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Tema 3
La educación y el valor de las diversidades
El Enfoque Inclusivo en Educación Formal y No Formal
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Índice
Esquema 3
Ideas clave 4
3.1. Introducción y objetivos 4
3.2. Diversidad e inclusión 5
3.3. Educación especial y educación inclusiva: ¿déficit
o diferencia? 10
3.4. Diversidad cultural y educación 17
3.5. Referencias bibliográficas 27
A fondo 34
Test 37
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Esquema
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Ideas clave
3.1. Introducción y objetivos
Con el estudio de este tema se conocerán y analizarán diferentes aproximaciones
sociales y pedagógicas a la diversidad propia de la vida social, reconociendo la
riqueza y oportunidades propias del encuentro entre personas y grupos con
tradiciones, experiencias y capacidades diferenciadas.
Resulta una evidente prioridad que los educadores, desde los ámbitos formales o
no formales, sean capaces de promover espacios de encuentro y diálogo
intercultural, en lugar de permanecer pasivos e indiferentes ante las situaciones de
marginación y vulneración de derechos humanos.
Lo objetivos de este tema son:
Comprender los desafíos de propuestas educativas inclusivas que pretenden
garantizar una educación de calidad para todos, en sociedades cada vez más
heterogéneas o multiculturales.
Reconocer y analizar los rasgos definitorios y características de distintos
enfoques sociales y educativos para comprender y atender la diversidad de los
grupos humanos.
Identificar los criterios que pueden ser utilizados para diferenciar los tipos de
relación que establecen unas culturas con otras en espacios multiculturales.
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3.2. Diversidad e inclusión
Proveniente de un verbo latino (divertere: girar hacia un lado, apuntar en diferentes
direcciones), la palabra «diversidad» tenía hace años un sentido más bien neutro o
descriptivo, aun cuando sus afinidades con las palabras «divergencia», «divertir»,
«divorcio», o «desvío», en su conjunto podían darle matices más bien negativos. Pero a
partir de los años 90 el término empezó a utilizarse cada vez más con un sentido
positivo, o como un valor moral, a medida que los enfoques «inclusivos» fueron
cobrando fuerza en distintas esferas, como la sociología, la arquitectura, la
administración de empresas, el diseño, el deporte, los medios de comunicación, entre
otras.
Así, entre los argumentos usados con más frecuencia para alabar a la diversidad en un
sentido general, figura la observación de que mientras más diverso y complejo sea un
ecosistema, más estable o resistente será; a diferencia de lo que ocurre con un
monocultivo, que por muy grande que sea, puede verse arruinado en muy poco tiempo
por la aparición de una sola plaga.
«[...] fuente de intercambios, de innovación y de creatividad, la diversidad
cultural es tan necesaria para el género humano como la diversidad biológica
para los organismos vivos» (Art. 1. Declaración Universal de la Unesco sobre la
Diversidad Cultural, 2001).
Análogamente, un consejo elemental que se da a los inversionistas es que diversifiquen
sus inversiones entre distintos tipos de acciones, bonos, divisas, ramas de la economía,
etc., para minimizar riesgos. Por así decirlo, la idea es que no pongan todos sus huevos
en una misma canasta; porque si de repente quiebra un banco, se destapa un
escándalo empresarial o se devalúa fuertemente una moneda, quienes confiaron todos
sus ahorros a ese banco, empresa o moneda en particular, pueden quedar arruinados
de un día para otro. Mientras que quienes tienen su dinero sensatamente repartido
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estarán mejor protegidos ante los cambios bruscos que suelen ocurrir en el mundo
económico (Finanzas para todos, 2010).
Sin embargo, es claro que lo que más ha coloreado positivamente la noción de
diversidad no son reflexiones provenientes de la ecología o de la economía, sino su
asociación con los movimientos en pro de los derechos humanos y su oposición a
cualquier tipo de discriminación social, ideológica o cultural. De hecho, estas relaciones
son tan claras que a menudo se da por sobreentendidas, como sucede en la siguiente
definición, encontrada en la red:
«La diversidad incluye todas las formas en que la gente difiere, abarcando las distintas características que hacen a un individuo o grupo diferente de otros. Aun cuando el término diversidad se usa a menudo en referencia a la raza, etnicidad y género, aquí asumimos una definición más amplia de la diversidad, que también incluye la edad, origen nacional, religión, discapacidades, orientación sexual, estatus socioeconómico, nivel educativo, estatus marital, idioma y apariencia física. Nuestra definición también incluye la diversidad de pensamiento: ideas, perspectivas y valores. También reconocemos que los individuos se afilian con múltiples identidades» (Kapila, Hines y Searby, 2016).
Ahora bien, aunque definir la diversidad de ese modo, mediante una lista, es útil para
llamar la atención sobre sus principales subtemas, su gran limitación es que en este
contexto no hay ni puede haber una lista «definitiva» u oficial, y si no tomamos en
cuenta de algún modo los principios fundamentales de la justicia y de la dignidad
intrínseca de las personas, no podremos saber cuándo tiene sentido o no abordar una
diferencia individual o grupal desde una óptica inclusiva. Esto es, las personas difieren
en muchísimos más aspectos, además de los mencionados arriba: número de
hermanos, tipo de mascota preferida, signo astrológico, sentido del humor, grupo
sanguíneo, mano hábil, kilos de peso... Las opciones son infinitas, pero en la medida en
que esos aspectos no hayan sido motivo para que un grupo de personas sean
minusvaloradas, irrespetadas o rechazadas, no viene al caso que tomemos en cuenta
esa clase de variabilidad humana. Y a la inversa, en la medida en que cualquier
característica o variable pueda eventualmente convertirse en motivo de discriminación
social o injusticias generalizadas, en esa misma medida será importante tomarlas en
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cuenta dentro de los radares de la diversidad. Más adelante, en esta misma asignatura,
volveremos sobre las nociones de raza y cultura, entre otras; pero de momento nos
parece mejor considerar ilustraciones menos frecuentes de la diversidad humana.
Quizás uno de los ejemplos más sencillos sobre este punto lo encontramos en nuestro
idioma, donde ser más hábil con la mano derecha aún equivale a ser «diestro», cosa
que suena muy bien; y en contraste, ser zurdo significaba ser «siniestro», que no suena
nada halagador. Aunque ese detalle etimológico puede parecer trivial, dependiendo de
la época o país muchas personas zurdas recordarán la gran incomodidad de tener que
usar pupitres para diestros, o peor aún, haber sido castigadas en su infancia para que
aprendiesen a escribir y a desenvolverse con la mano derecha. Hoy por hoy, ya debería
estar claro que ser zurdo no es ninguna violación de las leyes de la naturaleza; que ser
zurdo —o ambidiestro— a veces puede representar una ventaja, como ocurre en
algunos deportes; y que respetar la lateralidad de cada quien contribuiría a la reducción
de accidentes (Suar, Mandal, Misra y Suman, 2012). Incluso hay quien ha afirmado que
la zurdera debería considerarse una «necesidad educativa especial» (Mungai y Odiemo,
2015). Pero en general los prejuicios y la discriminación contra la zurdera persisten
(Kushner, 2017).
¿Representa la zurdera una ventaja para Nadal frente a Federer?
En varios idiomas, además del castellano, así como en distintas
tradiciones religiosas, hay una clara preferencia por el lado derecho
sobre el izquierdo. Según el Antiguo Testamento, por ej., durante el
Juicio Final los elegidos se sientan a la diestra de Dios y los condenados
a su izquierda. No obstante, investigaciones modernas sobre la
lateralidad sugieren que el ser zurdo representa una ventaja importante
en distintos deportes, incluyendo el tenis. Sin embargo, ya que además
de la lateralidad en cuanto al uso de la mano hay otras lateralidades,
como la ocular, dividir a los deportistas entre diestros y zurdos no es
suficiente para analizar adecuadamente su diversidad natural: «los
principales tenistas del top ten, por ejemplo, Roger Federer o Rafael
Nadal, son cruzados; diestro de mano zurdo de ojo el primero, y al revés
el segundo» (Bejarano y Naranjo, 2014, p. 203).
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Otro caso ilustrativo, tal vez más controversial, es lo que algunos autores han
llamado «pesismo» o «gordismo» (weightism, fatism): la discriminación o
estigmatización de las personas según su talla, forma corporal o peso (Arroyo y
Andersen, 2017; The Body Project, 2019). Un tipo de sesgo o prejuicio que parece
estar cada vez más difundido, incluso entre médicos y educadores (Moazedi, 2014),
pero que en muchas regiones o países no es ilegal. Ciertamente, hay quien sostiene
que eso no es realmente una forma de discriminación, porque el sobrepeso es un
serio problema de salud que afecta al gasto público y que los individuos pueden
contrarrestar mediante un estilo de vida saludable (Ridley, 2011). Sin embargo,
también hay que tomar en cuenta que en muchos países se ha venido instalando
una obsesión con la delgadez que perjudica sobre todo a las mujeres jóvenes y que
dista mucho de ser saludable, pues de hecho suele conducir a la anorexia y otros
trastornos graves. Por lo demás, en ambientes escolares, donde la gordura ha sido
con frecuencia motivo para las burlas o el acoso entre estudiantes, es claro que ese
tipo de humillaciones es incompatible con los valores de la diversidad y de la
inclusión, por lo cual deberían ser prevenidas o corregidas mediante acciones
educativas. Asegurar que los alimentos que los estudiantes consumen dentro de la
escuela sean supervisados por nutricionistas profesionales también es necesario,
pero no suficiente, sobre todo si tomamos en cuenta que la ansiedad generada al
sentirse discriminado es un factor que contribuye a intensificar los trastornos
alimenticios, generando así un círculo vicioso (Arroyo y Andersen, 2017).
Para mayor claridad, entonces, podemos afirmar que «los enfoques inclusivos
procuran aprovechar o capitalizar la diversidad (las diferencias tanto individuales
como grupales entre las personas), en lugar de reprimirla o estigmatizarla» (Keogh,
Gallimore y Weisner, 1997, p. 109; Frederickson y Cline, 2009, p. 50). Con otras
palabras, la inclusividad se caracteriza por ver la diversidad como una oportunidad,
mientras que lo tradicional ha sido verla como una adversidad u obstáculo (Stoltz,
2018). Es decir, en tiempos pasados, cuando nuestras sociedades se ordenaban más
que nada siguiendo unas determinadas tradiciones, lo usual era pensar que
«orden» equivale a «uniformidad», que lo correcto o «normal» es lo que haga o
piense el grupo más numeroso (o más poderoso), y que quienes sean o actúen de
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otro modo simplemente están mal y no merecen el mismo respeto que los sectores
mayoritarios, o privilegiados por la tradición. Pero ahora, cuando nuestras
sociedades van cambiando a un ritmo vertiginoso y entrecruzándose cada vez más
unas con otras, hay una necesidad urgente de adaptar nuestros códigos morales y
legales para asegurar la convivencia y el progreso, en medio de una considerable
abundancia de maneras distintas de encarar la vida personal y social.
Con lo anterior, de ningún modo se trata de menospreciar las dificultades de
encontrar nuevas formas de orden, respetuosas de la diversidad, a partir de
combinaciones grupales que pueden lucir más bien caóticas. De hecho, hay quienes,
procurando resumir, caracterizan a los modelos inclusivos como aquellos que
«celebran» la diversidad. Pero esa clase de definición se queda corta, pues puede
haber diversidad sin inclusividad (Snell, 2017), en el sentido de que a menudo, para
proyectar una imagen de apertura o espíritu progresista, los líderes de una
agrupación pueden adoptar superficialmente el discurso a favor de la diversidad y
reclutar a unas cuantas personas con perfiles étnicos, culturales o religiosos, o con
alguna discapacidad, que les haga llamativamente distintos; pero tan solo para
cumplir con las cuotas mínimas establecidas por alguna ley, o prácticamente a título
decorativo, sin intención real de hacerlos sentir bienvenidos o de permitirles que
participen en los procesos de toma de decisiones. Este tipo de prácticas se ha vuelto
tan común, que en inglés han acuñado una palabra, tokenism, traducida al
castellano como «tokenismo» (Sherrer, 2018), «florerismo» o «participación
simbólica» («Tokenismo», s. f.). Por todo esto conviene subrayar entonces que «las
comunidades u organizaciones auténticamente inclusivas no se limitan a cosechar
beneficios a partir de una diversidad puramente retórica o “cosmética”, sino que
deben promover efectiva y equitativamente sentidos de pertenencia, participación
o empoderamiento, entre todos sus miembros».
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3.3. Educación especial y educación inclusiva:
¿déficit o diferencia?
Una confusión que se da con cierta frecuencia y que por eso conviene aclarar
cuanto antes, consiste en pensar que la «educación inclusiva» y la «educación
especial» son lo mismo. Sin duda, hay importantes puntos de contacto entre ambas
y lo ideal es que se complementen, pero no siempre ocurre así y, en todo caso,
como profesionales es importante comprender sus principales semejanzas y
diferencias. En el Cuadro 1, basado en múltiples fuentes (en particular Hornby,
2014, pp. 1-5, por lo que se refiere a los hitos históricos y características
definitorias), se presenta una comparación esquemática de ambos tipos de
educación.
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Educación especial Educación inclusiva
Supuesto clave Déficit. Diferencia.
Tipo de modelo educativo
Compensatorio o remedial. Integrador o antisegregacionista.
Hitos históricos Primeras escuelas para niños sordos (1760), ciegos (1780), con discapacidades intelectuales (1830) y físicas (1860).
Crecimiento sustancial de las escuelas especiales a partir de 1900.
Declive cuantitativo de las escuelas especiales a partir de los años 90.
Presente: Desafíos de redimensionamiento o rearticulación con el respectivo sistema educativo nacional.
Cuestionamientos (a partir de los años 60) a la segregación de niños con leves dificultades de aprendizaje o con carencias socioeconómicas y desafíos interculturales.
Conferencia Internacional de Torremolinos - «Año Internacional de los Impedidos» (1981) - Unesco.
Declaración de Salamanca sobre Necesidades Educativas Especiales (1994) - Unesco.
Presente: Desafíos de implementación, evaluación y superación de contradicciones entre los ideales y la realidad.
Características definitorias
Diagnóstico y planificación individualizada.
Instrucción especializada, intensiva y dirigida a metas.
Procedimientos de instrucción basados en evidencias.
Asociaciones de colaboración.
Evaluación del desempeño del estudiante.
Filosofía de aceptación y pertenencia a una comunidad.
Filosofía de colaboración entre estudiantes, familias, educadores y comunidad.
Celebración de la diversidad y valor de todos los estudiantes.
Énfasis en la reestructuración y elevación de la calidad de las escuelas.
Valoración de los beneficios de estudiar junto a compañeros de la misma edad y en su localidad.
Ubicación preferente
En aulas o instituciones especiales, tanto como sea necesario.
En aulas o escuelas regulares, tanto como sea posible.
Tabla 1. La educación especial y la educación inclusiva comparadas. Fuente: Elaboración propia.
Ahondando un poco en la esquematización de la tabla 1, es claro que el nacimiento
de la educación especial, alrededor del siglo XVIII, representa los primeros avances
históricos hacia una educación para todos. Como toda esquematización, la
comparación presentada en el cuadro puede ser acusada de simplista o injusta,
particularmente para quienes afirman que la educación especial, desde sus
orígenes, surge como una lucha por la inclusión de la población con capacidades
diferentes: de hecho, para algunos movimientos sociales y profesionales, la meta de
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la educación inclusiva es el reconocimiento de derechos culturales propios de esta
población. Como una ilustración de estos planteamientos recomendamos la lectura
de un importante análisis sobre el tema en el caso de la población sorda,
desarrollado por Carolina Becerra (2015) en un artículo disponible aquí, en el
apartado A Fondo.
Lentamente, alrededor del mundo, niños o niñas que anteriormente vivían
encerrados en sus casas, muchas veces escondidos, como vergonzoso secreto
familiar, empezaban a recibir una educación adaptada a sus carencias sensoriales,
cognitivas o de salud. Paralelamente, sobre todo en el mundo desarrollado, la
investigación científica sobre los problemas o síndromes más comunes iba
progresando y permitiendo la formación de especialistas en psicopedagogía,
logopedia, terapia ocupacional, etc., y justificando que se destinara una creciente
cantidad de recursos e instalaciones para este tipo de educación.
Pero hacia finales de los años 60, en pleno auge de la educación especial, se
profundiza en el debate y los resultados a los que pueden conducir los dos
paradigmas enfrentados en materia de educación especial: el paradigma clínico y el
enfoque sociocultural. Comienzan a plantearse críticas y autocríticas sobre el cómo
y el para qué de ese crecimiento tan considerable de la educación especial y sobre
los resultados que se estaban obteniendo. Según Hornby (2014), destaca en
particular la autocrítica formulada por Lloyd M. Dunn, quien después de trabajar
por unos veinte años impulsando aulas de educación especial, llegó a convencerse
de que buena parte de ese esfuerzo estaba moral y educativamente mal
encaminado. Lo que le llevó a esa conclusión no tenía que ver con la atención a
niños con discapacidades cognitivas o sensoriales severas o múltiples, sino con
aquellos que presentaban problemas de aprendizaje leves y eran usualmente
diagnosticados como «retardados mentales educables»:
«De acuerdo a mis mejores estimaciones, entre un 60 u 80% de los niños atendidos por estos maestros [de educación especial] son niños que provienen de clases sociales bajas —incluyendo afroamericanos, indígenas americanos, mexicanos y americanos puertorriqueños; de hogares donde
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no se habla el inglés estándar, o de hogares fragmentados, desorganizados e inadecuados; o de ambientes sociales distintos a los de clase media. Esta costosa proliferación de aulas y escuelas especiales, y autosuficientes, plantea serios problemas educativos y de derechos civiles que deben ser abordados frontalmente. Yo sostengo que debemos dejar de etiquetar a estos niños con carencias como mentalmente retardados, y además, que debemos dejar de segregarlos ubicándolos en nuestros así llamados programas especiales» (Dunn, 1968, p. 5).
Más o menos por la misma época, también tuvieron mucha resonancia las críticas
hacia la discriminación implícita en algunas teorías y procedimientos de medición
de la inteligencia. En 1970, por ejemplo, Labov, citado por Cole (2013), demostró
que el bajo rendimiento de muchos niños afroamericanos cuando se evaluaba su
manejo del lenguaje no se debía a fallas por parte de los niños, sino a fallas en el
diseño de los tests: aunque los niños fuesen muy competentes expresándose en el
tipo de inglés que se hablaba en sus casas y comunidades, los tests calificaban
muchas de sus expresiones como errores, porque no reconocían el vocabulario y
dialecto peculiar de la comunidad afroamericana como un inglés válido (W. Labov,
citado por Cole, 2013, pp. 86-87).
En líneas más generales, entonces, las críticas no surgieron porque se cuestionara la
justificación básica de la educación especial. Si el estudiante presenta una
discapacidad o un problema médico, lo lógico es que se le eduque procurando
remediar aquello que le esté faltando o afectando. Las críticas surgieron porque se
estaban identificando como retardos o discapacidades el hecho de ser pobre y/o
parte de una minoría. «Se confundían como déficits cognitivos lo que en realidad
eran diferencias culturales» (Cole, 2013). Y las consecuencias, como es obvio, lejos
de «compensar» de algún modo a los estudiantes provenientes de minorías, los
estigmatizaban aún más. «De allí la necesidad de una pedagogía culturalmente
sensible» (Erickson, 1986).
Por supuesto, el tiempo no ha pasado en vano. Muchos criterios y procedimientos
de diagnóstico se han ido refinando, evitando fuentes de error o de posible
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discriminación. Pero en la práctica, la distinción «déficit-diferencia» sigue siendo
muy problemática.
En la actualidad se sabe que las personas diagnosticadas con trastorno del espectro
autista, si bien enfrentan múltiples dificultades o desafíos, a veces también
sobresalen en ciertas tareas perceptivas, como las búsquedas visuales; por lo cual
nos plantean la pregunta: ¿Sería apropiado entonces decir que las personas sin
autismo presentan déficits de percepción? (Akhtar y Jaswal, 2013, pp. 2-3). El
asombroso liderazgo conservacionista de Greta Thunberg, una adolescente con
síndrome de Asperger, plantea interrogantes parecidas, aunque todavía más serias.
Porque, sin duda, las habilidades para relacionarse socialmente y para ganar o
mantener popularidad son destrezas fundamentales para hacer carrera en la
política. Pero al colocar la búsqueda de popularidad por encima de cualquier otra
consideración, muchos de nuestros líderes han degradado su papel, poniendo en
peligro al planeta, entre otros males. Por su parte, la mayoría de los adolescentes
actuales dedican lo mejor de su tiempo y energías a buscar popularidad en las redes
sociales. .
La inclusividad y la diversidad forjan equipos resilientes y culturas
tenaces.
Cuando uno ve el vídeo de Erik Weihenmeyer, el primer ciego en
coronar el monte Everest, cruzando las insondables grietas de la cascada
de hielo del glaciar Khumbu y luego alcanzar la cima, la reacción más
natural es decir «¡Qué tipo tan asombroso!».
Pero Erik sería el primero en aclarar lo que su equipo explica. Aunque
Erik sin duda ha tenido que ser muy resiliente y determinado para
convertirse en un pionero, gran parte de su éxito en esa y en otras
pasmosas aventuras proviene del ingenio de los sistemas creados para
lograr la meta deseada.
Cuando el equipo «incluyó» a Erik, una persona a la que claramente se
le planteaban desafíos distintos a los de los demás escaladores, ellos
sabían que esto les exigiría abordar su gran sueño de un modo
diferente. Las escaleras, cuerdas, comunicaciones, manejo de equipos,
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logística... todo se modificó no solo para acomodar a Erik, sino para
beneficiar al equipo entero.
La inclusión estimula la tenacidad. Todo el mundo tiene que trabajar
más duro, con más inteligencia y con más sacrificio, y hasta con
sufrimiento, para alcanzar las metas más valiosas. Y ese mismo aguante
puede aprovecharse para lidiar con los retos más frustrantes que hacen
parte de la vida cotidiana. Cuando eso se vuelve la norma, se convierte
también en una cultura.
Ese día, el equipo de Erik no solo llevó a un ciego hasta el techo del
mundo. También rompieron los récords de: (a) mayor número de
personas de cualquier equipo en llegar hasta la cima; y (b) hombre de
más edad en llegar hasta la cima (el principal compañero de Erik). De
modo que ellos no alcanzaron su meta y rompieron récords a pesar de
ser inclusivamente diversos, sino por eso mismo.
Paul G. Stoltz (2018).
Retomando el esquema propuesto en la tabla 1, como se puede notar, tanto las
instituciones de educación especial como las políticas de educación inclusiva
persiguen el interés superior de los niños y niñas, o de los educandos en general,
por lo cual en teoría no deberían existir conflictos entre ellas. Pero en la práctica los
ha habido, y a veces muy agudos, en distintos países. Quejas usuales, en ese
sentido, plantean que lo que se pretende es eliminar los servicios de educación
especial; que a los docentes regulares no se les brinda formación o recursos
adicionales para integrar responsablemente a estudiantes provenientes del
subsistema de educación especial; o que se abusa de un tipo de discurso bien
intencionado y de moda (Armstrong, Armstrong y Spandagou, 2010), pero
desconectado del trabajo educativo real. De allí los exhortos a lograr un equilibrio
entre el idealismo y la realidad (Akhtar y Jaswal, 2013), a reconsiderar tanto la
educación especial como la inclusiva (Warnock y Norwich, 2010), o a sintetizar lo
mejor de ambas en una «educación especial inclusiva» (Hornby, 2014).
Por ejemplo, a partir de las experiencias del Reino Unido, Warnock (2010, p. 14) ha
criticado que el valor de la inclusión se interprete de modo simplista, como la
ubicación de todos los niños «bajo el mismo techo», cuando lo más sensato es
ubicarlos allí «donde puedan aprender mejor». En el caso de algunos niños con
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autismo o institucionalizados, puede que la mejor ubicación no sea un aula regular,
donde estén más expuestos al bullying o acoso escolar, sino en un aula separada, o
sobre todo en escuelas pequeñas, donde los docentes puedan establecer una
relación más cercana con ellos y lograrse un mayor sentimiento de pertenencia,
necesario tanto para el aprendizaje como para el bienestar de los estudiantes. Así
se evitaría la contradicción que se ha observado a menudo, de niños «físicamente
incluidos, pero emocionalmente excluidos» (Warnock, 2010, p. 32).
Ahora bien, para efectos de nuestro curso no es necesario entrar en más detalles
sobre las relaciones entre la educación inclusiva y la educación especial; detalles
que pueden variar significativamente de un país a otro (sobre la historia del tema en
España se puede consultar a Parrilla, 2008; Abellán, Haro y Escarbajal, 2010; Toboso
et al., 2012). Recalcando, para finalizar este apartado, los puntos clave del mismo,
conviene recordar que:
1. Si bien la idea de una «educación inclusiva» cobró cuerpo a partir de los debates
y reformas en el campo de la educación especial, en la actualidad representan
modelos enteramente distintos. Mientras que la educación especial ha avanzado
en cuanto al mejoramiento técnico de los procedimientos de instrucción y
terapia, la educación inclusiva se ha impuesto ante todo como una obligación
ética y legal que requiere la transformación tanto de las escuelas como de la
sociedad toda.
2. Los modelos compensatorios o remediales propios de la educación especial son
adecuados para responder a los casos en que hay claros déficits cognitivos,
sensoriales o de salud; mientras que el modelo inclusivo es particularmente
necesario para responder a las crecientes diferencias culturales y
socioeconómicas del estudiantado, o a la diversidad humana en general.
3. Por ello, no hay motivos de fondo para que la educación inclusiva y la educación
especial entren en conflicto. Pero ya que en la práctica la distinción entre déficits
y diferencias es todavía muy desafiante, la combinación óptima de ambos tipos
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de esfuerzo sigue siendo una tarea pendiente para la mayoría de los sistemas
educativos alrededor del mundo.
Sobre los rasgos característicos de la educación inclusiva invitamos a profundizar
el tema con la lectura de dos materiales que hemos colocado en la sección A
Fondo titulados Inclusión educativa y cultura inclusiva, de Plancarte (2017), y
«Revisando críticamente cómo investigamos en educación inclusiva: cuatro
proyectos con un enfoque educativo y social», de los autores Parrilla, A., Susinos,
T., Gallego-Vega, C. y Martínez, B. (2017).
3.4. Diversidad cultural y educación
Además de la necesidad de no confundir diferencias culturales con déficits
personales, la importancia de una educación inclusiva y culturalmente responsable
es cada vez más clara a causa de los cambios y tendencias que se observan a escala
global. Un autorizado resumen de ese panorama, que vale la pena citar en extenso,
es el siguiente:
«La idea de una “educación inclusiva”, aunque desde un punto de vista histórico estuvo estrechamente relacionada con los debates y reformas en el campo de la educación especial, en la actualidad va mucho más allá, en cuanto a su manera de abordar la integración social. »La educación inclusiva debería entenderse en el contexto de un abordaje de los “problemas” de la diversidad social que son producto de cambios sociales ocurridos a partir del final de la Segunda Guerra Mundial, los cuales incluyen el fin del colonialismo, el aumento de la movilidad de la fuerza laboral, y la tensión entre las culturas globales y locales. Hay contradicciones persistentes entre las políticas y las prácticas, a medida que los sistemas educativos intentan manejar las complejidades económicas de una identidad nacional y cultural en sociedades altamente diversificadas, a lo interno, y sin embargo globalmente interconectadas. El crecimiento de la “educación inclusiva” en el mundo en desarrollo refleja en parte el intento por parte de esos países de promover las ventajas sociales y educativas del acceso a la escuela y a los recursos educativos, y también refleja por otra parte la exportación del pensamiento del primer mundo hacia los países del tercer mundo, con lo cual se refuerza la
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dependencia y lo que Paulo Freire llamó “la cultura del silencio”» (Armstrong, Armstrong y Spandagou, 2010, p. 4).
Ahora bien, aunque «cultura» es una palabra de uso común, si estamos de acuerdo
con la importancia de una pedagogía culturalmente sensible o responsable,
conviene que profundicemos un poco sobre este concepto y otros relacionados con
él que nos ayudan a describir lo que sucede cuando distintas culturas entran en
contacto.
Cultura
Este es uno de esos términos engañosamente sencillos o familiares, a los que los
diccionarios de uso común les dedican apenas unas pocas líneas, pero que los
estudiosos han discutido por décadas o siglos. Un antiguo texto de antropología
enteramente destinado a la historia y distintos sentidos del concepto tomó en
cuenta casi 300 definiciones distintas, aunque para su análisis los autores se
concentraron en tan solo 164 (Kroeber y Kluckhohn, 1952, p. 149). Dada la
importancia del concepto, la Unesco alentó un esfuerzo de síntesis que desembocó
en la Declaración de México sobre las Políticas Culturales:
«Así, al expresar su esperanza en la convergencia última de los objetivos culturales y espirituales de la humanidad, la Conferencia conviene en: »que, en su sentido más amplio, la cultura puede considerarse actualmente como el conjunto de los rasgos distintivos, espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan a una sociedad o un grupo social. Ella engloba, además de las artes y las letras, los modos de vida, los derechos fundamentales al ser humano, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias, »y que la cultura da al hombre la capacidad de reflexionar sobre sí mismo. Es ella la que hace de nosotros seres específicamente humanos, racionales, críticos y éticamente comprometidos. A través de ella discernimos los valores y efectuamos opciones. A través de ella el hombre se expresa, toma conciencia de sí mismo, se reconoce como un proyecto inacabado, pone en cuestión sus propias realizaciones, busca incansablemente nuevas significaciones, y crea obras que lo trascienden» (Unesco, 1982, p. 1).
El proceso de discusión entre expertos de distintos países que condujo a esta forma
de definir la cultura es una referencia muy importante para el campo de la
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educación inclusiva; pero como se puede ver, no es precisamente una definición
fácil de recordar o esquematizar. Y tampoco es la «última palabra» sobre esta
materia; por el contrario, tanto su propio contenido como su lenguaje invitan a
continuar aprendiendo o reflexionando sobre la cultura y su trascendental
importancia. Por eso no está de más tomar en cuenta algunas otras definiciones o
referencias, que muy probablemente no serán tan completas, pero que al acentuar
distintos aspectos del concepto nos pueden ayudar a formarnos una idea más
personal o cercana al contexto profesional de cada quien.
Entre las definiciones más breves, por ejemplo, tenemos esta: «La cultura, como
término de las ciencias sociales, se refiere a estándares aprendidos y compartidos
para pensar, sentir y actuar» (Erickson, 1986, p. 117). De allí que la enseñanza sea
un tipo de comunicación transcultural, ya que, por definición, los profesionales
dedicados a la educación (tanto a nivel formal como no formal) han aprendido
formas de pensar y actuar que los estudiantes aún no han captado o adquirido
(Erickson, 1986, p. 117). Seguramente, como profesionales dedicados a la educación
o como estudiantes, alguna vez habremos presenciado clases de química,
trigonometría, idiomas o alguna otra asignatura donde parecía que el docente y los
estudiantes viniesen de planetas totalmente distintos.
Por su parte, el célebre antropólogo Clifford Geertz sostuvo que los seres humanos
son animales suspendidos en redes de significados que ellos mismos han tejido, y
que la cultura es el conjunto de esas redes (2003, p. 20). Ciertamente, este enfoque
de la cultura como una enorme telaraña de significados suena muy abstracto, pero
también puede ser útil. Comparemos, sugería el autor, dos muchachos que cierran y
abren el ojo derecho rápidamente. Uno sin querer, a causa de un tic, y el otro a
propósito, para transmitirle disimuladamente un mensaje a otra persona.
Fotografiados, la diferencia podría ser imperceptible. Pero en el simple parpadeo no
hay cultura, tan solo un comportamiento. Mientras que, en el guiño, al estar
regulado por códigos sociales, el comportamiento se convierte en un gesto, y así
entramos en el terreno de la cultura (Geertz, 2003, p. 21).
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De hecho, algo parecido sucede a menudo con las piedras que los arqueólogos
descubren en cuevas o desentierran al estudiar la prehistoria: ¿son piedras
quebradas con bordes filosos por casualidad, o fueron afiladas adrede como los
primeros cuchillos de la humanidad? Por eso algunas definiciones se cuidan de no
olvidar los «artefactos» dentro de la gama de ingredientes de la cultura. En Estados
Unidos, por ejemplo, el Centro Nacional para Sistemas Educativos Culturalmente
Responsables, define la cultura como «un sistema de creencias compartidas,
valores, costumbres, comportamientos y artefactos que los miembros de una
sociedad usan para entender a su mundo y para entenderse unos a otros» (citado
por Thompson, 2015, p. 206).
En fin, como concepto vivo y dinámico, la «cultura» no es un término que venga al
caso memorizar, sino que puede servirnos como guía para la reflexión y discusión.
No solo con expertos, sino también con los jóvenes o con la comunidad en que nos
desenvolvemos. La elaboración de «cápsulas del tiempo», por ejemplo, es un tipo
de actividad relativamente sencilla que puede llevarse a cabo con estudiantes de
distintas edades. En la red es fácil encontrar variados ejemplos históricos o
didácticos, pero limitándonos a unas orientaciones básicas, los principales pasos
son:
1. Explicar el objetivo de la actividad: llenar un recipiente con objetos que reflejen
los modos de vida, culturas o tradiciones de una comunidad, en el momento en
que se confecciona; y luego enterrarlo con la intención de que sea abierto en el
futuro, sirviendo así de registro histórico.
2. Conseguir un recipiente más o menos resistente, que se pueda cerrar o proteger
herméticamente, así como la autorización para enterrarlo en algún sitio
apropiado (el patio de la escuela, un parque municipal, etc.).
3. Pedir a los estudiantes que reflexionen y elijan grupalmente los objetos más
apropiados para llenar la cápsula, sugiriéndoles algunas opciones: periódicos,
fotos de lugares o acontecimientos públicos, pequeños juguetes o ropas que
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sean populares, muestras de productos típicos, flores del lugar, dibujos o textos
preparados para la ocasión.
4. Llevar a cabo una pequeña ceremonia, al poner la cápsula en su lugar; e
invitarles a reflexionar, cada vez que pasen por el sitio, sobre lo que dejaron allí,
para las generaciones futuras (Education Place, s. f.).
Etnocentrismo
Una de las mayores dificultades que se nos presentan a todos al reflexionar sobre la
cultura y sus diversas expresiones es el fenómeno conocido como «etnocentrismo»:
la tendencia a ver la realidad como si la sociedad o cultura a la que pertenecemos
fuese el centro del universo, o la vara de medir respecto a la cual hay que comparar
cualquier otra sociedad o cultura. En pocas palabras, creer que «nosotros» somos
superiores a todos los «otros» (Shala y Cooper, 2015, p. 318).
Las tendencias etnocéntricas han sido estudiadas por antropólogos, sociólogos,
politólogos, psicólogos sociales y expertos en resolución de conflictos, quienes las
asocian con una tendencia universal a percibir positivamente al «endogrupo» (un
grupo al cual pertenecemos o con el cual nos identificamos), y a percibir
negativamente al «exogrupo» (un grupo al cual no pertenecemos y percibimos
como diferente). Como los seres humanos somos animales sociales, esa tendencia
tiene su lado beneficioso, en el sentido de que el favoritismo, preferencia o lealtad
hacia los que percibimos como iguales a nosotros, contribuye a la cohesión y
afirmación de nuestros grupos y de sus tradiciones o legados. Pero el lado
problemático es que al predisponernos en contra de los que son distintos, nos
impulsa a percibir muchas situaciones sociales de manera sesgada o prejuiciosa, con
una mentalidad de «nosotros contra ellos». Y en situaciones de competencia o de
conflicto entre grupos, esa mentalidad puede desembocar en un círculo vicioso de
creciente hostilidad o confrontación (Shala y Cooper, 2015, p. 319).
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El etnocentrismo, sin duda, es uno de los principales obstáculos que deben
enfrentar los partidarios de los encuentros y diálogos entre distintas culturas; pero
estudiar y comprender sus dinámicas es en sí mismo un gran primer paso para
contrarrestarlo (Shala y Cooper, 2015, p. 319).
Sobre este tema aquí se presenta una lectura que ilustra cómo trabajar en
educación promoviendo la inclusión de población migrante: está disponible en A
Fondo, con el título Lo que hacen las mejores escuelas integradoras de alumnado
inmigrante: indicadores de buenas prácticas.
Integración, asimilación, separación y marginación
¿Cómo se pueden clasificar las formas de relación entre grupos que provienen de
distintas culturas? De nuevo, como suele suceder en las ciencias humanas, las
opciones terminológicas son variadas y a veces hasta contradictorias. Sin embargo,
una línea de investigación impulsada por el profesor canadiense John W. Berry y sus
colaboradores ha logrado bastante resonancia entre académicos de varios países,
incluyendo a España (véase, p. ej., a Martín, 2003, p. 33; y a Bedmar, 2005, p. 297),
y por eso nos puede servir como punto de partida.
La temática abordada por Berry y sus colaboradores es la «aculturación» o cambios
que se producen cuando dos culturas distintas entran en contacto frecuente y
cercano (o «cara a cara»); en especial, los distintos escenarios que pueden darse
según las estrategias adoptadas por el sector minoritario y por el mayoritario.
Inicialmente, Berry (1974, p. 18) se valió de tres preguntas básicas, que al
responderse en términos de «sí» o «no» (es decir, «dicotómicos»), generaban ocho
opciones o «casillas». Tales preguntas eran:
1. ¿Se conservan la identidad étnica y los rasgos culturales característicos de la
minoría?
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2. ¿Se mantienen relaciones intergrupales positivas entre la minoría y la mayoría?
(En el sentido de que las actitudes mutuas son positivas y además hay contacto
frecuente entre ambos grupos o sectores sociales).
3. ¿Se permite a las minorías elegir la respuesta a las dos preguntas anteriores?
En palabras de Berry, se trataba de un esquema «necesariamente simple», a fin de
estudiar el tema empíricamente, en sus líneas más generales (1974, p. 18). Pero en
tiempos más recientes, Berry (2001) ha preferido presentar su visión del «espacio
de contacto intercultural» de un modo algo más complejo, ya no en términos de
«sí» o «no», sino como cuestiones de grado; ajustando además los nombres o
descripciones de algunos de los escenarios resultantes. En la Figura 1 se recoge ese
esquema, donde el círculo de la izquierda se refiere al punto de vista de los
inmigrantes, minoría o grupo no dominante, y el círculo de la derecha al punto de
vista de la sociedad de acogida, mayoría o grupo dominante.
Figura 1: Distintas estrategias y escenarios de aculturación, según John W. Berry. Fuente: Berry
(2001, p. 618).
En la Figura 1, en el círculo de la izquierda, que se refiere a las actitudes o
estrategias de los inmigrantes o de la minoría, y leyéndolo como si se tratara de una
tabla con cuatro casillas, nos encontramos con:
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La integración. En este caso los miembros de la minoría procuran preservar su
identidad y legado cultural, y también valoran positivamente el relacionarse con
la mayoría o resto de la sociedad.
La asimilación. La minoría no está interesada en la preservación de su identidad y
legado cultural, pero sí en una buena relación con la mayoría.
La separación. La minoría está interesada en preservar su identidad y legado
cultural, pero prefiere no relacionarse con la mayoría.
La marginalización. La minoría no procura (o no está en condiciones de)
preservar su identidad y legado cultural, ni tampoco está interesada (a menudo
como reacción a la discriminación o exclusión) en lograr una buena relación con
la mayoría (Berry, 2001, p. 619).
Esa manera de esquematizar las actitudes de los inmigrantes o minorías se basa en
el supuesto de que estos, como individuos y como grupo, están en condiciones de
elegir entre las diversas opciones. Pero como es obvio, no siempre sucede así. Y ya
que cuando hay contactos entre culturas todas las partes involucradas cambian, no
solo las minorías, el círculo derecho de la Figura 1 duplica en cierta forma al círculo
izquierdo, esquematizando también las actitudes de la mayoría o sociedad de
acogida, dentro de un proceso de acomodación mutua. Allí nos encontramos con:
El multiculturalismo. Para que la estrategia de integración pueda tener éxito, o
incluso sentido, es indispensable que la mayoría o sociedad de acogida sea
abierta a la diversidad o inclusiva, adaptando sus instituciones de modo que
satisfagan las necesidades de las minorías dentro de una sociedad plural. Es
decir, debe ser una sociedad «explícitamente multicultural» (Berry, 2001, p.
619).
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El crisol. Cuando la asimilación es promovida o exigida por la sociedad de
acogida, Berry emplea una expresión muy común en inglés, «melting pot», que
alude a los recipientes donde se funden metales, como metáfora de lo que
sucede en esos casos. Añadiendo, de paso, que según el nivel de exigencia en
algunos casos tal vez habría que hablar más bien de una «olla de presión» (Berry,
2001, p. 620).
La segregación. El referido autor reserva este término para los casos en que la
separación es impuesta por la mayoría o sociedad de acogida.
La exclusión. Análogamente, Berry reserva este término para los casos en donde
lo que sucede no es que la minoría opte por quedarse al margen, sino porque la
mayoría o sociedad de acogida se lo impone (Berry, 2001, p. 620).
Los sentidos que le han dado Berry y sus colaboradores a los términos empleados
en la Figura 1 no deben verse como si estuvieran grabados en piedra, sino como lo
que son: «definiciones operacionales», brevemente justificadas y provechosas para
hacer estudios de campo sobre los espacios interculturales, con un vocabulario
razonablemente preciso. Si al profundizar nuestros estudios sobre distintas teorías
o realidades juzgamos necesario modificar un término o proponer alguno nuevo,
eso es válido, así como un aspecto muy importante de nuestra labor como
profesionales o cursantes de postgrado.
Por ejemplo, Berry y Sabatier mencionan que una investigación llevada a cabo con
una minoría de la India conceptualizó una orientación intermedia entre la
integración y la asimilación, a la que dieron el nombre de «coexistencia»; y refieren
también que otros estudios empíricos han mostrado que algunos adolescentes,
además de orientarse en relación a su cultura de origen y a la cultura nacional
donde se han establecido, parecen orientarse también hacia una cultura «global» o
«panhumana» (Berry y Sabatier, 2011, p. 659).
En todo caso, desde un punto de vista educativo, la importancia de profundizar en
términos o marcos de referencia como el que acabamos de ver se puede subrayar
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de varios modos. Por un lado, tenemos que la escuela y los demás ambientes
educativos constituyen el principal contexto de intercambio cultural para los niños y
jóvenes migrantes, más allá de los resultados puramente académicos. Por ello la
escuela puede considerarse una «sociedad de acogida en miniatura» (Berry,
Poortinga, Breugelmans, Chasiotis y Sam, 2011, p. 326). Por otro lado, es claro que
los distintos tipos de contacto intercultural tienen importantes consecuencias sobre
el grado de bienestar de las personas. Un estudio que comparó muestras de hijos
de inmigrantes en Canadá y en Francia, por ejemplo, encontró que en general los
jóvenes que habían asumido la estrategia de integración eran también los de mayor
bienestar psicológico, así como los mejor adaptados a la escuela y a la comunidad;
los que preferían mantenerse al margen eran los peor adaptados; y los orientados
bien sea hacia la asimilación o la separación presentaban resultados intermedios
(Berry y Sabatier, 2010, p. 206).
Más allá de ese tipo de hallazgos, también caben múltiples reflexiones éticas y/o
pedagógicas sobre la significación de, entre otras cosas, distintas formas de
asimilación o segregación. Por ejemplo, es claro que asimilarse es una idea bastante
antigua y amplia, centrada en hacerse lo más «similar» posible a un determinado
grupo que se toma como patrón o referencia; meta que en algunos contextos se
asume en un sentido absolutamente literal, recurriendo a la cirugía estética, como
muchas mujeres asiáticas que se operan, o a falta de dinero se ponen pegamento
en los párpados, para que sus ojos se vean más grandes u «occidentales» (Martin,
2011). ¿Es eso compatible con las nociones de diversidad e inclusividad? ¿Por qué sí
o por qué no? En cuanto a la segregación, es claro que esta palabra evoca imágenes
muy negativas, como las del apartheid en Sudáfrica, o de los «guetos» bajo la
Alemania nazi. Pero salvando las obvias distancias, la organización de escuelas solo
para varones y solo para niñas... ¿es un modelo de educación segregada (Flecha,
2014) que debería eliminarse? ¿O es una excepción que puede considerarse válida y
provechosa?
Por último, no está de más subrayar lo desafiante que resulta hoy día analizar los
espacios de contacto intercultural, cuando la mayoría de las sociedades se van
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tornando, les guste o no, cada vez más heterogéneas o multiculturales.
Recordemos, en ese sentido, que la Figura 1, aunque no luzca del todo simple, fue
pensada para el análisis de los contactos entre apenas dos culturas. Pensemos, por
ejemplo, en los miles de personas que durante las últimas décadas pueden haber
viajado entre Colombia, Venezuela y España, en distintas secuencias o direcciones,
siguiendo flujos migratorios que a veces huyen de la violencia y a veces persiguen
una mejor calidad de vida. Allí tendríamos al menos tres culturas. Pero si tomamos
en cuenta que Galicia, Madrid o Cataluña no son lo mismo, culturalmente hablando,
por más que sean parte de España, y que otro tanto pasa con la diversidad cultural
interna de Colombia y de Venezuela... ¿de cuántas culturas estaríamos hablando, en
total? Cualquiera que sea nuestra estimación de ese número, lo que debería
resultar evidente es la urgente necesidad de educadores que desde los ámbitos
formales o no formales sean capaces de promover espacios de encuentro y diálogo
intercultural, en lugar de una gran multiplicación de marginados y excluidos.
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[Blog]. Disponible en https://www.psychologytoday.com/us/blog/put-your-
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Warnock, M. (2010). Special Educational Needs: A New Look. En M. Warnock y B.
Norwich, Special Educational Needs. A New Look (pp. 11-46). London: Continuum.
Warnock, M. y Norwich, B. (2010). Special Educational Needs. A New Look. London:
Continuum.
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A fondo
Buenas prácticas integrando a alumnos inmigrantes
Martínez-Usarralde, M. J., Lloret-Catalá, C. y Céspedes, M. (2017). Lo que hacen las
mejores escuelas integradoras de alumnado inmigrante: indicadores de buenas
prácticas. Pedagogía Social, Revista Interuniversitaria, 29, 41-54. Recuperado de
https://gredos.usal.es/jspui/bitstream/10366/135343/1/49010-160433-1-PB.pdf
Elaborado por profesores de la Universidad de Valencia, este artículo presenta un
análisis de contenido sobre las mejores experiencias en materia de inclusión
educativa en España. Consultar su Tabla 1 (p. 45), en particular, es especialmente
recomendable, pues la misma recoge de forma breve y esquemática los principales
resultados de la investigación, agrupados según distintas categorías que también
son importantes por sí mismas, como grandes dimensiones o «frentes» de trabajo,
al aplicar un enfoque inclusivo al alumnado inmigrante.
¿Cuáles son las características de un centro escolar que trabaja promoviendo
educación inclusiva?
Plancarte, P. A. (2017). Inclusión educativa y cultura inclusiva. Revista de Educación
Inclusiva, 10(2), 213-226. Recuperado de
http://www.revistaeducacioninclusiva.es/index.php/REI/article/view/294
Este aporte de Plancarte, profesora de la Universidad Autónoma de México, resulta
muy útil para complementar y profundizar en los elementos que definen la
educación inclusiva; y también para comprender el rol decisivo que juega la cultura
escolar, o la cultura de cada institución educativa, para el logro de los fines de la
educación inclusiva. No hay duda de que Plancarte tiene toda la razón al afirmar
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que «la cultura es uno de los principales y más urgentes aspectos en los que se debe
incidir ya que si no existe un cambio en las actitudes, puede ser en vano cualquier
otro cambio en las políticas o en las prácticas» (p. 219).
Cuatro proyectos doblemente inclusivos: la inclusividad como objeto y como
método de estudio
Parrilla, A., Susinos, T., Gallego-Vega, C. y Martínez, B. (2017). Revisando críticamente
cómo investigamos en educación inclusiva: cuatro proyectos con un enfoque educativo
y social. Revista Interuniversitaria de Formación del Profesorado, 89 (31.2), 145-156.
Recuperado de whttps://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=6129226
Fruto de una concertación de esfuerzos entre las Universidades de Vigo, Cantabria,
Sevilla y País Vasco, este artículo reflexiona, desde la práctica, sobre los criterios y
métodos más apropiados para impulsar la educación inclusiva. En ese sentido,
adelanta una propuesta que podría calificarse como doblemente inclusiva, porque
además de abordar la educación inclusiva como tema o contenido, también procura
aplicar los valores de la inclusividad al desarrollo mismo de las investigaciones. Esto
es, mediante relaciones de horizontalidad y colaboración, a partir de los problemas
locales o particulares, con lo cual se aspira a lograr mejoras en esos entornos
concretos, pero también a partir de allí comprender e incidir en ámbitos más
generales o sistémicos.
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La educación especial de las personas sordas entendida como educación inclusiva e
intercultural
Becerra, C. (2015) Memoria sorda e invisibilidad: problemas teóricos y prácticos en la
educación intercultural del sordo. REXE. Revista de Estudios y Experiencias en
Educación, vol. 14, núm. 27, diciembre, 2015, pp. 169-182. Universidad Católica de la
Santísima Concepción. Recuperado de
http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=243143345011
Actualmente la educación del sordo se realiza conforme a los criterios y los
requerimientos educativos de una cultura que se autodefine como no
discapacitada. Esto genera un desafío a la educación, relacionado con el
establecimiento de nuevas concepciones que demandan un diálogo horizontal. La
autora señala que debe reconocerse la historicidad sorda, su identidad y cultura,
para dar paso a una relación intercultural que se desarrolle en el seno de la Escuela.
Se propone la educación intercultural como un recurso para romper con la clásica
visión abstracta del individuo sordo y abrir paso a una construcción de la sordedad
de manera conjunta con la cultura oyente (Becerra, 2015, p. 1).
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Test
1. Al profundizar en el sentido actual de la palabra «diversidad» podemos concluir
que la misma:
A. Es una forma elegante o eufemística de describir las desviaciones sociales.
B. Es una forma elegante o eufemística de referirse a las personas
discapacitadas.
C. Es una forma de valorar o celebrar las diferencias individuales o grupales
entre los seres humanos.
2. Para los enfoques inclusivos «capitalizar» la diversidad significa:
A. Ver la diversidad como una ventaja, más que como un obstáculo.
B. Obtener ganancias económicas a corto plazo, mediante equipos de
personas con diversas apariencias físicas.
C. Obtener ganancias económicas a largo plazo, mediante equipos de
personas con diversas apariencias físicas.
3. Muy brevemente, la relación entre educación inclusiva y educación especial
puede resumirse así:
A. La educación especial nace a partir de debates y reformas en la educación
inclusiva.
B. La educación inclusiva nace a partir de debates y reformas en la educación
especial.
C. La educación inclusiva y la educación especial son dos enfoques totalmente
opuestos de la realidad educativa contemporánea.
4. El crecimiento de los modelos inclusivos de la educación se debe en buena parte
a:
A. Su exportación desde los países del primer mundo hacia los del tercero.
B. Su exportación desde los países del tercer mundo hacia los del primero.
C. Independientemente del grado de desarrollo de los distintos países.
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5. Lógicamente, los modelos de educación compensatoria o remedial son
apropiados para:
A. Aquellos casos en que el estudiantado tiene claros o múltiples déficits.
B. Aquellos casos en que el estudiantado presenta claras o múltiples
diferencias culturales.
C. Aquellos casos donde es difícil decir si el estudiantado presenta déficits o
diferencias.
6. Una forma breve de definir «cultura» consiste en subrayar que la misma se
compone de estándares o pautas para pensar, sentir y actuar, que además son:
A. Genéticamente heredadas.
B. Aprendidas y compartidas.
C. Aprendidas e individuales.
7. De los criterios empleados por la Unesco, en cuanto al sentido de la cultura y las
políticas culturales, se desprende que lo prioritario en esta materia es:
A. Preservar lo más posible las diversas culturas existentes en el mundo, en su
estado actual.
B. Promover lo más posible las artes, las letras y las creencias religiosas como
expresiones por excelencia de la cultura.
C. Ninguna de las anteriores.
8. El «etnocentrismo» es, entre otras cosas:
A. Un sinónimo moderno de «egocentrismo».
B. Un importante obstáculo para la educación intercultural.
C. Una tendencia a valorar positivamente las expresiones folklóricas o
tradicionales de las distintas razas humanas.
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9. Una consecuencia práctica de los modelos educativos o sociales asimilacionistas
es que los mismos:
A. Valoran o celebran decididamente la diversidad cultural.
B. Tienden a reducir la diversidad cultural.
C. Tienden a aumentar la diversidad cultural.
10. Según las investigaciones empíricas de John W. Berry y sus colaboradores, las
estrategias asociadas con una mejor adaptación social y mayor nivel de bienestar
psicológico son:
A. Las integradoras y las segregacionistas.
B. Las integradoras y las asimilacionistas.
C. Ninguna de las anteriores.