revista surgente no. 9

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Revista alternativa, neoñerística y periferico-marginal, editada por jovenes de Usme, Bogotá

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Page 1: Revista Surgente No. 9
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Surgente, Letras InformalesAño IV - Número 9/mayo – agosto 2009ISSN 1909-6895

Directora:Leidy Joana Díaz [email protected]

Editor:Rodolfo Celis [email protected]

Diseño Y Diagramación:The Holy Box [email protected]

Ilustraciones:The Holy Box ProjectJuan Camilo Melo Gutié[email protected]

FotografíaFlickr

Consejo Editorial:Michelle Camila Pérez, Leidy Joana Díaz, Juan Camilo Melo Gutiérrez, The Holy Box y Rodolfo Celis

Escritores Invitados:Juan Camilo Ahumada, Erika Julieth Piragauta Márquez, Jerson José Hernández de la Cruz, Magally Urueña Plazas, Margareth Liceth Arias Rivera, Ramón Adrián Salinas Franco, Enid Barrera Rojas, María Cristina Nieto Alarcón, Calamagrotis, Pablo Andrés Castro Henao, Yinneth Albenis Alpalá Dicelis, Camilo Andrés Moreno Hernández, Víctor Andrés Martínez Martín, Luisa Fernanda Bustos, Carlos Humberto Marín, Erika Steffany Díaz Ramos y Abril.

Este tiraje consta de mil ejemplares de libre distribución y se hace en el marco del proyecto Cuentas porque cuentas, ejecutado por el Colectivo Surgente y financiado con recursos del Convenio de Asociación No 3221 de 2008: “Aunar recursos técnicos, administrativos y financieros para apoyar a las organizaciones juveniles y/o infantiles, en la construcción y formulación de iniciativas para el aprovechamiento del tiempo libre de los niños – niñas y jóvenes de la localidad de Usme”.

El contenido de esta publicación es responsabilidad de sus autores y no corresponde necesariamente con el pensamiento de la revista. Está prohibida la reproducción total o parcial del material publicado sin el permiso expreso de sus autores.

Revista SurgenteCalle 77 Sur No. 1D – 08 EsteTel 7646279 – Usme – BogotáE-mail: [email protected]

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Sísifo empuja su peñasco montaña arriba, condenado al peso absoluto de la inutilidad por la tiranía de los dioses. Ya no recuerda cual fue su caída, de eso hace una eternidad, en cambio ha aprendido de memoria cada puño de

tierra sobre la ladera, las formas poliédricas de la roca, el rumor incesante de las aguas estigias, una cierta teoría de palancas y una dosificada alegría cada vez que conquista la cima. Justo el momento en que la piedra, a fuerza de gravedad y potencia, se desprende hacia abajo.

Y vuelve Sísifo, una y otra vez, a cumplir su mandato hasta que se detengan todos los astros o hasta que el Olimpo sea depuesto por dioses más terribles. Y en cada retorno hay algo nuevo, una mariposa que se posa un instante en su hombro, una semilla que germina junto al camino o una nube que pinta elefantes en el cielo. Y es esta renovación de lo eterno, lo insalvable del instante frente a la opacidad del infinito, la que vigoriza los músculos y refuerza el oficio. Sísifo no impulsa dos veces el mismo peñasco. Hay algo heracliteano en su sentencia, una renovación del universo, inapelable para los desahuciados.

Como aquél corintio, esta revista se resiste a la desesperanza. No cree en las tempestades que anuncian todos los oráculos, ni en las hecatombes definitivas. Hay una pulsión de vida y palabra que anima cada tarea. Desconfiamos de las renuncias y el afán por salvar los cargamentos del naufragio. Frente a los avatares de la providencia, se hace necesario refundar cada vez el mundo. No hay otra opción. Es inevitable esta voluntad abnegada de escribir en la lengua oficial del Infierno.

¿Qué hay después del desierto?

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Este es un número especial, lo que no deja de ser una ironía para una revista alternativa. Resulta que después de atravesar un desierto editorial y un silencio de casi un año volvemos a la carga, pero no se podía volver de cualquier manera. Se hacía preciso

reinventar algo en el camino, recomponer los contrapesos, balancear los flujos. En esas estábamos cuando apareció la apuesta del proyecto 117 y la iniciativa “Cuentas porque cuentas”. Antes de ello, habíamos despedido, no sin pena, a algunas personas que hicieron con nosotros este camino. A ellos, las gracias totales. Siempre serán de la familia, aunque sus nombres ya no aparezcan en la bandera.

Escribir proyectos termina por ser una tarea fácil, lo difícil es realizarlos conforme a lo planeado. Así, surgió la propuesta de invitar jóvenes de la Localidad a escribir relatos testimoniales, crónicas de sus propias vidas que pudiesen ser compartidas con otros, al tiempo que se constituyen en memoria colectiva. Y después de una convocatoria amplia y juiciosa, se recibieron 40 relatos. Ya se sabe que cuarenta es un número mágico en todas las culturas antiguas, así que, sin supersticiones, esto debe ser una buena señal. Ya veremos. La calidad de los textos y las historias superó la expectativa inicial. Y entonces, creímos conveniente realizar este número especial con esos relatos vivenciales.

Con este tiraje se abre una nueva época de la surgencia. Aterrizan al proceso otros compañeros, a quienes damos la bienvenida con las puertas abiertas. Y se cumple con una tarea antigua, aquella que decía la necesidad de generar una ventana de expresión para todas las voces del sur. Esta vez publicamos a diecisiete jóvenes habitantes de Usme, vecinos nuestros y seguramente conocidos suyos. Ellos con sus historias escriben estas páginas. Y presentamos un cómic que nació también de las entrañas locales. Así, sentimos que hemos cumplido, que todos contamos porque sumamos en términos aritméticos y porque tenemos historias que merecen ser contadas.

Después de todo, Surgente sigue siendo un camino que anda.

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Las Calles

Un relato que cambia la seguridad de la casa por la calle, esa selva de cemento, donde la noción de verticalidad

instaura un orden moral topofílico.

level 1

En la Juega

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as calles de Santa Librada pueden ser recorridas (con un medio de transporte, a pie o imaginadas) sólo de dos maneras: hacia arriba o hacia abajo.

Cuando las camino hacia abajo la gravedad se vuelve cómplice del callejeo, del tiempo y el pensamiento; mis piernas se aflojan y el caminar se aligera; el viento me acaricia el rostro y juega con mi cabello, la ciudad se dibuja ante mis ojos y mis destinos siempre están más cerca. Si durante mi paseo encuentro graffitis, que juran amor eterno en las paredes, y Papás Noel deseando “ feliz navidad y próspero año nuevo” en los andenes, abuelos tomando el sol del atardecer en las puertas de sus casas, perros inquietos por doquier o jóvenes jugando baloncesto; no hay duda: estoy caminando las calles hacia abajo. Si los vendedores ambulantes ofrecen justo lo que estaba buscando, los bares ponen mi música favorita cuando paso por sus puertas o ¡caramba, el Éxito no es tan lejos como parece!, no vacilo, voy pendiente abajo.

Si, al contrario, mi rumbo se encuentra calle arriba, todo se complica y cualquier peso se convierte en una gran molestia; miro solamente al suelo para no tropezar con un hueco o un gran escalón; el viento me empuja, congela mis huesos, con desprecio se apropia de mi cabello y carga de nubes el paisaje, las piernas me pesan, siento tibias gotas de sudor en mi frente y falta el aliento. Si en mi caminata encuentro graffitis que identifican al barrio como territorio de una barra brava, las puertas de las casas cerradas con doble llave, perros que me ladran y al mismo tiempo retroceden (como si me recordaran de un buen sueño que, sin embargo, no empata con la realidad) o a jóvenes envueltos en humo, caminando en silencio y sigilosos como gatos, me despabilo: voy subiendo y es de noche. Si los vendedores de la principal estorban el paso y me toca caminar entre motos, taxis, alimentadores y busetas; si las discotecas se disputan, en guerras ensordecedoras de decibeles, el poder de la manzana y si desde cualquier lugar a mi casa hay un largo trecho…

Estoy en Santa Librada.Así es amigo lector: acá las calles se suben y se bajan, pero también hay calles que se

evitan: son lugares oscuros, conocidos, por rumores y realidades, por la mayoría de los vecinos; es allá donde puedo encontrar la muerte o, según el caso, un puntazo.

Jerson José Hernández de la CruzE-mail: [email protected]

Lives 1

GAME OVER

L

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BlaBang

BlaBang

Blah

Blah

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para devorarnos el mercado del prójimo conocí a Jonathan, un peladito como yo, bajito, monito, con Mi hermano era una rata, un ladrón, un hamponcito para que me entienda. Le gustaban los tangos y las rancheras. Veía películas de acción y se excitaba viendo disparar revólveres, changones, miniuzis y escopetas. De los cuchillos ni se diga, los empuñaba con alma justiciera, como quien va por la vida cobrándole a quien se atravesara la desgracia de haber sido parido criminalmente. De él voy a hablar, mejor dicho a escribir, porque esta soledad mía no me deja hablar con nadie.

Fuimos creciendo desesperadamente en el barrio que está entre Sucre y Villa Anita, en el bosque nos hicimos hombres sin darnos cuenta. La vida nos fue alejando de los mocositos, compañeros de niñez, y nos trajo amigos más sinceros, pero siempre estábamos juntos él y yo. La vida nos trajo a Kiko para que fuéramos los tres haciéndole trampas a la rutina. Llegábamos con Kiko del colegio a las siete y Jonathan nos esperaba en la esquina, nos veníamos para mi casa a fumar, escuchar música y hablar de todo lo imaginable. A las diez Jonathan y yo acompañamos a Kiko a la casa porque vive lejos y lo roban si lo ven solo, luego los dos para mi casa o para la de él o cada uno para la suya y mañana nos vemos.

En este Usme andino, tan lejos del mar, las historias juveniles

se cuentan al calor de una poética tanguera. Compadritos,

orilleros, cabecitas negras que reclaman su parte de

mundo desde el arrabal.Por: Juan Camilo Ahumada

E-mail: [email protected]

A Kiko y por supuesto al Pisco

A LO MALEVo*Blah

M i hermano era una rata, un ladrón, un hamponcito para que me entienda. Le gustaban los tangos y las rancheras. Veía películas

de acción y se excitaba viendo disparar revólveres, changones, miniuzis y escopetas. De los cuchillos ni se diga, los empuñaba con alma justiciera, como quien va por la vida cobrándole a quien se atravesara la desgracia de haber sido parido criminalmente. De él voy a hablar, mejor dicho a escribir, porque esta soledad mía no me deja hablar con nadie.

Nos conocimos cuando todavía éramos niños mocosos e inconscientes. En este pobre barrio mío de gente pobre corrí jugando a la lleva, escondidas, cogidas, congelados, tarrito, yermis, fútbol, carreras de carros y una interminable lista de cosas que como ya no las juegan los niños de ahora me hacen sentir como de otro mundo; no de otra época porque para desgracia mía sigo siendo de esta y así será hasta que me muera de muerte natural, es decir por culpa de una bala. Entre los juegos más recordados está el de hacer una casa con palos y cartones, muy pequeña, para escondernos a comer cosas que robamos de las otras casas de los vecinos, que siempre estaban trabajando: gelatinas de pata, plátanos maduros, arroz, lentejas y papa. En una de esas reuniones sociales que hacíamos

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En una de esas noches oscuras y que tanta curiosidad nos despertó, una de esas en las que, alucinando en visiones de marihuanos, nos íbamos a ver estrellas y a imaginarnos como se estrellaban unas con otras, Jonathan me contó que había aprendido a robar, que alguien le enseñó y le gustaba, que era fácil y que era lo que siempre quiso hacer: vivir a lo malevo como dice el tango. Yo no pude juzgarlo ni decirle que eso era malo, porque en esta sociedad asesina, mentirosa, roñosa, tramposa, hijueputa, ya nada es malo; lo único malo es seguir viviendo y pariendo, lo malo es traer más almas a llorar a este valle de lágrimas. Si uno es objetivo puede ver que lo malo no es acabar existencias, sino procurarlas. Kiko no se enteró porque no fuimos capaces de contarle, él siempre fue el sano, el que nos regulaba. “que no haga eso, que no fume eso, que yo no quiero más borrachos, con mi papá tengo, que para la casa, que se porte bien”. Ay, Kiko, no pudimos hacerle caso porque nos dimos cuenta muy rápido que este mundo nunca nos quiso; ya nos enteramos por qué es que somos pobres y se nos embarran los zapatos y se nos ensucia el alma; ya nos la pillamos, no vinimos a vivir, sino a cobrar lo que este mundo engañoso nos robó. La vida. Esa que no hemos tenido porque nos la encerraron con candado, como a nosotros cuando niños para que no saliéramos.

No narro de manera cronológica porque el recuerdo no lo es. Estos recuerdos que tengo de usted y de mí y de usted conmigo, Jonathan, van y vienen en el tiempo y el espacio, sin que yo necesite cerrar mis ojos ni siquiera; van hasta el centro de esta ciudad sucia y se devuelven a mi casa y a la suya, se me aparecen como fotos fijas que cuando trato de ampliarlas se hacen borrosas, imposibles. Su casa no es como antes, cuando la conocí, ya no tiene el escudo del Atlético Nacional en una lata del frente, pero sigue siendo un rancho miserable que nunca lo mereció. Ahí se me aparece una de las fotos. Estamos solos, desnudos, bañándonos y riendo. La otra está al frente, en la piedra. Es una piedra grande que mide como unos cuatro metros de alta y es redonda, tiene grietas y musgo; usted la debe recordar mejor que yo porque dejé de visitarla hace años, cuando me fui alejando de usted, sus carcajadas y sus ojos pequeños. En ésta estamos juntos tratando de armarnos un porro, como le digo yo o un vareto como le dice usted, uno de los primeros que nos fumamos juntos y nos hacían volar. Despegábamos de la tierra y saltábamos entre carcajadas a un vacío que sólo veíamos los dos, nos íbamos flotando hasta la avenida que da a Usme y, poco a poco, nos separábamos para fantasear en terrenos distintos, para tener algo que contar después del aterrizaje.

¿A qué hora crecí? Me estoy muriendo desde hace tanto tiempo que no sé si he estado vivo.

Muchas fueron las vueltas de mi hermano en las que coronó, en Santa Librada, en El Virrey, en casas, en tiendas, en taxis; muchas también las que no ganó, pero en todas, y sin importar el fin, estuve con él; acompañándolo a descubrir su futuro que se le fue haciendo presente. A muchos los tuvo que pasar a mejor vida, a otros los mandó al hospital de una sola estocada. Cuando le tocó pelear lo hizo como un gallo, como un león que defiende fiero su presa. Lo más emocionante de sus aventuras era escucharlas en su propia voz. Las palabras le salían de prisa, con tanto afán que una se le encaramaba a la otra y se confundían las dos en un solo sonido. El apodo de “pisco” se lo ganó por eso, por no hablar claro; lo hacía con la velocidad del pensamiento, iba soltando relatos como se le iban apareciendo en la cabeza. Cuando se le acababan las palabras empezaba un largo desfile de onomatopeyas que reforzaban su relato para darle matices, con el suspenso necesario, los personajes bien definidos, las acciones concretas y el fin inesperado, como debe ser.

Estas palabras me salen torpes, inconexas, no me alcanzan para mencionar lo que quiero decir, no hay nombre para muchas sensaciones. Las palabras que conozco son pocas, puras repeticiones. Cómo quisiera poder escribir silencios, narrar con algo más que con palabras. Con gritos por ejemplo.

Se va yendo la poca vida que tengo entre des-acuerdos. Me levanto peleando contigo vida inme-recida y mal vivida y me la cobras enterita. Cada vez que hablo mal de ti, tú la guardas para cobrár-mela un domingo por la tarde. Me haces mirarme al espejo y no reconocerme, me haces equivocarme más veces de las que acierto, me haces huir de ti,

“Ya nos enteramos por qué es que somos pobres y se nos embarran los zapatos y se nos ensucia el alma”

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pero me persigues para que no lo logre. Me escon-do de ti en una nube de humo y me encuentras botado en mi cama, inconsciente y con la mirada perdida. Deberías irte de una vez por todas, lar-garte de este cuerpo que no te necesita, que es lo mismo sin ti.

Era jueves y amaneció lloviendo como ayer y mañana; hizo frío de madrugada, como de costumbre, y con los gallos me levanté para ir a estudiar. Salí a las cinco y media de la mañana y en la esquina de mi casa me encontré con el amigo de las vueltas del pisco, me preguntó por él y le dije que no sabía nada. Que habían quedado de verse a las cinco para ir a visitar un cliente, pero Jonathan no llegó. El sueño y el frío no lo dejaron salir a la visita. Así pasó todo el día: entre la cama, sin bañarse y sin salir. A las seis, según supe, salió de la casa bañado y perfumado,

porque hay que decir que Jonathan nunca sale de su casa sin colonia, de pronto se encuentra el amor y no lo vaya a coger oliendo mal. De su casa pasó a la mía a buscarme y saludar. Yo no estaba. No se sabe más de esa noche, en la memoria de los conocidos él volvió a aparecer en la madrugada y las narraciones que dan fe de su aparición son diversas. Que estaba robando un taxista, que estaba agarrado con otros gamincitos frente a una cantina de Yomasa, que estaba borracho, que no, que por ahí no estaba. Luego lo vieron tirado en un caño oyendo correr la mierda que baja plácida por la corriente. La sangre que sale de su vientre no quiere parar de salir, quiere ir a dar al lugar a

donde van los desechos de los demás. Él también se fue por un río como tantos muertos de este país canalla y asesino. Supongo que, mientras se agarraba la panza y lloraba, pensó en mí; tal vez se acordó de las personas que lo amamos. Imagino que se fue a desandar los pasos que su corta vida le permitió dar. Estuvo en mi casa de nuevo, en la suya, en la piedra, en el bosque. La sangre la iba dejando salir; perdió las fuerzas y las ganas de vivir, si es que las tuvo. De las versiones existentes a la que más le creo es la que más pruebas tiene. Un robo, dos justicieros: él y uno que no conocí. Un tombo enfurecido, cegado por la puta ira que acompañó su existencia bastarda y un solo jalón de gatillo para que saliera esa bala que todos los colombianos ayudamos a comprar. Sus impuestos y los míos fueron aportando para el sueldo de ese asesino, para comprar el revólver y la bala. La plata de los colombianos salió disparada contra la vida de mi hermano. Luego, la ambulancia que se lo llevó y nunca más lo trajo. Mientras limpiaban la sociedad yo dormía tranquilo en mi cama.

Viernes, diez de la noche: “aló” “mataron a Jonathan”.

Ahora se me viene el mundo encima y no tengo fuerza para resistirlo, me duele el peso de la vida que usted me deja. Lloro como nunca, sin poder parar, y me voy a escuchar ese tango que nos gustaba y a tomar guaro en su nombre. La memoria no me sirve, las manos no responden, la respiración se va y vuelve y yo ahí como estancado, sin poder entender que no nos dejarán decir nada más. Yo aquí, en un andén frío como su cuerpo, lo recuerdo y lloro; pienso y lloro, miro y lloro, respiro y lloro, y no tengo nada más que pueda hacer. “Aló”. “Kiko, ¿cuanto es tres menos uno?”. “Dos”. “No, haga bien la cuenta, porque a mí también me mataron un poco, no quedo entero. Nos lo mataron. ¿Y ahora qué?”.Todavía no se cómo reinventarme la vida con su ausencia, no he aprendido, no es tan fácil como armar un porro o emborracharse.

Cuando le tocó pelear lo hizo como un gallo, como un león que defiende fiero su presa

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Por: Luisa Fernanda BustosE-mail: [email protected]

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Testimonio de mi niña,

desde UsmeLa patria que se traduce en un mapa, invención de cartógrafos para darle forma al sentimiento de ser en el mundo, de pertenecer a la tierra y de amar a esa mujer-niña que nos parió

rente a la pared de mi cama hay un mapa de Colombia de más o menos un metro por metro y medio. Todas las mañanas, sin excepción, tan

pronto como abro los ojos, miro con nostalgia que me parte los huesos, me pone a temblar la sombra y me desfonda la piel, pero yo le digo: –¡despierta!–

Hoy fue un día intenso. Es la noche. De fondo, suena Brahms. Estoy sola. El libro de Silva está sobre la mesita de noche, pero antes de leerlo voy a escribir mi testimonio, no tanto para que me lean, sino para desahogarme, para des-leerme. Es inevitable que cruce por mi cabeza el verso de la Pizarnik que dice: –No, no estoy sola; hay alguien aquí que tiembla-. La habitación es silenciosa y la luz del bombillo camina por el aire y las paredes.

Hoy fue un día intenso, un día como cualquiera. Me levanté no muy temprano. Hice lo que una mujer de 18 años hace en una casa de las diez a las tres de la tarde. Me arreglé para la cita que tenía con Jhon Freddy, mi novio, y siempre que hablo con él, luego

de discutir durante horas, pronuncia insalubremente, con su tono de roquero, su única conclusión: –Éste país ya tocó fondo–. Y no hay nada que lo saque de esa idea que, la verdad, yo no me atrevo a calificar

como un prejuicio. Me levanto del escritorio y me

acerco al mapa como quien se mira ante un espejo, como quien sabe que ella es real. Miro tibiamente, la toco y la acaricio con mis ojos y me parece irreal la herida que, como una raíz, baña todo su cuerpo. Me quedo en silencio, contemplando (¿contemplándome yo misma?) y luego, como quien no sabe qué decir, enroscándome el cabello. Después miro a mi izquierda y veo

a Panamá y digo: – ¿por qué te cortaron los brazos?–. Así, pronuncio mentalmente el mortal verso de Quevedo que tanto me penetra: –No sé, no logro comprender-. Y me regreso al escritorio.

Estoy sola. Me volteo y miro de nuevo… No, no estoy sola, estoy con ella. Entonces, estoy perdida. De fondo, suena Brahms; hay un temblor oscuro danzando en mis senos.

fMiro tibiamente, la toco y la acaricio con mis ojos y me parece irreal la he-rida que, como una raíz, baña todo su

cuerpo.

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Se baja una del bus y sale otro mendigo y otro y otro. Acá, mendigos; allá, más mendigos. Camina una por el centro y le sale un desplazado, uno que acaba de salir de la cárcel, otro que anda en muletas, otro a rastras, otro que es un vendedor ambulante y le suplica a una que le compre esto monita, se lo suplico, lo otro, aquello; de otra parte sale otro pidiendo una monedita doctora, comparta con el pobre, etcétera. Dantesca, es una ciudad dantesca. Y yo ¡qué doctora voy a ser ni qué ocho cuartos! Yo no sé ni quién soy, pero bueno, ¿acaso alguien sabe quién es él? No.

Finalmente, me encuentro con Jhon Freddy. Está ahí, en la esquina de la cita, solo, esperándome, con su cabello largo y su ropa negra, que viste su cuerpo de niño rebelde, y aunque han pasado ya cinco largos y escabrosos años (desde noveno), todavía me enloquece su boquita de niño travieso remando en su rostro de ángel. Entonces, viene el beso de rutina, la caricia en mi rostro, su mano que entra en la geografía de mi pelo, el “¿Cómo te fue?” de ambos lados y luego nos dirigimos a hacer una diligencia. Esa palabra diligencia me suena como a urgencia. ¿En verdad hay algo tan urgente? Jhon Freddy siempre que salimos sale con una reflexión repentina sobre algo, sin embargo, esta vez no dice nada. En cambio, soy yo la que, recordando una frase que no recuerdo dónde leí, digo para mis adentros: –¿Para qué beber con tanta urgencia la vida, ese veneno?–. ¿O me la diría Jhon Freddy una vez?, no recuerdo. En fin. Hacemos la diligencia sin ningún percance, y luego yo invito a J. F. a tomar algo. Hablamos durante horas en la cafetería, al principio sólo conversamos de lo que hablan las parejas, pero al final hablamos de ella, Colombia, mi niña, y bueno, la conversa llega a su fin y antes de que J. F. termine la discusión con su tan letal: –Este país ya tocó fondo–, yo le digo: –Éste país ya se desfondó–.

Nos separamos, sólo por hoy, lo aclaro. J. F. se va y yo regreso.

Desafortunadamente, es hora pico y el trajín del bus para llegar aquí, prefiero no recordarlo. Llego a la casa, entro a la habitación y acá está el mapa. Y no sé qué hacer.

Bien, y ahora son las 10 de la noche y pico. El bombillo está encendido. De fondo, Brahms suena como un relámpago lento que desliza sus delirios sobre el negro de lacios de mi cabellera. Me volteo, me levanto del escritorio y vuelvo a mirar como una que se mira en un espejo. Mis senos tiemblan. Entonces, me

doy la vuelta, tomo un libro de J. A. Silva para leer algo y olvidarme, y cuando abro una página al azar, me estrello contra unos versos que dicen:

¡Nada! Estoy sola. La pregunta,

entonces, sería: –¿Apago el bombillo?–

Aunque han pasado ya cinco largos y escabrosos años (desde noveno), todavía me enloquece su boquita de niño travieso remando en su rostro de ángel

“Bajad a la pobre niña, bajadla con mano trémula y con cuidadoso esmero, sobre la fosa ponedla”

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QUE RATICO TAN FriO

Por: Ramón Adrián Salinas FrancoE-mail: [email protected]

La crudeza del invierno le tiende su emboscada a un entusiasta joven del trabajo comunitario. Pero, hay fuerzas del espíritu que no doblega ninguna tempestad.

Mmmmm... me levanto, ya es de día, son como las ocho de la mañana de un sábado, me duele la cabeza y tengo la boca algo seca, debe ser ese virus que está de moda; recuerdo que

tengo que trabajar, veo por la ventana y el día está supremamente frío, cae esa lluvia fastidiosa y se escucha un ventarrón golpeando las tejas; lo único que me anima es el súper-desayuno de mí mamá y que me baño con agua calientica; tengo veinte minutos para no llegar tarde, pero reflexiono: Trabajo con jóvenes y niños y, en estas condiciones, dudo mucho que alguien asista al taller. Sin embargo, me alisto, no hay peor diligencia que la que no se hace. Preparo materiales, dibujos, pinturas, revistas, películas, de todo un poquito; me abrigo con un saco de mera lana de oveja virgen, eso dicen, y apenas abro la puerta, el viento la empuja dejándome descubierto, como pulga en azúcar, en ese frío intenso.

Donde trabajo, no está tan lejos, pero en gran parte del trayecto no hay ni una marica casa para resguardarse del congelamiento y del viento, llego a mi destino que es conocido como el COL del Virrey ¡Como esperaba!, está solo como un billar en las mañanas. El clima se torna más violento. Me dirijo a mi respectivo salón cuando, para mi sorpresa, veo que me esperan cuatro chicos, mojados hasta la coronilla, con sus carpetas y cartucheras; me saludan temblando de gelidez; inmediatamente, el frío que tenía en mis manos, cabeza, va desapareciendo; viven en el sector de El Bosque, como a 10 minutos en condiciones normales, pero llegaron primero y me estaban esperando.

Al iniciar el taller, charlamos sobre cómo han estado, de cómo sus papás no tenían trabajo y, más que eso, de los muñecos más bacanos del momento, Ben 10, Naruto, Shaman King, One Piace, Dgrayman, en fin. “Son poquitos” pensé, pero en ese instante llegaron otros seis, uno detrás del otro; venían de diferentes lugares, lo que sí tenían en común era que llegaban todos lavados. No entiendo la resistencia a usar sombrilla o una bolsita, será porque no tienen o por simple cuestión de moda. Lo más curioso es que los recién llegados eran de los chicos que vivían más lejos, tres procedían de El Uval, como a 30 minutos del lugar, otros de Alfonso Lejos y Monte Blanco.

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“En esos momentos, realmente, se despierta la motivación y la

creencia de que todavía se pue-de hacer algo en este Mundo.”

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Cuando cada muchacho llegaba, sentía cómo el virus de boca reseca y dolor de cabeza se desvanecía, junto con el frío, comprendiendo que no hay mayor medicina que la buena energía y la alegría. Es difícil creer que jóvenes, que no tienen ninguna obligación de participar en un proyecto, teniendo un televisor y una camita caliente en la casa, prefieran mamarse un recorrido con esas condiciones, sólo para compartir conmigo y los demás chicos; en esos momentos, realmente, se despierta la motivación y la creencia de que todavía se puede hacer algo en este mundo.

Apenas se conformó un grupo como de quince muchachos, empezamos a jugar al perrito guardián, ésta es una actividad de atención y que ayuda a olvidar la condición climática. De todos los muchachos, había dos chicas y un chico entre los 12 y 14 años, “típica edad“, que tenían pena de jugar con los demás, pero ahí es donde nace el objetivo de la actividad; nadie les puso cuidado y, al ver que en verdad nos divertíamos, se incluyeron, sin tanta rogadera y, ni mucho menos, obligándolos. En esos momentos llegó otro de los síntomas del virus, algo de agotamiento, porque se siente mucho sueño. No sé si sería el trasnocho. Dicen que es a esas horas que se contagia esa misteriosa enfermedad.

Sin embargo, ellos insistieron en que querían empezar a jugar rol. De todas las actividades que realizo, jugar rol resulta la más desgastante, ya que requiere toda mi imaginación y concentración posible; cuando uno está algo malito, pues resulta bastante difícil, pero era un compromiso y, en verdad, a mí también me divierte mucho. Ahora estábamos jugando NARUTO D6, éste es un juego con dados en donde los chicos toman personajes de ninjas, con poderes y habilidades muy relacionadas a la serie; lo primero que les planteé fue una misión de estrategia en donde tenían que descifrar unos acertijos para poder avanzar, cual fue mi sorpresa cuando ninguno lo pudo resolver, y eso que el acertijo era fácil; decía algo como “Si tienes frío, tienes hambre y sueño ¿Qué es lo mejor que no puede hacer tu enemigo, que sí puede hacer tu amigo?”. Al final, varios terminaron realizando estrategias para vencer a un “AKASUKI”, uno de los personaje más fuertes de la competencia. Los que jugaron bien, ganaron bastante experiencia; sin embargo, otros no tuvieron la bendición de los dados y fueron asesinados en el juego.

Al terminar el taller, habían llegado más de veinte asistentes, algo difícil en un día como aquellos, pero que realmente afianza el proceso y el esfuerzo; al momento de salir, sólo tres papitos recogían a sus hijos, los otros tal vez estaban trabajando u holgazaneando, quién va a saber; pero lo más importante era la panorámica: el cielo ya no estaba gris, no ventaba, y la lluvia fue remplazada por un solecito muy rico, lo cual me recordó que no hay día malo, sino malos en el día.

Recogí todos mis materiales y los chicos me acompañaron hasta la casa. No llegué con más dinero, más popularidad o, tal vez, más poder; pero, sin embargo, arribé con mucha alegría y satisfacción, porque en un día tan gélido varios jóvenes le apostaron a otra opción, dejar un ratico Los Simpson, los grandiosos Bichos Biches o Club 10, por la alternativa de compartir con otros seres humanos, algo que es más difícil, pero ahí radica lo importante: que se atrevieron a sobrepasar la dificultad, ejemplo que demuestra que si los chicos se aventuran a hacerlo, ¿Por qué no, también nosotros? los no tan chicos.

Luego, la tarde fue igual de interesante, porque tenía la motivación de hacer las cosas bien ese día. No me deje achicopalar por ese virus pandémico, ni por las malas noticias de Notiuribe. Realicé otros talleres con padres y una que otra tertulia; actividades que, tal vez, no habría hecho si me hubiera quedado metido entre las cobijas, permitiendo que el frío me ganara la voluntad… menos mal no lo hice… jejejeje.

Otros no tuvieron la bendición de los dados y fueron asesinados en el juego.

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TRENZAS LA VIDAPor: María Cristina Nieto Alarcón

E-mail: [email protected]

Un relato que se va tejiendo entre los vórtices de tres agujas. Casa, barrio y localidad pasan a través de la memoria dejándonos el aroma tibio de los años maravillosos.

M aría Catalina Alarcón de Nieto conoció Usme en el año 1972. Por entonces, cada

fin de semana, mi madre se dirigía, casi ritualmente, al barrio Santa Librada para visitar a mi abuelito Heraclio que allí vivía. Pero fue sólo hasta 1978 cuando, gracias a las bondades de las herencias, el trabajo de horas extras nocturnas y el pago de cesantías, pudo ahorrar los 35.000 pesos que la convirtieron en una habitante de esta Localidad. Y aquí comienza la historia de 30 años de vida en el barrio San Juan Bautista.

Mi mamá lo recuerda perfectamente, el 17 de Julio de 1982 a las 7:00 a.m. se pasa a vivir a su casa, después de 2 años de haber adquirido el lote; ya cuenta con un hogar: un esposo, un hijo de casi dos años y un lugar donde vivir, una casa de un solo piso, con un baño, una cocina, dos cuartos y un local, debido a que mi abuelo siempre la animó a tener “su propio negocio” con el sueño de independencia financiera, hecho que jamás se cumpliría, pues hasta el día de hoy este local ha sido la vivienda de cuatro familias a quienes hemos arrendado. Ahora que veo lo que es mi barrio y cómo era entonces, entiendo por qué nunca tuvimos un negocio; pues porque “el que tiene tienda que la atienda” y mamá, por sus múltiples ocupaciones, no la atendería.

Pero ¿En qué se puede ocupar una mujer campesina de procedencia, que terminó el bachillerato en la nocturna, como a los 25 años, sólo con la responsabilidad de un hogar y siendo

su mayor tesoro una máquina de escribir que aún conserva? Pues precisamente en eso, su ocupación era, y continúa siendo, tener un hogar en condiciones dignas para los hijos que ya tenía y los que vendrían –por nacimiento y por adopción-. De otra parte, su máquina de escribir era la única del barrio y en ella se transcribieron, continuamente, cartas para solicitar el servicio de agua potable, el alcantarillado, el pavimento; se redactaban derechos de petición, aún cuando ello no aparecía en la constitución de 1886. Con esta máquina y con la exigencia constante de los habitantes del sector, la venta de empanadas, tamales y cerveza, fuimos el primer barrio con las calles pavimentadas de toda la Localidad (en 1986), por la módica suma de 60.000 pesos y el trabajo de hombres y mujeres junto al ingeniero Niño, si no recuerdo mal.

Claro que antes de aquella gesta, ya habían conseguido la legalización del barrio en 1982, el alcantarillado en marzo de 1983, el teléfono en 1984 y, después, el gas domiciliario en 1992; siendo éste último de especial remembranza, primero porque para este año nos iniciamos con mi hermano en las artes culinarias, en tanto que el gas representaba más seguridad que el cocinol; y segundo, porque la instalación en cada uno de los hogares significó el fin de la lucha por la fila, para que el carrotanque nos proveyera del combustible para cocinar. Cómo olvidar las maratones para ubicar los galones en la cuerda, método usado para evitar la tan común

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“colada” producto de la larga espera; las rifas, la perforada del cané para hacer control de la cantidad entregada, la chupada de manguera –en sentido literal- para trasvasar el combustible; en fin, esas labores para las cuales fuimos tan útiles todos los niños de la cuadra, gracias a nuestra velocidad y posibilidad de superar toda clase de peripecias.

Y así, paulatinamente, casi imperceptible, mi barrio y la Localidad se fueron urbanizando o desarrollando como lo llaman los que planean las ciudades; y a pesar de mi insistencia sobre la memoria de mi madre, ella no pudo establecer en qué momento sucedió todo esto, cuándo llegaron todas la rutas de buses, la pavimentación, la explosión demográfica, los megaproyectos, que hoy permiten conseguir a menos de 20 minutos de la casa desde 100 pesos de cilantro hasta un plasma de tres millones. Tal vez porque, en un abrir y cerrar de ojos, todo cambió y pasó de escribir en su Remington a usar el Windows XP. El único dato que su memoria cedió a contarme fue que cuando ella llegó a nuestro barrio sólo existían dos manzanas construidas: la A, que queda sobre la actual avenida Caracas; antes llamada “Curva del Diablo”, por aquello de los accidentes; y la B, paralela al actual salón comunal, y que, a pesar de la aparente urbanización total, hay un lote sin construir al cual no se le ha encontrado dueño todavía.

Sin embargo, hay algo que su memoria sí recuerda, tal vez porque su trabajo y su tiempo ayudaron a que así fuera: la construcción del Colegio Almirante Padilla y la casa vecinal del barrio Tejares, junto a don Gerardo Santafé –uno de los habitantes más reconocidos de la Localidad, quien murió hace poco y que, por cierto, hubo una época en que me lo asignaron como padre, pues no conocían al verdadero-; instituciones que continúan en funcionamiento. Para el barrio donde habitamos, recuerda la construcción del llamado puesto de salud San Juan Bautista en el año 1990 y el salón comunal en 1986; espacio que históricamente ha sido utilizado para todos los procesos de “capacitación” y reuniones de cuanta entidad estatal llegaba y llega, para la ejecución de todos los proyectos dirigidos al “mejoramiento de la calidad de vida”, y de donde tantos procesos comunitarios se gestaron, de los cuales sólo quedan grandes anécdotas: paros, convites, tomas de calles, fiestas, reuniones con dirigentes políticos y gubernamentales; pero, sobre todo, perduran esos amigos: Álvaro José, Gloria

Maca, Rafael Nieto, Nelson Cruz -tan recordado después de su muerte- el Sr. Peña, Clemencia, Miriam Farigua, Blanca Lilia, Carlos Salazar, Ana Mery, Gerardo Santafé... en fin, gastaría otras 1.800 palabras si nombrara a todas esas personas que en su trabajo diario, individual y conjunto, aportaron para la construcción de lo que hoy es Usme. Y que gracias a

la intervención de las instituciones y al funcionamiento perverso del Estado, se fragmentaron en los denominados grupos de interés, para hacerlos controlables. Personajes que, día a día, son olvidados, y menos queridos, por los antiguos o nuevos habitantes que sufrimos de inmediatez.

Y yo me pregunto y le pregunto a mi madre ¿Por qué seguir, para qué? si nosotros ya tenemos lo necesario para vivir. Y siguiendo esa lógica egoísta y competitiva, propia de nuestra sociedad de consumo, respondo: que cada quien se las arregle; pero mi madre cree en otra lógica, muy comunitarista, si se quiere categorizar, en la que todavía sueña “todo para todos”, creyendo que su responsabilidad es compartir lo que sabe y ayudar a cuanto parroquiano golpee la puerta de nuestra casa. Así, cada día se le va en un problema distinto: el cupo para el colegio, la afiliación a salud, el proyecto para las madres comunitarias, el derecho de petición dirigido a un funcionario inoperante, el reclamo por el costo del agua, el subsidio para la casa, la recolecta para el nuevo desplazado que llegó y la lista no acaba, ni acabará, mientras continuemos viviendo en una sociedad que privilegia la seguridad democrática a costa de la muerte de inocentes, campesinos y jóvenes de la periferia.

Del Usme más antiguo, mi madre no puede brindarme datos, así el paso del tren y sus estaciones en las veredas El Olarte y El Destino, se fueron en la memoria de don Gerardo Santafé. Lo que sí sabe es que la alcaldía funcionaba en el pueblo, junto con la personería, el hospital

Tal vez porque, en un abrir y cerrar de ojos, todo cambió y pasó de escribir en su Remington a usar el Windows XP

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número 20 y el Colegio Francisco Antonio Zea que educaba niños hasta el grado noveno, quienes debían dirigirse al Colegio José María Córdoba, ubicado en Tunjuelito, para terminar la secundaria. Para la restante Localidad se contaba con las “escuelas”: El Cortijo, Santa Librada, Betania, Santa Marta y Barranquillita; y si estas son pocas, qué decir de los centros de atención en salud: Yomasa, Santa Marta, Santa Librada y Usme (el número 20). Además, recuerda que Usme era mucho más extenso, pues cubría el Sumapaz y otras veredas, todas ellas redistribuidas en la administración de Jaime Castro, quien creó la localidad número 20 (Sumapaz) y anexó a Ciudad Bolívar las veredas del margen occidental del Río Tunjuelo, que se impuso como el límite natural que definía la pertenencia a una u otra localidad –y con ello dejó de pertenecernos el Colegio San Antonio, del cual me gradué, ahora hundido como el Titanic-.

Con precisión, mi madre comenta que las localidades se organizaron a través del decreto Ley 1421 de 1993 –firmado por Cesar Gaviria- y aparece lo local “alcalde local” “personería local” “junta administradora local” y así, año tras año, todo se reforma: los puestos locales de salud, pasaron a ser centros de salud, después SILOS y ahora ESE (empresas sociales del estado), como eufemismo para no indicar su privatización; los 45 colegios confluyeron en el CADEL, ahora DILE; en fin, ahora tenemos 13 Secretarías, muchas que ni sabemos cómo funcionan.

Pero no sólo las instituciones cambiaron, sus habitantes también. Cuando mi madre llegó, la organización más fuerte eran las Juntas de Acción Comunal, quienes tenían bajo su responsabilidad “el desarrollo” de los barrios, el pavimento, el agua, dirimir conflictos, hablar con las autoridades, hacer bazares, abrir chambas, buscar niños perdidos, hacer recolecta para el vecino que cayó en desgracia, organizar velorios, perforar las tarjetas del cocinol, hacer huelgas. Ahora ya no movilizan. Cuando la calle está pavimentada, el bus te llega a la esquina, consigues el colegio fácil, existe el juez de paz, tienes agua, luz, teléfono, celular, DirecTV, Internet ¿Para qué reunirse? ¿Qué importa el nombre del vecino?

Cuando mi madre llegó al barrio, era otra de tantas madres cuidando a su hijo y, en ocasiones, al hijo ajeno, por aquello de la solidaridad, del simple entendimiento de la necesidad; que ella no tuvo,

por contar con un esposo que suplía los gastos del hogar, evitando tener que trabajar ocho o más horas diarias. Así, las mujeres cuidaban colectivamente a los niños y niñas, sin cobrar, sin papeleo, sin estándares de calidad, como algo funcional. En el año 1986, para normalizar esta actividad, se crearon los hogares comunitarios y conocimos la bienestarina, y de ahí en adelante

todas las transformaciones que estos programas han sufrido. Actualmente, sólo se puede trabajar con 12 madres con menores de 2 años, bajo la figura de prestación de servicios a través de asociaciones legalmente conformadas; ahora cobran, hay auditorias y son unas consumidoras de Asocajas.

Y ¿Quién es mi madre? ella……… la señora de trenzas y de ruana….pregúntele a ella a ver si le puede ayudar.

Mi madre cree en otra lógica, muy comunitarista, si se quiere categorizar, en la que todavía sueña “todo para todos”.

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LOS SINÓNIMOS DE LA RUTINA

Por: Camilo Andrés Moreno HernándezE-mail: [email protected]

Un relato que nos recuerda la profunda ritualidad de nuestras vidas, tan próximas al lugar común y a la conductas mecanizadas; y tan distantes del carpe diem horaciano. En Yomasa como en Cafarnaúm

S on las 5: 30 de la mañana, un día como los demás. Es viernes en Yomasa. Mis ojos se abren bruscamente ante el rutinario sonido de mi celular, la luz amarilla del bombillo me obliga a levantarme; como siempre, camino hacia el baño saturado

del día anterior, cuyo recuerdo me acompaña incluso en los sueños que se disfrazan de fantasías. El ritual diario se lleva a cabo: cruzar tres palabras con mamá sobre las noticias en el radio o los planes de este día, bañarme –si tengo la disposición-, vestirme, desayunar, todo ello con el afán de la mañana, el incipiente sonido de los gallos que se escuchan en las casas vecinas y el constante estado de fastidio que me produce la rutina.

Al salir no deja de impactarme el reflejo de mi rostro en los otros: hombres y mujeres con pasos afanados; pareciera como si estuviesen programados para hacer lo mismo todos los días. En sus caras, el cansancio de toda la semana, de todo el año, de toda la vida. Camino entre las estrechas calles del barrio: casas de muchos colores, apeñuscadas entre ellas; de allí, meseros, secretarias, aseadores, celadoras, un montón de obreros salen de sus hogares, para encontrarse en los paraderos de Transmilenio. Todos ellos han dejado de ser lo que han querido para convertirse en su oficio, son sus tristezas y angustias las que se transforman en energía, energía para levantarse todas las mañanas y omitir su descontento.

En el alimentador soy otro sujeto cansado que mira la Localidad: su plaza de mercado permanente, cubierta de paredes de lata; la cuadra con sus locales cerrados, que en las noches se convierte en música y alcohol; el supermercado La Andrea, situado allí antes de que yo llegara a la Localidad; en la lejanía las montañas, lo que hace especial a Usme: un manto verde nos separa de los otros lugares; somos la puerta del páramo más grande del mundo, pareciera que nos hubieran encomendado la labor de ser los guardianes de la esperanza –creo que no tenemos tiempo para ello–. En el trayecto hacia el portal recuerdo la primera vez

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que vi estas calles; todas agrietadas dispuestas para una competencia de motocross, en ese entonces tendría diez años. Cómo olvidar la sensación de sorpresa que me producía un nuevo cambio de hogar en un lugar tan lejano de mi antigua vivienda, en donde mis pasos sólo encontraban asfalto. Recuerdo los primeros días de asombro: nos mudamos al barrio Monte Blanco. Allí había un enorme potrero frente a nuestra casa. Pasaba horas enteras viendo cómo se alimentaban las vacas; en ese entonces me parecían seres extraños con tan pocas preocupaciones y tan honestas entre sí, pensaba que habían acordado que el terreno las alimentara a todas y que lo único que debían hacer era comer hasta saciarse y marchar en búsqueda de nuevos prados una vez que estos se hayan agotado. Recuerdo los paseos al pueblo de Usme los fines de semana. Tantos olores, colores, sabores y nuevos rostros de mujeres y hombres campesinos que nos recibían. Toda esa gente en el parque, la plaza, la iglesia y la calle con sus carnicerías, venta de fritanga y de chicha, reflejaban la alegría que les producía su entorno.

Con un aire más puro, entre las verdes montañas que se mezclaban con las nubes, corría el Río Tunjuelo. Necesitaba sólo encontrarlo para sentirme colmado de felicidad; allí era un niño deslumbrado por la magia del agua, al ver cómo se escabullía entre los dedos, cómo se mezclaba con mi cuerpo y me envolvía en su manto de silencio. No había angustia alguna que pudiese escuchar, los gritos de mi padre se alejaban tan rápido en la corriente del río y las necesidades económicas ahora eran hojas muertas que viajaban en el aire; sólo necesitaba estar allí en la mitad de la corriente esperando, sintiendo, viviendo, soñando.

El bus avanza por las calles que antes permanecían agrietadas y que ahora están al servicio de Transmilenio. Voy llegando al portal, donde se erigen los edificios de apartamentos y el centro comercial,

que emergieron con la llegada de los buses rojos. Al llegar allí, me sumerjo entre la gente, agolpada contra el filo del vacío, a la espera de un nuevo bus en el que todos quieren sentarse y llegar a tiempo, sin importar cuánto, ni a cuántos, deban empujar. Ahí, yo también trato de conseguir un puesto vacío; entre empujones y filas interminables, salgo de Usme.

Después de un día de lluvia intermitente, de ruido en las calles y de muchos que van y vienen, inicio mi retorno a las siete de la noche. Los rostros cansados de los que me acompañan en Transmilenio se agudizan. Me entretengo viendo las expresiones de los otros e imaginando sus vidas, con sus angustias, alegrías y frustraciones,

quizás similares a las mías. El silencio se ve interrumpido por la constante tos de los pasajeros y las esporádicas voces de queja por los empujones, los forzados y anhelados encuentros con los otros. Veo una mujer que parece estar ebria, está en la puerta de adelante; lucha con la gente en busca de un espacio cómodo y suscita en ellos comentarios de desagrado. Se ve cómo cambian las caras, de estáticas y aparentemente tranquilas, para volverse de fastidio y cansancio cuando algo irrumpe su cotidianidad; creo que detrás de sus rostros hay miedo, el miedo a que falle el plan diario, en el que se sienten seguros.

En el portal, los pasajeros que están cerca de la mujer salen de prisa tan pronto como se abren las puertas, alejándose de una presencia que no les es grata. De nuevo, otra fila interminable para subir al alimentador. Y dentro, observo el suelo de la Localidad que ahora está colmado por habitantes de todas las edades. Los andenes de Santa Librada no tienen espacio suficiente para tantos transeúntes, son muchos jóvenes de mi edad, los que observo, con pantalones entubados y ropa de todos los colores; los negocios que funcionaron durante el día se cierran uno tras otro, mientras que las ventas de comidas rápidas permanecerán un buen tiempo abiertas, así como los puestos ambulantes

Los gritos de mi padre se alejaban tan

rápido en la corriente del río y las necesidades económicas

ahora eran hojas muertas que

viajaban en el aire

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de arepas, chorizos y empanadas se van instalando en las calles. El habitual rito nocturno se cumple. Es noche de viernes en Usme. Y con la penumbra son nuevas dinámicas las que se observan en la Localidad. Puedo ver que las puertas de los lugares que permanecieron cerrados bajo la luz del sol se abren para recibir a los rostros cansados, que guardan un poco de energía para remplazar los recuerdos del día por los de la noche.

Las sombras hacen propicio el desenmascaramiento de los deseos reprimidos; pareciera que las reglas cambiaran y que la moral estuviera en cada esquina recibiendo un trago a cualquiera; un hombre que convierte treinta días de trabajo en varias horas sin restricciones, sin las voces de sus cobradores, de su posible familia, de lo que está bien hacer; un joven que da rienda suelta a todos sus ímpetus. La noche los cobija, es compañía y traición: después de dar tregua a las voces de la mañana se marcha para que retomen su lugar.

Al bajar del alimentador regreso a casa, como muchos de los que salieron en la alborada. Como siempre, algunas palabras que describen el día que pasó, no muy diferente al anterior, otras que siempre hablan de la carencia del dinero, del por qué levantarse todos los días, rebotan contra las paredes, chocan contra mí, me hablan de las necesidades que se me imponen, de la nueva manera de estar feliz que está muy lejos de sumergirme en la mitad del agua; de cubrirme en el manto de silencio que me protegía en otros tiempos.

Con el paso de la noche las calles, poco a poco, se vacían y sólo quedan los pasos de ebrios, los silbatos ruidosos de celadores, los que asaltan a los transeúntes nocturnos, aquellos gatos y perros que durmieron en el día y juegan en las calles vacías olvidando el desprecio y los gritos de los que ahora descansan.

Esta noche no saldré; los ánimos no alcanzan para ser un transeúnte nocturno en la Localidad: intentaré perderme en los mundos posibles del sueño; otras

veces he podido salir en busca de distracción, acompañado de cerveza, amigos, música, frío, ruido. He transitado las oscuras calles que parecen más grandes ahora que no hay gente, pero que tienen el mismo tamaño cuando están sobrepobladas. Vías en las que se observan las peleas callejeras, las disputas de las parejas, la gente tratando de mantenerse erguida en su caminar; las mismas situaciones, con diferentes rostros, o los mismos; la rutina fuera de la

rutina, sólo vagas ilusiones dentro del mismo trasegar de los días. Quizás sea el momento de buscar otra posibilidad en ese escape, otras rutinas posibles que nos permitan alejarnos de las que ya nos han impuesto.

En fin, en diez años de habitar Usme, encuentro los viernes estáticos; las mismas prácticas en las noches: cantinas colmadas de muchos de los sujetos que vi en la mañana, ahora más contentos, quizás disimulando sus angustias. Bares de rock, reggae, reguetón, saturados de jóvenes dispuestos a dejar su energía allí; una y otra vez frecuentamos los mismos lugares, pactamos minutos de olvido con nuestro cuerpo; me enajeno, nos enajenamos en un engañoso instante que aleja de lo rutinario. Pareciera que estuviéramos programados también para creer que escapamos.

Poco a poco los ojos se cierran, temo desaparecer en el mundo tangible, no ser el dueño de mi cuerpo, no controlarlo. Lentamente, recuerdo los pasos del día, las voces de mis compañeros, de mi familia, el devenir de los ritos de la ciudad. Vuelven los recuerdos de mi niñez suscitados por el intento de poner en palabras este día. Vuelve el agua, el río, el pueblo, las calles, las vacas, las nubes, el pasto. Lentamente, inicio el viaje por las sendas del sueño, me despojo de mi ciudadanía, del espacio que ocupo en mi casa, de mi nombre. Ahora he dejado de ser un residente más de Usme, de Colombia, de este planeta: soy el viajero de ningún lugar. Soy.

Son las 7: 30 de la mañana, es sábado en Yomasa.

Un hombre que convierte treinta días de trabajo en

varias horas sin restricciones, sin las voces de sus

cobradores, de su posible familia, de lo que está bien hacer

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Por: Margareth Liceth Arias RiveraE-mail: [email protected]

Como un guión de película, se nos revela esta historia de una joven soñadora que, siguiendo el viaje a contracorriente del salmón, sólo quiere convertir su vida en danza

S iendo estudiante del colegio Monte Blanco tuve la oportunidad de bailar por primera vez ante un grupo numeroso de personas,

pues de pequeña lo hacía para mí y mi familia; en esta ocasión, mi público eran mis compañeros y profesores. Para conseguir esta presentación tuve que quedarme en muchas ocasiones después de clase y mentirle a mis padres para justificar la demora, pues ellos no creían en el arte, no mostraban interés en saber lo que me gustaba hacer y no sabían qué

significaba para mí. En un principio, obtuve mucho apoyo de mi mamá, puesto que ella alguna vez soñó con ser bailarina, pero nunca persiguió este sueño, no creyó, tal vez, en poder realizarlo y lo desechó por completo, porque mi padre no estaba de acuerdo con la idea de que ella bailara. Así, mi madre se preocupaba por integrarme a las actividades lúdicas que organizaba el colegio, me vestía, me peinaba para las presentaciones, pero ella nunca se imaginó que yo lo pudiera tomar en serio.

En el año 2001 me matriculé en el colegio Don Bosco II del barrio Monte Blanco, allí me destacaba por liderar los bailes para los eventos del colegio, gracias a esto me hice popular, pero vino con ello la falta de amigos. Hasta cumplir los dieciséis, no tenía conocimiento de que en Usme se organizaran eventos artísticos; deseaba introducirme aún más en el mundo de la danza, pero no la concebía como un medio de sustento, no sabía que se podía estudiar, que existieran técnicas o estilos de bailar.

La danza era para mí la posibilidad de poder ser, aunque fuera ignorante de todo su mundo.

Recuerdo que a esta edad comencé a salir a fiestas. En una ocasión llegó la invitación a una de ellas. Ese día me preparé ante cualquier negativa que me pudieran dar mis padres, dediqué todo el día a limpiar la casa, para que no me negaran el permiso de asistir, pero lo

primero que escuché fue un “no” rotundo, a pesar de mi esfuerzo; siendo algo terca, no me resigné e insistí con llanto hasta que mi madre accedió y, con los ojos hinchados, acudí al encuentro con dos amigas que también irían. Era la única que había estado alguna vez en el lugar donde se haría la fiesta, así que las guié, pero hubo un momento en que pasé por alto alguna señal y nos perdimos. Quise continuar sin pedir ayuda, comenzó a llover, nuestros trajes se

Este docente con su gran amor por lo que hacía me ayudó a descubrir que yo también amaba la danza y comen-cé a verla como una forma de vida

cuanto cuesta

Cuanto cuesta soñar si soñar no cuesta

Nada

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arruinaron, decidimos llamar a la casa del festejo, pero nadie contestaba, pensamos que era a causa de la música que no escuchaban el teléfono. Mientras caminábamos hubo un momento en el que nos asustamos, pues sentimos que nos seguía un hombre; empapadas por la lluvia empezamos a correr hasta perderlo de vista, dando vueltas nos dieron las once de la noche, desistimos de seguir buscando; llamé a un amigo para pedirle posada, mientras mis amigas telefonearon a sus respectivos hogares; no quería llegar a mi casa y en esos momentos pensé en lo que quería evitar mi madre cuando me dijo que no. Al día siguiente me enteré que la fiesta se había cancelado.

En el año 2005 llegó a mi colegio, por primera vez, un maestro especializado en danza. Este docente con su gran amor por lo que hacía me ayudó a descubrir que yo también amaba la danza y comencé a verla como una forma de vida. De él recibí mucho apoyo, mientras, por otro lado, mis padres rechazaban mi pasión por bailar. El maestro contaba conmigo en cada uno de los eventos culturales e, incluso, formó un grupo de danzas fuera del colegio, porque en la institución no estaban de acuerdo con las exigencias necesarias que él hacía para formar un buen grupo de bailarines. Esto me inspiró mucho más, pues con este grupo nos reuníamos en el salón comunal del barrio El Cortijo y, por el momento, era mi único espacio para poder ser. El grupo se mantuvo por dos meses con ensayos de dos horas jueves y viernes. Nuestro trabajo se vio reflejado en la primera actuación que hice para un público distinto al del colegio, fue en la media torta del barrio La Marichuela, aunque, luego de esto, el grupo se desintegró; pero en ese momento ya no podía dejar de bailar.

Indagando con mis conocidos de Usme encontré un grupo de capoeira, quienes practicaban en el parque Serranías. Disfruté esta experiencia, pero no era mi arte, el tipo de danza que quería hacer. En el 2004 escuché de la técnica del ballet. Al conocer la magnitud de su belleza no podía creer que esto existiera en Bogotá o en Colombia, hasta que tomé el primer bus fuera de Usme y descubrí que era posible estudiar ballet en la ciudad, aunque, a su vez, estaba lejos de mis posibilidades económicas. Pero eso no era un obstáculo para mí.

Entré a estudiar al SENA sólo por la presión que muchas veces ejerce la familia sobre un bachiller recién graduado. Me inscribí en “Logística de Eventos”,

lo más relacionado con la danza que pude hallar. En el SENA me encontré con un grupo llamado Danzarte, pero aquí era otra historia diferente a lo que ya había vivido. Aquí ya no sobresalía como bailarina, más bien, el lugar que siempre ocupaba era el de atrás. Me di cuenta que no era suficiente con ser buena, que también era necesario ser bonita. En las fiestas con los compañeros de grupo, por ejemplo, yo era una de las que más calentaba puesto, pocas veces me sacaban a bailar. Hoy en día se pelean por bailar conmigo.

La mayoría de mis compañeras de grupo perecían ser de familia acomoda o, por lo menos, estar en mejores condiciones que la mía, me lo decía la ropa que usaban, muy diferente a la sencillez de la mía. Esto me llevó a desear parecerme a ellos; comencé a maquillarme, a ponerme tacones, a ser lo que yo no era. Ahora es que me doy cuenta de esto, que tengo que ser yo y cada día ser mejor.

Por este tiempo tuve que buscar trabajo, pues mi familia me estaba presionando mucho y, con la ayuda de un conocido de mi mamá, conseguí trabajar en una fábrica de calzado pegando plantillas con bóxer; como entenderán, al terminar la jornada quedaba un poco trastornada y muchas veces cansada, a pesar de esto me animaba mucho saber que al cruzar la puerta podía ir a ensayar con mi grupo. Muchas veces llegaba a los ensayos con las manos untadas de bóxer y algo ampollados los dedos, de esto se daban cuenta mis compañeros de grupo y creo que por ello, a veces, sentía que recibía de su parte un poco de lástima. En este medio conocí lo que era competir, lo que era la envidia, la injusticia, porque siempre me esforzaba mucho para ser buena, pero eso no era suficiente para que fuese notado.

A pesar de todos los obstáculos que se me pusieron en frente, jamás me di por vencida, sólo en una ocasión. Estando en el SENA me enteré de la Academia Superior de Artes de Bogotá –ASAB- supe que era un lugar donde se estudiaba danza de manera profesional, todo lo que necesitaba, lo que tanto había esperado. Me informé sobre el proceso de inscripción. Podía presentarme con sólo comprar el formulario y realizar las pruebas, pero me comentaron que era difícil pasar y quería ir a

la fija. En el proceso conocí del preparatorio que ofrece la universidad para los aspirantes, para éste también había una audición, lo podía tomar en la mañana o en la tarde, el costo era sumamente cómodo, pero no dejaba de ser difícil para mí. Tenía que conseguir lo que era, para ese año, un salario mínimo, “el costo del semestre”. Le conté con mucho entusiasmo a mi mamá y ella, con gran esfuerzo, me ayudó a conseguir la cantidad para el primer semestre; para el segundo me tocó hacer magia, no les cuento cómo. Al finalizar el preparatorio, compré el formulario con la seguridad de que pasaría, me sentía más que preparada, después de todos los esfuerzos que había hecho para estar allí.

El día que daría el primer paso hacia mi meta, se convirtió en el peor. Sentí que todo mi esfuerzo no había servido, que mi sueño de ser bailarina se había ido al caño

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La audición constaba de tres pruebas, pasé la primera, la segunda y no pasé la tercera. El día que daría el primer paso hacia mi meta, se convirtió en el peor. Sentí que todo mi esfuerzo no había servido, que mi sueño de ser bailarina se había ido al caño. Ese día lloré como nunca y con la convicción de renunciar a la danza y hacer otra cosa con mi vida; en ese justo momento estando en mi casa, recibí una llamada, la de un profesor de danza que tuve la oportunidad de conocer en alguna ocasión, me habló de una convocatoria para bailarines interesados en integrar el Ballet Tierra Colombiana de Fernando Urbina. El profe me dio la hora, fecha y dirección de la audición, pero yo no estaba segura de ir después de la decepción que había tenido y ya habiendo tomado una decisión.

El día de la audición me levanté tarde, evadiéndome por un largo rato me dieron las once de la mañana. La audición era a la una de la tarde y hasta las once tomé la decisión de asistir. Comencé a hacer el aseo de la casa, pues mi madre no toleraba que yo saliera sin dejar la casa limpia, en esto se rompió un tuvo de la cocina, se inundó el apartamento, lo que me retrasó. Eran las doce del mediodía, la cita era en Chapinero y aún no salía de la casa, ni siquiera me había duchado, hasta no terminar de sacar el agua no podía irme. Me vestí con lo primero que encontré, era muy tarde para llegar a tiempo y, estando en un trancón, pensé que había perdido la oportunidad; el caso es que llegué a la audición a las tres de la tarde y mal arreglada, detrás de mí llegaron dos más y se cerró la puerta. Parecía ser que todo se había retrasado por la impuntualidad de muchos y me había salvado; cuando entré, lo único que me dijo el maestro que haría la audición fue: ¡Cójase ese pelo!

Finalmente, este fue el primer ballet de renombre al que pude pertenecer, luego vino el Ballet de Sonia Osorio, Arte sin Pausa y Ballet Folclórico Tierra Adentro; oportunidades que he tenido gracias al valor de creer en mi sueño. Hoy desde la localidad de Usme, mañana desde Italia, Francia o Alemania, bailando como siempre con ustedes y atentamente.

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...Por: Carlos Humberto Marín

E-mail: [email protected]

Allí donde la fiebre del concreto deja espacio y el pasto crece con insistencia

rebelde, se subvierten las lógicas de la urbe y algunos hombres vuelven al

encuentro con las estrellas y la semilla. Como era en el principio

T odo comienza y termina en este potrero. Potrero de alambre de púas y avisos de

prohibición. Prohibido entrar, Prohibido orinar o dejar basuras en este sitio. Potrero de perros, que piden mordida por permitir la entrada a unos extraños, un hueso, una caricia, una palabra y tranquilos, fogata, vino, cigarros y alegría. Perros mascota: el Willi, el Marco y el trompas. Vida de perros, pero buena vida. Todo comienza y termina en este potrero. Después se puede pasar a muchas cosas. A la calle, por ejemplo. A la estación de Policía, a las hoyas, un buco, un papel de arroz ploniable, un carro de bazuco, una madrugada en un parque con olor a cigarrillo y sudor. Pero siempre se regresa al mismo sitio de partida. Al potrero.

Este es especialmente grande. Y no es plano, como la mayoría. Sube por el cerro del sur, sin que alguna casa empañe su belleza de campo abierto, aunque propiedad privada. Zigzaguea por los bosquecillos de Usminia y baja a la tienda de don Plinio, donde se ve el claro crepúsculo de este día de rito. En la oscuridad de la noche, nosotros veníamos acá. Hacíamos el ritual de Orión. Anhelábamos cielo limpio, esperábamos ver el cinturón de estrellas al calor de la danza y el vino y el humo y, entonces, Catalina con sus faldas largas y de colores, conjeturaba el ritual. “Esta es noche de Orión, el dios del pecado, noche de Dionisio, noche de orgía”. Recogía las únicas flores del potrero y, mientras cantaba y movía sus caderas con el bombó

y las palmas, nosotros comíamos los dientes de león. “El diente de león, flor que crece entre la inmundicia, flor de los dioses eternos, el diente de Oniris, el dios del sueño y la pesadilla”. Mascábamos y tragábamos con sorbos de chicha y Moscato Pasito.

En medio de la música y la voz de Catalina, nos quedábamos dormidos. Profundamente dormidos. Y entonces, sólo entonces, iniciaba el ritual. La limpieza interna. Salud mental, conexión cósmica y vinculación disociativa. Muchos dicen que la nuestra, era la sociedad del pecado, los pordioseros, la falta de moral, clara muestra de que la juventud estaba perdida, que el futuro estaba en manos de unos paganos irresponsables, toxicómanos ebrios, perniciosos satánicos. Sin embargo, para nosotros no era más que eso: sueños.

Jóvenes de bolsillos vacíos, lo único que podíamos gastar era eso: sueños. Nos sobraban y orábamos por su abundancia. Porque nunca escasearan los sueños.

FLOR DORMIDA DE POTRERO ANDANTE

El futuro estaba en manos de unos paganos irresponsables, toxicómanos ebrios, perniciosos satánicos

cuidado perros bravos

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Profundamente dormidos. Catalina se desnudaba, sus senos hinchados y blancos, iluminados por la luz del fuego y las vaharadas alcohólicas. Catalina nos impulsaba a abrazarnos y aplaudir, a reírnos y a refugiarnos del frío en el castañeo de los abrazos. Profundamente dormidos. Catalina me besaba y hacíamos el amor. Profundamente dormidos.

Al despertar, el mundo era más liviano. Las calles abiertas y sin aceras, los postes de luz en bajantes de iluminación de mañana naciente. Con los cables cruzados. El canto de los pájaros y la mirada de Catalina. Al despertar, borrón y cuenta nueva. Todo empieza y termina en este potrero. Catalina recogiendo los dientes de león. Catalina orinando en la hierba humeante. “Para que crezcan las flores y rebroten los setos, las magnolias, las amapolas y la hierba buena”. Al despertar, un beso de despedida y un bus hacia algún sitio. Al despertar, el recuerdo.

Eso todas las noches de viernes despejado y las madrugadas de sábado nublado. Sin que nadie pronunciara una sola palabra, porque la entrada al potrero estaba determinantemente prohibida: así lo exhibían los avisos y la conciencia de la gente. Pero cada vez llegaban nuevos integrantes. Siempre caras nuevas. Siempre más nombres que recordar. Más durmientes. Hasta que el pasto seco, la luz de las estrellas y el sopor del diente de león, eran el ritual de muchos. A veces Catalina me besaba a mí. A veces besaba a otros. Pero siempre era la primera en llegar y la última en irse. Y yo la acompañaba hasta el bus, cuesta abajo, y sentía, en mi interior, oprimirse mi pecho.

Siempre quise comprobar si sus besos eran reales, aunque nunca tuve el valor de mantenerme despierto en algún rito. Masticaba el diente de león con afán, esperando las caricias de Catalina

y haciéndome la promesa de la próxima ocasión. Sorbía la chicha y me tragaba las ganas. Envenenaba mis demonios, incendiaba mi garganta. Callaba, y en mi voz resurgían las cicatrices de las astillas en

la boca y los nudos en la garganta. Dormía. Noche tras noche, con la incertidumbre de su nombre besando mis labios.

Hoy es viernes. Comprendo: todo comienza y termina en este potrero. Han puesto una fila de travesaños, tela asfáltica, cintas amarillas y se ha cambiado el habitual aviso prohibitivo por el mensaje de una curaduría.

Ya no hay gente. No estamos quienes vamos por la vida. Quienes vamos, día tras día, caminando las calles de la ciudad, subiéndonos en los buses para acortar caminos, para buscar monedas y sonrisas, esperando a que llegue el viernes en este potrero, el escape, el sueño. Quienes aplauden y prenden la fogata. Quienes duermen debajo de las estrellas esperando tener mejores sueños que los que se tienen debajo de un puente, debajo de un periódico, con el estómago vacío. Quienes duermen con un ojo abierto. Sólo veo a Catalina sobre la acera, envuelta en pétalos de dientes de león.

Profundamente dormida. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Compruebo sus besos que saben a sangre vegetal y a flores de potrero. Compruebo que me besa y me ama, mientras siento el latir de su corazón, su respiración agitada y sus manos recorriendo mi espalda. Abro los ojos y la miro.

Todo empieza y termina en este potrero. Catalina duerme en medio de un último ritual de Orión. Profundamente dormida. Camino por estas calles, cada vez más llenas de casas y postes, y sobre el bosque gris veo morir al sol, que mañana sobre la avenida nacerá.

Callaba, y en mi voz resurgían las cicatrices de las

astillas en la boca y los nudos en la

garganta

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...¿Mi testimonio?La clonación del tiempo

Por: Víctor Andrés Martínez MartínE-mail: [email protected]

Un insistente reloj, terrible máquina que traduce el tiempo en oro, es el personaje absoluto de este relato. Un texto socavado por la lucha anónima del escritor contra la molicie cotidiana y literaria

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Cuando uno duerme es como si el tiempo se detuviera, pero no. El reloj despertador retumba, grita como loco, como lobo, golpea en la puerta de mis tímpanos y yo despierto, como si fuera un reloj de carne, y como si la vida fuera una sirena de emergencia que me llama. Los

segundos siguen dando pasos circulares y hay que levantarse; empieza la semana. Me ducho. Desayuno. Me visto. Enhebro las mancornas. Hago el nudo en la corbata tal como me lo enseñó mi abuelo. Los zapatos refulgen. Doy un beso de despedida a mamá y me voy (no parto). Salgo a la calle y camino como todos, casi como un maniquí, como una máquina de carne programada. Todos mis pasos son iguales. Arribo al portal de Usme y mi cabeza naufraga entre el río de cabezas que, entre todas, dibujan una mancha ebria de prisa. Paso la registradora (he pasado más de un millón de veces la misma registradora). Luego sigo al bus rojo, vuelvo a hacer fila (¡Cuánta riqueza intelectual sumaría el tiempo perdido de hacer fila si tradujéramos ese tiempo en trabajo digno!). Se abren las puertas y, entre la corriente de personas, avanzo hacia adentro donde el río de gente se estanca. El bus inteligente cierra las puertas, alista sus marcas y el chofer pulsa el acelerador. Pasa una hora y llego a la oficina (Bancolombia). Me espera la misma silla de siempre y las acciones clonadas, los compañeros, los besos y saludos, la ventanilla y la caja, donde veo todos los días una fila de clientes que a veces crece como una serpiente, pero sonrío, me entrego con entusiasmo al apocalipsis digital, y me concentro para no descuadrarme. Soy una máquina y no puedo equivocarme; cualquier error me saldría muy caro, un descuadre me podría costar el puesto. Posteriormente, viene la hora del almuerzo y un muy breve espacio para recordar los compromisos académicos. Después, el retorno a la oficina y, tras unas horas, la tarde cae como una ramera anaranjada, como una mujer chiviada. Cuando reacciono, el día se me ha ido en una sola acción que se ha repetido durante toda la jornada muchas veces, como si fuera un infinito de espejos avanzando. La tarde declina lenta y le abre el paso al crepúsculo. Salgo de la oficina entre afanes y entre besos coquetos a mis compañeras –y una muy disimulada mirada a las piernas de Maritza, donde la media velada brilla como una palabra de luz. Después voy a estudiar. Retorno al tren rojo, a la registradora y a los repiqueteos de mis pasos que siempre son iguales. La tarde va borracha de prisa, ya casi negra. Los tonos de los celulares bailan su vallenato tambaleante en un diálogo a todo grito y la intimidad del pasajero se hace pública, y a veces ese pasajero soy yo. Por fin, arribo a la universidad, con el cabello todavía engominado, las mancornas enhebradas y los zapatos refulgentes. Quedan siempre cinco minutos libres para adelantar carpeta y echar rulo y, por supuesto, fumar un kool, tomar tinto, perico o aromática. Unas sonrisas se levantan en la cafetería. Besos por un lado, más pasos y parcerazos por el otro. Entonces empieza lo mío, el reino de la matemática, música elevada al infinito, forma explosiva de hacer poesía, autopista donde los números me abren verbos eternos, manera de hacer volar el pensamiento, quizá danza clandestina de la literatura, suma de fantasmas multiplicados, trigonometría del alma, cálculo preciso que parece un verso volando, ecuaciones luminosas de la mente, calculadora en mano, lapicero en sus marcas y ojo a la trampa del número, análisis financiero, microeconomía, macroeconomía, estadística, costos, presupuestos, precisión o precisión (no hay de otra); luego, algo más suave, formulación de proyectos y legislación laboral, comercial y tributaria (¿Por qué el hombre complicó tanto la vida?). Hasta que llegan las diez de la noche y de nuevo a la misma registradora de siempre y al tren del miedo que viene atestado y veloz como alma que espanta el diablo, y luego otra vez al portal de Usme y al alimentador y a la casa, donde después de comer, cuando voy dando pasos por la escalera, me digo: “Ay Andrés, los pasos de todo hombre están contados”. Estudio un rato iluminado por el mismo bombillo de siempre y por el secreto silencio nocturno donde la mente se hace más lúcida. Y luego me tiro, caigo sobre la cama, lo digo, como una tumba. La noche reina en mi habitación. Nuestras rutinas son pequeñas prisiones que, entre todas, forman una prisión que se llama monotonía.

me entrego con entusiasmo

al apocalipsis digital,

y me concentro para no

descuadrarme.Soy una máquina y no puedo equivocarme

(Lunes)

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(Otra vez Lunes, la clonación del tiempo)Cuando uno duerme es como si el tiempo se

detuviera, pero no. El reloj despertador retumba, grita como loco, golpea en la puerta de mis tímpanos y yo despierto, como si yo mismo fuera el reloj y como si la vida fuera una sirena de emergencia que me llama. Sucede luego lo mismo de todo lunes, etc.

Hasta que llegan las diez de la noche y otra vez a la misma registradora de siempre y luego, otra vez, al tren del miedo que viene atestado y veloz como alma que espanta el diablo y luego, otra vez, al portal de Usme y luego, otra vez, al alimentador y luego, otra vez, a la casa, donde después de comer, cuando voy dando pasos por la escalera, me digo: “Ay, Andrés, los pasos de todo hombre están contados, los pasos de todo hombre se repiten, aunque no nos guste, esto parece una clonación, ¿qué puedo hacer?”. Por eso creo que todos los días del hombre deberían ser sábado. ¡Salud!

trigonometría del alma, cálculo preciso que parece un verso volando, ecuaciones luminosas de la mente, calculadora en mano, lapicero en sus marcas y ojo a la trampa del número

Entonces el reloj despertador retumba, grita como un loco, golpea en la puerta de mis tímpanos y yo despierto, como si yo mismo fuera el reloj…

Entonces el reloj despertador retumba, grita como un loco, golpea en la puerta de mis tímpanos y yo despierto, como si yo mismo fuera el reloj…

Entonces el reloj despertador retumba, grita como un loco…

Entonces el reloj despertador retumba, grita como un loco....

Entonces el reloj despertador retumba, grita como un loco…, golpea en la puerta de mis tímpanos y yo le cierro la boca oprimiendo un botón, y danzo dormido en la cama hasta las once de la mañana o tres de la tarde si me place. Este es mi día. Me levanto. Como. No me baño. No me engomino. Y a desquitarme se dijo. En un abrir y cerrar de ojos, la tarde le abre la puerta a la noche y cuando la noche habla yo ya estoy, como entonado y turuleto, en algún bar de rock de Santa Librada (Abre, Música Ligera, Sol y Luna, Pegazus, Cleveland, Vértigo, Motorhead, Circo Beat, Rata Peona o cualquiera). Iron Maiden. Bon Jovi. Van Halen. Whitesnake. Cinderella. Black Sabbath. Metallica. XYZ. Europe. Poison. Sepultura. Skid Row. Aerosmith. Alice Cooper. While Lion. Pantera. Slayer. Kissssssssss.

Entonces el reloj despertador retumba, grita como un loco…, y yo no estoy en casa, la rumba sigue. Vuelvo a casa al medio día, almuerzo y a dormir se dijo, hasta el lunes.

(Miércoles)

(Martes)

(Jueves)

(Viernes)

(domingo)

(sabado)

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NO ES FÁCIL…

Nunca me ha gustado escribir, mejor aún, nunca me ha gustado la imposibilidad de

hacerlo, me genera miedo la sensación de impotencia frente a la amenazante hoja

en blanco. Siento que son demasiadas horas las que se dedican a este ejercicio,

que fácilmente no se pueden llenar las páginas, ni menos, decir algo que sea interesante…

Porque escribir sin decir frases importantes es un oficio que se ejerce sin sentido, por eso,

cada vez que se me ocurre la idea, o que aparecen esta clase de concursos y propagandas

en las calles, en la Localidad, en la ciudad, vuelve la angustia, la extraña preocupación, la

sospecha, la inquietud, la pregunta por la posibilidad de sentarme a escribir, de intentarlo

hasta poder lograrlo. Llevo días pensando en qué escribir, una idea que tenga oculta, pendiente y me dé

las palabras justas para llenar algunos espacios vacíos en Word, porque los cuadernos

me suenan anticuados. Me agrada pensar en sucesos que puedan darle rienda suelta a

mi imaginación, pero he tenido tantas buenas impresiones en los últimos años, que no

recuerdo qué imagen exactamente me atrajo las frases de un texto… lo olvido, siempre

lo olvido… a veces, quisiera andar con una cámara o grabadora de sonidos, las que usan

los periodistas, para captar las imágenes que me parezcan importantes. Pero resulta

incómodo e inseguro y, por ello, siempre lo olvido, siempre las buenas ideas se escapan.

Admiro a todas las personas que escriben, me generan la sensación de ser pacientes,

de aprender a no creer en el ritmo de la vida actual, capaces de sentarse, detenerse a

darle rienda suelta a su intimidad, a confesar en palabras escritas sus descubrimientos de

la vida. Si fuera importante escribir en este país, si se le diera validez a las anécdotas de

las personas, de seguro estaríamos llenos de buenos libros, más escritores, menos rapidez

e importancia por el afán de vivir o, por lo menos, yo escribiría sin parecerme un hecho

extraño, aislado de mi sociedad. Esa idea me gusta, me gusta poder escribir para escapar del mundo, para sacarle la

lengua y darle la espalda al gobierno y a sus políticas absurdas. Pero, un día estaba leyendo

y sin mayor argumento me mandaron a cerrar el libro por ser inoficiosa y a ocuparme

en algo realmente importante. Me da risa, recordarlo. ¿Cómo alguien puede pensar que

leer o escribir no cuesta trabajo? Por qué no lo intentan, a ver si es fácil… creo que más

de uno ni siquiera sabría escribir sin dudar en su ortografía, no pasarían de dos frases y

abandonarían la tarea.

N ES FÁCIL…Por: Erika Stephanny Díaz Ramos E-mail: [email protected]

Un relato metatextual que, como una serpiente enjaulada, se muerde la cola, mientras bucea en las trampas insalvables de la palabra que se vuelve signo.

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...Yo lo he hecho. He dedicado horas enteras frente al computador pensando en qué escribir, haciendo

una frase, luego borrarla, luego otra frase. Un párrafo, un aplauso, una sonrisa, continúo. Una hoja. A

veces logro una hoja, sin mentirme, sin inventar, sin detenerme; siendo sincera, siendo fiel a la idea

principal de mi mensaje y, de pronto, aparece un punto seguido… un punto que tenía la intención de

ser suspensivo, de quedar allí para seguir con otra idea… pero se queda suspendido en la eternidad, en

el punto final de la tarea, en la intención no lograda; un nuevo fracaso. Llega el sueño, el cansancio y el

adiós, apaguemos y vámonos. No logré nada.

Lo intento de nuevo. Dejo fluir las ideas en una carta con el fin de ser furtiva, sólo para mí. He leído

que las cartas casi siempre se publican después que las personas mueren… Escribo, con la idea de no ser

leída, dejando pequeñas notas para mi memoria, para la muerte, quizá. Y entonces, cuando lo intento de

esa forma me extiendo, a veces logro más de tres hojas, me alegra, pero sé que nada de ello será jamás leído

y que si se escribe se quiere por encima de todo ser leído… no siempre, pero me agrada la idea. Me consuelo

con ser lectora, me alivia un poco leer, mientras logro decidirme a relatar con palabras lo que dictan mis

pensamientos, algún gran escritor confesaba que era mejor lector que escritor… también puede ocurrir ello,

pienso… se puede primero ser un buen lector… y no lo ensayo de nuevo, por un buen tiempo.

Ahora, he vuelto ha intentarlo, mi hermana me ha persuadido, los afiches me han incitado, los murales

me han gustado, quizá sea una buena oportunidad para lograrlo. Primero se me ocurrió hablar sobre mí,

una pequeña autobiografía, lo intenté: dos frases y la cursilería me atrapó, luego, pensé en mi carrera,

la dificultad del acceso a la universidad pública para la gente del sur, pero desistí, tenía que averiguar

y hacer una breve investigación, no tendría tiempo. Por fin, me ha llamado la atención una idea, una

imagen: esa imposibilidad de la escritura para mí e imaginé a todos los concursantes tratando de escribir,

pensé en el tiempo que ello les implicaría, en la idea que, para unos, sería más fluida; algunos lograrían

escribir poco, pero lo harían; otros, no y no se presentarían… por ello, heme aquí sentada, escribiendo.

Un aplauso, una sonrisa. Por fin, lo he logrado, no es fácil resistirse. En medio de todo, al final, no es

difícil escribir.

A veces logro una hoja, sin mentirme, sin inventar, sin

detenerme; siendo sincera, siendo fiel a la idea prin-

cipal de mi mensaje y, de pronto, aparece un punto

seguido…

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...Por. Enid Barrera Rojas

E-mail: [email protected]

Un relato que dialoga con la memoria de toda una generación levantada con la imagen de la explosión en las calles y el miedo suspendido en la cocina.

B umm –Tírense al suelo- Los gritos, mi hermana llora, mi mamá grita, yo estoy nerviosa, mi papá está en el suelo, mi hermana me aprieta la mano,

afuera se oye mucha gente, lamentos, desesperación, sonido de vidrios rotos, de cosas cayendo, de gente que corre -¡No vayan a salir! ¡Cierren la puerta! ¡Qué pasó, qué pasó!-No lloren- se activan dos alarmas -¡llamen a la policía!- mi hermanita me aprieta la mano, está llorando, igual mi mamá, yo estoy nerviosa, asustada, desubicada, piipiipiipiipiipiiii ¡Llamen a los bomberos! ¡No se vayan a asomar! ¡Nooo! –asómese a ver qué pasó- El piso esta frío, todos estamos fríos. Las lágrimas de mi hermanita están en el suelo. Mi papá se levanta –quédense aquí- Mi mamá se fue a mirar por la ventana, yo pensaba en las imágenes de la toma del Palacio de Justicia unos años antes, mi hermana sólo me apretaba la mano. Las lágrimas quedaron en el suelo, igual que las ganas de partir a donde nos dirigíamos previamente. (Ya no recuerdo a dónde íbamos) ¡Una ambulancia, una ambulancia! Mamá subió a mi hermana, yo la sigo, corro, me asomo a la ventana. La gente corre. Hay vidrios, ladrillos, escombros en toda la cuadra. Hay humo. La casa de la esquina parece una piñata. Era cuadrada, ahora es redonda, convexa, cóncava por dentro.

Mi papá me llama. –Alcánceme la levantadora- Salgo a la puerta. Huele a chamuscado, a humo, a miedo, a vidrios rotos, a tragedia. La gente sigue

corriendo. Miro bien la casa. Desde afuera, desde más cerca sí parece una piñata rota, con el relleno por fuera. La casa es grande, tenía puertas, ventanas, como toda casa, ahora parece una casa en obra gris, parece que la hubieran inflado, pero le echaron mucho aire, por eso estalló, por eso las ventanas están en el suelo, por eso las puertas están haciéndole visita a otras casas, por eso se escaparon las cortinas, algunos muebles, la tranquilidad, el equilibrio.

Mi papá trae a un vecino. Salió volando hasta dar al lote de mi abuela. Queda a unos 20 metros justo al frente de la casa-piñata. Mi papá viene con él, con don Carlos Padua. Está desnudo (para eso era la levantadora). La ropa se le desapareció. La tiene pegada al cuerpo. No, sólo los bordes, las costuras. Era un pantalón azul; la camisa no se distingue, ahora lo que queda de ella son fragmentos negros, grises, verdes, rojos. Está pegada a su piel color verde-negro-gris-rojo. Parece un tatuaje, un adhesivo pegado con plancha, que incluso se la pasaron por la cara (también tiene pedazos de camisa allí). El pelo es un churrusco tenebroso. Las piernas tienen un color entre negro y azul, o viceversa, o lo que es peor, no tienen color, sólo están manchadas de tragedia, de tizne, de hollín. Su cara es la peor que he visto. No tiene ojos: tiene miedo, angustia, dolor, ganas de llorar pero se las aguanta. Huele a trapo quemado, chamuscado, achicharrado.

BUMM

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-¿Cómo está? Le pregunta mi padre- bien, bien- su tono vocal es pálido, más de lo que era antes. Él había sufrido una quemadura en la cara cuando niño que le destrozó parte de su voz. Habla como tartamudo, pero con más seguridad, aunque su timbre delate una nobleza absoluta. Se le escurre una lágrima que se une con una gota de sangre que tenía cerca al mentón –Miren si mi familia está bien- dice tembloroso. Llega mi mamá a la puerta, mira todo con angustia, con desesperación. Ya llamamos una ambulancia (dice mi madre). El humo hace borrosa la gente que sigue corriendo, pero ahora se aglomera alrededor de la casa-piñata. Sale la hermana de don Carlos por lo que queda de una puerta. La gente grita ¡Es peligroso, no vayan a entrar! ¡Puede estallar otra vez! Un vecino se acerca a nuestra puerta –tranquilo, su hermana está bien, ya llamamos una ambulancia- Los que pasan lo miran asombrados (afortunadamente ya no está desnudo), corren pero cabecean hacia nuestra puerta (qué tristeza que miren con lástima). Se aglomeran en la esquina opuesta a la casa destartalada. Un hermano de Don Carlos sale por el hueco que quedó en una ventana, apareció como en cámara lenta: primero asomó una mano que se agarraba con las medianas fuerzas que le quedaban, se cayeron unos escombros de ladrillo y cemento, puso el cuerpo en el borde de la columna de ladrillos haciendo un paralelo con su cuerpo, luego se dejó caer hacia fuera, hacia la calle, y se desmoronó en los escombros. Ya no tenía fuerzas. Unos vecinos lo ayudan a parar, lo toman de la mano y se lo llevan a la esquina, casi cargándolo en la espalda. Entrémonos mientras llega la ambulancia (dice mi mamá). Entramos. Cerramos la puerta.

Mi hermana estaba arriba, se quedó con mi abuela que está nerviosa pero serena. Mientras subo buummm, otra vez estalla, otra vez me tiro al piso, otra vez mi corazón se acelera, como el de todos. Todos están acelerados, sobre todo los de afuera, que gritan, en medio de los ruidos de vidrios, del clamor,

de los quejidos, de la desesperación, del humo que se filtra a mi casa y a las otras circunvecinas; del miedo que ronda en un día “festivo” (era primero de mayo). Llega la ambulancia, sacan a don Carlos. Mi papá se va con él. Llega otra ambulancia y el ruido al unísono es aturdidor. Se van mientras llegan los bomberos. Tienen el altoparlante encendido: Le rogamos a la gente que se aleje del perímetro,

que regresen a sus casas. Se ha estallado un cilindro de gas y puede haber más explosiones. Los habitantes de la residencia están siendo atendidos. Pero necesitamos de su colaboración… Le rogamos a la gente que se aleje del perímetro, que regresen a sus casas. Se ha estallado un cilindro de gas y puede haber más explosiones…

Yo me asomo a la terraza con mi mamá. Mire, pero con cuidado, me dice. La casa-piñata está desvencijada, tiene un hueco en toda la mitad, del que sale mucho humo. Los bomberos le arrojan agua a la casa, al hueco de la casa. Ya no hay mucha gente, ahora sólo hay mirones. El humo se empieza a disipar, igual los nervios. Bajémonos, dice mi mamá. Bajamos junto a la abuela.

Mi hermana está calladita en la cocina con la abuela, mi mamá le dice a mi abuela: afortunadamente no pasó a mayores, ellos cocinaban

con gas, tenían dos cilindros de 100 Lbs. Si ve, yo por eso no quería que nos cambiaran a gas propano. Yo

El humo hace bo-rrosa la gente que sigue corriendo,

pero ahora se aglo-mera alrededor de

la casa-piñata.

splash

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prefiero mi estufita, dice la abuela. Sí, pero quién iba a pensar que eso iba a pasar. Afortunadamente no pasó aquí. Pobre gente. Dice mi mamá con un gesto que conmovería hasta los mismos afectados. Mi hermana sigue callada igual que yo. Nos miramos, como si fuera un lenguaje de niñas para darnos la mano, para decirnos que hay tanto desorden de pensamientos como lo que está afuera. Mamá, ahora que me acuerdo el viejo de la Junta de Acción Comunal se quedó con mi cartón de cocinol, como que se lo robó. Dice mi mamá dirigiéndose a la abuela, que inmediatamente le contesta: yo nunca le he creído a esos viejos de la junta, que ni siquiera es junta, es una partida de mequetrefes, de viejos que sólo saben lambonear y robar, y menos le creo a ese cocinol; esa mierda no sirve para nada, yo prefiero mi estufita, ahí, bien o mal, cocino mis sopitas, y hasta sale más barato. Si mamá, pero no ve que exigen que uno cocine con gas ahora, ¡antes están dando la estufita y el cilindro! Ahora (dice la abuela) cuándo irá a pasar el carro del gas, toca estar pendiente a ver cuándo nos toca esa joda. Y eso como que los dan rebajados, como que les sacan el gas y se lo venden a uno así, y nadie dice nada, porque como dicen ellos: para eso está el sello. Pero yo en eso no creo, esa mierda es un estafadero para sacarle a uno la plata, y bien que nos hace falta, mire no más a su papá, trabaje y trabaje y ya ni chiros tiene. Eso la situación está muy verraca. Por eso yo le digo que ahorre pa su casita pa que la disfrute con sus hijas, porque ese majadero no sirve pa un sieso. Oiga, ¿y toda esa gente que estaba haciendo cola esta mañana para que les dieran la estufita qué se harían? (Pregunta mi mamá). Esos están por ahí, como que se vinieron a chismosear… y también me dijo la vieja Aleja que ya ninguno quiso recibir, que se formó una chichonera y que les tocó a los de la junta aplazar la entrega de cilindros. Y usted cuándo supo mamá. Cuando usted estaba abajo, la vieja Aleja me llamó para preguntarme qué había pasado, que porque tenía miedo y que no se quería asomar. Menos mal a su papá le dio por ir donde Esperanza (la hermana

de mi mamá) con su hermano, si no hasta se mete a ayudarlos. Ahora esperar que no les vaya a pasar nada a ninguno de los Padua, pero parece que nadie se murió, afortunadamente, ¡Ave María Purísima! Y ese muchacho tan mal que quedó mamá, pobrecito, y preciso a él. Mire no más que dar hasta el lote, antes no le pasó más. Calle esos ojos, más bien tráigale algo a esas chinas para que se entretengan…. Nosotras nos seguíamos mirando en medio de la conversación que sostenían mi madre y la abuela. No habíamos

mencionado una palabra, pero nuestros ademanes delataban un nerviosismo inenarrable, y nuestras miradas se entrelazaban en una comunicación privada y silenciosa de la que no volvimos a enterarnos.

Estuvimos calladas todo el día y los siguientes, no hablamos de lo sucedido entre nosotras, quizás porque nuestro mundo era el juego y la fantasía;,y ese suceso no tenía ninguna cabida allí; o porque, simplemente, ya nos lo habíamos dicho todo, ya no había nada de qué hablar al respecto; o porque minutos, segundos antes, estaban regañando a mi hermana porque no comía rápido, que se nos estaba haciendo tarde para no sé qué, y yo no sabía cómo defenderla, porque comía despacio, yo también tenía miedo que me regañaran a mí, o lo que es peor, que nos pegaran. Y esa demora fue lo que nos salvó de salir antes, de estar expuestas a la lluvia de vidrios, de escombros,…

Sólo esos momentos en la cocina de mi abuela, cuando nos estábamos mirando, fueron eternos, tanto que hoy en día están frescos, y quizás lo que he mencionado no sea el recuerdo más recurrente que tengo de mi infancia, pero sí el más explosivo.

Nos miramos, como si fuera un len-guaje de niñas para darnos la mano,

para decirnos que hay tanto desorden de pensamientos como lo que está

afuera.

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Biografía

Por: Magally Urueña PlazasE-mail: [email protected]

He aquí el testimonio de una mujer emprendedora que ha cruzado el desierto en busca de una tierra de promisión, teniendo en Dios su amparo y fortaleza.

Dicen que los mejores profesionales deben estar respaldados por las mejores universidades, que los presidentes de Colombia, preferiblemente, deben haber sido hijos de presidentes, que las modelos más lindas pertenecen a las familias más

pudientes y que los más prestigiosos empresarios son aquellos de reconocidos apellidos. Dicen, también, que las personas mejor habladas, las más talentosas, los mejores músicos y los atletas y deportistas más dignos, las calles más bonitas y los lugares más concurridos de Bogotá se encuentran en el norte de la ciudad. Todo esto lo dicen porque no conocen el lugar donde yo vivo, no han tratado a su gente, no han hablado con alguno de sus habitantes o, simplemente, porque todavía creen que todo eso que por ahí dicen es verdad.

Mi nombre es Magally Urueña Plazas, tengo veintiséis años, de los cuales llevo veinticuatro en el barrio La Fortaleza (en la zona 5ta de Usme). De este lugar puedo decir que es el barrio más bonito, no sólo de la zona, sino

también de la ciudad; puedo decir también que tiene la mejor gente, la más trabajadora, la más honesta, la más amigable y, por si fuera poco, la más espiritual. Encontrar todas las mañanas a la señora de las arepas en una esquina cualquiera o escuchar el timbre cuando llega la señora de la leche es un aliciente, esto es sinónimo de un buen y delicioso desayuno, además de económico.

De mí puedo decir que, aunque no nací en el lugar con más riquezas, el más reconocido o el más deslumbrante, he logrado mis metas, con todo el esfuerzo que esto requiere. Me gradué de bachiller en el año 1998 del colegio INEM “Santiago Pérez” y mi título decía “Bachiller Promotor de la Comunidad”; gracias a esta orientación trabajé como recreadora desde los catorce años, motivada por mis docentes y apoyada por mis padres, quienes desde siempre me han enseñado que: “lo que más se sufre es lo que más se quiere”.

Se ven en los hospitales muriendo sin esperanza, negándose a sus sueños, dando su vida por un dictamen que, según la ciencia, no se puede cambiar

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En el año 1999 tuve mi primer trabajo “medio-oficial”, pues al ser menor de edad no podían contratarme como a cualquier otro empleado, yo trabajaba según lo que produjera en las horas que pudiera, pues en ese momento era estudiante de auxiliar de enfermería en la mañana… o sea que tenía desde el medio día hasta las cuatro de la tarde para poder realizar mi trabajo y acumular millas para el fin de mes. Mis padres pagaban mi estudio, que realmente no fue económico, y yo colaboraba con mis gastos: pasajes, algo de ropa, onces, etc.

Logré graduarme en el 2001. Fue una dolorosa ceremonia, pues a Juan Eduardo, mi amigo de la Escuela de auxiliares de enfermería CEMCA, al que le habían diagnosticado cáncer de pulmón más o menos un año atrás, falleció dos días antes del

grado. Al terminar clases quisimos visitarle y hacer un almuerzo en su casa, pero por cosas de la vida, por excusas tontas, por pereza o por cualquier motivo, no fuimos y aplazamos el plan para después del grado… lastimosamente esto nunca se dio, Juan Eduardo se fue y nosotras no nos despedimos de él; además, incumplimos una promesa y nunca lo podremos remediar. Esto me enseñó que es real ese dicho que dice: “no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy”. Él fue otro de esos ejemplos de lucha contra las circunstancias, de lograr lo que se quiere a pesar de lo difícil que sea, pues asistió a las prácticas hospitalarias hasta el último momento, así el dolor fuera bastante; y presentó todos sus parciales finales, con muy buenas notas, en su lecho de muerte, pues como ya no podía trasladarse a la Escuela; los profes iban a su casa.

Esto sólo lo pude superar con la presencia de Dios, al que conocí hace once años y al cual le sirvo hasta el día de hoy; pues por gente como Juan Eduardo y muchos más -que se ven en los hospitales muriendo sin esperanza, negándose a sus sueños, dando su vida por un dictamen que, según la ciencia, no se puede cambiar- cada día estoy más convencida que es esa esperanza de una justa y mejor vida, ese anhelo de sanidad física y de paz interior, la solución que busca la sociedad, desenfrenada en culpar a las circunstancias de las consecuencias de sus actos y de encontrar soluciones poco adecuadas aplicando esa célebre frase que dice: “el fin justifica los medios”…. Pero, realmente, el fin nunca justificará los medios.

Mi primer trabajo después del grado fue haciendo turnos de enfermería especial domiciliaria, no ganaba mucho pero tuve la oportunidad de obtener algo de experiencia; porque, definitivamente, una cosa es la teoría y otra muy diferente la práctica. Luego llegué a una institución donde existía toda la tecnología de punta que uno pudiera imaginar, especialidades médicas, todo tipo de pacientes y de personas. Este lugar fue una escuela tanto en mi profesión como en mi vida. Conocí los enemigos. Le desagradé a la jefe del servicio que me asignaron y, aunque muchas veces me habían hecho daño, nunca alguien con tanto poder sobre mí y tanta influencia sobre los demás. Así mismo, tuve que conocer el efecto de esa frase que yo enseñaba, pero que no entendía, como alguna vez dijo el Santo Job: “yo hablaba lo que no entendía y de oídas te había oído”, esa frase en la que digo: hay que pedir justicia, no con juicio, sino con misericordia… Esta jefe era la causa de mis lágrimas y de mis iras, eso no me hacía sentir bien, pues era algo que no estaba dentro de mí, que era ajeno, que simplemente no conocía. Mis oraciones se dirigían a pedir por ella, que fuera feliz, que fuera perdonada, que fuera justa, que no se metiera conmigo… Dios mismo hizo el milagro y, a la semana de mi clamor, ella fue trasladada, de un cargo que había ocupado por seis años en salas de cirugía a una unidad nueva de gastroenterología. Yo era libre de mis enemigos y ella era feliz en su nuevo cargo. Nunca más hubo algún encontrón de parte de ella.

Este lugar fue una escuela tanto en mi profesión como en mi vida. Conocí los enemigos

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Me casé a los 20 años, pues en mi proyecto de vida así estaba planeado; gracias a mi Señor, el hombre que yo escogí coincidía con el que él había creado para mí y después de un noviazgo corto, casi a escondidas, rodeado de circunstancias no muy favorables para nosotros, la boda pudo llevarse a cabo. Muchos de nuestros conocidos no daban nada por esta unión, casi nadie le apostó… hoy me levanto a su lado y disfruto de sus besos… luego salimos a trabajar por nuestros sueños y los de el fruto de nuestro amor, que llegó tres años después a nuestras vidas, como estaba escrito en mi proyecto de vida.

Mi matrimonio y el nacimiento de José Manuel han sido las experiencias más enriquecedoras que haya podido tener, pues en ningún libro enseñan a ser esposa o a ser mamá, aunque

haya muchos escritos sobre estos temas. Mi embarazo fue hermoso, aunque durante él conocí aquello de lo que mucha gente habla: “no tener manjares, ni a veces lo suficiente para él día”; conocí qué era vivir con lo del diario. Gracias a una mala jugada de un hombre, aparentemente bueno,

que se aprovechó de la inocencia y buena voluntad de mi esposo, al proponerle un negocio del que hasta hoy estamos esperando frutos. Para mis papás y mis hermanas estas serían unas experiencias nuevas y emocionantes, pues soy la mayor de cuatro mujeres, la primera en casarse y la primera en tener un hijo… Todo en orden, como diría mi mamá.

En estos momentos estudio en el día y trabajo en la noche, eso quiere decir que: salgo el lunes a las seis de la mañana de mi casa, estudio hasta las 6 de la tarde, recibo turno a las 7 de la noche y entrego a las 6 de la mañana del día siguiente, vuelvo a la universidad hasta las 5 0 6 de la tarde y, por fin, de regreso a casa, luego de más de 24 horas por fuera de ella…. Y, obvio, soy mamá y esposa, entonces no llego precisamente a descansar. Este trajín lo tienen más de tres o cuatro personas con las que estudio, esforzadas, valientes, con ganas de cumplir un sueño, como yo; a quienes nos pueden más las ganas de salir adelante que de dormir. Gracias a la universidad Antonio Nariño y su facultad de medicina, no muy conocida por cierto, tenemos la oportunidad de cultivar un sueño, pues esta facultad, con excelentes docentes, fue creada para personas poco favorecidas, como yo. Ahora, sólo faltan 3 años para terminar mi carrera de Medicina y poder disfrutar de todos los placeres de los cuales me he cohibido hasta el día de hoy.

Dice alguien en la Biblia: ¡De Nazaret puede salir algo de bueno?, refiriéndose a Jesucristo, quien nació en un lugar muy humilde, en una familia muy pequeña y para nada famosa. De Nazaret salió el salvador del mundo…”Algo muy bueno”. Dar a conocer al mejor médico de todos: Jesús de Nazaret, es ahora mi objetivo, y así como de ese lugar tan lejano a Usme pudo salir algo bueno, de esta zona puede salir algo también muy productivo, transformador y ejemplar...

Espero estar algún día entre los que logren salir y mostrarle a los que todavía dudan que con todo el esfuerzo y las ganas, de La Fortaleza puede salir algo bueno, muy bueno. Espero, también, que mi hijo lo sepa y que mi esposo, como lo ha hecho hasta este momento, me siga acompañando en el cumplimiento de este sueño, hasta que la muerte nos separe. Espero darles a mis padres la alegría de un título profesional. Espero que la iglesia Semilla de Vida crezca aún más y que siga favoreciendo a muchas vidas como lo ha hecho con la mía. Espero no defraudar a Dios y seguir en su camino hasta que me llame a su presencia.

Soy la mayor de cuatro mujeres, la primera en casarse y la primera en tener un hijo…Todo en orden, como diría mi mamá

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VIACRUCIS

Como en una película de terror ochentero, en este relato, lo que empieza siendo un inocente paseo juvenil, termina por convertirse en un viaje por las capas subterráneas del miedo y la desesperación

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Por: Abril

El comienzo de esa mañana era igual que todas las mañanas...Pero en su transcurso dejaría de serlo.

Esa mañana al salir de la casa sólo necesité de mi amigo, quien me recogió, y de un balón de baloncesto, como excusa para salir; ni siquiera mi intuición me advertía algo. Siempre salíamos a jugar y a caminar con el fin de encontrar buenos caminos y hermosos paisajes de este pequeño recodo, fueran rurales o urbanos. Cuando estábamos jugando baloncesto él me dijo que si me gustaría ir a la montaña donde había tres cruces. Yo sólo la divisaba desde la terraza de mi casa y tenía unas referencias de que brindaba un muy buen paisaje de la Localidad. Pero esa mañana la miraba y era latente la idea de querer ir, y verificar lo que decían, y, aún más, mirar por qué se encontraban las tres cruces. Terminamos de jugar y nos dirigimos a ella, caminábamos por la avenida llamada Av. Boyacá y apodada La Vía Villavicencio. En el camino hablábamos de mi próxima y esperada fiesta para celebración de mis quince años, yo soñaba despierta con esta fiesta, con el vestido, el peinado, el vals, todo… era muy bonito soñar y hablar de eso en ese camino.

Llegamos, él corrió una reja y me dio el paso. Empezamos a subir. Se veían cactus y mucho pasto. Miraba el camino de para arriba que me esperaba y la niebla que lo ocultaba, era mágico, pero a la vez oculto para mi... Alguien bajaba corriendo, como practicando ejercicios, y eso me brindó mas seguridad en cuanto a mi camino. Al llegar a la mitad se hacía más escasa la presencia de aire, había más presión, yo perdía el aliento y se me dificultaba la respiración. Él me ayudaba subiendo sus brazos a la altura de mi rostro y movía sus manos haciendo unas morisquetas de que iba a volar, creía que me brindaba aire... y me pedía que me sentara. Al girar hacía atrás, admiraba el pequeño paisaje que me brindaba el medio-plano de la Localidad desde allí,

eso me dio fuerzas y me incorporé con más ganas de ver todo el esplendor. Seguimos subiendo, ya cuando llegábamos a la cima, las grietas en el suelo eran más notorias y amplias, la erosión se hacía presente y el camino era más empinado, pero, de todas formas lo logramos.

Apenas llegamos se sentía como si hubiéramos descubierto nuevas tierras. Di un giro para mirar el paisaje, pero escuché un golpe y mi amigo yacía en el suelo casi a mis pies y un hombre, detrás mío, con un pasamontañas que le cubría cabeza y rostro apuntándome con una escopeta; ese hombre extraño golpeaba sucesivamente a mi amigo en la nuca con el mango de su arma y, apenas mi amigo se incorporó, el hombre extraño se dirigió a nosotros con un grito, ordenándonos que camináramos detrás de la montaña, sin voltear y con las manos atrás.

El hombre empujó a mi amigo, haciendo que él fuera adelante; automáticamente se generó una hilera entre los tres: mi amigo adelante, yo en medio y el hombre extraño atrás apuntándonos. Al caminar, yo sólo lloraba y mi amigo suplicaba que no nos hicieran nada o que, por los menos, me dejaran ir a mí. El extraño hombre nos ordenaba que siguiéramos...Yo seguía llorando y tenía en mi cabeza las imágenes de mi familia y la pregunta de qué nos harían, si nos violarían, nos matarían, nos secuestrarían… y el arrepentimiento del por qué teníamos que estar allí.

El hombre extraño, cuando yo frenaba o lloraba,

Tenía en mi cabeza las imágenes de mi familia y la pregunta de qué nos harían, si nos violarían, nos matarían, nos secuestrarían…

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me recordaba su presencia y sus amenazas, con patadas en la espalda o en los pies, con un golpe en la cabeza o presionando la punta del arma contra mi espalda, y con sus gritos amenazantes de que siguiéramos. Llegamos a un pequeño campo despejado donde habían zapatillas, aretes, relojes, anillos de oro y plata, dinero, y un niño mostrando su rostro que tenía una cicatriz en la mejilla; al parecer era el que vigilaba las ganancias... De inmediato el hombre extraño nos ordenó que nos sentáramos y al hacerlo se dirigió a mi amigo diciendo:

- Entonces güevón ¿Quería comerse a esta niña? No sea sucio...no sea puerco ¿No tiene plata para llevarla a un mejor lugar?

Se reía y continuaba diciendo:-Bájense todo lo que tengan de valor y póngalo

a un lado.Y el niño de inmediato se me abalanzó y me

quitó las zapatillas, luego, el hombre extraño lo llamó y se fueron a un lado a hablar. Mi amigo, me pedía que me calmara, que él no iba a permitir que me hicieran algo y me pedía perdón... Al volver el hombre extraño con el niño, se dirigió nuevamente a mi amigo y le gritó:

-¡Entonces malparido, hágale algo a la niña, viólela o nosotros lo hacemos, elija entonces! ¿Qué prefiere, usted o nosotros? Como para que no pierda el viaje.

Mi amigo les decía que él no iba a eso, les suplicaba que no me hicieran nada y se negaba y se negaba... El hombre extraño lo golpeaba hasta que se cansó y se retiró nuevamente con el niño... Mi amigo me miraba. Y yo le pedía que no me hiciera nada... Cuando volvieron, seguían presionando a mi amigo, y de repente mi amigo se abalanzó encima mío y me decía que él no me iba hacer nada, que sólo lo besara... el hombre extraño se reía y le apuntaba en la espalda y con los pies lo presionaba más hacia mí, le decía que me quitara algo, que se quitara algo él... Yo sólo lloraba y mi amigo también lloraba. El hombre extraño ya estaba furioso al notar que no pasaba nada, y nos daba patadas, habló algo con el niño y llamó a mi amigo.

Me incorporé y me levanté, el niño se quedó a mi lado y lanzaba sus manos para tocarme y yo le ordenaba que no me tocara, mientras, escuchaba que el hombre extraño le decía a mi amigo que no volviera a llevarme, que buscara una residencia... y el niño seguía manoseándome y yo lo golpeaba. Mi amigo le decía al hombre extraño que parara al niño y fue cuando el hombre haló a amigo y lo empujó, se devolvieron hacia mí y me dijo:

-Bueno haga algo, muéstrenos algo, bájese los pantalones...y los dejo ir.

Mi amigo me decía que no, que no hiciera nada y el hombre extraño le gritaba que se callara... Yo solo quería salir de allí, estaba asustada y me bajé el pantalón, tenía unos cucos de vaquitas azules con rosado, el hombre extraño me miró y el niño estiraba la mano para tocarme... Entonces, el hombre extraño, me dijo:

-Váyanse.Nosotros cogimos el balón de baloncesto y nos

fuimos descalzos de allí, el hombre extraño nos disparaba cerca a los pies y nos gritaba que nos perdiéramos y que si veíamos a alguien subir, no dijéramos nada... mi amigo me cogió la mano y me halaba para que corriera mas rápido, el balón se resbaló de mi mano y se fue por la montaña, mientras seguían disparando... Llegamos muy pronto a la cima. Yo seguía llorando y bajamos

corriendo, sólo se sentía latir el corazón de los dos y el vacío, el miedo y la zozobra de nuestras mentes... En minutos llegamos a la Avenida nuevamente; los dos estábamos descalzos intentando no pasar por piedras o algo que nos maltratara… caminábamos y él me pedía perdón y me pedía perdón... Ahora mi osadía era cómo decirle a mi madre lo que sucedió, pensaba que no debía contarle porque ella se asustaría y me regañaría, además había perdido las zapatillas que tanto me había pedido que cuidara...

Llegamos al barrio, nos asomamos por la cuadra y allí estaba mi madre al frente de la casa hablando con un vecino, ya era más difícil acercarme. Entré rápidamente donde una vecina y le pedí unos zapatos, mi madre nos saludó y yo entré tan rápido, que no me miró bien, cogí otros zapatos y volví a salir, pues afuera me estaba esperando mi amigo. Nos abrazamos y me pidió perdón, le pedí que se fuera a su casa y hablamos después, yo volví a mi casa, me quedé en la sala, y me sentí engañada, maltratada, asustada, engañada, por la naturaleza, por mi alrededor,… estaba confundida. Me bañé y me preguntaba que haría para que mamá no se diera cuenta. Me arreglé, fui donde un amigo y le pedí un dinero prestado, para reponer las zapatillas. Me prestó $35.000. Vi unas zapatillas iguales a las mías, las compré de inmediato, las llevé a la casa y a los ocho días me las estrené, mi madre me las vio puestas y me dijo:

-Huy.... ¿Limpiaste las zapatillas, las lavaste?... así me gusta, que cuides las cosas...

Yo solo quería salir de allí, estaba asustada y me bajé el pantalón, tenía unos cucos de vaquitas azules con rosado

sólo se sentía latir el corazón de los dos y el vacío, el miedo y la zozobra de nuestras mentes

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UN CUERPO QUE FLOTABA EN EL AGUAPor: Pablo Andrés Castro Henao

E-mail: [email protected]

Este relato es un viaje de regreso al Gran charco de la vida, de cuyas aguas emergimos en algún instante de la eternidad, y un volver la

mirada hacia el Tunjuelo, río que corre por las venas del Sur.

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T ras haber permanecido cerca de siete meses en Usme como un residente más, veo en retrospectiva muchas de las cosas que me

hicieron tomar la decisión de vivir aquí. No sólo fue el hecho de encontrar un lugar en el que las cosas eran más baratas y de las mismas especies que se puedan conseguir en muchas otras partes, ni el poder encontrar tan cerca a un muy buen amigo, sino que también está la experiencia que viví con el río. La primera vez que fui, era el 24 de diciembre del año pasado. Hasta entonces comenzaba a conocer la Localidad. Siempre había tenido el feo prejuicio de pensar que era un lugar muy aislado, quizá hasta aburrido, y sobre todo peligroso, pero cuando empecé a interactuar con sus espacios y sus gentes, la encontré más agradable que otros sitios en los que había estado y vivido.

No obstante, mis temores sobre la seguridad se vieron sometidos a una prueba de veracidad con mi visita al río. Cuando mi amigo Camilo me invitó, sentí cierta reticencia, al pensar que quizá estando en un lugar, que él me describía como silencioso y solitario, pudiéramos vernos envueltos en algún conflicto con cualquiera de las tantas fuerzas armadas “al margen de la ley” o que pudiéramos convertirnos en buenos servidores de la “patria”, siendo dos falsos positivos más. Él insistió y yo, que tenía curiosidad y deseos de estar en un ambiente natural después de tanto ruido y pesadumbre por la universidad, decidí omitir mis temores y arriesgarme, con la ciega confianza de que pronto me encontraría riéndome de mi temor.

El plan era realmente muy sencillo: nos encontraríamos y caminaríamos hasta el pueblo de Usme, para bajar en busca del río. A las nueve de la mañana nos vimos en el portal de Transmilenio, porque yo entonces no conocía bien las empinadas calles de Las Flores y Yomasa, por lo que sabía que intentar llegar a su casa sería sólo una forma de extraviarme con todos mis miedos. Bajamos del alimentador cerca de la casa de Camilo, para comprar algo de comer y beber, y emprender después el camino a pie, con el riesgo de una insolación debido al sol abrasador que se agitaba sobre nosotros.

Fue así como hicimos juntos un recorrido que yo he vuelto a hacer un par de veces más. Avanzábamos con el sol ardiente y su destello reflejado en las ventanas de las casas apeñuscadas, edificadas y pintadas con un orden propio al dueño y no a unas regularidades urbanísticas que pueden verse en otras partes. Mi mirada permanecía atenta a esas casas, de las que salen ejércitos en masa, como en un sacrificio, para que el sol siga naciendo cada mañana. Camilo me iba contando de los años que llevaba viviendo en la Usme, de muchos lugares que conocía, de personas, de sucesos, historias de la Localidad y del barrio, que amenizaban la marcha y que me hacían sentir interés

por narraciones casi completamente escondidas, de esas que se omiten sin saber, por atender a los “grandes relatos” que asfixian.

Casi sin darme cuenta, nos encontramos en la vía solitaria que, según mi compañero y guía, seguía siendo –para mi absurda sorpresa- la Caracas. En ese entonces, una de nuestras intenciones era ver el final de la avenida, pero como suele pasar cuando uno se distrae hablando de cualquier cantidad de cosas, olvida otras que eran centrales en determinado momento. Por la calle – ¿o autopista?–

iba ya muy poca gente y los carros pasaban con gran velocidad, haciendo que tuviéramos que orillarnos constantemente por el riesgo de unirnos al pavimento.

La prontitud y las fuerzas que llevábamos se vieron agotadas a la altura del parque Cantarrana, donde decidimos hacer una parada para descansar y retomar fuerzas comiendo algo. Había grupos de muchachos que se reían y parecían no tener muchas intenciones con el lugar, parecían

Mi mirada permanecía atenta a esas casas, de las que salen ejércitos en masa, como en un sacrificio, para que el sol siga nacien-do cada mañana

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estar interesados en pasar un rato agradable con amigos, independientemente del lugar en el que se encontraran. Nos sentamos en un puente sobre el río, ya cercado y controlado en esa parte. Cuando nos sentimos mejor, retomamos el camino, luego de subir por una pendiente aparentemente hecha para quitar el aliento que se pueda ganar dentro del parque. Seguimos caminando por las subidas y las bajadas de la carretera, las que en bus uno tiende a disfrutar con los vacíos y saltos que se producen.

Fue extraño cuando nos encontramos en la entrada del pueblo. Era sorprendente para mí ver las nuevas urbanizaciones, no era algo que

pudiera prever o esperar en medio de mis construcciones mentales –¿fantasías

o prejuicios?– sobre un pueblo. Nos sentamos en un parque

antes de seguir. Allí el sol debió de

quemarnos un poco más el

rostro, por ponernos

a mirar nubes y

especular sobre las

habilidades de bruja de una

extraña mujer que veíamos a lo lejos.Con la proximidad del

mediodía nos adentramos en el pueblo. Me sorprendieron los

numerosos puestos en los que se vendía chicha. Había un ambiente de extrema fiesta

porque era Navidad. La gente parecía estar más amable que de costumbre, lo que me causó una muy buena impresión y me impregnó de una gran felicidad. Caminamos por la calle principal hasta

llegar a la plaza, en la que decidimos –quizá ya muy reiterativamente – descansar. Esta vez planeamos comprar algo de comer para bajar al río. Estábamos sentados en un muro de la plaza. Junto a éste había un basurero que parecía ser una triste premonición de lo que veríamos en el río, que se veía corriendo más abajo, después del cementerio. Buscamos un asadero y luego comenzamos a bajar. El camino estuvo un tanto accidentado por las vallas que las propiedades privadas erigen para coartar el libre acceso, y por las partes cenagosas en las que nuestros pobres zapatos y pantalones llevaron la peor parte. A esa altura, ya poco importaba ese tipo de cosas porque el río brillaba por el sol a muy pocos pasos. Allí estaba el final de la travesía, la recompensa a todas sus vicisitudes.

Justo cuando bajamos una larga sucesión de piedras, el río se encontraba a unos pasos. Corría

como si su movimiento contara un tiempo tan distinto al que pudiera marcar cualquier reloj, con sus propios cambios y afanes, tan ajenos y lejanos a los que abrigamos por uso de la mera costumbre. A lo mejor sea eso lo que hace que flotemos, que Aristóteles, o el que haya sido, tuviera razón al decir que flotamos en el agua porque nuestras esencias son completamente diferentes a las de ella; ella que nos precede y a la que ensuciamos en el instante que se nos da, o que somos.

La primera cosa que quise hacer, más que saltar impetuosa y bulliciosamente a su interior, fue contemplarla un rato. Sentí en ese momento una aproximación a un entendimiento hasta entonces negado para mí. Sentía que debía pedir permiso al agua para poder entrar en ella, para pretender la fascinante purificación a la que mi tradición me invitaba; comprendía el respeto que muchas culturas, arrojadas a la hoguera de la civilización, sentían por las esencias de la naturaleza.

Cuando recordé a Camilo, lo vi estático y contemplativo; su mirada estaba fija en el agua que corría, y en su rostro se asomaba una sonrisa. Estuvimos bastante tiempo en silencio, a la espera de que ese tiempo del agua nos absorbiera por completo o que generara una tregua con el que traíamos a cuestas desde –quizá– el momento en que caímos en esta materialidad.

Cuando el encanto nos dio lugar, nos pusimos a hablar nuevamente. Él me contaba cómo el agua parecía más contaminada que antes, lo cual era una de las razones por las que la gente venía menos

inmediato recordé que había más gente en el mundo y sentí su presencia en las bolsas plásticas, los vasos rotos, los empaques de comida y las botellas vacías

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al río. De inmediato recordé que había más gente en el mundo y sentí su presencia en las bolsas plásticas, los vasos rotos, los empaques de comida y las botellas vacías, que había en torno al cauce. Una profunda tristeza me hizo asociar, de pronto, las inundaciones con una justa venganza.

Momentos como éstos me cuestionan sobre tantas cosas, como lo que uno hace o no hace para impedir unas desgracias que afectan tanto; las actitudes de los otros y los avances indiscriminados de los ”intereses privados”, cuya “confianza” buscan recuperar los planes de gobierno. En ese instante reflexioné mucho al respecto y lo comenté con Camilo. Pensé que quizá me estaba dañando

el momento, pero siento que no hay otra opción en circunstancias así; la indiferencia podrá ser una constante, pero las acciones determinantes deben convertirse en proyectos de costumbres.

Comimos y seguimos hablando sin desprendernos por completo del agua, en la que después sumergimos los pies para sentir su poder fluyendo. Muchas absurdas preocupaciones con las que andaba por ese tiempo se fueron con su paso. Las tensiones se evaporaron con el calor del sol, que arrasaba con todo sobre la tierra. Luego nos acostamos en el pasto y, allí, el cansancio hizo sus estragos convirtiéndose en un tranquilo sueño reparador. Ya no recuerdo si soñé algo concreto, sólo sé que con el paso de un viento frío me desperté. No supimos en qué momento se nos fue la tarde. Nos levantamos y yo, sintiendo la vergüenza y la culpa de todo el mundo, le propuse a Camilo recoger en una bolsa un poco de basura que terminó en una caneca de la plaza. Nos sentimos extraños, como si hiciéramos algo exageradamente bueno que, incluso, incomodaba. Subimos de regreso al pueblo; allí entramos a una panadería en la que seguimos aminorando el calor del día con unas avenas heladas.

Así, emprendimos el regreso. Esperamos a que pasara el alimentador y en él comenzamos a ser conscientes de las quemaduras que el sol nos había producido en el transcurso de la jornada, la que ya nos causaba sonrisas de satisfacción y las sigue provocando cuando recordamos o tratamos de repetir el momento, juntos o cada cual por sí mismo.

Después de ese 24, me quedó la inquietud por muchas cosas de mí mismo, sobre las que he estado pensando una y otra vez. Desde ese día, Usme ha sido para mí más que malas noticias y horrores –como el exterminio de jóvenes este año- y se hizo un lugar atractivo y mágico; a pesar de los riesgos que surgen con el avance del hambre voraz, engendrada en la civilización, que se disfraza de bienestar para la gente y no cesa en su empeño de cercar y secar las aguas, para poner suelos de concreto que puedan soportar avaricia y destrucción; todo lo que proviene del ruido que hace el correr del tiempo de nosotros, o ustedes, de los que sean, de los que flotan en el agua.

sin desprendernos por completo del agua, en la que después sumergimos los pies para

sentir su poder fluyendo

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ABRIENDO PUERTAS:

Por: Yinneth Albenis Alpalá DicelisE-mail: [email protected]

Cuando viajar fuera del país es un sueño lejano para muchos jóvenes de la Localidad, este relato nos recuerda que creer en los sueños es hacerlos

posibles y que no existen las fronteras para los espíritus libres.

LA VOLUNTAD

todo bilete falso

se rompe

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Cuantas veces subestimarse se convierte en algo común para muchos. Algunas veces se fracasa tan a menudo que simplemente desfallecemos en el intento, otras, solemos apartarnos de lo que deseamos con tanto anhelo porque se opta por dejar o aplazar los sueños, convirtiéndolos en eso: sólo “sueños”. Pero, ¿por qué ocurre esto, acaso sólo unos pocos tienen la capacidad de desear con tanta fuerza que convierten los sueños en realidad? El que tiene imaginación y no la educa, tiene alas pero no vuela. En verdad, la confianza en mí fue la primera clave para el éxito.

Resulta este relato, de un testimonio de vida propio, ocurrido hace dos años, cuando por primera vez ingresé a la página Web del portal Colombia Aprende, con el objetivo de participar en el Primer Concurso Nacional de Cuento “Homenaje a Gabriel García Márquez”, no obstante, un aviso publicitario dirigido a jóvenes nacidos entre los años 1990-1991, me llamó más la atención, pues un viaje durante trece días a la República Oriental del Uruguay, no le caería mal a nadie, aún más cuando viajar al exterior ha sido uno de mis mayores sueños.

Decido participar en el concurso, convencida de que iba a ganar, a pesar de que la convocatoria fuese publicada a nivel nacional no me limité y dije a mi hermana: “imposible que entre 6 ganadores no esté mi nombre”, gracias a Dios logré lo que tanto anhelé y no fue imposible. Tal vez, para algunos resulte un poco excéntrica mi forma de pensar, pues considero que la mayoría de las veces debes idealizar tanto lo que deseas e incluso imaginarlo antes de que suceda, confiando en que pasará, para ver realizados gran parte de los sueños, de esta manera se resulta trayendo a la realidad lo que imaginamos; algo similar a esto ocurrió conmigo antes de enterarme que era una feliz ganadora. Permanecí durante quince días elaborando el ensayo y en el transcurso de este tiempo mantuve la imagen, o mejor la escena

del momento en que se me informara en el colegio y/o que llegara la correspondencia a casa informando que viajaría a Uruguay, me atrevo a decir que hasta en sueños me enteré que ganaría.

Pasó casi un mes hasta cuando se conocieron los resultados, no fue exactamente por una correspondencia que llegó a mi casa, pero eso sí, fue similar a como lo había previsto: en el colegio por medio de la profe de español que fue comunicada por el rector. Recientemente salía de una presentación teatral con un grupo de compañeros, nos había ido muy bien, recuerdo

que salí muy precipitada del salón dejando abandonada la maleta y algunos implementos de valor que traía para la exposición, ya que con la profe éramos solicitadas en rectoría; me enteré, o mejor confirmé mi premio –sin que suene presuntuoso- alrededor de una directiva de profesores, una secretaria, y el rector. En ese instante se empezó a leer una carta enviada por el Ministerio de Educación, y justo cuando se nombra MERCOSUR, ya no había duda, había que empezar a alistar la maleta, a pensar en lo que llevaría, en el look, en fin, cosas

totalmente nuevas para mí y para mi familia, que por cierto se llenaron tanto de expectativas que esto no se les tornó en alegría de inmediato, sino en miedo y un poco de desconfianza, -supongo que es normal-, bueno, suena jocoso lo que voy a decir, pero acudimos hasta donde una psicóloga para lograr convencerlos que debían dejarme ir, pues las fuentes eran seguras –“esto es algo serio, no es publicidad barata de Internet”- dijo la doctora, en fin los persuadió de que esto era una buena oportunidad de vida.

Trámites de pasaporte, de registro civil actualizado, de permiso para salir del país a menores de edad, fueron experiencias que más que tramitar, se tornaron en instantes de amistad y apoyo para mi y mis padres. Fueron, aproximadamente, quince días para alistar maleta, en esta llevaría todo un listado de requisitos, similar al que se pide por primera vez cuando se entra a preescolar; me parece estar leyéndolo: protector solar, repelente para insectos, varias remeras, championes, infaltable el vestido de baño, llevar la plata en dólares porque en el país funcionaba el peso uruguayo, y era más práctico el dólar, certificado médico de que estaba en buenas condiciones de salud, permiso de los padres debidamente autenticado por la notaría para montar en barco, entre otros detalles. En esta

Había que empezar a alistar la maleta, a pensar en lo que llevaría, en el look, en fin, cosas totalmente nuevas para mí y para mi familia

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quincena realicé algunos gestiones de “patrocinio” para el viaje, de alguna forma debía comprar uno que otro recuerdito en el país visitado, por ende debía llevar dólares para darme estos lujos; aunque un poco caro, en Uruguay logré comprar cosas típicas, como remeras, cachuchas, artesanías y una linda plaquita elaborada en madera con el nombre del país y con un dibujo representativo de su baile popular: la murga.

Creo que una de las cosas que más me llenaba de curiosidad era montar en avión por primera vez; cuando llegó el día del viaje, mis padres, mi hermana y un profesor del colegio me acompañaron al aeropuerto; la despedida sí que fue de mucho sentimentalismo, no faltaban las advertencias de última hora, como por ejemplo: no te alejes del grupo, de la guía, no te metas al río, ten cuidado con la plata, no recibas nada a un desconocido en el avión, en fin…

Desde el Ministerio se envió con anticipación todo un cronograma de actividades que se realizarían tan pronto arribáramos a Uruguay, pues este era un viaje cultural y académico cuya temática principal era el “Río de la Plata”, lo cual lo hizo más interesante; por ello, todas las delegaciones debían alistar previamente en el equipaje algunos elementos representativos de cada país, en mi caso alquilé el traje típico de la cumbia y, con mis otros compañeros de delegación, presentamos en uno de los días que se tenía programado como la “Noche de talentos” este baile folclórico.

Desde el 16 al 27 de Octubre del 2007, cuarenta y dos jóvenes de siete países nos reunimos en Montevideo y juntos compartimos todo un encuentro cultural en cada sitio turístico de la bella ciudad costera, adentrándonos en los secretos de su historia y su cultura, recorriendo por tierra y mar la costa uruguaya, desde la desembocadura del Río Uruguay hasta el comienzo declarado del Océano

Atlántico, conociendo mitos y leyendas de un río que todavía tiene tesoros por descubrir, abordando varios de los sitios turísticos más importantes como: Colonia del Sacramento, Carmelo, Punta del Este y, por supuesto, Montevideo; primera ciudad a la que llegamos y en donde empecé a percibir el cambio de hábitos y los modismos de su gente, por ejemplo, remera para ellos es camisa, championes son zapatillas; las personas cuando te hablan y te piden tu consentimiento en vez de decir ¿si? u okay, dicen ¿Ta?. En cuanto a la organización del tiempo, y esto sí que me dio un poco duro, me extrañé bastante por tener que levantarme a las 8 o 9 de la mañana, cuando en realidad parecían las 5 de la madrugada, o ir a cenar casi a las once de la noche, pues allá se considera esa hora como las siete en Colombia y, más aún, asombrada por lo mucho que comen; eso sí, el MERCOSUR nos consintió bastante, hasta el punto de decir “no quiero más” o hasta llegar a decir

“¡Qué hotel 5 estrellas!”.No dudo de la belleza natural del país oriental,

cada espacio turístico y ambiental en el que estuve me aproximó a una profunda meditación, a muchas reflexiones en mis pensamientos, a esclarecer dudas que tenía sobre mi futuro, con respecto a lo que quiero proyectar en mi vida, lo que quiero ser; es como si al haber visitado estos lugares me motivara a soñar más, a ser, en ocasiones, demasiado porfiada, pero llena de nuevos sueños; no fue únicamente el espacio

físico el que me hizo feliz allí, más allá de esto hay un espacio que no se olvida, que aún se siente como si hubiese acontecido hace unas horas: el espacio social; francamente, una de las experiencias más bellas, conocer gente algo distinta a ti, con costumbres y condiciones sociales diferentes; compartir algunos días el cuarto con compañeros que hablaban portugués me hizo pensar que hay un lenguaje común para todos, un lenguaje que sólo es posible sentirlo cuando se está lejos del país -así sea por corto tiempo-; el sentimiento de ser latinos, de estar unidos, transitando por las calles de Montevideo o por las costas de Punta del Este, demostrando que, como decía el himno mercosureño, “hay un corazón americano”. No hay que ser más descriptivo para decir lo que sentí antes, en el instante y después del viaje, supongo que lo que cualquier otra persona sentiría: Agradecimiento con DIOS, por permitirme abrir puertas al éxito, satisfacción conmigo misma por tener fuerza de voluntad y por supuesto muchísima ALEGRIA!

compartir algunos días el cuarto con compañeros que hablaban portugués me hizo pensar que hay un lenguaje común para todos

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Un dia Cualquiera Para Cualquiera, No para Mi

Por: Calamagrotis

Este testimonio nos recuerda que al otro lado de los muros hay hijos del pueblo soñan-do con una libertad que el Estado les niega, y que, a este lado, hay jóvenes “escribien-do desde la memoria colectiva y con versos sin derechos reservados”

E sta es una de las muchas vivencias a las que estamos condenados los que huimos de la guerra, los que con esfuerzo y dignidad nos

hacemos llamar civiles, aún estando en la mira de los tres fusiles. Yo, un joven que lleva en su corazón dos territorios, uno que es mi tierra natal, el otro que me recibió y me dejó conocer su gente, tanto urbana como rural. Usme es mi actual morada sin olvidar que vengo de Sumapaz.

Un día cualquiera para cualquiera, no para mí. El sábado de un día cualquiera para otros, al marcar mi reloj las 6 de la mañana, me dispuse a levantar mi cuerpo herido por un accidente de tres meses antes. La ansiedad se apoderaba de mí y, entre suspiros deseosos de lo imposible, no quisiera partir al lugar que 2 horas más tarde me abriría las puertas.

No era la primera vez que, encaprichado de tender mis brazos sobre él, apretándolo amigablemente, me preparaba para transformar la distancia en pasos dados. Después de tomar un baño, que de chorro me terminó de despertar, alistarme casi que re-escogiendo la ropa, porque no sabía con qué atuendo habían de dejarme entrar a donde me esperaba quien no quisiera que me aguardara en ese lugar. Y llegó la hora de partir. Así que, luego de ultimar detalles de

dinero y otras cosas, empuñando en juntas manos, y mandando por debajo de cada brazo, acomodé las muletas, que ya hacían ver las secuelas del ultrajo en las palmas de mis manos.

Nunca en mi corta vida había visto pasar el tiempo a paso de caracol, cuando en el medio de transporte sólo podía quemar segundos mirando las calles, calles que mi amigo aspiraba ver en el futuro.

Al llegar a ese lugar, donde todo existe, menos la libertad… ¡Claro, si no tienes dinero! Me dispuse a tomarme una foto. Al dirigirme al estudio fotográfico, que mostraba los pocos recursos con que fue construido, pero orgullosamente se levantaba con cuatro columnas de madera -no más anchas que el cabo del azadón que mi amigo solía empuñar para abrir zanjas, que, en palabras más, no son sino caminos que recorre el agua para pasar a potreros, donde sedientas reses la consumen con no otro fin ganadero que el de producir leche y alimentar al hombre- Y al levantar la mirada a la altura correcta, de entre desconocidos y a la distancia, se hacía notar un viejo familiar, tal vez más lo primero, que lo segundo. Al que anhelaba darle la mano y un abrazo, que no le he de negar a los que llevan mi apellido o, más bien, el honor de haber nacido en la tierra del agua y el frailejón, esa tierra que muchos llamamos Sumapaz.

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Nos formamos en una fila que, por clasismo, no hacen los familiares de los R1, o sea los que manejan las ramas del poder, aún desde ese centro paradisíaco con derecho de admisión que ellos llaman cárcel; cárcel que nunca tendrá las mismas características humanas para mi visitado. Y al abrirse la puerta, pude divisar un sanjuán, más largo que funcional; de paso en paso, y ya demasiado cerca, observé la única estructura que ha inventado el hombre capaz de superar las envidiables colmenas; y no lo digo por la miel, que allí no se produce, sino por las celdas que, en vez de guardar a una abeja, enclaustran hasta 3 reos, en el mejor de los casos.

Después de pasar un examen de seguridad y de ser más sellado que cuaderno de párvulos, recorrí, sin sentir que daba los pasos, el último tramo del arduo camino. Vaya sorpresa que me di al traspasar la última entrada y verlo ahí cruzado de brazos y con una sonrisa que se negaba a borrarse de su rostro, fruto de la visita anunciada. Aunque, por la impotencia de mis sueños, no me creí digno de abrazarlo, pero el encargado de juzgar si era digno o no, era él. Así que, tomando juntas muletas en la mano izquierda, pasé por encima de su hombro la derecha, aprisionándolo tan sólo un poco en el calor que brinda un abrazo.

Después de ofrecernos una gaseosa, que nos negamos a recibirla por pena y por no generarle gastos innecesarios, conocimos el patio y, posteriormente, su celda, que compartía con otros tres. Sus amigos de patio se hicieron ver con sus atenciones y con esas palabras de ánimo que, aunque no eran para nosotros, los visitantes; nos hacían suavizar el golpe. Y el día se pasó entre historias de cárcel y de vidas.

Me sorprendí al observar las obras de arte de tipo artesanal que, con el mejor de los cuidados, elaboran los presos de una forma rudimentaria y semi-tallerizada, obras que, para mi criterio, no remuneran el trabajo invertido al ser pagadas. Hablando de buenos trabajos, noté la capacidad asombrante que posee mi amigo como guía turístico; y no por conocer el patio que nos presentó, sino por el talento a la hora de hacer ver el infierno como un lugar habitable y vivible, ante los ojos de los foráneos. Las palabras que le dirigí no fueron tantas como había preparado el día anterior antes de dormir,

pero preferí callarlas y darle espacio a quienes con el tiempo se iba a saber si eran constantes en la tarea moral y ética de ser amigos y compadres, tarea que yo estaba dispuesto a cumplir, mucho más por el sentimiento arraigado de ser amigos y conocer su inocencia ante la farsa sindicalizada. Así que sólo me dediqué a acompañarle con mi presencia, que esperaba fuera constante. Las palabras no son tan valiosas como las acciones.

Al marcar el reloj, que en esta ocasión no era el mío, las 4 pm, se escuchó un pito, que más funciona como látigo que como anunciador, a la hora de despedir la visita. Unas palabras a quien injustamente fuese

un reo, más de compromiso con la amistad que de despedida, pude darle antes de tener que partir. Esta vez el camino fue más duro. Al salir, después de la revisión de un sello oculto en mi brazo y de saltarme una fila, debido a mi incapacidad física, había recorrido aproximadamente 20 metros y ya veía un muro con rejas que nos separaba. Entonces, con toda la buena energía, le mandé un “hasta luego” y el ánimo que habría de necesitar para enfrentar ese antro. Al bajar la mirada se me escapó un suspiro dedicado a él y, aunque no siendo el primero, sólo puedo decir que los anteriores no habían dolido tanto; y en el pecho retumbó el verso

censurado de “Yo te nombro libertad”

Pues en ese lugar se quedaba un amigo, un fiel amigo, un culpable absoluto de tantos buenos recuerdos en el corazón; y si hay otra forma para referirse a un ser querido y amado, será esa forma la que haga referencia a él. Duele saber que es campesino y el de arriba le dice terrorista. Duele saber que lo único que quiere es tierra y se la arrebatan. Duele… sólo duele, en el fondo, y duele también afuera.

Sólo hemos tenido dignidad; ellos, la hicieron rabiosa.

fila que, por clasismo, no hacen los familiares de los

R1, o sea los que manejan las ramas del poder, aún desde ese centro paradisíaco con derecho de admisión que

ellos llaman cárcel

Pues en ese lugar se quedaba un amigo, un fiel amigo, un culpable absoluto de tantos

buenos recuerdos en el corazón

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...Por: Erika Julieth Piragauta Márquez

E-mail: [email protected] el parque confluye la vida de los barrios, se entrecruzan historias de cotidianidad y se siembran recuerdos de todos los colores; hasta que un día descubrimos que el espacio

físico ya no existe en el afuera, sino que viaja con nosotros.

Un dia en mi barrio

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Hoy no es un día normal. Estoy en mi terraza, mi cuerpo está desplegado en la mitad de ésta;

miro el cielo y dibujo, en cada nube que pasa, mi pasado, mi presente, mi futuro... El cielo azul me encuentra, el viento frío va con mucha rapidez y golpea el follaje de mi cuerpo, mi piel se empieza a estremecer y hace que me levante del suelo, entonces, mis ojos ya no apuntan al cielo, sino al parque de mi infancia.

No es un parque de grandes monumentos o casas. Tiene la alegría de sus niños y la fuerza del joven que aquí se consume entre el humo del cannabis, sus pistolas y sus camisetas de equipos; guarda el fragor del silencio de los abuelos que se acercan un poco a la muerte. Es el ombligo de tres barrios más (Miravalle, Marichuela y Terrazas de Santa Librada) que alimentan sus jíbaros y atracadores con peligro; entre sus pastizales se esconden escombros de recuerdos, escombros de misterios y de miedos. Este es el parque de El Cortijo y, si no estoy mal, llevo viviendo 18 años aquí y tengo 19. Quizá no en la misma casa donde hoy me encuentro, pero sí cerca, por ello digo que crecí aquí y sé que este parque no es sólo para mí, sino para muchos más, una parte de las memorias propias.

De hecho, las memorias son como un relámpago que atraviesa la mente, abandonan el alma y recrean la vista; en especial una, aquella época en que mis preocupaciones surgían por tener una bicicleta y mis temores no iban mas allá del castigo que conseguía por no hacer la tarea. Era para un enero de 1997, junto a mi prima y amigos, andábamos en nuestras bicicletas nuevas por todo el parque, la felicidad para ese entonces rodeaba la risa, la inocencia, las caras sucias y la tranquilidad… pero esa tranquilidad es de repente interrumpida por el crujido confuso de unas ruedas, sonido que nadie entendió, hasta cuando una de éstas frena con tanta fuerza y da

una vuelta por encima de un diminuto cuerpecito, causando lesiones y dejando una enorme cicatriz, la que el tiempo se ha encargado de desvanecer, pero que aún sigue en mí.

Recuerdos que marcan este sitio y a estos personajes, pues no sólo yo tengo algo que contar, porque entre rancheras los abuelos se rodean en el tejo y la constancia los hace propietarios de la palabra, cuando callan, a través de su mirada, vivo

lo que vivieron y, mientras los observo, el miedo a la vejez me invade. Pero, además de los abuelos deportistas, otros disfrutan este parque. Mientras cierro mi puerta, un colapso me atrapa entre los años que se fueron y los que no demoran en llegar. Un balón se arrima a mis pies, el dueño se acerca y me regala un poco de alegría,

emotividad e ingenuidad, pues los niños siguen siendo niños, juegan, corren, lloran, ríen, se caen, se levantan y siguen jugando.

Cada quien juega de maneras, espacios y finalidades diferentes. Soy joven, como muchos de los que se encuentran aquí, pues no sólo los abuelos o los niños retozan en este sitio ¿Porque qué sería de un parque sin la jovialidad de los jóvenes? ese tabú infinito que no tiene respuesta; chicos que juegan fútbol hoy, pero mañana ya están haciendo algo diferente; camaleones que no tienen nada claro y, mientras buscan esas respuestas, algunos se pierden (claro está que sea el camino que sea, está bien) y otros sobreviven. Ellos son las presas de la maldad y la esperanza de quien los ve crecer. Yo crecí con muchos, pero todos escogimos rutas diferentes. Algunos ya se fueron y de los que quedan, pocos se sientan en este parque, así que estoy sola, sentada aquí, claro está que no me molesta la soledad, pues fui la única que quedó sin hermanos.

En fin, este es mi barrio, mi parque, mi vida… Hoy es un día en mi barrio, pero no es un día normal, hoy es mi cumpleaños, hoy es el cumpleaños del parque que también ha crecido conmigo, en él y en mí se guardan los mismos recuerdos, las mismas historias. Puedo asegurar que soy él, que él es toda la comunidad, es la alegría de sus niños, la fuerza de sus jóvenes y el silencio de sus abuelos…

la felicidad para ese entonces ro-deaba la risa, la inocencia, las ca-ras sucias y la tranquilidad…

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Esta perspicaz revista, ávida de negocios en tiempos de crisis, después del exitoso fracaso de nuestra última campaña (mejor olvidar de qué iba la cosa); se lanza ahora sí, en serio, a la tarea de hacer empresa. Este si es el negocio que nos va a dar un montón de plata que no se la brinca un chivo; tanta, que no se sabe cómo no se le ocurrió antes a Benedicto XVI o a los hijos de Uribe. La cosa es fácil, vamos a vender chicha. Mejor dicho nos lanzamos al mercado con la deliciosa, nutritiva y refrescante (¡Qué falta de creatividad de nuestros publicistas!). Intentémoslo de nuevo: nos lanzamos con la embrutecedora, emborrachecedora y siempre refrescante Chicha Don Chucho, pa’ que se enchiche con el mundo. Toma la chispa de la chicha y pásala bambucha.

Y se preguntarán, de dónde la idea. Resulta que rebuscando en los anales (archivos) de la Irreal Academia Chibcha –con be-, la chicha es una bebida antiquísima, que según cuenta la leyenda se la entregó Bachué a un indio llamado don Chucho –un borracho que se quería hacer crucificar creyéndose el elegido- pero éste, carente de malicia indígena, reveló el secreto, con lo cual se privó de construir un emporio más grande que la coca-cola. Así, todos los mortales se enchicharon de gusto en ceremoniales tan especiales como bodas, bautizos, primeras comuniones, mítines, halloweenes o cuando la selección muisca jugaba el mundial de turmequé; y declararon sagrada esta bebida –porque decían que era santo remedio contra la depre de la indiamenta- y se la pasaban ofreciéndole chicha a la Pachamama, que debía estar jincha cuando llegaron los españoles.

Pues bien, desde la época de don Chucho, todo el mundo conoce el proceso de elaboración de la chicha, que es muy sencillo. Hágalo usted mismo: Tome un bus hasta Usme y bájese en la plaza del pueblo; cómprese un botellón de chicha envasada, ojalá en un litrón de gaseosa, por una luca; consúmase con fruición y listo, está preparada esta bebida tradicional.

¿Que qué se hace antes de embotellarlo? Ni han se sabe, pero cuenta la leyenda que el proceso debe ser similar al que ocurre antes de meter la leche en un tetrapack, lo que pasa es que en vez de exprimir una vaca se exprimirá otro animal, un venado o un ornitorrinco posiblemente.

Esta bebida, tan combatida de antaño por zaques y zipas, quienes consideraban las chicherías como centros de maldades, amancebamientos, juegos, blasfemias, canibalismo y adulterios (claro, no faltaba el indio que chimbiaba el preciado líquido); y después de librar su guerra de independencia contra la pola, tuvo que vivir en la clandestinidad después del Bogotazo cuando la culparon de la muerte del caudillo (¿no había sido Roa Sierra?) y el ministro Bejarano emitió una ley para prohibir la fabricación de chicha, así como colarse en el tranvía y fornicar con las primas (malditos moralistas). No obstante, desde La Perseverancia hasta Casa Asdoas, la historia de la chicha es una historia de resistencia a la embriaguez de la Bavaria y los licores importados.

Así, pues, conociendo todos esos antecedentes de mercado, la revista Surgente lanza la Chicha don Chucho, hecha con la fórmula tradicional de agregarle huesos humanos, sangre de parturienta o prendas femeninas íntimas a la múcura de fermentación, como para que al beberla usted pueda expresar con mayor facilidad los sentimientos más ocultos de su ser ancestral: "parce, mi novia se tira todas las noches al vecino mientras yo estoy trabajando, mi segunda amante me cambió por un tal Leovigildo y mi perro es adicto al pegante.”

Chicha Don Chucho, pídala ya a su indio de confianza y bébala antes que la prohíban de nuevo. Y recuerde: consumir chicha no te hace ver más guapo, pero aumenta tus posibilidades de tener sexo, tal vez gay.

El Néctar del Choclo

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Contenido2 - Editorial4 - Las calles / Jerson José Hernández de la Cruz6 - A lo malevo / Juan Camilo Ahumada10 - Testimonio de mi niña, desde Usme / Luisa Fernanda Bustos13 - Qué ratico tan frío/ Ramón Adrián Salinas Franco16 - Trenzas la vida / María Cristina Nieto Alarcón20 - Los sinónimos de la rutina o un día en palabras / Camilo Andrés Moreno Hernández24 - ¿Cuanto cuesta soñar si no cuesta nada? / Margareth Liceth Arias Rivera28 - Flor dormida de potrero andante / Carlos Humberto Marín31 – Los tenemos identificados / Proyecto Vision Cómic35 - La clonación del tiempo, ¿mi testimonio? / Víctor Andrés Martínez Martín38 - No es fácil / Erika Steffany Díaz Ramos40 – Bummm / Enid Barrera Rojas44 - Biografía / Magally Urueña Plazas48 – Viacrucis / Abril51 - Un cuerpo que flotaba en el agua / Pablo Andrés Castro Henao55 - Abriendo puertas; la voluntad / Yinneth Albenis Alpalá Dicelis 58 - Un día cualquiera para cualquiera, no para mí / Calamagrotis61 – Un día en mi barrio / Erika Julieth Piragauta Márquez63 – Viceversa

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