanta frecuencia en las discusiones sobre la acti-vidad de monjes y frailes en aquel período, sobre todo en eltiempo de las reformas españolas, es ante todo necesario con-siderar su significado e implicaciones. La palabra «conventual»se ha usado por lo común para describir una forma algo laxa

    en la observancia de la «regla» que regía la vida de cada orden.La regla arquetípica de los monasterios occidentales, era la deSan Benito, que databa del año 540 y seguía aplicable al finalde la Edad Media en los monasterios de tradición benedictina.A principios del siglo XIII y condicionadas al examen papal, seautorizó a Francisco y Domingo a trazar nuevas reglas para susrespectivas órdenes, mientras los agustinos y los jerónimos(esta última, nacida en la península Ibérica) se regían por unasreglas medievales que procedían respectivamente de San Agus-

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    36 Ibíd., págs. 711-714.

    tín y San Jerónimo. El relajamiento de la disciplina entre mon- jes y frailes en la Baja Edad Media se ha atribuido, por lo co-mún, a las crisis socioeconómicas de mediados del siglo XIV ,

    que en España y en el resto de la Europa occidental se dieronen sucesivas epidemias de la peste bubónica, conocida como la«Peste Negra». Como reacción, en parte a estas calamidades yen parte a la división del Papado en dos y brevemente en trescampos rivales, por causa del «Gran Cisma» (1378-1415), sur-gió en las órdenes religiosas un movimiento «observante» pri-mero en Italia y después en otros lugares como España. Encada orden el principal argumento de los observantes era quesólo ellos «observaban» la regla, en contraste con los más rela-

    jados «conventuales», que según ellos, habían permitido que seintrodujera en su vida comunitaria la corrupción religiosa yeconómica y en muchas ocasiones la dominara. Fernando eIsabel heredaron y compartieron con muchos dignatarios de sutiempo, cierta parcialidad hacia los observantes, pero ellos ladesarrollaron con especial ahínco, como un instrumento de po-

    lítica estatal 36.En la Asamblea de Sevilla de 1478, cuando la guerra es-

    taba en marcha y se vigilaba estrechamente a los obispos enpotencia o de hecho desleales, no es de extrañar que el rey y

    la reina no prestaran mucha atención a las órdenes religiosas,mucho más tranquilas, y el tema no se mencionó en sus pri-meras embajadas a Roma. Pero no habían olvidado a los reli-giosos y no era probable que Isabel y Fernando les prestaranmenos atención que sus dos inmediatos predecesores en Cas-tilla. Es más, prestaron todo su respaldo moral al vicario ge-neral de los dominicos en España, fray Alfonso de San Ce-

    brián y apoyaron igualmente a los franciscanos y sobre todoa las clarisas, cuyos visitantes oficiales disputaban sobre cómoproceder. A petición suya, Sixto IV introdujo como árbitro alobispo de Segovia, Juan Arias Dávila. Una vez concluida laguerra con Portugal, los monarcas pudieron ya prestar mayoratención al asunto. A primeros de 1479 Isabel envió a Romauna embajada con el obispo de Tuy, Diego de Muros, él mismoun fraile mercedario. Una de sus instrucciones era pedir al

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    37 T. de Azcona (1993), págs. 714-770.

    Papa una bula extraordinaria que les autorizase a ellos y no a los dignatarios de la Iglesia, a reformar todas las órdenes reli-giosas de sus reinos. Los monarcas actuarían como «leales vi-

    carios» del Papa, y aunque Sixto no les concedió la autoriza-ción, con el tiempo la obtuvieron de Alejandro VI. La cuestiónno era tan sencilla como el rey y la reina a veces hacían quepareciera. La «Observancia», a diferencia del «Conventua-

    lismo», no implicaba sólo la fidelidad a una regla de religión,sino al papel del trabajo académico en la vida de los frailes,que tendían a oponerse a que los frailes intervinieran en lavida universitaria, tema que afectaba incluso a la orden domi-nicana que desde su fundación a principios del siglo XIII se ca-racterizaba por su preocupación intelectual.

    Fernando e Isabel solicitaron de sucesivos papas que lespermitieran nombrar a los hombres de iglesia que, como vi-sitantes, podrían colaborar, en sus territorios, en la reformade las órdenes religiosas. También solicitaron que los abades,priores, y otros superiores de las órdenes religiosas fueranelegidos directamente por sus comunidades y no nombradospor indicación de Roma, ya que de esa forma, podrían con-servar sus importantes ingresos en España, sin tener que en-tregarlos a la curia. Por fin el 11 de diciembre de 1487, Ino-cencio les hizo una concesión parcial, permitiendo que unacomisión de obispos castellanos se hiciera cargo de la reformade los monasterios benedictinos y cistercienses, además de

    los canónigos agustinos en Galicia. Esto, por supuesto, no sa-tisfizo al rey ni a la reina, que siguieron insistiendo hasta queAlejandro VI tomó una actitud más comprensiva. Mientrastanto era inevitable que el proceso fuera lento y hasta ini-

    ciado el año 1500 no se obtuvieron grandes resultados. Encualquier caso no había signos de que la relación entre la fa-milia Borja y los reyes españoles fuera muy cálida, pero acambio de concesiones a su hijo César en el feudo familiar deValencia, Alejandro emitió una serie de bulas, entre 1493y 1499, que les abrió el camino, a ellos y a sus hombres, so-

    bre todo al cardenal Cisneros, para seguir adelante con sus largamente deseadas reformas 37 . ¿Pero que significaba real-mente una «reforma» en este contexto?

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    Los objetivos institucionales de los «Reyes Catolicos»para la reforma de las órdenes religiosas y de otras institu-ciones de la Iglesia están bastante claros. La versión «ob-

    servante» de la vida religiosa se consideraba, por definición,superior a cualquier otra, y parecía que la mejor manera deintroducirla e imponerla era acrecentar el control real,tanto económico como disciplinario, sobre los monasterios,abadías y conventos castellanos y aragoneses, reduciendoasí la intervención papal por medio de los superiores de lasórdenes religiosas. Más difícil es caracterizar a nivel in-terno la naturaleza del cristianismo practicado, o al menos

    buscado, por los monarcas. La documentación de las capillasde Fernando e Isabel (véase capítulo 6), dan amplias prue-

    bas de su preocupación por una rica y completa «observancia»(por usar su palabra preferida) de las formas de devocióncatólica. Parece que su programa de reformas apuntaba auna restauración de su integridad dentro de los tradiciona-

    les marcos institucionales, y sus mayores altercados con lospapas nunca llegaron tan lejos como para cortar sus rela-ciones. Pero la versión más completa de sus ideas iba a sa-

    lir a la luz con las oportunidades que les brindó el antiguoEmirato de Granada desde 1492, y más adelante, el NuevoMundo.

    EL ISLAM

    Cuando el obispo fray Hernando de Talavera izó el estan-darte de la cruz sobre las murallas de Granada, el 2 de enero

    de 1492, con ello anunciaba la decisión de sus soberanos deestablecer la fe cristiano-católica en el recientemente conquis-tado Emirato (véase capítulo 3). Así pues, las condiciones delacuerdo para la definitiva rendición, firmado por Boabdil ennoviembre de 1491 habían de coexistir necesariamente con elfervor cristiano que se había mostrado durante toda la guerray con la confrontación diaria entre los orgullosos conquista-dores y los sombríos conquistados. También, durante la gue-rra, los monarcas habían mostrado preocupación por aquellosentre sus súbditos cristianos que por alguna razón se habíanconvertido al islam en territorio nazarí. Los acuerdos firma-dos en los tiempos de la guerra establecían que no se les for-

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    38 M. A. Ladero Quesada (2002), Las guerras de Granada en elsiglo XV, Ariel, pág. 174.

    zaría a reconvertirse al cristianismo 38. Nos queda por ver quépasó en la práctica con aquellas generosas condiciones,cuando los castellanos ejercieron su indiscutible poder.

    El hombre responsable de restablecer a la Iglesia Católicaen el reino de Granada fue fray Hernando de Talavera, cuyo historial como líder espiritual y consejero de la reina ya se hacomentado. La labor de introducir una completa estructuraeclesiástica entre lo que quedaba de una sociedad islámica seinició inmediatamente después de la conquista y seguiríasiendo un importante compromiso personal y una gran pre-ocupación de los reyes y de su administración. La reciente-mente conquistada Granada había de ser un laboratorio parael desarrollo de la que sería una Iglesia «nacional» en España,aunque todavía estuviera bajo la jurisdicción nominal delPapa. La introducción de esa estructura en el Emirato habíacomenzado durante la guerra. Ya en 1485, Fernando e Isabel

    habían acudido al papa Inocencio VIII, primero por medio desu embajador en Roma, Francisco de Rojas y luego a travésdel futuro capitán general de Granada, el conde de Tendilla.En su bula Dum ad illam del 4 de agosto de 1486, Inocencio

    delegó en el Arzobispo de Toledo, cardenal Pedro Gonzálezde Mendoza y en el Arzobispo de Sevilla, Diego Hurtado deMendoza, el poder de establecer en el nuevo territorio con-quistado, cua