revista de filosfia 20

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20 MÉRIDA - VENEZUELA. ENERO - DICIEMBRE, 2009. AÑO XX, Nº 20 FILOSOFÍA ISSN: 1315-3463 Revista de la Maestría de Filosofía

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Page 1: Revista de Filosfia 20

20MÉRIDA - VENEZUELA. ENERO - DICIEMBRE, 2009. AÑO XX, Nº 20

FILOSOFÍA ISSN: 1315-3463

Revista de la Maestría de Filosofía

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ÍNDICE

I. Artículos

Belandria, MargaritaLey moral e imperativo categórico en la doctrina práctica kantiana(Moral law and categorical imperative in the kantian practical doctrine)…..... 7

Casanova, Carlos Filosofía primera y otros modos de discurso en Aristóteles(First philosophy and other forms of discourse in Aristotelian writings)…. 33

Ortiz Palanques, MarcoLas Siete partidas de Alfonso X “El Sabio” como instrumento legitimador(Las Siete partidas of Alphonse x “the wise” as a legitimating instrument)....53

Pacheco Amitesarove, Antonio J. Estado y poder en la obra de Alessandro Passerin D’Entrèves(State and power in the work of Alessandro Passerin D’Entreves)..................93

Ramis Muscato, PompeyoNotas sobre el valor antropológico de la ontología medieval(Some notes about the anthropological value of the medieval ontology)......121

Ramos Pascua, AntonioDerecho y moral, una necesidad reciprocaLaw and morals a reciprocal necessit...............................................................133

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II. Traducción

Ludwig FeuerbachHistoria de la Filosofía Moderna. Lecciones VII y VIII sobre Descartes..........................................................157

III. Interdisciplinares

Graterol, VitalianoEl concepto de historia y sociedad en Arturo Uslar Pietri..........................175

IV. Misceláneas

Índice acumulado..........................................................................................187Información sobre el Postgrado de Filosofía...............................................195Normas editoriales de la Revista Filosofía.................................................199

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ARTÍCULOS

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Revista Filosofía Nº 20. Universidad de Los Andes. Mérida-Venezuela, 2009 / ISSN: 1315-3463 7

LEY MORAL E IMPERATIVO CATEGÓRICO EN LA DOCTRINA PRÁCTICA KANTIANA

Margarita Belandria1*

ResumenEn este trabajo nos proponemos recoger los criterios kantianos

dispersos especialmente en sus tres obras éticas y a partir de allí hacer una exposición que dé cuenta de la esencia de la ley moral como un fáctum de la razón humana distinto del imperativo categórico. Se intenta dar una explicación de por qué la ley moral es un imperativo categórico para el hombre, lo cual se funda en su muy peculiar naturaleza humana. Asimismo, se trata de explicar algunos caracteres esenciales de la ley moral, en cuanto a su origen y validez, realidad objetiva, universalidad, conciencia de la ley moral, sentimiento de respeto, deber, efectos de la ley moral como motor de las acciones humanas, etc.

Palabras clave: Principios prácticos. Imperativos. Máximas. Ley moral. Imperativo categórico. Realidad objetiva. Universalidad. Deber.

1 * Profesora Titular. Magíster en Filosofía. Universidad de Los Andes. Mérida –Venezuela. [email protected]

Siglas usadas:CRP = Crítica de la Razón Pura.CRPr = Crítica de la Razón PrácticaFMC (o Grundlegung) = Fundamentación de la Metafísica de las CostumbresMC = Metafísica de las Costumbres

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MORAL LAW AND CATEGORICAL IMPERATIVE IN THE KANTIAN PRACTICAL

DOCTRINE

AbstractIn this paper we have tried to gather the kantian criteria which are

dispersed especially in his three ethical works, and starting from there, to make an explanation related with the essence of the moral law as a factum of the human reason different from the categorical imperative. It is attempted to give an explanation of why the moral law is a categorical imperative for man, which is based upon his very pecular human nature. Likewise, it is tried to explain some essential characters of the Moral Law, concerning its origin and validity, objective reality, universality, conscience of the moral law, feeling of respect, duty, effects of the moral law as a motor of human actions.

KeyWords: Practical Principles, Imperatives. Maxim. Moral Law.

Categorical Imperative. Validity. Objective Reality. Universality. Duty.

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1. Introducción

Desde la sofística griega ha persistido a lo largo de la historia una acentuada tendencia a considerar el Derecho como un instrumento para la consecución de un fin social cualquiera. Desde este muy particular punto de vista, el Derecho carece de valores absolutos, no es ni perfecto ni eterno y, por consiguiente, está al servicio de la ideología dominante, de cualquier signo que ésta sea. Contrariamente a esta actitud iuspositivista, la mayoría de los filósofos, con su precedente heracliteano, desde Sócrates, han atisbado algo que persiste a través del cambio, en este caso, algo que subyace a toda legislación positiva, y es lo que ha dado lugar a la pregunta que interroga por el ser del Derecho y de dónde deriva su legitimidad. La historia registra una serie de respuestas en torno a esa interrogación y casi todas convergen hacia la idea de una ley universal, invariable, no sujeta al parecer humano, a la cual debería amoldarse la legislación positiva.

Kant se mueve en esta dirección filosófica. Considera que si ha de haber una ley obligatoria, ésta tiene que ser universal y necesaria, es decir, válida para todo ser racional, y en consecuencia no puede derivar de principios empíricos, que son particulares y contingentes, porque de ser así el Derecho provendría del gusto o la conveniencia de quienes mayor poder tuvieran para imponer su punto de vista, y de ese modo carecería de legitimidad, pues con el mismo derecho con que se impone un régimen se implantaría otro cuyos postulados fueran totalmente opuestos. El resultado sería el dominio de la subjetividad y, por ende, el caos.

En sus indagaciones metafísicas, Kant demuestra las bases racionales de una ley invariable, primigenia y fundamental de la cual deriva el derecho natural, un derecho que tiene su fuente inmediata en la razón y por ello puede erigirse en el único modelo de una posible legislación positiva. Pues la inconsistencia de una moral y un derecho de base empírica lo lleva a hacer esa reflexión crítica que desemboca en ese descubrimiento, a saber, el de una ley moral invariable, que no es un postulado sino el fáctum más importante de la razón práctica. Ese fáctum, la ley moral, es para la especie humana, por su peculiar condición (sensible-inteligible), un imperativo categórico, cuya característica esencial es la de ser un principio a priori en el cual se fundan tanto el orden moral como el orden jurídico.

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A partir de la interpretación de las tres obras éticas kantianas (Crítica de la Razón Práctica, Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres y Metafísica de las Costumbres), y dada la vigencia de los planteamientos kantianos, como todo lo que es universal, que bien pueden constituir la brújula de nuestras discusiones filosóficas de la actualidad, hemos procedido a desplegar el siguiente análisis, con el propósito de hacer una modesta contribución al esclarecimiento de nuestra propia naturaleza y nuestro destino humano.

2. Los principios prácticos

Según Kant, los principios prácticos son preceptos que pueden tener una validez subjetiva u objetiva. Los primeros, los que tienen validez subjetiva, valen para la voluntad del sujeto que los reconoce como tales; a estos principios les da el nombre de máximas.

Los preceptos que valen objetivamente, es decir, que son válidos para la voluntad de todo ser racional, se distinguen a su vez en dos clases: a) imperativos hipotéticos, b) imperativos categóricos.

Los imperativos hipotéticos son los que determinan las condiciones de la causalidad del ente racional como causa eficiente sólo respecto del efecto y suficiencia para el mismo (CRPr.24), y contienen únicamente preceptos de habilidad. Los que determinan la voluntad incondicionadamente y prescinden del efecto que ella puede ocasionar, son imperativos categóricos y únicamente leyes prácticas (ibídem).

Lo expuesto hasta aquí es lo que se infiere de la observación al parágrafo 1 de la CRPr. En realidad, en el parágrafo 1 Kant se refiere únicamente a las máximas como principios subjetivos del obrar, y a las leyes como principios objetivos, pues ahí dice: «objetivos o leyes prácticas cuando la condición es válida para todo ser racional». En el parágrafo 1, pues, o no toma en consideración los imperativos hipotéticos o distraídamente los denomina también leyes prácticas, pues más adelante, en la Observación a ese parágrafo, dice expresamente que los imperativos hipotéticos son preceptos prácticos, pero no leyes.

Lo que se quiere decir con esto es que en el parágrafo uno Kant pareciera reducir los principios prácticos a dos categorías: las máximas y las leyes,

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pero como se podrá apreciar en la observación a ese mismo parágrafo, Kant establece tres categorías de principios prácticos, a saber:

1) Los principios subjetivos, que son las máximas.2) Los principios objetivos, que son a su vez de dos clases:a) imperativos hipotéticos,b) imperativos categóricos.Solamente estos últimos, los imperativos categóricos, son leyes. Así pues,

Kant establece tres categorías de principios prácticos que son: las máximas, los imperativos categóricos y los imperativos hipotéticos.

A fin de esclarecer la naturaleza de la ley moral, se hará un detenido análisis de cada uno de estos preceptos.

3. Principios prácticos subjetivos: Las máximas.

De esta palabra, máximas, la tradición filosófica ha registrado dos significados diversos: como proposición indemostrable pero evidente, y como regla de conducta.

Con el primer significado fue usada desde los lógicos medievales hasta Leibniz y Locke; posteriormente fue sustituida por el término axioma. El segundo significado, es decir, como regla de conducta, fue introducido por los moralistas franceses a partir de la segunda mitad del siglo XVII1. Este significado es el adoptado por Kant y el único que perdura hoy día.

Es preciso advertir que Kant a veces parece identificar el concepto de máxima con el concepto de ley. Por ejemplo, en la Metodología (B840) dice que «se llaman máximas las leyes prácticas en tanto que al mismo tiempo son principios subjetivos del obrar». Pero máxima y ley no son términos equivalentes. En las notas 1 y 7 de la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres, Kant no deja dudas acerca del significado de uno y otro término. La máxima, dice, es el principio subjetivo de obrar, y debe distinguirse del principio objetivo, esto es, de la ley práctica. La máxima contiene la regla práctica que determina la voluntad de conformidad con las condiciones del sujeto; es pues el principio según el cual obra el sujeto. La ley, empero, es el principio objetivo válido para todo ser racional; es el principio según el cual debe obrar, esto es, un imperativo. Cuando el sujeto acata una ley práctica objetiva, convierte a ésta, además, en máxima de su acción. Las máximas

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son pues las reglas prácticas según las cuales un sujeto racional actúa, sea que ellas valgan únicamente para él o que su contenido coincida con una ley práctica. Pues Kant usa la palabra máxima en dos sentidos: uno, como el principio según el cual se rige mi acción, sea esta moral o inmoral; y el otro, como principio práctico no moral, cuyo contenido no coincide con la ley.

Los preceptos que no son leyes no son imperativos (CRPr: 24), y no lo son porque carecen de la universalidad y necesidad que son las notas fundamentales de las reglas prácticas objetivas. De hecho, puede haber máximas absolutamente contrarias a lo que prescribe la ley moral, por ejemplo la de no tolerar ofensa sin venganza. Esto no podría ser un mandato jamás, porque contradiría la ley superior de la razón que manda a hacerse máximas aptas para convertirse en legislación universal, y una máxima tal —la de no tolerar ofensa sin venganza— no puede ser nunca una ley universal ya que se anularía a sí misma.

Por consiguiente, las máximas no son mandatos, porque un mandato implica un deber para el sujeto destinatario, y dos reglas opuestas entre sí no pueden ser necesarias a la vez, pues cuando es deber obrar atendiendo a una, obrar siguiendo a la otra no sólo no es deber alguno sino, incluso, contrario al deber, por lo cual es imposible una colisión de deberes (MC:224). Una máxima puede convertirse en ley únicamente cuando su contenido concuerda con la forma de la ley moral. Las máximas, pues, son proposiciones que contienen principios subjetivos del obrar. Principios subjetivos son principios particulares, individuales, cuyo contenido varía de uno a otro sujeto; pertenecen a las particulares valoraciones y aspiraciones de cada quien en el ejercicio de la vida.

4. Principios prácticos objetivos: los imperativos.

Los principios prácticos objetivos son proposiciones que tienen validez universal, es decir, que valen para la voluntad de todo ser racional. El porqué estos principios son imperativos radica en la posibilidad que tiene el sujeto de ser determinado a actuar por móviles distintos a la razón, pues los resortes que determinan la acción del sujeto humano son dos: la sensibilidad o la razón. Como la regla práctica, dice Kant, es en todo momento producto de la razón, y como el sujeto tiene la posibilidad de eludirla, ésta, por consiguiente, tiene que

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ser imperativa (CRPr:24). La razón por sí sola no determina suficientemente a la voluntad, pues ésta puede ser determinada también por resortes sensibles (FMC:34). Si la razón determinara indefectiblemente a la voluntad entonces las acciones conocidas como objetivamente necesarias serían también subjetivamente necesarias (ibídem), el sujeto no tendría que elegir nada sino que su voluntad coincidiría naturalmente con la razón.

Pero como en el hombre la razón no determina necesariamente a la voluntad, pues ésta, como ya dijimos, puede estar también bajo el influjo de la sensibilidad, entonces las acciones conocidas objetivamente como necesarias son subjetivamente contingentes y la adecuación de la voluntad a las leyes objetivas es representada en la formulación misma de la ley a través de una constricción (ibíd.), puesto que esa voluntad no es por naturaleza obediente.

La representación de un principio objetivo en tanto que es constrictivo para la voluntad es un mandato de la razón y la fórmula mediante la cual se expresa ese mandato es el imperativo.

Los imperativos, dice Kant, son solamente fórmulas que expresan la relación entre las leyes objetivas del querer en general y la imperfección subjetiva de la voluntad de un ser racional finito (ibídem p.35). La voluntad divina, en cambio, está sometida también a la ley moral, pero ésta no tiene en ese caso el carácter de imperativo.

Los imperativos mandan de dos maneras: en forma hipotética (condicionada) o en forma categórica (incondicionada). Los del primer orden son llamados imperativos hipotéticos, los cuales representan la necesidad de una acción como medio para conseguir otra cosa. El mandato incondicionado es denominado imperativo categórico, el cual representa una acción como objetivamente necesaria, sin referencia a ningún otro fin.

A continuación trataremos de la naturaleza del imperativo hipotético a fin de diferenciarlo del categórico, al cual dedicaremos el resto del capítulo, ya que éste es la fórmula mediante la cual se expresa la ley moral para el hombre.

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5. El imperativo hipotético

Este es un principio práctico objetivo porque vale para todo ser racional, pero esa validez no es absoluta sino que está condicionada por el hecho de que el sujeto quiera un fin determinado.

La fórmula de esos imperativos es la de un juicio hipotético práctico Si A es, entonces debe ser B. Si yo quiero X (un fin), entonces debo hacer u obtener Y (un medio). Así, si yo quiero tener buena salud, entonces debo hacer dieta, ejercicios, etc. Si quiero tener una situación económicamente holgada, entonces debo trabajar, ahorrar, administrar correctamente mis bienes, etc.

Estos imperativos no determinan la voluntad pura y simplemente como voluntad, sino sólo respecto de un efecto apetecido. Por eso estos imperativos no son leyes (CRPr.24), pues a partir de la apetencia no puede haber leyes, ya que éstas para ser tales deben ser independientes de condiciones patológicas, las cuales son subjetivas y por ende contingentes. Y no pueden dar leyes prácticas porque ellos presuponen un objeto de la facultad apetitiva como motivo determinante de la voluntad, del cual no puede conocerse a priori si producirá placer o dolor, pues este efecto sólo es conocido a través de la experiencia y, por tanto, el principio en el cual se funda es empírico también. Estos imperativos son llamados por Kant principios prácticos materiales (CRPr § 2 / FMC: 43 y 44).

Los imperativos hipotéticos según que prescriban una acción posible o real se dividen en problemáticos o asertóricos (FMC:35).

Son problemáticos los que prescriben acciones posibles sin importar si el fin buscado es bueno en sí; se trata solamente de realizar todo lo necesario para conseguir ese fin, y lo que importa es que se produzca el fin deseado. Los imperativos problemáticos o reglas de la habilidad fueron denominados así por Kant en la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres (p.35), pero en la Primera Introducción a la Crítica del Juicio (p.27), él expresa que cometió un error al nombrarlos de esa manera y propone llamarlos más propiamente imperativos técnicos (reglas técnicas), incluyendo también bajo este nombre a los imperativos pragmáticos, es decir, a los que conducen a la felicidad.

Los imperativos hipotéticos son técnicos porque ellos ordenan ejecutar acciones o producir cosas que son medios de la techne (o arte) para producir efectos deseados. En realidad los imperativos hipotéticos pueden ser

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propiamente técnicos (reglas técnicas) cuando conciernen a la elaboración de productos artificiales (utensilios, obras de arte, etc.), o prácticos (consejos) cuando atañen más bien a la relaciones entre seres humanos.

Son asertóricos o consejos de la sagacidad (pragmáticos) los imperativos que representan la necesidad práctica de la acción como medio para fomentar la felicidad, la cual puede presuponerse como un fin real en todos los seres racionales (FMC:56), porque ese fin pertenece a la esencia de estos, y en consecuencia pueden reconocerse a priori.

En ambos casos la acción no es prescrita de manera incondicionada, sino como medio para la consecución de un propósito. ¿Quieres tener buena salud? Si ello es así, tienes que seguir tales y tales prescripciones, etc. De ahí su relativa necesidad.

La inobservancia de estos imperativos lo único que acarrea al sujeto es el no ver cumplidos sus propósitos; basta con renunciar al resultado deseado para liberarse de esos preceptos.

Los imperativos hipotéticos tienen su origen en el entendimiento práctico o mejor dicho en la razón práctica empírica, que es un uso de la razón al servicio de las inclinaciones. Esta no le dice al sujeto que su máxima sea buena o mala, sólo le dice lo que tiene que hacer para conseguir lo que se propone. El entendimiento práctico, como ya lo hemos dicho antes, es amoral (CRPr: 68).

En fin, los principios prácticos objetivos son de tres clases: a) reglas técnicas, b) consejos, y c) mandatos. Los dos primeros son los imperativos hipotéticos. El último, los mandatos, son las leyes de la moralidad, las cuales son las únicas que tienen una necesidad absoluta, incondicionada, y, en consecuencia, universalmente válida, y a las cuales hay que dar cumplimiento aun en contra de la inclinación (CRPr: 36). Estas se expresan a través del imperativo categórico, a cuyo estudio nos dedicaremos en lo que sigue.

6. El imperativo categórico

El imperativo categórico es la fórmula mediante la cual se expresa la ley moral para el hombre. Se traduce en un mandato que no está limitado por condición alguna, y por eso es categórico. Es irrenunciable (CRPr: 59), puesto

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que sólo se puede renunciar a una condición, y siendo éste incondicionado, no hay condición a la cual renunciar. He ahí su categoricidad.

Por otra parte, el imperativo categórico no es solamente el fundamento a priori de la moral, sino que también lo es del derecho. Kant lo declara expresamente en la Metafísica de las Costumbres: «....sólo conocemos nuestra libertad (de la que proceden todas las leyes morales, por tanto también todos los derechos así como los deberes) a través del imperativo moral, que es una proposición que manda el deber, y a partir de la cual puede desarrollarse después la facultad de obligar a otros, es decir, el concepto de derecho». (MC:239).

Del imperativo categórico da Kant tres formulaciones, a saber: 1) Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo

que se torne ley universal (FMC: 39).2) Obra de tal modo que consideres a los demás siempre como un fin en

sí mismo y nunca solamente como medio (ibíd.). p.47 y 48). En esto consiste la dignidad del ser racional. (MC: 462)2.

3) Obra de tal modo que tu voluntad pueda considerarse como legisladora universal (FMC: p. 48 y 50).

Estas tres formulaciones son tres maneras de representar una y la misma ley, y cada una de ellas contiene dentro de sí a las otras dos (ibíd. p.49), son equivalentes entre sí.

7. El imperativo categórico como un juicio sintético a priori.

Kant (A75), siguiendo la lógica tradicional, divide los juicios según la modalidad en problemáticos, asertóricos y apodícticos. Problemáticos son aquellos en que se acepta su afirmación o su negación solamente como posible. Asertóricos, los que enuncian algo que es considerado como real, de hecho. Apodícticos son los juicios que expresan enunciados de contenido necesario. Los llamados imperativos hipotéticos constan cada uno de dos juicios: el antecedente o condición, que es problemático, y el consecuente que es también problemático «Si A es, entonces B es». Sólo la combinación de ambos es asertórica: no se afirma que A es, ni que B es, sino sólo que si A es, B también es.

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Pero con el imperativo categórico se presenta un problema, y es que resulta dudoso que él sea efectivamente un juicio, pues un juicio es una operación que consiste en afirmar o negar y que se expresa mediante una proposición de la cual se puede decir que es verdadera o falsa. Pues bien, desde el punto de vista estrictamente lógico un mandato no es verdadero ni falso, por consiguiente no es un juicio. Sin embargo Kant no repara en ello. Para él es un verdadero juicio. Si bien él lo expresa mediante una fórmula imperativa actúa, obra, dicha fórmula podría ser convertible en una proposición enunciativa que rezaría: «toda voluntad tiene que elegir las máximas que concuerden con la ley moral», no obstante en castellano esta expresión tiene también forma de mandato.

Según Kant, el imperativo categórico no sólo es un juicio, sino que además es un juicio sintético a priori. Veamos cómo es esto posible: Todos los juicios por su naturaleza son de dos clases excluyentes: o son analíticos o son sintéticos, y no hay una tercera posibilidad. Los juicios analíticos son llamados también juicios explicativos, porque en ellos el atributo nada añade al sujeto, sino que está contenido en él. Se caracterizan estos juicios por la identidad entre el sujeto y el predicado, es decir, el predicado es idéntico con la totalidad del sujeto o con una parte de él; por ejemplo «todos los cuerpos son extensos» es un juicio analítico porque la extensión forma parte de la comprensión del concepto de cuerpo.

Todos los juicios analíticos son juicios a priori ya que no hay que recurrir a la experiencia para hallar el predicado. En ellos el predicado es descubierto a través de la descomposición o análisis de lo que ya está contenido en el sujeto. Tradicionalmente se ha sostenido que con estos juicios no es posible extender el conocimiento, y que sólo sirven para aclarar los conceptos.

Con los juicios sintéticos ocurre algo distinto, allí el predicado es completamente extraño al sujeto, no hay entre ellos identidad. Estos juicios son llamados también extensivos porque añaden al concepto del sujeto un predicado que no estaba contenido en él y que no se hubiera podido obtener a través de ninguna descomposición. Este, en criterio de muchos autores, es uno de los puntos más controvertidos de la doctrina moral kantiana. Ciertamente, el imperativo categórico no es un juicio analítico porque éste, como ya dijimos, es un juicio que se caracteriza por la identidad entre el sujeto y el predicado. En el concepto de voluntad no está contenido el que ella esté

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sometida a la ley moral. Por consiguiente, si no es un juicio analítico, entonces es un juicio sintético, pero por qué a priori es algo que Kant no expuso con suficiente claridad en la 3ra sección de la Grundlegung, y él abandona esa vía para tomar otra dirección en la Crítica de la Razón Práctica, porque ella implicaría admitir una intuición intelectual, cosa que él no considera posible para el entendimiento humano. Y así, en el parágrafo 7 de la Crítica de la Razón Práctica, sostiene que el imperativo categórico como proposición sintética a priori se nos impone como un fáctum, como un hecho de la razón:

«La conciencia de esta ley fundamental puede calificarse de hecho de la razón porque no puede obtenerse por sutilezas de precedentes datos de la razón, por ejemplo, de la conciencia de la libertad, pues ésta no se nos da previamente, sino porque de suyo se nos impone como proposición sintética a priori, que no se funda en intuición alguna, ni pura ni empírica, porque sería analítica si se presupusiera la libertad de la voluntad, pero para ello requeriría, como concepto positivo, una intuición intelectual que en este caso no puede suponerse. Sin embargo, para considerar dada esta ley sin lugar a malas interpretaciones, es preciso observar sin duda que no es empírica sino el único hecho de la razón pura, la cual se anuncia como originariamente legislativa (sic volo, sic iubeo)».

El fáctum consiste aquí en que la razón tiene a priori tal conciencia de la ley y con ella el fáctum de esa ley misma, que es por tanto también a priori. Para cerrar este punto, es lícito suponer que como la ley moral no se limita al hombre sino que versa sobre todos los seres que tienen razón y voluntad, incluyendo también al ente infinito como inteligencia suprema (CRPr: 38), ella tiene que ser a priori para que pueda valer como ley general, pues si no, ella sería subjetiva y por tanto carecería de legitimidad la construcción de un sistema moral con pretensiones de validez objetiva.

8. Distinción entre imperativo categórico y ley moral

Kant distingue entre el imperativo categórico y la ley moral (MC:28). En efecto, aquél viene a ser sólo una especie de ésta. La ley práctica es una regla que representa la necesidad de una acción independientemente de que ésta se encuentre ya presente de modo necesario o contingente en el sujeto. En el primer caso, que sería el de una voluntad santa, la ley no es imperativa porque

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esa voluntad concuerda naturalmente con la ley. En el segundo caso, que sería la voluntad humana o la de cualquier ente finito, la regla es imperativa porque representa al sujeto como obligado a concordar con esa ley, debido a que en este caso tiene que vérselas con una voluntad que también puede ser motivada a actuar por otros impulsos distintos a la misma representación de la ley, o sea, por apetencias. Así, dice Kant:

«El imperativo categórico (incondicionado) es el que piensa una acción como objetivamente necesaria y la hace necesaria, no de un modo mediato, a través de la representación de un fin que puede alcanzarse con la acción, sino con la mera representación de esa acción misma (de su forma), es decir, inmediatamente. (MC:222). De ahí que en ellos la ley moral sea un imperativo que ordene categóricamente, porque la ley es absoluta» (CRPr: 38).

Así pues, la razón que Kant esgrime acerca de por qué la ley moral es categórica, es esa: que debido a la doble estructura ontológica del sujeto humano (racional-sensible), la voluntad de éste no está indefectiblemente determinada por la ley moral, que tiene su sede en la razón pura, sino que puede estar además afectada por móviles provenientes de la sensibilidad. De modo que la ley moral tiene una doble formulación: ella es imperativa respecto de seres racionales finitos, pero respecto de un ser moral infinito ella se enuncia sin carácter de mandato. En este último caso sí es lógicamente una proposición que diría: «La voluntad de Dios está siempre en concordancia con la ley moral». Pero en el hombre la ley moral se trata de una compulsión a una acción. Esa compulsión es el deber. En la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres define Kant el deber como «la necesidad de una acción por respeto a la ley». Para Dios la ley moral no es un deber porque en él se cumple necesariamente. La ley moral es el único motivo determinante de una voluntad pura (CRPr: 117) es decir, una voluntad que no está empujada por motivos empíricos. Una voluntad pura es una voluntad buena. La buena voluntad, como dice él en la Grundlegung, es aquella que se determina a obrar mediante le mera representación de la ley. El esclarecimiento de la naturaleza de la ley moral nos lleva a poner de relieve otros rasgos que la caracterizan plenamente:

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9. Origen y validez de la ley moral

La ley moral tiene su origen en la Razón, pero no en la razón humana, sino en una razón universal, de la cual la razón humana sería sólo una especie. Por tanto, su validez no se restringe a la especie humana sino que ella vale para todos los seres racionales. La ley moral no se deriva de la naturaleza humana sino «del concepto universal de un ser racional en general» (FMC:33), pues para introducir a Dios como fundamento último de la moralidad, Kant tiene que admitir la existencia de otros seres racionales, de donde se infiere que la razón humana es sólo una especie de la razón.

Y no puede derivar la ley de la naturaleza humana, porque la naturaleza humana sólo es cognoscible a través de la experiencia, cuya ciencia es la Antropología, y siendo ésta una ciencia empírica, como lo dice en el prólogo de la Grundlegung, no puede engendrar leyes que valgan universalmente, pues para valer así éstas tendrían que ser a priori; y en la experiencia no hay universalidad y necesidad, pues la experiencia es el reino de lo particular y contingente.

En la nota 1 (FMC:32), Kant sostiene que los principios morales no deben fundarse en las propiedades de la naturaleza humana, sino que han de subsistir por sí mismos a priori, pero que de esos principios han de poderse derivar reglas prácticas para toda naturaleza racional, y por lo tanto, también para la humana. Así, en la página 33 (ibíd.) dice:

«... es de máxima importancia en el sentido práctico ir a buscar esos conceptos y leyes en la razón pura... no haciendo depender los principios de la especial naturaleza de la razón humana... sino derivándolo del concepto universal de un ser racional en general puesto que las leyes morales deben valer para todo ser racional en general».

En la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres, Kant niega que los fundamentos de la ética sean antropológicos, porque serían contingentes, por una parte; y por la otra, estarían restringidos a una especie de seres racionales, mientras que ellos tienen que ser válidos para todo ser racional.

Esas leyes morales rigen las relaciones del hombre consigo mismo y también con todo ser racional que se presente, y muy especialmente con Dios.

Pues, como afirma Rosales, si Dios se rigiera por una ley moral distinta a la del hombre, él trataría a éste de acuerdo con otras leyes, y en ese caso, no

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tendría sentido postular la existencia de la idea de Dios como garante de que el hombre puede realizar la moralidad, pues él tendría otras reglas de juego distintas a las nuestras. La razón se ve obligada a admitir un ser así, lo mismo que la vida más allá de la existencia terrena (la inmortalidad), para que la ley moral no se convierta en una exigencia irrealizable.

Kant no postula la idea de Dios con miras a demostrar teorética o conceptualmente su existencia. Esa postulación no pretende ser una prueba de que Dios existe, sino algo que hay que admitir como presupuesto de la moralidad (CRPr: 134)3.

10. Felicidad y moralidad

Podríamos preguntarnos por qué, siendo la felicidad una aspiración general, común a todos los seres racionales finitos, no es ella, sin embargo, el fundamento de la ley moral. Kant nos da como respuesta que nosotros sólo podemos saber qué es la felicidad a través de la experiencia, la cual, como ya se ha dicho, es particular y contingente.

La felicidad la describe Kant como «el estado de un ente racional en el mundo, a quien todo le va según su deseo y voluntad en el conjunto de su existencia». (CRPr:133). Pero ella no es una idea de la razón sino un ideal de la imaginación (FMC:38). Es una apetencia que tenemos como consecuencia de nuestra finitud, consistente en la completa satisfacción de todas nuestras apetencias e inclinaciones, y por ende, es una fuerza contraria al deber (ibídem p.29). Ella se manifiesta en un título que representa la suma de todas las satisfacciones; satisfacciones éstas, por cierto, que cada individuo puede llenar con un distinto contenido. Por esto la felicidad, es un título subjetivo. Y no perdería su carácter subjetivo, según Rosales, por el hecho de que todas las personas se pusieran de acuerdo acerca de qué es la felicidad, pues ese acuerdo no sería necesario, sería conocido a posteriori.

De modo que si bien se puede establecer la felicidad como un fin general que todos perseguimos, no se pueden, sin embargo, sacar de allí leyes universales. Entonces, ¿qué sentido tiene que la voluntad esté determinada por la ley moral? Ciertamente, que la voluntad esté determinada por la ley moral tiene que tener algún sentido. Ese sentido es para Kant la obtención del bien supremo en el mundo (CRPr: 130). El concepto de sumo bien o bien

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supremo es el fin último en el cual se encuentran unificados todos los otros fines secundarios. Kant llama a los fines que la voluntad se propone «los objetos de la voluntad», es decir, las cosas o acciones que ella quiere en cada caso. Aunque la voluntad moral ha de actuar por respeto a la ley y no por apetencia sensible de algún objeto o acción, ella tiene también en ese caso un objeto, a saber, el bien supremo que consiste en la moralidad misma, es decir, la realización de la ley moral misma (Cf. CRPr. Libro I, capítulo 2 y Libro II, capítulo I y II).

Para Kant, la condición de que se dé el sumo bien es la felicidad bajo la condición de la moralidad (ibid.133). Kant trata de hacer una síntesis de las dos, la felicidad y la moralidad, lo cual lleva a la razón a la necesidad de suponer la existencia de una causa adecuada a este efecto, es decir, a postular la existencia de Dios como causa necesaria del bien supremo (ibídem). Así pues, la idea del sumo bien (la moralidad) que es el objeto necesario de una voluntad determinada por la ley moral, conduce a la razón al postulado de la inmortalidad del alma y al de la existencia de Dios, pues ambos son la condición de posibilidad de la realización de ese objeto.

Vemos pues que, si bien Kant no toma la felicidad como asiento de las leyes morales, sin embargo, la toma en cuenta para la conformación del bien consumado. Este bien es la felicidad bajo la condición de la moralidad, que sería el resultado del cumplimiento del imperativo categórico. Pues sostiene que la felicidad por sí sola y la moralidad por sí sola están muy lejos de constituir ese bien (B841).

Kant establece (CRPr: 69) que los conceptos de bien y mal no preceden a la ley moral, sino que la suceden. Es por ella y con ocasión de ella que estos conceptos se determinan. El bien es la concordancia de la voluntad con la ley moral; y el mal, la discordancia entre las mismas.

11. Realidad objetiva de la ley moral

Debido a que la ley moral es un fáctum, su realidad objetiva2 no puede ser demostrada por medio de ninguna deducción (CRPr: 53), como ocurría con los conceptos de la razón teó rica. En la Crítica de la Razón Pura se trata de

2 Tener realidad objetiva significa que lo pensado en el concepto tiene su correspondencia en el objeto. Si yo digo “la rosa es amarilla” ese juicio se podrá cumplir solamente si hay una rosa amarilla.

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conceptos que por sí solos no son el objeto mismo, sino que esos conceptos tienen que ser aplicados a una materia dada en la intuición, para que ellos sean conocimiento de objetos empíricos. En la Crítica de la Razón Pura la razón tiene que demostrar legítimamente cómo es que esos conceptos son las condiciones de posibilidad de la experiencia. Pero con los principios prácticos pasa algo distinto. No se trata de que la razón se refiera a objetos, ni se pregunta si sus conceptos concuerdan o no con esos objetos, es decir, si tienen realidad objetiva o no; en este caso se trata de conceptos que crean su objeto, y este objeto no es otro que las decisiones volitivas del sujeto. Pues si los principios prácticos son normas que pueden determinar la voluntad, y si el contenido de la norma es tú debes actuar de tal manera, hay que buscar, entonces, en dónde podría cumplirse tal norma, y vemos que en lo único donde ella puede cumplirse es en la voluntad. Pues el sujeto, al determinarse a actuar mediante la representación de un principio práctico, produce una decisión. Esa decisión y el pasar a la realización de lo decidido es la realidad objetiva de la ley moral.

Sin embargo, según Kant, para que una acción sea buena no importa el éxito (CRPr: 52), y basta con la determinación de la voluntad, aunque el efecto esperado no llegue a producirse, ya que éste depende, además, de otros factores, por ejemplo, de las fuerzas físicas del sujeto, etc. Puede ocurrir que, yo, por ejemplo, veo que alguien se está ahogando y me doy cuenta de que tengo el deber de salvarlo, y en consecuencia tomo esa decisión, pero al levantarme para llevarla a cabo se me dobla un pie y caigo. Si bien la decisión tomada por mí quedó truncada, no se materializó en el acto de salvarlo, sin embargo, la ley moral produjo en ese caso su objeto: mi decisión. Por lo tanto, la ley moral tiene su realidad objetiva en la voluntad, cuando ésta se somete a su mandato, es decir cuando se decide a actuar movida por la sola representación de esa ley.

Pero, ¿en qué sentido es la ley moral un fáctum? La ley moral, dice Kant, nos es dada como un hecho de la razón pura, del cual tenemos conciencia a priori (CRPr: 53). Un fáctum (hecho) es algo que sencillamente ocurre, algo que se da sin que haya razones que lo justifiquen. En la observación al parágrafo 7 (CRPr.) Kant dice que la ley moral es un fáctum en el sentido de que no puede ser derivada de precedentes datos de la razón, porque ella sólo

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podría derivarse de la libertad, pero de ésta no puede ser derivada o deducida debido a que no conocemos directamente la libertad sino que es justamente a través de la ley moral que nos hacemos conscientes de la libertad (la ley moral es el ratio cognoscendi de la libertad). En consecuencia, conocemos la ley moral directamente y precisamente con ocasión de la experiencia, desde el mismo momento en que nos hacemos máximas (CRPr: 35), aunque ella sea una proposición a priori.

Conviene preguntarse, además, acerca de qué es lo que es un fáctum, si es la ley, o la conciencia de la ley, o la autonomía de la voluntad, puesto que Kant en diferentes pasajes y sin mayores explicaciones, se refiere a todos ellos como facta. Al respecto, difieren los exégetas. Alberto Rosales sostiene que, es a través de la conciencia de la ley moral que la razón se da cuenta de que ella es legisladora, se da cuenta de que ella es la que da la ley, de tal manera que la conciencia de la ley es una conciencia de la autonomía, y es la conciencia de la libertad. Las tres forman parte de la misma conciencia. Por otro lado, la ley no puede ser un fáctum que flota por sí solo: ley es conciencia de la ley. No puede haber ley sin conciencia de esa ley. De tal manera que si el fáctum es la conciencia de la ley misma, recae sobre la ley misma la característica de fáctum.

12. Conciencia de la ley moral

En la observación al parágrafo 6 (CRPr.) dice Kant que tenemos conciencia de la ley moral «en cuanto nos proyectamos máximas». Las máximas son reglas para actuar en el ejercicio de la vida, en consecuencia, es con ocasión de la vida práctica que nosotros nos damos cuenta de ley moral, pues así como en el conocimiento teórico se requiere el dato sensible para que el Entendimiento pueda construir el objeto, en el conocimiento práctico la razón necesita de la vida práctica para ejercer su función legisladora. Esto significa que no puede haber ejercicio de la voluntad sin la experiencia, sin un mundo objetivo ya constituido por la razón teórica, sin un mundo de objetos que se nos muestran en la intuición y a los cuales podemos apetecer o rechazar y por los cuales, según cómo nos afecten, tomamos decisiones.

Es, pues, con ocasión de la experiencia que nosotros proyectamos máximas para obrar, y cuando proyectamos máximas es que tenemos conciencia de la

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ley moral. Esa experiencia está constituida no sólo por las cosas, los utensilios, etc., sino que incluye las relaciones del hombre consigo mismo, con los demás, con las cosas de los demás, etc.

Si nos preguntamos cómo ocurre eso de que al formular la máxima el sujeto tiene conciencia de la ley moral, Kant responde, en la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres, (p. 28) que «la razón vulgar no precisa de este principio así abstractamente y en una forma universal; pero, sin embargo, lo tiene continuamente ante los ojos y lo usa como criterio en sus enjuiciamientos». Esto es afirmado también en la Observación al parágrafo 4 de la Crítica de la Razón Práctica, al decir que el entendimiento más corriente puede distinguir, sin que se le instruya, cuál forma de su máxima concuerda con la ley y cuál no. La afirmación de que ese principio uno «lo tiene continuamente ante los ojos», parece indicar que el sujeto humano, tal vez no de manera expresa y casi sin darse cuenta, cada vez que se propone realizar una acción —mentir para salir de aprietos, obtener méritos sin esfuerzo, ser indolente ante el sufrimiento de los demás, etc. — tiene la posibilidad de preguntarse: ¿qué ocurriría si esa acción se generalizara, es decir si todo el mundo hiciera lo mismo?, o sea, que el sujeto tiene la posibilidad de pensar en las consecuencias de una praxis general: «¿Puedes querer que tu máxima se convierta en legislación universal? (FMC:28).

El imperativo categórico reza así: «Actúa sólo de acuerdo con aquella máxima con respecto a la cual puedas querer que se convierta en ley universal». Pues sólo máximas de esa traza, las que concuerdan con el imperativo, nos garantizarían la consecución del bien en el mundo. Porque, ¿acaso podríamos realizar nuestra humanidad y alcanzar nuestros propósitos personales en un mundo donde no estamos seguros ni de nuestra persona ni de nuestro saber, un mundo donde es lícito mentir, engañar, hurtar asesinar, ignorar el sufrimiento humano, etc.? Eso sería ontológicamente una imposibilidad, por una parte, y por la otra, nadie en su sano juicio podría querer eso.

En efecto, entre las acciones que son moralmente contrarias al deber, (Cf. capítulo II de la FMC), Kant distingue aquellas máximas que no pueden ni siquiera pensarse como ley general sin entrar en contradicción, de aquellas que, a pesar de no contener una imposibilidad interna, nadie podría querer que se convirtieran en ley universal (FMC: 41). Allí da Kant cuatro ejemplos

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de deberes perfectos, hacia nosotros mismos y respecto de otros. En cada uno de esos ejemplos pone un caso de una ley: El primer caso es el referente al suicidio. Una ley que establezca que toda persona que sienta la apetencia de quitarse la vida puede hacerlo, sería contradictoria consigo misma. Pues una ley semejante, cuyo fin fuera destruir la vida a través de la misma sensación que es el estímulo para la vida, es decir, a través de la apetencia, se destruiría a sí misma, la naturaleza se contradiría a sí misma y no existiría como naturaleza. Pues Kant presupone que toda ley versa sobre una naturaleza, esto es, sobre una región de entes, por ejemplo, la naturaleza humana, y que esa ley no puede establecer una autodestrucción de los entes sobre los cuales versa. En el segundo caso, el de la mentira, Kant afirma que la universalidad de una ley según la cual, en caso de un apuro se puede prometer algo falsamente para salir del paso, haría imposible la promesa misma y el fin que con ella puede obtenerse, pues nadie creería en las promesas.

En estos dos primeros casos se presenta una contradicción no de carácter lógico sino de carácter ontológico. En los 3° y 4° casos, referentes al deber del cultivo personal y al de prestar ayuda a los necesitados, respectivamente, Kant sostiene que aún cuando no hay en ellas una imposibilidad interna, sin embargo, es imposible querer que su máxima se eleve a la universalidad de una ley. Pues la voluntad se contradiría a sí misma, en tanto ella querría acciones que se contradicen una con la otra.

13. Efecto de la ley moral como móvil

A partir de lo expuesto en la primera sección de la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres y del capítulo III de la Analítica de la Crítica de la Razón Práctica, podemos poner de relieve la eticidad de la acción, y al sentimiento de respeto como motor de esa acción. Según Kant, «el valor moral de una acción no reside en el efecto que de ella se espera, ni tampoco, por consiguiente, en ningún principio de la acción que necesite tomar su fundamento determinante en ese efecto esperado» (FMC: 26), sino que el verdadero valor moral de la acción reside en el móvil, es decir en el fundamento de determinación de la voluntad, cuando ésta se ha decidido a obrar por la mera representación de la forma de la ley, es decir por su universalidad y necesidad —por deber— y no por el efecto apetecido.

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Así, él analiza varios casos con el propósito de determinar cuándo en la acción del sujeto ha habido legalidad o moralidad.

Hay legalidad en la acción cuando ésta concuerda objetivamente con la ley, más no subjetivamente, esto es, cuando la acción se ha realizado conforme al deber pero no por deber.

Hay moralidad en la acción cuando ésta concuerda objetiva y subjetivamente con la ley, o sea, que lo que ha movido al sujeto a la acción es propiamente el deber y no el resultado que se espera de esa acción. Estos, pues, son los casos que él analiza:

El primero es el del comerciante que tiene la posibilidad de engañar a un niño dándole una mercancía de poca calidad o “fallo el vuelto”, pero se abstiene de hacerlo por el temor de alcanzar mala fama y, como consecuencia de ello, parar en la ruina, o por temor a ser castigado bien sea por la autoridad civil o por el fuego eterno. Si bien el comerciante ha obrado “honradamente”, el fundamento de determinación de su voluntad no fue el resultado de haber medido su máxima con el imperativo categórico y en consecuencia actuar por deber. Por lo tanto, su acción carece de eticidad visto que, cualquiera que haya sido la causa que lo empujara a actuar, ya el temor al castigo humano o divino, ya la apetencia de felicidad terrena o extraterrena, etc., en cualquier caso, es una apetencia sensible, es decir, una inclinación sensible la motivación de su voluntad. Y como todas las inclinaciones pertenecen al amor a sí mismo que es el egoísmo, esa es una acción egoísta.

El segundo, es el caso de aquél que, enamorado de la vida, pone sumo cuidado en preservarla: se alimenta sano, no se trasnocha, no consume drogas, etc. O bien que, teniendo poco apego a la vida, sobrelleva muchas penalidades sin embargo sin suicidarse para no parecer un cobarde o ganarse el castigo del cielo, etc. En ambos supuestos, como lo que subyace a la intención es de todos modos una apetencia sensible, su acción carece de eticidad.

Pero cuando un desdichado que no tiene afán de vivir porque la vida se le ha convertido en una miseria, ya sea por pobreza, ya por enfermedad, etc., o simplemente porque no le gusta o no le entusiasma, y no obstante conserva la vida sin amarla, sólo por deber y no por inclinación, entonces su máxima si tiene contenido moral.

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El tercer ejemplo es el del magnánimo que encuentra un íntimo placer derramando alegría en su entorno, que disfruta de la felicidad ajena sin que ello le importe ningún provecho, porque es un alma cariñosa y llena de conmiseración, esa acción, dice Kant, es muy noble y digna de la mayor alabanza, pero está desprovista de toda eticidad; en este caso el sujeto no hace más que seguir una propensión natural, cuyo ejercicio le produce placer. Su acción es cuando más conforme al deber, pero no por deber. Es distinta de la conducta del individuo que, ajeno a toda conmiseración e insensible al dolor humano, no obstante realiza actos de bondad con sus semejantes por puro respeto a la ley. Aquí sí hay valor moral en la acción, pues la conducta así desplegada ha tenido como resorte el deber mismo.

En los casos analizados muestra Kant cómo a pesar de que hay conformidad de la acción con el mandato moral, sin embargo esa conformidad es solamente externa, y ello se llama en tal caso legalidad: la acción ocurre conforme al deber pero no por deber.

La verdadera moralidad existe cuando se hace el bien no por inclinación sino por deber. Si la máxima de la acción no resiste la prueba de que ella tiene la forma de una ley, entonces es moralmente imposible (CRPr: 76). Ahora veamos cómo es que se produce ese fenómeno según el cual la voluntad puede llegar a estar determinada por la ley moral con prescindencia de cualquier otra inclinación sensible:

El imperativo categórico, que es la fórmula mediante la cual se expresa la ley moral para todo ente racional finito, no le dice a éste «tú debes hacer esto y no lo otro», por ejemplo, no debes matar, no debes mentir, no debes robar, etc. En ese imperativo lo que está contenido es sólo la forma de cómo se deben hacer las máximas aptas para convertirse en ley universal, o sea, valederas para todo ente dotado de razón y voluntad.

Esto significa que el imperativo categórico es sólo un patrón de medida, la piedra de toque con la cual se van a probar las máximas para ver si ellas pueden ser leyes. Cuando el sujeto, en ese momento y de manera fáctica, tiene conciencia de la ley moral: «Obra de tal manera que la máxima de tu acción pueda convertirse en ley universal», se produce un efecto en el sujeto que es directamente negativo, e indirectamente positivo.

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Ese efecto no es otra cosa que un sentimiento, que si bien pertenece a la sensibilidad, como sentimiento que es, es el único sentimiento que está al servicio de la razón práctica pura, y es únicamente provocado por ella. Él es, por ende, el único sentimiento que puede ser conocido a priori en ambos casos, en el positivo y en el negativo. Ese sentimiento no es otro que el sentimiento de respeto, del cual nos ocupamos ya al tratar la estructura del sujeto práctico en un trabajo anterior3. Como el sentimiento de respeto es un efecto de la representación de la ley moral sobre la sensibilidad de un ser racional, él tiene como presupuesto por una parte, la sensibilidad del sujeto, y por la otra, su finitud. Eso significa que un ser racional puro, es decir, libre de toda sensibilidad, no puede tener ese sentimiento y significa también que el sentimiento de respeto es el nexo entre lo sensible y lo racional puro, porque si bien en el sujeto humano sensibilidad y entendimiento están separados, lo que acarrea la finitud de éste, debe haber un puente de unión entre ambos para que la razón pueda ejercer su influencia en el arbitrio del sujeto, que de este modo se torna en Voluntad.

14. El deber

Como consecuencia del efecto de la ley moral sobre el sujeto, el sentimiento de respeto en su función negativa, hace eclosión en la conciencia de éste otro concepto que es el que hace posible la concordancia subjetiva de la voluntad con la ley moral, a saber, el concepto de deber, el cual define Kant en la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres (p.26) como «la necesidad de una acción por respeto a la ley». El deber, dice Kant, es el que al constreñir a la voluntad hace posible que una acción que es objetivamente necesaria sea también subjetivamente necesaria para esa voluntad (ibíd. 34). Es, pues, la condición de posibilidad de que la voluntad pueda llegar a ser determinada por la ley moral.

Si bien el concepto de deber está siempre “ante los ojos” y es conocido por la razón más vulgar, es decir que no hace falta hacer un ejercicio crítico para hallarlo, no es, sin embargo, un concepto empírico, cuyo origen haya

3 En Estructura ontológica del sujeto práctico kantiano, Revista Filosofía Nº 20. ULA-Mérida 2009.

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que buscarlo en la experiencia, sino un concepto intelectual cuyo origen es la razón práctica y por consiguiente es conocido a priori.

Así pues, la conciencia de la ley moral y el consiguiente sentimiento de respeto por ella son el asiento u origen del deber. Una vez que el ente finito «es sobrecogido por la majestad de la ley», siente el deber de adecuar sus acciones a tal mandato. Esto no significa que eso ocurra realmente. Eso es puramente pensable. Kant mismo admite en la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres (p.30) y otros pasajes, que es imposible conocer por la experiencia y con absoluta certeza un solo caso en que la máxima de una acción haya tenido su asiento exclusivamente en fundamentos morales y en la representación del deber, pues no podemos nunca, aún ejercitando el examen más riguroso, llegar completamente a los más recónditos motores, ya que la psique humana es una de las cosas más retorcidas y oscuras que en el mundo hay, justamente por esa posibilidad que el sujeto tiene de actuar también por apetencias sensibles.

Dado que la realidad objetiva de la ley moral se cumple en una voluntad, no hay pues una garantía de esa realidad objetiva; puesto que el sujeto es libre no sólo de la causalidad natural sino también respecto de la ley moral, y porque como libre que es, puede tomar dos direcciones: obedecer o no obedecer, y porque además hay una tendencia natural del hombre hacia el mal que Kant la considera como una consecuencia de su finitud, de su sensibilidad.

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Revista Filosofía Nº 20. Universidad de Los Andes. Mérida-Venezuela, 2009 / ISSN: 1315-3463 33

FILOSOFÍA PRIMERA Y OTROS MODOS DE DISCURSO EN ARISTÓTELES

Carlos Casanova1*

[email protected]

ResumenEl artículo estudia cómo puede haber una disciplina científica

universal que no implique que el pensamiento sea enteramente sistemático; cuál es la relación entre la dialéctica y la filosofía primera en el conocimiento de los principios; cuál el origen de los axiomas de cada ciencia; cuál el camino para la apropiación reflexiva de ellos; y cuál la relación entre ese origen y las conclusiones y entre los principios de una ciencia superior y los de otra, inferior.

Palabras clave: Filosofía primera. Aporías. Dialéctica. Axiomas científicos.

1 * Doctor en Filosofía. Profesor de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Enseñanza y líneas de Investigación: Filosofía antigua, filosofía medieval, filosofía política y social, Ética, Filosofía de la ciencia, Metafísica, Epistemología, Antropología filosófica. Es autor, entre otros libros, de Racionalidad y Justicia (ULA-UCAB, 2004). Una lectura platónico-aristotélica de John Rawls. Universidad de Navarra. España, 2003. Participación y causalidad en Aristóteles. Universidad de Navarra, 1998. Verdad escatológica y acción intramundana. La teoría política de Eric Voegelin. Universidad de Navarra, 1996. Conferencista internacional y autor de numerosos artículos publicados en revistas filosóficas, entre los que cabe destacar: «Aristóteles: ¿parricida y sofista solapado?». Revista Venezolana de Filosofía. No. 35 (Universidad Simón Bolívar Caracas, 1997). «Los sentidos del ser en Metafísica Delta 7». Revista Venezolana de Filosofía No. 36-37. «La Universidad como espíritu de un pueblo». Revista Dikaiosyne No. 3-4. (Universidad de Los Andes. Mérida Venezuela, 2000). «La Universidad en peligro». Revista Dikaiosyne No. 5. «Una visión platónico-aristotélica de la interpretación jurídica». Revista Dikaiosyne. No. 6. Coordinador del Postgrado de Filosofía, Universidad Simón Bolívar, Caracas, durante el período 1999-2002.

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34 Revista Filosofía Nº 20. Universidad de Los Andes. Mérida-Venezuela, 2009 / ISSN: 1315-3463

FIRST PHILOSOPHY AND OTHER FORMS OF DISCOURSE IN ARISTOTELIAN

WRITINGS

AbstractThe article explains how can it be an universal science, how

dialectics and first philosophy study the first principles, which is the origin of the principles, the way to the reflexive appropiation of them and the relation between that origin and the conclusions and between the principles of a superior science and those of an inferior one.

Key words: First Philosophy. Aporias. Diaectics. Scientific Axioms.

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Filosofía primera y otros modos de discurso en Aristóteles

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Mucho es lo que se ha escrito para tratar de mostrar las inconsistencias que encierran los textos aristotélicos que hablan del conjunto ordenado de las ciencias y disciplinas. Parece más correcto, sin embargo, en vista de la gran influencia de Aristóteles en la tradición y de que es poco probable que la tradición haya sido ciega en su totalidad, asumir el principio hermenéutico sostenido por Brentano:

Guardándonos, pues, de creer sencillamente contradictorias las afirmaciones en apariencia inconciliables del filósofo y de cohonestar el extraño proceder de repudiar las que parecen menos dignas de crédito, en obsequio a hipótesis aún más extrañas, la dificultad misma de armonizar unas y otras dará más valor a los puntales que se salven de ese modo y diremos con Aristóteles que la aporía (la dificultad) se convierte en euporía (facilidad). Será, pues, necesario buscar el modo de hacer posible la conciliación de las varias aserciones, de manera que no sólo una afirmación dé luz para la recta interpretación de la otra, sino que así podamos llegar a reconstruir varios miembros del sistema total aristotélico, que no siéndonos dados directamente en su modo de expresarse sucinto y fragmentario, son, sin embargo, necesarios para reconstruir el conjunto2.

Examinaremos algunas de las principales aporías relativas a la filosofía primera y sus relaciones con la dialéctica y las demás disciplinas científicas. Intentando resolverlas, creemos que podrá descubrirse por qué Aristóteles —tantas veces deformado por “nuestros modernos e hipercríticos intérpretes”— ha ejercido una influencia tan profunda y tan larga en la filosofía3.

El Estagirita, al mismo tiempo que sostuvo que existía una ciencia universal del ser —la filosofía primera—, no poseyó un pensamiento enteramente sistemático. Basados en esto, algunos intérpretes afirman que la ciencia universal aristotélica, si acaso, no pasa de ser un puro anhelo del espíritu humano. Los principios de las ciencias particulares no pueden ser deducidos

2 1 Aristóteles. Editorial Labor, S. A. Barcelona, 1951, p. 25.3 2 En igual sentido, cfr. BRENTANO, Franz. Op. cit., pp. 23-24.

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desde una ciencia universal. Las demostraciones no pueden pasar de un género a otro y los principios comunes son sólo analógicamente comunes, pues varían en cada género-sujeto (y en cada ciencia, por tanto4) y, por ello, sólo por la dialéctica, que no es una ciencia, son considerados como unitarios porque —en realidad— no tienen la unidad requerida por la ciencia.

Según esos mismos intérpretes, el único modo de que los principios comunes fueran poseídos por una ciencia, sería que hubiera una intuición de los mismos. Los principios, sin embargo, sólo se postulan por hipótesis. Si se intuyeran, no se habría gastado casi entero el libro Gamma de la Metafísica para establecer los más fundamentales5. Lo que es preciso explicar ahora, como se desprende de lo dicho, es cómo puede haber, según Aristóteles, una disciplina científica universal que no implique que el pensamiento sea enteramente sistemático. Ello nos llevará a considerar cuál es la relación entre la dialéctica y la filosofía primera en el conocimiento de los principios, cuál el origen de los axiomas de cada ciencia, cuál el camino para la apropiación reflexiva de ellos, y cuál la relación entre ese origen y las conclusiones y entre los principios de una ciencia superior y los de otra ciencia, inferior.

Antes de entrar en esta discusión, acaso será conveniente recordar algunas nociones básicas de la teoría aristotélica de la ciencia. En primer lugar, un conocimiento científico es, en general, el que poseemos de una conclusión a partir de los principios y por medio de una demostración. Un conjunto de conclusiones, sin embargo, puede pertenecer a una sola disciplina científica si todas ellas versan sobre un mismo género de lo real. Las conclusiones geométricas, por ejemplo, versan todas sobre la cantidad continua; las físicas, sobre el ente móvil. Lo que se conoce en la ciencia es el vínculo necesario entre ese género de lo real (el “genero sujeto”) o todo lo que él abarca y sus respectivas “pasiones” propias (o predicaciones). La necesidad del vínculo es percibida al reducirla a sus causas propias (formales, materiales, finales o eficientes), a partir de unos axiomas que proceden de la experiencia que del género-sujeto tenga el científico particular (en los ejemplos, el geómetra o el

4 Cfr. Analíticos posteriores I 10, 76a37-40. A partir de ahora se usará la expresión “género sujeto” para significar lo mismo que los tomistas modernos llaman “objeto” (formal).

5 Cfr. P. Aubenque. Ob. cit., nota 112, pp. 129 (nota 136), 237-239, 274 (nota 104), 288- 289 y 307. Cassin, Barbara; y Narcy, Michael. La Decision du Sens. Librairie Philosophique J. Vrin. París, 1989.

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físico) o de una ciencia superior. La ciencia es perfecta cuando los principios de la demostración (premisas o axiomas) coinciden con los principios reales (o causas). Un razonamiento verdaderamente conclusivo que revele una causa a partir de los efectos, podrá constituir una demostración quia, imperfecta, pero no una demostración propter quid.

1. Filosofía primera y dialéctica en el conocimiento de los principios y causas

Una ciencia será perfecta cuando se conozcan los efectos en sus causas y cuando se identifiquen los principios científicos o axiomas con los principios reales o causas6. Sólo entonces se conoce con demostración propter quid: las razones por las que conocemos un ser son las causas que lo hacen real. Así, por ejemplo, puede conocerse que no existe proporción expresable en números enteros ni en números racionales entre los lados de un cuadrado y su diagonal. Pero, mientras no se haya captado que lo que ocurre es que, de acuerdo con el teorema de Pitágoras, la diagonal b elevada al cuadrado es igual a dos veces el cuadrado del lado a y que, por tanto, la razón de b sobre a elevada toda ella al cuadrado es igual a dos, y que no hay raíz alguna (racional) de dos, no se poseerá un conocimiento científico de la proposición. Pero completemos la demostración: supongamos que dos sí tiene raíz. Si a y b son números enteros y el cuadrado de la división de a entre b es igual a dos; podemos asumir que para a y b no hay un factor común (pues, si lo hubiera, simplificaríamos la expresión). Mas si el cuadrado de la división de a entre b es igual a dos, entonces el cuadrado de a es igual a dos por el cuadrado de b, y a al cuadrado es divisible por dos. En este caso, a al cuadrado es también divisible por cuatro, pues se trata del cuadrado de un número par. Así, a al cuadrado es igual a cuatro veces c (donde c es un número entero). Por tanto, dos veces el cuadrado de b es igual a cuatro veces c, y el cuadrado de b es igual a dos veces c. Luego, b es divisible por dos. Luego a y b tienen un factor común, lo cual contradice la suposición inicial de que a y b no tienen

6 “Principio” no es una palabra unívoca. Para evitar malentendidos, digamos de una vez que, de ordinario, cuando hablemos de “principio” nos estaremos refiriendo a aquello por lo que comienza nuestro conocimiento de una cosa, y no a la causa real, intrínseca o extrínseca (cfr. Metafísica Delta 1).

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un factor común7. Esta demostración usa las definiciones de números enteros y racionales, del factor común, del cuadrado, etc., y deriva de ellas, de modo general, lo que al comienzo se conocía quizá sólo en un caso determinado. De este modo, se verá en las causas formales (en nociones formalmente anteriores) la necesidad de la conclusión.

Un conocimiento físico que constituiría un ejemplo semejante podría ser el del eclipse: un día se experimenta que la tierra se oscurece a deshora, que el sol deja de alumbrar. Después, la investigación astronómica alcanza a conocer que la causa del oscurecimiento fue que la luna se interpuso entre el sol y la tierra. Desde entonces puede decirse que se conoce científicamente el oscurecimiento de la tierra a deshora: “siempre que se interpone la luna, se oscurece la tierra a deshora; es así que mañana se interpondrá, luego mañana habrá un eclipse”. Aquí se conoce el efecto en la causa8. A partir de lo anterior puede captarse que las ciencias presuponen un conocimiento, pues ninguna conclusión conocida demostrativamente puede sostenerse sin el conocimiento (previo) no demostrativo de unos principios; y pues “ciencia” para Aristóteles no significa un conjunto ordenado de conocimientos, sino la captación de que la conclusión se sigue necesariamente de los principios. Parte de dicho conocimiento no puede ser científico en el mismo sentido expuesto arriba9, pues se refiere a principios indemostrables (axiómata) del conocimiento humano; o se orienta hacia unas causas que no pueden conocerse a su vez en sus causas, porque no las tienen... ¿Corresponderá, entonces, su consideración a una disciplina no científica como la dialéctica?

Hay que considerar aquí la advertencia aristotélica según la cual “toda doctrina y toda disciplina proceden de un conocimiento previo”, y hacer, a partir de ella, varias distinciones. El razonamiento es precedido por el conocimiento de las premisas. Los juicios, por el de los términos particulares

7 Cfr. A. D. Aleksandrov, A. N. Kolmogorov, M. A. Lavrent’ev (editores). Mathematics. Its Contents, Methods, and Meaning. The M. I. T. Press, Boston 1965, pp. 25-26.

8 Nótese que, en los ejemplos dados antes, la causa se descubre tras un proceso de investigación racional y usando conocimientos astronómicos y matemáticos que son formalmente posteriores al conocimiento de dicha causa.

9 Se dice “parte”, porque una ciencia inferior puede recibir sus principios de otra superior que sí los conozca demostrativamente. Pero, al final, habrá principios no conocidos demostrativamente.

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o universales. Estos, por la experiencia sensible, que se decanta —en la mente capaz de ello— en la intelección10. Pero, así como algunos términos se conocen antes que otros por razones varias (porque son más comunes, porque de ellos se tienen las primeras experiencias, etc.), como “ente” antes que “línea”, así también unos principios se conocen lógicamente antes que otros. El primero de todos, sin el que no es posible ningún otro juicio11, es el de no-contradicción. Este es uno de los “principios comunes”, supuestos en todas las ciencias. El conocimiento que se refiere a este tipo de principios no puede ser “apodíctico”, pues es previo a y está supuesto en toda demostración científica. Es decir, no puede ser derivado de principios formalmente anteriores ni de una investigación de causas eficientes (físicas), pues cualquier investigación racional presupone el conocimiento de los principios comunes. Y, sin embargo, Aristóteles afirma en Analíticos posteriores que existe una misteriosa “ciencia” que incluye a esos principios en la materia de su consideración12. Con lo cual parece romperse la imagen que poseen algunos intérpretes de la ciencia aristotélica del Órganon como ciencia apodíctica13. Busquemos otros pasajes que corroboren esta ruptura. En Ética VI 7 encontramos algunas claves: la sofía sabe no sólo de lo que se sigue de los principios, sino también de los principios mismos. De este modo, es intelecto y ciencia (noûs y epistéme), como una ciencia capital de las cosas más nobles14. Y es seguramente la misma misteriosa “filosofía primera” de que habla la Metafísica. En efecto, en Alfa 1-2 se dice que la ciencia buscada es la sabiduría, que versa acerca

10 Cfr. Metafísica Alfa, 1-2; y Analíticos posteriores I, 1, 71a1-b9; y II, 19.

11 Cfr. Metafísica Gamma 3, 1005b15-34.12 Cfr. Analíticos posteriores I, 9, 76a16-23–comentado por Santo Tomás en Lección 17,

nn. 146-147–; I, 10, 76a31-36 –en concordancia con Metafísica Épsilon 1, 1025b3- 1026a32–; I, 11, 77a27 y ss.–comentado por Santo Tomás en el nn. 171-172–. En igual sentido, ver Metafísica Gamma 3; en particular, 1005b2-5.

13 Por ejemplo, Irwin (cfr. Su artículo “Aristotle’s Discovery of Metaphysics”. En: The Review of Metaphysics, 1977. Volumen 32, No. 2, pp. 210-229) y Aubenque. Este último piensa que el conocimiento científico, según Aristóteles, al menos el de los Analíticos segundos, va siempre de las causas a los efectos. Aunque, por esto precisamente pone en la base de la ciencia una no ciencia, la dialéctica, por ser imposible la ciencia primera (cfr., por ejemplo, El problema del ser en Aristóteles. Taurus Ediciones, S. A. Madrid, 1981, pp. 55-58 y 460-462).

14 Cfr. Metafísica, 1141a16-20 y 1141b1-3.

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de las causas más nobles, es decir, acerca de lo divino15. Y en Gamma 1-3 se sostiene que esa ciencia buscada o sabiduría primera versa acerca del ente en cuanto ente, lo divino y los axiomas16. La conexión, al menos doctrinal, entre estos dos libros de la Metafísica ha sido dejada fuera de dudas hace años por Giovani Reale17. En los Tópicos18, enseña Aristóteles que una de las funciones de la dialéctica es la búsqueda de los principios o axiomas (como antes lo había hecho Platón en República VI-VII):

Pero [la dialéctica] es además útil para las cuestiones acerca de los principios de cada ciencia. En efecto, a partir de lo exclusivo del conocimiento en cuestión, es imposible decir nada sobre ellos mismos, puesto que los principios son primeros con respecto a todas las cosas, y por ello es necesario discurrir en torno a ellos a través de las cosas plausibles concernientes a cada uno de ellos. Ahora bien, esto es propio sobre todo de la dialéctica: en efecto, al ser adecuada para examinar [cualquier cosa], abre camino a los principios de todos los métodos19.

Podría pensarse, por ello, que es la dialéctica la disciplina a la que corresponde regir el cuerpo de las ciencias. En el libro Gamma de la Metafísica, sin embargo, se distingue la sabiduría de la dialéctica, aunque se afirme que la materia sobre la que se extiende la mirada del filósofo primero es la misma que la del dialéctico20. Lo que varía es el modo de tratar esa

15 Cfr. 981b27-982a6; 982b5-10.16 Cfr., en particular, 1005a19-b2.17 Cfr. The Concept of First Philosophy and the Unity of the Metaphysics of Aristotle.

State University of New York Press. Albany, 1967 (traducción inglesa de 1976), pp. 13- 15 y 28-31. Los resultados expuestos en este libro fueron, en general, confirmados por el mismo autor en Guida alla lettura della ‘Metafisica’ di Aristotele. Editori Laterza, Roma- Bari, 1997.

18 I, 101a35-b4.19 Sigo la versión de Miguel Candel Sanmartín (Gredos. Madrid, 1988, pp. 92-93),

con ligeros retoques a la vista del texto griego. Lo que está entre corchetes es un añadido del propio traductor citado.

20 Cfr. 2, 1004b17-26

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materia21: la dialéctica es la disciplina propia de la via inventionis (de todas las ciencias, incluida la primera) y la metafísica constituye una de las viae demonstrationis (la correspondiente a una de las ciencias, la primera)22. La vía científica adopta una actitud distinta a la de la dialéctica ante la realidad. Así, por ejemplo, prueba apodícticamente algo acerca del primero de los principios, como que no puede opinarse lo contrario a él23.

La distinta actitud puede apreciarse claramente en un pasaje que se refiere a la sabiduría y que usa como ejemplo a la geometría: toda búsqueda de la verdad nace de la admiración ante un “fenómeno” cuyas causas no se conocen. Mas, una vez conocidas éstas y adquirida la ciencia, lo que extrañaría no sería que se diera el fenómeno, sino que no se diera. Así, por ejemplo, parece admirable a todos que el diámetro no sea mensurable con el lado, que es más pequeño. Pero al geómetra, que entiende por qué ocurre eso, lo que le extrañaría sería que fuera mensurable24. En la propia área de la geometría, en el terreno por antonomasia de las demostraciones apodícticas, el hombre se encuentra antes con un efecto que, por medio de la investigación, debe ser explicado por sus causas. Hay también una distinción semejante en el nivel en el que se mueve la filosofía primera, pero ella –tras la búsqueda dialéctica– debe reconocer que los axiomas comunes no son conocidos con el hábito de ciencia, sino

21 También el sofista abarca el mismo género-sujeto que el filósofo primero, mas se diferencia “en la elección de vida” (cfr. ibídem).

22 Cfr. texto de la nota 16; y 3, 1005a19-b34. También, Analíticos posteriores I, 11, 77a27y ss., n. 171 del comentario de Santo Tomás.23 Cfr. Metafísica Gamma 3, 1005b23 y ss; y el comentario de Santo Tomás a Analíticos

posteriores I (cit.), lección 20, n.172. La demostración sería, más o menos, así: no esposible que un sujeto posea dos predicamentos contrarios al mismo tiempo y bajo el mismo aspecto. Pero las opiniones de la contradicción son predicamentos contrarios. Luego, no es posible que alguien opine al mismo tiempo dos proposiciones contradictorias, aunque sí sea posible que las diga (cfr. 1005b23 y ss). Nadie, pues, puede prescindir, en el nivel de las opiniones, del principio de no-contradicción.

24 Cfr. Metafísica Alfa 2, 983a11-20. Como se sabe, los griegos no conocieron los números irracionales y, por ello, decían que la hipotenusa no era mensurable por los catetos.

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con el hábito de intelecto25. En este nivel de la ciencia más alta, decimos, no se reciben los principios de otra ciencia (anterior), sino que se poseen por intelecto. Es patente, pues, que se trata de una ciencia muy peculiar: parte de la materia de su consideración se posee de modo no demostrativo. Es esto lo que ha inducido a muchos de los intérpretes del Estagirita a pensar que la filosofía primera, tal como está desarrollada en los libros que llegaron hasta nosotros, constituye una violación de las exigencias que Aristóteles ha impuesto al conocimiento científico en los Analíticos posteriores. Sin embargo, como ya vimos, no es así. En esa misma obra se habla de esta ciencia peculiar, cuya materia es una condición de todo otro conocimiento científico.

Por otra parte, las causas a las que asciende esta ciencia primera son los principios de la realidad. Pero ellos nunca podrán identificarse con los primeros principios o axiomas del conocimiento humano. En Aristóteles se ha superado la cierta ingenuidad de República VI-VII, y se ha comprendido que, por el punto del que parte nuestra facultad intelectiva (la experiencia sensible), habrá siempre una tensión entre lo más cognoscible por naturaleza y lo más cognoscible para nosotros26: los principios en los que se resuelve nuestro conocimiento en último término no son los mismos principios en los que se resuelve la realidad en último término. No tenemos experiencia directa de las sustancias separadas27, que son simples28. Por lo cual nosotros no podemos poseer intelección de sus esencias. Y, puesto que es imposible conocerlas por algunas realidades anteriores, siempre las conoceremos por medio de sus efectos sensibles, como las causas que los explican. En la ciencia más alta, y

25 De modo semejante, se conoce en la filosofía primera que de las sustancias separadas sólo puede haber demostraciones quia, como veremos. Pero podrían también, quizá, explicarse algunas propiedades o predicaciones de los efectos a partir de las primeras causas… Es posible que en Leyes X se encuentre algo semejante: la comprensión de la política a la luz de las primeras causas o de la teología. Para corroborar esta diferencia entre la dialéctica y la filosofía primera en lo que se refiere al conocimiento de los axiomas, cfr. comentario de Santo Tomás a Analíticos posteriores I, lección 20, nn. 171-172.

26 Cfr. Metafísica Dseta 4, 1029b3-12.27 Cfr. Comentario a Analíticos posteriores I, lección 41, n. 363.28 Cfr. Metafísica Zeta, 10.

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en lo que se refiere a su objeto más propio29, por ello, no puede usarse de las demostraciones propter quid (que van de las causas a los efectos), sino de las demostraciones quia (que van de los efectos a las causas). Lo cual estaba supuesto en los Analíticos posteriores, como lo señala agudamente Santo Tomás en su comentario30 y puede confirmarse mediante una lectura atenta de los libros Lamda de la Metafísica y VII y VIII de la Física.

Por supuesto que de tales axiomas y causas no hay un conocimiento científico previo a toda otra ciencia: la metafísica es la última ciencia en constituirse31. Pero sí hay un conocimiento pre-científico. Sin los axiomas, el hombre ni siquiera podría actuar, pues lo que lo mueve es un juicio sobre lo bueno y no el instinto32. Y sin un cierto preconocimiento de lo divino, como lo indica Santo Tomás en el comentario al De Trinitate de Boecio33, no podría existir la rectitud mínima que hace posible el llegar a la madurez. ¿Cómo podría, en efecto, crecer sanamente el niño si no confiara en sus padres y si no fuera iniciado por ellos o por otros adultos en el arte de la vida? ¿Cómo podría haber arte de la vida sin idea alguna del último fin (cfr. Ética a Nicómaco I)? Sin tal iniciación, por tanto, ¿cómo sería posible la ciencia? A esto mismo apunta Platón cuando nos dice que la poesía es una zeîa dýnamis (Ión); que es por los legisladores y los poetas como sabemos de la existencia de los dioses (República II, 365-366; Leyes X, 889); y por este saber como es posible la vida social sensata (Leyes X, 889-890). Debe

29 Dios es el objeto más propio de la filosofía primera porque es máximamente ser, como mostró Michael Frede en “The Unity of General and Special Metaphysics: Aristotle’s Conception of Metaphysics” (en: Essays in Ancient Philosophy. University of Minnesota Press, Minneapolis, 1987, pp. 81-95). Al mismo tiempo, es el primer principio de lo real que, sin embargo, es conocido por nosotros sólo a partir de los efectos.

30 Cfr. I, lección 41, n. 363.31 Cfr. Metafísica Alfa 1, 981b13-25, en concordancia con 2, 983a10-11.32 Cfr. In Aristotetelis Librum De Anima Commentarium III, lección 4, nn. 634-635; y

Metafísica Gamma 4, 1008b13-31. Leibniz, en sus Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano (Editora Nacional. Madrid, 1983, p. 77) apunta, con su habitual agudeza y de acuerdo con Aristóteles, que “el principio de no contradicción es utilizado en todo momento, aun cuando no se le considere distintamente, y no hay bárbaro al que no ofenda la conducta de un mentiroso que se contradice en un asunto que le parezca serio”.

33 Cfr. Lección I, q. 1, a. 1. En: Opuscula Theologica. Volumen II. Marietti, S. A. deEdiciones. Torino-Roma, 1972, pp. 313 y ss.).

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señalarse aquí que este conocimiento pre-científico es anterior, incluso, a la via inventionis, y existe en todos los pueblos, aunque no hayan llegado al grado de reflexión que constituye a la ciencia. El haberse percatado de este preexistir del conocimiento menos reflexivo es lo que permitió a Aristóteles dar cuenta en Analíticos posteriores I, 1 y II, 19 de la experiencia que recoge Platón en su Menón y que explica por medio de la anamnesis34.

2. Los axiomas comunes no se conocen por intuición ni se postulan como por hipótesis ni se establecen dialécticamente, sino que son captados por el intelecto a partir de la inducción

Con lo cual se llega de modo explícito al problema más importante tratado en Analíticos posteriores II, 19. Todo aprendizaje intelectual procede de un conocimiento previo, como lo muestra la experiencia recogida en el Menón. Y ese conocimiento previo es más sólido y versa sobre lo más conocido. Pero nada hay mejor conocido que los principios comunes. Parece, pues, que no los obtenemos a partir de conocimientos previos. Entonces, ¿los poseeremos por naturaleza o desde el nacimiento, aunque se nos oculten al inicio? No es posible. No puede poseerse una conclusión científica e ignorarlo, pues el que tiene ciencia sabe que aquello que conoce no puede ser de otra manera. Mucho menos puede ignorarse que se posee un principio común, aunque pueda poseerse sin que se haya reflexionado sobre ello, como ya se dijo35. ¿Cómo resolver esta aporía? Aristóteles lo hace de modo magistral. Los principios no preexisten en nosotros como determinados y completos, pero tampoco proceden de conocimientos previos más sólidos, como ocurre con las conclusiones de las ciencias. El hábito de los principios procede del conocimiento sensible preexistente: de la sensación viene la memoria, de ésta

34 Puede completarse lo dicho antes sobre que toda doctrina y toda disciplina suponen un conocimiento previo con las siguientes consideraciones: el conocimiento “espontáneo” precede a la via inventionis, ésta precede a la via demonstrationis y ésta, a su vez, a la via analytica: la demostración es sintética, porque va de las causas a los efectos; la investigación es analítica, porque va hacia las causas; pero lo que se hace en Analíticos posteriores es de nuevo analítico: resuelve las conclusiones en los principios, es un análisis de la ciencia, no de la realidad.

35 Cfr., en sentido semejante, Metafísica Gamma 3, 1005b25-34; Analíticos posteriores I, 10; y comentario de Santo Tomás, lección 18, n. 158. Aquí se muestra que las ciencias particulares poseen los principios comunes aunque no hagan mención de ellos.

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la experiencia, de ésta el universal y de éste los juicios. Pero esta procedencia no se da sin la intervención de causas que se encuentran más allá de los sentidos. Leibniz tiene razón cuando defiende en sus Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano a las ideas innatas de los ataques de Locke: no puede explicarse la formación de las nociones universales o la construcción de los razonamientos necesarios de la matemática a partir de la sola experiencia sensible36. A lo mismo apunta Voegelin cuando reprocha al mismo Locke que no se haya dado cuenta del vacío que dejaba al rechazar las ideas innatas: en la experiencia humana hay aspectos que pueden ser explicados con la sola sensibilidad, pero hay otros que no pueden serlo; incluso en la obra de Locke hay huellas de esto, al reconocerse, por ejemplo, que la reflexión es distinta de la sensación o al distinguir los reinos ónticos de la materia y la mente37.

Aristóteles es platónico y sabe que hay un salto desde lo sensible hasta nuestras nociones intelectuales. Por esto aclara que de la experiencia procede el universal, “si el alma es tal que pueda padecerlo”. Por más experiencia que adquiera un mono, nunca dará el salto hasta el universal. Para darlo debe contarse con el ojo intelectivo del alma, es decir, con el intelecto posible. Y no sólo con él. En De Anima III, 4-5, Aristóteles muestra que hacen falta, al menos, otras dos cosas: el intelecto agente que “inmaterialice” lo dado en la experiencia sensible, y otro intelecto en acto (un hombre maduro) que ayude a

36 (Cit.), Libro I, capítulos 1-3, pp. 65 y ss.37 Cfr. From Enlightenment to Revolution. Duke University Press. Durham, 1975, pp. 36-

40. En particular, la cita de Locke contenida en la página 39: “[...] el movimiento sólo puede causar movimiento, de acuerdo con nuestras Ideas más ricas; así que cuando le permitimos producir placer o pena, o la Idea de color, estamos dispuestos a salir de nuestra razón y atribuir enteramente eso al buen gusto de nuestro Hacedor”.

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la tierna inteligencia del niño a reconocer el universal38. Desde el nacimiento, hay, pues, en nosotros y no en el mono, unas “semillas” de verdad que nos llevan a la captación intelectual de los universales y a la formulación de los juicios, pero no hay un hábito ya formado de los principios39.

Los propios primeros principios, por tanto, proceden de la experiencia y ni son innatos ni dependen de una “intuición” cartesiana. Los inteligibles que captamos los hombres en esta vida lo son sólo en potencia y, por ello, no podemos intuirlos cartesianamente, como si fueran entidades matemáticas a las que tuviéramos acceso inmediato (imposibilidad que expresó muy bien

38 Cfr. III, 5. El intelecto en acto precede al intelecto en potencia en general (aunque en un sujeto no sea así), porque para que un niño actualice su inteligencia se requiere de otra inteligencia madura que le dé la mano. Así, por ejemplo, tal como lo han mostrado las experiencias de los niños lobo, no puede aprenderse a hablar sin un hombre maduro que señale al discente los objetos mientras pronuncia las palabras que correspondan; desde luego, el docente no le otorga la inteligencia al niño, pero la dirige en la dirección correcta. Le Blond (en su Logique et Methode chez Aristote, pp. 120-146) incurre en graves equívocos. En efecto, seguramente arrastrado por la fuerte tradición nominalista europea, separa el origen de los universales de la experiencia sensible y sostiene que la inducción “pone en posesión de un hecho, pero no de una necesidad” (p. 124; cfr., también, pp. 131 y ss.). No capta que en la inducción (epagogué) aristotélica intervienen no sólo los sentidos, sino también el ojo intelectivo del alma (intelecto posible), el intelecto agente y otros intelectos en acto (cfr. De Anima III, 4-6) Tampoco se da cuenta de que en el Capítulo 19 de Analíticos posteriores II se tratan dos problemas distintos: el del origen de los principios, por una parte; y, por otra, el del tipo de hábito al que pertenece el conocimiento de los principios. Este segundo problema es también tratado en el libro sexto de la Ética a Nicómaco (cfr., en este sentido, In Libros Posteriorum Analyticorum Expositio II, lección 20). Finalmente, confunde el hábito del intelecto con una suerte de intuición cartesiana o de posesión a priori de los principios (cfr. pp. 136 y ss.). La gravedad de estos equívocos refleja vicios muy serios de interpretación que tienen que afectar a toda la teoría aristotélica de la ciencia, tal como la concibe Le Blond. Así puede percibirse en la página 139, donde no se hacen algunas distinciones que en este trabajo se han considerado elementales, tales como la distinción entre via inventionis y via demonstrationis o entre la filosofía primera y las ciencias particulares.

39 En base al comentario de Santo Tomás al De Trinitate de Boecio, puede mostrarse que también se requiere, para la primera captación intelectual, de un amor natural a la verdad que ha sido infundido por Dios al alma (cfr. Proemio, q. 1, a. 3, ad 4m. Loc. cit.). A esto es a lo que se refiere Aristóteles al comienzo de su Metafísica: pántes ánzropoi toû eidénai orégontai fýsei. Y esta tendencia natural hacia la plenitud es en lo que consisten esas “semillas de verdad” a que se hace alusión en el texto, porque el amado (la verdad) está de algún modo en el amante (el hombre que aún no ha conocido).

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Platón en el Fedón y en el Menón, y que lo llevó a introducir la teoría de la reminiscencia). Lo cual no quiere decir que se establezcan dialécticamente, como sostiene Aubenque. El libro Gamma de la Metafísica (capítulos 3 y ss.) no pretende dejar establecido el principio de no-contradicción, sino mostrar las consecuencias que, en el nivel de la dicción (no en el nivel profundo, de las opiniones), son más inaceptables para un interlocutor que la contradicción misma. Allí también, como en el pasaje comentado de Analíticos posteriores, queda bien claro que los principios tampoco se postulan ni son hipótesis, sino que se formulan naturalmente al captarse el o los universales que entran en su sujeto o su predicado40. No son una “exigencia trascendental de la significación humana” ni la “concreción de un anhelo de unidad del conocimiento”, sino juicios que se nos imponen en la experiencia, aun contra nuestra voluntad (en el nivel profundo de las opiniones, aunque no necesariamente en el de la dicción, donde los amores desordenados o la precipitación pueden llevarnos a

40 Cfr. Metafísica Gamma, 1005b14-18. T. H. Irwin ha publicado un interesante artículo sobre la relación entre las ciencias particulares y el conocimiento de los primeros principios en el tiempo de redacción del Organon y de Metafísica Gamma (“Aristotle’s Discovery of Metaphysics”. En: The Review of Metaphysics. The Catholic University of America. Washington, 1977. Volumen 31, No. 2, pp. 210-229). Descansan, sin embargo, las tesis de ese artículo, sobre varios supuestos falsos, que invalidan las conclusiones. Por esto no lo usamos en el cuerpo de estas páginas. Los supuestos son los siguientes: (1) En el Órganon se piensa que no puede haber una ciencia de los axiomas; (2) en Metafísica Gamma se ve a los axiomas como condición trascendental de la racionalidad y del lenguaje que se establece por un camino dialéctico (pp. 228-229); (3) el que una noción sea pròs hén no basta para fundar la unidad de la ciencia (p. 221, nota 14); y (4) las ciencias particulares reposan sobre la doctrina de las categorías (p. 217). La falsedad del segundo supuesto es fácil de constatar sobre la base de lo dicho en el texto. La del tercero, salta a los ojos al leer Metafísica Gamma 2, 1003a33-b16. La del cuarto puede mostrarse con una sencilla distinción: es cierto, y obvio, que la distinción real de géneros es un presupuesto de la distinción por géneros sujetos de las ciencias particulares; pero no lo es que la doctrina de las categorías, una rigurosa clasificación de los géneros reales que señala los diez géneros supremos, sea un presupuesto de la distinción entre las ciencias. Las Matemáticas tenían un género-sujeto distinto al de la física mucho antes de que Aristóteles escribiera su Organon. Para captar la falsedad del primero de los supuestos es preciso analizar algunos textos de los Analíticos posteriores: I, 9, 76a16-23; y 11, 77a27 y ss. En el primero se habla de una ciencia de los principios (no de una disciplina dialéctica); en el segundo, se distingue la dialéctica de la ciencia que se refiere a los principios comunes.

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negarlos), supuesto que hayamos alcanzado el grado suficiente de maduración para captar las nociones universales que entran en ellos41.

3. La división y jerarquía de las ciencias

El origen de los axiomas comunes del conocimiento, los que estudia la ciencia primera, está en la experiencia sensible, como vimos. ¿Y los de las otras ciencias? ¿Acaso proceden de alguna ciencia superior? En parte sí y en parte no. Aristóteles sostiene claramente que la demostración no procede de un género-sujeto a otro, razón por la cual, en principio, no pueden tomarse axiomas de una ciencia y aplicarse a otra, directa ni indirectamente42. Así, por ejemplo, no podría tomarse un principio jurídico para hacer una demostración matemática; ni un principio de perspectiva para hacer una demostración musical. Pero también muestra muy bien que los axiomas comunes, que se usan en todas las ciencias, se reciben de la filosofía primera43. Y, de modo semejante, la música toma muchos de sus principios de la aritmética, o la perspectiva de la geometría44. Hay ciencias que tienen como género-sujeto

41 Cfr., también, sobre todo lo dicho en este párrafo, Analíticos posteriores I, 2, 72a15- 19; y 10, 76b22-34, donde se muestra explícitamente que los principios comunes no son ni postulados ni hipótesis.

42 Cfr. Analíticos posteriores I, 7.43 Cfr. Analíticos posteriores I, 9, 76a16-22. Esto no quiere decir, desde luego, que los

científicos particulares no conozcan los primeros principios en su comunidad, sino que no los conocen en cuanto científicos particulares, sino en cuanto hombres o en cuanto filósofos. Por otra parte, debe aclararse que cada ciencia hace uso de los principios comunes en cuanto su propio género-sujeto se encuentra incluido en la noción de “ente” o en las demás nociones comunes que entran en dichos principios: no hay, así, salto de un género a otro, sino que cada ciencia hace uso de los principios propios de su género sujeto: la cantidad matemática, por ejemplo, es percibida primero como ente, aunque sea un ente particular. A esto es a lo que alude Aristóteles cuando dice que los principios comunes se aplican “por analogía” en las diversas ciencias demostrativas (cfr. Analíticos posteriores I, 10; Comentario, lección 18, nn. 154-156; además, lección 20, n. 169). También alude, seguramente, a que en las ciencias particulares se supone el “qué es” de su género-sujeto y, por tanto, el quia est, razón por la cual en ellas se hace uso de los principios comunes sin hacer alusión explícita a la sustancia, que es el sujeto necesario de todos los géneros accidentales (Cfr. Metafísica Épsilon 1; Dseta 5; Analíticos posteriores I, lecciones 18 (n. 152), 19, 25, 41 y 44; y II, lección 8).

44 43 Cfr. Analíticos posteriores I, 7; y 9, 76a22-25.

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nociones formales que incluyen a las que otras ciencias tienen, a su vez, como género-sujeto. Sin embargo, no pueden sacarse todas las conclusiones de la ciencia inferior a partir de los principios de la ciencia superior. Así lo dice explícitamente Aristóteles en el Capítulo 32 de sus Analíticos posteriores I, y lo aclara Santo Tomás en su comentario45. Junto a los principios comunes o tomados de la ciencia superior, es preciso coasumir en la ciencia inferior los principios propios de su género-sujeto, (a) porque el ente no es género, es decir, no es una noción unívoca que se divida en las diez especies que serían las categorías, sino que en su seno se incluyen las cosas más dispares a causa de que es una noción pròs hén; y (b) porque no puede conocerse una noción más particular a partir de la noción más general en que está incluida si no se tiene experiencia de aquélla. Es necesaria, por ello, la experiencia del género- sujeto a la ciencia inferior. No se puede saber, por ejemplo, qué es el número a partir de saber qué sea el ente, aunque el número sea un tipo de ente; o no se puede saber qué es la armonía a partir del conocimiento de las proposiciones aritméticas. Del mismo modo, si es cierto que se debe aplicar el principio de no-contradicción a la geometría, también lo es que en ésta recibe un contenido particular: “puesto que es falsa la proposición <el punto es línea>, tiene que ser verdadera <el punto no es línea>”46. Debe coasumirse, con el principio primero, algo propio de las magnitudes: las nociones de punto y línea.

Hay, además, que distinguir entre los principios ex quibus demonstratur y los principios circa quae sunt scientiae. Los primeros son los axiomas comunes a todas las ciencias y los segundos son los principios propios de cada una de ellas. Entre éstos están las pasiones (o predicaciones) que necesaria e inmediatamente se siguen del género sujeto o de lo que éste contiene, sin las que no se demuestra nada en las diversas ciencias47. Que el punto no tiene dimensiones es una definición de la que parte la geometría,

45 44 Cit., lección 43.47 Cfr. Euclides. Elementos, I. El punto no es la cantidad continua, pero –obviamente–

está contenido en ella.48 Uso la versión castellana de Luis Vega, publicada en Gredos. Madrid, 1991.49 Cfr. ibídem, capítulo 7, 75a37 y ss.46 Comentario de Santo Tomás, loc. cit., n. 387.47 Cfr. Analíticos posteriores I, capítulo 32; comentario de Santo Tomás, lección 43, n.394.

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pero que ella considera48: se trata, por tanto, de un principio circa quod est geometria. En cambio, el principio de no-contradicción no es considerado en la geometría, pero sí usado: sin él, se derrumbarían las definiciones y no sería posible construir ni siquiera la primera de las proposiciones de los Elementos (construir un triángulo equilátero sobre una recta finita dada). Allí se dice, entre otras afirmaciones, que “las cosas iguales a una misma cosa son también iguales entre sí” (primera noción), lo cual supone que lo que es igual no puede ser no-igual49. La no-contradicción, por tanto, es un principio ex quo demonstrantur conclusiones geometricae. Así, pues, existe un aparente conflicto entre la afirmación aristotélica según la cual la demostración no procede de un género a otro50 y aquéllas según las cuales hay ciencias superiores y ciencias inferiores que reciben de las primeras algunos de sus principios, como la música los recibe de la aritmética o la óptica de la geometría51. Pero la salida de la aporía no puede estar en negar uno de los dos extremos de la tensión, sino en profundizar en las raíces de ambos extremos para mostrar su compatibilidad. No puede sostenerse que la jerarquización de las ciencias implicaría en Aristóteles una sistematización total52, como pretende Aubenque:

“Que los mismos principios de una ciencia sean los de otra (lo cual ocurriría si los principios de todos los silogismos científicos fueran los mismos) es imposible y ridículo. Porque, según esto, se seguiría que todo lo que hay en las ciencias sería lo mismo, y así todas las ciencias serían una sola. Si de varias cosas puede decirse que son lo mismo respecto de las mismas otras cosas, podrá decirse que son lo mismo entre sí. Pero los principios de cada ciencia son de algún modo lo mismo que las conclusiones y por ello se dijo arriba que no puede procederse en la demostración

48 Cfr. Euclides. Elementos, I. El punto no es la cantidad continua, pero –obviamente– está contenido en ella.

49 Uso la versión castellana de Luis Vega, publicada en Gredos. Madrid, 1991.50 Cfr. ibídem, capítulo 7, 75a37 y ss.51 Cfr. ibídem, 75b7-16.52 Él lo niega explícitamente: cfr. ibídem, 32, 88b14-16.

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de un género a otro. Si, entonces, los principios son los mismos, se seguiría que todo lo que hay en las ciencias sería lo mismo”53.

Suprimir la jerarquía de las ciencias a causa de este resultado sería no resolver la aporía, sino eludirla y pasar por alto la evidencia más gruesa, no sólo textual, sino la que atañe a la realidad a la que se refieren los textos: es obvio que la música, por ejemplo, toma principios de la aritmética y que, sin embargo, no es reductible a ella; como es obvio que la física (también la antigua: piénsese en la astronomía) toma principios de las matemáticas y, sin embargo, es una ciencia distinta. El camino de respuesta que pueda explicar cada uno de los dos extremos en tensión, por ello, será más plausible que el que no lo haga. Y uno de esos caminos es el que se señaló arriba: los principios “a partir de los cuales” procede la ciencia pueden ser comunes a varias, pero no los principios “acerca de los cuales” versa la ciencia.

Un problema, también planteado por Aubenque, que podría abordarse ahora, incidentalmente, es el que sigue: si las categorías son diez géneros máximos, ¿cómo habría un solo principio de no-contradicción? Sencillamente porque todas las demás categorías se dicen en relación con la de sustancia, que es la única que responde a la pregunta por la esencia del hypoqueímenon concreto54. El sujeto del que hablamos es el ente y “lo que es él” es, primariamente, la sustancia; los accidentes son sólo modos de ser de dicho sujeto.

Y el ente per accidens es verdadero si realmente el sujeto y el predicado proposicionales se dan en el mismo sujeto metafísico. De la misma manera, un número no puede ser no-número porque el sujeto del número55 no puede ser y no ser, al mismo tiempo, de un modo. Basta con que una noción sea pròs hén para que funde la unidad de una ciencia56 y de los principios que se forman con dicha noción.

53 Cfr. comentario de Santo Tomás, lección 43, n. 390.

54 Cfr. Metafísica Gamma 4, 1006a28-1007b18.55 Cfr. Metafísica Dseta 5.56 Cfr. Metafísica Gamma 2, 1003a3.2 y ss.

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4. Conclusión

Nada se opone, por tanto, a sostener que en Aristóteles hay una ciencia universal del ser —y no sólo una disciplina dialéctica universal— que no absorbe a las demás ciencias, porque no suprime la necesidad de poseer experiencia de los géneros sujetos particulares, formular los principios respectivos e investigar las causas propias (o demostrar los efectos a partir de

las causas propias). Todas las aporías, planteadas básicamente por Aubenque, pueden resolverse, como queda expuesto. Sin embargo, puede descubrirse un fondo de verdad en las opiniones de Aubenque. En efecto, aunque la filosofía primera sea una ciencia universal

del ser, es una ciencia peculiarísima, que trasciende a la noción de ciencia particular: el modo de posesión de los principios o axiomas comunes por la filosofía primera –para la cual son principios “acerca de los cuales versa la ciencia”– no depende de una ciencia superior, sino, directamente, de la experiencia y del hábito del intelecto; y las causas nunca se identifican en la sabiduría con los principios de la ciencia, pues siempre se conocen aquéllas a partir de sus efectos sensibles. Con todo lo cual queda establecido que la filosofía primera de Aristóteles es distinta de la dialéctica y una ciencia universal del ser, de los axiomas comunes y de lo divino, sin que absorba en sí a todas las ciencias particulares.

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LAS SIETE PARTIDAS DE ALFONSO X “EL SABIO” COMO INSTRUMENTO

LEGITIMADOR (1)

Marco Ortiz Palanques1*

ResumenSe plantea un estudio tipológico y de caso en el cual se busca la

correspondencia entre los aspectos de “explicación”, “organización del conocimiento”, “formación del universo simbólico” y “mecanismos de terapia y aniquilación”, elementos del esquema de legitimación de Berger y Luckmann (La construcción social de la realidad. 1976), con la explicación que hace Alfonso X “El Sabio” acerca de cuáles son las características del rey, contenida en Las Siete Partidas. Se estudia específicamente la “Segunda Partida”, Títulos I al XVIII, donde está contenida la doctrina acerca del poder real. La metodología señala que se aceptará al texto alfonsino como legitimador en caso de cumplir con el paso de poseer una “explicación” y con el de no carecer de mecanismos de terapia y aniquilación. La demostración se logró completamente en cuanto al primer aspecto; pero sólo parcialmente en cuanto al segundo.

Palabras Clave: Alfonso X, legitimación, Las Siete Partidas, universo simbólico.

1 * Politólogo, Magister en Filosofía y Doctor en Filosofía. Profesor Titular de la Escuela de Ciencias Políticas, Universidad de Los Andes. Entre

otros, ha publicado: “Leviathán y Behemot: El mito y la redefinición hobbesiana” (Revista “Presente y Pasado” Nº 4, ULA.); “ Es ‘estasiología’ un término

adecuado para nombrar la ciencia que estudia los partidos políticos?” (Politeia, UCV); Terminología platónica en la diferenciación entre “disputa” y

“discusión” (Revista Dikaiosyne Nº 5. ULA); Los diferentes argumentos usados en Platón contra los sofistas (Dikaiosyne Nº 6); El problema de la verdad

en el Protágoras histórico y el establecimiento de la techn retórica (Dikaiosyvne Nº 7). Actualmente estudia los efectos de los sistemas electorales venezolanos

sobre la proporcionalidad y dirige un proyecto de investigación sobre el cambio generacional en las presidencias venezolanas.

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LAS SIETE PARTIDAS OF ALPHONSE X “THE WISE” AS A LEGITIMATING INSTRUMENT

AbstractThis is a typological and case study that attempts to find equivalents

for “explanation”, “organization of knowledge”, “formation of the symbolic universe” and “therapy and destruction mechanisms”, all of which are elements of the legitimation model of Berger and Luckmann (The Social Construction of Reality, 1966), in the description given by Alphonse the Wise of the qualities of a king in Las Siete Partidas. Particular attention is paid to the “Segunda Partida”, Titles I to XVIII, which contain the doctrine of royal power. According to the methodology used, Alphonse’s text will be legitimating if it gives an “explanation” and has mechanisms of therapy and destruction. The first condition is amply fulfilled, but the second, only partially.

Key words: Alphonse X, legitimation, Las Siete Partidas, symbolic universe.

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Las Siete partidas de Alfonso X “El Sabio” como instrumento legitimador

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Introducción

La fuerza de todos nuestros actos es la íntima convicción final de estar haciendo lo “correcto”. Es cierto que el tenerla no garantiza que dejemos de ser juguetes del destino; pero su carencia es señal indudable de serlo. El tener algo en qué creer es lo que moviliza los pueblos y da sentido a su existencia como tales, confiriéndoles una unidad que nada tiene que ver con fronteras, luchas de clases o poder perceptible. Así, la creación de ese algo en qué creer cobra fundamental importancia a la hora de aglutinar a los hombres, dando a la política, y su estudio, ese toque que la convierte en distinta a la mera física del poder. Por supuesto, el fracaso es inherente a lo humano, y no se puede obligar a alguien a creer, al menos de manera inmediata, lo que no quiere o no puede concebir.

Las Siete Partidas no son ajenas a todo lo anterior. Escritas en un momento histórico desfavorable, su propuesta acerca de lo que debe ser un rey fue rechazada, y su autor, Alfonso X El Sabio no pudo imponerlas por la fuerza. Esta propuesta se encuentra concentrada en la Partida II, títulos I al XVIII, texto al cual dedicamos este estudio, intentando, en lo posible, mostrarla como una estructura de legitimidad, en una sociedad convulsionada. Creemos que este “mostrar” la correspondencia entre una teoría y la realidad en un estudio de caso, sin pasar a una sistematización causal estricta, abre de alguna manera el camino para una comprensión más real no sólo de una época, sino de nosotros mismos en la medida en que pertenecemos al ámbito cultural donde fue concebido el texto estudiado.

Las Siete Partidas con el devenir del tiempo se convirtieron en la última de las fuentes de derecho supletorio del reino de Castilla y de los reinos de las Indias. Su vigencia, pues, cubre, en lo que a América respecta, la totalidad del período colonial, que en términos cuantitativos es mayor que nuestra historia republicana, y cubre el período formativo de los actuales países hispanoamericanos. Es decir, el estudio de las instituciones españolas no puede obviarse a la hora de tratar de especificar lo propio de lo latinoamericano (sin dejar de lado otras influencias) e intentar razonar acerca del sentido del quehacer de estos países.

En términos generales, se intentó mostrar que la Partida II es un instrumento de legitimación, que fue usado como tal y que fue rechazado,

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al no acoplarse con las ideas existentes en ese momento sobre la sociedad y no tener el rey el poder físico para imponerlas. En la primera parte de este estudio se hizo una exposición del concepto de “legitimación” de Berger y Luckmann. Se eligió éste ya que, al poner el acento en la objetivación de la legitimidad en lenguaje e instituciones, se adapta mejor al estudio de un texto legal que conceptos que ponen el acento en el sentimiento, lo que hubiera llevado el estudio hacia otros rumbos.

La verificación de la correspondencia del concepto con los datos es el objetivo de la segunda parte. En él se verá si efectivamente Las Siete Partidas son una estructura de legitimación en los términos de Berger y Luckmann. Para ello veremos sucesivamente a la Segunda Partida como explicación del poder real, justificación de ese poder por medio de la justicia, organización de expertos que le da origen y creación de instituciones de terapia y aniquilación para el mantenimiento de la idea de rey que se deseaba crear.

A. Legitimación y luchas sociales

1. La legitimación según Berger y Luckmann

El término legitimación tiene diversas acepciones; todas, sin embargo, se refieren a una especie de acuerdo en cuanto a las reglas existentes en una sociedad, asignándoles un sentido de necesidad que logre mantenerlas en el tiempo y, junto con ellas claro está, las conductas que prescriben (2). Esta necesidad de explicar y “dar sentido” debe, por lo tanto, adquirir un carácter objetivo, el cual se logra mediante el uso del lenguaje. Legitimación no tiene aquí el carácter solamente de un sentimiento de algún tipo, sino que incorpora la idea de que existe un lugar donde se asienta un conocimiento objetivado, al que se puede recurrir en cada ocasión necesaria y por el cual puede saberse, no únicamente qué conducta hay que adoptar, sino también las razones que hay para ello.

La mejor manera de describir la legitimación como proceso es decir que constituye una objetivación de significado de “segundo orden” (Berger y Luckmann: 120).

La definición de Berger y Luckmann incorpora los elementos de conductas, reglas, asignación de sentido, convirtiéndolo en un concepto bastante amplio,

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que los lleva a desarrollar un marco igualmente extenso, del cual solamente nos ocuparemos en algunos aspectos. Estos autores concentran el poder heurístico del término en el hecho de que el conocimiento mismo es un proceso social, dependiente de los factores de poder existentes en cada comunidad; por lo que allí, en la forma en que surge el conocimiento, es donde se encuentra el origen de la legitimidad. Esta es la laxitud del concepto a que hacemos referencia y su rasgo distintivo frente a una comprensión de la legitimación como justificación. Su elemento base es la pregunta por el mantenimiento de las instituciones, i.e. aquellas pautas de conducta que, surgiendo por la necesidad o la elección humana del momento frente a ciertos acontecimientos, logra luego mantenerse repetidamente. Para estos autores, toda conducta, para mantenerse en el tiempo y con el paso de las generaciones, no depende únicamente de la repetición imitativa o del uso de la fuerza, sino que debe ser provista de algún significado que la haga necesaria para quien la ejecuta, realizándola así y no de otra manera. Este significado puede ir desde el pre teórico «así se hacen las cosas», donde quizá prele el principio de autoridad, hasta la más elaborada teoría, en todo caso, ambas formas de conocimiento justifican una conducta determinada al asignarle un significado (3).

El “conocimiento”, y su expresión en lenguaje, llega así a ser fundamental en la legitimación tal como la entienden estos autores. Es la posibilidad de explicar, como factor último, lo que mantiene a las sociedades, en substitución del mero poder físico, al ser lo que permite a los hombres alcanzar una satisfacción ante la duda sobre por qué los órdenes sociales son como son. Esta relevancia otorgada al lenguaje, en cuanto que da razones (propio de lo humano), permite crear unidades de significado para el mundo, tanto social o natural, que lo rodea, en el origen del cual se encuentra la legitimación. Se vive, así, en un mundo creado por el mismo hombre, donde los ladrillos, las columnas, los techos, fundamentos y ventanas son las palabras. Es lo relativo al conocimiento, en cuanto que producto humano, lo que permite, entonces, la existencia de la legitimación, en cuanto que hay un interés para que una determinada forma de conocimiento, sostén de ciertas formas de conductas, se mantenga.

El significado “provisto” para que las conductas se mantengan es la explicación. Por ella entendemos, de manera amplia, el asignar causas a los

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sucesos del mundo. Este concepto debe ser, por un lado, relacionado con la manera en que se justifica un orden y, del otro, separado analíticamente de esa misma justificación; de tal manera que quede clara la existencia de un salto lógico entre uno y otro proceso (explicación-justificación) y, al mismo tiempo, en qué medida la explicación sí justifica. La pregunta que aflora en este momento es por la universalidad de la explicación como instrumento justificador de un orden o, más específicamente ¿es inherente a toda explicación el justificar algo? Evidentemente, lo que necesita justificarse y legitimarse es un orden social institucionalizado, pudiendo, para ello, constituir el orden social como semejante al orden natural, ya sea por analogía o simplemente buscando formulaciones totalizadoras que engloben tanto la actividad humana como la natural, lo que nos puede hacer pensar en una continuidad desde las explicaciones de la naturaleza hasta las de la sociedad. En todo caso, desde nuestra perspectiva moderna, donde la naturaleza obedece a una necesidad expresada en leyes, es lícito distinguir un orden legítimo como aquel que intenta asignar a la sociedad un comportamiento semejante. Así, lo que subyace a todo orden institucionalizado es la convicción última de que las cosas son así porque se corresponde con el orden natural que sean así, siendo en este sentido que se entiende a un orden como «mejor» o «peor».

Este estar más acorde con el orden de las cosas puede estar orgánicamente vinculado con el orden natural o surgir de una teoría que sólo explique el orden humano. Acudiendo al argumento que sea, ha de existir una explicitación del orden humano, ya sea como semejante al orden natural o surgiendo de manera independiente a él, pero buscando fundamentar la conducta humana acudiendo a expedientes semejantes; es decir, capaces de dar sentido a la conducta humana. En el primer caso, el evolucionismo, teoría natural, se usaba para poder explicar las diferencias que existían entre los pueblos y aun dentro de las sociedades; mientras que en el segundo caso, la teoría del derecho natural, netamente humanista en su origen, es usada para justificar los órdenes liberales dentro de una sociedad.

Es así, que el uso legitimador de una explicación es potencialmente aplicable a toda teoría, aunque no pertenezca inherentemente a ellas. Ese uso le es asignado por un grupo detentador del poder que ve en ellas ciertas correspondencias con el orden que se desea institucionalizar. Este uso explícito

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se constituye así en el verdadero diferenciador entre una posibilidad en que toda teoría puede usarse para legitimar algún orden y la realidad en que sí hay teorías específicas que justifican órdenes específicos.

La necesidad de usar una explicitación teórica es de orden diferente a la de formular imperativos prácticos. Sin embargo, en la visión de Berger y Luckmann ambas están inextricablemente unidas. Esto es así porque el hombre, al interrogarse por el sentido y necesidad de las reglas existentes en una sociedad, debe recibir una respuesta del mismo tipo, es decir, que le dé «conocimiento » sobre el tema, para luego pasar al «en consecuencia de... debo actuar de esta manera». Es así que la explicación de las relaciones sociales, como la explicación en general, tiene diversas consecuencias posibles, una de las cuales es la caracterización de un orden social como «producto de...»; i.e. una explicación causa efecto; pero de modo tal que el orden resultante surge como «el necesario» para mí, debiendo en consecuencia velar por su mantenimiento. Este papel de las explicaciones es el de legitimación, tal como lo conciben Berger y Luckmann (120).

La función de legitimación consiste en lograr que las objetivaciones de “primer orden” ya institucionalizadas lleguen a ser objetivamente disponibles y subjetivamente plausibles (120).

La explicación y la justificación son los objetivos a que apunta la legitimación, lo cual hace mediante la creación, cuando está en su más alto nivel, de universos simbólicos. Estos son explicaciones teóricas integradoras de lo que sucede en la sociedad. La legitimación, tanto si toma esta forma como alguna de las otras posibles (exhortativa, explicativa, teórica no integrada) (123-129), tiende a explicar y justificar la forma de institucionalización en dos maneras. La horizontal, que da razón de la totalidad del orden institucional en que se mueve un individuo en particular, y la vertical, que da cuenta de su propia biografía a través del paso por diversos órdenes (121).

Es función de toda explicación el intentar decir por qué las cosas son de una determinada manera y no de otra, y es función de toda justificación el decir que es necesario que las cosas deban ser de una determinada manera y no de otra. La posibilidad de confusión entre ambas es evidente y el paso de una a otra sutil. La diferencia se centra entonces en que una explicación en particular es tomada como fuente para decir que lo por ella «encontrado» como ley natural

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debe mantenerse así en un grupo social determinado, porque ese «es» el orden y se expresa entonces en ley jurídica o en algún otro tipo de norma.

En el plano concreto, esta distinción es problemática. Si bien una primera distinción puede lograrse en el momento en que se separan las proposiciones explicativas de las normativas, hay que tomar en cuenta que los conceptos con que se formulan las primeras ya incluyen determinaciones del universo que «limitan» el campo de conocimiento y sólo permiten formular explicaciones a partir de ellas. El llamado «darwinismo social» explicaba, pero también justificaba, al hacer posible el mantenimiento de una sociedad dando satisfacción cognoscitiva a quien pudiera preguntarse por la razón de ese orden, sin necesidad de recurrir a explicaciones alternas. Más específicamente y dentro de nuestro campo de estudio, al definir Alfonso al rey como «vicario de Dios en lo temporal» y negar esta condición a, digamos, los nobles, decanta una serie de consecuencias que tenderán a favorecer la forma en que él pensaba que debía institucionalizarse España; quedando, quien no lo aceptase así, como un ser aparte que se oponía ya no como alteridad posible, sino como «inconcebible » desde el razonar mismo.

La conducta que el individuo quiere tomar no es ya un problema de aceptación o rechazo, sino que, en su más alto nivel, se convierte en un problema que ha de ser resuelto para su propio beneficio. De forma tal que el no aceptar una institucionalización, se debe a ciertos problemas en las personas, órdenes sociales o sociedades enteras «afectadas», a las cuales es entonces necesario aplicar ciertos tratamientos que propone la explicación.

El realizar estas «beneficiosas» operaciones de conocimiento del mundo real, ya sea para los de dentro de un orden social como para los de fuera, requiere de un aparato que explique no sólo el por qué se dan esos casos, sino también cómo combatirlos. Esto lo proporcionan los mecanismos de terapia y aniquilación.

[La legitimación] tiene que desarrollar un mecanismo conceptual que dé cuenta de tales desviaciones y mantenga las realidades cuestionadas. Esto requiere un cuerpo de conocimiento que incluya una teoría de la desviación, un aparato para diagnósticos y un sistema conceptual para la «cura de almas» (243).

El «loco», el «delincuente», el «subversivo», el «hereje», el «outsider», el «maSlo» y, en general, el otro-distinto-a-nosotros son categorías creadas

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para señalar y clasificar a aquellos que de una u otra manera no han aceptado una determinada explicación del mundo, o simplemente poseen otra. Todo esto debe estar previsto por la explicación y, como consecuencia de ello, debe sentar las pautas para la creación de instituciones de terapia y aniquilación de estos casos. Claro está, éstas van desde el regaño hasta la cámara de gases, en un continuo de un sin número de instituciones como manicomios y cárceles. En todo caso es esencial a la legitimación el disponer de tales mecanismos en algún grado y a la explicación el sentar la pauta de su actuar.

Esencial, también, a la legitimación, según la visión de Berger y Luckmann es su objetivación, su separación del hombre y su manifestación en palabra de algún tipo, que debe ser mantenida de forma inalterada con el paso de las generaciones. Se necesita entonces una institución que se dedique a esa actividad, manteniendo los conocimientos alcanzados por esa sociedad y que garanticen la continuidad de las conductas presentes.

Desde esta perspectiva, la legitimación señala una separación del hombre, como ser social, de sus actividades pretendidamente individuales, ya que éstas han de quedar englobadas dentro de alguno de los significados posibles que acepta el universo simbólico (4) en el cual se mueve; quedando, de otra manera, fuera de él y siendo candidato a los mecanismos ya mencionados.

2. Luchas sociales y legitimación

Forma parte de nuestras hipótesis de trabajo el intentar dejar claro que existe un nexo entre Las Siete Partidas como instrumento legitimador y la forma estructural que había alcanzado la sociedad española para ese momento. De entre todas las tensiones (moros y cristianos, judíos y cristianos, nobles y rey, judíos y nobles, pueblo llano y nobles, pueblo llano y judíos y moros, etc.) sólo tomaremos lo relevante a la del rey y los nobles, por ser la que articulará los demás conflictos, junto con la de cristianos y moros, en los dos siglos subsiguientes. Un conflicto de intereses en toda sociedad es inevitable, así como la existencia de legitimaciones emergentes. La forma que ello pueda adquirir va desde la duda individual y su pregunta del «por qué las cosas son así pudiendo ser de otra manera» hasta las guerras mundiales. El hecho de ser construcciones humanas, productos de una elección en un momento y bajo unas condiciones dadas hace posible este preguntar.

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Dadas las tensiones inevitables de los procesos de institucionalización y por el hecho mismo de que todos los fenómenos sociales son construcciones producidas históricamente a través de la actividad humana, no existe una sociedad que se dé totalmente por establecida, ni tampoco a fortiori, un universo simbólico de esa clase. Todo universo simbólico es incipientemente problemático. La cuestión reside en saber en qué grado se ha vuelto problemático (136).

En este estudio nos centraremos únicamente en lo concerniente al conflicto dentro de una sociedad, con bajo nivel de acuerdo en cuanto al universo simbólico general.

Como se ha visto, toda conducta institucionalizada tiende a mantenerse, creando para ello su aparato legitimador en algún nivel. De otro lado, en toda sociedad hay intereses encontrados, i.e. formas institucionalizadas que se contradicen unas con otras, llamadas «conflictos de intereses». Al chocar éstos, se hace más imperiosa la necesidad de legitimar, como uno de los recursos para resolver a su favor el conflicto, o de poner en funcionamiento los mecanismos de terapia y aniquilación de la teoría legitimadora.

La existencia de varios universos simbólicos surge de la diferenciación estructural que se genera en una sociedad, haciéndose más relevante en la medida en que los grupos entran en conflicto y disponen de más o menos poder. Esto hace que la forma de legitimación dominante se corresponda a la del grupo «victorioso» en un momento dado.

Una de las teorías se «demuestra» como programáticamente superior en virtud, no de sus cualidades intrínsecas, sino de su aplicabilidad a los intereses sociales del grupo que se ha constituido en su portador (154).

Por supuesto, una «escalada» en las formas de legitimación siempre es posible fuera de las luchas sociales. No hay un vínculo biunívoco entre ambos conceptos, debiendo demostrarse para cada caso en particular. Pero, de otro lado, cuando los mecanismos de terapia y aniquilación trascienden los parámetros de lo individual para ejercerse colectivamente, sobre grupos portadores de otros universos simbólicos, allí sí hay un vínculo posible en nuestro caso entre las luchas sociales y la creación de instrumentos legitimadores. Decimos «posible en nuestro caso», porque Las Siete Partidas

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crea como parte esencial de su obra un tratamiento hacia los nobles que difiere del anterior.

B. Los instrumentos legitimadores

1. Diversos tipos de explicación

El esquema conceptual de Berger y Luckmann divide las argumentaciones de legitimación en cuatro tipos de acuerdo a su mayor o menor articulación teórica. Aquí señalaremos las tres de menor nivel únicamente a manera expositiva, ahondando en la de mayor nivel por ser la que corresponde al texto a estudiar. En primer lugar, se encuentran las meramente exhortativas que se expresan únicamente por medio de órdenes y cuya sola razón es que las cosas se hacen de una determinada manera «porque se hacen así». Esta «objetivación de significado de segundo orden», contiene únicamente lo más esencial para ser considerada tal, es decir, que sea verbal. Por ello es clasificada como pre teórica y «conocimiento auto-evidente». Su importancia radica en que su uso indica una gran coherencia social (ya que el que recibe la respuesta no necesita más razones), a partir de la cual surgirán los cuestionamientos que hagan necesaria una aplicación legitimadora de más elaborado orden y a la que, una vez realizada ésta, aspira a llegar toda legitimación.

Es preteórico, pero constituye el fundamento de conocimiento auto-evidente sobre el que deben descansar todas las teorías subsiguientes y, recíprocamente, el que deben alcanzar si han de llegar a incorporarse a la tradición (123).

El segundo nivel (explicativo) es el que da razones a comportamientos particulares, por ello mismo no se encuentra integrado en un cuerpo de conocimientos. Se expresa en proverbios, máximas morales, leyendas, cuentos populares (123).

El tercer nivel supone una integración total, en forma orgánica, de aquello que se quiere legitimar. Por su separación de la realidad y su organicidad, aunque no por la forma de sus contenidos, Berger y Luckmann clasifican a este nivel de «teórico». Su consecuencia principal es el grado de autonomía que esta explicación alcanza, equivalente a las instituciones mismas que intenta legitimar, lo cual permite crear «sus propios procesos institucionales»

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(124). De otro lado, y dado su creciente nivel de complejidad, ya requiere de un personal especializado que se encargue de mantenerla (123).

El último nivel, al cual pensamos que pertenece el texto de las Partidas de Alfonso X es el de los llamados universos simbólicos, que se caracterizan por poseer explicaciones globales, integradoras de todos «los significados objetivados socialmente y subjetivamente reales» (124). Si este poder unificador lo califica de «universal», lo «simbólico» le viene dado por su alejamiento de la «realidad cotidiana» y su capacidad explicativa de lo cotidiano a partir de un mundo de referentes de mayor nivel de abstracción. En última instancia se crea un mundo aparte que engloba las diversas instancias del mundo real, confiriendo sentido a todas las acciones de los que viven bajo ese universo simbólico, evitando en lo posible, las contradicciones que se presenten en el desempeño de los diversos roles institucionalizados. Este «conferir sentido» a los actos humanos puede llevarse a cabo en lo individual y en lo social, en lo que estos autores llaman «funciones del universo simbólico»:

Funciones del universo simbólico:

a) Nómicas individuales:1. Separa lo real-cotidiano-luminoso de lo sombrío (128).2. Jerarquiza el desempeño de los diversos roles (128).3. Ordena la biografía individual al dar sentimientos de pertenencia (129).4. El ser del individuo se encuadra en un universo simbólico (130).b) Nómico sociales.1. Asigna niveles jerárquicos al ser (132).2. Ordena el pasado, el presente y el futuro (133).3. Integra todos los procesos institucionalmente aislados (133).4. Evita el caos en situaciones de precariedad (134).

Usaremos el término aplicándolo también a la construcción de universos simbólicos y con el mismo sentido ya asignado a la explicación; es decir, como el conjunto de premisas y consecuencias tendientes a dar razón de los sucesos del mundo. Esto es más amplio que el universo de legitimación, ya que no incluye la idea de justificación. Esta idea puede existir potencialmente en todas las teorías o sólo en algunas, o ser más susceptible de manifestarse en

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unas que en otras. Lo que ha de quedar claro es que al incluirse la justificación es cuando una teoría cumplirá la función de legitimación.

2. Cómo se hará la demostración

Todo texto legitimador debe reunir ciertas y determinadas condiciones para ser considerado como tal. La amplitud del concepto manejado por Berger y Luckmann hace factible el establecimiento de una identificación positiva (i.e. a partir de lo que el texto contiene). Aquí hemos establecido además una identificación negativa, por la cual si el texto contiene ese elemento, no debe ser considerado como legitimador. La pregunta entonces a responder aquí es ¿Cómo reconocer si un texto es o no una instancia legitimadora? no ya de manera potencial sino realmente.

En primer lugar es necesario tener clara la diferencia entre los dos tipos de explicación. Una primera que se formule como ley natural bajo el enunciado «si A entonces B» o «que B sea C en consecuencia de determinadas premisas» (proposiciones explicativas). De otro lado, se ha de encontrar también presente la explicación bajo la fórmula de «es necesario que exista A y hay que realizar todas las acciones conducentes a su mantenimiento» (proposiciones justificatorias). Como se ve, esta fórmula apela directamente al comportamiento de las personas exigiendo un tipo determinado de conducta. Así, si el primer tipo de explicación es lo común a todo tipo de explicación, el segundo sólo es posible en un contexto legitimador.

Como ya se vio, esta distinción sólo es posible si se concibe el universo cognoscitivo y las conclusiones posibles a extraer de él como también justificatorias, al limitar el campo de lo cognoscible. Así, las proposiciones justificatorias tienen un sustento en ellas como las conductas posibles derivables. El hecho de poseer proposiciones justificatorias de manera positiva sólo reafirma la vocación legitimadora que ha adquirido la teoría al legitimar un centro de poder. Habiendo quedado como esencial el carácter justificativo de la explicación para poder ser considerada como legitimadora, podríamos decir que es tal en caso de que la posea.

Para una mejor verificación es necesario señalar qué elemento, si estuviera presente, invalidaría el hecho de que un conjunto de ideas, tal como el que se acaba de exponer en cuanto a los contenidos de la explicación, pueda

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considerarse un instrumento legitimador. En este sentido, un texto no puede justificar todas las actitudes humanas posibles, sino que debe haber algunas «injustificables». Es decir, dentro de las proposiciones normativas, no puede existir el argumento «toda conducta en todo nivel está justificada». Expresado en grado afirmativo, debe preverse la existencia del «otro». Así todo texto que deba ser calificado de legitimador debe poseer una explicación de por qué se dan los «casos desviados», cual es la terapia necesaria para «curarlos» o si hay que «aniquilarlos» (creación conceptual de instituciones) y, lo que lo hace verdaderamente legitimador, debe darle una valoración positiva a ese «reintegrarse al mundo».

Una vez separados estos dos elementos esenciales, hay otros para cuya existencia el texto legitimador depende de su relación con la estructura de poder de una sociedad. Por supuesto, la existencia misma de la legitimación supone la existencia de un «algo» a legitimar, i.e. de unas conductas que hay que mantener, con unos interesados en que ello sea así. Ya sea a favor o en oposición a lo que podamos considerar el poder en una sociedad, estos interesados tenderán a aglutinarse en algún tipo de estructura y así, de acuerdo al poder de estos interesados y de acuerdo a la cercanía para con ellos de la instancia legitimadora, habrá o no la manifestación en mayor o menor grado, en forma de estructura, de dos instituciones esenciales para el mantenimiento de esas conductas. Ellas son: 1ª estructuras destinadas a mantener las instancias legitimadoras y que favorezcan el encuentro de expertos encargados de ello y 2ª estructuras destinadas al tratamiento o aniquilación , según sea el caso, de los «desviados».

La hipótesis que proponemos en este punto, aunque no pretendemos comprobar, es que a mayor cercanía al centro de poder y a mayor poder de éste habrá una estructura más sólida de legitimación frente a los competidores. Estas dos estructuras «accidentales», que son variables dependientes del nivel de poder y de cercanía de la legitimación, en caso de que existan, serán usadas como indicadores de que hay texto legitimador y de la importancia de éste. De esta exposición queda claro que no hay solamente que demostrar a Las Siete Partidas como instrumento legitimador (identificación conceptual), sino que es necesario, para completar el razonamiento, dejar en claro que sí hay nuevos mecanismos de terapia y aniquilación, y sí hay un vínculo explícito entre las

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luchas sociales en España para ese momento y Las Siete Partidas. De llegar a demostrar únicamente el primer punto, el conceptual, no podría asegurarse que existe algún vínculo entre el texto alfonsino y las luchas sociales en España para la época. Si se llega hasta el segundo (existencia de nuevos mecanismos de terapia y aniquilación), la demostración sería vinculante, aunque por vía indirecta. Sólo la demostración de que hubo un uso explícito de las Partidas en las luchas sociales de la época asegura la veracidad del razonamiento. En este texto sólo llegaremos hasta el segundo punto.

Si bien solamente la explicación justificativa es en realidad lo único necesario para demostrar la existencia de una argumentación legitimadora, debido a la estricta correspondencia del concepto con esta definición se usarán los demás indicadores como refuerzo en la argumentación. En consecuencia, el texto legitimador debe contener lo siguiente para ser considerado como tal:

· Existencia de una explicación.· Existencia de una justificación.· Existencia de una estructura de sabios.· Teoría acerca del otro (terapia y/o aniquilación).Este esquema será el objeto de las siguientes secciones.

C. La explicación

Para llegar a la justificación se hace necesario darle alguna sustentación teórica, es decir, otorgarles un nivel de conocimiento a los valores a institucionalizar. Como se ha visto, es necesidad de la legitimación el asignar razones, pues sólo se justifica argumentando que una institución existe porque «pertenece» a una forma de la realidad que debe mantenerse.

La legitimación no sólo indica al individuo por qué debe realizar una acción y no otra; también le indica por qué las cosas son lo que son [...] el «conocimiento » precede a los «valores» en la legitimación de las instituciones (122).

El orden que Alfonso X intenta justificar, dentro de los posibles horizontes que han surgido en España y que atañe a los objetivos de esta investigación, es aquel basado en la superioridad del poder real y el mantenimiento de la unidad del reino.

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Esta superioridad del poder real es explicada recurriendo al menos a tres modelos teóricos, que no se presentan como completamente separados sino que se imbrican en varios puntos. Siguiendo el mismo orden de exposición presente en las Partidas, la primera teoría señala que el rey es «vicario de Dios»; es decir, el enviado para velar por la salvación de sus súbditos, en lo que toca a lo temporal, mediante el ejercicio de la justicia. La definición comienza así: Vicarios de Dios son los reyes cada vno en su reyno, puestos sobre las gentes, para mantener las en justicia e en verdad quanto en lo temporal (2,1,5) (5).

Al lado de este modelo de «derecho divino», se encuentra el de «contrato social», contenido en la 7ª ley del Título 1º de esta Segunda Partida. En ella se explica que el origen de la institución real se dio cuando los hombres convinieron en que era necesario poner fin a las discrepancias surgidas entre ellos, las cuales tienen su origen en una diferencia esencial de toda la especie con respecto a los demás animales, y es que éstos «traen consigo naturalmente todo lo que han menester», mientras que el hombre no, necesitando del concurso de otros para la satisfacción de sus necesidades. Pero al reunirse los hombres existe la probabilidad (y de hecho siempre se da según Alfonso) de que surjan desavenencias y para resolverlas es necesario algún concepto de justicia, el cual sólo puede ser ejercido por el rey, quien ha de guiar, mandar y ejercer la justicia de Dios.

Antiguamente, primero, fueron los Reyes que los Emperadores, E vna de las razones que mostraron por que conuino que fuesse Rey, es esta, que todas las cosas que son bivas, traen consigo naturalmente todo lo que han menester que non conuiene , que otro gelo acarree de otra parte [...] Mas el ome de todo esto non han nada, para si amenos de ayuda de muchos, que le busquen, e le alleguen aquellas cosas que le conuiene. E este ayuntamiento non puede ser sin justicia, la que non podria ser fecha, si non por mayorales a quien ouiessen los otros de obedecer (2,1,7).

Hay entonces una coincidencia entre esta teoría y la de derecho divino; ya que el papel del rey en ambos casos es el ejercicio de la justicia de Dios.

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E por ende fue menester por derecha fuerza que ouiesse vno que fuesse cabeça dellos, por cuyo seso se acordasen e se guiasen assi como todos los miembros del cuerpo se guian e se mandan por la cabeça. Esta razón ya espiritual segun dicho de los profetas e delos santos porque fueron los reyes, e es esta que la justicia que nuestro señor Dios avia a dar en el mundo, porque lo biviessen los omes en paz y amor, que ouiesse quien la fiziesse por el en las cosas temporales (2,1,7).

Al lado de la visión natural del contrato social y la espiritual del derecho divino se yergue la tercera forma de explicación que, además, viene a surgir como integradora de las otras dos, aunque topológicamente queda en el texto vinculada directamente a la espiritual. Se desarrolla principalmente en la Partida 2, Título 9, Ley 1, sin embargo está fuertemente desarrollada en 2,1,5 (derecho divino) y sólo en cuanto a que el rey representa la «cabeza» del reino en 2,1,7 (teoría natural del contrato social). Esta teoría es la que aquí llamamos «hermética » por su semejanza con los elementos principales de esta doctrina que tanta relación tiene con las culturas árabe y hebrea y de la que el territorio de la Península Ibérica fue un fértil campo para su desarrollo.

Este modo de conocimiento parte de la idea de que existe una correspondencia, no sólo como metáfora, sino real y efectiva entre el hombre (microcosmos) y la totalidad del mundo que lo rodea (macrocosmos), de forma tal que los elementos del uno también son los del otro, relacionándose de manera análoga.

La doctrina hermética parte del principio de que el Universo -el macrocosmos- y el hombre -el microcosmos- se corresponden mutuamente, son un reflejo el uno del otro, y lo que hay en uno, debe hallarse también, de algún modo, en el otro (Burckhardt, 1976, 39).

Para Alfonso la fuente de este conocimiento es El libro de Alexandre, supuesto escrito de Aristóteles a Alejandro el Magno y que circuló con cierta amplitud durante la Edad Media.

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E, por ende, Aristoteles en el libro que fizo a Alexandre de como auia de ordenar su casa e su señorio diole semejança del ome al mundo; e dixo assi como el cielo, e la tierra, e las cosas que en ella son, fazen vn mundo, que es llamado mayor, otrosi, el cuerpo del ome, con todos sus miembros faze otro que es dicho menor. Ca bien assi como el mundo mayor, ha muebda, e entendiemiento, e obra, e acordança e departimento, otrosi, lo ha el ome segund natura; E (sic) deste mundo menor, de que el tomo semejança, al ome, fizo ende otra, que asemejo ende al rey e al reyno, e en cual guisa deve ser cada vno ordenado (2,9,0).

Hay una característica resaltante en lo que a esta particular versión Alfonsina del modelo se refiere: el hombre como referente originario y a partir del cual se ha de comprender tanto al mundo como al reino.

diole semejança del ome al mundo E deste mundo menor, de que tomo semejança, al ome, fizo ende otra, que asemejo ende al rey.

De esto surge que el hombre es tomado como último referente del modelo, en el cual «mundo» y «reino» son como el hombre y no éste como ellos. El modelo tiende a expandirse a partir de esta semejanza original y el reino pasa a ser el cuerpo, el rey su cabeza y todos los demás súbditos distintas partes del cuerpo.

e mostro [Aristóteles] que assi como Dios puso el entendimiento en la cabeza del ome que es sobre todo el cuerpo, el mas noble lugar, e lo fizo como rey; e quiso que todos los sentidos, e los miembros ... le obedesciessen, e le sirviessen, assi como señor, e governassen el cuerpo, e lo amparasen assi como a reino. Otrosi mostro que los officiales e los mayores deven servir al rey, como a señor e amparar, e mantener el reyno como a su cuerpo pues que por ellos se ha de guiar (2,9,0).

La correspondencia del rey, el reino y los súbditos a partes del cuerpo humano será un tema recurrente, aunque nunca sistemáticamente desarrollado, en las Partidas. Según esta correspondencia, el rey viene a ser no solamente

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la cabeza, como se evidencia del texto anterior, sino también el corazón, tal como se encuentra en la sección en que se define al rey mediante el derecho divino (2,1,5); el reino es el cuerpo (2,9,0) y los funcionarios y súbditos los miembros, los sentidos y miembros internos (2,9,0). En definitiva no hay una explicación completa, concentrada en un punto, de cada una de las teorías justificatorias, sino que estas se manifiestan a lo largo de diversos aspectos en el texto.

En cuanto a las relaciones de ésta con las otras dos teorías se pueden señalar: 1º las topológicas, 2º en cuanto a los portadores y 3º las de demostración y sustentación. El primer tipo de relación ya ha quedado demostrado en las citas anteriores.

En cuanto a los portadores, estos pueden ser de dos tipos: los profetas y santos de un lado y los sabios del otro. Los primeros se encargan de proporcionar un conocimiento espiritual, mientras que los segundos proveen uno terrenal, siendo los portadores a su vez, de la teoría del contrato social. Ahora bien, las conclusiones a que ambos llegan, aparte de las definiciones ya dadas, es que, en el caso de los santos, el rey es comparado al corazón y al alma del reino, mientras que en el de los sabios lo es a la cabeza. Esta separación no es tan tajante, puesto que los sabios también han llegado a la conclusión de que el rey es corazón y alma.

Semejança muy con razon, pusieron los sabios, en dos maneras, al Rey sobre su pueblo, La vna a la cabeça del ome, onde nascen los sentidos. La otra al coraçon do es el anima de vida (2,13,26).

La amplitud de la exposición alfonsina nos permite calificarla como de intento de construir un universo simbólico. Aunque como se vio conviven en ella diversas formas de explicación, ello no autoriza a concluir que haya varias teorías parciales no articuladas orgánicamente. En efecto, es característico del pensamiento medieval esta visión integral del hombre donde la fe y la razón llegan a conclusiones semejantes y es en este universo en el que se mueven las partidas. Si bien el derecho es la forma más concreta de control social y, por lo tanto, el mecanismo «operacional» de legitimación, se podría pensar que Las SietePartidas son sólo eso. Sin embargo, las Partidas no se corresponden a lo que actualmente consideramos un texto común de derecho

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que se limita a exponer normas y las sanciones previstas para su violación. Es un texto «fundacional», en el sentido de que, conteniendo leyes tal como las concebimos actualmente, expone también y como tema principal, los fundamentos de una sociedad, por qué se ha organizado así y no de otra manera y qué es lo correcto hacer en cada caso.

Más que el carácter de código, las Partidas tienen todas las características de una amplia y magnífica enciclopedia de Derecho, en la que se trata de toda clase de materias jurídicas y de los fundamentos filosóficos, morales e históricos de cada una de las instituciones expuestas desde un punto de vista más doctrinal que legal (Tous: 180).

De otro lado, como se verá, las Partidas surgen de una institución encargada de crear dichos universos simbólicos, como lo es la Escuela de Toledo.

En conclusión, es lícito considerar las Partidas como expresión de un universo simbólico, no solamente en su nivel «operacional» de derecho, sino ya en el más amplio de verdadero intento de explicación de todas las características institucionales de una sociedad. De otro lado, y en relación con el hecho de existir diversas maneras de explicar la existencia de la institución real, no debe suponerse de inicio que haya teorías en competencia. En realidad habría tres maneras de plantear la cuestión:

1. Alfonso es un ecléctico.2. Se acepta que el mundo pueda ser explicado de maneras diferentes.3. Todas las teorías expuestas están integradas en una que las engloba.Lo primero, en realidad, tiene muy poco que ver con el fondo de la

cuestión aquí debatida y sólo tendría sentido en caso de que las diferentes teorías intentaran satisfacer diversos grupos sociales, lo que no es aquí el caso. En cuanto a los otros puntos, si se acepta que el mundo pueda ser explicado por varias teorías y no por mera casualidad sino por la misma necesidad de la lógica del conocimiento, nos encontraremos ante un modo típico del pensar medieval.

Tanto el conocimiento «natural» como el «espiritual» son aceptados dentro de la sociedad medieval. Los principios racional y cristiano conviven uno al lado del otro y llegan, por necesidad, a conclusiones semejantes. A semejanza

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de Santo Tomás, Alfonso integra estas dos formas de conocimiento. Esta concepción unitaria no se debe a una mera coincidencia entre las conclusiones racionales, de fe y del poder real, sino a un modo unitario de concebir al hombre, a sus necesidades y a lo que lo rodea, concepción que quedó en entredicho en el siglo XVII y, definitivamente derrotada, no fue reemplazada por otra concepción integradora, sino que el principio racional (en su versión de ciencia) simplemente excluyó otras formas posibles de conocimiento.

D. Cómo se hace el conocimiento

Los argumentos acerca de por qué un orden debe ser de una manera y no de otra suponen que previamente se expliquen sus elementos constitutivos. Esto ya lo hemos hecho en lo tocante a la figura del rey. En esta sección se revisarán los argumentos que proclaman un orden como «el necesario» por un deber ser de las cosas en el que la actuación de los hombres debe dirigirse a su mantenimiento. En este sentido, la idea central que entreteje todo el texto alfonsino es la del mantenimiento de la justicia; i.e. la institución real es la más adecuada para su mantenimiento, debiéndose por ello sostener.

Una argumentación justificatoria debe, para ser tal, en un ambiente de legitimación, partir de un «conocimiento» previamente establecido, formulado de tal manera que el significado por él mentado sea aceptado socialmente. Esta correspondencia entre el modo de obtener el conocimiento y la sociedad que lo aceptará es esencial en la función legitimadora, porque de no ser así, sus posibilidades de servir como instrumento legitimador disminuirán.

1. La fuente: santos y sabios

La forma en que una sociedad «conoce», es decir, asigna razones a por qué las cosas suceden de una determinada manera, está, en contra de cualquier pretensión científica, culturalmente establecida, pudiendo en consecuencia juzgar lo mejor de uno u otro modo de conocer no por otra cosa que la aceptación que se haga de sus resultados como válidos. La sociedad medieval, en este respecto, disponía de unos mecanismos de conocimiento diferentes a los de la ciencia actual. Los modos de conocimiento autoritario y lógico - racional son en los que se basa Alfonso, y mucho más en el primero que en el último. El modo autoritario se centra en el hecho de haber determinados

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personajes aceptados como «productores cualificados de conocimiento» (Wallace: 16). Alfonso el Sabio recurrirá constantemente a esta fuente en la forma de «santos» y «sabios».

De estos personajes se ha de aceptar lo que digan como fuente válida de conocimiento, como portadores de lo que se debe hacer en cada caso. Bajo el primer aspecto tenemos las tres teorías ya vistas acerca del poder real, que fueron ejecutadas en concordancia por los sabios (especialmente el Aristóteles del Libro de Alexandre) y los santos, ambos acompañados, además, de los «antiguos» como especie de calificativo usado con especial referencia para los primeros (6).

Existe, de otro lado, un acuerdo de origen entre estos dos cuerpos de doctos, que hace semejantes, o al menos complementarias en cada caso, sus conclusiones. Los sabios demuestran según natura, que parece ser algo así como la evidencia que surge del razonamiento, mientras que los santos recurren a las sagradas escrituras. Ya desde la fundamental explicación inicial del término «Rey», Alfonso recurre a ellos. Así, la existencia de estos «vicarios de Dios», que se ocupan de mantener la justicia y la verdad temporales en su pueblo, es demostrada por ambos.

Esto se muestra complidamente en dos maneras. La primera de ellas es spiritual, segund lo mostraron los profetas, e los santos aquien dio nuestro Señor gracia de saber las cosas ciertamente e de fazer las entender. La otra es segund natura, assi como mostraron los omes sabios que fueron conoscedores de las cosas naturalmente (2,1,5).

El acuerdo para Alfonso no es meramente casual, sino un acto manifiesto entre ambos grupos. Aunque ello sea así, sin embargo, no se explica el modo en que se llega al acuerdo, ni ninguno de los procedimientos, sino que se toma como un hecho cumplido.

Como los santos se acordaron con los sabios antiguos, que el pueblo es tenudo de fazer al Rey,...

Razones naturales mostraron los sabios segund diximos en estas otras leyes, e que dieron semejança a las cosas que el pueblo es tenudo de fazer al Rey. Mas

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agora queremos dezir, en que manera, los santos de la fe, de nuestro Señor Iesu Christo con ellos en esta razón (2,13,12).

Dixeron, los padres santos e los philosofos antiguos, que el temor, es assi como guarda, e portero del amor, ca sin el, non es ninguna cosa complidamente fecha (2,12,8).

Aristóteles es, sin duda, la gran fuente entre los sabios y aun entre todos los productores de conocimiento, destacándolo de entre los genéricos «santos» y «sabios». Su fuente principal es el llamado Libro de Alexandre, atribuido a él durante la Edad Media. Alfonso usa a este sabio no únicamente como fuente de conocimiento, sino también como del deber ser.

2. La forma de conocimiento

Habiendo quedado establecido que la fuente son los sabios y los santos, queda ahora precisar cuál es el método que Alfonso X utiliza para sustentar el “conocimiento” por él producido. Dentro de la clasificación de Wallace (1976:12), quedaría que usa el método autoritario y lógico-racional. El primero está directamente vinculado a su fuente (santos y sabios), mientras que el segundo atañe a los procedimientos mismos con que se hace el conocimiento. Este método, no busca el contraste con los objetos de la llamada realidad, sino que intenta encontrar una racionalidad íntima en el propio pensar. Elaborada de esta manera, la definición es insuficiente, en cuanto que no posee, las reglas específicas de ese pensar (la lógica de la producción de conocimiento), que no son únicamente las de la lógica formal, en tanto poseen un trasfondo social que de alguna manera orienta el sentido que ha de tomar el pensamiento. Alfonso X, en nuestro caso, no podía prescindir, como trasfondo, de la idea de divinidad como razón última, que debía permear todos sus juicios. El modo lógico-racional es servidor del actual pensamiento científico y como tal estamos acostumbrados a tratarlo. Sin embargo, dentro de lo que Titus Burckhardt llama “ciencia tradicional” (1992: 54-56) este modo del pensar tiene como último fin la razón divina, y no es el único camino para llegar a ella. La ciencia tradicional no considera a la razón como forma exclusiva de conocer y concede igual rango a la metáfora (Burckhardt 1992: 54) y a la alegoría (Rodríguez: 64-66) en cuanto que contribuyen a acercarnos a la revelación divina.

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La diferencia entre los dos puntos de vista, el fiqh [pensamiento racional en el modo de conocer tradicional del Islam]. y del racionalismo moderno, ya sea filosófico o simplemente científico, es, en suma, la siguiente: para el primero, la razón no engloba toda la realidad, ni mucho menos, sino que la traduce a su manera y a medida que se abre a la revelación divina; para el segundo -el racionalismo, tanto filosófico como científico- todo ha de poder explicarse por la razón, y tan sólo por ella, aunque no se sepa qué es esa razón, ni por qué posee ese derecho casi absoluto frente a la realidad (Burckhardt 1992: 56).

La metáfora y la alegoría, por su parte, intentan descubrir una verdad que no puede ser encerrada en definiciones racionales (ibíd.: 54). Ambas buscan alcanzar una verdad que se sitúa más allá del pensar racional posible a partir de la concepción únicamente empírica de la sociedad, para alcanzar las verdades acerca del sentido oculto del hombre y del mundo. Para ello, se expresa mediante símbolos, por ser éste el único vehículo posible para su adquisición.

Para la mentalidad medieval la interpretación alegórica no es un juego de poetas, y aunque sí es alta poesía, es sobre todo el método para descubrir la verdad del mundo que se ve y que se toca. Las grandes verdades solamente se pueden decir con símbolos, porque las grandes verdades son ocultas y secretas (Rodríguez: 64).

Y estos son los métodos que usa Alfonso X. Era consecuente con su época. Como vimos incorpora el lógico-racional en su primera definición del rey como vicario (que es hecha por el método de género y diferencia); pero también trabaja con metáforas, en el caso del microcosmos y utiliza la alegoría (7) al mostrar el reino como un hombre. Incluso intenta una explicación de la sociedad basada en un razonar acerca de la conducta del hombre tal y como lo observamos; pero también aquí está de trasfondo la idea de que la divinidad impregna, concediendo sentido, todas las actividades del hombre y que el rey y el reino sólo pueden explicarse mediante ella, que es su razón última.

E. La Justicia como sostén de la autoridad del rey

Las proposiciones justificativas en sí, características de todo texto legal, no tendrían razón de ser si no existiera uno o varios principios articuladores de los cuales se derivasen. Con la mirada dirigida hacia el centro de esos principios

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normativos, el investigador se encontrará con algún principio de justicia, que oriente o anime las sociedades. Sin embargo, nuestro objetivo no gira hacia ninguno de esos dos extremos, sino que más bien intenta observar la idea de justicia como sostén de la autoridad real. En efecto, el rey, para Alfonso, no ejerce el poder por la sangre que tiene o por el mero señalamiento divino. Su misión es hacer que la justicia reine entre los hombres, siendo eso lo que lo hace ser rey y siendo por ello que fue colocado por Dios en ese lugar.

Esta caracterización tiene diversas consecuencias. La más importante, dentro de nuestro estudio, es la relevancia cobrada por el rey frente al resto de los habitantes, y la consecuente pérdida de poder por los nobles. El rey deja de ser un primus inter pares para adquirir una condición esencialmente diferente, siendo el único dador de justicia en todo el territorio del reino.

El derecho divino no está orientado en Alfonso hacia el ejercicio del mando o de la voluntad. Ya desde un inicio surge la distinción primera, centrada en el principio de las «dos espadas», donde el rey tendrá un doble papel, el de auxiliar a los sacerdotes en el mantenimiento de la fe y hacer la justicia, que proviene de Dios. Se le asigna, así, un sentido al mando y al ejercicio de la autoridad.

E como quier que ellos [los sacerdotes], son tenudos de fazer esto que dicho avemos [creer, guardar y mostrar la fe], con todo esso, porque las cosas, que han de guardar la fe, non son tan solamente de los enemigos manifiestos, que en ella non creen, mas aun de los malos Christianos atrevidos que non la obedescen ni la quieren tener, ni guardar, e que esto es cosa que se deve vedar, e escarmentar crudamente, lo que ellos [los sacerdotes] non pueden fazer, por ser el su poderio espiritual que es todo lleno de piedad, e de merced: por ende nuestro Señor Dios, puso otro poder temporal en la Tierra con que esto se cumpliesse: assi como la justicia que quiso que se fiziesse en la tierra por mano de Emperadores e de los Reyes. E estas son las dos espadas(,) porque se mantiene el mundo. La primera espiritual, taja los males escondidos, e la temporal los manifiestos (2,0,0).

Si bien estas dos tareas están presentes en las Partidas como de igual importancia, el tratamiento de la justicia, en estos aspectos referentes al rey, es mucho más amplio que el mantenimiento de la fe. Sobre esto, el rey tiene el poder de atacar a los que manifiestamente se opongan a ella. Esta

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es la versión Alfonsina de las dos espadas. En ella, el rey se ocupa de todo lo temporal, mientras que los sacerdotes tienen la injerencia en lo espiritual. Esta separación entre fe y justicia no deja de ser relevante en el contenido de la corriente “de convivencia” en España. Ya para el reinado de Alfonso X la superioridad cristiana en la Península era irrebatible y la interacción política entre los poderes cristianos y musulmán un asunto cotidiano. La teoría de las dos espadas, al separar conceptualmente la fe de la justicia, permite ampliar el poder del rey hacia nuevas dimensiones, que incluían los grupos de moros y judíos dentro del reino de Castilla, en un ambiente, claro está, de superioridad cristiana.

Este “equilibrio a favor del cristianismo” es el que se romperá en el siglo XIV y culminará con su definitiva victoria con la conquista de Granada.

El reinado de Alfonso X marca la culminación de la prosperidad de las dos razas [moros y judíos] bajo la soberanía de los reyes de Castilla. Las Partidas contienen numerosas leyes que señalan sus derechos y privilegios (...)[pero al mismo tiempo], incluso en tiempos del Rey Sabio, el gobierno hizo todos los esfuerzos posibles para evitar que tanto los judíos como los moros se uniesen en matrimonio con los cristianos ... para conservar y mantener las barreras que los mantenían aislados (Merriman: 168-169).

El mantenimiento de la justicia, por la mayor dimensión e insistencia en Alfonso, queda como tema principal de las tareas reales. El contenido específico de ésta, en forma de definición, es que debe ejercerse en beneficio del pueblo y que esto es un deber real otorgado por Dios.

E otra razón ya espiritual segun dicho de los profetas e de los santos porque fueron reyes, e es esta que la justicia que nuestro señor Dios avia a dar en el mundo, porque biviessen los omes en paz y amor, que oviesse quien la fiziesse por el en las cosas temporales (2,1,7).

El ejercicio de la justicia sostiene el poder del rey y es concebido como el elemento constitutivo del pueblo como tal y lo que los diferencia de un simple agregado de hombres para constituirlos como sociedad. El ejercicio de la justicia es inseparable de la figura del rey, que es “cabeza”, “padre”, “alma” y “vida” para el pueblo. En términos más amplios, en la reflexión acerca de la relación rey-justicia, no está contenida únicamente la idea de cómo mantener el poder, en una mera justificatoria, sino que se sustenta la relación misma

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como orgánica, de forma tal que una comunidad política viene a ser aquella que es regida con justicia por intermedio del rey en los reinos y del emperador en los imperios, como únicos agentes posibles. Es en esta limitación donde se encuentra la justificación de nivel conceptual, ya que se restringe el universo de los que ejercen justicia a solamente dos tipos.

La justicia es para Alfonso el actuar de acuerdo a derecho y el derecho son las Partidas y el Fuero Real, imponiendo la primera, tanto al rey como al pueblo, una serie de deberes recíprocos. Del lado del rey, están el amar, honrar y guardar al pueblo, ejerciendo la justicia en sí, el castigo paternal y la misericordia (2,10,2). La justicia en el amor la ejecuta mediante las mercedes que concede al pueblo; en el honor, poniendo a cada uno en su lugar según linaje, bondad o servicio, y en el guardar, no haciéndole lo que no quisiese que le hagan a él y pidiendo de acuerdo a la ocasión.

Estos principios permiten a Alfonso separar al mundo en “buenos” y “malos”, siendo el rey el instrumento para el sostenimiento de los primeros y, aun más ampliamente, para el sostenimiento del reino en general. Es decir, el ejercicio de la justicia no sólo hace bien sobre los individuos del reino, a quienes directamente toca, sino que hace próspero al reino en su conjunto y, siendo el rey el responsable de que ella se ejerza, él es también responsable del bienestar del reino en su totalidad, pues Aristóteles dijo:

que deve el rey fazer en su reyno, primeramente, faziendo bien a cada vno segund lo meresciesse. Ca esto es assi como el agua, que faze crescer todas las cosas, e de si, adelante los buenos, faziendoles bien, e honrra. E taje los males del reyno con la espada de la justicia e arranque los tortizeros echandolos de la tierra, porque non fagan daño en ella (20,10,2)

y Salomón también:

Ca si fuese justiciero, non avra cobdicia, de fazer cosa, en que aya tuerto, nin mal estança. E seyendo mesurado, non avra porque cobdiciar las cosas sobajanos, e sin pro, e fara segund dixo el

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rey Salomon que el rey justo, e amador de la justicia, endereça su tierra, e el que es cobdicioso ademas: esse la destruye.

El tener esta posición de cabeza, alma, vida, padre y juez de un pueblo es lo que permite entonces al rey el ejercicio de su poder y la explicación de que, dentro de ciertos límites podrá exigir el cumplimiento de sus órdenes y voluntad, en el supuesto de que se enmarcan dentro del beneficio del pueblo. Alfonso no olvida que el rey es “señor” de su pueblo y que debe ser tratado como tal: “E como quier que el rey es señor de sus pueblos; para mantenerlos en justicia e servirse dellos con todo esso: guardarlos deve, en manera que non le fallezcan cuando menester los oviere” (2,5,14). El contenido de este servirse no está exento de límites, y el rey siempre puede convertirse en tirano. La caracterización de este personaje, así como las consecuencias para el rey y el reino, no están del todo claras en las Partidas. Alfonso dice seguir explícitamente a Aristóteles en sus tratados de ética; pero sólo lo nombra. El glosador de la edición utilizada, por su parte, dice que la definición es la de la Ética Nicomaquea (Libro VIII, cap. 10, 1160a-b), en la que se dice que la tiranía es la peor forma de gobierno (opuesto a la monarquía, la mejor), puesto que el tirano busca su beneficio personal y el de sus súbditos.

La mejor forma es la monarquía; la peor, la timocracia [de las formas puras]. La corrupción de la monarquía es la tiranía. Ambos son modos de gobierno monárquico, pero que difieren profundamente, pues el tirano no mira más que a su interés personal, mientras que el rey mira al de sus súbditos. El rey es, por definición, un ser completamente independiente y que excede a los demás hombres en toda clase de bienes. Un hombre así dotado no tiene necesidad de nada más; no podrá pues interesarse por lo que personalmente pueda serle útil, sino solamente por lo que pueda servir a sus súbditos. Sin esto, no sería más que un rey designado por suerte. La tiranía es algo completamente distinto; el tirano no busca más que su propio bien. Está, pues, fuera de duda que la tiranía es la peor de las formas de gobierno [puras e impuras], siendo la peor forma la contraria de la mejor.

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De la realeza se pasa a la tiranía, corrupción de la monarquía, y un rey malo viene a ser un tirano.

No se ve, sin embargo, que ni en Aristóteles ni en Alfonso haya una explicitación de las consecuencias que acarrea al rey el ser un tirano. No hay una pena, ni se dice que exista un derecho de alguien contra el tirano. Es obvio que el reforzamiento de la autoridad regia, en que estaba comprometido, no permitía a Alfonso desarrollar ampliamente estas consideraciones Por último, la idea de ser el rey quien da justicia permaneció en el pensamiento español y, un siglo después (c. 1.350), el judío Don Sem Tob de Carrión mantenía las mismas ideas que Alfonso en cuanto a la labor del rey como vicario de Dios que da justicia, y la importancia de ésta en el mantenimiento del Estado. En sus Glosas de Sabiduría, Don Sem Tob alude a ésta como de la mayor importancia.

El mundo la bondat de tres cosas mantien’juizio e verdat e paz, que dellos vien’; e el jüizio es la piedra çementalde todas estas trese es la que más val;ca el jüizio faz’escobrir la verdate con la paz venir e amizdatE, pues por el jüizioel mundo se mantien’,

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tan onrrado ofiçiobaldonar non es bien.

En este autor la noción de justicia como lo principal del mundo es ya explícita. En su relación con el rey y los jueces que de él dependen también se la coloca como lo principal.

ca de Dios el jüiciosolo es e del rey,él [el juez] vezes-tenientees de Dios e del rey,porque judgue la gentepor derecho e ley.

En cuanto al contenido, el mantenimiento de la ley es también el objeto central de la justicia, aunque aquí Don Sem Tob agrega que es necesario evitar que el fuerte se apodere del débil, idea que no estaba explícita en Alfonso X. Incluso la idea general de que el rey gobierna en lo temporal se encuentra también en Don Sem Tob (“mundanal” para el de Carrión).

Dos son mantenimientomundanal: una ley,que es ordenamiento,e la otra, el rey,que l’puso Dios por guardaque ninguno non vayacontra lo que Dios manda(si non, en pena caya),por guardar que las gentesde fazer mal se “teman,”

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e que los omres fuertesa los flacos non coman.

Si el judío de Carrión tomó sus ideas de Alfonso o ambos comparten un fondo común, es un tema a determinar en otro lugar.

F. La organización de los expertos: Sevilla y la Escuela de Toledo

Como instrumento auxiliar de legitimación, Alfonso disponía de una organización de expertos, según la terminología de Berger y Luckmann. Estos se encontraban concentrados en la Escuela de traductores de Toledo. Su existencia, dada la estructura institucional de la España de su época, sólo puede ser comprendida si se tiene en cuenta que para ese momento todas las fuerzas sociales de la Península han alcanzado su pleno desarrollo antes de la confrontación de los siglos XIV y XV, que acarrearán el descenso de los moros y judíos y la superioridad definitiva de los cristianos. Los modelos en pugna abarcan, de un lado, la aceptación de una superioridad cristiana, pero que incorpora a la población árabe y judía española en tareas específicas, manteniendo el equilibrio de poderes. El modelo no es original de Alfonso El Sabio y ni siquiera es explícitamente planteado en la Segunda Partida, aunque su conducta parece apuntar hacia él. Alfonso VI (rey de 1065 a 1109) y Alfonso VII (rey de 1126 a 1157), al tomar el título de emperadores, habían intentado reunir no solamente a los habitantes cristianos de sus reinos, sino también a los musulmanes. El Rey Sabio retoma esta idea en la liberalidad mostrada en su Escuela tanto a musulmanes como judíos.

El otro modelo, que contrasta con lo moderado del anterior, es la búsqueda de la superioridad de lo cristiano sobre las otras dos culturas, a despecho de las consecuencias que esto pudiera traer. Las luchas de los reyes contra los nobles y la necesidad de movilizar en su apoyo a nuevos sectores sociales de la clase llana, que se oponían a moros y judíos, hizo que en definitiva los reyes adoptaran el modelo de superioridad católica, encarnado en Fernando e Isabel.

La legitimación tiene diversos niveles de concreción, que se expresan no únicamente en la articulación conceptual en que se presentan (exhortativos, teórico parciales o universos simbólicos), sino también por el tipo de lenguaje que usan en su presentación (mitológicos, teológicos, filosóficos o científicos).

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En todo caso, este uso de un tipo de lenguaje, cuando no es mitológico, acarrea la necesidad de formar una institución de expertos encargada de mantener el cuerpo de conocimientos que se ha conformado, seguramente, por ellos mismos. Es de suponer que este conjunto de “sabios” gozan de la protección de aquellos a quien favorece su explicación de la realidad. En este sentido, las Siete Partidas no tienen como intención realizar una explicación mitológica de la realidad, sino más bien teológica y filosófica, en el sentido que Berger y Luckmann le asignan a estos vocablos. Así que, de ser un instrumento de legitimación, debe existir una estructura que agrupe a los “sabios” o “expertos” del reino en la creación e interpretación de los universos simbólicos.

Esta estructura efectivamente existió, aunque de una manera no tan poderosa como para asegurar la continuidad del universo simbólico que pretendía instaurar. El éxito de una estructura de este tipo no se debe a su mayor o menor éxito en enfrentarse a otros “expertos” semejantes a ellos, sino en el campo del poder político; y aquí Alfonso llevó las de perder. Es así que estas estructuras adquieren un carácter muy personal y, a pesar de la justa fama de la Escuela de Toledo, eran embrionarias en lo referente a cumplir su función de legitimación, sin haber tenido la oportunidad de haberse convertido en verdaderas instituciones dentro de la sociedad española.

Dos fueron los núcleos con que contó Alfonso para realizar su tarea. El primero se reunió en torno a él, en Sevilla, donde redactó las Partidas, y estaba compuesto por Jacobo Ruiz (Jacobo el de las Leyes) y los maestros (eclesiásticos) Roldán y Fernando Martínez. Tenían como colaboradores a Gonzalo Díaz de Toledo y los sacerdotes Maestro Gonzalo, García Gudiel y Juan Abad de Santander. Este núcleo estaba versado en Derecho Romano y Canónigo; que era, sobre todo el primero, el que intentaba implantar el Rey Sabio (EUI: XLII, 393-394). Para aquella época, el centro de difusión del Derecho Romano era la Universidad de Bolonia y algunos de estos consejeros habían estado allí, mientras que otros estaban en contacto con quienes allí habían estudiado. Sea lo que fuere, Alfonso se apoyó en estos doctos para la realización de su código. El poco poder de que disfrutó el rey y los subsecuentes a él, no permitió que se convirtieran en el núcleo de expertos que Berger y Luckmann consideran necesario para el fortalecimiento de una estructura de legitimidad, pasando a ser lo que ellos calificarían de

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“intelectuales”; es decir, “un experto cuya idoneidad no es requerida por la sociedad en general” (160).

Dentro del modelo de convivencia, La Escuela de Traductores de Toledo es, aparte de una estructura de legitimación, un buen ejemplo del nivel que habían alcanzado las relaciones entre las castas presentes en la España de la época. Esta Escuela incorporaba en su seno a miembros de todas las religiones presentes en la Península Ibérica, con el propósito de acumular y difundir el saber que a ella llegaba, al ser el punto de contacto culturalmente más floreciente en ese momento. Al parecer eran directamente dirigidos por el Rey Sabio y de ella salieron innumerables obras de carácter científico.

La Escuela de Traductores se presenta como un centro de actividad científica. De allí salen todos los trabajos relativos a astronomía. Este lado científico hace que la institución cumpla con aquellas características enunciadas por Berger y Luckmann para considerarla como una institución de legitimación. Es decir, existe un grupo de expertos que no es primordialmente el sostén de un tipo de institucionalización en particular, pero que sus estudios y conclusiones “encajan” con las necesidades de dominio de un determinado grupo social.

De otro lado, existía un nutrido grupo judío en la Escuela, cuyos intereses coincidían con el modelo propugnado por Alfonso. Esta situación supera la división analítica de “expertos”, pero es importante señalarla aquí.

Más dedicado a las ciencias físicas que hacia el humanismo (en la medida en que esa distinción era aplicable para la época) y, por lo tanto, menos vinculado a la directa legitimación, la llamada Escuela de Traductores de Toledo estaba compuesta principalmente por judíos, a los que el rey financiaba en la ejecución de sus obras de traducción de textos del árabe, hebreo y, en menor medida, del latín. Entre los autores o traductores más importantes tenemos a Rabí Zag ibn Sid, Judah Moisés Cohen y Rabí Samuel ha Levi. Rabí Zag, junto con Jehuda bar Mosca, compuso las Tablas Alfonsinas. El mismo Zag compuso, además, nueve de los catorce Libros de Astrología. En medicina, trabajaron Abraham Alfaquim, Mayyim Ismael y Judah Cohen (EJ: XI, 178). En lo humanístico se destacaron por sus traducciones, tal vez del árabe (de textos originales hindúes y escritos en sánscrito), del Calila y

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Dimna, Poridad de poridades y Bocados de Oro.La composición ampliamente judía de la “escuela” demuestra una alianza

entre, al menos, la intelectualidad judía y el rey. De otro lado, no podemos olvidar que en general y, al menos hasta el final del reinado de Alfonso X, los judíos gozaron de gran preponderancia. En esto, Alfonso seguía, sin duda, los dictados de una política integracionista entre las tres culturas de la Península Ibérica. La “Escuela”, entonces, no representa una política ocasional de este rey, sino la continuación directa de la obra de su padre, Fernando III El Santo, y el retomar de la política de Alfonso VII, que se declaró “Emperador de las dos culturas” (musulmana y cristiana en este caso). De otro lado, si bien la “Escuela de Toledo” no representa por sus obras una estructura de legitimación directamente relacionada con la conducta social (como sí lo es el núcleo de Sevilla, que escribió las Partidas), sí representa la más amplia intención de conformar un “universo simbólico”, integrador tanto del conocimiento físico como humano, de forma tal que “La legitimación última de las acciones ‘correctas’... constituirá, pues, su ubicación dentro de un marco de referencia cosmológico y antropológico” (Berger: 126). Sirvan como ejemplo de ello la septenaria división de las Partidas, acorde con el orden de las siete luminarias visibles a simple vista del universo geocéntrico, o la inserción del rey y el reino como una estructura intermedia entre el micro y macrocosmos.

Finalmente, los descendientes de Alfonso no llegaron a contar con estas estructuras de conocimiento como elementos de poder y, mucho menos, se convirtieron en instancias aceptadas por la sociedad como productores de conocimiento con relevancia social. Ya el mismo hijo del rey, Sancho, era partidario de la política de la nobleza, que aborrecía el Fuero Real y, aun más, las Partidas. No hubo una protección tan fuerte del poder intelectual hasta el período de los Reyes Católicos.

G. Terapia y aniquilación

No existe, al menos en lo que concierne al poder real dentro de la Segunda Partida, el detalle de instituciones encargadas de llevar adelante las funciones de “terapia” y “aniquilación”, tal como las definen Berger y Luckmann (143-148). Existen, sin embargo, los supuestos bajo los cuales ellas han necesariamente de existir, que será el objeto de esta sección. De otra parte,

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con la exposición de estos supuestos, se cumple una función metodológica importante, al demostrar, por contraste, que Las Siete Partidas es un texto legitimador. Un texto de este tipo debe, no solamente ordenar lo que un hombre debe hacer, sino que ha de ordenar que lo haga y explicar, en alguna medida, por qué no lo hace, sancionando de manera negativa este dejar de hacer. En caso contrario, sería únicamente un texto guía de moral individual que pudiera o no ser aceptado. Es claro que el carácter legal de Las Siete Partidas ya indican que ello no será así, quedando por ver entonces, que mecanismos usa para identificar las “alteridades” a que se opone.

La terapia y la aniquilación son conceptos que hacen referencia, antes que nada, a la necesidad de dar razón de formas de conducta extrañas a la que se quiere legitimar; en consecuencia, es una forma de conocimiento y las operaciones a que hace referencia son conceptualizaciones. Esto es más claro en el caso de la terapia que en el de la aniquilación. Con este término, por su parte, no entendemos tanto el fin físico de los portadores de universos simbólicos alternos (aunque no lo niega) como el fin del conocimiento (en forma de otra institucionalización) de que son portadores. Lo común en ambos es que se ejercen sobre personas que poseen otros universos simbólicos para tratar de integrarlos al propio. Lo que los diferencia es que, al parecer, aquellos sobre los que se ejerce la terapia pertenecen a la misma sociedad legitimadora, mientras que los sujetos a aniquilación son de otra sociedad. De igual manera, se puede considerar que la terapia se aplica a individuos, mientras que la aniquilación se hace sobre grupos sociales. La distinción es, en todo caso, insuficiente y los autores no son muy precisos al respecto. Existen, sin embargo, diversas caracterizaciones que pueden servir para precisar mejor sus características.

Así, la terapia (que se aplica a los casos que Berger y Luckmann llaman de “desviación”), supone el asignar un status ontológico negativo o inferior a las actividades hechas por esas alteridades (147). De tal manera que para identificarlas se necesita de una teoría que explique la desviación, “un aparato para diagnósticos y un sistema conceptual para la ‘cura de almas’” (143). La aniquilación, por su lado, busca integrar otros universos simbólicos, incorporándolos y explicándolos como formas posibles del universo simbólico que deberían cambiar para llegar a la expresión última por necesidad de éste

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(148). Así, una teoría evolucionista de la sociedad incluye en sí la distinción entre “salvajes” y “civilizados”, explicando que los primeros no son más que un estadio a superar para acceder a la civilización.

La aniquilación involucra el intento más ambicioso de explicar todas las definiciones desviadas de la realidad según conceptos que pertenecen al universo propio [... ] Debe traducírselas [las implicaciones del otro universo simbólico] a conceptos derivados del universo propio. De esta manera, la negación del universo propio se transforma sutilmente en una afirmación de él. Siempre se da por sobreentendido que el negador no sabe en realidad lo que está diciendo. Sus afirmaciones cobran sentido sólo cuando se las traduce a términos más “correctos”, o sea, a términos que derivan del universo que él niega (147-148).

El ser Las Siete Partidas un texto legal que integra en sí el conocimiento, presenta un problema en la identificación de la terapia y la aniquilación. Por un lado, no presenta explícitamente teorías acerca de cómo deba entenderse la terapia o cuáles son los mecanismos de diagnóstico y cura; y esto debido a su carácter legal. Del otro lado, efectivamente presenta los epítetos que prevén que puedan existir, al menos, desviados dentro de la sociedad, pero sin la teoría que sustente la existencia de estos desviados. Lo que sí hay presente son los beneficios que obtendría el reino cuando uno se comporta de acuerdo al universo simbólico que se pretendía legitimar y los males de no hacerlo así.

Usaremos los pasajes que contienen estas ideas como recurso metodológico para demostrar que sí hay razones para realizar una actuación contra los desviados. En cuanto a la aniquilación no hay referencias directas, al menos en la sección revisada.

El primero que puede desviarse es el mismo rey; pudiendo llegar a convertirse en tirano, tal como se vio en la sección dedicada a la justicia. Sin embargo, ésta no es la única forma en que un rey puede desviarse. El guardar sus virtudes y los deberes de tan alto cargo puede verse contaminado con cuatro características que no son propias de un buen rey: la saña, la ira, la malquerencia (2,5,12) y la codicia (2,5,9 y 2,3,3). Las tres primeras son los modos del odio y la más dañina es la mal querencia, definida como el odio “que dura para siempre, e fasesse señaladamente de la ira emuegescida, e a esta llama en latin odium” (2,5,12). El reproche, como forma de «cura de almas», ante

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estas actitudes, viene dado por Dios y los hombres “Onde el Rey que de otra guisa ouiesse malquerencia: si non como en esta ley dize [únicamente contra los malos] por derecha razon seria mal quisto de Dios, e de los omes” (2,3,3).

La codicia, en el rey, es considerada por Alfonso X como el peor de los males y convierte al rey de señor en siervo de aquello que desea.

E aun los santos, e los sabios se acordaron en esto: que la cobdicia es muy mala cosa. Assi que dixeron por ella, que es madre, e rayz de todos los males. E aun dixieron mas, que el ome que cobdicia grandes thesoros allegar, para non obrar bien con ellos: maguer los aya, non es ende Señor mas siervo: pues que la cobdicia faze, que non pueda usar dellos, de manera, que le este bien (2,3,3).

En cuanto al no cumplimiento de los deberes para con el pueblo (amarlo, honrarlo y guardarlo) Dios le tiene reservado al rey el que no lo consideren bueno y el perder todo el bien del otro mundo (2,10,2). Se observa así que Alfonso X proveyó como método principal para la “cura de almas”, en cuanto al rey, el temor al castigo divino y el hecho de perder consideración por parte del pueblo. En el caso de la codicia hay una pérdida substancial de la cualidad de señor; pero no quiere decir que en el ejercicio real el rey deje de ser tal. La posibilidad de atentar contra Dios existe cuando se atenta contra el rey, quees su vicario y cuando se atenta contra el reino. Esto por supuesto incluye mecanismos de “cura de almas” más directos, como penas físicas o la pérdida de bines de aquellos que trabajan en contra del rey y el poder del reino. La traición y el mal consejo son severamente castigados en las Partidas y una persona se aleja del universo simbólico de éstas en la medida en que daña el poder del rey y del reino. En la relación que nos ocupa, rey-nobleza, esto significa, en realidad, considerar las prerrogativas tradicionales de la nobleza y sus costumbres como formando un mundo aparte que no cabía en las Partidas. Para Alfonso X era inconcebible un acto como el del Cid, al pedir al rey una jura, o el de Bernardo del Carpio de considerar su señorío como suyo, independientemente de la voluntad de Alfonso El Casto.

El beneficio último era el del rey y el reino del que era cabeza, alma y vida, no quedando lugar para el uso de las prerrogativas públicas, como la tenencia de castillos sino estaban dirigidas a este fin y no reconociendo otra

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lealtad que la que se debía tener al rey y al reino (2, 18, passim). De lo anterior queda clara la inexistencia de una teoría de la desviación en

cuanto que sea una explicación de por qué surgen desviados. Sí se encuentra, sin embargo, una conceptualización de los tipos de desvíos que puede haber que, en el caso del rey se centran en la saña, la ira, la malquerencia y la codicia; mientras que en los otros casos se globalizan inicialmente bajo la pena de traición. No es que no haya otros; pero es que el texto revisado se refiere únicamente a los conceptos de rey y reino, y los daños contra ellos son así de graves que merecen esa distinción. La “cura de almas” se ejerce por el temor no sólo a castigos físicos y pérdida de bienes, sino también por el perder el amor de aquellos contra quienes se actúa de forma incorrecta y, sobre todo, al castigo divino que vendrá en la otra vida por haber atentado contra una institución que tiene su origen en Dios.

Notas1 Con ligeras diferencias este artículo se corresponde a los capítulos 1 y 3 del texto, inédito, del

mismo nombre.2 Legitimidad y legitimación son términos comunes en la sociología a partir de su formulación por

Max Weber a principios de este siglo. Este autor señaló que las orientaciones por las cuales los hombres guían su conducta, dentro de un orden social, pueden aparecer “con el prestigio de ser obligatorio y modelo, es decir, con el prestigio de la legitimidad” (1977: 26). A partir de esto, Weber diseñará todo un modelo sociológico, de amplio alcance, y su visión de esta característica de la sociedad, así como la necesidad y utilidad heurística del concepto, será discutida ampliamente.

3 Como se ve, nuestro estudio y el de Berger y Luckmann, se centra en la “legitimación” y no en la “legitimidad”. Por ésta entendemos un orden establecido en el cual se considera que la obligatoriedad en el cumplimiento de las normas ha alcanzado ya un cierto nivel de permanencia y posibilidad de mantenimiento. Legitimación, en cambio, se refiere a la continua función de justificación de un orden y a la energía que es necesario dispensar para mantenerlo.

4 Vid infra sección B.5 La edición de Las Siete Partidas utilizada es facsímil de la de 1.550, glosada por Gregorio López,

escrita en el castellano de la época de esta edición, las referencias se transcriben de la misma manera, con las siguientes acotaciones: (1) Se han completado todas las palabras que figuraban abreviadas, con diversos signos, en algunas de sus letras. (2) Las letras o palabras necesarias para dar sentido a una frase y cuya falta se deba a flagrante error, se encierran en el signo «<< >>». (3) Las palabras necesarias para completar el sentido de una frase, ya sea por referencia a textos anteriores no citados o diferencias con la sintaxis actual, y aquellas que explican una palabra que se pueda prestar a interpretaciones erróneas, se señalan por medio de corchetes «[ ]». (4) Las referencias se hacen entre paréntesis comunes «( )», con tres cifras en ellos. La primera remite a la Partida correspondiente, la segunda al Título y la tercera a la Ley. Así (2,13,8) es Partida Segunda, Título decimotercero, Ley octava. Si la cifra correspondiente

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a la Ley es un cero (0), significa que se remite al Prólogo del título correspondiente; si este número se encuentra en el Título, remite al Prólogo de la Partida.

6 Igualmente abarcante y digna de un estudio aparte, es la concepción de Ley. Mediante este término se designa la división última del texto (a semejanza de nuestros capítulos actuales o artículos por tratarse de un texto legal) y ellas incluyen explicaciones tanto acerca de cómo es el mundo (leyes científicas actuales), como la manera en que deben comportarse los hombres (leyes morales) y las penas que recibirían de no hacerlo así (leyes jurídicas).

7 Y también la analogía.

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ESTADO Y PODER EN LA OBRA DE ALESSANDRO PASSERIN D’ENTRÈVES

“LA NOCIÓN DE ESTADO (UNA INTRODUCCIÓN A LA TEORÍA POLÍTICA)”

PRIMERA PARTE EL ESTADO COMO FUERZA

Antonio J. Pacheco Amitesarove1*

ResumenPasserin concibe tres etapas en la formación del Estado. Una primera

donde impera la fuerza irrestricta de parte de los gobernantes (Estado- Fuerza). Una segunda donde la fuerza es ejercida dentro del marco de la ley. A esta fuerza legalizada denomina Passerin poder. (Estado-Poder). Una tercera donde la fuerza legalizada o poder recibe el reconocimiento del conglomerado social, i. e., recibe la legitimación de los ciudadanos y el Estado adquiere así autoridad (Estado-Autoridad). Este artículo examina la primera de las tres etapas señaladas. Si bien el esquema de Passerin aparece prima facie sencillo y aceptable, diversas interrogantes se plantean al lector en el curso del recorrido de esas tres etapas de la formación del Estado. A la base de ellas está el problema de la legitimación. ¿Es suficiente un consenso mayoritario de los integrantes de una asociación humana, pequeña o grande, para dar legitimidad (justicia) a los propósitos de sus gobernantes)? Como lo plantea Agustinus de Hippona, ¿Es legítima una asociación de criminales, por haber recibido el reconocimiento de sus integrantes)? Mutatis mutandi, ¿Un Estado forajido (sobre todo si pretende extender a otros Estados su ideario político), es legítimo por haber recibido el reconocimiento de la mayoría de sus integrantes? ¿Qué papel tocaría jugar a la comunidad internacional en tales casos? El autor fija su criterio en esta materia.

Palabras clave: Política. Fuerza. Poder. Autoridad. Legalidad. Legitimidad. Ética. Estado.

1 * Profesor jubilado de la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB). Caracas-Venezuela. Es Doctor en Ciencias Políticas, Magister en Filosofía, Magíster en Educación Superior Universitaria. Licenciado en Filosofía y Abogado. Ha sido profesor de Filosofía en la Universidad Simón Bolívar; de Filosofía, Lógica e Introducción al Derecho en la UCAB. Autor de varios artículos publicados en la Revista Politeia de la Universidad Central de Venezuela (UCV) y dos libros publicados por la UCV. [email protected]

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STATE AND POWER IN THE WORK OF ALESSANDRO PASSERIN D’ENTREVES “THE NOTION OF STATE (THE NOTION OF STATE: AN

INTRODUCTION TO POLITICAL THEORY) PART ONE. THE STATE AS FORCÉ.

Abstract

Passerin conceives three stages in the development of the State. In the first one, the rulers make an unrestricted use of the force. (Force-State). In the second one, the force is used within the frame of the law. Passerin calls power this legalized force. (Power-State). In the third one, the legalized force or power is acknowledged by the society, i. e., is legitimated by the citizens and the State acquires authority. (Authority-State). This article examines the first of the three stages mentioned. Although the Passerin scheme appears prima facie simple and acceptable, the reader comes across several questions through the course of those three stages in the developing of the State. On the basis of them all lays the problem of legitimating. Is it enough a majority consensus of those who form a human association, little or big, to legitimate (entrust justice) to the purposes of the rulers? As stated by Augustinus of Hippo, Is it legitimate a criminal association because it has received the acknowledgment of its members? Mutatis mutandis, A criminal State (mainly if it pretends to impose to other States its political ideology), is it legitimate because it has received the acknowledgement of the majority of its citizens? What kind of role should take the international community in such cases? The author states his criterion about this matter.

Key words: Politics. Force. Power. Authority. Legality. Legitimacy. Ethics. State.

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A Carola Kuhn y Sandra Leal, Inmejorables amigas y colegas de los seminarios del Doctorado en Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Simón Bolívar,

Valle de Sartenejas. Caracas.

Introducción

Acepto como concepto de poder el que expone magistral y exhaustivamente Mario Stoppino [1935-2001] en el Volumen 1 del Diccionario de Política de Bobbio [1909-2004]. (Bobbio, 199811. Vol. 1, 1190-1202), que en su significación más general es:

…la capacidad o posibilidad de obrar, de producir efectos, y puede ser referida tanto a individuos o grupos humanos como a objetos o fenómenos de la naturaleza (…) Entendido en sentido específicamente social, esto es en relación con la vida del hombre en sociedad, el p. se precisa y se convierte de genérica capacidad de obrar en capacidad del hombre para determinar la conducta del hombre: p. del hombre sobre el hombre. El hombre no es sólo el sujeto sino también el objeto del p. social. (Bobbio, 199811, Vol. 1, 1190).

En las 21 columnas de las casi 12 páginas en las que desarrolla sus ideas sobre el poder, Stoppino expone brillantemente toda una serie de aspectos y matices que deben ser considerados para fijar el concepto en toda su amplitud. Pero retendré sólo las líneas precedentes que bastan para el análisis a que se contrae este trabajo.

Passerin [1902-1985] analiza tres etapas sucesivas en la formación del Estado, lo que corresponde históricamente a su progresiva, mejor y más justa organización. Inicialmente el Estado se apoya en la sola fuerza (física y/o psicológica), luego la fuerza se enmarca jurídicamente y por último se ejerce con autoridad.

La tesis política que desarrolla Passerin D’Entrèves, que sigue el decurso señalado, lo lleva a dividir su obra en tres partes: I. El Estado como fuerza. II. El Estado como poder. III. El Estado como autoridad.

1. La concepción del Estado como fuerza es en síntesis la que expone Trasímaco en la Politeia [República] de Platón [428/7-348/7 a. J. C.] (Passerin,

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p. 35). Es también la concepción de Machiavelli cuando hace su análisis del Principado Nuevo y formula sus recomendaciones al Príncipe: “Quien tiene el poder (imperio) y no tiene a la vez la fuerza (forze) está condenado a la ruina” (Passerin, p. 63).

2. El Estado como poder constituye el paso del Estado como simple fuerza a una fuerza que el Estado ejerce dentro de un sistema jurídico (legalidad) del que se ha dotado la sociedad.

3. El Estado como autoridad va más allá de lo jurídico (legalidad). Se trata de dotar al Estado de la cualidad de legitimidad, de la cual proviene la autoridad. La legitimidad trasciende lo jurídico o legal. Es el reconocimiento de la sociedad al Estado detentador de una fuerza jurídicamente administrada. Passerin D’Entrèves ve en el reconocimiento social el fundamento de la autoridad. Esta opinión de Passerin es, sin embargo, discutible. Agustín en su visión pesimista del Estado lo compara [cuando no existe en él la justicia] con una asociación de criminales (De Civitate Dei, IV, 4). Puede preguntarse entonces, ¿Es legítima tal asociación por sólo gozar del reconocimiento de la mayoría de sus integrantes? (Difícilmente habrá nunca el reconocimiento de la totalidad de los integrantes). Se toca aquí un problema que ya veía Platón: La verdad no es cuestión de mayorías. Por otra parte, la tiranía de las mayorías ha sido también un problema que ha llamado la atención y suscitado discusión en política2.

Como cuestión previa en el estudio de la formación del Estado, es necesario notar que este vocablo es de aparición tardía en el léxico político, como lo señala Passerin. Se atribuye a Machiavelli [1469-1527] su definitiva consolidación a comienzos de la Edad Moderna. Los vocablos polis, res publica, civitas, regnum precedieron al de Estado (status). Aunque, como señala igualmente Passerin, el vocablo fue utilizado ya por Justiniano [Emperador de Oriente de 527 a 565] en su frase statum reipublicae sustentamus; por Ulpiano [170-228] en un famoso pasaje del Digesto, donde se define la noción de Derecho Público (publicum ius est quod ad statum rei romanae spectat); así como también se lo usó en la baja Edad Media: tra tirannia si vive e stato franco (Dante [1265-1321], Inferno, XXVII, 54); civitas mutat statum et ibi insurgit

2 Definiciones precisas de los conceptos diferentes de legalidad y legitimidad pueden apreciarse en el Diccionario de Política de Bobbio (Bobbio, 199811).

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quidam tyrannus … (BARTOLO [1313-1357]). (Passerin, La Noción de Estado, 2001, p. 56).

Como cuestión igualmente previa, el lector de la obra de Passerin debe acercarse a ella con una noción preliminar de Estado que le permita comprender su proceso ascensional o progresivo. Esta noción preliminar de Estado, que Passerin no ofrece, podemos formularla diciendo que el vocablo Estado (o cualquiera de las denominaciones que se usaron antes de que comenzara a emplearse este vocablo en el léxico político a partir de Machiavelli, polis, res publica, civitas, regnum) alude a una organización socio-económico-jurídico-política de un cierto conglomerado humano con alguna clase de ideales comunes, asentado en un territorio y con alguna forma de gobierno3. Las relaciones de fuerza (legalizadas o no, legitimadas o no) son las que definen la lucha política y las que dan lugar a las diferentes clases de Estado.

El Estado como fuerza

En esa grande y primera obra de filosofía política que es Politeia (República) de Platón, que los antiguos catalogaron como un tratado sobre la justicia, asistimos al leer su Libro I, de los diez que la integran, a una discusión entre Sócrates [469/70-399 a. J. C.] y el sofista Trasímaco [acmé 450 a. J. C.]. La idea que subyace en todo el decurso de Politeia es que en el Estado (polis) debe imperar la justicia, y se trata de determinar qué es ésta

3 CARRÉ DE MALBERG (1998r, Preliminares, p. 26) da la siguiente definición (jurídica) provisional de Estado (de la cual dice que es, sin embargo, insuficiente, pues se limita a indicar los elementos que concurren para engendrar un Estado más bien que a definir el Estado mismo): “[Estado in concreto es] una comunidad de hombres fijada sobre un territorio propio y que posee una organización de la que resulta para el grupo, considerado en sus relaciones con sus miembros, una potestad superior de acción, de mando y de coerción”.

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exactamente4. Definir la justicia en la polis (Estado) implica definir y admitir un cierto tipo de Estado, lo que equivale a decir, definir y admitir cuáles han de ser las relaciones de poder entre gobernantes y gobernados, cómo han de estar reguladas las relaciones de fuerza entre unos y otros. Platón nos expondrá su convicción de que el alma humana tiene tres partes, a las cuales corresponden otras tantas en la polis, y así como el hombre justo será aquel que logre el equilibrio de las tres partes de su alma, la polis justa será aquella en la cual las tres parte que la forman vivan en armonía, cada cual cumpliendo su función. En el Fedro, 246 a-b, Platón nos ofrece la metáfora de un auriga conduciendo y tratando de controlar un coche tirado por dos caballos díscolos; es la lucha que se da en el alma por lograr el equilibrio. Es la misma lucha que tiene lugar en la polis por lograr la armonía de las tres partes que la forman. En el alma, el auriga, logistikón (raciocinio), conduce y trata de controlar el coche tirado por dos caballos díscolos: thymós (cólera o valor) y epithymetikón (concupiscencia); en la polis los gobernantes (fylakes, arcontes), conducen y tratan de controlar a los díscolos protectores (epicuroi) y gobernados (arcomenoi) [campesinos y artesanos (guergoi kai demiurgoi)]. Cuando el logistikón en el alma logra imponerse hay justicia y se da el hombre justo. Cuando los fylakes o arcontes logran imponerse se da la polis justa.

La idea subyacente sobre la justicia en el pensamiento de Platón es que la justicia es la situación o estado de cosas que debe imperar en la polis propiciada por quien o quienes la gobiernan, pero entendiendo siempre que la polis es una comunidad de seres humanos cuyos intereses deben ser respetados, es decir que el gobierno de la polis debe propender al beneficio

4 Una de las primeras definiciones de justicia que aparece en Politeia, “dar a cada uno lo suyo (lo que le corresponde)”, que se dice proviene del poeta griego SIMÓNIDES [circa 556 a. J. C. - circa 468 a. J. C.] (Politeia, 332 c), es rechazada por SÓCRATES y la discusión prosigue. PLATÓN expondrá finalmente su idea de la justicia como el equilibrio de las tres clases sociales que integran la polis. Sin embargo, en Derecho se admite que justicia es lo que señala ULPIANO, ius suum quique tribuere (dar a cada quien su derecho -ius-), que es precisamente la definición de justicia de SIMÓNIDES. A este respecto el distinguido jurisconsulto y helenista mexicano Antonio GÓMIEZ ROBLEDO, en su obra Meditación sobre la Justicia, dice de la definición de SIMÓNIDES-ULPIANO: “… definición, … a la que poco o nada ha podido añadirse hasta ahora.” (GÓMEZ ROBLEDO, 1963, p. 26). Coincido con GÓMEZ ROBLEDO en su opinión sobre lo que es justicia, i. e., lo señalado por SIMÓNIDES-ULPIANO. En Derecho, sin embargo, la cuestión está en determinar cuál es el derecho de cada quien, y en la praxis jurídica tal determinación compete al juez.

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de los gobernados. La tesis de Trasímaco es lo radicalmente opuesto a este punto de vista. Para él la justicia es el provecho del gobernante, que es el más fuerte, con derecho, por así decir, a imponerse al débil. No es el caso de entrar a examinar la larga discusión y refutación que Platón, por boca de Sócrates, hace del argumento de Trasímaco. Lo que interesa en la primera etapa de la formación del Estado es ver dos cosas: En primer lugar que la tesis de Trasímaco era común en la época, el que lograba el poder (es decir, el que lograba determinar la conducta de los gobernados) lo hacía por su fuerza. En segundo lugar, que a este punto de vista Platón opone sólo, como tesis de filosofía política, que no es el provecho del gobernante sino el bien del gobernado lo que debe guiar el gobierno de la polis. Pero la sola admisión de esta tesis en el plano de las ideas políticas, es evidente que no es suficiente para ordenar la conducta de los seres humanos en la polis. De tal manera que se requiere establecer en ésta, en el Estado, algo más. Este algo más va a ser la ley. Es decir, unas reglas que obliguen a gobernantes y gobernados a respetar ciertos modos de conducta. De modo que si bien siga existiendo la fuerza, no se trate de una fuerza incontrolada, sino de una fuerza que atienda a ciertas reglas. Surge así la noción de Derecho. Sin embargo, en Politeia Platón no se detiene en examinar el problema jurídico. La conducta de gobernantes y gobernados, i. e., las relaciones de poder, entre unos y otros están vistas desde la óptica de la virtud moral. A pesar de esto, en el Critón, diálogo temprano anterior a Politeia, está mostrada la importancia de la obediencia a la ley. Pero aún así, la argumentación de Sócrates ante Critón considera la obediencia a la ley como una cuestión ética, moral5, sin subrayar lo que en los tiempos modernos y desde Kelsen [1881-1973] se tiene como el elemento distintivo del Derecho, de la ley, i. e., el elemento coactivo. A diferencia de la norma ética, que no es coactiva, la norma jurídica es aplicable incluso recurriendo los órganos del Estado a la fuerza física en caso necesario. Machiavelli en El Príncipe aunque alude a la ley no examina esta problemática6. Y es éste uno de los flancos débiles, a mi manera de ver, que ofrece este “Manual de Procedimiento Político”. En efecto, la estabilidad del Estado de Machiavelli

5 Para precisar los conceptos de Ética y Moral, sus semejanzas y diferencias, cf. André LALANDE, Vocabulaire Technique et Critique de la Philosophie. Presses Universitaires de France. Paris, 197211, pp. 305-306; 653-655.

6 Cf. El Príncipe, Cap. XII, ab initio.

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depende de que no surja en él una fuerza mayor a la del Príncipe. Hay, pues, necesidad de la fuerza, pero de una fuerza regida por la ley a la que todos estén sometidos en el Estado. ¿Y cómo garantizar que la ley será respetada por incluso los más fuertes dentro de una polis o Estado? Si no lo fuera habría que depender de la comunidad internacional, de su consenso, y de que ella tuviera la suficiente fuerza para imponerse a la fuerza de quienes pretendieran desconocer el Derecho universalmente aceptado. La cuestión no es para nada fácil. Es éste el complicado ámbito de la geopolítica. Pero un foro de naciones (Estados) comprometidos con valores universalmente reconocidos es indispensable para controlar aquellas fuerzas locales que pretendan desconocer tales valores. Sin embargo estos foros pueden fracasar, como ocurrió con la Sociedad de Naciones en el primer tercio del siglo XX. Edward Hallett Carr, en The Twenty Years’ Crisis, 1919-1939, examina algunos problemas que acompañaron a la crisis posterior a la Primera Guerra Mundial y las causas del fracaso de aquella Sociedad de Naciones para prevenir la guerra que se inició en Septiembre de 19397. Las reflexiones de Carr muestran que la problemática del poder a nivel mundial es de gran complejidad y organizaciones internacionales como lo fue la Sociedad de Naciones en el pasado y lo es hoy la Organización de las Naciones Unidas, carecen muchas veces del poder necesario para imponer sus decisiones. Lo seguimos viendo en nuestros días.

Cuando se lee la obra de Carr y se reflexiona sobre el fracaso de la Sociedad de Naciones, de la cual fue gran impulsor el Presidente Norteamericano de la época Woodrow Wilson [1856-1924], gran idealista y creyente en la importancia de la “opinión pública”, como disuasivo de la beligerancia internacional, y se aprecia el fracaso de aquélla para impedir el armamentismo hitleriano y toda la serie de errores de las potencias victoriosas de la Primera Guerra Mundial para impedir la Segunda, no puede dejar de pensarse en Hobbes [1588-1679]:

7 Cf. POLITEIA. Revista del Instituto de Estudios Políticos. Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas. Universidad Central de Venezuela, Caracas. Nº 27, año 2001 y Nº 29, año 2002.

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Los pactos que no descansan sobre la espada no son más que palabras, y carecen de fuerza para proteger a los hombres. (HOBBES, 1968r. p. 223).

La cuestión, hay que insistir en ello, no es nada fácil. Los cultores de la “utopía” de una Pax Westfaliana (Tratado de Westfalia, 1648)8 y de la no menos utópica noción de soberanía westfaliana9 que de ella derivó, se rasgarán las vestiduras. Todos los países iberoamericanos fueron y siguen siendo cultores de tal utopía, lo que ha permitido que en una isla del Mar Caribe hayan sido conculcadas las libertades humanas durante medio siglo.

Passerin examina la doctrina que compara al Estado con un organismo, cuerpo o persona y la rechaza. Para él sólo es posible aceptar hablar del Estado como un organismo en un sentido metafórico (Paserin, P. 39). A esta doctrina, que cataloga como un nominalismo se opone la denominada doctrina realista de la personalidad del Estado y de otros entes sociales. Para la doctrina realista la sociedad es un todo o conjunto de todos orgánicos dotados de vida propia, el mayor y más importante de los cuales es el Estado (p. 40). Pero el realismo político, entendido como radical empirismo, sólo puede aceptar de la tesis de la analogía del Estado con un organismo, afirma Passerin, el hecho indubitable de que la fuerza se desenvuelve en un contexto social (p. 40). El realismo político está unido al pesimismo político, i. e., corresponde a una idea pesimista de la naturaleza humana, aquella que considera al hombre como un ser malvado (Machiavelli) o caído por el pecado (Agustín). Para Passerin, lo he dicho ya, el considerar al Estado como meras relaciones de fuerza entre los hombres (Trasímaco, Machiavelli, Agustín) es sólo quedarse en una primera etapa de la formación del Estado. Esas fuerzas habrá que enmarcarlas dentro del imperio de la ley (Estado como poder, en el léxico de Passerin) y más aún dentro del marco de la auctoritas (Estado como poder legítimo).

Es de gran interés la atención que presta Passerin a la definición de Estado (no utilizando este vocablo, sino el de “reino”) que ofrece Agustín. En la concepción agustiniana de Estado subyacen a la base dos premisas: La fundamental concepción cristiana de la naturaleza humana corrompida por el pecado y la doctrina de Pablo [circa 6-10 A. D.-67 A. D.] de que todo poder

8 Cf. Held, La Democracia y el Orden Global, 1997, p. 104.9 Acerca de soberanía y sus diversos tipos, Cf. Krasner, 1999, pp. 3-4.

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deriva de Dios (p. 44). El lector de De Civitate Dei debe tener en cuenta, como orientación general, que esta magna obra del Obispo de Hipona [354-430 A. D.] es un libro apologético cuyo propósito fundamental fue el argumentar que no había sido el cristianismo la causa de la caída del Imperio Romano. De modo que el propósito de Agustín no fue tratar específicamente del problema del Estado (regnum, imperium) (Passerin, p. 44). Por otra parte, como se ha de ver, en lo que se refiere a la relación del hombre con el Estado en que vive, Agustín estima, dado que lo que interesa al hombre es la salvación de su alma, que poco importa la valoración ética del Estado en tanto éste no obligue al hombre al mal. Dice en efecto:

En cuanto atañe a esta vida mortal, que en pocos días pasa y concluye, ¿qué le importa al hombre que va a morir bajo qué gobierno vive con tal de que quienes gobiernan no le obliguen al mal? (Passerin, p. 45. Sin ref. exacta a De Civitate Dei)

Y en su idea peyorativa del Estado, añade:

Sin la virtud de la justicia, ¿qué son los reinos [Estados] sino unos execrables latrocinios? Y éstos, ¿qué son sino unos reducidos reinos? (PASSERIN, p. 45. De Civitate Dei, IV, 4).

Con esta última afirmación, queda claro que Agustín concibe al Estado [donde no hay justicia] como una asociación de hombres donde prevalecen las relaciones de fuerza, tal como las que tienen lugar en una asociación criminal. Otra interpretación que Passerin señala para entender esta analogía del Estado con una asociación criminal, es aquella según la cual en Agustín habría un camino para redimir al Estado de la maldad y hacer de él un instrumento de la Ciudad de Dios, sometiéndolo a la justicia (p. 45).

Para Passerin, De Civitate Dei, además de ofrecer un elocuente ejemplo de la estrecha correlación que se da entre pesimismo y realismo políticos, contiene el primer ejemplo de una definición no valorativa de Estado, que Passerin denomina adiáfora y que para él constituye una singular anticipación del esfuerzo de la moderna ciencia política para llegar a una construcción no valorativa (Weber) de los conceptos (p. 46). Para Agustín, contra lo que piensa Cicerón, la justicia no es condición necesaria para la existencia de un Estado.

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Dice, en efecto, Agustín que si la justicia es condición para la existencia del Estado, Roma dejó pronto de serlo, incluso no lo fue nunca, puesto que perdida la primitiva honestidad de las costumbres, desapareció la dignidad de Estado. Sin embargo, arguye Agustín, Roma fue a su manera una república. (Passerin, p. 48). Para Agustín el vínculo cohesivo que mantiene unido al Estado y lo constituye como tal es la fuerza de unas voluntades humanas unidas para alcanzar fines que pueden variar y cuya bondad o malicia es irrelevante para la existencia del Estado (Passerin, 48). Es esta la idea que subyace en la analogía que compara al Estado con una asociación para delinquir:

Sin la virtud de la justicia, ¿qué son los reinos [Estados] sino unos execrables latrocinios? Y éstos, ¿qué son sino unos reducidos reinos? (Passerin, p. 45. De Civitate Dei, IV, 4),

No obstante, si bien Agustín admite, como queda dicho, que la justicia no es condición necesaria para la existencia del Estado, al mismo tiempo también está admitiendo que la justicia es la única justificación posible del Estado (Passerin, p. 48). ¿Cómo concluir, que Roma fue un Estado, a pesar de que allí no imperaba la justicia? Para ello Agustín toma el concepto de pueblo (populus) de Cicerón, que para éste es una asociación de hombres que conviven. Dice Agustín:

Un pueblo es una reunión de seres racionales vinculados por convicciones comunes sobre las cosas que aprecian … Conforme a esta definición nuestra, el pueblo romano es pueblo y su Estado indudablemente una república. (Passerin, p. 49. De Civitate Dei, XIX, 24).

Passerin hace notar que si bien la definición dada por Agustín es demasiado simple, dada la complejidad del fenómeno estatal, constituye sin embargo un ejemplo perfecto de definición adiáfora (no valorativa) de Estado. Tal definición no sólo permite reconocer la existencia de un populus, y en consecuencia de una res publica, incluso donde falte el requisito de la justicia, sino que también permite clasificar axiológicamente a un Estado, de acuerdo con la justicia o injusticia que haya en él (Passerin, p. 49). Pudiera haber agregado Passerin las diversas formas corrompidas de Estado que analiza

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Platón en el Libro VIII y comienzo del Libro IX de Politeia. Es obvio, como lo afirma Passerin (p. 50), que una cosa es admitir que el Estado es una organización fundada en la fuerza, y otra cosa es legalizar tal fuerza y más aún legitimar esa fuerza legalizada, i. e., dotar al Estado de autoridad. En estas etapas insiste siempre Passerin. Yo pienso al respecto, insisto también en ello, que si una asociación de delincuentes, en tanto organización que persigue fines comunes es comparable a un Estado [sin justicia], tal como lo afirma Agustín, y si esta asociación de delincuentes llegara a crecer y a constituir un Estado o a apoderarse de un Estado ya existente (constituyéndose así en un Estado forajido o más bien en un gobierno forajido, dado que la praxis histórica -tan cara a los marxistas, su criterio de verdad-10 enseña bien que tales gobiernos forajidos no cuentan con el apoyo de todos sus “gobernados” y las más de las veces sólo cuentan con una minoría, no representan pues a sus Estados, por consiguiente son ilegítimos), en tales casos, pienso, toca a la comunidad internacional poner las cosas en su sitio impidiendo que tales gobiernos forajidos extiendan su dominio más allá de sus fronteras, e incluso la ejerzan dentro de ellas. Y aquello de la soberanía westfaliana, a la cual me he referido ya, hay que dejarla de lado cuando no haya otra solución, ya que los forajidos cínicamente sólo la invocan para justificar sus tropelías. Fue esto precisamente lo que resolvió hacer e hizo la OTAN con el gobierno forajido de Yugoslavia, no hace muchos años, y enjuiciar posteriormente a los criminales de guerra que en ese país actuaron, como lo ha venido haciendo en la Corte Penal Internacional en La Haya, con el precedente de los juicios de Núremberg después de la Segunda Guerra Mundial.

El vocablo Estado (del Latín status) es un neologismo en el vocabulario político, que se incorporará paulatinamente en éste a partir de Machiavelli, e irá sustituyendo a los que utilizaron en la antigüedad griega y romana así como también en el Medioevo: polis, res publica, civitas, regnum. Para Passerin hay dos razones por las cuales los autores de la antigüedad y del Medioevo

10 Cf. Marx. 2ª Tesis sobre Feuerbach: “El problema de si al pensamiento humano se le puede atribuir una verdad objetiva, no es un problema teórico, sino un problema práctico. Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento. El litigio sobre la realidad o irrealidad de un pensamiento que se aísla de la práctica, es un problema puramente escolástico.” C. Marx - F. Engels. Obras Escogidas. Editorial Progreso. Moscú, 1969. 26.

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no emplearon el vocablo Estado (status). (Aunque Passerin no lo señale, es obvio que en la antigüedad griega el vocablo latino status ni siquiera existía).

1. La primera razón es que tales autores vieron de distinta manera las realidades políticas y por otra parte éstas correspondieron a épocas históricas igualmente distintas. (Passerin, p. 53). Passerin define la polis griega como:

… un Estado ciudadano cerrado en su particularismo y concebido como suprema expresión del bien colectivo, es decir como un valor moral además de cómo un hecho asociativo. (p. 53).

No obstante esta definición de Passerin, sabemos bien que es cierto que las polis griegas eran una suerte de mónadas leibnizianas, i. e., “cerradas en su particularismo”, en las cuales, e. g., el que a ellas llegaba proveniente de otra ciudad griega era un extranjero y, aun siendo un hombre libre, lo más que podía aspirar era a ingresar en la categoría o clase de los metecos, vale decir, a ser una persona a la cual se le permitía desempeñar la simple vida ciudadana (sin derechos políticos) con el aval de una especie de tutor o patrocinador que fuera ciudadano de esa ciudad. Pero sabemos asimismo que tales polis formaban “ligas” con fines bélicos11. Dos ciudades griegas destacaron en este sentido: Atenas y Esparta. Estas dos polis, en su perenne rivalidad se coaligaron con otras ciudades para aumentar su poderío. No es el caso ahondar en este momento en esta cuestión, ni siquiera en la terrible guerra del Peloponeso entre Atenas y Esparta cuyo relato nos ha dejado Tucídides [circa 460 a. J. C.-circa 400 a. J. C.]. Tampoco en detenerse en las guerras de los griegos contra los persas. Interesa únicamente hacer notar que la afirmación de Passerin: “… un Estado ciudadano cerrado en su particularismo…” hay que entenderla teniendo en cuenta lo que he señalado. Las rivalidades entre las polis griegas, que cesarán con la conquista romana,

11 Cf., e. g., Chamoux (77): François Chamoux. Cf., e. g., Chamoux (77): François Chamoux. La Civilization Grecque. À l´époque archaïque et classique. Arthaud. Paris, 1977. (ã B. Arthaud. Paris, 1963). Cf. Lévy (95): Edmond Lévy. La Grèce au Ve siècle. De Clisthène à Socrate. Éditions du Seuil. Paris, 1995.

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se reproducirán entre las ciudades italianas de la época del Renacimiento que le tocará vivir a Machiavelli.

Passerin señala que la definición ciceroniana de res publica tiene en cuenta en la noción de Estado el elemento jurídico, lo que no aparece claramente en el pensamiento griego (p. 54). De nuevo hay que hacer notar que desde el Critón, Platón, por boca de Sócrates, como he señalado, muestra la importancia de la ley y la obediencia que le es debida por parte de los ciudadanos. Sócrates se refiere in extenso, en su argumentación contra la propuesta de fuga de la cárcel que le hace Critón, a la importancia de la ley y a cómo el infringirla atenta contra la estabilidad de la polis. En Politeia hay referencias expresas a la ley, y el último diálogo de Platón tiene por título precisamente el de Nómon (Las Leyes). De modo que sin negar la fundamental importancia que tuvo el Derecho Romano en la cultura occidental, particularmente en la Europa continental y en Iberoamérica, no así en el mundo anglosajón, en Platón es clara la importancia que se atribuye a la ley en la constitución del Estado (polis).

En Agustín las expresiones res publica, civitas, regnum, tienen igual significación. Ellas son usadas también por los autores medioevales posteriores pero con significados diferentes: Civitas es el Estado ciudadano que hubo en Europa y particularmente en Italia. Regnum alude a las monarquías territoriales en proceso de formación desde la Alta Edad Media. Res publica se refiere a la noción de una comunidad más amplia, la res publica christiana, que comprende al Imperio y al Papado (Passerin, p. 54).

2. La segunda razón por la que no aparece en el Medioevo el vocablo Estado (status) dice Passerin es:

… porque todavía no se había acuñado, no se había fijado en un significado concreto. La palabra “Estado” es un neologismo que no fue acogido por las lenguas europeas hasta una época relativamente reciente y cuyo éxito se debió al hecho de que la realidad significada por él era una realidad nueva, diferente en muchos aspectos de la que contemplaron los escritores políticos de la antigüedad y del Medioevo. (p. 54).

Passerin no describe con precisión cuáles son las características de esa “realidad nueva” a la cual, de acuerdo con él, se referirá el vocablo Estado

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después del Medioevo. Es obvio, desde luego, que la complejidad de la organización socio-económico-jurídico-política de un Estado del siglo XXI difiere totalmente de la de las ciudades-estados de la Italia del Renacimiento. Pero, complejidad aparte, la Tebas de Creonte, la Florencia de los Medici o de Savonarola, la Francia de Luis XIV o un Estado de nuestros días, no son esencialmente diferentes en cuanto Estados, no importa el vocablo con el que se los designe. Ciertamente, podría argüirse que la introducción del régimen jurídico y la legitimación constituyen en el Estado moderno elementos diferenciadores con respecto a los Estados de mera fuerza que antes hubo. Pero no se ve que la Florencia de Machiavelli difiriera mucho como Estado de la Tebas de Creonte. No sería un elemento específicamente distintivo, en lo relativo a la noción de Estado, el que las ciudades-estados italianas utilizaran ejércitos mercenarios dirigidos por condottieri12 y los ejércitos de las ciudades griegas estuvieran constituidos por su propios ciudadanos; tampoco el que las ciudades italianas en ocasiones obtuvieran el apoyo de Estados no italianos para combatir entre ellas, pues algunas ciudades griegas también en ocasiones se apoyaron en su enemigo mortal, el persa. Así, pues, más bien que una “realidad nueva”, lo novedoso parece ser la “disección de filosofía política o de ciencia política” que realizó Machiavelli en El Príncipe al analizar “el principado nuevo”, i. e., su perspectiva de realismo político.

En el caso de las ciudades-estados italianas, a las que se refiere Machiavelli en El Príncipe, en concreto a Florencia, el vocablo Estado alude a la organización política de la ciudad y a la forma de ejercer el poder dentro de ella el Príncipe. Lo novedoso que en el escrito de Machiavelli puede encontrarse es su idea de cómo debe el Príncipe, i. e., el gobernante, ejercer el poder, a saber del modo como ya expresaba Trasímaco, mediante el uso de la fuerza acompañada de la astucia. Pero la mayor novedad no radica tanto, a mi manera de ver, en este punto de vista sino en el hecho de que Machiavelli haya hecho un análisis empírico del ejercicio del poder y formulado las recomendaciones que a su juicio debe seguir el Príncipe para conservarlo y no perderlo. Novedosa es su idea de la doble ética que subyace en todo El Príncipe: una es la del gobernante, de acuerdo con la cual todo lo que coadyuve

12 Cf. Marcel Brion. Cf. Marcel Brion. Maquiavelo. Ediciones Biblos. Barcelona, 2005. Cap. 2. La Italia Desgarrada. [Título original Machiavel. Albin Michel. Paris, 1948].

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a mantenerlo en el poder es lícito, y otra es la del gobernado, de acuerdo con la cual no debe atentar contra el poder del gobernante. Este problema de la doble Ética no es discutido por Passerin. En Platón hay una sola Ética cuyas premisas fundamentales son el logro de la justicia en la polis, en los términos en que ésta queda definida en Politeia, y que el poder propenda a obtener el bien de los gobernados. Dos fines muy claros, aunque difíciles de obtener sin la existencia y aplicación de un Derecho coactivo. De modo tal que la propuesta platónica en buena parte depende de la virtud ética de gobernantes y gobernados. En Machiavelli sólo cuenta el interés del gobernante. Se trata de que éste mantenga el poder frente a los gobernados y enemigos exteriores. Cualquier conducta del gobernante se justifica para la consecución de este logro. Se podría pensar que un Estado estable donde impere el orden redunda en el bien de los gobernados, pero el bien de los gobernados es algo a lo que Machiavelli no se refiere para nada. Se diría que tal bien de los gobernados, si se da, es algo que no interesa en sí mismo ni se busca directamente, pues lo que se persigue es mantener al gobernante con poder interno y externo. Es este desprecio total por los gobernados, en la búsqueda del poder para el gobernante, lo más rechazable de la teoría política de Machiavelli. Se dice, lo dice Passerin, que la postura de Machiavelli es la de la “verdad objetiva”, la del “empirismo” que analiza la praxis, lo que es y no lo que debe ser, y cita Passerin a Bacon [1561-1526], tenido por el padre del empirismo moderno. Pero hay una buena cuota parte de racionalismo en Machiavelli, de ese racionalismo que nace con Platón y que postula la existencia de verdades a priori, i. e., independientes de la experiencia. Postular que el poder es el dominio exclusivo y excluyente del gobernante es afirmar la existencia de una verdad a priori. Es no admitir que pueda haber, como la Historia a partir de la Revolución Francesa y de la Revolución Americana demostraron, otras formas de entender y distribuir el poder. El Estado, como Machiavelli lo concibió, es la negación del derecho a disentir y del derecho a buscar caminos distintos a la vía totalitaria y unidimensional del poder.

En los textos medioevales, dice Passerin, la fórmula communitas perfecta et sibi sufficiens es la que más se acerca a la noción moderna de Estado. Pero es a partir del Renacimiento cuando comienza a usarse, en italiano, el vocablo Estado para designar la realidad correspondiente. Status inicialmente significó

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condición o modo de ser de una persona o de una cosa. De allí se pasó, en el lenguaje de la baja latinidad y de Medioevo, al de solidez, prosperidad, bienestar de un determinado ente colectivo, Imperio, Iglesia o reino. Así en la frase de Justiniano statum reipublicae sustentamus (Passerin, p. 55). Progresivamente, el vocablo status adquiere mayor precisión y designa: a) Una especial condición social o económica, por tanto, una particular categoría o clase de personas. Así en la palabra francesa état (Estados Generales. Tercer Estado). En Inglés status se usa para designar la condición social de una persona. b) La estructura u ordenamiento de una determinada comunidad. Esta significación quizás procede de un pasaje de Ulpiano en el Digesto: publicum ius est quod ad statum rei romanae spectat (Passerin, p. 56). Probablemente, la depuración del concepto de Estado hasta llegar a la significación moderna se inicia de la acepción (b) del vocablo. Pero deben distinguirse dos aspectos, el subjetivo y el objetivo. En sentido subjetivo Estado es poder, autoridad (il popolo montò in molto statu e signoria, Dino Compagni); en sentido objetivo Estado es dominio territorial o pueblo sometido (“el Estado de la Iglesia”). (Passerin, 56-57). Passerin es de la opinión de que a la difusión e influencia de la obra de Machiavelli en Europa se debió el uso que fue adquiriendo paulatinamente el vocablo Estado en las lenguas modernas (p. 57).

El significado moderno del vocablo Estado queda consagrado desde las líneas iniciales de El Principe: Tutti gli stati, tutti e’ dominii che hanno avuto e hanno imperio sopra gli uomini, sono stati e sono o republiche o principati. En el pasaje transcrito, afirma Passerin, queda definitivamente fijado el uso del vocablo Estado para designar la realidad del Estado moderno en sus dos formas de Estado popular (república) y de monarquía absoluta (principado). (p. 58). En el mundo anglosajón el uso del vocablo Estado no es frecuente. En Inglaterra, e. g., “servicio del Estado” es el “servicio de la Corona” o el “servicio de Su Majestad”. En los Estados Unidos de América, Estado designa uno cualquiera de los Estados de la Unión; y el Estado Federal se denomina Federal Government. (p. 59-60). En esta etapa de la fijación del concepto de Estado y del uso que de este vocablo se hará a partir de Machiavelli, gran teórico del realismo político, interesa destacar una vez más que para éste Estado es poder del gobernante, del Príncipe, que se ejerce sobre los gobernados, y ese poder es fuerza. (p. 61). El Príncipe es una

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suerte de “manual de procedimiento para el ejercicio del poder” por parte del gobernante. Pero las relaciones de fuerza que se ejercen en el Estado, como Machiavelli ha comenzado a denominar la realidad política sobre la cual teoriza, no son sólo las del gobernante. Las de éste deben imponerse (ésta es la Ética del gobernante que preconiza Machiavelli) y a cómo lograrlo están dirigidas las recomendaciones de El Príncipe, pero hay otras fuerzas que también actúan y cuando logran imponerse el gobernante pierde el poder. En Las Historias Florentinas (Libros II a IX) Machiavelli nos ha mostrado las vicisitudes del poder en su ciudad natal13.

Para Machiavelli el problema central de la política es la fuerza. Ésta constituye para él la esencia del Estado y en consecuencia considera la fuerza como el elemento central de su concepción política. Machiavelli distingue entre fuerza y poder y afirma que quien tiene el poder (imperio) pero no tiene a la vez la fuerza (forze) está condenado a la ruina. En la concepción de Machiavelli, el Estado antes que poder [titularidad o investidura formal de autoridad] es fuerza, i. e., poderío ofensivo y defensivo respecto del exterior y obediencia y disciplina en lo interior (Passerin. p. 63). Pero para Machiavelli, sólo en los “principados nuevos”14 son elementos decisivos para la vida del Estado el poder y la fuerza material. El príncipe hará uso de ella según su arte de gobernar. En los principados hereditarios el gobierno del Estado se consigue no sólo con las armas sino con “buenos sistemas de organización” (buoni ordini), “honestas tradiciones” (virtuose succesioni) y “multitud de buenas instituciones” (infinite constituzioni buone). (Passerin, p. 64). No obstante estas salvedades, la impresión del lector de El Príncipe es que incluso en los principados hereditarios el uso de la fuerza es el elemento cohesivo para el éxito del gobierno del Estado. Se tiene igualmente la impresión, precisamente por ese acento que pone Machiavelli en la fuerza y en la persona del príncipe, y tal vez esto no es subrayado por Passerin, que el Estado de Machiavelli

13 Cf. Machiavel (52).: Machiavel. Cf. Machiavel (52).: Machiavel. Oeuvres Complètes. Introduction par Jean Giono. Texte présenté et annoté par Edmond Barincou. NRF Gallimard. Bibliothèque de la Pléiade. Paris, 1952. pp. 999-1418.

14 En el brevísimo Capítulo I de El Príncipe, Machiavelli clasifica los principados en “hereditarios” y “nuevos”. Los hereditarios son aquellos en los cuales su carácter de tales deriva del linaje de sangre (… ereditarii, de’ quali el sangue del loro signore ne sia suto [Stato] lungo tempo principe, …). [MACHIAVELLI 20077, p. 5]. Los principados nuevos son los restantes.

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contiene una debilidad esencial. Depende, en efecto, de la sola persona del príncipe y mucho menos de las instituciones. Esta realidad hace al Estado frágil. Modernamente Estados democráticos con sólidas instituciones, como es el caso de los Estados Unidos de América, han podido sortear vicisitudes graves como fue el caso ocurrido durante la administración [1969-1974] del Presidente Nixon [1913-1994] que llevaron a la renuncia de éste en el segundo año de su segundo mandato en 1974; y la no menos grave ocurrida en la década anterior con el asesinato del Presidente Kennedy [1917-1963], en el tercer año del ejercicio de su mandato en 1963. Pero si es débil un Estado que depende únicamente de la persona del gobernante, esto puede ser a la vez ventajoso para el pueblo, en el sentido de que resulta tal vez más viable deshacerse de un tirano personalista, cuando hay voluntad política mayoritaria y decisión apropiada; pero, por desgracia, aquellas tiranías de fuerte base ideológica que han creado y aherrojado todas las instituciones propias del Estado, resultan mucho más difíciles de cambiar. Fue el caso del nazismo y es hoy el caso de países como Cuba, Corea del Norte, Irán. Sólo la intervención de la comunidad internacional es capaz de cambiar tales situaciones, con todas las dificultades que ello implica. El caso de la disolución de la Unión Soviética habría tal vez que explicarlo por razones de índole económica. El Estado Ruso actual, que ha alejado de sí la ideología comunista, sigue siendo de base personalista con tendencias a un totalitarismo de fuerte componente militar, todo lo cual conspira permanentemente en contra de su estabilidad. El gigante Estado Chino de nuestros días es un Estado totalitario con base ideológica comunista, bien equipado militarmente, al igual que sus vecinos Rusia, India y Paquistán, y aprovecha las vías propias del mercado occidental para beneficiarse económicamente. En todos estos Estados últimamente nombrados, así como en el de los Estados Unidos de América y Europa Occidental, en especial Inglaterra y Francia, la fuerza militar es parte importante de su organización. De modo, pues, que en este sentido el realismo político de Machiavelli no se equivocó: la fuerza constituye un elemento esencial del Estado. Sólo que a Machiavelli no le interesaba si esta fuerza estaba o no regulada por la ley (legalizada), ni mucho menos si la ley gozaba o no de la aprobación de los ciudadanos (legitimada). Este punto de vista de Machiavelli es inaceptable en nuestros días. Pero de la muerte de Machiavelli en el verano de 1527 a la

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proclamación de los Derechos del Hombre y del Ciudadano por la Asamblea de los revolucionarios franceses en 1789 faltaba algo más de dos siglos y medio, y algo más de siglo y medio desde esta primera proclamación a la de los Derechos del Hombre por la ONU en 1948.

Partiendo de que Machiavelli manifiesta el propósito deliberado de considerar el problema del Estado fácticamente, i. e., investigar “cómo se vive” y no “cómo debe vivirse”, por consiguiente considerar que al Príncipe lo que le interesa para mantenerse en el poder es el problema de la fuerza, y no el del poder [fuerza legalizada], ni el de la autoridad [fuerza legalizada legitimada], Passerin sostiene que los imperativos que Machiavelli propone al Príncipe son hipotéticos, o lo que es lo mismo, son reglas técnicas. (p. 68). Éstas son modos de conducta para el logro de un fin determinado [si quieres lograr esto, debes hacer esto otro]. No comportan por consiguiente tales imperativos ninguna prescripción de carácter ético. Sostiene igualmente Passerin que tales imperativos hipotéticos se convierten en imperativos categóricos cuando se considera al Estado como un fin supremo, por consiguiente tales imperativos obligarían éticamente [Ética del gobernante]. (p. 68). Se puede estar de acuerdo, formalmente hablando, con este razonamiento. Pero Passerin no examina la cuestión del fin para el cual, tanto en el caso de los imperativos hipotéticos como en el de los imperativos categóricos, debe buscarse proteger al Estado. El lector de El Príncipe aprecia que en Machiavelli no existe, ya lo he anotado antes, preocupación alguna por los gobernados. Lo que le interesa es que el Príncipe se mantenga en el poder y conserve la integridad de su Estado. No es posible entonces concluir otra cosa sino pensar que de lo que se trata en Machiavelli es de lo mismo que pretendía Trasímaco: el provecho del gobernante. Si Machiavelli en su fuero interno pensaba que salvando al Estado (por cualquier método) se beneficiaba a los gobernados, es algo que no dice; y el lector de El Príncipe no ve por qué habría de concedérsele al Secretario florentino el beneficio de la duda. En una moderna discusión de filosofía política podría examinarse la validez de la denominada razón de Estado, su justificación ética a la luz de los hoy admitidos universalmente

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derechos humanos. Pero Machiavelli no se detienen en esto, simplemente no le interesa15.

En las páginas finales de su estudio del Estado como fuerza, Passerin examina los puntos de vista diferentes que acerca de la realidad política tienen, respecto de los denominados “realistas políticos”, como Machiavelli, los cultivadores de lo que hoy se conoce como “ciencia política”, uno de cuyos máximos exponentes es el norteamericano Arthur F. Bentley [1870-1957]. La ciencia política es empírica y rigurosamente ajena a criterios axiológicos, y se propone la misma investigación de la “verdad efectiva” que se propusieron los realistas políticos, i. e., el estudio de las relaciones de fuerza que se dan entre los hombres, como es la típica y fundamental de autoridad y obediencia. (Passerin, p. 85).

Passerin señala, sin embargo, dos diferencias entre ambos puntos de vista: 1. Los cultivadores de la ciencia política carecen de cualquier intención preceptiva de formular normas técnicas o de arte de gobierno. [El Príncipe, por el contrario, está lleno de ellas]. La moderna ciencia política pretende “conocer”, no “enseñar”. De modo que toca al político, o a quien conozca las investigaciones y los datos fácticos recogidos y organizados sistemáticamente por la ciencia política, sacar [si le interesa] las consecuencias prácticas que de allí se deriven. 2. La moderna ciencia política tiende a separar el estudio del fenómeno político de la dedicación exclusiva al problema del Estado. Atiende a las relaciones de fuerza que existen en un determinado contexto social y se desinteresa del nombre específico [e. g., polis, civitas, regnum, res publica, Estado] con el que pueda a veces designarse la fuerza organizada

15 Los límites de espacio impuestos por razones editoriales han hecho necesario omitir en este artículo comentarios acerca del análisis que hace Passerin de las tesis del Estado-Fuerza en varios autores como Fichte [1762-1814], Hegel [1770-1831], Ranke [1795-1886], Treitschke [1834-1896], Marx [1817-1883], Engels [1820-1895], Gramsci [1891-1937]; así también de las de otros autores más recientes como Gaetano Mosca [1858-1941] y Vilfredo Pareto [1848-1923], quienes desarrollaron la doctrina de la clase dirigente, de las élites políticas o élites de gobierno.

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en una cierta época y en una cierta sociedad. De ello resulta lo que puede denominarse la disolución del concepto de Estado. (Passerin, p. 85).

Al norteamericano Arthur F. Bentley se le considera el máximo precursor de la moderna ciencia política, dice Passerin, con su obra The Process of Government, en la cual sostiene que la relación política es un proceso, una cosa que se hace, i.e., “una desviación en otra dirección de la conducta de los hombres mediante un complejo de fuerzas destinadas a vencer la eventual resistencia opuesta a aquella modificación, o bien la dispersión de un grupo de fuerzas por obra de otros grupos”. [Poder en el sentido definido por Stoppino en el Diccionario de Política de Bobio]. Es esto lo que constituye la sustancia de la relación política, lo que Bentley denomina la materia prima del gobierno. La reducción de la realidad política a un puro devenir (process) ocasiona que quede relegado a un plano secundario todo lo que en ese devenir signifique una cristalización o estancamiento. De modo que la materia prima de la política (government) no se halla en los códigos, ni en el Derecho que está contenido en éstos, ni en las constituciones, ni en los tratados sobre las formas de gobierno, tampoco en los “caracteres de un pueblo”. Para Bentley la materia prima de la política donde se halla es en la actividad legislativa, administrativa y judicial que efectivamente se produce en una Nación. (Passerin, p. 86).

Para Bentley, lo que distingue a la política, al fenómeno político, de otros fenómenos sociales es la presencia de la fuerza. Pero Bentley prefiere utilizar el concepto de presión, porque con él se concentra la atención en los grupos donde se individualizan los intereses que determinan el obrar de los hombres. Una presión es siempre un fenómeno de grupos e indica el impulso y la resistencia entre ellos. El equilibrio de estas presiones entre grupos es la condición de existencia de la sociedad. De modo que a Bentley interesa más el estudio de estos grupos que el de la noción de Estado: Ésta puede haber servido en circunstancias particulares de tiempo y lugar para expresar la actividad de un cierto grupo, afirma Bentley, pero el objeto de la ciencia política lo constituyen los grupos de interés que se manifiestan en la Constitución [Recuérdese a Ferdinand Lassalle y su obra ¿Qué es una Constitución?], y en las actividades administrativa, legislativa y jurisdiccional (Passerin, p. 87). Passerin dice interesarse por las tesis de Bentley por dos

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razones: 1. Porque aunque expuestas hace más de medio siglo y olvidadas por un tiempo, han sido “redescubiertas” y encomiadas en época reciente. 2. Porque ilustran la disolución del concepto de Estado en la moderna ciencia política (Passerin, p. 88).

La lógica interna que explica tal disolución se comprende: 1.) Por Las varias direcciones actuales de la ciencia política, que se orientan hacia el estudio del poder, entendido como fuerza, en las relaciones sociales. En este sentido, la idea de los grupos de presión de Bentley conduce a una concepción pluralista de la sociedad, a un pluralismo político, entendido éste como la reducción de toda la realidad política a la dinámica de grupos en lucha. Queda así excluida cualquier posición de privilegio de un grupo respecto de los otros y se reduce el problema del Estado a un mero problema de fuerza. 2.) Por el interés concedido a estudios tales como los comportamientos (behavior), las decisiones (decisión-making), motivaciones (value-orientation). Si la realidad política no puede captarse más que en su devenir (process) y si éste está constituido por un juego incesante de acciones ordenadas con vistas a un fin, para entender tal realidad hay que estudiar en sí mismos y/o en sus recíprocas interferencias esas acciones (los comportamientos y las decisiones) y esos fines (las motivaciones, los valores). La conexión entre acciones y fines constituye la política (policy), entendida como el uso de la fuerza para la realización de los “valores dominantes” en una determinada sociedad (value integration o implementation, authoritative allocation of values). El vocablo Estado es sólo un término empleado para una cierta “frecuencia de identidades, de demandas o de expectativas” acerca del uso de la fuerza en un determinado contexto social (Passerin, p. 88-89). Estos puntos de vista conducen no sólo a disolver el concepto de Estado, sino todos los conceptos que en el lenguaje político tradicional están vinculados a aquél. De lo que se trata, en suma, es de prescindir de los conceptos “formales” y contemplar la realidad “efectiva” que ellos ocultan. Para autores como Lasswell [Harold Dwight, 1902-1978] y Kaplan [Abraham, 1918-1993], en su libro Power and Society, el vocablo Estado sólo expresa la conceptuación de un cierto grupo territorial dotado de una fuerza superior a las demás (Passerin, p. 89).

Concluye Passerin su exposición del punto de vista de los cultivadores de la moderna ciencia política con una apreciación crítica, la cual suscribo

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totalmente, que anticipa lo que en el decurso de su libro tratará en la Segunda y Tercera partes, i. e., el Estado como poder (fuerza legalizada) y el Estado como autoridad (fuerza legalizada legitimada). Dice Passerin en su apreciación crítica:

El Estado es fuerza, pero una fuerza “revestida” de un determinado carácter e “investida” de ciertas cualidades que la distinguen de otros tipos de fuerza. No es sólo “fuerza”, sino fuerza “legal”, fuerza “legítima”: poder, autoridad. Por consiguiente, debemos recurrir al análisis del poder para darnos cuenta de un aspecto del problema del Estado que escapa -como no puede ser por menos- al “realista político”, pero no al jurista … (Passerin, p. 90).

Este punto de vista muestra lo sesgado de la tesis de los modernos científicos políticos. Pienso que es imposible concebir una sociedad que no esté regida por un sistema jurídico legitimado. En Derecho es bien conocido el aforismo ubi societas ibi ius (donde hay sociedad hay Derecho). De modo que limitarse a realizar una fenomenología de las conductas de los grupos de poder (ya sea añadiendo prescripciones o reglas técnicas al gobernante -si quieres lograr esto debes hacer esto otro-, como Machiavelli en El Príncipe; o sin formular ninguna de tales reglas, como los modernos científicos políticos, así Bentley y otros), prescindiendo de cualquier consideración de un sistema jurídico legitimado, a mi parecer, es no sólo permanecer en la etapa del diagnóstico, sin pensar en una necesaria finalidad hacia la cual deber orientarse el gobierno de una sociedad, sino olvidarse de que en toda sociedad siempre existirá un sistema jurídico, cuya perfectibilidad debe además ser siempre un desideratum. Y es esta sociedad así organizada, donde el poder (en el sentido de Stoppino) se manifiesta en las presiones (Bentley) que recíprocamente ejercen entre ellos los distintos grupos sociales de interés (gobierno-ciudadanos, ciudadanos-ciudadanos), a los cuales no es posible permitírseles actuar fuera del sistema jurídico, lo que constituye ese constructo que denominamos Estado. Subsiste, sin embargo, el problema al cual nos referimos en páginas anteriores, de un Estado forajido, como lo imaginó (sin utilizar esta expresión) Agustín. Reitero mi idea de que en estos casos toca a

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la comunidad internacional, con base en los valores admitidos en Occidente, resolver estas situaciones, como lo hizo la OTAN en años recientes con el Estado forajido de la antigua Yugoslavia.

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16 La mayor parte de los libros de esta Bibliografías están citados en notas de pie de página del presente Trabajo o en el cuerpo del mismo; los restantes han sido sólo consultados en aspectos puntuales. Estos últimos están precedidos en la lista de la Bibliografía por el símbolo: ● Las fechas de vida de autores, colocadas entre [ ], están tomadas de las siguientes fuentes: Encyclopaedia Británica; Diccionario Nouveau Petit Larousse Illustré; Diccionario de Filosofía de José Ferrater Mora; Wikipedia, The Free Enciclopedia; Amazon.com (Books); alguna otra citada expresamente.

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NOTAS SOBRE EL VALOR ANTROPOLÓGICO DE LA ONTOLOGÍA

MEDIEVAL

Pompeyo Ramis Muscato1*

ResumenNos proponemos sostener que la ontología medieval, al menos en

su línea tomista, contiene principios suficientemente explícitos de una antropología filosófica. Así lo indica su teoría del proceso intelectivo, apoyada en una previa doctrina metafísica del ser y una psicología del conocimiento. La noción de ser se capta en interacción de todas las facultades humanas, excluyendo las gnoseologías fundadas en un solo grupo de potencias. Por consiguiente, no hay lugar para positivismos ni idealismos, pues el hombre piensa y opera con todo el conjunto de sus facultades sensitivas e intelectivas. A todo ello sigue una valoración del ser humano como ente dotado de dignidad y situado en el centro de los sistemas políticos, sociales y jurídicos. Por tanto quizá no haya razones suficientes para acusar a la Escolástica medieval de haber olvidado “la pregunta que interroga por el ser del ente”.

Palabras clave: gnoseología, experiencia, sensación, intelecto, naturaleza, supósito, hipóstasis, persona.

1 * Doctor en Filosofía. Profesor Titular de la Maestría de Filosofía y del Doctorado de Filosofía. Facultad de Humanidades y Educación. Universidad de los Andes. Mérida – Venezuela. Conferencista internacional. Autor, entre otros libros, de: de Veinte filósofos venezolanos (Universidad de Los Andes –ULA- 1978). Ideario filosófico de Bartolomé Xiberta (ULA, 1996). Lógica y crítica del discurso (ULA, 1999). La esencia prejurídica del Derecho (ULA, 2002). Autor también de diversas traducciones y artículos publicados en revistas filosóficas. ([email protected])

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SOME NOTES ABOUT THE ANTHROPOLOGICAL VALUE OF THE

MEDIEVAL ONTOLOGY

AbstractIn this article we try to defend that the medieval thomistic

metaphysics has enough and quite explicit principles to found a philosophical anthropology. We could so understand by considering the Scholastic theory of the intelectual process, supported with a metaphysical doctrine of the being and a psychology of the human knowledge. The being notion is perceived by all the human faculties in a mutual interaction, not by only one group of them. Therefore, any form of positivism and idealism is excluded, since the man’s way of thinking and operating is performed by both the human potencies: the sensitive one as well as the intellectual. All that is followed by a valoration of the human being in his personal dignity and as the center of political, social and legal systems. And so, perhaps there couldn’t be sufficient reasons to accuse the medieval Scholastic of forgetting the question of the nature and substance of the being.

Key words: gnoseology, experience, sensation, intellect, nature supposit, hyppostais, person.

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Notas sobre el valor antropológico de la ontoñogía medieval

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La ontología medieval ha sido acusada de haber tenido a menos la realidad del ser en situación, y por consiguiente, de haber olvidado el plano antropológico que todo sistema filosófico debería reflejar. Pero esta apreciación es inexacta, no sólo habida cuenta de la corriente franciscana, que de sí misma desmiente tal acusación, sino también de la tomista, a la que se supone instalada en un puro intelectualismo desvinculado del fenómeno existencial. Para fijar lo que llamamos “valor antropológico” en un contexto que pueda aceptarse ontológicamente, atenderemos a un doble aspecto: el panorama ontológico de la experiencia humana y las implicaciones axiológicas de la noción de ser.

1. Panorama ontológico de la experiencia humana

La primera y fundamental experiencia humana es el conocimiento intelectivo, que surge tan pronto como la percepción sensitiva se vuelve consciente. La filosofía escolástica, de la mano de Aristóteles, convirtió en axioma el origen sensitivo del proceso intelectual: “nada hay en el entendimiento que antes no haya estado en los sentidos” (nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu).

Este principio gnoseológico, que ya se había hecho tradicional, sufrió su primera ruptura cuando Descartes proclamó un dualismo irreductible entre la experiencia sensible y el conocimiento intelectivo. Esa irreductibilidad entre la sustancia extensa y la pensante pasó prácticamente al resto de la filosofía occidental moderna y contemporánea. Para unos el pensamiento se redujo al área de los sentidos, mientras que otros lo asignaron al intelecto puro. En el dualismo cartesiano no puede hablarse propiamente de experiencia, sino de pensamiento solo; no es la experiencia el origen del conocimiento intelectivo, sino más bien al revés. De esta manera Descartes provoca dos movimientos filosóficos opuestos: uno a partir de Spinoza, que lleva los principios cartesianos hasta las últimas consecuencias, y otro que reacciona negando la teoría de las ideas innatas hasta el extremo de no admitir más conocimiento que el derivado de la experiencia sensible. La primera tendencia permanece en el área del entendimiento puro, mientras que la segunda se queda en el ámbito de los sentidos. Sin embargo, ambos bandos parten de una misma radicalidad gnoseológica cartesiana.

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Es probable que tanto el rechazo de la experiencia como su exagerada apreciación se deban al deseo de acrecentar el rigor científico de la filosofía. No obstante parece que por ambas partes faltó el sentido del término medio aristotélico que predominó durante la mejor época del pensamiento medieval. No es que entonces no se discutiera también sobre las relaciones entre ser y conocer, pero siempre predominó la tendencia a colocar la sensación en el inicio del proceso intelectivo, exceptuando, claro está, el corto período del realismo extremo. No se apartó del término medio ni siquiera una personalidad tan tocada de apriorismo platónico como Escoto Eriúgena, partidario de que la dialéctica científica procediera tanto deductiva como inductivamente, para que se diera íntegra la visión filosófica de la realidad. (Cf. De divisione naturae, 1, c. 4: PL 122, 869 A).

En un intento de mayor profundización en la ontología de la experiencia, Tomás de Aquino nos ofrece gran variedad de textos, entre los cuales cabe destacar el siguiente: “Puesto que el entendimiento es una fuerza o virtud, posee su propio objeto natural de aplicación. Pero dicho objeto debe ser algo que comprenda todas las cosas conocidas por el entendimiento, de la misma manera que bajo la noción de color todos los colores que son por naturaleza visibles. Y ese “algo” no puede ser otra cosa que la noción de “ser”. (Contra Gent., 1, c. 83). La referencia al color como objeto de la vista nos remite a la analogía entre los modos sensitivo e intelectivo de conocer. Así como la vista percibe los colores el entendimiento capta el ser y todo cuanto cae bajo su generalísima noción, incluidos los mismos principios, tanto del mismo ser como del obrar. Y como todo lo que captan los sentidos está incluido en la noción de ser, resulta que tan pronto como se concibe el ser adquieren razón de unidad las aprehensiones sensibles y, en consecuencia, la totalidad de nuestra experiencia. Así que, aplicando debidamente este aspecto de la gnoseología tomista, tal vez fuera posible conciliar los mencionados extremos a que dio lugar la herencia cartesiana.

Existe, por tanto, una inmediación entre el entendimiento y el ser, como análogamente se da entre la vista y la luz, o entre cualquier sentido y el sensible que le es propio. Por esto, bien podríamos decir que el entendimiento es la “facultad del ser”, tanto del ser en sí como forma cuanto del ente como sujeto, es decir, como existencia concreta. En efecto, nada podría entenderse

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si no fuera percibido como ser-en-acto. Nihil intelligi potest nisi secundum quod est in actu. (I, q. 12, a. 1 c). Así, pues, la percepción del ser en tanto que existente constituye el inicio de toda experiencia ontológica; lo cual presupone, además del término ontológico ya expresado en la noción de ser, el término gnoseológico que denotamos al referirnos al ser en acto que posee existencia propia (actus essendi proprium).

Si el actus essendi es la razón de todo lo existente, no es en vano que sea también llamado “acto de todos los actos” (actus omnium actuum) y “forma de todas las formas” (forma omnium formarum). Por eso resulta comprensible que el ser-en-acto contenga en sí todos los momentos de la experiencia sensible, constituyéndose así en principio común de toda singularidad sensible, a la que confiere razón de unidad, y al mismo tiempo de individuación y diversidad frente a todos los demás sensibles. Dada la correlación entre ser y conocer, será preciso afirmar que el principio unificador de la experiencia humana es doble: ontológico por una parte y gnoseológico por otra. Por el lado ontológico está el actus essendi, mientras que por el gnoseológico nos encontramos con todos los actos humanos que contribuyen a la aprehensión y percepción. Bajo estas dos perspectivas es posible hallar un término medio entre los dos extremos criteriológicos del cartesianismo y del sensismo. En efecto, si nos atenemos al aspecto ontológico, participamos en una especie de realismo moderado integral que supera la restringida idea de experiencia que tienen el sensismo y el positivismo. Y si por otra parte acudimos al campo gnoseológico, hallaremos que, estando el conocimiento intelectivo informado por el actus essendi, puede abarcar la universalidad del mundo inteligible. De este modo nos situamos en el referido realismo moderado integral, corrigiendo el exclusivismo de las doctrinas que separan los mundos del conocimiento y de la experiencia como si uno y otro nada tuvieran que ver entre sí. Esta concepción ontognoseológica, típicamente medieval, es la continuación de una doctrina aristotélica que durante varios siglos tuvieron a menos las tendencias platonizantes.

El problema que resolvió Aristóteles era muy parecido al que se plantearía a partir de Descartes. Efectivamente, mientras Parménides encerraba la cuestión del ser y la ciencia en un monismo ontológico irreductible en que no cabía la multiplicidad ni el movimiento, Heráclito no admitía más realidad que la del

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ser múltiple y dinámico (tó gígnesthai). Sin embargo ambos coincidían en desconocer el puesto de la experiencia sensible en el proceso del conocimiento científico: el uno por negar la multiplicidad y el movimiento y el otro por sostener que el movimiento es la única realidad constatable. En definitiva, ninguno de los dos sistemas explicaba la razón del saber científico; el de Parménides porque, no admitiendo más que el ser único y estable, todas las proposiciones resultaban necesariamente tautológicas; y el de Heráclito porque, no existiendo más que multiplicidad y movimiento, no quedaba lugar para otro saber que no fuera el meramente opinable.

El problema pareció entrar en vías de solución con la intervención de Sócrates, aunque con las improvisaciones propias de la disputa no planificada, y sin moverse del terreno de la moral. Pero aun así introdujo un principio de claridad con su teoría de los conceptos definitorios permanentes, es decir, científicos, que tenían los caracteres de fijeza y estabilidad que Parménides atribuía al ser. De modo que, si los actos humanos son mudables y transitorios, de ellos podemos sacar nociones y definiciones que reflejan los aspectos permanentes y cualificables de la conducta. Ahora bien, si eso era posible en el campo de la moral, análogamente podía suponerse lo mismo en el de la ciencia y la filosofía. Así formulaba Sócrates, por primera vez, una distinción clara y expresa entre el ser real y el conceptual. En el primero, múltiple y cambiable, está el universo de la opinión, mientras que en el segundo se hace posible el saber científico a través de definiciones y clasificaciones.

Platón, de quien se esperaban nuevos esclarecimientos, complicó aún más el problema de la ciencia con su teoría de los dos mundos separados. Como pensó que el único universo capaz de comunicarnos ciencia era el de las ideas puras, desestimó el mundo físico de las conjeturas y opiniones. Aristóteles, a su turno, intervino replanteando la doctrina de Sócrates, pero aplicándole un sistema ontológico completo y una psicología de las facultades cognoscitivas. A la luz de esta doble perspectiva, el Estagirita descubre que el error fundamental de Parménides y Heráclito había consistido en suponer que el orden del conocimiento y el de la realidad eran de la misma estructura: que lo que se concibe mentalmente como ser-uno, necesariamente debía también darse en la realidad como ser-uno; y que lo percibido en la realidad como múltiple, sólo como múltiple podía ser pensado. Aristóteles corrige esta falsa

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antinomia señalando dos pasos: uno lógico-epistemológico, afirmando que lo realmente existente no es el ser, sino los diversos modos de ser (pollachós légetai tò ón); y otro lógico-ontológico, demostrando que Parménides y Heráclito no habían tenido en cuenta el principio de contradicción, pues no podemos identificar una cosa con otra contraria en un mismo ligar y tiempo. Por otra parte, no es cierto que todo lo que se predica de algo en el plano puramente lógico deba existir realmente en el ontológico. En otras palabras: una cosa es el ser “per se” (kathautó) y otra el ser “per accidens” (katá symbebekós); una cosa es el ser “en acto” (enérgeia) y otra el ser “en potencia” (dýnamis). De estas nociones tomó fundamento la escolástica medieval tomista para formular las teorías lógico-epistemológicas en vistas al análisis de la experiencia humana integral.

2.Actitud gnoseológica ante el ser

El terreno propio de la experiencia del ser es el conocimiento. Conocemos el ser a través de los entes concretos, percibidos por alguno de los sentidos. La primera noción de ser la captamos con el ente actual y su actus essendi proprium. Por consiguiente el papel de los sentidos es primordial en todo acto de entender. Los sentidos humanos son las aberturas —ventanas, prefieren decir los escolásticos— por donde penetran las nociones de ser y de ente. Pero estas primeras nociones no son perfectas ni mucho menos científicas ni filosóficas, pero son el inicio del proceso intelectual. Tomás de Aquino observaba que es precisamente en este punto donde se muestra la diferencia entre el conocimiento humano y el de los animales brutos. (Cf. De unitate intellectus contra averroistas, c. 3). En consecuencia, para evitar tanto el apriorismo como el sensismo es conveniente dejar bien claro que la sensación y el intelecto son dos facultades igualmente necesarias e indispensables para el conocimiento humano. No hay saberes exclusivamente intelectuales ni exclusivamente sensibles. Situarse sólo en uno de los dos extremos sería tanto como angelizar o bestializar el conocimiento humano. Por eso el tomismo medieval no fomenta positivismos ni idealismos. Mucho ayuda a mantener esta posición la teoría aristotélico-tomista de la analogía del ser. Hay analogía de proporcionalidad propia entre el conocimiento sensitivo y el intelectivo. Las cosas conocidas intelectualmente, afirma Tomás de Aquino, se presentan

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con su forma actual que las hace existir en acto, de tal manera, que la forma y el acto de las cosas determinan el grado de claridad con que son percibidas. (Cf. In Ep. ad Timoth., VI, lec. 3). Esta es la razón por la que el conocimiento intelectivo, a diferencia del sensitivo, puede abarcar la totalidad del objeto.

Pero esta percepción actual debe referirse al ser del ente, que es como decir la primera perspectiva de totalidad que hay en los objetos sensibles. A ese momento de percepción se le puede denominar “intuición”, con tal que nos guardemos de comulgar con el intuicionismo antiintelectualista. Lo cierto es que a través de la intuición captamos el ser del ente, es decir, una existencia en un lugar y tiempo. La tradición tomista hizo clásica la proposición de que el objeto propio del entendimiento es la “quiddidad de la cosa material” (quidditas rei materialis).

Al entrar en contacto el intelecto y la quiddidad del objeto material, ambos adquieren una calidad superior, como lo expresan los conocidos aforismos: “el sentido en acto es lo sentido en acto” (sensus in actu est sensum in actu); “el entendimiento en acto es lo entendido en acto” (intellectus in actu est intellectum in actu); “el cognoscente en acto es lo conocido en acto” (cognoscens in actu est cognitum in actu). Se da por supuesto que los tres aforismos son convertibles sin que cambien de sentido, e incluso podrían pasar por axiomas si mantenemos la correlación entre las potencias cognoscitivas y los objetos materiales, como es de ley en la tradición tomista. Es inevitable preguntarse si fueron conocidos por Heidegger, porque en caso afirmativo, tal vez habría mitigado sus diatribas contra la escolástica medieval por haber soslayado “la pregunta que interroga por el ser del ente” (die Frage nach dem Sinn des Seins). Porque en efecto los medievales tenían muy presente que en el acto de conocer interviene un juego de convertibilidad entre cognoscente y conocido. La realidad conocida está siempre en el cognoscente según las características de éste (ad modum cognoscentis). Lo que equivale a decir que las cosas conocidas se “metabolizan” en la personalidad del sujeto cognoscente. Una vez que lo material concreto ha entrado en el plano cognoscitivo, participa en cierto modo de la perfección del ente racional. O dicho con palabras del mismo Tomás de Aquino: “Todas las cosas que existen en la naturaleza corporal existen más noble y altamente en la naturaleza intelectual; porque las formas de las cosas corporales existen material y

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particularmente, mientras que en las sustancias intelectuales existen espiritual y universalmente” (Quaest. disp. De anima, a. 181).

La noción de ser, entendida como un todo universal, implica dos aspectos inseparables: el ontológico y el psicológico. La metafísica escolástica nunca procedió unilateralmente prescindiendo de alguno de los dos. Y si en ciertas ocasiones pareció subsumir lo psicológico en lo intelectual, fue debido a que todavía no le había llegado suficiente noticia de la psicología aristotélica. Pero en cuanto la tuvo completa, pronto quedó consagrado aquel aforismo antropológico: “el alma es en algún modo todas las cosas” (he psyché ta ónta pós ésti pánta). {De anima, c. 8, 431b}. Los escolásticos tradujeron literalmente esta sentencia pensando en una doble analogía: la de proporcionalidad entre el alma y el entendimiento y la de atribución entre éste y los objetos cognoscibles, y así formularon: intellectus est quodammodo omnia. En efecto, si, como dijimos antes, el entendimiento en acto es lo entendido en acto y viceversa, lógicamente el entendimiento está en todo y lo es todo “en cierta manera” (pós, quodammodo). Imponiendo la universalidad del ser en los campos ontológico y psicológico, se propone, al menos indirectamente, una antropología metafísica. De hecho, bajo las nociones de ser como forma y de ente como sujeto, se realiza absoluta y objetivamente en el ser humano lo que Protágoras le había atribuido relativa y subjetivamente: “el hombre es la medida de todas las cosas” (pántôn krématôn métron ánthropos). {Diels, 80B1}. Bajo la noción de ser percibimos, objetivamente, aquella universalidad que importa máxima extensión y mínima comprehensión. Pero eso no significa magnificar el ser y disminuir el ente, sino mostrar el universo donde los entes encuentran todas las formas asumibles para su existencia en acto. Con las nociones escolásticas de ser y ente se verifica el primero y principal de los conocimientos, fundamento de todos los datos particulares que pueden ser objeto de ciencias aplicadas.

3. Implicaciones axiológicas de la noción de ser

La experiencia del ser en la ontología medieval no sólo implica la objetividad de la percepción intelectiva, sino también una metafísica de las costumbres, con su fundamentación de la moral y el derecho. La responsabilidad moral y la imputación jurídica se fundan en las cuatro primeras determinaciones del ser:

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sustancia, naturaleza, sujeto y persona; cuatro concreciones del ser que se van enriqueciendo de notas conceptuales partiendo de la idea de ser in actu signato. Habida cuenta del orden trascendental del ser —trascendental en sentido ontológico, no teológico—, van configurándose las relaciones concretas de las entidades materiales. Las primeras concreciones que se nos ofrecen son las “sustancias individuas”, que conocemos a través de su característica que es la indivisión. Es individuo todo lo que es “indiviso” en sí y “diviso” con respecto a los demás entes. (Quod est indivisum in se et divisum a quolibet alio). {In Boet. De Trinitate, q. 4 ad 3um). Prosiguiendo en el análisis de las sustancias individuas, se descubre su naturaleza, que es el aspecto óntico que determina en cada ente la operación que le es peculiar según la especie y la escala categorial a que pertenece. El concepto de naturaleza ha sido objeto de largas especulaciones, que ya venían de la Sofística griega, que solía usar los términos de naturaleza (phýsis) y de ley (nómos)para establecer antítesis entre los justo natural y lo justo legal. Por eso ya desde Antifón y Critias el concepto de ley natural habría de servir de base para formular una noción de justicia fundada en la naturaleza humana, y anterior a toda promulgación o derogación positivas. Una forma curiosa de ilustrar esa antítesis fue la tradicional distinción entre “naturale” y “violentum”. La razón de tal oposición estaba en que el sujeto, corrompiendo la finalidad de su libre albedrío, puede actuar en contra de su propio principio de operación que es la naturaleza. Cuando un ser racional no tiende a los actos que son propios de su naturaleza, entonces se convierte en un ente violento e insultante (hybristés), por lo que los productos de sus actos suelen llamarse híbridos.

Ahora bien, cuando nos referimos a una naturaleza, la sobreentendemos determinada en un sujeto que, entendido como inmediata concreción de una naturaleza humana, algunos escolásticos suelen denominar “sujeto espiritual”, para distinguirlo del mero sujeto-objeto. No hay aquí referencia expresa al sujeto pensante y consciente, como más tarde se reflejará en el pensamiento cartesiano. Sin embargo, no parece que Descartes haya introducido gran innovación en este punto, aunque su doctrina de la sustancia pensante sea mucho más clarificadora. Ciertamente, los escolásticos no llegaron a una formulación equivalente, porque fue muy distinta su metodología de especulación respecto a la ontología del sujeto humano. Para ello ya tenían

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acuñados los términos de supósito, hipóstasis y persona. De estos tres conceptos, el que mayormente tiene cabida en el tema que nos ocupa es el de persona; una idea entre las más típicamente medievales, aunque quizá por falta de información muchos la suponen una creación de la psicología y la sociología contemporáneas.

Ya antes de entrar en disputas trinitarias y cristológicas, los filósofos y teólogos medievales llegaron a la noción de persona por la sucesiva concreción de los conceptos de sustancia, naturaleza y sujeto. En principio, pues, no había más intención que la puramente ontológica, y sólo bajo este aspecto se hablaba de la dignidad de la persona humana. Pero los aspectos ontológicos de las cosas son la raíz de todas las ulteriores determinaciones en acto. Por eso aquella noción de persona no se movía del ámbito metafísico. Sus implicaciones existenciales, psicológicas, antropológicas, sociales y jurídicas se daban por supuestas. Los monjes medievales, dedicados por completo a la contemplación y el estudio, no dejaban de entender que la nota más propia de la idea de persona era la dignidad, con todos los efectos subsiguientes en el orden humano, social y jurídico. Pero los signos de su tiempo no permitían ir mucho más allá de la formulación de principios. Para ellos, la sola descripción metafísica de la persona suplía la codificación de los derechos humanos que, por otra parte, suponían arraigados en el ánimo de los legisladores. Les bastaba dejar sentado, desde la región de los principios, que la persona “es lo más completo y perfecto que puede darse” (perfectissimum in tota natura, completissimum omnium), y que por eso a ella “pertenece la dignidad” (ad dignitatem pertinens; omnium naturarum dignissima). {Cf. De potentia, q. 9 art. 3}. Las declaraciones universales de los derechos humanos no han sido creaciones de la filantropía moderna, sino una recolección y articulación legal —ciertamente meritísima— de una doctrina formulada desde siglos. El mismo Tomás de Aquino la elaboró partiendo de la clásica definición que había dado Boecio seiscientos años antes: “sustancia individua de naturaleza racional” (rationalis naturae individua substantia). {De persona et duabus naturis, c. 2: PL 64, 2343}.

Esta definición gozó de gran prestigio durante la Edad Media por dos razones: primero porque conlleva la nota de “sustancia individua”, lo que significa que la persona no está en el orden de los accidentes, que sólo pueden

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subsistir en un sujeto de inhesión. De ahí que la razón de persona sólo competa a los individuos dotados de una “sustancia especial”, denominada, según los casos supósito, hipóstasis o sustancia primera. Por tanto, en el ente racional la razón de persona no es adjetival, sino sustantival. En segundo lugar, por la nota de “naturaleza racional”, ya que la racionalidad constituye el principio próximo de las operaciones humanas, que hace que todos los actos de la persona lleven el sello de la racionalidad, incluidos aquellos que no son más que actus hominis, es decir, mociones espontáneas. Por todo eso corresponde a la persona la máxima perfección según su naturaleza. (Cf. De pot., q.9,a.3 ad 3um; I, q. 29, a. 3 c). Siendo éstos los presupuestos ontológicos de la persona, surgen espontáneamente las aplicaciones prácticas que fueron sacando los filósofos, sociólogos y juristas posteriores. Dado que a la persona compete la máxima perfección, le es debida total independencia en las manifestaciones de su ser intelectual. Cuanto más se reconozca y practique esta verdad en una república, mayor será la fecundidad y creatividad de sus personas. En una república que responda a estos principios, la persona no será usada como uno de los medios en el proceso del desarrollo, sino tenida como fin en sí misma, ordenándose a ella el conjunto de instituciones políticas, sociales y jurídicas.

Posiblemente las antropologías filosóficas postcartesianas son en buena parte deudoras de la doctrina medieval acerca de la persona. No se trata de desconocer la clarificación que se introdujo con la idea de conciencia como propiedad inmediata de la persona; pero no fue más que el resultado de haber trasladado el concepto de persona del plano ontológico al psicológico. Por otro lado, las consecuencias que se derivan de detener la especulación en un plano o en otro no son tan distintas como podría parecer. Ontológica y psicológicamente la persona es igualmente considerada bajo los aspectos que más importan: la racionalidad (conciencia) que le confiere razón de dignidad, y la unidad psicológica que de todo ello resulta para el sujeto pensante.

***La mayoría de las doctrinas ontológicas, y más aún la escolástica, han pretendido fundar sistemas

basados en un conjunto de realidades objetivas y subjetivas. Suponemos que entre ellas no puede faltar una concepción metafísica del hombre. Pero a la filosofía escolástica medieval, acusada de dogmatismo ingenuo, se le achaca el olvido de la realidad humana en aras de una realidad objetiva vacía de contenido y pasando por alto “la pregunta que interroga por el sentido del ser”. Sin embargo, una lectura más atenta de aquella filosofía en sus propias fuentes nos hace poner en duda esta acusación. Aquí no hemos expuesto más que unas sucintas líneas de lo que podría ser el fundamento ontológico de una antropología filosófica medieval; unas líneas tan sucintas, que sólo nos hemos atrevido a ponerles el título de “notas”.

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DERECHO Y MORAL, UNA NECESIDAD RECIPROCA

José Antonio Ramos Pascua1*

Resumen

El problema de la relación entre el derecho y la moral es muy complejo y se ha estudiado ampliamente desde diversos ángulos. Aquí se enfoca desde una perspectiva funcional, examinando el papel que desempeña el derecho respecto a la moral y el que cumple la moral respecto al derecho. Se intenta demostrar, impugnando con ello una de las tesis básicas del positivismo jurídico, que ambos órdenes normativos se necesitan imperiosamente, de modo que su relación es verdaderamente necesaria y no sólo contingente como sostiene esa corriente de pensamiento.

Palabras clave: Derecho. Moral. Conexiones entre Derecho y moral. Función moral del Derecho. Positivismo jurídico.

1 * Doctor en Filosofía. Profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad de Salamanca. España. Autor libros y de diversos artículos publicados en revistas nacionales e internacionales.

C.e: [email protected]

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LAW AND MORALS A RECIPROCAL NECESSIT

AbstractThe problem with the relationship between law and morality is a

complex one, and it has been studied from several angles. In this article I approach the above mentioned relationship through a functional perspective, examining the role law plays with respect to morality and morality with respect to law. What I try to show, refuting one of the basic thesis traditionally held by legal positivism, is that both normative orders are in an imperious need of each other in such a way that makes their relationship truthfully necessary and not just a contingent one, as legal positivism sustains.

Key words: Law. Morality. Necessary relations between law and morality. Moral function of Law. Legal positivism.

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Derecho y moral, una necesidad recíproca

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1. El Derecho como garante de la libertad externa

Puede afirmarse que el Derecho instaura las condiciones que hacen posible la moralidad. El orden, la paz en las relaciones sociales, la libertad externa del hombre, son condiciones previas e indispensables de la vida moral que al Derecho corresponde implantar. Es evidente que no puede florecer la moralidad en el caos de una lucha descarnada e incesante por la supervivencia. Pues bien, es el Derecho el que asegura el curso pacífico de la convivencia humana, a través de su ordenación general y cierta de las relaciones sociales. Es el Derecho, como magistralmente explicó Kant, el que asegura la libertad externa, sin la cual la moralidad no es concebible siquiera.

Recordemos la importancia que tiene la libertad en el pensamiento ético kantiano. Para Kant el hombre es libre porque puede orientar su comportamiento a partir de la razón. Y esto es precisamente lo que le confiere la dignidad de persona frente a las cosas, zarandeadas por la ley de la causalidad. De ahí la estrecha relación que media entre libertad y moralidad en el pensamiento de Kant. La libertad, afirma en el prólogo a su Crítica de la razón práctica, es la condición de la ley moral, la ratio essendi de la ley moral. En efecto, sin libertad no hay acción moral o inmoral posible. Quien obra forzado no es responsable de sus actos, ni para bien ni para mal.

Por otra parte, debe tenerse en cuenta que el hombre ha de vivir en sociedad; y la sociedad con otros hombres inevitablemente limitará su libertad, pues sus actos entrarán en colisión con los actos de los otros. ¿Cómo seguir siendo libre en esas circunstancias? Gracias al Derecho.

Si los hombres se condujeran siempre conforme a la razón, es decir, moralmente, el Derecho no sería necesario, porque la razón es algo objetivo y común a todos. Por eso, la libertad de cada uno, que es sometimiento a la razón, no conduciría a decisiones o actos incompatibles con los de los otros, sino a una convivencia perfectamente armónica. Pero como de hecho los hombres no atienden siempre a su razón sino muchas veces a sus inclinaciones, pasiones o sentimientos, frecuentemente irracionales y/o perversos, el Derecho viene a ser un parapeto imprescindible.

El comportamiento real de los seres humanos, que, como digo, no siempre se atiene a la razón ni, por consiguiente, a la ley moral, con frecuencia supone un obstáculo a la libertad de los demás o, mejor dicho, al ejercicio de esa

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libertad. La libertad misma, la libertad interna del hombre es inviolable, porque depende de su voluntad de obrar racionalmente. Pero su ejercicio, la libertad externa, la libertad de hacer o no hacer según el propio parecer, puede impedirse u obstaculizarse; lo cual no es pequeño obstáculo, porque impide la realización exterior de la libertad interna, impide la realización de la conducta racional, impide, en definitiva, la realización externa de la moralidad.

La función del Derecho, importantísima en la ética kantiana, es precisamente la de hacer posible el ejercicio de la libertad, asegurar la libertad externa, restringiendo el arbitrio brutal de quienes no obran racional o moralmente. Por eso Kant concibe el Derecho como una ley general de la libertad, es decir, como un conjunto de restricciones que permiten conciliar la máxima libertad de cada uno con la máxima libertad de todos los demás. No deja de ser paradójico que para maximizar la libertad sea necesario restringirla o limitarla. En realidad, se trata sólo de impedir la libertad desmedida de quienes, con sus excesos, coartan la libertad legítima de los otros.

Eliminar los impedimentos de la libertad es tarea que se encomienda al Derecho, por ser tarea que muchas veces requiere el recurso a la fuerza; y dado que precisamente la posibilidad de imponerse por la fuerza es uno de los rasgos característicos del Derecho. Al establecer las condiciones que hacen posible externamente la libertad, el Derecho abre la puerta a la posibilidad de que también internamente el hombre sea libre, es decir, racional o moral. En verdad, un modelo de vida ajustado a la ley moral que uno concibiera en su interior, pero que no pudiera poner en práctica por no disponer de libertad externa, sería un modelo frustrado o truncado, un modelo que se desecharía pronto como se sacuden de la cabeza las quimeras o fantasías irrealizables. De ahí el enorme valor ético del Derecho, verdadero instrumento al servicio de la moralidad. En cuanto garante de la libertad externa, su cumplimiento constituye un imperativo de la razón, una exigencia moral2. Dicho de otro modo: la moral, a modo de contraprestación funcional por el aseguramiento del orden, de la paz, de la libertad externa, que el Derecho hace posible, respalda vigorosamente al Derecho reconociendo la existencia de un

2 La fundamentación kantiana del valor ético del Derecho ha sido bien subrayada, entre otros, por F. GONZALEZ VICEN, La filosofía del Estado en Kant, La Laguna, Secr. de Publ. de la Univ., 1952, pp. 33-54.

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deber moral de obedecerlo. Se reconoce así el valor ético del Derecho, su irrenunciable dimensión moral.

2. El fundamento moral del deber jurídico

Si observamos la moral social, las convicciones ético-políticas dominantes en nuestras sociedades occidentales, constataremos de inmediato la efectiva presencia de la convicción o creencia más o menos generalizada en el deber moral de obedecer el Derecho. Este es un hecho sin duda relevante para una teoría funcional o sociológica, interesada en determinar la operatividad real de los distintos sistemas sociales.

Es cierto, por otra parte, que algunos autores niegan justificación a esa creencia en el deber moral de obedecer el Derecho. Surge así una interesante discusión de moralidad crítica en la que aquí no podemos detenernos. Baste saber que se ha considerado necesario aportar razones complementarias tendentes a fundamentar o justificar dicho deber. Además de las nada despreciables razones extraíbles de la doctrina de Kant y mencionadas antes, podemos citar, entre otras, las dos siguientes: la que se apoya en el deber “de juego limpio” y la que se apoya en el deber natural de justicia.

La primera, parte de la idea de que la cooperación social que el Derecho hace posible beneficia a todos. Y puesto que cada uno acepta el beneficio derivado de la obediencia al Derecho de sus conciudadanos, cada uno tiene a su vez el deber “de juego limpio” de apoyar con su obediencia el sistema jurídico que se lo proporciona.

La segunda razón parte de la idea de que todos tienen el deber moral de ser justos y de respaldar las instituciones justas. Consecuentemente, si el Derecho es justo, todos tienen el deber moral de obedecerlo3.

Puede objetarse, entre otras cosas, que ésta última razón no ofrece en realidad un verdadero fundamento del deber moral de obedecer el Derecho,

3 La primera razón la aportan, entre otros, H. L. A. Hart, “¿Hay derechos naturales?”en Derecho y moral. Contribuciones a su análisis, trad. de G. R. Carrió, Buenos Aires, Depalma, 1962, pp. pp. 81-82 y J. RAWLS, “Legal Obligation and the Duty of Fair Play”, en Law and Philosophy, Nueva York, 1964, p. 2. La segunda razón la apunta el mismo J. RAWLS, Teoría de la justicia, trad. de M. D. González, México- Madrid, F.C.E., 1979, pp. 374 y ss. Sobre el tema véase J. M. PEREZ BERMEJO, Contrato social y obediencia al Derecho en el pensamiento de John Rawls, Granada, Comares, 1997, pp. 221 y ss.

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puesto que el deber se condiciona a la coincidencia del Derecho con la moral (en este caso, con el valor moral de la justicia). Luego, lo que en el fondo se está fundamentando es el deber moral de obedecer las exigencias morales; lo cual no necesita fundamento.

Interesa más saber si la moral puede fundamentar el deber de obedecer las normas jurídicas por sí mismas, por su propia juridicidad y no por su hipotética moralidad. Interesa determinar, en otras palabras, si la obligación jurídica, la obligación que impone el Derecho de cumplir las normas jurídicas, se apoya de algún modo en la moral.

Sobre este tema también se ha discutido mucho últimamente. En la actualidad apenas se discute la idea de que la obligación jurídica no puede concebirse como simple compulsión coactiva. No puede concebirse como la probabilidad de sufrir un mal en caso de que se infrinja una norma jurídica. La coacción, la fuerza desnuda, no puede generar verdaderas obligaciones (en el sentido de “tener una obligación”; no en el sentido de “verse obligado”). Ya dijo Rousseau en el cap. III del libro I de su gran obra, El contrato social, que ceder a la fuerza puede ser un acto de necesidad o de prudencia, pero nunca un deber.

¿Qué es entonces el deber o la obligación jurídica? Según la doctrina de H. L. A. Hart, afirmar que una persona tiene una obligación jurídica significa que es correcto y apropiado, que está perfectamente justificado, exigirle, incluso por la fuerza, la realización de la conducta que le impone una norma jurídica. ¿Y por qué está justificado? Porque las normas jurídicas son modelos de conducta aceptados como vinculantes por los miembros del grupo social al que pertenecen4. ¿Y por qué razón se aceptan las normas jurídicas como pautas de conducta vinculantes? Las razones, vendría a decir Hart, pueden ser múltiples; pero parece más bien, como intentaré demostrar a continuación, que la razón fundamental tiene que ser de índole moral. Se acepta o interioriza el sistema jurídico como conjunto de normas vinculantes, porque se reconoce

4 H. L. A. HART, El concepto de Derecho, trad. de G. R. Carrió, Buenos Aires, Abeledo Perrot, 1963, pp. 102 y ss. En realidad, Hart considera suficiente para la existencia de un sistema jurídico la aceptación de sus últimos criterios de validez por parte de los jueces o funcionarios del sistema. Los ciudadanos sólo tendrían que obedecer, aunque normalmente hagan más que eso. En lo sucesivo, prescindiremos de esta limitación,

que por lo demás no parece del todo satisfactoria.

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su legitimidad o autoridad moral. La aceptación no puede dejar de ser reflejo de una inequívoca adhesión ético-política al sistema jurídico.

Como digo, Hart, fiel al positivismo jurídico, cuyo dogma principal es que no existen vínculos necesarios sino sólo contingentes entre el Derecho y la moral, se opuso a la conclusión que acabamos de formular. Llegó a reconocer que la aceptación de algo como Derecho, o lo que sería lo mismo, el reconocimiento de autoridades jurídicas legitimadas para dictar y aplicar normas, no puede producirse sin motivo alguno. Tiene que haber alguna justificación de por qué un producto de la voluntad humana, como la ley por ejemplo, puede convertirse para jueces y ciudadanos en una razón para la acción. Lo que no acepta Hart es que esa justificación tenga que hallarse forzosamente en la creencia en la legitimación moral de la legislatura. Puede ser, vendría a decir el profesor de Oxford, que jueces y ciudadanos acepten la obligatoriedad de la ley por razones que nada tengan que ver con la creencia en la legitimación moral de la autoridad cuyos dictados identifica y aplica como Derecho. Habrá quienes acepten por inercia o respeto a la tradición, o bien por miedo al castigo que amenaza a los infractores, o bien por un cálculo egoísta de intereses a largo plazo, y habrá también quienes acepten porque reconozcan la existencia de una obligación moral5.

La argumentación anterior no parece del todo convincente. La aceptación de la autoridad o legitimidad de legisladores y jueces, así como de las normas por ellos dictadas o aplicadas, no puede justificarse satisfactoriamente por referencia a cualquier motivo imaginable. Del miedo, por ejemplo, no puede surgir una verdadera aceptación de la autoridad del Derecho, sino sólo un sometimiento externo y, todo lo más, alguna simulación de respeto; pero no la necesaria actitud interna de adhesión reflexiva al orden jurídico que permite justificar las decisiones que afectan a otros o las críticas lanzadas contra quienes se apartan de lo jurídicamente exigido.

Lo mismo cabe decir de cualquier otra razón prudencial, o del cálculo egoísta de intereses. Un juez que aceptara la autoridad del orden jurídico por tales motivos no tendría ninguna justificación aceptable para sus resoluciones. Puede que de hecho se ajuste a las exigencias del Derecho por mero cálculo

5 H. L. A. HART, “Commands and Authoritative Legal Reasons”, en Essays on Bentham. Jurisprudence and Political Theory, Oxford, Clarendon Press, 1982, pp. 256-7 y 264- 5.

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de interés, pero no puede apelar a su propio interés para justificar que otro, el afectado por sus decisiones, deba hacer algo6. Eso sólo puede justificarse apelando, en último término, a razones morales, a los valores morales implicados en el Derecho.

Tampoco la inercia es una razón admisible. Es indudable que habrá individuos, seguramente la mayoría, que nunca se detendrán a reflexionar sobre los motivos de su aceptación del Derecho como orden vinculante de normas, pero eso no significa que la inercia pueda servir como razón justificatoria de dicha aceptación. Si reflexionaran sobre el tema, no les resultaría difícil advertir el fundamento moral implícito en su actitud.

El error de Hart, como agudamente advierte Delgado Pinto, consiste en confundir las razones explicativas con las razones justificatorias. Las razones explicativas, los motivos subjetivos del obrar, son irrelevantes a la hora de justificar conductas. Un juez, por ejemplo, no podría basarse en ellas (en el interés, el miedo, la inercia, el respeto a la tradición, etc.) para justificar intersubjetivamente una conducta, la suya, que afecta a los derechos y deberes de otras personas. Sólo una razón moral podría ofrecerle una justificación coherente7.

De nuevo llegamos a la conclusión de que la aceptación de las normas jurídicas como pautas de conducta vinculantes, o lo que vendría a ser lo mismo: la obligatoriedad propiamente jurídica, tiene en último término un

6 J. C. BAYON MOHINO, La normatividad del Derecho: deber jurídico y razones para la acción, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1991, p. 738.

7 J. DELGADO PINTO, “El deber jurídico y la obligación de obedecer al Derecho”, en Obligatoriedad y Derecho. Actas de las XII Jornadas de Filosofía Jurídica y Social, Oviedo, Serv. de Pub. de la Univ. de Oviedo, 1991, pp. 36-7. Sostiene algo parecido en “La obligatoriedad del Derecho y la insuficiencia tanto del positivismo jurídico como del iusnaturalismo” en Revista de Ciencias Sociales (Chile, Univ. de Valparaíso),

nº 41, 1996, p. 116, donde llega a la siguiente conclusión: “Dado el tipo de exigencia que formula quien imputa a otro un deber jurídico, sólo un principio moral puede ser la premisa de que ha de partir el razonamiento que fundamente tal exigencia”.

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fundamento moral. Se apoya en la adhesión de los obligados a los valores morales implicados en el Derecho8.

Si aceptamos que el Derecho se apoya en último término en la moral, tendremos además una cierta base para reconocer que existe un deber moral de obedecer el Derecho. No sólo por ser justo, sino sólo por ser Derecho.

Al fundamentar, en último término, la obligación de cumplir el Derecho, la moral legitima o justifica el sistema jurídico aportándole un elemento que le resulta de vital importancia: estabilidad. Ciertamente, ningún orden jurídico podría sobrevivir durante mucho tiempo si sus normas fueran cumplidas, no por convicción, no por su aceptación como modelos de conducta vinculantes, sino únicamente por miedo a las sanciones. Luego, del mismo modo que afirmábamos antes que el Derecho, al garantizar la paz, el orden, la libertad externa, hace posible la moralidad, tenemos que asumir ahora la afirmación inversa. También la moral, al fundamentar el deber de cumplir el Derecho lo legitima y le proporciona la necesaria estabilidad que hace posible su mantenimiento. En otras palabras: la moral hace al sistema jurídico viable.

3. El respaldo de las exigencias morales por parte del Derecho

A continuación sostendremos que, del mismo modo que la moral respalda o ratifica las exigencias del Derecho fundamentando el deber de obedecer las normas jurídicas, el Derecho respalda las exigencias morales incorporándolas

8 He desarrollado este punto de vista en mi trabajo La regla de reconocimiento en la teoría jurídica de H. L. A. Hart, Madrid, Tecnos, 1989, pp. 194-200. El reconocimiento del fundamento moral del deber jurídico o del discurso jurídico tiende a ser cada vez más amplio entre los estudiosos. Incluso un autor que parecía situado en las coordenadas del positivismo jurídico hartiano como C. S. NINO, Derecho, moral y política, Barcelona, Ariel, 1994, p. 193, sostiene que “el Derecho visto desde el punto de vista interno está esencialmente conectado a ciertos principios ideales de justicia y moralidad social, que constituyen la fuente de las razones justificatorias en el razonamiento jurídico”. Aquí parece resonar algún eco de la influyente obra de R. ALEXY, Teoría de la argumentación jurídica. La teoría del discurso racional como teoría de la fundamentación jurídica, trad. de M. Atienza e I. Espejo, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1989, esp. pp. 34, 38 y ss., 206 y ss., 272 y ss., donde se demuestra convincentemente que el discurso jurídico es un caso especial del discurso práctico, en la medida en que las discusiones jurídicas, como las morales, se refieren a lo que se debe hacer o dejar de hacer y comparten también idénticas pretensiones de corrección.

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de diversas formas en las propias normas jurídicas. Hace aquí su aparición otra importante función moral del Derecho que conviene examinar con más detalle.

El respaldo de las exigencias morales por parte del Derecho es fácilmente constatable. Basta una ojeada a la legislación de cualquier país para descubrir numerosas remisiones explícitas e implícitas del Derecho a la moral. Pensemos, por ejemplo, en el artículo 1.3 del Código civil español, que condiciona la operatividad jurídica de la costumbre al hecho de “que no sea contraria a la moral”, o en el artículo 1255 del mismo cuerpo legal, que permite a los contratantes establecer los pactos que tengan por conveniente “siempre que no sean contrarios a las leyes, a la moral, ni al orden público”. Nótese que se trata de artículos que supeditan la producción de Derecho (la costumbre y los negocios jurídicos son dos importantes fuentes de Derecho) a su moralidad.

Las remisiones implícitas son mucho más numerosas. En ellas cabe incluir todas las referencias que hacen las leyes positivas a modelos de comportamiento que se consideran moralmente valiosos, tales como los frecuentes requerimientos de buena fe, diligencia propia de un buen padre de familia, buenas costumbres, buena conducta, ética profesional, etc.9

Más evidente aún es la amplia coincidencia de contenido que media entre las exigencias jurídicas y las morales. La mayor parte de las conductas antijurídicas, como el robo, el homicidio, la violación, las injurias y calumnias, la omisión del deber de socorro, etc., también están condenadas por la moral. Es obvio que, compartiendo el Derecho y la moral el mismo objetivo de

9 Entre quienes subrayan la significación moral de estas cláusulas generales, cabe citar a A. MONTORO BALLESTEROS, “Sobre las relaciones y las funciones recíprocas entre Derecho y Moral”, en Anuario de Filosofía del Derecho, vol. XII (n. e.), 1995, pp. 200 y 212-3: “Ante la dificultad de precisar lo que la Moral social vigente exige en cada situación, el Derecho no tiene más remedio que recurrir a tales cláusulas generales o standards, que operan como pautas de conducta, como criterios metódicos, para indicar el tipo de comportamiento exigido en cada caso concreto”. Lo anterior permite al Prof. Montoro hablar de una “función metódica de la Moral en el Derecho” (p. 212).

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preservar e impulsar la vida humana en sociedad, la coincidencia entre sus respectivas regulaciones tenía por necesidad que ser muy amplia10.

3.1. El necesario contenido moral mínimo del Derecho

Algunos autores positivistas creyeron ingenuamente que el Derecho, en cuanto expresión de la voluntad del soberano, podía tener cualquier contenido, sin limitación material alguna. Hoy pocos se atreverían a defender una tesis tan radical. Más bien tiende a aceptarse que, dada la naturaleza humana, su vulnerabilidad, sus limitaciones, sus necesidades, existen ciertas condiciones o prerrequisitos normativos de la vida social, sin los cuales ésta sería inviable. Se trata de normas que tanto el Derecho como la moral tienen que incluir de forma inexorable en sus respectivas regulaciones si es que pretenden ser mínimamente eficaces y hacer posible la supervivencia de los seres humanos. Me refiero a normas tales como las que restringen el uso de la violencia e imponen ciertas abstenciones mutuas entre los hombres, las que protegen alguna forma de propiedad, las que exigen el cumplimiento de las promesas y pactos, etc.11

Si el Derecho y la moral no pueden dejar de coincidir en el establecimiento de esas normas necesarias para el mantenimiento de la vida humana y por ello casi idénticas en todas las sociedades, ¿no tendremos aquí una relación igualmente necesaria entre ambos órdenes normativos, que aportará al

10 Como explica D. LLOYD, The Idea of Law. A Repressive Evil or Social Necessity?, Penguin Books, 1991 (8ª reimpresión), p. 57 (Hay traducción al español de R. Aguilar y M. Barat, Madrid, Civitas, 1985), no es difícil comprender la razón de la existencia de un amplio territorio común al Derecho y a la moral. Dado que ambos órdenes normativos se dedican a establecer pautas de conducta sin las que difícilmente podría sobrevivir la sociedad humana, en muchos de sus preceptos básicos, el Derecho y la moral se refuerzan y complementan mutuamente como parte que son de la fábrica de la vida social.

11 Es la doctrina del “contenido mínimo del Derecho Natural”, formulada, curiosamente, por un autor positivista, aunque moderado: H. L. A. HART, El concepto de Derecho, op. cit., pp. 239 y ss. Naturalmente, la doctrina tiene raíces más antiguas. El propio Hart parece haberla extraído del pensamiento de Th. Hobbes y D. Hume.

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Derecho una incuestionable legitimidad o carga moral, haciendo moralmente obligatoria su obediencia?

Hart lo pone en duda porque, según advierte, sería perfectamente posible que el Derecho no extendiera los efectos benéficos de esas normas vitales a todos los miembros del grupo social, sino que excluyera a algunos o a muchos (piénsese en las sociedades esclavistas, cuyo Derecho excluía a los esclavos de la protección de esas normas básicas que prohíben la violencia arbitraria o protegen la propiedad); con lo cual sería un Derecho injusto o inmoral sin dejar de respetar ese inevitable contenido mínimo de Derecho Natural12.

La objeción de Hart es pertinente. Muestra que el Derecho, pese a su estrecha vinculación con la moral, podría ser injusto y contener disposiciones inmorales. De ahí parece deducirse que la vinculación no es necesaria sino contingente, o de una necesariedad irrelevante, puesto que no excluye la posibilidad del conflicto entre Derecho y moral.

Ahora bien, si consideramos que también la moral, o mejor ciertas morales sociales, como el propio Hart sugiere en algún momento, podrían excluir a determinados individuos de la protección de sus normas, tendremos que admitir que tales morales estarían en perfecta sintonía con los sistemas jurídicos que realizaran esa misma discriminación. Luego, la injusticia que pueda percibirse desde una moral más elevada, una moral esclarecida o crítica, no es algo que pueda poner en entredicho la necesaria conexión entre el Derecho y la moral socialmente dominante.

En este punto, podríamos suscribir las palabras del mismo Hart en el artículo antes citado (p. 79), al afirmar que la conexión entre el Derecho y las exigencias morales o los principios de justicia es “tan poco arbitraria y tan necesaria como la conexión entre el Derecho y las sanciones, y la respuesta a la pregunta de si esa necesidad es lógica (parte del significado del Derecho) o

12 Cfr. H. L. A. HART, “Positivism and the Separation of Law and Morals”, en Essays in Jurisprudence and Philosophy, Oxford, Clarendon Press, 1983, p. 81. Hay traducción de G. R. CARRIO, en Derecho y Moral. Contribuciones a su análisis, Buenos Aires, Depalma, 1962. Sobre el tema del contenido mínimo del Derecho Natural, véase B. RIVAYA, “Teorías sobre la teoría del contenido mínimo del Derecho Natural”, en Bol. de la Fac. de Derecho de la UNED, vol. 15, 2000, pp. 39-66.

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sólo fáctica o causal puede abandonarse sin peligro como pasatiempo inocente para filósofos”.

En definitiva, y dejando para otro momento ese pasatiempo no tan inocente, la doctrina del contenido mínimo del Derecho Natural demuestra que el orden jurídico tiene que coincidir necesariamente con el moral en amplios sectores de su regulación si es que quiere garantizar el mantenimiento de las condiciones que hacen posible la vida humana en sociedad.

3.2. La moralidad de la estructura formal del Derecho

Lon L. Fuller, expresa una idea semejante a la expuesta en el apartado anterior cuando afirma que, dado el tipo de empresa que se acomete con el Derecho, la empresa de sujetar la conducta humana al gobierno de leyes, necesariamente tiene que estar impregnada de moralidad, pues de otro modo resultaría imposible culminarla con éxito. En efecto, analizando la estructura interna del Derecho, Fuller advierte que incluso sus elementos aparentemente sólo formales, como la generalidad de las leyes, la necesidad de que no sean retroactivas o de imposible cumplimiento, la necesidad de que sean claras, estables, públicas, coherentes, respetadas por las autoridades, etc., introducen en el orden jurídico al menos la semilla de la justicia, constituyendo una especie de “moral interna del Derecho”13.

Pocos han puesto en duda esa idea básica de Fuller según la cual el respeto a las exigencias de la por él llamada moral interna del Derecho es imprescindible para la viabilidad o simple existencia de cualquier sistema jurídico. Pero son muchos los que han discutido que dicha moral lo sea realmente. Sostienen que las exigencias de generalidad, claridad, coherencia, no imposibilidad, irretroactividad, imperio de la ley, estabilidad y publicidad del Derecho, exigencias que no pueden soslayar las autoridades jurídicas, como límites implícitos pero infranqueables a su capacidad de creación o aplicación normativa, no son verdaderas exigencias morales. Lo que Fuller

13 Tendríamos aquí “una versión procesal del Derecho Natural”, como dice el mismo L. L. FULLER, La moral interna del Derecho, trad. de F. Navarro, México, F. Trillas, 1967, p. 110. Un profundo análisis reciente de la concepción de Fuller puede verse en la obra de R. ESCUDERO ALDAY, Positivismo y moral interna del Derecho, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2000.

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presenta como las exigencias morales que hacen posible el Derecho son en realidad, se dice, exigencias puramente lógicas o procedimentales, máximas de eficacia, reglas de buena técnica jurídica, pero neutras moralmente.

Cabría imaginar, se argumenta, un Derecho perfectamente claro, coherente, general, estable, etc. y sin embargo profundamente inmoral en cuanto al contenido concreto de sus normas.

Pero esta crítica no es tan definitiva como parece a primera vista. El hecho de que hipotéticamente pudiera existir (aunque la experiencia no nos ofrece ejemplo alguno en la realidad histórica) un orden jurídico perfectamente ajustado a los requisitos de la moral interna del Derecho y sin embargo inicuo, no demuestra que tales requisitos carezcan de valor moral; porque también podría ocurrir que en un mismo Derecho convivieran normas justas con otras injustas o inmorales, y no por ello las normas justas perderían su valor moral. Una cosa es que la moral interna del Derecho no pueda garantizar la completa corrección moral del contenido del Derecho, lo cual debe admitirse, y otra muy distinta que no tenga carácter o valor moral en absoluto, que lo tiene.

El carácter meramente formal o procedimental de la moral interna del Derecho tampoco es razón suficiente para negarle cualidad moral. De lo contrario, habría que negar esa misma cualidad a todas las éticas procedimentales, como las defendidas por J. Rawls y J. Habermas14.

En mi opinión, es indudable que la moral interna del Derecho, pese a su carácter procedimental, contiene verdaderas exigencias morales. La exigencia de generalidad de las normas, por ejemplo, aunque obviamente es una exigencia formal, implica la necesidad de que las normas se dirijan a todos por igual, y esa exigencia de igualdad de trato por parte del Derecho lleva implícita en sí misma la idea de justicia, el valor jurídico por excelencia, que es también un valor moral, y por tanto un punto de encuentro constante y casi inexorable entre Derecho y moral, pues

14 Cfr. R. ESCUDERO ALDAY, Positivismo y moral interna del Derecho, op. cit., pp. 330-1. Aun sin abandonar la perspectiva positivista que niega la existencia de una conexión necesaria entre Derecho y moral, reconoce R. Escudero que en todo sistema jurídico que pretenda ser considerado como tal, concurren al menos tres dimensiones de moralidad derivadas de la llamada moral interna del Derecho: 1) la producción de

una dimensión formal de justicia, 2) la limitación del poder y 3) el reconocimiento de la autonomía del sujeto (p. 541). Véanse en general las pp. 418-548.

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pertenece a la propia naturaleza del Derecho la pretensión de ofrecer una ordenación justa de las relaciones sociales.

Algo parecido puede decirse respecto a los restantes elementos de la moral interna del Derecho. Todos ellos albergan dentro de sí valores morales, básicamente el de la justicia. Por otra parte, si un legislador dictara conscientemente leyes incomprensibles o completamente contradictorias o de imposible cumplimiento, pocos vacilarían en calificar su conducta como inmoral, pues, además de que sus propósitos difícilmente podrían no ser perversos, estaría causando voluntariamente daños injustos a los ciudadanos.

Cuando el tristemente célebre emperador Calígula publicaba sus disposiciones a tal altura y con letra tan minúscula que hacía imposible su lectura (violando de hecho el principio de publicidad), con el sádico propósito de que los obligados sufrieran la angustia de no saber a qué atenerse para salvar su vida, obraba sin duda inmoralmente.

Es cierto que también sería posible perseguir objetivos moralmente valiosos violando alguno de los requisitos de la moral interna del Derecho: por ejemplo, dictando una ley retroactiva para reparar una injusticia. Pero lo que se da aquí en realidad es el resultado de la elección del mal menor entre dos males. Se optaría por una inmoralidad más o menos leve para reparar otra mayor.

En conclusión, parece difícil negar que los requisitos de la moral interna del Derecho respondan a exigencias de justicia, y por eso mismo debe reconocérseles una muy significativa dimensión moral. Dimensión derivada en último término del hecho de que el fenómeno jurídico sea él mismo una realidad de carácter moral, pues sus normas, a diferencia de por ejemplo las del ajedrez, con las que algún autor las ha comparado, se orientan a la protección de los bienes humanos más básicos, satisfaciendo así las más urgentes demandas de moralidad.

Otra evidencia que parece ratificar la intuición de Fuller sobre la presencia subterránea o implícita de la moral en la estructura interna del Derecho nos la ofrece el propio lenguaje jurídico, profusamente salpicado de términos característicos del lenguaje moral, tales como deber u obligación, responsabilidad, culpa, buena o mala fe, arrepentimiento,

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intención, etc15. Aún se advierte mejor la significación moral del Derecho observando el funcionamiento de ciertos ingredientes muy relevantes del mismo: los principios jurídicos.

3.3. La moralidad de los principios jurídicos

Como ha destacado R. Dworkin, el Derecho no está integrado sólo por normas, sino también por principios, que controlan la aplicación de esas mismas normas, entre otras cosas porque inspiran o rigen su interpretación. Pues bien, gran parte de esos principios o valores que presiden la vida del Derecho y constituyen la atmósfera en que el Derecho respira y colma sus lagunas, son expresión de las convicciones ético-políticas imperantes en la sociedad de que se trate. Están, en cuanto principios de justicia que son, profundamente enraizados en la moral social. O, como afirma Dworkin, los principios, en la medida en que fundamentan los derechos y los deberes de las personas “son siempre principios morales por su forma”16. En otro lugar afirma que son “exigencias de la justicia, de la equidad o de alguna otra dimensión de la moralidad”17.

Por poner un ejemplo que concrete lo anterior, podemos mencionar el art. 1.1 de la Constitución española vigente, que destaca ciertos principios como valores superiores del ordenamiento jurídico: la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político18. Estos valores o principios no son simples flores retóricas que adornan el frontispicio de la Ley Fundamental. Pueden servir de base a los jueces, especialmente a los que integran el Tribunal Constitucional, para resolver conflictos jurídicos. También vinculan a los legisladores, que deben respetar dichos principios a la hora de crear nuevas

15 Cfr. F. J. LAPORTA, “Ética y Derecho en el pensamiento contemporáneo”, en V. Camps (ed.), Historia de la Ética, Barcelona, Crítica, 1989, vol. 3, p. 221.

16 Cfr. Los derechos en serio, trad. de M. Guastavino, Barcelona, Ariel, 1984, p. 469.17 Ibíd., p. 72.18 Una declaración aún más amplia de valores superiores del ordenamiento jurídico aparece en

el artículo 2 de la reciente Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, que bajo esa misma categoría conceptual incluye “la vida, la libertad, la justicia, la igualdad, la solidaridad, la democracia, la responsabilidad social y en general, la preeminencia de los derechos humanos, la ética y el pluralismo político”. El ejemplo es en este caso aún más ilustrativo, porque se menciona explícitamente la ética o moral como valor fundamental del orden jurídico-político.

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leyes, bajo amenaza de inconstitucionalidad si los contradicen. Son, pues, aspiraciones ético-políticas que marcan el rumbo del Derecho.

La doctrina de Dworkin más arriba sintetizada, que ha encontrado eco en otras afines o complementarias, como la de R. Alexy19, ha sido objeto de numerosas críticas. Las principales, en lo que afecta al tema que aquí nos interesa, se pueden reducir a dos: la que reconoce la significación o carga moral de los principios pero niega que sean elementos pertenecientes al Derecho, y la que reconoce la cualidad jurídica de los principios pero niega que necesariamente hayan de tener carácter o valor moral.

Aunque son críticas que parecen contradictorias entre sí, ambas proceden de las filas del positivismo jurídico y ambas tienen un mismo objetivo: descartar la idea de que pueda producirse una verdadera conexión necesaria entre el Derecho y la moral a través de los principios. Se trata una vez más de defender a toda costa el dogma sagrado de esa corriente de pensamiento.

Como digo, la primera crítica rechaza el carácter jurídico de los principios. No me refiero a los principios explícitamente incorporados a la legislación, de cuya juridicidad nadie duda, sino a los que están implícitos, de forma no siempre clara, en el Derecho explícito. Según este primer punto de vista, los principios pretendidamente implícitos en el Derecho serían en realidad máximas morales, o de otro tipo, de carácter extrasistemático, es decir, no pertenecientes al sistema jurídico. Podrían penetrar en el ordenamiento cuando los legisladores los utilizaran como puntos de referencia orientadores de su labor de creación de Derecho o cuando los jueces, ejerciendo su inevitable margen de discrecionalidad, se apoyaran en ellos para resolver los llamados casos difíciles, los casos para los que el Derecho no tiene prevista una solución clara.

Lo anterior equivale a sostener que dichos principios no vinculan a los jueces. Los jueces podrán apoyarse en ellos, e incluso será conveniente que lo hagan, para evitar que su discrecionalidad se convierta en pura arbitrariedad y conseguir que sus decisiones se mantengan dentro de ciertos parámetros

19 R. ALEXY, El concepto y la validez del Derecho, trad. de J. Malem, Barcelona, Gedisa, 1994, esp. pp. 73-85; “Zum Begriff des Rechtsprinzips”, en Rechtstheorie, vol. 1, 1979, pp. 59-87; “Sistema jurídico, principios jurídicos y razón práctica, trad. de M. Atienza, en Doxa, vol. 5, 1988, pp. 139-151.

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socialmente aceptables. Pero no tendrán obligación jurídica de hacerlo, puesto que los principios ético-políticos no forman parte del Derecho positivo20.

En mi opinión, no es posible responder de una manera concluyente a la cuestión de la pertenencia o no pertenencia al Derecho de los principios ético-políticos en los que implícitamente se apoya, pues la respuesta dependerá de lo más o menos amplia o restringida que sea la concepción del Derecho de la que se parta. La respuesta que finalmente se ofrezca dependerá de razones estratégicas orientadas a la preparación de una mejor defensa de la concepción previamente adoptada.

Con todo, creo que hay buenas razones para reconocer carácter de verdadero Derecho a los principios ético-políticos que le sirven de base. Razones funcionales, especialmente. La mayor parte de los autores reconoce que los principios jurídicos desempeñan importantes funciones en la vida del Derecho. Básicamente, una función integradora de sus lagunas, una función interpretativa del significado de sus normas y una función orientadora o programática que marca el rumbo futuro del orden jurídico. Si los principios orientan y justifican tantas decisiones jurídicas, ¿tiene lógica negarles carácter jurídico? ¿Cómo excluir del mundo del Derecho a lo que representa un papel tan central en la práctica jurídica?

En cualquier caso, esta es una discusión poco relevante a los efectos que aquí nos interesan, pues aunque se impusiera la idea de que los principios, pese a su importante función jurídica, no forman parte del Derecho, sería inevitable reconocer que, dado su carácter moral o ético-político (al menos de muchos de ellos, pues hay también principios que nada tienen que ver con la moral), y dado que los legisladores y los jueces recurren constantemente a ellos, siendo elementos casi imprescindibles para la argumentación jurídica, ejemplifican de forma muy clara el fenómeno que pretendíamos destacar: el fenómeno de la conexión o relación íntima entre el Derecho y la moral.

Más relevante es la segunda crítica, la que discute el valor moral de los principios. Ha sido Hart quien más insistente y agudamente ha planteado esta

20 A. GARCIA FIGUEROA, Principios y positivismo jurídico, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1998, defendiendo la posición positivista frente a los ataques procedentes del principalísimo, parece suscribir una concepción semejante.

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objeción21. Hart reconoce que los principios ético-políticos subyacentes a un orden jurídico justo serán moralmente valiosos, pero alega que no ocurriría lo mismo si el orden jurídico fuera inicuo, pues entonces los principios en los que se asentara seguramente participarían de idéntica iniquidad. El Derecho sudafricano de la época del apartheid, por ejemplo, tendría como uno de sus principios implícitos el de que los negros son menos dignos de respeto que los blancos, y obviamente este es un principio de dudosa talla moral. De aquí se deduce que la penetración de la moral en el Derecho a través de los principios que enlazan el sistema jurídico con las otras esferas del sistema social, no se produce siempre. Luego, la conexión entre Derecho y moral que en este punto tiene lugar no será necesaria sino sólo posible o contingente.

Frente a la objeción anterior cabrían varias respuestas que aquí reduciremos a tres. La más fuerte consiste en suscribir la vieja tesis iusnaturalista según la cual el Derecho inicuo no es verdadero Derecho. Aunque se trata de una tesis un tanto desprestigiada en la actualidad, no se le puede negar el valor de su enérgico compromiso moral que rechaza tajantemente cualquier contemporización con el Derecho inicuo. Pero es que además tiene un fondo incuestionable de buen sentido. ¿Tendría sentido considerar verdadero Derecho al conjunto de reglas injustas impuesto por un régimen tiránico, que no pretende contar con la adhesión de los obligados sino que se impone por la fuerza y que, por no respetar, no respeta ni siquiera las exigencias mínimas de legalidad, esos requisitos de pura lógica jurídica que algunos denominan “moral interna del Derecho”? Tal conjunto de reglas carece de los rasgos, no ya sólo materiales sino incluso formales, más elementales del Derecho. Denominarlo, pese a todo, “Derecho” sería tanto como hacer un uso impreciso o impropio y nada matizado del lenguaje.

La segunda respuesta distingue entre diferentes niveles o estratos en la relación del Derecho con la moral. Por razón de esa diversidad de estratos, podría ocurrir que fuera compatible un cierto desajuste entre ambos órdenes

21 Especialmente en su trabajo “Legal Duty and Obligation”, en Essays on Bentham. Jurisprudence and Political Theory, Oxford, Clarendon Press, 1982, pp. 150-3. Véase también H. L. A. HART, “El nuevo desafío al positivismo jurídico”, trad. de L. Hierro, F. Laporta y J. R. de Páramo, en Sistema, vol. 36, 1980, pp. 17-18. Todavía en el “Postscript” (pp. 269-72) añadido póstumamente a la última edición de su obra principal, The Concept of Law, insiste Hart con renovados bríos en la misma objeción.

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normativos en el nivel más superficial o visible de su relación con una amplia concordancia en otros niveles más profundos. En otras palabras, el Derecho podría contener algunas normas injustas sin que por ello quebrara la corrección moral de sus instituciones, de las que emanan sus principios ético-políticos más básicos. Si las injusticias llegaran a ser tan graves que contaminaran o anularan todo el fondo moral de las instituciones jurídicas y también de sus principios básicos, sería inevitable acogerse de nuevo a la respuesta precedente, negándole carácter de auténtico Derecho.

La tercera respuesta se conforma con afirmar que la conexión entre el Derecho y la moral es necesaria al menos en un sentido débil, aunque reconoce que quizá no lo sea en un sentido fuerte22. Es una conexión necesaria en sentido débil porque todo Derecho concuerda con o extrae sus principios de alguna moral, casi siempre la moral social o la moral del grupo socialmente dominante, una moral que puede ser criticable desde la perspectiva de otra moral más elevada, esclarecida o sensible.

Si el Derecho estuviera conectado siempre con esta otra “moral correcta”, entonces la conexión sería necesaria en sentido fuerte, pero debe reconocerse que no todos los órdenes jurídicos se ajustan a la moral que consideraríamos más elevada, ni podrían hacerlo, pues no existe un acuerdo compartido por todos sobre las exigencias de esa moral superior.

Habría que añadir que la conexión necesaria entre el Derecho y la moral que, siguiendo la distinción de Alexy antes citada, hemos llamado débil, no es en absoluto débil enfocada desde el punto de vista de quienes aceptan la moral social, pues para ellos no hay diferencia alguna entre la moral correcta y la moral social que han interiorizado. Cuando se distingue entre moral social por un lado y moral crítica o correcta por otro parece deslizarse implícitamente la falsa idea de que la moral social es incorrecta o no es verdadera moral. Pero para quienes la aceptan, la moral social es tan correcta como lo es la moral crítica para quienes no aceptan la moral social.

22 Utilizo aquí una distinción de R. ALEXY, El concepto y la validez del Derecho, op.cit., p. 79: “Hay que distinguir entre dos versiones de la tesis de la conexión necesaria entre Derecho y moral: una débil y otra fuerte. En su versión débil, esta tesis dice que existe una relación necesaria entre el Derecho y alguna moral. Según la versión fuerte, existe una conexión necesaria entre el Derecho y la moral correcta”.

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4. Conclusión: la necesariedad del vínculo Derecho-Moral

Lo dicho antes sobre los principios basta a nuestros propósitos de poner de relieve el casi incondicional respaldo o ratificación que el Derecho otorga a la moral. Naturalmente, dicho respaldo puede también entenderse, contemplado a la inversa, como un servicio que la moral presta al Derecho, en la medida en que lo configura, operando como su principal fuente material o de contenido, y al hacerlo determina su orientación o marca su rumbo. ¿Cuáles son, en definitiva, las aportaciones que hace el Derecho a la moral en el intercambio funcional que media entre ambos, en cuanto subsistemas del sistema social? El Derecho hace posible la moralidad, al asegurar la libertad externa. Asimismo, refuerza, respalda o ratifica las exigencias morales garantizando, al menos en gran medida, su realización, eficacia o cumplimiento generalizado23. Por supuesto que no respalda todas las exigencias morales, sino sólo aquéllas que tengan relevancia de cara al mantenimiento de la convivencia humana pacífica, que constituye la función última del Derecho.

Adicionalmente, y entre otras cosas, el Derecho desempeña con su respaldo una función de pedagogía moral. Al imponer vigorosamente al menos un mínimum ético, remodela la conciencia moral de los ciudadanos e inculca en ellos hábitos de recto obrar24.

De todo lo anterior se infiere que la relación entre el Derecho y la moral es sumamente estrecha. Su recíproco intercambio funcional es tan absolutamente imprescindible que no puede dudarse del carácter necesario, y no sólo contingente como sostiene el positivismo jurídico, de dicha relación.

Cuando se intenta determinar el concepto de Derecho desde un punto de vista estructural, resulta en alguna medida comprensible que se presente

23 Como afirma J. DELGADO PINTO, “Función del Derecho y pluralismo ético-político”, en Anuario de Filosofía del Derecho, vol. 17 (1974), p. 342, “la ética sólo logra su plena realización cuando adquiere vigencia objetiva y general informando el orden de la sociedad”.

24 Como bien dice A. MONTORO BALLESTEROS, “El Derecho como sistema normativo: notas sobre su naturaleza preceptiva y su función educadora”, en Funciones y fines del Derecho. Estudios en honor del Prof. M. Hurtado Bautista, Murcia, Secr. de Pub. de la Univ. de Murcia, 1992, p. 211: “El orden de la vida social regulado por el Derecho se convierte en molde de la virtud de todo verdadero ciudadano”. De aquí se deduce que el Derecho contribuye a configurar la moral social, al igual que la moral social contribuye a configurar el orden jurídico empapándolo de sus valores y principios.

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escindido o separado de otras estructuras normativas afines y relacionadas pero distintas, como la moral. Pero cuando se trata de esclarecer lo que el Derecho es desde el punto de vista funcional, como engranaje de una maquinaria más compleja, el sistema social, no parece razonable ni casi posible prescindir de sus relaciones con otros engranajes de esa misma maquinaria, como la política, la economía o la moral. Frente al positivismo jurídico debe afirmarse que el Derecho no puede operar en el vacío al margen de valores, creencias, intereses sociales, etc.

También es cierto que las relaciones entre el Derecho y la moral, aunque necesarias, no tienen por qué ser siempre fluidas, apacibles e idílicas. Las fricciones o conflictos pueden llegar a ser tan corrientes como las averías de ciertas maquinarias, lo cual no excluye en absoluto la necesidad del intercambio funcional antes expuesto.

El contexto general o común de las relaciones entre el Derecho y la moral es el de su convergencia. El conflicto, si alguna vez se produce, representará una disfunción pasajera, un desequilibrio momentáneo, una crisis de crecimiento del sistema social, que más o menos rápidamente será corregida hasta lograr un nuevo equilibrio, cuyo destino será verse de nuevo amenazado más adelante por una ulterior crisis. Vistas así las cosas, debe reconocerse a los conflictos una cierta función positiva, al operar de hecho como fuerzas impulsoras del proceso de desarrollo del sistema social en general y de los propios subsistemas jurídico y moral, que se ven directamente implicados.

En definitiva, los conflictos entre el Derecho y la moral deben contemplarse como una manifestación más, sin duda dolorosa, de la evolución constante de la vida social, que inevitablemente provoca desequilibrios entre sus diversos órdenes, y no como una prueba de la accidentalidad, en el sentido de contingencia, de las relaciones entre aquellos dos grandes órdenes normativos de la conducta humana.

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TRADUCCIÓN

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HISTORIA DE LA FILOSOFÍA MODERNALecciones VII y VIII sobre Descartes

Ludwig Feuerbach1

(Traducido del alemán por Eduardo Vásquez)

Lección VII

La proposición cogito ergo sum ha tenido que soportar, desde su aparición en el mundo, y más tarde todavía, toda clase de impugnación. Uno se ha a sombrado, y todavía ahora algunos se asombran, cómo de una proposición semejante, se ha podido hacer semejante ser y escándalo (y lo ha expresado como una verdad particular, como un principio), pues debería ser claro que si yo pienso, también soy, pues el pensar presupone el ser; sería una singular manifestación o acción del ser, y se daría, por tanto naturalmente, la conclusión (o se comprendería por sí mismo) que si pienso, también soy. Ya Gassendi, un contemporáneo de Descartes, y que es un pensador empirista, un epicúreo, concibió así la proposición de Descartes. El hombre sensible no concibe libre la proposición de Cartesius, él concluye más bien: como, bebo, luego soy (Edo, bibo, ergo sum). Yo como, yo bebo, yo veo, yo huelo, o voy de paseo, por tanto, soy. Sólo que las conclusiones de tales acciones son muy precarias. Si se me quiebra la pierna, no puedo ir a pasear más, pero no ceso de ser si he perdido la pierna. También puedo estar privado de mi existencia sensible del comer y del beber, y sin embargo, puedo perder el gusto (por enfermedad o cansancio) y de modo que el apetito se extingue y ellos se me hacen completamente indiferentes, y entonces pierdo las gana de concluir de la acción de comer y de beber stante pede a mi ser. Desde luego, puedo

1 Ludwing Feuerbach (1804-1872) preparaba estas lecciones para la Cátedra en la que él iba a suceder a Hegel, pero nunca las llegó a dictar por su declaración de ateísmo. Estas lecciones fueron publicadas en 1974 por la Wissenschaftliche Buchgeselischaft. Los textos fueron preparados por Carlo Ascheri y Erich Thies (N. del T.)

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ir tan lejos que los considere más bien como una triste necesidad, como un tributo a quien (al estómago) considera como un parásito desagradable en mí, un extraño molesto, que no sé dónde y cómo me exige reivindicaciones que yo con amargo cansancio le sirvo con el sudor de mi frente; y como si ello fuera su propiedad lo devora y liquida en su garganta sin fondo, a fin de tenerlo satisfecho de modo que me deje seguir sin molestia mi camino. Del comer, beber, pasear, pierde el hombre, por tanto, fácilmente el apetito de ser; él concluye: tengo un estómago, una garganta, pero de su ser no saca prácticamente ninguna conclusión.

El hombre puede hastiarse en la vida de lo superfluo de todos los bienes sensibles, le puede parecer carente de valor aquello que antes le valía como lo más real; por tanto, puede en sí mismo pensar y sentir: vivo, pero mi vida no es ningún ser; por consiguiente, quiero renunciar a mi vida indiferente, sí, a mi existencia repugnante y odiosa, quiero renunciar a Gassendi —a todos los epicúreos— a la obstinación y escarnio del mundo, dar, por un tiro en mi cabeza, una prueba estremecedora de la nulidad de la mera existencia; quiero poner fin voluntariamente a mi asco, a mi repugnancia.

Imaginémonos en el alma de un noble hombre que ya no puede sobrevivir a la pérdida de la libertad de su patria, un Catón, por ejemplo, y veamos como concluye: lo que antes el hombre común consideraba inmediatamente como formando uno con su ser, y por lo cual él concluye con pastoral comodidad, con vanidad epicúrea que él es; esto, no me falta, pero me falta la finalidad, la idea, de mi vida, a la que yo únicamente me he determinado bendecido, me falta la razón, el sentido de mi existencia; la libertad era mi alma, mi vida, mi ser, con su pérdida me he perdido a mí mismo, soy una nada, un cadáver pestilente; ya no tengo ninguna fuerza, ninguna misión como no sea la de aniquilar mi no-ser; suprimir mi existencia, la cual es todavía una ilusión de sentido, una mentira, un engaño; un suicidio semejante no termina su vida, termina sólo su muerte, pues ya antes él era nada.

El hombre explica el ser sólo por el ser, el cual coincide con sus intereses, finalidades y tendencias, en una palabra con su pensar —aunque tenga éste todavía un contenido limitado y finito. Él niega en su vida incontables veces la realidad de las cosas sensibles: cada lágrima que él derrama por una pérdida grande y grave le esfuma los colores en la pintura de la naturaleza,

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con las que él diferencia las cosas; con cada uno de estos dolores desaparece y se le aniquila la antes tan firme medida de las cosas externas, el sol pierde para él su fuerza omnivivificante, el cielo su maravilloso azul, la tierra su verde risueño, en una palabra, todas las cosas pierden para él su fuerza, su efecto, su significación, su realidad, ellas no existen más para él —pues qué es existencia sin efecto, -su fuerza- se le desvanecen ver y oír— su dolor es la negación de las cosas. Sólo la alegría desbordante que fluye de él, inconstante (locuaz) trasladaba su esencia hacia afuera, se dispersa en las cosas y se hace alegre en los múltiples juguetes multicolores, que cuelgan en los árboles de la naturaleza, sólo a ella se le aparece el sol, sólo para ella exhalan su aroma las flores, florecen los árboles. Pero el dolor ensimismado con lúgubre gravedad nada quiere saber de las cosas; no tienen realidad para él; las rechaza como vanidad. Y la alegría misma ¿de dónde proviene? Nada más que de la armonía entre lo externo y lo interno, que del sentimiento de la verdad, que el hombre sólo considera como un ser un ser idéntico, con su interior, con su espíritu, con su pensar.

Pero tan miserable y ofuscado es el hombre que desdeña y no reconoce la verdad a la que él confirma en la vida en su sentimiento centenares de veces, así como ella, en cuanto pensamiento (en su universalidad) es mantenida para sus ojos miopes, y por eso, la mayoría también desdeña la verdad de la proposición cartesiana, aunque la tienen y les es familiar igualmente en su sentimiento. Ello explica en el acto que el pensar, en esta proposición no es tomado en el sentido de que no podríamos objetarle absolutamente nada a Descartes, excepto tal vez de que de una proposición trivial semejante no podría inferirse algo, que de él se podría pasar con éxito al ser, como puede concluirse de toda otra acción como de una exteriorización singular; antes bien, explica que el sentido de la proposición es que sólo y únicamente el pensamiento, con exclusión de todas las otras acciones por los cuales los hombres se descubrían como existentes desde el punto de vista de la sensibilidad común, descubrían dentro de sí la certeza del ser – sólo es cierto el ser idéntico con el pensar, es ser infalible (constatado), indudable (?), inseparables. Pues únicamente el pensar es inseparable de mi cogitatio sola a me divelli neguit (no puede ser arrancado de mí); puedo hacer abstracción de todo, de comer, beber, ver, oír, saborear, y consecuentemente, también de sus objetos; puedo hacer abstracción de los objetos universales, matemáticos, sin que yo cese de ser, pero no puedo hacer

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abstracción del pensar sin que yo cese de ser; sólo en el pensar estoy seguro y cierto de mí mismo, sólo él es mi afirmación y confirmación, por tanto él es uno con mi ser; cogito es idéntico a sum.

Tú me replicas: pero sin comer tampoco puedes ser. Pero a esto te doy la respuesta categórica: el ser que es un efecto inmediato de comer o beber y sale de mí nuevamente en transpiraciones y ventosidades lo considero el ser idéntico con el de las bestias; desde ese punto de vista, en el que no se trata de lo sensible en general, ni de mi ser sensible, sino del ser suprasensible, no lo considero mi ser. Y entonces no puedo morir voluntariamente de muerte por hambre. ¿Pero cómo podría yo decir que no y expulsar de mí el comer, y ello, con el ser en relación a él, y cómo podría yo hacer abstracción de él, si yo no pudiera hacer abstracción de él, si no fuera separable y distinguible de mi, y realmente por tanto, no sería cierto mi ser, idéntico a mí?

De la decisión de no existir más, de este pensar, de este querer, de mi fin, de esta fuerza de la negación de mi existencia sensible, esta fuerza de la no-sensibilidad, la fuerza del pensar, sólo esto es mi realidad, mi ser. Sólo cuando éste no es, yo no soy. Pero, me contestas tú nuevamente, tú puedes quitarte el pensar, sólo necesitas beber una sustancia anestesiante, algo como un vaso de opio, para beber así un Pereat de tu fuerza de pensar. Sólo que tú te engañas a ti mismo, deslumbrado por la nueva apariencia. Tú puedes arrancarme el pensar si yo aún permanezco, después que el pensar ha desaparecido, si, por tanto, puedo sobrevivir a la pérdida del pensar, como sobrevivo a las pérdidas de mis piernas y manos, de mi audición, de mi visión, si de ese modo igualmente llego a ser defectuoso. Lo que no puede ser separado de mí, sin que yo perezca por ello o lo que no está atado necesariamente con su pérdida a mi no ser, esto, verdaderamente, es inseparable de mí. Así es de hecho con el pensar. Tú me quitas el pensar lo cual, por lo demás, es una manera de hablar imaginaria, impropia, y así lo que queda de mí como restos naturales es una cosa indiferente, sin dueño, con la que puedes hacer lo que quieras, pues sólo por el pensar es el yo un yo, el éste un éste, lo mío un mío ¿Y entonces? ¿Sólo por el pensar eres sólo y propiamente el único dueño y señor de tu cuerpo? Desde luego. Por supuesto, con una simple pisada a mis pies o una cortadura a mi carne, puedes darme una suprema prueba sensible,

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de que este cuerpo, al que has lastimado, es mi propiedad, pero ¿llegaría a ser consciente este dolor, esta especie particular, sensible, cómo llego a ser consciente de mi cuerpo como mío para mí mismo si no subsumiera bajo sí la conciencia misma el modo absoluto y universal o forma de la conciencia el pensar de este modo particular como una especie? Que aparezca una debilidad, que se prive de conciencia al pie, y nada percibirá de ello. Sin pensar nada soy.

La diferencia entre ser y no ser, entre algo y nada, es sólo la conciencia. Pero el pensar tiene una doble significación, es una fuerza dúplice, una fuerza diferenciada dentro de sí misma. Es una fuerza de expansión y de contracción. Como fuerza de expansión, es una fuerza por la que nos extendemos por encima de nosotros mismos, a los objetos, nos hundimos y perdemos en las cosas, la fuerza por la que nos olvidamos como se olvidan el matemático, el filósofo. Como fuerza de contracción es la actividad mediante la cual nosotros somos nosotros, mediante la cual nos afirmamos y ponemos, mediante la cual nos diferenciamos de los otros y de las cosas, mediante la que somos conscientes, sí mismos. La fuerza de la conciencia no es otra cosa que la fuerza de diferenciar.

Escasísimos hombres reflexionan sobre su conciencia, les parece como algo fijo, como una situación, una propiedad, la confunden con su individualidad, no se dan cuenta de que ella es nada más que pensar. Y este pensar por el que intervenimos a las cosas según el sentido de su existencia y las distinguimos unas de otras y de nosotros es lo cooperante en toda percepción de sentido, pues el sentido no se eleva hasta la diferencia; es únicamente la certeza de nuestra existencia, sí, esta certeza misma es nuestro ser; ser no es en general nada más que certeza.

El pensar, pues, en la proposición cartesiana es el pensar en este último sentido. Yo me puedo diferenciar y me diferencio realmente de los objetos, especialmente de las cosas sensibles, corporales, a los que también pertenece mi cuerpo y soy consciente en este diferenciarme a mí mismo inmediatamente de mí como un diferenciado y un diferenciante

a sí mismo de las cosas y de los cuerpos, y este sí mismo de fuerza de diferenciación, esta conciencia, o para decirlo absolutamente: la conciencia es mi realidad. Yo pienso, pues, diferenciar es pensar (pensar es mi esencia, pues sólo del pensar no puedo hacer abstracción, sin dejar de ser); yo soy

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espíritu y este ser espíritu es mi ser indudablemente cierto.La indudable realidad del espíritu —pero no como una proposición,

como un dogma, sino como un acto real, este acto del pensar, por el que me diferencia de todo lo sensible y en esta diferencia me concibo a mí mismo, soy consciente y cierto de mí mismo — es el principio de la filosofía.

El yo en el cogito de Descartes tiene, pues, en sí, originalmente en la idea, no la significación de la persona, del individuo, del yo, en el sentido en que a la pregunta ¿quién está ahí? se responde: yo, y allí yo sustenta el nombre de este hombre, aunque Descartes cae también en esta idea y posteriormente la confunde, sino que tiene una significación universal, la significación del espíritu. Por tanto, el reproche de egoísmo es un reproche estúpido y es también una expresión desatinada cuando se dice que a Descartes se le impuso primeramente: “la convicción de su propia existencia”. Quien considera como ser propio sólo su pensar, nada tiene de propio, ninguna existencia propia, ninguna esencia propia, sino que es esencia universal, como la luz, como la razón, el espíritu; él ha suprimido las cosas mediante las cuales los hombres, de ordinario, como yo, se separan y se excluyen unos de otros. Aunque sólo mediante el pensar yo, como persona propia, es puesta la propiedad en el sentido más estricto y más amplio; así es, sin embargo, el hombre, el cual considera sólo al pensar como su propiedad, ningún yo propio, él es uno con el hombre anónimo, con el hombre en todos nosotros, pues él llama ser a un bien, del cual ningún goce está excluido, al cual, cada uno sin diferencia o excepción, llama ser, o al menos, puede llamarlo.

Es inexacto también cuando se afirma, como se hizo con osadía reciente, que Descartes ha apoyado la certeza de su principio en la ley de la contradicción ya que él dice que sería imposible que nosotros, los que pensamos, no seamos, pues sería una contradicción que lo que piensa, al mismo tiempo, donde piensa, no exista; por tanto, presupone algo que sería cierto antes que su proposición. El pensar significa en descartes la conciencia, y la conciencia es precisamente la unidad inmediata entre pensar y ser: yo pienso, o más bien yo me pienso, yo soy; yo soy es inseparable. Por tanto, como podría aún necesitar un fundamento particular la conciencia que, precisamente es la certeza inmediata de la unidad del ser y del pensar, para

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procurarse la certeza de que el ser está ligado al pensar.Pero esto contradice precisamente a todo el espíritu de Cartesius (1).

Justamente así contradice la afirmación de que la proposición Cogito ergo sum sería realmente la conclusión de un silogismo que dice así: Todo lo que piensa es, yo pienso, por tanto yo soy. Si esto fuera realmente así, la proposición no tendría ninguna significación. Pero, que sea un silogismo contradice la idea de Descartes, pues en la proposición mayor: Todo lo que piensa, Descartes haría al pensar separarse de sí y convertiría a la determinación de lo externo a él en un ser existente, trasladaría el pensar al dominio de lo dudable y realmente dudoso; por tanto, querría crear certeza a partir de lo incierto. Incluso considerada como proposición deducida o como proposición universal, que sólo sería abstraída de la proposición especial Cogito ergo sum, la proposición no tiene ningún sentido correcto, pues el pensar sería tomado en el sentido indeterminado de una propiedad o de una acción general, y el ser en el sentido indeterminado universal, y así como se vincula con cada acción como su presuposición, es vinculado con el pensar; además, estaría completamente colocado allí y por consiguiente sería incierto aquello que es para un sujeto (en la proposición aquello que piensa o todo lo que piensa) que piensa; al final, ese sujeto podría ser también el cuerpo. Pero esto, precisamente, está de nuevo total y absolutamente en contradicción con Descartes. Sólo el espíritu es el que piensa, sólo éste y ningún otro sujeto, sólo yo, como espíritu naturalmente, pienso, y este pensar mío es el mismo ser; yo lo percibo, no como un diferenciado del pensar, de tal manera que yo lo conocería por un silogismo, por reflexión de su conexión con el pensar, pues yo soy sólo por el pensar, lo que yo soy, espíritu, conciencia; el pensar es la esencia del espíritu; no una propiedad, no una exteriorización; si fuera sólo esto, mi ser no sería naturalmente para mí inmediatamente cierto en el pensar, pues sólo con la esencia, y no con una propiedad, es el ser inmediatamente uno. El ser no se puede separar de la esencia.

La misión de Descartes fue concebir la diferencia entre el espíritu y la materia y por eso tenía que dudar. La duda fue el camino necesario para el conocimiento del espíritu, pues la duda no tiene en ella ninguna otra significación que la de la diferencia y la abstracción. Encontró, pues, en ese camino que nada sensible, nada corporal, pertenece al espíritu, que él

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es inmaterial, que esta inmaterialidad —pues la inmaterialidad es sólo un predicado negativo, un predicado indeterminado subsiste precisamente en el pensar— es la diferencia de la materia, es exclusivamente la autodiferenciación, la conciencia. Por tanto, la voluntad, la imaginación, el sentimiento, sólo son modos, sólo determinaciones, modi del pensar; pues también en la representación, en el sentimiento, incluso en un sentimiento de percepción sensible, me tomo a mí mismo verdaderamente, me diferencio de las cosas, soy consciente de mí; no hay ningún sentimiento, ninguna representación, ninguna voluntad sin conciencia, sin pensar; él es por tanto, el Factotum, la unidad universal, la esencia universal del espíritu. Además, resulta de ese camino, o sólo es una explicación más amplia, que el concepto del espíritu no depende de ningún concepto de cosa material, que el espíritu sólo puede ser concebido por sí mismo, esto es, por el entendimiento puro, y no por una representación o la imaginación, que el espíritu es lo más claro y lo más concebible, que su conocimiento es primero y más cierto que el conocimiento de cualquier cosa corporal, que más aún, el conocimiento del espíritu es para mí, en todo conocimiento, una medida de la certeza de que todo lo que veo tan clara y distintamente, lo que veo en la misma luz en la que veo la realidad y la esencia del espíritu, es verdadero, que, por tanto, el concepto puro, el concepto intelectual, al cual no está mezclado lo oscuro y la incerteza de una representación sensible, el verdadero concepto de un objeto, el concepto que me da la garantía de que sería verdadero lo que concibo con él (2).

1) (Al margen:) Donde expresa esa proposición, Descartes se coloca en la situación de que ella contradice que se cite fuera del punto de vista en que expresó y encontró el Cogito ergo sum, en que él expresa la acción real de la diferencia de la autoconciencia, en que esto: yo pienso, yo soy, es absolutamente cierto por sí mismo. Él convierte en objeto esa acción, reflexiona sobre ella y la lleva a ese fundamento universal y externo, el cual ya no es creado desde la naturaleza del pensar, ya no corresponde a la significación en que Descartes toma al pensar al comienzo, pues la razón de que se contradiga, de que lo pensante en el instante en que piensa, no sea,

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vale para toda acción sensible: es una contradicción que aquel que come al mismo tiempo en que come, no exista.

2) (Al margen:) El concepto claro y distinto es para Descartes el concepto puramente espiritual, el concepto idéntico a la esencia del espíritu, el concepto al cual no está mezclado nada sensible, material, lo cual, según Descartes es lo incierto, lo confuso; por consiguiente, según Descartes, tomándolo estrictamente, puede dar conceptos claros y distintos de lo no-sensible. La primera regla de la certeza que pone Descartes, esto es, que lo que veo claro y distinto también es verdadero se deriva de inmediato de la proposición Cogito ergo sum y sólo entonces pasa a determinación del espíritu. Por último, la citamos porque la determinación de la claridad y la distinción no está relacionada con el sentido de la lógica y psicología habituales, sino con su concepción del espíritu en general.

Lección VIII

Pero esta medida o principio de la certeza es todavía, sin embargo, sólo un principio subjetivo, cae ciertamente dentro de la diferencia entre el espíritu y el objeto. Ser consciente es ser diferente de las cosas, por tanto, lo que él aún ve tan claro, lo que él incluso sostiene y afirma con la evidencia de su autoconciencia, se mantiene, no obstante, en esta evidente claridad, sólo en referencia a sí, en la conciencia de su diferencia respecto de lo objetivo ¿Cómo tengo la certeza de que lo que veo clara y distintamente es también verdaderamente real y objetivo? ¿Cómo llego a la conciencia de la existencia, a la conciencia de la realidad de objetos distintos de mí?

Mi realidad, mi conciencia, consiste precisamente sólo en la conciencia de su irrealidad, consiste, al menos para mí, en mi diferencia de ellos, sí, cuando yo lo digo precisamente, precisamente en la negación de ellos, pues el espíritu es insensible, es la negación de todo lo sensible, y yo soy lo que soy sólo por el pensar, sólo por el espíritu. ¿Cómo llego, por tanto, a la conciencia, a la creencia de que ellos son, o en general, cómo llego a la certeza de que mis representaciones tienen realidad objetiva? Evidentemente, no por mí mismo, por mi autoconciencia, no por las cosas mismas, pues ellas son distintas de mí. Ambos, espíritu y materia, son radicitus (radicalmente) opuestos entre sí, sus atributos, por los que ellos son lo que ellos son, se excluyen recíproca y

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totalmente entre sí, exactamente lo que él uno es, no lo es el otro. La materia, por ejemplo, es divisible, el espíritu simplemente es indivisible. Por tanto, en esta oposición respecto de la materia, el espíritu se hace consciente de su límite, de su finitud, pues él tiene en la materia su fin, donde comienza la materia, el espíritu no es, pero, en la conciencia de su finitud y de la de la materia, el espíritu se hace consciente a la vez de la idea de la infinitud, ya que la conciencia de lo finito presupone la de lo infinito. Y en la conciencia de la esencia infinita, de la esencia no comprendida en la oposición, sí, de la esencia absolutamente sin oposición, el espíritu, por tanto, llega a estar cierto de que las representaciones de las cosas no sólo son subjetivamente ciertas, sino también objetivamente verdaderas, llega a estar cierto, por tanto, de su enlace o unidad con la materia. La idea de la unidad es el principio de la certeza de todo conocimiento real y objetivo como, en general, el principio de todo ser real.

Esta es la idea que en Descartes subyace como fundamento, puesto que él pasa del principio de la certeza al de la verdad, del espíritu subjetivo al espíritu y esencia absolutos. Pero Descartes concibe esta idea en representaciones teológicas totalmente populares, haciéndose culpable así de las mayores inconsecuencias y descuidos, de modo que los reproches que se le hacen son suscitados por sus modos de expresión irregulares y no filosóficos.

Él procede así: entre las ideas que encuentro en mí, encuentro también la idea de un ser absolutamente perfecto, la idea de Dios. Esta es la idea más excelsa, la suprema, la más esencial, pues su contenido es lo infinito, ella es a la vez la más distinta de todas, la más clara, pues no expresa limitación alguna, ninguna negación, sino una realidad; ella es la idea absoluta, la idea de todas las ideas, la protoidea, la cual presuponen todas las otras ideas, pues la idea de lo infinito es anterior en mí a la idea de lo finito, ella es la idea kateeo´hn (por excelencia), pues se diferencia de todas las otras ideas esencialmente porque únicamente ella expresa y contiene sola y absolutamente existencia necesaria.

Sólo con la idea de Dios es necesaria la existencia, está inseparablemente ligada; no puedo pensar a Dios sin pensarlo como existente, son idénticas su esencia y su existencia, mientras que en todas las otras cosas son diferentes; pensar a Dios y estar cierto de que él es, son idénticos. Idem est concipere Deum et concipere quod existat. Dios es y la certeza de todo conocimiento

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depende, por tanto, del conocimiento de Dios. Pero la manera como Descartes concibe esto es absolutamente no filosófica, puesto que él a tales predicados subjetivos, humanos y personales, por cuanto convierte a la verosimilitud en predicado, expresa que ilusión y engaño son una irrealidad, y por consiguiente no podrían subyacer en el ser absolutamente real, si Dios fuera un engañador nos habría dado una capacidad de conocimiento que se autoengaña en lo más evidente y nuestra convicción de la realidad de las cosas que nos penetra tan fuertemente no tendría ningún fundamento real.

La pregunta de cómo estar cierto el espíritu de la existencia de las cosas materiales o cómo las representaciones subjetivas son al mismo tiempo objetivas, reales, guarda relación en lo más íntimo a la pregunta o es idéntica a ella: ¿Cómo se relaciona el espíritu con la materia, el alma con el cuerpo? Pues sólo mediante mi cuerpo estoy cierto de la realidad de las cosas sensibles. La dificultad que se encuentra principalmente en el punto de vista de Descartes de concebir el enlace de ambos no se le ha escapado a Descartes mismo. Pues ambos son independientes según su concepto, son radicalmente opuestos entre sí y sin embargo deben ser concebidos en su unidad. “Ellas tienen que ser concebidas ut unum quid y al mismo tiempo ut duo diversa, duarum enim rerum conjunctionem concipere aliud non est quam illas ut unum quid concipere”.

En Descartes figuran algunos pensamientos que habrían podido poner un hilo en la mano para enlazar a ambos. Así, dice del cuerpo orgánico: este cuerpo es uno y de cierta masa indivisible respecto de la naturaleza y ordenación de sus órganos que se relacionan recíprocamente, de tal modo que cuando uno falta, todo el cuerpo es deficiente. Por tanto, él reconoce, a la materia, como cuerpo orgánico, una determinación negativa, cuando es pensada sólo en lo universal, opuesta a su abstracta esencia material, la determinación de la unidad e indivisibilidad, la cual antes lo atribuye al espíritu. Pero la determinación de la indivisibilidad le corresponde al espíritu sólo como conciencia, o la indivisibilidad aplicada al espíritu es sólo una determinación negativa, inapropiada, metafóricamente material, transforma esta determinación negativa en una positiva que corresponde a la esencia del espíritu; ella significa y es conciencia, pues la conciencia es la unidad absoluta consigo, no la puedo dividir. Pero, aplicada a la materia, ella es una

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determinación espiritualizante, que la familiariza con el espíritu y la acerca a él. Por consiguiente, Descartes fue aquí por el camino correcto. Para poder comprender la unificación de la materia con el espíritu, tengo que conocer en la materia misma algo que tiende contra la materia, algo negativo y asimismo, a la inversa, también en el espíritu, si dejo subsistir únicamente a las determinaciones positivas de la materia, ella es extensión, divisibilidad, esto es, si permanezco en su esencia abstracta y las considero así como si esto fuera su verdadera determinación, única y total, es entonces imposible encontrar un punto en el que se pueda atar la materia y enlazarla con el espíritu.

Precisamente así fue llevado Descartes por el espíritu, también a los pensamientos que le podían aligerar las dificultades. Él dice: “El concepto del espíritu es un concepto puramente intelectual o el alma se aprehende únicamente por el entendimiento o pensamiento puro; también el cuerpo puede ser aprehendido por el mero entendimiento, pero es aprehendido mucho mejor por el entendimiento en combinación con la mera fuerza de imaginación; pero el enlace de cuerpo y alma y lo que a ello se refiere sólo puede ser aprehendido oscuramente por el entendimiento únicamente, o en combinación con la imaginación, pero más claramente por el mero sentir”.

Aquí estaba Descartes en el camino de encontrar en el espíritu un medium, entre él y la materia, pues el sentir es aquello por lo cual el espíritu es negativo contra sí mismo, pues en el pensamiento y el querer el espíritu es el que se autodetermina, en el sentir es determinado; en el pensar el alma está cabe sí, es uno, indivisible, pero en la sensación está fuera de sí, es difusa, como decimos muy correctamente no caber en sí de alegría, salir fuera de sí de alegría (1). Pero Descartes no tuvo la tranquilidad ni tampoco, desde luego, la misión de seguir al alma hasta el fondo de su diferencia interna; él sólo aprehende la forma común a todas las determinaciones del alma, la cual ciertamente es consciente de que ella, en todas sus determinaciones, se percibe para sí, a diferencia de los objetos.

Él aprehende al pensar (pues ciertamente Descartes no investiga la esencia universal del alma o del espíritu) sólo por su lado subjetivo y no también por su lado opuesto, y en vez de dirigir la mirada hacia lo interno, hacia el espíritu, pasa inmediatamente, sin buscar un medium, a la materia. La unificación del espíritu con la materia no podía ser en él otra que una

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unificación arbitraria. No pertenece a la esencia del alma el que ella esté unida al cuerpo humano, por tanto, la unidad no es una unitas natural, sino sólo una unitas compositionis, es decir, su unidad es una unidad hecha arbitrariamente, ella no surge con necesidad de su esencia y concepto. Es sólo Dios —no se sabe por qué— quien los ha unido, una representación que es indigna de la filosofía. Es algo muy distinto cuando se dice: Dios es el nexo entre materia y espíritu, sólo la esencia infinita, como fundamento de ambos opuestos es su nexo real, en el que están unidos; aunque tampoco esta proposición es suficiente, pues hay que encontrar en la materia misma, en el espíritu mismo, en su naturaleza, su punto de unión; pero, cuando es representado así: Dios ha unido a ambos, entonces se toma como refugio al conocido asilo de la ignorancia, a la voluntad de Dios, con lo que no sólo no se ha dicho nada racional, sino precisamente algo irracional y también indigno, en el más alto grado de la idea de Dios. Desde luego, en Descartes subyace también como fundamento aquella idea, pero en él se interpone siempre de inmediato entre la idea las representaciones más inservibles y filosóficas de todas. Así, en este caso entre la idea de la esencia infinita como la idea del medio real entre espíritu y cuerpo la representación inadecuada de la voluntad, la cual, en verdad, en vez de producir su combinación y hacerla concebible, la hace imposible e inconcebible.

En Descartes sólo hay verdaderamente dos pensamientos grandes y filosóficos: el pensamiento del Cogito ergo sum, con sus consecuencias inmediatas, que van junto a lo que concierne al espíritu, y el pensamiento de que la idea de lo infinito está presupuesta a la idea de lo finito y que la idea de lo infinito es la idea de la esencia que contiene inmediatamente la esencia en su existencia aunque esta idea permanece en él sin aplicación y ejecución pertinentes. Son relámpagos que sólo le iluminan momentáneamente y enseguida ceden sitio a las nubes de las representaciones filosóficas.

Para Descartes, la metafísica no era su elemento, no podía mantenerse por mucho tiempo en su pensamiento, como él mismo lo declara en una carta, aunque estaba muy convencido de que ella era la ciencia suprema. Sus meditaciones metafísicas se le ocurren así a una cabeza convencida de la dignidad y de la esencialidad de la metafísica, como si tuviera prisa en todo y así ello fuera aceptable a su conciencia inteligente a la que intranquilizaba

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las exigencias que le harían y que apaciguaba la metafísica en él, para luego dedicarse más tranquilo y justificado a la parte del saber para la que se consideraba mejor dotado.

La metafísica era para él una capilla en la que cumplía su plegaria matinal, para luego pasar todo el resto del día en su laboratorio químico o en su taller de mecánica y física. Hizo grandes inventos en matemáticas, física dióptrica y mecánica, o los prepara y origina, y aunque sostuvo —sobre todo en la física— hipótesis de investigación precoces (no sin razón), su sistema cósmico fue suprimido por el de Newton. Sin embargo, ello no era meramente una consecuencia de su inclinación y disposición subjetivas para la matemática, era también una consecuencia de su principio metafísico, e incluso una consecuencia necesaria del mismo, puesto que su concepción de la naturaleza era una concepción exclusivamente matemática, abstracta-material, y no física. Sólo tomo como materia de las cosas corporales, dice Descartes expresamente, sólo la materia que es objeto de la geometría, la materia divisible, dúctil y móvil, a la que el geómetra llama la cantidad y tengo en su consideración nada más que esas divisiones, esas figuras y movimientos. Por tanto, la esencia de la materia y del cuerpo consiste, no en su naturaleza sensible, sino exclusivamente en su extensión, en su longitud, en su anchura y profundidad. Por tanto, la esencia de la materia es la simple cantidad.

Esta consideración de la naturaleza depende en lo más íntimo de su metafísica. Para el espíritu que aprehende como su esencia solamente abstraerse y diferenciarse de la materia, e incluso a esta abstracción y a esta diferencia como su única determinación positiva, es necesariamente también sólo la materia abstracta vaciada de la cualidad sensible la única materia real, y como tal, objeto de su pensar y de su consideración. Pues en esta consideración y concepción de la materia como una simple cantidad el espíritu no se exterioriza a sí mismo, no se mezcla con la suciedad de la materia, permaneciendo así cabe a sí mismo, en la vaciedad y diferencia respecto de la materia. Pues la materia, considerada simplemente como magnitud, figura y movimiento, ya no es objeto de los sentidos, sino sólo objeto del pensar abstracto, matemático.

¿Qué es duro, blando, dulce, amargo, rojo, azul? De ello nada puedo decir ni escribir; son representaciones oscuras, les falta claridad y determinidad,

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por las cuales únicamente una representación es descriptible y compartible; quien quiera saberlo tiene que sentirlo, y sólo puede sentirlo quien se mezcla con la materia, se exterioriza, se sumerge en la marea de la sensibilidad. Pero la magnitud, la figura, el movimiento, son representaciones comunicables, claras, distintas, no son sentimientos.

Para concebir una máquina no hace falta el presente ni la intuición sensibles inmediatas, no necesito abrir los ojos una vez; puedo construirla para mí en mi cabeza. Esta concepción cuantitativa de la materia, aunque es una consideración puramente material o mecánica de la misma es así aquella en la que el espíritu al abstraerse de la materia no se hace ninguna violencia, sino que permanece cabe sí y, por tanto, era la concepción conforme al punto de vista cartesiano.

(1) (Al margen): Se dice que la pregunta por la conexión del alma con el cuerpo no tendría solución. Esto depende sólo del modo en que se plantea la pregunta. Si yo me mantengo en el alma, en lo universal, el alma es invisible, inextensa, el cuerpo es material, y así tengo yo, desde luego, que cruzar las manos sobre la cabeza y exclamar: ¡Cómo es ello posible! Pero toda pregunta necia hace innecesaria la respuesta. La pregunta por la conexión del espíritu con la materia no es otra que la pregunta por la conexión del pensar con el sentir.

Por consiguiente, la dificultad se reduce a derivar la sensación del concepto del espíritu.

Si se encuentra esto, se encuentra entonces el medium entre materia y espíritu. La sensación es el misterio, la fuente de la materia misma; entre la sensación y el intelecto se encuentra en el medio la fuerza de la imaginación, pero a la cual no se tiene que representar como una fuerza propia separada del pensar. El mismo proceso, pues, que experimentamos cuando el pensamiento en nosotros se exterioriza en imagen y en cuanto esta imagen se convierte en un objeto de nuestra sensación, el cual nos agarra, nos embelesa, nos excita y así afecta los nervios y mediante éstos penetra en la sangre, es el mismo proceso o camino que hemos de hacer en la conexión del espíritu con la materia y nos hemos de pensar. Es precisamente así de claro o de misterioso, si se quiere, como esta conexión de la inteligencia pura con la sensación inmediata o esta exteriorización del pensamiento en su imagen y la sensación, y es precisamente así de claro y misterioso también la conexión del espíritu en general con la materia.

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INTERDISCIPLINARES

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EL CONCEPTO DE HISTORIA Y SOCIEDAD EN ARTURO USLAR PIETRI

Vitaliano Graterol1

En otras ocasiones hemos venido examinando las posiciones de Uslar en relación con los diversos aspectos que conforman el entramado de la sociedad. No todos, limitando nuestras apreciaciones sobre aquellos que más directamente contribuyen a aclarar su pensamiento histórico.

Ahora bien, no deja de aparecer como contradictorio, por inútil, nuestro empeño en analizar el pensamiento histórico de alguien a quien hemos calificado adherente al pensamiento funcionalista. Si tomamos en cuenta sobre todo, la conocida postura de esta corriente de negar la intervención de la historia en lo concerniente al equilibrio, cambio y dirección de la sociedad. No obstante, es probable que la justificación general la consigamos en los propios partidarios del análisis funcional debido a los muchos problemas que han afrontado desde el principio para explicar precisamente, el dinamismo y cambio en el marco de una concepción de la sociedad tenida por estática.

Variados lineamientos han aparecido en la búsqueda de soluciones; sin exceptuar partidarios de relacionar la sociedad y la historia. Desde esa óptica bien lo apunta Ely Chinoy cuando afirma que es necesario “subrayar la importancia de un enfoque histórico, como contrapartida necesaria para el análisis funcional”2, si este quisiera cubrir la tremenda debilidad derivada de obviar el análisis del dinamismo social. Aparte de que, evidentemente, ciertas posiciones filosóficas como el pragmatismo han generado visiones históricas que aún cuando aparentemente provienen de fuera, el carácter negador de la historia como ciencia, se aviene bien con el funcionalismo. En consecuencia,

1 Profesor de Historia de Venezuela. Escuela de Historia. Facultad de Humanidades y Educación. Universidad de Los Andes.

2 Ely Chinoy. La Sociedad. Una introducción a la sociología. 1984. p. 96

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sí es perfectamente justificable averiguar sobre el enfoque histórico y de cómo y de qué manera ha sido encajado en el análisis funcional.

En cuanto Uslar, demás está recordar los frecuentes reconocimientos recibidos por su obra de historiador. Aparte de las también frecuentes apelaciones que ha hecho y hace de la historia en respaldo de contenidos que a veces pueden aparecer a los no avezados muy alejados de ellos, pero que, sin embargo, les dan fuerza y veracidad a sus argumentos, revelando así en él, una sólida formación histórica. Todo ello, no sólo justifica, sino hace sugerente, averiguar las bases teóricas sobre las que relaciona posiciones consideradas por nosotros insertas en las ideas funcionalistas con la historia.

Entrando ya, en lo que para nosotros es el planteamiento de sus ideas históricas, Uslar empieza rechazando por determinista todo pensamiento que niegue al hombre la libertad que le es consustancial de construir su propio destino. Sigamos el desarrollo y consecuencias de ésta primera afirmación.

A partir de aquella idea, considera que el determinismo habría sido el rasgo predominante de toda la corriente histórica evolucionista que gran auge durante el siglo XIX. El pensamiento evolucionista en conjunción con el racionalismo se habían encargado de propugnar “aquella fe en el que el hombre estaba en un camino de progreso continuo, que cada vez iba a estar gobernando más por la razón, por los principios, por la moral y no por el instinto…” 3. Son estos ideales que alimentan el pensamiento sobre la sociedad y la historia en el siglo XIX los que se derrumban a causa de los resultados catastróficos evidenciados por las dos grandes guerras del siglo XX. Pero en definitiva aquello que había provocado el rechazo a todo evolucionismo determinista estriba esencialmente en la pérdida de toda base científica. Pues, la búsqueda y pretendido descubrimiento de leyes que regirían la sociedad y la historia no habían sido más que ilusiones fomentadas por la noción positivista de la ciencia, sustentadas en el superado principio de causa-efecto que dominó la concepción del universo de Newton. Hoy por el contrario “las bases vigentes de la verdad científica según lo han conocido Eistein, Gibbs, Rutherford, Broglie”; son otras, por lo que podemos decir que:

Sin saberlo, intelectualmente, hemos pasado de ser los dueños de un mundo finito, racional y determinable a ser los

3 A.U.P. Hacia el humanismo democrático. 1965. p. 20.

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extraviados huéspedes de un universo tal vez infinito, en creciente desorganización, no determinable sino por aproximación y probabilidad, no completamente reducible a razón que acusa en lo esencial un principio de indeterminación. 4

De ser cierta la manera como Uslar plantea las relaciones entre el pensamiento científico y el social, muy mal harían las disciplinas pertenecientes a este último campo, en no acusar los resultados de semejante revolución que estremece los cimientos que hasta no hace mucho sostenían sus teorías. Por su parte, Uslar hace evidente lo que considera sean las incidencias de la nueva situación para la historia:

Carece de sentido tratar de continuar creyendo que la historia es una ciencia determinista, que podía aceptarse mientras el universo determinista newtoniano estaba vigente e incólume, en este tiempo en el que, por el contrario, cada día más parece que la física y la mecánica se vuelven historia, es decir, mero recuento y verificación del acaecer observable y de sus probabilidades. 5

En suma, se trataría de revisar la concepción total de la manera como se había venido pensando la historia, con el propósito de ponerla al nivel de las exigencias de una nueva realidad científica.

Uslar concibe, que de partida, esa nueva historia tiene que reivindicar la condición del hombre, como ente individual, conscientemente responsable y único de la actividad de construcción de su futuro:

Tiene que partirse de la evidencia de que es el hombre el que hace la historia y no la historia la que hace al hombre, que es el hombre el que hace la ciencia y no la ciencia y la técnica las que hacen al hombre, que es el hombre el que concibe y le da

4 A.U.P. Veinticinco Ensayos. 1990. p. 327. 5 A.U. P. Ob. Cit. 1995. p. 11.

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sentido al mundo y no el mundo el que crea y le da sentido al pensamiento humano. 6

Antes de continuar, intentemos examinar de cerca esta proposición de arrancada. Es notable la decidida inclinación por hacer depender exclusivamente del hombre todo conocimiento y toda acción posible. De lo que fácilmente se deriva que la propuesta intenta trasladar el centro de gravedad de la sociedad, como agente susceptible de moldear y coadyuvar la acción y cambios al individuo como nuevo centro de ellos. Pues según lo que Uslar viene defendiendo, lo contrario sería volver a admitir el determinismo de colocar en manos de la historia o de cualquier otro poder extraño, lo que sólo al hombre toca decidir: el destino humano. La libertad, en consecuencia, no descansa únicamente, al menos, en el hombre genérico; sino también, y muy especialmente, en el individuo; con lo que nuevamente se desplaza al centro de gravedad de la sociedad hacia este último.

Todo lo que encierra aquella propuesta viene justificada en nombre de un humanismo bastante extraño. Calidad que le asignamos por el hecho de ser utilizado como una filosofía, sin ser definida como tal y del hecho muchísimo más extraño todavía de tratar de conciliar posiciones que tendrían que ser objetadas sin dilación por su reconocido determinismo. Y de las cuales, podemos asegurar, que a pesar de los muchos esfuerzos que hiciéramos no entenderíamos como pueden tener idénticas visiones humanísticas. A continuación copiamos una larga cita que muestra ampliamente la posición de Uslar y confirma nuestro propio comentario:

Si el hombre es el centro del mundo, si el hombre es el que hace el mundo, el que le da sentido al mundo y es simultáneamente un ser libre, con el uso de su libertad con lo que construye o destruye; con lo que da sentido o niega sentido. Entonces tenemos que regresar a la concepción de que es afirmando al hombre como nosotros podemos alcanzar un mundo mejor, y no arrojándonos ciegamente a una corriente inhumana de fatalismo social, que pueda hacernos desbocar en la catástrofe. Esto es lo que se llama humanismo. Ese humanismo no está delimitado por una doctrina.

6 A.U.P. Ibídem. p. 11.

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Ese humanismo está abierto al cristiano: está abierto al agnóstico, está abierto al existencialista, ese humanismo incluso que está abierto a ciertas formas de marxismo. 7

No vamos a intentar llevar más allá de la observación que hemos formulado el análisis de este último tópico que colinda con lo político, puesto que nos arrastraría al estudio in extenso de las ideas de Uslar. Lo referido, se debe simplemente a la intención de mostrar que la proposición de partida para un nuevo concepto sobre la historia, aún cuando haya sido consignada a nombre de un humanismo de cuya intención de novedad no dudamos, corresponde como veremos, a una vieja posición filosófica e histórica.

Ciertamente, la perspectiva de partida escogida por Uslar para explicar la Historia, parece ser la misma del funcionalismo para hacer lo propio con la sociedad. Cuestión que le ha valido a esta corriente no pocas de las críticas en su contra tenidas por fundamentales, pues en el empeño puesto para alejarse de todo determinismo, por aparente que este sea, se hace descansar únicamente en las cualidades y motivaciones individuales toda la acción que da lugar al hecho social; eludiéndose, además, toda explicación de ellas diferente a su condición de ser naturales e innatas. He aquí una de esas críticas que las resume bastante bien: “Todas las nociones de la sociología funcionalista no conciernen más que al individuo y al acto individual, mientras que es impensable en sentido estricto toda realidad social (proceso, práctica, etc.) que sustente y produzca el hecho individual subjetivo y, por consiguiente, lo explique”. 8

Pero toda asimilación del punto de vista de Uslar al del Funcionalismo quedaría desvirtuada de base si no se atiende su planteamiento de conjunto sobre la historia.

El elemento clave para sostener aquella posición viene dado por las consecuencias que se derivan de considerar el hecho histórico exclusivo de la mente del historiador, así afirma:

Desde luego, es muy sencillo decir la historia, y ¿qué decimos con esa palabra? Muchas cosas distintas e incluso contradictorias, es ante todo un recuento del pasado y esto es evidente, pero ¿De

7 A.U.P. Ob. Cit. 1965. p. 31. 8 Nicole, Laurin-Frenette. Las teorías funcionalistas de las clases sociales. 1976. p. 9.

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qué pasado? ¿Con qué contenido? ¿Con que intención? Todo es importante porque hace que las historias digan una cosa o parezcan decir otra , o estén dirigidas más hacia el presente y el futuro que al pasado, lo que un gran historiador francés llamaba “la contaminación del pasado por el presente”, porque los hombres, así como no podemos escapar de nuestro pellejo, tampoco podemos escapar de nuestras convicciones y tampoco podemos escapar aunque lo quisiéramos de nuestra época y es desde ese punto de vista de donde vemos el pasado y el futuro y componemos e inventamos un pasado en el correcto sentido de la palabra, que se ajuste a lo que nosotros entendemos y creemos. 9

Desde este punto de vista la historia carece de toda objetividad o lo que es lo mismo de toda validez real, puesto que los hechos son el producto exclusivo de la subjetividad del historiador. En esta perspectiva la posición de Uslar está claramente vinculada en primer término a la del filósofo italiano Benedetto Croce, quien sostenía que toda la historia es “historia contemporánea”, en el sentido de que toda historia busca en el pasado únicamente lo que le explica el presente. De Allí que la visión contemporánea con toda la carga de ideas que comprende condiciona la búsqueda del pasado.

Esta posición de Croce fue llevada al extremo por el filósofo e historiador inglés E. H. Collingwood, a quien Uslar sigue de más cerca. Veamos el resumen que E. H. Carr hace de los propuestos de Collinwood:

La filosofía de la historia no se ocupa del pasado en sí ni de la opinión que de él en sí se forma el historiador, sino de ambas cosas relacionadas entre sí. Esta aseveración refleja los dos significados en curso de la palabra historia: la investigación llevada a cabo por el historiador y la serie de acontecimientos del pasado que investiga. El pasado que estudia el historiador no es un pasado muerto, sino un pasado que en cierto modo vive aún en el presente. Mas un acto pasado está muerto, es decir,

9 A.U.P. ¿Qué es la Historia? Boletín de la Academia Nacional de la Historia. (Caracas). Nº 269, Enero- marzo 1985.

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carece de significado para el historiador, a no ser que este pueda entender el pensamiento que se sitúa tras él. 10

Por eso, toda la historia es la historia del pensamiento, y la historia es la reproducción en la mente del historiador del pensamiento cuya historia estudia. La reconstitución del pasado en la mente del historiador se apoya en la evidencia empírica. Pero no es de suyo un proceso empírico ni puede consistir en una mera enumeración de datos. Antes bien el proceso de reconstrucción rige la selección y la interpretación de los hechos: esto es precisamente lo que los hace hechos históricos.

Siguiendo estas ideas es como Uslar llega a la conclusión ya anunciada de la imposibilidad de aceptar que la historia sea una ciencia, pues como él mismo lo dice:

No es que alguien se ponga como un conspirador a falsificar la historia para beneficio propio o de ésta, puede que haya quien lo haga, pero en términos generales esto no tendría importancia pero si el hecho de que yo cuento, está condicionado por lo que soy, refleja el como yo veo el mundo o mi país, por mi mentalidad y de eso nadie puede escapar. 11

De lo que, según Uslar, fácilmente se concluye que la historia adquiere el significado que el historiador le da, no habiendo en consecuencia una verdad histórica objetiva ni la posibilidad de conseguirla.

Pero si la historia no es una ciencia, Uslar mismo se pregunta ¿Qué es la historia? ¿Cuál es su justificación?:

Esto no significa que la historia no tenga ninguna validez, la historia es la memoria común y con esto está dicho todo, porque los hombres somos y los animales son y tienen identidad, porque tienen alguna forma de memoria. Si a nosotros nos arrebataran la memoria, no sabríamos quienes somos, no tendríamos la menor manera de valernos, estaríamos en la más absoluta indefinición ante la vida y no habría manera de que supiéramos para donde

10 E. H. Carr. ¿Qué es la Historia?¿Qué es la Historia? 1966. p p. 29- 30. 11 A.U.P. Art. Cit. Enero- Marzo 1985. p. 16.

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vamos ni con qué sentido vamos, ni con qué objeto vamos. Si eso es importante en la memoria individual, una de las más graves enfermedades que un ser humano puede sufrir es la pérdida de la memoria, que una nación no sepa de dónde viene, cómo se hizo, qué es. Esa memoria está y debe estar en la historia. 12

Ahora bien, es evidente que para Uslar la contribución de la historia consiste en dotar a la sociedad de la memoria, pero no de cualquier memoria sino de aquella que le es necesaria y útil para su propia conservación y desarrollo, solo de esta manera la historia adquiere validez:

De la forma en que llegamos a concebir nuestro pasado depende en mucho la manera como vamos a entender y a enfrentarnos a los trabajos del presente. Si la imagen que la historia da a un pueblo de su propio ser colectivo y de su quehacer fundamental en los tiempos es una visión de orgulloso sacrificio y entrega a ideales intemporales, será muy difícil llevarlo a acometer las ordinarias tareas del taller, del camino y del mercado, que es la ocupación de la gente organizada y productiva. 13

Uslar termina por unir conocimiento histórico y utilidad, camino seguido por el pragmatismo, que confunde la validez del conocimiento con la validez del fin. Por tanto la historia está obligada a construir una imagen que sirva a los propósitos y objetivos planteados por la sociedad, transformándose en un elemento más del ajuste y equilibrio de ella; cumpliéndose así el deseo explícito de algunos funcionalistas como Ely Chinoy, citado por nosotros, que pretenden incluir la historia en el análisis funcionalista.

El análisis de Uslar lo lleva directamente a negarle cualquier posibilidad científica a la historia, para lo cual percibe el hecho histórico como un producto exclusivamente subjetivo, producto de la mente a ideas del historiador. Pero a la vez reconoce en la historia una función importante, como ha sido señalado. Esta función se traduce en la práctica en dotar a la sociedad de una imagen, cuya utilidad viene dada por formar parte de la planificación que toda sociedad debe tener de su futuro.

12 A.U.P. Ibídem. p. 15 13 A. U. P. Ob. Cit. 1980. p. 164.

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El concepto de historia y sociedad en Arturo Uslar Pietri

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MISCELÁNEAS

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INDICE ACUMULADOFILOSOFÍA Nº 1J. Habermas Acerca del uso ético pragmático y moral de la Razón Práctica.Martín Heidegger La proposición de la Identidad (trad. Agustín Rodríguez)Jaques Derrida Prejuzgados (trad. Merisol León)Alberto ArveloEl método de la visión poética de William BlakeRamón Jáuregui El concepto de Ser en Suárez, Scoto y CayetanoWalter NaviaComunicación y paradigma de Diálogo en M. Heidegger.Lino Rodriguez ¿Qué es la Filosofía del Derecho?Mauricio Navia Heidegger y Nietzsche.

FILOSOFÍA Nº 2CleantesFragmentos y testimonios sobre la Divinidad (trad. Ángel Cappelletti)Jaques DerridaPrejuzgados (2ª parte. Trad. Merisol León)Immanuel KantCarta a Marcus Herz, del 21 de febrero de 1772 (Trad. Alberto Arvelo)Alexander SchwannEnamorado del naufragio y lo insondable. Sobre las “Contribuciones

a la Filosofía” de M. Heidegger (Trad. Alberto Arvelo).Ángel CappellettiEl positivismo en Mérida: Julio César SalasPilar EcheverríaLa voluntad de Potencia: potencia del ArtistaJosé F. Martínez RinconesJusticia y LibertadPompeyo RamisMetodología filosófica de Bartolomé Xiberta.

FILOSOFÍA Nº 3J. Duns EscotoTratado sobre el primer principio (Trad. Ángel Cappelletti)Martin HeideggerEl lugar de la verdad y el Logos (trad. Agustín Rodríguez)Alexis Philonenko

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Emergencia del idealismo trascendental en la fenomenología del espíritu de Hegel y su crítica (Trad. Eduardo Vásquez)

Ángel CappellettiLey, gobierno y religión en MontesquieuRamón JáureguiConcepción religiosa de Don Simón RodríguezEdgar Moros RuanoLa concepción de lo místico en el Tractatus Philosoficus de Ludwig WittgensteinEduardo VásquezDefensa de Hegel contra PhilonenkoEduardo ZuletaGramsci y la Educación

FILOSOFÍA Nº 4Lucio Cecilio Firmiano LactancioCrítica del comunismo platónico (trad. Ángel Cappelletti)Edgar Moros RuanoEl argumento moral y la ética kantianaEduardo VásquezLa dialéctica en Hegel y MarxÁngel CappellettiLa clasificación de las ciencias en la Alta Edad MediaEduardo ZuletaGramsci y la Educación.Elías Capriles AriasLa inversión hegeliana de la historiaGianfranco SpavieriEl ser y el devenir

FILOSOFÍA Nº 5G. BerkeleyTratado sobre los principios del conocimiento humano. (Traducción de Elías Capriles)Ángel CappellettiEl estoicismo áulico de Perseo de CitioAlfredo VallotaDios como causa del error en Descartes.Ángel CappellettiEl anarquismo apistemológico de P.K. FeyerabendRoberto ArrochaLos orígenes de la izquierda hegelianaPompeyo RamisOntología de Bartolomé Xiberta

FILOSOFÍA Nº 6AristótelesLa Física: el movimiento (Trad. Miguel Montoya)

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Agustín RodríguezMeta y camino de “Ser y Tiempo”Plinio NegreteEl paradigma cuántico-relativistaAlfredo VallotaEl epicureísmo de la RochefoucauldMaría Esther Burgos¿Es siempre válido el principio de conservación de la energía?Ángel CappellettiEl estado de naturaleza y la naturaleza del Estado e HobbesElías Capriles AriasEl valor y los valores como consecuencia de la ‘caída’

FILOSOFÍA Nº 7ChandakirtiAnálisis del ir y del venir (Traducción de Elías Capriles)Alan GuyPresencia del pensamiento antiguo en América (Traducción de Alfredo Vallota).Ángel CappellettiLas obras de Zenón y las fuentes de su sistemaAlfredo VallotaDemocracia y representaciónPlinio NegreteSobre los fundamentos del pensar fragmentarioAndrés CappellettiFilosofía, Psicología, PsicoanálisisEsther Díaz de KobilaLa decisión epistemológica y el progreso científico

FILOSOFÍA Nº 8Michel. FucoultCrítica y Aufklärung (Traducción de Jorge Dávila)Edgar MorosLa justicia, el marxismo y RawlsBlanca I. PradaEl racionalismo crítico popperianoMassimo DesiatoLos equilibrios de la cultura: una aproximación a la filosofía de F. Nietzsche. Rosa María HurtadoEl concepto de la lógica hegeliana.Ángel CappellettiLa teología de Zenón de CitioElías Capriles AriasFenomenología mera-existencial de los Estados de Conciencia

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FILOSOFÍA Nº 9 - 10 Plinio NegreteEn “Paz creativa a partir del encuentro de culturas”Omar AstorgaKant. Lector de HobbesÁngel CappellettiBibliografía filosófica mínimaElías Capriles AriasInseparabilidad de obra y vida de Ángel CappellettiJ. ChacínBibliografía de CappellettiR. Di FalcoMayda HočevarLa poesía de CappellettiMauricio NaviaCappelletti y el mundo antiguoMauricio NaviaCappelletti y su experiencia del Ser.Mauricio NaviaNietzsche y HeráclitoPlinio NegreteLa causalidad cuántica y los procesos a-causales.Rosa María HurtadoAlgunas categorías que fundamentan la constitución de una nueva

racionalidad en la Filosofía de la Liberación de Enrique Dussel.E. Moros RuanoEl ser y el cambio en AristótelesR. Di FalcoLa ilusión de la antropología postmodernaVictor KrebsPensando con el Alma y el tonto prejuicio científicoTeresa EsparPara un análisis semio-lingüístico del Devenir

FILOSOFÍA Nº 11Miguel AlbujasLa religión: concepción de una ideología paralizante. Crítica marxista al fenómeno religioso.L. AlonsoLeón Wygostky: significación y sentido personal en la actividad humana.P. ÁlvarezLa Metafísica para la comprensión de la CienciaA. AndaraProblemas de identidad cultural de integración en América LatinaE. AponteHacia una antropología para las mujeres.I. Argibay

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Del Leviatán a la Nueva Síntesis.R. ArrochaLas raíces del marxismo en KritikAlberto ArveloLa sociedad civil como fuente de despotismo y la sociedad pública como ámbito de libertades.Omar AstorgaReexamen de la filosofía política de Kant (desde Hobbes)J. BelandriaCreación y destrucción de la entropía interna y aplicaciones en la concepción del universo.B. BernardDe la ética a la Ética Biomédica.T. BianculliTraducción y Lenguaje: la historia como construcción de la humanidad.B. BordalejoSer y Sustancia e la Metafísica de Aristóteles.A.J. BozoCrisis, fractura cultural y filosofía: Filosofía Jurídica.F. Bravo.Del deber de ser feliz o la línea divisoria entre las Éticas de Kant y Aristóteles.

FILOSOFÍA Nº 12Francisco BravoModelos de constituciones políticas según AristótelesBriceño G.En ‘Qué es la Filosofía’, por Miguel Rodríguez.Carlos KohnEl papel de la imaginación en la recuperación del sentido del mor mundi: Hannah Arendt y la

hermenéutica.S. MaceriSobre el sentido de la tesis socrática: el virtuoso es feliz.A. Ortiz OsesLa textura filosófica.María del Pilar QuinteroRevisión en la tradición filosófica del concepto de alienación.Pompeyo RamisVerdad y libertad en la educación.D. VillateEthos, methodos y experiencia religiosa en Blas Pascal

FILOSOFÍA Nº 13José del Rey FajardoUna mirada religiosa sobre el pensarMariano Picón SalasFilosofía para Venezuela (1946)Alberto RosalesNecesidad y actualidad de la filosofía: problemas actuales en la enseñanza de la filosofía.

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Pompeyo RamisLa filosofía y el filosofar.José Rubén Sanabria¿Filosofía en este tercer milenio?

FILOSOFÍA Nº 14AristótelesAcerca de las lecciones sobre la naturaleza, Física B1. (Traducción de Miguel Montoya)Martin Heidegger Hölderlin y la esencia de la poesía. (Traducción de Gunther Blessing y Eleazar Molina).Agustín Rodríguez El concepto de dynamis koinonias como sentido del ser.Gustavo SarmientoSobre los principios de la forma del mundo sensible

y el inteligible en la ‘Disertación inaugural de Kant’.Pompeyo RamisCien años de pensamiento social.Plinio NegreteLa racionalidad del mundo real en regiones de transición. María Pilar QuinteroAcerca del proceso de subjetivación del sujeto latinoamericano.Luis Vivanco SaavedraInvestigación y pensamiento en Lisandro Alvarado.Miguel Montoya SalasLa doctrina platónica de la Verdad.

FILOSOFÍA Nº 15 – 16Enrico Berti Aristóteles en el siglo XX (Trad. Miguel Montoya)Agustín RodríguezLa diferencia entre cuerpo humano (Leib) y cuerpo físico

(körpen) en la 5ta meditación cartesiana de Husserl.George González GonzálezEl misterio del ser según Gabriel MarcelDrina HočevarEn camino hacia el lenguaje.Nelly Arévalo de EichnerÉtica pública de mínimos y ética pública de máximos.Marta de la Vega VisbalHabermas versus Nietzsche: La estética como paradigma versus el paradigma del entendimiento como acción comunicativa.María González RaposoClaves filosóficas para la investigación científica.Pompeyo RamisUnos apuntes sobre causalidad históricaMaría del Pilar Quintero

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Filosofía de la cultura, imaginario, racismo, género y literaturaGustavo sarmientoCartesianismo y newtonianismo en las teorías sobre la información del mundo del

siglo XVII: las críticas de John Keill a los ‘constructores de mundos’ ingleses.Plinio NegreteLa ética ecológica y el paradigma de la nueva ciencia.

FILOSOFÍA Nº 17-18Alberto Arvelo RamosEl comunismo de los espíritus. Friedrich Holderlin.Alberto RosalesArte y verdad en Heidegger.Agustín RodríguezLenguaje desde la perspectiva trascendental-horizontal de Ser y TiempoAlberto ArveloLa concepción trágica de justicia en Esquilo y AristótelesMiguel Montoya SalasHeráclito y su unidad conceptualRamón JáureguiEl problema de la libertadLuis E. de San Martin RodríguezLogos y vidaYidalyd Puentes MárquezContribución tomista a las nociones de Ser y EnteJorge Luis Villate DíazSospecha y modernidadRoberto Saraiva Kahlmeyer-MertensAnalítica existencial como ontología fundamental en ‘Ser y Tiempo’ de HeideggerPlinio NegreteAcerca de la rigidez logicista en la teoría del conocimientoLilian Angulo y Aníbal LeónTeoría educativa desde la cotidianidad de la práctica.Jesús Darío LaraPara leer a Parménides. Elementos lingüísticos subyacentes a la descripción del ser en el poema ‘sobre la naturaleza.

FILOSOFÍA Nº 19Rosales, AlbertoHeidegger y la pregunta por el serVásquez, EduardoLa ciencia según Hegel Jáuregui, RamónEl problema de la libertad Belandria, MargaritaEstructura ontológica del sujeto práctico kantianoSuzzarini, Andrés

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Profesores y filósofosMartín HeideggerQué es Metafísica (Traducción de Pompeyo Ramis) Josef Simon Friedrich Nietzsche (1844-1900) (Traducción de Luisa Meyer)

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MAESTRÍA DE FILOSOFÍA

Departamento de Filosofía

Facultad de Humanidades y Educación

Universidad de Los Andes

Mérida – Venezuela

Año de creación: 1989

La Maestría de Filosofía es un Programa de Postgrado adscrito al Departamento de Filosofía de la Facultad de Humanidades y Educación de la Universidad de Los Andes.

Esta Maestría está dirigida a egresados universitarios de todas las áreas del conocimiento.

Dirección: Avenida Las Américas, Conjunto Universitario La Liria. Edif. D “Mariano Picón Salas”. Tercer Piso. Mérida 5101 – Venezuela.

Correo electrónico: [email protected]@gmail.com Teléfonos: +58 (274) 2401879 y 2401878.

INFORMACIÓN GENERALTítulo que se otorga: Magister Scientiae en Filosofía.Escolaridad: cuatro semestres.Duración: 4 años (incluye escolaridad y tesis) Modalidad de Estudio: presencial. Apertura por Cohorte: cada dos añosDirigida a: profesionales universitarios de todas las carreras.

Requisitos de ingreso Fotografía (fondo negro) del título universitario.

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Original de las notas certificadas de pregrado. Original de la partida de nacimiento, reciente. Fotocopia de la cédula de identidad o pasaporte. Cuatro (4) fotografías tipo carnet. Constancia de haber aprobado el Examen de Admisión.Curriculum Vitae con los respectivos comprobantes. Recibo de pago de la matrícula correspondiente.

Objetivos de la Maestría

1) Formar profesionales de alto nivel académico, con estricto sentido de la responsabilidad ética e intelectual, mediante el estudio sistemático, concentrado y profundo de los distintos campos temáticos de la Maestría, consolidando así los logros académicos alcanzados por el Departamento de Filosofía.

2) Proporcionarle a la Universidad y al país estudiosos investigadores en Filosofía, así como la organización de los planes de estudio e investigación en torno a las temáticas fundamentales de la Maestría, garantizando un alto nivel en la docencia y la investigación, mediante el respeto y promoción de la diversidad de enfoques, tendencias filosóficas y la libertad de pensamiento.

3) Posibilitar la interacción de las investigaciones realizadas por los profesores y estudiantes de la Maestría con la comunidad filosófica nacional e internacional.

4) Contribuir al desarrollo de una conciencia crítica y una actitud racional, así como al fortalecimiento de los valores fundamentales de la cultura universal.

Campos temáticos y líneas de investigación

-Filosofía Antigua, Medieval, Moderna y Contemporánea.-Ontología. Epistemología. Fenomenología. -Lógica. Filosofía del Lenguaje. Filosofía de la Ciencia.

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Maestría de Filosofía

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-Ética. Filosofía Política. Filosofía del Derecho. -Estética. Filosofía del Arte. Filosofía de la cultura.-Filosofía de la Educación. Filosofía de la Historia. Filosofía

Latinoamericana. Filosofía de la Religión. Cursos de Extensión. 1. Griego clásico para filósofos. 2. Latín filosófico.

Perfil del egresado

La Maestría en Filosofía procura formar un profesional con un claro conocimiento del pensamiento lógico racional, del desarrollo histórico del pensamiento occidental y de los métodos y problemas de la Lógica y la Filosofía. Al culminar sus estudios el egresado estará en capacidad de:

1) Plantear un problema filosófico y resolverlo.

2) Realizar una investigación filosófica documental, sistemática, con sentido crítico y autonomía de criterio.

3) Continuar por sí mismo enriqueciendo su formación académica, aumentando su capacidad intelectual y científica en su área de interés particular.

4) Dedicarse a la investigación y enseñanza de las distintas temáticas filosóficas según su orientación e interés.

5) Contribuir efectivamente en el análisis y solución de problemas académicos, la elaboración de programas científicos y educativos, y la formulación de proyectos alternativos en dichos campos.

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dirección postal y electrónica, y una síntesis curricular.b) El título, resumen y palabras clave, en español e inglés.c) Resumen y abstract en un máximo de 150 palabras cada uno.e) Todas las notas y referencias bibliográficas van al pie de página.f) Las citas en otros idiomas deben ser traducidas a continuación o al

pie de página.g) Divisiones y subdivisiones (si las hay) en números arábigos.h) Lugar y fecha de la elaboración del artículo.

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