emily 01 - la sirena accidental

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LIZ KESSLER EMILY, la sirena accidental Traducción de Rita da Costa 1

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LIZ KESSLER

EMILY,la sirena

accidentalTraducción de Rita da Costa

1

A Frankie, Lucy y Emily.

Y a papá.

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Venid, queridos niños, partamos sin demora;

os guiaré hasta lo más profundo del mar.

Ahora que los míos me llaman desde la bahía;

ahora que los grandes vientos soplan hacia la costa;

ahora que las mareas de sal fluyen mar adentro;

ahora que los blancos caballos salvajes juegan,

saltan y retozan entre la espuma de las olas.

Partamos sin demora, niños queridos. ¡Venid, venid!

El tritón abandonado

MATTHEW ARNOLD

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1

¿Sabéis guardar un secreto?

Ya sé que todo el mundo tiene secretos, pero el mío es distinto. Un poco raro. A veces tengo pesadillas en las que me descubren y me encierran en un zoo o en el laboratorio de un científico.

Todo empezó en primero de instituto, cuando fui por primera vez a clase de natación. Era la tarde del primer miércoles del curso, y a mí me hacía mucha ilusión eso de aprender a nadar. Mamá detesta el agua y siempre cambiaba de tema cuando le preguntaba por qué no me dejaba ir a la piscina.

—¡Pero si vivimos en un barco! —le decía—. ¡Estamos rodeadas de agua!

—No me vengas con pamplinas —replicaba—. ¿Pero tú te has fijado en lo contaminado que está el mar? Ya sabes lo que ocurre cada vez que pasan por aquí esos barcos cargados de turistas. Anda, déjalo ya y ven a ayudarme con las verduras.

Con deciros que me mantuvo apartada de las clases de natación durante toda la primaria... ¡hasta llegó a decir que era malo para la salud!

—Todos esos cuerpos mezclados en el agua... —decía, estremeciéndose—. Que no, que no. Quítatelo de la cabeza.

Y no había más que hablar. Hasta que en el verano del año en que empecé a ir al instituto al fin dio su brazo a torcer.

—Vale, vale —suspiró—. Me rindo. Pero ni se te ocurra intentar convencerme para que me meta en el agua contigo.

Yo nunca me había bañado en el mar. La verdad es que nunca me había bañado en absoluto, pero no vayáis a pensar que voy sucia ni nada por el estilo, porque me ducho todas las noches. Lo que pasa es que en el barco no hay sitio para una bañera, así que nunca había estado totalmente sumergida en el agua.

Hasta la tarde de aquel primer miércoles de clase.

Mamá me compró una mochila nueva para el traje de baño y la toalla. A un lado, tenía el dibujo de una chica haciendo crol. Miré el dibujo y soñé con ganar carreras olímpicas llevando un traje de Speedo y unas gafas negras como aquella chica.

Pero las cosas no pasaron exactamente como había previsto.

Cuando llegamos a la piscina, un hombre con pantalón corto blanco y camiseta roja que llevaba un silbato al cuello mandó a las chicas a una habitación y a los chicos a otra.

Yo me cambié rápidamente en un rincón del vestuario. No quería que nadie viera mi cuerpo flacucho. Veréis, mis piernas son como dos palillos, y normalmente las tengo cubiertas de heridas y rasguños de tanto subir y bajar del Rey de los Mares. Así se llama nuestro barco. La verdad es que el nombre le viene un poco grande para ser un pequeño velero con los cabos mohosos, la pintura desconchada

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y unas literas tan estrechas como el canto de una moneda, pero qué se le va a hacer. Por lo general le llamamos el Rey a secas.

Julie Crossens me sonrió mientras guardaba su ropa en la taquilla.

—Me gusta tu bañador —comentó. Mi bañador era de lo más sencillo, negro con una raya blanca en medio.

—Pues a mí me gusta tu gorro. —Le devolví la sonrisa.

Julie forcejeaba con el pelo para que no asomara por fuera de su ajustado gorro rosa. Yo me metí la cola de caballo por dentro del mío. Casi siempre llevo el pelo suelto, pero aquel día mamá me había hecho recogerlo en una cola. Lo tengo castaño claro, y entonces lo llevaba más bien corto, pero ahora me lo estoy dejando crecer. Ya me llega más abajo de los hombros.

A veces Julie y yo nos sentamos juntas, pero no se puede decir que seamos amigas íntimas. Sharon Matterson era mi mejor amiga, pero se fue al Nuestra Señora. Yo voy al Brightport High. Julie es la única chica con la que me llevo lo bastante bien como para tenerla de mejor amiga, aunque creo que ella prefiere a Mandy Rushton. Siempre están juntas durante el recreo.

No es que me importe, o al menos no mucho. A no ser cuando no encuentro el comedor o alguna de las aulas. Estaría bien tener a alguien con quien perderse. ¡El Brightport High es casi diez veces más grande que mi antiguo colegio! Es como un enorme laberinto con millones de chicos y chicas, y todos parecen saber lo que hacen.

—¿Te vienes, Julie?

Mandy Rushton se interponía entre nosotras, dándome la espalda. Me miró de reojo y luego susurró algo al oído de Julie y soltó una carcajada. A continuación se fueron, y Julie pasó por delante de mí con la mirada baja.

Mandy vive en el muelle, como yo. Sus padres regentan un salón recreativo y tienen un piso por encima del local. Nos llevábamos bastante bien hasta el año pasado, cuando sin querer le dije a mamá que Mandy me había enseñado a jugar sin dinero en las máquinas tragaperras. No era mi intención meterla en un lío, pero desde entonces... bueno, digamos que no soy lo que se dice bienvenida en el salón recreativo. De hecho, Mandy no ha vuelto a dirigirme la palabra.

Y ahora resultaba que habíamos ido a parar a la misma clase. Genial. Como si no fuera bastante duro tener que empezar desde cero en un instituto del tamaño de una ciudad.

Terminé de cambiarme a solas.

—A ver, escuchad, los de séptimo C —dijo el hombre del silbato. Nos había dicho que podíamos llamarle Bob—: ¿Alguno de vosotros se siente lo bastante seguro para nadar por su cuenta?

— ¡Pues claro que sí, no somos bebés! —dijo Mandy entre dientes.

Bob se volvió hacia ella.

—Muy bien. ¿Qué tal si empezamos por ti? Veamos qué tal lo haces.

Mandy avanzó hasta el borde de la piscina y se metió el pulgar en la boca.

— ¡Pobre de mí, soy un bebé y no sé nadar!

Entonces se dejó caer de lado y, sin quitarse el dedo de la boca, fingió hundirse en el agua. Luego se deslizó por la superficie, chapoteando a lo perro,

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hasta el otro lado de la piscina.

Para cuando llegó al otro lado, la mitad de clase se estaba tronchando de risa.

Pero Bob no. Se había puesto como un tomate.

— ¿Te parece gracioso? ¡Sal del agua ahora mismo! —gritó. Mandy se aupó hasta el borde de la piscina y, con una sonrisa de oreja a oreja, hizo una reverencia ante la clase.

— ¡Será posible! —soltó Bob mientras le tendía una toalla—. Ahora te vas a quedar ahí sentada mirando.

— ¿Qué? —A Mandy se le borró la sonrisa de la cara—. ¡Eso no es justo! ¿Qué he hecho yo?

Bob le dio la espalda.

—Bien, volvamos a empezar. ¿Quién se siente capaz de nadar por su cuenta sin jugarse el tipo y, por supuesto, sin hacer el payaso?

Casi tres cuartas partes de la clase alzaron la mano. Yo me moría de ganas de meterme en el agua, pero no me atreví a levantar el brazo. No después de lo que había pasado.

—De acuerdo —asintió Bob—. Podéis ir entrando si queréis, pero recordad: sólo os quiero ver en la parte menos profunda.

Luego se volvió hacia el resto de los alumnos, que estábamos en fila y temblando junto a la piscina.

—Mientras tanto, empezaré con vosotros.

Tan pronto como nos dio la espalda, no pude contenerme y... ¡me colé en el grupo de los que rodeaban la piscina para tirarse por la parte menos profunda! Yo nunca había nadado en toda mi vida, así que aquello fue un disparate, pero por extraño que parezca, sabía que podía hacerlo. Además, el agua tenía un aspecto irresistible, tranquila y serena como si contuviera el aliento a la espera de que alguien se zambullera en ella y le hiciera cobrar vida entre ondas y chapoteos.

Había que bajar cinco grandes escalones para meterse en el agua. Puse un pie en el primer escalón y el agua tibia me hizo cosquillas en los dedos. Otro paso más y el agua me cubrió las rodillas. Dos más y me deslicé sobre la superficie.

Hundí la cabeza debajo del agua y abrí los brazos, estirándolos hacia los lados. Mientras contenía la respiración y me hundía un poco más, el silencio del agua me envolvía y me llamaba, tirando de mi cuerpo en medio de aquella quietud aterciopelada. Me sentí como si hubiera encontrado un nuevo hogar.

— ¡Así se hace, sí señor! —exclamó Bob cuando volví a la superficie para respirar—. ¡Ni que llevaras toda la vida nadando!

Luego se volvió hacia los demás, que me miraban boquiabiertos, sin dar crédito a sus ojos. Mandy me fulminó con la mirada cuando Bob dijo:

—Así es como me gustaría veros a todos nadando cuando se acabe el trimestre.

Y entonces ocurrió.

Allí estaba yo, tan ricamente, deslizándome por la superficie con la agilidad de un pez, cuando de pronto las piernas se me quedaron agarrotadas. Fue como si

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alguien las hubiera pegado una a la otra y me hubiera atado las espinillas. Intenté sonreír mientras chapoteaba hacia el borde de la piscina, pero las piernas se me habían transformado en una losa de piedra. No notaba las rodillas, ni los pies, ni los dedos de los pies. ¿Qué me estaba pasando?

Un segundo después, me hundí casi del todo y solté un grito. Bob se lanzó a la piscina con pantalones cortos y camiseta, vino nadando hasta mí.

—Mis piernas —dije, jadeando—. ¡No me las noto!

Bob me sujetó la barbilla con su gran mano y me arrastró hasta el borde de la piscina nadando de espaldas.

—No te preocupes —dijo, mirando hacia atrás mientras nadaba—. No es más que un calambre. Eso puede pasarle a cualquiera.

Alcanzamos los grandes escalones del borde de la piscina y nos sentamos en el más alto de todos. En cuanto salí del agua, aquella extraña sensación empezó a desaparecer.

—A ver, echemos un vistazo a esas piernas —dijo Bob, llevándome en brazos hasta el borde de la piscina—. ¿Puedes levantar la izquierda?

Lo hice.

— ¿Y la derecha?

También la moví sin problemas.

— ¿Te duele?

—Ya no —contesté.

—Bien, pues no ha sido más que una rampa. ¿Por qué no te quedas aquí descansando un poco? Cuando te sientas recuperada, puedes volver a meterte en el agua.

Asentí y él volvió con los demás.

Pero yo había sentido algo que él no había visto. Y había visto algo que él no había sentido. No tenía ni idea de lo que podía ser, pero de algo estaba segura: no pensaba volver a meterme en aquella piscina ni por todo el oro del mundo.

Estuve mucho rato sentada en el borde. Todos los demás acabaron metiéndose en el agua y dieron sus primeros chapoteos. Hasta Mandy pudo volver a tirarse. Pero yo no quería sentarme demasiado cerca del agua, por si me salpicaban y volvía a pasar lo mismo. Hasta pasé miedo al volver a casa después de clase, pensando que podía caer al mar desde el embarcadero.

Los embarcaderos están todos a un lado del muelle. En el nuestro hay otros tres barcos amarrados: una lancha motora blanca de lo más finolis y un par de veleros. Nadie vive en ninguno de ellos.

Me dirigí al embarcadero. Hemos puesto una vieja tabla de madera para subir al barco desde la orilla. Cuando era pequeña, mamá solía cogerme en brazos para cruzar hasta el otro lado, pero llevaba siglos haciéndolo sola. Pues bien, aquel día no me sentí con fuerzas para hacerlo. Llamé a mamá desde el embarcadero.

— ¡No puedo cruzar! —grité cuando la vi asomar en cubierta.

Llevaba una toalla enrollada en la cabeza y se había puesto el batín de satén.

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—Me estoy arreglando. Tengo reunión del grupo de lectura.

Me quedé paralizada en el embarcadero. A mi alrededor, los barcos parecían desdibujarse en una temblorosa masa de mástiles y velas. Fijé la vista en el Rey. Tenía la vela arriada, el mástil se mecía con el barco, la cubierta de madera brillaba humedecida por la espuma de las olas. Se me nubló la mirada mientras intentaba fi-jarme en los ojos de buey que se alineaban a un costado del barco y en la fina barandilla metálica que rodeaba la cubierta.

—Tengo miedo —dije.

Mamá se ciñó el cinturón del batín y me tendió su brazo delgaducho.

—Ven, que te ayudo. —Cuando llegué al otro lado, me dio un abrazo—. ¿Has visto qué fácil? —dijo, alborotándome el pelo. Luego volvió adentro para acabar de arreglarse.

Mamá siempre está haciendo algún cursillo. El año anterior fue el método de gimnasia Pilates, ahora es el grupo de lectura. Trabaja en la librería de segunda mano del paseo marítimo, y es allí donde se reúnen. La verdad es que es un sitio bastante guay. Acaban de abrir una cafetería donde ponen unos batidos muy espesos con fruta de verdad y grandes trozos de galleta recubierta de chocolate. Sospecho que esto del grupo de lectura no es más que una nueva excusa para encontrarse con sus amigas y cotillear, pero al menos así me la quito de encima durante un rato.

Millie la Mística, que se dedica a leer la mano en el muelle, viene a hacerme compañía cuando mamá no está. Millie me cae bien. A veces hace prácticas de reiki o shiatsu conmigo. Una vez se presentó en casa con sus cartas de tarot. Dijo que yo estaba a punto de alcanzar un gran éxito en los estudios y que me lloverían los elo-gios. Al día siguiente tuve un control de ortografía y suspendí, así que durante tres días seguidos tuve que pasarme la hora de comer estudiando. Pero así es Millie.

Por suerte, aquella noche ponían dos de sus series preferidas, Emmerdale y EastEnders, así que no estaría demasiado pendiente de mí. Menos mal, porque quería estar a solas. Necesitaba tiempo para pensar en lo que iba a hacer. Tenía muy claras dos cosas: una, necesitaba averiguar qué me había pasado en la piscina, y dos, debía buscar el modo de saltarme las clases de natación antes de que volviera a ocurrir.

Mientras iba y venía por el salón, me llegaba la voz de mamá cantando en su camarote: «¿De verdad me quieeeeres? ¿Vas a quedaaaarte?» Se la oía más a ella que al CD. Siempre se pone a cantar mientras se arregla para salir. No me molesta demasiado, menos cuando ataca las primeras estrofas. Aquella noche apenas me fijé.

Antes le había preguntado si tenía que volver a clase de natación, y se había puesto hecha una furia.

—Espero que estés de broma —había contestado en aquel tono de voz que dejaba muy claro que ella no lo estaba—. ¡Después de la lata que me has dado, ni se te ocurra venirme con que quieres dejarlo!

Caminé hasta la estufa de gas que está en un rincón del salón de proa, que es como solemos llamar a la sala de estar. Por lo general se me ocurren buenas ideas mientras camino de acá para allá, pero aquel día no se me ocurría ninguna. Pasé por delante de nuestro viejo y raído sillón, tapado con una gran manta naranja. Izquierda, derecha, izquierda, derecha, chirrido, media vuelta, piensa, piensa. Pero nada.

—«Será mejor que me lo digas pronto, nena, porque no tengo todo el día.» —Los gorgoritos de mamá me llegaban desde su habitación.

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Intenté alargar mis paseos hasta la cocina. Bueno, en realidad, se llama galera. Tiene un fregadero, una nevera en miniatura y una encimera que siempre está llena de bricks y botellas vacíos. Mamá nos obliga a reciclarlo absolutamente todo. La galera está en el centro del barco, y al otro lado queda la puerta de entrada y un par de escalones de madera con los que hay que tener cuidado, porque a veces el de abajo se mueve. Yo suelo saltar directamente desde el escalón de arriba.

Crucé la cocina y enfilé el pasillo que lleva al cuarto de baño y a nuestros camarotes.

—¿Qué tal estoy? —Mamá apareció al final del pasillo. Llevaba puestos unos Levis nuevos y una camiseta blanca con la palabra «Bombón» escrita delante en letras brillantes. No me importaría si no fuera porque justo cuando ella se compró aquella camiseta yo me compré una muy parecida, ¡y la verdad es que a ella le quedaba bastante mejor!

—Genial. —Un familiar golpe seco en el techo me impidió decir nada más. La puerta lateral se abrió y el señor Beeston asomó la cabeza.

—Tranquilas, soy yo —anunció, escudriñando el barco.

El señor Beeston es el farero y se pasa por aquí a todas horas. Me pone los pelos de punta. No te mira de frente cuando te habla, y tiene un ojo de cada color: uno es azul y el otro verde. Mamá dice que debe de sentirse solo en su faro, sin hacer nada más que mirar el mar o encender y apagar la luz, sin hablar con nadie en todo el día, a no ser por radio. Por eso se pasa la vida haciéndonos visitas. Mamá dice que debemos ser amables con él.

—Hola, señor Beeston, ahora mismo iba a salir para la reunión de mi grupo de lectura. Estábamos esperando a Millie. Salgo en un segundo y le acompaño.

Mamá desapareció por el pasillo para coger su abrigo mientras él bajaba los escalones de un salto.

— ¿Cómo estamos hoy? —preguntó, mirándome por el rabillo del ojo.

Tenía la boca tan torcida como la corbata. Le faltaba un botón en la camisa, y en la boca un diente. Sentí un escalofrío. Odio que mamá me deje a solas con él.

—Muy bien, gracias.

El señor Beeston entornó los ojos, sin dejar de mirarme fijamente.

—Estupendo, estupendo.

Por suerte, Millie llegó enseguida y mamá se fue con el señor Beeston.

—Volveré pronto, cariño —dijo mamá, besándome en la mejilla y frotando con el pulgar la marca del lápiz de labios—. Hay pastel de carne en el horno, es todo vuestro.

—Hola, Emily. —Millie me miró fijamente un segundo. Siempre lo hace—. Estás preocupada y confusa —dijo con alarmante precisión, por una vez—. Lo veo en tu aura.

Luego se quitó la capa negra y fue a poner la tetera al fuego.

Salí a decir adiós a mamá y al señor Beeston mientras se alejaban por el embarcadero. Al final del muelle, el señor Beeston se desvió hacia la izquierda para rodear la bahía y volver a su faro. Las farolas que punteaban el paseo marítimo ya se habían encendido, y parecían pálidas manchas amarillas sobre el fondo rosa anaranjado del cielo. Mamá giró a mano derecha, en dirección a la librería.

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Me quedé mirando hasta perderlos a ambos de vista, y luego me senté con Millie en el sofá. Comimos pastel de carne con los platos apoyados sobre el regazo y nos reímos del hombre del tiempo cuando se le trabó la lengua. Luego empezó Emmerdale. Millie me pidió que me callara y se puso muy seria.

Tenía una hora por delante.

Fregué los platos, luego rebusqué en el bote de mermelada donde guardamos los bolis hasta encontrar el que buscaba, le cogí a mamá una hoja de su elegante papel de carta de color violeta y me encerré en mi camarote.

Esto es lo que escribí:

Estimada señora Partington:

Le ruego borre a Emily de las clases de natación. El médico ha dicho que tiene una grave alergia y que no debe acercarse al agua bajo ninguna circunstancia. Ninguna en absoluto. Nunca.

Un saludo cordial,

Mary Penelope Winsnap

Cuando oí que mamá entraba de puntillas en mi habitación, fingí que dormía. Me dio un beso en la coronilla y me apartó el pelo de la frente con delicadeza. Siempre hace eso. Ojalá no lo hiciera. Detesto que me aparten el flequillo de la frente, y tuve que refrenarme para no volver a ponerlo en su sitio hasta que se fue.

Me pasé horas despierta. Tengo varias estrellas y una media luna fluorescentes pegadas al techo, y estuve mirándolas, intentando comprender lo que había pasado.

Lo único en lo que realmente quería pensar era en la suavidad del agua mientras me deslizaba por ella, antes de que todo se echara a perder. Todavía me parecía escuchar aquel silencio que tiraba de mí, que jugaba conmigo como si compartiéramos un secreto. Pero cada vez que me entregaba a aquella sensación de sedosa calidez en mi piel, la cara de Mandy se colaba en mi mente, mirándome con los ojos muy abiertos. Estuve a punto de quedarme dormida un par de veces, pero lo más que conseguí fue caer en una duermevela poblada de pesadillas. En una de ellas, me veía dentro de una enorme pecera y a toda la clase a mi alrededor, señalándome, mirándome como si fuera un bicho raro y coreando: ¡Monstruo, monstruo!

¡Jamás podría volver a meter un pie en el agua!

Pero las preguntas no dejaban de atormentarme. ¿Qué me había pasado en la piscina? ¿Volvería a ocurrir?

Y por más que me horrorizara la idea de volver a pasar por aquel suplicio, sabía que no estaría tranquila hasta que encontrara la respuesta a mis preguntas. Es más: algo parecía arrastrarme de vuelta al agua. No tenía alternativa. Debía averiguarlo, por mucho que me asustara.

Para cuando empecé a oír los suaves ronquidos de mamá, había decidido llegar al fondo de la cuestión... antes de que otros lo hicieran por mí.

Me levanté de la cama y me puse el bañador. Todavía estaba húmedo, y sentí un escalofrío. Me puse la cazadora tejana encima y, caminando de puntillas, salí a cubierta y miré a mi alrededor. El muelle estaba desierto. A lo largo del paseo marítimo, las pensiones y tiendas formaban una silenciosa hilera de siluetas recortadas contra el cielo nocturno. Bien podía haber sido un escenario teatral.

10

Una enorme luna llena proyectaba su haz de luz sobre el mar. El estómago se me encogió cuando miré la plancha de madera que me separaba del embarcadero. «Venga, sólo hay un par de pasos», me dije a mí misma.

Apreté los dientes y los puños, y crucé de puntillas.

Corrí hasta los noráis que se alinean al fondo del muelle y busqué la escalera de cuerda que bajaba hasta la oscuridad del agua. El mar me lanzó un destello frío que me hizo estremecer. ¿Por qué estaba haciendo aquello?

Me enrosqué los dedos en el pelo. Siempre lo hago cuando intento aclarar mis ideas, a menos que me apetezca más ponerme a caminar de acá para allá. De pronto, decidí apartar de mi mente las preguntas y las dudas, junto con la cara burlona de Mandy. Tenía que hacerlo, tenía que saber la verdad.

Me abroché la chaqueta. ¡No pensaba meterme en el agua sin ella! Conteniendo la respiración, me agarré a la escalera de cuerda y eché un último vistazo al muelle desierto. Mientras bajaba con cuidado, adentrándome en la oscuridad, iba oyendo el suave tableteo de los mástiles entrechocando en la bahía.

El último escalón todavía quedaba bastante por encima del agua porque la marea estaba baja. «Ahora o nunca», me dije.

Y entonces, antes de que pudiera pensármelo dos veces, me tapé la nariz con el pulgar y el índice... y salté.

Caí ruidosamente al agua y volví a la superficie jadeando. Al principio no noté nada, excepto el agua helada calándome hasta los huesos. ¿Pero qué demonios estaba haciendo?

Entonces recordé a qué había ido allí y empecé a mover las piernas, al principio un poco a la desesperada, pero a los pocos segundos la sensación de frío desapareció, y con ella mis preocupaciones. En su lugar, las olas me ofrecieron una serenidad absoluta. Con un regusto salado en los labios, el pelo aplastado sobre la cabeza, me zambullí y empecé a nadar debajo del agua, abriéndome camino en el mar como si llevara toda la vida haciéndolo.

Y entonces... ¡entonces pasó de nuevo! En cuanto lo noté, volví nadando al muelle, aterrada. ¡Oh, no! ¡No quería hacer aquello, había cambiado de idea!

Alargué los brazos hacia arriba pero no llegaba a la escalera. ¿Qué había hecho? ¡Las piernas se me volvían a unir! ¡Estaban a punto de quedarse petrificadas! Jadeando y agitando los brazos desesperadamente, intenté alcanzar la escalera, pero fue en vano. «No es más que una rampa, no es más que una rampa», me dije a mí misma, sin atreverme a mirar hacia abajo mientras mis piernas desaparecían del todo.

Pero entonces, tan repentinamente como había empezado, algo cambió. Dejé de luchar contra lo que me estaba pasando.

Vale, primero mis piernas se habían unido en una sola y ahora habían desaparecido del todo. ¿Y qué? Me sentía bien. De hecho... me sentía mejor que nunca.

Tan pronto como dejé de preocuparme, volví a flotar sin problemas y comprendí lo absurdo de mis aspavientos. De pronto era un águila, un avión, un delfín, y me deslizaba sobre el agua por el mero placer de hacerlo.

Muy bien, ahí va. Puede que ya lo hayáis adivinado, o a lo mejor no. Da igual. Lo importante es que me prometáis que no se lo contaréis a nadie.

Veréis: me había convertido en una sirena.

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2No es precisamente el tipo de cosas que a uno le pasan cada día, ¿verdad?

De hecho, a la mayoría de las personas no les pasa jamás. Pero a mí me pasó. De pronto descubrí que era una sirena. ¡Una sirena! ¿Cómo había ocurrido? ¿Y por qué? ¿Seguiría siendo una sirena para siempre? Las preguntas se agolpaban en mi mente, pero no podía contestar ninguna de ellas. Lo único que sabía era que había descubierto toda una faceta nueva de mí misma y que nada de lo que había hecho hasta entonces me había hecho sentir tan bien.

Así que allí estaba, nadando como... pues sí, ¡como un pez en el agua! En cierto modo, era un pez. De cintura para arriba seguía siendo la misma de siempre: los brazos flacuchos, el flequillo mojado y pegado a la frente, el bañador negro de Speedo.

Sin embargo, justo por debajo de la línea blanca que me cruzaba el estómago, empezaba otra persona distinta; mejor dicho, empezaba algo distinto. El bañador había desaparecido como por arte de magia y, en su lugar, tenía escamas brillantes. Las piernas se me habían transformado en una larga y reluciente cola violeta y verde que se mecía con elegancia mientras me deslizaba por el agua. ¡Nunca había hecho nada con elegancia en toda mi vida, así que me quedé bastante alucinada! Cuando saqué la cola por encima del agua, destelló como un arco iris a la luz de la luna. Al menor movimiento, me propulsaba en el agua a toda velocidad, y cada golpe de mi cola me permitía bajar más y más.

Me acordé de cuando en el colé nos habían llevado a visitar el acuario y nos habíamos metido por un túnel debajo del agua, rodeados de vida marina. Entonces había tenido la sensación de estar debajo del mar, ¡pero ahora lo estaba realmente! Podía alargar la mano y acariciar las algas que ondeaban en el agua como visillos colgados patas arriba. Podía nadar lado a lado con los peces grises y gordos que se movían en grandes bancos, zigzagueando de acá para allá como si bailaran entre ellos.

Solté una carcajada de puro placer y una ristra de burbujas se escapó de mi boca y subió hacia la superficie.

Habría jurado que sólo llevaba cinco minutos nadando cuando me di cuenta de que el cielo empezaba a teñirse de rosa. Y entonces se me ocurrió algo que me llenó de pánico: «¿Y si no puedo volver a mi aspecto de siempre?»

Sin embargo, en el instante en que salí del agua, mi cola empezó a cambiar. Encaramada a la escalera observé, fascinada, que las relucientes escamas se desvanecían una a una. Recuperé mis piernas, aunque las notaba raras, dormidas, como se te queda la boca cuando vas al dentista.

Moví los dedos de los pies para que desapareciera aquella sensación de hormigueo, y luego me fui a casa, no sin antes prometerme a mí misma que volvería, y pronto.

Bob, el profesor de natación, estaba de pie frente a mí, hablando por el móvil. No alcanzaba a escuchar lo que decía. Alguien me cogió por los hombros.

—Es ésta de aquí, ¿verdad? —gruñó una voz a mis espaldas. Bob asintió.

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Intenté zafarme de las garras de aquel hombre, pero me sujetaba con fuerza.

— ¿Qué queréis de mí? —me oí gritar.

—De sobra lo sabes —replicó aquella voz desagradable—. ¡Eres un monstruo! —dijo sacudiéndome los hombros.

— ¡No soy ningún monstruo! —grité—. ¡No lo soy!

—No disimules —ordenó una voz de mujer.

— ¡No estoy disimulando! —Me retorcía desesperadamente para zafarme de aquellas manos que me sujetaban por los hombros—. ¡No soy un monstruo!

—Emily, por el amor de Dios —dijo aquella voz de mujer—. Sé que estás despierta.

Abrí los ojos y vi la cara de mamá a un palmo de la mía, las manos sobre mis hombros, sacudiéndome ligeramente. Me incorporé de golpe en la cama.

— ¿Qué pasa?

Mamá dejó de sacudirme.

—Lo que pasa, dormilona, es que vas a llegar tarde a clase. Venga, levántate de una vez. —Mamá abrió la cortina del pasillo—. Y no te olvides de cepillarte los dientes —dijo sin volverse.

Durante el desayuno, intenté recordar mi sueño y las cosas que había gritado a pleno pulmón. Todo parecía tan real: aquellas manos, las voces... ¿Habría dicho algo en voz alta? No me atrevía a preguntarlo, así que comí en silencio.

Iba por el tercer bocado cuando la cosa empezó a torcerse de verdad.

Mamá no paraba quieta, como de costumbre, rebuscando algo entre la enorme pila de papeles que se amontonaba detrás de la batidora.

— ¿Dónde la habré metido?

— ¿Qué ha sido esta vez?

—La lista de la compra. Estoy segura de haberla dejado aquí, en algún sitio. —Se volvió hacia la pila de papeles que había sobre la mesa—. Mira, aquí está.

Levanté los ojos horrorizada mientras mi madre cogía una hoja de papel de la mesa. No una hoja de papel cualquiera, ¡sino una elegante cuartilla de color violeta!

—¡Nooopshf! —chillé, escupiendo cereales por toda la mesa y abalanzándome para coger el papel. Demasiado tarde. Mamá ya lo estaba desdoblando.

Entornó los ojos mientras leía la carta, y yo contuve la respiración.

—No, no es esto. —Mamá empezó a doblar la hoja. Yo respiré de nuevo y tragué lo que quedaba de la cucharada de cereales.

Pero entonces la volvió a abrir.

—Un momento... ésta es mi firma.

—No, no lo es. Será de otra persona, pero tuya no es, qué va. —Intenté arrebatarle el papel.

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Mamá no me hizo caso.

—¿Dónde están mis gafas de leer?

Las llevaba colgando del cuello, que es donde suele tenerlas cuando se pone a buscarlas.

—¿Por qué no te lo leo yo? —sugerí con mi mejor cara de niña buena. Pero mientras yo hablaba, ella encontró las gafas y se las puso. Leyó la nota de cabo a rabo.

Intenté escabullirme, pero no había dado dos pasos cuando mamá levantó los ojos de la carta.

—¿Emily?

—Hmmm...

Se quitó las gafas y sacudió la carta a escasos centímetros de mi cara.

—¿Quieres explicármelo?

—Ah, verás, estooo... yo... —examiné la carta con lo que esperaba pareciera una expresión de absoluta sorpresa e inocencia.

Mamá no dijo una palabra, y yo seguía con los ojos clavados en la carta, fingiendo que la leía. Habría hecho cualquier cosa con tal de no mirarla a los ojos mientras esperaba la bronca que estaba a punto de caerme.

Pero entonces mamá hizo algo peor aún que echarme la bronca. Dejó la carta sobre la mesa, me levantó la barbilla con la mano y dijo:

—Tranquila, Emily. Sé lo que te pasa.

—¿Lo sabes? —chillé, aterrada.

—Ahora entiendo lo que decías entre sueños, eso de que eres un monstruo. Debería habérmelo figurado.

—¿Ah, sí?

Mamá me soltó la barbilla y movió la cabeza con aire abatido.

—Claro, tendría que haberlo imaginado.

—¿De veras?

Entones sostuvo mi mano entre las suyas y dijo:

—Eres como yo. Te da miedo el agua.

—¿Que me da miedo el agua? —repliqué, sin pensarlo. Carraspeé y me coloqué bien la corbata del uniforme—. Quiero decir, claro me da miedo el agua —añadí muy seria—. ¡Por supuesto que me da miedo el agua! Le tengo pánico. Eso es exactamente lo que me pasa. Así que ahora ya sabes a qué venía todo esto. No es más que eso, no es más que...

—¿Por qué no me lo dijiste?

Bajé los ojos y los cerré con fuerza para ver si así se humedecían, aunque sólo fuera un poquito.

—Me daba vergüenza —dije con un hilo de voz—. No quería defraudarte.

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Mamá me apretó la mano con más fuerza y me miró a los ojos. Los suyos también estaban un poco empañados.

—Es culpa mía —dijo—. Soy yo la que te ha defraudado. No te dejé aprender a nadar cuando querías hacerlo y ahora has heredado mi miedo.

—Sí —asentí compungida—. Supongo que sí. Pero no debes culparte. No pasa nada. No me importa, de verdad.

Mamá me soltó la mano y negó con la cabeza.

—Pero vivimos en un barco —objetó—. Estamos rodeadas de agua.

Casi me eché a reír, pero me contuve al fijarme en lo seria que estaba mamá. Entonces me vino a la mente una pregunta.

—Mamá, ¿por qué vivimos en un barco si el agua te da tanto miedo?

Mamá cerró los ojos con fuerza y luego me miró como si estuviera buscando algo en los míos.

—Lo sé —susurró—. No puedo explicarlo, pero es algo superior a mis fuerzas. Jamás podría alejarme del Rey.

—Pero es absurdo. ¡Quiero decir, le tienes miedo al agua y vivimos en un barco amarrado en el puerto de una ciudad costera!

—¡Lo sé, lo sé!

—Vivimos lejos de todo. Los abuelos viven en la otra punta del país.

El rostro de mamá se endureció.

—¿Los abuelos? ¿Qué tienen que ver ellos con todo esto?

—¡Nunca los he visto! Me mandan dos tarjetas al año y punto.

—Ya te lo he dicho, Em. Viven muy lejos. Y además no somos... no nos llevamos demasiado bien.

—¿Pero por qué no?

—Nos desentendimos hace mucho tiempo. —Mamá soltó una carcajada nerviosa—. Hace tanto que ni siquiera recuerdo por qué.

Por unos instantes, ninguna de las dos habló. Luego mamá se levantó y miró hacia fuera por el ojo de buey.

—Esto no está bien. Contigo tendría que ser distinto —murmuró mientras frotaba el cristal con la manga.

Entonces se volvió de repente y el vuelo de la falda se arremolinó en torno a sus piernas.

—¡Ya lo tengo! —exclamó—. Ya sé lo que haremos.

—¿Haremos? ¿A qué te refieres con eso de «haremos»? Lo único que haré yo es llevar esa carta al instituto, o mejor aún, podrías escribir una de tu puño y letra para que yo la lleve. Nadie diría nada.

—¡Ya lo creo que sí! No, no podemos hacer eso.

—Sí que podemos. Lo único que...

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—Venga, Emily, no empieces otra vez. Ahora mismo no tengo paciencia para discutir contigo. —Sus labios se tensaron en un gesto determinado—. No puedo permitir que vayas por la vida huyendo de las cosas que te dan miedo.

—Pero tú no...

—Lo que yo haga es asunto mío —contestó—. Y deja de replicarme, haz el favor. —Hizo una breve pausa antes de abrir su agenda de direcciones—. No vale huir. Tienes que vencer tu miedo.

—¿Qué vas a hacer? —pregunté mientras jugueteaba con un botón de mi blusa.

Mamá me dio la espalda mientras cogía el teléfono.

—Haré que te hipnoticen.

—Muy bien, Emily. Veamos, ahora quiero que respires hondo varias veces. Eso es.

Allí estaba yo, sentada en un sillón en la trastienda de Millie la Mística. No sabía que fuera hipnotizadora, pero según Sandra Castle había hecho maravillas con el tic nervioso de Charlie Piggot, y eso era más que suficiente para mamá.

—Intenta relajarte —dijo Millie en un tono teatral antes de inspirar honda y ruidosamente. Mamá estaba sentada en una silla de plástico en un rincón de la habitación. Quería estar presente, «por si acaso». Por si acaso qué, me pregunté yo, pero no lo dije.

—Ahora te vas a quedar dormida —anunció Millie arrastrando las palabras—. Cuando te despiertes, tu miedo al agua habrá desaparecido del todo. Se habrá esfu-mado en el aire como por arte de magia...

¡Tenía que seguir despierta! Si entraba en trance y empezaba a farfullar sobre esto y lo otro, todo mi plan se iría al garete. No es que tuviera un plan propiamente dicho, pero en fin, ya sabéis a qué me refiero. ¿Qué pensaría Millie si lo supiera? ¿Qué haría? Por un momento, me volví a ver rodeada de redes, jaulas y laboratorios científicos.

Aparté aquellas visiones de mis pensamientos.

—Muy bien —susurró Millie con voz ronca—. Ahora voy a contar hacia atrás. Mientras lo hago, quiero que cierres los ojos e imagines que estás en una escalera mecánica, bajando cada vez más, sin parar, siempre hacia abajo. Ponte cómoda.

Me removí en la silla.

—Diez... nueve... ocho... —Millie empezó a contar en voz baja.

Cerré los ojos mientras esperaba nerviosamente la anunciada sensación de somnolencia.

—Siete... seis... cinco...

Me imaginé en una escalera mecánica como la que hay en el centro comercial de Brightport, pero no bajando sino subiendo a contracorriente, trepando por los peldaños de la escalera de bajada. Esperé.

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—Cuatro... tres... dos... sientes mucho sueño...

Esperé un poco más.

Y fue entonces cuando me di cuenta de que no tenía nada de sueño. De hecho...

—Uno.

¡Estaba despierta del todo! ¡Lo había conseguido, yupi! ¡Millie era realmente una impostora! Todo aquello del aura había sido pura chiripa.

Millie estuvo callada durante una eternidad, y yo empezaba a sentir unas ganas tremendas de moverme cuando un ruido familiar rompió el silencio. Entreabriendo un poquito los ojos, vi a mamá en la otra punta de la habitación, ¡profundamente dormida y soltando unos ronquidos espectaculares! Volví a cerrar los ojos con fuerza y reprimí una carcajada.

—Ahora visualízate cerca del agua —dijo Millie en voz baja—. Piensa en cómo te sientes respecto al agua. ¿Tienes miedo? ¿Qué sientes en este momento?

Lo único que sentía era un dolor en el costado de tanto esforzarme por no echarme a reír.

—Y ahora piensa en algún lugar en el que te sientas segura. Un lugar en el que te sientas feliz.

Me imaginé nadando en el mar. Pensé en la forma en que mis piernas se convertían en una preciosa cola de sirena y en la deliciosa sensación de deslizarme como un pez. Estaba a punto de sumergirme en mi maravilloso mundo de ensueño cuando...

—¡Jrgggggghhhhh! —Mamá soltó un ronquido tan monumental que me hizo saltar en la silla.

No sé cómo, me las arreglé para mantener los ojos bien cerrados y fingí que me movía en sueños. Mamá se incorporó en su silla y murmuró:

—Lo siento.

—No pasa nada —contestó Millie en un susurro—. Está completamente dormida. Es normal que se remueva un poco.

Después de aquello, dejé que mi mente volviera a centrarse en el mar. No veía la hora de volver allí. Seguía oyendo la voz de Millie de fondo, y mamá no tardó en empezar a roncar suavemente de nuevo. Cuando Millie contó hasta siete para despertarme, me sentía tan aliviada que hasta le di un abrazo.

—¿Y eso? —preguntó.

—Sólo quería darte las gracias —mentí—, por haber curado mi fobia al agua.

Millie se sonrojó mientras guardaba en su cartera el billete de veinte libras que mamá le había dado.

—No ha sido nada, cariño. El truco está en hacerlo con amor.

Mamá no abrió la boca de camino a casa. ¿Se habría dado cuenta de que yo no estaba dormida? ¿Sospecharía algo? No me atreví a preguntárselo. Avanzamos por las callejuelas del centro hasta el paseo marítimo. Mientras esperábamos para cruzar la calle, mamá señaló un banco de cara al mar.

—Vamos a sentarnos allí un momento —sugirió.

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—¿Estás bien, mamá? —pregunté en el tono más natural que pude mientras nos sentábamos en el banco. La marea estaba baja, y aquí y allá se veían pequeños charcos de agua en la arena ondulada.

Mamá tenía la mirada perdida en el horizonte.

—He tenido un sueño —dijo sin volverse—. Parecía tan real... fue precioso.

—¿Cuándo? ¿Qué parecía tan real?

Me miró un segundo, parpadeó y luego volvió a fijar la vista en el mar.

—Estaba ahí fuera, en algún lugar. Casi puedo sentirlo.

—Mamá, ¿de qué estás hablando?

—¿Me juras que no pensarás que me he vuelto loca?

—Claro.

Sonrió y me alborotó el pelo, que yo volví a peinar con las manos.

—Mientras estábamos en casa de Millie... —Cerró los ojos—. He soñado con un barco hundido bajo el agua. Un gran velero dorado con un mástil de mármol. El techo de ámbar, el suelo de nácar...

—¿Hmmm?

—Es una estrofa de un poema. Creo. No recuerdo cómo sigue... —Volvió a mirar hacia el mar—. Y las rocas. No se parecían a ninguna roca que hayas visto jamás. Recuerdo que brillaban con destellos de todos los colores que puedas imaginar.

—¿Lo recuerdas? ¿Qué quieres decir?

—¿He dicho eso? Quiero decir que así brillaban en mi sueño. Como un arco iris bajo el agua. Sólo que... parecía tan real, tan conocido... —Su voz se apagó y mamá me miró con el rabillo del ojo—. Pero supongo que a veces pasa, ¿no? Todos tenemos sueños que parecen reales. Quiero decir, tú también los tienes, ¿verdad?

Yo estaba intentando decidir qué contestarle cuando mamá interrumpió mis pensamientos saludando a alguien con la mano.

—Mira —dijo, recuperando su tono de siempre—. Ahí está el señor Beeston.

Yo levanté los ojos y lo vi caminando en dirección al muelle. Los domingos por la tarde siempre viene a casa a tomar el té, a las tres en punto. Mamá se encarga del té y él trae alguna pasta, por lo general bollos o rosquillas. Normalmente, yo engullo mi parte a toda prisa y los dejo a solas. No sé qué es, pero hay algo en él que hace que el barco parezca más pequeño. Más oscuro.

Mamá se llevó los dedos a las comisuras de la boca y soltó un agudo silbido. El señor Beeston dio media vuelta, sonrió torpemente y nos saludó con la mano. Mamá se levantó.

—Venga, será mejor que volvamos y pongamos a hervir el agua del té.

Antes de que pudiera preguntarle nada más, echó a caminar hacia el barco a grandes zancadas. Tuve que correr para no quedarme atrás.

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3Aquella noche volví a salir a escondidas. Era superior a mis fuerzas. Esta vez

nadé más lejos todavía. En el puerto, el mar estaba turbio a causa del aceite de los barcos y otras porquerías, y me apetecía explorar las aguas más limpias y profundas de la costa.

¡Qué pequeñito se veía Brightport desde el agua! Un puñado de edificios arracimados en torno a una diminuta bahía con forma de medialuna, rematada por un faro a un lado y un muelle al otro.

Una luz brumosa envolvía la ciudad. De vez en cuando, una mancha de luz blanca se deslizaba entre las farolas, de un amarillo borroso.

Mientras rodeaba los escollos al final de la bahía, el agua se fue haciendo más clara y límpida. Era como pasar del blanco y negro granuloso a una imagen a todo color. Los rechonchos peces grises del puerto dejaron paso a otros muy distintos: a rayas amarillas y azules algunos, con delicadas colas plateadas otros. Los había de color verde, esbeltos y alargados, con el morro puntiagudo y la boca hambrienta, y hasta peces de color naranja con aletas negras moteadas. Todos ellos nadaban a mi alrededor con aire resuelto.

De vez en cuando, pasaba por alguna zona arenosa y poco profunda donde unas criaturas pequeñas y huidizas, con forma de rama y tan delgadas como el papel, me acompañaban serpenteando a ras de arena, casi transparentes. De pronto, me adentré en una zona rocosa donde el agua era más fría y profunda. Me abrí paso con cuidado entre las rocas cubiertas de erizos negros, pues no quería que sus púas me arañaran la cola.

Entonces pasé por otro tramo poco profundo, y el agua no tardó en recuperar su calidez. Empezaba a estar cansada.

Subí a respirar a la superficie y me di cuenta de que estaba a kilómetros de casa, más lejos de lo que nunca había estado sola. Intenté impulsarme con la cola, pero ésta se movía con desgana y empezó a dolerme. Me esforcé por llegar a una gran roca lisa que tenía un trozo más o menos plano. Me encaramé a la roca y descansé la cola sobre los guijarros de la orilla. Segundos después, se me quedó dormida. Moví los dedos de los pies y me estremecí mientras veía cómo mis piernas volvían a tomar forma. ¡La transformación seguía poniéndome la carne de gallina!

Recostada en una roca más grande, fui recobrando el aliento. Entonces oí algo. Como si alguien cantara, pero sin palabras. Las rocas mojadas relucían bajo la luna, pero no había nadie a la vista. ¿Serían imaginaciones mías? El agua bañaba los guijarros, haciéndolos rodar con un murmullo metálico cuando se retiraba de la orilla aspirando el aire. De pronto, volví a oír aquel canto.

¿De dónde venía? Trepé a lo alto de una roca escarpada y miré hacia abajo por el otro lado. Fue entonces cuando la vi. Me froté los ojos. No podía ser real... ¡pero lo era! ¡Una sirena! ¡Una sirena de verdad! Una sirena de esas que salen en los cuentos de hadas, con largos cabellos rubios que le cubrían toda la espalda y que iba peinando mientras cantaba. Estaba sentada en el borde de una roca, removiéndose como si intentara ponerse cómoda. Su cola era más larga y delgada que la mía, de un verde plateado, y relucía bajo la luz de la luna, aleteando sobre la roca mientras ella cantaba.

La sirena siguió cantando la misma canción, y cuando llegó al final empezó otra vez por el principio. En un par de ocasiones, al iniciar una estrofa especialmente aguda, se detuvo en seco y se golpeó la cola con el cepillo.

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—Venga, Shona —dijo en un tono brusco—. ¡Tiene que salirte perfecto!

Me quedé mirándola durante una eternidad, boqueando como un pez fuera del agua. Quería hablar con ella, pero ¿qué se le dice a una sirena que canta sobre una roca a las tantas de la madrugada? Curiosamente, nadie me lo había enseñado.

Al final, carraspeé suavemente y la sirena miró hacia arriba al instante.

—¡Oh! —exclamó, y por un segundo se quedó mirándome las piernas, boquiabierta, antes de que se la tragara el agua.

Bajé por entre los escollos hasta el borde del agua.

—¡Espera! —grité mientras la sirena se alejaba nadando—. Quiero hablar contigo.

Se volvió en el agua y me miró, desconfiada.

—¡Yo también soy una sirena! —grité. «Sí, claro, con estas piernas flacuchas y este bañador de Speedo», pensé. «¿Cómo quieres que te crea?»—. ¡Espera, te lo demostraré!

Me lancé al agua y empecé a nadar hacia ella. Como siempre, hubo un momento de pánico mientras mis piernas se fundían en una y se volvían rígidas. Pero luego se destensaron en su nueva forma y yo también me relajé mientras agitaba la cola y me deslizaba a toda velocidad por el agua.

La sirena volvía a alejarse de mí.

—¡Un momento! —grité—. ¡Mira! —Esperé a que se diera la vuelta, y entonces me metí de cabeza en el agua y saqué la cola por encima, agitándola lo más alto que podía.

Cuando volví a la superficie, la sirena me miraba como si no diera crédito a sus ojos. Le sonreí, pero se zambulló de nuevo.

—¡No te vayas! —grité. Un segundo después, era su cola la que asomaba por encima de la superficie, no agitándose torpemente como la mía, sino más bien como si estuviera bailando o haciendo gimnasia. Bajo la luz de la luna, su cola relucía como si estuviera cubierta de diamantes.

Cuando volvió a la superficie, aplaudí. O al menos intenté hacerlo, porque volví a hundirme en el agua en cuanto alcé los brazos, y me entró agua por la nariz.

La sirena se reía mientras nadaba hacia mí.

—Nunca te había visto —dijo—. ¿Cuántos años tienes?

—Doce.

—Yo también. ¿Pero no vas a mi instituto, verdad?

—Voy al Brightport High —contesté—. Acabo de empezar.

—Ah. —Parecía preocupada, y volvió a alejarse de mí.

—¿Qué ocurre?

—Nada, es sólo que... nunca he oído hablar de ese instituto. ¿Es una escuela de sirenas?

—¿Vas a una escuela de sirenas?

Parecía algo sacado de un cuento de hadas, y aunque hace mucho tiempo

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que ese tipo de historias dejaron de importarme, tengo que reconocer que sonaba de lo más interesante.

La sirena cruzó los brazos (¿cómo podía hacerlo sin hundirse?) y dijo con cara de pocos amigos:

—¿Y qué tiene eso de malo? ¿A qué clase de escuela iba a ir, si no?

Sentí ganas de contárselo todo.

—Es que... verás... hace poco que soy una sirena. O al menos que sé que lo soy, no sé si me explico. —Las palabras me salían a trompicones—. En realidad, nunca había estado en el agua, no de verdad, y cuando lo hice me ocurrió esto y me dio miedo, pero ahora ya no tengo miedo, y ojalá lo hubiera descubierto hace años.

Levanté los ojos y la vi mirándome fijamente, como si yo fuera una criatura de otra galaxia que hubiera llegado hasta allí arrastrada por la marea. Le sostuve la mirada e intenté cruzar los brazos como ella. Entonces descubrí que, si seguía meciendo un poco la cola, me mantenía erguida.

Así que me quedé unos instantes mirándola, aleteando suavemente, y ella hizo lo mismo. Entonces me di cuenta de que se le movían ligeramente las comisuras de los labios y noté un pequeño temblor en el párpado inferior de mi ojo izquierdo. Un segundo después, nos echamos a reír al unísono.

—¿De qué nos reímos? —pregunté cuando logré recuperar el aliento.

—¡No lo sé! —contestó, y nos echamos a reír otra vez.

—¿Cómo te llamas? —preguntó cuando se nos pasó el ataque de risa—. Yo me llamo Shona Silkfin.

—Emily —contesté—. Emily Windsnap.

Shona dejó de sonreír en cuanto oyó mi apellido.

—¿Windsnap? ¿De verdad?

—Sí, ¿por qué? ¿Qué tiene de malo?

—Nada. Es sólo que...

-¿Qué?

—No, nada. Por un momento me ha parecido que me sonaba de algo, pero no puede ser. Debo de estar confundiéndome. ¿Nunca habías venido por aquí, verdad?

Me eché a reír.

—¡Pero si hasta hace un par de semanas, ni siquiera sabía lo que es nadar!

Shona se puso muy seria.

—¿Cómo lo has hecho, eso de antes? —preguntó.

—¿El qué?

—Lo de tu cola.

—¿Te refieres a la vertical? ¿Quieres que lo vuelva a hacer?

—No, me refiero a lo otro. —Señaló debajo del agua—. ¿Cómo haces que

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desaparezca?

—No lo sé. Sencillamente ocurre. Cuando me meto en el agua, mis piernas desaparecen.

—Nunca había visto a nadie con piernas, o al menos no en la vida real. Me suena de haberlo leído. ¿Qué se siente?

—¿Que qué se siente al tener piernas?

Shona asintió.

—Hombre, es... está bastante bien. Las piernas te permiten caminar y correr. Y trepar a los sitios, y saltar, y brincar...

Shona me miraba como si le estuviera hablando en chino.

—Seguro que esto no lo puedes hacer con las piernas —dijo, y volvió a meterse de cabeza en el agua. Esta vez empezó a mover la cola en círculos cada vez más rápidos, como una bailarina dando vueltas sobre sí misma, pero boca abajo. El agua se agitaba a su alrededor formando pequeños arcos iris en la superficie.

—¡Eso ha estado genial! —le dije cuando volvió arriba.

—Lo hemos estado practicando en clase de salto y ballet acuático. Dentro de un par de semanas vamos a participar en el torneo interbahías, y es la primera vez que estoy en el equipo.

—¿Salto y ballet acuático?

—Sí —prosiguió sin inmutarse—. El año pasado estaba en el coro. La señora Highwave dijo que durante mi solo se habían avistado ni más ni menos que cinco pescadores vagando hacia las rocas. —Shona sonreía con orgullo, como si no quedara ni rastro de su inicial timidez—. Nadie en la escuela Shiprock había atraído nunca a tantos pescadores.

—¿Y eso es... eso es bueno, quieres decir?

—¿Bueno? ¡Es tritónico! De mayor, quiero ser sirena.

La miré fijamente sin acabar de creer lo que acababa de escuchar.

—¿Así que es cierto? ¿Lo que dicen los cuentos de hadas, que las sirenas atraen a los pescadores hasta su muerte en el fondo del mar y todo eso?

Shona se encogió de hombros.

—No es que queramos que mueran. No necesariamente. Por lo general, lo único que hacemos es hipnotizarlos para hacerles cambiar de rumbo y luego les borramos la memoria para que se marchen y olviden que nos vieron.

—¿Que les borráis la memoria, dices?

—Por lo general, sí. Es la mejor forma de protegernos. Pero no todo el mundo sabe cómo hacerlo, sólo las sirenas y las personas más cercanas al rey. Lo hacemos para impedir que nos roben todo el pescado, o que descubran nuestro mundo. —Se me acercó un poco más y añadió—: Lo que pasa es que, a veces, se enamoran.

—¿Las sirenas y los pescadores?

Shona asintió, entusiasmada.

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—Hay montones de historias de ésas. Está totalmente prohibido, pero es tan romántico... ¿no crees?

—Bueno, supongo que sí. ¿Por eso estabas cantando hace un momento?

—Ah, eso. No, estaba practicando para la clase de belleza y modales —explicó, como si yo supiera lo que significaba—. Mañana tenemos un examen y no me sale la postura. Tienes que sentarte muy recta, ladear la cabeza de un modo muy especial y peinarte la melena en cien pases suaves. Es muy difícil acordarse de todo a la vez.

Shona hizo una pausa y di por sentado que me tocaba decir algo.

—Mmmm, sí, sé a qué te refieres —aventuré, deseando sonar convincente.

—El último trimestre quedé primera de la clase, pero entonces sólo nos examinábamos de cepillado. Ahora es todo junto.

—Debe de ser difícil.

—Belleza y modales es mi asignatura preferida —continuó—. Quería ser monitora de cepillado, pero acabaron nombrando a Cynthia Smoothflick. —Bajando la voz, añadió—: Pero la señora Sharptail me ha dicho que si saco buena nota en este examen, quizás el próximo trimestre me pongan a mí de monitora.

¿Qué se supone que debía decirle?

—Debes de estar pensando que soy una empollona, ¿no? —Shona empezó a alejarse de mí otra vez—. Como todos los demás, vamos.

—No, por supuesto que no —repliqué—. Creo que eres... eres... —No lograba dar con la palabra adecuada—. Eres... interesante.

—Tú tampoco estás nada mal —dijo, y retrocedió un poco más.

—¿Cómo es que has salido sola a estas horas? —pregunté.

—Estas rocas son las mejores de la zona para practicar belleza y modales, pero de día no puedo ni acercarme a ellas. Es demasiado peligroso. —Shona señaló la costa con el pulgar—. Suelo salir a escondidas las noches de los domingos. O los miércoles. Los domingos a las nueve mamá ya está durmiendo a cola suelta, y los miércoles vuelve rendida de su clase de Aguagim. En cuanto a papá, ¡siempre duerme como un cachalote! —Shona soltó una carcajada—. La verdad es que me alegro de haber venido esta noche.

Le sonreí.

—Yo también. —La luna, casi redonda excepto por un pequeño mordisco en un lado, se había movido y ahora me iluminaba a mí—. Pero será mejor que me marche —añadí con un bostezo.

Shona frunció el ceño.

—¿Nos vemos otro día?

—Sí, me gustaría mucho. —Puede que fuera un poco rarita, ¡pero era una sirena! La única que conocía. Era como yo—. ¿Cuándo?

—¿El miércoles?

—Genial —contesté con una gran sonrisa—. Y suerte en el examen.

—Gracias —dijo, y con un nuevo coletazo desapareció.

23

Mientras nadaba hacia la bahía de Brightport en la oscuridad, el faro proyectaba su haz de luz sobre el agua. Me detuve un momento a contemplarlo.

El rayo luminoso barría lentamente el agua antes de volver a desaparecer al otro lado del faro. Era casi hipnótico. Un gran buque cruzó el horizonte en silencio; descubrí su silueta brevemente iluminada por el perezoso haz de luz.

Justo entonces, algo llamó mi atención. Había alguien en las rocas al pie del faro. ¡Era el señor Beeston! ¿Qué estaba haciendo allí? Parecía escrutar el horizonte. ¿Acaso seguía el avance del buque?

Me hundí en el agua cuando pasó el siguiente haz de luz. ¿Y si me había visto? No salí del agua hasta que la luz desapareció. Cuando volví a la superficie, miré de nuevo hacia el faro, pero ya no había nadie.

Y entonces la luz se apagó. Esperé un buen rato, pero no volvió a encenderse.

Intenté imaginarme al señor Beeston en su faro. Completamente solo, sin nadie que le hiciera compañía, dando vueltas en un gran faro desierto. El sonido de sus propios pasos resonando en el vacío cada vez que subía o bajaba los peldaños de piedra de la escalera de caracol, siempre a solas, mirando el mar, siguiendo con los ojos la luz del faro.

¿Qué clase de vida era ésa? ¿Qué clase de persona podía vivir así? Y sobre todo, ¿por qué no había vuelto a encenderse la luz?

Regresé a casa rodeada de oscuros interrogantes.

Cuando alcancé el muelle, era casi de día. Temblando, subí por la escalera de cuerda.

Entré de puntillas en el barco y colgué mi chaqueta cerca de la estufa. Por la mañana estaría seca.

A mamá le gusta tener la casa como una sauna por las noches.

Mientras me acostaba di las gracias a mis estrellas de la buena suerte, las que tengo en el techo, por haber podido volver a casa con mi secreto a salvo. Por el momento.

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4—Te dejas algo. —Mamá asomó por la puerta lateral, tendiéndome un objeto

que me llenó de pavor.

—Ah, sí —dije, cogiendo la mochila de natación.

—Venga, date prisa. ¿No querrás llegar tarde a clase, verdad?

—No, claro que no. —Bajé los ojos hasta el rugoso lecho de arena que asomaba entre los tablones del embarcadero—. Mamá... —dije con un hilo de voz.

—¿Qué pasa, cariño?

—¿Tengo que ir a clase?

—¿Que si tienes que ir a clase? Por supuesto que sí. ¿Qué tontería se te ha metido ahora en la cabeza ?

—No me encuentro bien. —Me llevé la mano a la barriga e intenté poner cara de sufrimiento.

Mamá cruzó la puerta y se agachó delante de mí en el embarcadero. Me cogió suavemente la barbilla y la levantó para obligarme a mirarla a la cara. Odio que haga eso. La única manera que tengo de evitar su mirada es cerrando los ojos, y cada vez que lo hago me siento como una perfecta idiota.

—¿A qué viene esto? —preguntó—. ¿Es por el nuevo instituto? ¿No te gusta?

—El instituto está muy bien —me apresuré a asegurarle—. En general.

—¿Cuál el problema, entonces? ¿La clase de natación?

Intenté apartar el rostro, pero mamá me lo sujetó con firmeza.

—No —mentí, esforzándome por desviar la mirada, con la cara todavía atrapada en su mano.

—Creía que habíamos solucionado el problema —añadió—. ¿Te preocupa que no haya funcionado?

¿Por qué no lo había visto venir? ¿Cómo podía haber sido tan tonta? Tenía que haber pensado que, si me curaba, ¡tendría que volver a clase de natación!

—Me duele la barriga —dije con voz lastimera.

Mamá me soltó la barbilla.

—Venga, cuentista, a ti no te pasa nada; tú lo sabes y yo lo sé. Andando. —Me dio una palmadita en el trasero y se levantó—. Ya verás que todo irá bien —añadió, en un tono más cariñoso.

—Hmmm —repliqué, y crucé el embarcadero para ir a esperar el autobús en el paseo marítimo.

25

Me fui al instituto a regañadientes y entré en clase justo cuando la señora Partington acababa de pasar lista. Miró su reloj y dijo:

—Por esta vez, me haré la ciega, pero que no se vuelva a repetir.

Siempre dice lo mismo. Todo el mundo se ríe cuando lo hace, porque de hecho es ciega de un ojo. Es de color azul claro, idéntico al otro, pero no se mueve.

Lo que pasa es que parece estar siempre observándote fijamente, incluso cuando mira hacia otra parte, ¡y te da una mala espina! Nunca sabes dónde mirar cuando te habla, así que todo el mundo evita buscarle las cosquillas. Su clase siempre es la que mejor se porta de todo el instituto.

Aquel día yo no estaba de humor para sumarme a las risas de los demás, así que me limité a decir «lo siento» y fui a sentarme en mi sitio, aunque antes guardé la mochila de marras debajo de la mesa.

La mañana fue un completo desastre. No lograba concentrarme en nada. Nos mandaron hacer una división larga y no paraba de equivocarme. Aquello era la prueba de lo mal que estaba, porque normalmente hago las divisiones largas en un pispas. La señora Partington no paraba de mirarme de reojo con el ojo bueno.

Cuando sonó el timbre del recreo, empecé a sentirme realmente mal. Teníamos que hacer cola delante del autocar que nos llevaría hasta los vestuarios. Todo el mundo salió corriendo de clase menos yo, que tardé una eternidad en poner todos los bolígrafos y la regla en el estuche.

La señora Partington estaba borrando la pizarra.

—Espabila, Emily —dijo sin darse la vuelta—. Estaría bien que hoy llegaras puntual a algún sitio.

—Sí, señora Partington —farfullé, y salí de clase arrastrando los pies, con la mochila a cuestas.

Me dirigí al autocar caminando como una autómata. Se me ocurrió pasar de largo sin detenerme, y casi había llegado a la verja del instituto cuando Philip Northwood me llamó.

—¡Eh, tú, preferida del profe! —gritó. Todo el mundo se volvió para mirarme.

—¿La preferida? ¿Qué mosca te ha picado?

—Venga, todos vimos cómo presumías la semana pasada en la piscina. A Bob se le caía la baba contigo, y nos dijo a todos que deberíamos ser como tú.

—Sí, todos lo oímos —intervino Mandy Rushton, que apareció por detrás de Philip—. Y también te vimos.

Me la quedé mirando fijamente sin poder articular palabra. ¿Que me habían visto? ¿Qué habían visto? ¿Mi cola? ¡No podía ser! No tuvo tiempo de llegar a formarse, ¿o sí?

—No puedo evitarlo —dije entonces.

—Sí, claro. ¡Creída! —me espetó Mandy.

—Cierra el pico.

El señor Bird, el profe de educación física, apareció en aquel momento.

—Venga, chicos, vámonos ya —ordenó—. Subid todos al autobús.

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Encontré dos asientos libres y me senté en uno de ellos. Julie se sentó en la misma fila, al otro lado del pasillo.

—Ese Philip es un cerdo —dijo, poniendo su mochila sobre las rodillas—. Y lo único que le pasa es que está celoso porque no sabe nadar.

—Gracias, Ju...

—Échate para allá, Jules. —Mandy se dejó caer en el asiento contiguo al de Julie y me sonrió con sorna—. A no ser que prefieras sentarte con la «anchoa mutante».

Julie se ruborizó y yo volví el rostro hacia la ventanilla mientras el autocar avanzaba a trompicones por la calle. Las palabras de Mandy me daban vueltas en la mente como si estuvieran en una hormigonera. ¿Anchoa mutante? ¿A qué se refería?

El autocar se detuvo en el aparcamiento.

—¿Te vienes?

Julie se quedó atrás mientras Mandy salía con los demás, entre empujones y codazos.

—No tardo nada —dije, fingiendo que me anudaba los cordones de los zapatos. Quizá pudiera esconderme debajo del asiento hasta que todos volvieran, y decir que me había desmayado o tropezado con algo.

Al principio, me llegaba un ruido de voces desde el otro lado de la ventanilla, pero luego se hizo el silencio. Un momento después, oí un aullido de dolor y mucho griterío.

—¡Pero profe, no es justo! —Philip estaba lloriqueando. Me arriesgué a echar un vistazo rápido por la ventanilla. Allí estaba Bob, hablando con el señor Bird. Toda la clase se había reunido alrededor de ellos, y algunos habían tirado sus mochilas al suelo.

De pronto, alguien subió al autocar. Me agaché otra vez y contuve la respiración, pero los pasos avanzaron decididamente hacia mí.

—¡No me digas que sigues anudándote los cordones!

Era Julie.

—¿Eh?

Levanté la mirada.

—¿Qué haces?

—Sólo estaba...

—Da igual, no te preocupes —dijo, sentándose—. Se ha suspendido la clase.

-¿Qué?

—El personal de la piscina está en huelga. Se ve que el ayuntamiento ha decidido hacer recortes. Se les olvidó informar al instituto.

—¿Lo dices en broma?

—¿Tengo pinta de estar de broma?

La miré a la cara. Parecía inconsolable. Bajé la mirada y moví la cabeza en

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señal de negación.

—¡Jolines, no es justo! —dije, esforzándome por no sonreír—. Me pregunto qué nos harán hacer en lugar de la natación.

—De eso precisamente están hablando Bob y el señor Bird. Parece que nos van a llevar de excursión al campo.

—¡Qué aburrimiento! —Crucé los brazos, con la esperanza de parecer tan enfurruñada como Julie. El autocar no tardó en arrancar, y el señor Bird anunció con una sonrisa que nos dirigíamos al bosque de Macefin.

Mandy me lanzó una mirada asesina cuando se sentó al otro lado del pasillo. Yo tuve que sentarme encima de las manos para no saltar con los brazos en alto gritando «¡Yuuuuupiiiiii!».

Me acosté muy pronto para poder descansar unas horas antes de escabullirme para ver a Shona. Me abrí paso entre las rocas sin dificultad, y esta vez fui la primera en llegar. Poco después, un coletazo familiar que levantaba a su paso un arco iris de gotitas de agua me anunció la llegada de Shona.

—¡Hola! —saludé en cuanto la vi asomar por encima del agua.

—¡Hola! —respondió—. ¡Ven!

—¿Adonde vamos?

—Ya lo verás —contestó antes de volver a zambullirse de un coletazo, salpicándome la cara de agua tornasolada.

Estuvimos nadando juntas durante lo que me pareció una eternidad. El agua me recordaba esos anuncios de chocolatinas en los que se ve caer un gran chorro de chocolate fundido. Suave como la seda. Mientras nadábamos, me sentía como si me estuviera fundiendo con el agua.

Shona iba delante, deslizándose bajo el agua y mirando atrás de vez en cuando para comprobar que yo seguía allí. A veces señalaba un punto a derecha o izquierda, y cuando yo miraba en la dirección indicada veía centenares de pececillos diminutos nadando en perfecta formación como un equipo de gimnasia rítmica, o un alga amarilla estirándose hacia la superficie como si fuera un girasol. Una hilera de peces grises con rayas blancas nos escoltó durante un rato. Rápidos y elegantes, parecían hombres de negocios.

Sólo cuando subimos a respirar a la superficie me di cuenta de que llevábamos mucho tiempo nadando debajo del agua.

—¿Cómo lo he hecho? —pregunté casi sin aliento.

—¿El qué? —Shona parecía confusa.

Me volví hacia atrás y miré las rocas. En la distancia, no parecían más que pequeños guijarros.

—Hemos recorrido una milla, por lo menos.

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—Milla y cuarto, en realidad —precisó, como disculpándose—. Papá me regaló un marómetro para mi último cumpleaños.

—¿Un qué?

—Lo siento. Siempre me olvido de que no hace mucho que eres una sirena. El marómetro es un aparato que sirve para saber las distancias recorridas en el agua. Ayer medí la distancia que había desde el rompiente del Arco Iris hasta mi casa.

—¿El rompiente de qué?

—Ya sabes, donde nos conocimos.

—Ah, vale. —De pronto me di cuenta de que estaba bastante perdida, en más de un sentido.

—No estaba segura de si sería demasiado lejos para ti, pero quería traerte hasta aquí.

Miré alrededor. Agua por todas partes. ¿Qué tenía aquel sitio para que fuera tan especial?

—¿Por qué? —pregunté—. Y, por cierto, todavía no has contestado a mi pregunta de antes. ¿Cómo hemos podido recorrer toda esta distancia debajo del agua?

Shona se encogió de hombros.

—Somos sirenas —se limitó a decir—. Ven, quiero enseñarte algo.

Y sin esperar mi respuesta, desapareció de nuevo. La seguí, zambulléndome en el mar.

Cuanto más bajábamos, más fría estaba el agua. Los peces iban y venían, destellando un momento en la oscuridad antes de volver a desaparecer.

Nos cruzamos con un enorme besugo gris moteado de negro que avanzaba con parsimonia, la boca entreabierta en una mueca ceñuda.

Varias medusas de color rosa bailaban y hacían acrobacias a nuestro alrededor.

—Mira. —Shona señaló a la izquierda, donde un tornado de finos peces negros avanzaba hacia nosotras y luego seguía de largo, girando lentamente en espiral.

Me estremecí de frío mientras nos internábamos cada vez más en las profundidades marinas. De pronto, Shona me cogió la mano y señaló hacia abajo. Sólo distinguí algo que parecía la mayor alfombra que había visto en mi vida, ¡una alfombra hecha de algas!

—¿Qué es eso? —pregunté, y una ristra de burbujas salió de mi boca.

—Te lo enseñaré. —Y, sin una palabra más, me arrastró hacia abajo. Las algas se mecían y deslizaban a lo largo de mi cuerpo, crujiendo y carrasqueando mientras nadábamos entre la espesura. ¿Qué me estaba haciendo Shona? ¿Adonde me llevaba?

Estaba a punto de decir «hasta aquí he llegado» cuando empecé a notar que la maraña de algas se hacía menos tupida. Era como si hubiéramos estado perdidas en un bosque y al fin hubiéramos logrado salir de él, o al menos como si hubiéramos encontrado un claro. Eso parecía aquel trozo de arena en medio del

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bosque de algas.

—¿Qué es esto? —pregunté.

—¿Tú qué crees?

Miré a mi alrededor. En el suelo había un gigantesco tubo de acero y junto a él grandes redes de pescar que se extendían sobre la arena y llegaban hasta las algas. Un par de viejas bicicletas se sostenían en lo alto de enormes muelles herrumbrosos.

—No tengo ni la más remota idea —confesé.

—Es nuestro patio de recreo. En realidad, no deberíamos venir aquí, pero todo el mundo lo hace.

—¿Porqué no?

—Se supone que no debemos traspasar los límites de nuestra zona. Es muy peligroso, porque nos pueden ver fácilmente. —Shona nadó hasta el tubo y desapareció en su interior—. ¡Venga! —me llamó desde dentro entre borbotones de agua, y su voz resonó de un modo inquietante en el claro desierto.

La seguí y me deslicé por el interior del tubo, casi rozando la superficie fría del acero, hasta llegar al otro extremo. Para cuando salí, Shona ya se estaba encaramando a las redes de pesca, y no tardé en seguirla.

—¿Te gusta? —preguntó Shona cuando volvimos a bajar.

—Sí, es superguay.

Shona me miró como si no entendiera nada.

—¿Guay?

—Sí, guay... chupi, chachi, ya sabes.

—¿Como «tritónico», quieres decir?

—Supongo que sí. —Miré a mi alrededor—. ¿De dónde ha salido todo esto?

—Muchas cosas caen al mar, o las tiran, y nosotros las aprovechamos —dijo, mientras se subía a una de las bicicletas. Se sentó de lado en el sillín y se dejó balancear hacia delante y hacia atrás, propulsada por el muelle—. Es bueno tener a alguien con quien compartirlas —añadió.

Yo me encaramé a la otra bicicleta y me volví hacia Shona.

—¿Qué quieres decir? ¿Y tus amigos?

—Bueno, no es que no tenga amigos... sólo que no tengo una mejor amiga. Creo que todos piensan que siempre estoy demasiado ocupada estudiando para ser la mejor amiga de nadie.

—Hombre, la verdad es que pareces bastante concentrada en tus estudios —comenté—. Quiero decir, ¡es un poco fuerte que te escapes de casa por la noche para repasar!

—Sí, ya lo sé. ¿Crees que soy muy aburrida?

—¡Qué va, para nada! Creo que eres... ¡que eres supertritónica!

Shona sonrió tímidamente.

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—¿Cómo es que no hay nadie más? —pregunté—. Da un poco de grima.

—¡Porque es de noche, cabeza de choquito!

—Ah, claro. Es verdad —dije mientras me balanceaba en la bicicleta sujetándome al manillar con las manos—. Ojalá pudiera conocer a otras sirenas —dije al cabo de un rato.

—¿Y por qué no lo haces? ¡Podrías venir a mi instituto!

—¿Cómo quieres que lo haga? ¿No tendréis clase de repaso a medianoche, verdad?

—Puedes venir de día. El sábado, por ejemplo.

—¿El sábado?

—Tenemos clase los sábados por la mañana. ¿Por qué no te vienes conmigo este sábado? Les diré a todos que eres una prima mía a la que no veía desde hacía mucho tiempo. ¡Seráultraoceánico!

—¿ Ultraoceánico ?

—Esto... guay, perdona.

Le estuve dando vueltas durante un rato. Julie me había invitado a su casa el sábado. Podía decir a mamá que iba a estar en su casa y luego decirle a Julie que no podía ir. Pero me daba reparo mentir a Julie ahora que empezaba a intimar con ella. Puede que nunca volviera a invitarme a su casa, y entonces ¿quién me quedaría? Aparte de Shona, claro. ¡Y Shona era ni más ni menos que una sirena, y además quería llevarme a la escuela de sirenas! ¿Cuándo volvería a tener la oportunidad de hacer algo así?

—Vale —dije—. ¡Cuenta conmigo!

—¡Genial! ¿Crees que tus padres te dejarán?

—¿Estás de guasa, verdad? Nadie sabe que soy una sirena.

—Querrás decir aparte de tu madre y tu padre, porque si tú eres una sirena, ellos también tienen que...

—No tengo padre —dije.

—Ah. Lo siento.

—No pasa nada. Ni siquiera llegué a conocerlo. Nos abandonó cuando yo era un bebé.

—¡Ostras! ¡Eso es terrible!

—Sí, bueno, yo tampoco quiero saber nada de él. Ni siquiera dijo que se marchaba, sino que sencillamente se esfumó. Mamá nunca lo ha superado.

Shona no contestó. Se había puesto muy seria y me miraba fijamente.

—¿Qué pasa?

—¿Tu padre te abandonó cuando tú eras un bebé?

—Sí.

—¿Y no sabes por qué se marchó?

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Negué con la cabeza.

—¿Ni adonde se fue?

—Qué va. Pero después de lo que le hizo a mamá, por lo que a mí respecta puede quedarse donde...

—¿Y si le ocurrió algo?

—¿Como qué?

—Cómo... como... a lo mejor se lo llevaron, o no podía volver con vosotras o algo así.

—Nos abandonó. Y nos va perfectamente sin él.

—Pero, y si resulta que no...

—¡Shona! No quiero hablar de eso. No tengo padre, ¿vale? Punto.

Un banco de esbeltos peces blancos cruzó el claro del bosque y se perdió entre las algas, que se mecían suavemente a su paso.

—Lo siento —dijo Shona—. ¿Sigues queriendo venir el sábado?

—Si todavía quieres que vaya... —contesté con una mueca.

—¡Por supuesto que sí! —Shona desmontó de la bicicleta—. Venga, hay que ir tirando.

Nadamos en silencio de vuelta al rompiente del Arco Iris.

Las preguntas de Shona me habían llenado de una tristeza que no lograba sacudirme de encima. Preguntas que no eran tan distintas de las que yo me había hecho a mí misma cientos de veces. ¿Por qué había desaparecido mi padre? ¿Acaso no me quería? ¿No deseaba verme? ¿Tendría yo la culpa?

¿Llegaría a conocerlo algún día?

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5Dije adiós a mamá con la mano mientras bajaba por el embarcadero.

—¡Hasta luego, cariño, que te lo pases bien! —se despidió.

«Vuelve dentro, vuelve dentro», pensé.

—Hasta luego —respondí con una sonrisa. Avancé rígidamente por el muelle, mirando hacia atrás a cada momento. Y cada vez que miraba, allí estaba mamá, sonriendo y diciéndome adiós.

Al final, volvió adentro y cerró la puerta. Yo seguí caminando hasta el final del embarcadero, miré hacia atrás una última vez y luego, en lugar de girar hacia el paseo marítimo, bajé corriendo los escalones que conducían a la playa y me metí debajo del embarcadero. Allí, me quité los vaqueros y los zapatos y los escondí debajo de una roca. Ya llevaba puesto el bañador.

La marea estaba alta, así que sólo tuve que avanzar agachada unos pocos metros debajo del embarcadero. Unas pocas personas pululaban por la playa, pero nadie me miró. ¿Y si lo hacían? Por un segundo, los imaginé a todos señalándome entre risas y persiguiéndome con una red al grito de «¡mutante, imitante!».

¡No podía hacerlo!

Pero ¿y Shona? ¿Y la escuela de sirenas? ¡Tenía que hacerlo! Nadaría debajo del agua hasta el rompiente del Arco Iris. Así nadie vería mi cola.

Antes de que pudiera cambiar de idea, me lancé corriendo al agua helada. Eché una última mirada a mi alrededor, respiré hondo y me tiré de cabeza. Ya nada podía detenerme.

Nadé sin problemas hasta el rompiente del Arco Iris y me quedé esperando en el borde del agua, donde nadie me viera desde la orilla. Un minuto después, llegó Shona.

—¡Ya estás aquí! —Sonrió, y nos lanzamos juntas al agua. Me llevó en una nueva dirección, más allá de la bahía de Shiprock. Cuando llegamos al límite de la bahía, Shona se volvió para preguntarme:

—¿Seguro que estás preparada?

—¡Claro! ¡Me muero de ganas!

Shona giró hacia abajo flexionando el tronco al mismo tiempo que levantaba la cola, y empezó a nadar hacia el fondo. Yo imité sus movimientos y allá fuimos las dos escalando las rocas al revés a medida que nos internábamos en las profundidades marinas.

Bancos de peces salían disparados de grietas en las rocas en las que ni siquiera había reparado. Los erizos de mar se aferraban al lecho rocoso en densos racimos negros. El agua se volvió más fría.

Y entonces Shona desapareció.

Me impulsé con la cola para ganar velocidad. Entonces vi que había una grieta en la roca. Bueno, más que una grieta era un agujero enorme por el que podría pasar hasta una ballena. La cara de Shona asomó al otro lado.

—¡Ven! —dijo con una gran sonrisa.

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—¿Quieres que entre en la roca?

Shona salió y me dio la mano. Entramos juntas en un túnel oscuro y sinuoso que se adentraba en la roca. De pronto, al doblar un recodo, avisté un tenue resplandor que se fue haciendo cada vez más intenso, hasta que al final salimos del túnel. Miré a mi alrededor, atónita.

Habíamos ido a parar a un enorme agujero en la roca. ¡Era tan grande como un campo de fútbol, por lo menos! Un sinfín de túneles y galerías excavados en las paredes rocosas, en el techo, en el suelo, partía en todas las direcciones posibles. ¡Era como una inmensa madriguera subacuática!

Mirara donde mirara, había gente nadando de acá para allá. ¡Y todos tenían cola de pez! ¡Sirenas y tritones! ¡Los había a cientos! Me fijé en un grupo de sirenas con cadenas de oro alrededor de sus largas y sensuales colas, nadando junto a sus hijos. Una de ellas llevaba a la espalda un tritón recién nacido cuya pequeña cola rosada asomaba por fuera del canguro. En la entrada de uno de aquellos pasadizos unas sirenas muy jóvenes charlaban entre risas, llevando al hombro sus bolsos hechos de redes de pesca. Tres tritones de edad avanzada se habían sentado por fuera de otro pasillo, las colas desvaídas y arrugadas, los rostros surcados de arrugas y los ojos chispeantes, hablando y riendo entre ellos.

—¡Bienvenida a Shiprock, orgullo de Neptuno! —dijo Shona.

—Venga, Shona. No querrás llegar tarde a clase. —Una sirena de mediana edad con el pelo recogido en un moño apareció de pronto—. Faltan cinco minutos para que suene la campana.

Y, con un latigazo de su cola verde musgo, salió disparada hacia delante.

—Es la señora Tailspin —me informó Shona—. La profe de historia, nuestra primera clase del día.

Seguimos a la señora Tailspin por un túnel abierto en la roca, como los del metro. En el otro extremo del túnel, un grupo de tritones y sirenas adolescentes nadaban en pequeños corros meciendo sus colas, que relucían en mil tonalidades distintas de azul, verde, morado y plata, mientras esperaban a que las clases empezaran. Un grupo de sirenas saltaba a la comba con lo que parecía un trozo de cabo de un barco.

Entonces, se oyó un sonido ronco, como el de las sirenas de niebla de los faros, y todos se apresuraron a colocarse en filas. Los chicos a un lado, las chicas al otro. Shona me arrastró hasta una de las últimas filas.

—¿Te encuentras bien?

Asentí con un gesto, porque seguía sin poder articular palabra. Nos metimos en otro túnel, cerrando la fila.

Fuimos a parar a una habitación de planta circular y nos sentamos en una serie de piedras redondas y lisas. Aquello me recordaba una carpa de la feria, la carpa donde suelen proyectar exhibiciones aéreas de lo más temerarias y esquiadores que se la juegan cuesta abajo sobre una pantalla de trescientos sesenta grados. La diferencia era que ahora no estaba viendo una película, ¡sino que todo aquello era real!

Shona cogió una piedra que estaba libre y la colocó junto a la suya para que yo me sentara. Algunas de las otras chicas me sonrieron.

—¿Eres nueva? —me preguntó una de ellas. Era bajita y regordeta, y tenía una gruesa cola de color verde oscuro que relucía mientras hablaba.

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—Es mi prima —se apresuró a intervenir Shona. La chica sonrió y fue a sentarse en su piedra.

Las paredes estaban cubiertas de murales hechos de conchas y algas. La luz se colaba a través de pequeñas rendijas en el techo. Entonces la señora Tailspin entró en el aula y todos nos levantamos de un brinco para darle los buenos días.

Shona alzó la mano al instante.

—Señorita, ¿le importa que mi prima asista a clase?

La señora Tailspin me miró de arriba abajo.

—No, siempre que se porte como es debido.

Dicho esto, dio una palmada en el agua.

—Muy bien, empecemos. Naufragios. Hoy estudiaremos el siglo XIX.

¡Naufragios! ¡Mucho mejor que hacer largas operaciones matemáticas!

La señora Tailspin hizo circular varios objetos por la clase.

—Todas estas cosas pertenecían al Voyager —anunció mientras pasaba un enorme tablón de madera a una chica que estaba sentada en primera fila—. Uno de nuestros hundimientos más celebrados.

Me pregunté qué habría querido decir con aquello.

—No se sabe demasiado sobre el Voyager, pero lo que sí podemos afirmar con toda seguridad es que un grupo de sirenas que se hacían llamar las Siren Sisters fueron las responsables de este gran naufragio. Con mucha astucia y un gran dominio del arte de encantamiento, lograron hechizar a toda la tripulación el tiempo necesario para provocar el hundimiento de la gran nave.

Shona me pasó un par de argollas entrelazadas que habían formado parte de una cadena. Las examiné y las pasé hacia delante.

—Sólo hubo un problema con este hundimiento: las acciones de un par de las Siren Sisters. ¿Alguien imagina qué fue lo que hicieron?

Shona levantó la mano sin dudarlo.

—¿Sí, Shona?

—¿Se enamoraron, señorita?

—Vaya, no sé por qué, ya imaginaba que dirías eso, Shona. Mira que eres romántica.

Se oyeron unas risitas sofocadas.

—Pero la verdad es que lo has adivinado, Shona —prosiguió la señora Tailspin—. Algunas de las chicas desertaron de la misión. ¡En lugar de dispersar a la tripulación, decidieron huir con los marineros! Se fueron para no volver. Nunca sabremos si intentaron regresar, una vez que descubrieron los inevitables sinsabores de la vida en tierra firme...

Me removí en mi asiento de piedra, incómoda.

—Aunque, como sabéis —prosiguió la señora Tailspin—, Neptuno ve con muy malos ojos a quienes lo hacen.

—¿Quién es Neptuno? —pregunté a Shona en voz baja.

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—El rey —susurró—. ¡Y más vale no buscarle las cosquillas, créeme! Tiene un genio de mil demonios, y cuando se enfada provoca tormentas y todo tipo de calamidades, o peor aún: ¡suelta monstruos marinos! Pero también sabe serenar al más embravecido de los mares con un simple pestañeo. Es sumamente poderoso. Y sumamente rico, también. Vive en un palacio inmenso, todo hecho de coral, piedras preciosas, oro y...

—Shona, ¿estás hablando en clase?

—Lo siento, seño. —Shona se ruborizó.

La señora Tailspin negó con la cabeza.

—Bien, sigamos adelante. Uno de los aspectos más lamentables del legado del Voyager es que se ha convertido en una especie de símbolo para quienes eligen seguir los pasos de las desdichadas Siren Sisters. Es algo que no ocurre muy a menudo, pero sí que se han dado entre nosotros algunos casos de relaciones con humanos. No hace falta que os diga que se trata de un delito duramente castigado. Nuestra cárcel alberga a varios traidores que de ese modo han puesto en peligro nuestra civilización.

—¿Tenéis una cárcel? —murmuré.

—Claro —contestó Shona—. Y por las fotos que he visto, no es el tipo de sitio al que me gustaría ir a parar. Es un enorme laberinto de cuevas que queda más allá del Gran Arrecife, cerca del palacio de Neptuno.

No pude pensar en otra cosa en toda la mañana. ¿Y si descubrían que no era una sirena de verdad y decidían encerrarme en aquella cárcel?

Tan pronto como acabaron las clases, Shona me cogió del brazo y me dijo:

—He tenido una idea genial. ¡Vamos a ver los restos del Voyagerl ¡Seguro que lo encontramos!

—¿Qué? ¿Cómo?

—La señora Tailspin nos ha dado su ubicación exacta.

Mientras hablaba, Shona se toqueteaba la cola por un lado, y entonces hizo algo de lo más alucinante: ¡se metió la mano por dentro de las escamas, hurgó un poco y sacó algo de dentro de su cola! Parecía una mezcla de brújula y calculadora. En cuanto sacó la mano, las escamas recuperaron su aspecto normal.

—¿Qué ha sido eso? —solté, perpleja.

—¿El qué? —Shona parecía confusa.

Señalé el punto de su cola donde había hundido la mano.

—¿Te refieres a mi bolsillo?

—¿Tu... tu bolsillo?

—Pues claro. Tú también tienes bolsillos.

—En mi chaqueta vaquera sí, pero no en mi cuerpo.

—¿Ah, no? ¿Estás segura?

Empecé a tantear mi cola por los lados, hasta que de pronto mi mano se deslizó por un agujero. ¡Bolsillos! ¡Sí que los tenía!

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Shona me enseñó el objeto que había sacado de su bolsillo.

—Con mi marómetro seguro que encontramos los restos del naufragio.

Mamá no me esperaba hasta las cuatro de la tarde, pero aun así no las tenía todas conmigo.

—Venga, Emily. ¡Debe de ser un lugar tan romántico!

Dudé un segundo.

—Vale, de acuerdo. ¡Iremos esta tarde!

Lentamente, avanzamos mar adentro. Cada pocos metros, Shona consultaba su marómetro. Al cabo de un rato, salimos a la superficie para echar un vistazo. Una bandada de gaviotas planeaba sobre el agua y, un poco más allá, unas aves marinas se zambullían en el agua como si fueran flechas blancas.

Volvimos a sumergirnos. Los rayos de sol se colaban bajo el agua en forma de haces de luz polvorienta. Poco después, el marómetro de Shona empezó a sonar.

—Estamos llegando —dijo mientras seguíamos descendiendo.

Cuanto más bajábamos, más rara era la fauna marina. Algo que parecía un melocotón con tentáculos giraba lentamente en el agua, inspeccionando las inmediaciones con sus brillantes ojillos negros. Más abajo, una medusa translúcida se alejó de nosotros a trompicones, como un astronauta que caminara a cámara lenta sobre la superficie lunar, mientras una especie de corona dorada que parecía hecha de goma flotaba hacia arriba en silencio. Dondequiera que mirara, veía seres que bien podrían ser alienígenas dando vueltas, rebotando y girando sobre sí mismos.

Shona me cogió del brazo.

—¡Venga! —me incitó, señalando hacia delante antes de adelantarse de nuevo. A medida que descendíamos, la oscuridad que nos envolvía se hacía más densa. De pronto, me pareció vislumbrar algo. No alcanzaba a reconocer su forma, pero fuera lo que fuese estaba envuelto en una especie de suave resplandor dorado que se hacía más intenso a medida que avanzábamos en su dirección. Más intenso y más grande. Estaba por todas partes, nos envolvía. ¡Lo habíamos encontrado! ¡Era el Voyagerl

Nadamos a lo largo de su casco, siguiendo los ojos de buey que se alineaban uno tras otro desde la popa hasta el extremo afilado de la proa. Luego nos alejamos un poco para admirarlo en su conjunto. Largo y majestuoso, el barco descansaba en una pendiente del lecho marino: quieto, silencioso, imponente.

—Es... brl, brl... increíble. —Las palabras me salían a borbotones, como esas burbujas por las que hablan los personajes de cómic. Me entró la risa, y mi carcajada se transformó en más burbujas que brotaron de mi boca y subieron flotando hacia la oscuridad.

No podía apartar los ojos del barco. Parecía sacado de una película, no de la vida real, ¡y mucho menos de mi vida! Brillaba como si guardara el sol en su interior, como si estuviera hecho de oro macizo.

¿Hecho de oro macizo? ¿Un barco hundido, un gran velero dorado? Nada más pensarlo, noté un cosquilleo en el estómago.

—Shona, los mástiles.

—¿Estás bien? —preguntó.

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—¡Tengo que ver un mástil!

Shona señaló de nuevo hacia la oscuridad.

—Ven.

Ninguna de las dos dijo una sola palabra mientras nos abríamos paso hasta la cubierta, sorteando los cientos de pececillos que picoteaban en los costados del barco. Metros y metros de tablones de madera, algunos brillantes, casi nuevos, otros oscuros y mohosos. Seguimos nadando hacia arriba y nos detuvimos junto a uno de los mástiles, enroscando las colas a su alrededor como serpientes encaramándose a un árbol. El corazón me latía tan fuerte que parecía estar a punto de explotar.

—¿De qué es?

—¿El qué?

—El mástil, ¿de qué está hecho?

Shona retrocedió para examinarlo.

—Pues... parece mármol, pero eso es...

—¿Mármol? ¿Estás segura?

«Un gran velero dorado con un mástil de mármol...» ¡No podía ser!

Solté el mástil y me alejé de él, dispersando un banco de peces azules mientras regresaba a toda prisa al casco del barco. ¡Tenía que salir de allí! ¡No podía ser! ¡No tenía sentido!

—¿Qué pasa? —preguntó Shona a mis espaldas.

—Es... es que... —¿Qué? ¿Qué podía decir? ¿Cómo iba a explicar el pánico que se había apoderado de mí? Era absurdo. Me estaba poniendo histérica sin motivo alguno. No podía ser, ¡era imposible! Aparté la idea de mi mente. No podía ser más que una casualidad—. No, no pasa nada —dije, y solté una carcajada para ahuyentar mis propios temores—. ¡Venga, vamos a verlo por dentro!

Shona se deslizó a lo largo del casco. A su alrededor, los peces mordisqueaban los costados del barco. Un alga sedosa me rozó el brazo, mecida por el vaivén del agua, y me estremecí.

—¡Una entrada! —exclamó, sacudiendo la cola de pura emoción.

Me impulsé hasta donde estaba Shona y me encontré delante de un ojo de buey cuyo cristal estaba roto.

Me miró por un instante, y en su rostro se reflejaba el resplandor del barco.

—Nunca había vivido una auténtica aventura —murmuró. Luego desapareció por el ojo de buey. Yo traté de ahuyentar mi miedo. No había nada que temer. Entonces estiré los brazos hacia abajo, pegados a los lados del cuerpo, sacudí la punta de la cola y seguí a Shona.

Estábamos en un pasillo estrecho. Jirones de papel pintado se descolgaban del techo en forma de blandas estalactitas, balanceándose con la corriente. A nuestros pies, el suelo dibujaba una pendiente y estaba completamente podrido. Se veía negro y mohoso, y faltaban algunos tablones. Las paredes estaban cubiertas de algas.

—¡Venga! —dijo Shona, que iba delante.

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Unos peces largos y delgados bordeaban en silencio las paredes y el techo. Las claraboyas se alineaban en el pasillo a nuestra izquierda, mientras que a mano derecha se sucedían varias puertas con la pintura desconchada y agrietada. Intentamos abrirlas una a una.

—Están todas cerradas con llave —dijo Shona, haciendo girar otro pomo herrumbroso y embistiendo con todo su peso otra puerta empecinada en mantenerse cerrada. Luego avanzó a toda velocidad hasta el final del pasillo y desapareció. Siguiéndola, doblé la esquina. Justo delante de nosotras, una puerta blanca parecía desafiarnos. Era más grande que las demás, resplandeciente y hermosa, y su pomo de cobre redondo suplicaba que lo abrieran. Un gran pez rechoncho se deslizó con parsimonia por delante de la puerta, sus ojos redondos y brillantes escrutándonos en la oscuridad. Shona sacudió la cabeza en un gesto decidido y avanzó hacia la puerta, mientras su melena quedaba flotando en el agua. El pez se escabulló al instante.

La puerta se abrió de par en par.

—¡Por todos los mares! —musitó.

Yo me reuní con ella en el umbral de la puerta.

—¡Guau! —Las burbujas manaban de mi boca abierta.

¡Era el salón más majestuoso que había visto jamás, y el más grande también! Tan grande como una cancha de tenis, o más todavía. En un extremo, una alfombra hecha de algas de color granate flotaba mecida por la corriente. En el otro extremo del salón se veía el suelo, de un blanco reluciente.

—Nácar —dijo Shona, deslizándose sobre la superficie brillante.

Yo nadé hasta un rincón y rodeé uno de los pilares dorados cuyo resplandor iluminaba la sala. Al menor movimiento, las paredes y el techo se encendían con re-flejos tornasolados. Peces azules y amarillos danzaban en aquella luz cambiante.

Bajo las enormes ventanas redondas, había bancos con asientos de terciopelo y altos respaldos de madera apoyados contra las paredes. Frente a éstos, descansaban grandes mesas de hierro. Cogí una copa de una de las mesas. Era dorada y pesaba lo suyo. El pie era como una larga falda, y la copa en sí era como un profundo pozo que esperaba llenarse de magia.

Por encima de nuestras cabezas, un banco de peces iba y venía rozando el techo, de un cálido tono amarillo. ¡El techo!

—Shona, ¿de qué está hecho el techo?

Se acercó para observarlo.

—Yo diría que es ámbar.

Salí de la habitación aleteando tan fuerte como podía. «El techo de ámbar, el suelo de nácar...» ¡No! ¡No podía ser! ¡Era imposible!

Pero no podía seguir negando lo evidente.

Aquél era el barco que mamá había visto en sueños.

39

6—¡Shona, tenemos que salir de aquí! —dije, agarrándole la mano. Me

temblaban los dedos.

—Pero... ¿no quieres al menos...?

—¡Que nos tenemos que ir, te digo!

—¿Qué pasa?

—No lo sé. Pero hay algo muy raro en todo esto. ¡Por favor!

Shona me miró a los ojos, y por un momento vi en su rostro el pánico que yo sentía.

—Vámonos —dijo.

Volvimos a recorrer el estrecho pasillo en silencio, yo delante como alma que lleva el diablo, y Shona detrás. ¡Era tal mi prisa que salí disparada por el ojo de buey y seguí nadando casi hasta la otra punta del barco! Sólo entonces me detuve y di media vuelta. Estaba a punto de volver atrás cuando Shona me tiró del brazo.

—Mira —dijo, señalando la cubierta.

-¿Qué?

—¿No lo ves?

Miré más de cerca y me fijé en un trozo de suelo, del tamaño de una trampilla, donde la madera se veía reluciente, como si fuera más nueva que el resto de los tablones. Era una escotilla, efectivamente, y tenía un tirador con forma de alicates gigantes.

Shona lo cogió y tiró hacia arriba.

—Échame una mano.

—Shona, todo esto me da muy mala espina, de verdad. Tengo que...

—Sólo un vistazo rápido. Te lo ruego. Luego nos vamos, te lo prometo.

De mala gana, la ayudé a tirar de la escotilla, moviendo la cola para impulsarme hacia atrás. Segundos después, la trampilla se abrió con un chirrido. Un enjambre de pececillos diminutos salió de allá abajo y pasó ante nuestros ojos como un destello plateado antes de desaparecer por el pasillo.

Shona arqueó el cuerpo hacia abajo y metió la cabeza por el agujero, agitando la cola a un palmo de mi cara.

—¿Qué ves? —pregunté.

—¡Es un túnel! —Shona sacó la cabeza y me cogió la mano—. Echa un vistazo.

—Pero antes has dicho que...

—Cinco minutos, sólo serán cinco minutos. —Y desapareció por el agujero.

Tan pronto como nos metimos en el túnel, la luz dorada se extinguió casi por completo. Sólo algún que otro débil rayo se colaba por los escasos resquicios.

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Avanzamos a tientas, lo que no era precisamente tranquilizador. Algo blando y viscoso cubría las paredes del túnel. Decidí no pensar en lo que podía ser. Algún que otro pez pasaba nadando en las tinieblas, lento y solitario. Allí abajo, el silencio parecía volverse más pesado, y con él mis temores. ¿Cómo era posible? ¿Cómo era posible?

—¡Mira! —La voz de Shona resonó delante de mí.

Intenté vislumbrar algo. Habíamos llegado al final del túnel, y una puerta nos cerraba el paso.

—No se abre —murmuró Shona—. Pero espera, mira...

De repente, un pez luminoso con sus enormes fauces abiertas de par en par salió de la oscuridad y casi se empotra en mi cara.

Solté un grito y cogí a Shona del brazo.

—¡Yo me largo de aquí!

Salí disparada, sin pensar en el salón de baile, las paredes pegajosas ni la escotilla. Lo único que quería era alejarme cuanto antes de aquel barco.

Nos sentamos en el rompiente del Arco Iris, al borde del agua, protegidas de las miradas de la costa. El agua golpeaba suavemente los guijarros y la cola de Shona brillaba bajo una luz pálida. La mía había desaparecido otra vez, y yo intentaba secarme las piernas frotándolas con la chaqueta. Tenía la piel de gallina. Shona me miraba las piernas como si no acabara de dar crédito a sus ojos. ¡Era obvio que aquella metamorfosis le parecía tan rara como a mí!

—¿Quieres explicarme a qué ha venido todo eso? —preguntó, rompiendo el silencio.

—¿El qué?

—¿Qué te ha pasado allá abajo?

Tiré una piedrecilla al agua y vi cómo el círculo que la rodeaba se iba ensanchando cada vez más hasta desaparecer.

—No puedo.

—¿No quieres contármelo?

—No es eso. Es que no sabría qué contarte, de verdad. Ni yo misma sé qué ha pasado.

Shona volvió a guardar silencio.

—Entiendo que no confíes en mí—dijo al cabo de un rato—. Quiero decir, no soy tu mejor amiga ni nada por el estilo.

—Ahora mismo no tengo una mejor amiga.

—Yo tampoco. —Shona sonrió tímidamente, y mientras hablaba su cola se agitaba sobre la roca.

Por unos instantes, ninguna de las dos abrió la boca.

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—Escucha, no es que desconfíe de ti —le aseguré—. Es sólo que... pensarías que me he vuelto loca.

—De eso, nada. Aparte de que eres medio humana y que sales de tu casa a escondidas en plena noche para jugar, no he conocido a nadie tan normal como tú en mucho tiempo.

No pude evitar sonreír.

—Confía en mí —insistió.

Así que lo hice. Se lo conté todo. Le hablé de la clase de natación, de Millie la Mística y del sueño de mamá en el que salía un barco igualito al que habíamos visto. Incluso le dije que había visto al señor Beeston de camino a casa la primera noche. Una vez que hube empezado, no podía parar.

Cuando terminé, Shona se me quedó mirando fijamente sin decir nada.

-¿Qué?

Shona apartó la mirada.

—¿Qué pasa?

—No creo que deba decírtelo. Te enfadarías, como la última vez.

—¿A qué te refieres? ¿Sabes algo que yo no sé? Tienes que decírmelo.

Shona negó con la cabeza.

—No sé nada con seguridad, sólo son suposiciones.

—¿De qué hablas? Dímelo.

—¿Recuerdas que el día en que nos conocimos me pareció que tu apellido me sonaba de algo?

—Sí, pero dijiste que seguramente te estabas confundiendo.

—Lo sé, pero ahora no creo que me haya confundido.

—Entonces, ¿lo habías oído antes?

Shona asintió.

—Creo que sí.

—¿Dónde?

—En clase.

—¿En clase?

—Creo que fue en un libro. No me quedó claro si era verdad o sólo una leyenda de la mar. Lo dimos en clase de historia.

—¿Qué disteis en clase de historia?

Shona hizo una pausa antes de añadir en voz baja:

—Los matrimonios prohibidos.

—¿Prohibidos? ¿Quieres decir...?

—Entre nosotros y los humanos.

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Intenté asimilar lo que me estaba diciendo. ¿A qué se refería? ¿Qué intentaba decirme? ¿Que mis padres...?

—Encontraremos más información en la biblioteca de la escuela. Volvamos.

Shona se deslizó de su roca hacia el agua.

—Creía que las clases se terminaban a mediodía.

—Sí, pero por la tarde se organizan actividades extraescolares. Ven, seguro que averiguamos algo más.

Me metí en el agua y la seguí de vuelta a la escuela de sirenas. Mis pensamientos estaban tan enredados como una red de pesca arrastrada hasta la orilla por las corrientes marinas.

Volvimos a entrar por el agujero en la roca y recorrimos una vez más el laberinto de galerías y túneles hasta llegar al patio de recreo. Estaba desierto.

—Por aquí. —Shona señaló una estructura rocosa que se alzaba solitaria. Tenía forma de espiral y estaba repleta de boquetes y grietas enormes. Entramos por una amplia fisura y nadamos hacia arriba dando vueltas, hasta que llegamos a una habitación circular con bordes rocosos e irregulares. Un puñado de jóvenes sirenas y tritones estaban sentados en mullidos asientos con forma de seta. Delante de ellos, largas hojas de papel áspero colgaban del techo como grandes pergaminos. Los chicos enrollaban o desenrollaban el papel según lo necesitaran, moviendo la cabeza de lado a lado mientras examinaban las hojas.

—¿Qué están haciendo? —pregunté en un susurro.

Shona se me quedó mirando desconcertada.

—¡Leyendo! ¿Qué creías que estaban haciendo?

Me encogí de hombros.

—¿Y dónde están los libros?

—Es más fácil encontrar lo que buscas en los rollos. Todo está aquí. Ven.

Shona me guió hasta el extremo opuesto de la habitación y nadó hasta el techo. En lo alto de cada rollo había un título que indicaba su contenido: «Naufragios, Tesoros, Pescadores, Sirenas.»

—Sirenas... puede que esté aquí—aventuró Shona, tirando del extremo de un grueso rollo de papel—. Échame una mano.

Entre las dos bajamos el rollo hasta el suelo, lo insertamos en un rodillo de lectura y luego empezamos a dar vueltas y más vueltas a una vieja manivela de madera a medida que avanzábamos por un mar de hechos y cifras, fechas y hazañas. Historias de sirenas que atraían a los pescadores hasta el fondo del océano con cantos tan hermosos que eran casi imposibles de escuchar, de pescadores que se volvían locos y se arrojaban al mar obedeciendo al anhelo de sus corazones, de sirenas cuyos cantos les valían alabanzas y riquezas, de incontables barcos hundidos. Leímos el rollo de cabo a rabo, pero no encontramos una sola palabra acerca de los matrimonios prohibidos.

—A este paso no encontraremos nada —me lamenté—. Ni siquiera sabemos qué buscamos.

Shona nadaba en círculos por encima de mí.

—Tiene que estar en alguna parte —refunfuñó.

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—¿Y por qué lo han prohibido, si se puede saber? ¿Por qué no puede uno casarse con quien le apetezca?

—Si algo saca de sus casillas a Neptuno es que sus súbditos se casen con humanos. Dicen las malas lenguas que eso es porque estuvo casado con una humana que acabó abandonándolo.

—¿Neptuno está casado? —Me impulsé hacia arriba para ponerme a su altura.

—¡Sí, claro! ¡Tiene montones de esposas, y cientos de hijos! Pero aquella muchacha ocupaba un lugar especial en su corazón, y por eso nunca la ha perdonado, ni a ella ni al resto de la humanidad.

—Shona Silkfin, ¿qué haces aquí? —preguntó una voz a nuestras espaldas. Nos giramos a la vez y vimos a alguien nadando en nuestra dirección... ¡la profesora de historia!

—Hola, señorita Tailspin. Sólo estaba, estábamos...

—Shona sólo intentaba ayudarme con mis deberes —le aseguré con una sonrisa de lo más candida e inocente.

—¿Deberes? —La señora Tailspin nos miró con aire desconfiado.

—Sí, me los han puesto en mi instituto, en... en...

—Shallowpool —aclaró Shona rápidamente—. Mi prima es de allí.

—Exacto, y nos han mandado hacer un trabajo sobre los matrimonios prohibidos —puntualicé. Veréis, se me había ocurrido algo sobre la marcha. ¡A lo mejor la señora Tailspin podía ayudarnos! Al fin y al cabo, Shona dijo que había oído mi apellido en clase de historia—. Shona me ha comentado que en su clase ya han dado ese tema y me estaba echando una mano.

La señora Tailspin fue a sentarse en uno de aquellos asientos con forma de seta y nos indicó por señas que hiciéramos lo mismo.

—¿Qué queréis saber?

Miré de reojo a Shona, sin saber qué contestar. ¿Qué quería saber, si es que de veras quería saber algo?

—Emily ha decidido hacer su trabajo sobre la historia de Shiprock —concretó Shona, cazando mi idea al vuelo—. Por eso ha venido a vernos. Necesitamos saber si ha habido algún matrimonio prohibido por aquí.

—En efecto, hubo uno —reveló la señora Tailspin, mientras se retocaba el moño—. Un incidente bastante sonado. ¿Lo recuerdas, Shona? Lo dimos el trimestre pasado. —Frunció el ceño—. ¿O acaso estabas demasiado ocupada cuchicheando en clase?

—¿Me lo podría explicar? —le pedí.

La señora Tailspin se volvió hacia mí.

—Muy bien.

Me esforcé por quedarme quieta en mi asiento mientras esperaba a que prosiguiera.

—En cierta ocasión, un grupo de humanos averiguó más de lo que hubiese debido saber sobre nuestro mundo —empezó—. Organizaron una regata en estas

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aguas, y un par de veleros perdieron el rumbo y acabaron zozobrando. Algunos tritones los encontraron y los ayudaron. Después tuvieron que borrar la memoria a toda la tripulación. —La señora Tailspin hizo una pausa—. Pero se olvidaron de una persona.

-¿Y...?

—Y esa joven no lo olvidó. El secreto corrió de boca en boca, tanto en su mundo como en el nuestro. Entonces empezaron los encuentros entre los humanos y el pueblo del mar. En un momento dado, se dijo que los matrimonios mixtos se irían a vivir a una isla desierta. Se rumoreaba incluso que había un lugar en el que eso ya estaba ocurriendo.

—¿De veras? —preguntó Shona.

—Como he dicho, no era más que un rumor. Yo nunca he creído en la existencia de semejante lugar. Pero la cuestión es que unos y otros siguieron viéndose, y como podéis imaginar, eso a Neptuno no le hizo ninguna gracia.

—¿Qué pasó entonces? —pregunté.

—Se desató una tormenta que duró semanas. Neptuno dijo que si pillaba a alguien infringiendo la ley, lo encarcelaría de por vida, y visitó personalmente todas y cada una de nuestras ciudades.

—¡Muy enfadado tenía que estar para eso! —precisó Shona—. Casi nunca sale de su palacio, a no ser cuando se va de vacaciones a algún lugar exótico, o cuando decide visitar sus otros palacios. Los tiene repartidos por todo el mundo, ¿verdad?

—Así es, Shona.

—¿Y vino a Shiprock? —pregunté.

—En efecto.

Shona se levantó de un brinco.

—¿Lo vio usted, señorita?

La señora Tailspin asintió.

—¿De verdad? ¿Y cómo es?

—Severo, imponente, cubierto de oro, pero con cierto encanto.

—¡Guau! —Shona miraba a la señora Tailspin con los ojos como platos.

—Los preparativos duraron semanas —continuó—. Como sabéis, Neptuno se pone de muy mal humor cuando no es recibido con ofrendas dignas de su persona. Nuestros tritones salían cada día en busca de piedras preciosas entre las rocas. Con ellas fabricamos el nuevo cetro que le regalamos.

—¿Le gustó?

—Mucho. Como muestra de gratitud, regaló un delfín a la ciudad.

—¿Y los encuentros, se acabaron? —pregunté—. Entre los humanos y el pueblo del mar, quiero decir.

—Por desgracia, no. Siguieron viéndose en secreto. No sé cómo podían dormir por las noches, desobedeciendo a Neptuno de esa manera.

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—¿Y el tal matrimonio...? —pregunté, conteniendo la respiración.

—Sí, hubo un tritón, un poeta... Jake se llamaba. Se casó con una muchacha en el rompiente del Arco Iris.

Algo se agitó en lo más profundo de mi ser, pensamientos que no alcanzaba a descifrar, como burbujas que se deshacen en cuanto las tocas.

—¿Jake... qué más? —preguntó Shona sin mirarme. Su voz rota y áspera como las paredes de la biblioteca.

La señora Tailspin volvió a darse unas palmaditas en el moño. Chasqueó la lengua y entrecerró los ojos.

—¿Whirlstand? ¿Whichmap? ¿Wisplatch? No logro recordarlo.

Miré hacia abajo, los ojos cerrados.

—¿Windsnap? —aventuré.

—¡Windsnap! Sí, bien podría ser.

Las burbujas se convirtieron en piedras y empezaron a apilarse en mi garganta.

—Y tuvieron una hija —prosiguió—. Fue entonces cuando los cogieron.

—¿Cuándo ocurrió todo esto, exactamente? —acerté a preguntar con un hilo de voz.

—Veamos... hará doce o trece años.

Asentí, sin atreverme a hablar.

—Aquello fue su ruina. La mentecata de la madre volvió con la niña al rompiente del Arco Iris, y fue entonces cuando cogieron a Jake.

—¿Que lo cogieron? ¿Y qué le hicieron? —preguntó Shona.

—Lo metieron en la cárcel —concluyó la señora Tailspin con una sonrisa de orgullo—. Neptuno decidió aplicarle un castigo ejemplar. Dijo que Jake pasaría el resto de sus días entre rejas.

—¿Y la niña? —pregunté, tragando en seco mientras esperaba la respuesta.

—¿La hija? ¡Quién sabe! Pero a esos dos les paramos los pies, desde luego. —La señora Tailspin volvió a sonreír—. Eso es lo que tú harás algún día, Shona. Serás una sirena, y de las buenas.

Shona se puso roja.

—Todavía no he decidido lo que quiero ser —repuso. La señora Tailspin echó un vistazo a su alrededor. Los estudiantes seguían leyendo. Algunos hablaban en grupos sin levantar la voz.

—Bien, chicas, si no queréis saber nada más, tengo que volver con mi grupo.

—Eso es todo, gracias —acerté a decir, no sé ni cómo. Después de que la señora Tailspin se fuera, Shona y yo nos quedamos sentadas en silencio.

—No soy yo, no puedo ser yo —dije al cabo, con la mirada perdida.

—¿Te gustaría ser tú?

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—No sé lo que me gustaría. Ya ni siquiera sé quién soy.

Shona se plantó delante de mí y me obligó a mirarla a los ojos.

—Emily, a lo mejor puedes averiguar algo más. ¡Tu padre sigue vivo! ¡Está ahí fuera, en algún sitio!

—Sí, en la cárcel. De por vida.

—¡Pero al menos ahora sabes que no te abandonó! A lo mejor seguía queriéndome.

A lo mejor sí que podía averiguar algo más.

—Creo que deberíamos volver al barco hundido —dijo Shona.

—¿Qué? ¡Ni hablar!

—¡Piénsalo! Primero el sueño de tu madre, y luego eso que dijo la señora Tailspin en clase. ¡Puede que hayan estado allí juntos!

Tal vez Shona tuviera razón. No se me ocurría ninguna idea mejor.

—Me lo tengo que pensar —dije—. Dame un par de días.

—¿Nos vemos el miércoles?

—Vale. Escucha, será mejor que vaya tirando —dije, y empecé a bajar por la torre en forma de espiral.

—¿Estás bien?

—Sí, no te preocupes. —Intenté sonreír. No estaba muy segura de mis palabras.

Nadé de vuelta a casa surcando el agua silenciosa. En mi mente se agolpaban los pensamientos, tan revueltos e insondables como el mar.

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7—¿Te lo vas a comer o sólo estás jugando? —preguntó mamá mirando por

encima de sus gafas mientras yo removía los cereales y observaba cómo la leche se teñía de marrón a medida que los copos se desleían en ella, empapados.

—¿Qué? Ah, perdón. —Me llevé una cucharada de cereales a la boca y seguí removiéndolos, absorta.

Mamá tenía el Observer abierto ante sí y lo hojeaba, chasqueando la lengua de vez en cuando, o frunciendo el ceño mientras se ajustaba las gafas sobre la nariz.

¿Cómo podía averiguar si mis sospechas eran fundadas? No era precisamente el tipo de cosa que uno comenta de pasada un domingo por la mañana: «Ah, por cierto, mamá, hace tiempo que quería hacerte una pregunta. ¿Por casualidad no te habrás casado con un tritón, verdad? ¿Y no habrás tenido una hija con él justo antes de que se esfumara para siempre, ni se te habrá pasado por la cabeza que quizá tu hija debería saberlo, verdad?»

Se me fue la mano con la cuchara y volqué un poco de leche sobre la mesa.

—Cuidado, cariño. —Mamá secó la punta de su diario con la mano. Luego me miró—. ¿Va todo bien? No es propio de ti dejar el desayuno en la mesa.

—Estoy perfecta. —Me levanté y vacié el cuenco en el fregadero.

—¿Emily?

Fingí que no la oía mientras volvía a sentarme a la mesa y empezaba a juguetear con mi pelo, enroscándolo alrededor de los dedos.

Mamá se quitó las gafas. Eso significaba que la cosa iba en serio. Luego cruzó los brazos. Muy, pero que muy en seno.

—Estoy esperando —dijo, los labios tensos, los párpados entornados—. Emily, he dicho que estoy...

—¿Por qué nunca me has hablado de mi padre?

Mamá saltó en la silla como si la hubiese pinchado.

-¿Qué?

—Nunca me hablas de mi padre —repetí, esta vez en un tono más tranquilo—. No sé nada de él. Es como si nunca hubiera existido.

Mamá volvió a ponerse las gafas. Luego se las quitó otra vez y se levantó. Puso la tetera al fuego y se quedó mirando fijamente el baile de las llamas.

—No sé qué decir —musitó al fin.

—¿Por qué no empiezas por contarme algo de él?

—Me gustaría hacerlo. Cariño, no sabes cuánto me gustaría.

—Entonces, ¿cómo es que nunca lo has hecho?

Mamá tenía los ojos arrasados en lágrimas y se los frotó con la manga de la rebeca.

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—No lo sé. Sencillamente no puedo... no puedo hacerlo.

Si hay algo que no soporto en este mundo es ver a mamá llorando.

—Vale, no pasa nada. Lo siento. —Me levanté y la abracé—. No importa.

—Sí que importa. —Mamá se sonó la nariz con el borde del mantel—. Quiero hablarte de él, ¡pero no puedo, no puedo! No...

—No pasa nada, mamá, de verdad. No tienes por qué contarme nada.

—Pero quiero hacerlo —sollozó—. ¡Lo que pasa es que no lo recuerdo!

—¿Que no lo recuerdas? —Me aparté un poco y la miré atónita—. ¿No recuerdas al hombre con el que te casaste?

Mamá me miró con ojos enrojecidos.

—Sí, bueno... no. Quiero decir, a veces creo recordar algunas cosas, pero luego se desvanecen de nuevo. Se esfuman.

—Se esfuman.

—Igual que le pasó a él —añadió con un hilo de voz. Estaba temblando y tenía la cabeza apoyada en las manos—. Ni siquiera recuerdo a mi marido. Tu padre. Dios mío, soy un desastre de madre.

—No empieces con eso —suspiré—. Eres una madre fantástica. La mejor.

—¿De veras? —Se alisó la falda sobre el regazo. Me esforcé por sonreír. Mamá levantó los ojos y me acarició la mejilla con el pulgar—. Algo debo de haber hecho bien para tenerte a ti, ¿verdad? —musitó.

Me levanté.

—Escucha, mamá, olvídalo. No tiene importancia. ¿Vale?

—Mereces más de lo que...

—Venga, mamá, ya está bien —la atajé con firmeza—. Oye, ¿qué tal si me das algo de pasta?

Mamá me pellizcó la mejilla.

—Granuja... —dijo, sorbiéndose la nariz—. Venga, pásame el monedero.

Me dio dos monedas de una libra y salí hacia el embarcadero.

Aminoré la marcha al pasar por delante del salón recreativo. No era justo. Nada era justo. Ni siquiera podía probar suerte con las máquinas tragaperras. Lo último que me faltaba en aquel momento era que se acercara Mandy a incordiar.

Compré un poco de algodón dulce al final del embarcadero y deambulé hacia el paseo marítimo con la mente repleta de pensamientos y preguntas. No me di cuenta de que el señor Beeston se acercaba a mí.

—¡Cuidado! —dijo cuando estaba a punto de chocar con él.

—Lo siento. Iba despistada.

El señor Beeston me sonrió de aquella manera que siempre me pone la piel de gallina. Un lado de su boca se curvó hacia arriba, el otro hacia abajo, y sus dientes torcidos asomaron en el hueco negro que se abrió entre ambos.

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—¿Cómo está tu madre? —preguntó.

Entonces se me ocurrió algo. El señor Beeston llevaba siglos viviendo allí y mamá le caía simpática. A lo mejor sabía algo.

—La verdad es que no muy bien —dije mientras atacaba la punta de mi algodón dulce y su cálida pelusa se derretía en mi boca convertida en azúcar.

—Vaya, ¿qué le pasa?

—Está un poco triste por... algunas cosas.

—¿Cosas? ¿Qué... cosas? —replicó al instante. Se le había borrado la sonrisa de los labios.

—Bueno, mi padre... —Le di un nuevo tiento al algodón dulce y se desprendió un trozo largo que parecía el hilo suelto de un cálido y suave jersey rosado.

—¿Tu qué? —exclamó el señor Beeston casi gritando. ¿Qué mosca le habría picado?

—Le he preguntado sobre mi padre y se ha puesto muy nerviosa.

El señor Beeston bajó la voz.

—¿Qué te ha dicho?

—Ése es el problema. No me ha dicho nada.

—¿Nada de nada?

—Ha dicho que no recordaba nada. Y entonces se ha echado a llorar.

—¿Que no recordaba nada? ¿Eso ha dicho?

Asentí con la cabeza.

—¿Estás segura de que ha dicho eso? ¿No recuerda nada en absoluto?

—Sí, eso ha dicho. Nada.

—Muy bien. —El señor Beeston soltó el aire con fuerza por la nariz, produciendo una especie de pequeño silbido.

—He pensado que quizás usted podría ayudarme.

—¿Yo? ¿Cómo demonios iba yo a ayudarte? —replicó.

—Me preguntaba si alguna vez le ha hablado de él. Como es usted su amigo, y eso...

El señor Beeston me miró fijamente, entornando los ojos hasta convertirlos en finísimas rendijas. Sentí ganas de salir corriendo. Era evidente que no podía saber nada. ¿Por qué iba mamá a hablar con él y no conmigo? Intenté sostenerle la mirada, pero la suya era tan intensa que tuve que desviar los ojos.

Entonces el señor Beeston me asió del codo, y con la mano libre señaló el paseo marítimo.

—Creo que ha llegado el momento de que tú y yo tengamos una pequeña charla —dijo.

Intenté zafarme mientras caminábamos, pero el señor Beeston me sujetó

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con más fuerza y apretó el paso. Sólo cuando llegamos al final del paseo marítimo me soltó, indicándome por señas que me sentara en un banco.

—Ahora escúchame y presta mucha atención a lo que voy a decirte, porque será la primera y la última vez que lo haga.

Esperé en silencio.

—No quiero que vuelvas a molestar a tu madre con este tema. Ya le has hecho bastante daño.

—Pero si yo...

—Tranquila, olvídalo —me interrumpió, levantando la mano—. No podías saberlo.

El señor Beeston se secó la frente con un pañuelo.

—Veamos —prosiguió, apoyando el peso de su cuerpo sobre un costado mientras guardaba el pañuelo. Me fijé en que sus pantalones tenían un roto justo por debajo del bolsillo—. Tu padre y yo éramos amigos. Muy buenos amigos. La gente hasta pensaba que éramos hermanos, para que te hagas una idea.

¿Hermanos? Pero si el señor Beeston debía de ser mucho mayor que mi padre. Abrí la boca, pero él se me adelantó.

—Era como un hermano pequeño para mí. Pasábamos mucho tiempo juntos.

—¿Haciendo qué?

—¿Cómo dices?

—¿Qué hacían juntos? Quiero saber cómo era.

—Todas las cosas que suelen hacer los chicos —repuso—. Nos íbamos de pesca, íbamos en moto...

—¿En moto?

—Sí, sí, motos, bicicletas, de todo. Y siempre juntos. Era mi mejor amigo. También salíamos con chicas.

El señor Beeston ligando. Me estremecí sólo de pensarlo.

Carraspeó.

—Después, claro está, conoció a tu madre y todo cambió.

—¿En qué sentido?

—Bueno, podría decirse que se enamoraron. O por lo menos ella sí lo hizo de él. Estaba perdidamente enamorada.

—¿Y mi padre?

—Bueno, durante un tiempo se le dio muy bien fingir que estaba enamorado. Era evidente que se había cansado de jugar a los coches.

—Creía que eran bicicletas.

—Coches, bicicletas... lo que fuera. Todo eso dejó de interesarle. No se separaban ni un segundo.

El señor Beeston se quedó con la mirada perdida, las manos en los bolsillos.

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Daba la impresión de que algo lo consumía por dentro. Entonces hizo tintinear las monedas en el bolsillo y dijo:

—Pero, por supuesto, aquello no duró demasiado. Tu padre no resultó ser el caballero que nos había hecho creer que era.

—¿Qué quiere decir?

—Es un tema un poco delicado, pero te lo explicaré. Digamos que no era la persona más responsable del mundo. No tuvo ningún reparo en probar la manzana prohibida, pero cuando llegó la hora de la verdad, salió corriendo.

—¿Eh?

El señor Beeston se ruborizó.

—Quería sembrar, pero no cosechar.

—Señor Beeston, no sé de qué me habla.

—Por el amor de Dios, Emily. Estoy hablando de asumir responsabilidades —replicó bruscamente—. ¿De dónde piensas que has salido tú?

—¿Quiere decir que mi padre dejó a mi madre embarazada y luego se largó?

—Sí, eso es lo que quiero decir.

«¿Y por qué no lo ha dicho?», me entraron ganas de preguntarle, pero no me atreví a hacerlo. El señor Beeston parecía muy enfadado.

—¿Así que la abandonó? —pregunté, sólo para asegurarme de que lo había entendido bien.

—Sí, la abandonó —dijo entre dientes.

—¿Y adonde se fue?

—Ésa es la cuestión. Nadie volvió a saber de él. Demasiada presión —añadió con sarcasmo.

—¿Qué presión?

—La paternidad. Un vago y un inútil, eso es lo que era tu padre. Se negaba a crecer, a asumir responsabilidades. —El señor Beeston apartó la mirada—. Lo que hizo con tu madre fue... fue una canallada —concluyó con aspereza—. Nunca se lo perdonaré. —Entonces se levantó del banco, el rostro tenso y ceñudo—. Nunca, por más años que viva —recalcó. Algo en su tono de voz me hizo desear no tener que vérmelas con él.

Lo seguí por el paseo marítimo.

—¿Nadie intentó encontrarlo?

—¿Encontrarlo? —El señor Beeston me miró, pero era como si yo fuera transparente. No había manera de que mis ojos y lo suyos se encontraran—. ¿Encontrarlo? —repitió—. Sí, claro que lo intentamos. Nadie podía haber hecho más de lo que hice yo. Viajé por todo el país durante semanas, colgué carteles por todas partes. Incluso hicimos un llamamiento a través de la radio, suplicándole que volviera a casa para conocer a su... bueno, a su...

—¿Su hija?

El señor Beeston no contestó.

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—Entonces ¿nunca llegó a verme?

—Hicimos todo lo que estaba en nuestra mano.

Volví la mirada hacia el paseo marítimo, intentando encajar lo que acababa de escuchar. No podía ser verdad. ¿O sí? Una pareja joven caminaba tranquilamente en nuestra dirección, él levantando a un bebé en el aire, ella riendo, un cocker spaniel saltando entre ambos. Más abajo, una pareja de ancianos avanzaba despacio con el viento de frente, los brazos entrelazados.

—Creo que va siendo hora de que vuelva —dije. Habíamos bordeado toda la bahía hasta el faro.

El señor Beeston me retuvo cogiéndome del brazo.

—No debes decirle ni una palabra de todo esto a tu madre, ¿entendido?

—¿Porqué no?

—Ya has visto lo que ha pasado. Es demasiado doloroso para ella. —Cerró la mano con fuerza alrededor de mi brazo, clavándome los dedos—. Prométeme que no le dirás nada.

No contesté.

El señor Beeston me miró a los ojos como si quisiera traspasarme con la mirada.

—Las personas pueden llegar a bloquear completamente un recuerdo cuando supone una carga demasiado pesada para ellas. Está demostrado científicamente. Te meterás en un buen lío si intentas hacerle hablar de esto. —Me tiró del brazo hasta acercar mi rostro a escasos centímetros del suyo—. ¿Y tú no quieres meterte en líos, a que no? —añadió en un susurro.

Negué con la cabeza,

—¿A que no? —repitió tirándome otra vez del brazo.

—No, por supuesto que no. —Me temblaba la voz.

El señor Beeston esbozó una de sus sonrisas esquinadas y me soltó el brazo.

—Bien —dijo al fin—. Muy bien. Dime, ¿te veré esta tarde?

—Voy a salir —mentí rápidamente. Ya me inventaría alguna excusa. No podía soportar la idea de sentarme a tomar el té con mamá y el señor Beeston, después de lo que acababa de pasar.

—Muy bien. Dile a tu madre que me pasaré a eso de las tres.

—Vale.

Nos habíamos detenido al pie del faro. Por un instante, imaginé que me obligaba a entrar y me encerraba allí dentro. ¿Por qué iba a hacer algo así? Nunca había intentado hacerme daño... hasta aquel día. Me froté el brazo. Todavía notaba la marca de sus dedos clavados en mi piel. Pero eso no era nada comparado con el dolor que sentía en mi corazón. Suponiendo que el señor Beeston dijera la verdad, Jake no podía ser mi padre, y no tenía ningún motivo para mentirme, ¿verdad? Ya nada tenía sentido.

—Bien, veamos. ¿Dónde está el... hmm...? —El señor Beeston hablaba solo mientras buscaba a tientas sus llaves. Siempre llevaba unos cinco manojos de llaves colgando de una larga cadena. Y entonces reprimió un grito—: ¿Qué pa...

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dónde está mi...?

—¿Ocurre algo?

No me contestó.

—No puede haber desaparecido. No puede ser. —Hurgó en los bolsillos de su pantalón, los puso del revés y sacudió el pañuelo, en vano—. Estaba aquí. Estoy seguro de que estaba aquí.

—¿La llave del faro?

—No, no la llave del faro, sino la... —Dejó de hurgar en los bolsillos y me miró como si sólo entonces se hubiera percatado de que yo aún estaba allí. En sus ojos había un poso de oscuridad y dureza—. Sigues ahí —constató—. Anda, vete ya. Déjame en paz. Pero no te olvides de lo que hemos hablado. Esto debe quedar entre nosotros. Recuérdalo si no quieres meterte en un buen lío. —Entonces abrió la puerta del faro—. Tengo cosas importantes que hacer —anunció, y mirándome con los ojos casi cerrados, añadió—: Volveremos a vernos muy pronto.

Por algún motivo, sus palabras sonaron como una amenaza.

Antes de que pudiera decir nada, entró en el faro y cerró la puerta a sus espaldas. En ese instante, un relámpago cruzó el horizonte.

Justo cuando daba media vuelta para marcharme, mis pies tropezaron con algo reluciente. Un llavero. Lo cogí. Era una chapa de bronce con cristales incrustados alrededor de los bordes. Había una imagen grabada en una de las caras. Una horca o algo parecido.

Dos llaves colgaban del llavero: una grande y maciza, la otra pequeña y metálica, como la que tiene mamá para cerrar su maleta. Una diminuta cadena de oro colgaba de la chapa, y en el extremo libre de ésta había un cierre desvencijado y abierto.

Llamé a la puerta del faro y esperé.

—¡Señor Beeston! —llamé a voz en grito. Volví a llamar.

Nada.

Examiné otra vez el llavero, pasando los dedos por borde de cristal. En fin, siempre podía devolvérselo otro momento.

Metí el llavero en mi bolsillo y me dirigí a casa.

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8Por fin había llegado el momento que tanto temía. Avancé por el canalillo de

agua helada que conducía a la piscina. Había intentado explicar al señor Bird que tenía una verruga en el pie, pero se limitó a darme un par de calcetines de goma para que me los pusiera antes de meterme en el agua, así que había llegado la hora de la verdad y yo tenía un aspecto absolutamente ridículo. Genial. ¿Qué iba a hacer? Cinco minutos más y mi secreto saldría a la luz. ¡Todo el mundo sabría que yo era un monstruo de feria!

—Venga, chicos, que no tenemos todo el día. —Bob dio una palmada en el aire mientras yo me encaminaba lentamente hacia el borde de la piscina y me unía al resto de la clase—. A este paso, sonará la campana y todavía no habréis puesto un pie en el agua.

Mi corazón latía con tanta fuerza que me retumbaba en los tímpanos.

—Bien, quienes ya sepan nadar pueden ir empezando —dijo. «¡Por favor, que no se acuerde, por favor!», rogué para mis adentros. El tiempo se estaba agotando. Tenía que pensar en algo, y deprisa.

—Eso va por ti. —Mandy Rushton dio un codazo a Julie y me señaló—. ¿Qué pasa, anchoa mutante? —preguntó con sorna—. ¿Te has vuelto tímida de repente?

Intenté no hacerles caso, pero Bob nos estaba mirando.

—¿Qué pasa ahí al fon...? —Y entonces me reconoció—. Ah, sí. Tú eres la chica del calambre, ¿verdad?

Retrocedí hacia la pared con la esperanza de que ésta me tragara y me permitiera desaparecer para siempre. No podía hacerlo. ¡No podía!

—Puedes meterte cuando quieras. —«Sí, claro. Ni loca»—. Pero tómatelo con calma. No queremos que vuelva a pasarte lo mismo. —Entonces se volvió hacia los demás—. Muy bien, chicos. Empecemos de una vez, ¿de acuerdo?

—Venga, ¿a qué esperas? ¡Queremos ver qué tal lo hace la anchoa mutante! —canturreó Mandy en voz alta, y todos a nuestro alrededor se dieron la vuelta para mirar. Entonces Mandy me empujó hacia delante. Perdí el equilibrio, resbalé en el suelo mojado ¡y me caí de cabeza al agua con un sonoro «plaf»!

Durante una fracción de segundo, me olvidé por completo de Mandy. No tenía ninguna importancia. Lo único importante era que volvía a estar en el agua, entregándome en cuerpo y alma a su cremosa suavidad, envolviéndome en ella como si fuera un cálido albornoz.

¡Hasta que de pronto recordé dónde estaba!

Nadé hasta la superficie, y al levantar la vista me encontré con treinta pares de ojos que me miraban, ¡y al menos uno de ellos relucía con malicia, a la espera de que mi monstruosidad se revelara!

¡Tenía que impedirlo como fuera! Pero ya era demasiado tarde. Las piernas se me estaban quedando dormidas, lo que significaba que empezaban a unirse. ¡Y encima me había ido hasta el centro de la piscina!

Me desplacé como pude en el agua, chapoteando desesperadamente con los brazos y moviendo las piernas lo menos posible con la esperanza de que no llegaran a transformarse en cola. Poco a poco, me fui impulsando hasta el borde de

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la piscina, moviendo los brazos como aspas de molino. Tenía que salir de allí antes de que ocurriera. ¡Deprisa, deprisa!

Jadeando y resoplando, logré al fin salir del agua, ¡a tiempo! Justo cuando llegué al borde de la piscina, mis piernas empezaron a relajarse. Respirando con dificultad, me aupé hacia fuera y me senté junto al borde. Bob llegó enseguida.

—¿Te has hecho daño? —Me miraba desconcertado, y de pronto se me ocurrió una idea. Me sujeté el pie con ambas manos.

—El tobillo —dije—. Creo que me he hecho daño.

Bob achinó los ojos.

—¿Cómo ha pasado?

Estaba a punto de decir que me había caído al agua cuando me fijé en Mandy, que me miraba con una sonrisita burlona. No pensaba permitir que se saliera con la suya.

—Mandy me empujó —dije.

—Bien, pues ninguna de las dos volverá a pisar la piscina esta semana —anunció—. Te vas a quedar ahí sentada hasta que se acabe la clase —le dijo a Mandy en un tono nada amistoso. Luego se volvió hacia mí—. Y en cuanto ti, será mejor que no muevas ese tobillo.

Dicho esto, Bob se volvió de nuevo hacia el resto de la clase, dio una palmada en el aire y dijo:

—Muy bien, chicos, se ha acabado el espectáculo. Vamos a nadar un poco, ¿de acuerdo?

No fue el frío lo que me hizo estremecerme mientras volvía cojeando a los vestuarios. En realidad fue por las palabras que Mandy me susurró entre dientes, tan bajito que nadie más las oyó:

—Ésta me la pagas, anchoa mutante —masculló—. Tú espera y verás.

Me fui quedando atrás, aleteando la cola, mientras Shona avanzaba sin vacilar hacia el punto donde el barco se había hundido. El cielo estaba cuajado de estrellas. Ni rastro de la luna.

—Ya casi estamos. —Shona se zambulló en el agua. Yo la seguí a unos pocos metros de distancia.

Pronto, la luz dorada empezó a colarse entre las algas y las rocas, arrastrándonos hacia el barco.

—¡Shona, no puedo hacerlo! —exploté—. Es inútil.

Shona volvió hacia atrás.

—Pero dijiste que querías venir.

—No sirve de nada. No es mi padre.

Shona se quedó muda.

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—Mi padre nos abandonó. Justo como yo creía que había hecho.

Le conté lo que el señor Beeston me había dicho, y también le hablé de su extraña y velada amenaza.

—¿Estás segura? —me preguntó cuando terminé de contárselo.

¿Por qué iba a mentirme el señor Beeston? No hacía otra cosa que preguntármelo a mí misma desde hacía tres días. Todavía no estaba segura de creerle, pero era mejor eso que alimentar falsas esperanzas.

—Y yo que lo tenía tan claro... —Shona miró por encima del hombro, hacia el barco—. Escucha, ¿por qué no lo intentamos de todas formas? Estamos tan cerca...

—¿De qué serviría?

—No tenemos nada que perder. Además, hay algo que quiero enseñarte. Una cosa que vi en la puerta del pasillo.

¿Qué más daba? El barco no tenía nada que ver conmigo. No había nada que temer.

—De acuerdo —dije.

Nos deslizamos por el pasillo oscuro, avanzando a tientas una vez más entre aquellas paredes viscosas. Me propuse no mirar al pez con las fauces abiertas que nos había seguido.

—¿Y qué es eso que querías enseñarme? —le pregunté mientras nadábamos.

—Hay un símbolo en la puerta. Se me había olvidado por completo, con todo lo que pasó.

—¿Qué clase de símbolo?

—Un tridente.

—¿Y eso qué es?

—El símbolo de Neptuno. Lo lleva consigo allí donde va. Es lo que usa para crear tormentas... o islas.

—¿Islas? ¿Puede crear islas enteras?

—Bueno, sólo cuando está de buen humor, así que no lo hace muy a menudo. ¡Lo suyo es más bien desatar terribles tormentas en alta mar! —Los ojos de Shona se iluminaron con un brillo especial, como siempre que hablaba de Neptuno.

—Hay quien asegura que puede transformar a cualquiera en piedra con su tridente, y que su palacio está lleno de animales petrificados. He oído decir que eso les pasó porque un día le desobedecieron. Y también puede hacer desaparecer a los barcos con sólo mover su tridente, o montar un banquete para cien personas, o crear volcanes a partir de la nada.

—¡Qué pasada!

Habíamos llegado a la puerta.

—Mira. —Shona señaló el ángulo superior de la puerta. Una placa de bronce. Un grabado. Bastante desdibujado, pero no había duda.

Lo que tenía ante mí era la misma imagen que había en el llavero del señor

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Beeston.

—Pero... pero si es... —Hurgué en mi bolsillo—. Es imposible. ¡No puede ser!

—¿Qué? —Shona se me acercó. Le enseñé el llavero.

—¿De dónde has sacado esto? —preguntó.

—Es del señor Beeston.

¡Pero no podía ser! Me habría confundido, ¡sólo podía ser eso!

—¡Caracolas!... —murmuró Shona—. Entonces crees que... —Sus palabras se quedaron flotando a la deriva en la oscuridad. ¿Qué creía yo? La verdad es que ya no sabía qué creer.

—¿Lo intentamos? —Shona cogió la llave de mis manos.

Miré con ojos asombrados cómo giraba suavemente en la cerradura sin oponer resistencia alguna.

La puerta se abrió.

La cruzamos deslizándonos en silencio. Estábamos en el interior de un pequeño despacho. Había un escritorio sobre el que descansaba una enorme pila de carpetas y documentos, y sobre éstos varias piedras que hacían las veces de pisapapeles. Delante del escritorio, había un banco clavado al suelo. Shona nadó hasta allí y cogió algo. Poco después, un resplandor naranja iluminó la habitación por encima de nuestras cabezas. Parpadeando para acostumbrarme a la repentina claridad, miré hacia arriba para ver de dónde venía la luz. Del techo colgaba una criatura larga y resbaladiza con un trozo de cordel en la cola.

—Es una anguila eléctrica —me informó Shona. Nos miramos la una a la otra en silencio. —¿Y qué pasa con la otra llave? —preguntó, nadando hasta el archivador metálico que descansaba en un rincón del despacho. Intenté abrir los cajones pero no había manera. Estuve tentada de cerrar los ojos mientras intentaba meter la llave en la cerradura que había en lo alto del archivador. «Por favor, que no la abra. Por favor, que no abra», me dije a mí misma. ¿Qué encontraría si lograba abrir la cerradura?

Ni siquiera pude meterla del todo. Suspiré profundamente, y de pronto me entraron unas ganas tremendas de salir de allí corriendo.

—Shona, a lo mejor todo esto ha sido un gran error —dije, retrocediendo hacia la puerta. Pero entonces mi cola tropezó con el banco y resbalé hacia atrás. Un banco de pececillos negros se escabulló de debajo de la mesa y, huyendo de nosotras, salió del despacho girando en espiral.

—¡Emily! —Shona me tiraba de la manga y señalaba algo que estaba debajo de la mesa.

Me incliné hacia delante para verlo más de cerca. Un baúl de madera. Bastante grande, con herrajes de latón y una cadena metálica alrededor. Parecía sacado de La isla del tesoro. Me metí debajo de la mesa y Shona me ayudó a sacar el baúl hacia fuera.

—¡Por las barbas de Neptuno!... —susurró, sin apartar los ojos de algo que colgaba de la cadena por la parte de delante. Un candado de bronce.

Cuando metí la llave en la cerradura del candado y éste se abrió sin la menor dificultad no me sorprendió lo más mínimo. Un puñado de peces plateados picoteaban los lados del baúl mientras lo abría. Estaba repleto de carpetas. Cogí unas cuantas. Mientras me las acercaba, su color cambió de azul a verde. Hurgando

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entre la pila de carpetas, acabé sacándolas todas hacia fuera. Entonces me encontré con una que era distinta de las demás. Para empezar, era más gruesa que las otras carpetas. También parecía más nueva.

Y, además, llevaba mi nombre escrito.

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9No sé cuánto tiempo me quedé allí, mirando la carpeta, hasta que de pronto

me di cuenta de que los dedos casi se me habían dormido de tanto apretarla.

—¿Qué pasa? —Shona se acercó a mí por detrás y miró por encima de mi hombro. Fue entonces cuando me fijé en otra carpeta que descansaba en el fondo del baúl. Me agaché para cogerla. Llevaba escrito el nombre de mamá. Debajo de aquella carpeta había otra. Casi no me atrevía a mirarla, y hasta cerré los ojos al cogerla. Cuando los abrí, tenía ante mí un nombre con el que soñaba desde hacía una semana: Jake Windsnap.

Recorrí aquellas letras con las yemas de los dedos. Jake Windsnap. Pronuncié su nombre una y otra vez, preguntándome si cabía la posibilidad de que todo aquello fuera un error, o una broma pesada, o algo por el estilo.

—Jake es realmente mi padre —dije en voz alta.

Claro que lo era. En el fondo, lo sabía desde la primera vez que había oído su nombre. Sólo necesitaba verlo escrito para que mi cerebro se convenciera de ello.

Abrí la carpeta, y las manos me temblaban tanto que casi dejé caer su contenido. Las hojas que había dentro de la carpeta eran de plástico, y todas llevaban impresa en la cabecera aquella especie de horca, el tridente de Neptuno.

—¿Pero qué tendrá que ver el señor Beeston con todo esto? —preguntó Shona.

—A lo mejor sí que sabe dónde está mi padre. Quiero decir, si eran tan buenos amigos, puede que esté intentando ayudarlo. A lo mejor han estado en contacto durante todo este tiempo —solté de un tirón, sin pensarlo demasiado. Pero mis palabras no me convencieron, ni tampoco a Shona, a juzgar por su expresión.

—Sólo hay una forma de averiguarlo —apuntó.

Sostuve las carpetas ante mí. Una vez que hubiera mirado su contenido, ya no habría vuelta atrás. No podría fingir que no había visto lo que quiera que fuese que había en su interior. A lo mejor no quería saberlo. Me tiré del pelo, jugueteé con un mechón, lo enrosqué una y otra vez alrededor del dedo. Tenía que hacerlo. Pasara lo que pasara, necesitaba saber la verdad.

Abrí la carpeta que llevaba mi nombre escrito, y al hacerlo se cayó al suelo un trocito de papel ajado con una nota garabateada. Lo recogí y empecé a leerlo al mismo tiempo que Shona, que miraba por encima de mi hombro.

EW 1: Todo en orden.

Nada que reseñar. No se han identificado genes neptúnidos. Posible resultado negativo (50 % de posibilidades). Nula presencia de escamas.

—¿Qué salmones significa eso?

No supe qué contestar, así que extraje de la carpeta otra hoja más grande.

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EW 8: ¿Será la hora de la verdad?

El sujeto ha solicitado de nuevo asistir a clases de natación (véase fichero MPW para más información). CFB presente en el momento de la petición, denegada por la madre. Es improbable que se le conceda en un futuro cercano. Se recomienda vigilar de cerca al sujeto. Aunque la ausencia de genes neptúnidos es casi segura, el experimento debe seguir adelante, por lo que la observación continua del sujeto se considera de la máxima prioridad.

—¡Sujeto! —farfullé—. ¿Se refiere a mí?

Shona hizo una mueca.

¿Observación? ¿Acaso me habían estado siguiendo? ¿Y si nos estaban observando en aquel preciso instante? Un escalofrío me recorrió la espalda, y nadé hasta la puerta del despacho para cerrarla. Mientras lo hacía, un solitario pez azul se coló en la habitación, casi rozándome la cabeza.

Hojeamos el resto de los documentos del expediente. Más de lo mismo: sujetos por aquí, misteriosas iniciales por allá, y cosas raras que no tenían ningún sentido.

Cogí la carpeta de mamá.

MPW 0: Objetivos.

MPW constituye un elevadísimo riesgo de descubrimiento de la civilización neptúnica. Se requiere la constante supervisión de CFB, así como la administración periódica de Amnesium.

Shona reprimió un grito.

—¡Amnesium! ¡Eso sí sé lo que es! ¡Le están borrando la memoria!

—¿Qué? ¿Quién le está borrando la memoria?

—El señor Beeston. ¡Debe de estar trabajando a las órdenes de Neptuno!

—¿De Neptuno? ¿Pero cómo? Quiero decir, no puede hacer eso. ¿Verdad que no?

Shona se frotó el labio.

—Aunque normalmente los envían lejos después de borrarles la memoria.

—¿Porqué?

—Porque su efecto puede desaparecer si te acercas al reino de Neptuno. El trimestre pasado lo dimos en clase de ciencia.

—¿Y de verdad crees que eso han hecho con mi madre?

—Probablemente siguen haciéndolo. Una sola dosis suele ser bastante para borrar un incidente puntual, pero no toda una serie de recuerdos. Deben de estar dándole una medicación constante, de alguna manera.

¿Medicación constante? Me vinieron a la memoria las asiduas visitas del señor Beeston. ¡Qué iba ese a estar solo! ¡Lo que pasaba era que estaba drogando

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a mi madre!

Repasamos el resto de la carpeta de mamá. Una tras otra, las páginas recogían todos y cada uno de sus movimientos. El señor Beeston llevaba años espiándonos.

—Esto me está poniendo enferma —dije, cerrando la carpeta de golpe.

Entonces Shona cogió el expediente de Jake. Tenía una nota pegada por fuera con algo garabateado: «Ala Este: E 930.» Leímos en silencio.

JW 3: Mala influencia.

JW sigue protestando por la condena. Huraño y conflictivo.

JW 8: Cambio a mejor.

El sujeto se ha acomodado a la rutina de la vida en prisión. Su conducta ha mejorado.

JW 11: Aislamiento.

El recluso ha comentado abiertamente la operación Isla Desierta. Tres días en la celda de aislamiento.

—¡Operación Isla Desierta! —susurró Shona—. Así que al final es verdad. ¡Existe realmente un lugar donde los humanos y mi pueblo viven juntos!

—¿Cómo sabes que se refiere a eso? —pregunté—. Podría ser cualquier cosa.

Seguimos leyendo.

—Todo esto es absurdo —dije, nadando de acá para allá en la habitación, intentando concentrarme.

Shona siguió hojeando los documentos de la carpeta.

—Esto está lleno de números y fechas con iniciales raras. —Cerró la carpeta—. Que me pesquen si entiendo algo de todo esto. —Cogió otra carpeta del arcón—. Escucha —dijo entonces—: Proyecto Faro. CFB debe tomar el control del faro de Brightport hasta que el problema Windsnap se haya zanjado. La planta baja ha sido adaptada para facilitar el acceso. Apoyo de sirena disponible ocasionalmente, además de un haz luminoso poco fiable. Anterior farero: Se recomienda admi-nistración inmediata de Amnesium y retirada de escena.

Shona levantó la vista.

—¿Qué vamos a hacer? —pregunté con un hilo de voz.

—¿Qué podemos hacer? Pero oye, al menos hemos encontrado a tu padre.

Mi padre. Sonaba raro, como si esas palabras no tuvieran ningún significado para mí. Todavía no.

—Pero no lo he encontrado —repuse—. Ése es el problema. Lo único que he encontrado es un estúpido archivo sin pies ni cabeza.

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Shona volvió a dejar la carpeta en el baúl.

—Lo siento —dijo.

—Escucha, Shona: sabemos que Jake es mi... mi padre, ¿verdad?

—Sin ninguna duda.

—Y sabemos dónde está, ¿verdad?

—Bueno, sí.

—Y también sabemos que no puede salir. Que está encerrado. Y que no me abandonó por su propia voluntad...

—Estoy segura de que nunca quiso hacerlo.

—¡Pues vayamos a buscarlo!

Shona se me quedó mirando con los ojos muy abiertos.

Volví a meter todas las carpetas en el baúl y lo cerré con gesto decidido.

—¡Venga, vamonos!

—¿Adonde quieres ir?

—A la cárcel —dije, volviéndome hacia ella—. Tenemos que encontrarlo.

Shona movió suavemente la cola.

—Emily, está a millas de distancia.

—¡Somos sirenas! ¡Podemos recorrer grandes distancias nadando, eso no es problema!

—A lo mejor yo sí puedo hacerlo, pero está claro que para ti es demasiado lejos. Sólo eres una sirena a medias, ¿recuerdas?

—¿Estás insinuando que no estoy a tu altura? —le espeté, cruzando los brazos—. Creía que eras mi amiga. Hasta pensé que podías llegar a ser mi mejor amiga.

La cola de Shona aleteó con más fuerza.

—¿De verdad? —dijo—. A mí también me gustaría que fueras mi mejor amiga.

—Pues la verdad es que tienes una forma muy extraña de demostrarlo. Ni siquiera quieres ayudarme a encontrar a mi padre.

Shona hizo una mueca.

—Lo que pasa es que no creo que podamos llegar hasta allí. Ni siquiera sé muy bien dónde está.

—Nunca lo averiguaremos si no lo intentamos. Te lo pido por favor, Shona... si fueras realmente mi mejor amiga, me acompañarías.

—Vaaale... —contestó con un suspiro—. Lo intentaré. Pero no quiero que te me desmayes en medio del océano. Si te cansas, me lo dices y volvemos enseguida. ¿Vale?

Volví a colocar el baúl debajo de la mesa.

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—Vale.

No sé cuánto tiempo llevábamos nadando. Puede que una hora. Empezaba a tener la sensación de que mis brazos estaban hechos de plomo. Mi cola apenas podía moverse. Un banco de peces voladores nos adelantó por ambos lados, saltando dentro y fuera del agua. De vez en cuando, una gaviota solitaria se zambullía en el mar como un dardo blanco perforando el agua.

—¿Todavía falta mucho? —pregunté, casi sin aliento.

—Más de la mitad del camino —contestó Shona, volviéndose para mirarme—. ¿Estás bien?

—Perfectamente. —Intenté no jadear mientras hablaba—. Genial. Esto es... pan comido.

Shona aminoró la marcha para nadar a mi lado, y seguimos surcando el agua en silencio.

—No te encuentras bien, ¿verdad?—preguntó al cabo de un rato.

—Estoy perfectamente —insistí, pero la cabeza se me hundió mientras hablaba y tragué agua sin querer, así que empecé a toser. Shona me cogió.

—Gracias —dije, y me aparté de ella—. Ya estoy bien.

Shona me miró desconfiada.

—A lo mejor nos vendría bien un descanso, a las dos —dijo—. Hay un islote a unos cinco minutos de aquí. Nos tendríamos que apartar un poco de nuestra ruta, pero al menos podríamos recuperar fuerzas.

—Vale —dije—. Si realmente lo necesitas, no me importa parar un rato.

—Genial. —Shona se adelantó de nuevo—. Sígueme.

Pronto, estábamos sentadas en un islote un poco más grande que la roca lisa en la que solíamos quedar. El islote era áspero y pedregoso, pero me dejé caer sobre él tan pronto como logré arrastrar mi cuerpo hasta la orilla. Las olas me acariciaban mientras mi cola se volvía a transformar en un par de piernas.

Habría jurado que no habían pasado más de unos segundos cuando Shona me sacudió suavemente los hombros.

—Emily —susurró—. Tienes que levantarte. Está empezando a clarear.

Me incorporé al instante.

—¿Cuándo tiempo llevo dormida?

Shona se encogió de hombros.

—No mucho.

—¿Por qué no me has despertado? Ahora sí que no llegamos. ¡Lo has hecho adrede!

Shona frunció los labios y me miró con cara de pocos amigos. Entonces

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recordé que había fingido necesitar un descanso para que yo pudiera reposar, y que me había llevado a su clase y todo lo demás.

—Lo siento —me disculpé—. Sé que no lo has hecho adrede.

—Es demasiado lejos. Seguramente incluso para mí, no sólo para ti.

—¡Nunca lo veré! ¡Apuesto a que ni siquiera recuerda que tiene una hija! —Sentí una gota de agua salada resbalándome por la mejilla y la sequé de un manotazo—. ¿Qué voy a hacer ahora?

Shona me rodeó los hombros con un brazo.

—Lo siento —dijo.

—Yo también lo siento. No debería haberte hablado así. Te has portado genial conmigo. Me has ayudado mucho.

Shona hizo una mueca, como si estuviera intentando no sonreír pero no pudiera evitar que le temblaran las comisuras de los labios.

—Y sé que tienes razón —añadí—. Si sólo hemos llegado a medio camino, no habría podido llegar a la cárcel esta noche.

—Ni siquiera hemos llegado a la mitad. Mira —dijo, señalando la línea del horizonte—. ¿Ves aquella nube grande que parece una ballena soltando un chorro de agua, la que tiene detrás a otra nube pequeñita con forma de estrella de mar?

Miré hacia el cielo.

—Hmmm, sí —dije, no muy segura.

—Justo por debajo, donde el mar se une con el cielo, hay una zona que se ve un poco más clara que el resto.

Escruté el horizonte. ¡Parecía estar a una distancia inabarcable!

—Allí está. El Gran Arrecife de Neptuno. Es como una muralla inmensa, más grande que nada de lo que hayas visto en tu vida. El arrecife está hecho de roca y corales de todas las formas y colores que puedas imaginar, y muchos más. La cárcel queda una milla más allá del arrecife, y para llegar hasta allí hay que cruzarlo.

De pronto, el corazón me pesaba como si también fuera una roca, como si se me fuera a caer hasta el fondo del mar.

—Shona, eso está lejísimos...

—Ya se nos ocurrirá algo —dijo—. Te lo prometo.

Entonces rebuscó entre las rocas, cogió un par de guijarros y me ofreció uno.

—¿Qué es esto? —pregunté, observándolo.

—Son piedras de la amistad. Significa que eres mi mejor amiga, y yo la tuya... si es que quieres que lo seamos.

—¡Por supuesto que quiero!

—Mira, son casi idénticas —observó, enseñándome su piedra—. Tenemos que llevarlas siempre encima. Significa que estamos dispuestas a ayudarnos la una a la otra en todo momento. —Y luego añadió, casi en un susurro—: Y también es un recordatorio de mi promesa de que encontraremos a tu padre.

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Mojé mi piedra en el agua, y se volvió muy suave y reluciente.

—Es el mejor regalo que me han hecho nunca.

Shona guardó su piedra en la cola y yo puse la mía en el bolsillo de la chaqueta. ¡No quería que desapareciera cada vez que recuperara las piernas! Miré la mancha de luz que se alargaba y extendía sobre la línea del horizonte.

—Ven —dijo Shona, volviendo a zambullirse en el mar—. Será mejor que nos pongamos en marcha.

Poco a poco, volvimos nadando al rompiente del Arco Iris.

—¿Nos vemos el domingo? —pregunté, como siempre que nos despedíamos.

Shona se ruborizó un poco.

—¿Puede ser el lunes?

—Creía que no podías salir los lunes.

—Me las arreglaré, no temas. Es que el lunes por la mañana tenemos la competición de salto y de ballet acuático, y no quiero estar demasiado cansada.

—Vale, pues nos vemos el lunes —dije sonriendo—. ¡Y suerte!

Para cuando llegué a casa, estaba tan agotada que podía haberme quedado dormida de pie, pero tenía la cabeza demasiado llena de preguntas. Y de tristeza. Había logrado averiguar dónde estaba mi padre, ¿pero cómo iba a llegar hasta él? ¿Lo encontraríamos realmente? Tenía la sensación de que lo había vuelto a perder. Y casi se podría decir que también había perdido a mi madre. ¡Si al menos pudiera hacer que recordara!

Mientras intentaba dormirme, me vino a la mente algo que Shona había dicho: el efecto del Amnesium puede desaparecer si uno se acerca al reino de Neptuno.

¡Claro!

Sabía exactamente qué tenía que hacer.

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10Mamá siempre duerme hasta las tantas en domingo. Dice que si el

mismísimo Creador se concedió un día de descanso, ¿por qué no iba a hacerlo ella? El caso es que tengo órdenes estrictas de no molestarla hasta que ella diga que ya es de día, lo que por lo general ocurre hacia las doce.

Mientras ella dormía, yo me paseaba impacientemente por el barco, deseando que se despertara de una vez. ¿Y si seguía durmiendo toda la tarde? ¡Qué calamidad! No podía arriesgarme a que el señor Beeston apareciera antes de que hubiera hablado con ella, así que rompí una de nuestras regla de oro. Entré de puntillas en su habitación y me senté en la cama.

—Mamá... —susurré desde los pies de la cama. No se inmutó. Me acerqué un poco más y me incliné hacia su oreja—. Mamá... —llamé un poco más alto.

Mamá abrió un ojo y volvió a cerrarlo enseguida.

—¿Guéguieeeeres? —refunfuñó.

—Tienes que levantarte.

—¿Guébaaasa?

—Quiero salir.

Mamá lanzó un gemido y se dio la vuelta.

—Mamá, quiero salir contigo.

Silencio.

—Por favor, levántate.

Entonces se volvió hacia mí y entreabrió los ojos.

—Nunca hacemos nada juntas —dije.

—¿Y tiene que ser ahora mismo? ¿Por qué no me dejas dormir? ¿Qué hora es, a todas éstas?

Giré rápidamente el despertador para que no pudiera ver la hora.

—Es tarde. Venga, mamá. ¡Por favor!

Mamá se frotó los ojos y se apoyó sobre la espalda.

—Supongo que no me vas a dejar tranquila hasta que me levante, ¿verdad?

Sonreí con expectación.

—Bueno, tú déjame a solas cinco minutos y me levantaré.

No me moví.

—¿Y cómo sé que no volverás a quedarte frita en cuanto me dé la vuelta?

—¡Emily! He dicho que me levantaré y cumpliré mi palabra. ¡Ahora déjame a solas! Si quieres verme de buen humor, ve a preparar una taza de té. Y entonces puede, pero sólo puede, que te perdone.

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Mamá le dio un mordisco a la tostada.

—Y bien, ¿adonde te apetece ir, ahora que me has estropeado la mañana del domingo?

Sabía exactamente adonde íbamos a ir: a la bahía de Shiprock, lo más cerca del rompiente del Arco Iris que se podía llegar por tierra. Había estudiado las rutas de autobús, y había uno que prácticamente nos dejaba delante.

Podíamos bajarnos en la carretera de la costa y caminar a lo largo del rompeolas. Valía la pena intentarlo. Tenía que intentar refrescarle la memoria, fuera como fuese.

—Se me acaba de ocurrir que podríamos ir a dar una vuelta por la costa, pasar el día al aire libre —sugerí como sin darle importancia mientras me metía en la boca un trozo de tostada con mermelada.

—¿Y qué me dices del señor Beeston?

—¿Qué pasa con él? —Casi me atraganté con la tostada.

—Tenemos que estar de vuelta a las tres. No puedo dejarlo plantado.

—¡Por Dios, mamá! ¿No puedes faltar a vuestra cita ni un solo día?

—Emily, el señor Beeston está muy solo y es un buen amigo mío. ¿Cuántas veces tendré decírtelo? Ya sabes que no me gusta fallarle. Él no me ha fallado a mí ni una sola vez en todos estos años, y no pienso ser yo quien lo haga. ¡Y lo nuestro no es una cita!

—Lo que tú digas. —No era el momento más adecuado para decirle lo que sabía del pobre «hombre solitario». ¿Y qué sabía, por cierto? Nada que tuviera mucho sentido. Tragué en seco, intentando hacer bajar la tostada. Teníamos tiempo de sobra para llegar a la bahía de Shiprock, y a lo mejor se nos escapaba el autobús de vuelta... ya se me ocurriría algo, o más valía que así fuera.

—La verdad es que esto es precioso. —Mamá miraba por la ventanilla mientras el autobús avanzaba a trompicones por la carretera de la costa. Había doblado el cabo e iniciaba el regreso tierra adentro, mientras yo intentaba averiguar dónde teníamos que bajarnos. El mar se veía completamente distinto desde tierra. Entonces vi un macizo rocoso de aspecto familiar y decidí arriesgarme. Me levanté y apreté el botón de parada.

—Nos bajamos aquí —dije.

—¿Sabes?, me alegro mucho de que me hayas despertado —dijo mamá mientras bajábamos del autobús—. ¡Aunque eso no es excusa para que lo hagas cada semana! —Mamá se detuvo junto a un banco verde y se sentó de cara al mar—. Además, has elegido un rincón precioso.

—¿Qué haces? —pregunté cuando vi que abría la mochila y sacaba los

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bocadillos.

—Hemos venido a hacer un picnic, ¿no?

—¡Sí, pero no aquí!

Mamá miró alrededor.

—Pues yo no veo ningún lugar mejor.

—¡Mamá, estamos justo al lado de la carretera! Vayamos un poco más hacia la orilla.

Mamá frunció el ceño.

—Venga, sólo un poquito. ¡Por favor! Me lo has prometido.

—Yo no te he prometido nada —replicó, pero volvió a guardar los bocadillos y me siguió por un sendero que parecía conducir al mar.

Llevábamos unos quince minutos caminando cuando el sendero se terminó bruscamente. Ante nosotras empezaba una pendiente accidentada y pedregosa que iba a dar a la orilla.

—¿Y ahora qué? —dijo mamá, mirando a su alrededor.

—Bajemos hasta la orilla.

—Debes de estar de broma. ¿Has visto qué zapatos llevo?

Miré sus pies. ¿Por qué no se me había ocurrido decirle que no se pusiera las sandalias de plataforma?

—No pasa nada —le aseguré.

—Emily, no pienso despeñarme por un acantilado y romperme un tobillo sólo por un capricho tuyo. —Se dio la vuelta y empezó a caminar en dirección a la carretera.

—¡No, espera! —Miré a mi alrededor desesperadamente. No podía dejar que se fuera, no sin haber visto las rocas. De pronto, me fijé en una senda tortuosa que apenas se veía bajo las zarzas. Parecía irregular y pedregosa, pero no tan empinada como la otra—. Hay otro camino por aquí—dije—. Mira, un poco más allá se vuelve llano. Sólo tenemos que bajar este trocito de nada.

—No sé, no sé... —Mamá miraba con recelo hacia el acantilado.

—Venga, intentémoslo. Yo iré primero. ¡Al menos así, si tropiezas, caerás sobre blando! —esbocé una sonrisa picarona, y mamá acabó dando su brazo a torcer.

—Bueno, pero si me rompo las piernas tú tendrás que traerme el desayuno a la cama todos los días hasta que me ponga bien.

—Trato hecho.

Me fui abriendo paso entre las zarzas y las piedras, mirando hacia atrás cada pocos segundos para asegurarme de que mamá me seguía. No sin esfuerzo, llegamos a las rocas sanas y salvas.

—¡Ay, ortigas! —exclamó mamá frotándose el codo. Cogió una hoja de acedera y se la restregó por el brazo. Yo contemplaba el mar que se extendía ante nosotras. Estábamos a un tiro de piedra del rompiente del Arco Iris. No pude evitar

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sonreír mientras veía cómo las olas acariciaban los escollos, tiñéndolos con los colores del arco iris.

—¿Mamá?

—¿Mmm?

Respiré hondo.

—¿Crees en las sirenas? —pregunté, con un nudo en la garganta.

Mamá soltó una carcajada.

—¿Sirenas? Por Dios, Emily, qué cosas se te...

Pero entonces se quedó muda. Dejó caer la hoja de acedera al suelo. Tenía la mirada perdida en el horizonte, el rostro súbitamente tenso.

—¿Qué pasa, mamá? —pregunté suavemente.

—¿Dónde estamos? —musitó.

—En la costa. Me pareció buena idea salir a dar un...

—¿Qué clase de lugar es éste?

¡No me había detenido a pensar en lo que le diría cuando llegáramos allí! ¿Cómo reaccionaría mamá si se enterara no sólo de lo de Jake, sino también de lo mío? ¿Y si sólo lo recordaba a medias? Podía darle por pensar que los dos éramos unos monstruos de feria, podía avergonzarse de nosotros. ¿Por qué no lo había pensado antes?

Carraspeé.

—Sólo son unas rocas —dije con cautela—. ¿No?

Mamá se volvió hacia mí.

—Yo he estado aquí antes —afirmó, el rostro crispado en una mueca de dolor.

—¿Cuándo?

—No lo sé. Pero este lugar me resulta familiar.

—¿Bajamos un poco más?

—¡No! —exclamó, y se dio media vuelta—. Emily, tenemos que irnos. El señor Beeston nos estará esperando.

—¡Pero si acabamos de llegar! El señor Beeston todavía tardará mucho.

—No puedo quedarme aquí—confesó mamá—. Este sitio me da grima. Nos vamos a casa. —Empezó a caminar tan deprisa que apenas podía seguirle el ritmo.

Al final, acabamos comiendo los bocadillos en el banco verde del rompeolas. Un autobús pasó zumbando justo cuando estábamos llegando a la carretera, así que no podíamos hacer otra cosa que esperar al siguiente. Comimos en silencio. Yo porque no sabía qué decir; mamá porque estaba absorta con la mirada perdida.

Me moría de ganas de preguntarle cosas, o de contarle cosas, pero ¿por dónde empezar?

Al final llegó otro autobús y volvimos a casa, siempre en silencio. Para

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cuando llegamos al muelle de Brightport ya eran casi las cuatro de la tarde.

—¿Estás enfadada conmigo? —pregunté mientras subíamos a bordo de nuestro barco.

—¿Enfadada? ¿Por qué iba a estarlo? No has hecho nada malo, ¿verdad? —Mamá escrutó mi rostro.

—Sólo quería que saliéramos a dar una vuelta, que pasáramos un buen rato juntas, pero te has puesto muy triste.

Mamá negó con la cabeza.

—Sólo estoy pensativa, cariño. Había algo en ese lugar... —Su voz se desvaneció.

—¿Qué? ¿Qué pasa?

—Ha sido como un recuerdo muy fuerte, pero ni siquiera sé qué es lo que he recordado. —Mamá volvió a mover la cabeza con pesadumbre y se quitó la chaqueta—. Fíjate, ya estoy diciendo tonterías, como de costumbre.

—Lo que dices no es ninguna tontería —me apresuré a decir—. ¿Qué has recordado?

Mamá se abrazó a su chaqueta.

—¿Sabes?, no era un recuerdo concreto, sino más bien una sensación. Sentí una gran sensación de... amor.

—¿Amor?

—Y algo más: tristeza. Una profunda tristeza. —Mamá llevó su chaqueta a la sala de máquinas para colgarla—. ¡Ya te he dicho que era una tontería! —gritó desde abajo—. Pon el agua al fuego, anda, que ahora iré a llamar al señor Beeston. Debe de estar preguntándose dónde nos hemos metido.

Miré por la ventana mientras llenaba la tetera. ¡El señor Beeston se acercaba por el muelle! Todo mi cuerpo se estremeció. Caminaba a grandes zancadas y con cara de pocos amigos.

¡Pam, pam, pam!

El señor Beeston aporreó el tejado en el momento en que mamá entraba en la cocina.

—Hombre, menos mal. Aquí está. —Mamá fue a abrirle—. ¡Buenas! —saludó con una sonrisa—. Ahora mismo iba a...

—¿Dónde os habíais metido? —preguntó bruscamente.

—Hemos salido de excursión, ¿verdad Emily? Hemos ido a dar una vuelta por...

—Yo estaba aquí a las tres de la tarde —la interrumpió, dando unos golpecitos con el dedo en su reloj de muñeca—. Una hora me habéis tenido esperando. ¿Os parece bonito? —preguntó, y estiró el cuello para mirarme.

Tragué saliva.

Mamá nos miró a ambos con el ceño fruncido.

—Bueno, tampoco hay motivo para enfadarse —dijo—. Nos sentaremos a

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tomar una taza de té. —Se fue a buscar tazas y platos—. ¿Qué nos ha traído hoy, señor Beeston? ¿Magdalenas? ¿Cruasanes?

—Rosquillas —contestó sin quitarme los ojos de encima.

—Yo no he hecho nada —dije.

—Por supuesto que no, Emily. Bien, ¿quiere acompañarnos?

Mamá ofreció una taza al señor Beeston, que por fin apartó su mirada de mí. Se quitó la chaqueta y la dejó doblada sobre el respaldo de una silla.

—No, gracias.

Me senté en el sofá con todos los sentidos alerta, esperando el momento en que el señor Beeston intentaría inyectarle a mamá el suero del olvido. Tenía que pillarlo con las manos en la masa para demostrarle a mamá que en realidad aquel hombre no era su amigo. Pero ¿y si él me pillaba a mí antes? ¿Y si también me inyectaba el suero del olvido?

Pero mis temores no se vieron confirmados. Tan pronto como el señor Beeston se sentó con mamá, fue como si nada hubiera pasado. Estuvieron bebiendo té, mordisqueando sus rosquillas y charlando sobre cosas tan banales como los nuevos dueños de la pensión local o el precio del minigolf.

Apenas habían terminado de merendar cuando el señor Beeston miró su reloj.

—Bueno, es hora de que me vaya —anunció.

—¿Ya se va? —pregunté.

¡Pero si aún no le había borrado la memoria!

A lo mejor no lo hacía todas las semanas. ¡Pero allí estaría yo, esperándolo, el día en que lo intentara!

—He quedado a las cinco menos cuarto —se disculpó. Le temblaba el lado izquierdo de la boca—. No me gusta hacer esperar a la gente.

No dije ni una palabra.

—Hasta luego, Mary —se despidió antes de irse.

Mamá se puso a fregar las tazas y yo cogí un paño de cocina.

—Volviendo a eso que me estabas contando antes... —empecé mientras mamá me pasaba un plato.

—¿A qué te refieres?

—Ya sabes, a nuestra excursión.

—Ah, claro. Nuestra visita al rompeolas de la bahía —dijo mamá con una sonrisa—. Ha estado muy bien, ¿verdad?

—No me refería sólo al rompeolas —proseguí—, sino también a las rocas.

Mamá me miró con gesto interrogante.

—Ya sabes... el rompiente del Arco Iris... —contuve el aliento.

—¿El rompiente de qué?

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—¡Pero mamá, no me digas que lo has olvidado! Los escollos que reflejaban los colores del arco iris cuando las olas los bañaban, y cómo te has sentido al verlos. El amor, la tristeza y todo eso...

Mamá soltó una carcajada.

—¿Sabes?, en la última reunión de padres de alumnos la señora Partington me dijo que tenías una imaginación muy fértil. Ahora entiendo a qué se refería.

Me la quedé mirando sin dar crédito a mis oídos mientras mamá trajinaba de acá para allá, alisando el mantel o barriendo las migas de las sillas con las manos.

—¿Qué pasa? —preguntó, levantando la vista.

—Mamá, ¿recuerdas de qué estábamos hablando antes de que llegara el señor Beeston?

Mamá se puso bizca y se frotó la barbilla.

—Ehhh... dame un segundo. —Por un instante pareció preocupada, pero al final se echó a reír—. ¡Se me ha ido el santo al cielo! No recuerdo nada de nada. En fin, no importa. Emily, ve a buscar la escoba y el recogedor. No vamos a dejar la alfombra en este estado.

Yo seguía mirándola fijamente, sin dar crédito. ¡Lo había olvidado! ¡Así que, efectivamente, el señor Beeston la había drogado! Pero ¿cómo? ¿Y cuándo?

—Venga, espabila. El recogedor y la escoba. ¿O es que tengo que ir a buscarlos yo?

Saqué la escoba y el recogedor del armario de la limpieza y se los llevé.

—Mamá... —empecé de nuevo mientras ella barría debajo de la mesa—. ¿De verdad que no te acuer...?

—Emily. —Mamá se incorporó y habló con firmeza—. Una broma es una broma, y por lo general deja de tener gracia al cabo de un rato. Si no te importa, no quiero volver a oír hablar de rocas de colores. Tengo cosas más importantes que hacer que alimentar tus fantasías.

—Pero no es ninguna...

—¡Emily!

Aquel tono de voz me resultaba familiar. Significaba que había llegado el momento de callarme. Recogí las bolsas de las rosquillas que seguían encima de la mesa y las llevé hasta el cubo de basura. Fue entonces cuando me di cuenta de que una de ellas tenía algo escrito:

«MPW.»

—¿Por qué están tus iniciales en esta bolsa? —pregunté.

—No lo sé. A lo mejor el señor Beeston lo hace para saber cuáles son mis rosquillas.

—¿Qué diferencia hay?

—Venga, Emily. Todo el mundo sabe lo golosa que soy. Las mías tenían más azúcar.

—Pero para saber cuáles tienen más azúcar basta con mirarlas, ¿no crees?

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—Emily, ¿se puede saber qué bicho te ha picado hoy? No quiero que hables así del señor Beeston. No pienso escuchar ni una palabra más.

—¡Pero no lo entiendo! ¿Por qué no puede mirar dentro de las bolsas?

Mamá hizo oídos sordos a mis palabras y empezó a silbar. Me di por vencida y me fui a mi camarote, llevándome las bolsas conmigo. Eran la clave de algo, lo presentía. ¡Sólo tenía que averiguar de qué!

Me quedé mirando fijamente las iniciales durante tanto tiempo que los ojos empezaron a escocerme.

Y entonces, mientras los ojos se me humedecían y las letras se volvían borrosas, lo vi, lo vi tan claramente que casi me caí de espaldas. ¡Por supuesto! ¡El suero del olvido!

Sólo podía estar en las rosquillas.

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11Al volver de clase el lunes me desplomé sobre el sofá y tiré la mochila al

suelo. Mamá estaba leyendo.

—¿Qué tal ha ido el día? —preguntó, doblando la página por una esquina y dejando el libro a un lado.

—Pse... —Me serví un vaso de leche de la nevera.

Apenas podía mirarla a la cara. ¿Cómo iba a conseguir que me creyera? Tenía que encontrar el modo de hacerle ver por sí misma lo que el señor Beeston se traía entre manos. Y además tenía que encontrar a Jake. ¿Qué iba a hacer?

Estaba absorta en mis pensamientos cuando me sobresaltó un suave golpeteo en el tejado. Apreté los puños. Como fuera el señor Beeston otra vez, le iba a...

—Hola, Emily —dijo Millie en un tono misterioso mientras se quitaba su gran capa negra.

—¿Vas a salir? —pregunté a mamá.

—Es la reunión anual de los vecinos de la bahía. Te lo dije la semana pasada.

—¿De verdad?

—Me alegra comprobar que no soy la única que tiene mala memoria en esta casa —dijo, pellizcándome la mejilla mientras pasaba por delante de mí.

Miré mi reloj.

—¡Pero si sólo son las seis de la tarde!

—Tengo que llegar más pronto para prepararlo todo. La reunión es en la librería —gritó desde el pasillo—. Gracias por quedarte con ella, Millie —añadió mientras volvía a entrar con el abrigo puesto—. Si ves que voy a llegar tarde, abre el sofá cama.

—Te tomo la palabra —repuso Millie—. Hoy mi energía está bajo mínimos. Creo que es por esas nuevas cápsulas de Ginkgo Biloba que me he tomado justo después del shiatsu.

—Ya —dijo mamá, abotonándose el abrigo. Se oyó otro golpe en el tejado, que me hizo saltar de nuevo.

—Caray, Emily, esta noche estás un poquito nerviosa, ¿no? —Mamá me alborotó el pelo mientras el rostro del señor Beeston asomaba por el hueco de la puerta.

Me quedé helada.

—Sólo soy yo —anunció, escudriñando la habitación sin entrar.

—No me dijiste que él también iba a ir —susurré, tirando de su abrigo mientras el señor Beeston esperaba fuera.

—¡Cómo no va a ir, si es el presidente de la comunidad de vecinos! —replicó en voz baja—. Además, se ha ofrecido para ayudarme a organizar la reunión —añadió—. Lo que es un detalle por su parte, dicho sea de paso.

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—¡Mamá, no quiero que vayas!

—¿Cómo que no quieres que vaya? ¿De qué demonios estás hablando?

¿Qué podía decir? ¿Cómo conseguir que me creyera? No consentía que dijera ni una palabra en contra del señor Beeston, el tierno y amable farero solitario. ¡Bien, pues le demostraría que era todo menos tierno y amable!

—Es que...

—Venga, Emily. Deja de comportarte como una niña pequeña —dijo, y apartó mis dedos de la manga de su abrigo—. Millie ha venido a cuidarte, y yo estaré a dos pasos de aquí, en la tienda, en caso de que me necesites ur-gentemente. ¡He dicho urgentemente! —Mamá me dio un beso rápido, me acarició la mejilla con el pulgar y se fue.

—¿Cómo es que tú no vas a la reunión de vecinos, Millie?

—Bueno, me parece una tontería perder el tiempo votando y discutiendo por todas esas minucias —dijo, mientras me indicaba por señas que me hiciera a un lado para que ella se pudiera sentar.

Cenamos en silencio delante de la tele. Cuando se acabó el capítulo de Coronation Street, supuse que Millie me diría que era hora de acostarse, pero no lo hizo. Miré al otro lado del sofá y la vi apoyada sobre un costado, los ojos cerrados y la boca entreabierta.

—¿Millie? —susurré. No hubo respuesta. ¡Estaba profundamente dormida!

Puse las piernas sobre el brazo del sillón y empecé a hacer zapping. Qué aburrimiento de programación. Al final, elegí un programa sobre gente que se dedicaba a hacer las mayores locuras sin motivo aparente. Una mujer que decía tener vértigo se disponía a hacer puenting. ¿A santo de qué?

Nunca había visto a nadie tan asustado en toda mi vida. La pobre tenía la cara literalmente gris. Cuando el teleobjetivo de la cámara se alejó de su mirada de pánico, la mujer respiró hondo y... ¡se lanzó de cabeza a un precipicio!

Entonces, una niña se acercó corriendo a abrazar a la mujer, que sonreía como una idiota.

—Tenía que hacerlo —dijo a la cámara—. Laura tiene que viajar a Estados Unidos para que la operen y sencillamente no podía dejar que se fuera sola, así que decidí que había llegado el momento de superar mi miedo a volar. A veces, tenemos que librarnos de nuestras ataduras e ir a por todas.

La mujer abrazó de nuevo a su hija. Estaban llorando las dos a moco tendido. La verdad es que todo aquello me pareció un poco vomitivo.

Pero más tarde, mientras me cepillaba los dientes, las palabras de aquella mujer seguían resonando en mi mente. Había algo en ellas que parecía activar algún tipo de resorte en mi interior. ¿Qué podía ser? Las repetí una y otra vez para mis adentros, hasta que me quedé con una frase: a veces tenemos que librarnos de nuestras ataduras e ir a por todas.

¡Claro! ¡Eso era lo que tenía que hacer yo! ¡Llegar al Gran Arrecife de Neptuno a nado podía ser demasiado esfuerzo, pero hacerlo en barco no! Y aquél era el momento perfecto. De hecho, quizá fuera mi única oportunidad.

¿Podría hacerlo? ¿Podría realmente hacerlo? Miré el reloj del cuarto de baño. Eran las ocho y media. Mamá aún tardaría siglos en volver, y Millie estaba durmiendo a pierna suelta en el salón de proa. Quién sabe cuándo volvería a

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presentárseme otra oportunidad. Tenía que hacerlo.

Cogí la llave del motor y salí a cubierta de puntillas. Todavía faltaba una media hora para la puesta de sol, pero la oscuridad no me daba miedo. Me había acostumbrado a surcar las aguas de noche.

La gran pregunta era: ¿me acordaría de cómo se gobernaba el barco? Sólo lo había hecho un par de veces. Cada dos años tenemos que ir hasta el puerto de Southpool para hacer la revisión del casco, y por lo general mamá me deja coger el timón una parte del camino. Casi nunca usamos la vela. ¡No sé para qué la queremos!

El paseo marítimo estaba tranquilo, aparte del tintineo de los mástiles que entrechocaban azotados por el viento. Me tiré del pelo y empecé a enredarlo alrededor de los dedos. Seguramente tenía el mismo aspecto que aquella mujer justo antes de lanzarse por el precipicio, con la diferencia de que yo sabía cómo se había sentido después de hacerlo. Tenía que hacerlo, por muy temerario, aterrador o disparatado que pareciera.

Mientras soltaba amarras, eché un último vistazo al muelle. Estaba desierto. O casi.

Alguien salía del salón recreativo. Me agaché junto al mástil y esperé. ¡Era la madre de Mandy! Bajaba por el muelle, seguramente de camino a la reunión. En el vano de la puerta del salón recreativo se recortó una silueta. ¡Mandy!

Volví a agacharme y esperé a que volviera a entrar. ¿Me habría visto?

La cuerda se aflojó entre mis manos. Me alejaba del embarcadero. Estaba lo bastante cerca para saltar a tierra y amarrar el barco de nuevo, pero cada segundo que pasaba me distanciaba un poco más. ¿Qué debía hacer? Todavía estaba a tiempo de echarme atrás.

Entonces una brisa elevó la proa del agua y supe que la suerte estaba echada. Me volví para echar un vistazo al salón recreativo. Mandy se había ido. Lancé la cuerda al embarcadero y giré la llave en el contacto.

No ocurrió nada.

Lo intenté de nuevo. Esta vez el motor arrancó, y contuve la respiración mientras su familiar traqueteo rompía el silencio nocturno.

—¡Eh!

Me volví para ver quién gritaba.

—¡Eh, tú, la anchoa mutante!

¡Mandy! Estaba en nuestro embarcadero.

—¿Qué crees que estás haciendo? —preguntó a voz en grito.

—¡Nada!

¿Nada? Vaya una respuesta más estúpida.

—Ah, ya entiendo. Te escapas de casa, ahora que Julie ya no quiere ser tu amiga.

-¿Qué?

—No quiere saber nada de ti desde que la dejaste plantada el fin de semana pasado. Menos mal que me tenía a mí para convencerla de que alguien se preocupa

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por sus sentimientos. —Mandy hizo una pausa, y sus labios dibujaron una sonrisa malvada—. ¿Sabe tu madre que vas a salir con el barco?

—¡Claro que lo sabe! —contesté rápidamente—. Sólo voy a llevarlo hasta Southpool.

—Ya, y yo voy y me lo creo. ¿Qué te parece si lo comprobamos ahora mismo? —dijo, enseñándome su teléfono móvil.

—¡No te atreverás!

—¿Tú crees? ¿Vas a arriesgarte? ¿Sabes cuánto tiempo llevo esperando algo así, doña perfecta, la preferida de los profes, tan buena ella...?

El barco seguía alejándose del embarcadero.

—¿Por qué me odias tanto? —grité, tratando de hacerme oír por encima del ruido del motor.

—Mmm, déjame pensar... —Mandy se llevó un dedo a la barbilla en un gesto reflexivo y se volvió a un lado, como si se dirigiera a un público imaginario—. Ha hecho que me castiguen, me ha robado a mi mejor amiga, ha conseguido que el profe de natación me tenga manía... ¡y por si fuera poco es una presumida y una creída que siempre tiene que estar dando espectáculo! —Mandy se volvió hacia mí de nuevo—. La verdad, no sé por qué.

Entonces me dio la espalda y empezó a caminar de vuelta al muelle agitando el móvil en el aire.

—¡Mandy, no lo hagas! ¡Por favor!

—Puede que lo haga, y puede que no —dijo sin volverse—. Ya nos veremos.

¿Qué hacer? No podía volver atrás. Sencillamente no podía. Aquélla era con toda probabilidad la única ocasión que tendría de encontrar a mi padre, y no pensaba consentir que Mandy Rushton me la fastidiara. Me daban igual sus amenazas. ¡Si creía que iba a detenerme, estaba muy equivocada!

Volví a concentrarme en mi plan. Segundos después, me alejaba del muelle y maniobraba el timón con cuidado para salir del puerto. Repasé mentalmente lo que hacía cuando llevaba el barco hasta Southpool e intenté convencerme a mí misma de que lo que ahora estaba haciendo no era muy distinto de aquello. Mientras salía a mar abierto, volví la vista hacia la bahía de Brightport. Los últimos rayos de sol cabrilleaban en el agua como diminutos focos de luz. La espuma de las olas me rociaba el pelo.

Cerré los ojos por un instante, mientras pensaba en lo que estaba haciendo. Tenía que encontrar el Gran Arrecife de Neptuno. Sabía más o menos dónde estaba desde el día en que nos quedamos a medio camino, así que escruté el horizonte y puse rumbo al trozo de mar que se veía más claro que el resto, el trozo que brillaría con el reflejo de mil colores cuando me acercara a él.

La noche me sorprendió mientras surcaba lentamente el agua. El Rey nunca hace nada deprisa. La mano con la que gobernaba el timón estaba helada, y yo me estaba mojando. El Rey se mecía en el agua, deslizándose con el oleaje, cabeceando arriba y abajo sobre las olas. Había zarpado del puerto con mar sereno, pero cuanto más me alejaba de la costa, más revuelto lo veía.

Una a una, las estrellas fueron apareciendo por encima de mi cabeza. Pronto, el cielo quedó cuajado. Una media luna gorda vino a instalarse entre ellas, su otra mitad convertida en una silueta apenas visible, como si esperara con impaciencia la llegada de la luna llena.

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El Rey se balanceaba de lado a lado, avanzando pesadamente cuesta arriba y cuesta abajo. ¿Sabía dónde me estaba metiendo? Miré hacia atrás. ¡Brightport estaba a millas de distancia! Si cerraba un ojo y levantaba la mano, podía tapar todo el pueblo con el pulgar.

Seguíamos avanzando mecidos por el vaivén de las olas, cuyas crestas remontábamos para luego bajar rebotando sobre el agua, acercándonos poco a poco al Gran Arrecife de Neptuno.

Los ojos me lagrimeaban, pues intentaba no apartarlos del parche de luz que se abría en el horizonte, resplandeciente como un espejismo, cada vez más cerca. Me permití soñar despierta con el momento en que vería a Jake.

Me colaría en la cárcel y escaparíamos los dos. Volvería al muelle llevándolo escondido en el barco y estaríamos de vuelta antes de que nadie se percatara de que se había escapado. Entonces mamá volvería a casa de la reunión. Jake la estaría esperando en el mar, al final del embarcadero, y yo le pediría a mamá que saliera a dar un paseo conmigo. Entonces la dejaría a solas un momento y él aparecería. Se mirarían a los ojos y sería como si nunca se hubieran separado. Mamá recuperaría la memoria y todos viviríamos felices y comeríamos perdices. Excelente plan.

Excelente sueño, mejor dicho, porque un plan, lo que se dice un plan, aún no lo tenía.

—¡Emily! —Una voz interrumpió bruscamente mis pensamientos.

Me di la vuelta y escudriñé el cielo nocturno. Un bulto venía siguiéndome, todavía muy lejano pero acercándose cada vez más. Era una embarcación, una de esas pequeñas lanchas con motor fuera borda que suelen alquilar los veraneantes. A medida que la lancha se acercaba, alcancé a distinguir dos siluetas a bordo, una en la proa, inclinada hacia delante, otra en la popa, manejando el timón.

—¡Emily! —Era una voz de mujer. Pero no de una mujer cualquiera. ¡Mamá!

Entonces reconocí la otra voz.

—¡Emily Windsnap, haz el favor de volver ahora mismo! ¡No sé qué se supone que estás haciendo, pero sea lo que sea más vale que lo olvides y te detengas en este instante!

¡El señor Beeston!

Con un golpe de timón, viré el barco. Luego me pasé al otro lado y empujé hasta el final la palanca del acelerador. «¡Vamos, vamos!», grité. El barco se quejó y resopló, pero no ganó velocidad.

—¿Qué haces aquí? —pregunté a voz en grito para hacerme oír por encima del motor y las olas.

—¿Que qué hago yo aquí? —replicó mamá—. Emily, ¿qué estás haciendo tú?

—¿Y la reunión?

La lancha iba ganando terreno.

—¡La reunión se suspendió cuando la hija de la señora Rushton llamó hecha un manojo de nervios! ¡Creía que podías estar en peligro!

¡Tenía que haberme imaginado que lo haría! No sé cómo llegué a suponer ni siquiera por un instante que me guardaría el secreto.

—¡Lo siento, mamá! —grité—. ¡Tengo que hacerlo! Cuando te lo explique lo

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entenderás, de verdad. ¡Confía en mí!

—¡Cariño, por favor, vuelve! —gritó mamá a su vez—. Sea lo que sea, seguro que podemos arreglarlo.

El motor del Rey volvió a quejarse, y pareció perder velocidad. El agua me empapaba la cara mientras rebotábamos sobre las olas, que se alzaban una tras otra como los montes de una cordillera.

—Mira lo que le estás haciendo a tu madre —gritó el señor Beeston—. No pienso consentirlo, ¿me oyes? ¡No te lo permito!

Me pasé la manga por la cara mojada.

—¡Usted no es quién para darme órdenes! —le espeté a todo pulmón, sintiendo cómo la ira barría mi miedo, y de paso la estúpida promesa que le había hecho al farero—. ¡Que yo sepa, usted no es mi padre!

El señor Beeston no contestó. Se había concentrado en la persecución y estaba a punto de darme alcance.

Mientras tanto, la mancha de luz iba creciendo en tamaño y resplandor. Casi podía distinguir sus colores. «Venga, Rey —dije entre dientes— Ya queda poco.» Miré hacia la lancha. Mamá se tapaba el rostro con ambas manos, mientras el señor Beeston sujetaba el timón con fuerza, el rostro crispado de tensión.

—Se acordará de mi padre, ¿no? —le pregunté a voz en grito—. ¡Ya sabe, su «mejor amigo»! ¿Qué clase de persona miente durante años a la mujer de su mejor amigo, eh?

—¡Mira, niña, no sé qué clase de tontería se te ha metido en la cabeza, pero será mejor que entres en razón si no quieres arrepentirte! —Los ojos del señor Beeston relucían como los de un gato cuando nuestras miradas se cruzaron—. ¿No ves el daño que le estás haciendo a tu madre?

—¿El daño que yo le estoy haciendo a mi madre? ¡Ja! ¡Como si a usted le importara eso!

—¡Emily, por favor! —gritó mamá, los brazos extendidos hacia delante—. Sea lo que sea, lo hablaremos tranquilamente. No culpes al señor Beeston. Sólo intenta ayudar.

—¡Venga, Rey! —grité mientras el motor jadeaba y chisporroteaba como una vieja cafetera—. ¡Escucha, mamá! —Me volví para mirarla.

Los tenía a tan sólo un par de metros.

—El señor Beeston no es quien dice ser. Y desde luego, no quiere ayudarte.

El motor se paró.

—¿Qué le pasa a este trasto? —grité.

—Sabes que no me gusta tener mucho combustible a bordo —me recordó mamá—. Aumenta el peligro de incendio.

—¿Peligro de incendio? ¿Quién te ha dicho eso?

—Yo —contestó el señor Beeston—. No iba a dejar que os expusierais a ningún peligro, ¿no crees? —dijo, y me dedicó una de sus siniestras sonrisas. ¡Controlaba toda nuestra vida!

Hasta aquí podíamos llegar. Me levanté y me lancé hacia delante para coger

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el mástil. ¡Tendría que usar la fuerza del viento para seguir adelante!

Deshice el nudo del cabo que estaba enrollado en la base del mástil e intenté izar la vela mayor. Tiré de ella con todas mis fuerzas, pero no pasó nada. Empecé a tirar de otra cuerda para soltar la botavara, el palo de madera que corre paralelo a la base de la vela.

Entonces la cuerda del otro extremo de la botavara se soltó. Yo intenté cogerla, pero no lo conseguí. La vela giró en redondo, ondeando inútilmente fuera de mi alcance. Con ella se extinguía mi última esperanza.

—¡Emily, déjalo ya, por favor! —gritó mamá mientras el barco se escoraba hacia un lado. No hay ninguna necesidad de que te pongas así. Sé qué es lo que te pasa.

—¿Qué? Si lo sabes, ¿qué haces en ese barco con él?

—Es normal que te sientas así, cariño. El señor Beeston me comentó que estás un poco celosa de él, y que seguramente intentarías ponerme en su contra. Pero debes comprender que sólo somos buenos amigos. No tienes por qué ponerte tan nerviosa.

La mancha resplandeciente estaba muy cerca. Ya distinguía los colores y destellos bailando en la superficie del agua, como fuegos artificiales. Solté un gemido de angustia.

—Mamá, no es...

Me callé en cuanto vi su rostro. Estaba pálida como la cera, como esos tíos que se ponen en la plaza del mercado a hacer de estatuas humanas. Entonces, con una vocecilla apenas reconocible, dijo:

—Nadie podría reemplazar a tu padre. —Tenía los ojos puestos en la superficie tornasolada del agua.

—¿Mi padre?

Por un instante, todo se quedó inmóvil, como en una foto. El mar dejó de moverse; el señor Beeston soltó el timón; mamá y yo nos miramos a los ojos como si fuera la primera vez que nos veíamos en mucho tiempo.

Y entonces el señor Beeston saltó a la acción.

—¡Bueno, basta ya! —gritó—. ¡Voy a subir a bordo!

—¡Espere! —chillé, al ver que una ola embestía el barco de lado. El Rey se escoró y la vela giró de nuevo sobre sí misma.

El señor Beeston acababa de subir a bordo cuando... ¡zas! La botavara giró bruscamente y se lo llevó por delante.

—¡ Aaaaaaaargggghhhh!

El farero se llevó las manos a la cabeza y cayó hacia atrás. Con un ruido sordo, aterrizó de espaldas sobre la cubierta y se quedó inmóvil.

Mamá soltó un grito y se levantó. La lancha se balanceaba peligrosamente.

—¡Mamá, cuidado! —Me acerqué corriendo a la barandilla y me incliné hacia abajo—. ¡Sube! —grité. La lancha estaba en paralelo al Rey.

Mamá parecía hipnotizada.

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—¡Tienes que subir a bordo! ¡Venga, mamá! —Tendí el brazo en su dirección—. Yo te ayudaré.

—No... no puedo —balbuceó con gesto inexpresivo.

—Sí que puedes, mamá. ¡Tienes que poder!

Descolgándome hacia abajo desde el banco de cubierta, busqué a tientas el salvavidas. El Rey daba bandazos como un caballo en el rodeo. La vela seguía ondeando violentamente al otro lado, fuera de mi alcance. Me sujeté con fuerza a la borda y tiré el salvavidas a mamá.

—¡Venga, puedes hacerlo! —grité—. ¡Sube a bordo antes de que la corriente te arrastre!

Mamá me miró al fin.

—¡Hazlo!

Mamá se levantó en la lancha, que seguía bamboleándose como un cascarón, se puso el salvavidas alrededor de la cintura y se abalanzó hacia los escalones. La cogí de la mano y la ayudé a subir.

—Ay, Emily—dijo—. Lo siento mucho.

—No es culpa tuya.

—Sí que lo es —repuso mamá, sujetándome con una mano y agarrándose a la barandilla con la otra mientras nos balanceábamos violentamente.

—Tú no tienes la culpa de nada, mamá. Si alguien tiene la culpa, es el señor Beeston. No es quien dice ser, mamá. Ha estado...

Mamá puso un dedo sobre mis labios.

—Sé por qué estamos aquí.

—Quieres decir que...

—Me acuerdo. —Mamá me atrajo hacia ella y me abrazó con fuerza. Por encima de su hombro, veía el agua reluciendo y destellando como si mil bombillas eléctricas se hubieran encendido allá abajo. El Gran Arrecife de Neptuno.

Me zafé de entre sus brazos.

—¿Qué recuerdas exactamente?

Mamá dudó un instante.

—Mis recuerdos son un poco vagos —admitió.

De pronto, una explosión de color iluminó el cielo.

—¡Mira! —grité, señalando el mar a su espalda. Serpentinas de luz rosada bailaban debajo del agua, mientras que arriba una decena de lucecillas multicolores saltaban en el aire.

—He visto esto antes —murmuró mamá con voz temblorosa—. Él me había traído aquí.

—¿Quién? ¿El señor Beeston?

Lancé una mirada nerviosa a la zona de cubierta donde se había caído. Seguía inmóvil. Mamá se aferró a la barandilla mientras el barco seguía oscilando y

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yo me acerqué a ella. Me pareció que tenía el rostro rociado de agua de mar, pero cuando me fijé, comprendí que no era agua lo que empapaba su rostro, sino las lágrimas.

—En nuestro primer aniversario —añadió.

¿Había estado allí con Jake?

—Me dijo adonde se lo llevarían.

—¿Quién se lo llevaría?

—Si alguna vez nos encontraban. Sabía que al final acabarían atrapándolo. En el fondo ambos lo sabíamos, pero no podíamos volver atrás... porque nos queríamos demasiado.

Entonces le flaquearon las piernas. La rodeé por la cintura.

—Voy a encontrarlo —dije, sujetándola con fuerza—. Por eso me he llevado el barco. Lo he hecho por todos nosotros.

—No creo que pueda soportarlo —dijo—. Lo recuerdo todo perfectamente. ¿Cómo he podido olvidarme de él? Se lo llevaron porque me quería y yo voy y me olvido completamente de él. ¡Nunca me lo podré perdonar!

—¡Mamá, no es culpa tuya! En realidad, tú nunca lo olvidaste.

—Sí que lo hice —insistió, tragando en seco—. De sobra sabes que lo hice. Me preguntaste por él y ni siquiera supe qué decir. No recordaba nada.

—Pero eso no es culpa tuya.

Mamá se apartó del rostro un mechón de pelo mojado y se volvió hacia mí.

—¿Y de quién, si no?

Señalé con el pulgar a mi espalda.

—El señor Beeston —susurré.

—¡Por Dios, Emily, no empieces otra vez con esa tontería!

—¡No es ninguna tontería! —Intenté no levantar demasiado la voz. No quería que el señor Beeston se despertara y lo echara todo a perder—. Es cierto —susurré—. Ese hombre no es lo que parece.

—Emily, por favor, no me lo pongas todavía más difícil.

—Mamá, ¡escúchame un momento! —repliqué bruscamente.

Logré que me mirara a los ojos un segundo, pero enseguida desvió la mirada hacia el señor Beeston.

—Deberíamos ir a ver si está bien. —Mamá se zafó de mi abrazo y avanzó tambaleándose por la cubierta en dirección al señor Beeston.

—Está perfectamente —le aseguré—. No te preocupes por él.

Mamá hizo caso omiso de mis palabras y se agachó junto al señor Beeston. Yo me agaché junto a ella y vi cómo apoyaba el oído sobre su pecho. Segundos después levantó la cabeza y me miró, su rostro más pálido que el millón de estrellas que brillaban por encima de nuestras cabezas.

—Dios mío... —murmuró—. Creo que lo hemos matado.

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12—Su corazón no late —anunció mamá, incorporándose apoyada en los

tobillos.

Abrí la boca, pero no logré articular palabra. ¿Qué podía decir? Instantes después, la puerta de la cabina se abrió con gran estruendo. Mamá y yo nos abrazamos, aterrorizadas.

El rostro de Millie apareció en el hueco de la puerta.

—¿Hay algo que deba saber? —preguntó mientras se remangaba la larga falda y subía a cubierta.

Mamá y yo nos miramos en silencio.

—Percibo una especie de... desorientación en el aire.

—Ahora no hay tiempo para explicártelo —dijo mamá, indicándole por señas que se acercara—. Tenemos que hacer algo, Millie. El señor Beeston ha tenido un accidente... y creo que está muerto. —No bien lo dijo, se llevó un puño cerrado a la boca.

Millie echó a caminar hacia nosotras como podía, resbalando a cada paso y tambaleándose en la cubierta mojada.

—Echémosle un vistazo —dijo, arrodillándose junto al farero. Entonces le desabotonó la americana y le levantó el jersey. Debajo de éste, el señor Beeston llevaba una prenda gruesa y acolchada. Me estremecí al ver el tridente de Neptuno bordado en un bolsillo.

—¿Chaleco antibalas ? —murmuró Millie—. ¿Por qué demonios iba a necesitarlo el señor Beeston?

No dije nada.

—Aquí tienes la explicación, Mary. —Millie se volvió hacia mamá—. No oirías ni un tambor con esto de por medio.

Justo entonces, el barco se escoró bruscamente. Resbalé sobre la cubierta y me empotré contra el banco de la proa.

—¡Emily, coge el timón! —me ordenó Millie que, contra todo pronóstico, se había hecho con el mando.

Hice lo que me ordenaba, aunque no se notó demasiado. El barco seguía oscilando violentamente, zarandeado por las olas, sin que pudiera hacer nada para impedirlo.

Millie deslizó las manos bajo el chaleco del señor Beeston y se lo desabrochó para quitárselo. Luego se inclinó sobre su pecho para escucharle el corazón. Mamá se acercó a mí y me cogió la mano mientras esperábamos el diagnóstico.

—Está perfectamente —anunció Millie unos segundos después.

—¡Gracias a Dios! —exclamó mamá, abrazándome—. Nunca me lo hubiera perdonado si algo le hubiera ocurr...

—En cuanto le haya alineado los chakras estará como nuevo —prosiguió Millie—. Un pequeño masaje reflexológico será suficiente.

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Millie le quitó los zapatos y los calcetines al señor Beeston y se agachó junto a sus pies. Entonces, descansando las manos sobre su generoso busto, cerró los ojos e inspiró profundamente. Luego, levantó el pie derecho del señor Beeston y empezó a masajearlo. Al cabo de unos segundos, éste sacudió el pie bruscamente. Millie siguió con su masaje. El señor Beeston volvió a mover el pie, y esta vez toda la pierna se levantó en el aire. El espasmo muscular se extendió a todo el cuerpo hasta llegar al rostro del farero, convertido en una risita nerviosa. Pronto se estaba riendo a carcajadas, hasta que se incorporó de golpe gritando:

—¡Basta, basta!

Millie le soltó el pie y se levantó.

—Nunca falla —dijo, secándose las manos en la falda antes de volver adentro—. Dadme un par de minutos para descansar. La reflexología siempre me deja el chi por los suelos.

Mamá se acercó al señor Beeston.

—¡Qué susto nos ha dado!

El señor Beeston se estiró la chaqueta mientras me miraba de refilón.

—No es más que un rasguño —dijo—. Nada grave.

Un verdugón rojo empezaba a asomarle en la frente.

Sujeté el timón con más fuerza.

—¿No pasa nada? ¿Usted cree?

—Emily, no empieces otra vez con esa monserga. ¿Qué demonios tienes contra el señor Beeston?

—¿Que qué tengo contra él? ¿Por dónde quieres que empiece? —Lo miré a los ojos—. ¡Ha estado borrándote la memoria desde el día en que yo nací, y además nos espía día y noche!

Mamá se quedó muda unos instantes. Luego rompió a reír.

—¡Por Dios, Emily, nunca había oído nada tan...!

—Es cierto —confesó el señor Beeston, los ojos todavía fijos en los míos—. Emily está diciendo la verdad.

—¿Qué? —Mamá se sujetó al mástil con una mano mientras se llevaba la otra al pecho.

—Es demasiado tarde, Mary. No puedo ni quiero seguir fingiendo. ¿Por qué iba a hacerlo?

—¿De qué demonios habla? —Mamá nos miraba alternativamente al señor Beeston y a mí. Yo no abrí la boca. Que lo explicara él.

El señor Beeston se sentó en el banco, frente a mí.

—Lo he hecho por vuestro propio bien —dijo—. Por el bien de todos vosotros.

Se había vuelto a llevar las manos a la cabeza. Tenía el pelo todo revuelto y apelmazado por la sangre, el sudor y el agua de mar.

—¿Qué es lo que ha hecho por mi propio bien? —preguntó mamá, y sus facciones se endurecían por momentos.

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—Nuestros mundos... son incompatibles. No funciona. —El señor Beeston se inclinó hacia delante, casi descolgando la cabeza entre las rodillas—. Sé de lo que hablo —añadió, en un tono apenas audible—. No eres la única que ha tenido que crecer sin un padre, Emily. —Hablaba con la mirada fija en el suelo—. El mío desapareció en el momento en que yo vine al mundo, como todos los demás, todos esos pescadores. Sí, sí, es muy bonito tener una novia tan especial, domesticar a una preciosa sirena, poder presumir de algo así con los amigos, todo eso está muy bien...

Una lágrima rodó por su rostro y cayó al suelo. El señor Beeston se secó la mejilla con el dorso de la mano.

—¡Pero cuando a tu hijo le sale una cola, la cosa empieza a torcerse! Entonces echan a correr, y si te he visto no me acuerdo.

—¿Qué intenta decir? —La voz de mamá sonaba tan tensa y dura como la expresión de su rostro. Seguía aferrada al mástil, mientras el barco flotaba a merced de las olas. La vela seguía agitándose inútilmente sobre el agua.

—No se puede emparejar a humanos y neptúnidos y esperar que la cosa funcione. Nunca funciona. Lo único que consiguen unos y otros es sufrimiento. —Finalmente, el señor Beeston levantó la cabeza para mirarnos a los ojos—. He intentado ahorrarte ese sufrimiento. El mismo por el que yo he pasado.

Una nueva ola nos embistió y el barco se estremeció violentamente. Agarré el timón con más fuerza.

—Ya te dije que en el fondo no era nuestro amigo —susurré a mamá mientras el viento me azotaba el rostro.

—¿Amistad? —soltó el señor Beeston en tono desdeñoso—. La lealtad es lo único que cuenta. Ser leal a Neptuno y a la salvaguarda de todas las criaturas marinas. En eso consiste mi vida —declaró, golpeándose el pecho con el puño. Luego miró a mamá y dejó caer la mano—. Es decir... —titubeó—. Escuchad... nunca fue mi intención causaros ningún... —Su voz se desvaneció, y dejó caer la barbilla hacia el pecho.

Mamá también parecía haberse golpeado la cabeza con algo. Estaba tan blanca como la vela del barco, y tenía todo el cuerpo en tensión.

—Me he preguntado muchas veces por qué se dieron tanta prisa en buscar a un nuevo farero —dijo entonces—. Nadie se molestó en explicarnos jamás qué fue exactamente lo que le pasó al viejo Bernard. Usted se presentó un buen día, sin más. Y, ahora que lo pienso, nunca me ha invitado a subir al faro. Ni una sola vez en doce años, a diferencia de Bernard. Lo visitaba a todas horas, y siempre me dejaba subir a lo alto del faro para mirar por los prismáticos o el telescopio. Pero usted, «amigo mío», usted nunca me ha abierto la puerta de su casa. ¡Y pensar que hasta me daba lástima!

Mamá apoyó una mano sobre mi brazo. Intentamos controlar el timón entre las dos, pero el barco cabeceaba violentamente como un corcho a merced de las olas. El mar parecía cada vez más embravecido.

—Tu padre te vio una vez —dijo mamá en voz baja, como si hablara a solas en la oscuridad—. En el rompiente del Arco Iris. Te abrazó junto a la orilla. Yo no dejé que te metiera en el agua. Quizá si lo hubiera hecho... —Enmudeció mientras se volvía para mirarme, el pelo empapado y pegado a la cara—. Doce años he perdido.

Me mordí el labio y noté el sabor del agua salada.

—Me los han arrebatado, como todo lo demás. —Mamá se levantó y avanzó

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hacia el señor Beeston—. ¡Me ha robado mi vida! —masculló, y en su voz se adivinaba una ira creciente—. ¡No es más que un ladrón y un traidor! ¡Yo le maldigo!

—¡Eh, eh, espera un momento! —El señor Beeston se puso en pie—. He sido bueno contigo. Te he protegido todos estos años. Deberías haber oído lo que algunos querían...

—No tenía ningún derecho a hacer lo que ha hecho —lo interrumpió mamá, zarandeando el brazo del señor Beeston mientras las lágrimas rodaban por su rostro—. Era mi marido. ¿Quién se ha creído que es?

—¿Que quién me he creído que soy? ¡Sé exactamente quién soy! Soy Charles... —se interrumpió. Miró de reojo a mamá y respiró hondo. Entonces sacó la barbilla hacia fuera y por un instante la miró con una mirada franca y directa—. Soy Charles Finright Beeston, consejero de Neptuno, y durante doce años he desempeñado mis funciones con orgullo y lealtad.

—¡Cómo se atreve! —replicó mamá—. ¡Todos estos años fingiendo que era mi amigo!

—Espera un momento. Sí que era, quiero decir soy, tu amigo. ¿Crees que no me preocupo por ti? Todo lo que he hecho ha sido por tu bien. Teníamos que acabar con lo vuestro. Era un error, era antinatural, era incluso peligroso... ¿no lo ves?

Mamá enmudeció unos instantes, y luego se abalanzó sobre él y empezó a golpearle el pecho con los puños.

—¡Lo único que veo es un monstruo, un gusano asqueroso! —gritó.

El señor Beeston retrocedió varios pasos. Mamá lo siguió, pero tropezó con el salvavidas y se habría caído de bruces en el suelo si no se hubiera agarrado a una cuerda atada al mástil. Al hacerlo, rasgó la lona que mantenía la botavara en su sitio, quedándose con la cuerda en la mano. Nos quedamos los tres viendo cómo el puntal de madera se alejaba de nosotros y la vela se agitaba sobre las olas, todavía más inútil que antes.

Ahora sí que nunca llegaríamos a ninguna parte.

Intenté sujetar el timón mientras el barco volvía a dar bandazos. Las olas eran cada vez más altas y amenazaban con echarnos por la borda.

—Tenemos que hacer algo —sugerí con voz temblorosa.

—Yo me encargo —dijo el señor Beeston, pronunciando cada palabra con deliberada lentitud, en sus ojos una fría determinación. Luego se dio la vuelta y avanzó por el costado del barco hasta la puerta de la cabina, sujetándose a la barandilla en medio del violento vaivén.

—Mamá, ¿qué vamos a hacer? —pregunté mientras las olas nos zarandeaban de un lado al otro.

Mamá siguió al señor Beeston con la mirada.

—No malgastes tú tiempo con él —dije—. Tenemos que pensar en algo, o no podremos volver a casa, y mucho menos encontrar a Jake.

—Ay, Emily, ¿crees realmente que podemos...?

—Sé dónde lo tienen encerrado —dije—. Podemos hacerlo. ¡Casi hemos llegado!

Mamá apartó los ojos del señor Beeston.

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—Bueno, adelante —dijo, pasando a la acción. Levantó la tapa del banco de proa y se puso a hurgar entre mangueras y bombas de pie—. Ponte esto —me ordenó, tendiéndome un chaleco salvavidas demasiado pequeño para mí y cogiendo otro para ella.

—Mamá, no lo necesito.

—Por si acaso. —No bien lo había dicho, se volvió bruscamente y me miró las piernas—. Ay, Señor... —gimió—. Quieres decir que tienes... que eres una...

—¿No lo sabías? —pregunté—. ¿Ni siquiera lo sospechabas?

Mamá negó con la cabeza, compungida.

—¿Cómo iba a saberlo? A lo mejor en algún rincón de mi mente... —No pudo acabar la frase, porque una ola gigantesca se abatió sobre el costado del barco, llevándose sus palabras y calándonos hasta los huesos.

—¡Mamá, tengo miedo! —grité, apartándome el agua de la cara—. Estamos tan lejos de la costa que ni siquiera yo podría volver nadando. Estamos perdidas.

Mientras hablaba, el barco dio otro enorme bandazo. Me caí al suelo y resbalé hasta el otro lado de la cubierta. Mientras me agarraba a la borda e intentaba volver a levantarme, me pareció distinguir algo en el mar, a pocos metros del barco. ¡Una aleta! ¡Ahora sí que estábamos arregladas! ¡El barco a punto de volcar y el agua infestada de tiburones!

Mamá nunca ha sido muy creyente, y siempre dice que debo ser yo la que decida mi postura al respecto. Nunca me había visto en la necesidad de tomar esa decisión, hasta entonces.

Sin ni siquiera preguntarme qué debía decir, uní las palmas de las manos, cerré los ojos y recé por nosotras.

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13Mis labios se movían en silencio tras las manos mientras soltaba de carrerilla

todas las palabras que lograba recordar de oraciones aprendidas a medias, pues sólo a medias las había escuchado. «¿Por qué no prestaría más atención?», me pregunté a mí misma cuando llegué a la parte de «así en la tierra como en el cielo» y por más que lo intentara no recordaba qué venía después.

—¡Emily! —Mamá me tiraba del brazo.

Me zafé de un tirón.

—Estoy ocupada.

Mamá volvió a tirar de mi brazo.

—Creo que deberías venir a ver esto.

Separé los dedos lo justo para echar un vistazo. Apenas se veía nada, con el barco encabritándose y cayendo en plancha continuamente. Me sentí incluso más mareada, y alargué la mano hacia la barandilla. Fue entonces cuando lo oí. ¡Alguien me llamaba por mi nombre! Miré a mamá, aunque sabía que no podía haber sido ella. Estaba junto a mí, sujetándose a la barandilla, y señaló con la mano libre hacia las imponentes olas.

—¡Emily! —gritó de nuevo una voz familiar. Luego un rostro igualmente familiar asomó por encima de las olas, balanceándose con el oleaje. ¡Shona! Sonrió y me saludó con la mano.

—¿Qué haces aquí? —grité.

—Hoy es lunes. No has aparecido por las rocas. Te he estado buscando.

—Lo siento mucho, Shona.

—¡Cuando vi que no venías, tuve la extraña sensación de que estarías tramando algo parecido a esto!

—Lo he estropeado todo —dije, con un nudo en la garganta—. Ahora sí que nunca llegaremos.

—¡No estés tan segura! —replicó—. Tírame una cuerda. Veré si puedo remolcaros.

—¡Pero el barco debe de pesar una tonelada!

—No en el agua, y mientras pueda impulsarme con la cola. Lo hacemos muy a menudo en educación física.

—¿Estás segura?

—Vamos a intentarlo, ¿vale?

—Vale —asentí en tono vacilante, y Shona desapareció dando un coletazo.

¡Un coletazo! ¡Claro! ¡Era su cola la que había visto, y no la de un tiburón!

Me fui hasta la proa, desaté la cuerda y la arrojé al agua. Mamá me siguió. Intenté no mirarla pero notaba sus ojos clavados en mi rostro.

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—¿Qué? —le pregunté sin volverme.

—¿Esa chica es... es amiga tuya? —preguntó con toda delicadeza.

—Mmm.

Mamá lanzó un suspiro.

—Tenemos que ponernos al día de un montón de cosas, ¿verdad, cariño?

Yo seguía mirando al frente.

—¿Crees que soy un monstruo?

—¿Un monstruo? —Mamá me cogió la mano—. Cariño, no podría estar más orgullosa de ti.

Sin soltarme la mano, me pasó el otro brazo alrededor de los hombros. El barco volvió a nivelarse y yo me acurruqué en el hueco del brazo de mamá. Estaba empapada, helada y asustada. Ninguna de las dos habló durante unos minutos, mientras veíamos cómo Shona nos acercaba cada vez más a la cárcel... y a Jake.

Instantes después, mamá y yo nos miramos súbitamente a los ojos. Nos había asaltado el mismo pensamiento. ¿Dónde estaba el señor Beeston?

—Puede que esté escondido —aventuró mamá.

—Creo que deberíamos bajar a comprobarlo.

Mamá se levantó.

—Ya voy yo.

—Te acompaño.

Mamá no intentó impedírmelo. Nos levantamos y echamos a caminar despacio hacia la borda. La cubierta seguía empapada y el tramo que conducía a la puerta era muy resbaladizo.

Me asomé por el hueco de la puerta. El señor Beeston estaba de pie junto a la ventana del salón de proa, dándonos la espalda, con la ventana abierta y lo que parecía una gran caracola en la mano.

—¿Una caracola? ¿Qué demonios está haciendo con ella? —preguntó mamá en un susurro.

El señor Beeston se llevó la caracola a la boca.

—¿Hablando con ella? —aventuré.

El señor Beeston murmuraba algo entre dientes, los labios pegados a la caracola.

—¿Qué dice? —pregunté, mirando a mamá, que se limitó a negar con la cabeza.

—Quédate aquí —me ordenó—. Escóndete detrás de la puerta y no dejes que te vea. Vuelvo enseguida.

—¿Qué vas a hacer? —pregunté, pero mamá ya se había escabullido. Me acurruqué en el suelo y esperé a que volviera.

Segundos después, estaba de vuelta y traía una enorme red de pesca en las manos.

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—¿Qué vas a hacer con...?

Mamá se llevó un dedo a los labios para hacerme callar. Luego entró sin hacer ruido y me indicó por señas que la siguiera.

El señor Beeston seguía asomado a la ventana, hablando en voz baja con su caracola. Mamá se acercó a él por la espalda y yo la seguí, caminando de puntillas. Cuando estábamos justo detrás de él, mamá me tendió un extremo de la red y empezó a contar hacia atrás moviendo los labios sin hablar: «Tres, dos...»

Cuando llegó al «¡uno!», lancé mí lado de la red por encima de la cabeza del señor Beeston, y mamá hizo lo mismo con su extremo.

—¿Qué demonios...? —El señor Beeston dejó caer la caracola, cayó hacia atrás y se quedó sentado en una silla.

—¡Deprisa, rodéalo con la red! —me ordenó mamá.

Di una vuelta alrededor del señor Beeston, arrastrando la red conmigo. Él forcejeaba y se resistía como una fiera enjaulada, pero al final logramos inmovilizarlo, como cuando un perro se escapa de su dueño en el parque y su correa se te enrolla alrededor de los tobillos. Sólo que aquello era mucho mejor.

Con un empujón, mamá lo obligó a sentarse de nuevo en la silla y luego le levantó las piernas.

—Átale los pies —me ordenó, al tiempo que esquivaba sus patadas. Yo me deslicé debajo de las piernas del señor Beeston y le envolví los tobillos. Todavía me sobraba mucha red, así que volví a dar una vuelta a su alrededor, sujetándolo así a la silla. Mamá cogió ambos extremos de la red, el mío y el suyo, y los anudó. Luego retrocedimos unos pasos para contemplar nuestra obra.

—No os saldréis con la vuestra —masculló el señor Beeston, forcejeando y pataleando. Lo único que consiguió fue que la silla se tambaleara.

—Yo que usted no haría eso —dijo de pronto una voz procedente del otro extremo de la habitación.

Todos nos volvimos para ver a Millie levantándose del sofá, no sin esfuerzo. Se quedó de pie en el centro de la estancia, majestuosa, con los brazos levantados en el aire como si esperara un mensaje de las alturas.

—Una vez me caí hacia atrás de una silla y me pasé semanas con la espalda destrozada. Tuve que ir a ver al quiropráctico durante seis meses seguidos, ¡y no veas lo que cobran, madre mía! —Se fue hacia la cocina—. Veamos, ¿a quién le apetece un té calentito? —preguntó—. Yo me muero por uno.

El mar se había serenado, así que salimos a tomar el té en la cubierta de proa. El cielo era un tapiz luminoso de colores cambiantes que bailaban sin cesar ante nuestros ojos. Rosa, azul, verde, dorado... todos los colores que os podáis imaginar, en un millón de tonos diferentes, saltando sobre el agua sin apenas rozarla, como si estuviera demasiado caliente. Aquellas serpentinas luminosas parecían hablar entre sí en un extraño lenguaje que yo no alcanzaba a comprender.

Millie las miró fijamente durante un rato, y luego olisqueó su taza de té.

—No sé qué le echan a esto —dijo, apurando la taza antes de volver adentro—, pero tienes que decirme dónde lo compras.

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Mamá se abrochó el abrigo, la mirada fija en el agua.

—Todo esto... —murmuró—. Lo recuerdo todo.

—¿Recuerdas a Jake? —pregunté temerosa, pues no había olvidado lo que había pasado la última vez que intenté saber algo más de él.

—No fue algo planeado —explicó con los ojos empañados—. El me advirtió desde el primer momento de lo peligroso que era. Fue después de la regata.

—¿La regata?

—Antes se celebraba cada año, pero aquélla fue la última. No sé cómo pudimos perder el rumbo de aquella manera, pero así fue. Yo iba con la señora Brighouse, que por entonces regentaba la pensión Vista Marina y tenía un pequeño velero biplaza. La cuestión es que nos quedamos encalladas en las rocas. Fue entonces cuando conocí a Jake. —Mamá se volvió para mirarme—. Tu padre —añadió, antes de volver a apartar la mirada—. No sé qué ocurrió con la señora Brighouse. Se mudó poco después de aquella última regata. Pero Jake y yo... bueno, no podía evitarlo. Noche tras noche, volvía al rompiente del Arco Iris.

—¿El rompiente del Arco Iris?

—Bueno, muy cerca de allí. Me sentaba a esperar en esos escollos que me enseñaste el otro día, ¿te acuerdas?

—Sí, me acuerdo.

Mamá esbozó una media sonrisa.

—Entonces sabías más que yo de todo esto. Pero ya no. Ahora lo recuerdo todo.

—¿Y qué pasó? ¿Os visteis?

Mamá negó con la cabeza.

—Lo esperé noche tras noche, hasta que un día me dije a mí misma que lo intentaría una última vez antes de darme por vencida. Sólo quería darle las gracias. —Me miró otra vez—. Me había salvado la vida, Emily.

—¿Y se presentó?

Mamá sonrió.

—Estaba allí desde la primera noche.

—¿Desde la primera? Pero si has dicho que...

—Siempre estuvo allí. Me veía cada vez que iba a esperarlo. Más tarde me dijo que tampoco podía evitar buscarme, pero le había resultado difícil reunir el valor suficiente para hablarme.

—¿Y eso?

—Verás, la primera vez que lo vi, cuando nos ayudó... no llegó a salir del agua. —Mamá soltó una carcajada—. Recuerdo que pensé: «¡Qué buen nadador!»

—Así que no sabías que...

—Él pensaba que me quedaría horrorizada, o que me daría asco o algo por el estilo.

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Contuve la respiración.

—¿Y no te pasó nada de eso?

Mamá alargó la mano hacia mi rostro, me sostuvo la barbilla.

—Emily, cuando vi su cola, cuando supe lo que era... creo que ése fue el instante en que me enamoré de él.

—¿De verdad?

Mamá sonrió.

—De verdad.

—¿Y qué pasó entonces?

—Bueno, entonces me fui de casa.

—¿Te fuiste de casa? ¿Quieres decir que antes los abuelos vivían en Brightport?

Mamá tragó saliva.

—Ahora recuerdo por qué discutimos. No me creían. Pensaban que me había vuelto loca. Hasta intentaron llevarme a un psiquiatra.

—Y tú te negaste.

Asintió en silencio.

—Así que vendieron la casa y se fueron lejos del mar. Me dieron un ultimátum: o bien me iba con ellos, o...

—O se desentenderían de ti. —Terminé la frase por ella.

—El barco era de tu abuelo. Después de todo lo que pasó, no quiso volver a tener nada que ver con él, ni conmigo. Dijo que había tenido bastante mar para el resto de sus días.

—¿Y te lo regaló?

Mamá asintió.

—Me gusta pensar que lo hizo porque en el fondo sabía que era cierto. Sabía que yo no estaba loca.

—¿Y qué pasó con Jake?

—Yo navegaba mar adentro para verlo, o bien quedábamos cerca del rompiente del Arco Iris.

—¿Fue allí donde lo atraparon?

Mamá se secó el rabillo del ojo con la palma de la mano.

—Nunca imaginé que llegaría a pasar —dijo—. Aunque todo hacía prever lo contrario, me empeñaba en creer que lo nuestro saldría bien. Sobre todo después de tenerte a ti.

—¿Cómo es que no te hicieron abandonar el pueblo?

—A lo mejor querían tenernos vigiladas.

93

—Tenerme vigilada, quieres decir.

Mamá me acercó a ella y me estrechó con fuerza.

—Ay, Emily... —susurró, hundiendo el rostro en mi pelo—. Sólo lo has visto una vez. Eras tan pequeñita...

—Volveré a verlo, mamá —afirmé, aunque se me rompió la voz—. Lo encontraré.

Mamá me sonrió con los ojos arrasados en lágrimas.

—Ya verás.

Instantes después, Shona se acercó nadando al costado del barco.

—Casi hemos llegado —gritó desde el agua—. ¿Te vienes?

Miré a mamá.

—¿Te importa? —pregunté.

A modo de respuesta, mamá me estrechó más fuerte unos instantes y luego me soltó.

Fui corriendo dentro y me puse el bañador. Millie salió a cubierta conmigo. Me subí a la proa.

—¡Nos vemos! —dije con una sonrisa.

Mamá tragó saliva y cogió la mano de Millie mientras yo saltaba al agua. En unos pocos segundos, noté cómo mi cola tomaba forma. Las piernas se me fundieron y se estiraron, esparciendo una sensación de calor por todo mi cuerpo. Saludé a mamá y a Millie, que me observaban desde la cubierta.

—¡Mirad! —grité, y me zambullí en el agua. Entonces moví la cola con toda la gracia de que fui capaz, meciéndola de un lado al otro mientras hacía la vertical boca abajo. Cuando volví a la superficie, mamá aplaudía con entusiasmo.

—¡Precioso! —exclamó a voz en grito, y me pareció que se secaba una lágrima. Me tiró un beso y yo le sonreí. Millie tenía los ojos a punto de saltársele de las órbitas y movía la cabeza como si no acabara de dar crédito a lo que veía. Luego cogió la taza de té de mamá y la apuró también.

—¿Lista? —preguntó Shona.

—Más que nunca —contesté, y partimos.

El Gran Arrecife de Neptuno no se parece a nada que hayáis visto jamás. Es la muralla más alta, más gruesa y más larga de todo el mundo —y puede que de todo el universo—, y está hecha de formaciones de coral de todos los colores imaginables que se extienden a lo largo de miles de kilómetros. Y está en medio del océano.

Al principio, cuesta un poco darte cuenta de lo que tienes delante. Uno se siente como si estuviera en los confines del mundo, porque mires donde mires lo único que ves es aquella inmensa pared que parece no acabar nunca. Me llevé la

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mano a los ojos para protegerlos del resplandor. Me recordaba la pista de baile que montaron en el instituto al acabar el último trimestre. Alguien trajo prestada una máquina que proyectaba haces de luz por toda la sala, haces que giraban y cambiaban de color al ritmo de la música. El Gran Arrecife de Neptuno era un poco así, pero mil veces más grande y deslumbrante.

¡Y lo más fuerte de todo es que teníamos que pasar al otro lado! Era la única manera de llegar a la cárcel.

A medida que nos acercábamos, los haces de luz giratorios se convertían en rayos láser que salían disparados en todas las direcciones desde el perfil accidentado de las múltiples capas de coral que se superponían, dando forma al arrecife.

Aquellas escarpadas formaciones rocosas se elevaban desde el lecho marino hasta la superficie, o aflorando incluso por encima del agua, cubiertas de suaves arbustos de aspecto gomoso que asomaban en cada pequeña grieta, formando un alucinante tapiz de intensos tonos violeta, amarillo y verde. Un arbusto que parecía un abeto de Navidad plateado mecía sus ramas en nuestra dirección. Dos langostinos moteados arrastraban una estrella de mar por el lecho marino. A nuestro alrededor, los peces y las plantas iban y venían en medio de un gran ajetreo. Pero nosotras nada podíamos hacer ante aquella fortaleza hecha de burbujas, algas y coral. Ni siquiera podíamos trepar hasta la cima del arrecife y pasar al otro lado; era demasiado alto y escarpado para hacerlo. Unas rocas que parecían hechas de cristal tallado lanzaban destellos diamantinos hacia la superficie.

—Es inútil —dije, conteniendo las lágrimas. Aquello era como el juego de la oca: justo cuando crees que estás a punto de llegar al final, los dados te mandan de vuelta a la casilla de salida—. No podemos pasar por encima del arrecife, y tampoco por debajo.

Shona estaba junto a mí, y sus ojos brillaban como el coral.

—¡Entonces tendremos que atravesarlo! —exclamó, y las palabras brotaron de su boca en forma de burbujas multicolores—. Tiene que haber una brecha por algún sitio. ¡Venga! —me animó, tirándome del brazo, y la seguí hacia abajo.

Serpenteamos entre algas en forma de tubo que en lugar de hojas parecían tener espaguetis, y nos metimos por unos arbustos con tentáculos tan grandes que podíamos nadar en su interior. Pero en todas partes acabábamos topando con un callejón sin salida.

Me encaramé a una roca, a punto de darme por vencida, mientras Shona escalaba la barrera de coral, golpeándola con los dedos como un albañil midiendo el grosor de una pared. Un enorme banco de peces que había buscado abrigo en una cueva salió disparado de su interior, moviéndose todos en perfecta sincronía y girando sobre sí mismos como las figuras de un calidoscopio. Me quedé mirándolos, fascinada.

—¡Creo que he encontrado algo! —La voz de Shona me sacó de mi trance. Estaba hurgando en el coral y me acerqué a ver qué había encontrado.

—¡Mira! —exclamó, y siguió escarbando un poco más. Unos trocitos de coral se desprendieron como terrones de tierra. Shona me hizo avanzar y mirar más de cerca lo que había descubierto—. ¿Lo ves?

—No veo nada.

—Fíjate bien.

—¿En qué?

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Shona pegó su rostro al mío y señaló el agujero que había hecho con sus manos. Entonces hundió la mano en su interior y sacó otro puñado de tierra, que se dispersó en el agua y se quedó flotando a nuestro alrededor mientras ella seguía hurgando en las entrañas del arrecife.

—Es un punto débil —dijo—. Esta mole tiene millones de años de antigüedad. Estoy segura de que habrá alguien encargado de comprobar el estado de la barrera y mantenerla y esas cosas, pero siempre se le escapará algo.

Hundí la mano en el agujero y escarbé como si estuyiera cavando un hoyo en la arena. Aquella parte tenía un tacto distinto al del resto de la barrera. Era más blanda.

Y así, hurgando y escarbando, no tardamos en abrir un agujero por el que podíamos meter el brazo hasta el hombro, mientras una gran nube de polvillo blanco flotaba a nuestro alrededor.

—¿Y ahora, qué? —pregunté.

—Ahora abrimos más el agujero. Lo bastante como para poder pasar al otro lado.

Trabajamos en silencio, agrandando el agujero. Cuando nos metimos en su interior, el coral ya no lanzaba destellos de colores. Seguimos excavando en la oscuridad.

Al cabo de un rato, cuando me empezaba a notar los brazos entumecidos y el cuerpo dolorido, por no hablar del picor que me causaban las partículas de arena que flotaban a nuestro alrededor, Shona me cogió del brazo y me hizo levantar la vista. Entonces lo vi: una diminuta lucecilla que parpadeaba al otro lado del agujero.

—¡Lo hemos conseguido! —dije, con la respiración cortada.

—Casi. ¡Ánimo, adelante!

Llena de esperanza, hundí el puño con fuerza en el agujero, arañándome la mano mientras hurgaba en la barrera de coral. El agujero se fue haciendo más amplio y redondo, hasta quedar lo bastante grande para que una de las dos pasara por él. Me volví hacia Shona.

—Venga, tú primero —me urgió—. Eres más pequeña.

Uní los brazos a los costados del cuerpo y sacudí la cola suavemente. Aunque me arañé los brazos y la cola por los lados, me deslicé por el agujero.

Cuando llegué al otro lado, me volví y seguí escarbando para que Shona también pudiera pasar. Pero ahora mis manos ya no arrancaban nada. No había polvillo de arena. Me herí los dedos con la roca afilada.

—No puedo abrirlo más —dije desde el otro lado.

—Yo tampoco —respondió Shona, y su voz resonó en el interior del túnel oscuro que acababa de dejar atrás.

—Intenta pasar.

La cabeza de Shona asomó por el agujero.

—No puedo meter los hombros. —dijo—. Es inútil.

—¿Quieres que tire de ti?

—Será mejor que no. —Shona retrocedió, alejándose de la boca del túnel—.

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Si quedo atrapada, tú tampoco podrías volver a este lado.

—No quiero seguir sin ti —dije, y mi voz sonó temblorosa al vibrar en el agua.

—Te esperaré aquí.

—¿Me lo prometes?

—Te espero al final del túnel.

Respiré hondo.

—Vale, pues allá voy —dije, metiendo la cabeza en el hueco del túnel.

—Suerte.

—Creo que la voy a necesitar. —Volví a retroceder—. Gracias —añadí—. Por todo. Eres la mejor amiga del mundo.

Los ojos de Shona brillaron en la oscuridad.

—Tú sí que eres una buena amiga.

Ni por asomo había sido yo tan buena amiga como ella. Pero no quise insistir... ¡no fuera a cambiar de opinión!

Me alejé del agujero. Dejé atrás el Gran Arrecife de Neptuno y nadé hacia un tenebroso laberinto de grutas cubiertas de afiladas esquirlas de coral.

—Voy a ver a mi padre —murmuré, procurando hacerme a la idea y deseando con todas mis fuerzas que se hiciera realidad.

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14Dejé atrás el arrecife de coral, nadando con mil cuidados y mirando hacia

atrás a cada rato mientras me dirigía a la cárcel. Una solitaria manta se deslizó pegada al lecho marino, moviendo las aletas como si fueran los bordes de una capa. Pequeños bancos de peces de aspecto taciturno, con las fauces abiertas, se abrían paso lentamente en la silenciosa oscuridad, lanzándome miradas furtivas al adelantarme. Delante de mí, un remolino denso y negro giraba despacio sobre sí mismo, hasta que de pronto pareció explotar. Miles de diminutos pececillos se dispersaron y volvieron a reunirse en dos nuevos enjambres. Más allá, una silueta gris oscura, más grande que yo y con la forma de un submarino, se deslizaba silenciosamente entre los peces.

Contuve la respiración mientras el tiburón pasaba de largo.

Cuanto más me acercaba a la cárcel, más oscura se volvía el agua. Serpenteando entre rocas y algas, alcancé finalmente la puerta principal, que recordaba las fauces abiertas de una gigantesca orca con afilados dientes blancos. Dos siniestras criaturas custodiaban la puerta, deslizándose en silencio de acá para allá, lentas y malvadas, con un ojo redondo y brillante a cada lado de sus cabezas con forma de mazo. ¡Tiburones martillo!

No podría burlarlos ni en sueños. Quizás hubiera otra entrada.

Recordé la nota del expediente de papá. Ponía «ala este». Lástima que no hubiera por ningún lado una flechita indicando «usted está aquí», como en los centros comerciales.

Supuse que nada más lanzarnos al agua nos habíamos dirigido al oeste, porque habíamos seguido todo el rato la estela del sol poniente. Luego habíamos torcido a la derecha para ir hacia el arrecife, lo que significaba que ahora debía de estar mirando al norte.

Volví a girar a la derecha. Delante de mí había un largo túnel que conectaba con la gruta principal. Me recordaba un poco a esas estaciones de servicio que hay en las autopistas, con la diferencia de que ésta estaba hecha de roca maciza, no parecía tener ninguna ventana y se hallaba bajo el agua, a muchos metros de profundidad. ¿Y el ala este?

Nadando con precaución de un macizo de coral al siguiente y escondiéndome detrás de cada roca, llegué finalmente al túnel. Pero no había ninguna entrada a la vista. Recorrí el túnel hasta el otro extremo, pero tampoco allí estaba la boca.

La puerta principal debía de ser la única entrada a la cárcel. ¡Y pensar que había ido tan lejos para nada! Ni en mil años lograría burlar la vigilancia de los tiburones.

Di media vuelta y emprendí el regreso, nadando pegada al otro lado del túnel, con la esperanza de encontrar una puerta.

Pero mientras avanzaba a lo largo de las paredes viscosas oí un murmullo a mi espalda. ¡Los tiburones! Sin detenerme a pensarlo, di un fuerte coletazo y me impulsé hacia abajo a toda velocidad. Estaba debajo del túnel. Me pegué a su pared cóncava y me sujeté a ella envolviéndome en las ramas de una enorme alga. Dos tiburones martillo pasaron de largo sin detenerse. Unos instantes después, me fijé en algo que no había visto antes. Un agujero. Un agujero oval la mitad de alto que yo y ligeramente más ancho que mis hombros. Tres gruesos barrotes grises lo cruzaban de lado a lado. Parecían huesos de ballena. Aquello era lo más parecido a

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una entrada que había encontrado, así que no podía irme sin al menos intentarlo.

Tiré de los barrotes, pero fue en vano. Parecían hechos de piedra maciza. Intenté deslizarme entre ellos y logré meter la cabeza, pero los hombros no pasaban. Nunca lo lograría... ¡a menos que me pusiera de lado!

Lo intenté de nuevo, esta vez nadando de costado. Pero era inútil. Por más que lo intentara, no lograba que mi rostro pasara al otro lado. ¡Nunca me había dado cuenta de lo mucho que sobresalía mi nariz!

Di la espalda a los barrotes, agitando la cola mientras pensaba. Y de pronto se me ocurrió la solución. ¿Cómo podía haber sido tan tonta? Me volví de nuevo hacia el agujero. Tal como antes, introduje la cabeza entre dos barrotes, lo más lenta y cuidadosamente que pude. Lo único que tenía que hacer ahora era ponerme de lado y pasar el resto del cuerpo al otro lado.

Pero... ¿y si me quedaba atascada, con la cabeza a un lado y el cuerpo al otro, atrapada para siempre entre aquellas rejas?

Antes de que me diera tiempo de cambiar de idea, giré el cuerpo hasta ponerme de lado y me impulsé hacia delante. Me golpeé la barbilla y me rocé el cuello con los barrotes, ¡pero lo había logrado! Moví la cola lo más suavemente que pude y, poco a poco, deslicé el resto del cuerpo por la rendija.

Me acordé del día en que nos estábamos cambiando para entrar a clase de natación, y de la vergüenza que me había dado de que las demás vieran mi cuerpo flacucho.

Empezaba a sospechar que a lo mejor aquello de ser un poco canija tenía sus ventajas.

Me froté los ojos para acostumbrarme a la oscuridad. Había ido a parar a una pequeña habitación redonda como una burbuja y llena de fregonas hechas de algas marinas que colgaban de anzuelos por todas partes.

Nadé hasta la puerta y giré el pomo amarillo. La hoja se abrió con un chirrido. Y ahora, ¿qué dirección debía tomar? El pasillo era una larga y estrecha gruta. Al cerrar la puerta, me fijé en una placa metálica que había en la esquina superior. Ponía «AN: N 874». ¿Ala norte? ¡Me había equivocado de dirección!

Nadé a lo largo del silencioso pasillo, dejando atrás puertas cerradas a ambos lados: N 867, N 865. Eran todas idénticas: una gran hoja de metal redonda, como la escotilla de un submarino, con un ventanuco redondo en el centro y un pomo de bronce debajo de éste. Nada de cristales, sólo gruesos barrotes de huesos de peces que dibujaban en cada ventana un tablero de tres en raya. ¿Y si me asomaba a una de aquellas ventanas? Al pasar por delante de la siguiente puerta, me impulsé hasta la ventana y eché un vistazo al otro lado. Un tritón con una gran panza peluda y una larga melena negra recogida en una cola de caballo se acercó a la ventana.

—¿Puedo ayudarte? —preguntó, con un brillo socarrón en los ojos. Llevaba un barco tatuado en el brazo y abanicaba su gruesa cola de color marrón.

—¡Perdone! —Arqueé el cuerpo hacia abajo y me alejé de allí a toda prisa. ¡Nunca lo encontraría! Ni siquiera estaba en el ala correcta. ¡Y había peligrosos delincuentes detrás de aquellas puertas! Lo que tampoco era como para extrañarse, supongo. Al fin y al cabo, estaba en una cárcel.

De pronto, me llegó a los oídos un zumbido familiar. ¡Los tiburones martillo! Venían en mi dirección. Sacudí la cola con todas mis fuerzas y eché a nadar hacia el fondo del pasillo. ¡Tenía que salir de allí antes de que me vieran!

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Con un último coletazo, doblé la esquina justo a tiempo... y fui a parar a un túnel idéntico al otro.

Idéntico excepto en una cosa: los números de las puertas empezaban todos por «E». ¡El ala este!

Me acerqué sigilosamente hasta la primera puerta. E 924. Intenté recordar el número escrito en aquella nota de los archivos del señor Beeston. ¿Por qué no lo habría apuntado?

Dentro de la celda había un tritón muy mayor, con una larga barba y la cola marchita, de espaldas a la puerta. Seguí adelante. E 926, E 928. Me pregunté si alguna vez lo encontraría.

Justo entonces, dos cabezas con forma de martillo asomaron por la esquina del pasillo. Me abalancé sobre la siguiente puerta y tiré desesperadamente del pomo de bronce. ¡Para mi asombro, se abrió al instante! Con la esperanza de que el ocupante de esa celda fuera menos temible que los tiburones, entré y cerré la puerta despacio. Un segundo después, oí aquel inquietante silbido al otro lado de la celda. Los tiburones habían pasado de largo. Apoyé la cabeza en la puerta, suspirando.

—¡Por los pelos!

¿Quién había hablado? Giré sobre los talones y vi a un tritón sentado en el borde de una cama hecha de algas. Estaba acodado sobre una pequeña mesa y su cola, de un morado centelleante, se mecía suavemente.

—¿Qué está haciendo? —pregunté sin apartarme de la puerta.

El tritón sujetó un trozo de hilo con los dientes e hizo un nudo en la otra punta.

—Procuro distraerme —dijo.

Me acerqué un poco a él, sin separarme de las paredes de aquella habitación con forma de pompa de jabón. El hilo brillaba como si fuera de oro, y tenía insertadas cuentas o algo por el estilo. Cuentas de los colores del arco iris.

—¿Está haciendo un collar?

—Una pulsera, de hecho. ¿Qué pasa, no te gusta? —El tritón levantó los ojos por primera vez desde que yo había entrado, y retrocedí instintivamente. «No es buena idea meterte con un delincuente en cuya celda acabas de irrumpir —me dije a mí misma—. Y menos si pretendes salir de ella sana y salva.»

Pero la verdad es que aquel tritón no tenía aspecto de delincuente. O al menos no era como solemos imaginar a los delincuentes. No parecía malvado ni duro, y además se entretenía haciendo joyas. Tenía el pelo negro y corto, un poco ondulado, y llevaba un pequeño pendiente en una oreja. Debajo de la chaqueta del uniforme carcelario se adivinaba una camiseta blanca. Su cola brillaba tanto como la pulsera. Mientras lo observaba, se pasó una mano por el pelo. Había algo extrañamente familiar en aquel gesto, aunque no acertaba a explicarme el qué. Mientras lo pensaba, empecé a juguetear con un mechón de mi propio... «¡Toma ya!»

Lo observé detenidamente. Se volvió para mirarme con los ojos ligeramente entrecerrados.

No podía ser...

El tritón dejó la pulsera sobre la mesa, se levantó de la cama y se deslizó

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para acercarse a mí. Yo retrocedí de nuevo.

—¡Gritaré! —le advertí.

Me miró fijamente. Yo le sostuve la mirada.

—¿Cómo me has encontrado? —preguntó en un tono de voz distinto. Ahora sonaba como si tuviera un nudo en la garganta o algo por el estilo.

Lo miré a los ojos. Eran de un castaño profundo. Mis ojos.

—¿Papá...? —dijo una vocecilla que nunca habría reconocido como la mía.

El tritón se frotó los ojos. Luego se dio un golpe en la sien.

—¡Sabía que esto acabaría pasando, tarde o temprano! —exclamó, más para sí mismo que dirigiéndose a mí—. Es imposible pasar tanto tiempo en este sitio sin acabar loco. —Me dio la espalda—. Es un sueño, nada más que un sueño.

Entonces dio media vuelta.

—Pellízcame —dijo, acercándose a mí de nuevo. Yo retrocedí un poco—. Pellízcame —repitió.

Obedecí y retrocedió de un salto.

—¡Ay! No te he pedido que me despellejes. —Se frotó el brazo antes de volver a mirarme—. ¿Así que eres real? —añadió.

Asentí en silencio.

El tritón nadó en silencio a mi alrededor.

—Eres incluso más guapa que en mis sueños —dijo—. Y te aseguro que he soñado mucho contigo.

Yo seguía sin poder articular palabra.

—Lo último que hubiera querido es que me vieras aquí encerrado. —De pronto, se había puesto a nadar de acá para allá, ordenando todas las cosas con las que hacía sus joyas. Luego cogió unas revistas del suelo y las metió en una grieta de la pared, antes de esconder una camiseta debajo de la cama—. Este no es sitio para una jovencita.

Entonces vino de nuevo hacia mí, y esta vez se me acercó más. Cuando acercó la mano a mi rostro, me esforcé por permanecer quieta.

Ahuecó la mano sobre mi mejilla y presionó muy suavemente, acarició mi hoyuelo con el pulgar, secó las lágrimas que se mezclaban con el agua de mar.

—Emily —susurró. Era él. ¡Era mi padre!

Un segundo más tarde, me estrechaba entre sus fuertes brazos y yo me aferraba a él con todas mis fuerzas.

—También eres una sirena —murmuró, hundiendo el rostro en mi pelo.

—Sólo a medias —le advertí.

—Lógico.

Entonces se separó un poco de mí y me sujetó con los brazos extendidos.

—¿Dónde está tu madre? —preguntó de repente—. ¿Está aquí? ¿Está bien?

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—Dejó caer los brazos a los lados del cuerpo—. ¿Ha conocido a otra persona?

Me acerqué más a él y le susurré:

—¡Por supuesto que no!

—Mi estrella... —murmuró con una sonrisa.

—¿Estrella?

—Solía llamarla mi estrella de la buena suerte, ya ves. No se puede decir que el nombre le vaya como anillo al dedo. —Sonrió—. Pero ¿no se habrá olvidado de mí, verdad?

—Pues... —¿Qué se supone que debía contestarle?—. Sigue queriéndote. —Bueno, era verdad, ¿no? De lo contrario, no se habría llevado un disgusto tan grande al recuperar la memoria—. Y en el fondo nunca te ha olvidado, o por lo menos no adrede.

—¿No adrede?

—Escucha, te lo explicaré todo.

Y eso hice. Le hablé del suero del olvido y del señor Beeston, y le conté lo que había pasado cuando se me había ocurrido llevar a mamá al rompiente del Arco Iris. Y también le relaté nuestro viaje hasta el Gran Arrecife de Neptuno.

—¿Así que ha venido hasta aquí? —me interrumpió—. ¿Tan cerca está?

Asentí. Se alisó el pelo, nadó en círculos y luego se apartó de mí.

—Escucha, papá. —«¡Papá!» No me acostumbraba a pronunciar esa palabra—. Mamá me está esperando. No puede entrar en la cárcel. —Lo seguí hasta su mesa—. Como no sabe nadar... —añadí con delicadeza.

Papá rompió a reír y se volvió para mirarme.

—¿Que no sabe nadar? ¿De qué hablas? Pero si es la nadadora más elegante, ligera y rápida que ha habido jamás, aparte de las sirenas, claro está.

¿Mi madre? ¿Una nadadora elegante, ligera y rápida? Se me escapó una carcajada.

—Supongo que también lo olvidó junto con todo lo demás —añadió con tristeza—. Nadábamos día y noche. Tu madre incluso se apuntó a clases de submarinismo para poder nadar conmigo debajo del agua. Solíamos ir hasta el viejo barco hundido. Allí fue donde me declaré, como sabrás.

—Sigue queriéndote —insistí.

—Ya. —Papá nadó hasta la mesilla que había junto a su cama. Lo seguí.

—¿Qué es esto? —pregunté. Había algo colgado de la pared con un anzuelo. Un poema.

—¿Eso? Eso soy yo —dijo con una tristeza infinita.

—«El tritón abandonado», leí en alto. Seguí leyendo el poema para mis adentros, sin prestarle demasiada atención hasta que llegué a un verso que me hizo estremecer: «El techo de ámbar, el suelo de nácar...»

—Esto es... es...

—Una cursilada, ¿verdad? Lo sé.

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—¡No! Lo que quiero decir es que este poema me suena.

Jalee levantó la mirada.

—¿No habrás estado en el barco hundido, verdad que no, pezqueñaja?

Asentí.

—Shona me llevó. Es una amiga mía, una sirena.

—¿Y tu madre?

—Ni siquiera sabe que he estado allí.

Jake dejó caer la cabeza.

—¡Pero recuerda esos versos! —dije. Arranqué el poema de la pared. —«Ella dejó por siempre solitarios a los reyes del mar» —leí en alto.

—Así termina —apostilló él.

—¡De eso nada!

—¿Cómo que no?

—¡No acaba así!

—Claro que sí. Mira. —Jake se acercó a mí y me quitó el poema de las manos—. Éstos son los últimos versos.

Le arrebaté de nuevo el poema.

—¡Pero tu historia no termina así! ¡Ella nunca abandonó al rey del mar!

Jake se rascó la cabeza.

—Creo que me he perdido.

—El Rey de los Mares. ¡Es nuestro barco! ¡Así se llama!

Sus ojos se llenaron de lágrimas, como los de mamá un poco antes.

—Es cierto, cariño. Me acuerdo de cuando decidimos rebautizarlo, aunque no logro recordar cómo lo llamaba tu abuelo antes. Pero, verás...

—¡Y nunca podría dejarlo! Me lo ha dicho. Y ahora sé por qué. ¡Porque ese barco te representa a ti, y ella nunca podría dejarte! ¡No eres el tritón abandonado, ni mucho menos!

Jake soltó una carcajada.

—¿De veras lo crees? —Y entonces volvió a estrecharme entre sus brazos. Olía a salitre, y noté el tacto áspero de su barbilla en mi frente.

—Escucha, tienes que salir de aquí cuanto antes —dijo, estirando los brazos y apartándome de él.

—¡Pero si acabo de encontrarte!

—No tardará en sonar la campana de la cena. Tenemos que sacarte de aquí. No sé cómo salmones te las has arreglado para colarte, pero créeme, boqueroncito: será mejor que no te pillen aquí dentro. Seguramente no te dejarían volver a salir.

—¿No me quieres?

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Papá me tomó las manos y me miró a los ojos, y por un momento fue como si sólo existiéramos los dos en el mundo.

—Te quiero... viva —dijo—. Te quiero libre, y feliz. No quiero verte encerrada en un sitio horrible como éste para el resto de tus días.

—Nunca volveré a verte —musité.

—Sí lo harás. Encontraremos el modo de hacerlo, boqueroncito. —Me encantaba que me llamara así—. ¡Venga! —dijo, mirando por la ventana a uno y otro lado del pasillo—. Tenemos que sacarte de aquí. —Abrió la puerta y echó un vistazo fuera.

—¿Cómo es que puedes hacer eso? —pregunté—. ¿No se supone que deberías estar encerrado aquí dentro?

Papá señaló una especie de etiqueta metálica grapada en la punta de su cola.

—¿Te duele?

—Impide que me aleje más de la cuenta. Si se me ocurre cruzar el umbral —dijo, señalando la puerta—, me duele muchísimo. Es como quedar aplastado entre dos muros.

—¿Lo has intentado?

Papá se frotó la cabeza como si acabara de darse un buen golpe.

—No es nada aconsejable, te lo aseguro.

Solté una risita.

—¿Y para qué tener puertas, entonces?

Papá se encogió de hombros.

—Quieren asegurarse, supongo. Nos encierran por las noches. —Papá nadó de nuevo hacia mí—. Lo entiendes, ¿verdad?

—Eso creo. —De pronto, recordé las palabras del señor Beeston. Según él, mi padre había huido porque no quería asumir la responsabilidad de criar a una hija. Pero el señor Beeston mentía más que hablaba. ¿O no?

—¿Qué pasa, pezqueñaja?

Clavé los ojos en mi cola, que se movía rápidamente de un lado al otro.

—¿No será que nunca has querido tenerme? —pregunté.

—¿Qué? —Dio media vuelta y se fue hasta su cama. Le había dado un disgusto tremendo. Deseé poder retirar lo que acababa de decir.

Papá se puso a buscar algo a tientas debajo de la cama.

—Mira esto —dijo, sacando una pila de hojas de plástico—. Coge uno cualquiera.

Me acerqué a él tímidamente.

—Adelante —me animó—. Échales un vistazo. —Me tendió una de aquellas hojas. Era un poema. Lo leí en alto.

Nunca creí lo que decían, que a mi niña se llevarían. La añoro desde aquel

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día. ¡Qué cruel esta lejanía!

—Sí, bueno, ése es uno de los primeros —se disculpó, avergonzado, mientras jugueteaba con su pendiente—. Los hay mejores.

No podía apartar los ojos del poema.

—Has... has...

—Sí, lo sé. Primero las joyas, ahora la poesía. ¿Qué será lo siguiente, verdad? —dijo con una mueca.

Antes de que pudiera abrir la boca, empezó a sonar una campana. Era como la alarma de incendios del instituto. Me llevé las manos a los oídos.

—Ahí está. Hora de la cena. No tardarán en llegar. —Me cogió del brazo—. Emily, tienes que irte.

—¿Puedo quedármelo? —pregunté.

Papá dobló el poema y me lo devolvió. Luego me sujetó por los hombros con fuerza.

—Te buscaré —dijo con la voz embargada por la emoción—. Te lo prometo.

Entonces dio media vuelta, cogió la pulsera que descansaba sobre su mesita de noche y le hizo un nudo rápidamente.

—Dale esto a tu madre. Dile... —Se interrumpió—. Tú sólo dile que nunca he dejado de quererla ni lo haré jamás, pase lo que pase. Nunca jamás, ¿me oyes?

Asentí en silencio, porque la emoción me impedía hablar. Papá me abrazó una última vez antes de volver a darme la espalda.

—Espera. —Arrancó el poema que colgaba de la pared y me lo dio—. Dale esto también. Dile... dile que lo guarde hasta que nos reunamos. Dile que no me olvide.

—No lo hará, papá. Ninguna de nosotras lo hará. Jamás.

—Os encontraré —volvió a decir con voz rota—. Ahora vete —ordenó, empujándome hacia fuera—. Deprisa. ¡Y ten cuidado!

Empecé a avanzar lentamente por el pasillo, sosteniéndole la mirada un instante.

—Hasta pronto, papá —susurré. Luego cerró la puerta y desapareció.

Me quedé un momento paralizada en el pasillo desierto. La campana seguía sonando, ensordecedora. Me tapé los oídos y, con un coletazo, me puse en marcha. Deshice el camino, volviendo a recorrer los mismos pasillos y metiéndome de nuevo por el armario de la limpieza hasta llegar al diminuto hueco por el que salí a la tenebrosa oscuridad hasta que volví a encontrar el pasadizo en el arrecife.

Shona me estaba esperando al otro lado, tal como me había prometido. Nos fundimos en un gran abrazo y nos echamos a reír de alegría.

—Estaba muy preocupada —dijo—. Has tardado siglos.

—Lo he encontrado —me limité a decir.

—¡Tritónico! —exclamó.

—Te lo contaré todo por el camino. ¡Vamos! —Me moría de ganas de

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decírselo a mamá, y de ver su cara cuando le diera los regalos de papá.

—Repítelo otra vez, anda. —Mamá hacía girar su nueva pulsera incansablemente alrededor de la muñeca, y contemplaba fascinada cómo las cuentas se difuminaban y mezclaban entre sí para luego recuperar sus colores. Millie la observaba, un poco celosa—. ¿Qué te dijo, exactamente?

—Mamá, te lo he contado tres veces ya.

—Sólo una más, cariño. No te lo volveré a pedir.

Solté un suspiro.

—Dijo que siempre te ha querido, y siempre lo hará. Y tenía un montón de poemas escritos por él.

Mamá apretó con más fuerza el poema que tenía en la mano.

—¿Sobre mí?

Pensé en el poema que llevaba en el bolsillo.

—Sí, básicamente.

Mamá sonrió de un modo en que nunca la había visto hacerlo. Solté una carcajada. Se comportaba igualito que las protagonistas de esas horribles pelis románticas y sensibleras que tanto le gustan.

—Mamá, tenemos que volver a verlo —dije.

—Nunca ha dejado de quererme y nunca lo hará... —canturreó mamá con ojos soñadores. Millie arqueó las cejas.

Un segundo después, un gran estruendo, como de algo pesado cayendo al agua, borró la sonrisa del rostro de mamá. Salimos corriendo a cubierta.

—¿Os creéis muy listas, eh? —¡Era el señor Beeston! ¡Estaba en el agua! ¿Cómo había podido escapar?—. ¡Después de todo lo que he hecho por vosotras! —gritó, alejándose rápidamente a nado mientras hablaba.

—¿Qué va a hacer? —pregunté a voz en grito.

—¡Te lo advertí! —gritó, nadando de espaldas—. ¡No consentiré que te salgas con la tuya! —Luego, en un tono más bajo, tanto que apenas se escuchaba entre el rumor de las olas, añadió—: Siento mucho que nuestra amistad acabe así, Mary. Siempre recordaré los buenos tiempos.

Entonces se dio la vuelta y nadó hacia el Gran Arrecife de Neptuno. Mamá y yo nos miramos. ¿Buenos tiempos?

Millie carraspeó.

—Yo tengo la culpa —musitó.

Mamá se volvió hacia ella.

-¿Qué?

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—Le aflojé el nudo de la red —confesó Millie, envolviéndose en su chal—. Sólo un poquito. Dijo que le hacía daño.

Mamá suspiró y negó con la cabeza.

—Bueno, no te preocupes por eso, Millie —dijo—. Ya no podemos hacer nada.

Mientras veíamos cómo el señor Beeston se alejaba nadando, Shona apareció en el agua, junto al barco.

—¿Qué pasa? —preguntó—. Me ha parecido oír jaleo.

—Es el señor Beeston —dije—. ¡Se ha escapado!

—¿Escapado?

—Se ha ido en esa dirección —añadí, señalando hacia la cárcel—. Creo que está tramando algo.

—¿Y si lo seguimos?

—¡No quiero que vuelvas allá abajo! —intervino mamá—. No después de lo que ha pasado. Es demasiado peligroso.

—¿Y qué quieres que hagamos, si no? —pregunté—. ¿Cómo vamos a volver? No tenemos combustible, y la vela se ha roto. Shona no puede remolcarnos hasta el puerto.

—¿Y si llamamos a los guardacostas por la radio? —sugirió.

—Mamá, la radio está estropeada desde hace años. Siempre decías que la mandarías arreglar...

—... pero siempre se me olvidaba hacerlo. —Mamá terminó la frase por mí con un suspiro.

—Podríamos sentarnos a meditar antes de tomar una decisión —terció Millie—. Tal vez se nos ocurra algo.

Mamá y yo la fulminamos con la mirada. Diez segundos más tarde, alguien decidió por nosotros. Un vozarrón emergió desde el fondo del mar.

—¡Estáis rodeadas! —advirtió entre borboteos—. Rendios inmediatamente. No intentéis resistir.

—¿Quién habla ? —grité—. ¡ No me dais ningún mié... ?

—¡Emily! —exclamó mamá, asiéndome el brazo con fuerza.

Aquella voz volvió a hablar.

—No tenéis escapatoria. No subestiméis el poder de Neptuno.

Antes de que se me ocurriera una respuesta, cuatro tritones con uniforme de celadores penitenciarios aparecieron a flor de agua. Cada uno de ellos llevaba a su espalda un pulpo vuelto del revés. En perfecta formación, se impulsaron hacia arriba, haciendo girar la cola en espiral. Luego ladearon el cuerpo, y los tentáculos de los pulpos empezaron a rodar en círculos por encima de ellos como las palas de un helicóptero. ¡Venían volando hacia nosotras! Entre todos, nos levantaron a las tres en el aire y, sosteniéndonos por debajo de los brazos, giraron sobre sí mismos y nos llevaron con ellos de vuelta al agua.

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—¡No sé nadar! —gritó mamá.

No hubo respuesta. Implacables, los celadores la sumergieron. Boqueando y tragando agua, nos hicieron entrar a empujones en un extraño artefacto con forma de chimenea. Mis piernas se convirtieron en cola al instante, pero por una vez apenas me enteré.

Nos deslizamos por la chimenea y aterrizamos en un suelo como de goma que rebotaba bajo nuestros pies. La puerta por la que habíamos entrado se cerró de golpe, y descubrimos con asombro que estábamos en el interior de una burbuja blanca y elástica. Del techo colgaban dos mascarillas como esas que te enseñan las azafatas cuando vas en avión.

Las cogí y ayudé a mamá y a Millie a ponérselas. Luego nos sentamos en silencio mientras la burbuja avanzaba bajo el agua rebotando como una pelota. Millie sacó una especie de rosario de su bolsillo y empezó a pasar las cuentas nerviosamente entre los dedos.

Mamá me cogió la mano, apretándola tanto que me hacía daño.

—No nos pasará nada —le aseguré, rodeándola con un brazo—. Estoy segura —añadí en un susurro nada convincente.

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15La buena noticia es que no nos tuvieron mucho tiempo encerradas en

aquella minúscula jaula que no paraba de bambolearse. La mala es que nos separaron y nos metieron a cada una en un espacio más pequeño todavía. Esta vez, era más como una caja. Cinco pequeños coletazos de lado a lado, y una cama de algas pegada a una pared. Todo aquello era culpa del señor Beeston. ¿Cómo había podido hacernos algo así?

Me senté en la cama y conté las lapas pegadas a la pared rocosa. Luego conté las algas que colgaban del techo. Miré a mi alrededor en busca de algo más que contar, pero sólo estaban mis tristes pensamientos. De ésos tenía bastantes.

Un celador entró nadando. Traía un cuenco con algo que ni por asomo parecía comestible, pero que sospeché sería mi cena.

—¿Qué vais a hacer con...?

El celador me puso el cuenco en las manos de malos modos y desapareció sin contestar.

—¡No es justo! —grité desde el otro lado de la puerta—. ¡No he hecho nada!

Examiné el contenido del cuenco. Parecía baba de caracol. Estelas de baba verde y viscosa encima de unos copos amarillos que se parecían sospechosamente al serrín. Qué asco. Aparté el cuenco y empecé a contar los segundos. ¿Cuántos tendría que pasar allí dentro?

Lo siguiente que recuerdo es que estaba tumbada de lado en aquella cama horrible y alguien me sacudía, haciéndome resbalar en el lecho de algas.

—¿Mamá? —Me incorporé de un salto. No era mamá. Un celador me levantó agarrándome por los brazos—. ¿Adonde me lleváis? —pregunté mientras el celador me esposaba una mano y cerraba la otra argolla de las esposas alrededor de su propia muñeca.

Pero, por supuesto, no contestó a mi pregunta, sino que se limitó a sacarme de la celda y a cerrar con un portazo.

—¿Qué, un tipo duro y de pocas palabras? —bromeé nerviosamente mientras nadábamos por aquellos pasillos que parecían largos túneles, y doblábamos esquinas redondeadas tras las que había más pasillos interminables. No tardamos en llegar a una entrada que recordaba unas fauces abiertas, con dientes de tiburón a modo de rejas, como había visto en la puerta de la cárcel.

El celador llamó dos veces, golpeando uno de los dientes, y las fauces se abrieron más todavía. Me empujó hacia delante.

Una vez dentro, otro celador nadó hacia nosotros. Ahora estaba esposada a alguien diferente, pero muy similar, y me veía arrastrada por pasillos diferentes pero también muy similares a los que acababa de dejar atrás. Y entonces me arrojaron a una celda distinta... pero muy similar a la otra. Genial.

Apenas había empezado a contar las lapas cuando volvieron a por mí. Y esta vez no me llevarían a ningún sitio similar a aquél, sino más bien distinto. Completamente distinto.

Llegamos al final de otro largo pasillo. Cuando el celador me hizo cruzar la puerta de un empujón, lo que vi ante mí no era otro túnel, no, sino el mar abierto

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otra vez. Por un momento, pensé que iba a soltarme... hasta que caí en la cuenta de que seguía esposada a él.

El agua se volvió más clara y cálida. Algo asomaba por abajo... algo luminoso y colorido. Pero aquellos colores no hacían cabriolas como los del Gran Arrecife, sino que resplandecían y lanzaban destellos desde las profundidades del océano. Mientras nos acercábamos, aquel resplandor fue tomando forma. Era como una gran casa. ¡Una casa inmensa! Dos columnas de mármol tan altas que parecían subir desde el lecho marino hasta la superficie del agua flanqueaban una gran entrada en forma de arco, adornada con piedras preciosas y cristales que relucían como estrellas. Delante de cada columna, presidiendo la entrada, un majestuoso caballito de mar dorado se elevaba sobre un pedestal.

—¡Adelante! —ordenó el celador, indicándome que avanzara hacia la puerta cerrada al tiempo que saludaba con un breve ademán a los dos tritones que la custodiaban. Ambos tenían una raya dorada a un lado de la cola. Los tritones se hicieron a un lado, y la gran puerta empezó a abrirse lentamente.

Nadamos hacia el arco. Por encima de nuestras cabezas, largas ristras de conchas colgaban de hilos de plata, tintineando mecidas por el agua.

—¿Dónde estamos? —pregunté mientras entrábamos en una especie de vestíbulo, un poco como los que hay en los hoteles de lujo, pero todavía más lujoso, y en forma de cúpula.

Candelabros hechos de cristal transparente colgaban del techo, proyectando pequeños arcos iris en las paredes. En el centro de la habitación, un diminuto volcán escupía nubes de intensa luz verde, como una fuente submarina. La luz manaba a borbotones por la boca de aquel caldero rocoso, burbujeante, y se teñía de azul tan pronto como rozaba el suelo.

—¿Es que no sabes nada? —gruñó el celador—. Estamos en el palacio de Neptuno —dijo, y me empujó hacia delante.

¡El palacio de Neptuno? ¿Y qué hacíamos allí? Me vinieron a la mente todas las cosas que Shona me había contado acerca de él. ¿Qué iba a hacer conmigo? ¿Me convertiría en piedra?

Nadamos hasta el otro lado del vestíbulo, cruzándonos por el camino con dos tritones de larga cola negra que hablaban apresuradamente mientras nadaban. Una sirena salió de detrás de una columna dorada cuando ya nos acercábamos al otro extremo del vestíbulo. El celador hurgó en su cola y sacó una tarjeta. La sirena asintió y se hizo a un lado con gesto eficiente. Había un gran agujero en la pared a su espalda.

—Arriba.

El celador se introdujo en el agujero, arrastrándome consigo. Dando vueltas y más vueltas en espiral, subimos por aquella especie de tobogán invertido hasta llegar a una trampilla. El celador la abrió de un empujón y me hizo pasar delante de él.

Entré en una habitación rectangular con paredes de cristal, como una inmensa pecera, pero con la pequeña diferencia de que los peces estaban fuera y yo dentro.

Eran peces de colores muy vivos, amarillos y azules, que nadaban veloces de acá para allá y parecían observarnos con interés mientras el celador me guiaba hasta una serie de rocas colocadas en fila y me ordenaba que tomara asiento. Un cartel colgado delante de aquella fila ponía ACUSADA.

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¿Acusada? ¿Se referían a mí? ¿Qué había hecho yo? Delante de mí, desperdigados por varias filas de asientos de coral, había un grupo de sirenas y tritones trajeados.

Uno de ellos llevaba una chaqueta dorada hecha de finos tallos de junco con un tridente en la pechera. Lo observé mientras hojeaba sus archivos, hablando todo el rato con una sirena que estaba sentada a su lado. En la fila de atrás, un tritón enfundado en un traje negro también susurraba sin parar a la sirena que tenía al lado mientras hojeaba unos documentos.

¿Qué estaba pasando? ¿Qué hacía yo allí? En un extremo de la sala, una sirena se sentó a un escritorio de coral vuelto hacia la tribuna y se puso a examinar sus uñas. Detrás de ella había una mesa de cristal baja y, detrás de ésta, el trono más impresionante que se haya visto jamás. El respaldo, de oro macizo, se alargaba hacia arriba en tres picos cubiertos de perlas y adornos de coral. El asiento era redondo, de mármol, con ondas azules talladas desde el centro hacia fuera. Dos caballitos de mar presidían el trono, convertidos sus lomos en los brazos del sillón y sus colas en las patas delanteras, que se enroscaban hacia abajo y descansaban sobre un pedestal cuajado de diamantes.

El trono se elevaba por encima de la sala, ¡poderoso y temible incluso estando vacío!

De vez en cuando, la sirena que estaba sentada delante del trono reordenaba los objetos esparcidos sobre su escritorio. Había una hilera de juncos perfectamente alineados, y algunas hojas de plástico a un lado. Sobre éstas, un letrero ponía ACTUARÍA. En un rincón del escritorio se apilaba una montaña de expedientes. En el otro, descansaba un calamar con cara de malas pulgas y los tentáculos cruzados en un complejo nudo.

La sirena se volvía a cada rato para mirar hacia una puerta que había justo detrás del trono. Una puerta en forma de arco dorado y remachado con piedras preciosas, idéntico al de la entrada del palacio, que permanecía cerrada.

Un súbito estruendo me obligó a desviar la mirada hacia arriba. Dos celadores entraban por una puerta en el techo, y traían a alguien sujeto entre ambos.

¡Mamá! Los celadores descolgaron una mascarilla del techo, como las que Millie y ella se habían puesto cuando nos capturaron. Mamá se la colocó torpemente sobre el rostro. Un tubo le salía de la boca y subía hacia arriba por la parte superior de la mascarilla.

Mamá miró a su alrededor con ojos aterrados, hasta que reparó en mí y su rostro se tranquilizó un poco. Intentó sonreír a través de la mascarilla, y yo traté de devolverle la sonrisa.

¿Qué estábamos haciendo allí?

Al otro lado de la pecera, un variopinto grupo de tritones y sirenas ocupaba sus asientos. Una sirena corpulenta se desabrochó una anguila aterciopelada que llevaba el cuello mientras se dirigía a su asiento, obligando a todos los demás a moverse hacia un lado para que pudiera sentarse junto a su enorme cangrejo de compañía, que tenía piedras preciosas incrustadas en el caparazón. Unos pocos tritones y sirenas que sostenían blocs de notas y grabadoras de mano intercambiaban comentarios mientras se iban sentando. Periodistas. Apostados a lo largo de la pared del fondo, varios caballitos de mar aguardaban en silencio. Tenían pinta de soldados.

Entonces el ruido sordo de un trueno empezó a retumbar, cada vez más cerca, y en la sala se hizo un silencio sepulcral.

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A medida que el rugido del trueno se acercaba, el agua empezó a agitarse. La actuaría se agarró a la mesa, y todos los que estaban sentados alargaron las manos hacia las repisas de delante. ¿Qué estaba pasando? Miré a mi alrededor y me aferré a una repisa de coral. Nadie más parecía temer lo que quiera que fuese que estaba a punto de ocurrir.

Las olas eran cada vez más altas, y el trueno cada vez más ensordecedor, hasta que de pronto la puerta que presidía la sala se abrió de par en par. Una flota de delfines irrumpió en su interior, tirando de un carruaje dorado y cubierto de piedras preciosas. En el carruaje viajaba un tritón que medía por lo menos dos metros, tenía una barba blanca que le llegaba hasta el pecho y una cola que parecía tachonada de diamantes. Al apearse del carruaje, inundó la sala de destellos plateados. Recogiendo la larga cola debajo del cuerpo, el tritón ocupó el trono. Sostenía un tridente de oro.

¡Neptuno! ¡Lo tenía justo delante de mí! ¡En carne y hueso!

Neptuno golpeó el suelo con su tridente, y los delfines abandonaron rápidamente la sala, llevándose el carruaje. Otro golpe de tridente y las puertas se cerraron tras ellos. Al tercer golpe, el agua se serenó como por arte de magia. Me recosté en mi asiento, desconcertada por aquella repentina tranquilidad.

—¡En pie! —exigió una voz tonante.

¡Neptuno me señalaba con su tridente! Me levanté de un brinco, deseando con todas mis fuerzas que no decidiera doblarme la condena por la falta de respeto.

Neptuno se inclinó para decirle algo a la actuaría, al tiempo que me señalaba. La actuaría también me miró, y luego cogió uno de los juncos que descansaban sobre su escritorio, lo hundió en el calamar y escribió algo con tinta negra. El calamar se removió en el borde del escritorio, malhumorado, y volvió a cruzarse de tentáculos.

Neptuno se volvió de nuevo hacia la sala y echó una mirada a su alrededor con cara de pocos amigos. Luego, con otro golpe de tridente, gritó:

—¡Podéis sentaros!

Todos tomaron asiento mientras los caballitos de mar que estaban al fondo de la sala se dividían en dos filas y nadaban hasta la parte delantera para colocarse a ambos lados de Neptuno.

El tritón de la chaqueta dorada se levantó y se inclinó en una profunda reverencia.

—¡Acerqúese! —tronó Neptuno.

El tritón nadó hacia él. Luego se inclinó y le besó la punta de la cola.

—Con la venia, majestad, quisiera exponer los argumentos de la acusación —empezó, incorporándose.

Neptuno asintió bruscamente.

—¡Prosiga!

—Majestad, ante vos tenéis a una sirena y a una... humana. —El tritón torció el gesto al pronunciar esta última palabra, como si le diera asco. Tiró del cuello de su camisa y prosiguió—: Ambas están acusadas de connivencia, intriga y conspiración...

—¿Cómo te atreves a hacerme perder el tiempo? —bramó Neptuno, levantando su tridente—. ¡Quiero hechos!

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—Cómo no, majestad, cómo no. —El tritón rebuscó algo entre sus archivos y tosió un poco—. La joven que se presenta ante vos ha entrado sin permiso en vuestra cárcel, dañando de paso una parte del Gran Arrecife, y además ha atacado a uno de vuestros consejeros.

—¿Y...? ¿Algo más? —Neptuno se había puesto rojo como un tomate.

—Está todo aquí, majestad. —El tritón entregó una carpeta a Neptuno, que se la arrebató de la mano y la tendió a la actuaría sin ni siquiera mirarla.

El tritón volvió a carraspear.

—En lo que respecta a la humana —continuó, volviendo a pronunciar la palabra en aquel tono despectivo—, se le acusa de lo mismo.

Neptuno asintió con un gesto seco y cortante.

—Una vez más, señor Slipreed, ¿ha terminado?

—Sí, majestad. —El tritón se inclinó de nuevo mientras hablaba—. Pero, si me lo permitís, me gustaría destacar un aspecto de este caso... —Neptuno cerró el puño con fuerza alrededor del tridente. El tritón habló de modo atropellado—: En el momento de la detención de las acusadas, fue hallada en las inmediaciones una joven sirena que actuaba en connivencia con otra... humana. —Se aclaró la garganta y tragó en seco.

¡Millie y Shona! Me llevé la mano a la boca para reprimir un grito.

—Ambas están detenidas a la espera de lo que decida la justicia.

—¿La justicia, Slipreed? De modo que ahora es la justicia la que decide...

—Perdonadme, majestad. Quería decir que están a la espera de conocer vuestro divino designio.

—¡Gracias, señor Slipreed! —vociferó Neptuno.

—Con la venia, majestad, llamo a declarar al primer testigo de la acusación: el señor Charles Finright Beeston.

Cuando el señor Beeston entró en la sala, crucé los brazos. En realidad intenté cruzar las piernas, pero recordé que no podía porque tenía una cola en su lugar. El señor Beeston me pareció cambiado, aunque no habría sabido decir en qué. Mientras nadaba hacia Neptuno, lo entendí: ¡Nunca lo había visto convertido en tritón!

El señor Beeston hizo una profunda reverencia y besó la cola de Neptuno, evitando en todo momento mirarnos a mamá o a mí.

—Si me lo permitís, me remitiré a mis notas... —Una ristra de burbujas escapó de su boca y subió flotando por el agua, llevándose sus palabras.

«A tus mentiras, te refieres», pensé.

—Majestad, anoche me vi involucrado contra mi voluntad en una operación de rescate clandestina en la que tomaron parte un velero y una pequeña lancha motora. Las acusadas... —Nos miró rápidamente a mamá, y luego a mí. Por un momento, pareció perder el hilo; desvió la vista y tosió un poco antes de proseguir—. Como iba diciendo, las acusadas me golpearon en la cabeza con un mástil y me ataron mientras llevaban a cabo su plan delictivo. Por fortuna, estamos ante dos aficionadas que en ningún caso están a la altura de un profesional altamente cualificado como yo. —El señor Beeston hizo una pausa y se volvió hacia Neptuno.

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—¡Beeston, no me mire en busca de cumplidos! ¡Prosiga!

El señor Beeston se ruborizó.

—Cómo no, majestad. En cuanto logré liberarme, fui en busca de la aleta fuerte de la ley.

—¿Quiere usted decir que llamó a los guardianes de la cárcel?

—Exactamente, majestad.

—Gracias. —Neptuno aporreó el suelo con el tridente—. ¡El abogado defensor! —bramó—. Señor Thinscale, llame a declarar a su primer testigo.

Miré a mi alrededor, preguntándome quién sería el primer testigo de la defensa.

—Levántate —gruñó el celador que estaba junto a mí—. Es tu turno. —Luego me sacó de mi asiento y señaló el trono. Nadé nerviosamente hacia Neptuno e, imitando a los demás, me incliné para besar su cola cubierta de diamantes.

Neptuno se acarició la barba y se inclinó para mirarme.

—¿Comprendes la gravedad de las acusaciones que se te han hecho? —preguntó en un tono ligeramente más bajo.

—Eso creo.

—¡En tal caso, habla! —me espetó—. ¿Tienes algo que decir en tu propia defensa?

—Bueno, yo... —Hice una pausa y eché un vistazo a los asistentes al juicio. Todos me observaban sin excepción. Bueno, algunos más que contemplarme me fulminaban con la mirada. Otros hablaban en susurros o se reían, seguramente de mí. Me notaba la cola tan blanda como si estuviera hecha de gelatina, y estaba a punto de farfullar «no tengo nada que decir» cuando mis ojos se cruzaron con los de mamá. Se quitó la mascarilla un segundo y se obligó a sonreír.

—¡No tengo todo el día! —gruñó Neptuno.

Fue entonces cuando supe lo que debía hacer.

—Veréis, señor...

—¿Te parece que tengo aspecto de «señor»? ¿Acaso te parezco un tritón normal y corriente?

Le di un poco a la cola, elevándome por encima de mi metro cincuenta de estatura, y miré nerviosamente a mi alrededor.

—Majestad —rectifiqué—. Sé que esto puede parecer extraño, pero la verdad es que... en el fondo es un placer para mí estar aquí.

Un murmullo recorrió la sala y las filas de asientos que se extendían al otro lado de la pared de cristal. Los periodistas se lanzaron a garabatear frenéticamente en sus blocs de notas.

—¿Un placer, ha dicho? —oí que preguntaba alguien.

—Será una ironía... —replicó otro.

—Es algo que siempre he deseado —añadí rápidamente—. No el estar en el banquillo de los acusados, por supuesto, ni a punto de pasar en la cárcel el resto de

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mis días, sino estar aquí. Con todos ustedes. Es como si hubiera vuelto a casa.

Lancé una mirada furtiva a mamá.

—Quiero decir, sé que soy medio humana, y mi madre es absolutamente genial. Me ha criado ella sola, y todo eso. Pero mi padre también es alucinante, y no sólo porque sea un tritón, lo cual me permite ser medio sirena... —Hice una pausa y miré a Neptuno a los ojos—. Lo que, dicho sea de paso, es alucinante...

Neptuno se inclinó, frunció el ceño y me miró con gesto interrogante.

—Quiero decir que es genial... ¡tritónico! Pero, por encima de todo, estoy orgullosa de él porque cree en el amor. —Saqué del bolsillo el poema que papá me había escrito y lo sostuve en alto—. Puede que mi padre estuviera encerrado, pero sus sentimientos no lo estaban.

Miré de reojo a Neptuno. Un tic nervioso le hacía temblar la mejilla, y sus ojos refulgían, pero el ademán se le había suavizado un poco. Ya no sostenía el tridente con la misma furia de antes.

—No se puede impedir que la gente se quiera sólo porque una ley lo prohiba —afirmé.

La sirena rolliza que tenía un cangrejo de mascota se secó una lágrima con la anguila. Otra se sacó un pañuelo del bolsillo de la chaqueta. Unos pocos de los presentes asentían.

—En eso lleva razón —dijo alguien en el fondo de la sala.

Neptuno soltó un sonoro suspiro y fingió bostezar ruidosamente.

—Mi padre se enamoró de una humana. ¿Y qué? ¿Qué he hecho yo para merecer crecer sin padre?

Los asistentes al juicio recibieron mis palabras con chasquidos de lengua. Un par de ellos negaron con la cabeza, compadeciéndose de mí.

—Sólo quería ver a mi padre. ¿Qué tiene eso de malo? —Hice una pausa y miré a mamá—. Si eso es realmente tan terrible, si el amor es un delito tan grave, ¡adelante, encerradme! ¡Encerrad también a mi madre! —Me volví de nuevo hacia Neptuno—. Majestad, ese tritón —continué, señalando al que había tomado la palabra primero— pretende que se nos envíe a la cárcel por haber incumplido leyes que se dictaron hace siglos. Las cosas han cambiado. No todos los humanos son malvados, ¿sabéis?

Recorrí la sala con la mirada, deteniéndome en el rostro del señor Beeston. Neptuno guardaba silencio.

—De hecho —proseguí—, hasta uno de vuestros consejeros de más confianza es hijo de un humano. —El señor Beeston bajó la mirada mientras todos se volvían hacia él—. Si el amor entre ambas razas ha dado a vuestro reino súbditos tan leales y celosos de sus deberes como el señor Beeston, no puede ser tan perjudicial, ¿ no creéis?

Dejé la pregunta flotando en el aire antes de volverme de nuevo hacia Neptuno. No se me ocurría nada más que añadir.

—Sólo quería ver a mi padre —concluí.

Neptuno me sostuvo la mirada por unos instantes. Luego golpeó el suelo con su tridente.

—¡No toleraré que nadie me diga cómo debo gobernar mi reino! ¡Habrase

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visto tamaña desfachatez!

Neptuno se levantó de su trono, haciendo sonar de nuevo el tridente. Todo el mundo se levantó al instante.

A su espalda, la puerta se abrió. Su carruaje lo esperaba fuera.

—Se suspende la sesión —masculló, mientras los delfines entraban en la sala. Luego se montó de un salto en su carruaje y abandonó la sala de juicios.

Yo me derrumbé en mi asiento. Sólo me quedaba esperar la sentencia.

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16Durante los primeros instantes, nadie habló. Luego, poco a poco, todo el

mundo empezó a cuchichear, como cuando estás en la consulta del médico y tienes que comportarte como si hablar fuera un delito. A lo mejor allí lo era. Todo lo demás parecía serlo.

Volví a mi asiento y miré nerviosa hacia el lugar donde estaba mamá, deseando que me estuviera mirando en ese instante. Pero la encontré sentada, sujetándose la cabeza con las manos. ¿Estaría enfadada conmigo?

Esperamos durante siglos, la sala casi en silencio. Algunos de los presentes se marcharon, otros sacaron la fiambrera y se pusieron a comer sus bocadillos de algas marinas.

Entonces la puerta delantera de la sala de juicios se abrió. Neptuno volvió a entrar. Todo el mundo se levantó al instante.

Blandiendo el tridente en un ademán de impaciencia, ordenó que nos sentáramos y esperó a que reinara el más absoluto de los silencios para tomar la palabra.

—Emily Windsnap. —Me miró, ordenándome por señas que me levantara. Sacudí la cola y me puse tan recta como pude. Entonces Neptuno miró a mamá y alzó la mano de nuevo—. Mary Penelope Windsnap. —Leyó en alto la ficha que tenía delante y mamá se levantó—. ¡Ambas me habéis desafiado, a mí y a mis leyes!

Yo tenía un nudo en la garganta.

—Durante muchas generaciones, mi reino se ha regido perfectamente por esas leyes. Yo las invento, vosotros las cumplís. ¡Así funciona!

Intenté hacerme a la idea de vivir en una celda con un camastro de algas y lapas pegadas a la pared.

—¿Cómo osáis insinuar que me equivoco? —prosiguió, levantando más la voz con cada palabra—. ¿Acaso os consideráis más sabias que yo? ¡No lo sois!

Se inclinó y me miró fijamente. ¿Qué pena me caería? ¿Diez años, veinte? ¿Cadena perpetua?

Neptuno guardó silencio durante lo que me pareció una eternidad. Cuando volvió a tomar la palabra, su vozarrón sonaba distinto, más amable. Habló tan bajito que tuve que contener el aliento para oírlo.

—Sin embargo... —empezó, pero volvió a callarse. Se acarició la barba—. Sin embargo —repitió—, hoy habéis puesto el dedo en la llaga respecto a algo que queda más allá de las leyes. —Su voz se suavizó más aún—. Y por tanto más allá del castigo.

Contuve la respiración mientras Neptuno hacía una pausa, tamborileando con los dedos en la vara de su tridente.

—¡Ordeno, pues, que se os devuelva la libertad a las dos!

La multitud soltó una exclamación ahogada, seguida de una oleada de murmullos. Neptuno alzó su tridente y volvió los ojos hacia la sala. Los susurros se acallaron al instante.

—Habéis desafiado mis leyes —prosiguió—. Pero ¿y qué? ¿Acaso debo fingir

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que no entiendo vuestros motivos? ¿O que jamás me he sentido como vosotras? ¡Ja-más! ¡No soy un hipócrita! Y me niego a castigar el amor. ¡Me niego! Señora Windsnap —dijo, volviéndose hacia mamá. Entonces soltó un largo y profundo suspiro, como si retuviera todo el aire del mundo en sus pulmones—, su marido también será liberado.

Una nueva exclamación recorrió la sala.

—Con una condición —prosiguió—: deberéis reuniros los tres con una comunidad en cierta isla secreta. De ahora en adelante, ése será vuestro hogar. Si alguno de vosotros incumpliera esa condición, sería castigado con la más severa de las penas. ¿Lo habéis entendido?

Nos miró fijamente, primero a una, luego a la otra. Ambas asentimos sin dudarlo. ¿Lo habría oído bien? ¿De verdad volvería a ver a mi padre?

El tritón de la chaqueta dorada se levantó bruscamente de su asiento.

—Perdonad, majestad —dijo, inclinándose—. Pero... ¿y la otra joven sirena? Ya sabéis a qué me refiero. Podría haber problemas si...

—¡No me importunes con nimiedades! —bramó Neptuno—. Por lo que a mí respecta, la joven sirena puede irse con los demás. Que lo discuta con sus padres. O eso, o un borrado de memoria.

—Muy bien, majestad —dijo el tritón, y volvió a sentarse.

Neptuno miró a los presentes en la sala.

—Y en cuanto a todos vosotros, podéis empezar a correr la voz de que vuestro rey no sólo es un soberano firme, sino también compasivo. —Sus ojos se detuvieron en mí—. Y que por eso no volverá a castigar a sus súbditos por el mero hecho de enamorarse.

Entonces se levantó de su trono y golpeó el suelo con el tridente.

—¡Caso cerrado! —anunció, y abandonó la sala de juicios.

A partir de ese momento, todo ocurrió muy deprisa. La sala se convirtió en un gallinero. Unos aplaudían y soltaban vítores, otros cuchicheaban entre sí. Unos pocos se acercaron al banquillo de los acusados para estrecharme la mano.

—¿Puedo irme ya? —pregunté al celador, que asintió secamente y señaló la salida mientras me quitaba las esposas.

Fuera de la sala, una sirena con el pelo recogido en un moño me dio la mano.

—Tu madre saldrá con una escolta aparte. Se reunirá contigo en breve —dijo—. Vamos a sacarte de aquí.

—¿Quién es ust...? —pregunté, pero la sirena no me dio tiempo a acabar la frase, pues se dio la vuelta y empezó a tirar de mí hacia un barco que parecía una mezcla de limusina y submarino. Era blanco y alargado, con tiradores de oro en las puertas.

Una muchedumbre nos esperaba junto al barco.

—Emily, ¿qué sientes en este momento? —me preguntó una sirena que empuñaba un trozo de junco con la punta pegada a su bloc de notas. La reconocí como una de los periodistas que habían asistido al juicio.

—Emily no quiere hablar en este momento —intervino la sirena—. Tiene

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que...

—Es genial —contesté—. Me muero de ganas de ver a mis padres juntos.

—Gracias, Emily —dijo la periodista, garabateando mi respuesta en su bloc mientras me subían al barco casi en volandas. Había alguien más a bordo.

—¡Shona!

—¡Emily!

Nos abrazamos con fuerza.

—¡Nos vamos a una isla! —dije—. ¡Y mi padre también viene!

—Abrochaos el cinturón de segundad —ordenó la sirena desde el asiento del conductor. Arrancamos a toda velocidad. Mientras surcábamos el agua como una exhalación, le expliqué a Shona todo lo ocurrido—. ¡Y han dicho que tú también puedes venir! —anuncié a modo de conclusión. No mencioné la otra opción. Sus padres no podían negarse, al menos eso suponía.

—¡Tritónico! —exclamó Shona entre risas.

—Iniciando ascenso —anunció la sirena desde el asiento delantero, inclinando la proa hacia arriba. Subimos un buen trecho, hasta que el barco se detuvo.

—Ésta es tu parada —me dijo Shona, ofreciéndome la mano. La estreché, sintiéndome un poco ridícula—. Suerte, Emily —dijo—. Eres una chica valiente. Hasta pronto. —Shona soltó una risita y nos abrazamos de nuevo antes de que me apeara. Me quedé de pie en la cubierta del barco.

Pestañeé varias veces, tratando de acostumbrar mis ojos a la luz del sol. El Rey estaba amarrado justo delante de mí. Un grupo de tritones esperaban en el agua junto a la proa, sujetando dos gruesas cuerdas. Entonces vi a mamá, asomada a un costado del barco, alargando el brazo hacia alguien que estaba en el agua. Alguien que le cogía la mano.

Me puse de puntillas para ver quién era. Por un momento, temí que fueran imaginaciones mías. ¡No podían haberlo soltado tan pronto! Una mata de pelo negro, algún mechón pegado al rostro empapado, ojos de un castaño profundo. Entonces me vio, y el hoyuelo que tenía debajo del ojo izquierdo se dibujó con más nitidez que nunca mientras soltaba las manos de mamá y venía nadando hacia mí.

—¡Papá! —Sin pensarlo, me arrojé al agua... y a sus brazos.

—Mi boqueroncito... —susurró mientras me estrechaba con fuerza. Luego me cogió de la mano y nadamos juntos de vuelta al barco. Mamá alargó los dos brazos hacia nosotros, y nos dimos la mano los tres. Formábamos un círculo, una familia.

Poco después, oímos un tumulto de voces y apresurados aleteos. Un grupo de periodistas se acercaba a nosotros.

—Señor Windsnap —dijo uno de ellos, casi empotrando en la cara de papá un micrófono con el aspecto de una enorme seta—. Simon Watermark, de Radio Mar. Ha logrado usted conmover a Neptuno. Podríamos decir que ha hecho historia. ¿Qué se siente?

—¿Hacer historia, yo? —Papá soltó una carcajada—. De momento, la única historia que me interesa son los doce años de vida que quiero recuperar junto a mi esposa y mi hija.

El periodista se volvió hacia mamá.

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—Señora Windsnap, ¿es verdad que su niñera la ayudó a llevar adelante su plan?

Fue entonces cuando me fijé en Millie. Estaba en la cubierta de proa, sentada en una silla de plástico. Uno de los tritones que custodiaban el barco estaba encaramado a la barandilla de cubierta, meciendo la cola por fuera del barco, y tanto él como Millie miraban con gesto ceñudo las cartas del tarot dispuestas entre ambos.

—No lo habríamos conseguido sin ella —dijo mamá.

El periodista se volvió hacia mí.

—Emily, has demostrado que eres una chica muy valiente, pero seguramente has tenido un poco de ayuda. ¿Hay alguien a quien quieras dedicar un agradecimiento especial?

—Bueno, me gustaría dar las gracias a mi madre por ser tan comprensiva. Y a mi padre, por habernos esperado. —Al oírme, papá me besó en la mejilla—. Y a Millie, por quedarse dormida en el momento justo.

El periodista soltó una carcajada.

—Y también me gustaría dar las gracias a Shona, mi mejor amiga. Nunca habría podido hacer esto sin su ayuda.

Entonces me pareció ver una silueta familiar por el rabillo del ojo. A nuestro alrededor se habían congregado pequeños grupos de tritones y sirenas que hablaban y reían entre sí, pero aquel tritón estaba solo. Levantó la mirada y esbozó una sonrisa temblorosa y torcida, ladeando la cabeza en lo que parecía un ademán de disculpa.

Y le perdoné. Bueno, casi.

Antes, había algo que quería que hiciera por mí. El señor Beeston se sobresaltó cuando me vio nadar hacia él. Le susurré mi petición al oído.

—¿Un borrado de memoria colectivo? —preguntó, sin salir de su asombro—. ¡Eso es ridículo! ¡Por no decir peligroso!

—Por favor, señor Beeston —supliqué—. Piense en todas las cosas bonitas que acabo de decir ahí dentro. Después de todo lo que ha pasado, debería odiarle para siempre. Pero no lo haré. Sobre todo si me hace usted este pequeño favor.

El señor Beeston me miró con el ceño fruncido. ¿Qué estaría viendo? ¿La niña a la que conocía desde que había nacido? ¿Alguien a quien apreciaba, aunque sólo fuera un poquito?

—De acuerdo —decidió al fin—. Lo haré.

No despegué los ojos del suelo mientras esperábamos junto a la piscina. Todos a mi alrededor charlaban en grupos. Julie estaba con Mandy, y se reían juntas en un rincón. Me daba igual. No necesitaba a Julie. Tenía a Shona, y no había mejor amiga en todo el mundo.

Los latidos de mi corazón eran tan fuertes que retumbaban en mis oídos, impidiéndome oír lo que quiera que fuese.

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Entonces llegó Bob. Nada más verlo, di un paso al frente y levanté la mano.

—Por favor, profe... me gustaría enseñarle algo.

Bob frunció el ceño.

—Es algo que he estado practicando.

Bob extendió el brazo, como invitándome a pasar.

—Muy bien —dijo con una media sonrisa—. Veámoslo.

Avancé hasta el borde de la piscina.

—Ahí va la anchoa mutante —canturreó Mandy desde su rincón—. Dando espectáculo, como de costumbre.

—Eso es —repliqué, mirándola a los ojos—. La anchoa mutante os ofrece un espectáculo.

Lancé una mirada furtiva a la ventana. Demasiado alta. No podía ver lo que había al otro lado, pero sabía que él estaría allí. Me lo había prometido.

Tenía cinco minutos. Cinco minutos para sentirme orgullosa en lugar de asustada. Cinco minutos para ser libre, para ser yo misma. ¡Pero, por encima de todo, tenía cinco minutos para dar a Mandy Rushton el mayor susto de su vida!

Me tiré a la piscina, zambulléndome sin apenas hacer ruido, y nadé por debajo del agua hasta el otro extremo de la piscina.

—¿Ya está? —soltó Mandy con una risotada—. Así que la anchoa mutante puede cruzar la piscina por debajo del agua. ¿Se supone que debemos aplaudir?

Mientras ella se burlaba de mí, algo estaba pasando debajo del agua. Mi cola empezaba a tomar forma. Aquella sensación familiar me llenó de confianza. ¡Se acercaba el gran momento!

Bajé en picado, hasta el fondo. Entonces estiré la cola hacia arriba, sacándola por encima del agua, y empecé a girar en espiral. Notaba que mi cola daba vueltas y más vueltas, bailando cada vez más deprisa. ¡Me moría de ganas de ver la cara de Mandy!

Volví a la superficie, me aparté el pelo de la cara y miré al otro lado de la piscina. Treinta bocas abiertas. Silencio total. Si aquello hubiese sido una competición de estatuas humanas, se habría producido un empate general.

Mandy fue la primera en dar un paso adelante.

—Pero... pero... —farfulló—. Pero si tienes una... ¿cómo has...?

Me eché a reír.

—¿Sabes una cosa, Mandy? No me das ningún miedo, y no me importa lo que me llames. No puedes impedir que sea quien soy. Y tampoco podrás seguir amargándome la vida, porque me marcho. Me voy a una isla desierta, donde hay un montón de...

Me interrumpió el ruido de alguien llamando a la puerta con fuerza.

Sin salir de su asombro, Bob fue a abrir. Era el señor Beeston. Justo a tiempo. Le habló a Bob en voz baja.

—Por supuesto —dijo Bob en un tono neutro y mecánico—. Lo había

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olvidado. Pase, por favor.

Bob se volvió hacia la clase.

—Atended, chicos. Hoy tenemos una visita muy especial. Una persona que ha venido a darnos una charla.

El señor Beeston se detuvo ante la clase sosteniendo una gran bolsa en la mano.

—Muy bien, niños —empezó—. Escuchad atentamente. Voy a hablaros de los faros... y de los peligros del mar. —Abrió la bolsa—. Pero antes, os invito a una rosquilla...

Me escabullí de la piscina sin hacer ruido mientras el señor Beeston acaparaba la atención de toda la clase. Era casi como si se hubieran olvidado de mí. ¡Muy pronto lo harían!

—Gracias —le dije, moviendo los labios sin hablar mientras pasaba por detrás de la clase. El señor Beeston asintió solemnemente a modo de respuesta.

Me fui a los vestuarios, me cambié rápidamente y salí sin que me vieran. Una vez fuera, eché un último vistazo al edificio y sonreí.

—Adiós, séptimo C... —murmuré. Luego di media vuelta y me fui.

Partimos aquella noche. Mamá, papá y yo, rumbo a un mundo desconocido. Nadie sabía qué nos esperaba allí. Mi única certeza era que mi vida como sirena acababa de empezar.

Pero recordad, debéis guardarme el secreto.

FIN

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