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EL GENERAL DERRIBÓ A UN ÁNGEL Howard Fast

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EL GENERALDERRIBÓ A UN

ÁNGEL

Howard Fast

Howard Fast

Título original: The general zapped an angel

Traducción: Manuel Barberá

© 1969 by Howard Fast

© 1975 Intersea SAIC, colección Azimut

Edición digital: urijenny

ÍNDICE

El general derribo a un ángel (The general zapped an angel) © 1970.

El ratón (The mouse) © 1969.

Milty Boil, un visionario (The vision of Milty Boil) © 1970.

El mohawk (The mohawk) © 1970.

La herida (The wound) © 1970.

El Wall Street Journal de mañana (Tomorrow´s Wall Street Journal) © 1970.

El intervalo (The interval) © 1970.

El cine (The movie house) © 1970.

Los insectos (The insects) © 1970.

A las historias de Howard Fast se las puede considerar algo trilladas y repetitivas en sustemáticas, pero son valiosísimas por su faceta moralizante. En la literatura narrativa deotras épocas supo ser habitual, como parte de una historia, una especie de valoragregado moralizante, costumbre que lamentablemente está bastante perdida en estostiempos (y buena falta que haría que las narraciones tuvieran un perfil ético oeducativo). Los relatos de Fast tienen así mismo otra cualidad importante para cualquierforma de arte y con más razón para la ciencia ficción: por más que sean narracionessencillas, directas, sin mayores complejidades, uno se queda pensando y dándole vueltasa la historia, a su sentido, y a la “moraleja”. Creo que no se puede pedir más de unconjunto de cuentos que nos hagan usar un rato las neuronas, que para algo las tenemos.Van aquí algunos comentarios a título de orientación previos a la lectura de los relatosde este libro digital.“La herida” de Howard Fast es una inquietante visión sobre nuestro querido planetaTierra. A lo mejor yo soy un pelotudo por pensar así, pero tanta gente webea con unconcepto bastante ilusorio como el de dios (nótese con minúscula), en tanto que no ledamos ni bola (o contribuimos a joderlo) a nuestro querido planeta Tierra (siempre conmayúscula), que tenemos día y noche bajo nuestros pies desde que no éramos más queunas míseras macromoléculas en el mar primigenio.“Los insectos” es un relato inquietante y apocalíptico sobre estos compañeros de rutasobre nuestra amada Tierra.“El ratón” es un relato emparentado con los de “Mitkey, el ratón estelar” de FredricBrown, aunque bastante más patético.“Milty Boil, un visionario” es, dentro de su ironía, una espeluznante visión del futuro dela humanidad.“El intervalo” es una muestra más de que Fast es un maestro de la ironía“El general derribó a un ángel”, “El Wall Street Journal de mañana”, y “El cine” son ami juicio relatos algo débiles, ejercicios irónicos sobre la patética realidad de todos losdías.Respecto a “El mohawk”, tal vez no he sabido captar su mensaje, porque me parecebastante insulso.

urijenny ([email protected])

El general derribó a un ángel

Cuando desde Vietnam se divulgó la noticia de que Mackenzie, a quien casitodos llamaban el Viejo Galleta Dura, había derribado de un disparo un ángel,todos los diarios del mundo rebuscaron en sus archivos los antecedentes y labiografía de este guerrero aguerrido.

No se trata de que el general Clayborne Mackenzie fuese tan viejo. Apenashabía cumplido sus cincuenta años y tenía mucho vigor y pimienta en susvenas cuando fue a Vietnam para hacerse cargo del 55º Regimiento deCaballería y sus doscientos helicópteros; y el sólo verlo sentado en laportezuela abierta de una cañonera, manejando una ametralladora ligera comoel profesional que él era, y matando cualquier cosa que se movía por debajo(porque nada que se moviese podía nunca ser bastante para Charlie) habíainspirado más de un hermoso relato colorido.

Los corresponsales se deleitaban destacando el hecho de que Mackenzie era"un guerrero natural", poseedor, tal como ellos lo expresaban, del "instinto paramatar". En esto tenían mucha razón, pues el material de varios archivos dediarios lo demostraba. Cuando Mackenzie tenía apenas seis años, jugando enel fondo de su humilde casa de Carolina del Norte, se ingenió para matar a uncachorrito golpeándolo hasta quitarle la vida con una piedra, un extraordinarioacto de coraje y perseverancia. Tiempo después pudo hacerse de dinero parasus gastos menudos matando cachorros y gatitos no deseados, a razón decinco centavos cada uno. Tenía una intensa facultad creadora, una de lascosas que contribuyó a sus posteriores cualidades de conductor de hombres, yno contento con ahogar los animales, ideó otros cinco métodos para aniquilarcachorritos que la gente no quería. A los nueve años estaba cazando conejos yratas con trampas y había inventado una ratonera portentosa, pero al mismotiempo sencilla, especial para topos, que le permitía atraparlos vivos. Disfrutabaentregando topos y ratones vivos a los gatos de la vecindad, y a menudoinvitaba a sus pequeños compañeros de juego a observar los resultados. A laedad de doce años el padre le regaló su primer fusil, y desde entonces nadieque conociese al joven Clayborne Mackenzie dudaba de su carrera futura ni desu éxito. Luego de su llegada a Vietnam, no hubo misión importante del 55ºRegimiento que el Viejo Galleta Dura no dirigiese en persona. Sólo verlodisparando continuamente desde su cañonera pasó a ser un símbolo de la“nueva guerra", y los soldados de tierra lo contemplaban, lo admiraban y loaplaudían cuando aparecía. (A veces los aplausos venían con mezcla de otrascosas, pero todo puede esperarse en la guerra.) Nada de amaba másMackenzie que una aldea llena de guerrilleros ocultos y traicioneros de Vietnamy cuando pasaba por una de estas aldeas, de ella quedaba muy poco. Un jovencorresponsal periodístico lo comparó con un "ángel vengador”, y a vecescuando se solicitaba la presencia de sus helicópteros para ayudar a un grupode infantería en penosa situación, ésta era la forma en que él pensaba en símismo. Fue en una de estas oportunidades, en ocasión en que la compañía de

infantes de marina retenía el puesto de avanzada de Queen-to, que se hallabaen grave aprieto, cuando el hecho ocurrió.

El general Clayborne Mackenzie había encabezado el ataque, disparando adiestra y siniestra y cayó el ángel, directamente en el campamento de losinfantes de marina. Pasó un rato antes de que ellos comprendieran qué eraaquello y Mackenzie ya había vuelto a la base cuando se recibió la llamada delcapitán Joe Kelly, quien estaba al frente de la unidad de infantes de marina.

-General. señor -dijo el capitán Kelly cuando Mackenzie levantó el auricular delteléfono y preguntó qué demonios querían-, general Mackenzie. señor; meparecería que usted ha matado un ángel.

-Repítalo. capitán.

-Un ángel señor.

-¿Un qué?

-Un ángel señor.

-¿Y qué demonios es exactamente un ángel?

-Bueno -respondió Kelly-, yo no sé exactamente cómo contestar su pregunta,señor. Un ángel. Uno de los ángeles de Dios, señor.

-¡No se habrá vuelto loco usted, capitán? -rugió Mackenzie-. ¿O se le ha dadootra vez por fumar marihuana? Que Dios me perdone, pero yo previne a todoslos fumadores de esa porquería que si no abandonaban ese vicio losdespacharía a todos al infierno.

-No, señor -dijo Kelly serena y obstinadamente-. Aquí no tenemos marihuana.

-Buello, deme con el teniente García -gritó Mackenrie.

-Habla el teniente García -dijo débilmente la voz de éste.

-Teniente, ¿qué diablos es esto del ángel?

-Sí, general.

-¿Sí. qué?

-Es un ángel. Cuando usted estaba allá matando individuos del Viet Cong...bien, señor, usted sencillamente mató un ángel.

-¡Que Dios se apiade de mí! -exclamó Mackenzie-. voy a apalear a todosustedes, los fumadores de marihuana, por esto que dicen. ¡Pedazo de canalla!Usted tiene mucha osadía para poner en ridículo a todo un general pero nadieme pone en ridículo a mí y se libra de un castigo. Recuérdelo bien.

Un hecho acerca del Viejo Galleta Dura era que cuando quería que algo sehiciese, no pedía voluntarios. Lo hacía él mismo, y así fue como se dirigió adonde estaba su helicóptero y le dijo al capitán Jerry Gates, el piloto:

-Lléveme a aquel campamento de infantes de marina de Oueen-to y póngamedirectamente a mitad del campamento.

-Es empresa arriesgada, general.

-Su obligación es manejar ese cachivache y no darme consejos.

Veinte minutos después el helicóptero descendía en el campamento de Oueen-to y, todo un general de rostro pétreo, se puso frente al capitán Kelly y le dijo:

-Ahora supongo que me llevará a ver ese maldito ángel y que Dios secompadezca de usted si no lo es.

Pero lo era; más de seis metros de largo y todo un ángel hecho y derecho, dela cabeza a los pies. Los infantes de marina lo habían tapado con dos pedazosde papel alquitranado, y era una suerte para ellos que los guerrilleros del VietCong hubiesen desistido de tirarse contra Oueen-to, o simplemente decidido noluchar por un tiempo, pues tenían poca lucha entre manos y todo lo que losjóvenes podían hacer era echarse boca arriba en sus trincheras y tratar de nomirar el enorme cadáver que yacía bajo los papeles alquitranados ni hablar deeso tampoco: pero a pesar de todo el esfuerzo que hicieron, no dejaban dedirigir miraditas al bulto y dos de ellos, que descorrieron el papel de maneraque Mackenzie pudiera verlo, lloriquearon un poco. Ello no le agradó al general;si había una cosa que no Ie gustaba, era soldados que llorasen y vivazmentedijo a Kelly:

-Sáqueme de aquí a esos dos maricas en el acto y cuando me mande gente,quiero que sean hombres y no chicos que se hacen pis encima.

Después inspeccionó al ángel y hasta quedó impresionado.

-Es un gran hijo de perra, ¿no es cierto?

-Sí, señor. De la cabeza a los pies tiene seis metros con sesenta centímetros.Lo hemos medido.

-¿A qué se debe que crea usted que es un ángel?

-Bueno, eso es lo que es -dijo Kelly-. En un ángel. ¿Qué otra cosa puede ser?

El general Mackenzie dio una vuelta en torno del cadáver yaciente y tuvo queadmitir la lógica del pensamiento expresado por el capitán Kelly. Aquel objetoera blanco, no del blanco de la carne sino del blanco de la nieve, tenía formade hombre y estaba desnudo y tendido sobre un lado, con dos grandes alas de

plumas plegadas debajo. Su cabello era de oro hilado y lucía un rostrodemasiado bello para ser humano.

-De manera que es un ángel -dijo finalmente Mackenzie.

-Sí, señor.

-¡Un rábano es! -replicó Mackenzie-. Lo que yo veo es blanco. Un caucasiano,muerto a causa de heridas recibidas en el campo de combate. A todo esto,¿dónde le pegué?

-No podemos encontrar las heridas, señor.

-¿Qué es exactamente lo que ustedes quieren decir con eso de que noencuentran las heridas? Yo no yerro nunca. Si tiro, pego.

-Sí, señor. Pero no podemos encontrar las heridas. Tal vez su piel sea muydura. Pudo haber sido el golpe contra el suelo lo que lo mató.

Acostumbrado a buscar por sí mismo la verdad de las cosas, Mackenzierecorrió en todo sentido el cadáver, revisándolo cuidadosamente. No habíaninguna herida visible.

-Den vuelta al ángel -ordenó Mackenzie.

Kelly, que era un buen católico, titubeó al principio; pero entre un general vivo yun ángel muerto. la elección no era difícil. Llamó a un pequeño grupo deinfantes de marina, y estos, sin entusiasmo, consiguieron dar vuelta el cuerpogigantesco. Cuando Mackenzie se quejó de que unas manchas de barrodificultaban su inspección, ellos limpiaron perfectamente al ángel. Tampoco deese lado había heridas.

-Esta es una situación endemoniada -musitó Mackenzie, y si el capitán Kelly yel teniente García hubiesen estado más familiarizados con el humor del ViejoGalleta Dura, habrían percibido en su voz un temblor que revelabaincertidumbre. La verdad es que Mackenzie estaba un poco desconcertado. Detodas maneras -decidió-, está muerto, así que envuélvanlo y métanlo en elbarco.

-¿Señor?

-¡Maldita sea, Kelly! ¿.Cuántas veces tengo que darle una orden? Dije que loenvuelvan y lo pongan en el barco.

Los marinos de Queen-to se sintieron aliviados cuando vieron que la cañonerade Mackenzie desaparecía en la distancia, prefiriendo la compañía deindividuos vivos del Viet Cong a la de un ángel muerto, pero el piloto delhelicóptero se llevó en su vuelo todas las preocupaciones propias de unfundamentalista del Sur.

-¿Está suficientemente demostrado que es un ángel, señor? -interrogó mirandoal general.

-Usted cuídese del camino y siga manejando el helicóptero, muchacho -lereplicó el general. Una hora antes habría dicho al piloto que no metiese su narizllena de mocos en cosas que no le incumbían, pero el ángel tuvo un efectoidiotizante en e! idioma del general. Lo deprimió, y cuando el general de tresestrellas le dijo en el cuartel general: “¿Pretende decirme, Mackenzie, queusted mató de un disparo a un ángel?”, Mackenzie pudo solamente afirmar conla cabeza y sentirse abatido.

-Bueno, señor, eso quiere decir que usted está loco.

-El cadáver se encuentra junto a la puerta del hangar F -dijo Mackenzie-. Dejéun guardia para que lo cuide. señor.

El general de dos estrellas siguió al general de tres estrellas en su andarmajestuoso hacia el hangar F, donde el general de tres estrellas contempló elcadáver, lo empujó con un pie, lo palpó con un dedo, tocó las plumas, tocó elcabello y después dijo:

-¡Dios lo condene al infierno. Mackenzie! ¿Sabe usted qué es lo que tiene ahí?

-Sí. señor.

-Tiene un ángel; eso es lo que el infierno te ha proporcionado.

-Sí. señor. parecería que así es.

-Que Dios lo maldiga, Mackenzie. Yo siempre tuve la sensación de que debíaponerme firme de una vez por todas, en vez de permitir que usted vaya dandovueltas por ahí con esas cañoneras, matando gente del Viet Cong. ¡Diostodopoderoso! Usted debería ser un hombre verdadero con sentido común enlugar de un niño idiota que quiere marcar tantos tirando al blanco y si nohubiese andado por ahí con esa cañonera, esto no habría ocurrido jamás.¿Ahora qué diablos tengo yo que hacer? Los periodistas que nos vigilandurante la guerra son de lo más cretino que hay. ¿Cómo voy a explicarles quetenemos un ángel muerto?

-Tal vez no lo expliquemos, señor. Quiero decir que está ahí. Ha ocurrido. Esamaldita cosa está muerta, ¿no es verdad? Enterrémoslo. Eso es lo que hacenlos soldados; entierran a sus muertos, se ajustan el cinturón y siguen adelante.

-De modo que, bueno. lo enterramos. ¿No Mackenzie?

-Sí, señor. Lo enterramos.

-Usted es un asno, Mackenzie. ¿Cuánto tiempo ha pasado sin que alguien lediga eso mismo? Eso es lo malo que tiene ser general en este maldito ejército,nadie le dice a nadie lo asno que es. Usted tiene dignidad.

-No, señor. Usted no es justo. señor -protestó Mackenzie-. Estoy tratando deayudar. Procuro tener iniciativa en esta difícil situación.

-Por tener iniciativa, Mackenzie, le dan una estrella de oro. Sí señor, general,eso es lo que le dan. Todos los infantes de marina en Queen-to saben queusted tiró contra un ángel, lo mató y el ángel cayó. Lo saben el piloto de suhelicóptero y la tripulación, lo cual quiere decir que en este momento lo sabetodo el mundo en esta base. porque cualquier cosa que aquí ocurre, el últimoque se entera soy yo; y esos babiecas de reporteros que están en la base ya losaben. para no mencionar a los malditos capellanes. ¡Y usted quiere enterrarlo!¡Que Dios le conserve la inocencia!

El general de tres estrellas se llamaba Drummond, y cuando volvió a su oficinasu ayudante le dijo nervioso:

-General Drummond: hay una comisión de capellanes, señor, que insisten enverlo y están muy interesados en no sé qué cosa, y sé lo que usted siente porlos capellanes: pero esto parece ser un caso especial y creo que deberíaverlos.

-Los atenderé -dijo suspirando el general Drummond.

Eran cuatro capellanes, un cura católico, un rabino, un episcopaliano y unluterano. Los capellanes metodista, bautista y presbiteriano habían queridoparticipar de la delegación, pero el cura, que era paulista, dijo que si iban atomar parte cinco protestantes, él quería como refuerzo un jesuita, mientrasque el rabino, que era reformista, convino que contra cuatro protestantes elrabino ortodoxo debería hacer causa común con el jesuita. Consecuencia deello fue una transacción, y se pusieron de acuerdo en permitir que el cura,padre Peter O'Malley, hablase en nombre de todos. El padre O'Malley fuedirectamente al asunto:

-Según nuestros datos, general, el general Mackenzie ha derribado a uno delos sagrados ángeles de Dios. ¿Es así o no?

-Me temo que es así -admitió Drummond.

Siguió un largo silencio mientras el clero acopiaba su ingenio, su fe, su coraje ysu asombro y entonces el padre O'Malley preguntó con voz lenta y siniestra:

-¿Y qué ha hecho usted con el cadáver de ese ser sagrado si en realidad tienecadáver?

-Tiene cadáver, un cadáver muy sólido. Más aún. es tan grande como unelefante joven: seis metros con sesenta centímetros de alto. Está bajo custodia,tendido en el hangar F.

El padre O'Malley movió horrorizado de lado a lado la cabeza, miró a suscolegas protestantes y luego pasó junto a ellos hacia el rabino parapreguntarle:

-¿Cuál es su idea, rabino Bernstein?

Dado que el rabino Bernstein representaba la fe más antigua que se ocupabade ángeles, los demás se avinieron a respetar su idea.

-Creo que debemos verlo inmediatamente -dijo el rabino.

-Estoy de acuerdo -dijo el padre O'Malley.

Los demás clérigos se manifestaron conformes y todos se dirigieron al hangarF, viaje que no dejó de tener su dificultad, pues a esta altura los periodistashabían concentrado su atención en el suceso y el general y los sacerdotestuvieron que soportar una especie de reto de preguntas implorantes mientrasavanzaban a pie en dirección al hangar. Allí los guardias prohibieron la entradaa los periodistas y los clérigos penetraron junto con el general Drummond y elgeneral Mackenzie y otra media docena de oficiales del Estado Mayor. El ángelestaba destapado y los hombres formaron un círculo alrededor de aquel objetogrande y bello y luego. durante cinco minutos, guardaron silencio.

Este. silencio fue interrumpido por el padre O'Malley:

-Que Dios nos perdone -dijo.

Dijeron a coro “amén” todos ellos y siguió más silencio, hasta que finalmenteWhitcomb, el episcopaliano. dijo:

-Puede concebirse que sea un fenómeno natural.

El padre O'Malley lo contempló sin decir palabra y el rabino Bernstein suavizóel impacto formulando la observación de que aun Dios y sus ángeles sagradospodía considerarse que no son independientes de la Naturaleza. Al oír esto, elpastor Yager, el luterano, se opuso a un punto de vista tan ateístico en unmomento como aquél, y el padre O'Malley replicó:

-¡Ya está el demonio con sus insensateces teológicas! El hecho sencillo detodo esto es que nos hallamos frente a uno de los ángeles sagrados de Dios,que nosotros, en nuestra manera animaloide de pecar, hemos asesinado.¡Cuánta penitencia deberemos cumplir es lo que ahora interesa saber!

-Penitencia es su especialidad, caballeros -dijo el general Drummond-. Yotengo aquí un problema de guerra, de periodismo y de cadáver.

-El cadáver, como usted lo llama -replicó el padre O'Malley- debeevidentemente ser enviado al Vaticano... inmediatamente, si quiere que le démi opinión.

-¡Oh, oh! -dijo riéndose fuertemente Whitcomb-. ¡El Vaticano! No hay discusión,no hay intercambio de opiniones... Ah, no, embarcarlo directamente alVaticano, donde lo escondan en algún calabozo secreto junto con otrasevidencias del divino favor de Dios...

-¡Vamos, vamos! -dijo queriendo aplacarlos el rabino Bernstein-. Somostestigos de algo inmenso y sacrosanto, y no deberíamos discutir el sitio que leconviene a esta criatura de Dios. Yo creo evidente que su lugar es Jerusalén.

Mientras se desenvolvía enconadamente esta discusión teológica, se le ocurrióal general Clayborne Mackemie que sus propios puentes necesitabanreparación y se detuvo afuera en el lugar en que la prensa (acrecentada ahorapor casi todos los periodistas del Vietnam) esperaba, y, por supuesto, todos loasaltaron.

-¿Es verdad, general?

-¿Qué cosa es verdad?

-¿Derribó usted a un ángel de un disparo?

-Sí, lo derribé -manifestó sin dilación el viejo guerrero.

-Por amor de Dios, ¿por qué lo hizo? -preguntó una fotógrafa.

-Fue un error -dijo modestamente el Viejo Galleta Dura.

-¿Quiere usted decir que no lo vio? -preguntó otra voz.

-No, señor. Periférico, si usted entiende lo que quiero decir.

-Estaba en la cañonera ametrallando vietnamitas y... ¡pum! Allí apareció.

Los periodistas eran escépticos. Siguió una docena de preguntas, todas encuanto a la forma en que se dio cuenta de que era un ángel.

-Usted no pregunta a un río por qué es un río ni a un burro por qué es un burro-dijo Mackenzie-. De todas maneras, interiormente tenemos nuestra opiniónprofesional.

Interiormente, la opinión profesional estaba dividida e indignada. Todosconvenían en que el ángel era una señal, pero saber qué clase de señal eraasunto muy distinto. El pastor Yager sostenía que era señal de paz y exigía uninmediato cese del fuego. Sin embargo, Whitcomb, el episcopaliano, sosteníaque era simplemente una condenación por la matanza indiscriminada, mientrasel rabino y el cura decían que era una señal... y punto aparte. Drummond dijoque más temprano o más tarde debería permitirse que los periodistas entraseny que no se podía prohibir al personal de los canales que transmitiesen portelevisión al ángel muerto. Whitcomb y el rabino se manifestaron conformes.

O'Malley y Yager pusieron objeciones. El general Robert L. Robert. del Cuerpode Ingenieros, llegó con información secreta, en el sentido de que todo aquelloera un ardid de los rusos y que el ángel era un robot; pero cuando trataron decortar la carne para ver si el ángel sangraba o no, la piel resultó impenetrable.

En aquel instante el ángel se agitó, apenas una insignificancia, pero lo bastantepara que los clérigos y los uniformados reunidos en torno retrocediesen de unsalto para dejarle mas lugar, pues aquella forma gigantesca de seis metros consesenta centímetros y un peso mayor de media tonelada era una cosa estandomuerta y otra enteramente diferente viva. Los bíceps del ángel eran tangruesos como un cuerpo de hombre, y su enorme y bella cabeza estabamontada en un cuello de casi un metro de diámetro. Aun los propios clérigostenían tan confusos sus conocimientos de angelología que de ninguna manerapodían precisar si un ángel se ofendería de que lo matasen a tiros. Al agitarsepor segunda vez, los hombres que lo rodeaban se corrieron más atrás aún yalgunos de los uniformados aflojaron sus armas, que llevaban al costado.

-Si esta criatura sagrada está viva -opinó valientemente el rabino Bernstein-,entonces no sentirá ni odio ni rabia hacia nosotros. Es un ser de amor yperdón. ¿No está usted de acuerdo conmigo, padre O'Malley?

Así fuese tan sólo porque los ministros protestantes se sentían visiblementeindecisos, el padre O'Malley se declaró de acuerdo:

-Sin duda. Oh, sí.

-¿Cómo cuernos lo sabe? -preguntó el general Drummond, aflojándose suarma-. Esa cosa que ve ahí tiene la fuerza de una topadora.

Temeroso de que lo venciera una combinación formada por el católico y eljudío, Whitcomb avanzó decididamente y se plantó frente a Drummond,diciendo:

-Esa "cosa", como usted lo llama, señor, es un ángel bendito del Todopoderosoy usted debería cuidar más su alma inmortal que el arma.

A lo cual. Drummond contestó gritando:

-¿A quién cuernos cree usted que está hablando, señor... tan sólo...

En aquel momento el ángel se incorporó y los hombres que lo rodeaban seretiraron de otro salto para ensanchar el círculo. Varios extrajeron las armas;otros susurraron las plegarias que acertaron a recordar. El ángel, cuyos ojoseran tan azules como el cielo en Vietnam cuando no sopla el monzón y brilla elsol a través del aire limpio, no les prestó mayor atención al principio. Desplegóun ala y luego la otra, y sus grandes alas casi llenaron por completo el hangar.Hizo flexión con un brazo y luego con el otro y se irguió.

De pie, miró fugazmente en su torno, llevando la vista de sus ojos azules deuno a otro y, al no encontrar lo que buscaba, caminó hacia las grandes puertas

deslizantes del hangar F y las abrió con un solo movimiento. Con chasquido dereguladores de acero y rechinar de engranajes, las hojas de la puerta seabrieron, mostrando a la muchedumbre de periodistas, oficiales, soldados yciviles allí congregados, la potente y brillante figura del ángel con sus seismetros sesenta centímetros de alto.

Ninguno se movió. El espectáculo del ángel, agachado levemente haciaadelante, sus espléndidas alas desplegadas a medias, no para el vuelo, sinoequilibrándose, los mantuvo hipnóticamente fijos, y el ángel movió sus ojos,paseando su vista de rostro en rostro, hasta finalmente encontrar lo quebuscaba, que no era otro que el Viejo Galleta Dura.

Al igual que en las películas del Western, cuando llega lo de que suelen llamarel. momento "de la verdad" en que el sheriff y el bandolero están cara a cara,con las manos nerviosamente apoyadas en los revólveres, mientras lamuchedumbre se va alejando silenciosamente de los dos hombres marcadosde esas películas, así los presentes fueron alejándose de Mackenzie hasta queéste se halló solo... tan solo como puede estarlo cualquier hombre en la Tierra.

El ángel miró detenidamente y con dureza a Mackenzie y después suspiró ymeneó de lado a lado la cabeza. La muchedumbre se retiró para dejar máslugar al ángel en el momento en que éste pasaba junto a Mackenzie yempezaba a recorrer el campo, donde, directamente en mitad de la aeropistanúmero 1, extendió sus alas poderosas y despegó, en la forma en que unáguila salta del sitio en que está encaramada para volar hacia el cielo, o, talcomo algunos reporteros lo expresaron, de la manera en que una paloma vueladulcemente.

El ratón

Sólo el ratón observó el plato volador que descendía hacia la Tierra. El ratónestaba acurrucado recelosamente en un escondite, crispando nerviosamentesu nariz diminuta, mientras le temblaban todos los nervios por el miedo y laatención al hacer su aterrizaje el hermoso objeto dorado.

El plato volador (o nave espacial circular, cuya forma era más o menos la de unsombrero achatado y de ala ancha) pasó rozando el techo de la casasuburbana de dos plantas, planeó por encima del fondo de la casa y seacomodó en una maraña de rosales trepadores, escondiéndose entre lasramas y las hojas de manera que quedaba cubierto por completo. Y dado que

el plato volador tenía tan sólo setenta y cinco centímetros de diámetro y apenasdiecisiete centímetros de altura, el ocultamiento se lograba con bastantefacilidad.

Era apenas un poco después de las tres de la madrugada. Los habitantes deesta casa y todos los de las otras viviendas de aquel barrio nuevo suburbanodormían o se agitaban en sus camas luchando con el insomnio. El paso delplato volador no provocó ruido ni olor alguno y ningún perro ladró; sólo el ratónobservaba -y observaba sin comprender, tal como siempre observaba, tal comosu existencia era- sin comprensión.

Lo que ocurrió un momento antes se convirtió en la memoria del ratón en algovago y carente de sentido, pues casi no tenía memoria en realidad. Lo mismopodría decirse que jamás había sucedido. Transcurrió el tiempo, segundos,minutos, casi una hora, y luego apareció una luz en la maraña de ramas yhojas donde el plato volador estaba acomodado. El ratón clavó la vista en la luzy de pronto vio aparecer dos hombres saliendo de la luz -que era una aberturadel plato-, y que caminaban por el suelo.

O por lo menos parecían, de un modo vago, algo así como seres que el ratónhabía visto, que en realidad eran hombres, con la salvedad de que su estaturaera sólo de siete centímetros y medio y estaban vestidos con trajes espaciales.Si el ratón hubiese podido distinguir entre el traje y lo que contenía y si suvisión hubiese sido selectiva, habría observado que bajo la envolturatransparente los hombres salidos del platito diferían tan sólo en tamaño de loshombres de la Tierra, por lo menos en su aspecto general. Sin embargo. enotros sentidos diferían muchísimo. No hablaban en forma oral ni sus trajescontenían ninguna clase de equipo de radio: eran telépatas, y luego de haberpermanecido en silencio más de cinco minutos, intercambiaron pensamientos.

-Lo que debe tenerse en cuenta -dijo el primer hombre- es que mientrasnuestro peso es mucho menor aquí que en nuestra patria, todavía seguimossiendo muy, pero muy pesados, y esta Tierra no es muy densa.

-No, no lo es, ¿verdad? ¿Están todos dormidos?

El primero alargó una mano. Su cerebro se convirtió en una su red electrónicaque tocaba los cerebros de todo ser viviente en un radio de una milla más omenos.

-Casi todas las personas están dormidas. La mayoría de el los animalesparecen ser nocturnos.

-¡Qué curioso!

-No, en realidad, no. La mayoría de los animales no está domesticada y sonseres pequeños y salvajes. Mucho miedo, hambre y miedo.

-¡Pobrecitos!

-Sí, pobrecitos, y sin embargo consiguen sobrevivir. Eso es toda una proeza, ala vista de la gente. Gente interesante. Explora un poco.

El segundo hombre proyectó su cerebro y exploró. Su reacción podríatraducirse como: “¡Uh!”

-Sí... sí, realmente. Sus ideas son horribles, ¿no es cierto? Lo siento, peroprefiero los animales. Hay uno justo aquí, delante de nosotros. Completamentedespierto y sin nada más que miedo en su cerebro diminuto. En realidad, elmiedo y el hambre parecen formar todo su bagaje mental. Nada de odio niagresión.

-Él es también tan pequeño como las cosas de este planeta -observó elsegundo hombre: espacial-. No es mayor que nosotros. ¿Sabes una cosa? Nospodría servir perfectamente bien.

-Podría -corroboró el primero.

Dicho esto, los dos hombres diminutos se aproximaron al ratón, que seguíaacurrucado y a la defensiva en su escondite, sin que se le viese más que lapunta de sU nariz poblada de bigotes. Los dos hombres avanzaron despacio ycuidadosamente, eligiendo sus pasos detenidamente. De pronto uno de ellosse hincó casi de rodillas en un terroncito e intentaron después hacer pie enpiedras, grava, trocitos de madera. Evidentemente su gran peso hacía que ladura y seca tierra les resultase demasiado suave pura ofrecerles seguridad.Mientras tanto el ratón los observaba y cuando fue claro el rumbo en quevenían, el animalito intentó convulsivamente escapar.

Pero sus músculos no respondían y en virtud de que el pánico se incrustaba ensu pequeño cerebro, e! primer hombre espacial proyectó su mente, buscandoel centro del miedo, bloqueándolo con sus propios pensamientos y alterandoluego electrónicamente las sendas de neuronas del ratón conforme a loscentros de placer del diminuto cerebro del animal. Todo esto hizo sin esfuerzo ycasi instantáneamente el hombre espacial, y el ratón se relajó, profirió chillidosde gozo y desistió de todo esfuerzo por huir. Entonces el segundo hombreespacial roturó la tierra y la apartó de la boca del túnel, levantó al ratón concuidado, sosteniéndolo en sus brazos, y lo llevó de regreso al plato. Y allíquedó tendido el ratón, relajado y estremeciéndose de deleite.

Otros dos seres, ambos mujeres, esperaban en el platito mientras los hombrespenetraban por la esclusa pneumática, llevando al ratón. Las mujeres,evidentemente en concordancia con los pensamientos de los hombres, nonecesitaron que se les dijese lo que había sucedido. Prepararon de antemanolo que sólo podía ser una mesa de operaciones, un tablero liso con luz brillanteencima y una tabla de instrumentos a lo largo. La luz formaba un cuadrado debrillo en el obscuro interior de la nave espacial.

-Yo estoy esterilizada -informó a los hombres la primera mujer, levantando lasmanos cubiertas con guantes delgados y transparentes- de modo que podemostrabajar inmediatamente.

Al igual que la de los hombres, la piel de las mujeres era amarilla, no cetrina,sino un amarillo claro y vivo, del color del limón, y el cabello era anaranjado.Despojados de los trajes espaciales, todos aparecían vestidos más o menosigual; descalzos y con pantaloncitos cortos en el caliente interior de la nave; lasmujeres ni siquiera cubrían sus pechos bien formados.

-Yo establecí contacto -les dijo la segunda mujer-. Todos están dormidos, salvosus cerebros.

-Ya lo sabemos -convinieron los hombres.

-He explorado como quien hace un viaje por una alcantarilla. Pero he reunidomuchos datos. El animal se llama ratón. Simbólicamente es el más pequeño ymás inofensivo de los seres, vegetariano y perseguido por casi todos losdemás en este curioso planeta. Sólo su tamaño explica su supervivencia y suextraordinaria destreza para ocultarse.

Mientras tanto los dos hombres habían depositado el ratón en la mesa deoperaciones, donde estaba extendido, relajado y chillando de satisfacción.Mientras los hombres fueron a quitarse los trajes espaciales, la segunda mujerllenó un instrumento hipodérmico, insertó la aguja cerca de la base de la coladel ratón y suavemente impulsó el líquido para que entrase. El ratón se relajó yquedó inconsciente. Entonces las dos mujeres cambiaron la postura del ratón,manejando el animal -que para ellas era enorme- con facilidad y eficiencia,como si no tuviese casi peso; y en realidad, en términos de la gravitación con lacual estaban conformadas para luchar, carecía de peso en absoluto.

Cuando volvieron los dos hombres, estaban vestidos igual que las mujeres, conpantaloncitos cortos y descalzos, con los mismos guantes transparentes.Entonces los cuatro se pusieron a trabajar con rapidez y destreza, formandoevidentemente un equipo que habría realizado esta labor muchas veces en elpasado. El ratón estaba tendido sobre el vientre, con las patas abiertas. Unhombre puso una máscara cónica sobre la cabeza del ratón y comenzó ainsuflarle oxígeno. El otro hombre le afeitó la parte superior de la cabeza conuna rasuradora eléctrica, mientras las dos mujeres iniciaban una operación quelevantaría la tapa entera del cráneo del ratón. Trabajando con gran velocidad ypericia, hicieron una incisión. en la piel y después, utilizando trépanos provistosde una especie de rayo láser en lugar de sierra, abrieron la parte superior delcráneo, la extrajeron y la entregaron a uno de los hombres, que la colocó enuna sartén llena de una solución reluciente. El cerebro del ratón quedó de estemodo al descubierto.

Luego las dos mujeres acarrearon una máquina que tenía una torrecita encimade una junta universal, bajaron la parte superior hasta situarla cerca del cerebroexpuesto y apretaron un botón. Salió de la torrecita más o menos un centenarde alambres diminutos y con mucha rapidez las mujeres empezaron a unir esosalambres a partes del cerebro del ratón. El. hombre que había estadogobernando el caudal de oxígeno acercó en ese momento otra máquina, sacóde ella tubos e inició un proceso de suministro de fluido al sistema circulatorio

del ratón, mientras el segundo hombre se dedicó a trabajar en la sección delcráneo que estaba dentro de la solución brillante.

Los cuatro realizaban su labor en forma serena y al parecer sin fatiga. Afuera,llegó a su fin la noche y salió el sol y todavía los cuatro seres espacialesseguían trabajando. Más o menos al mediodía terminaron la primera parte desu tarea y se retiraron, retrocediendo de la mesa para observar y admirar loque habían hecho. El diminuto cerebro del ratón había quintuplicado sutamaño, y por la forma y los repliegues parecía un cerebro humano enminiatura. Cada uno de los cuatro compartió un sentimiento de granrealización, entremezclaron sus pensamientos, se alabaron mutuamente y sededicaron entonces a terminar la operación. La forma de la sección del cráneoque había sido extirpada estaba ahora de acuerdo con el tamaño del cerebroalterado y cuando ellos la volvieron a colocar en la cabeza del ratón, la únicadiferencia en el aspecto del pequeño ser era un extraño y alto bulto encima delos ojos. Cerraron las roturas, unieron la carne con una especie de substanciaplástica, quitaron los tubos, insertaron tubos nuevos y modificaron lainconsciencia del ratón, convirtiéndola en un sueño profundo.

Durante los cinco días siguientes el ratón durmió; pero de un sueño inmóvil, suestado cambió paulatinamente hasta que al quinto día comenzó a agitarse ymoverse inquieto; al sexto día se despertó. En estos cinco días se le suministróel. alimento por vía endovenosa, se lo masajeó constantemente y se lo sondeótambién constantemente y telepáticamente. Los cuatro seres espaciales seturnaron en la tarea de penetrar en el cerebro y darle información, y neurón porneurón, sección por sección, programaron su nuevo cerebro agrandado.Realizaban esta tarea con mucha habilidad. Proveyeron al ratón deconocimiento, entendimiento, habla y autocomprensión. Le impusieron unagran cantidad de datos, equilibraron la información con una comprensiónfilosófica del universo y su sentido y lo dejaron como había estadoemocionalmente, sin agresión ni hostilidad, pero también sin miedo. Cuandopor último se despertó el ratón supo qué era y cómo se había convertido en loque era. Todavía continuaba siendo ratón, pero en el asombro y la majestadencantadora de su mente fue como no había sido ningún otro ratón que jamáshubiese vivido en el planeta Tierra.

Los cuatro seres espaciales permanecieron junto a él cuando se despertaba ylo observaron. Se sintieron complacidos, y dado que mucho de su naturaleza,especialmente sus reacciones emotivas, eran infantiles y directas, no pudieronmenos que mostrar regocijo y sonreír frente al ratón. Sus pensamientosparticipaban del género de una bienvenida y todo lo que la mente del ratónpudo expresar fue gratitud. El ratón se puso de pie, se mantuvo sobre lasuperficie donde había estado tendido, miró a cada uno de ellosalternativamente y lloró interiormente ante el. hecho de su existencia. Entoncesel ratón sintió hambre y le dieron comida. Después de ello el ratón formuló lapregunta básica e inevitable:

-¿Por qué?

-Porque necesitamos tu ayuda.

-¿Cómo puedo yo ayudarlos cuando vuestra propia sabiduría y vuestro propiopoder no tienen al parecer medida?

El primer hombre espacial explicó. Eran exploradores, cartógrafos,agrimensores, y detrás de ellos, a años de luz de distancia, estaba el planetaen el que tenían su hogar, una bola gigantesca del tamaño de nuestro planetaJúpiter. De ahí su tamaño pequeño, su densidad increíble. Pesando en laTierra sólo una fracción de lo que pesaban en su planeta, pesaban no obstantemás que cualquier ser de su tamaño, con tanta más razón cuanto quecaminaban en la Tierra con horrible peligro de hundirse y desaparecer de lavista. Era muy cierto que podrían ir a cualquier lugar en su nave espacial, peropara obtener toda la información que necesitaban tendrían que dejarla, tendríanque aventurarse a realizar el recorrido a pie. De ahí que el ratón podía servirlesde ojos y de pies.

-¡Y para esto un ratón! -exclamó el ratón-. ¿Por qué? Yo soy el más pequeño ymás indefenso de todos los seres.

-Ya no lo eres -le aseguraron-. Nosotros, por nuestra parte, no llevamos armas,porque tenemos nuestras mentes, y de esa misma manera tu mente es ahoraigual que las nuestras. Puedes entrar en el cerebro de cualquier criatura, ungato. Un perro -hasta un hombre-, ocluir las sendas de los neurones a suscentros de odio y agresión, y hacerlo con la velocidad del pensamiento. Tienesla más poderosa de todas las armas: la capacidad de hacer que cualquier serviviente te ame, y teniendo eso, ya no necesitas nada más.

Así fue como el ratón se convirtió en parte del pequeño grupo de genteespacial que medía, relevaba planos y examinaba el planeta Tierra. El. ratóncorrió vertiginosamente por las calles de un centenar de ciudades, se introdujoen centenares de edificios y salió de ellos, se acurrucó en rincones y pudocaptar las discusiones de. personas dotadas de poder que gobernaban esta oaquella parte del. planeta Tierra y los seres espaciales escuchaban con susoídos, olían con sus sensitivas fosas nasales y veían con sus suaves ojospardos. El ratón recorrió miles de millas, atravesando mares y continentes cuyaexistencia jamás había sospechado ni en sueños. Escuchó a profesores quepronunciaban conferencias ante públicos de estudiantes universitarios yescuchó las grandes orquestas sinfónicas, los exquisitos pianistas y violinistas.Observó a madres que daban hijos a luz y oyó hablar de guerras que seproyectaban y crímenes que se pensaban cometer. Vio deudos llorones quemiraban cómo se sepultaban los muertos en la tierra y tembló a los sonesestrepitosos de grandes líneas de montaje en fábricas monstruosas. Se abrazóa la tierra mientras pasaban por encima balas silbantes y vio que los hombresse destrozaban unos a otros por razones tan obscuras que en sus propioscerebros no había más que odio y temor. En la misma medida que la genteespacial, fue un extraño para los hábitos curiosos de la humanidad y oyó a losseres humanos especulando sobre la mezcla casual y carente de cerebro, degozo y horror, que era la civilización de la humanidad en el planeta Tierra.

Luego, cuando su misión estuvo terminada casi por completo se le ocurrió alratón preguntarles acerca del lugar en que ellos vivían. De esta manera pudosopesar hechos, medir posibilidades y especular a tientas con lasincertidumbres, creando sus propias abstracciones; y de este modo, una deaquellas noches en que el calor de los cinco seres llenaba la nave espacial,cuando se encontraban sentados y entremezclaban pensamientos y reaccionesen un intercambio de cuerpo y mente del cual el ratón era una parte, pensó enel sitio en que ellos habían nacido.

-¿Es muy bello? -preguntó el ratón.

-Es un buen lugar. Bello y lleno de música.

-¿No tenéis guerras?

-No.

-¿Y nadie mata por el placer de matar?

-No.

-Y vuestros animales... ¿son como yo?

-Existen en su propia ecología. Nosotros no la alteramos y no los matamos.Cultivamos y producimos el alimento que comemos.

-¿Hay crímenes como aquí, homicidios, asaltos y robos?

-Casi nunca.

Y de este modo fueron sucediéndose preguntas y respuestas mientras el ratónextendía delante de ellos su cabeza de extraña conformación entre las patas,con los ojos fijos en los dos hombres y las dos mujeres, admirándolos yamándolos; y llegó el momento en que les preguntó:

-¿Me será permitido vivir con vosotros, con vosotros cuatro? ¿Tal vez cumplirjunto a vosotros otras misiones? ¡Vosotros jamás sois crueles! No mecolocaréis junto con los animales. Me dejaréis estar con la gente, ¿no esverdad?

No le respondieron. El ratón trató de leer sus mentes, pero todavía era como unniño pequeño cuando llegó al juego de la telepatía y los cerebros de los otrosestaban bien protegidos.

-¿Por qué?

Siguieron.sin contestarle.

Entonces, de una de las mujeres, oyó:

-Vamos a decírtelo. No esta noche, pero pronto. Ahora debemos decirte otracosa. No puedes venir con nosotros.

-¿Por qué?

-Por la más sencilla de todas las razones, querido amigo. Nos volvemos anuestra patria.

-Entonces permitidme ir con vosotros. Es mi patria también. El principio detodos mis pensamientos, sueños y esperanzas.

-No podemos.

-¿Por qué? -suplicó el ratón-. ¿Por qué?

-¿No comprendes? Nuestro planeta es del tamaño de vuestro planeta Júpiter,aquí, en el sistema solar. Esa es la razón por la cual somos tan pequeños entérminos terrestres, porque nuestra misma estructura atómica es diferente de lavuestra. De acuerdo con la medida de peso que usan aquí en la Tierra, mi pesoes casi cien kilogramos, y tú pesas menos de un octavo de kilogramo, y sinembargo nuestros tamaños son casi iguales. Si debiésemos llevarte a nuestroplaneta. morirías apenas llegáramos a su campo gravitacional. Quedaríasaplastado tan absolutamente que toda apariencia de forma desaparecería de ti.No puedes pedirnos que te aniquilemos.

-Pero sois tan sabios -protestó el ratón-. Podéis hacer casi cualquier cosa.Cambiadme. Haced que sea como vosotros.

-De acuerdo con tus cánones somos sabios... -dijeron los seres espaciales,plenos de tristeza. Esta se infiltraba por todo el ámbito y el ratón sintió sudesolación-. De acuerdo con nuestros cánones tenemos muy escasa sabiduría.No podemos hacer que vosotros seáis como nosotros. Eso está más allá detodo poder que queramos o podamos soñar. No podemos ni siquiera deshacerlo que hemos hecho, y ahora comprendemos qué es lo que hemos hecho.

-¿Y qué es lo que haréis de mí?

-Lo único que podemos hacer. Dejarte aquí.

-¡Ah, no! -y el pensamiento fue un grito de agonía.

-¿Qué otra cosa podemos hacer?

-No me dejéis aquí -les imploró el ratón-. Cualquier cosa, pero aquí no medejéis. Dejad que haga el viaje con vosotros, y si entonces tengo que morir,moriré.

-No hay ningún viaje tal como tú lo ves -le explicaron-. El espacio no es paranosotros un área. No podemos hacer que resulte comprensible para ti, sólopodemos decirte que es una ilusión. Cuando nosotros nos elevamos y salimos

de la atmósfera terrestre, nos deslizamos en un pliegue del espacio yaparecemos en nuestro propio sistema planetario. De manera que no sería unviaje que tú pudieras realizar con nosotros, sólo un paso hacia tu muerte.

-Dejadme morir con vosotros -rogó el ratón.

-No, nos pides que te matemos. No podemos.

-Sin embargo, me habéis hecho.

-Te hemos cambiado. Hemos hecho que crecieses en un cierto sentido.

-¿Yo lo pedí? ¿Me preguntasteis si yo quería ser así?

-Que Dios nos perdone, no te lo preguntamos.

-¿Entonces qué tengo yo que hacer?

-Vivir. Es lo único que podemos decir. Debes vivir.

-¿Cómo? ¿Cómo puedo vivir? Un ratón se esconde entre la hierba y no conocemás que dos cosas: miedo y hambre. Ni siquiera sabe lo que es él y todo loignora acerca del enorme las mundo lunático que lo rodea; no sabe nada. Perovosotros me de disteis el conocimiento.

-Y también te dimos los medios para defenderte, de manera que puedas vivirsin miedo.

-¿Por qué? ¿Por qué tengo que vivir? ¿No entendéis eso?

-Porque la vida es buena y bella, y en sí misma es la respuesta a todas lascosas.

-¿Para mí? -y, dicho esto, el ratón los miró y les imploró que lo mirasen-. ¿Quéveis? Yo soy un ratón. En todo este han mundo no hay otro ser como yo.¿Debo volver junto a los ratones?

-Tal vez.

-¿Y hablar de filosofía con ellos? ¿Y abrirles mi mente? ¿O debería tenerintercambio de ideas con esas pobres y necias criaturas condenadas? ¿Deberéser el garañón del mundo de los ratones? ¿Almacenaré riquezas en raíces ybulbos? Decidme, decidme -suplicó.

-Hablaremos de eso en otra ocasión -dijeron los seres espaciales-. Quédatecontigo mismo por un tiempo y no temas de nada.

Entonces el ratón se acostó con la cabeza entre las patas y pensó en elcapricho de las cosas. Y cuando los seres espaciales le preguntaron dóndequería estar, les contestó:

-Donde me encontrasteis.

De modo que nuevamente el plato volador descendió por la noche en el patiode los fondos de la casa suburbana de dos plantas. Una vez más la esclusaneumática se abrió y en esta ocasión salió un ratón. El ratón permaneció allí yel plato se elevó por entre las hojas muertas que se arremolinaban y se alejócomo una mancha dorada que se perdió en la noche. Y el ratón quedó allí, antesu propia eternidad.

Un gato. despertado por el movimiento que se produjo entre las hojas, seacercó al ratón y se detuvo a unas pocas pulgadas de distancia cuandoobservó que el pequeño animal no escapaba. El gato alargó una pata y la patase detuvo. Luchó por dominar su propio cuerpo y escapó. Y el ratón siguióinmóvil, olfateó luego el aire, se orientó, y se dirigió a la boca del túnel de unantiguo escondite. Desde abajo, de las profundidades de la cavidad, llegó elcálido y almizclado olor de los ratones. Bajó por el túnel hacia el nido, dondeestaban acurrucados un macho y una hembra, sondeó sus mentes y encontrómiedo y hambre.

Corrió fuera del túnel a buscar el aire del exterior y allí se quedó sollozando yjadeando. Volvió la cabeza hacia arriba, hacia el cielo y extendió su mente,pero lo que trató de alcanzar estaba a cientos de años luz.

-¿Por qué? ¿Por qué? -dijo el ratón llorando para sus adentros-. Son tanbuenos, tan sabios... ¿Por qué me lo han hecho a mí?

Caminó luego hacia la casa. Se había acostumbrado tanto a entrar en casas, ysólo una bóveda de acero lo habría hecho desistir. Encontró el lugar de entraday se deslizó hacia el sótano. Su visión nocturna era buena, y se combinó consu agudo sentido del olfato, permitiéndole avanzar velozmente y a voluntad.

Desplazándose a través de la cambiante trama de olores fuertes quecaracterizaban todo lugar donde habitasen personas. separó el olor penetrantedel queso viejo y atravesó el piso, llegando por debajo de una escalera hasta ellugar en que habían colocado una trampa ratonera. Era un objeto primitivo, unaherradura de alambre doblada hacia atrás contra la tensión de un resorte yretenida con un cierre minúsculo. El trozo de queso estaba en el cierre y el másligero contacto con el queso habría hecho funcionar la trampa.

Lleno de compasión por su propia especie, por su dulzura, su impotencia, sumente insensata que los guiaba a una trampa tan sencilla y tan pocodisimulada, el ratón experimentó una súbita sensación de triunfo, deconocimiento definitivo. Sabía ahora lo que la gente espacial había sabidodesde el mismo principio, que ellos le habían concedido el último don deluniverso -la conciencia de su propio ser- y con el destello de esta sabiduría elratón conoció todas las cosas y supo que todas las cosas estaban incluidas enla conciencia. Vio la totalidad y unidad del mundo y de todos los mundos quehan existido alguna vez o que existirían, dejó de sentirse atemorizado y solo.

Por la mañana, el hombre de la casa suburbana de dos plantas bajó al sótano yexhaló un alarido de alegría.

-¡Lo tengo! -gritó en dirección a su familia, que estaba arriba-. Ya he atrapadoal pequeño canalla.

Pero el hombre en realidad en ningún momento miró nada, ni a su esposa, ni asus hijos, ni a su mundo; y al tiempo en que sabía que la trampa contenía unratón muerto, jamás notó que ese ratón era algo diferente de los demásratones. Se dirigió en cambio al fondo de la casa, tomándolo por la colabalanceó en el aire al ratón muerto y lo arrojó a los fondos de su vecino.

-Eso le dará algo en qué pensar -dijo el hombre, sonriendo burlonamente.

Milty Boil, un visionario

Napoleón, Stalin, Hitler, y Mussolini tenían todos algo en común con Milton Boil:eran de baja estatura. Pero los momentos más trascendentes de la historiahumana han sido a menudo consecuencia de la falta de quince o veintecentímetros de altura, y aunque sería difícilmente provechoso, es sin dudainteresante especular sobre lo que pudo haber sido el destino del hombre dehaber tenido Milton Boil más de un metro con ochenta de estatura, en vez deun metro con cincuenta y dos centímetros, y un apellido como Smith, Jones, oGoldberg en lugar de Boil.

Pero. en la época de su madurez. su estatura era de un metro con cincuenta ydos centímetros y su nombre ya le había ocasionado tanto sufrimiento queninguna fuerza en el mundo lo hubiese persuadido de cambiarlo. [Boil significa“grano”, “forúnculo” en inglés (N. del T.)].

Toda su vida había sido zaherido, perseguido y burlado a causa de su apellidoy de su estatura; no debe, pues, sorprendernos que fuese millonario antes dehaber llegado a los treinta años.

Nació en 1940 y se crió y educó en los días de la prosperidad. Su padre eraconstructor de casas de pequeños departamentos. Milton (o Milty, tal comollegó a llamarlo el mundo entero) dejó la universidad, pasó un año aprendiendomás acerca del negocio del padre de lo que el viejo llegó a saber en algúnmomento y después se separó de él y construyó su primer gran edificio dedepartamentos. Milty era un genio. Más o menos por 1970 se había convertido

en el constructor más importante de casas de departamentos de la ciudad deNew York. Se casó con Joan Pebbleman, cuyo padre había sido uno de losmayores constructores de edificios para oficinas del país y tuvieron tres hijosencantadores. Joan se ocupaba de actividades benéficas. Su nombre figurabaen The New York Times por lo menos una vez por semana. Ella sólo medía unmetro con treinta y dos centímetros, de manera que desde una distanciarazonable formaban una pareja realmente encantadora.

Milty respetaba el dinero, el cerebro, el impulso de organización, la gente rica,el gobierno, la iglesia y los millonarios. Durante una entrevista, se le preguntócuál consideraba la condición primordial indispensable en un joven quedesease llegar a millonario.

-La ambición -replicó rápidamente. Respetaba la ambición.

-¿Y además de eso?

-La influencia -contestó-. Amistades convenientes.

Y Milty se hizo de amistades y acumuló influencia. Al llegar el año 1975, a lostreinta y cinco años de edad, era considerado el hombre más influyente de laciudad de New York. Su influencia era tal que consiguió que se introdujese enel código de la edificación una cantidad de cambios importantes, entre lo ellosque se disminuyese la altura mínima exigida a los cielos de rasos, llevándola asólo dos metros con diez centímetros.

Logrado esto, construyó la primera casa de departamentos de cien pisos deNew York. En 1980, en el auge de la conmoción creada por la explosióndemográfica, Milty Boil pudo conseguir que el concejo municipal aprobase unaordenanza que permitía cielos rasos de un metro con ochenta en todos losedificios de departamentos que tuviesen más de cincuenta pisos. Losconstructores rivales se reían de la nueva casa de Milty, asegurando que nadiesería tan absolutamente idiota como para alquilar un departamento cuyostechos estuviesen a un metro ochenta del piso. pero fue tal la escasez deviviendas por aquel entonces que todo el edificio, con sus setecientosdepartamentos, quedó completamente alquilado en sólo sesenta días.

A esta altura era tan grande la cantidad de dinero que pasaba por las dignasmanos de Milty que en todo el comercio se lo conocía como el "niño de oro" o,más a menudo, el "grano de oro"; pero Milton estaba más allá de las pullasoriginadas por su apellido. Su visión y su imaginación lo habían elevado aalturas que no tenían precedente y una vez más hizo que su influenciagravitase sobre los legisladores. En 1982 sus obreros iniciaron la excavaciónpara un edificio nuevo de cien pisos, donde los cielos rasos estarían a un metrocincuenta del suelo. Los biógrafos recuerdan este momento como época deuna crisis enorme en la vida de Milty Boil y los historiadores la evocan como uninstante crucial en el destino del hombre. De pronto todas las fuerzas delconservadorismo se concentraron sobre Milty; se lo llamó de todo, desdeusurero depravado hasta enemigo público número uno; la insultaron en elperiodismo, en el Congreso y en la radio y la televisión. Por supuesto, hubo un

puñado de personas de magnífica visión que aplaudió el coraje y la creatividadde Milty; pero fueron ultrajes lo que más recibió. Y a ellos, en su hoy históricaconferencia de prensa, Milty replicó sencillamente y con dignidad:

"Ofrezco a la gente un lugar en donde vivir mediante un alquiler razonable.Especialmente los jóvenes, que tan desesperadamente desean vivir en laciudad, tienen gracias a mí un lugar en donde hacerlo pagando un alquiler quepueden permitirse.”

-¿Es verdad, señor? -interrogó el representante de The New York Times, audazy cáustico como correspondía a su posición, iniciando el ataque contra Milty-.¿Cómo puede usted decir eso siendo que nosotros, los norteamericanos,somos la gente más alta del mundo, sobre todo nuestra juventud?

-Estoy de acuerdo -contestó Milty-. Esta altura es un tributo a la forma de vivirnorteamericana. Toda mi vida he defendido nuestra forma de vivir.

-Eso difícilmente contesta la pregunta -dijo un corresponsal de la CBS.

-Les voy a contestar -les aseguró Milty-. Nunca he sido otra cosa que claro ydirecto en cuanto a mis planes. He sometido este problema a un plantel decuarenta y dos médicos. Todos ellos están conformes en que doblarse,acurrucarse y arrastrarse ocasionalmente sólo puede ser beneficioso para lasalud humana. De acuerdo con eso, toda una serie de músculos, antespostergados, entran en juego, y de ese modo mis esfuerzos coinciden con elplan del presidente para la salud física. En cuanto a la defensa de lademocracia en una escala internacional, nada desarrolla mejor a un hombrepara combates en la selva que la actividad producida por la vida en undepartamento cuyo techo está sólo a metro y medio. Tengo aquí unamanifestación del secretario de Defensa -de la cual hay coplas mimeográficasdisponibles-, que en parte dice: "Las preocupaciones constantes por elbienestar de este país, que predominan en el pensamiento de Milton Boilmerecen atención y recomendación especiales". También tengo aquí.declaraciones de los generales Bosch y Kopulant, expertos uno y otro...

-Señor Boil -le interrumpieron-, ¿está usted procurando decirnos que estostechos bajos constituyen una característica positiva y progresista de laconstrucción de departamentos?

-Por supuesto. Además, un departamento no es un sitio en el que se viveverticalmente. Hemos realizado una encuesta acerca de los hábitos de más dediez mil personas que habitan en departamentos y el resultado demuestra queel 92,8 % de sus horas pasadas en el departamento transcurren mientras estánsentados. reclinados o acostados. Con los jóvenes recién casados elporcentaje es un poquito mayor...

De este modo se defendió Milty Boil, un hombre que estaba solo en su luchacontra las fuerzas de la reacción y siempre contempló el beneficio gigantescoproducido por un edificio de departamentos de un metro y medio de altura.Pero un día después, en su acostumbrada reunión de directorio, Milton

descubrió que hasta los mismos que compartían las ganancias tenían susdudas.

-No dará resultado.

-Milty, no se puede aceptar esa idea. Tengo entendido que Washington piensatomar cartas en este asunto.

-¿Has oído ya lo que a este respecto dice Pravda? Aquí tengo la traducción: "Elpaso final en la decadencia de los Estados Unidos". Bueno, esto obliga apensar.

-Yo no digo que no sea una medida inteligente, Milty. Simplemente pregunto:¿Dará resultado? ¿Es posible que sea práctico? Life no es Pravda, peroescucha este editorial: "¿Ha errado por fin Milty? Nosotros no estamos del ladode quienes lo consideran un loco o un enemigo público. Reconocemos que elmáximo constructor de la moderna América del Norte no toma sus decisiones ala ligera. Pero si Milton Boil no está loco, tampoco nosotros losnorteamericanos tenemos noventa centímetros de alto. Si..."

-¡No, no! -exclamó Milty, reaccionando finalmente en su puesto de la cabecerade la mesa-. Basta con eso de momento.

Lee nuevamente la última frase.

-¿Qué última frase?

-Tú lo sabes, eso sobre los noventa centímetros de estatura.

-¿Quieres decir esto?: "Pero si Milton Boil no está loco, tampoco nosotros losnorteamericanos tenemos noventa centímetros de estatura...

-¡Justo! ¡Tienes razón! Ahí está.

-¿Está qué? -preguntó uno de los directores más antiguos, menos capaz acausa de su edad de seguir la pirotecnia del pensamiento de Milty.

-Todo. Toda la respuesta. La clave de todo -y todos comenzaron a contagiarsede la emoción de Milty.

-¿Qué clave, Milty? No seas tan condenadamente misterioso.

-Está bien. Pero decidme esto. ¿Cuál es el problema número uno de nuestromundo actual?

-El comunismo -dijo ansiosamente una media docena de miembros deldirectorio.

-¡Un cuerno! El comunismo es una palabra. Los hemos derrotado en el espacioy los derrotaremos en todo lo demás aquí abajo. Nuestras casas y nuestroscaminos son mejores y son mejores también nuestras fábricas.

-Las enfermedades -dijo alguno confiado en acertar.

-¿No has oído hablar de los antibióticos? No, las enfermedades, no.

-¿La guerra, Milty?

-¿Desde cuándo la guerra es un problema?

-¿La inflación?

-Tú tan luego hablas de eso! tú que has hecho millones con la inflación. Vamos,vamos, usen el cerebro: hay un solo problema número uno en el mundo actualy si lo vencemos, nos vence, si lo destruimos, nos destruye... hasta ahora,hasta este preciso instante en que tu tío Milty Boil acaba de resolverlo y ya nonos vencerá ni nos destruirá.

Alargaron las manos esperanzados. Miraron a Milty con sensación de derrota,sabiendo cómo le gustaba a él ganar las discusiones.

-Milty, confíanos el secreto, dinos cuál es el curso de acción -imploró su primervicepresidente.

-Está bien -dijo Milty Boíl inclinándose hacia delante.

El rostro se le había endurecido y su voz se volvió precisa y tajante. En estemomento era todo cerebro, una iría y hermosa máquina calculadora de durocorazón. Todos conocían esa expresión de Milty; sabían que significaba victoriacontra los inconvenientes, acción, acción y más acción. El. silencio en tomo dela mesa del directorio se convirtió en algo tangible.

-Muy bien. El problema número uno del. mundo es el exceso de población, esdecir, la explosión demográfica. Después de esto, ¿dónde está nuestromercado para cualquier mercadería? Ese mercado es la gente. ¿Y cómo seaumenta el mercado? Teniendo más gente. Pero con más gente se produce laexplosión demográfica. La humanidad está atrapada. Terminada. Liquidada. LaTierra muere de hambre.

-Tienes razón. Milty -murmuró el directorio.

-Pero hay una manera.

El directorio esperó.

Despacio, midiendo palabra por palabra. Milty dijo:

-Duplicar el tamaño de la Tierra. Esa es la solución. Con eso se resuelven lospróximos cien años.

Los miembros del directorio se miraron, aliviados, sonrieron entre dientes yluego prorrumpieron en carcajadas. El único que no rió fue Milty. Su cara semantuvo pétrea y fría como el hielo y los contempló sin complacencia alguna,esperando. Por fin advirtieron su expresión y desapareció la risa. Milty apuntócon un dedo índice a su segundo vicepresidente que estaba a cargo de lascompras, y le preguntó monótonamente:

-¿Qué encuentran tan divertido?

-El chiste, Milty. reímos contigo.

-¿Por qué?

-Porque es un gusto, Milty, un don, por así decir. Tienes más sentido del humorque nadie en el mundo.

-Yo no creo que sea gracioso -dijo Milty.

-¿No? Sin embargo, es forzoso que estés bromeando. La Tierra es lo que es.Tiene cuarenta mil kilómetros de circunferencia. Lo saben los niños de cuartogrado.

-Y tú tienes un cerebro de cuarto grado.

-Milty, Milty -dijo el componente más. antiguo con tono paternal-. Milty, tienesun cerebro extraordinario, pero nadie puede hacer que la Tierra sea másgrande.

-¿No?

-No, Milty. Me temo que no.

-Muy bien -dijo Milty, sin dejarse perturbar por el veterano del directorio ysonriendo levemente-. Nadie puede agrandar la Tierra. Pero dime una cosa:supongamos, únicamente a los fines de la discusión, que el promedio de loshombres midiese un metro y medio. Ahora bien, si adoptase la misma escalacon relación a él mismo. todo se reduciría a la mitad. Cinco centímetros seríandiez centímetros y un kilómetro se convertiría en dos kilómetros. Dicho conotras palabras. si el tamaño del hombre se reduce a la mitad, también sereducen todas sus medidas. Repentinamente el mundo deja de tener cuarentamil kilómetros de circunferencia y empieza a tener ochenta mil. Hemosduplicado el tamaño de la Tierra.

-Milty, Milty -dijo el director veterano, siempre paternalmente-. Milty, tienes elcerebro como una trampa de acero. Pero todo lo que en realidad estáshaciendo es sostener un argumento imposible detrás de otro. No hay manerade hacer que los hombres sean de noventa centímetros de alto.

-Y esto es tan imposible como hacer que la Tierra tenga cuarenta mil kilómetrosde circunferencia.

-¿Quién ha dicho eso?

-Yo lo digo, Milty. Fui amigo de tu padre, que Dios lo tenga en su gloria, demodo que me asiste un derecho.

-Bueno -dijo Milty-. Tienes derecho. Pero ahora te callas –y a continuación,dirigiéndose a los demás del directorio, agregó:

-Yo aseguro que puedo producir hombres de noventa centímetros de estatura.

-¿De qué manera, Milty? -preguntó el miembro más joven de la junta. Éstecoincidía en todo con Milty.

-¿Cómo? Ante todo yo pregunto esto: ¿Qué cuernos de importancia tiene laestatura? Alto, alto, alto... eso es lo único que se oye. ¿Por qué? ¿Era altoAdolf Hitler? ¿Era alto Napoleón? ¿Era alto Onassis? ¿Era alto WillieSchoemaker? ¿Y saben cuánto ganó en premios? Más de treinta millones dedólares sencillamente. Y si hablamos de arte, ¿fue alto Toulouse-Lautrec?¿Saben qué estatura tenía Shakespeare? Un metro con sesenta centímetros.La estatura es para los jugadores de básquetball.

-Pero la gente, Milty, piensa en la estatura.

-Entonces modifícales la manera de pensar. Piensan en estatura porque portodas partes la propaganda dice que la altura es buena. Nosotrosmodificaremos eso. Les demostraremos que la gran altura sirve para losgaznápidos. Los hombres que hacen girar al mundo son bajos. Los hombresque prefieren las mujeres son bajos. Los hombres que se encaraman en lasaltas posiciones son bajos. Estamos eh un mundo de hombres bajos. Eso es loque yo demostraré al mundo, que es un mundo de hombres pequeños y cuantomás pequeños, mejor.

-Pero Milty... -dijo pacientemente el miembro veterano del directorio-,supongamos que demuestres todo eso. Seguiremos sin conseguir que loshombres sean más pequeños.

-¿No? -dijo Milty sonriendo. Años después recordando aquella sonrisa, algunosde los miembros jóvenes del directorio hablaron de una cualidad que recordabaa "La Gioconda" pero esto fue retrospectivamente, después de que Milty sehabía ido a cobrar las recompensas que el otro mundo pueda conceder agenios como él. Por el momento, entonces estábamos en 1982, la sonrisa deMilty fue una sonrisa de quien está seguro de saber más que los otros.

-No... no, no podemos hacer que los hombres sean más bajos, pero ellospueden conseguirlo, ¿no es así?

-¿De qué manera, Milty?

-Deseándolo. Los hombres han aumentado sus estaturas en más de un piedurante los últimos dos siglos. Supongamos que empiecen a disminuirla.

Un mes después, en la misma sala donde se reunía el directorio, frente arepresentantes de las doce mayores agencias de publicidad del mundo y lasdiecisiete más importantes firmas de relaciones públicas, Milton Boil situó suproyecto en su debido nivel.

-Henos aquí, señoras y señores -dijo- para servir a la humanidad. En nombredel género humano, su finalidad y su supervivencia, reclamo la atención deesta asamblea. Nuestra meta, amigos míos, es duplicar el tamaño de la Tierra.

Luego, ante la admiración silenciosa (es decir, silenciosa hasta que terminó dehablar) de los allí reunidos, Milty expresó su plan; y cuando finalizó aquellosirreductibles y cínicos representantes del único negocio que hace girar la Tierraestallaron en aclamaciones y aplausos, Milty se levantó y recibió lademostración con la cabeza gacha, modestamente: no era egoísta, perotampoco era de esos que esconden su emoción.

-Gracias -dijo serenamente-. Y ahora la tribuna queda disponible para ideas ypreguntas.

No constituían ningún fangoso grupo de directores aquellos veintinueverepresentantes de la propaganda y las relaciones públicas. Sus cerebros erantan duros y brillantes como el cuarzo. El primero en levantarse fue JackAberdeen, el asombro de la firma Carrol, Carrol, Carrol and Quince. Desde elinstante mismo en que hizo chasquear sus dedos, Milty comprendió que sucerebro crujía y crepitaba.

-¡Ya lo tengo, señor Boil! Primera vuelta. Usted conoce la forma en que lacompañía Kellogg impulsa la venta de sus copos de maíz como el alimento quehace crecer a los niños. Union MilIs es un cliente nuestro. Estoy vislumbrandoun producto competidor, Tinies. Ya tengo el lema: "Pequeña y dura". Todas lascompañías tendrán que seguir la nueva corriente. "¿Tienes miedo al estómagoabultado? Tinies reducirá tus músculos convirtiéndolos en nudos de acero.Tinies nudos de acero, Pequeña y dura." Ya tengo hasta una tonada: "Pequeñay dura, pequeña y dura, ¿quién demonios precisa la estatura? Si sólo yo soypequeña y dura". Por supuesto tenemos que encontrar algo como unaantivitamina, pero también representamos a Laboratorios Asociados yconseguiré que ellos trabajen para lograrla.

Milty hubiera sido capaz de abrazar al chico, pero ya Steve Johnson, de Kelly,Cohen and Clark, estaba de pie y hablaba. Representaba a una de lasprincipales aerolíneas del orbe.

-Milty -dijo-. ¿Podemos llamarte Milty?

-Llámame Milty, Steve. Por supuesto.

-Dos cosas. Milty, acabas de abrir las puertas al cambio más importante en lahistoria de las líneas aéreas. Número uno: Ya tengo la frase: "Pesa menos,paga menos". ¿Por qué no? El hombre pequeño pesa menos y paga menos.La pequeñez tiene premio.

Milty advirtió que Johnson no era más alto que él.

-Segundo: Los vuelos a la Luna y a Marte. Todas las líneas aéreas han estadohablando de la perspectiva de ofrecer estos vuelos a turistas. Pero el costo esaterrador. Nosotros lo convertimos en un don del cielo: "¿Quiere ver la Luna?Si es alto, no podrá. Pero sus hijos pueden. Manténgalos bajos. Deles decomer antivitaminas. Para que ellos disfruten de lo que usted nunca soñódisfrutar, un vuelo a la Luna o a Marte, entre en el mañana, dé un vistazo alfuturo glorioso del hombre. Ningún turista que tenga más de un metro cincuentapuede viajar al espacio exterior". ¿Qué les parece esto? ¿Verdad que eshermoso?

Cathey Brodie, encargada de relaciones públicas en la compañía Jones yKeppleman, el fabricante más importante de drogas éticas del mundo, se pusoen pie de un salto y exclamó:

-¡Píldoras pura ir a la Luna! ¡Cómo me entusiasma esa idea! Quiere decir quelos chicos del laboratorio tendrán que empeñarse realmente en encontrar algoque regule la estatura, pero si han encontrado todo lo demás... ¿Por qué no?Píldoras para ir a la Luna.

-Píldoras para ir a la Luna -repitió Milty sonriendo.

Tab Henderson, que era gerente de promoción de más de ochocientos grandeshospitales y sanatorios, para no mencionar a tres de las más poderosascompañías de seguro, saltó inmediatamente a la brecha que Cathey Brodiehabía abierto.

-Podríamos sencillamente pasar por alto los enormes pequeños estimulantesde todo este proyecto espléndido. Me refiero a la salud. A la larga vida. A losaños agregados. Tenemos gráficos estadísticos demostrativos de que a másde un metro con ochenta y siete centímetros las perspectivas de larga vidaempiezan a disminuir. Miremos eso mismo en el otro sentido. Sea bajo yconsérvese sano.

Hubo algunas caras agrias, las de unos cuantos qué todo lo estropean, pero lamayoría de las personas congregadas tiraron, como quien dice, sus sombrerosal ruedo y se formularon proyectos rápida y densamente.

-Alto, obscuro y bello... Eso debe andar. Pequeño para ser alto. "Pequeño,obscuro y hermoso”

-Bello.

-Fíjense en el aspecto sensual. "El sexo es mejor con un hombre pequeño ouna mujer pequeña".

-“Haga la prueba con ambos, decida por su cuenta”. Eso les da la sensación decosas que. uno hace por sí mismo.

-¿Qué les parece esto? “Cierre el abismo de las generaciones!” Durante lasúltimas tres o cuatro generaciones los chicos han sido todos más altos que suspadres. Con razón los padres no pueden imponer la ley. Ahora nosotrosinvertimos las cosas, cada generación será más pequeña que la precedente.Restableceremos la autoridad de los padres. El hogar vuelve a ser el santuarioque fue en épocas antiguas.

Una tras otra, aparecieron luminosas ideas, hasta que empezaron a brillar loscomienzos de un nuevo programa mundial, allí, en la sala del directorio deEmpresas Boil.

Roma no se construyó en un día, ni tampoco el estilo de la psicología mundialque redujo casi toda la raza humana a la mitad de su tamaño; pero ahí estánlos cimientos, y así Milton Boil se convirtió en Milton Boil el benefactor, quesubscribió el esfuerzo inicial con una desinteresada entrega de veinte millonesde dólares de su propio pecunio.

Durante el resto de su vida Milty tuvo una orientación, una razón y un sentidopara el tremendo esfuerzo que produjo una de las grandes fortunas de nuestrotiempo. Los cínicos dicen que los primeros cinco años del programa crearon lacondición por la que Milty Boil pudo empezar a construir sus gigantescasestructuras -cien pisos con cielos rasos a sólo un metro y veintiséis centímetrosy medio de altura-, sin tropezar con ninguna oposición. Otros, los llamadosreformadores, mantuvieron que era indigno para el hombre pasar su vidaentera en un lugar en que jamás podría confiar en erguirse bien recto, peroMilty rebatió esa acusación con su fantástica Declaración de Propósitos, undocumento que en la historia de los Estados Unidos ha ocupado su lugar juntoa la Declaración de la Independencia y el Discurso de Gettysburg. Transcribotan sólo el primer párrafo de la Declaración de Milty, pues estoy seguro de quela mayoría de mis lectores la conocen de memoria:

“La vida sin finalidad" escribió Milty (o algún desconocido escritor a sueldo quetomó su inspiración en la dinámica conducción de Milton Boil), no es ni vida nimuerte, sino tan sólo una existencia torpe y miserable, indigna del hombre. Elhombre debe tener una meta, un propósito, un destino, una finalidad relucientepor la cual luchar. Vimos en la juventud desventurada de las décadas delsesenta y del setenta lo que significa carecer de propósito en la vida; perojamás volverá el mundo a encontrarse en esa situación. La gente, la gentedesvergonzada me ha acusado de construir con fines de lucro. Aseguran quereduzco al hombre con mis cielos rasos bajos, que lo despojo de su dignidad.Pero la verdad es lo contrario. Mediante mis casas espléndidas, el hombre hahallado a la vez dignidad y propósito -el propósito de ser pequeño y de criarhijos pequeños, para que el mundo pueda aumentar de tamaño, y la dignidad

de los hombres que siempre deben luchar contra su ambiente, que no puedenerguirse de pie en confort decadente, que deben luchar y crecer luchando-“.

En el año 2010, cuando Milty tenía setenta años de edad, realizó su últimopropósito. Mediante su influencia cada vez mayor, convenció al Concejo de laCiudad de New York para que aprobase una ley que redujese a la mitad elParque Central, concediendo el sector que está al norte de la calle 82 y al surde la 98 a Milton Boil, para que con ello pudiese cumplir el sueño de toda suvida construyendo una casa de departamentos que tuviese doscientos pisos ycuyos cielos rasos estuviesen a sólo un metro cinco centímetros del piso. Másde cien personas murieron en los tumultos que siguieron a esta medida delConcejo de la ciudad, pero el progreso no se realiza jamás sin pagar un precio,y Milty se preocupo de que viudas e hijos de quienes perecieron no padeciesenhambre. Además garantizo espacio vital en su nuevo edificio a todos los quelos alborotos dejaron huérfanos, cobrándoles tan sólo la mitad del alquiler quepagaban los inquilinos comunes.

Después de eso, sólo fanáticos y hippies podían negar que Milty fuese elpropietario más bueno y gentil de toda la historia del latifundismo. En realidad,después de su muerte, el Papa instituyó procedimientos que darían porconsecuencia el que Milty pasase a ser el santo patrono de todos lospropietarios; pero esto todavía es cosa del futuro, y en el camino que conducea su santidad se han sembrado muchas espinas, para no hacer mención deuna cierta confusión acerca de la religión de Milty, es decir, suponiendo queprofesase alguna religión.

Milty murió a los ochenta y siete años, y podemos sentirnos satisfechos de quehaya vivido el tiempo necesario para ver que su sueño se convertía en realidad.Su ataúd fue transportado por ocho jóvenes, ninguno de los cuales medía másde un metro y treinta y dos centímetros de estatura, y el público que llenabaaquí y allá la capilla estaba formado por hombres y mujeres no mayores de unmetro con veinte. Por supuesto, éstos constituían excepciones, y hasta mediosiglo después no existió la primera generación de adultos que midiesen menosde noventa centímetros.

Pero no debemos dejar de destacar que cuando se leyó el testamento de Milty,se vio que sólo disponía de unos pocos miles de dólares y un puñado de cosasde las que él amó. Tal era el carácter de aquel hombre que ganó millones sólopara darlos. Naturalmente, no faltan quienes aseguran que desde que leyó unlibro en los primeros años de su juventud titulado Cómo eludir el tribunal detestamenterías, Milty jamás dejó de tenerlo consigo, o sea, que no permitió quele faltase ese precioso volumen, y que finalmente llegó a retener de memoriatodo su contenido y a poder citar capítulos y partes del libro a voluntad.

¿Pero dónde está el gran hombre que no haya sufrido los dardos de la envidiay el odio? La calumnia es la carga que los grandes deben sobrellevar. y MiltonBoil la sobrelleva tan silenciosa y pacientemente como el que más.

Sobre la modesta lápida que imparte dignidad al lugar en que reposan susrestos. puede leerse un epitafio esculpido que él mismo escribió:

"Los encontré altos y los dejé bajos."

A lo cual nuestra generación, erguida y ufana bajo nuestros cielos rasos anoventa centímetros del suelo, puede únicamente agregar su agradecidoamén.

El mohawk

Cuando Clyde Lightfeather subió la escalinata de la catedral de San Patricio enla Quinta Avenida. llevaba un viejo impermeable de mala calidad, que luego sequitó, sentándose con las piernas cruzadas delante de los portales. Por debajovestía como los indios que aporrean los tambores en las danzas rituales; esdecir, que llevaba blandas polainas de piel de gamo, mocasines de bosque ynada en absoluto de la cintura para arriba. Tenía el cabello cortado al estilo demechón en el medio y el resto de la cabeza afeitado, con una única pluma quele atravesaba la trenza que caía en la nuca. Era en general un joven indio depura sangre mohawk, robusto y simpático.

Una multitud se agolpó, puesto que no hace falta gran cosa para congregargente en New York, y el padre Michacl O´Conner salió de la catedral y el policíaPatrick Muldoon se acercó desde la calle, y los rayos del plácido sol de junio seposaron sobre todos.

-¿Ahora qué demonios es lo que estás buscando? -preguntó a ClydeLightfeather el oficial Muldoon. Había en su voz una nota quejumbrosa, puesestaba harto de tipos extravagantes, voraces consumidores de ácido lisérgico,hippies comunes, hippies que sólo hablan de amor, hippies de esos quereparten flores, fumadores de marihuana, representantes del poder negro,miembros de Estudiantes para una Sociedad Democrática; ocupaciones defábricas y demostraciones callejeras; y aunque le gustaba decir que había vistotodo, era la primera vez que veía un indio mohawk sentado a la entrada de lacatedral de San Patricio.

-Dios y la gracia de Dios, supongo -respondió Clyde Lightfeather.

-¿No sabes -le dijo Muldoon, cuya voz emprendía ese fatigoso sendero depaciencia y amenaza velada-, que esto es propiedad privada y que no tiene

ningún derecho a clavarte una pluma en el pelo y venir a sentarte aquí ycongregar una multitud, creando dificultades a los fieles honestos?

-¿Por qué no? Esto no es propiedad privada, es propiedad de Dios y ya que túno trabajas a las órdenes de Dios, ¿por qué no te vas de aquí con tu trastegrande y gordo y me dejas en paz?

El oficial Muldoon se disponía a responder adecuadamente a esas palabras,sin prestar atención al hecho de que se tratase de un indio mohawk -con unamuchedumbre que reía entre dientes y estaba a medias inclinada a favor delindio-, en el momento en que el padre O´Conner intervino y le hizo notar que elindio tenía toda la razón del mundo. Aquello no era propiedad privada, sinopropiedad de Dios.

-¡Pero qué diablos está usted diciendo! -exclamó el oficial Muldoon-. ¿Va apermitir que ese hereje siga ahí sentado?

Hasta aquel momento la intención del padre O´Conner había sido decir unascuantas palabras razonables que fuesen lo bastante persuasivas para que elindio se marchase. Pero ahora cambió de idea súbitamente.

-Quizá lo haga -declaró.

-Gracias -le dijo Lightfeather.

-Siempre que me dé una buena razón para hacerlo.

-La de que yo he venido aquí a meditar.

-¿Y usted considera que éste es un lugar apropiado para la meditación,señor...?

-Lightfeather.

-El mejor del mundo. ¿Lo niega? -preguntó él belicosamente.

-¿Qué es para usted meditación, señor Lightfeather?

-La oración... Dios... el ser.

-¿Entonces cómo podría yo negarlo? -inquirió el sacerdote.

-¿Y le permitirá que siga ahí? -preguntó Muldoon.

-Creo que sí.

-Mire -dijo Muldoon-. Yo me crié como católico y tal vez no sepa mucho. perode una cosa estoy seguro: las catedrales son lugares hechos para practicaradoración adentro, no afuera de ellas.

No obstante, el indio siguió allí y en el transcurso de unas horas llegaron lascámaras de la televisión y la prensa y el padre O´Conner se vio nada menosque frente al propio cardenal. Los medios de indagación de los grandescanales se concentraron en la letra m -m de meditación y de mohawk-. ChetHuntley informó a millones de seres, no sólo que la meditación era unimportante ejercicio espiritual de significación interior, una íntima concentraciónen uno u otro pensamiento de honda trascendencia religiosa, sino que losindios mohawk fueron grandes en su tiempo, la fuerza organizadora de laspoderosas Seis Naciones de la Confederación Iroquesa. La paz de los bosquesera la paz mohawk, hasta la ley era la ley mohawk, codificada en tiemposantiguos por aquel apacible y sabio Hiawatha. Desde el río San Lorenzo, en elnorte, al Hudson, en el sur, la paz mohawk y la ley mohawk imperaron antes deque llegasen los blancos.

Menos apoyados en la historia, los comentaristas de la CBS se preguntaban siaquello no era simplemente otro poco de truhanería de que la juventuduniversitaria hacía víctima a un público paciente. Habían indagado losantecedentes del propio Lightfeather, y descubrieron que, después de cursarestudios en Harvard, se doctoró en Filosofía en la Universidad de CoIumbia -sutesis doctoral era un estudio sobre el uso de varias plantas alucinógenas en lasreligiones de los indios norteamericanos-. “Desalienta”, dijo Walter Cronkite,“encontrar a un joven indio norteamericano de inteligencia tan brillantededicado a esa clase de bufonadas aburridas".

Su Eminencia el Cardenal adoptó un método de ataque completamentedistinto: No se propuso descifrar lo que era un indio mohawk. En cambio,preguntó fríamente al padre O´Conner qué era exactamente lo que aconsejaba.

-Bueno, Eminencia, yo quiero decir que no hace mal a nadie, ¿verdad?

-En realidad, está absorto en el concepto de que Dios es el dueño de estapropiedad, ¿no es así, Padre?

-Bueno, eso lo expresó de un modo muy natural y directo, Eminencia.

-¿Se le ha ocurrido pensar alguna vez que los derechos de propiedad de Diosvan más allá de la catedral de San Patricio? Usted sube que él es propietariode Wall Street, de la Casa Blanca, de las iglesias protestantes, de un buennúmero de sinagogas, de la Unión Soviética y de China Roja, para nomencionar una o dos galaxias allá lejos. De modo que yo, en su lugar, padreO´Conner, aconsejaría para la meditación algún sitio más adecuado que elpórtico de la catedral de San Patricio. A mi juicio, usted debería inducirlo a quese vaya mañana a la mañana.

-Sí, Eminencia.

-Pacíficamente.

-Sí, Eminencia.

-Hasta ahora nunca habíamos tenido una huelga de brazos caídos en SanPatricio.

-Entiendo perfectamente, Eminencia.

Pero al plan de acción del padre O´Conner algo le faltaba para ser perfecto.Eran ya más o menos las cinco de la tarde y las calles se habían llenado degente que iba presurosa a sus hogares. Pese a lo poco que se necesitaba paraformar una multitud en New York, es menos lo que hace falla para dispersarla;y en aquel momento el indio era como si formase parte del edificio. El padreO´Conner permaneció un rato de pie al lado de Lightfeather, cavilando todo locreativamente que podía, y luego preguntó cortésmente al indio si lo habíaoído.

-¿Por qué no? La meditación es un estado de cerebro alerta, no de sueño.

-Estaba muy quieto.

-Por dentro, Padre, sigo estándolo.

-¿Por qué vino aquí? -quiso saber el padre O´Conner.

-Ya se lo dije. Quería meditar.

-¿Pero por qué aquí?

-Porque aquí son buenas...

-¿Buenas qué?

-Las vibraciones.

-¡Ah!

-Es una cuestión de creencia. Este lugar está lleno de creencia. Por eso loelegí. Necesito creencia.

-¿Para qué? -preguntó con curiosidad el padre O´Conner.

-Para poder yo creer.

-¿Qué es lo que quiere creer?

-Que Dios es cuerdo.

-Yo le aseguro... que lo es -le dijo muy convencido el padre O´Conner.

-¿Cómo demonios lo sabe?

-Es una cuestión de creencia propia mía.

-No lo sería si usted fuese un indio mohawk.

-Eso no lo sé. Nunca he sido mohawk.

-Yo sí.

El padre O´Conner recapacitó en ello un minuto o dos, y con toda justicia nopodía haber negado que un indio mohawk podía tener un punto de vista muydiferente.

-Su Eminencia, el Cardenal, está enojado conmigo -confesó por último-. Quiereque lo induzca a irse.

-Así, volverá a traer a la policía.

-No, pacíficamente.

-Antes estaba conmigo en que Dios era el amo de esto. ¿Lo ha convencido delo contrario su Eminencia?

-Puso de relieve que el Todopoderoso tiene igual derecho a la Unión Soviética.Supongo que dondequiera que sea, los residentes dictan los reglamentos.

-Está bien. Hable entonces.

-Detesto fingirme sargento primero para esto -dijo el padre O´Conner-. ¿Cuántotiempo proyecta quedarse?

-Hasta que Dios me responda.

-Bueno, puede pasar mucho tiempo -dijo entristecido el padre O´Conner.

-O un instante. Yo estoy meditando en el tiempo.

-¿En el tiempo?

-Siempre pienso en el tiempo cuando pienso en Dios -reconoció el indio-. Éltiene Su tiempo. Nosotros tenemos el nuestro. Yo quiero que Él me abra Sutiempo. ¿Qué demonios estoy haciendo aquí en la 5ª Avenida? Soy un indiomohawk. ¿No es así?

El padre O´Conner contestó que sí con la cabeza.

-No sé -expresó el indio-. Haremos la antigua prueba escolar y luego podrállamar a la policía. ¿Qué le parece? ¿Hasta la mañana?

-Hasta la mañana -dijo el padre O´Conner.

-Alguna vez haré otro tanto por usted -dijo el indio, y éstas fueron las últimaspalabras que se le oyó pronunciar. Los periodistas llegaron y los de la televisiónhicieron una segunda visita, pero el indio no dijo nada más.

El indio meditaba. Dejó que su pensamiento abandonase su mente y observócómo su aliento entraba y salía y se convirtió en una especie de universo en símismo. Consideró el tiempo de Dios y el tiempo del hombre; pero sinpensamiento. El hombre no conoce pensamientos capaces de ocuparse nisiquiera del tiempo del hombre y cuanto menos del tiempo de Dios; pero elindio no estaba tan distante de sus antepasados como para dejarse atrapar porel pensamiento. Sus antepasados habían conocido el secreto del tiempogrande, que todos los blancos han olvidado.

El indio fue fotografiado y televisado hasta que las propias cadenas estuvieronsaturadas de él y el padre O´Conner se quedó allí para cuidar que lameditación del indio no fuese interrumpida. El sacerdote se sintió muyhermanado con el indio, pero, siendo sacerdote, también él sabía que muchospreguntaron pero pocos tuvieron respuesta.

Al llegar la medianoche los de la prensa se habían ido y aun los contadostranseúntes hicieron caso omiso del indio. El. padre O´Conner estabasorprendido de su larga permanencia allí, inmóvil, en lo que se denomina laposición de loto; pero había oído siempre decir que los indios son estoicos ysoportan el dolor y el deseo, y suponía que aquel indio no sería distinto. Y sesintió complacido de que la noche de junio fuese tan cálida y agradable; por lomenos, el indio no sufriría frío.

Antes de quedarse dormido aquella noche, el sacerdote rezó pidiendo que alindio fuese concedida una u otra especie de gracia. De cuál clase de gracia noestaba en absoluto seguro, ni tampoco estaba dispuesto a implorar que seconcediese al indio el privilegio de tomar el sabor al tiempo de Dios. La idea deltiempo de Dios aterraba justamente un poco al padre O´Conner.

Durmió bien, pero no mucho tiempo, y ya estaba levantado y vestido cuando sefiltraron los primeros rayos grises del alba.

El sacerdote caminó al pórtico de la catedral, y allí encontró al indio tal como éllo había dejado. Tan erguido y con el cuerpo tan inmóvil, que de no ser por elleve movimiento de su vientre desnudo, hubiese podido creer que estabamuerto.

En cuanto al indio Clyde Lightfeather, estaba alerta y dentro de sí mismo, consu mente clara y receptiva. Con sus ojos cerrados, sintió en sus mejillas lasbrisas del amanecer y el aroma de la mañana en sus fosas nasales. No tuvonecesidad de orar; todo su ser era un dulce recuerdo, y así fue como oyócantar a un ave.

Dejó que el sonido lo atravesara; lo sintió pero no lo retuvo. Y luego oyó el pasosaltarino y rumoroso de un arroyo. Lo oyó también sin retenerlo. Y entoncesaspiró el perfume de la tierra de junio, el maravilloso olor húmedo, dulzón y

denso de la vida que viene y de la vida que va y a este aroma se aferró, puessabía que su meditación había terminado y que le había sido concedido unmomento del tiempo de Dios.

Abrió los ojos y, en lugar de las grandes masas del Centro Rockefeller, vio unaantigua formación de tuliperos, todos ellos de cuatro metros y medio dediámetro en la base y tan altos que sólo las aves sabían dónde terminaban.Finos dedos del alba trazaron un encaje por entre los tuliperos y por el granconocimiento que se proviene del gran tiempo, el indio supo que en la orilla delHudson había canoas de corteza de abedul, puestas al abrigo de lasinclemencias a la espera del día en que se las necesitase, y que el Hudson erael camino al valle Mohawk, donde estaban las lejanas viviendas iroquesas. Yano esperó más, sino que se puso de pie de un salto y echó a correr entre lostuliperos. El sacerdote se había vuelto un momento para contemplar laimponente majestad de la catedral de San Patricio; cuando volvió a mirar, elindio había desaparecido. En lugar de sentirse complacido por haber logrado loque deseaba el Cardenal, experimentó una sensación de pérdida.

Horas después el Cardenal mandó llamar al padre O´Conner y éste le dijo queel indio había partido muy temprano a la mañana.

-Confío en que no habrá habido ningún incidente desagradable.

-No, Eminencia.

-¿No intervino la policía?

-No, Eminencia. Sólo intervine yo -dijo vacilante el padre O´Conner, y en lugarde irse, tosió.

-¿Sí? -preguntó el Cardenal.

-¿Me permite hacerle una pregunta, Eminencia?

-Hágala.

-¿Qué es el tiempo de Dios, Eminencia?

El Cardenal sonrió, pero no divertido. La sonrisa era un giro hacia adentro,como si recordase cosas que habían sucedido mucho, pero mucho tiempoantes.

-¿Eso era un concepto del indio?

Turbado, el padre O'Conner contestó afirmativamente con una inclinación decabeza.

-¿Se lo preguntó a él?

-No, no se lo pregunté.

-Entonces -dijo el Cardenal-, cuando vuelva, le aconsejo que se lo pregunte.

La herida

Max Gaffey insistía siempre en que, esencialmente, la industria del petróleo sepodía resumir en una simple expresión: lo que debe hacerse, pero no dóndedebe hacerse. Mi esposa, Martha, no sentía ningún aprecio por Max y afirmabaque era un destructor. Supongo que lo era, pero ¿en qué difería, por esemotivo, de cualquiera de nosotros? Todos somos destructores, y si en realidadno practicamos directamente la destrucción, invertimos para que otros lo hagany nos sirva para enriquecernos. Por mi parte, yo había invertido los escasosahorros a que puede aspirar un profesor universitario en unas acciones queMax Gaffey me proporcionó. Pertenecían a una empresa llamada Trueno S. A.,y la misión de la compañía era utilizar bombas atómicas para extraer gasnatural y petróleo aprisionados en los enormes depósitos de esquisto quetenemos aquí en los Estados Unidos.

El esquisto petrolífero no es una fuente de petróleo muy económica. Este estáencerrado en el esquisto y alrededor del 60 por ciento del costo total estárepresentado por los laboriosos métodos de extracción del esquisto de lasminas, la trituración para liberar el petróleo y luego la separación del esquistoagotado.

Gaffey vendió a Trueno S. A. un método enteramente nuevo, con el cual seempleaban bombas atómicas sobrantes para la extracción del petróleoesquistoso. Expresado en términos muy simples, se practica una perforaciónmuy profunda en depósitos de petróleo esquistoso. Luego, se introduce unabomba atómica, haciéndola descender hasta que se posa en el fondo de esaperforación, después de lo cual se obtura la perforación y la bomba esdetonada. Teóricamente, el calor y la fuerza desarrollados por la explosiónatómica trituran el esquisto y ponen en libertad el petróleo, llenándose lacaverna subterránea formada por la fuerza gigantesca de la bomba. El petróleono arde debido a que la perforación está cerrada herméticamente y, de esemodo, con un costo comparativamente pequeño, pueden extraerse cantidadesinfinitas de petróleo -suficiente quizá para que dure hasta la época en que seproduzca la conversión total de la energía atómica-, tan vastos son losdepósitos de esquisto.

Tal, por de pronto, fue la forma en que Max Gaffey me explicó su idea, en unaespecie de acicateamiento mental mutuo. Sentía él la máxima admiración pormi conocimiento de la corteza terrestre y yo, a mi vez, sentía una admiraciónigualmente profunda por su capacidad para hacer que apareciesen dos, cinco odiez dólares donde antes sólo había uno.

Mi esposa no era tan complaciente con él ni con sus conceptos, y, por sobretodas las cosas, con el proyecto de introducir bombas atómicas en la cortezade la Tierra.

-Es un error -dijo lisa y llanamente-. No sé por qué ni cómo, pero lo que sé esque todo lo relacionado con la maldita bomba está mal.

-¿Pero no podrías mirar este asunto como una especie de salvación? -argüí-.Nos encontramos aquí en los Estados Unidos con bombas atómicas encantidad suficiente como para aniquilar la vida en diez Tierras del tamaño de lanuestra; y cada una de ellas representa una inversión de millones de dólares.No podría estar más de acuerdo contigo cuando sostienes que son los objetosmás aborrecibles y espantosos que ha concebido la mente humana.

-¿Entonces cómo puedes hablar de salvación?

-Porque mientras esas bombas están aquí inactivas, representan una amenazaconstante, día y noche, la amenaza de que a algún general cabeza de chorlitoo a un político sin cerebro se le dé por arrojarlas contra nuestros vecinos. Peroya ves que Gaffey ha venido con la posibilidad de un uso pacífico para esasbombas. ¿No te das cuenta de lo que eso significa?

-Lo siento, pero no -reconoció Martha.

-Significa que podemos usar las malditas bombas para algo que no es suicidio,porque si eso se pone en marcha, será el fin del. género humano. Peto haydepósitos de esquisto petrolífero y gasógeno en lodo el planeta, y si podemosemplear la bomba para abastecer al hombre de combustible durante un siglo. yeso sin tomar en cuenta los subproductos químicos, podemos sencillamenteencontrar una manera de emplear provechosamente esas bombas inmundas.

-¡Ah! No es posible ni por un momento que lo creas -replicó burlona Martha.

-Lo creo. Sin duda alguna, lo creo.

Y sospecho que lo creía. Revisé los planes elaborados por Gaffey y susasociados y no pude descubrir ninguna falla. Si la perforación se hacíadebidamente, no habría desprendimientos nocivos. Sabíamos eso y poseíamoslos conocimientos necesarios para hacer la perforación; se había demostradopor lo menos en veinte explosiones subterráneas. El temblor de la Tierracarecería de importancia a pesar del calor, no se produciría ignición depetróleo. y no obstante el costo de las bombas atómicas, la economía seríamonumental. Más aún, Gaffey insinuó que alguna componenda entre elgobierno y Trueno S. A. estaba en estudio y que si resultaba tal como se había

proyectado, las bombas atómicas no costarían a Trueno S. A. nada enabsoluto, pues todo el asunto sería aceptado como un experimento de lasociedad.

Después de todo, Trueno S. A. no poseía ningún yacimiento de esquistopetrolífero y no actuaba en la industria petrolera. Era sencillamente unaorganización de servicio dotada del conocimiento requerido y que a cambio deuna remuneración, si el procedimiento daba resultado, produciría petróleo paraotros. No se había mencionado cuales serían los honorarios, pero Max Gaffey,contestando a mi pregunta, sugirió que yo podría adquirir algunas acciones, nosólo de Trueno S. A., sino también de General Shale Holdings, una compañíafinanciera.

Yo tenía en total unos diez mil dólares de ahorro disponibles y otros diez mil entítulos de American Telephone y del gobierno. Martha poseía también un pocode dinero suyo, pero eso lo dejé aparte y, sin decirle nada, vendí mis accionesy títulos de Telephone y del gobierno. Las acciones de Trueno S. A, se vendíana cinco dólares cada una, y yo compré dos mil. Las de General Shale sevendían a dos dólares y de éstas compré cuatro mil. No vi nada inmoral -talcomo se considera la inmoralidad en el comercio- en los procedimientosadoptados por Trueno S. A.. Su relación con el gobierno no era distinta de lasrelaciones de varias otras compañías y mi propio proceso de inversión eraperfectamente serio y honorable. Ni siquiera recibía información secreta, puesla idea de usar la bomba atómica para extraer petróleo de esquistos ha tenidoamplia publicidad, aunque poco se la ha creído.

Aun antes de que se llevase a cabo la primera explosión de prueba, lasacciones de Trueno S. A. subieron de cinco a sesenta y cinco dólares cadauna. Mis diez mil dólares se convirtieron en ciento treinta mil y un año despuéseste valor se duplicó a su vez. Las cuatro mil acciones de General Shalesubieron a dieciocho dólares, y del profesor modestamente pobre que yo erapase a ser un profesor modestamente rico. Cuando por fin, casi dos añosdespués de que Max Gaffey me vino con la idea, realizaron la primeraexplosión de bomba atómica en un pozo horadado en un yacimiento deesquistos petrolíferos, yo había dejado atrás las simples ansiedades de lospobres, y había desarrollado un modo de vida enteramente propio de la clasemedia alta. Nos convertimos en una familia de dos automóviles, y mi Martha,que tan enemiga había sido de la idea, me acompañó a comprar una casa másgrande. Ya en la casa nueva, Gaffey y su esposa vinieron a cenar y Marthamisma se despachó dos martinis puros. Luego fue muy cortés hasta que Gaffeyse puso a hablar del bienestar social. Pintó con palabras un cuadro venturosode lo que podría rendir el petróleo esquistoso y lo ricos que podríamos ser.

-¡Ah, sí, sí! -convino Martha-. Contaminar la atmósfera, matar más gente conmás automóviles, aumentar la velocidad con la que podemos dar vueltaszumbando sin llegar precisamente a ningún sitio.

-¡Oh, eres una pesimista! -opinó la esposa de Gaffey, que era joven y bonita,pero no un gigante mental.

-Claro que el asunto tiene dos aspectos -admitió Gaffey-. No es posible detenerel progreso, pero me parece que es posible orientarlo.

-De la misma forma en que venimos orientándolo, para que nuestros ríosapesten, nuestros lagos sean cloacas llenas de peces muertos, nuestras avesse envenenen con DDT y nuestros recursos naturales queden destruidos.Todos somos destructores, ¿no es cierto?

-¡Vamos, vamos! -protesté-. Las cosas son así. y todos estamos indignados,Martha.

-¿De veras lo están?

-Creo que sí.

-Los hombres siempre han excavado la tierra -dijo Gaffey-. Si así no fuese.estaríamos todavía en la edad de piedra.

-Y tal vez seríamos algo más felices.

-No, no, no -dije yo-. La edad de piedra, Martha, fue una época muydesagradable. No puedes desear que volvamos a ella.

-¿Recuerdan -dijo Martha despacio- que hubo una época en que los hombreshablaban de la Tierra como de una madre? Era la Madre Tierra y lo creían. Erala fuente de la vida y de la existencia.

-Lo sigue siendo.

-La han secado -dijo Martha-. Cuando se seca a una mujer, sus hijos perecen.

Era una extraña y poética afirmación y,.tal como yo lo pensé, de mal gusto.Para castigar a Martha dejé a la señora Gaffey con ella, so pretexto de queMax y yo teníamos que conversar de ciertas cosas comerciales, lo cual enrealidad hicimos. Entramos en el estudio nuevo de la nueva casa, encendimoscigarrillos de cincuenta céntimos de dólar cada uno y Max me describióminuciosamente lo que habían bautizado con mucho acierto el “ProyectoHades".

-La cuestión es -dijo Max- que yo puedo conseguir que entres en esto desde elprincipio mismo. Desde abajo. Están en el asunto once compañías, empresasmuy sólidas y de buena reputación -y las nombró, lo cual me impresionódebidamente- y esas empresas aportan capital para lo que será una subsidiariade Trueno S. A.. A cambio de su dinero se les da un veinticinco por ciento deinterés. Hay además un diez por ciento en forma de certificados de opción paracompra de acciones, puesto a un lado para consultas y consejos, y túentenderás el motivo. Yo puedo acomodarte con un uno y medio por ciento -alrededor de tres cuartos de millón-simplemente a cambio de. unas semanasque dediques y te pagaremos todos los gastos, además de otrascompensaciones.

-Da la impresión de ser interesante.

-Tiene que ser más que una impresión. Si el "Proyecto Hades" resulta, el valorde tu parte aumentará diez veces dentro de cuestión de cinco años. Noconozco manera mas rápida de llegar a millonario.

-Está bien. Estoy más que interesado. Sigue.

Gaffey sacó de un bolsillo un mapa de Arizona, lo desdobló y con un dedoseñaló una parte recuadrada.

-Esto -dijo- es lo que, según nuestros conocimientos geológicos, debe ser unade: las regiones más ricas en producción petrolera de todo el país. ¿Coincidesconmigo?

-Sí, conozco la región -respondí-. La he recorrido. Su potencial en petróleo espuramente teórico. Jamás nadie ha sacado algo de allí, ni siquiera agua salada.Es seco y muerto.

-¿Por qué?

-Es así -agregué encogiéndome de hombros-. Si pudiéramos encontrarpetróleo guiándonos por presunciones y teorías, tú y yo seríamos más ricosque Creso. Como bien sabes, el hecho es que a veces hay y a veces no hay.Esto último con más frecuencia.

-¿Por qué? Nosotros conocemos nuestro trabajo. Perforamos donde debeperforarse.

-¿Adónde quieres llegar, Max?

-A una especulación, especialmente en esta área. Hace meses que hablamosde esta especulación. La hemos puesto a prueba lo mejor posible. La hemosexaminado desde todos los puntos de vista concebibles, y ahora estamosdispuestos a quemar más o menos cinco millones de dólares para comprobarnuestra hipótesis... siempre que...

-¿Siempre que... qué?

-Que tu experta opinión concuerde con la nuestra. Dicho con otras palabras,tiramos los dados junto contigo. Estudia la situación y si nos dices que sigamosadelante, seguiremos adelante. Y si nos dices que es un castillo de naipes,bueno... plegamos nuestras tiendas, como los árabes, y nos alejamossigilosamente.

-¿Sólo por lo que yo diga?

-Sólo porque tienes conocimiento y sabes hacer las cosas.

-Max, ¿no estás tomando el rábano por las hojas? Yo soy apenas un profesorde Geología de una universidad del Oeste sin importancia, y hay por lo menosveinte hombres que pueden enseñarme mucho...

-A nuestro juicio, no. No en lo relativo al sitio donde encontrar lo que buscamos.Sabemos quiénes están en actividad y conocemos sus antecedentes en esteaspecto. Eres modesto, pero nosotros sabemos qué es lo que necesitamos. Demanera que no discutas. O es un trato hecho o no lo es. ¿No?

-¿Cómo diablos puedo yo contestar cuando ni siquiera sé de qué me estáshablando?

-Está bien... te lo explicaré en forma rápida y sencilla. Allí en un tiempo hubopetróleo, justo donde debe estar ahora. Después una convulsión naturalocasionó una falla muy profunda. La tierra se quebró y el petróleo descendió auna gran profundidad; en este momento hay bolsones gigantescos de petróleoenterrados donde ningún trépano los puede alcanzar.

-¿A qué profundidad?

-¡Vaya uno a saber! A veinte o treinta kilómetros.

-Eso es muy profundo.

-Tal vez sea más. Cuando piensas en esa medida por debajo de la superficie,te encuentras. con un misterio más obscuro que el de Marte o Venus... todo locual conoces.

-Todo lo cual conozco -le dije y experimenté una sensación desagradable eincómoda, y sin duda en algún grado se me vio en el rostro.

-No lo sé. ¿Por qué no dejas este asunto en paz, Max?

-¿Qué motivo hay para que lo deje?

-Vamos, Max... no estamos hablando de perforar para buscar petróleo. Veinte,treinta kilómetros... Hay un equipo cerca de Pecos, en Texas, y acaban depasar el nivel de los veinticinco mil pies, y eso es lo que ocurre. O, tal vez otromillar, pero estás hablando de petróleo enterrado a cien mil pies por debajo dela superficie. No es posible hacer perforación para llegar ahí, lo único quepodrán hacer es...

-¿Qué?

-Dinamitarlo.

-Por supuesto... ¿Y qué encuentras de malo en esa idea? ¿En qué estáequivocada? Sabemos, o por la menos tenemos una buena razón para creerlo,que hay una fisura que se abrió y se cerró. El petróleo debe estar sometido auna presión enorme. Introducimos una bomba atómica, una bomba mayor de

las que hasta ahora hemos usado, y logramos que la fisura se abra. ¡DiosTodopoderoso! Sería el pozo más grande de toda la historia de la explotaciónpetrolera.

-Ya han hecho la perforación, ¿no es verdad Max?

-Así es.

-¿Hasta qué profundidad?

-Veintidós mil pies.

-¿Y tienen la bomba?

Max asintió con una inclinación de cabeza.

-Tenemos la bomba. Venimos trabajando en esto desde hace cinco años yhace siete meses los muchachos de Washington lograron que la bomba esté asu disposición. Está allá afuera, en Arizona, esperando...

-¿Esperando qué?

-Que tú revises todo y nos digas si podemos continuar.

-¿Por qué? Ya tenemos suficiente petróleo...

-¡Un demonio! Sabes perfectamente bien por qué... ¿Y supones que podemosdejar el asunto en suspenso, ahora, después de todo el dinero y el tiempo queen esto hemos invertido?

-Aseguraste que desistirían si yo les decía que lo hiciesen.

-Como geólogo a quien pagamos, te conozco lo suficiente como para darmecuenta de lo que ello significa en relación con tu habilidad y orgulloprofesionales.

Yo permanecí despierto la mitad de la noche hablando con Martha acerca deeste asunto y tratando de colocar la cuestión dentro de un cierto marco moral.Pero lo único que pude conseguir fue la seguridad de que habría una bombaatómica menos con qué matar gente y destruir la vida en la Tierra y de que yono podía discutir eso. Un día después estaba en el campo de la exploración, enArizona.

El lugar estaba bien elegido. Desde todos los puntos de vista, aquello era elsueño de un buscador de petróleo, y supongo que era conocido desde hacíamedio siglo, pues se veían restos de un centenar de instalaciones inútiles,metal y madera podrida hasta donde la vista alcanzaba, cobertizosabandonados, remolques dejados junto con esperanzas perdidas, testimoniostodo ello de la confianza que brota eternamente en el pecho de un atolondradobuscador de petróleo.

Trueno s. A. era algo diferente, una gran instalación en mitad del hondo valle,un equipo de sondeo mayor y más completo que cualquiera de los que yohabía visto, una pared para contener el petróleo en el caso de que brotaseinmediatamente, un taller de maquinarias, un pequeño grupo electrógeno, porlo menos un centenar de vehículos de diversas clases y tal vez cincuenta casasrodantes. Bastaba con advertir la extensión y la vastedad de lo hecho allí enmedio de aquellas tierras improductivas para sentirse atónito; y dejé que Maxsupiese lo que pensaba de su afirmación de que todo aquello se abandonaríasi decía que la idea era descabellada.

-Tal vez si... tal vez no. ¿Qué dices?

-Dame tiempo.

-Por supuesto, todo el tiempo que quieras.

Jamás se me había tratado con tanto respeto. Anduve rondando por allí y, enun Jeep, recorrí el terreno y más o menos en un sentido y otro subí las laderasy volví a bajarlas; pero por mucho que revisaba el lugar, que husmeaba ycalculaba, lo mío no sería más que una acostumbrada conjetura. Me convencítambién de que ellos no abandonarían el proyecto aunque yo me opusiera ydijese que iba a ser un fracaso. Creían en mí como una especie derabdomante, sobre todo si les decía que podían seguir adelante. Lo que enrealidad buscaban era la corroboración por un experto de su propia fe. Y eso seadvertía al solo ver que ya habían realizado una costosa perforación deveintidós mil pies, y que habían instalado todo aquel equipo. Si les decía queestaban equivocados disminuiría tal vez un poco su confianza, pero serecobrarían y encontrarían otro rabdomante.

Cuando le hablé por teléfono a Martha se lo conté.

-¿Bueno qué piensas tú honestamente?

-Es comarca petrolera. Pero yo no soy el primero que hace esta observaciónbrillante. La cuestión es si ello puede tomarse como indicio de que haypetróleo.

-¿Lo hay?

-No lo sé, no lo sabe nadie. Y delante de mis narices están agitando laesperanza de un millón de dólares.

-Yo no puedo ayudarte -dijo Martha-. Tienes que resolver tú solo este conflicto.

Claro que no podía ayudarme. Nadie podría haberme ayudado. El enigmaestaba muy hondo, demasiado oculto. Sabemos cuál es el aspecto de la caraque la luna no nos enseña y sabemos algo acerca de Marte y de otrosplanetas, ¿pero qué hemos averiguado acerca de nosotros y del lugar en quevivimos?

Al día siguiente de que hablé con Martha. me reuní con Max y su directorio.

-Estoy de acuerdo -declaré-. El petróleo debe estar allí. Mi opinión es queustedes tienen que continuar el plan y probar con la explosión.

Me hicieron preguntas durante más o menos una hora, pero cuando uno estárepresentando el papel de rabdomante, las preguntas y las respuestas pasan aconvertirse en una especie de ritual mágico. El hecho en sí es que ningunohabía hecho detonar una bomba de ese poder a semejante profundidad, yhasta que se hiciese, nadie sabría lo que podía suceder.

Yo observé con gran interés los preparativos de la explosión. La bomba, con surevestimiento implosivo, fue hecha especialmente para esta tarea –rehecha,sería mejor expresarlo-, muy larga, casi siete metros, y muy delgada. Fuearmada una vez que estuvo en la torre, y entonces la junta de directores,ingenieros, técnicos, periodistas, Max y yo nos retiramos al refugio y estaciónde control de hormigón, que había sido edificado a más de un kilómetro ymedio del pozo. Un circuito cerrado de televisión nos comunicaba con laperforación; y aunque nadie esperaba que la explosión hiciese otra cosa quequebrar la Tierra en la superficie, la Comisión de Energía Atómica especificólas precauciones que debimos adoptar.

Permanecimos en el refugio durante cinco horas mientras la bomba hacía sulargo descenso, hasta que por fin nuestros instrumentos nos dijeron que estabaapoyada en el fondo de la perforación. Realizamos entonces una sencillacuenta regresiva y el presidente del directorio oprimió el botón rojo. Losbotones rojos y blancos son la gloria del hombre. Apriétese un botón blanco yuna campanilla suena o se enciende una luz eléctrica; apriétese. un botón rojoy la fuerza infernal del sol entra en actividad, esta vez a cinco millas por debajode la superficie terrestre.

Tal vez fuese esta parte y este lugar de la superficie terrestre; tal vez nohubiese ningún otro lugar donde esto mismo exactamente hubiese ocurrido. Talvez la falla que desviaba el petróleo estuviese a mayor profundidad de lo quehabíamos imaginado. La realidad no se conocerá jamás; nosotros sólo vimos loque vimos. observándolo a través del circuito cerrado de televisión. Vimos quela Tierra se dilataba. La dilatación aumentaba, como una burbuja -una burbujade alrededor de doscientos metros de diámetro-, y entonces la superficie de laburbuja se disipó en una columna de polvo o de humo que se elevó tal vez aquinientos pies del fondo del valle, permaneció allí un momento con el solamenazante detrás de ella, tal como la misma columna de fuego del MonteSinaí, y finalmente se elevó íntegra y se deshizo repentinamente en el viento.Hasta en nuestro refugio oímos el retumbar ensordecedor, y, al quedardespejada la superficie del enorme orificio que el polvo había abandonado, unacolumna de petróleo que quizá tuviese treinta y cinco metros de diámetro seelevó borboteando. ¿Pero sería petróleo?

En el instante en que lo vimos, los que estábamos juntos en aquel lugarlanzamos tremendos gritos de entusiasmo, pero de pronto las exclamaciones

se interrumpieron por obra y gracia de su propio eco. Nuestro sistema decircuito cerrado de televisión era en colores, y la columna de petróleo tenía uncolor rojo vivo.

-¡Petróleo rojo! -murmuró uno.

Siguió el silencio.

-¿Cuando podremos salir -preguntó otro.

-Dentro de diez minutos.

El polvo seguía en la altura y se alejaba en dirección contraria; y durante diezminutos seguimos de pie observando la burbuja de brillante petróleo rojo quesalía del orificio y que formaba un gran estanque dentro de las paredes decontención, llenando el espacio disponible con rapidez sorprendente yrebasándolo, pues la erupción debió ser de cien mil galones por segundo o talvez más, y luego, fuera de las paredes y en una masa que se extendía por todoel. valle, su nivel. subió tan rápidamente que desde la altura en que nosotrosnos encontrábamos vimos que quedaríamos aislados por completo de lainstalación. En este momento ya no esperamos, sino que nos arriesgamos asufrir las consecuencias de la radiación.y echamos a correr por la colina deldesierto hacia la perforación, las casas rodantes y los camiones, pero no conrapidez suficiente. En el borde de un gran lago de petróleo rojo tuvimos quedetenernos.

-No es petróleo rojo -dijo alguien.

-¡Maldición, no es petróleo!

-¿Qué saben ustedes? ¡Es petróleo!

Estábamos retrocediendo al tiempo en que aquella masa líquida se extendía ysubía y cubría los camiones y las casas, y llegaba a una depresión del valle ypasaba por ella descendiendo al desierto, y se internaba en las sombras queproyectaban las grandes rocas, lanzando reflejos rojos a la luz del sol poniente,y más tarde reflejos negros en la obscuridad.

Alguien tocó el líquido viscoso y se llevó la mano a la boca.

-¡Es sangre!

Max estaba a mi lado y dijo:

-Está loco.

Algún otro dijo también que era sangre.

Yo metí un dedo en el líquido rojo y lo llevé a mi nariz. Era cálido, casi muycaliente, y no cabía error alguno en cuanto al olor de la sangre caliente yfresca. Tomé el gusto con la punta de la lengua.

-¿Qué es? -me dijo en voz baja Max.

Los demás se congregaron en torno, silenciosos, con el sol rojo poniéndose delotro lado del lago rojo y el rojo reflejado en nuestras facciones, destellando ennuestros ojos.

-¡Dios Santo! ¿Qué es? -inquirió Max.

-Es sangre -contesté.

-¿De dónde?

Todos guardamos silencio.

Pasamos la noche en un lado del montecillo en el cual se había edificado elrefugio, y por la mañana, hasta donde nuestra vista alcanzaba, estábamosrodeados por un mar de sangre roja caliente y humeante, cuyo olor era tanpenetrante y denso que todos nos sentíamos asqueados; y todos vomitamosunas seis veces antes de que viniesen helicópteros a rescatarnos.

Al día siguiente de mi regreso a casa, Martha y yo estábamos sentados en lasala de estar, ella con un libro en las manos y yo con el diario, en el cual habíaleído sobre los intentos para contener la afluencia de líquido, y que ni siquieracon trajes de buzo podían descender al lugar de donde surgía; Martha levantóla vista de su libro para decirme:

-¿Recuerdas aquello que Se contaba de una madre?

-¿Qué?

-Algo muy antiguo. Creo que oí decir una vez que databa de tiempoinmemorial, o tal vez fuese una fábula griega..o algo similar, pero de todasmaneras, la madre tenía un hijo que era el deleite de su corazón y todo cuantopuede ser un hijo, para una madre, y de pronto el hijo se enamoró de una mujerbella y perversa y cayó bajo su hechizo; una mujer perversa y muy bella. Y éldeseó complacerla, oh, lo hizo realmente, y le dijo: "Lo que desees, te lotraeré..."

-Lo cual es como no decir nada a una mujer, pero de cualquier manera... -intervine yo.

-No voy a discutirte eso -dijo suavemente Martha-. porque cuando él se lo dijo,ella contestó que lo que deseaba más que nada en el mundo era el corazónviviente de su madre, arrancado de su pecho. ¿Y qué supondrás que hizo esteindigno y homicida idiota, sino correr a su hogar, donde estaba la madre, y conun cuchillo abrirle el pecho y arrancarle el corazón viviente de su cuerpo...?

-No me gusta tu cuento.

-...y con el corazón en la mano, corrió veloz y alegremente a juntarse con lamujer amada. Pero en el. Camino, atravesando el bosque, se le enredó undedo del pie en una raíz, vaciló y cayó cuan largo era, y de resultas del golpe elcorazón de la madre se le escapó de la mano. Al levantarse y acercarse alcorazón, éste le dijo: “¿Te lastimaste al caer, hijo mío?"

-Un relato encantador. ¿Pero qué es lo que demuestra?

-Supongo que nada. ¿Cesará en algún momento esta sangría? ¿Cerrarán laherida?

-No lo creo.

-¿Entonces tu madre seguirá sangrando hasta que su vida se extinga?

-¿Mi madre?

-Sí.

-¡Oh!

-Mi madre -dijo Martha-. ¿Sangrará hasta morir?

-Supongo que sí.

-¿Eso es lo único que sabes decir, que supones que sí?

-¿Qué otra cosa?

-Supongamos que les hubieses dicho que no siguieran con su idea.

-Martha, eso me lo pediste veinte veces. Ya te dije. Hubiesen buscado otrorabdomante.

-¿Y otro? ¿Y otro?

-Sí.

-¿Por qué? -dijo ella gritando-. ¿Por amor de Dios, por qué?

-No lo sé.

-Pero ustedes, hombres despreciables, saben todo lo demás.

-Casi lo único que sabemos es matar. Eso no es todo lo demás. Nunca hemosaprendido a dar vida a nada.

-Y ahora es demasiado tarde -dijo Martha.

-Sí, es demasiado tarde -aprobé, y volví a la lectura de mi diario. Pero Marthasiguió sencillamente allí sentada, con el libro abierto en su regazo,contemplándome: y luego, después de un rato, cerró el libro y subió aacostarse.

El Wall Street Journal de mañana

Exactamente a las 8:45 de la mañana, llevando un ejemplar del Wall StreetJournal del día siguiente bajo su brazo, el diablo llamó a la puerta deldepartamento de Martin Chesell. El diablo era un comerciante de relativa edady bastante apuesto, vestido con un traje de piel de tiburón color gris dedoscientos dólares, zapatos de cuarenta y cinco dólares, una camisa hecha amedida y una corbata de seda italiana color gris metálico de veinticinco dólares.Usaba un sombrero de cuarenta dólares, que se quitó ceremoniosamente alabrirse la puerta.

Martin Chesell, que vivía en el piso undécimo de uno de esos altos edificios dedepartamentos que aparecían como hongos en la Segunda Avenida durantelas décadas del setenta y del ochenta, vestía pantalones y una camisa, ningunode los cuales mostraba ser de linaje o de precio. Su esposa, Doris, acababa dedecirle:

-¿Qué clase de loco puede ser a esta hora? Será mejor que observes por lamirilla.

-Te vas a llevar una gran sorpresa -contestó mientras miraba por la mirilla.

Era hombre que conocía cuándo una corbata y una camisa eran buenas consólo verlas. Martin Chesell abrió la puerta y preguntó al diablo qué deseaba.

-Yo soy el diablo -contestó éste cortésmente-. Y vengo aquí a hacer un tratopor el Wall Street Journal de mañana.

-Lárguese de aquí, farsante -dijo Martin disgustado-. El hospital está del otrolado del río, a seis cuadras de aquí. Vaya a pedir que lo internen.

-Yo soy el diablo -insistió el diablo-. Soy realmente el diablo, lo juro por mihonor.

Luego empujó a Martin a un lado y entró en el departamento, pues tenía algomás de fuerza que el común de la gente.

-¿Quién es, Martin? -gritó su esposa, y acudió para ver. Estaba vestida parasalir a su empleo en la casa Bonwit, donde vendía vestidos hasta que los piesse le cansaban -todos los días cerca de las cuatro y veinte- y en el curso deuna jornada veía tantas caras como para reconocer por el olor simplemente aldiablo cuando lo tuvo cerca.

-Pregúntele a su esposa -dijo el diablo afablemente.

-No me extrañaría -dijo Doris-. ¿Qué viene usted a ofrecer, señor?

-El Wall Street Journal de mañana -repitió amablemente el diablo-. Lo quedesean y sueñan todos.

-Es una frase remanida -dijo Mattin Chesell-. Se la ha usado hasta elcansancio. No sólo se ha escrito una docena de malas historias acerca de eso,sino que el New Yorker publicó un dibujo sobre el mismo tema. Un vagabundoviejo y cansado baja la vista y junto a sus pies tiene el Wall Street Journal deldía siguiente.

-De ahí saqué yo la idea -asintió muy decididamente el diablo.Fundamentalmente, soy conservador, pero no es posible seguir eternamentecon lo mismo de siempre, ¿sabe? Penetró con paso ágil. en la sala de estar,mirando fugazmente al dormitorio con su cama deshecha. y midiendo con otramirada los muebles baratos y de mal gusto, después de lo cual extendió eldiario en la mesa. Martin y Doris lo siguieron y miraron la fecha.

-En la calle cuarenta y ocho hay una imprenta donde hacen esos titulares -dijoDoris dándoselas de sabihonda.

-¡Ah! ¿Y las páginas interiores también? -el diablo pasaba hojas.

-¿Podría usted dejarme que mire la última página? -dijo Martin.

-¡Ah! Eso cuesta dinero.

-Señor, váyase. El diablo no existe y usted no es más que un loco. Mi esposatiene que ir a trabajar.

-¿Pero usted no? Usted no tiene empleo. Son felices, pero ¿qué puede hacerun demonio para demostrar su identidad? ¿Enseñar mi registro de conductor?¿O esto?

Puntos azules de fuego danzaban en sus uñas.

-¿O esto? -y en la frente del diablo aparecieron dos cuernos, que brillarondurante un momento y se desvanecieron después.

-¿O esto?

Alargó un dedo índice y un pulgar y entre ellos apareció súbitamente unaantigua moneda de oro de veinte dólares. Se la tiró a Martin, quien la tomó enel aire y la examinó cuidadosamente.

-No me venga con esos ardides -dijo el diablo-. Mire dentro de su propiocorazón si duda de mí, muchacho. ¿Hacemos trato? Yo vendo -usted compra-un ejemplar del Wall Street Journal de mañana. ¿De acuerdo?

-¿Cuál es el precio? -interrogó Doris, con comercial precisión, yendodirectamente al asunto, mientras su marido, pasmado, seguía mirando lamoneda.

-El precio corriente. Es un precio que no cambia nunca. Un alma humana.

-¿Por qué? -dijo vivazmente Martin, alargando la moneda.

-Guárdela, hijo mío -le dijo el diablo.

-¿Por qué un alma humana? ¿Qué hace usted con ellas? ¿Las colecciona?¿Les pone marco?

-Tienen sus aplicaciones, oh sí. realmente. Sería larga y complicada laexplicación. pero nosotros les concedemos gran valor.

-Yo no creo tener alma -dijo bruscamente Martin.

-¿Entonces qué pierde usted al vendérmela? Vender lo que no tiene sin estafaral comprador es un excelente negocio, Martin... todo ganancias y nada depérdidas.

-Yo le venderé la mía -dijo Doris.

-¡Oh! ¿Me la vendería? Pero no sirve.

-¿Por qué no?

-Sencillamente porque no sirve -dijo él y miró la hora en su reloj, un hermosoreloj de bolsillo de oro y con unos pequeños duendecillos que se arrastrabanpor toda la superficie-. ¿Sabe una cosa? No dispongo de todo el tiempo en elmundo. Debe usted decidirse.

-¡Por amor de Dios! -dijo Doris-. Véndele tu maldita alma. ¿O hemos de pasarel resto de nuestras vidas en esta inmunda ratonera de tres habitaciones?Porque si eso es lo que va a ocurrir, tú vivirás solo, querido Martin. Estoy hartade verte sentado en un lado u otro mientras yo me mato trabajando. Tesoromío, tú eres quien pierde y es posible que ésta sea tu última oportunidad.

-¡Una mujer extraordinaria! -dijo el diablo encantado Tiene bien puesta lacabeza, Martin.

-¿Como puedo saber...?

-Martin, Martin, ¿qué es lo que tienes que perder?

-Mi alma.

-De cuya existencia dudas con motivo. Vamos. Martin...

-¿Cómo?

-Es anticuado, pero sencillo. Aquí tengo el contrato, todo muy explícito y legal.Léalo. Un pinchacito, una gota de sangre sobre su firma y el Wall Street Journalde mañana será suyo.

Martin Chesell leyó el contrato. Como por magia, en la mano del diabloapareció un alfiler. Un pinchazo en un pulgar y de él salió una gota de sangreque cayó sobre la firma.

-Todo lo cual hace que sea muy legal y que deba cumplirse -agregó el diablo,sonriendo y entregando el papel a Martin. Doris se olvidó de su empleo y Martinse olvidó de su alma, y abrieron el diario con manos temblorosas, pasando a lapenúltima página, donde aparecen las cotizaciones de la bolsa de Nueva Yorky examinaron la lista. El diablo observó todo plácidamente divertido, hasta quede pronto Martin giró sobre sus talones y exclamó:

-¡Cretino! Este es un día fatal. Todos los valores están en baja.

-No tanto, Martin, no tanto -replicó el diablo tratando de apaciguarlo-. Nuncaestá todo bajo. Algunas acciones están altas, otras están bajas. Reconozcoque no es el día más inspirado, pero hay una o dos sorpresas. Mire las de laantigua "Mother Bell".

-¿Cuál?

-American Telephone -dijo el diablo-. Mírela, Martin.

Martin miró.

-Ha subido cuatro puntos -dijo con voz baja-. Esto no tiene sentido en absoluto.American Telephone no ha subido cuatro puntos en un día desde queAlexander Graham Bell inventó el teléfono.

-Sí, ha subido, Martin. En realidad, sí. Puede ver que hasta las dos del día dehoy oscilará más o menos en la misma forma de siempre, y que entonces, a lasdos en punto, la gerencia anunciará la entrega de dos acciones por cada unade las actuales. Sí, Martin, sí, dos por una. Lea nuevamente esos precios yverá que alcanzan un máximo de cinco dólares con setenta y cinco centavos

por encima del precio de las dos en punto, aun cuando al cerrar sólo estén concuatro puntos de ventaja. De manera, Martin, que ya ve; si vende al máximo,puede ganar limpios cinco dólares o algo más, la cual es un beneficioespléndido para un negocio tan rápido. No hay ninguna razón por la cual nosea muy rico antes de que termine el día. NInguna razón en absoluto.

-¡Martin! -gritó Doris-. Vamos a hacer el negocio. Lo haremos, Martin. Esto esenorme, la gran manzana roja que hemos esperado tanto tiempo. ¡Oh, Martin!¡Te amo, te amo, te amo!

El demonio miró complacido, se puso el sombrero de cuarenta y cinco dólaresy se fue. Apenas si notaron ellos que había desaparecido, tan ansiosamentepensaban en la forma adecuada de vestirse para ganar un millón. Doris hizo elnudo de la corbata de Martin, cosa que no hacIa desde mucho tiempo atrás.Martin expresó su admiración por el vestido que ella se puso y con toda calmase declaró de acuerdo cuando ella le dijo vivazmente:

-Guarda ese diario en un bolsillo interior. Que nadie lo vea... y fíjate bien quedigo nadie.

-Tienes mucha razón, tesoro.

-Martin, ¿qué vamos a ganar? Cinco dólares por acción, ¿no es eso?

-Eso es, mi vida. Podríamos comprar veinticinco mil acciones... o seacuatrocientos mil dólares, mi amor. Cien mil dólares, cien mil verdes dólares.

-Martin, ¿te has vuelto loco? Esta es la única, la única y verdadera oportunidad,y tú hablas de cien mil dólares. No, compramos doscientas mil acciones y deesa manera ganamos medio millón. Medio millón de dólares, Martin. Limpios yhermosos dólares.

-Está bien, nena. Pero no estoy seguro de que se puedan comprar cien milacciones de una compañía como American Telephone and Telegraph sin influiren el precio. Si nosotros hacemos que suba...

-Martin, nosotros no podemos hacer que el precio suba.

-¿Cómo lo sabes? ¿A qué se debe que te consideres un genio tan grande encuestiones financieras?

-Martin, es posible que yo no sepa una sola palabra acerca de la bolsa, pero séa cuánto van a cerrar hoy. Querido, ¿no lo ves? Tenemos el WaIl StreetJournaI de mañana. Lo sabemos. Por muchas acciones que compres de esacompañía, la cotización se mantendrá fija hasta eso de las dos y entoncessubirá cinco dólares con setenta y cinco centavos. ¿No fue eso lo que.dijo?

Martin abrió el diario y se concentró en su lectura.

-¡Exacto! -exclamó triunfalmente-. Aquí dice justamente eso: no hubo variaciónninguna hasta las dos de la tarde y desde ese momento ¡arriba!

-De manera que podríamos comprar doscientas mil acciones tranquilamente yganar un millón.

-¡Tienes razón, muchacha! ¡Tienes mucha razón!

-Doscientas mil acciones, pues... ¿Es así, Martin?

-Sí, niña, te oigo bien.

Tomaron un taxi para ir al centro, a la oficina de corredores de bolsa de Smith,Haley y Penderson, sita en la calle 53. Cuando se tiene, se gasta.

-¿Almorzaremos hoy en el Cuatro Estaciones? -le preguntó Doris.

-Muy bien pensado, querida. Muy bien pensado.

Los ricos son felices. Cuando él y Doris se acercaban al escritorio de FrankGibson, su aplomo y su placer eran contagiosos. Frank Gibson había sidocondiscípulo de facultad de Martin y había ejercido la supervisión de algunasdesdichadas operaciones de bolsa, y aunque no consideraba a Martin uno desus clientes más importantes, los recibió sonriendo y diciéndoles que era unaalegría verlos.

-A los dos -agregó-. ¿Tienes el día libre, Doris?

Doris dio a entender que los días libres eran lo que menos le preocupaba enese momento, y Martin esbozó su propósito con aquel sentido seguro, ysuperior que tiene siempre quien compra acciones en cantidad. Pero en vez desaltar de alegría, Gibson lo contempló preocupado.

-Siéntense, por favor -dijo.

Se sentaron.

-Si te he entendido bien, Martin. quieres comprar doscientas mil acciones deAmerican Telephone. Te estás burlando de mí.

-No, hablamos completamente en serio.

-Aunque hables en serio, te burlas de mí, Martin. Esa clase de bromas... bueno,no gustan a algunos. Hay quienes se enojan.

-Mira, Frank -dijo Martin-, tú eres corredor de bolsa. Eres un hombre queatiende clientes. Yo soy un cliente. Vengo a comprar y tu me dices cortésmenteque me vaya de paseo.

-Martin -contestó Gibson pacientemente-, esa cantidad de acciones deAmerican Telephone equivale a más de diez millones de dólares. Estosignificaría que tú debes tener por lo menos seis millones, un poco más o unpoco menos, como respaldo. ¿.De qué serviría seguir hablando? De modo quepuedes ir con tu chiste a cualquier otro lugar.

-¿Quieres decir que no aceptas mi pedido?

-¡Martin, Martin! Ninguno aceptará tu pedido. Porque debes estar mal de lacabeza para hablar siquiera de esa manera siendo así que yo sé que entre tú yDoris pueden tener quizá... veinte centavos.

-¡Es muy feo lo que dices!

-¡Pero es verdad!

-¡Por amor de Dios, Martin! -lo interrumpió Doris-. Háblale con claridad y haz elnegocio de una vez. Te explicaré lo que pasa, Frank. Tenemos informaciónconfidencial de que las acciones de Telephone van a subir cinco puntos estatarde.

-A las dos anunciarán un aumento del caudal accionario, lo cual se cumplirá.

-¿Cómo lo saben?

-Lo sabemos.

-No lo sabe nadie. Hace meses que circula ese rumor. Las acciones deTelephone constituyen el grupo más rebelde a las infiltraciones que hay en elmercado. Tú estás pidiendo lo que puede ser la venta total de un día, y estafirma no podría sostener esa operación ni por un momento. Está fuera de todarazón.

-¿Quieres decir que no me vas a vender las acciones?

-Cien acciones de Telephone... sí, por supuesto. Tienes cuenta en esta casa.Compra cien acciones. No seas avaro.

Salieron airosamente de la oficina sin esperar a que Gibson terminase dehablar. El paso siguiente fue visitar al hermano de Doris, que era abogado yvivía espléndidamente bien con su profesión y podría haber seguido viviendoasí de no haber visto nuevamente a Martin Chesell.

-¿Me pides que te salga de garante por un crédito de seis millones de dólares?Estás bromeando.

-No estoy bromeando. Hablo muy en serio -replicó Martin, pensando para susadentros que aquel hombre era un hijo de mala madre y no conocería placermayor que despedirlo con caras destempladas el día en que viniese a pedirlealgo. Sería nada más que cuestión de tiempo.

-¿Puedo preguntar para qué? -dijo el cuñado.

-Para hacer una inversión en la bolsa -contestó Martin-. Estoy desesperado.Son las once. Esta es la primera gran oportunidad que tengo en mi vida.Hazme ese favor -suplicó-, ¿o es que quieres que te lo pida de rodillas?

-Sería una posición interesante para un ganso como tú -dijo.el cuñado-. Yo tesaldría de garante con todo placer por setenta y cinco centavos, Martin. Por undólar entero te digo desde ya que no.

-Es posible que seas mi hermano -dijo Doris-, pero para mí eres una porquería.

Eran las once y media cuando llegaron a la sucursal del Chase Manhattan en laparte superior de la avenida Madison. Martin había sido compañero de estudiosdel hijo del gerente, y luego de haberse presentado a sí mismo y presentado aDoris, el hombre escuchó atentamente.

-Por supuesto, sería para nosotros una satisfacción facilitarle el dinero -manifestó-. La cantidad que desee, siempre que ofrezca una garantíaaceptable.

-¿Serían garantía suficiente las acciones de American Telephone? -preguntóansiosamente Doris.

-De lo mejor que existe. Y creo que hasta podríamos llegar a facilitarles elochenta por ciento del valor de bolsa.

-¡Ya ves, Martin! -exclamó Doris-. Yo sabía que haríamos el negocio.¿Podemos conseguir el dinero inmediatamente?

-Me parece que sí, por lo menos en quince minutos. ¿Tienen las acciones ensu poder?

Doris se sintió decepcionada, mientras Martin explicaba que ellos pensabanusar ese dinero para comprar las acciones.

-Bueno, eso es algo diferente, ¿no le parece? Yo me temo que en esacondición el préstamo sea imposible... a menos que ya tengan en su poderacciones en cantidad suficiente. No hace falta que sean de AmericanTelephone. Cualquiera que se cotice en la bolsa...

-Usted no me entiende -insistió Martin, mirando el reloj de la pared-. Tenemosque comprar esas acciones antes de las dos.

-Supongo que tienen buen motivo para ello. Pero no podemos ayudarlos.

-¡Piojo repelente! -dijo Martin cuando estuvieron en la calle-. Apesta. Todo elChase Manhattan apesta. Tienes un amigo en el Chase Manhattan y es como

si tuvieses un enemigo. ¿Sabes qué es lo que me gustaría hacer? Subir allá aesa ventana y asaltarlos, eso es lo que me gustaría.

Tampoco el First National City ni el Chemical New York se mostraron másgenerosos y de igual manera Merrill Lynch se negó a abrir una cuenta con unacompra de esa importancia el primer día. A la una y cuarenta y cinco estabande vuelta en la oficina de Smith, Haley y Penderson insistiendo otra vez anteFrank Gibson.

-Tengo una tarea que cumplir -les dijo Gibson-. Quizá no me crean. pero estarencargado de atender clientes es un trabajo como cualquier otro. No medificulten las cosas, déjenme cumplir mi tarea.

-Son las dos menos cuarto -le dijo Martin.

-¡Oh, Jesús! Enséñale el maldito Wall Street Journal -exclamó Doris.

-¿Porqué no te mueres?

-¿Por qué no tienes un poco de talento? Son las dos menos diez. Enséñale eldiario.

Martin sacó el diario y lo empujó hacia Gibson.

-Ahí tienes el Wall Street Journal de mañana. Todas las cotizaciones de bolsa...completas, con los cierres de hoy.

-Ustedes dos están locos. ¿Qué pretenden que haga? ¿Que arme unescándalo? ¿Que llame a la policía?

-Mira la fecha sencillamente. ¿Estoy pidiendo demasiado? ¡Dios Santo! Si yome estuviese ahogando, ¿alargarías una mano. para ayudarme? Lo que te pidoes que mires la fecha.

-Está bien, miro la fecha -Gibson tomó el diario y se fijó. Después clavó la vistaen el dato. Volvió la página y finalmente miró la fecha de la última página.Entonces abrió el diario.

-Martin, ¿de dónde has sacado esto?

-Ahora me crees. Ahora Martin no es un piojoso inmundo. Ahora Martin vuelvea ser tu ex compañero de clase. ¿Comprarás las malditas acciones?

-Martin, no puedo. Aun cuando creyera que este diario no fuese unasuperchería...

-¡Superchería! ¿Sabes que...?

Su voz se perdió. Gibson estaba mirando las noticias de la pantalla del frentede la oficina, donde de pronto vio que los directores de American Telephone

habían decidido entregar dos acciones por cada una de las existentes, una vezque fuese aprobado por los accionistas.

-¿Comprarás las acciones? -preguntó plañidero Martin-. ¡Oh, Dios mío! ¿Harásel favor de comprar las acciones?

-No puedo, Martin.

-Ya han subido dos puntos -dijo Doris-. ¿Por qué no me mato? No, podríahaberme tirado bajo un tren subterráneo o hacer una cosa parecida. No, señor.Tuve que casarme con Chesell.

A las dos, cuando cerró la bolsa, American Telephone estaba cuatro puntos porencima de su precio de apertura. A las cuatro y cuarto, los Chesell tuvieron unade sus pequeñas peleas. Si no hubiera sido por lo agotados que se sentíandespués de tanto trajín, podría haber sido una pelea mayúscula. Tal comoocurrieron las cosas, no hubo nada físico, apenas unas cuantasrecriminaciones: una discusión en que una palabra llevaba a otra. Doris inició elaltercado diciendo:

-Cáete muerto... y nada más.

-Con tal de que entiendas que el sentimiento es mutuo.

-¡Estupendo! Y yo también he sentido eso, precioso. Las palabras no puedenreflejar lo que siento hacia ti. Me asqueas. Además me revuelves el estómago.También apestas... y ahora he decidido hacer una siesta. De manera quepuedes irte de aquí.

Martin se fue al living room y ella cerró con un portazo. En ese momentogolpearon suavemente a la puerta del departamento. Martin abrió y era eldiablo.

-Saludos, amigo -dijo haciendo gala de buen carácter.

-¡Sí que tiene usted una desfachatez! -exclamó Martin-. ¡Miserable hijo deperra! Después de lo que me ha hecho. se atreve a volver...

-¿Qué es lo que he hecho? Martin, Martin, entiendo que esté enojado, pero esamanera impulsiva de hablar no viene a cuento.

-Usted me enredó.

-Muchacho, Martin -dijo el diablo benévolamente-, ¿hicimos o no hicimos untrato honesto, una especie de trueque, mercadería dada, mercaderíaentregada? ¿No fue así?

-Usted sabía lo que iba a pasar.

-¿Y qué fue sencillamente lo que pasó. Martin? ¡Por qué se enoja de esemodo? Yo le di el Wall Street Journal de mañana y usted de pronto, pero noinesperadamente, descubrió que no tenía dinero. Lección número uno: eldinero llama al dinero. Se aprende con gran facilidad... y se queja.

-Porque he perdido mi única inmunda oportunidad -dijo Martin-. La únicainmunda oportunidad de mi vida y la he echado a perder. La única oportunidadde colocarme directamente y la he malgastado.

-¡Martin!

-No, a usted no le importa. Bueno... en cuanto a mí, puedo decir que estoyharto y cansado de usted, de manera que váyase. ¡Salga inmediatamente!

-Martin -dijo el demonio, procurando calmarlo.

-¡Fuera!

-¡Caramba, Martin!

-¿Y usted pretende decirme que no sabía lo que iba a ocurrir?

-Martin, claro que yo sabía lo que iba a ocurrir. Hace mucho tiempo quepractico este juego. Y la gente es tan desdichadamente predecible. Pero lo quepasó hoy carece de importancia.

-¿Carece de importancia?

-No tiene ninguna absolutamente. Lo verdaderamente importante es que mevendió su alma. Eso es lo que en realidad ha sucedido. ¿Riquezas? No hayproblema. Riqueza, poder, éxito... ningún problema, Martin. Todo sigue. Unavez que me ha vendido su alma, todo lo demás es suyo... todo, Martin. Queridomuchacho, se pone triste, se pone tan mórbido... Anímese. El Wall StreetJournal, ¿a quién le hace falta? ¿Quiere un dato secreto para mañana CimeronLead... cuatro dólares por acción. Cerrará en siete. Compre unas pocasacciones, dinero pequeño, pero compre algo.

-¿Con qué? -preguntó amargado Martin.

-Con dinero, mi querido Martin. Dinero hay donde quiera que dirija su mirada.Por ejemplo, tiene una póliza de seguro de vida sobre su mujer, ¿no es así?

-Los dos nos hemos asegurado, uno a favor del otro, por veinte mil dólares.

-Una linda suma para empezar, Martin. Con menos se han iniciado fortunas. Ya usted, además, no le gusta ella en absoluto, ¿no es verdad?

-¿Por qué no quiso hacer trato por el alma de ella esta mañana? -preguntóMartin de pronto.

-Querido Martin, el alma de Doris no vale nada. En los cinco años dematrimonio, usted se la ha estropeado tanto que ya nada vale. Usted tiene untalento extraordinario para la destrucción, Martin. El alma de su mujer es comosi no existiese, y no resulta muy agradable vivir a su lado, ¿no es verdad,Martin?

Martin asintió con un movimiento de cabeza.

-Y hoy está tan decaída... Debe resultar comprensible que sea capaz de tirarsepor la ventana de un piso undécimo. ¡Pobre mujer! Pero algunas ganan y otraspierden, Martin.

-Yo no cobraría el seguro hasta dentro de diez días -dijo Martin.

-Ha pensado muy bien. Eso me gusta. Ahora está usando la cabeza,muchacho. Tranquilícese. Tengo un dato mejor para la semana que viene.Datos, oportunidades, licor bueno, comida sabrosa, mujeres que no se quejan,y dinero, mucho dinero. Querido Martin, ¿por qué titubeas?

Martin entró en el dormitorio, cerrando la puerta detrás de él. Se percibieronruidos de una breve reyerta, y luego un chillido prolongado y espantoso.Cuando Martin salió del dormitorio, el diablo lanzó un suspiro y dijo:

-¡Pobre muchacho!

Va a sentirse muy decaído esta noche. Tenemos que cenar juntos. Yo lo invito,por supuesto. Y para consolarlo...

Sacó de un bolsillo interior un ejemplar muy bien doblado del Wall StreetJournal.

-El del miércoles que viene. De hoy en diez días -le dijo.

El intervalo

Pocos quieren ver las cosas como son, pero hay un principio y un fin; asíocurre, y después que uno ha pasado los cincuenta años, esta realidad lo mirade lleno al rostro. Uno lee las páginas necrológicas y descubre que personasde su propia edad e incluso más jóvenes están muriendo y entonces estarealidad se cierra sobre uno y llega a sentirse solo, tal como yo me sentía.

Cuando hace mucho, pero mucho tiempo que uno está decentemente casado,es una suerte si le toca irse primero; pero si uno se queda, entonces no tienemás remedio que mirarse a sí mismo y preguntarse qué está esperando.

Yo me dirigí al norte de Connecticut, a las montañas de los Berkshires, paraestudiar la posibilidad de poner en venta nuestra casa de veraneo; pero sólo alhablar con el agente inmobiliario del lugar, me encontré con que yo carecía deidea alguna sobre la propiedad. Yo era indiferente a precios y condiciones, y envista de que resulté un cliente tan fácil de complacer, el hombre me dedicóunas cuantas humoradas y luego dijo en forma indirecta, tal como acostumbranlos de Nueva Inglaterra:

-¿Qué me dice de esos que están allá en la Luna?

Estos yanquis cambian el tema cuando les conviene: yo estaba hablando de lacasa, pero él quería hablar de la Luna, dando con ello a entender querespetaba mi persona y que quería corresponder al favor que le hacía con mifácil complacencia, en su estilo peculiar de Connecticut. Lo tenía sin cuidado loque yo pensase o sintiese acerca de la Luna; él mismo se sentía fastidiado yme pregunté si el mundo entero no sentiría un poco de fastidio también.

-Linda Luna llena tenemos esta noche -dijo el hombre, en vista de que yo no lecontestaba.

Asentí con la cabeza y lo dejé; con el automóvil anduve por la calle principalhasta e! camino del Viejo Turco Glotón. y luego recorrí las tres millas que meseparaban de la casa. Ésta se hallaba edificada sobre una loma y tenía unosdoscientos años; durante ese tiempo una docena de propietarios la habíaembellecido, modificando esto o agregando aquello y nosotros la habíamosembellecido también en los diecinueve años que la teníamos.

Durante todo ese tiempo la había contemplado en el pasado; fue siempre unacasa interiormente cálida, viva, llena de recuerdos y de las vidas y el espíritu delos niños que habían jugado y crecido allí y del aroma de las buenas cosas quese habían cocinado en ella, y la pasión del sexo y del amor, el odio que sehabía engendrado allí, los apetitos satisfechos y no satisfechos, los anhelos,las realizaciones, los desengaños, los temores, y los recelos. Así fue cuantasveces la vi en el pasado. Pero ahora estaba en silencio y exenta de pasión. Eratan sólo una caja, muy fría por dentro, pues el principio del invierno ya la habíaalcanzado, y en Nueva Inglaterra el invierno viene rápido e inclemente en losBerkshires. Pero este invierno era de un frío de hielo, más bien furtivo queliteral. Uno lo sentía calándole los huesos y antes de que el hielo le quemara lapiel, uno lo sentía en el filo de su propio corazón. Yo había comenzado atemblar y quería un fuego desesperadamente, de manera que fui al depósito demadera que había llenado con buena leña seca el verano anterior. Encendí elfuego y quemé unos cuantos papeles para que empezase a tirar la chimenea,agregué leña menuda y coloqué encima tres gruesos y viejos troncos de abedulgris, o abedul plateado, como algunos lo llaman, y entonces verdadero calorsalió de la gran chimenea de piedra. Pero el cuarto seguía estando frío.

Eran las últimas horas de la tarde y comenzaba a obscurecer. Rondé por lavieja casa vacía, buscando esto o aquello para llevar de vuelta a la ciudad;pero no había nada que desease particularmente, ni siquiera los primerosmanuscritos de mis más tempranas obras de teatro ni libros. La aporreada viejamáquina de escribir era una buena y cara Underwood de la década del 30, peroyo tenía otra en New York. Tal vez algún día enviara los cuadros y los libros,pero no en ese momento. Algún día en que las cosas me preocupasen mas.

La Luna salió, tan fuerte y plateada que el día parecía no marchitarse ni morir,sino sólo cambiar de color, y la luz lunar torno brillante la faz de las montanasal norte de mí.

Aquí y allá se veía una leve capa de nieve en las laderas, y donde había nievese podían ver con detalle las distintas vertientes.

Encendí la pipa, fumé y contemplé las llamas saltarinas del fuego, y creo queen cierto modo intuí lo que iba a ocurrir. Porque para mí no fue gran sorpresamirar por la ventana y ver lo que vi. Yo había golpeado la pipa en la chimenea,me levanté y caminé hasta el ventanal que daba al norte. Vi que ello habíaterminado y que estaban recogiendo el decorado enrollándolo, fuese parasiempre o para utilizarlo en cualquiera de las formas en que tales cosas seutilizan, o para emplearlo nuevamente en otro lugar.

He mencionado ya que era una noche sorprendentemente clara, como sipudieran fabricar luz lunar blanca e incandescente para sus propiasnecesidades, y supongo que mi vista alcanzó una gran distancia hacia el norte.De todas maneras, vi claramente cómo las laderas boscosas eran enrolladas,de la misma manera en que se enrolla una alfombra gruesa y rara dejando pordebajo el material gris y marchito que los hombres que caminan por la lunahabían visto y descripto con tanta repugnancia. Retiraban en grandes piezas elcampo verde, en un ancho de varias millas, y en todos cuantos lugares seenrollaba y levantaba el decorado, quedaba la materia gris y muerta.

No miré largo tiempo, porque casi inmediatamente tuve la sensación de que nodebía presenciar a solas el final de aquello. Tenía que estar con otros. Teníaque conversar. Tenía que comentar, que especular, que lamentar quizá, quedudar de mis propios ojos, que suplicar por alguna explicación que no fuese elsimple y obvio hecho de que la comedia había terminado y de que el telónhabía descendido, y por ello salí rápidamente de la casa y me introduje en elautomóvil.

El vehículo arrancó sin dificultad y con él me dirigí velozmente por el camino detierra hacia la ruta 22, utilizando la vía más corta, que me uniría por el puenteWankhaus, a otro camino de tierra y de ahí a un codo que unía el camino delViejo Turco Glotón con el camino de peaje del sur, y de ahí con la ruta 22. Perolevantaron el puente Wankhaus; tenían sentido del humor y se tomaban eltrabajo de practicar pequeños ardides, pero yo supongo que no lo hicieron porvenganza. Me dejaron, pues, solo allí, y permanecí sentado en mi auto,mirando a través del parabrisas la áspera superficie que quedaba luego delevantar el camino y los árboles y las rocas, que enrollaban, se llevaban y luego

dejaban en algún lugar en los vuelos. Quiero decir que me dejaron retroceder,lo cual no era ninguna venganza, mientras el viento soplaba el polvo gris porencima de mi automóvil y llenaba mis fosas nasales con el olor seco y muertoque despedía. Tuve que retroceder más de sesenta metros antes de podergirar para tomar nuevamente el camino de peaje del sur, pero con un recorridode tres millas más de lo que habría hecho en la otra forma, y finalmente mepermitieron encontrar mi camino hacia la ruta 22. Estaban activos en el norte yen el oeste, y allí vi toda una ciudad, con fábricas, con garajes, con su calleprincipal, su monumento a los muertos en la guerra civil, las nuevasinstalaciones industriales, los vendedores de automóviles, que enrollaban y sellevaban. Pero en silencio. Bueno, mis ventanas.estaban levantadas y mehallaba demasiado lejos para oír gritos de gente, si es que gritaron; yo no losabía, claro, porque no había emitido ningún sonido, ni protestado, ni rezado, niimplorado.

Mientras proseguía mi camino por la ruta 22 y de ahí al bulevar Saw Mill River,me sorprendió no ver otros automóviles. ¿Sería más tarde de lo que pudehaber imaginado? Toqué para ver si tenía el reloj, pero descubrí que lo habíaolvidado en la casa, de modo que no pude saber en absoluto qué hora era.

Me impresionó lo bien que conducía, la velocidad que llevaba y mi serenocontrol -teniendo en cuenta todas las circunstancias- sin emoción ni pánicoexcesivos. El bulevar Saw Mill River era una de las viejas carreteras deWestchester, dos caminos más bien estrechos en una y otra dirección,construidos no para desarrollar velocidades, sino más bien, serpenteandosobre las montañas, como para el paseo de un antiguo coche de caballos; sinembargo, pude alcanzar una buena velocidad y pasar de ciento diez kilómetrospor hora, y todavía en mi espejo podía ver a mis espaldas hileras de casas queiban enrollando y arrojando a un lado, laderas de montañas desnudas, y aun elcamino que dejaba detrás era levantado en cuanto yo pasaba. Pero no a cientodiez kilómetros por hora, y en el momento en que llegué al Hawthorne Circle yano pude ver dónde estaban recogiendo el decorado y retirándolo.

Ni siquiera en el Circle había automóviles. y una vez que lo dejé atrás, corté porel atajo Tappan Zee y, cruzándolo, entré en la autopista. Hasta aquel momentonunca había visto el atajo Tappan Zee sin tráfico, sin el torrente interminable decamiones pesados que lo recorrían con ruido ensordecedor y que salían de él,pero esta noche ése camino estaba vacío... y sentí el súbito temor de quetambién se hubiesen llevado la autopista como se habían llevado el camino deunión allá al pie de las montañas. Si pensaba en ello imaginaba tramoyistas deteatro dotados de un burdo y grosero sentido del humor, tramoyistas a quienesnada deleitaba tanto como el azoramiento de este o aquel actor; pues por muybuen concepto que tengamos del oficio, los tramoyistas no crean nada nirepresentan parte alguna de la obra, sino que solamente contemplan la funcióna sabiendas de que su único timbre de superioridad está en el hecho de queseguirán allí durante la función siguiente y la que siga a ésta.

Pero la autopista sé encontraba en su lugar, sola, vacía, como si esta nochehubiera siete horas extrañas en que todo el mundo dormía; y mi auto era elúnico que la recorría velozmente, a ciento diez, ciento veinte o más kilómetros

por hora, mientras las anchas vías de acceso y los cruces estaban vacíos ybrillaban a la luz de la Luna.

Clavé los frenos, que chirriaron al detenerse el auto, donde se habíaencontrado la barrera de peaje, pero sin objeto. Las casillas estaban vacías yno había nadie a quien pagar ni pedir autorización para seguir camino. Másallá, en el lugar en que estuvo el gran complejo del centro comercial delcondado, vi la piedra seca como la de la Luna, castigada por el viento; unalarga franja había sido levantada, enrollada y llevada, una larga franja curvadaalrededor del hipódromo, y que lo incluía. Pero al llegar a la población, vi quenada se había alterado ni retirado, salvo que casi toda la ciudad estaba aobscuras. En uno u otro lugar, en esta casa de departamentos o en aquélla,había una ventana que tenía luz; pero casi toda la ciudad se hallaba sumida enla obscuridad y la supercarretera Intendente Deegan estaba vacía en todo eltrayecto hasta el puente Triborough, donde había luz, pero no automóviles ninadie que cobrase peaje. Llegué al camino del Este y me dirigí a la partecéntrica de la ciudad, no corriendo ya desesperadamente, sino despacio ycompletamente solo, y entonces abandoné la autopista y recorrí calles de laciudad, donde vi un coche policial, pero ninguna otra señal de vida omovimiento. Sentí un impulso de ponerme a la par del coche policial y decirleslo que pasaba o pedirles que me lo explicasen, pero comprendí que hubierasido un error hacerlo.

Fui a donde sabía que iría, al teatro de la agrupación "La Máscara", de la cualyo fui socio durante treinta y tres años. Con el auto recorrí la avenida Lexingtonhasta el Gramercy Park, donde había una playa de estacionamientodirectamente delante del club. Me sentía ansioso por el temor de que estuviesea obscuras, como estaban todos los demás edificios; pero no, nada de eso. Loencontré perfectamente iluminado, y me abrió la puerta el viejo Simón, elportero, quien me saludó con gravedad, tomó mi sombrero y mi saco como siaquélla fuera una noche que en nada se diferenciara de cualquier otra y dijocon serenidad:

-Hay unos cuantos socios aquí, señor, casi todos ellos en el bar. Todavía estánsirviendo en el comedor, pero nada extraordinario, tan sólo sandwichs y sopacaliente.

-Es curioso eso -advertí-. Comedor a esta hora.

-Bueno, señor, es una noche extraordinaria. Sin duda usted lo reconocerá.

-Muy extraordinaria, sí, realmente.

Bajé al bar, que estaba bastante lleno de gente y junto a la mesa del billar unamedia docena de socios bebían cerveza y observaban con mucha gravedad ungrave partido de ese juego. Ignoro por qué, pero siempre se bebía cervezacuando se miraban partidas de billar, aunque hasta entonces no lo habíanotado. Ahora lo noté, y pensé qué ambiente excelente para un primer actosería aquél. No recuerdo que alguien haya hecho que la acción de un primeracto de comedia transcurriese en el sótano de la agrupación "La Máscara",

pero sin embargo no había nadie en el teatro, es decir, ninguna persona desexo masculino, que por lo menos no hubiese pasado una velada allí. El partidose desarrollaba entre Jerry Goldman y Steve Cunningham, tanto uno como elotro buscavidas bastante eficaces, como para ganarse el sustento si teníannecesidad de hacerlo. Los observé un rato, saludando con inclinaciones decabeza a viejos amigos; y paulatinamente me corrí hacia el interior del bar,entre Jack Finney y Bert Avery, el escenógrafo, y pedí a Robert, el barman, unwhisky de centeno doble con hielo.

-¿Overhalt Añejo? -preguntó Robert.

-Me parece muy bien.

Finney estaba borracho, pero calmo. Me saludó gentil y cortésmente; era ungran caballero irlandés, por cuyas venas corría sangre de reyes, como todoslos irlandeses que uno aprecia, y un actor de espléndido carácter. Bert Averyme preguntó si acababa de llegar de Connecticut.

-Sí. Gracias al cielo que estoy aquí. Allá arriba estaba frío y solitario.

-¿Estaban levantando todo?

-Sí, desde las laderas, ¿sabe? y detrás de mí por el bulevar Saw MilI River. Yahabían levantado la mayor parte de New Rochelle, desde el centro comercialdirectamente hacia atrás.

-lrv Goldstein vino en avión desde Miami -dijo Finney entristecido-. Fue suúltimo vuelo. Habían levantado la mayor parte de Florida. Yo he pasadomomentos deliciosos en Miami; a muchos no les gusta, pero a mí siempre meagradó, pues es un sitio excelente en el que vive gente disipada ydespreocupada. Pero es monótono, ¿sabe? oh, endemoniadamente monótono,y Goldstein dice que estaban enrollándolo desde el norte, con perversidad y sinprestar atención a nada, a todo lo largo del estado, como si fuese un viejopedazo de alfombra.

-Goldstein dijo que parecía la Luna por debajo -agregó Bert Avery-, concráteres y cosas similares que habían estado cubiertas; pienso. en la forma enque uno tiene un piso piojoso en un escenario y lo disimula con alfombras y¡qué demonios! son total unos cuantos cientos de dólares más, lo cual nodeterminará que deba terminarse la temporada la noche de estreno o que seaguante una función más.

-Usted es un gerente extraordinario -dijo Finney-. Desempeña el puesto comoun caballero. Es un honor trabajar a sus órdenes.

Vino Robert trayendo otro whisky agrio para Bert Avery, escuchó el finar denuestra conversación y preguntó si no pensábamos que guardarían las cosaspara otra función.

-¿En algún otro sitio? -yo pensé en esto durante unos instantes-. Eso significaque cambiarían el elenco, ¿no es verdad?

-Es muy triste, señor.

-Los chicos acuden al teatro con alegría -observó Finney-, pero en rigor deverdad es una profesión triste. Un día uno levanta la vista para contemplar eldecorado y ve todo tan desalineado y sucio como el propio Infierno y¡maldición! se dice para sus adentros: "¿Siempre ha sido así o se estávolviendo miserable o todo ocurre dentro de mi cabeza dolorida?"

-Todo ello -asintió Avery.

Terminé mi vaso y me acerqué a la mesa de billar, donde Steve Cunninghamintentaba una de esas carambolas con baranda y más de uno contenía elaliento.

Por supuesto, la gente no se comporta nunca en la forma en que uno esperaque lo hagan, y éstas eran todas personas que conocían el asunto, y, a todoesto, estaba Goldstein de pie muy cerca de Cunningham, con los ojos fijos enla bola, cual si nada en el mundo fuese tan importante como calcular conprecisión el ángulo entre bola y baranda y baranda y bolsillo lateral; y sinembargo, todos tenían parientes, hijos, esposas, hermanos, hermanas,madres, padres; pero a pesar de todo, el mismo motivo los habíaaparentemente traído aquí, como me había traído a mí.

Cunningham hizo el tiro con toda perfección, la bola contra la baranda y luegoal bolsillo, y se suscitó un murmullo de aprobación, pero sin aplausos. Toquécon el codo a Goldstein.

-¿Tiene apetito?

Él inclinó la cabeza afirmativamente.

-Tengo entendido que arriba sirven sopa y sandwichs.

-Bien.

Subimos la escalera hasta el comedor, y elegimos una mesa tranquila en unrincón. El salón no estaba vacío, pero tampoco atiborrado de gente... ¡oh! talvez una docena de socios que comían o se dedicaban simplemente adescansar y charlar.

Uno de ellos había encendido un cigarro y vi que Goldstein fruncía el ceño conmuestras de desaprobación. Yo estaba de acuerdo con él. Existía unadisposición no escrita de: que, así como un cigarrillo o la pipa estaban bien enla mesa, los cigarros debían llevarse al salón contiguo, donde uno podía tomarcafé o cognac o lo que desease. No veía motivo para quebrantar esta noche lacostumbre y se me ocurre que ambos nos sentimos complacidos cuando uno

de los camareros se acercó y dijo algo en voz baja al socio transgresor, quienentonces movió la cabeza y apagó el cigarro. El mozo que nos atendía nos dijo:

-Me temo que ya queda muy poco que elegir a esta hora.

La sopa es de latas. Tenemos sandwichs de jamón o de jamón y queso, perosólo pan blanco, que se puede tostar. También tenemos queso Cheddarcanadiense y bizcochos Bath. El café es muy bueno, señor. Podemos hacerlescafé fresco.

-Sírvame queso y bizcochos -dije.

-¿Y a usted, señor Goldstein?

-Lo mismo... sí. ¿Tienen algo de café a la italiana?

-Me temo que no, señor Goldstein. Sólo lo preparamos para la cena.

Se marchó a buscar lo pedido y Goldstein, sonriendo suavemente, dijo:

-¿Sabes una cosa? Somos buenos actores. Todos. Naturalmente, haydiferencia entre el dilettante y el profesional, pero nosotros somos bastantebuenos, ¿no te parece?

-Nunca se me había ocurrido pensarlo de ese modo.

-No, por supuesto que no. Pero esto del café a la italiana sólo para la cena...¡Bueno, vamos!

-Sí, oh, sí -convine-. Tengo entendido que viniste en avión desde Miami.

-Sí. Un vuelo excelente. Muy sereno. No me gusta viajar en avión, pero estevuelo fue estupendo.

-¿Estuviste de vacaciones?

-No, en realidad, no. Tú sabes, se me ocurrió que podía hacer una de esastragicomedias judías acerca de un hotel de Miami Beach. Tú sabes qué clasede asunto es, schmaltz y chistes malos sobre todo, y tal vez un dos por cientode algo válido, para que el público derrame alguna lagrimita si es que tieneganas de hacerlo. Ésa es bastante mi especialidad, y después de haberrepresentado una de ellas en un restaurante de la Segunda Avenida y dos en elGarment District, encontré menos escabrosa la senda. Claro que eso no esescribir comedias en la forma en que tú lo haces, pero sólo requiere un poco dehabilidad y saber algo de puesta en escena, y en Miami jamás ha habido unaque valiera algo. Encontré un material excelente... -y su voz se fue perdiendo.

-¿Y cuando regresaste estaban recogiendo Florida?

-Sí.

-Debe haber sido un espectáculo extraño. Quiero decir desde el aire.

-¡Horriblemente extraño! ¡Ah, si! Es decir, era como una alfombra vieja. ¿Meentiendes? Desde siete mil quinientos metros de altura, toda la escala cambia.

-¿Qué harán con New York?

-Supongo que ya se ha hecho en algunos lugares; me refiero a Roma, Londreso hasta Boston. Tú viniste desde Nueva Inglaterra, según mis noticias. ¿DeBoston?

Yo moví de lado a lado la cabeza.

-Podemos llamar a alguien...

-Nadie lo hace. En un día activo no hay manera de conseguir un teléfonodisponible. Los cuatro están a tu disposición para que elijas entre ellos.

-No me gusta pensar que van a enrollarlo también.

.-No. Lo veo.

-Podrían correrlo hacia un lado u otro.

-Me gustaría pensar que así es. Tú naciste en Maine. ¿no es verdad?

Contesté afirmativamente con la cabeza.

-Bueno, soy de una tercera generación, nacido justo aquí en esta ciudad.Detesto pensar que todo deba ser destrozado.

-Nos estamos simplemente poniendo sentimentales. No sirve de nada.¿verdad?

-No sirve de nada.

El mozo nos trajo el pedido. El queso era bueno y siempre me gustaron losbizcochos Bath, aparte de que tenía apetito; pero Goldstein apenas si tocó sucomida. Permaneció un rato sentado en silencio y después dijo:

-Me indigna un poco todo esto, y entonces me acuerdo dc nuestra profesión.No tenemos derecho a indignarnos por eso, ¿no es cierto?

-¿Sabes una cosa? He leído algo de historia -contesté-, y la gente de teatrogozó siempre de una posición muy especial. Un lugar de privilegio, podríamosdecir. No quiero decir que no hubiera épocas en que se la miró con desprecio,y que la respetabilidad nunca haya sido verdaderamente una parte del trato;pero siempre hubo un algo de privilegio. Fueron una especie de clase aparte detodas las demás clases y se rozaron con reyes, duques y toda esa gente. Ello

les dio una visión bastante distorsionada de sí mismos -oh, todos ellos,escritores, escenógrafos, tramoyistas, actores- y se produjo confusión.Entiendes lo que quiero decir, cuál es la ficción y cuál es la realidad. ¿Estoydurmiendo y soñando que estoy despierto o es justamente lo contrario?

-Sí -convino Goldstein-, yo he tenido esa misma sensación.

-¿Has trabajado en teatro?

-El café es delicioso -dijo Goldstein, probándolo-. Sí. de niño. Hice tres años deteatro de verano y representaciones en gira. Sé exactamente lo que quieresdecir. Miras las candilejas y allí no hay nada más que esa confusión de luces,hasta que tus ojos se acomodan, y los ves allí afuera, y he ahí ese momento deconfusión en cuanto al lugar y la parte.

Cerró los ojos un momento y después continuó:

-¿No tienes inconveniente en que me vuelva abajo? Pienso realmente queCunningham le va a ganar a Jerry. Nunca ha ocurrido hasta ahora y apostar aCunninghatn es muy atrayente. ¿Me acompañas?.

Meneé la cabeza de lado alado. Goldstein firmó la cuenta de los dos y semarchó después, y yo, después de permanecer sentado un rato, decidí subir ala biblioteca. "La Máscara" es muy antigua y la biblioteca está llena de sillastapizadas con cuero y retratos del siglo diecinueve. Había allí cinco socios, delos más viejos y, por lo tanto, muy similares a mí. Dos de ellos me saludaroncon la cabeza y los otros en ningún momento levantaron la vista de lo queestaban leyendo. Me dejé caer en una de aquellas grandes sillas procurandopensar en algo que desease mucho leer, pero mi interés se había desvanecidoy tan larga era la noche que finalmente me sentí cansado e incapaz demantener abiertos los ojos. Estaba dormitando cuando oí esa especie deestrépito distante que puede provenir de un edificio alto sacudidoviolentamente, de manera tal que su enladrillado y su albañilería de piedrasaltan desprendidos; pero en aquel momento impreciso entre sueño y vigiliapodría ser que yo hubiese estado soñando.

Abrí entonces los ojos. Los demás socios seguían absortos en su lectura.

Me eché hacia atrás y volví a dormitar sin oponer resistencia. ¡Qué fastidiadome hubiese sentido si alguien hubiese hecho eso durante una escena de unade mis obras! Sin embargo yo siempre tuve una demostración de simpatía,moviendo la cabeza. para los que me aventajaban en edad. muchos de ellosinveterados devotos del teatro, que de todas maneras cabecean durante losintervalos, mientras se cambia el decorado.

El cine

Hubo un intervalo para comer rosetas de maíz y vitaminas y el operadorcinematográfico bajó de su altura. Esto no ocurría a menudo, y a vecespasaban días sin que lo viésemos. Se llamaba Matthew Ragen y tenía un metroochenta y cinco centímetros de altura, siendo impresionante en extremo sufigura con aquella cabellera canosa y sus brillantes ojos azules. Se rumoreabaque tenía más de ochenta años de edad, pero me resulta difícil creerlo, pues seerguía muy recto y caminaba con la misma firmeza y facilidad con que puedecaminar un hombre más joven. Sin embargo, ninguno había que recordase unaépoca en que él no fuese el operador.

Nos agrupamos alrededor de él, encantados de tenerlo con nosotros. Los niñosprocuraron tocarlo, y estoy seguro de que en su fantasiosa imaginación loconfundían con Dios. Era un gran placer y un gran privilegio ser visto por él,saludado por él, o hasta ser destinatario de su sonrisa; y podéis imaginaros losorprendido que me sentí cuando vino directamente hacia mí, separándose lagente para que pudiera pasar; y me saludó personalmente.

Tuve que sosegarme para poder hablar, y cuando lo hice, dije sencillamente:

-Me siento muy honrado, operador.

-No digas eso, Dorey. Quien se siente honrado soy yo.

-¿Lo he halagado de alguna manera, operador?

-Creo que nos has halagado a todos, Dorey.

Los que estaban escuchando aprobaron con sus cabezas y sonrieron y yo creoque adiviné lo que vendría. ¿Me sentí sorprendido? Por supuesto, pues nadieestá nunca seguro, pero tal vez no tan sorprendido como pude sentirme.

-Una atención especial, Dorey -dijo el operador-. Un western titulado Plenomediodía. Estoy seguro de que lo recuerdas.

Asentí encantado y los que nos rodeaban sonrieron complacientes.

-Supongo que han pasado diez años desde que la proyecté -dijo el operador-.Es digna de una ocasión especial. No es una de esas películas que seproyectan en cualquier momento.

Pues bien, vamos a pasarla, Dorey, y después haremos un intervalo paraofrecer anuncios.

-Gracias, operador -dije plácidamente y con toda la modestia que pude-.Gracias de todo corazón.

Era una distinción especial ser objeto de atención por parte del operador; lagente me miró de manera distinta. No sólo daba a uno proyección social, sinoque agregaba a esa situación una sensación deliciosa de autoimportancia quelo inducía a uno a resplandecer con satisfacción. Jane, Clarey, Lisa, Mona...éstas fueron chicas que estuvieron sentadas conmigo en años anteriores; depronto toda su actitud hacia mí fue diferente, y Jane procuró tomar posesión.Era una mujer de empuje, y en este momento me daba cuenta de que asíhabía ocurrido y también de lo fácilmente que hubiera podido quitármela deencima. Pero más que eso, yo quería estar sentado a solas. Quería estarconmigo mismo y dentro de mí mismo mientras viera Pleno mediodía. Estabaseguro de que el operador tuvo un buen motivo para elegirla y yo deseabaconcentrarme y comprender. Busqué lugar en un rincón de atrás de la platea,sitio frecuentado principalmente por la gente mayor, y aunque los espectadoresque me rodeaban me conocían no se preocuparían por mí ni me molestaríanen mi aislamiento.

Me arrellané en la butaca y entré en el mundo del bien y del mal -que era lasuma y substancia de nuestra propia dignidad-. Gary Cooper era bueno ymataba cuando fuese malo, lo cual estaba muy bien. No era fácil. Era un líderque se mantenía solo, porque su condición era el liderazgo, y de esta maneracomprendí por qué el operador había elegido aquella película. El líder debedistinguir claramente entre el bien y el mal, y si la muerte es la única solución,debe apelar a la muerte como Dios querría. Mi corazón clamó interiormente porGary Cooper. Lo conocía. Era hermano mío.

Terminó la película y la voz grave y sonora del operador llegó a través delsistema de amplificación.

-Unámonos en muda oración. Recemos pidiendo que Dios nos concedasabiduría en nuestras decisiones.

Recé y luego se encendieron las luces. Todos estaban atentos y anhelantes. ylos ancianos que me rodeaban me miraron sonriendo. La hermana Evelyn, ensu carácter de directora de la Junta de Elecciones, se presentó en el escenario,y allí de pie delante de la enorme pantalla plateada -tan pequeña delante deella- esperó que cesase el murmullo. Entonces se aclaró la garganta, golpeósus manos una o dos veces reclamando atención y dijo:

-Los resultados figuran en una tabla.

La gente sonrió, se volvieron las cabezas, torciéndose y dirigiéndose haciaarriba. hacia la cabina de proyección. Querían que el operador lo supiese.Debéis comprender que nosotros muy a menudo y con calma hablábamos deloperador. Si la Divinidad hacía la película, seguramente el que la proyectabatenía algo que ver con Dios. Ninguno en realidad lo declaraba como una firmeproposición; pero, al mismo tiempo nadie jamás había conocido la fecha denacimiento del operador. La hermana Evelyn volvió a golpear las manos.

-¿Puede Dorey hacer el favor de levantarse? -dijo.

Me levanté. Había elegido un rincón obscuro, de manera que al principio lagente me buscó con la mirada durante un momento. Luego los murmullosdemostraron que me habían ubicado y yo me mantuve de pie, mientras todosen el cinematógrafo estaban vueltos hacia mí.

-¿Quieres hacer el favor de acercarte, Dorey? -dijo la hermana Evelyn.

Fui al pasillo y caminé hacia el escenario. Mientras tanto, la hermana Evelyncontaba a la gente cuántos votos me habían permitido ganar la elección. Unamayoría muy satisfactoria. Bueno, durante diez años yo había soñado serpresidente y en mis rezos pedí ese honor. El momento acababa de llegar. Meparé en el escenario y Al Hoppner, el presidente que dejaba el cargo se unió anosotros y se quitó su larga cinta y la medalla de honor, colocándolas en tornode mi cuello. La ancha cinta azul pasaba por mis hombros y la brillantemedalla, más bien un medallón, brillaba posada en mi pecho.

Luego el público me dedicó, de pie, una ovación, aclamándome y aplaudiendodurante cuatro largos minutos. Yo tomé el tiempo subrepticiamente y levanté lamano en una especie de reconocimiento, mientras me fijaba en la hora en mireloj pulsera. Sabía que la ovación de Al Hoppner había durado en total dosminutos y medio, de manera que esto era algo así como aprobación de uncambio y afirmación de confianza en mi propio sentido de responsabilidad.

Yo tendría que elegir dos asistentes. y los tres juntos constituiríamos lacomisión; la verdad lisa y llana era que había meditado en mis posiblescandidatos desde hacía más de una semana, es decir, desde que la posibilidadde la votación y de mi elección se me aparecieron como una realidad. Nombréa Schecter y a Kiley. Schecter tenía cerca de cuarenta años y era un hombreserio y de confianza que antes había ocupado este mismo puesto. No era líder,sino un hombre nacido para ser miembro de comisiones, y seguiría formandoparte de comisiones el resto de su vida. En cierta medida, Kiley era otra cosa.Tenía solamente veintiún años y éste era el primer cargo de responsabilidadque le tocaba en suerte. Había manifestado condiciones de conductor y poseíaingenio e imaginación. Yo me sentí orgulloso de mí mismo por haberlo elegidoy por estar de pie a su lado, aun cuando las aclamaciones del público eran unpoco parcas. Naturalmente, desconfiaban de la juventud.

Por último abandonamos la plataforma, y el operador inició uno de aquellosespléndidos espectáculos de color -creo que se llamaba La túnica-, con lo cualla gente se sintió en el acto atraída hacia esa parte del mundo que se conocecomo Roma Antigua.

En cuanto a mí, Schecter y Kiley, teníamos trabajo que hacer y, por lo tanto,pasaríamos por alto aquel descubrimiento. (Debo mencionar aquí que eloperador no soportaba la palabra "película" para describir lo que transcurría enla gran pantalla plateada. Prefería llamarla "descubrimiento" por la visión odescubrimiento de otra parte del gran mundo que habitamos que implicaba).

Nosotros, en cambio, iniciaríamos inmediatamente un inventario de nuestrasprovisiones y las verificaríamos, ya que era ésta una de las primerasobligaciones del presidente. Al asumir el gobierno, tenía acceso al estado dellugar y de las cosas; y luego presentaría mi informe a la gente.

Naturalmente, lo primero que verificamos fue la existencia de rosetas de maíz yluego la cantidad de manteca y su frescura. Sadie, Lackaday y Milty seencargaban de las rosetas de maíz y la manteca, pero abandonaban suocupación cada vez que se iniciaba uno de aquellos grandes espectáculos. Sesintieron un poco molestos al tener que quedarse a mirar mientras vigilábamosel cumplimiento de sus obligaciones, además de responder a las preguntas queles hacíamos; pero yo había decidido imponer la ley inmediatamente. Haríagala de una mano férrea y dejaría firmemente establecida mi actitud a favor dela legalidad y el orden, con lo cual dejarían de pensar que, ya que era tanradical y novedosa mi elección de Kiley, podría ser blando y complaciente. Enesta ocasión retuve a Kiley a mi lado, trabajando firme y decididamente enforma organizada, de manera que él también tuviese una idea de la que seríami gobierno. Mientras tanto, mandé a Schecter para que buscase a losacomodadores y los hiciese formar fila en el vestíbulo.

Los acomodadores eran muy propensos a tirarse a la bartola y ubicarse en unade las últimas filas cada vez que un descubrimiento les interesaba y aquello erauna de las muchas fallas que yo me había propuesto corregir. Dejé que Kileyterminase el inventario de las rosetas de maíz y la manteca y yo me encontrabahaciendo mi primera inspección de rutina de los dulces y caramelos cuandodivisé que los acomodadores marchaban por el vestíbulo.

Mi elección de Schecter no había estado equivocada. Cuando entré en elvestíbulo, los acomodadores estaban formados militarmente y verlos habríasido un placer aun en West Point. Me acerqué a la fila, recorriéndola yobservándolos meticulosamente, y debo confesar que sus uniformes eran algomenos admirables que la formación y la postura, pues había botonesdesabrochados, cuellos abiertos, pantalones que tiempo atrás habían perdidolas rayas y algunos que ni siquiera llevaban gorra. Les hablé, destacando enprimer término lo complacido que me sentía con su formación y posturamilitares e informándoles de mi elevada opinión de Schecter, quien, entre susmuchas obligaciones, tendría el cargo de oficial comandante de losacomodadores.

-Sin embargo -dije-, que ninguno imagine que toleraré desaliño ni desorden. Ununiforme desarreglado denota una mente desordenada, y no permitiré tal cosaen una organización de la cual depende nuestra existencia misma. Noimaginen que pueden engañar ni confundir a Schecter ni a mí. Haremos unnuevo desfile mañana a la mañana y quiero verlos aparecer tal como losverdaderos acomodadores deben aparecer.

Durante los tres días siguientes continuamos revisando y corrigiendo losinventarios de rosetas de maíz, manteca, dulces, bebidas gaseosas ycigarrillos. Mi elección de Kiley parecía ya a esa altura haber sido inteligente;

pues mientras Schecter se ocupaba de poner en forma a los acomodadores,Kiley había trabajado con tres máquinas de bebida caliente, helados ycigarrillos que desde meses atrás no funcionaban. Kiley tenía un sentidoextraordinario de la mecánica y encontró un cuarto anexo al vestíbulo queestaba desocupado y allí decidió establecer una especie de taller mecánico. Elcuarto tenía otra puerta -una puerta cerrada con llave-. Kiley era muy joven ynunca se había percatado de que existiesen puertas cerradas con llave.

Me llamó para que viésemos el cuarto y le diese permiso de usarlo, y merecibió a la entrada del vestíbulo, acompañándome al interior.

-¡Ah. sí! -le dije-. Conozco ese cuarto, Kiley. Solían llamarlo la oficina, aunqueno se lo ha usado desde hace años para ningún propósito.

-Por algún motivo que no puedo precisar me parece emocionante.

-¡Oh!

-¿Sabes? Hace días que no miro la pantalla, Dorey. Me resulta muy extraño noparticipar en los descubrimientos. Esto me provoca una sensación rara.¿Entiendes lo que quiero decir?

-No, en realidad, no.

-Una idea sencillamente estúpida -aclaró Kiley bastante turbado y señalandohacia el otro lado del cuarto-. ¿Has notado aquella puerta? ¿Adónde lleva?

-Es una puerta cerrada con llave.

-¿Quieres decir... una puerta realmente cerrada con llave?

-Eso exactamente.

-Bueno, ¿qué me cuentas? -exclamó, visiblemente deleitado-. Una puertarealmente cerrada con llave. ¿Sabes que yo nunca creí que existiesen?

-¿Nunca creíste que existiesen?

-No, siempre creí que fuese una especie de estupidez metafísica.

-Bueno, ahí la tienes -dijo. Había muchas puertas cerradas con llave, y meresultó bastante extraño que alguien dudase de su existencia. Sin embargo,Kiley era muy joven y cualquiera tiende a perder contacto con lo que los muyjóvenes saben o no saben.

Kiley caminó hasta la puerta, la observó, probó la falleba, y luego se volvióhacia mí, diciéndome ansiosamente, con aquellos ojos azules anchos yemocionados:

-¿Por qué no la abrimos, Dorey?

-¿Qué?

-Dije que por qué no abrimos la puerta cerrada.

-Kiley, Kiley -le repliqué pacientemente-. La puerta está cerrada con llave.

-Ya sé, pero podríamos abrirla.

-¿Cómo?

-Con una llave.

-¿Una qué?

-Una llave, Dorey... ¡una llave!

-¡Que Dios bendiga tu ignorancia, Kiley! Eso que tú llamas llave no existe.

-Tiene que existir.

-No, Kiley, no existe. Una puerta cerrada es una puerta cerrada y no hay nadaque pueda impedir que esté cerrada.

-Una llave sí.

-Kiley, ya te he dicho que no existe eso que llamas llave. Sé que existe lapalabra, pero es sólo un símbolo metafísico. Es posible, Kiley, que yo no seaun hombre singularmente devoto, pero siempre he sentido un gran respeto porla religión y no creo que nadie dude de mi dedicación a lo religioso. Noobstante, debo reconocer que la metafísica es una cosa y la realidad es algoenteramente distinto. Te aseguro lisa y llanamente que una llave es como unmilagro. Hablamos de ellas; hasta hay quienes creen en ellas; pero yo jamáshe encontrado ninguno que haya visto una. ¿Me entiendes?

Kiley afirmó con un lento movimiento de cabeza.

-De manera que sugiero que olvidemos lo de las llaves y nos dediquemos aconvertir este cuarto en un taller mecánico adecuado, y si lo hacemos, hemosde poner en perfectas condiciones esas máquinas vendedoras. ¿Estás deacuerdo conmigo, Kiley?

-Sí, por supuesto que sí.

-Y hay una cantidad de otras cosas que necesitan reparación. Algunas butacasdel cine son absolutamente inadecuadas para sentarse en ellas.

-Sí, señor -dijo Kiley.

El operador había anunciado para esa noche una película sexual sueca y yodije a Schecter y a Kiley que podían disponer de la velada para esedescubrimiento, ya que habían trabajado intensamente y no era frecuente queel operador proyectase una película de esa clase. Schecter se humedeció loslabios complacido -un viejo verde si alguna vez lo hubo-, pero Kiley dijo queprefería trabajar en el taller mecánico, si yo no me oponía. Nadie puedeencontrar defecto en el exceso de preocupación por las obligaciones y, porsupuesto, respondí que yo estaba de acuerdo. Ya tenía hechos mis arregloscon una deliciosa rubiecita llamada Baba, y antes de que apagaran las lucesnos encontramos. Siempre que se proyectaba una película sexual, el operadorinsistía en que la sala estuviese completamente a obscuras. Esto tenía ciertosentido, pues las personas de más edad se turban si tienen cerca gente másjoven durante una película semejante y ciertamente los jóvenes se inquietanpor la presencia de sus padres. De manera que se obscureció la sala y losacomodadores, empleando diminutas linternas de mano. nos condujeron anuestros asientos.

Ha habido gran discusión sobre la cuestión sexual en la pantalla; y aunque loselementos puritanos ejercen influencia considerable, siempre se decidiócontinuar con descubrimientos sexuales. Yo tenía la sensación de que esto sedebía a que los puritanos disfrutaban más que los otros con esas películas; ytambién podría agregar que las películas sexuales cumplen una misiónimportante en las actividades de reproducción que sirven para perpetuarnuestra sociedad. No cabe duda de que disfruto con esas raras veladas, y estavez sentí pena por Kiley.

Debo decir que fui bastante bondadoso con él al día siguiente. Extremé misrecursos para felicitarlo por sus inventarios de dulce, y él, a su vez me llevó altaller mecánico, que yo alabé sobremanera. Estaba haciendo una especie detorno que, según me explicó, le permitiría fabricar piezas para las máquinasvendedoras.

-Y debe saber una cosa, señor presidente -dijo ansiosamente-; yo creo quepodría utilizar la misma máquina para hacer una llave.

-¡Kiley! -le dije.

-Sí, señor... Conozco lo que usted piensa acerca de las llaves.

-No lo que yo pienso, Kiley. Es lo que piensa el mundo.

-Sí -dijo Kiley muy seriamente-. Lo sé. Estoy dispuesto a aceptar lo que elmundo piensa. Quiero decir que no deseo que usted tenga la sensación de quesoy izquierdista ni nada parecido...

-No tengo esa sensación, Kiley. Puedes estar tranquilo de que si pensase talcosa, jamás te habría nombrado para integrar la comisión. Eres muy joven paraser miembro de ella, Kiley.

-Ya lo sé. señor.

-Pero tuve confianza en ti.

-Sí, señor.

-Tuve confianza en tu serenidad, en tu juicio.

-Gracias, Dorey. Me lisonjea mucho que se halla tomado tanto interés por mí.

-Pero por encima de todo, quiero que me consideres amigo.

-¡Oh! Lo considero -dijo fervientemente Kiley.

-Entonces, Kiley, como amigo, debo pedirte que abandones esa ilusión alrespecto de las llaves.

-¿Considera que es perjudicial, señor? Quiero decir el pensar en llaves oproyectar hacer una.

-¿Hacer algo que no existe?

-Pero existe la gente. Es decir, la gente hace cosas que no existen.

-Llaves, no, Kiley.

-¡Señor!

-¿Por qué tienes ese empeño en discutir conmigo, Kiley? Algunos de loshombres más sabios de nuestra sociedad se han interesado por esa cuestiónde las llaves. No existen llaves. Nunca han existido. Nunca existirán.

Kiley me contempló fijamente, con aquellos ojos sinceros e infantiles abiertosde par en par.

-Sí, Kiley. Quiero que me prometas una cosa.

-...¿Señor?

-Que nunca volverás a mencionar este asunto de las llaves. No pienses más eneso. Despreocúpate. Las llaves no existen. No existieron jamás. Jamásexistirán.

-Sí. señor.

-Así me gusta.

Yo le estreché los hombros afectuosamente para demostrarle que no leguardaba ningún rencor.

-Ahora quiero que te pongas a trabajar en esas máquinas vendedoras. Notienes idea de lo mucho que la gente echa de menos el chocolate caliente.Especialmente los ancianos. Parece ser uno de los pocos consuelos que tienela vejez.

-Lo haré.

-¿Cuándo podrías tenerlas?

-En dos semanas... a lo sumo tres.

-¡Bueno! ¡Excelente! Pero dedicarse por completo al trabajo y no jugar embotaa la gente y yo quiero que te tomes libre esta noche. El operador va a proyectaruna película denominada Pequeño César, que data de la época en que lasbandas organizadas de pillos tenían en jaque al gobierno de!a ciudad. Laconcurrencia está!imitada a los que forman parte del gobierno actualmente ohan formado parte en otras épocas.

-Gracias -respondió Kiley entusiastamente.

Las exaltaciones y los entusiasmos de Kiley me sacaban de quicio. Era difícilconcebir que una persona poseedora de esa espontaneidad fuese capaz deengaños y dobleces, pero no cabe otra manera de rotular sus actossubsiguientes; y cinco días después todo el asunto explotó en mis narices.

Schecter vino a hablarme de eso.

-Dorey -dijo torvamente- el demonio está haciendo de las suyas.

-¡Oh!

-Sabes que yo no soy propenso a las exageraciones.

-Ya lo sé.

-Bueno, vi hoy a Kiley entrando en su taller.

-¡Qué tiene eso de extraordinario?

-Yo quería cambiar con él unas palabras.

-¿Y qué?

-Lo seguí, abrí la puerta que da a su cuarto y entré. No estaba allí.

-Tal vez se fue antes de que tú llegaras.

-Te he dicho que lo vi entrar. Observé la puerta de su taller, la que da alvestíbulo. Lo vi entrar. En ningún momento retiré mi vista de esa puerta hastaque la abrí. No salió nadie de su taller. Nadie en absoluto.

-Entonces quiere decir que estaba allí -dije con toda calma.

-¡Maldición, Dorey! ¿Soy yo un idiota? El cuarto estaba vacío.

-¿Cómo pudo estar vacío? Has dicho que no quitaste la vista de la puerta.

-Exactamente. Pero estaba vacío.

-Muy bien -dije yo suspirando-. Supongamos que los dos miramos ahí adentro.Allí no hay demonios, ni llaves, ni milagros. Procuré que Kiley entendieraperfectamente todo esto, así que supongo que podemos ver.

-Bien -convino Schecter, con la mandíbula muy apretada-. Bien.

Tomó la delantera hacia el vestíbulo, y en el instante en que llegamos allí,indicó por señas a un grupo de acomodadores que nos siguieran. Cuandollegamos a la puerta del taller de Kiley, yo dije a Schecter:

-¿En realidad, los necesitamos?

-La primera regla de la práctica militar es mantenerse alerta. Sonacomodadores, Dorey. Éste es su lugar, su deber. Hombre por hombre, conellos tengo para hacer frente a cualquier inmundo subversivo que viva o hayavivido alguna vez.

-¡Oh! Bueno, entonces, Schecter... no vamos a llamar subversivo a Kiley.

-Si el calificativo le sienta bien...

-No hay indicio alguno de le siente bien ni de que Kiley haga algo que esté mal.Miremos un poco.

Abrí la puerta del taller. Hacía días que yo no entraba allí, pero el torno de Kileyse encontraba terminado, y en su banco de trabajo se veían algunas brillantespiezas nuevas para las máquinas vendedoras. Pero Kiley no estaba allí.

-¿Y ahora? -interrogó Schecter.

Salí al vestíbulo y dije a los acomodadores:

-¿Ha pasado Kiley por este vestíbulo durante la última hora?

Todos contestaron que no con la cabeza.

Yo volví al taller y cerré luego de haber entrado. De pie allí en ese momento,solo con Schecter, dejé que mi vista recorriese nuevamente el lugar y luegootra vez más. Era un cuarto pequeño y no había sitio donde ocultar nada, niescondrijos, ni rincones, ni grietas.

-¿Bien, señor, está satisfecho? -inquirió Schecter.

-Cuando esté satisfecho, Schecter, te lo haré saber.

Esbozó una leve sonrisa de satisfacción y yo me dirigí a la otra puerta e hice elintento de abrir.

-Esa puerta está cerrada con llave, Dorey -me informó Schecter.

-Sé perfectamente bien que ésa es una puerta cerrada con llave.

-Bien, pensé tan sólo...

-No me interesa lo que hayas pensado, Schecter. Salgamos de aquí.

Schecter salió al vestíbulo, donde los acomodadores esperaban, y yo lo seguí,cerrando detrás de mí. En ese momento oí un ruido dentro del taller y dije aSchecter:

-Espérame aquí afuera. Quiero volver a entrar.

Me volví y nuevamente abrí la puerta del taller de Kiley, me deslicé hacia elinterior y cerré antes de que Schecter pudiera volverse y ver lo que yo meproponía hacer. En ese momento Kiley estaba dentro del taller sonriendo entredientes gozoso y excitado, y sosteniendo en una mano un trozo brillante demetal.

-¡Kiley! -grité-. ¿Dónde demonios estabas?

-Afuera.

-¿Qué quieres decir con eso de afuera?

-Afuera de esa puerta -contestó señalando la puerta cerrada con llave.

-¿Qué? ¿Estás joco? Esa puerta está cerrada con llave. Ninguno puede pasarpor una puerta cerrada de ese modo.

-Yo pasé.

Levanté una mano y apunté hacia él con un dedo tembloroso:

-Kiley, ¿te has enloquecido? ¿Estás mal de la cabeza? Dices insensateces.Hablas de una forma tan odiosamente alocada, que yo no podré protegerte.Dices que has atravesado una puerta cerrada con llave. Las puertas cerradascon llave están cerradas con llave. Nadie puede pasar por ellas.

-Yo abrí -dijo Kiley, casi gritando de alegría.

-¡Tú abriste! -dije con sarcasmo frío y deliberado-. Sólo las más grandesmentes de nuestro tiempo se han ocupado de las puertas cerradas y handemostrado que nunca se las puede abrir, pero tú la has abierto, sin ayuda.

-¡Con una llave! -gritó Kíley-. Dijiste que no podría hacer una llave, pero la hice.Aquí está.

Alargó la pequeña pieza, acercándose a mí y ofreciéndomela.

-¡No te me acerques! Aleja de mí ese objeto maldito. Te dije que lo que sellama llave no existe.

-Pero aquí está, Dorey, aquí está. Créamelo, yo abrí la puerta y entré...

Se volvió y señaló la puerta cerrada.

-Ahí afuera, atravesando esa puerta cerrada con llave -agregó-. ¡DiosTodopoderoso! Ahí afuera el Sol brilla con un esplendor tan grande de gloriadorada que la mente no puede concebirlo, y hay musgo verde y árboles verdesy edificios altos y gente... miles y miles de personas, personas reales quevisten ropas de colores brillantes y sobre cuyas ropas cae el sol como un baño,y las chicas tienen piernas largas y desnudas, cabello castaño, rubio o negro, yson reales. ¡Reales, Dorey! No como esas sombras que el operador nosproyecta en la pantalla grande. ¿Cree que sus descubrimientos son reales oque siquiera son descubrimientos? No lo son. Son sombras, mentiras,ilusiones... Pero fuera de esa puerta el mundo es real...

-¡Basta! -le grité-. ¡Maldición, basta ya!

Abrí de par en par la puerta que comunicaba con el vestíbulo y grité:

-¡Schecter! ¡Schecter! ¡Schecter! Ven aquí inmediatamente con tus malditosacomodadores.

Schecter y los acomodadores penetraron en el pequeño cuarto, tomando aKiley y apresándolo. Kiley no luchó, simplemente me contempló asombrado ycon tanto dolor, dentro de su sorpresa, que yo dije:

-¡Oh! Por amor de Dios, Schecter, suéltalo.

-¿Qué?

-He dicho que lo dejes en paz y que saques de aquí tus malditosacomodadores... ahora mismo.

-¿No me llamaste hace un momento?

-Me das fiebre, Schecter. Sal de aquí y llévate tus acomodadores contigo.

Afligido y poniendo mal ceño, mirándonos a Kiley y a mí, Schecter sacó a losacomodadores del cuarto, y luego yo, fatigado, me volví hacia Kiley y le dije:

-No hay duda de que sabes echar a perder cosas, ¿no es cierto? Yo medeshago para conseguir que seas miembro de la comisión, a pesar de quenunca hubo otro tan joven, ¿y qué consigo en recompensa? Un loco furioso,eso es lo que consigo.

-Dorey, yo no soy un loco furioso.

-¿Entonces qué demonios eres?

-Yo salí y vi...

-¡Cállate!

Kiley apretó los labios y yo le dije:

-Kiley, permite que deje bien establecido esto: nadie abre una puerta cerradacon llave.

No hay llaves, y tú no saliste.

-¿Entonces esto qué es? -preguntó, sosteniendo en alto el trozo de metal quetenía en la mano.

-Un trozo de metal. Nada. No hay llaves. No hay nada que sea afuera.

-¡Oh, Dorey! Yo salí. Fui afuera.

-¿Sabes una cosa? -le pregunté-. Yo te lo voy a explicar, Kiley. No saliste. Nofuiste a ningún sitio. Ahora, si puedes meterte esa idea en la cabeza, si puedestan sólo reconocer que todo este asunto tuyo es una mentira y un infundio,bueno, entonces es posible que podamos llegar a algo. Quizá no. Pero quizásí.

-Dios mío, Dorey... ¿Sabe qué es lo que me está pidiendo?

-Que dejes de mentir.

-¿Estuvo usted antes en esté cuarto? -preguntó Kiley.

-Sí.

-¿Schecter también?

-¡Sí, maldición! ¿Y qué hay con eso?

-¿Yo estaba aquí? A eso es a lo que quiero llegar, Dorey. ¿Yo estaba aquí?

-¡No! -contesté yo, casi gritando.

-¿Entonces yo dónde estaba?

-¿Cómo demonios puedo yo saber dónde estabas?

-Está bien -dijo Kiley-. Está bien, Dorey. Entonces deme una oportunidad. Es loúnico que pido. Déjeme abrir esa puerta cerrada con llave. Yo lo inventé todo yyo hice esta llave. La tengo aquí en la mano -y la sostuvo para que yo la viese-.Déjeme usarla, Dorey. Permítame abrir la puerta. Permítame llevarlo alláafuera.

-¡No!

-¿Por qué?

-Porque eso que llamas llave no existe y porque no puedes abrir una puertacerrada con llave.

-Entonces yo...

Y, luego de decir esto, giró sobre los talones y se dirigió hacia la puertacerrada.

-¡Kiley! -y mi voz lo golpeó como si fuese un latigazo, lo cual era mi intención.Kiley vaciló y yo le dije bruscamente-: Kiley, da un solo paso más y llamo aSchecter y sus acomodadores.

Se volvió hacia mí, implorante:

-¿Por qué? ¿Por qué?

-Porque no hay afuera, Kiley. Porque tienes una personalidad retorcida,patológica. Ahora, por última vez, Kiley... ¿quieres reconocer que has estadofantaseando?

-No.

-Entonces tendrás que venir conmigo a ver al operador, Kiley. ¿Vendrás debuen grado o debo llamar a Schecter?

-¡Oh, Dios mío, Dorey! ¿No me quiere permitir que abra esa puerta, apenasuna rendija, para que vea el resplandor de la luz solar?

-No.

-Por favor... ¿tengo que pedírselo de rodillas, Dorey?

-No. ¿Llamo a los acomodadores o vienes pacíficamente?

-Iré con usted, Dorey -dijo Kiley, derrotado, con los hombros caídos, y sin la luzque tenía en los ojos.

Como quiera que sea, alguien contó lo que sucedía y en el vestíbulo habíagente que observaba silenciosamente cómo salíamos. Kiley gozaba de granaprecio y los únicos odiados eran Schecter y sus acomodadores. Yo llevé aKiley hasta la sala y a través de la sala hasta la escalera. Era la hora de lafunción para niños y aquel día se proyectaría una.serie de doce dibujosanimados de Bugs Bunny. Mientras pasábamos junto a la última fila, Kiley dijo:

-¿Por qué no puede usted pensar lo que afuera sería para ellos, Dorey?

-Sigues insistiendo. ¿Qué piensas decir al operador?

-La verdad.

-Sí, él te lo agradecerá.

En esté momento, nos encontrábamos junto a la salida de la cabina deloperador, muy por encima de la segunda fila de pullman. Nadie había entradojamás en la cabina. En cambio, lo que se hacía era apretar un botón y hablarmediante un tubo.

-Estoy muy ocupado ahora, Dorey... reuniendo películas de una nueva partedel mundo ¿sabes? Los travelogues de Fitzgerald. De manera que no tenemosdescubrimientos, sino exploraciones. Si pudieras esperar...

-Me temo que no, operador.

-¿Es urgente?

-Sí, operador.

-¿No podrías insinuarme el carácter de la emergencia, Dorey...?

-Se trata del joven Kitey.

-¿Tu protegido de la comisión?

-Sí, operador. Asegura haber abierto una puerta cerrada con llave.

-Por supuesto, le habrás dicho que las puertas cerradas con llave jamáspueden abrirse... y que ésa es la forma en que Dios hizo el mundo...

-Se lo dije.

-¡Caramba! Bueno, ve a mi oficina. ¿Lo tienes contigo?

-Sí.

-¿Es dócil?

-No va a crear ningún inconveniente, operador.

-Muy bien. Ve a mi oficina y espérame allí, Dorey.

-Sí, operador.

Llevé entonces a Kiley a su oficina. Ésta se encontraba situada en el mismopiso que la cabina de proyección pero en el extremo más alejado del cine.Penetramos y nos sentamos en los sillones de cuero, y mientras esperábamosllegó un acomodador que trajo rosetas de maíz, helados y café caliente. Era elmomento en que debía traer al operador su cena, y el operador había pedidoalgo más para Kiley y para mí.

Así era el operador, educado y considerado para todas las necesidades de losotros.

-¿Tienes miedo? -pregunté a Kiley. Después de todo, Kiley era apenas unchico y podía suponerse que tuviese miedo.

-No. Bueno, tal vez un poco.

-No debes tener miedo. El asunto está ahora en manos del operador.

-¿Qué me hará, Dorey?

-No lo sé, pero cualquier cosa que haga, será de toda justicia. Con el operadorpuedes estar seguro de que así ha de ser. Es muy sabio. Cuando toma unadecisión, es una decisión justa, por supuesto.

-Sí. creo que sí.

-No se trata de creer, Kiley. Puedes estar tranquilo. Con sólo que te quites de lacabeza esas fantasías.

Entonces entró el operador, y ambos nos pusimos de pie con respeto. Élagachó plácidamente la cabeza y nos pidió que nos sentásemos. Caminó haciaatrás de su enorme escritorio y se sentó en un gran sillón giratorio de la claseque usan los jueces en sus estrados.

-De modo que éste es el joven Kiley -dijo amablemente-. Un joven muysimpático. Yo conocí a tu padre, Kiley. Un hombre excelente. Sí, en realidad. Ya tu abuelo. Buenas personas, buena familia.

Después, dirigiéndose a mí, preguntó:

-¿Cuál es el problema, Dorey?

-Yo preferiría que el propio Kiley lo explicase.

-Explícalo, Kiley -dijo el operador.

-Sí, operador.

La voz de Kiley tembló ligeramente, pero eso no tenía nada de extraño cuandoalguien hablaba por primera vez con aquel hombre.

-Quiero explicarle que Dorey me permitió montar un pequeño taller en esecuarto que no se usa y que comunica con el vestíbulo. Yo hice un torno paracortar algunas piezas nuevas destinadas a las máquinas vendedoras. En elcuarto había una puerta cerrada con llave, y me pareció que se podría hacer enel torno una llave y abrir esa puerta.

-Estoy seguro de que no lo habrás pensado en serio -dijo el operador,interrumpiéndolo-. Tú sabes que las puertas cerradas nunca pueden abrirse.Así es el mundo, así es como Dios lo hizo.

-Me pareció que si hacía una llave, operador...

-¿Una llave? ¡Pobre Kiley! No hay llaves, no hay dragones, no hay unicornios yno hay magos. Dios ha ordenado su mundo de la mejor forma posible. Losmitos son para los niños.

-Yo hice la llave, abrí la puerta y salí al mundo, operador.

-¡No te excites, Kiley!

-Pero usted debe escucharme y creerme.

-¡Ah, sí! Te creemos, Kiley. Por supuesto que te creemos.

-¡Entonces usted me cree! Usted me cree.

-¡Oh, sí!

-Y usted sabe que todo lo que está aquí son sombras, sin sentido nisubstancia, y todo lo que es real y bello está afuera.

-Sí, Kiley.

-¿Y qué haremos? -preguntó Kiley con gran emoción-. ¿Saldremos de aquí?¿Hemos estado sólo esperando un tiempo, un momento... como si Dioshubiese de alargar una mano hacia abajo, tocarnos y abrir nuestros ojos?Entonces habría algún sentido para nuestra vida, ¿no es verdad? ¿En mi vida?¡Oh! Nunca imaginé semejante instrumento. Gracias, operador, gracias,gracias.

-De nada, Kiley -dijo suavemente el operador, al que yo observaba conasombro-. Mereces muchas cosas, y te serán concedidas. Ahora espera aquí

un momento. Dorey y yo tenemos que salir y hablar unas palabras en privadoal respecto de este suceso trascendental. ¿Entiendes?

Con lágrimas en los ojos, Kiley agachó la cabeza y luego me dijo:

-Créame, Dorey, yo no tengo nada contra usted. ¿Cómo podría saber? ¿Cómopodría alguien saber sin ver con sus propios ojos? Quiero decir, alguien que nosea el. operador. Él sabía, el lo supo inmediatamente. ¿No es así, señor?

-Inmediatamente -convino el operador.

-¡Que Dios lo bendiga! -exclamó Kiley-. Yo no se lo diría a alguien tan superiora mí, como lo es usted, pero lo debo decir. ¡Que Dios lo bendiga, operador!

-Gracias, muchacho. Ahora espera aquí tranquilo. Dorey, venga conmigo.

Todavía mudo y asombrado, seguí al operador al vestíbulo, adonde con unsusurro vivaz, me dijo:

-Quítate de la cara esa expresión estúpida; tú eres el. presidente.

-Pero yo pensé, operador...

-Ya sé lo que pensaste. Simplemente disimulé delante del pobre chico. Se hatrastornado y su mal es grave y contagioso. Como comprenderás, debe seraislado.

-¿Aislado?

-Sí, Dorey... aislado.

-¿Dónde?

-En el subsótano, Dorey. AIlá abajo, en la carbonera.

-¿Para siempre?

-Supongo que sí.

-¿No es posible curarlo?

-Tratándose de esta manía en particular, no,.Dorey. Es como un hombre quecree que ha visto la cara de Dios. La visión pasa a ser más que el hombre.

-Yo detesto hacerlo.

-¿Supones que a mí me gusta?

-¡Operador, no hay otra manera?

-Ninguna otra.

El operador volvió a su cabina y yo bajé a encontrarme con Schecter paracontarle lo que debíamos hacer. Schecter sonrió y se lamió los labios conplacer, y pueden creerme que yo habría sido capaz de matarlo allí mismo y enaquel mismo momento; pero el ser presidente entraña ciertas obligaciones queno hay manera de eludir. De modo que dejé a Schecter en paz y miré cara acara a Kiley cuando penetramos en la oficina del operador, y lo arresté,atándole las manos a la espalda.

-¡Dorey, no es posible que haga esto! -dijo gritando-. Ya oyó lo que me dijo eloperador.

-Esto lo hago por orden suya -repliqué estúpidamente.

-No. No, miente.

-No miento, Kiley. Que Dios me perdone, pero no miento.

-¿Cómo es posible que se desdiga de sus propias palabras?

-Estaba siguiéndote la corriente.

Kiley echó a llorar. Lo bajamos, de tertulia alta a tertulia intermedia y luego aplatea y al sótano. Fue una suerte para todos nosotros que el operador hubieseiniciado ya los travelogues de Fitzgerald, pues todo el mundo estaba en la sala.Así es la gente en este mundo. ¿Cómo puede un hombre vivir y no sentircuriosidad por el mundo en que vive? Con todo y con sentirme tan afligido porel destino de Kiley, también me irritaba algo que por culpa suya tuviera queperder el principio de la proyección. Sin embargo, el deber es el deber.

La carbonera ocupaba el cuarto nivel debajo de la platea, una parte delsubsuelo obscura y de techo bajo. Fue necesario levantar una gran palanca dehierro con bisagras, después de lo cual desatamos las manos de Kiley, leanudamos una cuerda en torno de la cintura y lo bajamos a la carbonera.

-¡Está allí! -me gritó-. Dorey, está allí. ¿Cree que podrá destruir esa verdaddestruyéndome a mí?

Y la palanca bajó con un fuerte sonido metálico. ¡Pobre Kiley!

Los insectos

La gente se enteró de la primera transmisión por varios medios. Aunque lasllamadas no identificadas por radio son bastante frecuentes y por lo común nose sujetan a una divulgación general de noticias -ya que son más o menosexcentricidades y a menudo obra de maniáticos-, no se las atiendecelosamente. Lo interesante de esta señal era que había sido repetida por lomenos dos docenas de veces y había sido captada en varias partes del mundoen diferentes idiomas: en ruso en Moscú, en chino en Pekín, en inglés en NewYork y en Londres, en sueco en Estocolmo. En todos estos lugares aparecía enla banda de alta frecuencia, en algo menos de veinticinco megaciclos.

Nosotros nos enteramos por Fred Goldman, jefe del salón de monitores de laNational Broadcasting Company, cuando él y su esposa cenaron con nosotrosa principios de mayo. Él presta atención a estas llamadas; escuchatransmisiones del mundo entero en media docena de idiomas, y le gustacomentarlas: un barco que pide auxilio y luego silencio y ni una palabra en laprensa, o una combinación de New Orleans tocando el último rock violento -sital cosa fuera posible- en Yarensk, en algún lugar de la tundra del norte deSiberia, o cualquier otro suceso de entre una docena de incongruentesacontecimientos diarios transmitidos por las ondas de radio de la Tierra. Peroesa noche estaba algo sofocado y pensativo, y cuando lo dio a conocer, estabamenos extraño que razonable.

-¿Sabén? -dijo-. Hoy ha habido una especie de lamento universal y nologramos identificarlo.

-¡Oh!

Mi esposa sirvió bebidas. Su propia esposa lo miró incisivamente, como si éstafuera la primera vez que oía hablar del asunto y le supiera mal verse colocadaa la par nuestra.

-Una buena señal, muy clara -dijo-. Alta frecuencia. Sin embargo, la voz esextraña... ¿Saben qué dijo?

Había allí otra pareja, los Dennison; él era un cirujano bastante bienconceptuado y ella hizo un intento más bien torpe por tomar el asunto con buenhumor. Yo trato de recordar cómo se llamaba esta mujer, pero su nombre noacude a mi memoria. Era rubia, bella y delgada, pero no muy inteligente; ella seingenió, sin embargo, para hacer volver a Fred al asunto, mas él se retrajo.Procuramos persuadirlo, pero cambió de tema y se convirtió en oyente. Hastamucho después de la cena no logré obligarlo a seguir hablando de ello.

-¿Acerca de la señal?

-¡Ah, sí!

-Te has vuelto muy sensible.

-No lo sé. Nada muy especial ni misterioso. La voz dijo: "Deben dejar dematamos".

-¿Eso únicamente?

-¿No te sorprende? -preguntó Fred.

-Ah, no... difícilmente. Tal como dijiste, es una especie de imploraciónuniversal. Yo podría mencionar por lo menos siete lugares del planeta dondeesas mismas palabras serían las más importantes que pudieran transmitirse.

-Supongo que así es. Pero no se originaban en ninguno de esos lugares.

-¿No? ¿Dónde, entonces?

-Esa es la cuestión -manifestó Fred Goldman-. Justamente ésa.

Así fue como yo me enteré del asunto. Me despreocupé, tal como supongo quehicieron muchos otros, y la verdad es que lo olvidé por completo. Dos semanasdespués pronuncié mi segunda conferencia de la serie Goddard Free, deHarvard. y durante el período destinado a consultas, un estudiante mepreguntó:

-¿Qué piensa usted, doctor Cornwall, de la cortina de silencio que elestablishment ha tendido sobre los mensajes de radio?

Cometí la ingenuidad de preguntar a qué mensajes se refería y una ristra decarcajadas me dio a entender que yo estaba fuera de la situación.

-"Deben dejar de matarnos" ¿No es eso, doctor Cornwall? -gritó el muchacho ysus palabras fueron saludadas con una ovación mayor que la que celebró lasmías-. ¿No es eso? "Deben dejar de matarnos". ¿Es eso?

Bebí después un coñac con el doctor Fleming, el decano, delante del hogar desu cómodo y acogedor estudio y me contó que la universidad hacía unaespecie de vigilancia del éter.

-Los muchachos no han causado mucha molestia, ¿verdad? -me preguntó.

Le aseguré que yo estaba de acuerdo con ellos.

-De una u otra manera, nosotros dos representamos al establishment, demanera que no quiero eludir el tema. ¿Pero no es ésa la señal que llega porradio? Un amigo mío me contó algo al respecto. ¿Se ha vuelto a captar?

-Actualmente, todos los días -dijo el decano-. Los muchachos lo han tomadocomo una especie de grito de combate.

-Pero no he visto nada en los diarios.

-¿Es curioso, no es cierto? -dijo Fleming-. Supongo que de una manera o deotra, Washington se ocupa de acallarlo, aunque no sospecho cuál sea la razón.

-El primer día no pudieron identificar el origen.

-Hemos hecho pruebas por nuestra cuenta, y hasta se han realizado mayoresesfuerzos en el Instituto Tecnológico de Massachusetts. Es bastantequejumbroso, ignoro cuál pueda ser el sentido. El estudiantado está muyenardecido con esta cuestión.

-Ya lo he advertido -convine.

Unos días después, en el almuerzo, mi esposa me informó que el día anteriorhabía comido con Rhoda Goldman. Este detalle cayó como una especie depequeña bomba lanzada con cuidado.

-Sigue -dije muy interesado.

-Vas a burlarte.

-Haz la prueba.

-Poseen algunos antecedentes acerca de esas señales allá en la estaciónreceptora. O creen tenerlos.

-¡Oh!

-Suponen conocer quién las está enviando.

-¡Gracias a Dios! Tal vez podamos impedir que sigan matándolos o contener aquien realiza la matanza. Es la queja más triste de que yo tengo noticia.

-No.

-¿No?

-Dije que no, que no podemos evitarlo -aclaró mi esposa muy en serio-, porqueson los insectos.

-¿Qué?

-Eso es lo que me ha dicho Rodha Goldman, los insectos.

Los insectos transmiten los mensajes.

-No tengo más remedio que reír -dije yo a mi vez.

-Sabía que lo harías -opinó mi mujer.

Yo he formado parte de cuatro de las comisiones especiales del alcalde, y aldía siguiente su asistente me llamó para preguntarme si estaría conforme enintegrar otra. Sin embargo, se.negó a aclararme el propósito, pero me dijo quetenía alguna relación con los mensajes de alta frecuencia.

-Sin duda usted ha oído hablar de ello -dijo el hombre.

Le aseguré que había oído hablar de ello y agregué que integraría la comisiónsólo por curiosidad. El día en que fui al centro de la ciudad para la reunión de lanueva comisión era el mismo en que el generar Carl de Hargod, el nuevo jefede estado, había llegado a New York para hablar durante un banquete en elWaldorf; y en aquel momento era recibido por el alcalde y un millar demanifestantes. Estos constituían un conglomerado de pacifistas y de hippies, ymarchaban de un lado a otro al frente del municipio, en silencio y portandoletreros que decían: "Usted debe impedir que nos sigan matando".

Llegué lo bastante temprano como para entrar antes de que empezasen lasceremonias de bienvenida, y cuando me uní a los demás integrantes de laflamante comisión, escuché un pedido de disculpas por la ausencia del alcaldey la promesa de que estaría con nosotros antes de media hora. Formabanparte de la comisión otras cinco personas, tres hombres y dos mujeres. Yoconocía a estas últimas, Kate Gordon, que era comisionada de salud pública yAlice Kinderman, que estaba vinculada con el museo de Historia Natural yacababa de ser nombrada asesora de la Dirección de Parques, y conocíatambién a uno de los hombres, Frank Meyers, abogado que tenía vinculacionesimportantes en Washington. Meyers me presentó a los demás, a Basehart, queera jefe del Departamento de Entomología en la enorme universidad de laciudad y a Krummer, del Departamento de Agricultura de Washington.

La presencia del entomólogo incentivó mi incredulidad, y cuando Meyers mepreguntó si conocía el motivo de aquella reunión, contesté que sabíaúnicamente que tenía algo que ver con las señales de radio.

-Lo curioso es que sabemos quiénes las transmiten.

-Qué es lo que las transmite -corrigió Alice Kinderman-. La idea de quiénes esun poco inquietante.

-Yo no lo creo -dije-. Me inclino hacia los comunistas.

-Hemos estado matando muchos comunistas -convino Basehart con aquellacuriosa indiferencia propia de un sabio-. Puedo asegurar que no me gusta elasunto. Bueno, a nadie le hace gracia que lo maten, ¿verdad? Esta vez, sinembargo, son los insectos.

-¡Cuentos! -exclamó Kate Gordon.

Conversamos luego en calma, tal como debía esperarse de seis hombres ymujeres civilizados y de mediana edad, como éramos, y si entre nosotros huboquienes dudaron, Basehart se encargó de convencerlos. Me convenció a mí.

Era un hombre pequeño, de nariz larga, dotado de unos ojos de color azuleléctrico, y cuya sonrisa emocionaba. Cualquiera podía advertir que lo ocurrido,en cuanto a él concernía. era lo más maravilloso y excitante sucedido algunavez, y, tal como lo explicaba, lo absurdo desaparecía y se afirmaba loinevitable. Nos convenció de que en todo momento había sido inevitable. Loúnico que no pudo conseguir era que compartiésemos su entusiasmo.

-¡Es tan lógico! -aseguró-. El insecto no es una realidad en sí mismo. sino unfragmento. La realidad es la colmena. Los insectos no piensan en los términosnuestros; no tienen cerebros. En el mejor de los casos, tienen algo que podríaconsiderarse como uno de esos circuitos impresos que hacemos para lasradios fabricadas en serie. Son células, no órganos. ¿Pero piensa la colmena?¿Piensa el enjambre? ¿Piensa la ciudad de los insectos? Ése es el interroganteal que nunca hemos podido responder satisfactoriamente. ¿Y qué puededecirse del superenjambre? Siempre hemos sabido que se comunican entresí.y con el enjambre o con la colmena, ¿Pero cómo? ¿Por radio? Ciertamentealguna especie de onda, ¿y por qué no de alta frecuencia?

-¿Energía? -preguntó alguien.

-Energía. ¡Dios mío! ¿Alguien tiene una noción de cuántos existen? Sólo deespecies hay más de medio millón. En cuanto a los individuos, está fuera denuestro alcance calcularlo. Podrían generar cualquier energía requerida.Cumplir cualquier tarea... si, por supuesto, se juntan en una supercolmena o unsuperenjambre teórico y adquieren conciencia de sí mismos. Y parece que asíha ocurrido. ¿Saben? Nosotros siempre los hemos matado, pero tal vez ahorasean ellos demasiados. Tienen un enorme instinto de supervivencia.

-Y al parecer nosotros, en algún lugar del camino, hemos perdido el nuestro,¿no es así? -pregunté.

El alcalde tenía demasiadas obligaciones, demasiados problemas en unaciudad a la cual le faltaba poco para ser ingobernable, y resultó difícil precisarla seriedad con que tomó el ruego de los insectos. Quienes militan en la vidapública tienden a mantenerse a la defensiva en cuestiones de esta clase.Tantas veces había pronunciado yo conferencias sobre cuestiones de ecologíasocial, que por fuerza debía conocer lo difícil que es inducir a los dirigentespolíticos a meditar en la posibilidad de que, sencillamente, lo que hacemostodos sea cerrarnos el paso hacia un futuro viable.

-Hemos tenido que detener a más de un centenar de pacifistas -dijo el alcaldecon cansancio- la mayoría de ellos pertenecientes a buenas familias, lo cualsignifica que no podré dormir esta noche y dado que sólo dispuse de una o doshoras anoche, creo que ustedes comprenderán mi resistencia, señoras ycaballeros, a acalorarme por mensajes enviados por insectos. Lo admito sóloporque el Departamento de Agricultura insiste en que así haga, y por lo tantopido a ustedes que se avengan a servir en este comité especial y a redactar uninforme al respecto. Estamos destinando cinco mil dólares para trabajos deoficina y la Fundación Ford nos ha prometido cooperación plena.

El alcalde no pudo seguir acompañándonos, pero dedicamos otra media hora acomentar el asunto y ponernos de acuerdo para una nueva reunión, luego de locual salimos separadamente.

La creencia en lo absurdo no es muy tenaz, y pienso que más o menos en elmomento en que se terminó la reunión, habíamos arrojado sobre los insectosuna cubierta muy sólida de duda. Dadas las muchas premuras, al llegar la horade la cena yo me había olvidado del asunto; mi mujer me preguntó entoncescon expresión petulante:

-Bien, Alan, ¿qué te propones hacer acerca de los insectos?

Como yo no le contesté inmediatamente, ella me informó que en la tarde habíamantenido una conversación con su hermana, Dorothy, de Upper Montclair, yque ellas tomaban el asunto muy en serio. Más aún, el hijo de Dorothy, unestudiante aventajado del Instituto Tecnológico de Massachusetts, que seespecializaba en física, había trabajado en la electrónica -o la física, ella noestaba muy segura- que sustentaba la cuestión de las señales de altafrecuencia.

-Es un joven inteligente -dije.

-Y el tuyo es un comentarlo muy esclarecedor.

-Bien, el alcalde ha formado una comisión. Yo tengo el honor de pertenecer aella.

-Eso es lo que más me gusta de nuestro apuesto alcalde -dijo Jane-. Nombracomisiones para cualquier cosa, ¿no es cierto? Estoy segura de que ahoratiene la conciencia tranquila...

-¡Cielo Santo! -dije yo-. ¿También de esto tiene que tener conciencia?

Nunca terminé mi defensa de! pobre hombre acosado. Sonó el teléfono. EraBert Clogmann, uno de los directores del New York Times, a quien algoconocía y quien me informó que habían decidido publicar la noticia en laedición de la mañana, dado que ya había aparecido en Londres y en Roma, yme preguntaba si podría explicarle algo respecto de la comisión.

Le expliqué lo relativo a ella, y luego le pregunté qué pensaba.

-¿Si lo creo? -dijo Clogmann-. Bueno, gracias al cielo no necesito incluir miopinión en el artículo. Al parecer existen antecedentes suficientes para quepodamos citar juicios de personas eminentes, y los rusos lo están tomando tanen serio como para promover la cuestión en la UN. La semana que viene.Además, los pequeños canallas se han devorado mil setecientas hectáreas detrigo en la parte oriental de Nebraska. Como quien silva en una caña. Tal vezeso sea una simple coincidencia.

-¿Qué pequeños canallas?

-Las langostas.

-Bueno, ¿acaso no se trata de un asunto muy antiguo, es decir, que siemprehan devorado algo en un sitio u otro?

Pero no conseguí que Clogmann comprometiese opinión al respecto. Siempretuvo la sensación de que la suya era la opinión del Times, por así decir, y fuemuy reticente, pero sin que eso lo diferenciase de casi todos sus colegas. Elloera demasiado grande para esforzarse en creerlo.

-Si estás en una comisión -dijo mi esposa-, entonces tienes que creerlo.

-Yo creo que parte de la labor de esa comisión es comprobar la validez delasunto en sí.

-¿Lo cree alguno de los.miembros?

-Tal vez Basehart. Es entomólogo.

-Yo me siento tonta -dijo mi mujer, sonriendo-, pero he observado insectosacuáticos. Son tan enormes y tan espantosos de todas maneras... quiero decirque ni siquiera se resienten de que los maten. ¡Pero qué idea más horrible!Nosotros damos por sentado que cuanto no sea humano no protesta si se lomata.

En nuestra primera reunión oficial de la comisión, Krummer, el hombre delDepartamento de Agricultura. habló sobre el mismo tema, pero se expresó enforma un tanto ofensiva acerca de los humanistas. Luego de esbozar el nuevoprograma que habían preparado en Washington, una campaña de tres puntas,como él dijo, los insecticidas, el gas venenoso y las radiaciones, se ocupó de laposición de aquellas personas sensibles que aseguraban que nosotros tal vezmatamos con excesiva facilidad.

-¿Puede alguien imaginar el desastre que sufriría la humanidad si se permitieselibre acción a los insectos? Hambre mundial, para no mencionar enfermedades,y la desazón consiguiente.

De aquí pasó a trazar un cuadro bastante terrible, a lo cual solamente se opusoBasehart, y aun éste en forma suave. Basehart destacó que el hombre habíaexistido antes que los insecticidas y se alimentó perfectamente bien.

-Hay un equilibrio natural en esta clase de cosas, una totalidad ecológica. Losinsectos se comen unos a otros, las aves comen insectos y ciertos animalescontribuyen a su vez, y hasta la naturaleza de un modo misterioso restringe loque se exceda en un sentido u otro. Pero hemos matado a las aves sinmisericordia y ahora estamos tratando de matar a los insectos, y seguimosquitando partes de ese ciclo ecológico, y quién sabe adónde nos conducirá.

Pero el hecho principal presentado a la comisión fue que los mensajes de altafrecuencia habían cesado, y una vez que se detenía esa manifestación visiblede un deseo tan natural como el de la supervivencia, los partidarios de la dudacomenzaron a ejercer su dominio y se dedicaron a demostrar que el públicohabía sido burlado. Dado que fuera del simple hecho aislado de la devastaciónen Nebraska, no se había advertido cambio alguno en la conducta de losinsectos en ningún lugar del planeta, la idea de que se trataba de una burlaencontró asidero muy fácilmente. Nombramos a Frank Meyers, para queformase una especie de comisión de un único integrante para que investigaralos pros y los contras del asunto y dentro de las dos semanas presentara uninforme.

-Esto -expliqué a mi esposa- es la forma normal de proceder en las comisiones;no encontrar, sino perder. Perderemos de vista esta crisis muy pronto.

-Dentro de dos semanas tenemos que partir para Vermont -me hizo notar miesposa.

-Nos quedaremos aquí todo el verano -le aseguré-. También ésa es la formanormal en que operan las comisiones.

Cuando nos reunimos nuevamente dos semanas después, tanto Krummercomo Meyers se expresaron de modo tranquilizador.

Con gran deleite, Krummer nos contó que el Pentágono había unido susfuerzas con las del Departamento de Agricultura para fabricar un insecticida tanmortífero que un solo cuarto de galón de ese producto, en forma de lloviznafina, mataría cualquier insecto en la superficie de una milla cuadrada. Sinembargo, era tan mortífero para animales como para seres humanos,inconveniente que ellos esperaban salvar muy pronto. Pero Meyers opinó quela cuestión no debía preocupar mayormente.

-Los de la C.I.A. -explicó- están más o menos conformes en que los rusos sonlos responsables de las transmisiones. Tienen por doquier aparatos secretos yes parte de su plan general sembrar el temor y la discordia en el mundo libre.Más aún, sabedores de que ellos mismos lo han hecho público, Pravda publicóayer un largo artículo en el cual nos culpan a nosotros. También me heentrevistado con veintitrés de los principales naturalistas, y todos, excepto uno,están de acuerdo en que el concepto de una inteligencia colectiva de losinsectos al nivel de la inteligencia del hombre es absurdo.

-Por supuesto; nuestra labor no será un desperdicio -dijo Krummer-. Me refieroa que un nuevo insecticida valdrá la que pese en oro, y dado que en su formapresente mata hombres con la misma facilidad que insectos, supone agregararmas secretas a nuestro arsenal. Es un ejemplo excelente de la forma en quelas diversas ciencias tienden a superponerse, y creo que podemos darle labienvenida como parte vital de la forma norteamericana de vivir.

-¿Quién fue el hombre de ciencia que no estuvo de acuerdo? -pregunté.

-Basehart -dijo Meyers.

Basehart sonrió modestamente y respondió:

-Yo no creo que deba tomárseme en cuenta, ya que soy miembro de lacomisión. Lo cual hace que la opinión científica sea unánime. O por la menos,creo que así es como debe consignarse este asunto.

-¿Todavía cree que eran los insectos? -preguntó la señora Kinderman.

-¡Ah, sí! Ciertamente, sí.

-¿Por qué?

-Sólo porque es lógico y emocionante -dijo Basehart-, y ustedes saben que losrusos son tan desesperadamente melancólicos y faltos de imaginación, quejamás se les ocurriría pensar semejante cosa, ni aunque pasase un millón deaños.

-¡Pero una inteligencia colectiva! -objeté yo-. Me desagrada la palabra absurdo,pero podría decir que esto es bastante increíble.

-Nada de eso -replicó Basehart, casi como si pidiera perdón-. Es un conceptomuy familiar entre los entomólogos, y desde hace varias generaciones se vienehablando de ello. Reconoceré que lo utilizamos pragmáticamente cuando nosfaltan explicaciones más aceptables, ¡pero es tanto lo relativo a insectos dehábitos sociales que no concuerda con ninguna otra explicación! Naturalmente,aquí tratamos de.una inteligencia mucho más desarrollada y compleja; pero¿quién dirá que ésta no sea una línea de evolución absolutamente legítima?Somos como niños en nuestro entendimiento de la forma en que procede laevolución, y en cuanto a su propósito, bueno... ni siquiera hemos empezado ainvestigar.

-¡Oh, vamos! -dijo Kate Gordon, o tal vez, para describirlo mejor, debería decirque lo bufó-, está poniéndose decididamente teleológico, doctor Basehart, yentre hombres de ciencia creo que esto no tiene defensa.

-¡Oh! -pero por lo visto, Basehart no deseaba discutir-. Tal vez. Sin embargo,algunos de nosotros no podemos menos que ser siquiera un poco teleológicos.No siempre nos sobreponemos a la educación religiosa de nuestra niñez.

-Intelectualmente, se la debe superar -dijo muy relamida Kate Gordon.

-Basehart -dije yo-, supongamos que debamos aceptar esa inteligencia, nocomo una realidad, sino como un tema de discusión. ¿Deberíamos tenermotivo para temerla? ¿Tendría que ser maligna?

-¿Maligna? ¡Ah! No... absolutamente, no. Nunca ha sido ése el concepto queyo tengo de la inteligencia. El mal es mediocre y más bien estúpido. No, lasabiduría no es maligna, todo lo contrario. Pero, tengamos o no que temerlos...

bueno, me refiero a que no hemos aportado ninguna explicación satisfactoria.Yo no quiero decir nosotros, los de esta comisión. Hablo de la humanidad. Lahumanidad sólo avanzó en dos direcciones, en la de convencerse de que unainteligencia de insectos no existía y en la de fabricar un nuevo insecticida. Perolo que ellos nos piden es que no sigamos matándolos. ¿Qué van a hacer ellos?

-Vamos, vamos -dijo Meyers riendo- ¿no estamos jugando demasiado bieneste juego? Hemos formado una comisión de ciudadanos sinceros einteresados, y no me parece que hayamos solucionado el problema. Yopropongo que pasemos a cuarto intermedio hasta el mes de septiembre.

La moción fue aprobada y puesta en práctica.

Mientras nos dirigíamos a nuestra propiedad veraniega de Vermont, mi mujer,Jane, me dijo un tanto entristecida:

-Si nuestro hijo estuviese vivo, yo no dormiría demasiado bien. ¿Sabes unacosa? Hace tres años que murió, y me parece que hubiera sido ayer.

-Vamos a iniciar unas vacaciones para descansar -le dije-, y no soporto estaclase de humor.

-Se trata sencillamente de que a veces dejo de preocuparme. ¿Eso será partedel envejecimiento?

-Nos seguimos preocupando -respondí vivazmente. Pero entendíaperfectamente lo que ella quería decir.

Nuestra propiedad de veraneo está situada en un valle aislado y maravilloso detierra adentro, al igual que tantos otros valles de tierras altas en Vermont, llenosde días soleados y noches frescas, y con un cielo estrellado sobre los verdespliegues del terreno. Es un lugar donde las horas avanzan de diferente maneray luego de estar allí un tiempo nosotros avanzamos con el ritmo del lugar.

De cuando en cuando teníamos compañía, pero no con demasiada frecuenciani demasiado numerosa y sobre todo los fines de semana. El pueblo estaba adiez kilómetros, por un camino de tierra, y a algo más de treinta kilómetros deallí se encontraba una colonia de artistas de magnitud bastante respetable,donde funcionaban una orquesta sinfónica y un teatro, ambos de verano, ysiempre había muchos con quienes hablar si nos sentíamos solos en nuestracasa. Pero íbamos poco, dos o tres veces por verano y raramente nossentíamos tristes o solitarios en la forma en que suele entenderse la soledad.Siguiendo nuestro mismo camino, a más o menos un kilómetro y medio, vivíanuestro vecino más cercano, un hombre viudo llamado Glenn Olson, que en elverano preparaba miel y en el invierno jarabe de arce. Ambos eran deliciosos.Los arces que tenía en su casa eran viejos y fuertes y las abejas trabajabanentre las flores silvestres del terreno de pastoreo abandonado.

Tenía intención de visitarlo tanto por la miel como por el jarabe, pero veníadifiriendo la visita de día en día. Hasta entonces, nada fue muy diferente,únicamente los días calurosos del verano, y las aves y los insectos quezumbaban indolentemente en el aire cálido. Podríamos haber olvidado todoaquello con sólo que hubiésemos sido poco crédulos, pero de alguna manerahabía en ambos un pequeño esbozo de creencia. Recibimos una tarjeta postalde Basehart, que se encontraba en las islas Virgenes, donde estabacatalogando especies y tipos de insectos. La tarjeta terminaba con unadespedida un tanto sentimental. Ni mi esposa ni yo lo notamos, porque comohe dicho, poseíamos una pequeña facultad capaz de creer.

Por supuesto, entonces, hacia el principio del verano, las ciudades morían.

Ha habido muchas especulaciones acerca de insectos y lo que podrían hacer sifuesen como algunos pensaban. Se escribieron artículos, se imprimieron librosapresuradamente y hasta se proyectaron películas. Hubo pesadillas acerca desuperinsectos, ejércitos de hormigas, demonios alados; pero nadie aceptaba lasimple sencillez del hecho. Los insectos, ante todo, se desplazabansimplemente contra las ciudades. Al parecer, una inteligencia única regía todoslos movimientos de los insectos, y que millones de personas perecieran nosignificó nada que alterase la supervivencia de la inteligencia. Llenaron losacueductos y detuvieron la circulación del agua. Pusieron en corto circuito loscables y cesó el fluir de la electricidad. Consumieron la comida que había enlas ciudades y millones de ellos se lanzaron sobre las provisiones que llegaban.Obstruyeron las cloacas y diseminaron enfermedades y las ciudades murieron.Los insectos murieron en millares de millones, pero esta vez ya no fuenecesario matarlos. Ellos mismos se impusieron la muerte, y las ciudadesulcerosas, atacadas de malarias y acosadas por plagas murieron junto conellos.

Primero vimos en!a televisión cómo esto sucedía, pero la televisióndesapareció muy pronto. Poseemos una torre retransmisora. pero ésta dejó defuncionar a los tres días de iniciarse el ataque contra las ciudades; el cuadrofue luego tan terrible como para perder el sentido y unos pocos días despuésdesapareció. Entonces escuchamos radio hasta que la radio también se acalló.Quedaba el valle como si jamás hubiera existido, el silencio y los insectospendientes en el aire caluroso, a la luz del sol, y en la obscuridad de lasnoches.

Mi propia idea fue ir en el auto a la ciudad, y día a día tuve la sensación de quedebía hacerlo, pero mi esposa me lo impidió. Su temor de abandonar nuestracasa para ir a la ciudad era tan grande que hasta que el alimento comenzó aescasear, no estuvo de acuerdo en que yo fuese, ni aun acompañado por ella.Nuestro teléfono había dejado de funcionar mucho tiempo atrás, y después dedías de no ver un avión por el cielo me di cuenta de que los aviones ya novolaban. Finalmente, yendo en el auto a la ciudad, nos detuvimos en la casa deGlenn Olson para preguntarle si él sabía cómo estaba el pueblo, y paracomprar tal vez algo de miel y jarabe. Lo encontramos muerto en su dormitorio;no muerto desde mucho antes, tal vez sólo desde el día anterior. Había sidopicado en un antebrazo tres veces mientras dormía. Mi mujer, que en un

tiempo fue enfermera. explicó el proceso mediante el cual tres pinchazosconsecutivos de abeja bastarían para matar a un hombre. El aire estaba llenode abejas que zumbaban, trabajaban y volaban.

-Creo que volveremos a casa -dije.

-No podemos dejarlo así.

-Podemos -dije, pensando. que millones de otros seres estaban igual que él.

Olson tenía una alacena bien provista. Llené algunas bolsas con mercaderíasen lata, harina, habas, miel en tarros y jarabe de arce, y llevé todo al auto,mientras Jane se quedaba en la casa. Luego cubrí el cadáver de Olson conuna frazada y tomé a Jane de un brazo.

-No quiero ir allí -dijo.

-Bueno, debes saber que no tenemos otra solución. Aquí no podemosquedarnos.

-Tengo miedo.

-Pero no podemos quedarnos aquí.

Finalmente la convencí y fuimos al auto. Tenía los brazos cubiertos y sosteníauna toalla sobre la cara, pero las abejas no hicieron caso de nosotros. En elauto levantamos las ventanillas y volvimos a nuestra casa de verano, a la cualentramos casi corriendo.

Sin embargo, me sobrepuse al pánico y resistí la tentación de cubrirme contelas de mosquitero. Hablé con Jane y finalmente la convencí de que aquellono era algo que pudiera evitarse o contra lo cual fuera posible tomar medidas.Era como el viento, la lluvia, la salida y la puesta del sol. Sucedía y nada quehiciésemos lo alteraría.

-Alan, ¿le ocurrirá a todo el mundo? -me preguntó-. ¿Será así en el mundoentero?

-No sé.

-¿Qué beneficio aportaría a ellos el que esto alcance a todo el mundo?

-No querría vivir si le sucediese a todos.

-No es cuestión de la que nosotros queramos. Es la forma en que las cosas sepresentan. Sólo podemos vivir con esto tal como es.

Sin embargo, cuando volví al automóvil para recoger las provisiones quehabíamos tomado de la casa de Olson, tuve que apelar a cuanto coraje yfuerza poseía.

Las cosas fueron algo mejor al día siguiente, y al tercer día pude inducir a Janea que saliese de la casa conmigo para caminar un rato.. Al principio se negó,pero al cabo de poco su temor comenzó a desaparecer y entonces,paulatinamente, aquello se convirtió en algo con lo cual se vive, como supongoque todo puede convertirse. La semana siguiente yo me senté a escribir esterelato. He estado trabajando en él tres días. Ayer una abeja se posó en eldorso de mi mano, una abeja obrera zumbadora, escandalosa y grande.Sostuve la mano con firmeza. miré a la abeja y la abeja me devolvió la mirada.

Entonces se alejó volando, y tuve una sensación de que todo había sucedido yde que lo pasado no se repetiría. Pero cómo lo recibiríamos y cómovolveríamos a acomodarnos a la vida, yo no lo sé. Anoche hablé de ello con miesposa.

-¡Ojalá que Basehart esté vivo y bien! -dijo-. Me gustaría volver a verlo.

Lo cual resultó bastante curioso, dado que lo único que ella sabía al respectode Basehart era lo que yo le había contado.

Después se echó a llorar. No era mujer que llorase mucho y pronto se enjugólas lágrimas y se dedicó a coser no sé qué cosa que había dejado abandonadasemanas antes. Encendí la pipa. Fue lo último que hice aquel día. Estábamossentados y en silencio cuando obscureció.

Encendí nuestra pequeña lámpara de kerosene y ella me djjo:

-Más pronto o más tarde tendremos que ir al pueblo, ¿no es verdad?

-Más pronto o más tarde -le dije.

FIN