la oportunidad de judas

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La oportunidad de Judas Juan de Juan ¡Por España! Y el que quiera defenderla, honrado muera; y el que, traidor, la abandone, ni en la tierra santa cobijo, ni una cruz en los despojos, ni las manos de un buen hijo para cerrarle los ojos. Eduardo Marquina, En Flandes se ha puesto el sol But what a fool believes he sees No wise man has the power to reason away What seems to be Is always better than nothing And nothing at all keeps sending him... Michael McDonald & Kenny Loggins. What a fool believes

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La oportunidad de Judas

Juan de Juan

¡Por España! Y el que quiera defenderla, honrado muera; y el que, traidor, la abandone,

ni en la tierra santa cobijo, ni una cruz en los despojos, ni las manos de un buen hijo para cerrarle los ojos.

Eduardo Marquina, En Flandes se ha puesto el sol

But what a fool believes he sees No wise man has the power to reason away

What seems to be Is always better than nothing

And nothing at all keeps sending him...

Michael McDonald & Kenny Loggins. What a fool believes

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Mi padre odiaba al general Franco. Creo que su deporte preferido, en la mesa de la cena, era hablar mal del Generalísimo. Así pues, yo aprendí pronto frases del tipo «Franco es un asesino» o «Franco es un liberticida». Ésta última me divertía mucho porque me sonaba a insecticida. No conocía su significado. Una tarde de verano, yo tendría seis años como mucho, paseaba por el Retiro de la mano de mi madre, camino de la casa de fieras, adonde íbamos todas las tardes a darle pan duro a Perico, el elefante que hasta cogía pesetas del suelo y se las devolvía al público. No sé por qué, dije, gritando como suelen hacer los niños chicos, «Franco es un liberticida». Mi madre me soltó la mano y, sin solución de continuidad, me arreó una hostia en plena mejilla por causa de la cual aún estoy orbitando alrededor de la Tierra. Me eché a llorar, claro, pero no por eso mi madre dejó de echarme el broncón que me echó, que vino, por cierto, acompañado de otras agresiones menores. Mi madre me dijo que esas cosas no podía decirlas fuera de casa. «¿No te das cuenta, me susurró, que cualquiera de las personas del parque puede ser un policía?» Todavía recuerdo hoy aquel paseo, sujetándome el carrillo agredido como si se fuese a caer podrido, y la desconfianza con la que escruté los rostros de todos los hombres con los que nos cruzamos. En todos quise ver los inconfundibles gestos de un agente de la ley, cazando antifranquistas cualquier domingo por la tarde… Esta novela está dedicada a todos esos hombres innominados con los que me crucé aquella tarde. Para mí, ellos fueron Carlos Luján.

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Esta novela le debe mucho a Tiburcio Samsa, elefante-persona que comparte mi interés por la Historia y con quien he tenido algunas de las tertulias más agradables que puedo recordar. También le debe agradecimiento a Dani Durán, a Esperanza Fabregat, a Berna Wang, a Pepe García Verdugo, a Isabel Cañelles y a algún otro lector de mi primer manuscrito (que deberá perdonarme su olvido), y que me hicieron apreciaciones de índole literario.

Impagables son los agradecimientos a mis lectores en internet que tuvieron la amabilidad de hacerme llegar correcciones: CorsarioHierro, Eborense, Jaimemarlow, Luis Montes, Asmodeo, Hernando Artal, Lupus, José Manuel Castanys, Iván Rebollo, Daniel, Francisco y Asier. Espero haber citado a todos, pues traté de ser muy puntilloso coleccionando todas las pacientes correcciones o propuestas que me hicisteis llegar cuando esta novela se publicó como ciberfolletín.

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Capítulo uno

Aquel día de abril tenían que haber pasado dos cosas, pero pasaron tres.

Era el día designado para que Carlos Luján regresase de su luna de miel y, al tiempo, empezase a trabajar en su primer destino en propiedad donde siempre había querido: en la Brigada de Investigación Criminal. Había calculado que levantarse, ducharse, afeitarse, desayunar, vestirse y, después, caminar y tomar el autobús hasta la comisaría apenas le llevaría cuarenta minutos, así pues podía levantarse, sobradamente, a las ocho. Pero a las seis ya estaba en pie, mirándose al espejo, tratando de espiar en su vientre las trazas de las mariposas caníbales que estaban devorando su estómago. Nunca pensé que fuera a ser así, le dijo su mirada mientras él se afeitaba. La verdad, nada daba la impresión de ser como lo había imaginado.

Se asomó al dormitorio. Laura respiraba pesadamente, enredándose en el tic tac del reloj de pared del salón. La miró como quien mira a un niño enfermo de quien el médico acaba de anunciar que se curará. Sintió que el reloj de su vida empezaba a contar en ese momento. Respiración, tictac. El suave roce de la corbata deslizándose sobre sí misma. Cuántas mañanas más así. La vida. Amar. Tic. Laura. Tac.

Así pasó más de una hora y media que le sobró, velando las formas tenues de su mujer entre la penumbra, jurándole las mayores felicidades para los años venideros.

A la hora de entrada en su nuevo destino estaba allí, en la puerta de la comisaría. Entregó su credencial al uniformado de la puerta y éste se cuadró y le hizo el saludo militar. Casi se le escapa una expresión de incredulidad y camaradería. Un mes atrás era un estudiante, un mes atrás ni se le hubiera pasado por la cabeza que un policía de casi cuarenta años se le fuera a cuadrar y llamar señor. Recordó a tiempo, sin embargo, que había sido prevenido contra eso. Ahora ya no sois reclutas, les habían dicho en una de sus últimas clases. Aunque os tiente seguir siendo lo que sois ahora, esa idea os perderá. Ya no sois Manuel, Luis o Pepe. Ahora sois Don Manuel, Don Luis, Don José. No sólo lo sois. Es que necesitáis serlo.

Sintió cómo su rostro se endurecía mientras le decía al uniformado que le indicase cómo llegar a las oficinas de la BIC.

Allí no había nadie. Entre unas cosas y otras habían dado las nueve y cuarto. Pero allí no había nadie. Era evidente que el turno que terminaba a las nueve, nada más ver las manecillas del reloj ganar la cumbre, se había marchado sin esperar al siguiente. En ese mismo momento, en Madrid alguien podría matar a la mitad de la población que nadie tomaría la denuncia. Bueno, él. Él sí estaba en la sala, de pie, mirando las mesas, razonablemente ordenadas, los aparatosos teléfonos de baquelita negra, panzudos toreros sesteando. El miedo trae el peligro. Tenía tanto miedo de que sonase alguno de esos aparatos, que uno acabó por hacerlo. Descolgó. El auricular pesaba, nunca mejor dicho, como un muerto.

-¿Diga?

-¿Quién es?

-La Brigada.

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-Eso ya lo sé. Pero, ¿quién es?

-Luján. Carlos Luján, -dijo. Y, porque creyó respirar incredulidad, añadió-: uno nuevo.

-Vale, nuevo -dijo la voz-. Ya veo que Ramos todavía no ha llegado.

-Aquí no hay nadie. Bueno, quiero decir, estoy yo.

-Ya, ya. O sea, nadie. En fin, cuando llegue Ramos le dices que llame a Durán, al anatómico. Que no se te olvide.

Le dijo no se me olvidará al chasquido y el tono de la línea. Le entraron ganas de saber quién sería Durán, el del anatómico. Se imaginó a sí mismo dentro de diez o veinte años, peinando canas y respetado y admirado, hablando con un más canoso aún Durán, y diciéndole: tú fuiste el primer tipo con el que hablé en mi primer día en la Brigada.

-¿Quién era?

La voz le sobresaltó y le obligó a darse la vuelta, como movido por un resorte. Un tipo enorme, de espaldas a él, se quitaba un abrigo marrón que había vivido mejores días y lo colgaba de una percha, en la esquina de la gran sala.

-Soy Luján, -explicó Carlos-. Carlos Luján, quiero decir, el subinspector Luján -se acordó repentinamente de todo aquello del cargo y el respeto y todo eso.

-No te he preguntado eso, -le contestó el gordo, volviéndose hacia él, acercándose, oliendo tenuemente a aguardiente-. Te he preguntado quién era el del teléfono.

-Ah, sí. Durán. Eso, Durán. Del Anatómico. Quería hablar

- Sí, ya sé. Con Ramos -al gordo pareció aburrirle la noticia de la llamada-. Será por lo del Pitillo.

Dejó caer su corpachón sobre una silla de oficina, con ruedas en las patas y muelles que le daban flexibilidad. La silla se combó hasta parecer que se iba a romper pero, probablemente acostumbrada, acabó por resistir. El gordo resopló, miró hacia ninguna parte, y negó con la cabeza con un gesto entre resignado y harto.

-Y, tú, ¿por qué coño has cogido el teléfono?

-¿Yo?, balbuceó Luján. Bueno, estaba sólo y podía ser, no sé…

-Podía ser lo que era -le interrumpió el gordo-. O sea: al Pitillo lo encuentran sin sesos ayer de madrugada, Durán se tiene que pasar las últimas horas con la autopsia y, como no se puede joder solo, llama aquí a Ramos (o sea, a tu jefe), a ver si puede joder a alguien de paso. Y tú -le señaló con un dedo espeso coronado por una uña con un ancho ribete de suciedad-, escuchas un teléfono sonar en una mesa que no es la tuya, lo coges, y sólo porque Durán te habrá notado en la voz que no tienes ni puta idea no te ha endilgado cualquier historia para que te pusieras a bailar desde primera hora de la mañana.

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-Yo no tengo mesa -argumentó Luján, mirando a su alrededor.

-Aquí todo el mundo tiene mesa -dijo el gordo-. Ésta de aquí –continuó, mientras ponía un enorme pie y su bota renegrida sobre el tablero de la que estaba frente a su silla-, es la mía. Es mi mesa desde las nueve de la mañana hasta las seis de la tarde. Ni Dios la toca, ni Dios la ordena, ni Dios se lleva ni un papel de aquí sin que yo lo sepa. Y si suena el teléfono, yo lo cojo, ¿estamos?

-Vale, está bien -contestó Luján, casi con un susurro.

-Querrás decir sí, Señor Inspector.

Se hizo un silencio de miradas. Aquel gordo tenía unas ojeras profundas y oscuras. Enormes bolsas bajo los ojos que parecían guardar secretos de muchos años. Le daban una expresión fiera, por muy tranquilo que fuese su porte.

-Sí, Señor Inspector.

El gordo entornó los ojos, como para observar mejor a Luján.

-Señor Inspector Iglesias para ti. ¿Qué años tienes, muchacho?

-Veinti, er, veinticinco, Señor Inspector Iglesias.

El gordo volvió la vista, como para intercambiar una mirada con alguien sentado en la silla vacía a su lado, y sonrió levemente.

-Oh. Qué pronto empezamos a tener gente como tú.

-¿Cómo yo? ¿Qué quiere decir, Señor?

-¡Como tú, joder, como tú! Nuevos, inexpertos. Ya sabes…

-La experiencia es cuestión de tiempo -argumentó débilmente Luján.

-No la mía, muchacho. No la mía -contestó el gordo, resoplando-. ¿Eres del Partido?

Luján sintió que no sabía qué responder.

-Del Partido, sí. Joder, no pongas esa cara. No te van a echar por no ser del Partido, coño, pero yo quiero saber si eres o no eres.

-Por supuesto –acabó por responder Luján, y sacó su cartera del bolsillo interior de su americana. Con manos temblorosas, sacó un carné de una de las solapas y se lo tendió al gordo.

-¡Anda! -exclamó Iglesias, divertido, mientras miraba el carné- ¡Qué bonitos son los nuevos! –Su rostro se ensombreció, y añadió-: el mío es un poco diferente. Y más antiguo.

Luján observó su propio carné. Leyó con vergüenza: fecha de afiliación, febrero de 1945.

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Repentinamente, el gordo se levantó y se plantó delante de Luján, muy cerca. Olía a alcohol y a sudor, y podía oírle resoplar.

-Mira, nene -le dijo, casi en un susurro-. Aquí no sólo soy tu Señor Inspector. También soy tu Comandante. Podrías serlo tú si hubieras sido más valiente…

-Señor… Comandante -se atrevió a interrumpirle Luján. Sintió que sus piernas temblaban-. En 1939 yo tenía diecisiete años.

-Como más de uno y más de diez camaradas míos que cayeron en las trincheras -contestó el gordo, muy tranquilo-. Mientras tú estabas en casita aprendiendo a mear de pie, yo estaba salvado a España. Así que no te olvides, muchacho. Co-man-dan-te.

Había algo en la mirada de este tipo. Luján pensó: la mirada de alguien que ha matado. El mundo se divide en personas que no saben mirar así y personas que ya no saben mirar de otra forma. Trató de aguantar, pero su boca claudicó.

-Ssi, mi coma, er, mi Comandante -tartamudeó.

Sonó un portazo. Luego una voz grave, rota.

-¡Iglesias!

El gordo se volvió hacia la voz. En un segundo, su rostro fue otro rostro.

-Buenos días, señor.

Era un hombre alto, bastante delgado, completamente calvo. Vestido con su abrigo negro parecía un enterrador de mala película de miedo.

-¿Tú eres el nuevo? –preguntó, tras señalar con la barbilla a Luján.

-Sí, Señor Comisario. Carlos Luján, Señor Comisario.

-Pasa a mi despacho.

Carlos Luján entró en el cubículo sin ventanas en cuya puerta estaba escrito el nombre de Bernardo Ramos, Comisario. Olía a tabaco fumado mucho tiempo atrás, y un poco a humedad. Aunque ya era abril, aquel año la primavera se hacía esperar en Madrid, y allí dentro hacía frío. El comisario, tras quitarse el abrigo, se agachó en una esquina de la habitación, cogió una botella blanca y vertió un poco de líquido en una escudilla de metal; al instante se sintió el penetrante olor del alcohol puro. De un bolsillo del pantalón, el comisario sacó una caja de cerillas, encendió una y la tiró en la escudilla. Tras un leve ruido, el alcohol empezó a arder. Sólo después de hecho esto el comisario se sentó en su silla y pareció reparar en que Luján estaba allí, de pie, con su abrigo todavía puesto, casi en posición de firmes.

El comisario se mordió el labio inferior y negó con la cabeza.

-Dígame: Iglesias le ha hecho el número del Comandante, ¿es así?

Luján inspiró. ¿Tal claro llevo el miedo en la cara?

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-No es mal tipo –continuó, como si Luján le hubiese contestado-, pero le gusta encabronar a los novatos.

Tres golpes fuertes sobre el cristal esmerilado de la puerta. El comisario dio permiso y por la puerta asomó el ancho rostro del gordo Iglesias.

-Una cosa, señor –dijo, con voz meliflua-. Que no se me olvide decirle que le llamó Durán, del Anatómico.

Mientras decía esto, le guiñaba un ojo a Luján.

-Gracias, subinspector –respondió el comisario, deteniéndose en la última palabra.

Iglesias se replegó como un animal que supiese que se enfrenta a otro más fuerte que él.

Sólo entonces, el comisario le tendió la mano.

-Luján, bienvenido a la Brigada. No le deseo que sea usted feliz aquí, porque sería mala señal. Pero no somos mala gente. Los malos, como ya entenderá pronto, son los otros.

El Comisario le acompañó luego por la sala donde estaban los inspectores y subinspectores de Homicidios, se los presentó uno por uno, y le señaló su mesa. Por algún milagro extraño, como si todo aquello estuviese preparado, cuando salieron del despacho del comisario todo el mundo estaba en su sitio, doce personas en total, con él trece. Iglesias no había mentido. En aquella sala cabían trece mesas con sus sillas y ésa era la capacidad de investigación existente en aquella comisaría; ni uno más, ni uno menos.

Todas las personas que el comisario le presentó eran mayores que él. Bastante mayores. Todas las mesas estaban colocadas una enfrente de otra, de dos en dos por lo tanto, menos tres que estaban en una esquina de la sala, en el punto más distante del despacho del comisario, de forma que dos mesas estaban enfrentadas y otra se situaba perpendicularmente, en uno de los extremos; en esa pequeña república era donde estaban los tres jóvenes. Aquello, como aprendió pronto, tenía nombre. Aquellas tres mesas eran el Infierno. Luego estaba el Purgatorio, que ocupaba los grupos de mesas del resto de la sala salvo las dos que estaban justo junto a la puerta del comisario, al inicio de la sala, a las que todo el mundo llamaba el Cielo. Con esos datos, a Luján no le costó aprender que la mejor forma de referirse entre compañeros al comisario Ramos era llamándolo Dios.

La ubicación no era casual. Rojo Martínez, a quien todos llamaban Martínez, lo saludó muy sonriente y le dijo: gracias a ti y a Cañamero he salido yo del Infierno. Eso quería decir que Cañamero era el inspector jubilado cuya baja le había permitido a Luján ingresar en este servicio y que, corriendo el escalafón, alguien había heredado la mesa de Cañamero, Martínez la de ese alguien y la de Martínez era ahora la suya. Por lo demás, su condición infernal no se limitaba sólo a la ubicación en la sala. Los que estaban en el Infierno asumían las vigilancias más tediosas, al aire libre, en invierno y en verano. Se quedaban si había que quedarse. Metían las narices en los cadáveres. Asumían la redacción de los atestados más complejos. Los dos inspectores que estaban en el Cielo (le fueron presentados como Antúnez y Rebollo) eran algo así como el

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comisario cuando éste estaba ocupado, lo cual era bastante habitual. Ordenaban, coordinaban, decidían. Apenas pisaban la calle. Apenas tenían confidentes. Apenas se aventuraban por las peores zonas. Apenas participaban en operaciones conjuntas. Todo eso siempre le tocaba a otros. Escogían sus vacaciones antes que nadie y no había jamás algo que les obligara a romperlas. Así se lo explicaron a Luján. Los Profetas viven como Dios. Apréndetelo. Ellos te exigirán; a ti ni se te ocurra pedirles. Esto es así. Años, paciencia, no cagarla. Trienios, puntos, no cagarla. Visto lo visto, le dijeron todos, no es mal sitio.

Pasó el resto del día sentado en su mesa, repasando atestados recientes para coger la redacción, como le dijo el comisario. De vez en cuando levantaba la vista y veía a Iglesias, unas seis mesas más allá, mirándolo divertidísimo. Él decidió sonreírle. Las novatadas en la Academia habían sido peores. Había un tipo que sabía hablar como Franco y un día había llamado al dormitorio contando una historia delirante de tiros en El Pardo y pidiendo socorro. Aquello sí que había sido gordo. Los cadetes que llegaron a salir de la Academia armados casi fueron expulsados. Como al tipo que hablaba como Franco, que acabó en la calle.

Era un día de abril, muy frío. A las cuatro de la tarde, Luján cayó en la cuenta de que había pasado allí la mañana entera, que había salido a comer con sus compañeros del Infierno y aún seguía allí leyendo atestados, y que en todo ese tiempo no se había quitado el abrigo. Que la sala llevaba ya horas caldeada por los radiadores y él estaba sudando copiosamente. Cuando salió a la calle se sentía mareado, pero feliz. Se pasó la tarde mintiéndole a Laura sobre maravillosas anécdotas que, en realidad, no habían ocurrido en su primer día de trabajo.

El teléfono del salón sonó a la una de la madrugada. Él y Laura dieron un respingo en la cama y se abrazaron instintivamente. Él dejó que el aparato sonase hasta que notó que los empujones violentos del corazón de ella cedían en su fuerza, él susurrándole en el oído no pasa nada cariño, no pasa nada mi amor, es sólo el teléfono.

Cuando Laura se calmó, se levantó y fue al salón, para cogerlo.

-¿Diga?

-¿Luján? Soy Ramos.

-A sus órdenes, señor Comisario.

-Ya lo supongo. Hay una tradición, ¿sabe? Alguien llama en la madrugada tras el primer día. Un cadáver aparecido en el culo del mundo. El novato va allí y se pasa toda la noche esperando a un juez que no llega, porque no hay cadáver ni nada.

A Luján le gustaba dormir sólo con una camiseta de tirantes y sus calzoncillos. El salón estaba helado. Se revolvió en la tiritona.

-He oído, er, he oído hablar de eso, Señor.

-Se la tenían preparada. Pero ya no va a haber novatada.

Algo cedió en el estómago de Luján. El miedo y el susto se fueron. Pero quedó la incertidumbre.

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-Señor, con todos los respetos, ¿me llama a la una de la mañana para decirme que nadie me va a molestar con una novatada de madrugada?

Silencio. Ruido como de vasos chocando unos con otros. Luján pensó: una barra americana, fijo.

-No. O sí. Pero no. Le llamo para decirle que nadie le va a llamar hoy para mandarle a un caso falso. Porque tiene que ir a uno real.

La angustia regresó.

-Señor… ¿yo? ¿Un caso re, er, real?

-Digamos que es la otra tradición. La novatada queda anulada si aparece algo más tangible –le dio una dirección en el extrarradio-. Es una zona sin casas, apenas unas chabolas. Allí le estarán esperando los de la ambulancia. Hay un montón de barro y basura amontonado en un montículo y del montículo, según me han dicho, sobresalen los pies de un muerto –luego un breve silencio, luego un susurro, ya, ya, y luego, otra vez, la voz del comisario-. Que tenga suerte. Mañana, a las diez, quiero un informe completo.

La línea chasqueó. Luján colgó y se volvió. En la jamba del salón estaba Laura, hermosa, casi sensual, con su camisón rosa. Al borde de las lágrimas.

-¿Han matado a alguien?

Él se acercó y la besó en una mejilla.

-Vete acostumbrándote, cariño –le musitó.

Llovía a mares sobre la noche de Madrid. Antes de salir de casa, Carlos Luján había llamado a la comisaría y allí una voz soñolienta y uniformada le había prometido que una patrulla pasaría a buscarle. Sin embargo, después de esperar veinte minutos en la esquina indicada, decidió parar un taxi. El taxista llevaba la gorra calada hasta las cejas, pero Luján pudo adivinar, embutido bajo el plato, un cráneo arrugado y un par de ojos cansados. Se distrajo contando serenos. Contó veinte y dejó de contar. Se dijo: no sabía que Madrid fuese tan grande.

Atravesaron primero los barrios pulcros del centro, conduciendo suavemente a base de ángulos rectos. Luego aparecieron el ladrillo visto en las fachadas, las ventanas disparejas, la ropa colgada en esas mismas ventanas, desafiando a la lluvia. Aceras interminables en calles sin nombre y casi sin luz. De vez en cuando, algún sereno más harto de la noche que de la lluvia paseaba bajo alguna farola, embutido en alguna gruesa capa impermeable, como si la noche estuviese repleta de espectros agotados. Pasaron un cementerio enorme, subieron cuestas empinadas, doblaron a su derecha y se introdujeron en un barrio obrero. Luján observó las casas con esa indolente curiosidad típica del visitante que jamás ha estado en un lugar y, además, tiene la sensación de que no va a volver. De alguna manera, aquel barrio seguía siendo el pueblo castellano de casas bajas que un día fue. Pero era como si alguien hubiese construido, por encima de las plantas bajas y primeras plantas de los inmuebles originales, las trazas de una ciudad nueva, hecha de materiales baratos y ángulos equívocos. Casas pardas, empapadas y cerradas a la noche. Nadie en la calle. A veces, en medio de la calle, un descampado. El campo saludando en medio del embrión de

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gran ciudad. Algunas veces esas parcelas incluso aparecían roturadas y peinadas con surcos regulares, vigiladas por fieros perros que ladraban al paso del taxi, amenazadores. En una esquina, una vaquería. Agridulce e intenso olor a boñiga colándose por la rendija de la ventanilla, que Luján tenía levemente bajada para respirar mejor. Su chofer conducía como un autómata, sin una palabra. Silencio. A mil kilómetros de su casa, de su vida. Pero también era Madrid. También le incumbía. Suspiró. Hubiera preferido la bromita, se dijo.

Bruscamente, la ciudad terminó. Al final de una calle vieron una marquesina de autobús, el camino perdió su empedrado, y llegaron a Castilla. El taxi, con su pestilente ronquido de mal combustible, además mal quemado, se zambulló en la oscuridad. Uno no se da cuenta de lo iluminado que está Madrid hasta que sale de Madrid, se dijo Luján. El taxista condujo abriendo con los faros una brecha de luz entre dos sólidas paredes negras. Luján se sorprendió diciéndose: esto no es una broma. Esto es algo peor. La puta oscuridad, un coche en medio de la nada, una pandilla de masoquistas crueles que se quieren divertir a costa del novato. Llevaba la pistola en un bolsillo de la gabardina. La amartilló, sin querer hacerlo en realidad. A pesar de los violentos achaques del viejo taxi y el ruido que provocaban, el conductor dio un respingo y Luján notó que reprimía el gesto de volverse. Un tipo embutido en una gorra escucha en la noche de Madrid que alguien amartilla un revólver y adivina lo que está pasando. Curioso. Le entraron ganas de preguntarle dónde había aprendido a distinguir ese sonido. Pero para qué. No se lo diría. Estaba muerto de miedo. Y, además, añadió, la pregunta es estúpida. En Madrid y a finales de los años cuarenta, todo Dios que sabe reconocer el sonido con que un pistolero prepara la muerte lo ha aprendido en el mismo sitio. Y en una de dos posiciones: ganando, o perdiendo. Quizá el taxista era un perdedor. Más aún, debía de serlo. El tipo, se dijo Luján mientras el coche seguía un sendero apenas adivinado, tiene la pinta de tener mil años; así pues, trabaja por necesidad. Un trabajo de mierda, llevar a un tipo a la otra punta del mundo en plena noche y con una lluvia del carajo. Claro que tampoco hace falta ser muy paria para llegar a esa necesidad. Cada cien metros, las ganas de preguntarle al taxista, de conocer su historia, se le multiplicaban más. Incluso pensó, bueno, llevo aquí un carné que si se la enseño el viejo éste me canta lo que haga falta. Pero se puso en su lugar. Un cliente te da una dirección imposible, te saca de Madrid, te obliga a ir por un descampado, te demuestra que va armado y luego, cuando te paras, te enseña un carné y te dice: soy policía, macho, así que dime quién eres. Lo mato, al viejo éste lo mato del susto, se dijo. El taxista seguía conduciendo, sin separar la mirada del sendero de tierra.

-¿Falta mucho? –preguntó, por preguntar algo.

El viejo, por toda respuesta, levantó la mano derecha y señaló a un punto de su parabrisas, donde se veían unas luces distantes.

-Cuando lleguemos podrá marcharse. No hace falta que me espere.

Es lo que se le ocurrió para tranquilizarlo. Si lo consiguió, nunca lo supo. El viejo taxista ni siquiera se volvió.

Las luces se fueron definiendo. Llegaron a lo que parecían las afueras de un pequeño pueblo, o de un pequeño barrio distante. Tres coches aparcados muy juntos iluminaban un pequeño montículo; al acercarse el taxi, Luján se dio cuenta de que era un montículo de basura. Y del montículo sobresalían dos pies embutidos en botas negras.

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Salió del taxi y pagó bajo la lluvia. Incluyó una propina generosa, pero ni aún así consiguió una mirada del taxista. Reprimió, al tiempo, los deseos de acojonar a aquel maleducado y de tranquilizarlo. Desarmó el revólver mientras caminaba hacia el reducido grupo de gente que estaba junto al cadáver, iluminado por los faros.

Eran cuatro personas, dos paisanos y dos uniformados. Todos mayores que él, bastante mayores. Los dos paisanos se protegían con un paraguas y los dos policías con la gabardina de uno de ellos, que sostenían sobre sus cabezas. Lo primero que leyó en los cuatro rostros, cuando se acercó lo suficiente, fue decepción.

-Tú no eres el juez de guardia –le dijo uno de los de paisano.

-¡Anda! –exclamó él-. Y, ¿por qué no puedo serlo?

-Porque un juez no es tan joven –explicó uno de los uniformados, con voz de fastidio.

-Siento haberos decepcionado. Soy Luján, de la Brigada.

Los uniformados intercambiaron una mirada sardónica. A esas alturas, él ya sabía bien lo que significaba. Carne fresca, noche de diluvio. Jódete, recluta. Haber ganado tú la guerra.

-Pues hasta que no venga el juez yo no toco una mierda –dijo, elevando la voz sobre el rumor del diluvio, uno de los tipos de paisano, moreno, fibroso, con un leve tic en la boca.

Luján miró a la pareja de paisanos. Apretados bajo el estrecho paraguas, parecían dos mariquitas esperando el autobús. Ambos eran todavía relativamente jóvenes, aunque no tanto como él, y de aspecto atildado. O lo habían tenido, cuando menos, antes de que la lluvia, superando el triste obstáculo de aquel débil paraguas, los anegase.

-A menos que me corrijan ustedes, ahora la autoridad soy yo.

-Nadie lo duda, amigo, nadie lo duda –contestó, a la defensiva, el segundo de los tipos de paisano que aún no había hablado, más ancho que su compañero, con pinta de hombre de campo disfrazado de petrimetre.

-Entonces, procedamos a… desenterrar el cadáver.

-Y unos cojones.

Los dos del paraguas habían contestado al unísono. Como si todo estuviese respondiendo a un guión y ellos hubiesen ensayado tantas veces que hasta fuesen incapaces de no hacer coincidir sus voces.

-¿Qué me ha dicho, señor? –Luján sintió que la ira le subía al rostro.

-He dicho UNOS COJONES, niño –contestó el moreno delgado-. Si te gusta, bien, y si no, ya sabes, col-crém.

Luján se fue a por él. Pasos torpes en terreno irregular. Casi tropezó con la humedad. Un brazo lo sostuvo y, a la vez, detuvo en su avance. Sintió el topetazo y,

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cuando miró, se enfrentó a un uniformado alto y fuerte, de barba rala y mirada hostil.

-No no no, Luján. Esto no es buena idea.

-Me da igual –respondió él, airado-. Se va a enterar ése de quién tiene cojones aquí.

El brazo se cerró en torno de él y le apretó contra el corpachón del policía. Le hizo daño.

-Como quieras. Pero será otro día.

No lo soltó hasta que juzgó que se había tranquilizado. Aunque más que tranquilizado, estaba adolorido. Aquel oso casi le parte con su abrazo.

-Mira, Luján –le dijo entonces, entre gestos nerviosos, el moreno-. Estábamos de guardia pero nos fuimos a cenar a Moncloa, ¿vale? El hijo de puta del bedel se lo dijo a éstos –señaló a los uniformados con la barbilla- cuando llamaron. Así que nos localizaron en un restaurante y sin material, ¿vale? Con las manos desnudas, ¿vale? –esto lo decía mientras colocaba las dos palmas delante del rostro de Luján-. Y este hijo de su padre no va a desenterrar ese cadáver con las manos así, ¿vale?

Aquel tipo era como una marioneta mal construida. Un pelele con hilos demasiado cortos en algunas extremidades, y demasiado largos en otras. Se movía sin lógica, bajo la lluvia, sin preocuparse ya del paraguas, delante de él, haciéndose el gallito.

-Entiendo –terminó por decir Luján-. Estáis esperando al juez para que decida, mientras rezáis para que decida esperar hasta que volváis con vuestro equipo.

El silencio corroboró sus palabras.

-Lo que no entiendo es por qué no podéis hacerlo sin guantes.

Pareció como si al moreno nervioso le hubiesen realizado un electrochoque por el ano.

-¿Estás de coña? Pero, peroperopero, ¿tú has visto el puto cadáver, joder? ¡Está metido en un montón de mierda!

-Ya. Y, ¿no tenéis duchas en el Anatómico?

El moreno le miró con cara de loco. Quiso decir algo, pero se contuvo cuando vio que su compañero daba un paso al frente. El tipo con pinta de pueblerino tenía más cuajo, más años, o menos nervios. Lo miró como se mira a un niño que acabase de jurar que dos más dos son ciento cuarenta y siete.

-Donde hay mierda hay ratas, Luján.

-Yo no veo ninguna rata.

-Ni la verás. En la oscuridad más allá de los faros de los coches hay un vertedero. Un kilómetro de dunas de basura, calculo yo. El paraíso para las ratas. Para qué se van a arriesgar a salir a la luz. Pero están ahí. A dos metros de nosotros.

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Luján pensó en ello. Miró a la oscuridad e imaginó que la negrura era un silencioso ejército de millones de ratas, firme y detenido bajo la lluvia, esperando que él diese un paso hacia la nada para atacar. Se estremeció y agarró con fuerza la culata de su revólver dentro de la gabardina, pero trató de disimular su miedo.

-Cualquier persona que meta las manos ahí para sacar a este tipo en estas condiciones, de noche, bajo la lluvia, sin luz, sin guantes, sin nada con que defenderse, se la juega. Ahí debajo hay ratas, Luján. Centenares de ratas. Con una enfermedad en cada diente. Lo que no puede ser, no puede ser.

El pueblerino lo miró con rostro triunfal. Luján sintió un escalofrío. Pero sintió más cosas. Fundamentalmente, el peso de un día que no había sido nada fácil. Y el perfil de sus enseñanzas.

Miró al pueblerino con frialdad, miró sus cartas una vez más, y apostó.

-Tú sabrás. Tal y como yo lo veo, tienes dos opciones: o enfrentarte con las ratas, o enfrentarte conmigo. O sea, conmigo… y con quien esté detrás de mí.

El pueblerino lo miró de hito en hito. Calculando. Preguntándose si llevaba alguna jugada, o iba de farol.

-Tú sólo eres un puto recluta –contestó, pero los leves titubeos de su voz, y el gesto de apartar la mirada al hablar, le dieron a Luján toda la información que necesitaba.

-Puede. O puede que no. Un chico joven, demasiado joven, que entra en la Brigada. Puedo ser un policía brillante. O puedo ser un policía bien enchufado –y remachó-: eso sí, lo único seguro aquí es que las ratas no conocen a ningún ministro.

Fue un farol. Pero coló. Cinco segundos después de terminar él de hablar, el pueblerino demostraba en su rostro que había claudicado.

- Som, er, somos Beirán y Margall. Perdón si no te lo dijimos, hombre.

- Joder, Beirán –interrumpió Luján, decidido a darles una salida airosa-; ¡que nos estamos calando, joder!

Eso fue suficiente. Beirán y Margall se sintieron lavados en su honor cuando pareció que sus esfuerzos tenían que ver con la lluvia, y nadie se lo recordó cuando, pocos minutos después, y cuando apenas habían empezado, dejó de caer agua. Los dos siguieron trabajando, con la ayuda tan sólo superficialmente voluntaria de los uniformados, ante la vista de Luján. La labor se demostró más dura de lo esperado. Primero tiraron de los tobillos del cadáver, pero pronto tuvieron que desistir. Entonces tomaron dos palas, que por suerte llevaban los policías, y los cinco se fueron turnando para cavar desde la cima del montículo, tirando los desperdicios más allá, hasta llegar a la mitad del montón, donde más o menos aparecían los pies del muerto. En su arqueología se toparon con cosas curiosas. Una taza de váter que pesaba horrores, una lavadora de rodillo, máquinas de escribir, el cadáver de un perro enorme, medio descompuesto. Tres bicicletas deshechas. Todo eso estaba encima del muerto y tuvieron que quitarlo. Pasadas las cinco de la mañana estaban sudorosos y apestando, pero con esperanzas de poder sacar el cuerpo. Entonces, casi al unísono, los faros se apagaron. Decidieron esperar a que se hiciese de día. Pasaron un buen rato allí, llenos

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de mierda hasta las cejas, fumando en la oscuridad. El sol salió a eso de las seis o seis y media. Siguieron trabajando. Media hora después, pudieron tirar de las piernas del muerto y sacarlo de allí.

Dejaron sobre el suelo de la carretera el cuerpo de un hombre destrozado en sus facciones, con el pecho hundido. Escudriñaron los bolsillos. Nada. Al tirar de las mangas de su gabardina descubrieron que le faltaban las manos.

-Ustedes –ordenó Luján a los uniformados-, a la mierda otra vez. Si se le ha caído la cartera, me la recuperan. Y a ver si aparecen las manos.

Los policías no rechistaron. Pero volvieron media hora después jurando que allí no había cartera alguna.

-Vaya muerte del carajo –dijo para sí Luján-, enterrado en la basura.

-No lo creo –interrumpió Beirán, mientras levantaba, desganadamente, uno de los brazos amputados-. Aquí no hay sangre.

-¿Y?

-Habrá que hacer una necropsia para confirmar datos –continuó el forense, sacudiéndose las manos-, pero me apostaría la mesa de mi comedor a que este tipo no tiene nada raro en las vías respiratorias. Dicho de otra forma, que estaba muerto cuando le acostaron en esta cama.

-¿Por qué estás tan seguro?

-Porque no hay sangre.

Beirán levantó de nuevo el brazo del muerto y tiró de la manga para descubrir un muñón negro. En efecto, debajo del brazo no había restos visibles de sangre.

Luján se levantó. Sintió el dolor en la espalda fría y húmeda. Un coche renqueaba por el camino. El juez, al fin.

Del coche se bajó un hombre entrado en años, alto y fornido, con cara de pocos amigos. Venía fumando un puro y el olor del tabaco, aunque era lo mejor que probaban las narices del pequeño equipo de investigación en toda la noche, le pareció a Luján fuera de lugar. El juez le miró a él y le señaló con el caliqueño.

-No lo conozco a usted, pero apuesto a que es quien manda aquí.

Los cuatro compañeros de Luján asintieron en silencio. Era obvio que el juez ya los conocía a todos.

-Sunbinspector Luján, señor, er, Señoría.

-¿Otro cachorro para la manada de Ramos? Vaya un bautizo, hijo.

-Cierto, Señoría. Un caso interesante.

El juez, al oír eso, intercambió una mirada con su secretario, un hombrecillo bastante mayor detrás de él, luego abarcó con la vista el paraíso de ratas en que se

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encontraban, y dejó escapar un mohín escéptico.

-Yo diría que en este teatro es difícil que se produzca un caso interesante.

-Este hombre –informó Luján, señalando el cadáver- ha sido claramente asesinado con la intención de que no lo reconozcamos. Yo diría que incluso se ha intentado que no lo encontremos, de ahí el … teatro en el que se han producido los hechos.

-Veo que ya tiene usted una teoría de cómo ocurrieron los hechos.

Luján asintió.

-En algún lugar que no es aquí, esta persona fue asesinada. No sé dónde ni cómo, pero espero que la autopsia lo averigüe. Si no fue muerto de otra manera, lo fue mediante golpes en cara y pecho con algo contundente que lo han desfigurado completamente. Aunque yo creo que ya estaba muerto cuando le hicieron eso.

-¿Ah, sí? –el juez sorbió su puro lentamente- Y, ¿se puede saber por qué piensa eso?

-Sabemos –se explicó Luján- que al muerto se le han cortado las manos antes de llegar aquí. Así que hay dos cosas, la desfiguración del rostro y la mutilación, que parecen tener una voluntad coincidente: que, caso de encontrar el cadáver, no podamos identificarlo. Voluntad que se une al dato de que el muerto no lleva encima absolutamente nada que permita identificarlo.

-Lo cual le hace a usted pensar…

-Me hace pensar que la autopsia descubrirá, probablemente, otro método para el asesinato. Previo a la desfiguración y a la amputación. Tampoco albergo dudas de que esta persona ha sido asesinada esta misma noche.

El juez dio un respingo.

-¿Esta noche? ¿Se lo han dicho los forenses? Porque si es así, hijo, merecen una medalla, porque los señores Beirán y Fenol tienen toda la pinta de estar en la quinta pregunta ahora mismo.

-Margall, Señoría; Beirán y Margall –hasta el propio Margall demostró con su mirada asustada lo impolítico de corregir al juez-. Pero no son ellos los que me hacen pensar que el crimen ha sido esta noche, aunque no me cabe duda de que la autopsia lo confirmará.

El juez intensificó su gesto de duda. Luján estaba demasiado cansado para entender los mensajes corporales de sus compañeros, y callarse.

-Alguien ha matado a este tipo buscando que no sepamos quién es. Le ha cortado las manos y lo ha enterrado bajo toneladas de basura. Le ha quitado toda la documentación y cualquier cosa útil para una identificación. Pero se ha dejado los pies fuera. No tiene lógica. Es evidente que no pudo saber que la basura no había tapado por completo al cadáver.

-Lo cual significa que fue esta misma noche cuando vino aquí, lo tiró y lo

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enterró –concluyó el juez, dando una larga chupada a su puro.

-Eso pienso, Señoría.

El juez fumó en silencio cosa de un minuto. En medio de aquel vertedero, fueron sesenta segundos que duraron como un año.

-¿Quién lo encontró? –continuó después.

-No lo sabemos –respondió Luján, que había hecho la misma pregunta horas antes-. Se recibió una llamada, eso es todo. Lo que está más cerca del vertedero es ese poblado de ahí, un poblado de…

-Gitanos, ya veo. Un gitano se fía antes del Diablo que de la Policía, ¿no?

Los seis hombres presentes rieron breve, casi protocolariamente.

-En fin… -el juez suspiró-. Un muerto sin cara, sin manos, sin documentación. Un asesinato sin testigos ni autor conocido. La sospecha, amigos míos, de que en la tarde de ayer no ha desaparecido nadie importante ni honrado de su casa de Madrid o alrededores. Este caso estará cerrado antes de que yo guarde la gabardina en el armario hasta el año que viene. Ea, secretario, haga los honores. Que levanten el cadáver y se lo lleven a oler mal a otra parte.

Mientras el juez regresaba a su coche, Luján regresaba al cadáver. No había querido decir nada, pero aquel asesinato no le parecía tan fácil de explicar. Nadie se preocupa tanto de ocultar la muerte de un pelagatos. Aquel hombre era importante para alguien. O era importante que alguien no supiera que ya no estaba vivo. Pero, ¿quién, por qué?

-¿Por qué lo palpas? –Beirán estaba agachado a su lado.

-Lo registro, joder. Como si estuviera vivo. Registramos a los vivos por si llevan algo. Este tipo tiene que llevar algo.

Sus manos avanzaron torpes por el cuerpo del muerto. Nada. Axilas. Nada. Costillas. Nada. Piernas. Nada. Luego se acordó de la academia. Los delincuentes más listos juegan con vuestros prejuicios, muchachos. Os llamarán maricones, se reirán de vosotros; pero nunca dejéis de palpar una entrepierna.

Puso la mano sobre el pantalón sobre el sexo del muerto. Apretó levemente. Bingo.

-Aquí hay algo.

Bajó la bragueta del pantalón. Miró a Margall, frente a él.

- ¡Ah, no! -dijo el nervioso, echándose hacia atrás-, por mi madre que yo ahí no meto la mano.

Luján suspiró, y metió su mano. Palpó un calzoncillo rugoso y frío. Tiró de él hacia abajo. Uno de sus dedos tocó el frío sexo del muerto. Lo apartó. Metió el dedo bajo el testículo izquierdo, escuchando una risa sorda y el susurro de uno de los uniformados, unos metros más allá. Unos pelos tiesos se le quisieron clavar en la piel,

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pero su dedo tenía una tan gruesa capa de suciedad que apenas lo notó. Deslizó el dedo bajo el testículo derecho. Allí lo notó. Un tacto frío y metálico. Lo que había notado palpando. Un objeto pequeño. Lo agarró con dos dedos. Un anillo.

Lo miró a la luz de la madrugada. En el interior del anillo no había nada grabado. Era de oro y coronado con una especie de pequeño camafeo. Apretó el mecanismo de apertura y apareció una piedra negra pulida y, sobre la piedra, un texto grabado en letras doradas.

-In bello amicitia –lejó en voz alta, muy despacio.

-¡Joder, un maricón! –bramó Margall-. ¡Un maricón, y tú le has tocado los huevos! ¡Te estará dando las gracias en el Infierno!

-No significa bello –respondió Luján, hablando como para sí mismo.

-¿Que no qué?

-Bello –continuó el subinspector, mirando al forense-. Es latín. No es un adjetivo, sino un sustantivo.

-¿Sabes traducir eso, subinspector? –preguntó Beirán.

-Por supuesto –contestó Luján.

In Bello Amicitia. Amistad en la guerra.

-A este tipo lo ha matado su enemigo. O, más probablemente, su camarada.

Eran poco más de las ocho menos cuarto de la mañana cuando el subinspector Carlos Luján entró en Homicidios. En la última media hora había vuelto a llover y él estaba empapado y todas sus ropas apestaban al universo en el que había orbitado durante toda aquella noche. Él, sin embargo, ya no percibía el mal olor, hasta ese punto se había acostumbrado.

La sala estaba vacía. Luján la cruzó cuan larga era, desde la entrada que a la derecha tenía la puerta que daba al espacio del comisario Ramos hasta el otro extremo, donde estaban las tres mesas del Infierno. Se sentó en la suya, acercó la olivetti y comenzó a teclear un atestado. Con lenguaje preciso, fue describiendo la situación en la que fue encontrado el cadáver y, omitiendo las largas negociaciones previas y los padecimientos de policías y forenses, las medidas que se tomaron para desenterrarlo. Seguir escribiendo después le ayudó a pensar.

Una persona de mediana edad, tirando a joven probablemente, fue asesinada y, con posterioridad, arrojada a un montón de basura de un vertedero para luego recibir la carga completa de un volquete, cuando menos, de nueva basura. ¿Por qué estaba muerto cuando fue arrojado al vertedero? Porque el asesino le cortó las manos y, tras desenterrar el cadáver, se observaron muñones totalmente coagulados y escaso

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goteo de sangre alrededor. Esto indicó claramente que el cadáver no sangraba por sus muñecas cuando fue arrojado a la basura. Más aún, que fue asesinado lejos del vertedero, quizá en otro lugar remoto, quizá en el vehículo con el que luego fue transportado a la montaña de basura.

Las lesiones y abrasiones provocadas por un tan elevado peso sobre el cuerpo dejaron el rostro prácticamente irreconocible lo cual, en conexión con el hecho de que las manos fuesen cortadas, abona la hipótesis de que el asesino no quería que se conociese la identidad del asesinado. La víctima estaba indocumentada. Bueno, en realidad no sólo no llevaba identificación, sino que no llevaba nada en absoluto; ni dinero, ni cartera, ni una puta lista de la compra. Evidentemente, sus bolsillos fueron saqueados, probablemente con la misma intención de esconder su identidad a futuros testigos de la muerte. Evidentemente, ese saqueo no fue post mortem. ¿Por qué? Pues porque el fallecido escondió en sus calzoncillos un anillo. Un intento bastante claro de dejar una pista desesperada sobre sí mismo. Por lo tanto, el muerto no sólo conocía la intención de ser asesinado, sino que conocía la intención de no ser reconocido después de muerto.

El anillo. In bello amicitia. Amistad en la guerra. La hipótesis más lógica, un anillo de camaradas del ejército. Sin embargo, no llevaba distintivo de ningún arma, regimiento, división o similar, ni inscripción alguna que indicase fechas, batallas, etc.

Fin del informe.

¿Fin del caso?

Carlos Luján suspiró. Pensó, desconsolado, que del trabajo de los forenses poco cabría esperar. Aquel ni era un caso que llamase a poner toda la carne en el asador, ni tampoco había por dónde. Releyendo sus notas, Carlos Luján se dio cuenta de que no tenía nada. Arma, motivo, oportunidad. Los tres elementos de un crimen. Hay dos tipos de crímenes, le habían explicado durante su graduación: los que se resuelven y los que no se resuelven. Los primeros son así porque de ellos se conoce o el arma, o el motivo, o la oportunidad. Los segundos son así porque de ellos no conoce ninguna de las tres cosas. Y luego están los crímenes que se resuelven por cojones, porque sí. Pero éste no era de ésos.

Luján se dijo: ¿con qué arma fue asesinado el muerto? ¿Por qué motivo? ¿Aprovechando qué circunstancias? No tenía respuesta para ninguna de esas preguntas. Sólo tenía un anillo y un lema en latín escrito en él. Empezó a coquetear con la idea de que el juez de guardia tuviese razón.

Poco a poco, consiguieron dar las nueve y los policías de la comisaría, como respondiendo a un resorte, fueron incorporándose a la sala poco a poco. Todos ellos, antes de sentarse y comenzar a trenzar la primera mañana con conversaciones insulsas, cigarrillos y alguna risa, le dedicaban una mirada desaprobatoria. Algunas veces, los ojos viraban hacia la sorna y algunas gotas de desprecio. Carlos entendía. Sin más información que la que ofrecía su aspecto y su olor, que probablemente se percibía de bien lejos, la mayoría daba por hecho que había sido objeto de una novatada y que había reaccionado como un auténtico imbécil, obedeciendo en una noche tan terrible. Luján les dejó pensar. Repasaba su informe, una y otra vez, preocupado por si habría cogido la redacción, algo que el comisario Ramos parecía interesarle mucho.

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Sonó su teléfono. Lo cogió y, antes incluso de contestar, escuchó la voz de Laura.

-¿Carlos?

-Sí… sí, soy yo, cariño.

-¿Qué ha pasado? ¿Estás herido? ¿Tengo que…?

-Tranquila, cariño, tranquila –le cortó él, no sin trabajo-. Estoy bien, estoy perfectamente.

-Pero… ¡no has vuelto a casa!

-Ya, ya lo sé. No he tenido tiempo. Tenía prisa por hacer el informe, ya sabes. Aún no sé…

-Carlos, Carlos. ¿Sería mucho pedirte que si vas a pasar la noche fuera de casa, me llamaras?

Luján se dio cuenta de que estaba apretando el teléfono con demasiada fuerza. Tenía delante de sí al comisario Ramos, tres o cuatro metros más allá, mirando como el maestro que mira al alumno pillado in fraganti en una grave falta. Asintió con la cabeza, sin palabras. El inspector Ramos se fue hacia su despacho, no sin hacerle un gesto con la cabeza que, a todas luces, significaba que le fuese a ver en cuanto colgase.

-Cariño, estaba… no sé muy bien, pasado Carabanchel, pasado el fin del mundo. Además, no quería asustarte con un timbrazo a las cuatro.

-Carlos…

-Es mi trabajo, cariño –zanjó él-. Ahora, éste es mi trabajo. Tendremos que acostumbrarnos.

-Dirás que tendré que acostumbrarme yo –respondió, con voz inusitadamente grave, Laura. Lo siguiente que oyó fue el clic de la comunicación cortándose.

Carlos Luján se quedó un rato mirando el teléfono, quieto y mudo, después de colgar. Pensando en nada y en todo. Lo sacó de esa ensoñación la voz de un compañero que pasó junto a su mesa.

-¡Por Dios, Luján! ¡Cómo vienes a trabajar con esta peste!

-Horas extraordinarias –contestó él, sin demasiadas ganas de explicarse más-. Tengo que ir a ver al comisario.

Mientras atravesaba la sala, casi sentía las miradas posadas sobre él, y se sabía el objeto de los cuchicheos que apenas conseguía percibir.

En el despacho del comisario, ardía ya la escudilla de alcohol, así pues el ambiente estaba ya enrarecido con ese olor tan especial.

Ramos lo miró de hito en hito. Su rostro casi no demostró emoción alguna.

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-Luján, ¿usted se ha visto?

-Pido disculpas, señor –comenzó -. Me gustaría haber pasado por casa a cambiarme, pero quería terminar mi informe pronto.

Le alargó los papeles.

-Espero haber dado con la redacción.

Durante los siguientes dos o tres minutos, el inspector Ramos se aplicó a una a todas luces desapasionada lectura del informe de Carlos Luján. Lo recorrió de principio a fin y, después, pasando y volviendo a pasar páginas, pareció fijarse en tres o cuatro detalles concretos, pero Luján no fue capaz de imaginarse cuáles.

Sólo se permitió el primer gesto después de todo aquel dilatado repaso. Y el gesto fue un rictus de la boca, indudablemente de desprecio.

-En fin, para ser un primer caso, se estrena usted malamente.

-¿Perdón, señor?

-Pues que ha pasado usted una noche de su vida en unas condiciones no muy cómodas, y todo por un don Nadie y un crimen de poca monta.

Luján tragó saliva.

-Discúlpeme, señor comisario, pero, ¿en qué se basa para decir que tanto el crimen como el muerto son de poca monta?

Ramos clavó en él dos ojos fríos antes de hablar.

-Por muchas cosas que tienen que ver con una experiencia que usted no tiene, y yo sí.

-En modo alguno he querido decir…

-Y, quizá, porque este hombre tiene todo el aspecto de ser un mendigo. Aspecto que será bastante más que aspecto dentro de seis o siete horas, tiempo tras el cual, puede usted apostárselo sin miedo, no tendremos sobre la mesa la denuncia de la desaparición de ningún buen ciudadano.

-Ya, pero…

-No podemos saber quién es. No hemos encontrado ni una pista en el lugar del crimen. No hay testigos. Hombre, sabemos el arma. Pero vaya arma, dos mil kilos de mierda.

-Con permiso, comisario, si ve usted el informe…

-Si veo el informe averiguaré que no lo mataron en el vertedero, sí. Pero, ¿cambia eso las cosas?

-Yo creo, señor…

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-Lo que usted crea no tiene valor. Tiene valor lo que sepa.

Luján se miró la punta de los zapatos. Se preguntó si sería capaz de preguntar lo que estaba pensando.

-Con todos los respetos, comisario, las pruebas y certezas antes son hipótesis.

Ramos entornó los ojos, como midiéndolo.

-Cierto. Por eso tenemos que ser, ¿cómo diría? Económicos.

-¿Económicos, señor?

-Económicos. Cada caso que investigamos es como tirarse a un río. A veces el río lleva agua, y a veces no. A veces hay que tirarse al río aunque no queramos, porque el interés en el caso es muy grande. Que no es el caso, ¿está usted de acuerdo?

Luján asintió torpemente.

-Cuando no tenemos esa presión, debemos pensar que tenemos que tirarnos a muchos ríos. Así que tenemos que ser económicos. Selectivos. Luján, si el río no lleva agua, y yo le aseguro que no la lleva, sus hipótesis no le van a salvar de un buen batacazo.

Le tendió el informe. El subinspector lo recogió y, después, trató de pensar de prisa.

-Señor, señor comisario –terminó por decir-. Créame que no se trata de que haya sido mi primer caso. Aquí hay algo… inquietante.

-¿Inquietante?

-Inquietante, señor. Alguien quiso claramente que el muerto no fuese identificado y el muerto, a todas luces, ha intentado lo contrario escondiendo su anillo.

Ramos se echó hacia atrás en su silla y abrió los brazos, mostrando las palmas de las manos.

-¿Y?

-Piénselo, señor. El muerto esconde un anillo en sus calzoncillos para ser identificado. Los anillos se llevan en los dedos de la mano. Quizá no sólo sabía que iban a matarlo, lo cual ya es un dato. Sabía, además, cómo.

Ramos se alzó de hombros.

-Luján, la inmensa mayoría de los asesinados saben por qué lo son, y cómo lo van a ser. ¿Qué hay de extraño en ello?

-Pues que es un extraño mendigo, señor. Un extraño hombre sin presente ni futuro, asesinado por cualquier pendencia o negocio ilegal. Extraño, sí, porque se ha atrevido a esperar de nosotros una actitud diferente a…

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Sintió que si seguía, traspasaría de verdad la frontera de lo correcto. Por eso, le sorprendió la naturalidad con que Ramos le ayudó.

-… ¿la nuestra, Luján?

-Sí. Sí, señor. A eso me refería.

-Traiga ese informe otra vez –respondió el comisario, exhalando un suspiro.

Volvió a leerlo, invirtiendo algo más de tiempo en ello. Cuando volvió a levantar la vista, su rostro era de nuevo pétreo.

-Se irá usted a casa ahora mismo –le dijo mientras le devolvía los papeles-. Así no se puede estar en esta comisaría. Además, su gesto es totalmente inútil. Todo lo que usted tiene en este momento es el trabajo de los forenses y éstos, al revés que usted, en cuanto hayan dejado el cadáver se habrán ido a ducharse y a dormir. Haga lo mismo que ellos y, después de comer, pásese por el Anatómico.

-Gracias, señor.

-Gracias, no. Si mañana no tengo encima de mi mesa antes de las tres un informe con alguna novedad significativa, el caso está cerrado, ¿estamos?

-Entendido, señor comisario.

El regreso a casa sirvió para tranquilizar la inquietud de Laura, tanto que apenas protestó por el deplorable estado que presentaban las ropas de su marido. El subinspector pasó casi cuarenta minutos bajo la ducha, tratando de arrancarse la peste de la noche anterior en el vertedero. Al salir del baño, Laura lo estaba esperando con una tortilla francesa. La devoró con avidez y, después, se bebió tres tazas de café. Después de eso, besó la mejilla de su mujer, cerró la puerta del dormitorio y cayó sobre la cama a peso. No había tenido tiempo de pensar en su reciente conversación con el comisario y ya estaba dormido.

Obediente y cumplidora, Laura le despertó a las tres de la tarde. El tiempo había cambiado y el sol entraba a raudales por la ventana, anunciando el futuro verano con una convicción que hacía la atmósfera de la habitación pesada y difícil. Desde el salón, Carlos Gardel cantaba un tango acompañado de violines.

-Me parece imposible que tenga que irme a hablar de un muerto –le dijo Luján, más al techo de su dormitorio que a su propia mujer.

-Tú lo dijiste –le contestó, zalamera, su mujer, mientras cepillaba sus pantalones-. Ahora, éste es tu trabajo.

Tomó un autobús para llegarse al Anatómico. Una vez allí, preguntó por Beirán o Margal y, cuando le informaron de que era Beirán quien estaba, se sintió aliviado. Prefería, a todas luces, al tipo con lejana pinta de pueblerino. Se saludaron casi como si fueran amigos.

-No esperaba volver a verte.

Luján sonrió.

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-Por lo que veo, piensas lo mismo que mi jefe respecto de este caso.

El forense se alzó de hombros.

-¿Qué quieres que piense? No creas que no he buscado pruebas, señas, algo. Tan sólo el anillo ése en el que confías tanto. He buscado antojos, defectos. Nada. Sólo una lesión enorme en la pierna derecha.

-¿Una lesión?

-Una lesión con su cicatriz, sí. Este tipo no debía de andar muy bien.

-Pues eso ya es algo.

Beirán lo miró con un deje de incredulidad y, después, se echó a reír.

-Pero, subinspector, tú, ¿dónde has estado en los últimos veinte años? Estamos en 1948, ¿no? ¿Tú te haces cargo de cuántas personas en Madrid tienen heridas parecidas?

-No sé –se defendió, débilmente, Luján-. Por menos que eso hay mucha gente que es mutilada de guerra. Y habrá registros, ¿no?

Beirán negó con la cabeza, cómo dándolo por imposible.

-Por supuesto que hay registros, señor subinspector. Pero estamos hablando de un tipo con la fea herida de un tiro a mitad de muslo. ¿Cuántos habrá de ésos? A todos les tendrás que ir a preguntar si están muertos o vivos. Oiga, señor –Beirán construyó un teléfono con su mano derecha y se lo aplicó a la oreja derecha, poniendo voz de falsete-, aquí la policía; ¿podría confirmarnos que sigue vivo?

-Yo…

-Ah, bueno. Y todo eso, contando con que sea un mutilado de guerra. Ya me entiendes…

-No mucho.

-¡Joder, qué día llevas! Luján, la mitad de los cojitos por balazo no son mutilados de guerra. No pueden serlo porque el tiro que los dejó cojos se lo dimos nosotros, ¿entiendes?

Luján comprendió. Era como buscar una aguja en un pajar. Y todo eso sin contar con que la paja roja estaba dispersa por el campo.

-Quiero ver el cadáver.

-Quieres perder el tiempo.

-A eso he venido. A perder el tiempo.

Entraron en una sala helada. Era amplia, descuidada. Alicatada de blanco demasiado tiempo atrás. Había ocho camillas enfrentadas en dos filas de cuatro. Pero sólo en una se distinguía el bulto de un cadáver. Por debajo de la sábana blanca

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sobresalía un pie y en el dedo gordo de ese pie alguien había colgado un cartelito que decía: desconocido. Beirán desenganchó dos gruesos cinturones que ceñían la sábana al cuerpo y a la camilla, y levantó ésta. Ante Luján se presentó el cadáver destrozado del hombre que habían desenterrado de la basura la noche anterior. El subinspector sintió una nausea pero, afortunadamente para él, había comido poco y hacía bastantes horas. Beirán le pasó un brazo por los hombros y apretó levemente, como tratándole de dar fuerza. Lentamente, Luján se sintió bien, lo suficientemente bien como para poder examinar a fondo el cadáver.

El trabajo del asesino y de las toneladas de basura había sido concienzudo. Cualquier signo que pudiera tener aquel cuerpo antes de haber sido aplastado era ya prácticamente irreconocible.

-¿Alguna herida además de las propias del aplastamiento? –preguntó Luján, sin dejar de escrutar el cuerpo a la búsqueda de inspiración.

-¡Ah, sí! En esto tenías razón. Un tiro –informó Beirán, solícito y desapasionado-. En la tráquea. Traspasando la carótida. Mortal de necesidad.

-Así pues, la secuencia de los hechos es: recibe un tiro en la garganta y muere.

-Desde luego. No creo que llegase ni al primer golpe.

-Ajá. Muere y, luego, alguien le desfigura el rostro golpeándolo con algo contundente y le corta las manos y, cuando todo eso ya ha hecho su efecto y ha sangrado lo que tenga que sangrar, lo llevan al vertedero y lo entierran.

-Eso es –concedió el forense-. Todo esto, con las pruebas que tenemos, permite estimar que a este tipo lo tenían que haber matado a lo largo de la tarde de ayer, digamos entre las cinco y las nueve.

-Muy seguro te veo.

-Ahora mismo hace, según esta hipótesis, unas 24 horas de la muerte –el forense consultó su reloj mientras hablaba-. Un cuerpo muerto empieza a mostrar rigidez y lividez más o menos pasado ese periodo. Durante las ocho primeras horas tras la muerte, la cara y las manos están frías, pero el resto del cuerpo está caliente. A este tipo pudimos tocarlo a eso de las cinco de la mañana y ya estaba frío. Así pues, las cuentas son: no había podido morir más tarde de las cinco de la mañana menos ocho horas, es decir las nueve de la noche, porque ya estaba frío. Pero no pudo morir antes de las cuatro o las cinco de la tarde de ayer, porque es ahora cuando empieza a estar rígido.

Luján se irguió y escrutó el rostro relajado de su interlocutor.

-Hay que reconocer que no es mucho.

-¿Mucho? ¡Nada, diría yo! Sabemos que estamos ante algún tipo de venganza o ajuste de cuentas. Pero nunca sabremos más, te lo apuesto.

-¿Y la herida de la pierna?

Beirán, con un bufido, le enseñó una enorme cicatriz en la pierna derecha, a medio camino del muslo. Lo recorría de parte a parte como un valle profundo.

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-No tiene nada de especial, subinspector.

-¿Tienes algo para mirar más de cerca?

-¿Una lupa? –protestó, más que preguntó, el forense- ¿Qué te crees ahora, Chelo Joms?

-Beirán –Luján sintió arder sus tripas mientras hablaba entre dientes-, dame una puta lupa. Ahora.

Beirán desapareció de la sala sin decir nada. Volvió con una lupa de considerables proporciones y se la ofreció desganadamente al subinspector. Luján la tomó y comenzó a escrutar la herida. Trató de recordar otras cicatrices. Su abuelo, que había vivido toda su vida en el campo sin abandonarlo, solía expresar su enorme temor por las cicatrices porque, decía, una herida ya nunca deja de ser una herida, así pues siempre se puede volver a abrir. No obstante, no logró ver nada que excitase su curiosidad. Abandonó la cicatriz y comenzó a escrutar el cuerpo. Escuchó a Beirán bufando de impaciencia a sus espaldas.

Al llegar a la cabeza, decidió incorporar el cadáver para observar su espalda. Le pidió a Beirán que sujetase el cadáver, cosa que el forense hizo con desgana. En la espalda no encontró nada pero, cuando iba a abandonar la inspección, algo pasó por delante de sus ojos que le hizo detenerse.

-¿Qué pasa? –preguntó el forense, claramente interesado en dejar de aguantar el cuerpo a pulso.

-Pongámoslo boca abajo.

Beirán no protestó. A estas alturas, se dijo Luján, ya se ha hecho a la idea de que soy un terco. Cuando el muerto estuvo boca abajo, Luján pudo ver bien, bajo los focos, lo que le había llamado la atención.

-Beirán, ¿son normales esas orejas?

La pregunta era retórica. No podían serlo. Las orejas del muerto carecían de lóbulo, lo cual tampoco dice nada porque hay muchas personas que no los tienen; sin embargo, lo más vistoso era que, en ambos casos, faltaban trozos del arco superior.

El forense había tomado la lupa y escrutaba en silencio.

-Joder, la hostia. Vaya tipo –masculló.

-¿No buscabas una marca de nacimiento?

-Esto no es de nacimiento –contestó el forense, sin dejar de mirar.

-Coño, ¿quién se detendría a recortarle las orejas a un asesinado? Parece un crimen ritual.

-Esto no pasó ayer –respondió el forense.

Luego se irguió, miró a Luján y musitó.

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-Espera aquí un momento.

Y salió de la sala.

Diez minutos después, los dos patólogos de guardia y uno más que estaba allí, quizás esperando su turno o demorado en la salida, estaban inclinados delante del cristal de aumento, musitando palabras técnicas, afirmándose y negándose unos a otros. Pero llegaron a un consenso. Cuando se alzaron, parecían satisfechos como alguien que hubiese desenmascarado a un escurridizo ladrón.

-La oreja está recortada–informó Beirán, casi pletórico.

Luján sintió en su estómago el peso de la decepción.

-Con todos los respetos, no necesito tres opiniones para saber eso.

Uno de los dos forenses que habían acompañado a Beirán, un hombre bajo y con una poblada barba negra, se adelantó hacia Luján, moviendo con aspavientos las manos.

-¡Eso es faltarnos al respeto, señor!

-No he pretendido...

-¡Y qué importa lo que pretendiese! ¡Esto es ciencia, señor! ¡Ciencia! Hasta lo obvio debe ser discutido.

Luján y Beirán cruzaron miradas. El subinspector, a pesar de que el forense y él tampoco se conociesen demasiado, logró leer en sus ojos que estaba delante de alguien importante. Por lo menos importante para el cuerpo de forenses.

-Le ruego me disculpe –susurró el policía.

-Y más vale que lo haga –respondió el hombre barbado, con orgullo-. De lo contrario, va a tardar usted mucho tiempo en saber qué causó ese recorte en la oreja.

-Le ruego que me disculpe de nuevo.

El hombre de las barbas pareció sentirse satisfecho, y miró a Luján con expresión benevolente.

-Fue el frío, señor subinspector. El General Invierno.

-¿El… el frío?

Los tres médicos asentían en silencio.

-Gangrena por causa de frío, señor. ¿Sabe usted lo que es una gangrena?

Luján se alzó de hombros.

-Poca cosa. Lo he leído en novelas de aventuras. A alguien se le producía una herida, a menudo en la pierna, eso se complicaba y…

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-La carne muere. Necrosis –el hombre de las barbas sonreía al pronunciar la palabra como si estuviese pronunciando el nombre de una mujer bonita-. La muerte se adelanta, en años incluso, en una pequeña porción de nuestro cuerpo. La circulación cesa y es necesario que la zona afectada, ¡zas!

Al pronunciar la exclamación, el hombre había dado un corte, de arriba abajo, con su mano derecha en vertical.

-¿Zas?

-Zas. Amputación. Pérdida de la carne. Lo que está muerto, está muerto.

Luján reflexionó rápidamente, mientras el forense esperaba frente a él, a todas luces consciente de que le preguntaría algo. Solazándose con la escena, probablemente.

-¿Qué tiene que ver el frío con todo esto?

-El frío gangrena la carne. Sobre todo, la que está más expuesta porque no se viste. Orejas y narices, sobre todo. Y manos, si no hay guantes.

-Entiendo –Luján sintió como si un peso de plomo en su estómago desapareciese de repente-. Las orejas de este hombre estuvieron sometidas a frío intenso…

-Durante mucho tiempo.

-… durante mucho tiempo. Deficientemente protegidas.

-Es lo que ocurre normalmente cuando quien sufre el frío no está acostumbrado a él.

-Ajá. Ya entiendo. Y, ¿quién se fija en unas putas orejas?

-¿Cómo dice?

-No, nada. Pensaba en voz alta. Así pues, doctor…

-Molina, señor.

- Molina. En su opinión y la de sus distinguidos colegas, pues, este hombre ha estado sometido a condiciones de frío intenso.

-Exacto. Antes las cuales ha estado, ¿cómo dijo usted?

-Deficientemente protegido.

-… eso es, deficientemente protegido.

-¡Me cago en la leche!

Había sido Beirán. Mientras Luján y el doctor Molina hablaban, había vuelto a la lupa y al cadáver. Ahora estaba con la lente en mano, y miraba el cadáver lívido, como asustado.

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-¿Qué pasa, Beirán? –le preguntó el doctor Molina. El tono de voz que utilizan los superiores con sus subordinados.

-Díos mío, doctor, yo… no lo ví. Bueno, no lo miré. Quiero decir, no había marcas especiales ni nada y, bueno, yo no…

Todos se acercaron. Beirán señaló con el dedo a un punto de la lupa. Como era grande, todos pudieron ver. A veces las cosas más sencillas son las más difíciles de ver, sobre todo en una autopsia hecha para cubrir el expediente.

Era el pie izquierdo del muerto. Un enorme dedo gordo. Luego el resto, apiñados unos contra otros. Uno, dos, tres. Tres.

-Falta el cuarto dedo –se escuchó decir Luján.

Bajo la atenta mirada de la lupa, separaron el tercer y quinto dedo. Estudiaron la cicatriz. Discutieron. Gangrena.

Luján llegó a casa a las siete y media. Del salón le llegó el rumor de voces de una radio. Empezó a cantar Concha Piquer. Abrió la puerta. Su mujer cosía en un bastidor tarareando la copla. Alzó la vista, casi asustada.

-¡Carlos, por Dios! ¿No podrías anunciarte?

-Hola, mi amor.

-Qué cara traes. Parece que hubieras visto a un muerto.

-Eso he hecho.

Su mujer hizo un mohín con la boca.

-Entonces, no quiero saberlo.

Volvió a su bastidor.

-He hecho ensalada imperial para cenar. ¿Te apetece?

-Por supuesto –contestó Luján, dejándose caer en el sillón gemelo de aquél en el cosía su mujer.

Pasaron quince minutos. Dos o tres coplas y una serie de consejos para abrillantar la madera. Luján miraba al techo.

-¿En qué piensas, Carlos?

Se volvió hacia la voz. Qué extraordinariamente bella era Laura.

-Has dicho que no quieres saber nada.

-Pero algo me podrás contar.

Sonrió. Se inclinó hacia ella. Ella le ofreció la mejilla. Besó su piel tersa, sintió el pinchazo del deseo. Pero se dijo que cada cosa tiene su momento.

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-El muerto de ayer. Creo que es algo que puede ser grande. Pero mi jefe no lo piensa así.

-Carlos, recién llegado, yo creo que no deberías…

-Tranquila. Me ha dado hasta mañana a las tres para hacer alguna averiguación que permita avanzar en el caso.

-Ah. Y, ¿ya lo has conseguido?

-La verdad es que no –respondió él, y suspiró mientras se movía dentro del sillón-. Pero he avanzado. Hace seis horas, era un muerto sin identificación posible. Hoy sabemos muchas cosas de él.

Laura dejó el bastidor sobre sus rodillas. Le miró y alzó las cejas. Era su forma de decir: habla, te escucho.

Luján fue marcando las informaciones que repasaba presionando con el índice de su mano derecha sobre los dedos de la izquierda, uno a uno.

-Primero, esta persona estuvo en una guerra. La herida de la pierna nos lo demuestra. Segundo, estuvo sometido a un frío intenso; según los forenses, no menos de diez grados bajo cero, y no durante un día o dos, sino durante semanas enteras. Tercero, era un frío al que no estaba acostumbrado porque se protegió mal de él, hasta el punto de sufrir consecuencias irreversibles en sus orejas. Perdió parte de ellas.

Laura hizo un evidente gesto de asco.

-Espera, espera. También perdió un dedo. Del pie izquierdo. Es un dedo no imprescindible para mantener el equilibrio. Además, todo indica que la herida de la pierna obligaba a nuestro hombre a cojear, así pues es fácil que nadie reparara en él.

-Y, ¿por qué habrían de hacerlo?

-Te ahorraré los detalles –contestó Luján, tratando de impostar ternura-, pero el asesino de ese hombre buscaba, claramente, que no fuese identificado. La falta de un dedo del pie es algo muy particular que puede servir para una identificación. Por eso creo que no lo sabía.

Laura reflexionó todo lo que su marido le había dicho. Tras un buen rato, se alzó de hombros.

-¿Cómo piensas encontrarle?

-Guerra, frío intenso, Laura. Son pistas.

-Desgraciadamente –volvió a su bastidor, como con vergüenza-, de eso hemos tenido mucho.

-Sí. Pero quizá sea la guerra y el frío que yo imagino. Es una oportunidad. Mañana he de tirar del hilo.

Ella lo miró, y su boca se torcía en un rictus que quería ser una sonrisa, sin conseguirlo. Le acarició la cara.

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-Carlos, qué poco me gusta que tú…

Él agarró suavemente la muñeca de la mano que le acariciaba. Ella se calló inmediatamente.

-Amor mío, es lo que quería cuando nos conocimos. Nunca te mentí.

-Ya lo sé, pero aún así yo creo que…

-Laura. Ya está bien. Sólo es un muerto. No me hará ningún daño.

Ella respiró pesadamente.

-Alguien tuvo que matarlo.

Él se levantó, tirando del brazo de ella para que se levantase también. Le agarró la cara y la besó en los labios.

-Yo lo cogeré antes.

Otro beso.

-Ni siquiera puede imaginarse que esté tan cerca de saber quién era.

Tercer beso.

-Y, si es quien yo creo que es, te aseguro que mañana no seré el único que estará interesado por este caso.

Al día siguiente, a las tres de la tarde, Carlos Luján golpeó débilmente con un nudillo el cristal esmerilado de la puerta del comisario Ramos. Lo hizo con el dedo en el que llevaba su anillo de boda, así que la llamada sonó seca, como un tenue intento de romper el cristal. Una voz le invitó a pasar.

Luján se paró frente a su jefe. No sabía qué cara poner.

El inspector Ramos levantó los ojos de sus papeles y lo escrutó.

-Huele usted bastante mejor que ayer –fue todo su comentario.

-Lo sé –Luján trató, sin éxito, de sonreír-. He venido a traerle esto.

Depositó sobre la mesa los papeles que había pasado la hora de la comida escribiendo, metidos en una dura carpetilla marrón. En la carpetilla había escrito: «Anselmo López, 12-4-48». En realidad, era todo lo que quería que leyese el comisario. Sabía que con eso entendería.

El comisario, sin levantar los ojos de la carpeta y los papeles, preguntó con voz

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seca.

-¿Querrá ahorrarme la lectura, subinspector?

-El fallecido tenía una herida característica en una pierna –habló Luján, que estaba esperando esa oportunidad-. Además, tenía ambas orejas recortadas y presentaba la amputación de un dedo del pie izquierdo. Tres forenses estuvieron de acuerdo ayer en que tanto las orejas como el pie señalan a, a ver… -consultó sus notas-, sí, eso: una importante necrosis como causa de las amputaciones. Una especie de recuerdo de gangrena. Eso me hizo, bueno, les hizo pensar que el sujeto estuvo sometido durante bastante tiempo en unas condiciones, digamos, extremas.

-Defina extremas.

-Frío intenso, señor. Muy intenso.

-Ajá. Y usted pensó: amputaciones y una fea herida en la pierna. Una guerra bajo cero.

-Sí, señor. Hay varias posibilidades, pero digamos que exploré una.

Se adelantó un paso. Apartó suavemente la mano que el inspector Ramos tenía colocada sobre su informe. Lo abrió. Con pericia, buscó la página que quería. Estaba más o menos a la mitad del fajo de unas veinte páginas. Era un oficio.

-La cicatriz responde a una herida muy característica. Pensé: por mucho menos que eso, otros son mutilados de guerra. Así que, esta mañana, he ido al Ministerio y he buscado: personas declaradas mutiladas de guerra o condecoradas en Rusia.

-¡Un momento! –interrumpió el inspector-. ¿Por qué en Rusia?

-Frío intenso, comisario. Muy intenso. Durante relativamente bastante tiempo. Hablamos de una persona que se protegía deficientemente contra el frío; signo inequívoco de que le era completamente extraño. Por lo demás, la División Azul era mi gran oportunidad. De la otra, ejem, de la otra guerra podría tratarse, ejem…

-De un rojo, sí –el inspector Ramos pronunció la palabra «rojo» con una absoluta cotidianeidad. En sus labios, no parecía designar nada más peligroso ni deleznable que cualquier objeto doméstico.

-Ya le he dicho que la herida es muy característica. Y, ejem, de la División Azul tampoco regresaron demasiados, y no todos heridos de tanta consideración. Bueno, me ha llevado toda la mañana, pero aquí está.

El índice derecho de Luján se troqueló a medio centímetro de una línea del oficio que le estaba enseñando al comisario.

-Anselmo López. Aquí tiene su filiación, su brigada, su compañía, todo. Herido en Rusia. No he podido traerla, pero me han prometido una copia de su expediente de mutilado. Dificultades para andar. Orejas recortadas por el frío. Dedo del pie izquierdo gangrenado. Absolutamente todo coincide.

Pasó otro par de páginas más. Otro oficio.

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-También he tenido tiempo de buscar esto. Afiliado a Falange en 1941.

Una página más.

-Las condecoraciones. Medalla por mutilado. Y la de herido. Fíjese lo que dice: cinta amarilla con dos rayas verdes y cruz de San Andrés en rojo.

-Usted no puede saber lo que significa eso.

-Lo he preguntado –concedió Luján-. Herido en acción de guerra.

Ramos se demoró en la lectura del oficio y luego pasó, aparentemente con desgana, las páginas del informe de su subinspector. Cuando levantó la vista, lo traspasó con la vista como si no estuviera.

-Un puto héroe… –musitó para sí.

Después pareció despertar y gritó hacia la puerta.

-¡Rebollo! –gritó.

Luján sintió un escalofrío en la espalda. Rebollo era uno de los dos. Antúnez y Rebollo. Los dos inspectores del Cielo. Los comisarios cuando no estaba el comisario. Aquello iba en serio.

El inspector Rebollo asomó su cabeza por la puerta. Pulcro, repeinado hacia atrás, bigotito fino. Luján se dijo: parece un bailarín de tangos.

-¿Da su permiso, comisario?

-Rebollo, llévese este informe. Desde hoy, usted coordina este caso.

-¿Qué caso, señor?

-El muerto del vertedero.

-¿El muerto del vertedero? –Rebollo no escondió un rictus de su boca. Luego pareció reparar en Luján, y pareció comprender- Señor, por mucho que le porfíen, ese caso…

-Probablemente, era un camarada –le interrumpió Ramos.

Rebollo se quedó parado, sin habla.

-¿Qué?

-He dicho: probablemente, era un camarada.

Rebollo alzó las cejas, y volvió a mirar a Luján.

-Jodeeeeer –musitó para sí.

-Quiero que quede clara una cosa –continuó Ramos, mirándolos a los dos alternativamente-. O varias. Primera: usted –señaló a Luján- ha levantado el caso, pero

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aquí tenemos unas reglas. Ni se le ocurra rascarse los huevos sin que lo sepa el inspector Rebollo, ¿estamos?

-Sí, señor.

-Estupendo. Segunda cosa: en lo que a nosotros respecta, este muerto es sólo eso: un muerto. Esto, de momento, no es ni un crimen político ni una hostia. No quiero a la política tocándonos los cojones. Discreción y profesionalidad, ¿estamos, Rebollo?

-Como siempre, señor comisario.

-He dicho: ¿Estamos, Rebollo?

-¡Ya le he dicho que sí!

-Está bien. Llévenme esto con discreción. Pero, eso sí: al hijo de puta que se lo cargó lo quiero encima de esta mesa, asado y con una manzana en la boca. ¿Estamos?

Rebollo y Luján dijeron que sí, y salieron del despacho. Una vez fuera, Luján hubiera esperado algún comentario. Pero Rebollo se limitó a sopesar el informe, pasar las páginas sin leerlas, y detenerse levemente en el oficio. Pasados unos largos segundos, lo miró con ojos fríos.

-Ya le diré algo. Mientras tanto, hay una investigación rutinaria en marcha. Iglesias le dirá. Adscríbase.

Carlos Luján pasó la tarde haciendo decenas de llamadas telefónicas a posibles testigos de una agresión con resultado de muerte. Si alguno de sus interlocutores había visto al asesino, probablemente escapó de la acción de la Justicia, porque no estaba a su trabajo. Pensaba en un héroe de guerra tirado bajo toneladas de basura, y trataba de imaginarse a su captor y asesino. Al terminar el turno, se fue a casa y allí, a pesar de las zalamerías de su mujer, estuvo hosco, distante.

Esa noche soñó que Anselmo López era asesinado de nuevo y que él, Carlos Luján, era quien le disparaba y enterraba bajo la basura.

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Capítulo dos

A mediados de junio, la ola de calor habitual de aquellas fechas se presentó en Madrid. Los madrileños esperaban al autobús a metros de la parada, protegidos por el toldo más cercano. Hacía calor y en la tarde los segundos, derretidos, parecían pararse. En la amplia comisaría de la Brigada los ventanales, a media altura de la pared, eran abiertos a principios de mes y ya nadie los cerraba hasta que estuviese bien avanzado septiembre. Durante esos meses, el ambiente dentro de la sala era diferente. Los ruidos de la calle, algunos pisos más abajo, daban al trabajo cierto espíritu ligero, prevacacional. Las personas vestían de otra manera e incluso hablaban de otra manera. Salir en la tarde, tras el turno, aún de día, era algo celebrado por la mayoría. Al llegar la última hora de la tarde, Madrid olía a campo. Aquella ciudad estaba preñada de hierbas, árboles y matorrales que vivían en los parques, en las terrazas, en los patios y solares. El campo que un día muy lejano fue la ribera del Manzanares estaba oculto tras el hormigón y al ir a caer la noche se demostraba oliendo. A veces, además, la sentencia de las horas rizaba el viento y en el viento llegaban al asfalto los olores intensos, casi acres, del campo que acaba de beber. Entonces los árboles de las aceras se combaban y el viento traía la tormenta y la lluvia. Luego, Castilla olía por debajo del asfalto, como queriendo hacerse ver. Los niños golpeaban pelotas podridas en la calle, gritándole a la oscuridad en cada uno de los mil goles que hay que marcar para llegar a ser adulto. Una ciudad pacata, pueblerina y, a pesar de ello, cada vez menos silenciosa.

Hacía ya dos meses que el cadáver de Anselmo López había aparecido en un vertedero del suroeste. Unas pocas semanas que su cuerpo, tras esperar inútilmente el reclamo de alguien, había sido enterrado en un columbario barato. Dos meses desde que Carlos Luján entregase al comisario Ramos primero, y al inspector Rebollo después, los resultados de sus pesquisas.

Hacía dos meses que la vida de Carlos Luján era colaborar en labores de vigilancia y revisión de registros.

No se había atrevido a hablar con Rebollo del asunto. Cada vez que se lo planteaba, ocurría una de dos cosas. O bien él mismo y sin ayuda se acordaba de la mirada de Rebollo cuando le dijo: ya le diré; así como de los relatos de los compañeros sobre la mala leche del inspector. O bien compartía su inquietud con Laura y era ella la que le convencía de no hacer nada.

- Cariño, cariño –le decía siempre-, ¿qué era lo que me repetías antes de casarnos? Trabajar, trabajar y trabajar. Hay una disciplina y un método.

Disciplina y método, sí. Pero, ¿qué hacer cuando se enfrentan con la evidencia? Para Carlos Luján, eran pocas las evidencias existentes en el caso Anselmo López, pero sí era claro el hecho de que había muchos hilos de donde tirar. Y un por qué para hacerlo. En realidad, lo realmente extraño de todo aquello era cómo la investigación se había frenado en seco cuando aparecieron tantas evidencias de que el muerto era un falangista llamado Anselmo López. ¿Qué extraño factor podría explicar que no se quisiera saber quién había matado a un camarada?

Lo más probable es que nunca hubiera pasado de ahí. Carlos Luján sabía que su función era obedecer y así habría hecho de no haber sido espoleado. Sin embargo,

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eso ocurrió a mediados de junio, cuando el caso llevaba abierto –o como fuese que estuviera- dos meses y él ya se había acostumbrado a olvidarse de la primera fila de una investigación y a realizar las labores rutinarias propias de los subinspectores del Infierno.

A mediados de junio de 1948, Carlos Luján recibió una llamada.

Era del doctor Daudén, del Hospital de Cirugía. En abril, Luján había llegado a él a través de la ficha de mutilado de López. Él era quien le había documentado las dolencias del posible asesinado.

-He esperado creo que lo suficiente –le informó el médico- pero creo que ya es momento de decirlo. Tanto en abril como en mayo y ahora en junio, López tenía que haber pasado consulta. Y no ha venido.

Quedaron para verse. Ambos trabajaban bastante cerca. Luján se acercó al hospital. El doctor lo esperaba en la puerta. Buscaron una cafetería aledaña y compartieron sendas sodas.

El doctor Daudén era un hombre enjuto y ya mayor. De unos sesenta o sesenta y tantos años. La edad lo había disminuido y en su largo cuello se apreciaban sobrantes de piel de años mejores. Fumaba, a veces compulsivamente, cigarrillos que fabricaba con una picadura negra que llevaba en una bolsa de papel.

-Ahora sé –le dijo a Luján, una vez que estuvieron sentados- que él es el muerto. Nunca había dejado así de acudir a la consulta.

-¿Sabe usted donde vivía?

El médico negó, carraspeando tras una chupada especialmente profunda.

-No. He tratado de solucionarle eso, pero ha sido imposible. No es normal, para qué negarlo. Pero lo cierto es que en el hospital no hay un solo papel en el que este hombre declarase su domicilio.

-Me cuesta creerlo. Es imposible una filiación sin domicilio.

-Es… o era listo. Fíjese.

El doctor sacó del bolsillo de su americana una ficha de inscripción. Anselmo López. Mutilado de guerra. División Azul. Informaciones médicas con designación precisa de sus padecimientos. Una dirección: Alcalá, número 9.

-Usted me dijo que no había dirección –dijo Luján, sintiendo que sus sentidos se ponían alerta y ya con deseos de salir corriendo hacia el lugar.

-No se ilusione, subinspector –respondió el médico, con un deje sarcástico en la voz-. Es un truco. Alcalá 9. ¿Quiere ir allí? No va a encontrar otra cosa que no sea un Ministerio.

Luján descendió por el tobogán de la desilusión. Comprendió. Una dirección más, ¿quién se iba a preocupar de comprobarla?

Pero no estaba dispuesto a desanimarse.

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-En su opinión, ¿por qué querría López ocultar su verdadero domicilio?

El doctor Daudén torció el rostro.

-No lo sé. Aunque lo sospecho. Su vida, probablemente, no era gran cosa.

Luján comprendió.

-Pero eso es absurdo. Vamos, si hoy hay desempleados que tienen oportunidades, ésos son los de la División Azul, los alféreces, ya sabe usted. Si, además, era… es mutilado…

-Hable en pasado, Luján –la garganta del médico retembló-. Anselmo está muerto. Usted y yo lo sabemos. Usted, yo, Anselmo y el cabrón que lo matase.

-Como quiera. Pero si era mutilado, ¿por qué entonces tenía tan mala vida?

-Quién sabe –Daudén se alzó de hombros-. Hay gente que lleva dentro la mala vida. Además, hay algo en la guerra, algo que no podemos comprender quienes no la hemos vivido. Supongo que es el miedo, las privaciones. Pensar que te vas a morir esa misma tarde y sobrevivir a la tarde y a la noche y a todas las demás. Hay gente que, cuando pasan esos tiempos, daría cualquier cosa por olvidarlos. Hay gente que daría cualquier cosa por volver a vivirlos.

Luján pensó en sí mismo. Un tipo que va armado por Madrid sintiendo a veces incluso pánico de tener que usar esa arma.

-Me cuesta creer eso.

-Piénselo dos veces, subinspector. Dos veces. ¿Cuál es el destino del mutilado de guerra? Pues, pensemos: la concesión de un quiosco. Pero la vida en un quiosco es más complicada que en el frente.

-Eso es exagerado.

-Eso es cierto, Luján. Cierto. Hay que caerle bien a la clientela. Hay gente que es tan malhuele que sería capaz de caminar cuatro manzanas para comprar el periódico en otro quiosco. Así que, con el tiempo, has de aprender. Los gustos de cada uno, aquello que les mueve a comprar tal o cual periódico, revista o novelita. La vida es así de complicada, hasta para un quiosquero. A cambio, ¿qué es el frente? O disparas, o te disparan. Obedecer. Es mucho más sencillo.

Escuchando al doctor, el subinspector Luján veía imágenes. Un hombre a cuyas espaldas corrieron cien hombres para tomar una colina a sangre y fuego, hoy, tratando de convencer a una mujer de mediana edad de que comprase una revista. Todo un contraste.

-Creo que entiendo.

-Hay gente que nunca vuelve de la guerra –siguió explicando el médico, que encendía un cigarrillo con el rescoldo del último-. Ejem, los fumo de dos en dos. Yo creo que Anselmo era un poco de ésos, no sé si me entiende.

Luján asentía.

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-Otros tienen nostalgia, otros pesadillas. La mayoría han encerrado lo vivido en una jaula de silencio y, cuando les sacas el tema, reaccionan como una alimaña cuya madriguera amenazases.

En ese punto, el doctor Daudén se paró. Miró la brasa de su cigarrillo, y luego miró a Luján. El subinspector pensó: me está midiendo. Todavía le costaba a Luján acordarse de que era policía, de que iba por la vida enseñando una acreditación ante la que la mayoría de las personas sentían miedo y prevención. Pero fue consciente de que el doctor Daudén estaba preguntándose si hablar o no.

-Doctor –dijo, finalmente, el policía-. Se lo diré claramente. Estamos en una cafetería, compartiendo una soda y, usted, sus cigarrillos. Usted no está en una sala de interrogatorios. Y si no lo ha estado ya, no lo va a estar.

Los ojos del médico parecían derretirse.

-Señor subinspector, es que…

Dedos temblorosos que apenas sujetan la ruina de una colilla.

-… no estoy seguro de haber cumplido con mis… con mis obligaciones.

Y luego dijo, tan bajo, tan para sí, que Luján casi tuvo que leerle los labios.

-Como español.

Luján le puso una mano en el hombro. Apretó levemente para conseguir que levantase el rostro.

-Hable, doctor. Entre usted y yo, y nadie más.

El médico respiró profundamente, y asintió.

-Señor subinspector: Hay veteranos que sólo saben hablar de la guerra, y otros que jamás hablan de ella. Veteranos que llevan sus heridas con orgullo y veteranos que las detestan. Hay veteranos para los que los campos de Rusia fueron su vida y los que sienten que se dejaron allí la suya. Pero nunca he tenido otro paciente como Anselmo. Otro paciente que tuviese tanto miedo como él.

-¿Miedo? Miedo, ¿de qué?

-Ojalá lo supiera. Le cogí cariño a ese hombre, es, er, era tan… no sé, frágil. Había algo en él que hacía pensar en la persona que ha vivido un destino que no le correspondía. Aunque eso creo que les ha pasado muchos en la…, bueno, que les ha pasado a muchos.

El médico siguió hablando mirando al suelo, como si lo que dijese se lo estuviese refiriendo a sí mismo.

-Anselmo López era cojo. Mutilado de guerra. Pero también era mutilado por otras muchas cosas. La guerra le había impedido completamente para eso que podríamos llamar, no sé, la cotidianeidad.

»En sus raros momentos de sinceridad, solía decirme siempre lo mismo: todo

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puede volver. Discutimos mucho sobre eso. Estaba claro que ambos teníamos dos formas distintas de ver las cosas. Yo, puede creerme que no le estoy engañando, señor subinspector, yo le decía: Ea, Anselmo, las naciones también resbalan a veces. Nosotros resbalamos, ahora nos hemos enderezado y… ¡a seguir patinando, joder! Él decía que no. Decía: todas las cosas que nos hicieron resbalar siguen ahí.»

-¿Quiere decir que creía en la posibilidad de que los rojos…, ya sabe?

El médico miró al techo, buscando la respuesta.

-Creer es una palabra muy fuerte, señor subinspector. Anselmo López no parecía creer en nada. Pero hay cosas que se notan. Él hablaba de cuando hicimos la guerra y, al hablar de la División Azul, de cuando fuimos a la otra guerra.

-No veo en qué…

-Señor subinspector –interrumpió el médico-, no me lo ponga más difícil.

-No trato de ponérselo difícil. Es sólo que…

Repentinamente, el médico tomó la mano de Luján, que detuvo en seco sus palabras.

-Señor Luján, Anselmo López era tan falangista como para irse voluntario a la División Azul. Pero hablaba de hacer y de ir a la guerra.

En la cabeza del policía, se hizo la luz.

-No de ganarla –continuaba el médico, mientras él comprendía.

-Quiere usted decir…

-La última vez que me visitó –el médico, más que hablar, salmodiaba mecánicamente, como entregado a un destino-, el pasado mes de marzo, estaba especialmente nervioso. Tanto, que tuve que hacer algunas combinaciones para poder recetarle algún tranquilizante compatible con su medicación. En esas ocasiones, un médico pregunta cosas. Para valorar la situación, solamente. Pero tienes que llegar lejos. Le pregunté qué había pasado en su vida para empeorar su estado de esa manera. Le presioné un poco, con buenas palabras. Ya sabe, lo del resbalón, lo de seguir patinando. Más cosas que le dije, no sé… Y, de repente, él va y me dice: «Doctor, no me diga más tonterías. Todo esto es una farsa.» Yo protesté. Le dije: Anselmo, vas por un tobogán peligroso, no debes dejarte llevar por esos pensamientos o tú… -El doctor comenzó a hablar con voz quebrada por un principio de sollozo, Luján no supo si provocado por la tristeza o por el miedo- Pero él me interrumpió y me dijo: «Lo hecho, hecho está. Si no lo hubiera hecho yo, lo habrían hecho otros». Estaba sobre la camilla, yo lo acababa de sedar para intervenir en la pierna. Se lo llevaba el sueño. Musitó: «Aunque me eches a toda la puta Falange encima»… y el resto ya no lo comprendí. Le juro por Dios que no lo entendí.

Carlos Luján respiró profundamente. Aunque me eches a toda la puta Falange encima. No dejaba de ser la duermevela de alguien medio sedado. Podía ser el recuerdo de cualquier discusión con un camarada. Podía ser una frase sin sentido, un simple sueño. Pero, en combinación con todas las demás confesiones del doctor,

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adquiría otro sentido. Se movió en su silla, hasta quedar de perfil frente al médico. Necesitaba pensar. Apoyó los codos sobre sus muslos y miró al suelo.

-Anselmo López ingresó en Falange en 1940. Pongamos que antes no fuera… tan falangista.

Se volvió hacia el doctor. Pero el doctor había cambiado. A partir de ahí, su sinceridad se secó como un riachuelo en medio del mes de agosto. Respondió a las insinuaciones de Luján con monosílabos y frases huecas. Luján tampoco lo presionó. Para él estaba claro que el médico no sabía nada. Todo lo que sabía, en realidad, lo sospechaba. Y había ido extraordinariamente lejos a la hora de confesarse con un policía a quien, en realidad, no conocía. Pero, si supiera algo más, ¿por qué no referirlo? Había llegado al punto difícil de su exposición: había confesado que, durante años, había tratado a un mutilado de cuya adscripción política no estaba en absoluto seguro, sin denunciarlo. Una vez expuesto a las consecuencias de aquello, todo lo demás daba igual. Si no decía nada más, es porque no sabía nada más. Cuando se despidieron, anochecía.

Eso sí, antes de la marcharse, tuvo el policía que jurar cien, mil veces, que no confiaría aquella conversación a nadie.

Camino de la comisaría, caminando por un Madrid templado y con olor a flores abiertas, Luján repasaba la conversación con el doctor Daudén. Por muy injusto que fuese juzgar de posible rojo a Anselmo López, a un hombre cuyos únicos datos objetivos eran su presencia en la División Azul, sus condecoraciones y mutilación, por muy injusto que fuese, se repetía, no deja de ser racional. Imaginemos, se proponía Luján a sí mismo siguiendo la línea argumental que había iniciado con el doctor, que no era tan falangista. Termina la guerra, la pierde, llegan los tiempos duros. Se apunta a la Falange para lavar su pasado. Tiene tanto miedo de que lo descubran que incluso se presenta voluntario para ir a Rusia. Sobrevive a dos guerras, y lo matan en Madrid, a la vuelta.

Sin darse cuenta, Carlos Luján caminaba cada vez más deprisa por la calle. Sopesando hipótesis. Valorando posibilidades.

Un crimen común. Robo. Al fin y al cabo, el muerto no llevaba nada encima. Pero, probablemente, no llevase nada cuando fue abordado porque, según todos los indicios, era pobre de solemnidad. Un pobre hombre, sin oficio ni beneficio. Además, ¿para qué ocultar de esa manera la identidad del finado? Por lo demás, ¿para qué ocultar entonces el anillo? ¿Cuántos ladrones cortan las manos de sus víctimas?

Una venganza. Contra un antiguo rojo camuflado, un falso falangista descubierto por falangistas auténticos. Las sospechas del doctor eran ciertas, alguien lo descubrió y decidió matar a López para limpiar España de rojos. Pero, en ese caso, ¿por qué quien lo mató no lo denunció, simplemente? ¿Por qué exponerse a ser descubierto y encarcelado por asesinato, aunque fuese de un rojo?

Un ajuste. Contra un antiguo rojo convertido. Sus camaradas acaban con él. Por falangista. En ese caso, López habría sufrido una conversión cierta, pero del pasado llegarían sus antiguos compañeros marxistas para matarlo. Esa teoría tenía la ventaja de ser consistente con el miedo que sentía. Pero, en ese caso, ¿por qué ocultar la identidad del muerto? ¿Acaso esconden los maquis el hecho de haber matado a un guardia civil? ¿No buscarían propaganda con ello? ¿De qué sirve matar un traidor si se

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lo esconde hasta el punto de impedir que se sepa que era un traidor?

Rojos matando a rojos. Caos, venganza. O necesidad. Un rojo que se hace falangista es, a sus ojos, un traidor. Pero, ¿cuándo, exactamente, comete la traición?

Se paró en seco, tan bruscamente que una mujer que caminaba tras él casi se choca.

-¡Oiga, señor! ¡Casi nos damos!

Él se volvió hacia la mujer. Mediana edad. Todavía bonita. La miró sin ver.

-Hay otra posibilidad.

-¿Cómo dice?

-Otra posibilidad. Hay otra posibilidad.

-Yo no sé de qué me habla, usted…

-Hay más. Más como él. López tenía miedo. Quizá quería terminar con todo eso. Hablar. Confesar. Delatar. Tampoco tenía nada que perder. Una vida de mierda, un futuro de mierda.

-Señor… ¿de qué me habla?

-¡Rojos! Rojos infiltrados. Ellos lo mataron.

La mujer escuchó la palabra rojos como quien recibe dos puñetazos. Abrió la boca, llenó los pulmones y, sin exhalar, musitó un tibio perdone usted y salió de allí todo lo deprisa que su falda, estrechada un poco más arriba de los tobillos, se lo permitió. Luján se quedó solo en medio de la calle, rumiando sus teorías.

Caminó hacia la comisaría. Llegando al portal, su vista se perdió por un momento en la acera de enfrente. De El Lunarcito, el bar donde solían parar los policías antes, durante y después de la jornada, salían unas carcajadas. Distinguió la espalda del inspector Rebollo.

Cruzó la calzada a grandes zancadas.

Rebollo bebía en compañía de otros policías de pie en la barra. Llevaba su americana sobre los hombros. Casi siempre iba así. En invierno, el abrigo o la gabardina. En verano, la americana. Siempre algo sobre los hombros, como el recuerdo o la nostalgia de una capa. Bebía y fumaba mientras, a su alrededor, otros policías hablaban y reían. Estaba Iglesias y también otros compañeros de la Brigada. Uno de ellos, un condenado al Infierno como Luján, llamado Azpíriz, lo vio venir. Lo saludó levantando su vaso de vino. Luján apenas lo vio. Se quedó de pie, frente a la espalda de Rebollo. Si éste se imaginaba que alguien estaba detrás de él, no hizo el menor ademán.

-Inspector, tenemos que hablar –dijo Luján, aprovechando el primer bajón de la animada conversación.

Rebollo se volvió. Lo escrutó con ojos aguanosos. Todas las conversaciones

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habían cesado. Con el rabillo del ojo, Luján espió el gesto asustado de su compañero del Infierno.

-Mañana –respondió Rebollo, y empezó a darse la vuelta hacia la barra.

Luján lo agarró de un brazo.

-nspector, creo que Anselmo López era un rojo. Lo mataron otros rojos. Lo cual quiere decir que hay rojos sueltos por ahí, en Madrid. Escondidos, probablemente, detrás de sus medallas de la División Azul.

Alguien quiso reír. Pero la risa murió antes de nacer, probablemente, juzgó Luján, porque Rebollo no hizo ademán alguno de burlarse de sus palabras. La mandíbula de Azpíriz caía sin fuerza.

Rebollo se sacudió suavemente la mano de Luján.

-Creo que el comisario te dijo algo sobre rascarte los huevos, y sobre informarme.

-Señor, lo sé. Pero hoy me ha llamado el doctor Daudén. Es el médico que…

-Sé bien quién es el doctor Daudén, Luján.

Se volvió hacia la barra. Tomó su vaso de vino.

-Mañana –volvió a decir.

Carlos Luján sintió que algo lo dominaba.

-Con todos los respetos, señor. ¿Cómo puede recordar al doctor Daudén? Hace dos meses que no ha movido este caso, así que usted…

-No juegues con lo que no conoces, Luján –contestó Rebollo, sin volverse-. Eres tú quien no ha hecho nada en los últimos dos meses.

-Si usted ha hecho algo, podría haberme informado.

Escuchó los suspiros. Se dijo: y una mierda. Disciplina, método, y lo que hiciera falta. Aquel muerto era suyo. Aquel caso era suyo.

Rebollo se volvió y lo miró con desprecio. Luego hizo un gesto con su barbilla, hacia su izquierda.

-Azpíriz, tome nota. Mañana hereda usted las notas del subinspector Luján sobre el caso Anselmo López. Él queda relevado del caso.

-Con todos los respetos, señor, eso será si yo…

-Me van a perdonar ustedes –dijo Rebollo, dirigiéndose a sus parroquianos-. Veo que no voy a tener más remedio que tener unas palabras con el señor Luján.

Luján notó una fuerte presa en la solapa de su americana. La mano se cerró en la tela y agarró también parte de su piel. Le hizo daño. Pero se dejó llevar, en

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volandas, unos metros más allá, a la calle.

-Escucha, nene –le susurró Rebollo, a pesar de que estaban solos-. Veinte minutos. Eso es, cuarta más, cuarta menos, lo que me puede costar a mí trasladarte al último rincón de España para que te pases tu puta vida emitiendo cédulas de identidad. ¿Es eso lo que quieres?

-Usted no ha hecho nada por el caso López.

-Eso a ti no te importa.

-Dígame por qué.

-No tengo por qué darte una puta explicación.

-Está bien. Ninguno nos debemos al otro. Así pues, yo soy libre de, antes de irme a tramitar cédulas, contarle lo que sé a quien me dé la gana.

Fue un farol. Tampoco tenía tanto. En realidad, no tenía nada. Todo eran hilos de los que tirar. Lo único medianamente sólido que tenía, había jurado no contarlo, y pensaba cumplir con ese compromiso. Pero Rebollo no lo sabía. Se quedó pensando, a diez centímetros de su cara, mientras Luján seguía de puntillas en plena calle. Pasó un par de minutos, tras los cuales el rostro de Rebollo cedió y le soltó. El propio inspector le alisó las solapas.

-Ese caso es una mierda –dijo, más paciente-. Comprendo que te aceleres, recién llegado te llega esto, en fin. Pero ahí no hay nada. Averigüé. Más de lo que tú te crees, nene. Hace dos meses que sé muchas cosas de tu fiambre. Yo también soy un buen policía, ¿sabes?

-No lo pongo en duda.

-Sí lo pones en duda. Estás deseando contarme todo lo que has averiguado pero no has averiguado nada porque no hay una mierda.

-Si está tan seguro, es porque lo sabe.

-Lo sé, sí. Tu amigo López era sólo un mutilado de guerra borracho. Al menos eso dijeron los parroquianos habituales de La Chelo, que es un colmado de las barracas pasado el arroyo, por Vicálvaro. Por allí paraba. Me llevé a tres o cuatro a la comisaría. Dos minutos solos en una habitación y se cagan, se mean y cantan lo que haga falta. Ni una hostia hubo que soltar. Créeme, Luján: si fuese un rojo, un conspirador o cualquier cosa, esos tipos lo habrían delatado sin compasión. Pero no lo hicieron. Porque sólo era un borracho y un putero. Una basurilla con medalla.

Luján se echó hacia atrás. Rebollo sonreía.

-¿Cómo… cómo lo localizó?

-Tienes mucho que aprender –sacó un cigarrillo con boquilla y lo encendió; su cara ardió como un crepúsculo de verano durante dos segundos-. Calcetines.

-¿Calcetines?

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-Calcetines. Militares. Con el arma de infantería.

-¿López llevaba calcetines militares?

-Rotos, deshechos. Y ropa muy usada.

Rebollo fumó profundamente, como esperando a que Luján pensara.

-Una donación –acabó diciendo.

Rebollo asintió, sonriendo pero sin soltar el cigarrillo de entre los dientes.

-Calcetines militares negros. Con el arma de infantería. Como sabía que tú tenías otras teorías, preferí dejarte que te cocieras tu propia empanada con ellas. Azpíriz me ayudó. En fin, es un poco lerdo, pero meticuloso. Y terco. El muy cabrón no paró hasta que encontró un cuartel en Madrid que hubiese regalado en los últimos meses pares de calcetines usados, negros y con el arma de infantería. Luego buscó a las monjas que recibieron la donación. Y luego preguntó a los tipos que se pasaban por el convento a recibir ropa y a la sopa boba.

Luján observó el rostro triunfante de su jefe, en la penumbra de la calle tranquila. Ni pudo ni quiso evitar su admiración. Aquél era un detalle de buen policía. No fue capaz de despegar los labios.

-Luján, Anselmo López está muerto. Sabe Dios en qué clase de negocios se puede meter un tipo que no tiene nada que perder, que ha visto la muerte de cerca y que necesita pagar otro vaso de aguardiente como sea. Yo diría que es el tipo de negocios que realizan las personas capaces de las mayores crueldades. Mutilaciones, enterramientos en la basura, esas cosas.

-Está bien –concedió Luján, tragando saliva-, no me importa reconocer que esa teoría es racional. La más racional, incluso. Pero hay dos cosas.

Rebollo juntó las manos delante de su vientre e irguió el cuerpo, en un gesto que quería decir: está bien, te escucho.

-Una: ¿y si es un héroe de guerra? ¿Y si yo no tengo razón? Un hombre que se fue a Rusia a defender nuestra Civilización, ¿no merece, con todos los respetos, señor, algo más que un par de pesquisas de un recién llegado en una taberna de mala muerte?

-Usted –el tono de voz del inspector cambió con el trato- también es un subinspector recién llegado.

-Inspector, sólo dígame: ¿realizó Azpíriz algún esfuerzo por averiguar el domicilio del muerto?

Rebollo se rascó la barbilla. En los siguientes años, Luján tendría tiempo y ocasiones más que suficientes para averiguar que era su gesto cuando se sentía incómodo.

-Desde luego que lo hizo. Sin resultado. Y lo mismo se puede decir de los interrogatorios que dirigí yo mismo en la comisaría.

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-Comprendo, señor, pero, dígame. Los parroquianos de El Lunarcito, si nos exceptuamos sus compañeros de trabajo, ¿saben dónde vive usted?

-Yo soy policía –protestó el inspector.

-Cierto. Pero usted sabe que no es por eso. Es normal que alguien que bebe en el otro extremo de la barra y discute de fútbol no sepa dónde vive su contertulio. Pero si ésa era la zona de influencia de López, es lógico pensar que no recorría medio Madrid para beber en un jodido colmao.

Rebollo respondió con el silencio. Torturaba su barbilla.

-Anselmo López fue muerto, tal vez, no le quito la razón, por sus errores. Pero pudo caer por Dios y por España. Algo que, perdone que se lo diga, ni usted ni yo hicimos.

-Hable por usted, Luján.

-Con todos los respetos, señor, también por usted. La lista estuvo abierta hace siete años. Ni usted ni yo nos apuntamos. Anselmo López, sí. No sabemos por qué. Sólo sabemos el final de su historia. Pero lo que sabemos es que marchó a un frente que era tan nuestro como suyo, a defendernos. Ahora, nosotros seguimos la pista de dos putos calcetines, hacemos dos putas preguntas, y nos vamos a quedar tan tranquilos.

Silencio. Largo, paciente. Dos, tres coches pasaron. Rebollo pensaba, le miraba. Pensaba. Le miraba.

-¿Cuál es el segundo comentario? –terminó por preguntar.

Luján se sintió, por primera vez, cómodo en esa conversación.

-He dicho: ¿y si no tengo razón? Pero, ¿y si la tengo?

»Si hemos de creer los cálculos de los forenses, Anselmo López tenía entre 45 y 50 años en el momento de su muerte. O sea, que en la guerra estaba en edad militar. Que no era incapaz lo sabemos porque fue capaz de luchar en otra tres años después de haber terminado la primera. Sin embargo, se afilia a Falange en 1940. Antes nadie sabe nada de Anselmo López. Ni siquiera sabemos si se llamaba Anselmo López. Hay, pues, en su vida dos momentos de absoluta oscuridad: su vida, y su muerte.

»Anselmo López es un misterio casi de principio a fin. Todo ocurre por debajo de la superficie y sólo eclosiona, durante apenas seis o siete años, con ocasión de su afiliación al Partido y su decisión de alistarse en la División Azul. Por lo demás, hay piezas que no encajan en lo que, por así decir, cabría esperar. Franco se ocupa de los divisionarios. Los veteranos de la División, no digamos los heridos y condecorados como López, tienen preferencia para un montón de cosas. No tienen problemas para ser burócratas de los sindicatos, o para obtener concesiones, quioscos, estancos, trabajos en los ministerios. ¿Por qué alguien renunciaría a eso? En la documentación que se nos ha facilitado sobre el seguimiento de López no hay un solo dato de que jamás solicitase otra cosa distinta de aquélla sin la que, obviamente, no podía vivir: tratamiento médico. El doctor Daudén es todo lo que Franco le ha dado al divisionario Anselmo López; pero eso tuvo que ser por deseo de él.

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»¿Quién renuncia a las prebendas, a las ayudas? Sólo quien tiene miedo de recibirlas. Ese miedo sólo puede provenir de un sitio: de su pasado. Su oscuro pasado, del que nada sabemos.

»Por otra parte, dentro de las poquísimas cosas que sabemos, sabemos una más: quienquiera que mató a Anselmo López, procuró para su muerte lo mismo que el propio López buscó para su vida: el secreto. Y es lógico pensar, señor, que un deseo tan coincidente tenga los mismos motivos. Asesino y asesinado querían desaparecer, pasar desapercibidos. Así pues, repase, señor inspector, las teorías, pero sólo encontrará una lo suficientemente sólida. Si usted fuese el asesino de López porque le hubiese reconocido después de los años y supiese que fue un rojo asesino, no ocultaría su identidad: la pregonaría a los cuatro vientos. Ni siquiera le mataría: lo señalaría con el dedo para que otros hiciesen ese trabajo.»

Luján calló, por respeto. Pero una leve inclinación de la cabeza del inspector le señaló que no iba a hablar.

-Quien ha matado a Anselmo López lo ha matado por su pasado, pero no quiere que ese pasado se conozca. No hay más que una explicación para eso: ambos comparten ese pasado.

Sólo tras terminar de hablar, Luján se dio cuenta de que le temblaban las rodillas.

Rebollo fue a decir algo, pero un recuerdo abrió antes la boca del subinspector.

-Ya sé que todo eso estaba ahí hace dos meses. Pero ha sido hoy cuando me he dado cuenta, inspector. Ha sido hoy cuando el doctor Daudén me ha dicho dos cosas. Una, que la actitud de López hacia su pasado guerrero en Rusia distaba mucho de ser orgullosa. Dos, que tenía miedo al pasado. Tenía miedo de que el pasado volviese.

Rebollo puso cara de fastidio y negó con la cabeza.

-Cualquier persona con dos dedos de frente tiene ese miedo –protestó, aunque con voz suave -. Usted quizá no lo entienda, Luján. Era un adolescente cuando terminó la guerra. Pero en estas mismas calles, mientras usted supongo que se ocultaba de los bombardeos, los propios marxistas se mataron unos a otros. En cualquier esquina podía cruzarse un paseante con un miliciano, y llevar en el bolsillo el carné equivocado podía costar incluso la vida. Nadie en sus cabales quiere esa vida, salvo los rojos sedientos de sangre. ¿No se le ha ocurrido pensar que ése era el miedo de López?

Luján apartó la vista, poniendo en orden sus ideas. El inspector Rebollo no era un toro fácil de torear.

-Señor, con todos los respetos, ¿no se da cuenta de que hay algo que no encaja?

Su jefe encendía otro cigarrillo.

-Usted dirá –masculló, con los labios apretados.

-Entiendo ese miedo. Pero, joder, ¡hemos ganado la guerra! El doctor Daudén hablaba de un miedo más tangible, más presente. Si ése fuese el miedo de López, no

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sé, haría algo, dentro de sus posibilidades de mutilado, para fortalecer España, fortalecer a Franco. Pero se da a la bebida, y sufre. Teme. Y, para colmo, lo matan.

Tragó saliva. Rebollo le miraba directamente a los ojos.

-Señor, sé lo que pasó en la guerra, aunque fuese tan joven. Pero ahora mismo es junio, 1948. No sé usted, pero yo no espero que ningún tanque ruso doble esa esquina.

-… y López actuaba como si lo temiera –continuó Rebollo, como un eco.

Ambos hombres asintieron mientras se miraban. Rebollo hizo algo que a Luján le pareció un gesto de derroche: tiró al suelo el cigarrillo, apenas empezado.

-Usted gana, Luján. Haremos lo siguiente. Yo hablaré con mis contactos. De momento tenemos que conformarnos con un nombre, tal vez falso; debe usted intentar alguna referencia gráfica, no sé, una foto, algo. Mientras tanto, buscaré a través de mis contactos al Anselmo López de antes de 1940.

-No sé cómo…

-Ni tiene por qué saberlo. Pero hay causas, juicios, denuncias.

-¿Y yo, señor?

-Usted y Azpíriz.

-Con permiso, señor, y perdone que le interrumpa. ¿Azpíriz?

-Azpíriz, sí. Bajo su coordinación y a sus órdenes.

Luján se calló, sintiendo un escalofrío en la espalda.

-Usted y Azpíriz se concentran en dos líneas: Una: camaradas del muerto. Averigüe en la documentación su pelotón, sus mandos más directos, sus compañeros. Vaya a ver a los supervivientes, llámelos por teléfono. Dos: su barrio. Quiero saber dónde vivía ese hijoputa. Quiero saber a qué horas meaba y a qué horas cagaba. Quiero saber lo que comía, a cuántas putas se tiraba.

Luján sintió que la garganta se le agostaba.

-Gracias, señor.

-No me dé las gracias, Luján. Va usted a sudar mierda. Pero al final, y porque usted lo ha querido, sabremos quién coño era Anselmo López, y por qué murió.

Rebollo chasqueó los dedos, como cerrando la conversación, y sin despedirse se dio la vuelta.

Caminaba despacio, erguido, despreocupado, camino del final de la calle, la oscuridad, la paz de la noche de verano.

Carlos Luján se quedó solo en la calle, de pie, no supo realmente cuánto tiempo. Cuando otros compañeros de la taberna salieron y se lo encontraron, le

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hicieron burlas. Aunque ya era de noche y el ambiente era fresco, él estaba empapado de sudor.

Azpíriz era un tipo huesudo y delgaducho. Inspiraba cualquier cosa menos miedo, incluso embutido en su abrigo gris. Enseñaba su documentación y parecía pedir perdón por ser policía. Sin embargo, tal y como le había anunciado el inspector Rebollo, tenía una virtud: la constancia. En realidad, Luján tenía dificultades para seguirle el ritmo. El primer día que trabajaron juntos, tomaron las copias de un voluminoso expediente en el que estaban listados, por unidades, los combatientes de la División Azul. Ellos habían preguntado por Anselmo López y en el Ministerio les habían contestado: en alguna página de ese expediente estará.

Ambos se habían sentado en el Infierno, más infernal que nunca porque aquel junio fue tórrido, y se habían dividido los papeles. Cuarenta mil nombres que, en algún momento, habían formado parte de la 250 división de infantería alemana en Rusia, agrupados por unidades, con indicación de sus destinos. Escritos con letra apretada, a veces incluso anotada a mano. Cada hora u hora y media, Carlos Luján sentía que era incapaz de leer un nombre más. Levantaba la cabeza de los papeles, sintiendo los goterones de sudor por su frente. Y entonces veía a Azpíriz, transpirando pero sin separar los ojos de la documentación. Una y otra vez. Seis horas diarias casi sin pausas, sin quejarse, sin decir nada. Tardó cinco días en encontrar a Anselmo López. Anselmo López Trujillo, encuadrado en una Escuadra cuya numeración aparecía borrosa, aunque una mano funcionarial había anotado a lápiz, no mucho tiempo atrás, que se quiso llamar Escuadra Alcubierre. Al mando del cabo Herminio Pozas Carril. Vivo o, cuando menos, vivo al final de la acción armada. Tras una hora de trabajosa labor de análisis de anotaciones, Azpíriz había fabricado la lista de los tres miembros de esa escuadra que, según las notas, habían regresado vivos a España: el cabo Pozas, López y un tal Dositeo Galán, también mutilado. Pozas, al parecer, había regresado entero.

El inspector Rebollo se mostró poco interesado en estar presente en las visitas. Eso sí, dejó bien claro que no quería que con aquellos falangistas se recurriese a la estrategia habitual, es decir sacarles de su terreno natural e interrogarles en dependencias policiales. Luján y Azpíriz deberían visitar a los dos compañeros de López allí donde estuviesen.

Para visitar a Herminio Pozas, y tras un par de llamadas para localizarlo, tuvieron que ir a El Pardo, donde Pozas regentaba un pequeño mesón. En realidad, tan sólo un colmao macilento con una barra de madera que había vivido mejores años. Sin embargo, a pesar de su modestia aquel local tenía una característica muy definitoria: estaba apenas a unos metros de las primeras dependencias del palacio del Caudillo. Los parroquianos los miraron con desconfianza al entrar, como si les hubiesen reconocido. Azpíriz se identificó, con su clásica actitud casi pedigüeña, ante una mujer rechoncha que atendía a los parroquianos, y que empalideció nada más ver su credencial. Musitó una disculpa y se metió en la trastienda. Pocos segundos después, de aquel lugar salía un hombre vestido con un mono de trabajo y embutido en un

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delantal sucio. Herminio Pozas era más bien bajo y ancho, de brazos poderosos y grandes manos que en ese momento se secaba con un trapo.

-Buenos días, señores –se presentó, sin asomo de nerviosismo-. ¿Qué puede querer la policía de mí?

-Sólo queremos hablar –informó Luján, tratando de parecer lo más amable posible-. Hablar de un compañero suyo.

-¿Compañero? –el rostro de Pozas rezumó desconfianza-. ¿Otro mesonero?

-Otro tipo de compañero –explicó Luján, desviando su mirada hacia un cuadro en la pared, un marco alrededor de un soporte de fieltro en el que estaban clavadas dos medallas.

Herminio Pozas asintió. Luján creyó ver en su rostro el esbozo de una sonrisa.

-Paseemos. ¿Les parece bien?

-No puede decir que su local esté mal situado –ironizó Luján, mientras se alejaban del mesón.

-Me lo dejaron barato –se justificó Pozas, alzándose de hombros al tiempo que hablaba-. Tiene ventajas, qué duda cabe. La clientela fija, sobre todo. Y la tranquilidad. Aquí nunca entrará nadie a robar, creo yo.

Miró hacia Luján mientras andaba, con media sonrisa en el rostro.

-Fíjese lo que son las cosas: estoy tan cerca del Palacio, que el Palacio está en mi casa.

-No me diga.

-Pues sí. El patio trasero del mesón no es parte del edificio que compré. Forma parte del palacio. Aunque me han cedido el uso y disfrute.

El cabo Pozas no parecía tener muchas oportunidades de hablar de la guerra de Rusia, como él la llamaba, porque no tardó, en cuanto estuvo a unos cuantos pasos del local (y de su mujer) para empezar a relatar aquellos tiempos. Sin ser en realidad conminado para ello por los policías, relató su infancia en su Extremadura natal y la guerra civil, en la que al parecer no hizo gran cosa.

-Los nacionales pasaron por Badajoz como un rodillo -explicó-. Franco necesitaba la provincia para poder conectar a los sublevados del sur con los del norte, así que no se anduvo con chiquitas. Yo entonces vivía en un pueblo muy pequeño. Tenía dos años más que la edad militar, pero a mi casa jamás llegó ninguna carta comunicándome llamamiento alguno. Luego me alistaron, pero nunca salí de Badajoz.

A Luján le dio la impresión de que su decisión de alistarse en la División se justificaba más por espíritu aventurero que por impulso ideológico; Herminio Pozas daba toda la impresión de ser el típico joven rural a quien el ejército, o en su caso la guerra, le había acabado por poner en contacto con un mundo totalmente distinto del suyo, mucho más apasionante. Además, en aquel entonces, por lo que dijo, arrastraba cierto complejo por no haber combatido en la guerra.

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-Me jodía pensar que pudiera haber quedado como un fragilón -explicó.

Aunque la ideología no parecía tener demasiado que ver con su alistamiento, no se recató de mostrar un carné de la Falange que le otorgaba bastante más pedigree que el de, por ejemplo, Luján.

-En junio del 411 –explicó, tras tomar aire casi con orgullo- ya estaba yo en la Gran Vía, dispuesto a marcharme esa misma noche. Y estuve en Crafenber –así pronunció el nombre del campamento alemán de instrucción de Grafenwöhr-, o sea que fui de los primeros.

-¿Y Anselmo López, su compañero en la Escuadra Alcubierre?

Pozas entornó los ojos, haciendo claros esfuerzos por recordar mientras caminaba.

-No lo sé. En ese momento, no lo sé. Pero juraría que sí, porque formó parte de mi escuadra casi desde el primer momento. En el Volchov ya estábamos juntos.

-Perdone, señor –le interrumpió Azpíriz, dulcemente-. ¿En el Volchov?

-Sí, el Volchov –respondió Pozas, mirando a los policías como si estuviese explicando algo obvio-. El río Volchov. Al sur de Leningrado. Con el resto del ejército de Bonlé2; el jercomandán de los ejércitos del Norte. El Puto Berma3, lo llamábamos nosotros.

-Esa fue su primera acción de guerra.

-El 12 de octubre de 1941, sí señor. En seis días, lo habíamos cruzado. Ahora nadie se acuerda, pero tardamos menos que Dios. Menos que Dios…

Se habían parado frente a la entrada del Palacio, a unos escasos metros de donde dos guardias de Franco los observaban, firmes, como soldados de plomo. El cabo Pozas había encendido un cigarrillo de picadura, y no hizo ademán de ofrecer a sus contertulios. Malos tiempos para invitar a tabaco.

-Nosotros no perdimos esa guerra. Nosotros habríamos ganado esa guerra –dijo el cabo, que parecía hablar consigo mismo.

En ese momento, el subinspector Luján pensó: tal vez no sea mala táctica dejar que hable, que se explaye. Así que decidió espolearlo un poco.

-Unos pocos miles de falangistas no parecen suficientes para cargarse a

1 Se refiere a la manifestación, sobre todo de estudiantes, que se produjo en dicha fecha

en Madrid, y en la que comenzó a tomar cuerpo la idea de este cuerpo militar tras el famoso «Rusia es culpable» de Ramón Serrano Súñer..

2 Wilhelm Ritter von Leeb, comandante de los ejércitos del Norte durante la operación Barbarroja. Fue purgado por Hitler al negarse a cumplir sus órdenes y replegar sus unidades ante el avance ruso.

3 De Wehrmacht (ejército de Tierra).

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millones de rusos.

Herminio Pozas detuvo su lento paseo y lo fulminó con la mirada. Luján no pudo reprimir un escalofrío.

-Mire, señor… ¿Luján? Mire usted: los alemanes nos prepararon para muchas cosas. Pero una para la que no nos prepararon fue para pasar el invierno en Rusia. El Puto Berma y sus jefes seguro que nunca pensaron que lo necesitarían. Ellos creían en su Blicrí4 y en sus tanques y en su superioridad. Para esos memos, ganar la guerra era ganar terreno. Pero no hay que ser muy listo para saber que no gana la guerra quien toma terreno, sino quien lo conserva.

-No he querido ofenderle…

-Es igual. Ya es igual –Pozas hablaba con la amargura con la que un padre habla del cariño definitivamente perdido de un hijo-. Pero las cosas son como son. Nosotros no teníamos arreglos para el frío. Llevábamos cinco días en el frente, cinco, y el teniente coronel Zanón5 ya nos tuvo que pasar una instrucción en la que nos recomendaba rellenar los cascos con fieltro, cerrarnos las mangas incluso atándolas sobre los guantes y usar papeles de periódico o similar bajo las ropas para proteger el pecho. No nos habían dado ropas adecuadas para tanto frío.

Luján y Azpíriz cruzaron una mirada de inteligencia. Ya lo sabían. Esa imprevisión le había costado muy cara a Anselmo López.

-Éramos pordioseros en medio de un ejército cada día más pordiosero. Porque tomábamos y tomábamos terreno, pero cada día todos teníamos menos de todo. Con las semanas, empezaron a escasear las mantas. Luego la gasolina. Luego la munición. No basta con tomar un llano y llenarlo de trincheras. Las trincheras hay que llenarlas de soldados razonablemente bien alimentados, bien calentados. De lo contrario, cualquier guerra se pierde allí.

-El General Invierno.

-Y su puta madre –escupió Pozas, sangrando odio en cada palabra-. Su puta madre, la Nación Alemana. El Reich de los cojones. La Blicrí de los cojones –miró hacia el Palacio, como si pudiera ver a través de sus padres y escrutar su interior-. Al General no le habrían pillado en ésa. El General ya se sabía de memoria con treinta años cosas que el Puto Berma y sus amigos no entendieron ni entenderán en su vida.

Permaneció en silencio unos segundos, recio, frente a la construcción que brillaba bajo el sol, como si el mismísimo Franco lo estuviese mirando desde una ventana. Luego, sacudió brevemente la cabeza, miró a Luján, y pareció despertar de un ensueño.

-Pero fueron esos pordioseros españoles los que en enero del 42 cruzaron el lago Ilmen para salvar a una guarnición de jodidos alemanes indestructibles. Andaluces, canarios y extremeños esquiando sobre un lago helado, bajo las balas.

4 Blitzkrieg, guerra relámpago.

5 Luis Zanón, jefe de Estado Mayor de la División en ese momento.

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Nueve de cada diez no volvieron. Allí perdí a mi escuadra.

-Salvo López y… Dositeo Galán. ¿Es correcto?

-Correcto, sí. Anselmo y Dosi… ¿qué habrá sido de Dosi?

-En realidad, eso queríamos hablar –Luján había decidido que era el momento de abandonar las ensoñaciones e ir a lo concreto-. Exactamente, ¿cuánto tiempo estuvieron juntos ustedes tres?

-Se lo acabo de decir –la voz de Pozas sonó casi impaciente-. Al regresar del Ilmen nos separamos. De mi escuadra sólo volvimos nosotros. Y a Anselmo lo repatriaron.

-Por una herida en una pierna.

-Una herida en una pierna, sí. Regresando, para su suerte. Los que la recibieron avanzando por el lago, allí se quedaron.

-¿Y Galán?

-Reasignado –informó Pozas, mientras negaba con la cabeza-. No lo volví a ver.

Carlos Luján invitó al veterano Pozas a sentarse en un poyete del jardín de entrada al Palacio. El hombre aceptó en silencio y comenzó a liar otro pitillo.

-¿Cómo describiría usted a Anselmo López?

Dejando salir el humo por sus narices, Herminio Pozas miró al cielo, como si allí estuviera escrita la respuesta a la pregunta que le habían hecho. Tardó tanto en contestar que Luján estuvo a punto de carraspear para despertarlo.

-Un tipo reconcentrado. Distante, eso sí. Pero nunca se quejaba. La lotería para un cabo: hará lo que le ordenes, pero no te vendrá con sus historias. Usted no sabe cuántas historias de novias y madres tiene que escuchar un cabo.

-Quiere eso decir que nunca le habla de, er, su familia o su, ejem, novia –apostilló Azpíriz, preparando el lápiz para anotar la declaración.

-Eso quiero decir. Nunca jamás me habló de alguien distinto de él. Es como si nadie le esperase en España.

Luján se sintió dar un respingo. Por fin, la conversación adoptaba un cariz interesante.

-Y, usted, ¿cree que era así?

-¿Qué quiere usted decir?

-Quiero decir que si pensaba que eso es cierto. Que no había nadie en la vida de Anselmo López.

El cabo Pozas se alzó de hombros.

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-Quién sabe. Uno o dos meses después de haber llegado al Volchov, yo creo que había que ser tonto del culo para no darse cuenta de que la mayoría no regresaría jamás a España. En esas circunstancias, hay gente que olvida para no hacerse daño, no sé si me explico.

-A la perfección. Pero a mí me gustaría escuchar su opinión.

-No veo qué valor pueda tener.

-Usted fue su cabo –explicó Luján, con voz grave-. En la guerra, un cabo es como un padre. A veces, incluso algo más.

La boca de Herminio Pozas dibujó un rictus de fastidio.

-Ya se lo he dicho. Quién sabe. Oiga, de todas formas, ¿por qué me pregunta tanto por Anselmo?

-Porque hace algunas semanas, apareció muerto.

El rostro de Herminio Pozas viajó, en escasos segundos, de la sorpresa a la resignación. Luján pensó: no se le puede pedir más a alguien que ha tenido que convivir con la muerte.

-Anselmo… -musitó Pozas, mientras miraba hacia ninguna parte-, joder, Anselmo, joder…

-Fue asesinado, señor Pozas.

No hubo reacción por parte del cabo. Parecía no haber escuchado esa información. Sin embargo, un par de caladas después, enarcó las cejas y suspiró.

-¿Cómo lo mataron?

-Eso da igual. Lo que importa es que lo mataron –Luján no consideró necesario, ni prudente, facilitar más datos.

Herminio Pozas acercó el pitillo a la boca una vez más. En ese momento, Carlos Luján reparó en una mancha oscura en el envés de su mano derecha. Un tatuaje; se diría mejor, el recuerdo de un tatuaje. Borrosamente, parecía dibujar los contornos de un arma de fuego.

-¿Una ametralladora? –preguntó, señalando a la mano con la barbilla.

Pozas no entendió al principio pero, al mirar a Luján, localizó la mirada del subinspector, la siguió y llegó a su propia mano. Sacudiéndola, sonrió.

-Una ametralladora, sí –informó-. Alemana, o eso me dijo el cabrón que me lo tatuó. No era ningún artista. Y, además, estaba como una cuba. Exactamente igual que yo.

Luego añadió, como para sí.

-Ojalá encontrase la forma de quitármelo.

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Luján suspiró. En su cabeza, empezaba a tomar cuerpo la idea de que sería imposible sacarle más información a aquel nostálgico veterano falangista.

-Una sola cosa más, señor Pozas.

-Las que usted quiera.

-¿Diría usted que Anselmo López era un falangista de verdad?

Pozas movió la cabeza como un resorte y la giró hacia Luján con un gesto duro, como si el policía le hubiese mentado a la madre. Los restos finales de su pitillo se cremaban entre sus dedos, amenazando quemarle la piel, pero él no parecía darse cuenta.

-¿Cómo ha dicho, señor?

-Le he preguntado si usted considera a Anselmo López un falangista auténtico.

-Sí, le he oído. Pero creo que necesito que me explique qué es exactamente, para usted, un falangista de mentira.

Luján trató de controlar los nervios. Joder con el cabo veterano. Le miraba con esa seguridad suicida de quien ha manejado situaciones mucho peores que una conversación informal con dos policías bisoños, una mañana de verano, a las puertas de la casa del General.

-Quiero decir, alguien que pudiera haberse hecho falangista tan sólo para… disimular que antes… antes pudo tal vez ser otra cosa.

Herminio Pozas reprimió un gesto de dolor. La yesca de su tabaco le había quemado. Se deshizo de ella con un gesto brusco, se levantó y se colocó frente a Luján. El subinspector se quedó sentado en el poyete, contemplando a su interlocutor desde abajo.

-Señor Luján… -musitó Pozas, con una voz afectadamente calmada-, en teoría, no podría contestarle. Conocí a Anselmo López en octubre de 1941, en las orillas del Volchov y, por lo tanto, no puedo decir que supiera de él antes. Para mí, Anselmo López antes de esa fecha es tan misterioso como, al parecer, lo es para usted. Pero sí puedo decirle alguna cosa más…

Carraspeó. Luján tragó saliva.

-A ese hombre de quien usted osa sospechar que era un rojo…

-Señor Pozas, nosotros no…

-¡Usted lo sospecha, y punto! –el grito fue seco, cortante; unos metros más allá, los guardias de Franco se movieron levemente, como ramas de un árbol tras una brisa-. No me venga con tonterías o con medias palabras, señor policía. Lo sospecha y, quizá, es su obligación. Y yo no lo puedo negar. Puedo, eso sí, responder por la pureza de muchos de mis hombres. Puedo darle nombre y descripción de falangistas muy viejos que fueron a Rusia. Hombres de verdad que habían ganado una guerra y habrían ganado otra si les hubieran dado un abrigo y una manta como es debido. Hombres con la mirada de Franco, y con su espíritu. Hombres a carta cabal y con las

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ideas muy, escúcheme bien, muy claras. Y a algunos de ellos, Anselmo López les salvó la vida, poniendo en peligro la suya. A muchos de ellos, Anselmo López los cargó en sus espaldas por bosques y por estepas helados, y que me muera aquí mismo si no es cierto que, si tanto odiase a los falangistas, a la mayoría los podría haber abandonado allí mismo, con un tiro entre los ojos del que nadie, jamás, le habría podido pedir cuentas.

-Ejem, entonces queda claro…

-¡No queda claro una mierda! El solo planteamiento que usted ha hecho es insultante. Además de estúpido. De los cuatro meses que estuvo Anselmo López en combate en Rusia, no menos de uno lo pasó absolutamente rodeado de rojos. ¡Rojos, señor Luján! De los de verdad. De los que ya no quedan aquí porque nos los hemos cargado a todos. Armados, poderosos y organizados. Si era comunista, ¿por qué no desertó?

Luján quiso pensar pero, antes de conseguirlo, escuchó, sorprendido, la vocecita de Azpíriz.

-Ejem… ¿cómo habría demostrado ante los rusos que no era un espía? Y, por otra parte, ¿cómo habría evitado que usted, mi cabo, le pegase un tiro?

Pozas miraba al subinspector con la boca abierta, sin saber qué responder. Pero esa indecisión duró sólo unos segundos. Cuando el color regresó a su faz, lo hizo a borbotones.

-Sólo les diré, señores míos, que, para mí, Anselmo López fue un héroe. Uno de los héroes del lago Ilmen, que se dice pronto. Si ustedes, ahora que además está muerto, quieren manchar su memoria, allá ustedes. Pero no cuenten conmigo.

Se marchó caminando muy erguido, como si estuviese escuchando una música militar en el interior de su cabeza, sin despedirse. Luján y Azpíriz se miraron, se alzaron de hombros, cerraron sus libretas y, sin palabras, decidieron ir a visitar a Dositeo Galán. Antes, sin embargo, Luján recordó algo. Echó a andar tras Herminio Pozas; pero, a pesar de su juventud y preparación, no era capaz de igualar el ritmo de aquel hombre que, al fin y al cabo, había marchado cientos de kilómetros desde Alemania hasta Rusia.

-¡Señor, se…ñor Pozas! –alcanzó a gritar, mientras trataba de alcanzarlo-. Sólo dígame una cosa más. ¡Una solo, por favor!

En la distancia, Pozas se detuvo y se volvió. Con un gesto de la barbilla, conminó a Lujan a hablar.

-¿Le dice a usted algo el lema In Bello Amicitia?

Herminio Pozas se limitó a dejar que su rostro dibujase un gesto de fastidio, negar con la cabeza y, después, darse la vuelta para seguir caminando sin despedirse.

De regreso hacia Madrid, aún era media mañana, Luján y Azpíriz decidieron dividirse. El segundo de ellos volvió a la Brigada, mientras que Luján iría solo a ver a Dositeo Galán.

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Según la información de que disponía, Galán tenía un puesto de relativa importancia en la Secretaría General del Movimiento, en la mismísima calle Alcalá. Así pues, una vez en Madrid, Luján dejó el coche policial a Azpíriz y se dirigió a su destino a pie. El hombre a quien preguntó en la puerta por don Dositeo Galán pareció mostrar una sorpresa reprimida; no debían de ser frecuentes las visitas para él. No obstante, no le pidió datos de identificación, así pues se perdió la oportunidad de ir contando por los pasillos que un policía había venido a ver a uno de los jefes.

En la planta donde le indicaron, recorrió un largo pasillo bastante silencioso. En un despacho alguien mantenía una conversación telefónica insulsa, pero a voz en grito. Su voz parecía marcar los ritmos de la pesada mañana veraniega. En algún lugar más lejano, probablemente en otra planta, alguien tenía puesto el runrún mañanero de una radio; una voz femenina, atiplada, comenzó a cantar una copla. Cuando calculó que había llegado al despacho que el hombre de la entrada le había indicado, asomó la cabeza. Una mujer joven y bastante bonita, aunque vestida muy modestamente, leía una revista. Se sobresaltó al verle.

-¿Qué desea?

-He venido a ver al señor Galán. Dositeo Galán.

-Es su despacho, sí –confirmó la mujer; parecía estar tratando de pensar-. ¿Quién le quiere ver, por favor?

-Es un asunto oficial.

-Ya, pero es que nos piden que todas las visitas…

-Es un asunto oficial, señorita. Por favor, anúncieme.

Luján inclinó la cabeza hacia una pesada puerta acolchada y forrada de negro, a todas luces la entrada del despacho del hombre a quien había venido a ver. Luego hizo todo lo posible para que esa mujer leyese en su mirada la determinación suficiente como para abrirla con o sin su permiso.

-No está –terminó por informar la secretaria.

-Ah. ¿Está de viaje?

-No. Es decir… No.

-Ya. Entonces, ¿está en el edificio?

-No.

-Pero volverá.

-Sí, bueno, es decir… Puede.

-¿Puede?

-Puede.

Luján entró por completo en el antedespacho. Se fijó en la secretaria,

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diciéndose que, probablemente, tendría la misma edad, o muy parecida, que su propia mujer. Lo hizo para tratar de entender su actitud. ¿Qué significaría en Laura una actitud así? Quizá él no le gustaba y por eso le estaba poniendo la proa. Sin embargo, eso no encajaba. Luján sabía bien que a pocas personas sonreía y adulaba más su mujer que a las que odiaba. Las mujeres suelen ser taimadas en eso. Si yo no le gustase, se dijo, se habría mostrado amable y habría tratado de ganar tiempo. Por ejemplo, diciéndome que su jefe estaba de viaje y que mañana por la mañana estaría aquí. Estando como estaba claro para Luján que esa mujer quería que se fuese sin ver a Dositeo Galán, no estaba, sin embargo, nada claro el motivo de ello. La secretaria estaba nerviosa y cuando él se acercó a su mesa con las manos en los bolsillos y con una mirada todo lo dura que fue capaz de fingir, se puso más nerviosa aún. Como un niño que ha roto un jarrón a quien su padre le estuviese preguntando por los deberes de matemáticas: aunque sabe que aún no ha sido descubierto, es incapaz de sacar su falta de su cabeza, con lo que acaba colaborando para ser descubierto.

El subinspector calculó, en los dos o tres segundos que tardó en llegar a la mesa de la secretaria, que sería mejor táctica aliarse con ella.

-Señorita...

-Pilar Carmona, para servirle.

-Su nombre no hacía falta –Luján observó que su táctica funcionaba. Ella ya había imaginado que él era policía o algo parecido (un asunto oficial), e informarle de que su propio nombre no era necesario la relajó un punto, le ayudó a reducir su miedo-. Señorita Carmona, todo lo que quiero es hablar con el señor Galán de un viejo camarada. Es a ese hombre a quien investigo y de quien necesito saber cosas.

-Señor…

-Luján.

-Señor Luján, gracias. Créame que le comprendo. Pero el caso es que tengo órdenes estrictas del señor Galán.

Luján asintió.

-Comprendo. Pero ya le he dicho que es un asunto oficial. Yo también tengo órdenes estrictas y, créame, aunque a usted no le parezca así, las mías son más estrictas que las que pueda haber recibido usted.

-Yo diría: más imperativas –terció la secretaria, con un temblor leve en la voz.

-Lo ha captado usted muy bien.

Pilar Carmona se retorció las manos y pensó unos segundos más. Cuando volvió a hablar, Luján ya estaba pensando en entrar por su cuenta en el despacho.

-El caso es que… el caso es que la información que usted necesita se supone que yo no la sé.

Luján enarcó las cejas y se irguió.

-Voy a necesitar que se explique.

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-Pues que yo sé dónde está el señor Galán –se explicó la mujer, de nuevo muy nerviosa-, pero se supone que no lo sé. Se supone que sólo sé que no está.

-Oh, vaya –Luján empezaba a cansarse de este jueguecito-. Y, ¿qué actividades son ésas que usted no puede conocer? ¿Está en algún lugar el señor Galán conspirando para matar al general Franco?

Fue un arrebato de impaciencia y un error. Pilar Carmona miró hacia el centro de su mesa y estalló en sollozos sordos, agarrándose la cabeza con manos temblorosas. Luján, por su parte, no tardó ni dos segundos en arrepentirse. Sacó de un bolsillo de su pantalón su propio pañuelo, y se lo tendió a la secretaria.

-Escuche, no llore. Sólo ha sido una broma, bueno… una salida de tono. Ha sido una imbecilidad. ¡Por favor, tranquilícese!

-Pero… ¡Pili!

La voz sonó tras el policía, que se volvió para enfrentarse a un hombre bien vestido, alto, bastante fornido y de mediana edad. Tenía la cabeza ancha y el pelo peinado completamente hacia atrás. La viva imagen de un hombre sano. Llevaba en la mano un cartapacio con un membrete. Su membrete. Ministro Secretario General del Movimiento.

-¿Quién es usted? Y, ¿me quiere decir por qué ha hecho llorar a Pili?

Don José Luis Arrese redujo la violencia de su gesto cuando vio la credencial policial, pero en modo alguno se amilanó. Permaneció donde estaba, los pies bien firmes sobre la tierra, exigiendo una explicación.

-Don José Luis, no ha sido nada –trataba de explicar la secretaria-. Es que el señor quiere…

-Necesito ver al señor Dositeo Galán –interrumpió Luján, hablando despacio, sin apartar sus ojos de los de su interlocutor-. Me han ordenado que le haga unas preguntas.

El ministro asintió en silencio, con ese gesto de quien ve confirmadas sus sospechas de repente.

-No le llame señor Dositeo Galán –respondió-. Llámele como le conoce todo el mundo: Míster Porto Flip6.

Y le guiñó un ojo.

Luján no necesitó más para comprender. Intercambió con su interlocutor una mirada más y un ligero un asentimiento de cabeza, y el hombre se marchó. Luego él se volvió hacia la secretaria, ya más calmada, y le dijo.

-Pilar, dígame dónde suele parar su jefe.

-Señor, yo…

6 El Porto Flip era un cóctel de moda en los años cuarenta.

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-Vamos a hacerlo de esta forma –le interrumpió Luján, tomando de la mesa de la secretaria una hoja de papel y una pluma; habló mientras escribía-: yo le voy a dejar esta nota. Aquí le digo al señor Galán quién soy, que necesito hablarle, todo eso. Así pues, he venido aquí, usted ha cumplido con su obligación y me ha toreado como tiene ordenado.

-No quisiera yo que pensara…

-Yo no pienso nada, Pilar. Nada. Aquí está la nota. Es su prueba de que estuve aquí y usted me dio largas. Eso sí, ahora mismo me voy a dar un paseo por los alrededores y, casualmente, voy a entrar en un local a refrescarme la garganta. Y allí encontraré, por mera casualidad, al hombre que se ve en…

Se quedó mirando a Pilar Carmona con expresión inquisitiva. La secretaria elevó una mano terminada en un dedo índice todavía tembloroso. Señaló a la pared.

-Esa foto.

En la imagen que señaló, un hombre cerca de los cuarenta años sonreía a la cámara, con un pequeño bigote bajo la nariz y embutido en una camisa oscura en la foto; con seguridad, azul oscura si la imagen hubiese sido de color.

-Esa foto –corroboró, asintiendo, el subinspector Luján.

-Vaya al Gentleman. Un poco más arriba, torciendo a la derecha. Un local de bastante nivel, muy bien decorado.

-Y donde hacen unos excelentes porto flips, ¿me equivoco?

Por primera vez, Pilar Carmona sonrió. Su rostro cambiaba cuando sonreía como si alguien lo borrase y lo volviese a pintar. Luján sonrió también, y se marchó por el pasillo silencioso, escuchando sus zancadas.

El Gentleman respondía a la perfección a las promesas de Pili Carmona, la secretaria de Dositeo Galán. Era un local decorado a la inglesa con una pequeña barra en un extremo y un piano en el otro. En el medio, mesas y sillas bajas, todo ello en medio de un ambiente relajado y nada escandaloso, adivinó Luján. Evidentemente, a las doce y media de la mañana, apenas había en el local un camarero y un par de consumidores. Pero era fácil adivinar que era un lugar muy british, uno de esos sitios en los que se bebe mucho y se conversa poco y donde la música del piano, si es tocado, manda. El policía se acercó a la barra y pidió una limonada. En verdad la necesitaba. Sentir que su garganta se humedecía y enfriaba a la vez le dio fuerzas. Pagó un coste excesivamente caro, pero no rechistó. Tomó su vaso, con el pequeño residuo de bebida que le quedaba, y se acercó a una de las dos mesas ocupadas y se sentó junto al hombre de la foto, apenas un poco más avejentado que en ella, que bebía un porto flip mirando hacia la pared, como sumido en sus pensamientos. Sujetando el vaso con su mano derecha; la única que le quedaba.

Dejó sobre la mesa su acreditación.

-Subinspector Luján –informó, tratando de que su tono de voz no revelase nada en absoluto-. Brigada de Investigación Criminal.

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Dositeo Galán volvió su mirada hacia Luján. El subinspector escrutó sus pupilas y calculó. Achispado, no borracho. Lento, aunque no inútil. Probablemente, en la fase última de consumo, cuando ya han pasado la euforia y el gusto, y el bebedor se siente pesado y, quizá, desgraciado. Ese momento en el que los motivos que nos han llevado a beber regresan, tan fuertes, tan invencibles como al principio.

-Hace más de cinco años que no mato a nadie –respondió Galán, con voz pastosa pero clara. Hacía esfuerzos por parecer consciente, y lo conseguía. Por lo demás, su respuesta estaba claramente calculada. Luján, al identificarse, había puesto sobre la mesa una pistola. Galán, con su confesión, trataba de identificarse, demostrar quién era. Trataba de poner encima de la mesa una pistola más grande.

-Sólo quiero preguntar –informó Luján-. Por un camarada.

Iba a pronunciar el nombre de Anselmo López, pero se detuvo. Galán se revolvió en su silla, incómodo, y luego se rió como para sí. Levantó la vista y el vaso vacío en dirección a la barra, y lo agitó. El camarero comprendió a la perfección la señal y, medio minuto después, le servía un cóctel más.

-Eso no es decir mucho –respondió Galán cuando, hecho todo eso, pareció reparar en que Luján seguía allí-. Hoy en día todos somos camaradas.

-Usted sabe a qué me refiero.

-Pues créame usted que no –respondió, con voz ronca, Galán, y luego reprimió un eructo-. Hay camaradas que sólo lo parecen. Cada día más, de hecho.

Luján se sintió interesado por ese giro de la conversación. De todas las tesis posibles o medio posibles en aquel crimen, aquélla en la que él personalmente más creía era en la vinculación del asesinato de Anselmo López con su condición de rojo infiltrado entre los falangistas. Y la queja de Galán, entre las brumas del alcohol, le iba a esa teoría como un guante. Al menos en teoría. Así pues, le dejó hablar.

-¿Cómo has dicho que te llamas?

-Luján.

-Luján, bien. ¿Eres del Partido?

-Sí.

-Ajá –Galán asentía como el profesor en el examen oral que recibe la respuesta correcta-. Pero no hace mucho, si no me equivoco.

-Señor, en la guerra yo tenía…

-Ah, no, no –Galán agitó suavemente su mano derecha, como pidiendo paz-, no quería ofenderte, chaval. Además, ¿qué sería del Partido sin sangre nueva?

Apuró el vaso, repentinamente, como si nada más hacerlo fuese a ser ejecutado.

-Porque este Partido escribe su historia con sangre. Nueva y vieja. ¿Lo entiendes?

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-No estoy seguro –contestó Luján. Además de que era cierto, lo hizo para incitarle a hablar.

Galán rió de nuevo para sí antes de seguir.

-Hace quince años, los domingos por la tarde, en Recoletos, éramos apenas cuatro gatos. Ridruejo, Tovar, yo… José Antonio. ¿Sabes que José Antonio era un verdadero hijo de puta? El primer acto público al que fue, antes incluso de fundar la Falange, fue una conferencia en el Ateneo. El conferenciante se dedicó a insultar a su padre. Sacó un jodido asunto de faldas del general. José Antonio saltó desde su asiento y le arreó dos hostias. Así. Con dos cojones.

Luján no supo qué contestar o apostillar.

-Pero era un tío listo. Yo creo que lo que mejor hacía en este mundo era litigar. Por eso era tan bueno para la política, a pesar de que la despreciara.

Luján quiso decir: sin duda, era el mejor. Por varias razones, la más importante de todas, porque lo pensaba. Siempre había admirado la figura de José Antonio Primo de Rivera. Le dolía que los falangistas viejos se jactasen de su carné de nuevo cuño porque él sabía hasta qué punto habría deseado tener más edad para haber podido admirar a su líder en vida. Para él, José Antonio era la quintaesencia de la lucha por el orden en medio del caos. No le cabía duda de que España sería marxista de no haber existido él. Así pues, se sentía plenamente identificado con las palabras de Galán. Pero ahora había más cosas que palabras, y más que ideas. Él era un policía de servicio, interrogando, informalmente eso sí, a un posible testigo. Necesitaba información y, por eso, acechaba en cada palabra de su interlocutor un resquicio por el que colar alguna frase suya que le indujese a hablar de lo que él quería. Se concentraba en la conversación desde un punto de vista estratégico. Pero no por eso dejaba de sentir emoción en el centro de su pecho.

-Fue una pérdida irreparable –alcanzó a balbucear.

-Fue una pérdida evitable –le apostilló Galán, acercando mucho el rostro al de Luján, obligándole a aspirar el humor acre del oporto-. De hecho, ahí empezó todo esto– dijo «esto» señalando con la barbilla a su vaso casi vacío.

-Señor Galán, yo no puedo…

-Tú te la agarras con la mano que te apetezca y te masturbas cuando te convenga –la voz de Galán sonó como la de un militar cabreado que canta órdenes imperiosas a una tropa castigada-. ¿Te he preguntado tu opinión? A mí tu opinión me importa una mierda. A mí me importa una mierda la opinión de todos. Del señor Ministro Secretario General. De la Junta Política. Del Gobierno en pleno. Del puto…

Lo iba a decir. De hecho, las palabras resonaron en la cabeza de Luján como si las hubiera dicho: del puto General Franco. Pero se detuvo. Galán se detuvo. Miró con desconfianza. Hacia la barra. Luján se sintió humillado. Aquí estaba él, con su credencial de policía; una persona que, teóricamente, podía hacer una llamada y llevarse a aquel tipo a la Dirección General de Seguridad, donde le cerrarían los ojos a hostias antes de que pudiese preguntar la hora. Y, sin embargo, a Galán todo lo que le preocupaba era insultar al Generalísimo… delante del camarero.

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-Esto es una conversación informal –dijo Luján, tratando de hablar despacio-. Pero, señor Galán, le advierto de que usted está consiguiendo que sea otra cosa.

Galán lo miró como si fuera la primera vez que reparaba en él. Luego, se rió como si le hubiesen contado un chiste.

-Pero, ¡qué dices! Mira, chaval, si tú dices que yo he llamado hijo de puta a Franco y yo digo que llevas cinco minutos dando vivas a la República, podemos acabar delante de un juez, compitiendo a ver a quién cree. Tú te crees que con tus putos carnés de policía y de falangista de antesdeayer te van a creer a ti, pero, ¿sabes? No tienes ni una puta posibilidad. Tú no sabes con quién estás hablando. A lo mejor te crees que se puede ser cualquiera para merecer un despacho con vistas a la Cibeles y el Banco del Río de la Plata.

Las razones de Galán eran un setenta por ciento posible verdad y un treinta por ciento alcohol. Sólo un imbécil se la jugaría por un treinta por ciento.

-Está bien. Está bien. Entonces, hábleme de…

-Cuando éramos cuatro gatos nos iba mejor –si Galán había escuchado al subinspector Luján, no lo dejó entrever-. La Falange se murió dos veces: una, en el cuerpo de José Antonio. Otra, en la Unificación7.

-La Unificación nos ha hecho más fuertes –protestó Luján.

-No lo dudo –respondió Galán, asintiendo afectadamente-. Nos ha hecho más fuertes. Pero también nos ha hecho menos nosotros.

-No entiendo.

-Pues no es difícil. Desde octubre del 38, hace ahora casi diez años pues, todos los cargos políticos de la Administración son automáticamente miembros del Partido, ¿no?

-Así es, sí –Luján conocía perfectamente la norma-. Pero no veo qué puede haber de criticable en eso.

-Pues que no es una suma conmutativa.

-¿Una suma? ¿Qué…?

Dositeo Galán sonrió de nuevo. Parecía estar más sobrio.

-La ley podría decir: los falangistas serán los cargos políticos del régimen. Pero no dice eso. Dice: los cargos políticos del régimen serán falangistas. Y no es lo mismo.

Agitó el vaso con su única mano. A sus espaldas, Luján percibió los sonidos del

7 Se refiere a la Unificación decretada por Franco antes incluso de terminar la guerra,

por la cual las distintas facciones que apoyaban al bando nacionalista quedaron unificadas en un solo partido, la Falange Española Tradicionalista y de las JONS, que adoptó el Cara al Sol, el yugo y las flechas, el saludo fascista y algunos símbolos mixtos (la camisa azul de la Falange y la boina roja de los carlistas).

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trajín del camarero.

-Es difícil inventar una forma más efectiva, y más taimada, de contaminar un Partido. A partir de ahora, todo el que mande en España, aunque sólo sea un poquito –Galán hacía pucheros al decir eso y juntaba mucho dos dedos de su mano-, será falangista. Créeme, ¿Luján has dicho? Créeme, Luján: dentro de diez años, te costará encontrar un falangista en el Partido que se haya leído, ¿qué te digo?, un par de páginas de José Antonio.

-Señor… -Luján trataba de hacerlo hablar pero, al tiempo, tenía que reconocer que había otros motores dentro de él para sus palabras-, ¿acaso el régimen se ha contaminado? ¿Es que no defiende las cosas que nosotros defendemos, er…, que ustedes siempre defendieron?

El camarero llegó con el porto flip. Luján negó con la cabeza antes de ser preguntado si quería tomar algo. Dositeo Galán se echó gasolina al gaznate antes de seguir hablando.

-Luján, nosotros somos fascistas –replicó al subinspector, con tono profesoral-. Eso quiere decir que no creemos ni en el capitalismo liberal ni en el materialismo marxista. Creemos en el individuo identificado con su patria y con su nación, parte de ella, entendido por y desde ella. Un individuo fuerte y capaz, no una mierda de tipo que todo lo fía a la confianza en una corona o en un cáliz. Éste no es un país de monárquicos adocenados y tampoco es un país de curas y monjas. Es un país de hombres libres, ahora que se ha deshecho de la chusma comunista. Libres para ser individuos y nación al mismo tiempo.

-No veo diferencia con…

-Si no la ves, amigo, es que estás ciego. Hoy los falangistas adornamos el régimen. Pero ya no somos el régimen.

»Hubo un momento, uno solo, en el que, aún muerto José Antonio, pensé que las cosas irían como se debe. Cuando mandaba Serrano8. Serrano sí que entendía esta misión. Mientras fue la mano derecha de Franco, la Falange avanzó, a pesar de las dificultades y a pesar de haber sido puesta en la olla junto con otros ingredientes, en la dirección correcta. Fue su inspiración la que colocó en nuestras manos la Ley Sindical y la del SEU9. La idea de Ledesma10: un país de obreros y empresarios agrupados sin distancias ni distinciones, organizados como una milicia. Ni siquiera Franco pudo impedir que las venas de España cayesen en nuestras manos. Las venas tenían que ser nuestras, porque nosotros somos la sangre. Pero cometimos un error.»

-¿Un error?

8 Ramón Serrano Súñer, cuñado de Francisco Franco, ocupó cargos importantes en los últimos meses de la guerra, una vez que pudo escapar de Madrid, y fue luego ministro del Interior y de Exteriores, hasta su defenestración en 1942.

9 Se refiere a las leyes de Unidad Sindical y del Sindicato Español Universitario. Ambas normas concedieron a la Falange un amplio monopolio sobre estas estructuras, lo cual fue especialmente importante en el primer caso.

10 Ramiro Ledesma Ramos, importante dirigente de Falange.

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-Un error, sí. Creer en Franco. El 30 de marzo de 1940, Día de la Victoria, el sindicato falangista quiso demostrar su poder y dibujar la imagen del futuro de España. ¿Lo recuerdas?

-Debo confesar que apenas, señor.

-Aún eras joven –respondió Galán, en tono comprensivo; su mirada se había perdido en algún punto de la pared de enfrente, como si allí un proyector invisible estuviese reproduciendo la escena que evocaba-. Miles y miles y miles de trabajadores con sus camisas azules desfilando. En España vuelve a amanecer. ¿Lo entiendes? ¡Todo lo hicimos por eso! Ese día, de verdad, ganamos la guerra. A todos. A los plutócratas, a los marxistas, a los ladrones, a los embusteros, a los envidiosos, a los pesimistas. Ese día se vio nuestra fuerza.

Dositeo Galán tosió y tuvo que reprimir un regüeldo demasiado fuerte. Suspiró antes de seguir hablando.

-Franco dijo: excelente trabajo. Franco dijo: así se hace, muchachos. Pero yo creo que ese día, ese mismo día, decidió cargarse a Serrano. Que es una forma de decir que decidió machacarnos. ¿A la Falange? No, claro. A los fascistas, que éramos quienes le molestábamos. A los fascistas, que éramos quienes estábamos organizando milicias propias, autónomas, distintas de los rebaños de borregos sobre los que gustan mandar los generalitos. A los fascistas, que teníamos el derecho, el deber y la misión de mandar en España, rehacer España.

-Señor, me resulta difícil creer eso.

-A mí me resulta difícil creer que Gregorio11 fuese masón. ¡Vamos, que no lo creo!

Luján sintió en su interior la necesidad de protestar. Recordó fugazmente las desgracias e historias familiares que habían hecho de él un falangista (los parientes muertos sin noticia, los saqueos, la arbitrariedad de los últimos meses del Madrid republicano) y sintió que todo eso pesaba para él más que un problema de facciones.

-La Falange, señor Galán, está hoy plenamente identificada con la labor del Generalísimo.

-¿He dicho yo lo contrario? –chilló Galán, afectando sorpresa-. ¡Por supuesto que es así! Entre otras cosas, porque las personas que pudieron haber pensado de otra forma ya no están en la primera línea.

-En primera línea siguen muchos falangistas de siempre. El propio hermano de José Antonio.

Galán asintió afectadamente, ridiculizando el gesto de darle la razón a Luján.

11 Se refiere a Gregorio Salvador Merino, que fue el primer dirigente del sindicato único

falangista y, de hecho, el responsable de organizar el desfile de marzo de 1940. En 1941, durante su viaje de bodas, Merino fue acusado, al parecer por un compañero falangista, de ser miembro de una logia masónica. Fue rápidamente exonerado, pero eso no impidió que fuese exiliado a Baleares y perdiese el control del sindicato, que pasó a manos de José Luis Arrese, un «camisa vieja» que se demostró mucho más proclive al franquismo.

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-Oh, sí. Desde luego. Todos muy valientes. Mira, Franco dejó las cosas bien claras en el 41, cuando cambió el gobierno y le quitó a Serrano el ministerio del Interior y se lo dio al amigo Galarza12. Nosotros nos dimos cuenta de la jugada y la denunciamos con lo del currinche13. Y entonces nos cayó la de San Quintín. Ridruejo, Tovar y Ercilla, a la mierda14. Pero, eso sí, la recua de valientes apoyándolos. Primito y Arrese15 dejaron sus poltronas.

-No merecen su desprecio por eso.

-No, desde luego. Merecen mi desprecio por ser ministros casi un minuto después de haber dimitido. Y mirar hacia otro lado cuando Serrano cayó. Y olvidarse tan fácilmente de cincuenta mil falangistas caminando al Escorial desde Madrid para honrar la memoria de José Antonio.

Luján se movió en su silla, incómodo, mientras Galán apuraba un sorbo de su vaso.

-Franco -continuó, aparentemente más calmado- es un estratega. Sabe manejarnos. A los fascistas, quiero decir. Con eso le basta porque al pueblo español no le hace falta manejarlo. El pueblo está suficientemente harto, suficientemente acojonado, como para seguir a cualquier imbécil que les garantice la seguridad. Y luego Franco tiene otra cosa.

Galán eructó. Miró a Luján con gesto de inteligencia.

-Tiene suerte. Tiene la suerte del que siempre está ahí para recibirla.

-Me cuesta creer en la suerte -protestó Luján.

-Pues no te hagas franquista, porque Franco es el cabrón con más suerte del mundo. Fíjate, sin ir más lejos, en lo del general Balmes.

Luján se alzó de hombros. Realmente, no sabía de lo que le estaba hablando. A Galán aquel desconocimiento pareció divertirle.

-¿Dónde está Franco en julio del 36? Eso lo sabes, ¿no, niño?

Domando su incomodidad, Luján asintió.

-Desde luego. Era capital general de Canarias.

12 Valentín Galarza. Galán utiliza la palabra amigo en sentido despectivo, pues era

sobradamente conocido su antifalangismo.

13 Se refiere a un artículo aparecido en el Arriba que se titulaba El hombre y el currinche, y que era una cerrada defensa de Serrano Súñer. Su autoría se atribuyó a Dionisio Ridruejo.

14 Dionisio Ridruejo, Antonio Tovar y Jesús Ercilla. Eran, respectivamente, Director de Propaganda, Subsecretario de Prensa y Director General de Prensa. Los tres fueron cesados.

15 Miguel Primo de Rivera y José Luis Arrese dimitieron, respectivamente, como gobernadores civiles de Madrid y Málaga.

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-Eso. Escondidito en una esquina del patio para no dar mucho por el culo. El galleguito tísico16 ya no se fiaba de él, entre otras cosas porque ya la quiso montar en febrero del 36, como supongo que sabrás...17

Luján hizo un gesto tan indefinido como sus conocimientos.

-Pero Franco era la cuarta parte del Alzamiento. El Alzamiento era: Mola en Pamplona, Franco en Marruecos, Fanjul en Madrid y Goded en Barcelona. Si has atendido en las charletas que te habrán dado en el Partido, estarás añadiendo a Cabanellas y a Queipo, como mínimo. Pero, créeme: si estos cuatro hubiesen triunfado, los demás se podían haber afiliado a la FAI si hubiesen querido, que habría dado igual.

Galán dio otro trago de su vaso.

-Que lo de Madrid no iba a salir yo creo que lo sabían hasta los conspiradores. Barcelona es otra cosa. No contaban con el hijoputa de Escobar18. Dos de cuatro. Jodido. Por eso la guerra duró tanto. Pero Franco -la voz de Galán, repentinamente, susurraba-, no lo tenía tan fácil para alzarse.

-¿Me va a hablar del Dragon Rapide?

Galán miró a Luján con rabia.

-Tú te crees que porque te sabes la historia del Dragon Rapide ya te sabes la historia. Pues sí. Hombres de Franco y de Sanjurjo alquilaron en Inglaterra un avión para llevar a Franco de Canarias a Marruecos. Porque Franco no ganaba nada sublevando a las tropas a su mando. Necesitaba ponerse al frente de las tropas de Marruecos, sin las cuales el resultado de la guerra probablemente habría sido otro. Pero eso también lo sabía Santiaguiño el Escupesangre19, así pues tenía a Franco encerrado en la isla de Tenerife. Como te sabes tan bien la historia -Galán hablaba con ampulsidad exagerada-, sabrás que tu General pidió en vano, varias veces, autorización para salir de la isla y realizar algunas inspecciones. El día 16, sin embargo, estaba en Gran Canaria, no en Tenerife, y acabó cogiendo el puto avión, y todo empezó.

Terminó su vaso.

-El favor se lo hizo el general Balmes. El gobernador militar de la plaza. Unas horas antes, tiene un accidente, se le dispara la pistola y se pega un tiro. Los funerales son en Las Palmas. Ni siquiera el gobierno puede negarse a que Franco acuda -repentinamente sonrió, como recordando algo gracioso-. Con el nombre que tenía el finado, era como para pensar que los sentimientos de su compañero general no eran

16 Se refiere al presidente del gobierno, Casares Quiroga, gallego como Franco y del que se decía estaba enfermo de tuberculosis.

17 Se refiere al intento por parte de Franco de convencer al gobierno de que declarase el estado de guerra tras las elecciones que ganó el Frente Popular.

18 El teniente coronel Escobar colocó a la guardia civil de Barcelona del lado de la Generalitat y la República, desequilibrando definitivamente a su favor los enfrentamientos del 19 de julio.

19 Casares.

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sinceros -volvío a ponerse serio, y a mirar directamente a Luján-. Y eso, nene, es lo que se llama suerte. Del cementerio al aeropuerto, y que comience la guerra. Eso es suerte de la que sólo tienen los buenos, los mejores. Los demás, como nosotros, sólo valemos para la trinchera, para obedecer.

Luján se movió nerviosamente en su silla.

-La vida es una obra, señor Galán. No una trinchera.

-Yo te diré lo que es la vida –le contestó, sin apartar la vista del vaso, Dositeo Galán-. La vida es un coche oficial mientras la gente no tiene zapatos. La vida es poder tomarte todos los putos porto flips que puedas tragar mientras media España no tiene agua corriente. La vida es ver a un tipo ponerse tu camisa azul y darte cuenta de que eres tú quien se está poniendo la suya.

Eructó de nuevo. Luján percibió el brillo en sus ojos.

-La vida es haber nacido para ver un nuevo Amanecer, y que te llamen borracho. Señor Borracho.

Luján contempló en silencio a Dositeo Galán apurar los amargos tragos de su cóctel. Se dijo que no creía en sus palabras. Pero no estaba allí para discutir hasta esas profundidades. Él estaba allí trabajando.

-¿Perdió usted la mano en Rusia?

-Ajá –concedió Galán-. Más o menos, al mismo tiempo que tu General Franco asumía el mando de la Junta Política del Partido, ante el silencio de esos arreses y girones20 a los que tanto admiras.

-Yo había venido aquí a hablar de Anselmo López.

-¿Anselmo López? –Galán apretó los ojos, tratando de recordar.

-Compañero suyo en la Escuadra Alcubierre. Hasta que se disolvió, después de lo del lago Ilmen.

Tras unos largos segundos de reflexión, Galán asintió.

-Exacto. Tiene usted razón. Anselmo. Excelente compañero.

-¿Y excelente falangista?

-¿En qué sentido?

-En el que usted entiende por excelente falangista.

Galán se alzó de hombros.

-No sabría decirle. Allí todos decían que eran excelentes falangistas, pero por lo

20 José Antonio Girón de Velasco, también falangista desde los inicios del Partido. En los

tiempos que relata Galán, era ministro de Trabajo.

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menos la mitad sólo eran aventureros y desclasados.

-Pero usted ha dicho que era un excelente compañero.

-Porque lo era –respondió, con seguridad, Galán-. Los matices políticos quedan para después en una guerra. En una guerra, el buen compañero es el que te ayuda y nunca te deja. En su caso, creo que tenía doble mérito.

-¿Ah, sí? ¿Por qué?

-Por sus manos –contestó Galán, sin dudarlo.

-¿Sus manos?

-Sus manos, sí. Manos largas, finas. Sin callos. Manos de mujer. O de hombre que nunca ha hecho trabajos duros, no sé si me entiende.

Luján anotó el detalle en su libreta.

-¿Alguna vez le dijo algo de su pasado, de dónde venía, a qué se había dedicado hasta alistarse?

-Nunca. Pero no se extrañe. Allí nadie preguntaba. Los que se conocían de antes, se conocían de antes. Y los que nos conocimos allí, nos conocimos allí. Así de simple.

-Así que no eran en especial amigos, pero él sin embargo era un buen soldado, a pesar de que usted llegó a sospechar que no había habido mucha guerra en su vida antes.

Galán se alzó de hombros de nuevo.

-Guerra sí que habría, porque la hubo en la vida de todos los de mi generación que no estaban tullidos. Me refiero a que, probablemente, su ocupación civil no era manual. Era un tipo que trabajaba con esto –Galán se dio golpes con un dedo en una sien.

-Señor Galán, usted ha sido muy sincero conmigo esta mañana. Así que le voy a hacer una pregunta muy sincera.

-Usted dirá.

-¿Cree usted que Anselmo López podría ser, o haber sido, comunista o masón antes de alistarse a la División?

Al contrario de lo que esperaba Luján, Dositeo Galán no se escandalizó ni se extrañó con la pregunta. Reflexionó a fondo sobre ella antes de contestar.

-Los camaradas del frente nos decían que tuviésemos cuidado con eso. En realidad, nos enseñaron a estar pendientes de la menor frase, de la más leve queja, como indicio de eso que usted señala. Y bien, sí, lo llegué a pensar.

-¿En serio?

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-Usted no sabe lo que fue cruzar el Ilmen. Desde muchos puntos de vista. Primero, porque muchos de nosotros teníamos que esquiar o patinar sin estar acostumbrados. Segundo, porque íbamos mal pertrechados. Tercero, porque durante toda la acción estuvimos pobremente asistidos por la logística. Pero, sobre todo, por el golpe moral que supuso la acción.

-¿Golpe moral?

-Golpe moral. En el lago Ilmen fuimos a rescatar alemanes que estaban cercados por los rusos. ¿Lo entiende usted? ¡Alemanes! Para muchos de nosotros, el Ilmen fue nuestro Estalingrado. El momento en el que nos dimos cuenta, aunque no lo quisiéramos reconocer en muchos casos, de que habíamos acudido a una guerra que no se ganaría.

-Entiendo.

-Un Anselmo López empezó a cruzar el lago y otro regresó. Aparte de que el que regresó estaba malherido e inválido, moralmente era otro hombre. Los mandos tuvieron casi que aislarlo porque sus lamentos eran arengas negativas para la tropa. Recuerde, además, que era una tropa cuyos miembros estaban cayendo como chinches. Sólo lo tranquilizó algo resultar herido. Temía que lo dejásemos allí, pero, por otra parte, supongo que pensó que para él la pesadilla había terminado, de una forma o de otra.

Dositeo Galán inclinó la cabeza mirando hacia ninguna parte, como aceptando una reprimenda del fantasma de Anselmo López.

-Pero eso pasó al final. Fue entonces cuando pensé: si tanto se queja, ¿será que, en realidad, es un comunista? Pero al final. Hasta entonces, y fueron varios meses, Anselmo fue un excelente compañero.

Levantó el vaso casi vacío.

-Brindo por él –dijo, mirando a Luján, y luego fue a beberse el líquido, hasta que reparó en que el vaso ya estaba vacío. Después, se secó inútilmente los labios con el envés de la mano y, mirando al policía, dijo con serenidad-. Ha muerto, ¿verdad?

Luján dio un respingo.

-¿Por qué me pregunta eso? ¿Qué le hace pensarlo?

-Llevaba la muerte en los ojos. Era un tipo desgraciado. Siempre midiendo las palabras con que te hablaba. Siempre, de alguna forma, estudiándote. Siempre acojonado.

Suspiró, dio un manotazo en la mesa, y se levantó trabajosamente.

-Para la tranquilidad de gentes así es por lo que empezamos todo esto. A él también le hemos fallado.

Luján agarró la muñeca de Galán. Su interlocutor entendió, y se sentó de nuevo.

-Una cosa más. ¿Le dice algo In Bello Amicitia?

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-Por supuesto –contestó Galán, como si estuviese refiriendo algo obvio-. Era el lema de unos camaradas de Salamanca que estaban en la Escuadra. Cuatro o cinco tíos. Se inventaron ese lema y se hicieron, creo… sí, unos anillos. Unos anillos enormes.

-Como éste –Luján sacó el anillo del bolsillo de su chaqueta y se lo mostró.

-¡Sí, exacto! Como éste. Pero, ¿cómo ha llegado a sus manos?

-¿Tanto le extraña?

-Desde luego. Todos los dueños de estos anillos se quedaron muertos sobre la nieve rusa. Ninguno regresó del Ilmen.

-¿Recuerda algún nombre?

Galán pensó con dificultad.

-El cabecilla, sí. Pero no era el nombre. Era el mote. Lo llamaban El Choto… Cabreras, creo. O Calleja. O Castilla. De verdad, no lo sé –iba a callarse, cuando recibió una inspiración-: espere… Cendoya, sí, Cendoya. Se llamaba Cendoya.

Luján trató de esbozar una sonrisa relajada.

-Está bien, señor Galán. Creo que eso es todo. Gracias por su tiempo.

Galán se levantó. Le tendió su mano derecha. Ambos las estrecharon.

-Y a usted, gracias por su comprensión –le dijo-. ¿Habrá funeral por Anselmo?

-Lo dudo. Nadie ha reclamado su cuerpo.

-Me las arreglaré para que los boletines del Partido lo citen –dijo Galán-. Al fin y al cabo, tengo mucho poder. Tanto, tanto, que no sé qué hacer con él.

Luján lo vio marcharse calle abajo, bamboleándose bajo un sol tórrido, dispuesto a pasarse el resto de su vida bebiéndose su destino.

Nada más llegar a la comisaría, Luján telefoneó al mesón de Pozas.

-Su compañero Galán ha reconocido el anillo –le informó-. Al parecer, pertenecía a una especie de hermandad comandada por uno de los soldados de su escuadra. Castilla, o Calleja.

-Cendoya –informó Pozas, al otro lado del hilo-. Julio Cendoya, El Choto. Ahora lo recuerdo. Había olvidado lo de los anillos. Pero es verdad. Eran varios camaradas,

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muy amigos. Cendoya era el más, no sé…

Luján esperó, mientras la línea telefónica crepitaba ligeramente.

-… el más radical, no sé si me entiende.

-Perfectamente. ¿Qué fue de ellos?

-Murieron en el lago. Cendoya fue el último. Participó en una avanzadilla de un intento fallido de tomar una colina. Yo participé en la cobertura. Ya no regresó. Lo condecoraron por eso.

-Debo confesar que no lo entiendo -reflexionó Luján en voz alta-. Tenemos a un grupo muy cohesionado de camaradas, cohesionado ideológicamente. Se hacen fabricar unos anillos. Esos camaradas mueren a lo largo de los días en una acción bélica especialmente sangrienta. En medio de todo ello, un miembro de su misma escuadra, con pocas trazas de sentirse identificado con ellos, sobrevive a esas acciones, es herido y repatriado. Esto ocurre en el invierno de 1941. En la primavera de 1948, esa persona que resultó herida y repatriada es asesinada en Madrid en extrañas circunstancias. Le cortan las manos para evitar su identificación, pero él se las arregla para meterse en los calzoncillos uno de esos anillos. Pero se supone que esos anillos están todos en el fondo del lago Ilmen, en Rusia. ¿Señor Pozas?

-¡Sí, si, estoy aquí!

-No tiene lógica. ¿O sí?

Siguió medio minuto de silencio. Finalmente, Pozas habló quedo, como si estuviese refiriendo un secreto.

-No sé, subinspector. Me cuesta pensar. Son siete años…

-Lo comprendo –concedió Luján-. Además, ya ha sido usted de gran ayuda.

-Haré cualquier cosa para aclarar el asesinato de uno de mis hombres.

Luján colgó el teléfono pensando en el tono de desamparo con que el cabo Pozas se había despedido, cuando vio entrar a Azpíriz, sudoroso y casi eléctrico, todavía con su libreta de notas en la mano.

-¡Lo he encontrado! ¡He encontrado el domicilio de Anselmo López!

En los últimos treinta años Madrid se expandía. Lenta, parsimoniosamente. A principios de siglo, las emigraciones hacia la capital habían empezado a ser verdaderamente masivas y ya justo antes de comenzar la guerra, la vieja ciudad caótica y provinciana se había empezado a mostrar incapaz de absorber tanta gente sin empezar a cambiar su rostro. De tiempo atrás, en cualquier caso, Madrid estaba rodeado de pequeños pueblos, aldeas y granjas. Como una araña perezosa, casi de forma imperceptible, Madrid se expandía y digería esos pequeños pueblos lentamente, haciéndolos suyos. Lo que una vez estaba muy lejos, diez años después prácticamente

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formaba parte del espectáculo de la ciudad. Esos recuerdos de aldeas eran los lugares preferidos por los emigrantes para establecerse. Personas de escasos recursos invadían casas rurales carentes de las comodidades que los pisos urbanos adquirían cada vez más, acentuando la pobreza de sus moradores. En una de esas pedanías, por el camino de Vicálvaro, era donde al parecer vivía Anselmo López. Según testimonios recogidos por Azpíriz, todo el empleo que tenía parecía ser la limpieza de establos en vaquerías cercanas.

-Manos de mujer, limpiando establos –se dijo para sí Luján, cuando Azpíriz se lo contó.

-¿Cómo dices?

-Nada, nada. ¿Qué más?

-Un tipo desconfiado, López. ¿Sabías que todas las cartas y los envíos del hospital y del Ministerio llegaban a una de las vaquerías donde servía? Al principio, el dueño no me lo quiso decir, pero me puse un poco serio y hablé de tirar de la manta, y se achantó. Al parecer, López se lo pidió como un favor.

-Esto no tiene sentido.

-¿El qué?

-¡Todo, coño, todo! Un falangista modélico, un tipo que es todo un camarada, tiene miedo de que el Ministerio sepa dónde viva. Se alista dando una dirección falsa y se las arregla para que los envíos sanitarios, que le son necesarios, lleguen a otra dirección. ¿A qué te huele todo esto?

-A clandestino –respondió Azpíriz.

-A clandestino –repitió como un eco Luján-. Un rojo infiltrado. Y que probablemente no actúa sólo.

Azpíriz enarcó las cejas.

-Sí, no me mires así. ¿Qué me dices de Cendoya, el radical, y sus compañeros?

-¿Quién narices es Cendoya, el radical?

-Joder, perdona. Tú me estás informando y yo todavía no lo he hecho. Luego te lo cuento. Sigue.

Azpíriz se enfrascó en sus notas de nuevo.

-A ver. El dueño de una de las vaquerías me contó que un día, hará cosa de dos años, López se indispuso. Algo que luego no fue demasiado serio. Llamaron al hospital, vino una ambulancia, lo reconoció el médico y le recomendó reposo, pero en su casa. Como López estaba más allí que aquí, el tipo tuvo que meterse en la ambulancia y acompañarle. Es por eso que pudo decirme dónde está la casa.

-Muy bien, y, ¿dónde está?

-En la carretera de Vicálvaro. Unas viviendas bajas, una especie de antigua

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colonia, probablemente para trabajadores de la construcción, o ferroviarios.

-Esto es un lío. Vamos a hablar con Rebollo, y mañana será otro día.

Caminaron la sala entera hasta llegar a la mesa de Rebollo. Tras indicárselo él, acercaron dos sillas y le contaron, por turno, sus gestiones. El inspector les escuchó tranquilo, sin mostrar emoción alguna. Al terminar, les señaló con la barbilla y sentenció:

-Mañana ustedes siguen con esto yendo al domicilio de López. En dos días quiero una tesis.

-¿Una tesis?

-Una tesis. Un informe de su puño y letra en el que me digan qué es lo que creen que pasó. No sé si se dan cuenta, pero este caso, tal y como está, está a punto de cerrarse.

-Señor, con todos los respetos…

-Luján, ya sé. Ya sé que su impulso, perdone que se lo diga, de novato, le dicta otras cosas. Entra usted en la Brigada y la primera noche le envían a levantar un cadáver. Créame que lo entiendo: es su caso. Pasarán los años y usted olvidará muchos de los casos que resuelva, pero éste no, porque es el primero. Probablemente, se siente obligado a resolverlo.

-No es eso señor. Es sólo que…

-Es sólo que crees ver una conspiración de altos vuelos -el inspector cambió al tuteo con toda naturalidad-. Ahora ves a un extraño grupo, In Bello Amicitia –recitó el lema en latín con voz exageradamente campanuda- del que López formaría parte, aunque no sabes cuándo, ni cómo, ni por qué se unió a ellos. Al fin y al cabo, deberías confiar un poco más en nosotros.

-¿Nosotros?

-Nosotros, sí. El Estado. La Patria. La Falange. Partes de la base de que, no uno, varios criminales rojos pueden apuntarse a la División Azul sin que nadie se entere. Pero, claro, ésa es mi parte del trabajo. Ya os dije que haría llamadas.

Se volvió hacia su mesa y abrió una carpeta, repasando un par de papeles antes de volver a hablar.

-De Anselmo López Trujillo no figura en los archivos una sola referencia, ni nuestra ni de nadie, durante la Cruzada. Nadie le dio una medalla; en ninguno de los lados. Nadie, en la documentación que se conserva, le ha dado ni un puto permiso de mierda. Nadie…

-Había milicias sin tanta organización –interrumpió Luján; se sintió compungido al ver el rostro endurecido de Rebollo, pero no se amilanó-. Anarquistas, comunistas. Eso no demuestra…

-Todo es posible –concedió Rebollo-. Pero estarás de acuerdo conmigo en que hundirse de esa manera bajo la basura del peor Madrid, esconderse tras de toneladas

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de estiércol, eso no es algo que haga alguien porque una vez llamó hijoputa a un alférez provisional. Esas cosas las hace quien ha matado mucho, quien ha hecho algo realmente gordo. Y, por cierto, los grandes asesinos rojos no suelen tener manos de mujer, manos de intelectual. ¿Me sigues?

Luján tragó saliva. Azpíriz dijo con decisión:

-Le seguimos, inspector.

Rebollo asintió en silencio, sin sonreír.

-Lo que sabemos de la Escuadra Alcubierre es intachable. El cabo Pozas no puede ser más falangista. No creo que penséis que Franco va a dejar así como así que un masón o un comunista sirva vinos en su patio trasero…

Ni Luján ni Azpíriz mostraron ánimos para decir algo.

-Por otra parte, ¿qué decir del camarada Dositeo Galán? Si acaso, su pecado podrá ser empeñarse en ser demasiado fascista para los tiempos que corren. Pero para ir de ahí a la conspiración roja hace falta dar mucha vuelta, ¿no creen?

-Eso es cierto, señor, pero, ¿qué pasa con Cendoya?

Rebollo se rascó la barbilla y suspiró con fastidio. Luego se alzó de hombros.

-Reconozco que eso que me traéis es nuevo. Así que estoy en calzoncillos. Pero ya os diré algo. Mientras tanto, me apuesto el sueldo de un mes a que Cendoya y sus camaradas van a resultar ser camisas azules21 de los buenos. Y que estás tratando de reputar de rojos a unos héroes que murieron en Rusia con honor.

-Puede ser, señor. Pero, aún así, persistirá el misterio sobre dónde, cuándo, cómo y, sobre todo, por qué, recibió Anselmo un anillo de su pequeña confraternidad.

Rebollo se rascó de nuevo la barbilla.

-Con eso no tienes para continuar el caso, Luján.

-Lo sé, señor. Pero, como usted sabe, a mí lo que me preocupa es tener razón.

Aquella noche, cuando llegó a casa, Laura escuchaba Radio Nacional cosiendo a la luz de una lámpara. Luján observó su cabeza rubia en la espesa penumbra de la estancia y la encontró, una vez más de tantas ya pasadas y por venir, muy bella. La besó en la frente y se sentó en el sillón junto a ella, dejándose caer con un sonoro suspiro.

-¿Qué tal el día? –preguntó ella sin levantar la vista de la labor- ¿Algún detalle no repugnante que se pueda contar a una persona normal?

-Todos, todos –Luján le palmeó la rodilla-. Hoy todo ha sido entrevistas. No ha habido que inspeccionar cadáveres o que bucear en la basura.

21 Los falangistas eran conocidos, y se referían a sí mismos, con la expresión «camisa

azul», en referencia al color de su uniforme.

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-Ajá. ¿Has avanzado algo?

-Lo dudo –confesó Luján, torciendo los labios-. Me temo que mi jefe y yo tenemos teorías diferentes sobre el caso.

Laura levantó la cabeza de la labor cuando escuchó la palabra jefe. Le miró muy seria.

-Carlos, Carlos. ¿Teorías? Ayayay…

Él la sonrió de nuevo.

-No te preocupes. Es normal, mujer. Avanzas, te planteas teorías, las confirmas, no las confirmas… Ése es mi trabajo, al fin y al cabo.

-¿Cuál es tu teoría?

Contento de poder hablar de su trabajo, Luján se echó hacia delante en el sillón y, conforme le fue refiriendo a su mujer los datos, iba agarrándose dedos de la mano izquierda, como contando.

-El hombre cuyo cadáver tuve que levantar hace algunos días, ¿lo recuerdas? Resultó ser un voluntario de la División Azul. Con no mucha suerte. Regresó de Rusia herido y mutilado y, por alguna razón que desconocemos, no logró prosperar. Fue asesinado siendo pobre de solemnidad.

-Qué horror…

-Pero la cuestión es por qué. El asesinato fue horrible. Un asesinato con razones muy poderosas para ser cometido; tan poderosas, que el principal deseo del asesino tras cometer su crimen es ocultar la identidad de su víctima. ¿El robo? ¿Qué puede poseer de tanto valor un limpiador eventual de establos? ¿La venganza? Que sepamos, ese hombre sólo luchó en una guerra, en Rusia, y todos lo califican de excelente compañero. ¿Un crimen político? Pero un crimen político es matar a Franco.

-¡Carlos, por Dios!

-¡Laura, coño! ¡Que no estoy diciendo que nadie vaya a matar a Franco, joder! Estoy diciendo que todo crimen político busca siempre a una víctima, ¿cómo decirlo…?

-¿Vistosa?

-Vistosa vale, sí. Una víctima vistosa. Pero, ¿acaso un mutilado sin fortuna es una víctima vistosa? Y, sobre todo, ¿qué vistosidad hay en matar a alguien y tratar de enterrarlo en basura para que nadie lo encuentre, además con las manos cortadas?

Laura entrecerró sus ojos verdes.

-Y tu teoría es…

-Mi teoría es… -Luján sintió que el rubor le subía a las mejillas antes de hablar- que el muerto era un rojo clandestino. Y que fueron otros rojos clandestinos los que lo mataron.

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Laura tomó aire y lo dejó dentro de sí, como si no fuese a expirar más. Luego suspiró, negó con la cabeza y volvió a su costura.

-¡Carlos, por los Clavos de Cristo! –alcanzó a musitar.

-¿Qué? ¿Qué? –Luján sintió que la ira lo tomaba- ¿Tampoco tú me vas a dar ni medio minuto de gracia antes de dejar de creerme? ¡Esto es la hostia!

-¡Carlos, por favor! –El rostro de Laura se había vuelto hacia él como un resorte.

-Perdona, Laura. Perdona. Pero es que… ¡no hay otra explicación! Nada más encaja con el perfil del crimen.

Laura negó torciendo los labios, como una madre ante una travesura obvia, y le habló con voz pausada.

-Mira, Carlos. ¿Te has parado a pensar en que ese hombre pudo ser asesinado por alguien que no lo conocía?

-¿Que no lo conocía?

-Pues sí. Alguien que, por ejemplo, lo confunde. Un vulgar ladrón asesino. Cree estar abordando a alguien rico… o vistoso, pero ese hombre sólo se le parece. Lo mata y, cuando lo ha hecho, se da cuenta de que se ha equivocado. Más que eso. Se da cuenta de que ha matado a un veterano de la División.

-No puede ser.

-¿No puede ser? ¿Le encontraste documentación al muerto?

Luján trataba de pensar más deprisa que su mujer. Pero no lo conseguía.

-No.

-Claro. Primer indicio, pues: el asesino la hizo desaparecer.

-Sí, ya –protestó Luján-. La documentación y las dos manos. ¡Demasiado esfuerzo, Laura!

-Demasiado esfuerzo –concedió ella, volviendo a la costura-. Lo cual convierte mis ideas en descabelladas –dio dos puntadas, que casi marcaron el tiempo como un reloj-. Pero no más que las tuyas.

Horas más tarde, tras la cena, Luján sintió temblar a Laura en la cama. Se volvió hacia ella y la abrazó en la oscuridad. Ella, de espaldas a él, se arrimó.

-Carlos.

-Dime.

-No tienes razón, ¿verdad?

-No sé de qué me hablas.

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-Lo de los rojos. Infiltrados.

Luján suspiró.

-Mejor déjalo, Laura. Mejor déjalo.

-Fueron a casa del Abuelo Ramiro tres días después. El mismo 20 de julio –Luján había escuchado esa historia cientos de veces; pero allí en la alcoba, en el silencio de la noche, el temblor en la voz de su mujer le encogía el corazón-. Sus propios aparceros lo sacaron afuera y luego, y luego...

-Laura, no te tortures con esa historia.

La mujer lloraba quedo, como no queriendo turbar el silencio de la noche calurosa.

-Se han ido, ¿verdad?

Luján masajeaba un hombro de su mujer, y lo besaba.

-Esos hombres, los que hicieron eso. Ya no quedan, ¿verdad Carlos? Dime que se han ido.

Carlos Luján le besó el pelo a su mujer y se recostó detrás de ella, muy prieto. La escuchó llorar, pero no sabía qué responderle.

A la mañana siguiente comenzó el mes de julio y comenzó el verano. Hasta entonces, el calor había sido agobiante, pero no tórrido. Sin embargo, esa mañana el sol comenzó a castigar las calles de Madrid, éstas comenzaron a acumular temperatura y el aire se paró. Los subinspectores Luján y Azpíriz condujeron parsimoniosamente hacia Vicálvaro, acompañados de un furgón policial donde iban los uniformados que les ayudarían en el registro del domicilio de Anselmo López Trujillo, autorizado por el juez instructor de la causa de su asesinato. Condujeron con las ventajas bajadas y recibiendo bocanadas de aire ardiente dentro del cubículo del auto, hirviendo él mismo bajo el sol por ser de color negro.

Al llegar a la casa, la policía se desplegó con presteza. La casa de Anselmo López estaba, como se les había descrito, dentro de una colonia de casas bajas, edificios de apenas dos o tres pisos con largos pasillos exteriores que conectaban, en cada planta, unas viviendas con otras. Modernas corralas obreras. Nadie salió a curiosear. Llevaban los policías minutos dentro del domicilio designado y en la calle, pocos metros más abajo pues López vivía en un primer piso que era casi una entreplanta, apenas había curiosos, y la mayoría de ellos eran niños. Ya les habían dicho que en aquella zona paraban un montón de gitanos y esperaban su huida, como poco su indiferencia. Luján dio orden de llamar a las puertas y pedir razón del hombre asesinado. Ocurrió lo que los policías, casi todos ellos maduros funcionarios experimentados en lugares así, le anunciaron con susurros: nadie sabía de él, nadie había hablado con él. Nadie lo había echado de menos. Nadie sabía si dormía todas las

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noches en su casa o faltaba temporadas. Nadie sabía si le faltaba la cabeza o le colgaba un tercer brazo de la espalda. Incluso preguntaron a los sucios niños semidesnudos de la calle. Pero también ellos habían aprendido a callar tan jovencitos.

-No conseguiremos nada –sentenció uno de los policías más veteranos, mientras se acercaba a los subinspectores encendiendo un cigarrillo para darse un asueto-. Puede usted creerles, señor subinspector. Cuando dicen que no lo conocían, no mienten. Esta gente bastante tiene con tener para sobrevivir como para hacer vida social.

-Entremos en la casa –ordenó, con rabia, Carlos Luján.

La casa tenía tres piezas. Tras la puerta de la calle, un salón donde había un sofá desvencijado y un sillón maloliente, a todas luces rescatados de la basura. Un centro de mesa donde todavía reposaba un cenicero repleto de colillas fumadas hasta la última hebra. Algunas eran picadura, otras eran cigarrillos liados; por ese detalle, Luján y Azpíriz concluyeron que Anselmo López fumaba lo que otros tiraban al suelo. En un extremo de la pieza, a la izquierda según se entraba, había el recuerdo de una cocina de carbón, mugrienta pero con trazas de haber sido usada recientemente. En ese mismo lado izquierdo del salón, al final de él, estaba la puerta que parecía conducir a un armario pero, en realidad, llevaba a un excusado. Una letrina turca en la que López hacía sus necesidades y, a juzgar por un cubo colgado de la pared de la pequeña estancia, también se lavaba. La casa la completaba el dormitorio, o así llamaron a la pequeña estancia que terminaba la casa, con una pequeña ventana que daba a un secarral tras las viviendas, donde había un camastro, un armario de reducidas dimensiones (parecía el ropero de un enano) y un escritorio con costurones de barniz que le quedaban, también rescatado de la basura.

Los tesoros de Anselmo López aparecieron todos en este último mueble, que tenía dos cajones medio atascados. Eran, por orden de extracción: su medalla al valor, excelentemente bien conservada: en aquella casa nada merecía ser limpiado, pero a todas luces su dueño pulía la medalla muy habitualmente; una foto en la que se veía a un hombre joven, bien vestido con un terno inglés y corbata ancha, posando junto a otro de mayor edad, con levita y chistera y unas luengas barbas negras, ambos con el inicio de la Gran Vía al fondo, foto que tenía en el envés un garabato que parecía ser una firma; y un papel con una anotación a lápiz: RiP 203.

Luján y Azpíriz invirtieron un tiempo especial en el análisis de la foto. El hombre joven podía ser cualquiera; pero la levita y la chistera eran, a todas luces, vestimentas de postín y de ocasión: el hombre barbado de la derecha de la foto tenía que ser alguien que, en el momento de la instantánea, fuese o viniese de algún lugar de cierta importancia. De hecho, en los siguientes cuarenta años Carlos Luján conservaría esa foto y la analizaría muy a menudo, incluso tratando de cotejarla con retratos de diferentes épocas aparecidos en la prensa, pero muy especialmente los años treinta. La razón de ello reside en que los forenses apostaban por que Anselmo López había muerto teniendo una edad mediana, y tanto Luján como Azpíriz estuvieron de acuerdo, desde el primer momento, en considerar que el hombre joven de la foto tenía que ser él; de otro modo, no tenía explicación que la conservase.

Si Anselmo López tenía en 1948 unos cuarenta años de edad y el hombre de la foto parecía tener unos veintipocos, entonces esa foto, con mayor probabilidad, estaba hecha entre 1930 y 1935. La imagen, por otra parte, estaba tan sobada y gastada que resultaba difícil, cuando no imposible, sacar conclusiones más precisas de edificios o

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vehículos incluidos en el foco del fotógrafo quien, en cualquier caso, probablemente estaba situado justo frente a la entrada del Palacio de Correos. La única vía de investigación, pues, era el hombre de las barbas. Tratar de reconocerlo.

In Bello Amicitia, es decir la afición por el latín que parecía demostrar la persona o personas implicadas en aquel asunto, les llevó directamente a Requiescat in Pace, Descanse en Paz. O sea: Descanse en Paz, 203. El muerto 203. Aquello sí que era una referencia más concreta.

-¡Joder! –exclamó Luján, tras estudiar- ¡Esto es una referencia en clave! ¿Lo ves, Azpíriz? Aquí hay algo más que el asesinato de un Don Nadie.

-No creo que sea suficiente para Rebollo –contestó Azpíriz, con voz desanimada.

-Puede. Pero tenemos un hilo de qué tirar. Si esta gente ayudase un poco, aunque sólo fuese un poco…

Dos días. Una tesis. Luján recordó. Se dijo: no se trata de que sea mi primer caso, mi responsabilidad. Se trata de que aquí hay algo. Un muerto que recibe un tiro en la garganta y le cortan las manos. Ahora sabemos que ese muerto no tiene nada en su casa de su pasado. Apenas una foto, una medalla y una extraña anotación. Ni una carta, ni una foto. Ni una partida de nacimiento, ni una imagen de su pueblo, ni un objeto querido. Un tipo decidido a desaparecer del mundo, a llevar una existencia rastrera y subterránea… ¿por qué? La respuesta es de RiP 203, del muerto 203.

Una confraternidad extraña, un hombre sin pasado. Y un muerto muy especial.

Pero sólo dos días para poder sostener una tesis.

Luján bufó, ahuyentando sus pensamientos, y salió abruptamente de la vivienda. Parpadeó cuando el sol lo abrumó en la terraza corrida más allá de la puerta. Se dirigió al uniformado más cercano, señalando la puerta contigua.

-Tú, ¿hemos preguntado ahí?

-Por supuesto, subinspector. Un matrimonio y un niño.

-¿Gitanos?

-No sabría decirle. Sucios.

-Llama otra vez.

-No creo…

-¡Que llames otra vez, me cago en Dios!

El policía obedeció. La puerta se abrió enseguida: probablemente, el atemorizado matrimonio estaba escuchando tras de la puerta. Antes de terminar de abrir la hoja de la puerta, el niño, apenas de tres o cuatro años, ya estaba llorando, mirando a los policías apenas con un calzoncillo puesto, con un abundante y sucio pelo rizado que parecía gris.

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-Sal afuera –le ordenó Luján al marido, que se había puesto una especie de pantalones rajados y llevaba una camiseta de tirantes.

-Señor policía, yo…

-¡Que salgas fuera, coño!

El hombre miró a su mujer, como si pudiera leer en el rostro de ella alguna lógica para lo que estaba ocurriendo. Luego se limpió las manos en los laterales del pantalón, como si fuera a estrechárselas a alguien, y salió a la luz. Nada más pararse delante del subinspector, éste le dio un bofetón. Luego dejó la mano donde había terminado y esperó a que el hombre comenzase a incorporarse para lanzar otro latigazo en sentido contrario; notó el envés de su mano chocando con su pómulo.

La mujer ahogó un grito. En niño gritó algo que quizá quería decir ¡Papá!, y gritó todavía más.

-¿Quieres también que te dé una patada, eh? ¿Quieres una patada, cabrón?

Con el rabillo del ojo, Luján sintió a Azpíriz acercarse a él. Se volvió hacia ese lado y se enfrentó con el rostro asombrado de su compañero.

-Oye, Luján, ¿tú sabes…?

-¡Que te calles, tú también! –se volvió de nuevo hacia el hombre-. Te he preguntado que si quieres una patada.

El hombre estaba ya arrobado por las lágrimas. Con las manos y el rostro bajos, espió medio segundo a su hijo, que lloraba como si le estuviesen quemando las plantas de los pies, y negó con la cabeza.

Luján le acertó en medio del estómago.

-¡Pues habla, hijo de puta! ¡Habla, me cago en Dios!

-¡No sabe nada, señor Policía, no sabe nada! –La mujer se había adelantado, entre llantos y suspiros, y se había tirado de rodillas frente a Luján.

El subinspector le cruzó la cara dos veces, de dos precisas bofetadas. El hombre empezó a llorar sin disimulo.

-¿No sabéis nada? ¿Nada? ¿Vivís al lado de un tipo y ni siquiera sabéis a qué hora llega a casa, a qué hora se va? ¿No sabéis si siempre está solo, si alguna vez lo visita alguien?

Dio tres pasos hacia delante. El primero fue más bien una patada, para apartar al hombre que estaba arrodillado en el suelo, tratando de proteger a su mujer.

-¡Esto es lo que os espera a todos! ¡A todos! –Le gritó a la mañana-. Un registro a fondo, casa por casa, y una mano de hostias para el que no tenga memoria. Y al que le encuentre algo, al que le encuentre cualquier cosa con pinta de ser robada o algo que me haga pensar que es un ladrón, un rojo o las dos cosas, me lo llevo

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gratis al hotel de la Puerta del Sol22 a que le hagan una cara nueva, y después a Carabanchel. Y las mujeres, y los niños, no le volvéis a ver en la puta vida, ¿estamos?

Regresó de dos zancadas junto al hombre y la mujer arrodillados y sollozantes. Pedían perdón, angustiados. Lo vieron llegar y juntaron las manos, como rezando, y le pedían perdón, señor policía, perdón.

Él agarró al hombre de los pelos. El tipo gritó, sabiendo lo que venía. Un chillido infantil partió la mañana.

Todo el mundo habló de la misma persona. La Luci. Una inquilina de la casa. Todas las mañanas caminaba un par de kilómetros para tomar una camioneta que la llevaba a Madrid; es lo que hacían casi todos los que tenían trabajo. Pero Luci tenía unos horarios muy raros. Lo mismo salía con los demás, en la mañana, que pasaba la mañana durmiendo y se marchaba por la tarde, o incluso por la noche, antes de cenar. Esa mañana no estaba allí. Pero lo que todo el mundo coincidió en decir es en que era lo más parecido a una amiga que tenía Anselmo López. En las noches de verano, cuando las gentes sacaban sus sillas a la calle y pasaban las horas hasta la madrugada charlando, ellos colocaban las suyas en el campo de atrás de las viviendas, como tratando de distinguirse o alejarse de los demás. Por lo demás, entre ambos existía cierta corriente de solidaridad. No pocas veces que los parroquianos habían visto llegar a uno, le habían observado desplazarse a la vivienda del otro y recibir en la puerta algo de comer. De alguna forma, ambos se ayudaban. Sin embargo, la mayoría de los interrogados, excepto tres o cuatro especialmente temerosos de las palizas, dijeron no creer que fuesen pareja.

Luján dejó a un funcionario allí, con orden de esperar a que apareciese aquella mujer y llevársela a la comisaría, y decidió volver a Madrid.

Condujeron en silencio. Azpíriz se miraba las manos y Luján regresaba con dificultad de su dilatado baño en el lago de la ira.

-Había que hacerlo así, Azpíriz –fue todo lo que dijo-; en determinadas circunstancias, y con determinadas personas…

-¿Por qué no les enseñaste la foto? –contestó su compañero- Ellos te habrían dicho quién es el hombre de las barbas.

-¿Ellos? –Luján dejó escapar una breve risa- ¡Esa gente no ha visto en su vida a un hombre con levita, hombre!

Sintió que Azpíriz se volvía para mirarle.

-Ya. Pero, aún así, te lo habrían dicho. Yo reconocería al mismo diablo a cambio de cobrar una hostia menos.

Luján suspiró, y apretó fuerte el volante. Trató de pensar en las palabras de Azpíriz. Pero no lo consiguió.

La documentación de La Luci la identificaba como Lucía Odriozola de Juan, 34

22 Se refiere a la Dirección General de Seguridad, entonces alojada en el actual palacio de la Comunidad de Madrid.

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años, de profesión: sus labores. Pero resultó bastante obvio, a la luz de su forma de vestir, la naturaleza de esas labores. Sus ropas no eran excesivamente caras, pero sí estaban arregladas para entallar su cuerpo mucho más de lo que era, entonces, normal. De hecho, cuando la Luci había sido abordada por el uniformado que se había quedado esperándola, y a pesar del sol de justicia que regaba la tarde de Vicálvaro, llevaba puesta una gabardina, probablemente consciente de que su forma de vestir no era algo que pudiera contemplarse por cualquiera.

Carlos Luján y Azpíriz estaban relajándose y comiendo algo cuando Lucía Odriozola llegó a la comisaría. Por lo que luego les contaron, estaba muy nerviosa y puso varios problemas. Para cuando los dos policías se dejaron caer por sus mesas y leyeron la nota manuscrita que les informaba de la presencia de la retenida dos plantas más abajo, en una sala para interrogatorios, Luci ya tenía un ojo cerrado y había sido derribada de la silla dos o tres veces. Carlos Luján decidió jugar la baza conciliadora. Su llegada a la sala supuso el final de los golpes para Lucía. Se sentó frente a ella, le dio un cigarrillo, y desplegó frente a ella el corto abanico de pruebas de que disponía.

-Dime lo que quiero, y los de las hostias no volverán.

-Yo no he hecho nada-protestó ella, entre sollozos.

Luján la observó bien. Se preguntó cómo conseguiría tener aquel aspecto, mucho más joven que la edad que sus documentos declaraban. Obviamente, no llevaba puesta la gabardina, así pues su sencillo jersey en uve, casi escotado, dejaba entrever el inicio de sus dos senos, además de permitir que el contorno completo de su cuerpo pudiera adivinarse. Tenía Lucía, además, una larga cabellera negra, ahora muy desordenada, y una piel morena, tostada. Encendió su cigarrillo con manos temblorosas, enmarcando un rostro anguloso y proporcionado; su piel, a pesar de que en ese momento sudaba copiosamente, aparecía suave tan sólo a la vista. Luján se fijó también en sus manos, trabajadas pero, aún así, finas. Dedos acostumbrados a encontrar secretos entre los cabellos de cualquier hombre.

-Nadie te acusa de nada-Luján trató de transmitir tranquilidad y paciencia en su voz-. Sólo estamos… solicitando tu colaboración.

-¿Solicitando? –preguntó ella, pasándose el dorso de la mano bajo la nariz, mientras se sorbía las lágrimas. Sin embargo, si pareció querer empezar a protestar, no lo hizo.

-Solicitando, sí –Luján sintió lástima por aquella mujer herida. En el lugar menos indicado, en un momento prohibido. El tenía, en ese segundo, que centrarse en la obtención de confesiones. Sabía cómo hacerlo, le habían enseñado y siempre se había considerado, en frío y sin haberse aplicado aún, bueno en ello. Esa misma mañana no le había temblado la mano y se sentía orgulloso de ello, sin paliativos. Sin embargo, desde el primer momento, con aquella mujer fue diferente. Con el ojo sano que le quedaba, Lucía Odriozola lo miraba fijamente cuando él la hablaba, tratando de encontrar un sentido para la pesadilla de estar allí, en medio de aquel interrogatorio. Los culpables no son así. Sólo los muy buenos fingen hasta ese punto.

-Digamos…-continuó-, digamos que simplemente en tu vida se ha cruzado la casualidad de trabar… algún tipo de amistad con un hombre del que, quizás, no lo sepas todo.

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-Yo tengo amistad con muchos hombres –respondió ella, a la defensiva.

-Lo supongo –contestó Luján, dejando escapar un mohín-. Pero éste no es de ésos. No ese tipo de amigo. Éste era tu vecino.

Luján dejó que la información hirviese unos segundos dentro de la cabeza de su interrogada. Indudablemente, le sorprendió saber que Anselmo López era el motivo de su retención. Empalideció y tomó aire, que luego le costó expulsar. Luego, su rostro viró al rojo en décimas de segundo, cuando pareció comprender algo.

-¿Está… muerto? –preguntó con un hilo de voz.

-Y yo tengo que pensar que, caso de que sea así, a ti la pregunta se te ha ocurrido por casualidad, ¿no?

Luján esperaba derrumbar, con eso, lo poco de seguridad en sí misma que pudiese quedar dentro de su interrogada tras haber pasado por las manos y los puños de sus compañeros anteriores. Sin embargo, no fue así. Ella encontró fuerzas en algún lugar de su interior, probablemente en la tristeza que a todas luces la había invadido, para no perder la compostura.

-Anselmo nunca se había ausentado tantos días. Es por eso que me imaginé…

-Pues sí, está muerto –Luján se levantó y comenzó a pasear. Lucía Odriozola no movió la cabeza ni los ojos para seguirlo-. Y te diré, sin más datos, que ha muerto en unas circunstancias, además de extrañas, bastante crueles. Así que lo mejor, sepas algo o no sepas nada de su asesinato, lo mejor, te digo, es que me cuentes todo lo que sepas de él.

-No necesita presionarme –la voz de Lucía sonó casi como una protesta-. No tengo nada que ocultar sobre mi… sobre mi amistad con él. Éramos vecinos, sí. Con horarios un tanto raros, sobre todo yo. Comenzamos, simplemente, echándonos una mano. Quizá empezó él guardándome alguna carta de mi familia que llegase cuando yo no estaba en casa. Luego yo le hice la cena un par de veces que tenía trabajo hasta tarde. Charlábamos de vez en cuando.

-O sea, que sabes cosas de él. Quiero decir: de dónde viene, qué cosas ha hecho en la vida.

-No crea –el mentón de Lucía se hundió un poco más en dirección a la mesa-. Es… Anselmo era muy reservado con sus cosas. Una vez le pregunté dónde había nacido y me contestó con evasivas. También le pregunté en otra ocasión si el hombre de la foto –señaló al hombre de barbas en la imagen gastada que Luján había dejado sobre la mesa- era su padre, y estuvo tres días sin hablarme.

-¿Por una foto?

-No exactamente –la voz de Lucía retembló-. Yo había intentado poner un poco de orden en su dormitorio, limpiar algo… No tenía que haber abierto aquel cajón, pero lo hice. Luego fui una estúpida preguntándole por la foto. Se puso como loco cuando supo que la había cogido. Me prohibió que volviese a hurgar en sus cosas, y eso hice.

-Ajá. Así que supongo que ahora me dirás que ese papel escrito a lápiz no lo

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has visto en tu vida.

-No, señor.

-Y que no tienes ni idea de qué quiere decir RiP 203.

-No, Señor.

-Y que jamás le escuchaste decir algo ni remotamente cercano a eso, ni citar el número 203, ni nada.

-Eso es, Señor.

-¡Pues no me lo creo!

Luján dejó caer su puño derecho, violentamente, sobre la mesa, justo delante de Lucía Odriozola, que dio un respingo en su silla y comenzó a temblar.

-Es… es la verdad.

-¡Qué coño va a ser la verdad! –Luján agarró uno de los travesaños de la silla y tiró fuertemente hacia él, mientras se agachaba. Su rostro quedó junto al de la interrogada, pero ésta no se atrevió a mirarlo, y permaneció temblando y mirando hacia la mesa- La verdad te la voy a contar yo: Anselmo López no era tu vecino, sino tu… amigo.

-Señor, no…

-¡Señor, una mierda! Todas las chicas de barra americana tenéis un amante. O algo más que un amante. ¿Quieres que me crea que Anselmo López vivía de limpiar un establo?

-Usted habrá visto su casa. Él no…

-Eso no prueba nada –cortó Luján-. Puestos a buscar vicios, los podemos encontrar muy caros, ¿no crees?

Luján agitó la silla. Lucía lo miró, muy cerca, sin hablar.

-Te buscaste un chulo estupendo, Luci. Debes de ser bastante lista. Nada menos que un divisionario, un veterano, un camisa azul de los cojones.

Lucía volvió a mirar a Luján, con miedo. Luján se dijo: cuando un interrogado tiene miedo de tus palabras, sólo pueden ser dos cosas. Una, que son lo suficientemente convincentes. Otra, que son ciertas. La diferencia entre una y otra hipótesis es tan pequeña, se dijo, que no merece la pena buscarla.

-La mejor manera de que no te toquen, de que no te molesten, es estar debajo del ala de un tipo que puede visitar despachos o que sería escuchado aquí mismo. ¿Me equivoco?

-Anselmo… -balbució Lucía-, An… selmo me pidió que yo no dijese…, que yo…

-¡Nos ha jodido! ¿En esa colonia de muertos de hambre? ¿Cómo se las puede

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nadie dar de falangista allí?

-Peroperoperopero… -la Luci parecía al borde del colapso-, entonces, ¿por qué vivía allí?

-Eres más lista que eso, Luci. ¿Porque le gustaba tu coño, quizás?

Hasta Luján, en pleno éxtasis interrogatorio, se dio cuenta del cambio radical de actitud de Lucía Odriozola. Su rostro se endureció y le miró con ojos conminatorios, como si ella fuese la interrogadora. Luego suspiró hondamente mientras sus ojos se convertían en una estrecha línea por la que empezaron a brotar lágrimas casi sólidas.

-¡Usted no tiene ni idea! –gritó- ¡Ni idea! ¡El nunca me puso la mano encima!

-¡Venga ya, señorita!

-¡Venga ya, una mierda! –berreó ella, con su último hálito de valor- ¡Por eso le quería, imbécil! ¡Porque no tenía tu mirada de salido mal follado!

Luján se incorporó y tomó aire. La Luci estaba gimiendo antes incluso de que la golpease. Cayó al suelo con estrépito. Intentando enderezarse, la falda, ya algo más corta de lo habitual, se alzó más, dejando ver dos muslos bien torneados. Luján se sintió enceguecer. La pateó sin mirar, cinco o seis golpes a bulto buscándole el vientre. Luego la agarró de los pelos y tiró hacia arriba. Lucía emitió un grito casi animal. La sentó en la silla de nuevo. Pateó la silla. La hizo caer. Repitió la operación de los pelos. Cuando la volvió a mirar bien, la sangre le manaba por la nariz y le había manchado ya buena parte del cuello y el jersey. La dejó así. Caminó hacia la puerta y, de cara a ella, sin volverse porque no quería mirarla, contó sus respiraciones. Hasta que se sintió tranquilizar. Luego volvió, y se sentó frente a su interrogada. Ella estaba en la misma posición en que había iniciado el interrogatorio, sólo que ahora sangraba abundantemente, aunque no parecía percatarse de ello.

-A mí una puta no me llama imbécil, ¿estamos? –jadeó más que dijo, muy despacio-. O aprendes modales o te saco de aquí con una jeta que no te va a servir ni para hacer las camas donde trabajas ahora.

-Si, Señor-balbució Lucía Odriozola, y varias gotas de sangre salpicaron la mesa junto a sus manos.

-Estás siendo interrogada en un caso de asesinato, ¿vale? Un asesinato sin pistas, ni móvil, ni nada. Y resulta que el muerto es tu amante. Resulta que lo matan de un disparo, y que sólo las personas que frecuentan ciertos ambientes pueden conseguir esas cosas que se necesitan para matar a alguien de un tiro.

Lucía levantó la vista. Abrió los ojos con espanto. Luján se dijo: entiende adónde quiero llegar.

-Resulta que al muerto le cortan las manos para que no sea reconocido. Resulta que el asesino trata por todos los medios de que no se sepa que el muerto es quien es. Luego resulta que es un tipo sin historia, con una vida de mierda que no le importa a nadie. Resulta que no hay nadie en su vida. Salvo una persona.

-No, no, no… Señor, no, no…

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-Lo has entendido, ¿verdad? Si no hay nada más que una persona en su vida, ¿quién más podría no querer que se reconociese al muerto?

Mientras pronunciaba esas palabras, Luján se decía que no las creía. Para él, era evidente que el miedo que Anselmo López había mostrado en vida demostraba que había algo más en la vida de aquel hombre que un lío de faldas. Sin embargo, el efecto de sus palabras en el rostro de su interlocutora era tan evidente que sabía que era la línea que debía seguir.

De hecho, aquella sospecha, apuntada entre jadeos por el subinspector, acabó con Lucía Odriozola. Ya no fueron sollozos lo que salieron de ella, sino un llanto amargo, implorante, que se mezclaba con la sangre en sus mejillas, ensuciando el ambiente pesado de la sala sin ventanas.

-Yo.. ¡yo no he matado a nadie!

-Venga, Lucía. Confiésalo, y te sentirás mejor.

-Por favor, Señor Policía, por favor. ¡Tiene que creerme, por Dios, por la Virgen!

-Como vuelvas a jurar por la Virgen, tú, te arranco la cabeza de una hostia.

-¡Yo le quería, Señor! ¡Yo le amaba, Señor! ¡Señor!

La mujer acunó su rostro, sus lágrimas y su sangre sobre la mesa y allí se refugió, llorando a trompicones. Luján la observó fríamente. La tenía donde quería. Ahora sólo tenía que tender la mano. La dejó así cinco minutos. Las personas que lloran olvidan, solía decir Laura, su mujer; por eso nos sienta tan bien llorar. Por eso, Luján dejó que el llanto de Lucía Odriozola cediese poco a poco, dejó que regresara a su cabeza la doliente imagen de ella misma recibiendo dos o tres palizas como la de aquella tarde y, después, enterrando su vida en la cárcel de mujeres, sabe Dios con qué existencia. Era una puta, pero a todas luces jamás había soñado con tener problemas serios con la Justicia; el hambre y la necesidad crean ese tipo de monstruos inversos. Lucía Odriozola, a pesar de tener que ceder a los deseos de los hombres, a pesar de vivir en una vivienda de la que algunos perros huirían, a pesar de tener que caminar dos kilómetros de ida y dos de vuelta para tomar un autobús; a pesar de esa vida de mierda, era feliz hacía tan sólo dos horas, y ahora se daba cuenta. Por eso, porque pensaba todo eso, al llanto le siguió un temblor completo, cuerpo entero, manos, ojos, labios. Asesina. Ella sabía que no había matado a nadie, como lo sabía Luján. Pero también sabía que a aquel policía no le costaría juntar dos o tres indicios extraños y, con seguridad, calculaba que nadie arriesgaría ni media mejilla por ella si de confesar se trataba para, como decía Azpíriz, cobrar una hostia menos. En resumidas cuentas: su vida, por arrastrada y pordiosera que fuese, estaba en manos del hombre que la miraba con rostro de metal, al otro lado de la mesa, sin sonreír ni torcer el gesto, mudo e inexpresivo testigo del momento tenso en el que su vida, toda su vida, se iba por el desagüe de la injusticia.

-Señor, Señor Policía –terminó por balbucear-. Sé que… sé que parece… pero yo… ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío, madre, esto no me puede estar pasando!

Al escucharla implorar a su madre, Luján sintió que se le abría una grieta. Los auténticos delincuentes no llaman a sus madres. Quizá se estaba pasando.

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Le adelantó su pañuelo.

-Toma. Límpiate, estás horrible.

-Se lo voy a destrozar…

-No importa. Escucha, Lucía…

-Haré lo que usted quiera –le interrumpió la puta, repentinamente animada-. Lo que usted quiera, Señor.

-¡Pues habla, cojones! –el puñetazo en la mesa le hizo claramente a Lucía tanto daño como le hubiesen estrellado su propia silla en la cabeza- ¡Todo lo que quiero es saber quién era Anselmo López!

Ella lo miró a los ojos. Directamente. Inyectada de tristeza. Por un momento, Luján sintió que ella estaba por encima de él, que le podía. Se sintió pequeño, con pequeños sentimientos.

-Anselmo López era un valiente.

-Eso ya nos lo han dicho sus compañeros de armas.

-Le han mentido. Ellos no saben. Era un valiente, porque era un cobarde.

Aquello sí que era interesante. Carlos Luján se incorporó en su silla.

-Explícate.

-Incluso a mí me lo quiso ocultar. En realidad, parecía no distinguirse de la mayoría de la gente. Ya sabe usted…

-Pues no. No sé.

-Me refiero a la guerra. Empiezas a hablar de la guerra, y la mayoría de la gente se cierra en banda. No es un tema de conversación.

-Ya; la mayoría de la gente o no debe, o no quiere hablar de ella.

-Sí, Señor. Anselmo no era distinto. Si pronunciabas delante de él palabras como Rusia o División Azul, cambiaba de tema y, si intentabas acorralarlo para que hablase, te soltaba un bufido y podía estar un día entero sin dirigirte la palabra.

-La guerra no es una experiencia agradable, dicen.

-Para algunos es una tortura. Anselmo soñaba.

-¿Soñaba?

-Muchas noches. Un par a la semana, por lo menos, que yo… que yo sepa. Gritaba, lloraba, pataleaba. Pedía clemencia o, simplemente, emitía sonidos angustiosos, ininteligibles. Volvía a la guerra dos noches a la semana, y allí sufría, supongo, otra vez el frío y el pánico.

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-Para morir asesinado hacen falta amenazas más cercanas.

-¿Más… cercanas?

-Cercanas, sí. Presentes.

Lucía respiró hondo, negando por la cabeza.

-Le juro que si lo supiese se lo diría, Señor Policía. Yo nunca tuve esa sensación.

-¿Nunca le visitó nadie?

-Nunca, que yo sepa.

-¿No tenía amigos?

-En el colmao. Pero no creo que los viese fuera de la taberna. Por donde nuestra casa jamás pararon.

Luján se detuvo para pensar. Siempre podía ser que la extraña actitud del muerto respondiese a algún tipo de locura. Que Anselmo López hubiese llegado a confundir la realidad y el sueño y tuviese momentosen los que creyese estar todavía en el campo de batalla.

No obstante, lo cierto es que Anselmo López había sido asesinado, y sus manos cortadas. En tiempo de paz.

Volvió a mirar a Lucía. Había dejado de sangrar. Casi de temblar.

-Lucía, mírame a los ojos.

-Sí, Señor.

-¿De verdad no sabes nada de RiP 203?

-Se lo juro por lo que más quiera, Señor. ¡Por lo que más quiera!

-¿Ni del hombre de la foto?

-Ya se lo he contado. Una vez pregunté, pero él…

-¿Sabes si Anselmo López tenía familia; padres, hermanos, cuñados?

Ella negó con la cabeza, con violencia.

Luján se dijo: la creo.

-A tu amigo lo mató alguien relacionado con la guerra de Rusia. Con la División Azul.

Lucía Odriozola levantó la cabeza. Su boca se torció en un rictus de asco.

-Las guerras siempre te acaban jodiendo.

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-Supongo.

-Eso decía.

-¿Anselmo?

-Constantemente –la mujer se retorcía los dedos de las manos con tanta violencia que parecía que fuese a partirse alguno de ellos de un momento a otro-. Bebía y bebía hasta el amanecer. Cuando estaba completamente borracho se sentaba a mi lado, colocaba la cabeza en mi pecho, como un niño chico –con un gesto, pareció querer acunar un rostro inexistente-, y luego lloraba. Y maldecía. Y luego decía: las guerras siempre te acaban jodiendo.

Carlos Luján dijo, como en un eco:

-… porque todo puede volver.

Lucía dio un respingo.

-¡Eso! ¡Eso también lo decía!

Y allí estaba: de nuevo, frente a la pared muda de la ausencia de resultados, de pistas. Palmoteó contra la mesa, y se levantó con un suspiro.

-Una puta y un veterano muerto de miedo… vaya plan, joder.

Ella no se atrevió a decir nada.

-Estás libre –le informó Luján, encendiendo un cigarrillo-. De momento. ¿Dónde paras?

-¿Dónde… qué?

-No te me hagas la idiota. Que dónde trabajas.

-Se llama Club 56 –informó ella, no sin renuencia-. Muy discreto.

-Ya me informaré. Pero te quiero cerca, ¿eh?

-Sí, Señor.

-Si se te ocurre ahora, por casualidad, volver a casa de mamá o cambiar de ciudad, te encontraré y te arrancaré los ojos, ¿lo entiendes?

-Sí, Señor.

-Lárgate. Pero antes de salir a la calle, lávate toda esa mierda. Das pena.

-Sí, Señor.

Algunas horas después, ya en la noche, Carlos Luján colocó una mano sobre el hombro desnudo de Laura, su mujer. Ambos se habían acostado, agotados, pocos minutos antes. La ventana del dormitorio estaba abierta y, como siempre en verano, la habitación estaba envuelta en una penumbra que permitía ver con precisión.

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-¿Qué pasa? –El rostro de Laura se volvió hacia él.

Él la miró en la oscuridad. Musitó «nada, nada…Perdona», y la dejó dormir.

Se había vuelto hacia su mujer aún medio dormido, en la primera duermevela de la noche. Ese momento en el que aún no se sueña, se piensa en cosas de la vida real pero la tentación de la noche y el cansancio las comienza a distorsionar. Ese peligroso momento del día en el que las cosas habituales siguen presentes, sólo que ya son distintas. Así pues, Carlos Luján se había sentido en esa misma cama, junto a esa misma mujer. Momento presente. Pero el sueño lo había empezado a tomar y, repentinamente, había llegado a creer que, con el solo gesto de volverse, volvería a encontrarse con otra mirada distinta de que la que vio en el rostro de Laura.

La mirada de Lucía Odriozola cuando le decía: Sí, Señor. Haré lo que usted quiera. Señor.

Tres horas después sonó el teléfono. Marido y mujer dieron un respingo. Un sudoroso Carlos Luján, con el corazón aún golpeando las paredes de su pecho, fue al salón y descolgó al aparato.

-Soy… soy Luján. Diga.

-¿Luján? Rebollo.

-Inspector Rebollo… ¿qué hora es?

-No me pregunte cuándo, sino dónde. Bajo el Viaducto. Ahora mismo.

-¿Qué vaya… ahora mismo?

Segundos de silencio.

Luego de nuevo la voz, esta vez socarrona, del inspector.

-Creí que se pondría más contento con la solución de su puto caso.

-Voy inmediatamente –Luján ya se había despejado.

Llegó a tiempo de ver los despojos. El cuerpo desarmado de un hombre, probablemente de mediana edad, que a todas luces se había estampado contra el suelo desde el Viaducto.

-Higinio Longares –le informó el inspector Rebollo, al que era la primera vez que veía sin corbata, en medio de aquella noche casi vacacional, tórrida, de Madrid -. De profesión, maestro de esgrima.

-¿Este tipo? –Luján se había percatado de la humildad de sus ropas y de sus zapatos. Ese tipo de cosas que había aprendido, en parte, gracias al propio Rebollo.

-Maestro de esgrima, sí. Un sablazo por aquí, otro por allá.

-Ya. ¿Otro de la cuadrilla de la División?

-Lo dudo –respondió Rebollo, sorbiendo su cigarrillo-. Hemos repasado listas y

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comprobado varias decenas de historias entre usted, Azpíriz, yo mismo y algunos otros. Nos habría aparecido. Este tipo sólo es un muerto de hambre.

-Ya. O sea que…

-O sea que, como yo dije, el asunto Anselmo López no fue nada más que un asunto entre muertos de hambre.

-Parece usted muy seguro de que este tipo sea el asesino de Anselmo López.

Por toda respuesta, Rebollo se volvió hacia su espalda, y gritó.

-¡Margall! ¡Margall! ¡Ven aquí, que te quieren ver!

Pocos segundos después, desde los alrededores del cadáver se acercó el cuerpo entrado en carnes y el rostro de campesino del forense Margall.

-¡Coño, Luján! ¡Tú por aquí! Bueno, por lo menos hoy no llueve. Y toda la basura es orgánica.

-Enséñale la prueba, Margall.

-¿La prueba?

-¡La prueba, cojones!

-Ah, sí…

Margall puso delante de Luján un sobre transparente con un papel. Estaban debajo de una farola y se veía bien. Era una cuartilla normal y corriente, a la que le faltaban algunos trozos. En la cuartilla, un texto escrito con letra temblona.

In Bello, Amicitia.

Dentro del sobre había quinientas pesetas en billetes de cien.

Luján sintió que se quedaba sin respiración. Pero hizo un esfuerzo por recuperarse.

-Espera, Rebollo. ¿Un problema entre ladrones?

-Eso he dicho.

-Ya. Y, ¿por qué saca a colación un ladrón el lema de un grupo de falangistas de la División Azul? ¿Acaso no demuestra eso que el asunto tiene algo que ver con la guerra?

-No necesariamente –respondió Rebollo, con gesto serio-. Sólo demuestra que este tipo sabía que su víctima tenía algo que ver con ese lema.

-Pero López escondió el anillo…

-Cierto. Tan cierto como que varios policías llevan días preguntando por colmaos y lugares varios si alguien sabe algo de In Bello Amicitia, ¿o no?

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Luján se quedó sin palabras.

-Éste –dijo Rebollo- se carga a Anselmo López. Quién sabe por qué. Quién quiere saberlo. Eso sí, es más que probable que fuese por dinero, por ese dinero que estaba en el sobre. Luego se siente culpable. Se tira por el Viaducto. En su último acto en el mundo, decide reconocer su crimen. Para que la Virgen no le de un par de patadas. Caso cerrado.

-Es una posibilidad, pero…

Rebollo se colocó frente a Luján. Alto, imponente, seguro de sí mismo.

-Luján: caso cerrado.

Y ese fue el día o, mejor, la noche de julio de 1948 en que la policía cerró el caso del asesinato de Anselmo López a manos de Higinio Longares.

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Capítulo tres

En el gélido noviembre de 1950, en la calle Rey Francisco de Madrid, unos vecinos llamaron a la policía y los bomberos para quejarse del hedor que parecía despedirse del cuarto piso del inmueble en que vivían. Aquel piso era la casa de doña Severa, una mujer que resultó ser prima de una condesa a cuyas recepciones solían acudir muchos gobernadores, procuradores y jueces de aquel tiempo. Fue por esta circunstancia (doña Severa no era la conocida, sino la condesa) por lo que aquel homicidio se conoció entre los policías que lo investigaron como El crimen de la Condesa prima. Y fue así porque, tras intensas llamadas sin respuesta y de derribar la puerta de la casa, los bomberos encontraron a doña Severa tumbada en la cama de su dormitorio, salvajemente asesinada a cuchilladas, en medio de una casa cuyo ambiente ardía como un infierno, ya que nadie había apagado ni un minuto en los últimos días las estufas de la casa; y todas estaban encendidas.

Hubo mucha presión sobre los policías para encontrar un culpable. Las primeras pesquisas, además, señalaron un sospechoso bastante evidente: Rosa Oliveira, que había sido empleada de hogar de doña Severa, aunque unos dos meses antes de lo sucedido ésta la había despedido, al parecer por sisar sistemáticamente del dinero de la compra. En relato que todos los vecinos confirmaron, Rosa Oliveira y doña Severa habían mantenido una fortísima discusión un domingo por la mañana y, de hecho, la criada había bajado las escaleras al marcharse, cuatro pisos, gritando improperios a su antigua ama, llamándola vieja, amargada y cosas peores, y asegurando, textualmente, que un día se las iba a pagar todas juntas.

La muerte de Doña Severa era difícil de fijar en el tiempo pero, finalmente, los forenses concluyeron en un espacio de unas doce horas en el que consideraban que tenía que haberse producido.

Cuando fue localizada e interrogada, Rosa Oliveira, además de negar la autoría de los hechos, fue incapaz de dar razón de sus actuaciones durante la mayor parte de ese tiempo.

El caso estaba a punto de cerrarse hasta que Carlos Luján, cesante tras haber terminado unas labores rutinarias que se le habían encomendado, fue adscrito a él. Hasta que él llegó nadie parecía haber reparado, o quizá no lo preguntaron, en que doña Severa no tenía que haber estado en su casa de Madrid el día que fue asesinada. Su sobrino la había invitado a pasar algunos días en Jerez, donde vivía, dado que allí el clima era mucho más generoso con los huesos deshechos de la pobre anciana. Lamentablemente, según declaró, estando en Madrid unos asuntos urgentes lo habían reclamado en Sevilla, así que, y puesto que no iba a estar en Jerez con su tía, decidió aplazar la estancia. Fue a su casa para decírselo, pero doña Severa no estaba. Así pues, dejó una nota en la puerta de su casa advirtiéndola de que no irían a Jerez, y de que ya la escribiría para darle detalles (doña Severa no tenía teléfono). Ahora el sobrino, en medio de un mar de lágrimas, se culpaba de haber dejado escrita y pegada a la puerta de su tía la información que el asesino necesitaba. Prueba evidente de que el asesino había usado aquella nota era que el papel no había aparecido, ni pegado a la puerta, ni en lugar alguno.

Tal y como lo analizó Luján, en toda la historia había dos piezas que no terminaban de encajar. Una, por qué una mujer que planea durante dos meses el

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asesinato de su antigua ama lo perpetra precisamente en un momento en el que la víctima debería estar fuera. Y otra que no sospechaba pero confirmó leyendo el expediente del caso: Rosa Oliveira había firmado con un aspa, así pues no sabía escribir y, probablemente, tampoco leer. Pero, ¿cómo una persona analfabeta podría aprovechar una nota manuscrita, como no fuese para sonarse las narices?

Estas dudas movieron a Luján a hacer «juego revuelto» y empezar de nuevo. Eso no gustó mucho a los inspectores que estaban adscritos al caso, pero lo cierto es que Luján era ya un policía relativamente experimentado (dos años), estaba cercana su salida del Infierno; y, además, todos los demás suspiraron aliviados cuando alguien dio el paso al frente y decidió dedicarse a un caso sobre el que el mismísimo Viejo Ramos preguntaba dos o tres veces al día, como si la muerta fuese su madre. Luján se echó al comisario a la espalda y siguió adelante. En Sevilla le confirmaron la versión del sobrino: más o menos a la misma hora en que, por así decirlo, «empezaban» las doce de plazo establecido por los forenses para la muerte de su tía, él estaba en un restaurante sevillano departiendo con unos posibles socios futuros en una empresa que quería emprender.

Luján tenía una sospecha. Y la confirmó.

Llamado el sobrino para unas comprobaciones rutinarias, se las arregló para acabar hablando con él de lo mucho o poco que iba por casa de su tía. Y resultó que era mucho. Así que le preguntó por Rosa. El sobrino se mostró esquivo a la hora de considerar a Rosa una mala mujer, aseveró que siempre había tratado a su ama con pulcritud aunque con cierta indiferencia y juró que, para él, la forma tan violenta que había tenido de zanjar su relación con ella era casi increíble. Pero lo que realmente llamó la atención de Luján fue que, hablando de lo que había sido el origen del crimen (las sisas) el sobrino le dibujó la escena de una anciana doña Severa dictándole a su criada las viandas de la compra. Por eso volvió a la cárcel, donde Rosa le explicó que, efectivamente, nadie en la casa sabía que era analfabeta. Ella fingía escribir la lista de la compra aunque, en realidad, la memorizaba. Algo que, entonces, hacían muchas criadas y camareros en España.

Ese detalle le dio la clave.

El resto fue fácil. La calefacción no se quedó puesta por casualidad. La dejó puesta el asesino, para retardar ligeramente el rigor mortis; lo suficiente como para cometer el asesinato, tomar un coche, conducir a gran velocidad hasta Sevilla y estar en el restaurante a tiempo. Las investigaciones, que hasta entonces se habían centrado en la criada, pronto dieron sus frutos con el sobrino: estaba arruinado. De hecho, ese negociete para el que buscaba inversores era su huida hacia delante, pero para ello necesitaba un capital previo que, por cierto, su tía (siempre hay alguien escuchando en un patio de luces) había desechado prestarle, eso sí, entre arrumacos y buenas palabras (lo cual explica que nadie refiriese ese diálogo cuando los policías preguntaron por enemigos o discusiones). Por lo demás, aquel tipo no era ni mucho menos un asesino profesional. Probablemente consideraba la maquinación de la nota en la puerta un detalle de genio, uno de esos toques de asesino de inteligencia superior; así pues, cuando Luján se lo desmontó con la sorprendente noticia del analfabetismo de Rosa, se derrumbó. Dado que no se había producido violencia en la puerta de la casa, era obvio que quien había entrado disponía de medios para ello; descartada la criada, los candidatos eran muy pocos, puesto que doña Severa era soltera, motivo por el cual, por cierto, su sobrino era su heredero legal.

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En menos de hora y media, lo confesó todo. Confesión que trajo prendido el encumbramiento definitivo de Carlos Luján como un policía de primera.

Carlos Luján tenía inteligencia natural para ser detective. Pero, además, tuvo un gran maestro. Desde la solución del caso del asesinato de Anselmo López, el inspector Rebollo no se recató de buscarlo y solicitarlo para trabajar con él. Bajo el ala de uno de los dos jefes de la oficina (por debajo, claro está, del Viejo Ramos), Luján aprendió todas las cosas que necesitaba para complementar su sexto sentido. Ismael Rebollo tenía una capacidad innata para descubrir, como había hecho con los calcetines de López, indicios en los detalles, a la vez, más visibles y más despreciables de un caso. En realidad, López y Rebollo nunca intimaron (todo el mundo decía que el inspector sólo tenía compañeros ocasionales para la barra del Lunarcito); pero el veterano comenzó muy pronto a respetar al novato, sus puntos de vista, su forma de afrontar la investigación de los casos y, sobre todo, sus intuiciones. La pareja Rebollo-Luján se convirtió pronto en un clásico. Combinaban las intuiciones del policía joven con la capacidad del experimentado a la hora de confirmarlas casi desde la nada. A principios de los cincuenta, Carlos Luján tenía 30 años cumplidos y Rebollo algo más de 50; pero, a pesar de la juventud del primero y la diferencia de edad del segundo, cuando un caso especialmente importante se torcía, el comisario echaba mano de su mano derecha y, era cosa sabida en todo el departamento, le insinuaba dónde buscar apoyos. A partir del crimen de la Condesa prima, el respeto al joven Luján estuvo fuera de toda duda.

A partir de la treintena, sin embargo, Luján tuvo que empezar a volar solo más a menudo. La presencia de Rebollo en la oficina se fue espaciando más. Lenta pero inexorablemente, las costumbres de aquel inspector, hasta aquel entonces algo así como el ministro en la Tierra del comisario Ramos, empezaron a cambiar. Antúnez, su compañero en el Cielo, empezó a tomar crecientes responsabilidades, ante la más que aparente indiferencia de Rebollo. A Luján le costaba entender eso pues consideraba, y no era el único desde luego, que si alguien merecía en aquella oficina heredar el puesto del Viejo Ramos, ése era Rebollo. Pronto, sin embargo, se hizo patente que el inspector tenía otros intereses. Hombres de paisano, hombres que nunca parecían sentirse obligados a identificarse (y era raro encontrar entonces alguien que no se sintiese obligado a identificarse en medio de policías), venían a verlo y se lo llevaban. A veces se los veía en El Lunarcito, en alguna esquina de la barra, obviamente esquivando cualquier otra compañía, en conciliábulo.

Luján deseaba saber más. Pero Rebollo, sin dejar de expresarle cada vez más su respeto profesional, sin dejar de demostrar una confianza en él que otros policías con muchos más años envidiaban, no se abría con él. Ni con nadie.

Por eso, a Luján le pilló tan de sorpresa su superior una tarde otoñal del 54, cuando Rebollo, mientras bebían dos chatos de vino antes de volver a sus casas tras una jornada bastante insulsa, le preguntó:

-Oye, Luján. ¿Te acuerdas de Dositeo Galán?

-No mucho; no, la verdad –admitió Luján; y era completamente verdad que había olvidado ese nombre.

-Un testigo del caso del cadáver sin manos. Aquel divisionario.

-¡Pues claro! –Como casi siempre, la mente del subinspector se aclaró con

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rapidez- Míster Porto Flip.

-Ha muerto. El mes pasado –informó Rebollo, fríamente-. Cirrosis hepática.

-Oh –Luján no sabía qué decir; era porque no sabía el motivo de que Rebollo le hubiese sacado el tema-. Lo siento. No me cayó mal.

-¿No te cayó mal?

-Pues no. Oye, y, tú, ¿cómo sabes que se ha muerto, y de qué y todo eso?

Rebollo lo miró enigmáticamente antes de hablar.

-Siempre me he dedicado un poco a saber este tipo de cosas.

-¿Este tipo de cosas? ¿Qué tipo de cosas? ¿Las necrológicas de la ciudad?

En el rostro de Rebollo se formó un rictus de fastidio.

-Luján, te conozco hace demasiado tiempo como para pensar ahora que eres un imbécil gilipollas.

Terminaron de beber, y caminaron. Ambos vivían en la misma dirección, así pues, habitualmente recorrían seis o siete manzanas antes de separarse. Luján iba pensando en la conversación anterior. Sus porqués. Para él, entender a Rebollo era una especie de reto.

-La clave está en que me cayó bien –dijo, finalmente Luján.

-¿La clave?

-Querías saber mi opinión sobre Galán.

-Exactamente –susurró Rebollo.

El verano daba aquella noche sus últimas boqueadas en Madrid. Las sombras eran frías pero sobre las aceras el cálido aire de los días largos parecía querer quedarse. Y la hierba todavía olía a fresca. Era agradable pasear. Ayudaba a pensar, a entender. Así pues, Luján pensó y entendió deprisa.

-No entiendo qué podéis… que puedes temer en un tipo como Galán. Hace seis años ya tan sólo era un borracho.

Rebollo enarcó las cejas, sin dejar de mirar hacia adelante. Era su forma de decir: eso que dices me parece dudoso.

-Galán no era nadie. Un puto héroe mutilado más con despacho oficial, secretaria, cochecito y prebendas. Lo jodido es lo que representa.

-No veo qué puede representar un tipo así.

-Muchas cosas. Sobre todo si, en lugar de a beber, se dedica a fastidiar.

Luján se paró. Rebollo hizo lo mismo. Se encararon.

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-¿Me estás llamando traidor?

-¿He dicho yo algo de ti?

-Has dicho que no te gustaba que el tipo me hubiese caído bien.

-Parece como si no me conocieras –respondió Rebollo, con una leve, fría sonrisa en los labios-. Cuando yo he querido decir de alguien que es un hijo puta, ¿acaso me he recatado de usar todas las palabras?

-Vale, vale. Está bien. Pero sólo dime una cosa.

-Si puedo…

-¿Debo recelar de ti?

Fue delectación lo que sintió Carlos Luján al comprobar, pues conocía bien a su interlocutor y éste no se lo podía ocultar, que había mordido en blando. No esperaba esa pregunta. Sin embargo, Rebollo era de esa gente que se recuperaba en medio metro cuadrado y menos de un segundo. Volvió a enarcar las cejas y a apretar los ojos mirando al horizonte que tapaban las casas del barrio de Salamanca, luego buscó con la mirada un banco cercano, y se sentó en él. Luján le imitó. Rebollo sacó un cigarrillo y le ofreció a Luján. En los últimos tiempos, había empezado a fumar como un verdadero policía, así pues lo tomó y lo encendió con su propia cerilla.

-Dime, Luján. ¿Cómo crees que sería España hoy si viviese José Antonio?

Ahora fue Luján quien se quedó sin habla. Porque él tampoco esperaba esa pregunta.

-No… no sé.

-No digas que no sabes. Hace ya casi diez años que la ley dice que España es un Reino23.

-¿Y qué?

-Los reinos tienen reyes.

-O regentes.

Rebollo fumó en silencio, sin contestar.

-José Antonio tendría hoy 51 años –continuó Luján-; Franco tiene 62. La ley de vida estaría con él.

-Y la de la muerte está con Franco -apostilló Rebollo, con voz ronca.

23 Se refiere a la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado, de 26 de julio de 1947. Hasta

ese momento, tras la guerra la definición del Estado español había sido jurídicamente muy difusa (y seguiría siéndolo hasta los años sesenta). Esta ley definió España como un Reino, así como la potestad del Jefe del Estado (Franco) de designar a la persona que considerase conveniente como su sucesor a título de Rey o de Regente; como de hecho haría en 1969 en la persona de Juan Carlos de Borbón.

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Luján sintió una inquietud de difícil concreción en el pecho.

-Rebollo, joder. ¿Dónde quieres llegar?

El inspector miró al suelo largo rato. Luján pensó que sopesaba alternativas, así que lo dejó en paz. Cuando pareció tomar esa decisión, se incorporó y miró a Luján de frente.

-Es una cuestión de lealtad.

-¿Lealtad?

-Sí, Luján. La cuestión, hoy, es a quién somos leales.

-¿Somos? ¿Lo dudas?

-No. Pero sólo si me lo dices.

Luján tomó aire, y le costaba expirarlo. Igual que creer lo que estaba oyendo.

-¡Joder, Rebollo! ¡Yo soy fiel a Franco, por supuesto!

Rebollo tiró el cigarrillo, y asintió repetidas veces.

-Me alegra oír eso.

-¿Te alegra oír eso? Pero, ¿a qué coño estás jugando, inspector? ¿Qué despropósito tienes en la cabeza?

Rebollo apartó la vista, bufó y apretó los labios. Luego volvió a mirarlo. Sus ojos no eran sus ojos.

-Mira, Luján. Puedes soñar todo lo que quieras con un mundo de generales y regentes cortando flores en armonía en los jardines de El Pardo; pero los sueños no se hacen realidad por mucho que los soñemos. En una lealtad, ¿cuántos líderes caben?

-¿Qué pregunta es ésa?

-Es una pregunta; así que contéstala.

Luján dudó. Tratando, además, de ganar tiempo. De buscar que se tranquilizara su jefe y ya no sabía si medio amigo.

-Un ejército puede tener varios generales.

-No te vayas por las ramas. ¡Líderes, Luján, líderes!

Acorralado, asintió.

-Veo lo que dices, Rebollo. Sólo puede haber un líder.

-Ajá. Y, ¿a ti te dio la impresión que aquél Galán que tan bien te cayó tenía el mismo líder que tú dices tener?

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Luján se sintió levantándose como un resorte. Fue su forma de ponerse en guardia. Y, sin embargo, Rebollo, que permanecía con los codos apoyados en los muslos, las manos juntas y mirando al suelo, permaneció ajeno a la reacción.

-Inspector, te exijo que ahora mismo…

-Siéntate, Luján.

-No hasta que…

-¡Siéntate, coño!

Carlos Luján reconoció el tono de las órdenes imperativas. Un tono que hizo volver los rostros de varios transeúntes. Así pues, obedeció y permaneció allí, en silencio. Mirando de reojo a su superior tratando de poner en orden sus pensamientos.

-Debes saber que entiendo lo que dices –terminó por musitar.

Rebollo no le contestó.

-Discutí elegantemente con Dositeo Galán el día que lo interrogué. Sé bien lo que pensaba. Cómo se sentía.

Rebollo asintió con la cabeza. Luján sintió una opresión en el pecho antes de hablar.

-Pero lo que no me puedo creer es tu actitud. Lo que significa.

-¿Mi actitud?

-Sí. Puedo creer que Galán y cualquier Galán estén equivocados. Lo que no puedo creer es que quede tan poco sitio en este país para ellos que hasta la policía secreta los persiga.

Entonces Rebollo sí que le miró. En el duelo de ojos, Luján pensaba: sí, Ismael. Lo sé. Tampoco es tan difícil de adivinar para alguien medianamente inteligente. Visitantes de paisano que caminan por una comisaría como Pedro por su casa. Un inspector que se ausenta, que pierde peso dentro de la comisaría que le da de comer, pero no sólo no se muestra preocupado por ello, sino que lo fomenta aún más. Tú, Rebollo, ya no sueñas con sustituir al Viejo Ramos. Porque estás acumulando trienios en otra parte. Esto de la investigación de homicidios se ha convertido en tu tapadera. Sólo eso.

-Esta tarde estoy descubriendo que no me conoces –dijo Rebollo, con voz calma-. Si yo persiguiese a personas como Galán, ese tipo no se habría muerto en su despacho oficial.

-Hay muchas formas de perseguir.

-Eso es cierto –concedió Rebollo-. Y la más leve de todas es la prevención. Simple prevención, Luján.

-Ya. Vigilar, y tomar nota.

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-Exacto. Vigilar, y tomar nota.

Luján sintió el aliento del desprecio soplando en su cabeza, batiendo contra las paredes de su conciencia.

-Dime una cosa.

-Quizá no pueda.

-Ésta sí. Es sólo personal. Sólo quiero preguntar cómo llevas eso de vigilar como si fuesen enemigos a los que te sacaron las castañas del fuego hace quince años.

Lo hizo para airarlo. Por eso le sorprendió que Rebollo, un hombre de sangre bastante caliente como él sabía bien, no estallase. Lejos de eso, suspiró, sacó del bolsillo de su gabán el paquete de cigarrillos, sacó dos más, le ofreció uno y encendió el suyo. Luego se tomó dos o tres buenas bocanadas de reflexión antes de hablar, con el tono con el que un abuelo centenario contaría a su bisnieto el oculto secreto de la familia.

-¿Quién me sacó a mí, a España, las castañas del fuego? Luján, al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios. El 18 de julio de 1936, todos los falangistas estaban en España. Y el Alzamiento fracasó.

-Oye…

-No. Oye tú. Escúchalo aunque te joda. Aunque te sorprenda escucharlo de un camarada. Ya sé lo que dice la propaganda, ya sé cómo suena la guerra civil contada en los folletos de la Falange. De hecho, he creído eso mucho tiempo, como tú sigues creyéndolo. El 1 de agosto de 1936, por poner una fecha, España seguía siendo republicana y marxista. Todos los camisas azules del mundo no bastaron para cambiar las cosas. A España la liberó el ejército. La liberó Franco. Franco, Mola, Moscardó.

-Y mucha más gente.

-Y mucha más gente, sí. Pero lo primero que tienes que entender, Luján, es quién ganó la guerra. Y lo segundo es que, después de una guerra, manda quien la ganó, y sólo quien la ganó.

Luján sacudió la cabeza y se revolvió en el banco, incómodo.

-Todos somos ese alguien que ganó.

-Sí. Y no.

-Esas componendas son absurdas.

Rebollo suspiró de nuevo, como un profesor cansado frente a un alumno que se obceca en su ignorancia.

-Luján… ¿tú sabes quién era Juan José Domínguez?

El subinspector rebuscó en su memoria, inútilmente.

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-Debo confesar que no.

-Ah, ah –Rebollo rió afectadamente-; entonces es que no eres un buen falangista. No conoces ni a tus propios mártires.

-Si tú lo dices…

-Yo lo digo, sí. Juan José Domínguez era falangista, y de los buenos. Murió fusilado, cantando el Cara al sol, ¿qué te parece?

Luján, por toda respuesta, se alzó de hombros. Resultaba heroico el relato de Rebollo, pero no dejaba de ser uno más. No acababa de entender por qué se lo refería.

-Lo fusiló Franco, Luján.

Luján sintió que la sangre le abandonaba el rostro.

-¿Qué...? ¿Franco?

-Franco, sí. El 1 de septiembre de 1942, en Bilbao.

Luján no supo qué decir. Rebollo sorbió de su cigarrillo, y luego siguió hablando como quien refiere un atestado cualquiera.

-Quince días antes, en una misa también en Bilbao conmemorativa de la Cruzada, se juntaron, como pasa siempre en el norte, tradicionalistas y falangistas. A la salida comenzaron los piques. Ya sabes lo que nos jode llevar la puta boina24. A Domínguez y a otros se les calentó la boca primero y la sangre después. Alguien tiró una granada.

-¡Joder!

-Hubo varios heridos. Lo malo es que dentro de la iglesia estaba el ministro de Defensa. Varela. No sé si sabes.

-Pues no.

-Yo sí. Muy bien casado. Un braguetazo de los buenos. Una tal señora Ampuero. Mucho dinero y mucho carlismo. Condes, vizcondes y monarcas por todas partes, ya sabes.

-Ajá.

-La granada la lanzamos nosotros y Varela se lo tomó por lo personal. Se bajó al Pardo a malmeterle a Franco. Claro que Franco hizo una de las suyas, porque por el camino también se lo llevó a él por delante. Pero a Domínguez lo fusiló y, lo que es más importante, ésta fue la razón, la verdadera razón, de que se quitase de en medio a su cuñado25. Luego, abrió la puerta de los Pirineos para que todos los que querían

24 La boina roja no era un signo falangista, sino tradicionalista. Le fue impuesta a los falangistas en la Unificación. Rebollo se refiere, aquí, a la sempiterna animadversión entre tradicionalistas y falangistas.

25 Ramón Serrano Súñer.

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seguir pegando tiros se fueran a Rusia y le dejasen en paz. La jugada perfecta.

Luján reflexionó. Una brisa susurró un anuncio de invierno y le provocó un escalofrío leve.

-Me has contado eso para demostrarme que hay gente no tan afecta a Franco.

-No –respondió Rebollo, volviéndose en el banco y encarándose con su subordinado-. Eso ya lo sabes. Te he contado esto para demostrarte que a Franco no le tiembla la mano. Que ha fusilado, y fusilará si es necesario. Que igual que ha limpiado España de rojos la limpiará de cualquier otro tipo de basura. Y que, en esas circunstancias, hay dos alternativas: estar en el pelotón de fusilamiento, o estar en el paredón.

Luján escrutó a su superior. Sintió un acceso de ira.

-¿Estar en el paredón? ¿Te refieres, como José Antonio?

La decepción se pintó en el rostro del inspector.

-Luján, estoy tratando de hacerte un favor.

-No –protestó el subinspector-, el favor, en todo caso, me lo habré hecho yo, con mi trabajo. Me he ganado tu respeto. Yo. Tú, ahora, lo que quieres es seguir aprovechándome. Quieres que tu pupilo te cunda también en tus labores de… ¿cómo la has llamado?; ah, sí, vigilancia preventiva.

Rebollo negó con la cabeza, y se levantó. Dio dos pasos sin despedirse, aunque luego se volvió. Luján seguía sentado en el banco, mirando a su superior marcharse, dibujándole con la imaginación un aura de desprecio.

-Sabes tener los ojos abiertos –terminó por decir el inspector-. Eres listo y la gente confía en ti. Además, tienes criterio. Eso, en realidad, es lo importante. Lo que tú pienses me importa una mierda, créeme. Yo no interrogo en los bancos de la calle y, cuando interrogo, no doy cigarrillos, sino otras cosas más… más palpables.

-Conozco tus métodos.

-… que son los tuyos. Los tuyos, Luján: no lo olvides, porque tienes la mano tan larga como la mía cuando te interesa. Pero no discutamos más. Lo que me interesa es tu criterio. Hay dos formas de ponerle problemas a un Jefe: estar contra él o no estar a favor.

-No digas más –le interrumpió Luján-. Déjame que adivine. Los que no están a favor no te interesan. Ésos son los borrachos, los revolucionarios de salón, los fascistas de opereta. Camisa azul, Cara al sol, me cago en Franco, y luego vivo de la prebenda.

-Qué listo eres.

-A ti te interesan los que están en contra. Los que estén dispuestos a hacer algo. Los que hagan piña. Los que quieran ir al Pardo a decir: eh, tú, o haces lo que yo

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quiero, o toma el camino de Don Alfonso26.

-En efecto –concedió Rebollo-, y déjame que te explique cómo funciona esto: si ves a alguien así, si conoces a alguien así, debes conseguir que esté en la lista. Porque si no lo haces…

-Ya, ya –interrumpió, con voz ronca, Luján-. Si no lo hago, entonces yo también estaré en la lista.

Rebollo sonrió con boca torcida, y afectó el saludo militar.

-Que tenga buena noche, señor policía.

Se dio la vuelta y echó a andar, con las manos en los bolsillos de su gabán.

Después de aquella tarde-noche de 1954, las cosas no volvieron a ser iguales entre Carlos Luján e Ismael Rebollo. Nunca había existido entre ambos una corriente de confianza sincera pero, a partir de entonces, a todo ello se unió una frialdad calculada y correcta entre ambos. Luján nunca le dio un solo nombre. Cierto es que no tuvo ocasión de ello hasta el momento en que la vida, o más bien el caso Anselmo López, volvió a unirlos de una forma completamente inesperada. Pero él sabía que, de haber recibido alguna pista, algún contacto siquiera indirecto con presuntos grupos de falangismo radical antifranquista (o, por lo menos, no franquista), no se lo habría dicho. Luján tenía sus propios problemas. En realidad, aquel conflicto aparecido entre dos casi amigos en una calle de Madrid, pese a no volver a aflorar entre ambos, no le abandonó: lo tenía en su propia casa.

Laura, su mujer, había sido declarada estéril por los médicos pocos meses después de casarse ambos, cuando su infertilidad les causó alarma. En realidad, los facultativos se equivocaron, pues el matrimonio Luján habría de tener un hijo, Bruno, que nació en 1955, cuando todas las esperanzas del matrimonio se daban ya por perdidas. Sin embargo, en esos siete años de matrimonio sin hijos el hecho de estar inactiva en casa, cosiendo, cocinando y escuchando la radio, pesó pronto sobre su ocio. Su buen conocimiento de las labores del hogar, pues Laura había aprendido de niña con las monjas todo lo que hay que saber sobre el gobierno del hogar por una mujer cristiana, la llevó a colaborar con la Sección Femenina, donde empezó a dar cursillos sin otra finalidad que ocupar un poco su tiempo. Para la mujer de Luján, pasar los días rodeada de otras mujeres más o menos de su edad le sirvió para cambiar leve, pero progresivamente, su carácter. Como Luján solía decir para hacerla rabiar, se había vuelto «más respondona». En realidad, Luján comenzó a sentir que su mujer combinaba cierta pulsión por apostillar comentarios suyos que en el pasado habían quedado incontestados (casi siempre que él hablaba de política) con la negación casi constante de la veracidad de esas aseveraciones.

26 Se refiere a Alfonso XIII, quien con la proclamación de la II República se autoexilió

de España.

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Laura, para Luján, era como una barca sin remos que se dejase derivar por las aguas hacia una orilla donde todo se negaba. Con dieciséis años, él se había enamorado de una bellísima niña rubia, un año menor que él, a quien todo el mundo conocía como Laura, la hija del Guarnicionero. No fue hasta terminar la guerra que tomó conciencia del porqué de que el padre de su amada fuese citado por todo el mundo tan sólo por el oficio. La gente tenía miedo de decir su nombre, de vincularse con él. Porque el Guarnicionero nunca había ni soñado con vivir de eso. Hacia Colmenar Viejo, su familia había tenido unos terrenos y una modesta aunque provechosa explotación ganadera. Allí, el Guarnicionero había aprendido su oficio, más por necesidad y afición que otra cosa. Sin embargo, al estallar la guerra, una patrulla, al parecer y según decían de los hombres de Mangada27, auxiliada por los propios jornaleros de la finca, acabó con su padre y provocó el exilio de sus hijos a zona nacional. El Guarnicionero, sin embargo, ocupó su vivienda en Madrid y pasó el resto de la guerra experimentando la indiferencia de la mayoría; tampoco los republicanos parecieron interesarse por un hombre apenas significado, salvo para movilizarlo.

La Laura de la que se había enamorado Julián no perdonaba ni olvidaba ni la vida de su abuelo, ni las heridas con que regresó su padre, ni los años de silencio, miradas de refilón y sospechas. Era callada y sumisa como le habían enseñado (mientras pudieron, y después) las monjas teresianas, pero no perdía ocasión de dar rienda suelta a su animadversión. Para Carlos, sin embargo, pronto fue obvio que la estrategia de sus compañeras de la Sección Femenina era muy otra. Aquellas bordadoras y planchadoras eran más proclives a bordear la guerra en sus conversaciones, hasta el punto que, lentamente, iban desviando sus palabras hasta dar la impresión de que la guerra era algo lejano, tan difícil de convocar a la memoria que lo mejor era no hablar de ello. No es que aquél hubiese sido el principal acicate de su amor, pero lo cierto es que Carlos había soñado con un matrimonio falangista. A él le habían enseñado a creer en una sociedad entera que vive y practica el sentido de vida militar28, y eso había esperado. Un marido no militar, pero sí militante y armado, llegando a casa de la guerra que nunca termina, la delincuencia, y compartiendo sus experiencias, sus ilusiones y su punto de vista falangista con su mujer, pues las mujeres, con otro papel ciertamente, también han de portar la camisa azul. Sin embargo, cualquier día, a los pocos años de casados, Carlos Luján llegó a su casa, a la hora acostumbrada, con alguna anécdota en la cabeza, tal vez la referencia de alguna conversación, o con algún boletín en la mano, cualquier cosa que hablase de Glorioso Alzamiento, de Cruzada y, sobre todo, de rojos, de materialismo marxista, de muerte y depravación pretéritas y, tras cualquier comentario encendido, se encontró tras la oscuridad con una extraña pared que alguien había levantado sin advertírselo: la voz de su mujer, Laura, esa mujer que saludaba a las tropas en 1939 brazo en alto, diciendo en un susurro, sin levantar la vista de la costura.

-Ayayay, Carlos. De esas cosas, mejor no hablar en casa.

27 Coronel Julio Mangada Rosenörn, militar de convicciones republicanas que, tras el

alzamiento, constituyó un pequeño ejército, la denominada Columna Mangada, que tuvo gran protagonismo en su sofocamiento en Madrid. Personaje muy curioso, mistagogo, aficionado a la parapsicología (Julián Zugazagoitia se ríe de él afirmando que escuchaba la voz de una extraña Musa Coja) y esperantista, fue nombrado luego gobernador militar de Albacete y perdió peso dentro del ejército republicano.

28 Así reza, textualmente, el Cuarto de los Veintisiete Puntos programáticos de Falange (1934).

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En efecto: Laura había declarado el hogar Zona Libre de Guerra. En las reuniones familiares, cuando los tíos de Laura la visitaban o algún amigo de Luján ocupaba silla en el salón, cada vez que se convocaban los recuerdos, Laura, y habitualmente cualquier mujer que estuviese presente, decretaban, con modos más o menos taimados, el silencio y el cambio de tema. Con el tiempo, Carlos se dio cuenta de que su forma de procesar la Victoria y su necesidad había sido el orgullo, pero el de su mujer era el olvido. Él no podía sino rebelarse contra esa forma de ver las cosas. Según su opinión, que acrecentarían los años cincuenta y la invasión creciente de la vida pública por parte de hombres que (como él) nunca habían llevado un fusil al hombro, o que pretendían que el mayor tesoro de la nueva España era su religión o que, aún peor, pretendían que el lacito que envolviese el bello regalo en que se iba a convertir España fuese el regreso de esos reyes que lo habían empezado todo; la invasión de gente así, pensaba, no tenía otra consecuencia que se dejase de hablar de los rojos, que era precisamente lo que los rojos querían. De alguna forma insatisfecho como se sentía, pues frecuentaba locales, reuniones y tertulias donde debía callar porque él no había tomado o defendido jamás colina alguna para España, tenía que añadir a su frustración que Laura apenas aceptase hablar de, como ella decía, las «horribles cosas» en que consistía su trabajo cotidiano, y «esas otras cosas» a las que su marido dedicaba su vida, esto es, las reuniones de camaradas, los cánticos, las proclamas y, en términos generales, eso que se podría llamar el disfrute del Nuevo Amanecer. Ni siquiera, en aquellos años tan difíciles en los que el monstruo bicéfalo que reptaba por encima de las conversaciones y las vidas tenía por cabezas la escasez y los precios, aceptaba Laura, a pesar de sufrir aquella situación como todos, apostillar o simplemente dejar pasar sin censura los desahogos de su marido respecto de la responsabilidad que en todo ello había tenido, en su opinión, el esquilme sistemático que esa fábrica de pobreza llamada marxismo judeomasónico le había provocado a España. A la aplicación de cualquiera de esas acusaciones replicaba con la Nueva Teoría.

-Deja el pasado en paz, Carlos. En el presente hay que trabajar, y nadie trabaja hacia detrás.

Muchas veces se dijo Luján que comprendía bien aquella cerrazón. Es difícil acostarse cada noche con el recuerdo de un amable hombre entrado en años, la persona que ha cantado casi todas las canciones de cuna de tu vida, temblando arrodillado en la tierra dura mientras alguien que apenas le conoce apoya en su cabeza un cañón frío, y dispara. De hecho, él convivía con otro tipo de crímenes, más, por así decirlo, prosaicos, y también había visto que el abanico de reacciones ante la muerte injusta es muy vario. Todas las reacciones que él consideraba generosas (olvidar, perdonar, rehacer la vida) las rechazaba personalmente como cosas de cobardes; de hecho, en según qué tertulias del Partido se hacían chanzas, bastante a menudo, con las reiteradas llamadas a la reconciliación emitidas desde el bando republicano incluso antes de perder la guerra. Allí se decía, y se repetía: los valientes convocan la Victoria; son los cobardes, y los perdedores, los que llaman a la Paz. Sin embargo, su rechazo personal no hubiera justificado que las negase. Y, en el caso de su mujer, la ternura le llevaba a cierta comprensión, el parpadeo de un asentimiento, que le ayudaba a callar cuando ella le obligaba, sin protestar, a ser el león en la calle y el sumiso corderito en el hogar.

No obstante, había otro factor que le ayudaba a refrenarse. Pues, desde poco después del verano del 48, había tomado la costumbre de frecuentar El 56. De frecuentar a Lucía Odriozola, la Luci.

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Una de las últimas gestiones que había hecho Luján antes de cerrar el Caso López fue averiguar la dirección y horarios de El 56. Lo había hecho con la intención de tener controlada a Lucía Odriozola, pero luego no le hizo falta. No obstante, eso no le impidió ir a aquel club. En su intención, aquella primera visita tuvo como motivo explicarle a Lucía las pesquisas finales, el suicidio de Higinio Longares y el hecho de que en su posesión había aparecido una pista crucial que hacía pensar que él había acabado con Anselmo López. En realidad, con los años Carlos Luján tuvo que reconocerse que aquello no había pasado de ser una disculpa; con el tiempo, efectivamente, se fueron acumulando en su vida laboral los malentendidos, las acusaciones en falso y, por supuesto, las palizas a personas que no las merecían; y nunca sintió la necesidad de dar explicaciones a posteriori.

Con Lucía, sin embargo, era distinto. Lo había sido desde el primer momento. Aquella mujer tenía una forma de tenerle miedo que le provocaba dos sentimientos encontrados, alimentados el uno al otro: por un lado, el deseo de lavar esa desconfianza; por otro, la pulsión de darle aún más miedo para que el primero de los deseos se hiciese todavía más necesario. Se sucedieron las semanas, los meses y los años en la vida de Luján. Poco a poco, supo de la vida de otros en esa gran organización, la Policía, en la que estaba encuadrado. Todo conspiraba para que los escrúpulos morales se disolviesen. Entre aquellos hombres cuya vida diaria era enfangarse en una parte de la España de la Paz que los demás no debían ver, una España donde, de cuando en cuando, había gente que moría, era herida o simplemente apaleada por bien poca cosa, no era generalizada, pero sí bastante común, una convivencia con el vicio que, por decirlo como se refería entre risas en no pocos corrillos policiales, no pasaría por el tamiz de un confesionario.

Así pues, el subinspector Luján, descollante policía casi desde sus primeros pasos, tenía poco de lo que lamentarse: los ejemplos de policías que dormían en hogares apostólicos pero coqueteaban con ese otro inframundo en el que cosas como la virtud o cualquier tipo de abstinencia estaban de más; ese tipo de policías, Luján lo sabía bien, eran, sin llegar a multitud, legión. Y, sin embargo, no cesó de repetirse, durante los años en los que invirtió noches de guardia insulsa en un extremo de la barra de El 56, que lo suyo era distinto. Él bebía, y charlaba. Nada más. Como la propia Luci, al contrario de lo que él mismo había sospechado. Era capaz de pasarse horas, allí, charlando con ella. Tantas que la Luci, cuando adquirió la confianza suficiente, comenzó a quejarse, con una sorda sonrisa en el rostro, de que el Señor Policía era un muy mal negocio para ella.

El 56 era una barra cara. Carísima. Una copa, cualquier copa, costaba 30 pesetas, que se actualizaban con la inflación más deprisa que la inflación misma. El parroquiano que quisiera hacer cualquier cosa con alguna de las camareras distinta de pedirle la consumición, fuese eso hablar con ella o ponerle la cabeza en un hombro (desnudo), tenía que invitarla a una consumición. La camarera, que por ser tal no cobraba sueldo alguno ni tenía contrato ni nada que se le pareciese, obtenía unas cuatro pesetas por copa, por lo que tener un mínimo peculio venía a reclamar conseguir unas 50 invitaciones al mes, suponiendo que la camarera fuese, como entre ellas se llamaban, «una decente» (mirar, tocar levemente, y poco más: sólo cobraba de

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las consumiciones). Una minoría de entre las mujeres del local (habitualmente ya no camareras, sino chicas de barra, o de alterne, como ya se decía) estaba para alguna cosa más. En dos escalas: ocupar un reservado recoleto, oscuro y privado (500 pesetas); o «retirar», así se decía, a la mujer, es decir, sacarla del la barra y llevársela a algún lugar más propio. Esto costaba 1.000 pesetas, aunque los clientes de El 56 aprendían pronto que el local se quedaba con la mitad, así pues el precio real variaba entre esas 1.000 y el mínimo que el local cobraba, dependiendo del nivel de necesidad de la puta.

Para colmo, el dueño del club, un aseado francés de mediana edad que fumaba cigarrillos en una boquilla larguísima como la de la Chelito cantando Fumando espero, decidió tratar bien al señor gendarme, como solía llamar a Luján las pocas veces que le saludaba, y le puso un precio especial de 15 pesetas por copa… descuento del 50 por ciento que Luci tuvo que asumir en su propia retribución. Así pues, como acabó confesando, dar palique a aquel poli aburrido significaba para ella, en realidad, retirar comida de la mesa.

¿Qué pensaba, de verdad, Lucía Odriozola de que el hombre que la había pateado en una sala de interrogatorios, que le había roto literalmente la cara con la mano abierta y también cerrada, hubiese vuelto a verla y hubiese vuelto luego y luego y luego? Carlos Luján nunca lo supo. No lo preguntó. Desde el principio, el policía tuvo claro que lo suyo no era una historia de amor. Entre pitos, flautas, hacer caja, limpiar el local y demás labores, Lucía Odriozola salía a eso de las tres o cuatro de la mañana del local (a partir de las diez y media la puerta se cerraba; los parroquianos –y la policía, y los que regaban las calles, y los serenos de la zona- conocían bien la combinación de toques de nudillos que hacía falta para que se abriese). Sin embargo, Carlos Luján, durante las guardias de noche durante las que era completamente libre siempre que buscase un lugar con teléfono (El 56 lo tenía y él no se recató de darlo en la comisaría: sabía que nadie, jamás, por ninguna circunstancia, se lo daría a su mujer), nunca esperó a Lucía Odriozola a la salida del local (salvo una noche especial, que ya se verá). En los muchos años que tuvo Carlos Luján para pensar en esa relación, jamás llegó a la conclusión de que estaba enamorado, de que, de haber sido su vida de otra forma, habría terminado con ella. Lucía era, simplemente, el otro mundo.

Laura y Lucía. Lucía y Laura. Dos mujeres, dos mundos. En su última adolescencia y primera juventud, a golpe de corneta sobre todo, Carlos Luján había aprendido pocas cosas, y muy sencillas. España era un Estado totalitario, lo cual quería decir que sólo mandaba en él quien debía mandar y de forma recta. Se había construido un país de productores organizados de la forma más eficiente y justa posible. Tenía un líder y un pasado en el que mirarse para no repetirlo. Una Revolución permanente en marcha. Un Amanecer luminoso.

Hasta el cielo más limpio, sin embargo, tiene nubarrones; España terminó por no ser una excepción. ¿Por qué el Sirlas, un buhonero casi sin oficio ni beneficio, se había levantado de la mesa de la cena una noche y había decidido contestar a las críticas de su mujer trepanándole la barriga y esparciendo sus intestinos por el suelo de la sucia barraca donde vivían? Por nada en particular, ni en general. Su mujer llevaba años poniendo a su marido a parir a la hora de la cena sin que él abriese la faca; así pues, como le dijo el gitano a la policía, tenía que pasar, y pasó. Mató a su mujer delante de sus cinco hijos de corta edad. No le importó que vieran la sangre ni que escucharan los estertores de su propia madre.

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El Sirlas sólo era un caso más. Uno más de muchos, de demasiados. Con el tiempo, Luján tuvo que acostumbrarse a ideas como que la gente mata. No necesita ni a Marx ni a José Antonio. Mata, sin más. Roba. Viola. Un tipo es detenido porque le ha roto el culo a un niño en la tapia de La Almudena y, por muchas hostias que se le den, es incapaz de elaborar un porqué. Para sobrevivir a esa difícil lección, Luján construyó el edificio de sus convicciones, con los sólidos cimientos que había aprendido. Mano dura, orden, cirugía radical, invasiva. Y cada día retornaba de ese mundo difícil a un hogar templado y una mujer amable, amada, sin duda, pero cuyo principal tema de conversación eran los pequeños compromisos domésticos, hay que cambiar las cortinas del salón, ¿qué color prefieres?; por culpa de la gripe no he podido llevar a Bruno a la vacunación. A veces, a Luján le resultaba equívoco y casi imposible descender a esos detalles, implicarse en ellos con sinceridad; como si no hubiese otro mundo. En esos casos, esperaba pacientemente a la siguiente guardia nocturna, o se las arreglaba para que le llegase con prontitud, y cumplía sus dos, tres, cuatro o hasta seis horas en el fondo de aquel local oscuro, bajo la atenta y desconfiada mirada distante del mariquita francés, hablando con la Luci. La única persona en el mundo que conocía, además de los propios policías, que conocía ese mundo. La única que le escuchaba a él describirlo, discutirlo, con esos ojos en los que nunca faltó el miedo. Sí, Señor. Desde luego, Señor. No me pegue más, Señor. Carlos Luján nunca volvió a amagar con pegar a Lucía. Pero su relación siempre se basó en que ambos supieron, en todo momento, que podría haberlo hecho.

En diciembre de 1955, el comisario Ramos se jubiló. El mismísimo Don Antonio Iturmendi29 participó en un sencillo acto en la amplia sala en cuyo extremo había estado su despacho en los quince años anteriores, suficiente tiempo como para que, en todo tiempo del año y toda hora del día, dentro del cubículo se respirase un cargado ambiente de alcohol quemado. Se le impuso una condecoración, que agradeció entre lágrimas. En su pequeño discurso de despedida anunció varias cosas. Primero habló de lo que él llamaba los rincones de la Cruzada, es decir esos lugares que no parecen tener nada que ver con ésta pero que, sin embargo, son fundamentales para que pueda pervivir. La delincuencia común, añadió, es uno de estos rincones. Luego anunció que Antúnez había sido designado, a su petición, sucesor en el cargo comisarial; esto todos lo sabían ya. Luego comunicó algunas comisiones de servicio y complementos, básicamente ascensos camuflados, y un ascenso puro y duro: con 33 años y apenas dos trienios, Carlos Luján era promovido al empleo de inspector. Esto sí que no se lo esperaba nadie e, incluso, el ascendido lo desconocía.

-No me dé usted las gracias a mi, Luján –dijo Ramos, visiblemente divertido con la sorpresa que había provocado-. No ocultaré que siempre he tenido en gran estima su labor y sagacidad, hasta el punto de que no pocas veces he comentado con mis superiores que usted ha nacido para esto. Pero también soy de los que piensan que un buen cognac tiene, por generosa que sea su esencia, que pasar años en el roble para madurar. Pero me han convencido. Ha sido mi provechosísimo asistente y querido amigo, Ismael Rebollo, quien ha porfiado para darle lo que, según él, en justicia le corresponde. Lo cual nos lleva al último anuncio del día.

Los policías del departamento aguantaron la respiración y escucharon, reverentes, el anuncio de que Ismael Rebollo abandonaba la Brigada de Investigación Criminal para iniciar, dijo Ramos, una prometedora carrera en los servicios propios del

29 Ministro de Justicia desde 1953 hasta 1965.

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Ministerio de la Gobernación. Luján escrutó los rostros de sus compañeros. Nadie parecía ser consciente del significado de esas palabras. Calculó, por eso, que la conversación que había tenido con Rebollo el año anterior no se había repetido con ningún otro compañero, cosa que, en cualquier caso, ya sospechaba.

Así pues, 1956 era, en la mente de Carlos Luján y en las ilusiones comunicadas a todo el mundo por su mujer, Laura, el año «del despegue». En las Navidades de 1955, el matrimonio Luján y el pequeño Bruno en su cunita celebraron la llegada de un año repleto de expectativas. Carlos Luján, sin embargo, apenas podía imaginar el alcance de lo que se avecinaba. Y, desde luego, habría sido imposible para él imaginar, mientras cantaba villancicos con su familia y la de su mujer, que a la vuelta de poco más de un año, el caso López volvería a cruzarse en su vida, y de una forma tan sorprendente como lo hizo.

En realidad, las cosas habían empezado un poco antes. El 2 de diciembre de 1955, el Boletín Oficial del Estado había publicado la creación del «Círculo Tiempo Nuevo», que pretendía ser una iniciativa para fomentar la investigación y la discusión sobre materias propias de la universidad y cuya sede fue facilitada por el Gobierno en un piso céntrico, en la calle Alcalá frente al Retiro. Sin embargo, como se supo después, varios jóvenes estudiantes y profesores que ya habían intentado en el otoño del 55 celebrar un congreso de jóvenes escritores universitarios comenzaron a utilizar ese foro para sus reuniones. Algunos de estos promotores, como Miguel Sánchez-Mazas Ferlosio, eran hijos de destacados falangistas; alguno incluso era falangista de pro, como Dionisio Ridruejo. Pero este grupo, con rapidez, comenzó a mostrar su oposición al poder monolítico del Sindicato Español Universitario (SEU), organización falangista de estudiantes. El 1 de febrero de 1956, este grupo de estudiantes publicó un manifiesto, que circuló por la facultad de Derecho en copias ciclostiladas, en el que se pedían elecciones libres de estudiantes y se criticaba a « la organización que hoy se atribuye cada día de un modo más ilusorio al monopolio del pensamiento, de la expresión y de la vida corporativa de la vida universitaria», en clara alusión al SEU.

El 7 de febrero, comenzaron a celebrarse elecciones espontáneas en la facultad de Derecho de la Complutense, en la calle de San Bernardo. Sin embargo, varias decenas de falangistas, vistiendo sus camisas azules, boicotearon con violencia esta actividad. A la mañana siguiente, una placa colocada en el edificio en memoria de los caídos por Dios y por España apareció apedreada y medio arrancada. Los hogares de la Falange se movilizaron; se convocó a las centurias. Decenas de falangistas homenajearon a esa placa cantando el Cara al sol. Sin embargo, no estaban solos. Grupos de estudiantes se enfrentaron con ellos y se multiplicaron los disturbios, entre ellos el asalto, en la noche, a un colegio universitario.

Al día siguiente, 9 de febrero, los falangistas celebraban el Día del Estudiante Caído, en memoria de Matías Montero, un joven falangista que había sido asesinado en tal día de 1933 por un socialista, Francisco Tello, mientras volvía a su casa en la calle Marqués de Urquijo. El acto fue multitudinario y, finalizado el mismo, los asistentes se dispersaron para volver a sus casas. Uno de estos grupos recorrió la calle de Alberto

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Aguilera y, a la altura del Colegio de Areneros30, se encontró con un grupo de estudiantes hostiles, con los que se enfrentó. En el curso de la refriega, en la que intervino la policía, un estudiante de bachillerato de 18 años y miembro de una centuria madrileña del Frente de Juventudes, Miguel Álvarez, resultó gravísimamente herido de un disparo en la cabeza. Dos días más tarde, el viernes 11 de febrero, el Gobierno cerró la universidad y suspendió la vigencia de los artículos 14 y 18 del Fuero de los Españoles (libertad de residencia y detención gubernativa). El 15 de febrero, Franco cesó al ministro de Educación, Joaquín Ruiz-Giménez, a quien los falangistas acusaban de ser blando y aún de haber alentado las veleidades aperturistas de los estudiantes; pero también cesó a Raimundo Fernández-Cuesta, Secretario General del Movimiento y, por lo tanto, máximo representante del aparato de la Falange en el Gobierno, a pesar de que estaba en Brasil de misión oficial durante los sucesos. Ridruejo fue expulsado del Partido31.

Durante días, España vivió pendiente de la suerte de Miguel Álvarez. Fueron horas en las que, en el Lunarcito, en la propia comisaría, incluso también en casa con Laura aunque mediando metáforas y medias palabras, no había más que un tema de conversación: ¿qué ocurrirá si el falangista herido muere?

Laura rezaba por él, sentada en el salón tras la cena, con la radio con que Carlos trata de disolver sus pensamientos de fondo. Él sabía lo que sus camaradas estaban diciendo. De hecho, el día 10 por la tarde, de forma callada y sobre todo por tratar de tranquilizar sus propias inquietudes, Carlos Luján se dejó caer por el hogar de Falange de su barrio, donde era bien conocido y respetado. Lo hizo para poder escuchar alguna palabra tranquilizadora, pero fue todo lo contrario. Frente al local había una cafetería que casi nadie sabía cómo se llamaba por la costumbre que habían tomado todos de llamarla El Gallego Guarro, en su alusión a su dueño, en efecto poco escrupuloso con el lavado de vasos. Allí se encontró con Pedro Carnero, otro policía como él pero de los de uniforme; el típico joven acostumbrado a patear la calle y a visitar los locales de Falange más habitualmente que él. Bebía vino en soledad, aparentemente en silencioso soliloquio consigo mismo.

-¡Carnero!

-Hola, camarada. Se ha liado, por fin, ¿eh?

-¿Por fin?

-Por fin, sí, por fin, ¿eh? Fuera máscaras, joder. Aquí hay cosas mal terminadas, y habrá que acabarlas de una puta vez.

-No sé a qué te refieres.

-A los rojos. A los blandos, ¿eh? A los hijos de puta que se han cargado a Álvarez.

30 Actual sede de la Universidad Pontificia.

31 En un Memorial remitido el 1 de abril a la Junta Política de FET y de las JONS, Ridruejo, ya expulsado, culpó al propio SEU de provocar los incidentes «para que pudiera intervenir la policía».

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-No está muerto.

-Sí está muerto. Otra cosa es que no se conoce, todavía, ¿eh?. Franco se lo calla. Franco no tiene ni idea de qué hacer con ese cadáver, ¿eh?. Se le empieza a pudrir en la nevera y no tiene ni puta idea de qué hacer, porque no sabe, ¿eh?

-No sabe, ¿qué?

Profundo trago. Al estilo de los pistoleros en las películas del Oeste.

-No sabe quién ha sido. Qué putos rojos lo mataron, ¿eh?. Y los blandos, como son blandos, le estarán diciendo que si perdonar, que si olvidar, que si exaltados, que si poca cosa.

-Puede que fuese así.

-¡Unos cojones fue así, Luján, joder! –El subinspector nunca había tenido miedo de su medio compañero Carnero; pero ese día, en ese momento, leyendo sus ojos, lo tuvo- Vamos a ver, tú, ¿dónde has estado estos días, eh? El 8, cuando tuvimos que defender la lápida en honor de los caídos en San Bernardo, que esos hijos de puta la habían arrancado, Luján, ¡arrancado!; cuando fuimos, digo, ¿eh?, tuvimos que llamar a varias centurias. Estudiantes y obreros, ¿eh? Allí fue gente recién salida de sus trabajos, Luján, mecánicos con la puta llave inglesa en la mano, ¿eh? Sin camisa azul, ¡joder, no nos hostiamos entre nosotros de puto milagro! Y, aún así, nos costó, nos costó, ¿eh? Y, luego, al día siguiente, van y pillan en Alberto Aguilera a un grupito de camaradas. ¡Esto estaba orquestado, Luján, cáete del árbol! ¿Quién coño tiene miedo de que empiece la guerra otra vez, eh? ¡Lo mismo, nunca ha terminado!

El pequeño monólogo de Carnero había comenzado a resbalar perceptiblemente. Claramente, el policía llevaba un largo tiempo bebiendo.

-Si mue… ejem, si está muerto, entonces, ¿qué va a pasar?

-Imagínatelo –contestó Carnero, con media sonrisa en el rostro-. Don Martín ya está hirviendo.

-¿Don Martín?

-Don Martín –Carnero parecía divertido con la ignorancia de su interlocutor-. Don Martín de los Heros. Ya sabes, la Guardia de Franco32.

La mirada del policía parecía perderse por segundos. Eructó con dificultad.

-Están haciendo listas –musitó, como recordando algo importante repentinamente.

-Listas, ¿de qué?

-De objetivos, ¿eh? –respondió él- Álvarez será nuestro nuevo Calvo Sotelo. Igual que matándolo a él en el 36, los rojos se buscaron que los mandásemos a tomar por culo, la muerte de Miguel Álvarez se va a cobrar. Sangre por sangre, ¿eh? Pero

32 La Guardia tenía la sede en esta calle de Madrid.

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mucha más, que un camarada vale lo que mil cabrones.

Luego le miró. Luján tuvo la sensación de que su interlocutor apenas le veía.

-Si no vas a participar, procura que no te pille en medio.

Saludó con un movimiento de cabeza más caótico que otra cosa y echó a andar, con dificultad, hacia la calle.

Luján tenía guardia aquella noche. La pasó, en su mayor parte, en El 56, discutiendo con Luci, o más bien monologando frente a ella, sobre los diferentes escenarios, personales y nacionales, que se presentaban. A media madrugada, estaba convencido de que en Madrid habría un baño de sangre en cuestión de unas horas. Y que todas las personas como él tendrían que tomar una decisión, y aplicarla. Se acordó de Rebollo, dos años atrás. Franco ha fusilado, y fusilará si es preciso. ¿A quién?

A las seis de la mañana, tras un par de horas contraviniendo la regla de oro de su oficina y ocupando la mesa que había sido de Rebollo para estar cerca del despacho del comisario (pensaba que ése sería el teléfono que sonaría si estallaba la Revolución), no pudo más, tomó un teléfono y marcó un número.

Tres timbrazos. Dudas. Uno más. Un chasquido.

-Diga -contestó una voz desde la ultratumba del sueño.

-¿Rebollo?

-¿Luján? ¿Qué hora es, coño?

-Las seis.

-¿Las seis? ¿Y?

-No sabía si estarías en casa. Te hacía por ahí. Vigilando. Supongo. O haciendo lo que sea que hagas.

Luego hubo un silencio de varios segundos. Se escuchó un roce en la línea. Rebollo se incorporaba. Luego un suspiro y luego, de nuevo, su voz.

-¿Qué te pasa, estás acojonado?

-¡Joder! ¿No debería estarlo? ¿Tú sabes lo que van diciendo por ahí… algunos?

-Pues sí –contestó, cortante, Rebollo-. Lo sé muy bien porque hay muchas personas en España que tienen mucho más claras sus fidelidades de lo que las tienes tú.

-Rebollo…

-Bah, déjalo. Tú me importas un huevo, hoy. La situación está controlada.

-¿Estás seguro?

-Seguro.

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-Mira que hay gente que dice que si ese chico muere…

-A ese chico lo ha operado el mejor neurocirujano del mundo –interrumpió Rebollo-. El doctor Sixto Obrador. Ese cabrón ha evitado una segunda guerra civil, y jamás nadie lo sabrá –se interrumpió para reír brevemente-. El chico está bien. O sea, respira.

-¿Qué quiere decir eso?

-Pues que se ha quedado tontito –contestó Rebollo, con el mismo tono de voz con que comentaría un pequeño accidente doméstico sin importancia-. Paralítico, ciego y muy lento de cabeza, por decir algo. Pero, ya te digo, respira.

-¡Joder!

-He oído por ahí que le darán algo. Un quiosco, un estanco. Y a tirar para delante –tras dos segundos de silencio, y con un todo de voz mucho más ronco, dijo-: no va a haber Revolución, Joseantoniete. Siento decepcionarte.

-Eres un imbécil –escupió Luján-. Tengo un hijo recién nacido.

-Ya –concedió Rebollo-. Pues, entonces, enhorabuena.

Miguel Álvarez, en efecto, no había muerto. Paralítico y ciego, sobrevivió al disparo; conforme avanzaron los días, las noticias tranquilizadoras comenzaron a conocerse. Sin embargo, pasada la angustia del primer momento, Carlos Luján comenzó a hacerse preguntas. Porque lo cierto es que, tras informarse de los sucesos del 9 de febrero de 1956 en la calle Alberto Aguilera de Madrid, tenía preguntas sin respuestas. ¿Y si en aquellos pronunciamientos, que culminaron con el disparo a la cabeza de un miembro del Frente de Juventudes, había habido todo menos espontaneidad? ¿Y si era cierto que nadie arranca una placa en honor de los Caídos sin saber que tiene fuerza para ello? ¿Cómo es posible que unos muchachos que días antes eran tan sólo estudiantes con ganas de armarla tuviesen aquella tarde pistolas y el cuajo necesario para usarlas?33

Todo eso confluía en la angustiada pregunta de su esposa Laura: ¿se habían marchado los rojos de España?

Fue una decisión personal de Carlos Luján, o por lo menos él se decía que nada tenía que ver con las prevenciones que Rebollo había compartido con él, la de intimar, en aquellos meses que siguieron de 1956, con aquellos compañeros de la Policía cuyo activismo en el Partido conocía bien. Había algo en los sucesos del 9 de febrero que le inquietaba profundamente. Por ejemplo, el hecho de que civiles armados hubiesen ocupado la calle Alberto Aguilera, o que los falangistas entre los cuales estaba Álvarez cuando fue herido estuviesen, en ese momento, tratando de resistir a un apedreamiento. Resultaba difícil de digerir que esas cosas pudiesen ocurrir. Durante aquellos tensos días de espera en los que todo dependió del devenir de un adolescente, Madrid parecía haber contenido la respiración y, como siempre ocurre en esos casos, cuando tuvo un motivo para relajarse, lo hizo incluso con exceso. Por ello,

33 La hipótesis más plausible de la herida de Miguel Álvarez es que se la produjese algún

compañero falangista que estuviese situado cerca de él, al que se le disparó la pistola.

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en los cubículos del Partido todos se hacían lenguas de la injusticia de la que había sido objeto Romojaro34, pero a todas luces se percibía que nadie movería un dedo más allá de donde podía llegar la lengua por sí sola. Pronto, esa ambición de tranquilidad consiguió apoyos. El ministro de Trabajo, José Antonio Girón, anunció el acta de defunción del hambre, de la escasez, la demostración de que el Amanecer era, contra lo que los pesimistas afirmaban, para todos. En marzo se anunció un incremento de los salarios del 25%, o sea cinco pesetas donde hasta entonces había habido cuatro, que tendría efectos el 1 de abril. Abril, abril. En las cantinas falangistas se coreaba el lema, abril será definitivamente nuestro. Con un 1 de abril tan venturoso, quién querrá recordar el 14.

Mediado el mes, sin embargo, la situación había cambiado. Y mucho. En las calles de Madrid, en parte porque era todavía una ciudad muy provinciana y por ello recostada sobre sí misma, en parte por la habilidad con que las noticias llegaron con cuentagotas, las gentes no eran conscientes. Pero en los despachos policiales, aún los que, como la oficina de Luján, tenían, como se decía, poco que hacer con la política, todo más o menos se sabía. Las dos decenas de funcionarios que se amontonaban alrededor de Antúnez (estaba hecho de otra pasta que el Viejo Ramos; el despacho limitado con falsas paredes del anterior comisario fue pronto trastero y archivo caótico, pues el nuevo comisario prefirió instalar el Cielo en el mismo centro de la sala, para así poder controlar a todos con un solo vistazo, lo que había provocado serias reformas en la tradicional segmentación geográfica de la comisaría) vigilaban e investigaban muertes comunes. Pero también eran parroquianos habituales de los lugares de reunión en el tiempo del desayuno, el aperitivo o la última hora laboral, y allí se encontraban con otros colegas de otros departamentos. El 13 de abril, cuando el gobernador de Vizcaya, Genaro Riestra, terminó de evacuar sin miramientos las fábricas que habían sido tomadas por huelguistas a cientos, incluso los teléfonos de los policías dedicados a los homicidios echaron humo. Todo el mundo parecía conocer a alguien en Bilbao, en Barcelona o en las cuencas mineras, que quería contar lo que estaba pasando.

¿Qué querían las protestas? Eso era lo más indignante, se comentaba. Querían un salario de 550 pesetas35 y la jornada de 8 horas. En los corrillos policiales, la interpretación era siempre o casi siempre la misma: en cuanto el hambriento había recibido el primer plato de lentejas (la subida de Girón) rápidamente se había alzado para reclamar el mejor de los solomillos.

Medio embutido por el alcohol y el tabaco, y ante el reducido público formado por una mujer silenciosa y un sarasa amable, Carlos Luján hacía en El 56 las siguientes cuentas: 550 pesetas, a 4 pesetas la copa, son 138 copas. Qué menos que darle media hora de palique al parroquiano que la paga; así pues, 138 copas, a media hora por copa, vienen a ser 69 horas.

-Así pues –remataba, señalando con dedo temblón a la Luci, que siempre lo miraba benevolente desde detrás de la barra-, para ganar lo que gana cualquiera de esos putos rojos, tú tienes que pasarte 70 horas de tu vida aguantando a babosos.

34 Tomás Romojaro, vicesecretario general de Falange, era el responsable directo de las

centurias en febrero de 1956. Fue cesado por Franco pocos días después de los sucesos.

35 En 1954, un obrero metalúrgico ganaba unas 360 pesetas al mes.

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Nada más decir esto, solía caer Luján en la cuenta de que él no dejaba de ser un baboso más de la lista, motivo por el cual añadía, casi en un susurro:

-No sé qué haces que no te apuntas a la revolución, tú también.

Inevitablemente, la palabra revolución provocaba la reacción asustadiza, probablemente exagerada, de Yanclod, el dueño del local, quien cada vez frecuentaba más al señor gendarme, probablemente, pensaba Luján, a la procura de protección ante lo que pudiese pasar. En cambio, en Lucía, esa misma palabra, Revolución, parecía no generar reacción alguna; como si estuviese pronunciada en un idioma que no comprendiese.

Otra cuenta atrás había comenzado: la que llevaba al mes de abril a su muerte y al primero de mayo. Alrededor de Luján había personas, como ese subinspector Iglesias que lo había engañado en su primer día, que tenían edad y memoria suficientes como para recordar otros días similares a aquél en los que decenas de retratos de Stalin, de varios metros de alto, desfilaron por Madrid. Había miedo y, al mismo tiempo, otra vez, como en febrero, en algunos de los camaradas de Luján, entre aquellos cuyos nombres él sabía debería dar a Rebollo si fuese un buen chico, había una suerte de deseo, de intención de caos. De hecho, el 1 de mayo ocurrió poca cosa, en gran parte por las más de mil detenciones que, se decía, se habían hecho en las zonas industriales como, ésa era la expresión utilizada, medida profiláctica.

Algunos meses después, concretamente el 13 de diciembre de 1956, el caso Anselmo López regresó abruptamente a la vida de Carlos Luján.

Era jueves, un día frío en Madrid, precursor de las Navidades. La vida era mucho más tranquila que meses atrás, al inicio de aquel año difícil. A pesar de que en las tertulias habituales en los locales del Movimiento se hablaba y se hablaba de los mil rumores surgidos por los conflictos generados por la subida de salarios de Girón, a pesar de que el Partido había digerido con dificultad que Fernández Cuesta hubiese acabado pagando el pato de los sucesos de enero junto a Ruiz-Giménez, a pesar de los precios y de la escasez, aún bastante visible, aquella Navidad del 56, al menos para Luján, Laura y Bruno, aparecía con los tintes de las buenas perspectivas.

De hecho, cuando Carlos Luján dobló una conocida esquina camino de su casa, no reparó en el negro vehículo, a todas luces oficial, que estaba parado allí. Un coche largo y limpio, de cromados relucientes, al que cualquiera le dedicaría una mirada admirativa, incluso Luján, sino fuera porque iba ensimismado pensando en el regalo navideño de su mujer. Lo superó con su paso apresurado y fue sólo después cuando escuchó una voz que rasgaba sus densas reflexiones.

-¡Luján! ¡Camarada!

Se volvió. Del auto había salido Ismael Rebollo. Lo miraba sonriente, con un pie aún dentro del vehículo y la mano en el brillante tirador de la puerta.

-¡Rebollo! –Luján sonrió también. Hacía meses que no veía a su otrora mentor. Se acercó, repasando lentamente con la vista los perfiles del automóvil- ¡Chico, cómo hemos prosperado!

-Es prestado –informó Rebollo, sin demasiada pasión.

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-¿Prestado? ¿Un coche del PMM36?

-Prestado, sí. Es de mi jefe. O de un jefe de algún jefe mío. No lo sé bien.

Encendió un cigarrillo. Lo miraba con una expresión extraña. Luján pensó: quizá está decepcionado porque no me he impresionado lo suficiente.

-¿El jefe del jefe de un inspector de policía le ha prestado un cochazo para que se lo enseñe a un pelagatos?

-Digamos que ha entendido que lo necesito. Y no he venido a enseñártelo. He venido a llevarte conmigo en él.

Luján sintió una fuerza dentro de él que echaba su cuerpo ligeramente hacia atrás. Puso sus sentidos en guardia. Decididamente, aquella situación no era normal. Su interlocutor era casi su amigo, cierto; pero él mismo ya no era normal, después de que, a lo largo de aquel mismo año, había desaparecido virtualmente de la comisaría en la que, según órdenes que se había ocupado de consultar discretamente, sin embargo seguía destinado, cuando menos formalmente. Ahora un tipo así, de cuyas actividades en pro de eso que se llama Seguridad del Estado no le cabía a Luján duda alguna, un tipo así se presentaba a la salida de su trabajo, un jueves en la tarde-noche, con un coche oficial en el que no se podrían subir ni cien personas en todo Madrid, invitándole a subir.

La situación era, en verdad, extraña. Y Luján se sintió tan descolocado que Rebollo lo notó. Aunque, probablemente, lo habría notado de cualquier forma.

-Joder, Luján –dijo, escupiendo la última bocanada de humo y tirando el cigarrillo, aún mediado, al suelo-, por lo menos se podrá decir de ti que te dieron el paseo en un cochazo, ¿no?

Luján sintió un nudo en la garganta. Rebollo sonrió.

-¡Me cago en Dios! ¡No me digas que te lo has creído!

Luján trató de sonreír. Se relajó un poco. De momento, al menos.

-Vamos a ver a una persona y es esa persona quien nos ha enviado este coche.

El ya inspector Luján escrutó con atención el coche. Adivinó, en la triste penumbra de la calle y a la luz de la bombilla escasa del interior del auto, su tapicería, suave y en colores claros, lujosa.

-Vamos a ver a alguien muy importante, entonces.

-Muy importante, sí.

-Mi casa está cerca. Quizá, yo…

-Luján –le interrumpió Rebollo-, vamos a ver a alguien, no vamos a un baile. Así vas bien.

36 Parque Móvil Ministerial.

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-Es que, yo…

-Tenemos que ir, Carlos. Ahora.

Luján se sintió dar un paso atrás.

-Yo no tengo nada que hablar con nadie importante.

-Eso es cierto –concedió Rebollo-, pero… pero, al mismo tiempo, no lo es. ¡No lo es, joder! Luján, deja de tocarme los cojones y sube al coche, anda.

El inspector sentía sus pies inyectados de plomo.

-¿Así se acaba todo? ¿Qué es lo que he hecho mal? ¿Casarme con la hija de un rojo, hablar mal de Franco en las cantinas de la Falange..., no, no delatar?

Inconscientemente, Luján estaba elevando la voz. Rebollo se le acercó y colocó su boca junto a una de sus orejas.

-Carlos Luján, me cago en tu puta madre, te prometo, te juro, te firmo, te rubrico, lo que quieras, cojones, que nadie te va a poner una mano encima hoy. Se trata de hablar, sólo de hablar. Eso sí, con alguien que no espera.

Rebollo se apartó unos centímetros. Ambos se miraron a los ojos. De alguna forma, en ese momento Luján leyó en los de su jefe, cuando menos aún nominalmente, que no le mentía.

-Si quieres, quédate con mi pistola durante el viaje.

-No hará falta. –Luján tomó aire, lo exhaló y, luego, entró en el coche.

Dentro de aquel vehículo, los sonidos de la calle habían desaparecido. La tapicería era suave y agradable al tacto. Al volante iba un hombre vestido en uniforme de chófer, un tipo con una faz muy rural. En todo el viaje no volvió el rostro y, mientras Luján lo espió por el retrovisor, no hizo el más mínimo ademán de estarle espiando a él.

Los cristales de atrás del vehículo eran opacos, blancos. Nada más entrar Rebollo en el auto detrás de él, instruyó al chófer para que arrancase y, después, otro cristal opaco, también blanco, surgió de los respaldos de los asientos delanteros, incomunicando las dos mitades del vehículo. Luján no sabía adónde iba. Pero trató de tranquilizarse.

-Dime, Carlos –le habló Rebollo, con voz suave-, ¿se te han ido ya los temores de otra guerra que tenías hace meses?

-Todo parece más tranquilo –reconoció Luján-. Aunque se dicen cosas.

-¿Cosas?

-Cosas, sí. Que por ahí fuera no nos quieren.

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-Pero ya estamos en el club37.

-Y que dentro las cosas están que arden.

-Pues las llamas no se ven por ninguna parte.

Ismael Rebollo desvió su vista hacia la ventana opaca, como si pudiera ver a su través. Luján observó que el coche dejaba, progresivamente, de tomar curvas y curvas, de callejear, para realizar desplazamientos en recto cada vez más largos. Así que coligió que estaban entrando, probablemente, en algún área sin semáforos. Estaban saliendo de Madrid.

-¿Qué me puedes decir del ambiente, ya sabes, en el Partido? –preguntó el inspector, casi en un susurro, sin mirar a Luján. Éste captó la indirecta.

-Si no te he hecho ningún comentario sobre el ambiente, será porque no he querido. O, tal vez, porque no hay nada que comentar.

Rebollo le miró. Con gesto inexpresivo.

-Carlos, así no vamos a ninguna parte. No puedo pedirte que pienses exactamente como yo, pero por lo menos sí puedo pedirte que no me tengas prevención. Hemos trabajado mucho juntos.

-Eso es cierto –respondió Luján-. Tan cierto como que, a día de hoy, no sé si pienso o no como tú, porque no tengo ni puta idea de lo que piensas.

Rebollo pareció acusar aquel golpe. Suspiró sonoramente, y le dedicó a Luján esa mirada con la que un profesor mira a un buen alumno que le ha decepcionado con un suspenso inoportuno o una travesura que nunca imaginó que cometería.

-Estamos a 13 de diciembre –dijo.

-Feliz Navidad.

-Para ti también. ¿Sabes qué fue lo más importante que pasó ayer, 12 de diciembre de 1956, en España?

-Tengo la sensación de que tú mismo me lo vas a contar.

-Pues sí –Rebollo no ocultó su incomodidad ante la actitud ofendida y a la contra de su ex subordinado-. La cosa más importante que pasó ayer en España fue que los obispos se fueron a ver a Franco.

Luján se alzó de hombros. Aún sabiendo que Ismael Rebollo era de los que no daban hilo sin puntada y que, por lo tanto, esa información tenía que llevarle a algún lugar, le inquietaba no tener ni idea del recorrido, así que prefirió mantener la actitud distante.

-Ejem, no parece mucha novedad. Los curas visitando a Franco a las puertas de la Navidad. Españoles todos, una vez más turbo la paz de vuestros hogares. Lo de

37 En 1955, España había entrado en la ONU.

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costumbre.

Esas últimas frases las pronunció Luján derivando a propósito su voz hacia un tono más agudo, imitando a Franco. Rebollo frunció el ceño.

-Ten cuidado, Luján. Ten cuidado.

A esas alturas de la conversación, Carlos Luján se sentía lo suficientemente seguro de sí mismo como para acusar el golpe con suficiente disimulo. Se dijo que Rebollo, probablemente, no habría sido capaz de adivinar que, en efecto, se había dado cuenta de que había ido demasiado lejos. Ambos compañeros, en cualquier caso, se conocían. Dejaron que el silencio tranquilizase las cosas.

El coche ganó velocidad progresivamente.

-Fue una audiencia como otras muchas, sí –comenzó a hablar repentinamente Rebollo, como continuando una conversación que no se hubiese interrumpido-. Pero si fueras un poco más listo y te arrimases un poco más hacia quien te ha invitado ya muchas veces a hacerlo, descubrirías que detrás de los hechos protocolarios pasan cosas interesantes.

Luján se miró las manos. No podía reprimirse.

-Y éste es el momento en que yo tengo que preguntarte qué cosa importante ocurrió ayer entre los obispos y el Generalísimo.

Rebollo asintió antes de hablar.

-Pues dos cosas: una, que le recordaron que ellos son el sostén del Régimen. Y, dos, que podrían dejar de serlo si el Jefe oye los cantos de sirena de tu amiguito Arrese.

Nada habría podido evitar que Luján, como un resorte, levantase la cabeza para enfrentar su mirada con el rostro torcido, levemente risueño, de su interlocutor y compañero de viaje. Los cantos de sirena de Arrese. No podía referirse más que a una cosa.

-Los proyectos de…

-Los proyectos de, sí. Esas leyecitas sobre el gobierno y el Movimiento que se han inventado en la Secretaría General38. Todo eso de que será el Movimiento quien diseñará el gobierno de España y, por eso, el gobierno de España deberá responder ante el Movimiento. Todo eso de que el Consejo Nacional, será la instancia ante la cual tanto los ministros del gobierno como las propias Cortes deberían responder de sus acciones o intenciones. Todo eso de que el Consejo Nacional del Movimiento es el epicentro del Movimiento, capaz incluso de decirle a Franco cómo tiene que hacer las cosas.

-¡Eso no es verdad!

-¿Ah, no? –Ahora, Rebollo parecía realmente divertido- Atendiste poco en las

38 Se refiere a la Secretaría General del Movimiento, es decir la Falange.

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reuniones del Partido, Carlos…

Luján calló. Para qué negarlo. Él había leído los proyectos y, a todas luces, Rebollo también. No tenía sentido negar lo evidente. La Secretaría General había diseñado un sistema jurídico en el que la Falange era el gran gendarme del Movimiento. Ni siquiera Franco podría desviarse sin su permiso.

-No puedo creer que los curas… -acertó a balbucear.

-No están solos –interrumpió Rebollo-. El presidente de las Cortes39 también le ha enviado una carta a tu, no sé si llamarlo Jefe o Secretario General, o qué; bueno, le ha enviado una carta a tu Arresito diciéndole, entre otras cosas, que lo que pretende construir en España es la Unión Soviética.

-¡Eso es un ultraje! –Luján sintió que la sangre subía a su rostro.

Rebollo sonrió, abiertamente.

-Oh. Y, ¿qué más da?

-¡No da igual!

-Más de lo que tú crees. ¿Sabes por qué?

Luján se revolvió en su amplio asiento, incómodo.

-Dímelo.

-Pues, fácil. Sea verdad o mentira que Falange quiere dominar España como Stalin la Unión Soviética, no es lo importante.

Encendió un cigarrillo, lo saboreó, expulsó el humo, muy, muy despacio. Después habló, más despacio de lo habitual en él.

-Lo único importante, camarada, es que Franco lo ha creído.

La sangre que había subido huyó en medio segundo. Una vez más, Luján sintió la punzada del peligro y una sensación de inseguridad.

-De una vez, Rebollo: ¿qué hago aquí?

-Ir a una entrevista.

-¿Con quién, para qué?

-Si estuviese autorizado a responderte esas preguntas, ya te habría informado, ¿no te parece?

Se miró las manos de nuevo. Las vio temblar.

39 Esteban Bilbao. Fue diputado ya en la República, en representación del

Tradicionalismo, y en 1956 era Presidente de las Cortes.

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-Rebollo –dijo, con un susurro-. ¿Voy a volver a casa esta noche?

-¡Joder, Luján, no seas dramático! –Exclamó el inspector-. Morirás con sesenta años y de cirrosis, como todos los buenos policías.

En ese momento, el coche aminoró la marcha.

Unos metros más allá, el coche se paró. Luján escuchó unas voces con sordina. Uno de los dos interlocutores, el chófer o aquél ante el que se había parado, rió breve pero intensamente. Luján creyó distinguir el eco, más bien la ausencia del eco de los espacios abiertos. El coche reanudó la marcha. Luján miró a Rebollo. Cara de póquer. Decidió esperar. Empezó a contar sus respiraciones; contar las pulsaciones de su corazón habría sido demasiado cansado.

El coche aminoró de nuevo, se inclinó un poco hacia abajo. Quizá un garaje, aunque no muy profundo. Luego se paró.

Rebollo puso la mano sobre la manija de su puerta y señaló con la barbilla la de la de Luján.

-Hala, fuera –fue todo lo que dijo.

Luján abrió la puerta. Una fuerza, desde fuera, terminó el gesto. El chófer. Era un tipo joven, muy enjuto y moreno, con el pelo ralo pero muy peinado. Vestía un uniforme oscuro que Luján no fue capaz de reconocer. Con la gorra de plato en la mano libre, asintió levemente, sin sonreír. Luján hizo lo mismo, salió del coche y miró a su alrededor.

Un garaje como cualquier otro. Muy amplio, bastante limpio y ordenado. No se veían herramientas a la vista, tan sólo algunos papeles crucificados en un panel de corcho, un enorme mapa político de España, como los de las escuelas, y diversos enseres de los que hay en los lugares donde se guardan coches. Bajo una luz bastante mortecina, distinguió el bulto de dos coches más. Estaban tapados con lonas oscuras. No obstante, se adivinaba que eran grandes, y largos. Coches de gente importante, anotó en la cabeza. Además, dos.

Rebollo se dirigió sin palabras a un lugar poco iluminado del garaje. Al seguirle y acercarse, Luján distinguió una escalera de metal. Subieron. Atravesaron dos o tres estancias muy deprisa. Rebollo apretaba el paso; Luján pensó que intentaba impedirle que se parase. Si fue así, lo consiguió. Durante tres o cuatro minutos, Carlos Luján atravesó estancias y subió algún que otro corto tramo de escaleras sin poder ni pensar dónde estaba. Eso sí, conforme subían, se daba cuenta de que el nivel de las estancias mejoraba. Primero pisaron baldosas, algunas, no pocas, desportilladas. Luego empezaron a pisar alfombras abundantes y a ver pinturas de dudoso gusto colgadas de las paredes. Y muchos dorados.

Finalmente, tras consumir un pasillo, Rebollo llamó a una puerta y, tras una voz que dijo: «¡Adelante!», entraron en una estancia bastante amplia, rectangular. En uno de los extremos de la estancia había una ventana muy grande, pero las espesas cortinas la separaban del mundo en ese momento. En la pared de enfrente de la puerta había una mesa en la que estaba sentado un hombre de mediana edad, con uniforme militar. A su izquierda, frente a Rebollo y Luján, había una puerta. Luján se fijó en que estaba blindada.

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Rebollo se acercó a la mesa y le entregó un papel al hombre que estaba allí sentado. La estudió como si estudiase una sentencia de muerte.

-Ismael Rebollo y Carlos Luján –leyó el hombre, y luego levantó la cabeza-. ¿Es así?

-Es así –confirmó Rebollo.

-¿Puedo ver su documentación?

Rebollo solicitó a Luján con la mirada que se acercase. Luján lo hizo.

-Tu documentación, Carlos.

Luján buscó su cartera y extrajo su cédula de identidad. Se lo dio al hombre, que anotó el número y el nombre en lo que parecía ser un estadillo.

-¿El suyo? –preguntó el hombre, cuando terminó de apuntar, mirando a Rebollo.

-Cuando él se aleje –contestó el inspector, señalando a Luján.

Carlos Luján regresó al punto de partida, es decir al vano de la puerta por la que había entrado. Sólo entonces, Rebollo metió la mano en un bolsillo interior de su americana, sacó una cartera negra y la desplegó frente al hombre. Éste abrió y cerró la boca y enarcó las cejas. Luján lo interpretó como un: «¡Ah, claro, ahora comprendo por qué querías que se alejase!»

Luján se fijó en el detalle de que el hombre de la mesa no apuntó el nombre de Rebollo en el estadillo.

Rebollo recuperó su carné y volvió con Luján. No se dijeron nada. Esperaron allí, de pie, en absoluto silencio. El hombre de la mesa se puso a escribir, como si ellos no existieran.

Luego sonó un timbre.

El hombre reaccionó al timbre como si su mero sonido le provocase una descarga eléctrica. Se levantó y, al hacerlo, Luján observó que del cinturón de la guerrera de su uniforme pardo pendía una cadena: la llave de la puerta blindada. Caminó hacia ella, tomó la llave, accionó el mecanismo y empujó la puerta hasta dejarla entreabierta.

-Les espera –fue todo lo que dijo y, en ese momento, en un gesto que a Luján le pareció absurdo, les estrechó la mano.

Rebollo señaló con la barbilla a la puerta.

-Vamos.

-¿Vamos? ¿Así, sin que me expliques…?

-Vamos.

De tres zancadas, Rebollo llegó a la puerta y la empujó. Luján, que iba detrás

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de él, adivinó tras las anchas espaldas de Rebollo, una habitación profusamente decorada, grande. Enfrente de él, en la distancia, una mesa con varias montañas de papeles.

Rebollo había entrado en la estancia. Se puso firmes y ejecutó un saludo con la cabeza. Luego dio un paso a su izquierda y desapareció del campo visual de Luján.

En medio de aquel salón, vestido de paisano, Francisco Franco Bahamonde, Caudillo de España, Generalísimo de los Ejércitos, esperaba de pie. No parecía estar muy contento.

Carlos Luján se preguntaría, no pocas veces durante los más de cuarenta años que le quedaban de vida, de dónde sacó fuerzas, en aquel momento, para dar los cinco o seis pasos que tenía que dar sin aturullarse, plantarse delante de su Caudillo, y saludarle. Lo que sí consiguió recordar siempre es la duda que le corroyó durante ese espacio de tiempo en el que se estaba acercando. Se preguntaba si sería propio, al llegar a la altura de Franco, taconear y levantar el brazo. Así había aprendido que se saluda al Jefe. Pero en 1956, cualquier falangista medianamente bien informado, y Luján lo estaba por encima de la media, alcanzaba a saber que el saludo fascista no era algo que Franco esperase necesariamente de su gente. Tomó una decisión rápida y, al llegar delante de Franco, simplemente repitió el gesto de Rebollo: se puso firmes (aunque hizo más ruido con el taconeo) e inclinó la cabeza, en señal de respeto, con un gesto seco.

-¡Mi general! –se oyó decir. La exclamación salió de su garganta con total naturalidad. Carlos Luján sabía bien que, en diciembre de 1956, Franco ya no era, para quienes le visitaban y sobre todo si eran civiles, Mi General, sino Excelencia. Sin embargo, ése era el apelativo que le salió de natural y, durante toda la entrevista, la estolidez de Franco no le dejó adivinar si se sentía malquistado por ella.

Franco lo miraba de abajo a arriba (Luján le sacaba algo más de una cabeza), con los ojos levemente entornados, y con un gesto en el rostro indefinido pero, o así se lo pareció a Luján, cargado de violencia. El Caudillo miraba con ojos fríos y esa frialdad impregnaba todo su rostro. Así pues, allí delante, escrutándolo, un interlocutor podía pensar que estaba cansado, enfadado o delante de alguien por quien profesase un odio especial; no había más interpretaciones posibles. Luján, para darse ánimos, escogió la primera.

Franco le tendió la mano derecha. Luján, tras una vacilación que quizá el Generalísimo no apreció, se la estrechó. Estrechó una mano más caliente que fría, fofa. Franco no hizo el menor esfuerzo por apretar la de Luján.

Franco miró tras de su hombro izquierdo, y luego a Luján.

-Siéntese ahí –le dijo. En el sillón de enfrente.

En efecto. A la derecha de la mesa, donde era imposible despachar nada

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porque estaba llena de papeles, había un conjunto de dos sillones y un sofá, arrimados al ventanal. Los dos sillones estaban enfrentados uno con otro. A todas luces, allí era donde Franco despachaba. Él, sentado en un sillón, y su interlocutor, sentado en el de enfrente.

Nada más dar el primer paso, Luján sintió un pinchazo en el estómago.

Franco se sentaba en uno de los sillones. Pero, ¿en cuál?

Esa duda lo paralizó. Se detuvo. Franco siguió andando. Al llegar a los sillones, el Caudillo lo miró. Sus ojos helados parecieron titilar, quizá de impaciencia.

-Siéntese, Luján.

Carlos Luján miró tras de sí. Buscaba el apoyo de Rebollo.

Pero Rebollo ya no estaba en la sala.

Volvió a mirar a Franco. El Caudillo señalaba, con su mano izquierda, el sillón más lejano de su mesa de trabajo.

-Luján, hágame el favor. ¿Quiere sentarse?

Zentarze. Franco decía algo parecido a zentarze. No era exactamente la zeta de algunos andaluces, sino algo intermedio entre esa zeta tan neta y la ese castellana.

No divagues, Luján. ¡No divagues, coño!

Una vez sentado, Luján se sintió mejor. Allí, todo lo que tenía que hacer era esperar. Si Rebollo no le había instruido, es porque no se esperaba de él que empezase a hablar. En eso, acertó.

Lo del sillón era una estupidez. Si hubiera estado algo más tranquilo, Carlos Luján habría reparado que junto al sillón en el que Franco había terminado por sentarse, en el suelo, había una carpeta. A todas luces, el Caudillo la había dejado allí antes de ordenar la apertura de la puerta. Ahora que estaba sentado, la tomó, la abrió e invirtió dos o tres minutos en estudiar o reestudiar dos o tres documentos de los que contenía. Por supuesto, no se molestó en hablar con Luján hasta que no hubo terminado.

Cuando lo hizo, cerró la carpeta, la colocó en pie apoyada en la mitad de sus muslos, y juntó las manos agarradas a ella, los brazos estirados, mirando a Luján.

-Le he llamado para que me hable del caso Anselmo López.

Luján habría esperado que Franco se pusiera a cantar la Internacional antes que eso.

-¿El caso? ¿Quiere decir, Anselmo…?

-El caso Anselmo López, sí. Ah, antes una cosa.

-A sus órdenes, Mi General.

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-Usted no me hará ninguna pregunta.

-A sus órdenes, Mi General.

-Aquí sólo pregunto yo.

-Sí, Mi General.

-Hábleme del caso Anselmo López.

-Sí, Mi General.

Luján tragó saliva. Ojos fríos. Órdenes precisas. El silencio no era una opción.

-Anselmo López fue un veterano de la División Azul que apareció muerto en la primavera de 1948 en Madrid. Yo fui al levantamiento del cadáver. El juez era…

-El juez no importa.

-Sí, Mi General. El cadáver tenía las manos cortadas. Post mortem. Eso quiere decir…

-Post mortem. Lo entiendo.

Luján se permitió una tosecita breve.

-Sí, Mi General. El cadáver no tenía identificación ninguna, salvo una pista que siguió el inspector Rebollo a través de sus calcetines y un anillo que encontré yo en sus… en sus calzoncillos.

-Siga.

-Sí, Mi General. Hicimos la investigación… la investigación básica. A las órdenes del comisario Ramos. Hablamos con los veteranos de la División que pertenecían a su compañía y que regresaron vivos. Por lo del anillo.

-In Bello, Amicitia –declamó el Caudillo, como si recordase el nombre de un viejo amigo casi olvidado.

Luján sintió un escalofrío. Se dijo: Joder, Francisco Franco Bahamonde, Caudillo de España, General de la Cruzada, Espada de Trento, se ha leído el puto atestado policial… ¡del caso Anselmo López!

Así que, dentro de su cabeza, rebotó, igual que casi diez años antes, la misma pregunta: ¿quién coño era Anselmo López?

Miró a Franco. Directamente, a los ojos. Franco quizá le miraba a él. Quizá no.

-Le recuerdo que usted no hará preguntas.

-No… no he hecho ninguna, Mi General.

-Mejor así.

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El Caudillo movió la carpeta y la dejó en el suelo, en el mismo sitio donde la había puesto antes. Volvió su rostro hacia Luján.

-Luján, dígame… -habló en seguida, abortando en los labios del policía un nuevo «Sí, Mi General»- usted sostuvo una teoría… casi increíble, durante la investigación de aquel asesinato.

-Una teoría… -Luján no preguntó, afirmó. Trataba de recordar.

-Una teoría, sí.

Así que era eso. Saber, siquiera embrionariamente, qué hacía allí, mejoró la seguridad de Carlos Luján en sí mismo.

-Pensaba que el asesinato era cosa de rojos. Quiero decir, bueno…

Se mordió la lengua. ¿Se atrevería a llamar rojo a un divisionario? ¿En el despacho de Franco, frente a él?

-Un asesinato entre rojos –le escuchó decir al Caudillo, con el mismo tono de voz con el que podría decir «hay una mancha en la alfombra». Con el mismo tono de voz con el que Carlos Luján sospechaba ahora que diría «que lo fusilen al amanecer».

Luján asintió.

-Siempre hubo algo muy extraño en la actitud de ese hombre. Quiero decir que vivía como, como…

-¿Como si fuese un rojo?

-Eso es lo que quería decir, Mi General. Muchas gracias, Mi General. Con todas las facilidades y ayudas que los divisionarios recibieron, él, que además era un herido de guerra condecorado, vivía una vida pobre y apartada. Además, estaba atormentado.

-¿Atormentado?

-Atormentado, Mi General. Por el pasado.

Un soplo de calidez veló los ojos de Franco. Durante dos segundos, puede que menos.

-Luján, una guerra puede ser muy cruel con sus soldados.

-Usted lo sabe, Mi General. Yo no. Pero, por lo que yo pude saber, o intuir, o sospechar, aquella tortura le nacía de dentro. De él mismo. No sé si me explico.

La mirada de Franco se heló de nuevo.

-No.

Luján tragó saliva. Franco lo acorralaba con su actitud distante. Pero él tenía la mente clara. Quizá, en ese momento se dio cuenta de que llevaba los últimos ocho años pensando en Anselmo López mucho más tiempo del que imaginaba.

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-Mi General, en 1948, un divisionario que vivía en Madrid tenía miedo. Miedo físico. Tanto que, quizá, le movía a llevar aquella vida de Don Nadie. Su médico personal tenía la sensación de que temía el regreso de algo que había ocurrido en su pasado. Mi General… ¡López peleó en Rusia! ¿Acaso tiene lógica que un veterano de Rusia tenga miedo de ver aparecer un pelotón de soviéticos por la calle Serrano abajo?

Franco se echó ligeramente hacia atrás, sin dejar de mirar a Luján. Éste pensó: está valorando mis palabras.

Tras unos segundos, hizo un leve rictus de su boca.

-Siga.

-Sí, Mi General. Mi teoría, que nunca pude comprobar, es que Anselmo López estaba torturado por algo que hizo en el pasado. Tal vez en Rusia. In Bello Amicitia sugiere la pertenencia a algún grupo cerrado, a una… comunión de intereses especial. Así que, tal vez, sólo tal vez, esa pertenencia especial lo explicase todo.

-¿Todo?

-Todo. Un testigo de la División me contó que aquel anillo lo usaban un grupo de combatientes comandados por un tal Cendoya. Quien me lo dijo me aseguró que eran unos falangistas muy radicales.

Franco elevó el mentó. Luján lo interpretó como una señal para que se callase.

-Y dicen que los extremos se tocan.

-Lo dicen, sí, Mi General. Mi teoría es que Anselmo López era rojo. Eso explica que todo lo que haya de su pasado antes de la División Azul sea lo que encontramos en su casa, o sea, una foto y un mensaje muy extraño.

Nuevo mentón arriba.

-Usted no sabe qué significa RIP 203, ¿verdad?

-No, Mi General.

Franco se relajó.

-Está bien. Continúe.

-Sí, Mi General. Decía que el hecho de que no sepamos nada de Anselmo López antes de 1942 es muy curioso. Tenía edad para haber hecho la guerra.

-Puedo asegurarle –dijo Franco- que con nosotros no combatió.

-Sí… lo imaginaba, Mi General. Así que o fue un civil no significado, o combatió con los rojos. Pero si fue un civil no significado, hay algo que no cuadra.

Franco enarcó las cejas.

-Explíquese.

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Bajando por la cuesta de sus pensamientos, Carlos Luján se olvidó hasta del protocolario «Sí, Mi General» que se había autoimpuesto.

-Imaginemos por un momento que Anselmo López no empuñó un fusil durante la guerra. Así pues, no fue movilizado por los rojos. Esto quiere decir que no tenía militancia. Si hubiera sido un comunista, un socialista, o un anarquista, lo lógico es que se hubiese presentado voluntario.

-Siga.

-Pero, si no tenía impulso ninguno para irse voluntario a luchar contra… ejem, contra nosotros, ¿por qué lo tuvo, de repente, para irse a Rusia?

Hasta el estólido rostro de Franco dejó entrever que comprendía.

-No vamos a discutir, Mi General, sobre si las levas de los rojos fueron o no verdaderamente voluntarias. Pero lo que sí sabemos es que las de Rusia sí lo fueron. A Rusia no fue nadie a pelear que no quisiera ir. Los tiempos de empuñar un fusil por orden de otro se habían acabado en España.

Franco inspiró más aire del habitual, lo expulsó y, luego, habló.

-Entiendo su razonamiento. Las piezas sólo le encajan a usted admitiendo que López tenía un pasado y que fue por ese pasado por lo que fue a Rusia.

Luján asintió.

-El mismo pasado que lo atormentaba a la vuelta. El mismo pasado que, quizá, lo mató.

Franco tomó aire de nuevo y miró durante unos segundos a Luján con ojos casi cerrados. Luego se agachó en la silla, agarró la carpeta, se levantó llevándola, caminó hacia su mesa y la dejó sobre ella. Sólo entonces volvió a mirar a Luján.

-El caso Anselmo López ha sido reabierto –informó el Caudillo-. Usted y Rebollo lo llevan de nuevo.

Luján se levantó.

-Sí, Mi General.

-Compaginará esta labor con las suyas habituales. Su comisario sabe lo que está haciendo, pero nunca, esto quiero que lo tenga claro, Luján; nunca hablará con él de esto. Usted sólo hablará del caso López con Rebollo y con las personas que él adjunte al caso.

-Sí, Mi General.

Franco se acercó a Luján. Le tendió la mano de nuevo.

-No me decepcione, Luján –le dijo, mientras se la estrechaba. Esta vez, sí que apretó levemente.

Carlos Luján no pudo más. Borracho de Franco, cuando soltó la mano del

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Caudillo se cuadró, taconeó con fuerza y, con un gesto eléctrico, levantó el brazo derecho estirado, en diagonal, por encima de su hombro.

-¡Arriba España!

Franco permaneció frente a él, impávido. Esperó pacientemente a que Luján recogiese su brazo y ejecutase un nuevo saludo de cabeza.

-Una cosa más.

-Sí, Mi General.

-Trabajando con Rebollo, es posible que nos volvamos a ver.

-Sí, Mi General.

-Así pues, una cosa tiene que quedar clara: usted no ha estado aquí.

-No, Mi General.

-Usted no conoce al Caudillo.

-No, Mi General.

-Está bien. Retírese.

A la salida del despacho de Franco, le esperaba un ujier. Hicieron juntos el camino hasta el garaje. Al llegar, el chófer le abrió la misma puerta por la que había salido. Luján entró. Dentro le esperaba Rebollo, fumando, con expresión sardónica.

-Y ahora dime que no hubieras preferido que te hubiese dado el paseo, como temías.

-Eres un cabrón, Rebollo. Un hijo de puta.

Luján soltó más epítetos mientras el coche ganaba velocidad por la carretera de El Pardo. Pero terminó por callarse. Rebollo pareció respetar su necesidad de ordenar sus ideas.

-Oye –terminó por decir Luján-. ¿A ti tampoco se te pueden hacer preguntas?

Rebollo, con gesto más serio, negó con la cabeza.

-No puedo hacerlas. Pero supongo que ni tú ni el Caudillo seréis tan inocentes como para pensar que no me las hago.

-Todo lo que tienes que hacer es obedecer. Las preguntas que te hagas son cosa tuya. Toma.

Rebollo le alcanzó una carpeta de papel, donde había escrito: «Caso Anselmo López».

Luján no quiso mirarla en el coche. Fue su acto de rebeldía frente al silencio de su casi compañero. Ante la evidencia de que Rebollo era, más que su jefe en aquel

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caso, su inspector, su comisario político, el representante de Él en aquello. Se sentía frente a algo que por fuerza tenía que ser muy importante, pero obligado a caminar con un antifaz puesto. Su orgullo mantuvo la carpeta cerrada delante de Rebollo.

La abrió tres horas más tarde. Cuando Laura ya se había dormido, después de preguntarle en la cena qué tal el día y de que él se inventase cualquier historia (no podía contarle nada; pero, de todas formas, ella nunca le habría creído).

En la carpeta estaba la foto de los dos hombres posando en la calle Alcalá que habían encontrado en casa de López. Y el papel donde estaba escrito y reescrito RIP 203. El expediente sanitario de López. El atestado. Todos, materiales ya conocidos, que Luján convocó sin problemas en su memoria.

Pero había tres carpetas más, algo más pequeñas, dentro de la carpeta.

En una carpeta se leía: Julio Cendoya, y otros.

En otra carpeta se leía: Higinio Longares

En la tercera se leía: Lucía Odriozola.

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Capítulo cuatro

Carlos Luján regresó a casa. Para no preocupar a Laura, que sabía bien que no tenía turno aquel 13 de diciembre de 1956 y, seguramente, le había esperado para cenar. Su mujer había aprendido a hacer sopa de cena, un plato complementario entre marido y mujer (a ella le gustaba caldosa, a él más bien espesa) y, sobre todo, fácil de recalentar. Tenía asumidos los retrasos de él, a base de haberlos sufrido; pero Luján sabía que todo tenía un límite. Temía, de hecho, que finalmente Laura hiciese lo que ya había hecho un par de veces: extrañada por la tardanza, llamar a la comisaría. Allí era bien conocida, como las esposas de todos, y por eso la habrían informado de que su marido se había marchado tiempo ha y no tenía ninguna gestión que hacer. Si eso ocurría, ¿qué le podría decir? Llego tan tarde porque estaba en El Pardo, con Franco. Incluso al propio Luján, esa hipótesis, que él sabía cierta, le sonó tan imposible como le habría sonado un par de horas antes. Poco después de llegar a Madrid, a la altura de la plaza de España, Rebollo se bajó del coche y le dejó sólo. Él le pidió al chófer que se diese prisa. El chófer voló por un Madrid que Carlos Luján no podía ver. El frío se filtraba por esos vidrios blancos opacos. Había caído el manto de la noche invernal, y el silencio.

Subió los tres pisos de la casa tomando los escalones de tres en tres. Llegó sudoroso y sin resuello. Aún no había girado la llave cuando la puerta se abrió desde dentro. Laura lo miraba con expresión preocupada.

-Carlos, Carlos… ¡te he oído jadear! ¿Pasa algo?

Carlos Luján trató de sonreír.

-Qué va… llegaba…tarde…y…

-Anda, anda, anda –Laura disfrutaba usando con su marido ese tono, como de adulto que le habla a un niño pequeño-. Que ya no eres un chico. Hala, dame esto y ponte cómodo.

Suavemente, su mujer fue a quitarle las tres carpetas que llevaba. Higinio Longares. Julio Cendoya.

Lucía Odriozola.

-¡No!

Laura se petrificó. Como una estatua, permaneció frente a él, con medio gesto de su mano por hacer, la boca entreabierta, los ojos intensos. Carlos boqueó.

-No toques… no toques esos papeles.

-Carlos, sé que no debo mirar tus cosas.

-No es eso, no es… Pero es que… no los toques, sólo eso.

Lo que Laura pensó se lo guardó. Le franqueó la entrada a su marido, esperó detrás de él, le ayudó a quitarse la gabardina y, tras colgarla, se fue en silencio a la cocina, a calentar la sopa. Carlos avanzó por el pasillo hasta el salón y se quedó en

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medio, de pie, como si no supiera que hacer.

-¡Cámbiate de ropa! –oyó gritar a su mujer, desde la otra punta de la casa.

Entró en el dormitorio sin salir al pasillo, por la puerta que comunicaba ambas habitaciones. Abrió el armario y buscó en el tercer cajón un pijama limpio. Era jueves, y él sabía bien que los jueves era día de colada. Su pijama no estaría bajo la almohada.

El cajón de los pijamas era su reino particular. Por alguna razón, el ebanista que había construido el viejo armario para el anciano matrimonio que había vivido en esa casa antes que ellos la comprasen lo había dividido en dos partes asimétricas: una, considerablemente ancha, donde Laura guardaba la ropa de noche de Luján, los pijamas y las batas, cuidadosamente plegadas en el perfecto planchado. Y otra, del ancho apenas de la palma de una mano, un espacio que por su estrechez carecía de utilidad para el ama de casa, por lo que había acabado por ser un pequeño cofre de los tesoros personales de su marido. Allí reposaban, junto a un par de pastillas de naftalina de las muchas que le daban al interior del mueble ese olor tan característico, una pipa con la que Luján empezó a fumar, en sus primeros años de vida adulta, algunos daguerrotipos familiares, una pequeña medalla que le habían concedido durante su periodo de formación, y otras tonterías. Inclinándose para encontrar el pijama, Luján pensó, fugazmente: nadie que no sea yo pone jamás la mano ahí. ¿A quién pueden interesarle mis recuerdos? Pensó eso, y pensó otra cosa. Sintió un pinchazo en el estómago. Se dijo: así se anuncia el peligro. Porque sabía que lo que iba a hacer era peligroso. Y, sin embargo, no vaciló. Sacó el pijama del cajón, lo dejó sobre la cama, allí al lado, dejó también los expedientes, apartó dos de ellos, tomó el de Lucía Odriozola, lo abrió y sacó el pequeño fajo de papeles unidos con una especie de pinza que había dentro. Con cuidado, agarró una pequeña tarjeta, prendida con la pinza al resto de la documentación, y tiró suavemente hasta que la liberó. Luego se volvió, dio tres pasos hacia el secreter del mismo dormitorio, buscó en un cajoncito, sacó un sobre de tarjetas más o menos del mismo tamaño, y metió dentro la que acababa de arrancar. Una vez hecho esto, regresó al armario y dejó la tarjeta en su parte del cajón, junto al resto de sus cosas.

El día de Nochebuena, por la mañana, había poca luz en la Brigada. Además de la Nochebuena, era uno más de los varios días de cielo plomizo que confundían la primera mañana con la última tarde y que habían traído una lluvia gélida que parecía siempre querer colarse por las gabardinas hacia la nuca del paseante. La jornada era medio festiva; los policías hacían turno normal, pero sólo hasta las tres.

Desde el día 13, o sea desde su entrevista con Franco, a Carlos Luján le daba la impresión de que todo el mundo sabía lo que había pasado. En realidad, no había casi cambios en su vida, salvo la actitud del comisario Antúnez, la cual, tal y como Rebollo había imaginado (o tal vez ordenado) era algo más correcta y distante que antaño, pero sin dejar traslucir, sobre todo ante terceros, que sabía lo que evidentemente sabía. Luján, en cambio, pensaba que forzosamente Antúnez había tenido que irse de la lengua. Iglesias, el Gordo Iglesias, ese panzudo policía amigo de las bromas pesadas que le dio su bautismo de fuego el primer día de servicio, había dejado de hacerle bromas. Aunque Luján iba ganando en importancia y la carrera de Iglesias estaba a todas luces estancada, probablemente por su propio deseo, el Gordo nunca había dejado de tratarlo como un recién llegado, y le gustaba pincharle. Pero hacía más de diez días de su entrevista y en todo ese tiempo no le había dirigido la palabra. Luján tenía la sensación de que nunca volverían a hablar. Para cuando el corazón de Iglesias

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reventó, ya empezados los sesenta, las oportunidades de Luján de trabar conversación con él eran nulas; pero, la verdad, mientras siguieron siendo compañeros no las aprovecharon.

Consciente de estar un poco paranoico tras una vivencia como la que había tenido, Luján resolvió aquellos primeros días arrimándose a Azpíriz. Los primeros tiempos compartidos en el viejo Infierno habían construido entre ambos cierta corriente de solidaridad, una suerte de querencia que había hecho que, no pocas veces y casi por casualidad, ambos policías hubieran terminado por trabajar juntos. Ésas son cosas, en todo caso, que los jefes, quienes elaboran los equipos, saben y perciben; puesto que se llevaban bien, se compenetraban, era lógico que los emparejasen en las investigaciones. Azpíriz era de un pequeño pueblo de Navarra, casi en la raya de Francia, y tenía, él mismo lo decía, cierta mentalidad de pastor. Hablar poco y fijarse mucho, solía decir. En aquellos días fue el compañero ideal para Luján. El inspector no tenía ningunas ganas de contar nada y Azpíriz no hizo el menor ademán de intentar conocer las razones del trato ligeramente adusto de que fue objeto.

La mañana de Nochebuena, el teléfono sonó en la mesa de Carlos Luján.

-Luján.

-Hola, soy Rebollo.

-Ah, hola… -Luján trató de afectar cierta indiferencia.

-Te llamo porque creo que ya ha pasado cierto tiempo, er, para poder estudiar la documentación. Así que podríamos hablar sobre cómo vamos a seguir adelante.

-Estupendo –contestó Luján-. Dime dónde y cuándo.

-Ahora y aquí –contestó Rebollo.

-¿Ahora? ¿Por, quiero decir, por teléfono?

Un breve silencio.

-¿Qué problema le ves?

Luján no supo qué responder. No sabía qué problema le veía. Eso sí, le veía un problema.

-Como quieras –acabó por decir-. En efecto, he estudiado toda la documentación. Todos los papeles.

-Ajá.

-En realidad, he redactado un pequeño informe para cada carpeta. Quizá quieras echarle un vistazo.

-Será útil, sí.

El silencio en la línea le dijo que, en cualquier caso, esos informes no iban a sustituir a la conversación telefónica. Luján suspiró. Muy profundo. Recordó una frase que siempre decía su padre: primero el deber, después el placer. Si hay un momento

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para asumir riesgos, éste siempre es mejor que el siguiente.

-¿Empezamos por Odriozola?

-Ajá.

En los dos escasos segundos de silencio que tuvo, Carlos Luján desarmó lo que pudo los tonos de ese «Ajá». No encontró nada sospechoso.

-La documentación de la carpeta es bastante inconcluyente.

-¿Inconcluyente?

-Bueno, quiero decir… es ineficiente. No aporta gran cosa a lo que ya sabíamos.

Un silencio algo más largo de lo normal. Y espeso.

-Estoy de acuerdo –terminó por decir Rebollo.

Luján se sintió mucho mejor.

-Quien ha recopilado esta documentación no ha encontrado nada demasiado nuevo. De hecho, casi todo procede de sus declaraciones en el 48. Natural de Valladolid, vale, en Madrid desde la infancia. Los padres, porteros de una finca. Los dos trágicamente muertos en un incendio cuando ella tenía 20 años, en el 38. Mala cosa, sin oficio ni beneficio. Se mete puta. Mala puta, no muy buena. Pero consigue malvivir sin ser detenida. Una vida más sin importancia, de no haber llegado nosotros en el 48 a registrar la casa de su vecino Anselmo.

-¿Y la tarjeta?

La voz de Rebollo sonó como la voz de alguien que pregunta por algo insulso. Sin embargo, a Carlos Luján un ejército de ratas minúsculas le subió por el espinazo.

-¿La… qué?

-La tarjeta –se explicó Rebollo, hablando despacio-. No me digas que no has reparado en ella.

Carlos Luján tragó saliva.

-Joder, sí, la tarjeta… Perdona, Rebollo, pero es que de verdad la había olvidado.

-Marrón, con anotaciones a mano -salmodió Rebollo, al otro lado de la línea-. Está escrito: «La Aromática, Chamartín de las Rosas».

Luján se dijo: me está demostrando que lo recuerda. Me está demostrando que él sí que se ha fijado. Con la mano libre que no sostenía el teléfono, Luján se secó el abundante sudor de la frente.

-Sí… la había olvidado, claro, porque es que… yo…. No es nada, Rebollo.

Silencio. La mañana detenida. La vida detenida.

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Francisco Franco Bahamonde, Caudillo de España: «Luján, no me defraude».

-¿Estás seguro?

Hay un punto hasta placentero, se dijo Luján. Se llama punto sin retorno.

-Seguro –respondió, sin vacilación-. En Chamartín de las Rosas hubo, según he comprobado, una floristería que se llamó así.

Dios Todopoderoso, si es que existes: que no me pregunte la dirección.

-Obviamente, en esa tarjeta apuntaría Lucía Odriozola el nombre de la tienda, porque compraría algo en ella. La apuntó por si se presentaba otra ocasión.

-Chamartín no es tan grande como para no ser capaz de recordar dónde está una tienda.

-Pues se la darían como referencia del establecimiento, y la conservó.

-La letra de la tarjeta es la letra de la propia Lucía Odriozola, me parece a mí.

Los músculos del pecho de Carlos Luján se anudaron alrededor de su esternón, con la clara intención de romperlo. Sintió lágrimas embalsándose sobre sus ojeras. ¡Me cago en Dios, estoy tratando de engañar a Rebollo! ¡Le estoy mintiendo a Franco!

Ha fusilado. Y fusilará otra vez, si es preciso.

El resto de su vida, Carlos Luján se lo pasaría preguntándose de dónde sacó fuerzas aquella mañana para reírse.

-¡Joder, Rebollo! ¡No le busques tres pies al gato! Apuntaría el nombre de la tienda para recordárselo a alguien, sólo que luego no le dio la tarjeta.

-Y la guardó.

-… o simplemente la perdió. ¿O es que vas a decirme que todo lo que tienes en los cajones de tu casa son cosas que has querido guardar?

Nuevo silencio. Más largo que ninguno. Luego, una voz casi distante.

-Otro día seguimos. Adiós.

Tras el click de la línea, las preguntas. ¿Es cierto que se quedó sin tiempo? ¿Tuvo Rebollo que cortar la conversación inesperadamente? ¿Quizá sólo quería hablar de Lucía Odriozola, de la tarjeta que él había escondido, días antes, en su propio armario ropero?

Carlos Luján reparó en que uno de sus zapatos se le había desatado. Se agachó, sentado como estaba.

Sus manos temblorosas no le permitieron ni siquiera agarrar los cordones.

Fueran como fueran las cosas, el teléfono estaba colgado y la conversación, evacuada. Carlos Luján, sin haber tomado propiamente una decisión al respecto, había

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resuelto tomar un camino, y ese camino ya no tenía vuelta atrás. Todo lo que ocurriese, a partir de ese momento, pasaba por negar ante Rebollo, cuantas veces hiciera falta, la importancia de la tarjeta y, por supuesto, el hecho de que Luján la hubiese separado del resto de la documentación y la hubiese guardado en su propio armario, para conseguir con ello que, si otros ojos se posaban alguna vez sobre el caso Anselmo López, no encontrasen ese hilo del que tirar.

Era importante dar la sensación de normalidad. Para ello, Luján pensó que lo más lógico sería seguir las indicaciones que habían quedado claras en la conversación telefónica con Rebollo, esto es, enviarle los pequeños informes que había elaborado sobre la documentación recibida. Así que los dejó esa misma mañana metidos en un sobre en una bandeja que tenía en el extremo izquierdo de su mesa, donde eran recogidos para su distribución. El sobre iba dirigido al comisario, que era quien sabía cómo hacérselo llegar a Rebollo. En realidad, el comisario estaba sólo unas mesas más allá, pero Luján prefirió, para esa gestión, una actitud más distante.

Antes de encerrar los papeles en el sobre, los leyó de nuevo.

El primer informe:

CONFIDENCIAL. Julio Cendoya. Información acopiada. Diciembre de 1956

Julio Cendoya Menchén. Alias El Choto. Según documentación que obra en el legajo, Nacido en La Abubilla, Salamanca, el 13 de febrero de 1913, tal y como reza el correspondiente asiento parroquial aportado con ocasión de su alistamiento. Según declaración jurada que se adjunta, en 1936 se trasladó a Madrid para buscar trabajo, ciudad donde pasó la guerra evitando las levas. En 1940, ingresa en FET de las JONS y en 1941 responde voluntariamente al reclutamiento para la División Azul, sin que se le aprecien actividades dignas de mención en ese ínterin.

Su aceptación en el reclutamiento no estuvo exenta de problemas. El expediente es parcial, probablemente porque la documentación relacionada con el mismo ha desaparecido o está en algún legajo administrativo que los autores de este informe no han llegado a encontrar. Pero lo que sí dice su documentación es que dicho alistamiento se produce tras la lectura de un informe médico, signo éste que nos indica que Cendoya tenía algún tipo de problema de salud que hizo pensar a los cuadros médicos del reclutamiento que era inútil para el servicio. No obstante, dicha dolencia se desconoce, por no obrar en el expediente el certificado médico al que alude la leva.

Según testimonio del cabo Herminio Pozas y del soldado Julio Abrantes, Julio Cendoya murió en el curso de la acción suicida del Lago Ilmen, al sur de Novgorod, mostrando desprecio por la muerte y tras realizar esfuerzos por salvar la vida de sus compañeros, esfuerzos culminados con el máximo sacrificio, la muerte; motivo por el cual fue condecorado por el Ejército alemán…

CONFIDENCIAL: Higinio Longares Corrochano. Información acopiada. Diciembre, 1956

Nacido el 21 de noviembre de 1908 en Seseña, Toledo, según testimonios de terceros que así se lo habían oído referir. El 21 de julio de 1948, apareció de madrugada en la calzada bajo el Viaducto, en lo que según todas las trazas fue un suicidio. Entre sus ropas se encontró un papel con el lema In Bello Amicitia escrito; el mismo lema del anillo que portaba Anselmo López cuando se encontró su cadáver.

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Asimismo, se le encontraron manchas de vino y varios cristales, de donde se concluyó que, en el momento de lanzarse al vacío, llevaba una botella de vino consigo.

Carlos Luján seguía leyendo su propio informe. Lo que leyó ahora le demostró, al igual que ya lo había hecho cuando lo escribió, que si bien él había dejado el caso López la misma noche que Longares apareció, Rebollo había continuado. Las pesquisas llevaban su sello.

Dicha botella estaba envuelta en papel de periódico, cuyos trozos también aparecieron con el cadáver. Al observar la policía que los papeles se correspondían con una edición, bastante atrasada para la fecha del óbito, de El Pensamiento Navarro, resolvieron realizar algunas averiguaciones sobre esa pista. En las pensiones del centro de Madrid, las más cercanas para un suicida que escogiese el Viaducto, se acabó dando con una, la Pensión Natalia, regentada por el matrimonio formado por Aurelio y Etelvina Barandiain, ambos naturales de Estella, Navarra. Los dos reconocieron a Higinio Longares y condujeron a los testigos que pudieron dar razón de él.

Ambos patronos se sintieron compungidos por la muerte Longares, aunque no extrañados. Según su relato, el fallecido venía comportándose en las últimas semanas de una forma extraña. Ellos pensaban que tenía una depresión o algo parecido. Había descuidado su aspecto, dejando crecer el pelo y la barba, y se había vuelto huraño. Aunque los testigos no pudieron asegurar que bebiese, tampoco lo negaron; quizá les había hecho pensar eso que Longares había mostrado durante toda su estancia notable afición y habilidad para el dibujo, práctica que sin embargo había abandonado en los últimos tiempos. El matrimonio pensaba que Longares tal vez se había quedado sin trabajo, aunque, puesto que pagaba la pensión con relativa puntualidad, no hicieron más averiguaciones. Hasta donde ellos sabían, la profesión de Longares era camarero. Como siempre había sido reservado respecto de su vida, ellos sabían que había estado empleado en varios bares y restaurantes, el último de ellos al parecer bastante grande e importante; nunca, sin embargo, facilitó el nombre.

Las pesquisas policiales en una serie de restaurantes escogidos no dieron resultado alguno.

El inspector Carlos Luján levantó la vista de sus propios informes. Media mañana y, sin embargo, la oficina seguía sumida en esa luz equívoca de las primeras horas. Madrid, Nochebuena del 56; aire triste y bastante frío. Su mirada se cruzó con la de Azpíriz.

-Tienes el aspecto de alguien que tiene problemas –le dijo el navarro, mientras parpadeaba varias veces.

Luján sonrió. Así era Azpíriz. Era su forma de preguntar si podía ayudar en algo.

-¿Qué tal te manejas con la medicina?

Azpíriz se encogió de hombros.

-Como en el mus: con mucho miedo.

Luján rió. Definitivamente, le gustaba Azpíriz. Además de tener esa calidad propia del compañero de viaje, del parroquiano generacional, se daba cuenta de que, una vez que se lograba penetrar la fachada de laconismo norteño del policía aún

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candidato al ascenso a inspector, se encontraba un sentido del humor muy sutil y, sobre todo, mercancía que en aquellos momentos Carlos Luján valoraba mucho, un elevado sentido del compañerismo.

-Trato de averiguar algo que supongo tendrá que ver con algún tipo de enfermedad.

-Entonces, pregunta por ahí –Azpíriz hizo un gesto de la barbilla que quería abarcar todas las mesas de la oficina-. Aquí, todos somos unos enfermos.

Con el tiempo, Luján había terminado por acostumbrarse al humor de Azpíriz, y ya no le provocaba prevención. El subinspector tenía la curiosa manía de hacer a sus propios compañeros, a la Policía, de blanco de sus chanzas, lo cual era, sobre todo al principio, incómodo. Como todas las personas lacónicas, Azpíriz tenía esa rara habilidad de dejar en su interlocutor la duda de si una frase había sido pronunciada en serio o en broma. Así pues, nunca estaba claro si lo que decía era una crítica real o simulada. Todo aquello formaba parte, pensaba Luján, del complejo montaje que el subinspector había levantado a su alrededor para que nadie supiese, en realidad, lo que pensaba. Pero hacía su trabajo y, además, no sabía decir una palabra de más.

-Necesitaré algo más que eso –le contesté-. ¿Podrías encargarte tú? Ya sabes, preguntar a los médicos.

-¿De qué tipo, el médico?

-Uno concreto. Sólo que no tengo ni puta idea de quién es, ni de dónde encontrarlo.

-Un médico especializado en ni puta idea –Azpíriz tomó notas, con toda seriedad-. Hecho. ¿Me dirás para qué?

Siempre igual. Frases medio en serio, medio en broma. Y esa actitud de no dar hilo sin puntada. Pero Azpíriz era lo mejor que Luján tenía a su alrededor.

-Julio Cendoya –susurró.

Azpiriz miró al techo, unos segundos, antes de hablar.

-Supongo que ahora tengo que hacer como que no me acuerdo de que un tal Cendoya era parte de la investigación que hicimos en el 50 sobre aquel tipo de la División Azul que apareció muerto y sin manos.

-En el 48 –corrigió Luján y, al instante, Azpíriz hizo un rictus sarcástico.

-Joder, Luján. Es la trampa más vieja del mundo.

Luján suspiró, y asintió con la cabeza.

-Ya no te escapas. ¿Para qué coño estás investigando al muerto ése? Y, ¿qué pasa? ¿Enfermó en Rusia? De hecho, ¿es posible ir a Rusia y no enfermar?

-Te he dicho que a quien investigo es al Choto aquél... el tal Cendoya.

Azpíriz entornó los ojos. Joder, se dijo Luján observando ese gesto inquisitivo;

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este tipo ha nacido para policía.

-Era… otro divisionario ¿no?

-Ajá –Luján no encontró motivos para circunloquios ni falsas pistas-. Un tipo muy radical, ya sabes.

-¿Ya sé? ¿Es que yo soy muy radical?

Yo qué coño sé lo que eres, pensó Luján mientras sonreía ante lo que decidió que era una broma.

-Un tipo muy radical. Falange por encima de todo. Estado sindical. Esas cosas. Franco me vale mientras me vale y, si no, lo aparto.

-Un tipo con futuro –sentenció Azpíriz.

Luján no supo si sonreír o no.

-Ése es el tipo que estaba enfermo de vete a saber tú qué cojones.

-¿Y le dejaron ir a la guerra?

-¡Joder, Azpíriz! ¡Eso es lo que quiero que tú averigües!

Luján tendió, de mesa a mesa, los papeles con el informe que había redactado sobre la documentación recibida de Franco.

-Aquí tienes los datos. Verás que el reclutamiento definitivo cita un informe médico con conclusión de utilidad. Supongo que te basta para tirar del hilo. Pero devuélvemelos, que los tengo que remitir.

Azpíriz agarró los papeles, los repasó en silencio. Luego entornó los ojos de nuevo.

-Y no debo preguntar por qué has reabierto un caso de hace ocho años –dijo.

-Eso es.

-Sólo debo preguntar de qué estaba enfermo este tipo.

-Lo has entendido muy bien.

-Así pues –continuó Azpíriz, muy tranquilo- en el supuesto de que yo tuviese familia en Madrid, y en el supuesto de que dentro de esta familia tuviese, digamos, un tío; y en el supuesto de que ese tío mío fuese de Falange y que yo le hubiese escuchado más de mil veces juntar las palabras Franco y traidor; en el supuesto de que todo esto fuese verdad, tú no necesitas que averigüe, discretamente, si ese tío mío tan radical sabe algo de otro falangista radical llamado Cendoya, que murió en Rusia. Porque tú, todo lo que quieres saber es de qué cojones estaba enfermo el tal Cendoya.

Luján le sostuvo la mirada. Azpíriz tenía los ojos fríos, como la habitación; y equívocos, como la luz. Se limitó a dejar escapar un suspiro y una sonrisa, levantarse

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y, cogiendo su sombrero, decirle a su compañero.

-Tengo una cita. Suerte con tu gestión. En su lugar, descanse.

Repasando sus notas, en un pequeño cuadernito de tapas negras que usaba para ello, Luján puso delante de sus ojos la primera página. Estaba en un taxi que renqueaba por un Madrid repleto de paseantes y de personas ultimando compras para la cena de aquella noche. El taxista, impecable con su uniforme, era ancho y de mediana edad. Luján se fijó en dos enormes manazas nudosas, posadas sobre el volante. Directamente desde la cosecha, se dijo.

La primera página de sus notas tenía un título en letras mayúsculas, escrito y subrayado por Luján: TESTIMONIOS. Tenía por costumbre apuntar siempre en la primera página el nombre y dirección de las personas que tenía que ver en el marco de la investigación que estuviese llevando a cabo. El primer nombre era el de Aurelio Barandiaín. En realidad, en ese momento no había ningún otro nombre apuntado. Estaba, también, la dirección de la Pensión Natalia, muy cerca de la Puerta del Sol.

El taxista había tomado a su cliente como un viajero navideño más.

-¿Que vamos, al centro?

-No –contestó Luján-. Vamos a Chamartín de la Rosa.

-¿A Chamartín? ¿A Chamartín, dónde?

-Yo le iré indicando.

Luján lo olió. Ese momento en el que el civil se da cuenta de que está con un policía. Notó la forma en que el taxista se acomodaba en su asiento, ponía la vista en el tráfico y decidía no volver a abrir la boca.

Tardaron muy poco en llegar. El tráfico era fluido. En realidad, era pobre. Comenzó a caer una lluvia fina, que arrancó un chasquido de fastidio de la boca del taxista. Llegados a Chamartín, Carlos Luján comenzó a darle indicaciones de memoria al taxista. Guiándose por detalles de las calles que veía, aquí una tienda, allí un árbol especialmente grande. Ni una sola vez tuvo que desdecirse de la instrucción dada. Era como si hubiera hecho ese viaje cientos de veces en los últimos meses, cuando, en realidad, hacía años que no iba por allí.

Por indicación de Luján, el taxista paró en una calle recoleta de casas bajas, junto a un parque casi circular en el que, a esa hora, jugaban algunos niños, liberados en esos días de las obligaciones escolares. Ya no llovía. Los niños, embutidos en sus abrigos, se perseguían jugando a Tú la llevas. La calle tenía un aspecto casi fantasmal, y los gritos de emoción de los niños que huían de su perseguidor rebotaban en el aire, incrementando con su eco la sensación de vacío y de soledad.

Carlos Luján sacó un cigarrillo y lo encendió. Resolvió pasear por el parque. Era

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un parque pequeño pero bien cuidado. Bancos, en grupos de dos o de tres, colocados en pequeñas islas delimitadas por setos bajos perfectamente cortados. Un trabajo de profesionales.

Se sentó en un banco, más o menos en el centro del parque, a eso de las doce menos cuarto de la mañana. Escuchó las campanadas de una iglesia cercana, fumando indolente un segundo cigarrillo. Observó el aspecto amenazador de las nubes y temió que volviese a llover. Pensó en Laura.

Y en Franco. Últimamente, no paraba de pensar en Franco.

Antes de las doce y media, un hombre bajo y ancho, casi completamente calvo, apareció andando desde la parte posterior del parque, saliendo de una caseta medio desvencijada que era el punto que Luján vigilaba. Llevaba un mono gastado de color indefinido y un rastrillo para barrer hojas. Eso fue lo que empezó a hacer, no muy lejos de donde estaba Luján. El inspector, viendo al jardinero rastrillar el suelo, reconoció ese gesto. Incluso sintió que la garganta se le anudaba. Sólo unos segundos. Eran ocho años en el cuerpo ya. Había aprendido a desanudarse.

Se acercó al hombre. A dos metros de él, se lo quedó mirando, con las manos en los bolsillos de su gabán. De repente, no tenía ganas de hablar. Pero tampoco quería marcharse.

El viejo acabó reparando en el hombre que lo observaba, parado en medio del sendero del parque. Lo miró con ojos inquisitivos.

Luján se escuchó hablar.

-Hola, Léntulo.

Léntulo Sediles pareció querer traspasar a Luján con la mirada. Entender quién era. Ya iba el inspector a deshacer el nudo de la memoria, cuando el rostro del jardinero se iluminó.

-¡Señorito Calanda!

Luján sonreía y negaba con la cabeza.

-Calanda no, Léntulo, Calanda no. Calanda era mi tío, don Augusto. El Dueño.

El Dueño, sí. A Don Augusto Calanda, todo el mundo lo llamaba el Dueño en el Pinar de Chamartín. Allí había muchos más dueños, pero él era, por así decirlo, el más ostentoso. Su casa era admirada incluso por quienes nunca la habían pisado, y buena parte de la responsabilidad por ello era, precisamente, de Léntulo Sediles; pues incluso los que jamás habían disfrutado de la hospitalidad de El Dueño habían podido ver, desde la misma calle, su bien cuidado jardín.

-¡Su tío de usted! –balbució el hombre- ¡El patrón!

-Mi tío, sí –confirmó Luján-. Ha pasado mucho tiempo.

-¿Mucho tiempo? ¡Veinte años! –Los nervios y la falta, ya, de bastantes dientes, hacían temblar las palabras de Léntulo, algunas de ellas perdidas en un mar de saliva- Era usted así –el jardinero colocó su mano derecha a poco más de un metro del suelo-,

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así, así… vaya si lo recuerdo. Siempre detrás de mí y de Larita.

Larita. Luján la había olvidado. Grande y recia, silenciosa. Con que sólo alguien le gritase a Léntulo, enseñaba los dientes. Aquella perra que daba toda la impresión de ser capaz de tirarse a una hoguera si su dueño se lo ordenara.

-Me encantaba patearle los montones de hojas barridas que usted se había pasado la mañana acumulando –dijo Luján, porque era verdad, y también para picarle.

-¡Desde luego! –Léntulo se reía-. Era usted un mal bicho, Señorito. Un mal bicho…

-Creo que lo sigo siendo.

Le ofreció un cigarrillo. Léntulo lo rechazó sin palabras, negando educadamente con la cabeza. Luján se dijo: seguro que fuma. Pero sabe que no puede. Un cigarrillo siempre llama a otro y, si acepta el mío, luego no tendrá con qué continuar.

Luego le miró con aspecto de ir a confesar un pecado.

-¿Su señor tío, Señorito?

-Murió en Francia –contestó Luján-. En el 38.

-¿En Francia? Pero, ¿entonces…?

-Logró huir, sí. En realidad, tuvo mucha suerte. El Alzamiento lo pilló de vacaciones. Ya sabe lo que opinaba del mar. Siempre decía que era incómodo y húmedo. Menuda gilipollez. Todo el mundo se iba a San Sebastián y él, a la casa de Lalín. Veranear en secano le salvó la vida.

-Pero… ¿entonces?

-Murió de pena, Léntulo –informó Luján, convocando los recuerdos de tristes tardes, en un Madrid retumbante, observando a su madre llorar sin ruido por el alma de aquel desgraciado primo-. Los rojos saquearon la casa, lo rompieron todo y, lo que no rompieron, lo quemaron. O lo robaron. Rompieron la Marquesita a martillazos.

Luján había crecido en una familia que, por alguna razón que nunca conoció, había tomado la costumbre de llamar La Marquesita a aquella talla gótica de la Virgen María con el niño, en madera oscura, que era el más preciado tesoro de Don Augusto.

-Quizá usted lo vió –continuó Luján-. La prensa lo publicó, publicaron las fotos de la talla rota en mil pedazos. De alguna manera, alguno de esos periódicos llegó a Francia, donde se había trasladado el Dueño. Cuando vio las fotos, enfermó de melancolía.

Léntulo asintió.

-Un cristiano no puede sobrevivir a su Madre.

Carlos Luján asintió sin palabras, mientras dejaba que toneladas de humo se escapasen de su boca e hiciesen una pequeña mella en la mañana gélida. Repentinamente, notaba cómo las palabras pesaban como plomo en su garganta.

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Sabía que Léntulo estaría gimiendo de miedo en cuanto él abordase la razón que le había traído hasta allí; sabía que no podía hacer nada por impedirlo. Y, sin embargo, esperaba y esperaba, tontamente. Al fin y al cabo, era Nochebuena. Por qué no creer en un milagro.

-Si lo han enterrado aquí, quiero decir al Dueño –anunció solemne, el jardinero Léntulo-, le rogaría me diese razón del panteón. Quisiera ir a presentarle mis respetos.

Luján se acercó a un banco y se sentó. Le hizo un gesto a Léntulo invitándolo a seguirlo. El jardinero miró a ambos lados antes de hacerlo. Actuaba como si todavía siguiese trabajando en la mansión de alguien. Como si todo lo que le rodease tampoco fuese suyo.

-Léntulo… nunca lo supe. ¿Por qué te fuiste?

-El Señorito era muy joven –explicó el jardinero, después de unos segundos en los que pareció esperar la autorización de alguien para hablar-, muy joven. Pero aquellos años… aquellos años fueron muy malos.

-Algo sé. Me lo contó mi madre, durante la guerra. Augusto Calanda, el fascista de El Pinar. El millonario entre millonarios. Mejor cerrar la casa, y esperar mejores tiempos.

-Eso es.

-Pero mi tío todavía necesitaba servicio. Y todavía podía pagarlo.

-Pero yo soy jardinero, Señorito.

-Ya. Pero sabes hacer muchas cosas. Yo te he visto hacer muchas cosas distintas: arreglar calderas averiadas, pintar…

Léntulo miró al horizonte, lejos de la mirada de Luján. Cerró los ojos dos o tres segundos, luego los abrió, secos.

-Cosas que tiene la vida –fue toda su respuesta.

Léntulo Sediles había abandonado el servicio de Don Augusto Calanda en abril de 1936. A la familia, habitual inquilina de la casona de El Pinar, se le anunció que se marchaba porque había encontrado un interesante empleo en el Ayuntamiento, de jardinero de un parque de Chamartín de las Rosas. Para Carlos y para sus primos aquello fue una tragedia. No por Léntulo. Por Larita. Larita era una perra de raza no muy definida pero, sin lugar a dudas, con grandes mastines en su árbol genealógico. Era enorme y ancha y bonachona, salvo que alguien se acercase a su dueño con lo que ella interpretase como una actitud amenazante. En el jardín de la casa de El Pinar, todos los niños de las familias Luján y Calanda habían convertido a la persecución de o por Larita en su principal juego. Al tío Augusto le dio tanta pena de esa nostalgia infantil y colectiva que, en las menos de quince semanas que ocurrieron entre la marcha de Léntulo y su afortunada marcha a su pueblo natal de vacaciones, cada vez que tenía un rato libre cogía su Hispano-Suiza, metía dentro a los niños y los llevaba a Chamartín, a ver a Léntulo y a Larita. Por eso Carlos Luján conocía tan bien aquel camino, aquel parque.

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Y otras cosas que, conforme fue mayor para entender, su familia le había referido.

-¿Cosas que tiene la vida? –Respondió, con voz más desanimada que airada- Léntulo, tú estabas sindicado.

El anciano jardinero volvió la mirada hacia el inspector, con el terror pintado en su mismo centro.

-Te fuiste, simple y llanamente, porque te prohibieron trabajar para el Fascista de El Pinar.

Léntulo, la faz cerúlea, respiró pesadamente. A Luján algo le dolía en el centro del pecho, sin dejar de mirarlo con ojos muy abiertos. Había amado a ese hombre como a un bondadoso tío. Y Larita… Pero eran años de oficio.

Había aprendido a desanudarse, como había aprendido España entera.

-No he venido a denunciarte –informó, con un susurro.

Y ya estaba. Como en el taxi, como en el resto de la vida. Es difícil saber si será el tono de voz, o la forma de mirar, o de comportarse, o la seguridad con la que se abordan las cosas; pero un policía siempre acaba por delatar que lo es. Y fue ese momento, el hecho de pronunciar esa frase que Léntulo, obviamente, no creyó, fue ese momento el que ante Léntulo tuvo mayor valor probatorio que todas las credenciales que el inspector Carlos Luján hubiera podido presentarle.

El viejo jardinero socialista se echó a llorar y, en un gesto desesperado, tomó las manos del policía falangista y comenzó a besárselas.

Carlos Luján se quedó unos segundos contemplando esa escena como si las manos no fuesen suyas, como si sus ojos fuesen un cinematógrafo que exhibiese la escena de un drama en blanco y negro, como aquella mañana gris de Nochebuena. Luego las retiró. Necesitó de cierta violencia. Léntulo no quería soltarlas.

-Léntulo… ¡Léntulo, joder! ¡He dicho que no he venido a denunciarte!

-Señorito –balbucía el viejo-… ¡Señorito Calanda!

Luján resolvió esperar. Lo dejó llorar unos minutos, a lo largo de los cuales Léntulo peroró en murmullos, de los que su interlocutor apenas captó palabras sueltas. Finalmente, el jardinero recuperó parte de la compostura.

Con un profundo, largo, suspiro, dio por terminada su crisis de pánico. Esta vez sí que aceptó el cigarrillo que le ofreció Luján. Más que fumárselo, lo devoró.

-¿Desde cuándo lo sabe? –Acabó por preguntar, con gesto pedigüeño.

-¿Me preguntas que si El Dueño lo sabía? No, no creo. No creo que lo supiera nunca.

-Yo soy católico –declaró Léntulo, recuperando la compostura-. Apostólico y romano. La Marquesita…

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-Sí, sí. Te recuerdo rezándole, Léntulo –a Luján le tranquilizó observar que su sonrisa hacía mella en su interlocutor-. Lo sé, lo sé. Me lo dijeron después, cuando la guerra.

-Sí ya. Como le dirían otras cosas.

El anciano temblaba. Miraba al suelo, y temblaba. Luján se repetía en silencio: todo esto es necesario, Carlos. Todo esto es necesario.

-Me lo contó doña Brigi –le informó.

Léntulo volvió fugazmente la cabeza, como si necesitase acopiar esa información en los ojos de Luján.

-¿Doña Brigi? ¿Siguió con ustedes?

-Hasta el final –contestó Luján-. Siguió siendo la criada de mis padres antes, durante y después de la guerra. En el 38 y el 39 vivíamos de ella. Tú sabes lo que valía entonces en Madrid una persona con familia en el campo. De no ser por las viandas que consiguió colar, supongo que habríamos muerto de hambre. Pero ella seguía llamando Señora a mi madre. Murió de pulmonía, en el 46.

Luján dio una calada profunda a su cigarrillo y, después, siguió hablando.

-Una noche, en el invierno del 36, doña Brigi fue a mi habitación, a arroparme. Y me encontró llorando. Estaba llorando por ti, Léntulo.

El viejo jardinero retornó a mirar el rostro de Luján. Ojalá se percate de que no le estoy mintiendo, pensó él. ¿Por qué la gente nunca cree las historias que les cuentan los policías?

-¿Llorando… por mí,… el Señorito?

Luján dejó escapar una risa breve.

-Yo era un crío, Léntulo. Pensaba muchas tonterías. Y una de las tonterías que pensaba era que los jardineros no tienen casa. Que viven en sus jardines, en sus invernaderos. Y aquel invierno, en la noche, desde casa se escuchaban las detonaciones de todo lo que llegaba desde Garabitas40. Y yo pensaba que tú estabas en la calle, sin refugio. Pensaba que te matarían.

El pecho del jardinero pareció colapsarse bajo su ropa de trabajo.

-¡Señorito! ¡Usted pensaba eso!

-Rezaba por ti, entre lágrimas.

Luján adivinó la intención de Léntulo: retornar el besuqueo de sus manos. Lo detuvo con un gesto de la mano.

40 Se refiere al monte Garabitas, situado en el área de la Casa de Campo y Ciudad

Universitaria. Una posición estratégica que el ejército franquista tomó ya en 1936, y que conservaría durante toda la guerra, desde la que bombardeaba Madrid.

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-Doña Brigi pensó que tenía miedo de las bombas, así que se sentó en la cama y empezó a explicarme que no podían llegar hasta nuestra casa. Entonces yo le confesé mi miedo. Y ella me dijo, lo recuerdo bien: «mocete, no derrames ni una sola lágrima por ese currinche».

Léntulo permaneció en silencio. La impresión que daba era la de sentirse dolido con el relato. Pero no, en modo alguno, sorprendido.

-No me voy a extender, pero supongo que ya te imaginas que quien compartió contigo muchas labores de servicio en las temporadas que pasábamos en el Pinar, con nuestro tío, te llamó de todo menos bonito. Y fue ella la que me dijo que estabas sindicado. Que siempre lo habías estado.

-¿Siempre? Señorito, yo…

-Siempre, Léntulo –un susurro bastó para callar al azorado jardinero. Privilegios de policía-. No empecemos ahora a dar vueltas a cosas que importan poco. Aunque sé que no te lo crees, no he venido aquí para meterte en ninguna cárcel ni colocarte delante de ningún paredón ni darte ningún paseo41. He venido sólo porque hace unos pocos días he recordado, repentinamente, que dentro de todos aquellos insultos que Doña Brigi me soltó sobre ti, dentro de todos sus relatos sobre lo mucho que te gustaba frecuentar la calle Piamonte42, acabó por confesar que todo eso lo había averiguado muchos años antes cuando descubrió, por casualidad, tu carné sindical.

-Mi carné sindical… -se limitó a repetir Léntulo, como hipnotizado por el relato del policía.

-Aquella noche dijo doña Brigi: «malditos rojos, no respetan nada; ni siquiera un nombre tan bonito como La Aromática».

Luján tragó saliva. Léntulo parecía narcotizado.

-Porque así se llamaba el sindicato de jardineros. ¿Verdad, Léntulo?

El jardinero miró al horizonte, suspiró pesadamente y, luego, asintió en silencio43.

Así que era eso. Luján reprimió un escalofrío. Gracias, doña Brigi. Uno nunca olvida las cosas que ocurren cuando está temblando de miedo.

-Era una sociedad obrera, Señorito –le escuchó decir a Léntulo-. Y muy necesaria. Los jardineros no somos productores. Entre nosotros nos llamábamos, con chanza, las Artes Verdes. Ya sabe, para tratar de igualarnos con las Artes Blancas, o las Artes Gráficas. Pero, quiá. Dónde se vio un jurado mixto44 para los jardineros. Cada

41 Durante la guerra, a la acción de llevarse a una persona, normalmente de la cárcel, a algún lugar apartado y, una vez allí, fusilarlo, se lo denominaba «dar el paseo».

42 Sede de la Casa del Pueblo de Madrid hasta el final de la guerra.

43 Así se llamaba, en efecto, la organización de jardineros que figuraba en 1935 como una de las sociedades obreras propietarias de la Casa del Pueblo de Madrid.

44 Órganos creados por Largo Caballero, al principio de la República, para la discusión

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jardinero tiene un patrón, un solo patrón. Los obreros sólo tenemos fuerza cuando somos muchos y el patrón, uno.

-No hace falta ser marxista para defender eso.

El viejo apoyó los codos en las rodillas, juntó las manos, suspiró de nuevo y miró a Luján. Casi tenía media sonrisa en los labios.

-Pero sí hace falta ser marxista para conseguirlo, Señorito.

-El tiempo te desmentirá.

Nuevo amago de sonrisa.

-Estaré muerto antes de que en España amanezca, Señorito. Así pues, me da igual. Podo los setos, barro las hojas, y cuido de las plantas. Es lo que me queda por hacer.

Léntulo se pasó la lengua por los labios, resecos de aire gélido.

-Pero vine a esta Tierra con mis ideas, y con ellas me iré. Dicho sea con todos los respetos hacia la figura de su señor tío, al que idolatro; y de usted mismo. Señorito.

Ambos interlocutores se escrutaron la mirada. Luján vio en los ojos del jardinero la fuerza que otorga la resignación. Se dio cuenta de cuál era su reflexión estratégica. Léntulo y Luján habían sido casi uña y carne. Así pues si Luján, ahora convertido en policía, había ido a buscarlo, podían ocurrir dos cosas: que fuese verdad que no pensaba denunciarlo, o que no. Si no era verdad, entonces para Léntulo ya todo daba igual. Era irrelevante que llorase, que le besase las manos, que le mintiese, o que tratase de convencerle de que La Aromática había sido sólo una tertulia de café. Saber que estaba perdido había hecho temerario al viejo Léntulo.

-He venido aquí para que lleguemos a un acuerdo –anunció, finalmente, Luján.

La mirada de Léntulo se puso en guardia.

-¿Un acuerdo? ¿Qué puede usted querer de mí?

-Información.

-¿Información?

-A una mujer llamada Lucía Odriozola se le intervino, durante un registro en su domicilio realizado hace ocho años, una tarjeta con una referencia escrita a mano: La Aromática, Chamartín de las Rosas. Hasta el día de hoy, nadie ha reparado en que esa tarjeta es una anotación relacionada con actividades sindicales de personal de jardinería. Y así quiero que siga siendo. Por lo que a mí respecta, y yo llevo esa investigación, esa tarjeta no existe. Nunca existió. Pero eso no quiere decir que no quiera averiguar qué hay detrás de ella.

de las condiciones laborales y salariales. Antecedentes de la actual negociación colectiva.

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Luján dejó pensar a Léntulo unos segundos. Conforme lo hacía, notó cómo el color le abandonaba la faz.

-Señorito, usted… quiere… ¡Señorito!

-Ahora me llamo Señor Inspector, Léntulo. A partir de ahora mismo, así me vas a tratar. Y, sí, lo que te estás imaginando es exactamente lo que quiero.

-Le juro, Señori… Señor Inspector, le juro por Dios y por la Sagrada Marquesita, le juro por lo más sagrado que yo no tengo contactos ya con nadie que…

-Pues si no los tienes, hazlos. No te será difícil. ¿No dices que ahora que no hay marxismo estáis tan puteados? La gente encabronada larga mejor, ¿o no?

-¿Y qué garantías tengo yo de que cualquier policía me va a dejar en paz?

En todo el centro. Luján suspiró. Era, en cualquier caso, inconcebible que la pregunta no surgiese.

-Yo te cubro –respondió-. Puedes creerme que puedo hacerlo –mintió-. Tengo contactos al más alto nivel.

Se dijo: tampoco le estoy mintiendo del todo. Por mucho que supiese que ni Ismael Rebollo ni Francisco Franco, Caudillo de España, moverían jamás un dedo por salvar la vida de un jardinero marxista.

En todo caso, a Léntulo aquellas palabras parecían haberle tranquilizado.

-Necesito que seas cauto. Pero también necesito que averigües algo. Por qué Lucía Odriozola había hecho esa anotación, y la conservaba. Con quién se relacionaba de la Aromática aquí mismo, en Chamartín. Por qué. Para qué. Cuándo.

-¿Quién es Lucía Odriozola? –Preguntó Léntulo.

-Eso a ti no te importa. Tienes el nombre, eso es todo lo que necesitas.

Se levantó. Sacó su libreta y un lápiz. Arrancó una hoja y escribió nerviosamente en ella.

-Toma –le dijo a Léntulo, alargándole el papel, junto con tres cigarrillos-. Me puedes llamar a este número. Aunque preferiría que me visitases. Dices en la puerta que me tienes que ver, me dan el recado y bajo. Y espero –añadió, alzando los brazos, como un combatiente que se rindiese-, que sepas valorar esto: un policía falangista ha venido aquí, armado, y tú le has confesado que eres marxista. Y no te vas ni detenido, ni denunciado. Porque esas cosas, Léntulo, ya no hacen ni puta falta. Aunque tú no lo creas, en España empieza a amanecer.

Léntulo, aún sentado en el banco, sopesaba su destino. Mirando a ninguna parte, le dio a Luján toda la impresión de estar tratando de asimilar las muchas cosas que habían pasado en menos de media hora de su vida. Quizá había atendido al discursito final. Quizá no.

Pasados unos segundos, levantó la vista y miró a Luján, de abajo a arriba.

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-Larita tenía debilidad por usted, Señor Inspector.

Luján se quedó callado. No esperaba algo así.

-Varios meses después de terminar la guerra, alguien le dijo a unos balillas45 que había trabajadores municipales que guardaban banderas republicanas en las mismísimas dependencias del ayuntamiento. Registraron varias, entre ellas la casita del parque, allí, al fondo. Yo estaba comiendo y Larita, ya muy vieja, me miraba. Ellos entraron, hicieron una pregunta que no entendí y luego dos de ellos se dirigieron al fondo de la caseta. Uno de ellos, en el camino, me empujó para apartarme; casi me caí de la silla. Larita se le tiró. Y ellos la mataron a patadas, allí mismo.

Los labios de Léntulo temblaban de nuevo. Se levantó, muy trabajosamente, y enfrentó de nuevo la mirada del policía.

-Desde ese día, para mí, Señor Inspector, es de noche. Noche cerrada.

Se dio la vuelta y echó a andar hacia la caseta, arrastrando los pies. Luján observó que metía la mano derecha dentro de uno de los bolsillos de su ropa de trabajo, guardando el papel que él le había dado.

Después de aquella mañana, la vida de Carlos Luján se sumergió en la Navidad. Tenía unos días libres previstos para esas fiestas (Laura le había dejado bien claro que no permitiría que las pasara en acto de servicio), así pues llegaron horas lentas y tibias, al calor del brasero. A Luján le gustaba sentarse en el salón de su casa, poner muy cerca la cuna de Bruno, y observarlo, especialmente cuando estaba dormido. Observar a su hijo y, en general, permanecer lejos de su trabajo lo ayudó a tranquilizarse. Él sabía lo que había hecho. La misma tarde de diciembre en que regresaba solo en el opaco cubículo del automóvil que lo traía de El Pardo, repasando los informes que Ismael Rebollo acababa de confiarle, había reparado en la pequeña tarjeta, prendida al resto de los papeles que hablaban de Lucía Odriozola. El primer pensamiento que había cruzado su mente al verla era que él entendía el significado de esa anotación. El segundo fue que, obviamente, era el único policía que hasta entonces había reparado en ello (de otro modo, la suerte de Lucía en todos esos años habría sido muy otra de la que él conocía). Y lo tercero que, tal vez, nunca volvería a verla.

Una de las mejores habilidades secretas de Carlos Luján como policía era su capacidad de detenerse a pensar incluso en situaciones muy comprometidas. Aquélla había sido una de ellas. Aún después de haber sobrevivido (ésa era la palabra) a la entrevista más importante de su vida; aún después de haber tomado conciencia de las fuerzas importantes que estaban detrás del caso Anselmo López, cuando abrió el informe sobre Lucía Odriozola y vio la tarjeta, supo pensar deprisa y con ciertas dosis de calma. Lo primero de lo que se dio cuenta, ya se ha dicho, fue que el hilo que

45 Falangistas.

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mostraba aquella tarjeta no había sido aún descubierto por nadie. Al tiempo que no le convenía hacerlo evidente. Si algo sabía ya con claridad Carlos Luján en las últimas horas del 13 de diciembre de 1956, era que el caso Anselmo López no era cualquier caso. Que, por alguna extraña razón que algún día esperaba averiguar, el asesinato de un antiguo divisionario sin oficio ni beneficio tenía una extremada importancia para las personas más importantes de España. De repente, Lucía Odriozola cambiaba de rostro. Dejaba de ser la prostituta y casual vecina del finado, para ser alguien potencialmente relacionado con esa conspiración en la que Carlos Luján nunca había dejado de creer del todo: rojos matando a un falangista o, tal vez, rojos matando a un rojo. En un mundo en el que nadie parecía ser quien debía ser, Lucía no tenía por qué ser una excepción.

Sin embargo, no sería muy lógico aflorar este hecho. Si la policía tomase conciencia de que la inocente anotación, La Aromática. Chamartín de las Rosas, podía estar indicando una militancia sindical, o la relación de Lucía con alguien sindicado, su reacción, con seguridad, sería exprimirla como un limón. Se repetirían los interrogatorios del 48, probablemente con más violencia, con más golpes. Sin embargo, algo que el olfato de policía de Luján le decía: Odriozola ya había callado antes. Ya había sido apaleada antes, Luján lo sabía bien, y no había dicho nada. Lo cual venía a significar que, o bien la tarjeta no demostraba nada más que una infeliz casualidad; o bien tenía razones muy poderosas para callar.

Para Carlos Luján, era evidente que si Lucía Odriozola podía confesarse a un policía, ese policía era él. Pero, para eso, él debería tener algo más que lo que tenía hasta ese momento, que no pasaba de ser una prueba meramente circunstancial, como demostraba su propia conversación con Rebollo a cuenta de la tarjeta. Por eso, fumando en la oscuridad de su dormitorio la misma noche del día en que se entrevistó con Franco, enhebrando las volutas invisibles de humo con la respiración rítmica de su mujer, por todo eso Carlos Luján había llegado a la conclusión de que debería ser él quien interrogase, lo más discretamente posible, a Lucía Odriozola, una vez que su gestión con Léntulo lo llevase a alguna parte. No antes.

Todo eso, sin tener en cuenta que había una razón más para no acercarse por el club, por el mundo del francesito maricón y su medioputa: Rebollo.

Carlos Luján se sentía razonablemente optimista del resultado de su conversación con Ismael Rebollo. Pensaba que, si bien no era totalmente probable, sí era razonablemente posible que Rebollo se hubiese tragado sus explicaciones y que, en consecuencia, no tuviese ninguna idea clara sobre la famosa tarjeta. Pero siempre quedaba una posibilidad. Tratándose de Rebollo, siempre podía ocurrir que supiese más de lo que había confesado y que, de hecho, su actitud fuese una celada. La ventaja con que contaba Luján es que conocía bien a su antiguo jefe; sabía cómo pensaba y, por consiguiente, se imaginaba cuál sería, en ese caso, su siguiente movimiento: hacer vigilar a Luján para conocer su relación con Lucía. La mejor manera de afectar desinterés era demostrarlo, día a día, con una total ausencia del club.

Todos estos argumentos los acumulaba Carlos Luján en su conciencia. Le permitían armar su estrategia y, al tiempo, le permitían no preguntarse si no habría alguna otra razón, de índole más personal, para proteger a Lucía Odriozola de la investigación del caso López.

A su regreso al trabajo, ya en enero, Luján se encontró la oficina a medio gas y más fría de cómo la había dejado, quizá por la ausencia de su dotación habitual de

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cuerpos humanos. En uno de los paneles colocados en la pared para colocar allí mensajes y otros materiales, alguien había clavado un papel enorme con letras grandes hechas a mano que decían: LA GUERRA HA TERMINADO.

-¿Qué cojones significa eso?-preguntó en voz alta Luján, mientras se quitaba el gabán y caminaba hacia el perchero de otra pared.

Iglesias, el subinspector gordo y bromista que había conocido en su primer día, estaba en su trayectoria. Luján observó su mirada, entre despreciativa y retadora.

-¿No lees nunca la prensa?

-No, si puedo evitarlo –confesó el inspector.

-Te pierdes las grandes noticias. La guerra ha terminado porque, de una vez, los putos rojos han confesado que se lo llevaron.

Mientras pronunciaba ese «que se lo llevaron», Iglesias frotaba delante de los ojos de Luján las yemas de los dedos gordo e índice de su mano derecho. Seña de dinero.

-¿Te refieres a?

-El oro, sí. El puto oro de Moscú. ¡Joder, Luján, si están todos los periódicos dale que te pego!

-Lo han devuelto –Luján afirmó, más que preguntar.

-Quiá –respondió Iglesias, con gesto de asco-. Devuelto, devuelto… Por lo menos, han reconocido que se lo llevaron.

Observando periódicos atrasados, Luján comprobó que durante aquellos días festivos, la observación de su hijo le había absorbido en exceso. En efecto, la prensa del régimen había hecho toda una batahola de aquella cuestión. Representantes republicanos en el exilio entregan al gobierno legítimo documentación sobre el destino del oro de Moscú. Declaraciones grandilocuentes. Artículos de fondo repletos de palabras encendidas.

Iglesias tenía razón, pensó Luján. La victoria definitiva se produce cuando quien ha sido vencido, además, lo reconoce sin paliativos.

Ya incorporado al trabajo, Luján hizo sus gestiones. Descubrió que, de momento, estaba empantanado. Azpíriz pasaba unos días de vacaciones y Aurelio Barandiaín, según refirió una sobrina suya al cargo de la pensión esos días, también estaba en su tierra, pasando unas largas navidades. Fue por eso que aplicó un par de semanas a su otra cara, como él la llamaba: aceptar o buscar misiones propias de su unidad, buscando ese efecto de no destacar que le había exigido Rebollo.

Antes de que Azpíriz regresase, sin embargo, fue el propio Rebollo quien cambió eso. Y de una forma bastante sorpresiva para Luján.

Una mañana, el inspector caminaba hacia la comisaría con paso decidido. Precisamente tras la esquina en la que un día le había esperado un coche con Ismael Rebollo dentro de él, se encontró con su anterior jefe. Esta vez estaba de pie, apoyado

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en la fachada del chaflán, fumando indolentemente. Carlos Luján se lo quedó mirando unos segundos, sin saber si debía o no saludarlo.

-¿Tienes querencia por este lugar? –Acabó por preguntarle.

-Es discreto y tú, que eres animal de costumbres, siempre pasas por aquí –respondió Rebollo-. Está lo suficientemente cerca de la comisaría como para poder prever a qué hora podré encontrarte, y lo suficientemente lejos como para que nadie o casi nadie nos vea.

-¿Nadie debe vernos?

Rebollo torció la boca en un rictus de indiferencia.

-Digamos que no sería elegante.

-Genial. Y, dime, ¿qué va a ser hoy? ¿Vamos a ir a ver a Mola?46

Rebollo sonrió y negó con la cabeza.

-Casi, casi. No vamos a ver a nadie. Vamos a vigilar. Y a hablar.

-Honrado de vigilar contigo, y encantado de hablar.

Rebollo caminó dos pasos hacia Luján. El sarcasmo se había borrado de su rostro.

-¿Honrado, Luján? Vas a acompañarme a un servicio que no tiene nada que ver con los cometidos de tu unidad. No te digo que sea nada ilegal ni criminal, ya me conoces. Pero no tienes por qué hacerlo.

Luján se bañó unos segundos en las pupilas de su interlocutor. Heladas, como siempre. Pero se dijo: no, no es él. Soy yo. Y contestó la verdad.

-Dos cosas. Una, de ti me fío, y lo sabes. Y dos, después de todos estos meses, después, sobre todo, de ese paseo que no dimos tú y yo hará cosa de un mes, tu trabajo me provoca…

-¿Curiosidad?

Luján bamboleó su cabeza arriba y abajo.

-Ajá, sí. Curiosidad.

No te miento, se dijo en su interior. Pero, además, quiero tenerte cerca. Cuanto más cerca, mejor.

Si lo que Luján estaba haciendo era tirar un anzuelo, Rebollo lo mordió con

46 Se trata de una broma irónica de Carlos Luján. Ya que la anterior vez, Rebollo le llevó a entrevistarse con Franco, ahora Luján cita al general Emilio Mola, el otro gran caudillo en el momento del golpe de Estado del 36. Sin embargo, Mola murió algunos meses después, en un accidente aéreo, dejando el camino libre para que Franco fuese designado jefe supremo de los rebeldes. En el momento de la entrevista, pues, lleva casi veinte años muerto.

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fruición. Su sonrisa se amplió y palmeó un par de veces las espaldas del inspector.

-Joder, macho –musitó-. Has nacido para policía. Para policía de verdad.

Luego le señaló un coche, esta vez normal, aparcado cerca de allí.

Subieron. Rebollo condujo hacia el barrio de Salamanca, tras musitar «no será largo, vamos aquí mismo». Pero tardaron casi media hora, tras la cual Luján notó que aminoraba la marcha y, al contemplar un espacio libre para aparcar en la acera, le escuchó una expresión de triunfo. Cuando paró el coche, Rebollo le miró y dijo, con una sonrisa.

-Justo enfrente.

-¿Enfrente? ¿De qué?

-De nuestro destino. O sea, ese portal.

Rebollo siguió la línea imaginaria demarcada por el dedo de Rebollo. El número 11. Espió la placa. Calle Hermosilla.

-¿Hermosilla, 11?

-Eso es. Hermosilla, 11, tercer piso.

Luján encendió un cigarrillo.

-¿Vive Marx, allí?

A Rebollo pareció hacerle gracia la broma.

-¡Marx! ¡Estás de coña!

Luego se aplicó a aspirar su cigarrillo, para prenderlo con la cerilla que Luján le había encendido.

-Es el despacho de Gil-Robles –informó finalmente Rebollo, hablando con el pitillo entre los labios.

Luján sintió un leve escalofrío de extrañeza.

-¿Ahora espiamos a Gil-Robles?

Rebollo se alzó de hombros.

-No nos gustan los republicanos.

-Ya, ya. Pero hay republicanos y republicanos, ¿no?

Rebollo reprimió una risa. Luego miró a Luján, algo más serio.

-Luján, hay una raya. Y es muy simple saber de qué lado estás, del lado de allá y del de acá.

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-Ya, pero Gil-Robles…

-Amigo mío, fíate del Diablo, y no corras. A lo mejor, hoy aprendes algo.

Después de esa confesión, Rebollo se enfrascó en un largo silencio. Luján sopesó la posibilidad de abrir la boca e iniciar algún tema de conversación. No lo hizo, sin embargo. Al fin y al cabo, él era el novato. Si le había cabido alguna duda de que no iban a vigilar los hábitos de vida de cualquier sospechoso de haber violado el Código Penal, el hecho de que el vigilado fuese José María Gil-Robles la disipó. Sin cerrar los ojos (hubiera sido indecoroso, en medio de una vigilancia policial), Carlos Luján trató de recordar la única vez en su vida que tenía conciencia de haber estado cerca de Don José María. Había sido en la casona de su tío, Augusto Calanda. De hecho, El Dueño era, como él decía, casi de Acción Popular y de la CEDA47. El tío Augusto había tenido, y todavía tenía a mediados de los treinta, importantes propiedades rurales en Castilla la Vieja48, lo cual lo mantenía fiel a los mandados de Don José Martínez de Velasco49. Allá por el 35, cuando Luján era un adolescente más preocupado en jugar con la perra Larita que en cualquier otra cosa, agrarios y cedistas estuvieron juntos en gobiernos de la República, lo cual animaba la celebración de reuniones y diálogos, para los cuales, no pocas veces, El Dueño había prestado gustoso su amplio hotelito. Luján veía a aquellos señores, normalmente entrados en edad y vestidos de forma elegante pero pasada de moda, llegar puntuales, cruzar el jardín, no sin olvidar repasarle el pelo en señal de cariño mientras ponderaban lo crecido que estaba, y luego entrar al amplio salón que quedaba separado del jardín por una amplia cristalera con puertas correderas. Entonces se sentaban en los sillones del salón, fumaban, bebían coñá y discutían sobre España, con palabras de Carlos Luján nunca escuchó, ni tampoco le interesaron.

Normalmente, los contertulios de Don Augusto Calanda, que ni siquiera era diputado en Cortes, eran de mediano calado. Líderes y jefecillos de ámbito provincial, caciques menores e ideólogos que escribían folletos que habitualmente apenas leían un par de correligionarios. Por eso, cada vez que un ministro de la Nación, un diputado o un alto cargo, se dejaba caer por aquellas tertulias estratégicas, el tío Augusto lo pavoneaba durante horas antes de que el acontecimiento se produjese, en la primera tarde.

José María Gil-Robles pisó ese jardín siendo ministro de la Guerra. Luján no recordaba bien la fecha, pero sí el cargo, porque era lo que más le importaba a su tío y lo que usó para justificar que, aunque soportase la presencia de la chavalería en la casa pues era domingo, los recluyese en una habitación en el segundo piso, una estancia abuhardillada que se usaba de desván de cosas inútiles, desde donde los infantes vieron llegar al ministro. En su imaginación aún bastante infantil, Carlos Luján esperaba ver llegar a un soldado imponente, a un hombre como no se pueden

47 Confederación Española de Derechas Autónomas, coalición de derechas de la que

formaba parte Acción Popular, el partido de Gil-Robles, quien era, además, el líder político y parlamentario de la CEDA.

48 Nombre que entonces recibía un territorio básicamente identificado con la actual Comunidad Autónoma de Castilla y León.

49 Líder del denominado Partido Agrario, formado sobre todo por terratenientes y de corte muy conservador.

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encontrar cien en el mundo entero; por eso, se sintió íntimamente decepcionado ante la visión de un hombre bajo y algo rechoncho, bajo un sombrero que daba la impresión de ser demasiado pequeño para él, con una cara mofletuda y un gesto más propio de niño estudioso que de jefe de los Ejércitos. Quizá aquel día comprendió Luján que los hombres grandes no llevan la grandeza escrita en el rostro. Una enseñanza interesante para él, puesto que su vida habría sido menos exitosa de haber creído que a un asesino se lo reconoce por la mirada.

Despertó de su ensueño leve. Se volvió hacía Rebollo. El policía le miró con un gesto que delataba curiosidad por sus pensamientos.

-Es Gil-Robles –se explicó-. O sea, ya sé que yo no estoy aquí ni sé nada de lo que tú haces y que blablabla. Pero no soy tonto. Y sigo preguntándome si no habrá un solo rojo suelto por España que merezca más tu atención que un tipo de derechas.

Rebollo se estiró en el estrecho cubículo del auto, suspirando al tiempo. Apretó los labios, en un gesto que a Luján le pareció el del maestro que contempla a su mejor alumno fallar en una multiplicación la mar de fácil.

-Derechas hay muchas, Luján.

-No creo que Gil-Robles represente a ninguna peligrosa.

Rebollo negó con la cabeza.

-Tienes que entender lo que es un político, Luján. Eso de que representa a una ideología es sólo al principio. Cuando alguien se hace grande, pasa a representarse a sí mismo. No digo que este tipo –señaló con la barbilla al portal de la calle Hermosilla que vigilaban- no se metiese algún día en política por el bien de España y por el sagrado valor de los principios cristianos y por la madre que lo parió. No digo que no fuese sincera su voluntad de contrapesar las fuerzas de la revolución marxista. Pero llega un momento en que te rodea un montón de personas que no para de decirte que eres la hostia. Comienzan a hablarte de una cosa muy gorda: la Historia. Pasar a la Historia.

-Veo por dónde vas –concedió Luján-. Ése día empiezas no a hacer lo que hay que hacer, sino a hacer lo que hay que hacer para pasar tú a la Historia.

Rebollo, como si fuese un premio, le ofreció un cigarrillo.

-Es el problema de los partidos políticos. Será su problema siempre, se extiende como un cáncer y acaba marchitando a la sociedad más robusta. Todo sistema de partidos llega a un punto en el que éstos ya sólo trabajan para alimentarse a sí mismos; se alimentan de patria: más gordos ellos, más delgada la Patria.

Luján chupó de su cigarrillo. En su interior brincó la ambición, siempre presente de alguna manera entre él y Rebollo, de poner a prueba las convicciones de cada uno.

-También puede pensarse que eso no ocurre por ser líder de un partido, sino, simplemente, por tener poder. Por estar en el Poder. Por ser el Poder.

Rebollo le miró con cara de pocos amigos. Lo ha entendido, se dijo Luján, no sin cierta fruición.

-No, si tienes un hondo sentido del deber, Luján. Como lo tiene Franco, si es ahí

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por donde vas.

-No he pretendido…

-¿No has pretendido? ¡Qué amabilidad! Da igual, da igual –Rebollo recuperó la sonrisa y el tono distendido-, sé que sabes que yo sé de qué palo vas, inspector. Puedes ser el niño terrible las veces que quieras, porque yo conozco la medida de tu valentía.

A Luján, esa forma de plantear las cosas no le hizo la mínima gracia. Pero se abstuvo de contestar, asentado en la prudencia.

-Mira, Carlos. Cuando Gil-Robles era ministro de la Guerra, tenía un jefe de Estado Mayor que se llamaba Francisco Franco Bahamonde. Jefe de Estado Mayor quiere decir que, sabiendo tocar las teclas oportunas, Franco podría haber sido caudillo en 1935. Pero hasta para eso tuvo sentido del deber.

-O acertó con la estrategia. Tal vez en el 35 habría perdido la guerra.

-Puede ser –Rebollo acompañó esa afirmación con un gesto de la cabeza-. Pero eso son conjeturas. Lo que está encima de la mesa es un acto de disciplina. Una demostración de que se percibe una misión que va más allá de uno mismo. Y, además, para más inri, ahora estamos en un Estado orgánico. A nosotros no nos gobiernan los partidos, con sus intereses propios. Nos gobiernan las células inmortales de nuestra sociedad. La familia, el municipio, el sindicato. Son demasiados titanes como para permitir un eventual, futuro, cambio de rumbo por parte de un general metamorfoseado en político.

-Hace algunos meses –respondió Luján, tras una larga y silenciosa chupada a su cigarrillo-, escuché a Arrese explicar precisamente eso. Un sistema puramente equilibrado en el que aquéllos que hicieron la Cruzada se erigían en legítimos guardianes de la pureza del Movimiento. Pero de aquellas leyes no se ha vuelto a saber nada.

Ismael Rebollo, no así Luján, tenía su ventanilla bajada, por donde el frío de la mañana entraba a bocanadas en el auto. Después de observar unos lentos segundos a Luján en silencio, suspiró, se volvió hacia la ventanilla, apoyó en ella el codo del brazo izquierdo y, sosteniendo con la mano izquierda el cigarrillo, fumó en silencio un rato largo, mirando hacia la calle. A ratos, se rascaba la frente con expresión de fastidio. Luján se sintió, por segunda vez en poco tiempo, como ese alumno brillante que repentinamente suspende un examen importante.

-Escucha, Luján –terminó por hablar Rebollo-. Escúchalo otra vez, porque ya te lo he explicado antes, pero no lo has querido entender. Vamos a dar por bueno eso de que la Cruzada fue hecha por los tuyos.

-Oye, Rebollo, la Falange…

-¡La Falange, leches! –El estallido de Rebollo no fue gran cosa, pero sí suficientemente aparente como que un par de transeúntes, cerca del auto en ese momento, les mirasen y se alejasen vigilándolos furtivamente- ¿Te suena el nombre de

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Galarza50, o del general Varela? ¿Bilbao51, Iturmendi, Fal Conde52? ¿Les negarás compromiso con la Cruzada? Ellos también están dentro, Luján. Y no son tú, no son vosotros.

-No lo niego –respondió Luján-. Pero hay clases.

-No, no, no, no –Rebollo apenas musitaba, pero movía a ambos lados la cabeza casi con violencia-. No hay clases, Luján. Ya no. Nosotros no somos la revolución, Luján. Somos su resultado. España era un campo por arar y lo hemos sembrado. Pero ahora que recogemos la cosecha, el trigo es para todos. ¡Para todos, Luján!

-No pretendo que sea todo nuestro.

-No, no. De vuestra generosidad hay pruebas sobradas –el tono de Rebollo era, por primera vez, conciliador-. Pero, Luján, toda ideología es una faja. En una faja hay quien cabe y quien no. Y en la España del Movimiento tenemos que caber todos.

Inquietante mensaje, se dijo Luján. Pero lógico. Ya José Antonio había prevenido a la Falange de que podría ser utilizada para ser la fachada de un estado tan sólo presuntamente fascista. Ahora, eso mismo era lo que ocurriría, si la mirada de Rebollo no mentía. El futuro es un engranaje, se dijo; y a tipos como Rebollo les importa una mierda que, en su movimiento, aplaste a tipos como yo.

Ese pensamiento avivó la ira.

-Explícame entonces, Rebollo, por qué cojones, en esa España en la que tenemos que caber todos, no cabe José María Gil-Robles.

Rebollo ni se molestó en mirar a Luján. Siguió con la vista al frente y, por toda respuesta, señaló hacia delante con la colilla renegrida que agonizaba entre los dedos de su mano izquierda.

-Mira ahí. Al principio de la manzana.

Luján se volvió. Dos hombres bien vestidos caminaban por la acera. Luján les calculó unos cuarenta años de edad, quizá menos. Aunque uno de ellos tenía un rostro angulado, de corte antiguo, que hacía pensar que era algo más mayor. El otro tenía un aspecto menos intelectual, cejas pobladas en y un gesto adusto, casi rural.

-¿Quiénes son?

-Militantes.

-¿De la CEDA?

50 Valentín Galarza, ministro franquista furibundamente antifalangista.

51 Esteban Bilbao. Tradicionalista, era Presidente de las Cortes en 1956, y combatió los proyectos jurídicos de la Falange, llegando a acusarlos de pretender generar un régimen soviético en España.

52 Líder de los carlistas.

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Rebollo miró a Luján. Con una sonrisa de triunfo en los labios.

-Socialistas, Luján. Socialistas53.

Carlos Luján sintió un escalofrío en la espalda. En realidad, nunca se había preparado psicológicamente para la prueba de reencontrar socialistas de verdad en el propio Madrid, paseando por la calle Hermosilla como cualquier hombre de bien. Aún peor: dirigiéndose al despacho de Gil-Robles, ahora entendía el sentido de la vigilancia, para entrevistarse con él. Después de unos segundos de vacilación, con un gesto seco agarró el tirador de su portezuela.

-¿Los detenemos?

-Ni de coña –respondió Rebollo, muy tranquilo.

-¿No? ¿Vas a dejar que se vayan?

-Son más útiles libres.

Luján soltó el tirador. Trataba de desenmarañar su desorientación.

-No acabo de entender las técnicas de la Policía Orgánica.

Rebollo rió brevemente. Le dedicó una palmada en la espalda a su compañero.

-Ya te he dicho que Gil es ambicioso. Aunque tampoco es temerario. Tiene una posición, no la quiere perder. Pero es político, y no hay un político que no ambicione el Poder. Su reacción ha sido, pues, buscar algún caminito hacia el Poder, algún lugar que le permita pensar que volverá a saborearlo. Alguna figura notable en la que crea la gente, no sé si me entiendes…

No necesitó decir más. La mente de Luján se aclaró en una décima de segundo.

-Joder. Estás hablando de la puta Corona.

-De la puta, y de la Corona, sí. Gil-Robles juega a monárquico. Juega a que la República estuvo bien en muchas cosas, salvo en lo de ser una república. Y el Borbón le escucha. Ambos están convencidos de que Franco caerá como una fruta madura. Que no tiene más remedio que reconocer, tarde o temprano, que, en el fondo, él también forma parte del paréntesis y que, cuando él se vaya, habrá que cerrarlo.

-Y, ¿no es eso verdad?

-Buen intento, Luján. Buen intento. Pero aquí estamos hablando de Gil-Robles, no de Franco.

Luján fue a decir algo, pero la mirada de Rebollo le dejó bien claro que no era el momento.

-Lo que es verdaderamente acojonante de toda esta historia es que esa

53 Esas dos personas son Enrique Tierno Galván, quien fue diputado y alcalde de Madrid;

y Fernando Morán, que fue ministro de Asuntos Exteriores durante la etapa de Felipe González.

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milonga de que un rey lo solucionará todo no sólo la escuchan los, bueno, los de derechas. Hay gente en las izquierdas que también le da a ese sonajero.

-¡Joder! ¿Socialistas monárquicos?

Luján alzó las manos y se encogió de hombros.

-¿Por qué no? Si estás jodido, perseguido, encarcelado. Si ves cómo el puto generalito estúpido consigue que las potencias mundiales se olviden de las condenas que ellas mismas escribieron54. Si, por lo tanto, ves que no vas a pillar cacho en tu puñetera vida, ¿por qué no probar? ¿Por qué no apostar por un rey que lleve a cabo la reconciliación nacional?

-No hace falta ninguna reconciliación nacional.

-Lo sé. Como lo sabes tú y lo sabe el resto de los españoles. Pero ellos son políticos, Luján. ¿Por qué no te lo aprendes de una vez?

-Pero están condenados al fracaso.

-¡Pues por eso mismo! –Exclamó Rebollo, con amplia sonrisa- Si van a fracasar, ¿para qué coño detenerlos? Dos socialistas, herederos de los asesinos de Calvo-Sotelo, se van a ver al otrora líder de la CEDA para hablar de puntos comunes. ¡Puntos comunes, Luján! Parece un chiste, pero no lo es.

Luján reflexionó unos segundos.

-Así pues, la misión… ¿ha terminado?

-Exacto, Luján. Hemos visto lo que queríamos ver. Hemos corroborado lo que ya sospechábamos. Sabemos que tenemos que seguir pendientes de esos pollos. Y prepararnos, porque el gil de Gil, cualquier día, nos traicionará. Lo que hay que conseguir es que, ese día, no sea nadie.

Rebollo sacó dos cigarrillos de su petaca.

-Lo cual –dijo, mientras le ofrecía uno a Luján- nos deja un ratillo para hablar del caso López.

Un giro tan brusco puso a Luján inicialmente en guardia. Sin embargo, algo en la mirada de su interlocutor le dijo que la cosa no iba por ese flanco que tanto temía: la famosa tarjeta autógrafa de Lucía Odriozola. Delante de su rostro, Luján no tenía a un interrogador, sino a un colega. No le costó, pues, dejar que los acontecimientos se desarrollasen.

-Apenas he avanzado. He echado anzuelos, a través de Azpíriz, pero Azpíriz no ha regresado aún de sus vacaciones de Navidad.

54 En 1948, en San Francisco, la comunidad de naciones condenó el régimen franquista,

despertando las ilusiones del exilio de una rápida caída del régimen franquista. En enero de 1957, sin embargo, las tornas han cambiado mucho y, de hecho, España ha perfeccionado ya un acercamiento con los Estados Unidos que suponía su consolidación internacional.

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-No te preocupes –contestó Rebollo, con un gesto de su mano-. Entiendo que te tomes todas las precauciones posibles en un caso tan… especial. Soy yo quien quiere informarte.

Un joven embutido en un gabán bastante viejo estaba en la acera, cerca del coche, observándoles. Probablemente, se había fijado en la escena –dos hombres dentro de un coche parado y apagado, hablando, hablando- y le picaba la curiosidad. Unos pocos segundos de silenciosa mirada de Rebollo le dejaron las cosas claras. Se alejó a paso vivo, Hermosilla arriba.

-Creo que está claro que yo tengo, digamos, «más mano» con ciertas cosas que tú. Así pues, he procurado adelantarme, aprovechando un par de contactos.

-¿Un par de contactos?

-Un par de contactos, sí. No pensarás que una investigación que tiene interesados a tan altos personajes vaya a ser llevada por ti en solitario.

-No, desde luego. En realidad, lo que no entiendo es qué hace un humilde policía metido en esto. Pero prometí no preguntar.

La mirada de Rebollo se estrechó. Suspiró levemente.

-No voy a pasarme toda la puta vida dorándote la píldora –respondió-. Pero te recordaré, aunque sólo sea una vez, que de no ser por ti Anselmo López sería hoy un expediente perdido en cualquier estantería de cualquier archivo apolillado.

-Ya.

-Te ganaste el derecho a estar en esto la tarde que te me enfrentaste en la taberna, delante de tus compañeros. Creías en tu tesis y yo no. Si no te hubiese hecho caso…

-Está bien, está bien. No más explicaciones. No las necesito.

-Ni yo te las voy a dar. Sólo quiero que entiendas una cosa: cada vez que en esta historia te topes con la necesidad de echar un vistazo o hacer alguna pregunta en los tejados de la Administración, vendrás a verme y me lo pedirás a mí. Y yo te haré el favor, por así decirlo.

Luján reflexionó. Ahora sí que no entendía nada.

-No recuerdo haberme topado con nada que demande una actuación de ese tipo.

Rebollo se encogió de hombros.

-Tú sabrás. Yo creo que sí.

En ese momento, Luján lo entendió. Va por delante de mí, se dijo. No es que yo me haya topado con algo que necesite de ciertas consultas en los ámbitos del Poder. Es que él sabe que tarde o temprano, me ocurrirá. Así era Rebollo. Un tipo incapaz de decirte «cuidado, un tiesto cae sobre tu cabeza»; sino: «yo que tú, me movería de donde estás».

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Suspiró. Así eran las cosas.

-Tú tienes mucho más tabaco que yo –protestó.

Rebollo, en silencio, sacó de nuevo la petaca, lo abrió, ofreció un cigarrillo a Luján, y se sirvió él otro. Mientras los encendieron, hubo tregua.

-Vale, está bien –dijo Luján, tras la primera chupada-. Ahora dime dónde me encontraré el escollo que tú ya has saltado.

Rebollo tomó aire, y su rostro se tornó algo más serio.

-En la documentación que ya tienes se dice que Julio Cendoya murió en la URSS.

-En Nosequeleches.

-Novgorod. Una acción suicida que admiró a los alemanes. Los divisionarios cruzaron el lago Ilmen para salvar a unos alemanes que estaban atrapados. Murieron nueve de cada diez de los nuestros allí.Y la Escuadra Alcubierre se fue al carajo.

Luján tenía ya un comentario sarcástico pugnando por salir de su boca, pero el tono de Rebollo había adquirido tal gravedad que se la ahorró, y prefirió el silencio.

-En el caso de Cendoya, su muerte fue certificada por dos testimonios. El del cabo Herminio Pozas, a quien ya conoces.

-Sí, claro. El de la taberna de El Pardo, al lado del Palacio.

-Ése. Allí sigue, así pues no vendría mal que le girases una visita.

Esta vez fue Luján quien se encogió de hombros.

-Pensaba hacerlo. Aunque con tranquilidad, porque no pienso que pueda aportar algo muy significativo.

-Yo no opino lo mismo –respondió Rebollo, enigmático.

-¿Ah, no? –Preguntó Luján, con afectada indiferencia, al mismo tiempo que dejaba escapar una vaharada de humo de su boca.

-Pues no. Si no me equivoco, ese tal Pozas te declaró en 1948 que no le sonaba de nada el lema In bello, Amicitia.

-Cierto.

-Sin embargo, ahora sabemos que era el lema de Cendoya y de algunos divisionarios más, más o menos hermanados con él.

-Ajá.

-Y que Pozas es el superior jerárquico que figura en la documentación como testigo de la muerte de Cendoya; como autor del testimonio que le hace merecer su medalla póstuma.

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-Exacto.

-Así pues, en una batalla en la que mueren nueve de cada diez compañeros, resulta que la muerte que eres capaz de certificar, hasta el punto de ensalzar el valor y sacrificio del soldado, es la de un tipo que porta y usa el lema In Bello, Amicitia; pero, al mismo tiempo, dicho lema no te suena de nada. Hay algo que no encaja ahí.

Luján pensó para sí. Joder, recuerda mis notas de la declaración de Herminio Pozas del 48. Exactamente, ¿qué juego estoy jugando?

Trató de escapar. Por puro deporte de discusión o, quizá, porque ambos sabían bien que esa dinámica, la del abogado del diablo enfrentándose a la virtud, era la mejor forma de hacer avanzar los casos.

-Bueno, no tienes la certeza de que el tal Pozas no declarase la muerte de otros.

-Esa certeza no la tienes tú –musitó, lentamente, Rebollo-. Habíamos quedado ya en que voy por delante de ti.

Luján se lo quedó mirando. Qué cabrón. Pero, también, qué profesional.

-Has buceado en los archivos.

-Han buceado por mí. En carpetas que necesitan siete permisos para ser abiertas. Herminio Pozas y Julio Cendoya formaron parte de una sección de soldados, una veintena, que recibió la orden de neutralizar un nido de ametralladoras ruso. Iban a tener fuego de cobertura, pero apareció la artillería enemiga y… bueno, los dejaron en medio del puto lago y con el culo al aire. Salieron echando leches por el hielo y, aún así, sólo regresaron cuatro; de los muertos la mayoría, doce, formaba parte del grupo más adelantado, que llevó la peor parte, y en el que brilló nuestro amigo Cendoya hasta que le destrozaron el pecho; todo un carácter, el chico. Una acción típica para la concesión de medallas póstumas. Pero, a efectos de honores y otras historias, es muy importante el testimonio de un superior. Un cabo es poca cosa pero, por decirlo mal y pronto, el cabo Pozas era lo único parecido a un mando que se atrevió a meterse en aquel matadero. De todas las cosas que vió, la única que encontró interesante de contar fue la valentía y muerte de Julio Cendoya. Tenía, seguro, otras que contar pero, o no las vio, o no estaba seguro, o no le parecieron lo suficientemente heroicas.

-Casos de ésos habrá muchos en una guerra.

-Ya. Pero estos dos, Pozas y Cendoya, son el único… ¿cómo le has llamado?, ¡ah, sí!; el único caso que está relacionado con nuestro divisionario López, herido antes de la acción del Ilmen. Lo cual los hace muy, muy especiales a ambos, ¿no te parece?

Luján asintió el silencio.

-A pesar de tu consejo, tengo la sensación de que te has desviado.

Rebollo miró a Luján con expresión de sorpresa.

-¿Desviado?

-Desviado, sí. Tú no querías hablarme de Herminio Pozas.

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-Es cierto. Lo que no sé es cómo lo sabes.

-Sencillo –respondió Luján dando una larga chupada a lo que quedaba de su cigarrillo; le encantaba quedar por encima de su antiguo jefe-: cuando has empezado a hablar de tus averiguaciones, te has referido a los dos testimonios existentes sobre la muerte de Cendoya. Si quisieras haberme hablado de Pozas, no lo habrías hecho así, pues ya le interrogué y sabes que con decir su nombre me habría acordado.

Rebollo sonrió, al tiempo que negaba con la cabeza.

-Mira que eres un cabrón listo.

-Tú me quieres hablar de Julio Abrantes.

Rebollo dejó escapar una expresión de sorpresa satisfecha.

-¡Eh, eh! ¡Has hecho los deberes!

-Desde luego. Es evidente, y lo reconozco, que no había llegado tan lejos en el análisis de los, digamos, puntos penumbrosos de la declaración de Pozas. Así que la declaración de Abrantes tiene su interés como contraste.

Rebollo asintió sin hablar.

-Y éste es el momento en que tú me vas a facilitar esa entrevista.

El policía levantó un rostro desanimado, y negó con la cabeza.

-No, Luján. No puedo. Ni siquiera yo ni mis, ejem, amigos, pueden.

Esa respuesta dejó a Luján sin respiración unos segundos. Después, creyó comprender.

-Ha muerto.

-Ojalá –respondió Rebollo.

Luján chapoteó de nuevo, torpemente, en el denso fango de la incomprensión.

-Me confieso incapaz de desentrañar la adivinanza.

-No es una adivinanza –contestó Rebollo, mientras hacía un gesto de fastidio con su boca-. ¿Recuerdas el Semíramis55, Luján?

El inspector se encogió de hombros.

-Y quién no.

-Lo que vas a escuchar ahora más vale que no vayas contándolo por ahí.

55 Así se llamaba el barco que el 2 de abril de 1954, por lo tanto unos dos años y medio

antes de esta conversación, desembarcó en Barcelona a miembros de la División Azul que habían quedado presos de los rusos.

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-Rebollo, mi mujer casi ni conoce tu nombre de pila.

-Está bien, está bien. El Semíramis nos devolvió a todos los divisionarios no muertos que quedaron en manos de los rojos, ¿no?

-Supongo que sí.

-Pues no lo supongas.

Se hizo un silencio entre ambos. Luján dejó que la información nueva se secase dentro de su conciencia, se solidificase como la arcilla horneada. Sentía una punzada en lo más hondo del estómago, como siempre que su curiosidad se veía excitada.

-¿Quieres decir que los comunistas todavía tienen a algunos… algunos de los nuestros?

-Depende de cómo quieras verlo.

-Joder, qué respuesta.

-No hay otra, Luján. No hay otra.

Rebollo se reacomodó en el asiento. Adoptó un tono aún más confidencial.

-No todos nuestros chicos fueron buenos chicos. La mayor parte de los nuestros que tuvieron problemas en Alemania y en Rusia, los tuvieron porque eran jóvenes, y fogosos, y, esto, mediterráneos. Latinos. No sé si me entiendes.

-Pichabravas.

-Y bebedores, juerguistas. Sí. Es lo que nos toca. Los alemanes son más cuadriculados.

-Ajá.

-Pero hay que reconocer que en todo cesto de manzanas, si es grande, tiene que haber alguna o algunas podridas. Unas pocas. En la División Azul se nos escapó de todo, falangistas sinceros, aventureros, militares buscando ascensos, muertos de hambre; y también delincuentes, gente mala.

-Abrantes.

-Ya llegaremos a eso. Evidentemente, ni a los alemanes les interesaba tener a esa basura en sus filas ni a nosotros que, teniéndola, fuesen ellos la representación de España en el ejército del Reich. Así que en Grafenwöhr…

-¿En dónde?

-En Grafenwöhr. El campo de entrenamiento antes de ir al frente. Allí, digo, ya se separó mucha paja del grano. Pero quien aguantó, o disimuló, o se supo escaquear, al llegar al frente, se hizo más o menos imprescindible. Cuando tres mil cabrones corren por la estepa con la única idea de cortarte los cojones, no le haces mucho asco al compañero porque él mismo también sea un cabrón.

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-Puedo entender eso.

-Abrantes es un hijo de la gran puta. Entre los españoles lo llamaban El Nazi no porque lo fuera, sino porque se desempeñaba con las gentes de Rusia incluso peor que los alemanes. Mientras los españoles solían contemporizar con los lugareños, él no perdía la ocasión de humillarlos y putearlos. Hasta que un día mató a sangre fría a una joven, casi una niña. Hubo una investigación. No de la división; de los alemanes. Como pronto sabrás, llovía sobre mojado. Acabaron descubriendo que había sido un crimen simple y puro. La chica estaba embarazada. Aunque Abrantes no lo confesó, todo parece indicar que el niño era suyo, y que la mató por eso.

-Y, después de eso, lo repatriaron.

-No. Antes de que eso pudiera ocurrir, desapareció en combate. Casi al final de la existencia de la División.

Luján suspiró. Conocía a Rebollo. Rebajó su tono de voz hasta el susurro.

-Y ahora es cuando me vas a contar algo verdaderamente secreto.

-¿No te lo parece lo que ya sabes?

-Sí, desde luego. Pero has dicho que Abrantes es un hijo de puta, y que ojalá estuviera muerto. Sabes algo más.

Rebollo enarcó las cejas, y asintió.

-En efecto. Está vivo. Y, porque está vivo, Abrantes es un grano en el culo. En el culo de España, en el culo de Franco. Curiosamente, no se ha sabido hasta hace unos pocos meses.

-¿Ah, sí? ¿Cómo ha sido eso?

-Porque es un ladrón, Luján. Cuando se vio perdido, manejó sus opciones y decidió que le iría mejor siendo alemán. Supongo que pensó que siempre llega un día en el que las guerras se acaban y los prisioneros vuelven, y pensaría que los alemanes reclamarían a los suyos antes que nosotros. Robó la placa, la ropa y el armamento de un sargento de las SS y asumió su personalidad.

-Vaya huevos, ¿no? –interrumpió Luján-. Prisionero y de la SS. El peor destino en la URSS, porque a ésos les tenían muchas ganas.

-Desde luego –concedió Rebollo-. Pero en eso, supongo, tendría suerte. A veces no te puedes permitir matar a tus prisioneros aunque hayan violado a tu hija. Si hay que construir un puente, o cualquier otra putada de ese calibre. En fin, el caso es que Abrantes ha sido Dietrich Reuter durante quince años; aunque, por el hecho de que los rusos nunca lo liberasen, cabe considerar que, probablemente, no por cambiar de personalidad dejó de dar problemas. Hasta que un día, en uno de los campos de prisioneros donde ha estado, topó con un oficial ruso que aún recordaba detalles de la guerra.

Rebollo perdió unos segundos la mirada más allá del parabrisas, en la mañana fría. Luego se volvió de nuevo hacia Luján.

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-Los miembros de la Waffen SS llevaban tatuado en el brazo su grupo sanguíneo. No me preguntes cómo, pero el oficial se fijó en que el sargento Reuter no lo llevaba. Así que tiró del hilo. Revisó el expediente del prisionero. Luego, supongo, le daría una mano de hostias. Esto fue a principios del año pasado. Abrantes, supongo, había perdido ya toda esperanza de regresar o, en cualquier caso, se daba cuenta de que le daba lo mismo ser alemán que no serlo. Así que cantó. Yo soy español.

-La hostia.

-La hostia, sí. La URSS sigue siendo un pozo de mierda, pero Stalin ya no está. Algunas cosas cambian y, hoy, a los rusos un español prisionero en sus campos les quema. Les faltó tiempo para buscar canales para decirnos oye, tío, aquí tienes a uno de tus hijitos, ven a recogerlo.

Luján reflexionó unos segundos.

-No veo el problema. Abrantes será un cabrón, pero es un español. Lo traemos en secreto, y en paz.

-No es tan fácil –respondió Rebollo, con visibles signos de fastidio-. En Grafenwöhr, como te he dicho, se limpió mucha paja. Entre los repatriados antes incluso de llegar al frente, había otro mal bicho, Carlos Gelmírez, un navajero y un chulo que enseguida causó problemas y fue descartado para el servicio activo.

Tragó saliva.

-Días antes de la repatriación, Gelmírez apareció cerca de su barracón, desnucado. Parecía haber resbalado, probablemente borracho, y se había caído sobre una enorme piedra. La muerte nunca se esclareció del todo.

-Y supongo que tampoco ahora, tantos años después.

-La viuda de Gelmírez –Rebollo continuó, como si Luján no hubiese hablado- se puso en contacto con divisionarios regresados. Se empeñó en aclarar el asunto. Acabó consiguiendo, bueno, testimonios; declaraciones de testigos que sitúan a Abrantes en el lugar adecuado para el asesinato y que, además, describen las pendencias que había entre ambos y recuerdan las amenazas de muerte que se cruzaron.

Luján asintió, sin palabras.

-El problema estriba en que Gelmírez fue descartado para Rusia, Luján. Todos los miembros de la División Azul se integraron en la disciplina del ejército alemán y, en Grafenwöhr, hicieron un juramento de fidelidad al Führer¸ Adolf Hitler. Pero no Gelmírez. Gelmírez no juró una puta mierda. Cuando murió, no estaba encuadrado en ninguna compañía ni brigada de la División.

-Era un ciudadano español, y no un miembro del ejército alemán.

-Exacto. Lo cual quiere decir que el crimen nos incumbe aunque no queramos ¿Cómo podríamos repatriar a Abrantes y no juzgarlo?

-Pero, si lo juzgamos, nos exponemos al escándalo.

-Exacto. Lo puedes ver en los periódicos de por ahí. Los rojos exiliados harían

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una fiesta con esto. La División Azul española, por fin al descubierto. Franco es el Generalísimo de un ejército de chulos de putas, salteadores y asesinos. Qué más quieren.

Luján asintió, pensando en silencio.

-Es jodido, sí.

-Desde luego. De todas formas, yo estoy en contacto. Ya me entiendes. Pero, sinceramente, no creo que vayamos a echarle el guante a este pájaro. No me extrañaría nada que los rusos hiciesen un agujero en el hielo para tirarlo al fondo del lago, y luego volviesen a taparlo. Y, créeme: en El Pardo no encargarían misas por el alma de ese hijoputa.

A las últimas palabras de Rebollo siguió un silencio. El inspector Luján reflexionaba sobre la información que acababa de recibir y Rebollo le dejaba pensar tranquilamente. Pensando en sí mismo, Luján tuvo que reconocerse que era vértigo lo que sentía. El vértigo de alguien que caminase por una tensa cuerda elevada varios metros del suelo y con los ojos vendados.

Nadie en el caso Anselmo López terminaba por ser quien debía ser.

Lucía Odriozola tenía que haber sido sólo una puta solitaria y bienintencionada que trabó amistad con su vecino, otro paria del Universo llamado Anselmo López. Pero, en realidad, era, probablemente, una persona con un activismo sindical que a todas luces había ocultado por algo, hasta el punto de recibir palizas a cambio de su silencio.

Herminio Pozas tenía que ser un cabo que sólo por casualidad coincidió con Anselmo López en la División Azul. Pero ahora era alguien que, tal vez, había querido, conscientemente, evitar toda relación con la única pista sólida sobre el muerto, es decir el famoso anillo y su lema: In Bello Amicitia.

Julio Cendoya era un falangista radical que se había apuntado a la División Azul por sólidas convicciones fascistas. Sin embargo, si formaba parte de ese pasado cuyo regreso Anselmo López temía hasta el punto de no ser capaz de vivir sin angustia; y aceptando la hipótesis de que, tal vez, compartiese con Lucía Odriozola su pasado, podría llegar a ser todo lo contrario: un rojo infiltrado en las filas azules, con a saber qué extraños objetivos.

Julio Abrantes también era, apenas unas horas antes de aquella conversación, un divisionario más que había prestado un testimonio para la concesión de una condecoración. Pero ahora era un problema diplomático de primer nivel.

Higinio Longares era el asesino de Anselmo López. Pero sólo hasta el momento. Y, además, era evidente que quien sabía de este asunto sabía ya que no lo era. Lo cual planteaba también la pregunta de quién era el tal Higinio Longares, y qué papel jugaba en toda esta historia lanzándose desde el Viaducto con uno de los anillos de Julio Cendoya y sus amigos.

Y, en cuanto a Anselmo López, ¿quién diablos era?

El plantel de dudas quedaba completado con una extraña pista, RIP 203, de cuyo significado nadie había logrado averiguar nada. Y una foto con una firma en el

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envés, en la que un hombre joven y delgado posa en compañía de otro viejo, grueso, bien vestido y con una amplia barba negra, ambos en la Cibeles, dando la espalda a la calle Alcalá en su tramo hacia la Puerta del Sol.

Y, por si fuera poco en este embrollo, si algún día podía aspirar Luján a contestar todas esas cuestiones, todavía quedaría la Gran Pregunta, esto es, qué papel jugaba en el caso Francisco Franco Bahamonde, Jefe del Estado, Caudillo de España y Generalísimo de los Ejércitos. Y qué consecuencias podría tener que Luján hubiese decidido ocultarle información.

Los dos hombres de mediana edad salieron del portal de Hermosilla, 11, mirando disimuladamente a ambos lados.

-Cabrones de mierda –oyó Luján musitar a Rebollo-. Seguro que también ha jugado con vosotros. Juega con todo el mundo, el jodido Gil.

Luján suspiró, bajó el cristal de su ventana y sacó el rostro a la mañana fría. Suspiró de nuevo.

El motor del coche se encendió con pereza. Rebollo desaparcó mientras silbaba, como en sordina, una copla de moda.

Dos días después, Azpíriz regresó de sus vacaciones. Luján llegó a trabajar y se lo encontró allí, sentado en su mesa, como si llevase en el mismo lugar décadas.

-Todo lo bueno se acaba, ¿eh? –Fue su forma de saludarle.

Azpíriz se encogió de hombros.

-Me consuelo pensando que ser policía es la mitad buena del crimen.

Luján asintió mientras hacía un rictus de la boca. Este tipo nunca se deprime, pensó.

-¿Te dio tiempo a mirarme lo del expediente médico de Cendoya?

Azpíriz lo miró, muy serio.

-Sí, lo hice. ¿Quieres que te informe?

-No, qué va –negó Luján afectadamente-. Te lo he preguntado por deporte.

Azpíriz puso cara de póquer, y repasó sus notas.

-Aquí está. Sí. Coronel médico Hernández, blablabla, dos reconocimientos médicos, blablabla…

-¿Quieres hacer el favor de abreviar?

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Azpíriz levantó la vista. Luján se dijo: estaba intentando provocar esta reacción, y lo ha conseguido.

-Sindactilia –contestó Azpíriz, hablando despacio.

Luján lo miró con algo de rabia.

-¿Se supone que debo saber lo que es la sindéresis?

-Sindactilia –Azpíriz no se inmutó con el error de Luján-. Malformación congénita que provoca la unión de dos o más dedos.

-¿Cendoya tenía… eso?

-En efecto. En dos pares de dedos, uno en cada pie.

-¿Eso… es normal?

-No –contestó Azpíriz, con el mismo tono con el que discutiría una avería del teléfono-. Pero tampoco anormal. Según el coronel, claro.

-Ya. ¿Es impeditivo?

-Ésa es la cuestión. No lo es. Pero ya sabe cómo son los reconocimientos militares. Ven algo raro y, hala, p’a atrás. Eso le pasó a Cendoya. Lo rechazaron. Por sindactílico. Le llamaban el Choto; pero tenía los dedos unidos, como los patos.

En la mente de Luján se cruzó un chiste cruel. Cendoya era un pato, y murió en un lago. Lo borró, intentando concentrarse.

-Pero luego fue a Rusia…

-Porque alegó. Y ganó. El coronel Hernández me reconoció que una persona con sindactilia es tan válida para la lucha como cualquier otro valiente. Cualquier otro valiente, sí. Ésa fue su frase textual.

Luján pensó una vez más.

-Esta gilipollez no nos sirve para nada.

-Eso mismo pensé yo –corroboró Azpíriz.

Luján se sentó sobre la mesa, cerca de su compañero, y bajó el tono de voz.

-Está bien. Oye, y esas gestiones con tus parientes, digamos, pasados de vuelta… ¿ha habido algo?

Azpíriz apretó los labios y negó con la cabeza.

-No, por lo menos de momento.

Luján asintió.

-Estaré fuera –anunció-. Tengo que ir al Pardo.

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Los ojos de Azpíriz brillaron. Luján sonrió.

-Frío, frío –declamó, mientras negaba con la cabeza, dándose la vuelta y enfilando la salida a grandes zancadas.

Volver a ver a Herminio Pozas le costó algunas vueltas. Fiado de la memoria, se limitó a dirigirse al pueblo de El Pardo y al pequeño local donde estaba la taberna en aquel ya lejano día de 1948 en que se había entrevistado con el veterano divisionario. No pudo evitar un escalofrío al caminar hacia allí, atravesando la entrada del palacio de El Pardo, del cual había sido inesperado huésped muy pocos días atrás. Sin embargo, al llegar a la cantina se había encontrado una puerta cerrada a cal y canto, con todo el aspecto de proteger un local cerrado bastante tiempo atrás. Tuvo que preguntar para averiguar que Herminio Pozas había comprado unos terrenos pasado el pueblo, hacia el Cristo, y montó un merendero.

Tres cuartos de hora después, tras un paseo muy corto y una espera que tampoco fue larga, Herminio Pozas, bastante más grueso que ocho años atrás, casi definitivamente calvo y muy trabajado por las largas jornadas en pie, se acercaba a Carlos Luján y le estrechaba la mano.

-Mi mujer dice que quiere verme.

-Es así. ¿Me recuerda?

-Vagamente.

Salieron al merendero. En aquella época del año las sillas estaban apiladas boca abajo sobre las mesas, y el conjunto así creado estaba atado por unas cadenas cerradas con candado. Aún así, Pozas se las arregló para encontrar dos sillas sueltas. Allí mismo, al raso, las colocaron, y se sentaron a hablar en la mañana gris.

-He repasado sus declaraciones del 48, así que no le aburriré haciéndole repetirlas.

Herminio Pozas miraba al suelo. Irguió la vista con un gesto de desagrado en la boca.

-Fue por lo de Anselmo, ¿no?

-Exacto. Anselmo López, sí. Su compañero apareció muerto con las manos cortadas.

Pozas asintió.

-Me alegra comprobar que la policía nunca da un caso por perdido.

Luján no juzgó necesario hacer comentario alguno. Pozas no era quién para siquiera sospechar las razones por las que el caso López había sido reabierto.

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-Hemos avanzado, pero aún estamos un poco lejos de solucionar el caso.

-Si yo puedo ayudar…

Luján repasó sus notas. Con el rabillo del ojo, espió a su interlocutor. Esperaba las preguntas como quien espera algo aburrido.

-Hace ocho años, cuando nos vimos, usted me dijo que el lema In Bello Amicitia no le decía nada.

Pozas apretó los labios.

-Y no me lo dice ahora.

-Pero nosotros hemos sabido que era el lema que usaba una pequeña hermandad de soldados de su misma compañía. Algo así –Luján señaló con la barbilla al tenue manchón azul que se veía en la mano derecha de Pozas- como esa ametralladora que usted se tatuó ahí.

Pozas dio un pequeño respingo y se miró la mano, como si Luján le estuviese advirtiendo de la presencia en ella de un tatuaje que él desconociese. Lo miró durante unos segundos, y luego miró de nuevo a Luján, con un gesto inexpresivo.

-Usted lo ha dicho, señor policía.

-Inspector.

-Inspector, vale. Usted lo ha dicho. Éramos una división española dentro del Jer56 y luego, entre nosotros mismos, estaban los militares y los falangistas. Y dentro de los falangistas, ya, qué quiere usted. Los andaluces, los castellanos, los extremeños. Los de un frente y los de aquel otro. Todos nos agrupábamos en pequeñas células. Como yo digo, éramos todos hermanos, pero luego los hermanos pequeños íbamos todos juntos, los medianos con los medianos, esas cosas.

Aceptó un cigarrillo que le ofrecía Luján. No dejó de hablar mientras lo encendía.

-Esos grupitos se ponían nombres, se hacían tatuajes, se inventaban lemas. Y no encontrará usted un solo divisionario que los recuerde todos.

-El caso –intervino Luján, mezclando en el aliento de sus palabras el humo del cigarrillo y el vaho de la mañana helada- es que yo pienso que, tal vez, usted tenga algún motivo para recordar muy bien ese lema. Por eso me extrañó su declaración.

Herminio Pozas, lejos de parecer asombrado por las palabras de Luján, no ocultó su fastidio. Se irguió un poco, sentado en la mesa, estiró las piernas y apoyó las manos sobre las rodillas, en actitud de espera.

-¿Cuáles son esas razones, si puede saberse?

Luján consultó sus notas. No lo necesitaba, pero era para dar sensación de

56 Heer. Der Heer es el ejército de tierra alemán.

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seguridad.

-El cabecilla del grupito del anillo era Julio Cendoya.

Se quedó callado, esperando una reacción. Luján manejaba tres hipótesis: asombro y algo de miedo, signo de que Pozas se sabía cogido, así pues habría mentido en el 48; sorpresa afectada y sobreactuada, signo de que estaría tratando de engañarle simulando no saber lo que ya sabía; palidez, mutismo y emoción, signo de que, por alguna razón, Pozas no había mentido sobre su desconocimiento del lema y que, además, el nombre de Julio Cendoya le traía a la mente la figura de un camarada caído.

Pozas, sin embargo, falló. No tuvo ninguna de esas tres reacciones. Lejos de mostrar angustia, fingimiento o pena, su rostro se endureció y adquirió los perfiles netos de la ira.

-El… grupito, como usted lo llama –Pozas habló lentamente, y su voz retemblaba- dio su vida por la de centenares de alemanes por cuya suerte nadie habría dado ni un céntimo, y salvó la mía propia. Le rogaría, señor Luján, que se refiriese a Don Julio Cendoya en otros términos.

Luján tragó saliva. Decidió ganar tiempo. Eso sí, también trató de endurecer su rostro. Tratar de convencer a su interlocutor de que él era aún más duro.

-Hábleme de la acción del Ilmen.

-¿La acción del Ilmen?

-La muerte de Cendoya. O de Don Julio, como usted prefiera.

Pozas le dedicó al inspector una mirada perlada de desprecio que, sin embargo, apenas duró un segundo. Luego chupó de su cigarrillo, suspiró, apoyó los codos en los muslos, juntó las manos, y convocó al duende de los recuerdos.

-Yo crecí en la tierra extremeña. Mucha caza. Aprendí a disparar antes que a hacerme pajas. Cuando era joven, era capaz de capar a una perdiz macho en pleno vuelo. Así que en las acciones de la compañía en Rusia solía hacer de francotirador. Abajo en medio, decíamos. La retaguardia se colocaba en los altos que dominasen el área de avanzada y, desde allí, daba fuego de cobertura. Más adelante, en alguna zanja u hoyo de obús, me colocaba yo y otros con buena puntería, para disparar más fino, más a la cabeza. Más a matar. Y el resto avanzaba.

-En el Ilmen falló el fuego de cobertura.

-En nuestro objetivo sólo había un nido de ametralladoras –continuó Pozas, asintiendo con la cabeza-. No era un gran objetivo, pero nos estaba jodiendo. Nuestra sección tenía que avanzar mientras otra nos daba cobertura cien metros más atrás. Pero no estaban. Fue cosa de un ataque inesperado en el flanco de nuestra posición, o algo así. Todo lo que sé es que nos dejaron solos. Que yo y otro soldado fuimos el único fuego de cobertura.

-El soldado Abrantes.

Los ojos de Pozas brillaron.

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-¿Para qué me pide que se lo cuente, si lo sabe todo?

Para que así sepas que si te equivocas, te voy a pillar, susurró una voz dentro de la cabeza de Luján. Pero sus labios no se despegaron.

-Abrantes y yo nos quedamos atrás, haciendo lo que podíamos. Pero Cendoya y el resto de la sección se fueron a por los rusos. Joder, si alguien te dispara con un fusil tiene que acertarte. Pero con ametralladora, le basta con encontrarte. Hay que tener unos cojones muy grandes para tirarte en plancha contra una colina que escupe cuarenta balas por segundo, todas para ti.

-Los vieron morir.

Pozas negó con la cabeza.

-Como no podían llegar, se refugiaron en una zona de matorrales, con algunas rocas, que había a la izquierda, en el sentido del avance. Abrantes y yo tratábamos de estimar los que quedaban vivos por los disparos de fusil que se escuchaban. Al rato dejaron de escucharse disparos. Los rusos empezaron a lanzarnos ráfagas a nosotros, de cuando en cuando. Pensamos que moriríamos allí. No podíamos avanzar, ni retroceder. Estábamos en un agujero en medio de la nieve y sabíamos que había diez rusos con cuatro ametralladoras que no tenían otra cosa que hacer en la vida que esperar a que asomásemos la cabeza para matarnos.

-Y, ¿qué pasó?

-Que les volaron el culo –Pozas sonrió mientras volvía a chupar del cigarrillo-. El sacrificio de Cendoya y los demás no fue en vano. Tuvieron a las putas ametralladoras ocupadas el tiempo suficiente como para que unos doscientos metros más allá la línea rusa se rompiese. La bolsa donde había cuatrocientos alemanes atrapados se rompió y, para cuando los lerdos de nuestro nido se dieron cuenta, los atacaban por detrás.

Luján dejó respirar a su interlocutor. No parecía, en modo alguno, ser de esos veteranos que disfrutan contando sus sangrientas batallas.

-Usted certificó la muerte de Cendoya y testificó sus méritos.

-Es lo menos que podía hacer por él –respondió, eléctrico, el antaño cabo Pozas-. Nos salvó la vida. Otro en su lugar habría vuelto grupas y corrido hacia atrás con todas sus fuerzas. En esas circunstancias, no creo que la bolsa se hubiese roto y, sin fuego de cobertura, habríamos tenido que huir en medio de la lotería de las balas. Señor inspector, la muerte bajó ese día al lago Ilmen, y llevaba, estoy seguro, un papel con mi nombre. Cendoya la engañó y se fue con ella.

Luján tomaba notas. No quería interrumpirle.

-Cuando el nido cayó, corrimos como cerdos huyendo del matadero hacia los matorrales. Supongo que teníamos la estúpida esperanza de encontrar a alguno vivo. Encontramos las rocas y, detrás de ellas, a las cuatro personas de la sección que habían conseguido llegar a refugiarse allí. Entre ellos, Cendoya. Con balas por todo el cuerpo. Masacrado. Yo le dije a Abrantes: todos estos tiros no los pudo recibir cuando lo mataron. Este cabrón siguió luchando repleto de plomo.

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Entonces, Pozas calló. La mañana era silenciosa, como las mañanas invernales de Madrid, casi sin pájaros. Luján lo miró, con la vista en el suelo, apoyado en sus recuerdos.

-Debo preguntarle, en todo caso…

-In Bello Amicitia, lo sé –la ira había huido de la voz de Pozas-. Le debo la vida a Cendoya. Por eso me ocupé de enterrarlo en un lugar fácil de distinguir, en la pequeña colina que nunca llegó a tomar. Hoy, claro, está enterrado en cualquier parte, sin cruz, sin identificación, sin nada. También redacté un informe alabatorio y removí Roma con Santiago para convencer a mis mandos de que merecía una medalla. Hice todo eso por él porque me salvó la vida. Pero, inspector, créame. Doce horas antes del infierno del Ilmen, Julio Cendoya sólo era para mí uno más. Uno más de trescientos. Investigue usted a la compañía. Estoy seguro que descubrirá hermandades y grupos que quienes no formaban parte de ellas no recordarán.

-Dositeo Galán sí lo recordaba.

Pozas se encogió de hombros.

-Y no me extraña. Ya que sabe tanto, le supongo informado de las ideas de Cendoya.

-Más o menos.

-Era feliz formando parte del ejército alemán. Más español que nadie, decía; pero la Verdad está donde está. Se sabía capítulos enteros del Meincán57. Para él, la guerra civil no había terminado o, más bien, sólo había sido el primer ensayo de la guerra total.

-Un auténtico falangista.

-Un auténtico fascista, sí. De los que ya no hay. Como Galán. No pertenecía a su grupo porque a Cendoya se le arrimaba gente muy violenta; pero los respetaba, y ellos a él.

-¿Abrantes no se le arrimó?

-¿Abrantes? ¿Por qué?

-Ha dicho que a Cendoya se le arrimaba gente muy violenta.

Herminio Pozas entornó los ojos.

-Sí. Pero Abrantes era otra cosa. De esos tipos que nunca se casan con nadie, no sé si me entiende.

-Creo que sí. Lo que se dice un cabrón de pies a cabeza.

En los ojos de Pozas se leyó, neto, el deseo de afearle a Luján el comentario despectivo de un camarada. Pero lo reprimió. Luján se quedó con las ganas de

57 Mein Kampf, Mi lucha, el libro de Adolf Hitler.

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averiguar por qué.

Cerró la libreta, suspiró y se levantó. Pozas lo acompañó en el gesto.

-Una última cosa. ¿Le suena de algo RIP 203?

Pozas pensó unos segundos, tras los cuales se encogió de hombros.

-Nada, salvo que parece un epitafio.

Luján se encogió de hombros.

-Es todo. Estaremos en contacto, si no le importa.

-En absoluto. Y, si tiene niños, en la comunión…

-Oh, sí. Contaré con usted, pierda cuidado. Pero para eso queda bastante aún.

Se estrecharon la mano.

-Sólo una última cosa.

-Usted dirá.

-Galán. Dositeo Galán. Quizá quiera saberlo. Murió hace algunos meses.

La mano de Pozas cedió el apretón, y su rostro se relajó.

-Siempre se van los mejores –sentenció, sin pasión.

De vuelta a Madrid, eran ya casi las dos, Luján se dejó caer por la pensión Natalia, situada en una calle que iba a dar a la Cava Baja, en un portal muy antiguo de paredes desportilladas. Sentado en el único escalón de aquel portal había un tipo de aspecto poco respetable, limpiándose las uñas con una pequeña navaja.

-¿Siguen los Barandiaín regentando la pensión Natalia? –le preguntó Luján, con las manos en los bolsillos de su gabán, señalando con la barbilla la plaquita que anunciaba el establecimiento en una de las jambas del portal.

-¿Quién quiere saberlo? –Fue la respuesta del hombre, que miraba con ojos torvos.

-Créeme: no quieres saber quién soy yo –le contestó Luján.

Había aprendido que ésa es la respuesta que hay que darle a los rateros, a los chulos y a los sirleros para ablandarlos. Como le habían explicado otros policías veteranos en los años que empezaba: ellos entienden. El tipo del portal no fue una excepción, pues su rostro se endureció para dibujar inquietud.

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-No lo sé –contestó, casi sin voz.

-Lárgate –respondió Luján, con cierto placer por su poder. El tipo obedeció.

Luján subió las escaleras trabajosamente. Los peldaños eran irregulares tras décadas, sino más de un siglo, de uso ininterrumpido, y la escalera estaba completamente a oscuras. Sólo al llegar al tercer piso, que era su destino, la claraboya del techo, en el sexto, le dio algo de claridad. Buscó la puerta de la pensión y llamó con los nudillos.

Esperó. Y volvió a llamar.

Una voz apagada gritó: «¡Ya va!» Tardó más de medio minuto en escucharse el chasquido de las cerraduras y el picaporte de la puerta. Cuando se abrió, Carlos Luján se vio enfrente de una mujer baja y rechoncha, de pelo entrecano y piel sucia, embutida en un delantal y con guantes en las manos.

-¿Qué quiere? –preguntó la mujer, sin amabilidad.

-¿Aurelio Barandiain?

-Está comiendo.

Luján colocó delante de la señora su credencial policial. Doña Etelvina abrió la boca e inspiró más aire que el acostumbrado, pero se lo guardó. Luego parpadeó y consiguió reaccionar.

-¿Ha pasado algo?

-Nada nuevo, tranquila. He venido a hablar de Higinio Longares.

La mujer recordó sin esfuerzo.

-Ya vinieron unos uniformados a preguntar. Tres. Hace…

-Digamos que yo necesito hacer mis propias preguntas.

La mujer trató de recibir esa afirmación con una sonrisa de compromiso. Asintió con la cabeza.

-¿Ha comido usted?

-No.

-Pues pase. Hay cocido.

La pensión Natalia era un mundo de mundos distintos. A todas luces, y a pesar de que era enero y Madrid era un témpano, la calefacción no estaba puesta. Caminando por el largo y estrecho pasillo al que daban las habitaciones, el frío se podía cortar. Pero, llegando al final del pasillo, la casa terminaba en tres puertas: a la izquierda, el comedor, con tres mesas redondas de cuatro comensales cada una; en el centro, una puerta cerrada que tenía todo el aspecto de ser el baño; a la derecha, la cocina. De la cocina partía todo el calor de la casa, a causa de la labor de los fogones, y eso hacía que aquella esquina fuese algo más agradable. Además, en el salón había

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una vieja fuente de metal donde reposaban unas piedras de carbón, encendidas. Eso estropeaba el aroma de los alimentos pero daba calor.

Luján fue dirigido por doña Etelvina hasta la mesa más cercana al brasero, donde comía un hombre en mangas de camisa y con enormes tirantes, calvo y también muy ancho. Aurelio Barandiain saludó a Luján con cierto deje de indiferencia pero, una vez sentados ambos, no dejaba de mirarlo, incluso mientras se tomaba la sopa. Luján declaró que le bastaría con el segundo. A base de tanta sopa recalentada después de las guardias, había terminado por odiarla.

Los garbanzos eran pequeños y estaban duros. El jarrete tenía un sabor pasable, aunque su textura era también excesivamente dura. Las verduras eran irreconocibles. Todo el cocido daba la sensación de seguir aguado. Aún así, Luján se tomó casi todo el plato, tiempo que aprovechó para observar a los parroquianos, cuatro, de los que decidió que tres eran viajantes, bien vestidos con ropas baratas y demasiado usadas; y uno de ellos, probablemente, un obrero o jornalero, más pobremente vestido y con enormes manazas que, al moverse hacia el plato, lo hacían parecer aún más pequeño de lo que era.

Cuando consideró que había comido lo suficiente como para no ser desconsiderado, se limpió la boca con una servilleta, encendió un cigarrillo y miró a don Aurelio.

-Le ahorraré tiempo, porque ya he leído las declaraciones que en su día hicieron a la policía sobre Higinio Longares.

El navarro se alzó de hombros.

-Entonces, ha hecho la visita en vano, señor. Porque no creo que tenga nada más que contar. Era un huésped aseado y pagaba. Nunca nos dijo dónde trabajaba, pero tenía dinero para el mes, y eso es lo que importaba. Las últimas semanas antes de… antes de eso, se volvió un poco más descuidado; se dejó crecer el pelo y la barba, pero no por ello iba desarreglado. Eso es todo.

-En realidad, me gustaría que me diese sus impresiones.

-¿Mis impresiones?

-Sus impresiones, sí. Su inquilino mató a una persona y le cortó las manos después de haberla matado. Eso es algo bastante cruel y sanguinario. No todo el mundo sería capaz de hacerlo.

Barandiain seguía comiendo, como si la cosa no fuese con él.

-¿Usted le cree capaz?

El hombre miró a Luján, con la sorpresa en el rostro.

-¿Yo?

-Usted, sí, usted. Quiero saber qué opinión tiene.

El interrogado torció el gesto.

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-Yo no lo conocía, señor… Luján.

Luján hizo un gesto con la mano, como espantando una mosca.

-Eso será verdad y no lo será, señor Barandiain. Esto –nuevo gesto de la mano, abarcando el comedor- es pequeño. Un pequeño mundo. Usted ha vivido durante meses a menos de cinco metros de Higinio Longares. Ha desayunado, comido y cenado un montón de meses casi a su lado. Entiendo que diga que no sabía en qué restaurantes trabajaba porque eso es algo que a menos que el interesado confiese, no hay forma de saberlo. Pero usted tiene que tener una opinión sobre cómo era su huésped.

El navarro miró su plato y negó varias veces con la cabeza, sin levantar la vista.

-Yo no quiero líos.

-Ni yo se los estoy buscando. Pero, ¿sabe? La mejor manera de tener líos con la policía es mosquearla. Hacer cosas extrañas. Y este silencio de usted no es muy normal.

El hombre le miró. Luján leyó el miedo en sus ojos. Se dio cuenta de que había poco que sacar de ahí. Barandiain callaba, probablemente, por simple y pura terquedad o por no tener nada que ver en algo tan desagradable como un asesinato y un suicidio. No obstante, no modificó la dureza de su propia mirada. Aún así, quería escucharle.

-Nunca me gustó ese tipo –acabó declarando.

-¿Por qué?

-Por lo mismo por lo que no me gusta la gente cuando no me gusta. Por no ir de frente.

-Necesitaré que se explique.

-No era legal –respondió el casero, hablando como con incomodidad-. O sea, pagaba puntualmente y todo eso. Era limpio y cumplía con los horarios y si no los cumplía luego no iba demandando que le sirviesen una comida a deshoras.

-Un cliente de pensión ideal, entonces.

-Si, ya. Pero vaya usted a saber.

-Vaya usted a saber, ¿qué?

El navarro suspiró, casi bufó.

-Mire, señor –bajó la voz como si fuera a contar un secreto de Estado, disparando miradas furtivas a ambos lados-. Este negocio sólo se sostiene con disciplina. Hay que mirar cada céntimo, ¿entiende? Nosotros tratamos a nuestra gente lo mejor que nos permite lo que les podemos cobrar. Esto no es el Palace pero tampoco cobramos como allí.

-Me hago cargo.

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-Lo realmente jodido de un huésped es que trate de engañarte. Los hay que lo intentan a lo grande; éstos no te pagan y son menos problema porque tarde o temprano te cansas y los echas.

-Ya –Luján comenzaba a comprender-. Y luego están los más taimados. Los que lo hacen poco a poco.

Al casero esas palabras parecieron espolearlo.

-La cocina siempre está abierta. Y tampoco le ponemos llave a la despensa. Normalmente no hace falta pero hay veces que desaparecen cosas.

-¿Cosas?

-Cosas, sí. Cosas de comer. Los huéspedes las roban. Algunos huéspedes, o sea. Los que no van de frente.

Luján se echó atrás en su silla.

-¿Longares?

Barandiain, en lugar de asentir, se limitó a alzarse de hombros.

-Que la gente sise alguna cosilla para entretener en el estómago, bueno… Pero un día, bastante tiempo antes de… lo de Longares, desapareció medio kilo de mantequilla.

-¡Joder! ¿Para qué querían tanta?

-¡Era un regalo! Un regalo de un primo mío. Nosotros nunca tenemos de eso, menos en aquella época, que costaba… De hecho –nueva bajada del tono-, la íbamos a vender a los estraperlistas de la plaza de la Paja, ¿sabe? Mi mujer quería cambiar los fuegos de la cocina.

Luján terminó su cigarillo.

-Doy por hecho que desapareció.

-Pues sí. Y aquello fue demasiado. Entonces me fijé en lo de los pasos.

-¿Lo de los pasos?

-Lo de los pasos, sí. Hasta entonces no había caído en ello porque no me había fijado. Pero una noche, al despertarme, sentí, bueno, ganas de ir al baño. Me levanté y fui por el pasillo, que estaba oscuro y, ¡zas! Me di de bruces con el tal Longares. ¡Vaya susto!

Luján torció el gesto de su boca, haciendo ver que no entendía. Su interlocutor habló como si sus explicaciones fuesen obvias.

-No le podía ver venir porque estaba oscuro, pero, joder, ¿por qué no le oí? Eso me hizo pensar…

Se tocó la sien derecha con el dedo índice de la misma mano, entornando los

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ojos.

-No se le oía. Nunca se le oía. ¿Por qué?

Tras diez segundos de silencio, Luján hizo un gesto que quería decir que no era capaz de adivinarlo. El navarro, repentinamente, parecía divertido.

-Siempre llevaba calcetines. Siempre.

Tenía una expresión de triunfo en el rostro.

-Y, eso, ¿qué quiere decir?

-Sigilo, señor policía. Sigilo. Siempre llevaba calcetines para que no le pudiésemos oír. Aquella noche había ido a mear. Pero, ¿y si otras iba a robar?

El primer impulso de Luján fue decirle a aquel hombre que no le contase tonterías. No obstante, se recordó a sí mismo que era él quien le había dejado hablar. Y, también, que para aquel hombre, probablemente, el robo de medio kilo de mantequilla era un hecho de mayor importancia que toda una guerra mundial.

-Quizá se ponía los calcetines para andar por el pasillo.

Con una sonrisa, el navarro negó con la cabeza, violentamente.

-Le, er, espiamos a partir de ese día. Un poquito. Mi mujer entró varias veces a despertarlo a su habitación, cuando él lo pedía, y se las arregló para levantar las sábanas. Ese tipo dormía con calcetines. Incluso en verano. Varias veces lo vio en verano, sobre la cama, incapaz de meterse debajo de una sábana del calor que hacía, y con los calcetines puestos.

Luján reflexionó. Esa imagen, la de alguien asolado de calor que, aún así, se protege los pies, no era normal. La típica cosa que, él mismo acababa de decirlo, mosqueaba a un policía. No obstante, no le encontró el menor sentido.

-De todas formas, robar medio kilo de mantequilla no es matar a alguien.

-No, desde luego. Pero la mala sangre es la mala sangre. Quién sabe. Aunque…

-Hable, hable –le animó Luján.

El casero duró antes de seguir hablando.

-Otras cosas hacen dudar. Usted dice que mató a alguien y le cortó las manos. Eso lo hacen los bestias. Y, sin embargo, Higinio era, a su manera, refinado.

-¿Refinado?

-Refinado, sí. Vale, tenía una vida de mierda sirviendo mesas sabe Dios dónde y viviendo… viviendo aquí. Pero tenía manos largas y finas, manos de artista. Dibujaba. Mire, eso es suyo.

El navarro había señalado un cuadrito en la pared de enfrente de Luján. Era un apunte al carboncillo de la fachada de San Francisco el Grande. Luján no entendía

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mucho de arte, pero le pareció que el dibujo era perfecto.

-¿Así que Longares dibujaba?

-Y muy bien, en mi opinión. Puede que también vendiese sus dibujos por la calle.

El resto de la conversación fue insulsa. Carlos Luján anotó en su libreta, como datos tal vez relevantes, que, a todas luces, la actitud de Higinio Longares era la de alguien que no quería ser controlado por nadie, mucho menos por sus caseros. En realidad, esto era lo más sorprendente de la entrevista. La pensión Natalia era una leonera donde servicio y huéspedes se hacinaban y, aún así, y pese a haber sido la estancia de Longares relativamente larga, sus patrones apenas sabían de él otra cosa que una sospecha sin pruebas (el robo de la mantequilla, que no tenía mucha lógica porque quien roba una vez lo hace varias) y la chorrada de los calcetines.

En el tiempo que siguió a su entrevista en el Natalia, Carlos Luján sopesó si su siguiente paso debería ser tirar del hilo que tenía más claro, es decir, Lucía Odriozola. Seguía pensando que no debía ir a verla hasta no tener claras algunas cosas, no tener alguna información, algo para lo que dependía completamente de Léntulo Sediles. Pero Léntulo estaría realizando unas gestiones nada fáciles, recuperando contactos con personas que, en muchos casos, estarían muertas, exiliadas o arropadas bajo un manto de silencio. Él sabía que el jardinero no podía dar frutos en un plazo corto. Por otra parte, Lucía no sospecharía de que él dejase de visitarla. En realidad, Luján sabía que eso la relajaría, pues nunca se había sentido cómoda a su lado; probablemente, nadie puede sentirse cómodo al lado de alguien que te ha dado una paliza de muerte en el pasado. La misma paliza con la que Luján soñaba, algunas noches, reviviéndola en detalles que tal vez nunca ocurrieron, escenas que terminaban siempre con la visión de esos ojos entregados, no me pegue más, señor; los mismos ojos que habían guiado su mano esa noche de diciembre mientras ocultaba a los ojos del mundo una tarjeta con una anotación a mano…

Más o menos cada dos semanas, Rebollo le llamaba, o bien se lo encontraba a la hora de salir por la tarde en la misma esquina desde donde un día le llevó al Pardo. La respuesta de Luján, casi machacona, era la misma: sin avances. ¿Había tratado de localizar la partida de nacimiento de Cendoya en La Abubilla? Sí, pero los registros se habían quemado en la guerra, junto con el resto de la iglesia. Sin avances. ¿Había pedido a la guardia civil que preguntase por el pueblo? Sí, pero en La Abubilla apenas quedaban los restos de dos o tres familias de las que más de cien que formaron el pueblo en sus mejores tiempos. Sin avances. ¿Localizó a inquilinos contemporáneos de Longares en la Pensión Natalia que pudiesen dar razón de él? Sí, un viajante de comercio y un funcionario del Ministerio de Agricultura; pero ambos apenas recordaban a un compañero de inquilinato poco dado a las confesiones pero, eso así, con una evidente habilidad para servir cualquier cosa con una sola mano, utilizando una cuchara y un tenedor. Sin avances.

Cada vez que Carlos Luján levantaba los ojos de la libreta donde había anotado sus no-avances, encontraba el rostro decepcionado, pero no enfadado, de Rebollo. Al inspector no le gustaba que el caso no avanzase, pero de alguna forma parecía esperar que así fuese.

Aquel juego le duró a Luján algo más de medio año. Recién pasado el verano, se encontró sentado en compañía de Rebollo en una terraza de la calle Goya. El policía

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se había vuelto menos cauto o, tal vez, más seguro. Lo que antes eran citas en bancos del parque o en el interior de coches, a veces con cristales opacos como los del vehículo oficial que le había llevado a El Pardo, se convertían poco a poco en citas públicas y notorias. Luján se daba cuenta de que a Rebollo cada vez le importaba menos que se supiera de su existencia y de sus contactos con el propio Luján. Él, sin embargo, cada vez se sentía peor. Había aprendido a compaginar su vida de policía de medio pelo que en realidad realiza una investigación por orden directa del mismísimo Franco, pero la investigación le quemaba. No había avances. Léntulo Sediles no aparecía, y él no quería presionarle. Discretos informes le llegaban de que el club de Lucía no había gran novedad, salvo cierto trasiego de chicas normal en ese negocio. Luján vivía pensando que cualquier día le meterían en un coche negro y le llevarían ante un general Franco que, ceñudo, le reprocharía: «Luján, me ha decepcionado». Y no conocía lo suficiente a Rebollo como para conocer el significado real de su indiferencia.

Fue por eso que aquella tarde cálida, justo en el momento de percibir ese olor dulce y fresco tan característico que entonces tenía Madrid cuando la noche veraniega se adivinaba, no pudo más y se inclinó sobre su interlocutor para susurrarle.

-Rebollo, quisiera dejarlo.

Ismael lo miró como si estuviese intentando comerse un escorpión vivo.

-¿Dejar, qué? ¿La policía?

-No seas imbécil. Lo que quiero es volver a la policía. Quiero dejar esta investigación.

Rebollo echó un buen trago de su horchata. Sonreía amargamente al soltar el vaso.

-No te puedes ni imaginar lo que estás proponiendo.

-Lo sé –se quejó Luján-. Pero es que esto no avanza. Es cierto que yo, al principio, supe ver… Pero, joder, Rebollo, ¿no te das cuenta de que cada línea de investigación que inicio se me cierra?

Rebollo suspiró ruidosamente y miró a Luján negando con la cabeza. A Luján no le importó. Otras veces le jodía esa actitud superior. Pero es que, en aquel momento, Rebollo estaba, en efecto, por encima de él.

-Luján… el caso Anselmo López es un laberinto con decenas de caminos distintos. Y sólo uno es el bueno. Lo que más hacemos, y haremos, es fracasar.

Carlos Luján reflexionó sobre lo que le habían dicho. Y se dejó llevar.

-Vale. Pero, entonces, si estamos ante un enigma tan difícil, ¿por qué resolverlo? ¿Para qué? El muerto era un pobre diablo, el asesino otro pordiosero de la vida. Y hace ya ocho años…

-¿Tendré que recordarte –le interrumpió Rebollo, llevándose otra vez el vaso a los labios- que juraste no hacer esa pregunta jamás?

Sobre la conciencia de Luján se expandió un manto de desconsuelo. Era cierto.

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Él sabía desde el primer día que ésas eran las reglas del juego, y lo había aceptado.

-Al menos dime que no labro mi desgracia con tantos fallos.

Esa frase divirtió a Rebollo. Rió con ganas, casi escandalosamente. Se inclinó hacia Luján y le palmeó la espalda, sin dejar de reír. Luego se retrepó en su silla y le miró muy serio.

-¿Cuántas veces tendré que repetírtelo? Tu futuro es un poquito tu trabajo, que es excelente y todo el mundo lo dice; y otro poquito que sepas dónde estás, cuál es tu tiempo, y respondas a tus auténticas fidelidades. ¡Ah, ah! –Rebollo levantó una mano, deteniendo el gesto de Luján de ir a hablar- No, por favor. No más discursitos sobre lo mucho que crees en Franco. Cada día que pasa, todo esto importa menos. Cada amanecer en paz, tenemos treinta millones de razones más para seguir existiendo como existimos. Tú serías poca cosa contra treinta millones.

-Ya, pero, además…

-Además –nuevo gesto imperativo de Rebollo, reclamando silencio-, no quieres serlo. Sí, Luján, sí. En diciembre pasado, esa tarde que nunca ocurrió, tú recibiste una misión, y lo sabes. Pero yo recibí otra, y la he cumplido como tú has cumplido la tuya. Bueno, mejor que tú, porque yo ya he hecho mi informe final.

Apuró su horchata, sin perder su divertida sonrisa.

-Te he puesto un siete –informó-. Más que suficiente.

-Más que suficiente, ¿para qué?

-Por lo que se ve, no para dejar de ser imbécil.

Ambos se miraron a los ojos. En las pupilas de Rebollo, Luján encontró su informe. Y lo entendió todo.

-¡Me estabas captando!

Rebollo torció el gesto.

-A medias. Nadie te va a proponer un traslado.

-Qué cabrón…

-¿Por qué?

-¿Me lo preguntas? ¿Acaso me has preguntado si quiero ser un secreta?

Rebollo se alzó de hombros.

-No hace falta. Es obvio que no quieres, si lo declaras en voz alta en medio de una terraza.

Luján miró a su alrededor, a los parroquianos más cercanos. Nadie parecía haberse percatado. Cuando regresó a Rebollo, éste tenía su típica expresión sardónica «sabía que lo harías».

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-A ninguno de nosotros nos han preguntado si queríamos entrar –informó, con voz grave y monocorde-. Como no se le pregunta al soldado si quiere ir a la guerra.

-Ah. ¿Estamos en guerra?

-No lo dudes –en la voz de Rebollo no había ni asomo de cinismo-. Estamos en guerra cada día, en cada instante. Ahora mismo, en esta tarde tan fresca, en medio de gentes pacíficas, disfrutando de una horchata, estamos en guerra. Que la vayamos ganando no quiere decir que no exista. La guerra, Luján, nunca terminará; y entender esto es la única forma de ganarla.

Luján miró al suelo. Repasó los últimos meses, ahora con nuevos ojos, los ojos de alguien que sabía que durante los mismos había sido un animalito observado por un grupo de biólogos.

-¿Lo de la calle Hermosilla fue mi prueba?

-Tu inteligencia no decepciona.

-¿Qué debería haber hecho para… fallar?

-Pues es obvio, Luján: contarlo.

-Ya. Y tú sabes que no lo he hecho.

-Lo sé, sí.

Luján apretó los labios. Qué cabronazo.

-Quizá se lo conté a Laura. Con eso podría bastar para borrarme.

Rebollo se levantó y puso unas pesetas sobre la mesa. Luego negó en silencio con la cabeza unos segundos.

-Créeme –le dijo, mientras tomaba su sombrero y echaba a andar-, no se lo has contado.

Semanas después de aquella conversación, como siempre extraña, reapareció Léntulo Sediles en la vida de Carlos Luján. Al inspector no le sorprendió ni que el ex jardinero de su tío regresase de la nada, ni que hubiese tardado varios meses en hacerlo. En realidad, aquello venía a cuadrar, con bastante concreción, en sus planes. Él sabía que la búsqueda del jardinero no era fácil y que tocaría muchos palillos que no harían sino romperse nada más intentarlo.

El día de Difuntos de 1957, mientras Carlos Luján caminaba lentamente hacia la comisaría, donde le había tocado guardia, pensando en cualquier pequeño obstáculo cotidiano, lo vio parado frente a la puerta del establecimiento, con los brazos pegados al cuerpo, como si alguien muy poderoso le hubiese ordenado estar allí pero él

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desconociese la razón. Lo saludó con la cabeza cuando ya estaba llegando, a unos veinte metros de la comisaría, a lo que Sediles reaccionó asintiendo con la cabeza, dándole la espalda y echando a andar. Obviamente, la idea de entrevistarse con un policía en una comisaría nunca le había hecho la menor gracia. Luján se dijo que debería respetar ese sentimiento. Así que lo siguió. Muchos bares estaban cerrados y, además, probablemente Sediles estaba poniendo la suficiente tierra de por medio como para no elegir una cafetería donde pudiese haber policías.

En Sol, Sediles tomó un autobús. Luján se subió a él y se sentó, distraídamente, cerca de una de las puertas de salida, pero sin hablar con él. El vehículo renqueó por Madrid, calle Alcalá arriba. En la parada de Manuel Becerra, Sediles se apeó, y Luján también. Al inspector le pareció lógico, en tal día como aquél, citarse en la plaza de la Alegría58. Sediles escogió una pequeña taberna, y entró. En todo el trayecto, ni siquiera se volvió una vez para ver si Luján le seguía.

Carlos Luján entró en el colmao, pidió un agua de sifón y, sin mediar palabra, se sentó frente a Sediles en la mesa que éste había escogido. Junto a un ventanal, el jardinero miraba el Madrid gris del último otoño.

-Los días de guardia somos pocos y no podemos alejarnos mucho del teléfono –le dijo a su interlocutor-. Así que, por favor, sé conciso.

-No sé si sabré –fue la contestación de Sediles.

-Inténtalo –contestó Luján. Aquello comenzaba a interesarle de verdad. Si Sediles no podía explicarle algo en dos palabras, es que había tocado pelo.

-Puede usted creerme que desde el mismísimo momento que nos vimos en la pasada Navidad me puse al tema –se excusó Sediles, con tono casi plañidero-. Pero no resulta fácil encontrar personas que quieran hablar de…

-De La Aromática.

-Sí, eso… de la Aromática. Usted estaba en lo cierto, señor Inspector. Yo pertenecí a ese sindicato, hace ya muchos años. Aunque, probablemente, es injusto conmigo.

-Léntulo, no te ofendas. Pero no hemos quedado para hablar de ti.

-Lo sé, lo sé –la prevención de Sediles no pareció cambiar con esa leve presión por parte del policía-, pero es necesario para entender algunas cosas. Porque yo estuve sindicado en esa asociación pero, con los años, acabé, como otros muchos, vinculándome directamente a la UGT.

La última parte de la frase Luján la adivinó más que la escuchó. Comprendía que había siglas que era mejor no pronunciar en público. Asintió.

-Supongo que no hemos quedado, como usted dice, para juzgar la labor de la UGT…

58 La plaza de Manuel Becerra era conocida por los madrileños antiguos como plaza de la Alegría por la costumbre que existía de rezarle en ella a los difuntos el último responso, camino de su enterramiento en el cementerio de La Almudena.

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-Creo que ambos podemos suponer la opinión del otro sin más comentarios.

Sediles asintió, mientras aceptaba un cigarrillo de su interlocutor y lo encendía.

-En fin –dijo, retomando el hilo tras la primera, profunda chupada-, aquello acabó como acabó y no hay más que decir. Pero lo cierto es que la UGT no era lo peor que había en el mundo. En ese mundo, quiero decir.

Luján se alzó de hombros, dejándole hablar.

-El asunto eran los jurados mixtos. En los años anteriores a la República se había hablado mucho de eso, de cómo los obreros podían conseguir una discusión aceptable con el patrono para pactar las condiciones de trabajo y todo eso. Entonces, con la República, llegó Largo59 y los puso en marcha. A los patronos –el viejo esbozó media sonrisa por la que se escaparon hilos de humo- no les hacían demasiada gracia.

Luján calló. No estaba allí para discutir si aquellos jurados fueron o dejaron de ser un instrumento de dominación obrera, como él pensaba. Además, sopesó que su silencio incrementaría la confianza de su interlocutor, lo cual jugaba a su favor.

-No eran los únicos –apostilló, con tono lúgubre, el jardinero-. A los jurados también les presentaron batalla los obreros.

Luján no pudo reprimir un rictus escéptico. ¿Los obreros, contrarios a su propia obra? Como adivinando sus pensamientos, Sediles negó con la cabeza, sin abandonar su media sonrisa amarga.

-A los anarcosindicalistas no les gustaban los jurados. Ellos preferían la acción directa. Eran revolucionarios.

-Vosotros también.

-No en el mismo sentido –si Sediles se sintió incómodo con la imputación del policía, no lo dejó traslucir-. Nosotros, o por lo menos algunos, muchos de nosotros, éramos revolucionarios del vivir mejor. Queríamos vivir mejor y creíamos tener derecho a ello. Nuestros patronos tenían dinero y buena vida y nosotros salarios muy bajos y condiciones a veces incluso de esclavitud. Queríamos cambiar eso, pero la mayoría, señor Inspector, sólo queríamos cambiar eso. Eso es lo que los patronos nunca entendieron.

-Bueno –Luján sacó un cigarrillo para sí y habló entre dientes mientras lo encendía, con tono sarcástico- cuando alguien quema la iglesia donde vas a misa todos los domingos, le resulta difícil pensar que eso es obra de personas moderadas que todo lo que quieren es un salario digno.

Sediles acusó el golpe. Se echó atrás en la silla y apretó los labios, que le temblaron ligeramente. Luján se arrepintió de haberse dejado llevar por la pasión. Ahora sabía que mejor habría permanecido callado. Era necesario un gesto conciliador. Así pues, rió brevemente mientras agitaba su mano derecha con el cigarrillo prendido entre los dedos, como ahuyentando a un molesto insecto inexistente.

59 Francisco Largo Caballero, ministro socialista de Trabajo en el primer bienio de la República.

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-¡Pero todo eso pasó! ¿No, Léntulo? En fin, retomemos el hilo. Lo que me quieres decir es que estabais, por un lado, los razonables; y, por otro, los cabestros.

Fue la forma de plantear las cosas que se le ocurrió en ese momento. Y funcionó. Sediles la creyó, o tal vez la quiso creer. Lo cierto es que su rostro se relajó y retornó a fumar y hablar en tono bajo.

-Nosotros estábamos a lo que estábamos –se justificó-. Luego nuestros jefes, los dirigentes, bueno… eso tal vez es otra historia. Pero nosotros estábamos para lo que estábamos, no sé si me entiende.

-Ajá. Estabais para lo que estabais.

-Pero ellos no –repentinamente, Sediles hablaba casi con angustia-. Ellos no querían, yo que sé, ir de aquí a la esquina de enfrente. Ellos querían hacer todo el camino ahora, llegar hasta el final. Acabar con todo lo existente para construir una sociedad nueva, sin Estado, sin dinero, sin vicios, sin mejores y peores, sin dominadores ni dominados.

-El Paraíso –Luján trataba de hacerse solidario con su interlocutor, para hacerse perdonar la frialdad anterior-. Y, si hay que imponerle a alguien el Paraíso a tiros, se hace, ¿no?

Sediles asintió con fuerza.

-Usted no lo puede saber, pero, ¿creerá que en nuestras asambleas pasábamos más tiempo hablando de la CNT que de los patronos?

Luján fumó en silencio unos segundos, mirando directamente a los ojos al jardinero de su tío. Un buen hombre que siempre lo había sido y siempre lo sería. Un par de ojos que a él nunca le habían mentido y ahora, se decía, no tenían por qué hacerlo. Esos ojos, en ese momento, le enseñaron algo; y ese algo era la verdad del enemigo.

Cuando alguien tiene un enemigo, aprende a odiarlo con meticulosidad y sin preguntas. Aprende a convertirlo en el compendio de todo mal y a negar todos y cada uno de sus deseos y de sus objetivos. Carlos Luján sabía odiar con pericia a todo lo que Léntulo Sediles significaba, y aquella mañana su desprecio no disminuyó ni un ápice. Pero en ese segundo en el que aprendió que el enemigo también tiene grados, como lo tiene el amigo, aprendió que en la diferencia entre esos grados pueden encontrarse cosas que no tienen demasiado que ver con el odio total y la negación neta. Sediles acababa de confesarle que su grupo de socialistas, durante aquellos años en que sus reuniones y discusiones fueron libres y posibles, había invertido más tiempo en vilipendiar a sus supuestos aliados que a sus enemigos declarados. Y en esa confesión aprendió, de alguna forma, que lo que Léntulo Sediles le estaba refiriendo aquella mañana, todo aquello sobre personas sinceras que sostienen reivindicaciones sinceras, podría ser cierto. Que probablemente lo era. Y, así, durante esos segundos en que fumó en silencio, el jardinero dejó de ser un enemigo para ser, tan sólo, un contrincante. Alguien diferente.

Pero todos tenemos miedo del cambio; máxime si se produce en nuestro interior. En la segunda bocanada, Luján borró con pericia esos pensamientos. Estaba allí para tirar de un hilo.

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-Supongo que esto acaba en que te marchaste de La Aromática porque sus miembros se radicalizaron.

Sediles se alzó de hombros levemente.

-Yo ya me había ido –contestó-. Pero sí, eso fue lo que pasó.

Luján enarcó las cejas, y estrechó la mirada.

-No estarás intentando escaquearte, ¿verdad?

Sediles abrió los ojos y la boca, y apenas pudo pronunciar un leve «¿Por qué?»

-Pues es fácil, Léntulo. Hasta ahora me has dicho que abandonaste esa organización y que, más aún, tras abandonarla tú se radicalizó para caer en manos de la CNT. Creo que me estás preparando para decirme que no has averiguado una puta mierda.

La decepción se dibujó en el rostro de Sediles. Luján la sintió, incluso como suya. Ambos, jardinero y señorito, habían sido más que amigos en el pasado y ahora estaban allí, en la mesa de una taberna, ventilando una gestión policial, uno desde la plena dominación y el otro, más que probablemente, temiendo aún por su vida, por su integridad física o por su libertad. Pero Luján había decidido dejar de contemporizar. Como introducción, ya había bastado. Él no necesitaba un curso acelerado sobre las diferencias entre anarcosindicalismo y socialismo. Habían pasado muchos meses ya desde su primera entrevista con Sediles. Meses de investigación por su parte en los que no había obtenido respuesta alguna; por no tener, ni siquiera tenía preguntas. Se le había encargado una investigación al máximo nivel, y ahora el máximo nivel parecía hasta desinteresado en que la investigación avanzase. Necesitaba algo más. Si para conseguirlo tenía que trabajar el pánico de aquel hombre al que apreciaba, no le parecía un coste elevado.

-No me puedo creer que me diga usted eso, Señorito.

-Señor Inspector.

Luján hizo cuantos esfuerzos pudo para que su rostro no trasluciese la menor emoción. Pero su estrategia no surtió el efecto deseado. Algo absolutamente inesperado pasó. Él esperaba que Sediles se derrumbase y confesase que había intentado engañarle con cuatro informaciones. Que llorase incluso y le intentara besar las manos como había hecho, meses antes, en el parque. Y, sin embargo, no fue así.

-Señor Inspector, de acuerdo. Como tú quieras: señor Inspector, te estás equivocando.

Nunca, nunca en los años anteriores ni en los minutos que siguieron a esas palabras, nunca, en una palabra, Léntulo Sediles le había tuteado, ni lo volvería a hacer.

El rostro del jardinero se endureció y, aún exento de odio, Luján llegó a sentir un escalofrío en su espinazo. Algo que nunca le había pasado. El bonachón Léntulo Sediles, el hombre que había soportado con una sonrisa todas sus travesuras y gamberradas, lo miraba ahora desde una superioridad absurda, dislocada, desde una

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actitud como sólo tienen las personas que ostentan un poder real sobre otras, o que…

O que.

Luján dio un respingo en su asiento. Y supo que, por primera vez desde que se había sentado, no era él quien controlaba la conversación.

-Léntulo… ¡tú sabes algo!

Léntulo sorbió su copa de sol y sombra y lo miró largamente, respirando muy tranquilo.

-¿No le ha extrañado que viniese a verle en festivo?

De nuevo, el escalofrío. Sentir un leve temblor en las manos.

-Tú sabías…

-¿Que usted tenía guardia? Desde luego; no me habría acercado desde Chamartín de no saberlo.

Apuró su cigarrillo, ya apenas una colilla, casi con fruición. Y luego añadió.

-Y le aseguro que mis ugetistas no tienen ni puta idea de quién es usted. Señor Inspector.

Carlos Luján trató de dominarse. Sacó su libreta del bolsillo del gabán y su pluma. Tomó nerviosamente una página en blanco.

-A ver –dijo, lo más profesionalmente que pudo-. Quiero todos los detalles. Nombres, direcciones, lugares. Quiero saber…

-Señor Inspector…

-¡Cállate! Una organización con ramificaciones en la policía es algo muy, muy serio, Léntulo. No estoy para coñas. Se acabaron las contemporizaciones y las buenas palabras y todo lo demás. ¡Ahora mismo, quiero saberlo! ¡Todo!

La rudeza de Luján se había construido para mellar la voluntad del viejo jardinero. Pero no funcionó. El hombre se quedó parado frente a él, mirándolo de abajo a arriba, con las dos manos agarrando la base de la pequeña copa panzuda con una absurda línea roja que nadie respetaba, esperando su silencio. Y, finalmente, ganó. Luján, consciente de que no tenía ganas o valentía para levantarse y darle dos hostias a aquel viejo, pues esa era la forma que había aprendido para arrancar confesiones; o, tal vez, sospechando que no conseguiría nada por ahí, se quedó parado frente a Sediles, con la pluma apenas agarrada, sin ser capaz de gritarle una vez más.

-Cuando comencé a desapolillar viejos contactos –comenzó a relatar con voz suave el jardinero, y daba la impresión de haber empezado a hablar cuando había querido-, no tardé en averiguar lo que pasaba. Todos mis compañeros de sindicato me venían a contar más o menos la misma historia que le he contado a usted aquí: se desvincularon de la organización tiempo atrás, la asociación cambió, radicalización… Algunos incluso tenían recuerdos de movilizaciones violentas en que había participado

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la gente de La Aromática. Hasta que un día dí con un… viejo amigo –Sediles adelantó una mano en señal de stop y la puso frente a la libreta de Luján, en señal inequívoca de que no daría su nombre-. Sí, digámoslo así: un viejo amigo que se equivocó.

Sediles pidió otro cigarrillo. Luján se lo sacó de la cajetilla, sin recatarse de confesar en el gesto su impaciencia.

-Este equivocado viejo amigo siguió con ellos. Un tiempo. Demasiado tiempo.

-¿Cuánto?

-El suficiente como para que hoy le cayeran veinte años, por lo menos.

Luján suspiró.

-Léntulo, soy policía. No puedo escuchar eso y quedarme de brazos cruzados.

-Tendrá que elegir –contestó el jardinero-. Puede actuar como le obliga su oficio. En ese caso, como yo me negaré a seguir hablando, tendrá que detenerme.

-Cosa que haré si es necesario. Y si tengo que interrogarte, también lo haré.

-No lo dudo, Señor Inspector. Como no dudo del significado final de eso que dice de que me interrogará –Sediles asentía y fumaba, casi chulesco en la actitud. Luján nunca le había visto así-. Pero, por mucho que quiera correr la policía franquista… ¿qué hora es?

-Las diez menos cuarto –contestó Luján, consultando su reloj.

-Ajá. Por mucho que quiera correr, y suponiendo que esta conversación termine ahora mismo, usted necesitará inmovilizarme, encontrar a una patrulla, llevarme a la comisaría, y luego, como usted dice, interrogarme.

Carlos Luján sintió un pinchazo de dolor en el fondo de su estómago. Si cuando tenía quince años le hubieran dicho que algún día iba a terminar discutiendo fríamente con Léntulo Sediles la posibilidad de darle una paliza de muerte, se habría echado a llorar durante una semana entera. Claro que había aprendido a compartimentar las cosas. Y eso le ayudó a pensar con claridad.

-Tu amigo huirá.

-Si no me ve en Chamartín para el Ángelus huirá, sí –asintió Sediles-. Y, en ese momento, todos los golpes que usted me dé serán inútiles, señor Inspector. «Oficialmente», yo estoy aquí hoy para despistarle a usted. Para contarle que el último miembro activo de La Aromática era un tal Julián López al que la policía abatió hace dos o tres años. Si no vuelvo para el Ángelus y le confirmo que eso es lo que usted sabe, huirá.

-Le encontraré.

-O no, Señorito. O no. Por de pronto, los amigos de mi amigo le llevan ventaja. Usted no sabe quiénes son y ellos saben que a usted le toca trabajar el Día de Difuntos.

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Carlos Luján procesó lo más deprisa que pudo la información que le acababan de facilitar. Soltó la pluma y la dejó suavemente sobre la mesa. Soltó la libreta y dejó que ésta se cerrase sola. Se encogió de hombros, suspiró, y trató de sonreír.

-Está bien, elijo. Elijo escuchar lo que ese amigo sin nombre te ha contado.

Sediles asintió.

-En realidad, todo comenzó en el 36. Todo el mundo tiene sus discusiones y sus escisiones y, en realidad, los anarquistas más que nadie. En el 36, la CNT y la FAI no se presentaron a las elecciones, pero no es un secreto para nadie que apoyaron en muchos sitios la idea de que se votase al Frente Popular. Ellos piensan que sin ese apoyo el Frente no habría ganado nunca.

Luján asintió, sin dejar de recordar. Se acordaba de su padre quejándose precisamente de eso. Su padre, que incluso el mismo día que se estaban votando las elecciones del 36 estaba seguro de la victoria de las derechas y que asistió, embotado, al cambio radical de panorama, y luego se pasó meses despotricando de los ácratas, auténticos culpables, para él, de aquella debacle.

-Pero los anarquistas son libres. Se organizan en grupos y el grupo es soberano. Aquí en Madrid no fueron pocos los frentepopulistas, pero eso no significaba nada para quienes no querían serlo. Y los jardineros anarquistas no querían ser del Frente Popular. Querían… no sé lo que querían. ¿La guerra civil, la revolución?

Se alzó de hombros.

-Alrededor de La Aromática comenzaron a congregarse personas nada relacionadas con la jardinería. Se oyó hablar de una célula radical y los radicales simplemente acudieron a ella como las abejas a las flores. Eran pocos, pero se dieron cuenta de dos cosas que poseían: por un lado, el conocimiento de cómo fabricar bombas. Algo que muchos sabían hacer entonces. Y, por otro, el arte del camuflaje.

-¿Del camuflaje?

A Léntulo Sediles la conversación parecía incluso divertirle.

-Camuflaje, sí, señor Inspector. Usted es policía. Dígame la verdad. Digamos que le encargan vigilar la mansión de alguien que se piensa va a ser asesinado. Digamos que hace una ronda por los alrededores de la casa. Si se encuentra con alguien, ¿lo detiene?

-Por supuesto.

-¿También al jardinero?

Carlos Luján sintió que le faltaba el aire. ¡Pues claro! Sediles esbozó una sonrisa y asintió.

-Ser jardinero es tener el mejor motivo del mundo para estar a unos pocos metros de cualquiera. Y supone manejar setos, arbustos, arizónicas… lugares donde es muy fácil esconder una bomba.

-¿Me estás contando –preguntó Luján, con un susurro- que La Aromática se

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convirtió en una célula terrorista?

Sediles asintió.

-Destinada a conservar la pureza del anarcosindicalismo traicionado, o algo así. Una organización cuyo objetivo era hacer algo sonado tras lo que ellos veían como la traición del 36. Su estrategia era esperar a que las cosas se calentasen con las derechas para, después, hacer algo a lo bestia de lo que pudiesen ser acusadas las mismas derechas.

»Su primera oportunidad fue el follón del alférez De los Reyes60. Entonces pensaron en cargarse a algún personaje del Gobierno, pero tuvieron mala suerte: el «jardinero» que iba a colocar la bomba fue detenido por otra causa. Su segunda oportunidad fue tras el asesinato de Calvo Sotelo. Entonces decidieron matar a Azaña».

-¡A Azaña!

-A Azaña, sí. Los aromáticos juzgaron que, con la situación como se había puesto, no serían los únicos que habían pensado en esa posibilidad61. Y contaban con la actitud que usted acaba de mostrar, señor Inspector; nadie les creería capaces de hacer algo así.

-Y, ¿qué pasó?

Léntulo Sediles se alzó de hombros, con un rictus en la boca que quería decir: lo que estoy diciendo es algo obvio.

-¿Qué iba a pasar? Iban a cargárselo el viernes 24 de julio.

-Ya. Pero la guerra estalló antes.

Sediles no contestó. Ambos interlocutores fumaron un rato en silencio. Hasta que la cabeza de Luján volvió a funcionar.

-Has dicho que tu, er, amigo, estuvo vinculado a esas personas durante suficiente tiempo como para que hoy le cayesen veinte años.

-Eso he dicho, sí.

-Sin embargo, nadie le reprocharía hoy haber intentado matar a un miembro del gobierno de abril del 36 o a Azaña. Es más, si lo supiera manejar, sería un héroe.

Sediles asintió. Antes de hablar miró por la ventana. Un gesto insulso que, sin embargo, Luján se dio cuenta en ese momento de que llevaba repitiendo durante toda

60 Se refiere a la muerte de este alférez de la guardia civil durante unos disturbios

producidos el 14 de abril de 1936, en el desfile conmemorativo de la República. El entierro del alférez fue una gran manifestación de las derechas, asimismo tumultuaria, durante la cual un pariente de José Antonio Primo de Rivera resultó muerto y el teniente Castillo disparó a quemarropa contra un joven monárquico, acción que se considera provocó que fuese asimismo asesinado algunas semanas después.

61 De hecho, cuando menos unos conspiradores, dirigidos por el militar monárquico Jorge Vegas Latapié, organizaron el asesinato de Azaña en aquellos días.

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la entrevista.

-La historia no termina ahí. Es más, si terminase ahí, usted y yo no creo que nos hubiéramos vuelto a encontrar.

Luján reflexionó. El jardinero tenía razón. No tenía sentido que Lucía Odriozola hubiese conservado aquella tarjeta con el nombre de La Aromática si su relación proviniese de antes de la guerra. Le hizo un gesto a Sediles para que continuase.

-Llegó la guerra. Y del grupo unos van, otros vuelven. Unos se van al frente, otros no. Hay quien regresa al redil de la CNT e, incluso, hay quien se hace comunista. Una guerra civil no le afecta a dos personas de la misma manera.

-Lo entiendo.

-La Aromática sigue siendo lo que era. Un grupo anarquista violento que ahora tiene un enemigo muy claro. Pero usted sabe cómo cambiaron las cosas a partir de mediados del 38. Y lo de Casado. Sobre todo, lo de Casado.

El golpe de Estado del coronel Segismundo Casado. El hecho que alcanzó su cúspide en la noche del 5 al 6 de marzo de 1939, cuando el coronel Casado, precedido por el líder socialista Julián Besteiro y el cenetista Cipriano Mera, dan una alocución radiada en Madrid en la que anuncian la toma del poder para, en contra de los designios del gobierno de Juan Negrín, rendir la República ante Franco. En realidad, aquel movimiento no fue tanto un movimiento a favor de Franco como un movimiento contra los comunistas, en ese momento el único poder real que quedaba dentro de la República y, sobre todo, de su ejército. En Madrid se libró una guerra dentro de la guerra entre comunistas y casadistas (sobre todo, anarquistas) que acabaron ganando éstos, lo cual significó el final de la guerra.

-Dentro de la guerra hubo dos revoluciones incompatibles –continuó Sediles, mirando, sin ver, hacia la calle-: la comunista y la anarquista. Es difícil pensar en planteamientos tan distintos capaces de estar en un mismo bando. Cada una quería un resultado totalmente diferente, pues una hubiera intentado construir una Unión Soviética en España y la otra rechazaba de plano algo así.

-Pero Franco les unía.

Sediles negó con la cabeza.

-En marzo del 39, Franco ya no era el problema. Franco ya había ganado la guerra. Por unas u otras razones, eso da igual. Lo importante es que había ganado. Y, por eso, había sonado la hora de los reproches, reproches asesinos. Porque ambos aliados no es que quisieran discutir quién tuvo la culpa de tal o cual error. Lo que querían era matarse, despedazarse. En el objetivo de acabar con los anarquistas, a los comunistas no les importó diezmar las filas de la República; y, en el objetivo de acabar con los comunistas…

-… incluso el pacto con Franco valía.

-Exacto. Incluso el pacto con Franco valía. Aunque Franco no pactó, no pactó con nadie.

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Mientras pronunciaba las palabras anteriores, entre susurros, Léntulo Sediles había pedido al camarero otro sol y sombra, que ya le habían servido. Dio un buen trago de la copita, llena a rebosar, y luego suspiró ruidosamente.

-No pactó –dijo- que él sepa.

Fue un Día de Difuntos pacífico y civilizado para la comisaría. No tanto para Carlos Luján, para quien aquellas horas muertas fueron un continuo esperar y pensar, pensar y esperar. Ordenando notas. Venciendo la tentación de escribir notas nuevas con nuevas cosas que acababa de conocer. Y esperando, sobre todo, a que su turno terminase.

Debía estar en su mesa hasta las siete de la tarde. Cosas de los turnos dobles acumulados para hacer favores, o devolverlos. A las dos fue a comer a casa. Cuando llegó, Laura casi acababa de llegar del cementerio, donde todos los años, por aquellas fechas, visitaba la tumba familiar donde se encontraban los huesos de su madre y una lápida que recordaba a su padre. Así que comieron las sobras de la noche anterior, en silencio, espiando la siesta de Bruno. Fiel al plan que se había trazado, Carlos Luján plantó entonces la primera semilla de duda en la mente de su mujer, hablándole de un caso sobre el que habían llegado algunas primeras noticias justo antes de comer y que tal vez le amargase el turno de tarde. Todo era mentira, claro. Pero él sabía que a Laura las sorpresas inmediatas le sentaban muy mal, así pues era mejor ir preparándola poco a poco. De vuelta a la oficina, por ello, Luján llamó a su casa, a eso de las seis, y con voz de pocos amigos informó que, efectivamente, el caso del que había hablado se había complicado, y que llegaría tarde a casa. Laura se quejó de su mala suerte con un ligero deje sarcástico en la voz que dejaba traslucir claramente su desilusión porque ese tipo de sorpresas de última hora siempre le cayesen al mismo.

Todo fue como tantas otras veces. Porque, como tantas otras veces, la pequeña mentira de Carlos Luján sólo tenía un objetivo: visitar a Lucía Odriozola.

Sabía que era el día peor para la visita. Había pensado, y no se equivocó, que era difícil que una barra americana tuviese la indelicadeza de abrir en el Día de Difuntos. Sin embargo, él sabía que el francés sarasa Yanclod, el dueño del local, vivía cerca. Se lo había explicado él mismo muchas veces, probablemente para animar en el policía la sensación de que lo tenía perfectamente controlado. Aunque desde que había recomenzado la investigación del caso López no había vuelto por allí, la memoria todavía localizaba con precisión el inmueble que le había señalado el francés. Así pues, una vez que cumplió su turno, Luján tomó un taxi, pidió que le dejase a un par de manzanas del club, caminó con paso recio para comprobar que la puerta estaba cerrada, y luego se fue directo al portal del inmueble cercano, en uno de cuyos pisos vivía el francés.

Yanclod le abrió despeinado y soñoliento. Nada más verle, empalideció. Entre los policías solían hacer risas con eso: no hay nada más acojonante que un policía parado frente a ti, en el descansillo de tu casa. Todo el mundo piensa que si un policía ha buscado tu portal y ha subido las escaleras hasta la puerta de tu casa, nunca es

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para desearte felices pascuas o para felicitarte por tu cumpleaños. Un policía frente a ti, al abrir la puerta de tu casa, siempre significa problemas.

-¡Señor Ins, er, Inspector! ¡Usted! ¿Qué…?

-Lucía –contestó Luján, impertérrito-. Dígame dónde vive Lucía.

-¿Lucía? ¿Que yo le diga? Señor Inspector, yo no…

Luján descargó, bien hasta el fondo, su puño derecho en la boca del estómago del francés. Escuchó el grave ronquido que profería mientras todo el aire que tenía dentro le abandonaba en medio segundo. El sarasa se dobló sobre sí mismo. Luján le puso la mano izquierda en la nuca, presionó hacia abajo para sostenerlo, y le propinó un golpe con la rodilla derecha en pleno rostro. Luego tiró de él hacia arriba, lo irguió, y lo empujó contra la cercana pared del exiguo vestíbulo de la casa. Yanclod chocó con un espejo que tenía allí colgado que, sin embargo, no se descolgó. Luján lo oía gemir en un tono demasiado agudo. Trataba de mantener la cabeza erguida mientras sangraba abundantemente por la nariz, pero no se atrevía a tocarla. Probablemente, la tenía rota.

-¡Ayayayay! ¡Señor Inspector!

-¡Déjate de idioteces! Ya sabes lo que quiero.

-Señor Inspector –ahora el francés lloraba-, yo le juro que… Le juro que…

Luján entró en la casa. Tras el pequeño vestíbulo había un pasillo en perpendicular que llevaba a las habitaciones. Empujó a Yanclod contra la pared para hacerse sitio y, cuando estuvo dentro, lo agarró con una mano de la solapa y tironeó de él por el pasillo adelante. El francés no se resistió. Sólo gemía, lloraba y pedía perdón.

-Perdón, señor Inspector. ¡Por Dios, perdón!

Luján entró en el pequeño salón de la casa y arrojó su carga en el sofá. Yanclod emitió un grito; evidentemente, se había golpeado la nariz. Luego se ovilló en el sillón, como un feto, protegiéndose la cara. Luján comenzó a mirar los libros que tenía en una estantería que cubría entera una de las paredes de la habitación. Cogía el libro, lo miraba dos segundos, y lo tiraba al suelo. Hizo eso un rato con todos los libros, adornos, fotos enmarcadas, que tenía el francés. Algunos de los cristales de los marcos de las fotos se rompieron al chocar con el suelo. Yanclod dejó de gemir.

-¿Sabes lo que van a hacer contigo si te llevo a interrogar?

A Luján sólo le contestó un jadeo rítmico y acelerado.

-Hay gente que está deseando tener uno como tú para interrogar, ¿sabes? Imagínate. Un interrogado a quien le gusta que le metan cosas por el culo.

El francés gimió como un niño pequeño atrapado que se da cuenta de que nadie va a venir a rescatarle.

Luján dejó que la ira se amansase un poco. Lo suficiente como para hacerse preguntas. No podía creer que Yanclod no supiera dónde vivía Lucía. Los había visto

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mil veces en el club. El resto de las chicas eran muy jóvenes y no tenían las funciones que tenía ella. Luján había visto a Lucía abrir y cerrar el local. Y hacer caja. Y guardar la recaudación en sobres. Nadie permite ese nivel de responsabilidad a alguien de quien ni siquiera sabe dónde vive.

Así pues…

Se acercó al ovillo. Agarró de la cabeza una buena mata de pelo. Tiró con fuerza. Un grito y la cara de Yanclod, embadurnada con su propia sangre. Los ojos cerrados, manando. El bigotito temblando de miedo.

-Te ha dicho que no me lo digas, ¿es eso?

Por toda respuesta, el francés siguió gimiendo.

Luján se agachó, para acercar su cara al rostro sanguiñoliento del marica.

-Si es así, te informo de que estás jugando un juego muy peligroso, Yanclod. Muy, muy peligroso.

Le agitó la cabeza.

-¡Mírame! ¡Mírame, me cago en la puta Virgen de Lourdes!

Los ojos de Yanclod respiraban miedo.

-Escucha, Yanclod. Escúchame bien. Tú crees estar protegiendo a una pobre mujer de su torturador. Evitando un acoso. Tú crees que Lucía te ha prohibido darme ninguna referencia suya porque tiene miedo de que la vuelva a pegar, o la viole.

-Yo… no podría pensar que…

-Déjate de tonterías. Lo piensas. Tu amiga soporta de mala gana las visitas del señor policía, pero no está dispuesta a ir más allá, te lo ha dejado claro, y tú la proteges. Pero en una cosa te equivocas.

Le soltó el pelo. El francés se relajó un poco, pero sin dejar de estar alerta. Luján permaneció de pie frente a él. Metió las manos en el gabán y se irguió.

-Estás protegiendo a una clandestina –informó, observando la reacción provocada por cada una de sus palabras.

El francés se echó hacia atrás y abrió la boca. Luego boqueó varias veces sin decir nada. Luján dejó que sus facciones se endureciesen.

-¿Que yo…? Señor Inspector… ¡pero si usted mismo la…! ¡Usted mismo…!

-Yo la interrogué, sí. Hace ocho años. Y estaba limpia. Tan sólo era, por casualidad, la vecina de una persona que había aparecido muerta. Pero eso fue antes de que supiese algunas cosas.

No dijo más. Aunque lo pensó, y tal vez el francés tenía clarividencia para adivinar el color de los pensamientos de otro. Lo cierto es que en los segundos que siguieron a sus palabras, al estómago de Carlos Luján regresó el dolor intenso que

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había sentido esa mañana cuando, inerme y sin ser capaz de interrumpir, escuchó el último monólogo de Léntulo Sediles, los últimos capítulos de su confesión. Mientras Yanclod le miraba con incredulidad, él recordaba los datos que, con rapidez, había atesorado.

En febrero de 1939, un grupo de activistas de La Aromática decide que la guerra ha terminado, y decide huir de Madrid.

La suerte de los huidos es trágica. Quien trata de traspasar las líneas acaba mal, bien porque los republicanos localicen la deserción, bien porque la actitud de los nacionales no sea precisamente felicitarlos por la hazaña.

Diezmada y desmoralizada esa célula anarquista radical y violenta, quienes quedan en ella deciden sobrevivir dentro de Madrid. Pero, en ese momento, surge Lucía Odriozola. Miembro de La Aromática. Miliciana anarcosindicalista con muchos kilómetros de paseos en coche por Madrid, pañuelo al cuello, deseando salud a los madrileños. Lucía Odriozola salva a los pocos miembros de la célula que quedan. Tiene contactos con la Quinta Columna. La célula sale de Madrid, aunque Lucía se queda.

Cuando llega la Victoria, algunos de aquellos anarquistas vuelven a Madrid, confiados en su anonimato y en la posibilidad de entenderse con los fascistas; al fin y al cabo, piensan, todos queremos más o menos lo mismo. Pero se darán cuenta, poco a poco, de que no va haber Revolución. Franco invita a su mesa a los banqueros y a los terratenientes. Así pues, lo que queda de La Aromática regresa a sus esencias, y se echa al monte, sólo que ahora es otro monte. Ahora, su lucha es la de quienes, dentro del franquismo, se vuelven contra él por falta de valentía revolucionaria; el objetivo es el mismo, incluso los colores62, pero ha cambiado la camisa. En un arabesco imposible, anarquistas armados son ahora fascistas armados. Viejos anarquistas disfrazados. Como el amigo de Sediles.

Como Lucía Odriozola.

Yanclod le está mirando. Mirada perruna, entregada.

-Esto es muy serio –informa Luján-. Muy, muy serio. Mi consejo, Yanclod, es que te quites de en medio. Porque si no te quitas, este asunto se te va a llevar por medio. Y la raja del culo te va a llegar a la mitad de la espalda.

El francés declama una dirección y luego, como por arte de magia, deja de llorar, se levanta, camina arrastrando los pies hasta la puerta de su cuarto de baño, y se encierra allí, sin despedirse.

Luján le ha dicho al taxista que acelere. Que se salte los semáforos. La casa de Lucía está lejos, en el extrarradio, no lejos de aquélla en la que vivió con Anselmo López, y repentinamente tiene ganas de terminar ese interrogatorio. En el coche se ha dado cuenta de que los nudillos de la mano derecha le sangran; un golpe de rabia que ha dado en una de las paredes de la escalera de la casa del francés, cuando se iba. El taxista también se ha dado cuenta y, probablemente, ha entendido ese secreto lenguaje de tonos que informa de que un interlocutor es policía. Así pues, obedece.

62 Tanto la bandera de la CNT como la de la Falange son rojas y negras.

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Luján va pensando.

Lucía Odriozola. Una anarquista lo suficientemente anarquista como para ser, además de anarquista, violenta. Miembro de un grupo radical al cual, al final de la guerra, ella misma provee de un acercamiento a falangistas, cabe suponer que radicales como ellos. Primero tabla de salvación pero, luego, identificación. Falangismo radical, antimonárquico, anticapitalista, fascismo en estado puro. Qué más da que amanezca por la derecha o por la izquierda; lo importante es que amanezca.

Franco se deshizo de muchos de esos falangistas radicales enviándolos a morir a Rusia. En la División Azul. Así murió Julio Cendoya, por ejemplo. Un falangista muy radical. Y pudo morir Anselmo López. ¿Era Anselmo, también, uno de esos residuos fascistas del franquismo? Es algo que casa demasiado mal con la imagen de él como un hombre acobardado y temeroso del pasado. Pero, ¿de dónde venía Julio Cendoya? ¿De dónde venía Anselmo López? ¿Y podría ser, acaso, una mera casualidad que este divisionario que decide tener una vida clandestina, escondida, un falangista que tal vez tiene miedo de morir asesinado por alguien, probablemente quien verdaderamente acabó asesinándolo, ese hombre, acabe compartiendo corrala y quién sabe cuántas cosas más con una mujer con el pasado de Lucía Odriozola?

Y, ¿por qué toda esta historia le interesa personalmente a Franco?

El taxi ha llegado. Luján paga nerviosamente, abandona el auto. Son las nueve, noche cerrada. La dirección que le ha dado Yanclod es la de un piso bajo. Luján espía las ventanas. Están cerradas a cal y canto, también las contraventanas. Nada nuevo. A esas horas hace un frío que pela. Luján llama al sereno. Tras muchas palmadas, acude un asturiano alto y ancho de hombros. Parece empequeñecer a la vista de la credencial policial. Abre el portal con manos nerviosas. Luján lo despide.

El Inspector llama a la puerta. No hay respuesta. Llama otra vez. El sonido de una radio, algunos pisos más arriba, que de repente se apaga. Es como si toda la casa esperase, agazapada en silencio, su siguiente movimiento.

Luján tiene, finalmente, que abrir la puerta con una patada. Al entrar en la casa a oscuras, antes incluso de encontrar la llave de la luz, Luján lo percibe. Un olor que no le es nada desconocido.

El olor acre y dulzón de la sangre que aún no se ha secado del todo.

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Capítulo cinco

Ismael Rebollo llegó a la casa de Lucía Odriozola a eso de las once de la noche. Luján, que fumaba apoyado en un coche patrulla, lo vio llegar desde el fondo de la calle, caminando pausadamente como si no tuviese ningún rumbo fijo. Conforme se fue acercando, Carlos Luján se dio cuenta de que traía cara de pocos amigos. Le recordó al rostro que había visto el día que se enfrentó con él por el caso López. Sintió un escalofrío en la espalda.

-Nada bueno –dijo al llegar a su altura, por todo saludo.

Luján apenas alcanzó a arquear las cejas y realizar un gesto de incomprensión.

-No hay nada bueno aquí –explicó Rebollo-. Una mujer de la vida asesinada en su propia casa.

-No te precipites –interrumpió Luján-. Tal vez ha sido un robo.

-No ha sido un robo –sentenció Rebollo, con voz lúgubre-. Tú y yo sabemos que no ha sido un robo. Esta mujer estaba en un informe que tú y yo conocemos, y nada es casualidad. Nada. No sé si me entiendes.

-Creo que sí.

-Pues yo creo que no. Carlos, ¿sabes cuántas posibilidades hay de que alguien esté matando a alguien a doscientos metros de un policía que, además, viene a ver a ese alguien?

Carlos Luján sintió que la sangre abandonaba su rostro. Tuvo que hacer acopio de toda su presencia de ánimo para sostener la mirada de Rebollo. Le dio la impresión de que el inspector era capaz de ver a través de él.

-No seas capullo –dijo Rebollo, con media sonrisa triste en los labios-. Apenas hace falta juntar una o dos piezas. Aquí estás tú, a más de diez kilómetros de la Puerta del Sol donde tienes tu mesa de trabajo, llamando para avisar de que has encontrado un muerto. ¿Estabas de paseo? ¿Por esta mierda de barrio? ¡Venga ya!

Carlos Luján, mientras sentía su labio inferior temblar ligeramente, tuvo que reconocerse que si alguna vez había pensado que Ismael Rebollo no iba a percatarse de las circunstancias en que había descubierto el cadáver de Lucía Odriozola, estaba claramente equivocado. Trató, no obstante, de conservar la compostura. Rebollo, como siempre, jugaba con él. Jugaba a invitarle a cometer errores. Todo lo que tenía que hacer era no caer en la trampa.

-Venía a verla, sí. Había, er, he averiguado cosas que repentinamente cambiaron mis puntos de vista sobre ella, y decidí venir a interrogarla.

El inspector escuchó unos pasos sordos. Se volvió. Azpíriz le miraba alternativamente a él y a Rebollo, como pidiendo permiso para quedarse en la conversación.

-¿Es tu idea de día libre, venir a echar una mano con los cadáveres?

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Azpíriz se alzó de hombros.

-Lo llaman morbo, creo. ¿Puedo ayudar?

-Los uniformados están con todo. Podías habértelo ahorrado.

Luján sintió una mano en su hombro izquierdo, y se volvió. Rebollo le miraba como si el navarro no estuviera presente, como si no lo hubiera estado nunca.

-Dime qué habías averiguado.

-Puedo hacerte un informe en cuanto…

-Ahora.

Luján esperó unos segundos, pensando que Rebollo se daría cuenta que no estaban solos. Pero el inspector siguió mirándolo fijamente, con una tranquilidad anormal en los ojos. Suspiró, en parte aliviado. Sentía la muerte de Lucía Odriozola y ahora sabía que siempre se sentiría, de alguna manera, culpable por haberla presionado tanto en el pasado. Pero, sin embargo, aquella muerte, y él se lo reconocía, le reconfortaba. Le ayudaba. Muerta Odriozola, el asunto de la tarjeta guardada en su armario perdía valor.

-Está bien. En realidad, Lucía Odriozola era el hilo más cercano del que tirar en esta madeja que es el caso Anselmo López. Lo que he averiguado sobre Higinio Longares no es gran cosa, y carecemos de más testigos.

-Ajá.

-Por lo demás, como sabes siempre he considerado la posibilidad de que no todo el mundo en el entorno de Anselmo López fuese lo que cabría sospechar de ellos. Quiero decir, gente del régimen, ya sabes.

-Ya sé, sí.

-He tenido algunas… confidencias. He descubierto cosas.

-¿Qué cosas?

-Lucía Odriozola no era una putita barata más. Que éste fuese su oficio después de la guerra no lo descarto, pero sería para sobrevivir. El pasado de esta mujer que conocemos es ficticio o, por lo menos, fragmentario. Había algo en ella muy importante que no sabíamos, y que ella nos ocultó cuando la interrogamos.

Rebollo dio una chupada lenta a su cigarrillo.

-Tú le diste una buena mano de hostias. Sólo hay una razón para callar cuando te están dando de hostias.

-Exacto: más hostias. Ése es el hilo del que decidí tirar. Y acabé por encontrarla.

Hizo una pausa para fumar él también. Rebollo no le interrumpió y Azpíriz parecía incapaz de mover un solo músculo.

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-Lucía Odriozola era miembro de una peligrosa célula de anarquistas.

-La Aromática –interrumpió Rebollo.

Ojos frente a ojos. Los dos policías fumaron uno frente al otro, en silencio, unos segundos. Luján trató desesperadamente de escarbar en las pupilas tranquilas de su interlocutor pero, como ocurría siempre que Rebollo no quería mostrar nada, su tentativa no tuvo fruto. En esas circunstancias, en las décimas de segundo que transcurrieron, a Luján no le quedó más que hacerse preguntas. Preguntarse si Rebollo sabía algo, si quizá siempre había sabido que esa tarjeta era la pista que llevaba a la verdadera identidad de Lucía Odriozola, o simplemente estaba, como tenía por costumbre, echando la caña, esperando que Luján picase. Para aquel entonces, el inspector ya tenía bastante experiencia con su superior y había aprendido a pensar deprisa. Se dijo: los hechos de esta noche demuestran que nosotros, al acercarnos a la verdadera identidad de Lucía Odriozola, la poníamos en peligro. Así pues, una vez descubierta dicha identidad, habría sido una locura dejar pasar mucho tiempo entre el descubrimiento y el interrogatorio. Rebollo habría sido un temerario sabiendo lo que presuntamente sabía y esperando a que yo hiciese mis averiguaciones. Es obvio que no sabe nada. Aún. Está jugando.

-Ya te dije –contestó Luján, descansando casi en cada palabra-, que esa tarjeta era sólo un recado de flores.

Rebollo fumó con media sonrisa en los labios.

-¿Anarquista, dices?

-Anarquista, sí.

-Y, eso, ¿qué tiene que ver con Anselmo López?

-No lo sé todavía. Pero mi intuición me dice que Julio Cendoya es la clave.

Rebollo dejó escapar un chasquido de lengua, señal de fastidio, y tiró lejos la colilla casi acabada de su cigarrillo.

-¡Luján, joder! ¿Cendoya? ¿Otra vez con eso?

-Tengo mis razones –protestó el inspector-. He seguido la pista del grupo de Odriozola. Se quedaron en Madrid hasta la penúltima hora y aún más allá. Cuando se hizo evidente que Franco llegaría, jugaron sus cartas. Buscaron en la Quinta Columna. Gente adecuada.

-¿Adecuada?

Luján cruzó una mirada con Azpíriz. El navarro era una estatua de hielo.

-Locos como ellos.

-¿Locos? ¿En la Quinta Columna? Joder, Luján, ¿tú sabes lo que estás diciendo?

Luján fue a decir algo, pero Rebollo le detuvo con un gesto de la mano.

-¿Qué coño te pasa, Luján? Tienes una mujer muerta con un pasado de

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activismo anarquista, una terrorista metida a puta, que muere porque la policía averigua quién es y decide interrogarla. Un cagarro que se ha quedado en alguna esquina perdida de la Nueva España, pues no todo va a ser un camino de rosas. Hijos de puta va a haber siempre, y putas, ¡joder! ¡Putas, a puñados!

-Te estás dejando llevar por una visión demasiado simplista.

Rebollo abría y cerraba la boca, como si le faltase la respiración, y hacía aspavientos con los brazos.

-¿Simplista! ¿Simplista? ¡Pues claro, joder! ¡Porque las cosas son simples! Simple: una terrorista que muere porque la policía la ha descubierto y va a por ella. Está en Madrid, es una puta sin oficio, sus compañeros estarán igual de muertos de hambre que ella. ¿Cómo coño la sacan de aquí? La única salida es apiolársela.

-Yo no niego eso.

-No, no lo niegas. Pero desde que empezaste con este caso, y hace diez años, macho, estás empeñado en que las cosas lleguen, de una forma o de otra, a Falange. Pareces obsesionado con que los asesinos que trinques lleven la camisa azul. ¡Me cago en Dios! Pero, ¿no eras tú el nacionalsindicalista, joder? ¿No quedamos en que el descreído que pasa de las inmortales esencias de José Antonio soy yo, coño?

A esas alturas del discurso de Rebollo todo el mundo que en aquella calle no estuviera enfrascado en el movimiento del cadáver de Lucía Odriozola era testigo de la bronca. Luján se sabía observado por varios pares de ojos y, sin embargo, volvió a sentir, como diez años atrás, frente a una taberna donde los policías solían ir a beber tras el trabajo, una suerte de rabia que le nacía de muy adentro.

Dio un paso hacia Rebollo. Hasta el inspector entendió el significado de ese gesto, y se calló.

-Rebollo, escucha. ¡Escucha de una puta vez, joder! Te he dicho que hubo pacto. Y que lo sigue habiendo. La persona que me informó lo ha hecho hoy mismo, día de Difuntos. Vine aquí lo antes que pude porque tenía muy claro que era imperativo hablar con esta mujer. Entre otras cosas, porque la persona que me ha informado sabía que yo estaba de guardia.

-Eso no es tan difícil de averiguar.

-Yo pienso que sí. No todo el mundo tiene tus habilidades, Ismael. Estamos hablando de un grupo de personas con la capacidad de tener ese tipo de datos, que no son, de acuerdo, secretos de Estado, pero tampoco están a disposición de cualquiera.

-¿Ahora me vas a decir que la policía está en esto?

-No. Eso no lo creo. Como ya sabes, he frecuentado a Lucía Odriozola desde poco después de la investigación del cuarenta y ocho.

Nunca se lo había comentado. Y lo sabía. Y también sabía que Rebollo lo sabía. El policía secreto acusó el golpe. Lejos de poder epatar una vez más a su pupilo Luján demostrándole que siempre había sabido que se veía con ella, era él quien le pillaba.

-Hasta esta noche pensaba que sólo te la querías tirar.

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-Puede –contestó Luján; se sentía algo más dueño de la situación-. Pero lo importante es que si la policía estuviese en esto, Lucía Odriozola llevaría muerta mucho tiempo. O habría desaparecido de Madrid, que al caso es lo mismo. No, será alguien cercano a nosotros, pero sólo relacionado. Una pequeña red de información que trabaja para personas que tienen mucho que proteger, porque si los trincásemos los fusilaríamos.

Rebollo sonrió.

-¡Joder, nos vamos entendiendo! ¡Eso y no otra cosa es lo que yo digo!

-Cierto. Pero insisto, Rebollo, en lo que tú no sabes y yo sí sé. No niego que estamos ante terroristas. Pero son terroristas que una vez tuvieron amigos entre los nuestros. Amigos radicales, capaces de muchas cosas. Como dicen que eran Julio Cendoya y los suyos.

Rebollo echó la cabeza hacia atrás, como aburrido. Luego suspiró.

-En fin, es tu investigación. Tú sabrás si te pierdes en derivaciones estúpidas.

-Recibí la orden de llegar hasta el final –contestó Luján-. Quizás eres tú quien la está incumpliendo, no yo.

Rebollo le devolvió una mirada gélida. Se incorporó, apoyado como estaba en un coche policial, y echó a andar. Algunos metros más allá, se volvió, como indolente.

-La investigación es tuya, inspector. Tienes una escena del crimen que te está esperando.

Azpíriz sonrió levemente mientras le miraba directamente a los ojos. Carlos Luján se habría preguntado qué pensaba si no estuviese harto de hacerlo. Ambos estaban ahora a pocos metros de la entrada de la casa baja, casi una chabola, donde vivía Lucía Odriozola hasta que, unas pocas horas antes, alguien le metió un tiro en la cara, según habían informado ya los forenses, que en ese mismo momento se marchaban tras el coche que se llevaba el cadáver, ya levantado por orden del juez. Se había hecho de noche y hacía frío, un frío de noviembre, de día de Difuntos. Luján había visto marcharse a Rebollo sin saber muy bien si lo más sabio no sería impedirle marcharse así, tratar algún tipo de acercamiento tras la tensa conversación que habían tenido. Finalmente le pudo la rabia, y se calló. Pero no se podía quitar de la cabeza la mirada fría de su quizás amigo y quizás superior. Finalmente, decidió centrarse, como el propio Rebollo le había dicho, en su obligación de aquel momento: la escena del crimen. Fue al tratar de ir hacia la casa cuando se encontró con Azpíriz mirándolo, con una especie de embrión de sonrisa en los labios, y la pregunta eterna.

-¿Me vas a decir ahora qué coño haces aquí?

-No entiendo el tono.

-¿Qué tono? Sólo te estoy diciendo que sigo sin entender cómo te has venido hasta aquí en un día libre. Es todo.

Azpíriz apretó los labios; como si hubiese esperado que Luján fuese capaz de adivinar sus intenciones.

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-He juntado piezas.

-¿Qué piezas? ¿De qué coño hablas?

-Luego te lo diré.

-Joder, Azpíriz. No tengo el coño para jugar a los secretitos, de verdad.

-Se hace tarde –la voz del navarro se había hecho fría-. Se hace tarde, Luján, y los uniformados dependen de nosotros para poder precintar esto y marcharse. ¿No te parece que es mejor que hagamos la inspección visual y, er, hablemos luego?

Carlos Luján estaba cabreado. Crecientemente cabreado. Esa mañana era un prometedor policía investigando, entre otras cosas, un caso que concitaba el interés de las más altas esferas. Dieciocho horas después, era una persona vigilada y espiada quizá por terroristas, había tenido un enfrentamiento frontal con una de las diez personas más peligrosas de España y, para colmo, el único hilo con que contaba para desentrañar el misterio como le había ordenado el Caudillo viajaba en aquel mismo momento en dirección al Anatómico-Forense. Así que se alzó de hombros, sintiendo que había llegado a un punto, y lo había sobrepasado.

-Lo que tú digas.

Entraron en la casa. La puerta estaba abierta, mostrando los destrozos causados por la patada de Luján. Era una casa baja de una sola planta y forma rectangular. La puerta estaba en un lateral del rectángulo y daba a un pasillo a mitad del cual se entraba propiamente a la casa, que apenas tenía un salón, la cocina, un pequeño excusado y una habitación pequeña que hacía las veces de dormitorio. A pesar de tal humildad, la casa tenía dos puertas; justo enfrente de la que cruzaron los policías había otra que daba a la calle de atrás. Luján y Azpíriz se acercaron. También tenía la cerradura reventada, a todas luces de un tiro.

-Un pedazo de hostia –comentó Azpíriz con un susurro-. Un disparo de calibre grueso. Más que probablemente, la misma arma que se usó para matar a la mujer.

-Reventó la cerradura para huir –dijo Luján, como para sí. Reparó en que en el umbral de la puerta de entrada a la casa le miraba un policía uniformado de mediana edad; dedujo que era el hombre que había coordinado las pesquisas, así que se encaró con él-. Dígame, ¿ha habido testigos?

-No, señor.

-¿Ni siquiera auditivos?

El hombre hizo un gesto como si recordase algo muy importante.

-¡Ah, eso! Eso sí, inspector –consultó sus notas-. En el número doce, éste es el ocho, estaban cenando. Matrimonio y dos hijos pequeños. Oyeron claramente los disparos.

-Cuántos.

-¿Cuántos?

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-Sí. Cuántos, y con qué cadencia.

El policía rebuscó sus notas para estar seguro. Después de unos segundos, dejó escapar un gruñido de satisfacción; había encontrado lo que buscaba.

-Tres. Tres disparos, señor inspector.

-¿Tres, o uno, uno y uno, o dos y uno, o uno y luego dos?

Carlos Luján ya estaba acostumbrándose a la idea de que a los uniformados no se les hubiese ocurrido la idea de preguntar ese detalle. Pero el policía que tenía delante no era un mal policía. Sólo era lento.

-Dos, y uno. Eso es. Dos disparos, entonces la familia que está cenando se queda rígida y en silencio. Cuando están empezando a reaccionar, otro disparo. Y después nada.

Luján miró a Azpíriz. El navarro asintió.

-La mató de dos tiros, luego se levantó, salió de la casa, le metió un tiro a la puerta, y salió.

-De donde se deduce que el asesino y la víctima eran amigos.

El uniformado miró a Luján con curiosidad.

-¿Amigos? ¿Porque hizo tres disparos?

-No, no por eso, ¿agente…?

-Lorca, señor.

-Pues no por eso, Lorca. Sino porque si necesitó meterle un tiro a la cerradura para salir, ¿cómo entró?

-¿Cómo entró? –Repitió el agente Lorca, como un eco.

-No pudo entrar violentamente –argumentó Azpíriz-. Ella tuvo que dejarle entrar, ¿entiende?

El agente Lorca suspiró como aliviado. Luján se volvió hacia su compañero.

-Echemos un vistazo a lo que queda de esa cerradura.

Se dirigieron a la puerta reventada. El tiro había abierto un buen boquete en la puerta que, de todas formas, era de hoja simple, poco resistente. Tenía un picaporte normal y corriente y debajo, a unos quince centímetros, un pestillo que era lo que había reventado el tiro. Quedaban restos del mecanismo y el agujero en la jamba donde antes había encajado.

-A esto le llamo yo matar pulgas a cañonazos –masculló Azpíriz a las espaldas de Luján, mientras éste observaba la puerta.

El inspector se incorporó.

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-Vamos dentro.

Entraron en la casa. La pieza central, que ocupaba casi toda la vivienda, tenía en un extremo un aparador, en otro una mesa que no parecía tener una utilidad concreta y, en el centro, dos sillas, una de ellas caída en el suelo, y una mesa camilla redonda con un largo mantel descolorido que la cubría completamente, incluidas las patas. Sobre la mesa, un plato, un tenedor y los restos de un triste filete esperando a una comensal que ya no se lo iba a comer.

-¿Qué cree que pasó, Lorca?

Cuando se repuso de la pregunta, que claramente no esperaba, el uniformado demostró haber hecho una razonable composición de lugar.

-La víctima estaba cenando. El asesino, que según hemos delimitado era conocido suyo, llegó y se anunció. Ella le abrió y le franqueó la entrada. Ella había vuelto a cenar, sentada aquí –señaló a la silla caída- y él la disparó. Los forenses han dicho que, muy probablemente, los disparos se hicieron de arriba abajo, de donde se deduce…

-Que el asesino estaba de pie. Lo cual no encaja.

-¿No encaja? –Preguntó Lorca.

-Eso: ¿no encaja? –Preguntó también Azpíriz.

-No, no encaja. El asesino es un conocido de la víctima. Ella le deja entrar. Después, antes de que él dispare, ella se sienta a terminar su cena y él se queda de pie.

-¿Y?

-Joder, Azpíriz. Uno no se sienta tranquilamente a cenar mientras su invitado permanece de pie.

-Tiene lógica –Azpíriz se rascaba la barbilla-. ¿Cuál es tu teoría?

-Ella sabía a qué venía su asesino. También sabía que no podría huir. Lo dejó entrar porque comprendió que no serviría de nada resistirse. Ella sabía que su asesino era eso: un asesino.

Tragó saliva. El silencio en la habitación se hizo espeso.

-Todo lo que nos queda por saber es si nos dejó algo.

-¿A nosotros?

-A nosotros, sí. Una cosa es segura, amigos: si hay tiros, la primera que aparece es la policía.

El agente Lorca miró a Luján con los ojos muy abiertos.

-Pero, si él la mató, ¿cómo pudo…?

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Luján sonrió.

-Agente, en esta escena del crimen hay algo que no cuadra.

-¿Algo que no cuadra?

-Eso es. Algo que no cuadra. ¿No se hace usted una idea?

El agente Lorca trató de pensar, pero terminó por alzarse de hombros con un gesto de escepticismo. Luján miró a Azpíriz. El navarro no tenía expresión en el rostro.

-Tengo la impresión de que me vas a dar una nueva lección de por qué eres mejor policía que yo.

Luján señaló a la mesa.

-¿Os creéis capaces de comer esa suela de zapato con un tenedor sólo?

El agente y el subinspector se miraron con expresión de incredulidad. Luego le miraron a él.

-El cuchillo…

-Exacto. ¿Dónde está el cuchillo?

Azpíriz se alzó de hombros.

-¿Se lo llevó el asesino?

-¿Para qué? ¿Has visto la calidad del tenedor? Como robo no tiene precio.

-¿Y si ella no tenía cuchillos? –Argumentó Lorca.

-Miremos en la cocina.

El uniformado penetró en la pequeña pieza donde se encontraba la cocina de carbón. Se le oyó trasegar en los cajones de un mueble desvencijado.

-Aquí hay cuatro –informó finalmente-; ¡no! Son cinco, seis. ¡Siete!

-Lucía Odriozola tenía cuchillos de sobra, pues –concluyó Luján-. Así pues, ¿dónde está el que falta?

Lorca levantó los brazos, en señal de impotencia.

-Inspector, le juro que hemos peinado esta habitación a conciencia. No está en el suelo.

Sin palabras, Luján se acercó a la mesa.

-Le creo, Lorca. Y, si es así, sólo hay una posibilidad más.

Levantó las faldas de la mesa camilla. Casi al nivel del suelo tenía una pieza de madera que formaba un nido para el brasero; la mayoría de las mesas de aquel

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entonces eran así. El brasero, sin embargo, estaba sucio, pero sin carbón; o bien Lucía Odriozola no había tenido frío aquella tarde, o bien no había tenido dinero para calentarse. Luján extrajo el brasero y lo acercó a la luz de la bombilla que colgaba del techo, en el centro de la estancia. Los tres hombres se agolparon sobre la bandeja. En el centro, renegrido por el carbón, había un cuchillo.

El uniformado soltó una exclamación de sorpresa. Azpíriz, algo parecido a un bufido.

-No entiendo en qué nos hace avanzar esto. Un cuchillo en un brasero. ¿Qué es, una especie de jeroglífico o qué?

-No es ningún jeroglífico, Azpíriz. Todo lo que tienes que hacer es preguntarte por qué acabó ahí el cuchillo. Y la respuesta es evidente.

-¿Evidente?

-Tan evidente que sólo hay una. Cuando el asesino disparó contra Lucía Odriozola, ésta tenía cuando menos una mano y el cuchillo por debajo de la mesa. Lo ocultaba.

-¿Para defenderse?

-Pobre defensa es esa –respondió Luján, con un gesto de fastidio-. Joder, Azpíriz, mira el puto cuchillo. Es poco más que una hoja de lata.

-¿Entonces?

-Entonces, no sé. Lucía Odriozola escondió ese cuchillo por algo, pero no se me ocurre para qué.

Estuvieron así un buen rato mirándose unos a otros. Luján colocó los brazos en jarras. Echó varias miradas a la habitación. Pero no encontró nada fuera de sitio, nada que le inspirase. Terminó por suspirar y negar con la cabeza.

-Vámonos, coño. A lo mejor mañana. Quién sabe.

Caminaban ya hacia la puerta. Luján iba el último. Repentinamente, se topó con la espalda del agente Lorca.

-¿Qué hostias…?

-¡Un momento! –El uniformado se volvió, visiblemente excitado-. ¡Un momento, joder!

-¿Qué le pasa, coño?

Lorca no escuchaba. Volvió al centro de la habitación, se colocó delante de la mesa, se quedó unos segundos quieto, como pensando, y luego la levantó con ambas manos. Con un gesto rápido, le dio la vuelta. El mantel raído cayó al suelo. Luján se acercó, sintiendo que su pulso se aceleraba.

Lorca le miraba con cara cerúlea.

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-Le dio conversación –dijo-. Trató de ganar tiempo. Mientras, con una mano y el cuchillo, debajo de la mesa.

Los tres policías tenían delante la pobre madera de la mesa camilla. Una mano torpe y apresurada había grabado unas letras. Del revés, como se leería algo que alguien ha escrito sin mirar en una tabla a la que luego se le diese la vuelta. La escritura era torpe y débil, pero no tuvieron dudas sobre su significado.

Lucía Odriozola, en los últimos minutos de su vida, había escrito una palabra: amado.

Era ya casi la una de la madrugada. Presidía la noche silenciosa el reloj de pared del salón de Carlos Luján, cuyo tic tac rebotaba contra las paredes. En el centro del salón, sentados alrededor de una mesa camilla de mayores dimensiones y calidad que la que habían dejado en al escena del crimen, el inspector Luján y su compañero Azpíriz fumaban y bebían sendos vasos de leche caliente. Laura, una vez que consiguió disfrazar la incomodidad porque su marido no sólo llegase tarde sino que lo hiciese con compañía, se había ofrecido a hacerles café, pero Carlos la había convencido de que se acostase. «Hay cosas que tenemos que discutir ahora mismo», le había explicado a su mujer, y no mentía. Por lo demás, no hay mal que por bien no venga. Bruno, algo aquejado del estómago, no estaba teniendo una noche fácil, así pues Luján argumentó que su vigilia serviría para espiar su sueño.

Los dos hombres hablaban en susurros, sentado uno muy cerca del otro, ambos insomnes.

-¿Tú que crees que es eso?

Azpíriz se alzó de hombros. Luján sabía que había entendido. «Eso» no era otra cosa que la palabra escrita por Lucía Odriozola en los últimos minutos de su vida.

-No sé. ¿Su amor de toda la vida?

Luján negó con la cabeza.

-No, no, no. No tiene sentido. Primero, porque sabiendo lo que sabemos de esa mujer, sabemos que lo más parecido a un amor de toda la vida que tuvo era Anselmo López, y lleva casi diez años muerto.

-Quizá por eso -aventuró Azpíriz-. Sabe que va a morir y le escribe, porque se va reunir con él

-No lo creo, de verdad -contestó Luján-. ¿Por qué no, en ese caso, escribir su nombre: Anselmo?

-No olvides que no sabíamos una mierda de esa mujer –argumentó Azpíriz-. ¡Joder, pensábamos que era una zorrita y resultó ser una terrorista!

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-Sí, claro. Pero, aún así, me cuesta creerlo. Me pregunto, ¿y si pensó rápido?

Azpíriz le miró directamente a los ojos, parpadeando muy seguido; fue su forma de informar a Luján de que no le entendía.

-Si pensó rápido –continuó el inspector-, quizá se dio cuenta de lo que iba a pasar. Primero, sabía que la iban a matar. De ahí lo de dejar un mensaje.

-Cierto.

-Segundo: ¿a quién le dejó el mensaje? Obviamente, a quien fuese a mirar en la mesa camilla.

-Alguien con quien había acordado algo así antes.

-No lo creo.

-¿No lo crees?

-No, no lo creo, Azpíriz. Además del conocimiento, hace falta la oportunidad. Imagina a un compañero de Odriozola. Otro miembro de la célula, por ejemplo. Acuerdan que si alguna vez a alguno de los dos le pasa algo, ella escribirá en la cara posterior de la mesa su mensaje.

-Tiene lógica.

-No, no la tiene –Luján protestó con toda la violencia que le permitía el sigilo que ambos debían seguir para no despertar al niño-. ¡No la tiene, Azpíriz! Un pacto de ese calibre presupone que Lucía, además de saber que estaba en peligro de muerte, debería haber sabido que dicha muerte se habría de producir estando ella sentada frente a esa mesa camilla y con acceso a un objeto que le permitiese escribir el mensaje.

Azpíriz se echó hacia atrás en la silla, que se quejó ruidosamente.

-Tienes razón. Joder, inspector, tienes razón.

-Así lo creo.

-Pero, entonces, ¿para quién era el mensaje?

Luján sorbió su vaso de leche, aún bastante caliente. Meter el líquido en su cuerpo lo galvanizó, pues diluyó el frío que había pasado aquella noche.

-Para nosotros.

-¿Nosotros?

-Nosotros, sí. Piénsalo. Tiene lógica. Si sabía que la iban a matar, ya sabía una cosa segura. Pero hay otra seguridad. Después de un asesinato hay alguien que siempre aparece.

-La policía.

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-La puta Brigada de Investigación Criminal. Siempre.

-Pero había muchas posibilidades de que no nos hubiésemos percatado nunca del mensaje.

-Ya. Pero era una situación desesperada. O eso, o nada.

Azpíriz se rascó la barbilla.

-Eso quiere decir que el mensaje…

-Es, claramente, la identidad del asesino. A Lucía la mató alguien amado por ella; o tal vez alguien que se llama Amado.

Azpíriz asintió, sin dejar su gesto estólido. Se hizo el silencio entre los dos hombres. Bruno pareció quejarse. Ambos se pusieron en tensión y se concentraron en escuchar. Pero sólo era un episodio de sus sueños. Pronto, notaron que el niño respiraba pesadamente.

-Ahora tú me tendrás que explicar cosas –terminó por susurrar Luján, ofreciendo un cigarrillo a su compañero.

-Lo sé –contestó el navarro, casi con indiferencia-. Quieres saber cuáles son esos cabos que he atado esta tarde.

-Exacto.

Azpíriz comenzó a hablar con un susurro monocorde, como si rezase.

-Tienes que entender que yo no estoy en esto. Sólo estoy a ratos, quiero decir. Es tu caso y lo llevas de una forma un tanto extraña.

Luján fue a protestar, pero Azpíriz lo detuvo con un gesto imperioso de su mano derecha.

-Que no, que no necesito explicaciones. Pero tengo ojos en la cara. Hace diez años, recién llegado a la Brigada, te encargan un primer muerto de trámite y tú lo conviertes en un caso bastante complicado en el que alguien, no se sabe quién, ha matado a un veterano de la División Azul.

Mientras bebía un sorbo de su vaso, Luján ni se movió ni hizo el ademán de decir nada.

-Ese caso se cierra pocas semanas después con el suicidio del asesino. Luego tú empiezas a llevarte de calle tus casos con esa intuición tan tuya y Rebollo desaparece de la Brigada; y se podría decir que quien no sabe a qué se dedica se lo inventa, pero al final todos aciertan. Diez años después, tú eres un policía con una proyección de la hostia, Rebollo reaparece en tu vida, y reabres el caso López. De donde yo deduzco que Higinio Longares no mató a Anselmo López.

Luján hizo un rictus escéptico.

-¿Esos son los cabos que has atado?

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Azpíriz estrechó su mirada en un gesto de fastidio.

-¿Tan poco me valoras? Me pides que investigue el expediente de alistamiento en la División Azul de Julio Cendoya. De ahí saco la conclusión de que estás, otra vez, tratando de investigar círculos de falangistas radicales.

-Y te ofreces para buscarme algún contacto, ya que dices que conoces a gente en ese submundo.

-Exacto. Pero no consigo gran cosa. Miro y remiro, pregunto, pero me voy encontrando con una realidad evidente: la progresiva desmovilización de los que algún día fueron, digamos, activos. Todo el mundo me cuenta lo mismo. Cada vez menos centurias armadas. Cada vez menos ejercicios de tiro. Cada vez más burocracia, más jerifaltes, más desfiles emperifollados, y menos revolución. Y a los camisas azules y a los boinas rojas, en el fondo, eso les gusta. Muchos viven bien así, mucho mejor que repitiendo eternamente la guerra. Y aquí ya hay una pista.

Luján sacudió la cabeza.

-Pues no la veo.

-Lo cual no quiere decir que no exista –un leve rictus fue la forma que tuvo Azpíriz de celebrar su pequeña victoria frente a su compañero-. Yo esperaba encontrar radicales a la luz del día, pero me fui encontrando con que eso ya no era así. Que, cada vez más, para ser radical, verdaderamente radical, había que estar, digamos, un poquito escondido.

-Lo cual te acercó a la realidad de los grupos clandestinos.

-Exacto. Pero no es mi caso. Es el tuyo. A mí me has pedido que compruebe un expediente médico, yo he averiguado que Julio Cendoya estuvo a punto de no ir a Rusia por tener unos pies raros, fin de la historia. Hay muchos crímenes más cercanos que investigar.

Luján sonrió.

-Pero un día… -Susurró, con sorna en la voz.

-Pero un día, sí, repaso tus notas. Tú me pediste que lo hiciera para estar al día del caso por si algún día echabas mano de mí. Escribes un informe sobre el interrogatorio al dueño de la pensión donde paraba Higinio Longares. Afortunadamente, eres meticuloso; apuntas hasta las gilipolleces. Porque fue una gilipollez la que me llevó a atar cabos.

-Mis profes en la Academia decían que nada es una gilipollez.

-Y nada lo es. Realmente, la declaración de Aurelio Barandiain fue insulsa. Acusó a Longares, sin pruebas, de robar medio kilo de mantequilla, pero no lo pudo probar. Todo lo que tenía era la sospecha de que era un ladrón taimado porque se ponía calcetines para que sus pasos no se oyesen.

-Sigo sin saber adónde quieres llegar.

-Y así estuve yo durante días. Bueno, la verdad es que no pensé gran cosa en el

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asunto. Hasta que un día salí con una señorita.

Carlos Luján abrió los ojos con sorpresa y se palmeó un muslo.

-¡Joder! ¿De qué estamos hablando aquí?

Azpíriz ni se inmutó. Siguió como si tal cosa.

-Ya había salido con ella otras veces. Guapa, elegante. Jamás se pone pesada haciendo preguntas sobre cómo vive un policía y esas gilipolleces. Interesante. Solemos ir al teatro o a bailar.

-¿Tú bailas?

-Y tú, ¿tienes culo? En fin, la cosa es que voy a recogerla y es la primera vez en la vida que la veo que lleva sombrero. Un sombrero de ésos que tienen una redecilla que les tapa como la mitad de arriba de la cara. A mí me llama la atención el detalle, y se lo digo. Entonces ella levanta la redecilla y me deja ver.

-¿No le habías visto la cara hasta entonces?

-¡Joder, qué torpe eres a veces, Luján! Me deja ver la razón de haberse puesto el sombrero: una calentura en el pómulo. Bastante fea, para qué te lo voy a negar. Yo, caballeroso, empiezo con eso de que ni se nota, que si tú eres guapa de todas maneras, que si esto, que si lo otro. Y entonces ella, fastidiada, lo dice.

-¿Lo dice?

-Lo dice, sí. Me dice: «si no se me quita esto, no me voy a quitar el sombrero en mi vida».

Luján inspiró largamente, mientras pensaba. Luego hizo un gesto de incredulidad.

-Bueno, es una exageración típica de una mujer presumida. No le veo…

-Es muy tarde, y estás bajo de fuerzas. Piensa un poco…

-¿Que piense un poco? ¿En qué? ¿Qué coño tiene que ver una mujer que tiene un herpes y…?

Azpíriz todo lo decía con los ojos. Era un muchacho habitualmente inexpresivo que concentraba toda su inteligencia en su mirada. En décimas de segundo, Carlos Luján se zambulló en las pupilas de su compañero, y, repentinamente, comprendió.

-¡Me cago en D…!

Su blasfemia murió porque la había pronunciado en un tono casi normal y, repentinamente, recordó a Bruno y a Laura, ambos dormidos en el dormitorio ahí al lado, con la puerta abierta.

Azpíriz casi guiñó un ojo, y asintió.

-Lo has pillado, ¿eh?

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-¡Joder! ¡Si no se me quita esto, llevaré el sombrero toda la vida!

-O los calcetines.

Luján sintió que se quedaba sin respiración. Azpíriz terminó su leche.

-Higinio Longares no era ningún ladrón de mantequilla. De hecho, no tiene nada que ver con esto y es una gilipollez; pero lo cierto es que si Aurelio Barandiain te dijo que iban a vender la mantequilla porque su mujer (y dijo su mujer, no ambos) quería cambiar la cocina, pienso que lo más probable es que él pensase en destinos más lúdicos para ese dinero, y la robó él mismo. Si sabía que había estraperlistas en la Plaza de la Paja, es que conocía su negocio, ¿no te parece?

»La cosa es que, si no era para robar, ¿por qué llevaba siempre los calcetines puestos? Barandiaín te dijo que su mujer lo había sorprendido una noche de verano que era incapaz de meterse debajo de las sábanas, y se obstinaba en llevar los calcetines. Así que no los llevaba puestos por frío».

-Y la otra posibilidad es que le pasara lo que a tu amiga. Mientras tenga esto, no me quitaré los calcetines.

-Azpíriz asintió.

-Higinio Longares no quería que nadie pudiera verle los pies desnudos. De no tomar la precaución de llevar siempre los calcetines puestos esto, en un lugar como una pensión, habría acabado pasando. Pero, ¿qué habrían visto los que le viesen los pies?

A Luján un rayo le cruzó el pecho y se le instaló en el estómago.

-Su sindactilia.

-Los dedos unidos –concedió Azpíriz-. Hay una cosa que Higinio Longares ocultó conscientemente a quienes lo trataron.

-Y esa cosa es que tenía los pies como los de Julio Cendoya.

Luján y Azpíriz se quedaron mirándose unos segundos que duraron siglos. Tic, tac, el reloj de la pared marcó el ritmo de sus pensamientos.

-Higinio Longares y Julio Cendoya –terminó por decir, con voz ronca, Luján- eran la misma persona, o eran hermanos. Quizá gemelos.

-Lo cual explica que Longares conociese el lema In Bello Amicitia. No era un puto ladrón ni nada parecido. Las pistas demuestran que de alguna manera los Cendoya pertenecían a una organización clandestina. Si Longares era el mismo Cendoya, ¿por qué no regresó con su propio nombre, si hubiera sido un héroe más de la División Azul? Y si Cendoya realmente murió en el lago Ilmen, ¿cuál era exactamente la ideología de Longares y el resto de los miembros de In Bello Amicitia?

-¿Y qué relación tiene que Longares se suicidase y ahora maten a Lucía Odriozola?

-Quizá –respondió Luján-, que no se suicidó…

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Azpíriz aspiró fuerte.

-¿Crees que hay una organización que está acabando con sus miembros?

-López, Longares, Odriozola. Podría ser. Aunque la muerte de López, las manos cortadas… Hay algo que no encaja.

Azpíriz demandó más datos con un arqueo de sus cejas.

-No son la misma muerte, piénsalo. López escondió en sus calzoncillos la prueba que le vinculaba al grupo de Cendoya. Longares lo portó consigo, claramente para que lo encontrásemos.

-En todo caso –concluyó Azpíriz-, estos son los cabos que até. Repentinamente, me di cuenta que, de una forma o de otra, a lo que te estabas enfrentando no era a una posible célula de falangistas más o menos violentos, sino a una organización clandestina y capaz de asesinar.

Luján sonrió.

-Conclusión que, casualmente, es la misma a la que estaba llegando yo en esos mismos momentos por otro lado.

Luego adelantó una mano y agarró fuerte un antebrazo de su compañero.

-Azpíriz, tenemos que encontrar a esos hijos de puta.

Román Carpena era lo que en la Brigada de Investigación Criminal llamaban un eterno veterano. En aquel grupo de Vigilancia era normal que, con los años, los policías ascendiesen y como fruto de aquellos ascensos acabasen por cambiar de aires. Un eterno veterano era uno de esos policías que, las menos de las veces por incapacidad, las más por desidia y comodidad, veía pasar los ascensos por méritos y acababa convirtiéndose en un inquilino eterno de la misma oficina. Los comisarios y los compañeros más activos, como Carlos Luján, temían y a la vez valoraban a los eternos veteranos. Los temían por su baja productividad y creatividad; pero al mismo tiempo los usaban porque solían ser auténticos expertos en su entorno, conocían sus calles y los pasillos de la Brigada como si fuesen suyos, y a veces tocaba echar mano de ellos.

Por esta última razón, Román Carpena pareció asumir sin extrañarse la misión urgente que, a última hora de la tarde de aquel viernes 15 de noviembre, surgió como de la nada. Después de un día bastante insulso, un día de gestiones sin demasiada importancia y vigilancias rutinarias, en la oficina se respiraban las expectativas que todos los presentes tenían de terminar el turno y salir pitando hacia la Puerta del Sol y, desde allí, quién sabe adónde.

Era ya noche cerrada, sin embargo, cuando Ismael Rebollo se presentó en la oficina. Hacía semanas que no la pisaba, pero eso no impedía que los policías viesen en él al jefe que todavía era, aunque fuese tan solo formalmente. Llegó Rebollo

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embutido en un abrigo oscuro y con cara de pocos amigos. Se plantó en medio de la sala, entre las mesas algunas de las cuales ya estaban vacías, y comenzó a mirar en su derredor. Se hizo el silencio. Un silencio tenso. Todos sabían lo que estaba ocurriendo. Una cabronada estaba rifándose, y a quien le tocase no le quedarían demasiadas oportunidades de escaquearse. Sólo quedaba esperar tratando de esculpir en el rostro propio eso que llaman cara de póker.

Finalmente, Rebollo levantó su brazo derecho, terminado en un dedo.

-Tú –ordenó-. Sí, tú, Luján. Y Azpíriz. Y Carpena. Conmigo.

Echó a andar hacia la salida de la oficina.

Los tres señalados se miraron entre ellos, evitando los ojos, posiblemente sardónicos, de sus compañeros. Luján se alzó de hombros y se puso el abrigo.

-Qué se le va a hacer –dijo, suspirando, y salió detrás de Rebollo.

Los cuatro se acomodaron en un coche del parque móvil, negro. Rebollo conducía. Azpíriz y Luján entraron por las puertas de atrás, así pues Carpena se quedó unos segundos en la calle hasta que se dio cuenta de que el destino había decidido por él. Algo cohibido, se sentó de copiloto de Rebollo. El coche arrancó y tomó ruta cuesta abajo, para cruzar la Puerta del Sol.

-Espero que sea importante, Rebollo –dijo Luján, con voz metálica-. Mi mujer me espera con la cena hecha.

-No conozco a un solo español que lo sea y cene a estas horas –fue toda la respuesta de Rebollo.

La cortante actitud del jefe impuso el silencio durante dos largos minutos. Luján y Azpíriz se intercambiaban breves confidencias, mientras Carpena y Rebollo parecían ambos de cera.

-¿No nos vas a decir nada antes de llegar? –Protestó, esta vez, Azpíriz.

Rebollo suspiró.

-No es un asunto fácil. Antes de deciros exactamente a quién vamos a ver, tendría que hablaros un poco de indicios.

-¿Indicios?

-Indicios, sí. Qué son, cómo se investigan, cómo se aprende su significado…

-Yo es que salí de la Academia hace ya cosa de diez años.

El sarcasmo de Azpíriz había sonado como siempre en él: como un látigo, cortante y seco. Rebollo dedicó una mirada rápida a su copiloto.

-¿Qué te parece, Carpena? ¡Qué grande es ser joven, coño! Pillan a un par de matarifes que no sabrían encontrar ni su pie izquierdo, y ya creen saber de qué va este oficio.

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-Pschts. –Carpena chasqueó la lengua, alzándose de hombros. Rebollo sonrió.

-Tú, que llevas aquí desde que Franco era alférez, ¿le podrías explicar por mí algunas cosas?

-Supongo, desde luego… -La voz del veterano dejó entrever claramente que no tenía nada claro de lo que hablaba Rebollo.

-Oye, que nosotros no somos ningunos tontos. El crimen de la condesa prima…

Rebollo interrumpió con una breve pero sonora carcajada. Afuera empezó a caer aguanieve.

-¿La condesa prima? ¡El crimen de la condesa prima! ¡Vaya caso meritorio que esgrimen los muchachos! ¡Qué mayores!

Ni Luján ni Azpíriz le contestaron. Ambos se miraron las manos sin hablar.

-Mirad, les vamos a explicar a estos pipiolos un par de cosas claras, ¿eh, Carpena? Y no les vamos a cobrar, conste.

Rebollo le ofreció dos cigarros a Carpena. El veterano los encendió a la vez y le dio uno al inspector. Después de una primera y larga chupada, sin dejar de conducir, Rebollo habló de nuevo.

-Hay dos tipos de crímenes: los que se cometen por razones evidentes y los que se cometen por intereses ocultos. En los primeros sólo hay un trabajo, que es demostrar cómo pudo el asesino hacer lo que de alguna manera ya sabemos que hizo. En los segundos hay un trabajo previo, que es saber que quien lo hizo.

-Me temo que no lo entiendo bien –apostilló Azpíriz.

-Porque todavía no eres tan buen policía como crees. Imaginemos esta situación. Tienes que investigar un robo muy importante. Tienes la escena del crimen, una caja fuerte que está en un edificio vigilado. La cosa es que la caja está abierta, pero no encuentras ni una puñetera prueba física. Nadie ha visto a nadie por allí, el despacho lleva cerrado semanas y nadie recuerda haber visto a alguien intentar entrar en él. Investigas al entorno de la persona que ha sido robada y no encuentras a nadie con un móvil, no encuentras a ningún pariente venal o arruinado, ningún jugador compulsivo, ningún putero o drogadicto, ninguna maricona viciosa. El entorno está limpio como la patena.

-Caso cerrado –musitó Luján.

-¿Caso cerrado? –De nuevo Rebollo miró a Carpena y rió, y Carpena con él-. ¡Eso será en Nueva York, pero no en Madrid! Hay otro hilo del que tirar.

Rebollo se quedó en silencio y, con la sonrisa en la boca, miró a Carpena, señalándolo con la barbilla para que hablase.

-¿Qué? –Balbuceó Carpena, descolocado.

-¿Se lo dices tú o se lo digo yo?

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Tras unos segundos de vacilación, Carpena afectó una sonrisa chulesca, y respondió.

-Mejor tú, ya que estás.

Rebollo respiró hondo y, sin abandonar el gesto sarcástico, habló mirando al frente, hacia el tráfico.

-Hay un hilo más. El hilo que te queda cuando ya no hay más hilos. He dicho que el edificio está vigilado. Pero también he dicho que la caja está abierta y que no hay pruebas físicas, no hay cerraduras rotas ni agujeros en la pared. Así pues, quien entró, lo hizo tranquilamente por la puerta; que es, además, el mismo medio que utilizó para salir.

-Complicidad de los vigilantes –sentenció Luján, sin mucha pasión.

-Hipótesis 1 –contestó Rebollo-. Pero también está la Hipótesis 2.

-¡Creo… creo que lo sé! –La voz de Azpíriz sonó casi como la de un niño pequeño que descubre una adivinanza-. La vigilancia falló, y alguien lo sabía.

Rebollo asintió por la cabeza, fumando.

-Y –continuó-, ¿por qué es la hipótesis más creíble?

Luján se alzó de hombros.

-La clase es tuya. ¿Por qué?

Rebollo soltó un segundo el volante para hacer un gesto con las manos, como si lo que fuese a decir fuese absolutamente obvio.

-Si fueron los vigilantes, eran verdaderamente gilipollas. Porque todo les señala. ¿Quién sino ellos podría entrar tan tranquilamente en el despacho de la caja fuerte? No, amigos. Si los vigilantes hubiesen hecho el robo, lo normal es que hubiesen sido lo suficientemente inteligentes como para simular un escalo, hubiesen reventado cerraduras, robado alguna que otra cosa más. Cualquier cosa con tal de que mirásemos en la calle y no en sus oficinas. ¿No, Carpena?

El veterano asistía a la discusión como desde lejos. Probablemente, todavía estaba pensando en cuánto tiempo llevaría aquella comisión de servicio tan intempestiva. Se limitó a decir que sí con la cabeza maquinalmente.

A Rebollo eso, sin embargo, pareció dejarlo satisfecho.

-No, no. Ese robo, muchachos, huele de lejos a que alguien tenía información privilegiada de los movimientos de los vigilantes, y la aprovechó para hacerlo. Y a simple vista parece que se ha ido de rositas, pero se equivoca.

Parados en un semáforo, Rebollo bajó la ventanilla y tiró la colilla.

-Hay una regla que casi siempre se cumple. Todo aquel que trata de saber lo que no sabe o hacer lo que no se supone que debe hacer se delata, porque para eso necesita colocarse donde no debe estar.

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De repente, Carpena pareció despertar de un sueño. Dio un pequeño respingo, y preguntó con voz inusitadamente alta.

-¿Dónde coño vamos?

-Ya casi hemos llegado –respondió Rebollo, muy tranquilo. Desde ese momento hasta que se paró el coche, su tranquilidad y la intranquilidad de Carpena operaron como vasos comunicantes-. Me queda poco, así pues debo terminar la lección. Ante un crimen, si podemos saber quién lo hizo a partir de su producción, miel sobre hojuelas; pero si no es así, hay que saltar a la siguiente trinchera, y la siguiente trinchera es: quién pudo hacerlo, quién tuvo la oportunidad para ello. Sin mirar demasiado los porqués.

-Entiendo –dijo Luján, también con voz grave-. Los porqués son algo que ya te explicará el propio criminal cuando lo hayas trincado.

Rebollo paró el coche. Se volvió, muy tranquilo, hacia Carpena.

-Ya ves, Carpena. Hemos venido a Chamartín. A la calle y el número a la que tú te acercaste el día de Difuntos para una vigilancia relacionada con el asunto del juguetero de Alcorcón. Eso dice el dietario de la Brigada.

Con sus últimas reservas de presencia de ánimo, Carpena estiró el cuello y dijo.

-Oh, bien, ¿y?

Rebollo suspiró, miró un momento hacia el suelo, y luego volvió a mirar a Carpena. Llevaba el odio escrito en las pupilas.

-Como te pongas chulito conmigo, te abro la cabeza de un hostión, Carpena. Aquí mismo.

-¿Tú? ¿Tututututu… tú? ¿A mí? ¿Popopopor qué?

Carlos Luján intervino en ese momento, pero Rebollo ni se inmutó, ni dejó de mirar al veterano.

-Carpena, es cierto lo que dice Rebollo. Tú, que eres un veterano, deberías saberlo bien. Por mucho que se planee algo, siempre hay cosas que están fuera de sitio, o que se dicen y no se deberían decir. El testigo con el que me cité el Día de Difuntos…

-¿El Día de Difuntos? –Chilló Carpena- ¡Yo no sé nada de…!

Rebollo le dio un manotazo en la boca. Carpena se calló y se quedó mirando al conductor, con la espalda apretada contra la puerta del coche, lo más lejos de él que pudo. Las manos le temblaban.

-El Día de Difuntos –Carlos Luján continuó, como si nada hubiera pasado-, el testigo con el que me entrevisté, y con el que tú quedaste de acuerdo, me dijo una cosa muy significativa.

-Yo no… yo nunca… tu testigo.

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-Déjalo, Carpena. Déjalo. De verdad. Mi testigo me dijo: si no estoy a determinada hora en Chamartín, la persona que me ha dado toda la información huirá.

-Y, eso, ¿qué tiene que ver conmigo?

-Tiene que ver con el hecho de que quienes conocían a mi testigo estaban perfectamente informados de mis movimientos y de que ese día yo trabajaba.

-Pero, ¿por qué tengo que ser yo quien te vigilaba?

Luján apretó los labios, en un gesto como de fastidio.

-Rebollo te lo ha explicado. Porque no estabas donde debías estar. En lugar de estar en la Brigada calentando la silla, estabas en Chamartín.

-Donde ya hemos estado nosotros tres –interrumpió Rebollo-. Hace unos días. Vigilancia relacionada con el caso del juguetero de Alcorcón. Un proveedor que podría estar en la pomada del asesinato.

-Si quieres entramos a comprobarlo de nuevo –dijo entonces Azpíriz-. Pero el tipo al que viniste a vigilar, que vive en el tercero de esta casa, tiene una juguetería, sí. Pero jamás ha tenido relación con el juguetero de Alcorcón.

-Todo esto tiene que ver con la frase de mi testigo –terció Luján-. Obviamente, al llegar a Chamartín tenía que verse con alguien; o, caso de que yo lo hubiese retenido, alguien tenía que estar en Chamartín, en algún lugar y en alguna hora, para no verle y entonces dar el queo. Pero no podía ser la misma persona que luego habría de huir. De ser así, con que nosotros le hubiéramos dejado marchar y le hubiéramos seguido, habríamos tenido al pájaro en la jaula.

-En todo este montaje hacía falta un intermediario –continuó Rebollo-. Alguien con libertad de movimientos, que tuviese razones para estar en Chamartín y que, caso de hacer nosotros lo que Luján ha dicho, caso de seguir al testigo, pues, no despertase sospechas. Que, incluso, pudiera entretenernos para ralentizar nuestra búsqueda.

Luego se encogió de hombros, como relajándose.

-Ya ves, Carpena. Si tu amigo Sediles hubiera sido más listo y se hubiera inventado que alguien le vigilaba en la cafetería donde se encontraban, mentira ésta totalmente lógica que Luján, estoy seguro, se habría tragado, tú no estarías donde estás ahora.

Encendió un cigarrillo y luego, con la pistola que en algún momento y sin que nadie se diera cuenta había cogido, se rascó la nariz.

-Y, por si no te has dado cuenta, ahora mismo estás a las puertas de que volvamos grupas a la Brigada y pasemos estos tres la noche sacándote la verdad a hostia limpia. Y que te conste que esto lo podrían haber hecho Luján y Azpíriz solos. Si he querido venir es porque me conoces y sé que sabes de qué palo voy. A qué me dedico últimamente. Así pues, si te digo que ni tu puto carné de inspector, ni tu puto carné de Falange ni los putos amigos que puedas tener te van a librar esta noche de pasarlas putas de verdad, Carpena, créeme. Es un consejo.

Carpena trató de procesar la información que recibía. Miró a Azpíriz y a Luján,

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yendo de uno a otro varias veces; con Rebollo no se atrevió. De repente, dio un respingo. Arqueó las cejas.

-¡Joder! –Exclamó- Tenía que haberlo visto.

-¿El qué? –Preguntó Rebollo.

-Lo que ha explicado… él. Eso de no estar en su sitio.

Tragó saliva.

-Tu mujer -dijo, mirando a Luján-. Tiene ya la cena hecha. Eso dijiste.

-¿Y?

-Al salir de la Brigada, ni siquiera la llamaste.

Rebollo asintió lentamente. Luego se acomodó en el asiento y, con un gesto suave, accionó la llave de contacto.

A eso de las tres de la mañana, Carlos Luján descansaba en una silla en un pasillo de los sótanos de la Dirección General de Seguridad. Alguien le había dado un algodón, con el que intentaba parar la leve hemorragia que brotaba de la mayoría de los nudillos de la mano derecha.

-Tiene la cara dura, ¿eh? –Dijo una voz delante de él.

Luján elevó la vista. Rebollo, menos sudoroso que él, con aspecto relajado, lo miraba casi sonriente.

-Qué puta manía de resistir hasta confesar –masculló Luján-. En fin, ya tenemos lo que queremos.

-¿Y ahora? –Azpíriz se les había unido, como siempre inexpresivo.

-¿Te refieres al caso López?

-De momento, me refiero a Carpena.

Rebollo se alzó de hombros.

-No habrá causa. No por esto. Yo le creo. Todo el mundo ha dicho siempre que es un puto hedillista. De los de primera, mediana y última hora. Él dice que siempre pensó que estaba colaborando con un grupo de falangistas que esperaban el estallido de la revolución, y yo le creo. Este limón no tiene más jugo.

-¿Y ya está? –Azpíriz preguntaba diríase que sin pasión- Quiero decir, ¿mañana a trabajar con la cara como un pan?

-No, qué va. Éste va a estar engrilletado por lo menos hasta que se le pueda reconocer otra vez. Supongo que lo mandaremos al despachito del coronel Eymar63,

63 Principal juez del Tribunal para la Represión de la Masonería y el Comunismo.

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con alguna acusación, eso sí unas semanas, pero lo acabarán soltando. Y saldrá suave y más acojonado que una palomita, créeme. No volverá a ser un problema, entre otras cosas porque no volverá. De todas formas, aún nos queda Sediles.

-Al tal Sediles no le tocas un pelo –contestó Luján-. Ése fue el acuerdo, Rebollo. No me jodas.

-Vaya, vaya. No te jodo, vale. Lo que no entiendo es por qué.

-Porque me sale de los huevos. Y porque yo protejo a mis testigos.

Rebollo se alzó de hombros.

-Bueno. En realidad, da igual –agitó un papel con nombres escritos-. Porque ya tenemos lo que queríamos.

Con una pericia que demostraba a todas luces que sabía lo que hacía, Ismael Rebollo apenas necesitó unos días para esclarecer lo que internamente conocieron algunos policías, no todos, en aquella época, como la Operación Tabla. Tal y como Rebollo había sospechado, Carpena no era más que un hedillista. En 1937, había sido un fogoso voluntario que trataba de hacerse soldado en la academia de Pedro Llen, en Salamanca; y desde allí había respondido al llamamiento de defender a su Jefe Nacional de las maniobras de Franco y los carlistas para acabar con Falange. Probablemente, la noche que le hicieron la celada a Carpena, ninguno de los tres policías sabía gran cosa de aquellos sucesos. Sin embargo, no había pasado ni una semana y ya Rebollo se lo explicó a sus dos compañeros como si lo hubiera vivido en primera persona.

-Falange tenía un jefe provisional, Manuel Hedilla. Todo el mundo estaba esperando que José Antonio pasara a zona nacional porque estaban canjeando a todo Dios y nadie pensó que fuera a ser de otra manera. Pero los rojos lo fusilaron, y ahí comenzaron los problemas. Algunos falangistas, sobre todo Sancho Dávila, se convencieron de que lo mejor era fusionar Falange con los tradicionalistas bajo el mando de Franco. Pero Hedilla les salió gallito. Estaba rodeado de nazis y de paniaguados que le dieron la murga con que el jefe era él y esas cosas.

»En abril del 37, los falangistas favorables a la unificación se presentaron en Salamanca, que era donde se cocía todo lo de la zona nacional entonces. Hablaron con Franco y con Serrano. Los carlistas acabaron por ceder. Se preparó la unificación. Pero Hedilla puso pies en pared. Cuando las cosas deben evolucionar, siempre hay alguien que se erige en guardián de las esencias. Teníamos que ganar una guerra, pero por lo visto, según ese imbécil, a lo que teníamos que dedicarnos era a seguir defendiendo nuestros partidos y banderías y discutiendo entre nosotros. Justo el tipo de cosas que hicieron de la República el agradable lugar que fue y que a José Antonio le provocaban el mismo efecto que el ricino que le hacía beber a los rojos. Menos mal que hay gente

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lista que sabe separar el grano de la paja y borrar los puntos que no sirven64.サ

Los tres: Rebollo, Luján y Azpíriz, tomaban café como tres burgueses frente a la galería de una vieja cafetería, con la vista puesta en el enorme portal de un edificio antiguo, en el barrio de Salamanca. No parecían tener prisa.

-Supongo –dijo Azpíriz, lentamente, como sopesando las palabras- que a Franco no le costaría demasiado pasarle por encima al tal Hedilla.

-Bueno, no fue tan fácil como parece. Sancho y los suyos decidieron cesar a Hedilla, pero éste se hizo fuerte con su gente, llamó a falangistas afectos a Salamanca, y se preparó para montarla. Una noche mandó a cinco de sus chicos a matar a Sancho65. Le pillaron en calzoncillos pero con la pistola debajo de la almohada. Uno de sus guardaespaldas se cargó a Alonso Goya; y al calor de los disparos uno de los que venían con Goya entró y se cargó al guardaespaldas..

-Me parece ocioso preguntar si ese pollo sigue vivo –comentó, con algo parecido a la sorna en el torno de voz, el navarro.

-Por lo que yo sé, es así –intervino Luján-. Le cayeron dos penas de muerte, pero Franco las acabó conmutando.

-Pues sí –asintió Rebollo, suspirando al mismo tiempo-. Y, ya que me crees incapaz de criticar al Caudillo, te diré algo: se equivocó.

Rebollo señalaba a Luján, enfrente de él, con la punta de su cigarrillo.

-La mierda hay que limpiarla. Y, si ves una rata, lo que hay que hacer es cargársela. Si tienes un solo segundo de vacilación, si por un solo momento dejas que te entre la idea de la ratita se parece al Ratoncito Pérez y que hay que ver qué pena, estás jodido. Se escapará y luego parirá más ratas que parirán más ratas.

-¿Y Carpena?

-Ya te lo he dicho, Luján. Un currinche que estaba preparándose para ir al frente. Un enano mental que se creyó todas las historias de los nazis sobre la pureza del partido y las esencias y toda esa mierda. Cuando trincan y condenan a Hedilla, él está en el frente y comienza a calentarse la cabeza con historias fantásticas. Está en el frente de Burgos, en su unidad hay alguna centuria de apasionados. Hablan de volver grupas e irse a Salamanca a ponerle una pistola en los huevos a Franco para que ponga las cosas en su sitio. ¡El frente de Burgos! Aquellos días hacían falta allí cinco hombres donde había uno, y ellos soñando con dejar el frente para hacer la revolución nacionalsindicalista…

64 Rebollo hace aquí alusión al hecho de que Franco, al asumir los puntos programáticos de Falange, dejó fuera el vigésimo séptimo y último, que era precisamente el punto en el que José Antonio había delimitado que el partido no debería nunca pactar con otras fuerzas políticas que no asumiesen su ideario nacionalsindicalista, de corte fascista.

65 Hedilla sostuvo hasta el final de sus días que esta versión de sus contrarios es falsa. Dijo que había enviado a los falangistas a la pensión de Sancho para hablar con él, pero nunca explicó por qué iban a parlamentar con su oponente unas personas que no pertenecían a la cúpula de Falange; y, sobre todo, por qué iban fuertemente armados.

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-Le darían un buen sopapo.

-¡Y tanto! Joder, este Carpena debe de ser un soldado de la hostia, porque comerse toda la mierda que se comió y sobrevivir, leche, tiene su mérito. Pero, claro, el chico quedó marcado. Terminó la guerra con tantas medallas que cuando quiso entrar en la policía debió faltar poco para que no le nombrasen ministro de la Gobernación. Así que ya tiene su mesa, sus puntos y sus contactillos para burlar el racionamiento. Se podía haber quedado ahí quieto, pero no; es que los hedillistas tienen ideas.

-¿Ideas? ¿Quiénes decir, como los rojos?

Quizá fue un sarcasmo. Quizá no. Con Azpíriz nunca se sabía. Rebollo miró a Luján y éste, más perito en aquellas situaciones, le hizo un gesto de la mano indicándole que no le hiciera ni caso.

-Un día, hace cosa de algunos años, suena el timbre en su casa y es Damián. Su compañero Damián. Como estuvieron juntos en Teruel, lo mismo fueron más que amigos de lo mucho que se debieron abrazar66. Tras la sorpresa inicial y las presentaciones, el visitante explora lo que ha venido a averiguar. Y averigua que Carpena sigue siendo el mismo. Somos los tropezones del Movimiento. Nuestro sueño no se ha cumplido, ni se cumplirá. Esas cosas que piensas tú los días impares.

Carlos Luján trató de dedicarle una mirada helada a su interlocutor. Pero con ello no le borró la sonrisa chulesca de los labios.

-Si piensas eso, no sé qué haces implicándome en tus cosas. Si tanto me va la revolución, podría estarte traicionando.

Rebollo hizo un rictus de escepticismo.

-En primer lugar, Luján, eres fogoso, pero listo. Carpena sólo es un imbécil, y Hedilla y sus hedillas, una panda de subnormales. No encajarías ahí; en menos de un mes, te estarían enviando a un Alonso Goya a que te ayudase a dormir… para siempre. Un tipo listo no puede evitar hacerle sombra a un lider simplón.

-¿Y en segundo lugar?

-¿En segundo lugar? Pues, Luján, en segundo lugar, ya has conocido el destino de Carpena de primera mano. La mano que casi te rompes astillándole los huesos de la cara. Así pues, yo te doy información; y si tú luego, con esa información, quieres hacer la revolución nacionalsindicalista, allá tú.

Rebollo acercó su rostro al de Luján y susurró con tono grave.

-Pero, si es así, aunque seas tan listo, tu destino será el de Carpena.

-Lo sé. Como sé que a ti no te costaría ser mi verdugo.

66 Es una alusión sarcástica al hecho de que, en la acción bélica de

Teruel, ciudad que fue ganada por los republicanos y posteriormente reconquistada por los nacionales, los soldados tuvieron que soportar durísimas temperaturas bajo cero.

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Rebollo ni se inmutó. Tranquilamente, miró hacia el portal enfrente de la cafetería.

-¿Tienes ya el informe completo, Azpíriz?

-Aquí mismo –informó el navarro, abriendo una carpeta que tenía y repasando los papeles. Damián Vigo, 54 años, contable. Instructor de centurias. Hace tres años fue invitado a no volver a pisar los locales de Falange Española Tradicionalista y de las JONS67 de su barrio, a causa de diversos enfrentamientos dialécticos. En uno de ellos, durante una visita de Esteban Bilbao68, le dijo a gritos que no tenía derecho a pisar aquellos locales y le llamó burócrata de la burguesía.

-¿Burócrata de la burguesía?

-Eso pone...

-¿Y eso es un insulto?

Azpíriz se alzó de hombros. Luego prosiguió.

-Se tiene por cierto que en su condición de instructor de centurias tiene acceso directo a armamento corto. Se ha comprobado, además, que no pocas veces ha aprovechado la juventud y fogosidad de algunos de sus alumnos para tratar de captarlos. No obstante, no se le conoce ninguna acción de importancia. Una vez dijo, a ver…, una vez dijo, sí, durante una discusión en el partido, que ante la posibilidad de matar a Indalecio Prieto69 o al general Varela, le daría más gusto lo segundo. Pero no hay constancia de que eso pasara de bravatas de borracho.

-Eso díselo a la Odriozola –masculló Luján.

Damián Vigo trabajaba en una empresa que tenía sus oficinas en un viejo palacete del barrio de Salamanca. Los tres policías esperaron tranquilamente hasta verlo salir, a eso de las seis y media, y luego le siguieron. Cuando comprobaron que tomaba el autobús que tenía que tomar para ir a su casa, se relajaron e incluso Rebollo estuvo a punto de perderlo por quedarse a mirar un escaparate que le interesaba. El vehículo iba atestado; los policías se situaron lejos de Vigo pero entre él y la puerta, para prevenir que se bajase en algún lugar inesperado. No obstante, el objeto de su seguimiento fue absolutamente previsible. En la parada de su casa, se bajó. Luján lo había hecho antes que él y Rebollo y Azpíriz lo hicieron detrás, confundidos dentro de una pequeña masa de gente que se precipitaba del autobús. Con el fino olfato que da seguir a muchas personas, los tres compañeros apenas tuvieron que mirarse para decirse unos a otros que aquel hombre no se había dado ni cuenta de que lo estaban siguiendo; como clandestino, resultó ser bastante torpe.

Lo abordaron en el portal de su casa. Vigo entró y ellos lo hicieron detrás. En la penumbra, el hombre fue a accionar el interruptor de la luz de la escalera, pero Luján,

67 El partido único creado por Franco.

68 Presidente de las Cortes. Tradicionalista, no falangista.

69 Político socialista, fue ministro varias veces en la República y durante la guerra civil.

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que era el que estaba justo detrás de él, le agarró la muñeca con firmeza.

-No haga eso –susurró.

Damián Vigo se tomó dos segundos para procesar la situación. Cuando lo hizo, tironeó del brazo y gritó.

-¡Ladrones, ladrones!

-No, peor –dijo, con voz calma, Ismael Rebollo. Para entonces tenía ya su placa a cuatro dedos de la nariz de Vigo, quién, a juzgar por el suspiro que dejó oír y por la inmediata tensión en su cuerpo que Luján, que lo agarraba, notó, no tuvo problemas para distinguirla en la oscuridad.

Sonó un chasquido y se abrió la puerta de la portería. Una mujer entrada en años, en bata, se asomó y pronunció, dudosa, el nombre del señor Vigo. Los policías se limitaron a esperar. Su víctima respiraba pesadamente, pero tuvo la presencia de ánimo de decirle a la portera que no pasaba nada, de insistirle tres o cuatro veces hasta que cerró la puerta.

-¿Qué te parece si subimos a tu casa? –Acabó por proponer Rebollo.

-Mi casa no. Mi mujer…

-Vigo, eres soltero.

Fue en ese momento cuando Luján notó que aquel hombre se daba cuenta de lo que estaba pasando. Si la policía te busca puede ser por muchas razones. Pero si te ha investigado lo suficiente como para conocer tu estado civil, es que va a por ti. El inspector sabía que ahora podía soltar su mano. La sintió caer sin fuerza.

Subieron tres pisos. Damián Vigo caminaba pesadamente, como si fuese a su propio funeral. Le costó abrir la puerta porque no atinaba con la llave. Cuando ya estaban dentro Rebollo señaló a Luján con la barbilla y luego puso cara de inocente; luego a Azpíriz y negó con la cabeza. Sus dos compañeros asintieron. Era fácil de entender. Él se reservaba el papel de cabrón, le dejaba a Luján el de bueno y a Azpíriz le ordenaba que estuviese callado.

Cuando llegaron al salón de la pequeña casa, Damián Vigo estaba ya sentado en un sillón, con los codos sobre las rodillas y la cabeza entre las manos. Luján echó un vistazo a las paredes. Por todas partes, fotos enmarcadas de distintos grupos paramilitares, siempre sonrientes.

Rebollo sacó un pitillo y lo encendió. Se quedó de pie. Luján y Azpíriz, en cambio, se sentaron en un sofá perpendicular al sillón donde estaba Vigo.

-¿Por qué no te has casado, Damián? –Preguntó con voz casual.

El contable no reaccionó.

-Déjame que adivine: prefieres la compañía de jovencitos flechas y pelayos a la de las mujeres.

Entonces sí que le miró. Sus ojos quisieron ser agrios y desafiantes pero, una

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milésima de segundo después, pareció acordarse de quién era la persona que tenía delante, y el miedo regresó.

-No soy ningún vicioso –alcanzó a decir, sin embargo. El tono de protesta era casi inapreciable en su voz.

Rebollo chupó largamente su cigarrillo, mientras le miraba como estudiando lo que iba a hacer con él. Luego hizo un rictus de escepticismo, y dio dos pasos hacia el sillón.

-Las cosas están así, Vigo –le dijo-. Te vamos a hacer unas cuantas preguntas. Y, por cada vez que me mientas, yo te daré una hostia.

-Yo nunca miento.

Apenas terminó su frase Vigo, Rebollo descargó su mano derecha y le dio un bofetón que casi lo saca del sillón. El contable emitió un grito ahogado, y luego se protegió con los brazos.

-¡No me pegue!

-No quiero pegarte –repuso Rebollo, muy tranquilo-. Pero en el portal has mentido. Has dicho que estabas casado. ¿O no?

En la interna apuesta que Luján había hecho consigo mismo, pensaba que ése era el momento en que Damián Vigo se pondría a llorar. Rebollo siempre había tenido una habilidad innata para demostrar a sus interrogados que su nivel de control sobre la situación era cero, y el momento en que esa realidad descendía sobre sus hombros solía ser el punto en que el llanto rompía. Pero aquel hombre era algo más duro de lo que él había esperado. Respiraba pesadamente, espiando por los intersticios de sus brazos cada movimiento de Rebollo, pero ni lloró ni pidió perdón.

Y un dato: tampoco preguntó, en ningún momento, por qué la policía se interesaba por él. Y eso es lo que preguntan siempre los inocentes y gran parte de los culpables.

Luján puso su mano en una rodilla de Vigo. Éste dio un respingo.

-Abra los brazos. ¡Abra los brazos, hombre! El inspector se lo ha dicho claro, ¿no? Si no miente, no tiene nada que temer, ¿no?

-¡Yo no sé nada! –Bramó el contable, desde su trinchera de brazos.

-¿Nada de qué? –Preguntó Luján.

-¡Nada de nada!

Rebollo se acercó todavía más.

-Así no vas a conseguir nada, Luján.

Levantó un puño.

Damián Vigo chilló.

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Luján hizo un gesto imperativo, deteniendo a Rebollo.

-¡Espera, coño, espera! ¿No ves que sólo está asustado, joder?

-¡Ni espera ni hostias! ¡A este tipo me lo cargo yo aquí mismo!

Luján se levantó. Forcejeó con Rebollo. Fueron muy convincentes. Luján estaba de espaldas al testigo. Le guiñó un ojo a su jefe. No sin dificultades, consiguió «calmar» a éste.

Una vez que consiguió restablecer la situación, se volvió hacia Vigo.

-Señor Vigo, hemos venido aquí a hacerle unas preguntas.

-¡No le deje que se acerque!

Luján dio una patada a una silla, que chocó con estrépito contra una librería de pared.

-¡Me cago en Dios! Pero, ¿es que no se da cuenta de que eso precisamente es lo que estoy intentando? Mire, Rebollo es un bestia, lo admito. Tiene la mano larga y es un poco… inestable. Pero nosotros hemos venido aquí para interrogarle, y si usted se obstina en quedarse ahí, agazapado, escondiendo el rostro, joder, cada minuto más que hace eso me lo pone más difícil. Porque más razón tendrá él si dice que es usted culpable y que hay que matarlo a hostias. ¿No lo entiende?

Lo había hecho. Pronunciar la palabra traumatúrgica. Y, como siempre, surtió su efecto. Damián Vigo se quedó callado unos segundos, luego abrió los brazos y, con ojos implorantes, esta vez sí al borde de los llantos, balbució.

-¿Cul… culpable? ¿Yo? ¿De qué?

Esta vez fue Luján el que sacó un cigarrillo. Se volvió hacia Rebollo.

-Rebollo, coge una silla y siéntate.

-Luján, oye…

-¡Que te sientes, hostia! –Cada vez que hacía esto, Luján se sorprendía de su propio vozarrón-. Lo haremos a mi manera, ¿estamos?

-Ya. ¿Y si no canta?

-Si no canta le pisas los huevos.

Esta parte también estaba dentro de la estrategia habitual Rebollo-Luján: discutir el destino del detenido en su presencia, como si no estuviera. Los años les habían demostrado que servía para angustiarlo todavía más.

Para cuando Luján volvió a sentarse al lado de Damián Vigo, éste temblaba ostentosamente y no podía dejar de mirar a Rebollo, que se había sentado bien lejos de él, en la otra punta del salón.

-¿Quiere un cigarrillo?

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Le tomó cosa de un minuto encenderlo. Las manos le temblaban tanto que no encontraba sus propios labios. Sin embargo, una vez encendido, la primera calada, como suele ocurrir, colaboró para estabilizarlo un poco.

-Vamos a ver si podemos terminar esto en poco rato.

-¿Van a detenerme?

-Eso ahora no…

-¡Van a detenerme!

Rebollo se levantó con violencia. A Damián Vigo la sangre le abandonó la faz y fue incapaz incluso de gritar. La croqueta ya está blandita y rebozada, pensó Luján.

Sin mirar a Rebollo, le indicó con un gesto de la mano que se sentara. Rebollo obedeció.

-Es usted de Falange.

-¡Por supuestísimo! –Contestó Vigo, como si acabase de encontrar un agarradero para librarse de aquello-. Instructor, además, de…

-Lo sabemos, lo sabemos –interrumpió Luján, con voz calmada-. Y está muy bien. Muy bien.

Damián Vigo dio una larga chupada a su cigarrillo, visiblemente más tranquilo.

-¿En qué consiste su instrucción?

El testigo se alzó de hombros.

-Pschts, lo de siempre. Marchas, instrucción cerrada, abierta. Esas cosas.

-¿Manejo de armas?

Se miraron frente a frente. Luján casi podía oír cómo el cerebro de Damián Vigo sopesaba qué respuesta dar.

-Cortas –terminó por decir-. Y, por lo general, sólo los instructores.

-¿Qué quiere decir «por lo general»?

El contable se sintió claramente pillado.

-¿Por lo general? Pues, por lo general, ¿no?

-No.

Luján esperó en silencio. Rebollo no hizo nada. Azpíriz, a su espalda, ni se movió. Los segundos transcurrían muy perezosos.

-Bueno… -acabó por decir Vigo-, no voy a negar que, algunas veces…

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-¿Algunas veces?

-Sí, los chicos… bueno, es la curiosidad de la juventud, ¿no? Y si hacen instrucción, pensarán que es para algo, ¿no?

-Me está diciendo que algunas veces adolescentes disparan armas, ¿es eso?

La expresión de angustia regresó al rostro de Damián Vigo. Fue entonces, con todo ese retraso sobre el horario previsto, cuando rompió a llorar.

-¡Dios mío! ¡Dios, Dios, Dios…!

Cuando escondió la cara entre las manos y ya no le podía ver, Luján sonrió, miró hacia atrás y compartió sonrisas con sus compañeros. Rebollo, además, asintió con la cabeza. Aprobaba la marcha del interrogatorio. En realidad, había salido a pedir de boca. Justo como lo habían planeado. Damián Vigo lloraba desconsolado, convencido de que le habían trincado, de que ya le habían jodido. Y ellos ni siquiera habían empezado.

Tras repetidas palmadas en la rodilla del testigo y mucha mano izquierda, Carlos Luján consiguió que regresase al planeta Tierra. Aceptó un segundo cigarrillo cuando aún no había aplastado el primero en el cenicero.

-¿Me van a acusar? –Acabó preguntando, con un hilo de voz.

Luján se alzó de hombros.

-¿Quién sabe? Al fin y al cabo, pegarle unos tiros a unas latas no tiene por qué ser cosa de tanto, ¿no?

Se volvió hacia Rebollo.

-Vosotros, ¿qué opináis?

Rebollo hizo un gesto de escepticismo, como diciendo «no hay para tanto».

Esto envalentonó a Damián Vigo.

-Es lo que digo yo. Son cosas de… recreo, sí. De recreo. Y también pueden tener su necesidad.

-¿Ah, si?

-Pues sí. ¿Y si algún día vuelve a pasar que…?

Luján dejó escapar una breve risa.

-¡Joder, Vigo! ¡Tendrían que morirse Franco y cien generales el mismo día!

Esa respuesta desanimó al testigo. Justo lo que quería Luján. Tenerle cerca, pero lejos.

-Las armas no son necesariamente un problema. El problema son los que las llevan.

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-¡Pero nosotros somos falangistas!

-Falangistas los hay de muchos tipos. Además, hoy en día todo dios es falangista, ¿o no?

Damián Vigo suspiró.

-Me temo que no le entiendo.

Luján sonrió y le palmeó la pierna.

-El Movimiento es exactamente lo que necesita España. Pero el Movimiento, precisamente por eso, es muy amplio, muy variado. Algunas personas sin experiencia y con mucha pasión pueden llegar a confundir el Movimiento con lo que no es. Es como, no sé… como una persona que viera un cuchillo de cocina y lo usara para matar a alguien, sin darse cuenta de que los cuchillos de cocina son para cortar verduras, no para matar gente.

-¿Matar gente? –Susurró Damián Vigo, confirmándole a Luján que, de la gilipollez que acababa de soltar, se había quedado tan sólo con lo que él quería que se quedase.

Ahora, Carlos, dijo Luján dentro de la cabeza de Luján: descubre tus cartas.

-Vigo, las armas nos importan una mierda. Hemos venido aquí a hablar de personas.

El testigo se tomó unos segundos, que Luján le cedió gustoso, para comprender. Su rostro reflejó el torbellino de sentimientos que le embargó. Primero, lentamente, el alivio: ya se había creído detenido por el asunto de las instrucciones y ahora se daba cuenta de que los policías no iban detrás de ese asunto. Luego, de nuevo angustia: si lo estaban interrogando, es porque era sospechoso. Y, en tercer lugar, el atropello: todo lo que tenía que hacer era convencerles de que él no era una de esas personas que estaban buscando.

-¡Yo, yo, yo, yo soy fiel! –Exclamó, repentinamente, mientras su cara enrojecía- ¡Absolutamente fiel!

-Dale una hostia –se escuchó a Rebollo.

-¡Yo soy fiel!

-¡Tú eres un puto hedillista de los cojones! –Estalló Rebollo, levantándose con tanta violencia que la silla, al chocar con la pared, se quebró-. ¡Eres una mierda nacionalsindicalista revolucionaria, un puto terrorista!

Dio tres pasos. Damián Vigo cometió un error. Confió más de lo debido en su amigo Luján. No se dio cuenta de que el juego del policía bueno y el policía malo acababa de terminar. Apenas se cubrió y, por eso, cuando Rebollo llegó a él y le arreó el puñetazo, el inspector pudo arreglárselas para encontrarle la mandíbula.

El golpe fue tan fuerte que el contable se ladeó, con él el sillón, y ambos acabaron cayendo al suelo. Rebollo dio un paso más y luego le pisó la cabeza con un golpe seco. El testigo gimió como un niño chico, y se las arregló por fin para

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protegerse. Se quedó en posición fetal, llorando y gritando mientras Rebollo le pateaba la espalda.

-¡Yo soy fiel! ¡Yo soy fiel!

Rebollo dejó de pegarle. Estaba sudoroso y con cara de muy pocos amigos. Con la barbilla, mirando a Luján, señaló al bulto del suelo. Luján se levantó, se agachó junto al contable, le agarró el pelo y tiró con fuerza. Damián Vigo chilló de nuevo pero se dejó hacer. Tenía la nariz como un pimiento morrón, completamente ensangrentada.

-Escúchame, hijo de puta –le dijo-. Y escúchame bien, porque ésta va a ser la única oportunidad que vas tener de responderme y conservar todas las costillas. Yo me cago y me meo en tu fidelidad. ¿No te hemos demostrado antes que habíamos hecho los deberes? A lo mejor teníamos que haberte contado que tu camarada Carpena ya está detenido.

En efecto, muchos policías habrían empezado por ahí. Por lo más sólido que se tiene. La principal pista de Rebollo, Luján y Azpíriz eran, en efecto, las confesiones de Carpena. Luján, sin embargo, era de los que pensaban que a un testigo hay que trabajárselo antes de darle la información relevante.

Damián Vigo estaba muy bien trabajado. El signo de ello es que ni siquiera intentó decir que no conocía de nada a Carpena.

-¿De… detenido?

-Detenido, sí. A la espera de que decidamos con qué parte del Código Penal nos lo vamos a llevar por delante. Y a ti te quedan cada vez menos oportunidades de evitar correr su suerte.

Luján notó el olor a quemado. Echó un vistazo rápido. El cigarrillo que estaba fumando el testigo cuando Rebollo le atacó había terminado debajo de su culo, y de ahí salía un humo que denotaba que estaba quemando la tela de sus pantalones. Pero Vigo no parecía darse cuenta de ello. Luján pensó, fugazmente: si estuviera donde esta él, yo tampoco me daría cuenta.

-¡Yo soy fiel!

-¡Cojonudo! Porque es el momento de demostrarlo.

Le soltó el pelo, se levantó y se volvió a sentar en el sillón. Rebollo permaneció de pie. Vigo no se movió.

-En el 37 estabas en Salamanca, en Pedro Llen, ¿no es así?

-¿Eso qué importa?

-Recuerda tus costillas. Allí te enseñaron cosas, ideas. Nacionalsocialismo del bueno.

-Yo soy nacionalsindicalista.

-Lo que tú digas. Lo importante es que tienes sueños y que crees que es imperativo que los consigas. Tú y tus amigos.

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-¿Mis amigos? ¿Quiénes son mis amigos?

-Eso mismo –respondió Rebollo, que fumaba tranquilamente sentado en el sillón donde había estado Vigo- es lo que hemos venido aquí a que nos cuentes.

El contable se sentó pesadamente en el suelo. Flexionó las piernas y se abrazó las rodillas, sin dejar de mirar a Rebollo. Extrañamente, parecía estar recuperando la compostura.

-Yo no tengo amigos –respondió, como enfurruñado.

-¿Ningún amigo?

-Ninguno. De ésos, ninguno.

-De cuáles.

-Ustedes son los que han hecho los deberes. Así que ustedes sabrán.

Rebollo y Luján se miraron con fastidio. Así pues, se repetía el caso Odriozola. Diez años antes había pasado lo mismo con la falsa puta. Se había mostrado vulnerable y temerosa, pero aún así no había soltado prenda a pesar de la paliza que recibió. Lo que quiera que fuese que supiera Damián Vigo, era lo suficientemente importante como para soportar la brutalidad policial. Esto cambiaba las cosas; ambos sabían ahora que a hostias no serían capaces de sacarle la verdad. Había llegado la hora de la negociación.

-Vamos a ver. Carpena ha cantado de plano. Sabemos que fuisteis compañeretes buena parte de la guerra. Sabemos que si no os presentabais voluntarios para las misiones difíciles, os presentaban, dado vuestro comportamiento en Salamanca. Sabemos que entre esas misiones complicadas se incluyó pasar el frente en la Navidad del 38, comenzar a prepararlo todo.

-Fue una heroicidad –el tono de protesta del testigo sonó torpe, desganado.

-Lo fue. A lo mejor hasta te quita cuatro o cinco añitos. Sólo que aquí contactasteis con la Quinta Columna, y con más gente.

-¿Más gente?

Luján había llegado al final del camino. Ahí terminaban las confesiones de Carpena. Cuando confesó que el grupo que había pasado las líneas, formado por él mismo y Damián Vigo, había tomado contacto con anarquistas en Madrid, ya no dijo más. Por muchas hostias que le dieron. Juró y perjuró que los contactos no habían sido suyos, que era Vigo el que había conseguido hablar con ellos, a través de conocidos.

Así que pensó: ¿por qué no? Miró a Rebollo, y no vio nada raro en sus ojos. También miró a Azpíriz. Fue como tratar de averiguar qué piensa una mesa de escayola.

Suspiró, y se lanzó.

-Más gente, sí. La gente de Cendoya.

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En realidad, fue un riesgo calculado. Damián Vigo no había preguntado siquiera por qué le buscaban; tampoco había intentado negar que conociese a Carpena. Era obvio que no era una persona ducha en interrogatorios. No era el tipo de persona que sabe disimular una sorpresa. Además, llevaba una buena mano de hostias encima.

Luján no se equivocó.

Al escuchar el nombre de Cendoya, una fuerte corriente eléctrica pareció recorrer a Vigo de parte a parte. Se quedó mirando a Luján, con ojos implorantes que decían: «pero, ¿también sabéis eso?» Luján se permitió una sonrisa chulesca.

-¿Creías que seguíamos tragándonos el cuento del falangista radical? No, Vigo, no. Hace tiempo que sabemos del tal Cendoya –decidió que tenía que remachar aquello, jugar fuerte a que lo sabía todo-. Cendoya y su hermano, el que se hacía llamar Higinio Longares.

El contable dejó escapar un suspiro breve. Estaba ya tan derrotado que, para una vez que Luján tropezó y cayó en aquel interrogatorio, él le ayudó a levantarse.

-Está usted equivocado. No es Higinio el que se hace llamar Longares, sino Cendoya el que se hacía llamar Cendoya.

Luján no se inmutó, aunque en su fuero interno se enfadó por haber errado. Otro testigo más listo que Vigo, o más resignado a la idea del dolor o de la muerte, se le habría escapado en ese punto.

-Está bien. Los Longares, entonces. ¿Cuándo los conociste?

-Usted lo ha dicho. En Madrid, la Navidad del 38. Nosotros hacíamos correr la voz de lo que iba a pasar. Los rojos llevaban años escuchando propaganda de que si los moros les cortaban los pechos a las mujeres, que si matábamos a los presos después de lidiarlos y estoquearlos como a novillos; todas esas patrañas. Pero nosotros les decíamos que todo aquel soldado que no tuviese sobre sí un delito de sangre no tenía nada que temer, y que la actuación de los oficiales sería simplemente revisada.

»Conforme avanzaban las tropas por Cataluña, la moral de muchos en Madrid se resquebrajaba. Mucha gente empezó a mirar por ella misma. En enero ya teníamos bastante claro que no seríamos molestados a menos que fuésemos muy descarados; nadie quería ya asumir la responsabilidad de cargarse a unos falangistas. No obstante, una tarde me detuvieron. Yo pensé que para matarme.»

-¿Por qué?

-Porque me detuvieron en Atocha, adonde había ido a visitar a un pariente de un compañero alférez. Era la primera vez que iba a esa casa y me detuvieron a unos metros del portal. Claramente, me habían seguido. En aquellos días y en Madrid, si te hacían seguir…

-Comprendo.

-Me detuvieron y me llevaron a Pontejos. Al cuartel de los de Asalto. Ya saben.

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La pocilga de Castillo70.

-Ajá.

-Me llevan ahí, me meten en una salita, yo me pongo a rezar el rosario y, cuando, voy por la mitad, entra un capitán. Pero de Carabineros. Yo grito Arriba España y decido morir allí mismo, no en cualquier tapia de las afueras; pero, para mi sorpresa, el tipo me dice que me calme y coloca su pistola encima de la mesa. Si me quieres pegar un tiro pégamelo ahora mismo, me dice, porque de todas maneras acabaréis por fusilarme tarde o temprano. Ahora bien, te convendría escucharme.

-Y tú le escuchaste.

-Nos ha jodido que le escuché. Despliega delante de mí varios mapas. El área del puente de Segovia. Moncloa, Ciudad Lineal. Tenía todo el puto Madrid dibujado ahí. Y me va señalando todos los puntos calientes. Aquí hay una batería. Aquí un destacamento de carros que puede colocarse aquí, aquí o aquí en menos de veinte minutos. Aquí está el polvorín. Me cago en Dios, si llego a ser Franco, esa tarde gano la guerra antes de la cena.

-¿Qué quería, venderte los planos?

-¿Longares? Era mucho más listo que todo eso. Quería salvar el cuello. Lo primero que me dijo es que desde ese mismo día hasta que acabase la guerra iba a poner a varios de los suyos vigilándome día y noche.

-¿Para qué?

-Para que no pudiese dejar Madrid. Consideraba que yo era su seguro de vida. Quería que supiese que tenía plena capacidad de sabotear elementos fundamentales de las defensas de la ciudad. Aquella tarde llegamos a un pacto. Él me vigilaría, pero también garantizaba mi vida y la de quienes yo le señalase. Y haría una cosa más. Llegado el momento, él y su grupo de incondicionales, apenas diez o doce personas de Pontejos, sabotearían algún punto de entrada a Madrid, cuando atacásemos. Mi parte del compromiso era defender esto cuando fuese detenido o, mejor, que le ayudase a escapar.

-Pero no pudo ser.

-A medias. Como adelanto del pacto, llegamos a sacar a los primeros, unos cuantos. Honradamente, no sé quiénes –Luján, Rebollo y Azpíriz se dedicaron miradas de inteligencia; ellos sí sabían quiénes: los compañeros de Lucía Odriozola-. Pero luego Casado71 se lo cargó todo, después de de lo de Cartagena72, debió decidir que tenía

70 El teniente Castillo, guardia de asalto de significado izquierdismo cuyo asesinato, de

hecho, provocó el de Calvo Sotelo.

71 El coronel Segismundo Casado.

72 Se refiere a la huida de la flota republicana al puerto argelino de Bizerta, producida tras una rebelión en la plaza en la que estuvo a punto de caer en poder de los franquistas.

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hacer méritos, y decidió hablar con Beseiro, con Mera73; consiguieron que la República se rindiera, la guerra terminó

-¿Y Longares?

-Él me había contado muchas cosas. Para que estuviese yo bien situado y supiera actuar. Me contó de La Abubilla.

-¿La Abubilla?

Luján no logró situarse. Miró a Rebollo, quien se alzó de hombros.

Azpíriz tosió perceptiblemente. Sus dos compañeros lo miraron.

-El pueblo –informó sin pasión-. El pueblo de Salamanca donde nació Julio Cendoya. Lo dice en la documentación.

-Tiene razón… ese señor –dijo Vigo, concitando de nuevo la atención de todos-. La Abubilla es una pequeña pedanía cuya iglesia fue quemada en mayo del 31, cuando lo del follón de los conventos74. Se perdió todo el archivo parroquial. Longares me dijo que eso la hacía perfecta, porque con falsificar el asiento parroquial, nadie tendría la forma de trazar su mentira. Nadie sospecharía.

Luján asintió.

-Cierto. Nosotros lo hemos tenido delante, y ni siquiera lo habíamos pensado.

-Yo sabía, pues, que Longares tenía una identidad para dejar de ser Longares, pero no sabía cuál. Hasta que la División Azul se fue a Rusia y yo recibí una postal.

-¿Cendoya te escribió desde Rusia?

-Escribió a alguien que me mandó la postal. Era completamente insulsa y no me citaba. Daba toda la impresión de ser una postal entregada al destinatario equivocado. Pero me fijé en las emes.

-¿Las emes?

-Las emes, sí. Las emes mayúsculas, y había varias en la postal, eran extraordinariamente alambicadas y grandes. El tipo de letra que una vez que la ves ya no la olvidas. Longares sabía eso.

-Entiendo –interrumpió Luján-. Ya habías visto su letra antes.

-En los famosos mapas. Debió de pensar que yo me acordaría, y no se equivocó. Fue una manera de decir: estoy aquí, sigo vivo...

73 Cipriano Mera, dirigente anarcosindicalista que llegó a teniente coronel

del ejército republicano. Su intervención en apoyo de Casado fue decisiva en los enfrentamientos.

74 Se refiere a la quema indiscriminada de iglesias y edificios religiosos que se produjo en toda España el 10 de mayo de 1931 y los días siguientes.

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-… y, si me descubrieran, cumple tu parte del pacto.

-Exacto.

Rebollo se levantó del sillón y le ofreció una mano a Vigo. Éste, después de pensárselo, la agarró y dejó que el policía tironease para levantarlo.

-Ahora es cuando me detendrán –dijo, aunque no había miedo en su voz- o me pegarán un tiro.

-Nuestra justicia no mata cuando le da la gana –protestó Rebollo, aunque con voz monocorde-. Tenemos nuestras reglas. Siéntate.

El contable obedeció. Rebollo se paseó por el salón un rato, sin hablar, meditando. Finalmente, se encaró con Vigo, quien tan sólo esperaba ya su destino, cualquiera que éste fuese.

-Vamos a ver. Tenemos un problema, Vigo. Todo lo que nos has contado es muy interesante. Pero no deja de referirse a alguien que, para bien o para mal, murió en Rusia. En el lago Ilmen.

-Lo sé. Aunque no me crea, leo los boletines de la Hermandad de Ex Combatientes.

-Sin embargo, alguien, no sé… alguien relacionado con este mundillo. Alguno de esos rojos renegados, sigue por ahí jodiendo. Matando gente.

-¿Matando? –A todas luces, la sorpresa de Vigo fue sincera.

-Hace unos días –informó Luján-, una mujer murió asesinada. Lucía Odriozola. ¿Te suena el nombre?

Vigo no reaccionó al nombre. Pero Luján había traído una foto sacada al cadáver en la Morgue. Entonces el contable sí que hizo un gesto inequívoco. Era muy tarde ya para que comenzase a disimular. No hizo el menor esfuerzo por esconderse.

-Siempre la vi en Pontejos –informó-. Ella y Longares parecían… ya me entienden.

-¿Y no sabías que seguía viviendo en Madrid, trabajando en una barra americana?

El gesto de Vigo quiso significar: «pues no, y además me importa una mierda que no me creas.»

-Yo soy Damián Vigo, de profesión contable. Señores policías, mi vida consiste en cuadrar filas con columnas y en cantar himnos guerreros por la sierra los fines de semana. Pueden pegarme más si quieren; pero eso no hará de mí un terrorista peligroso.

-Está bien el cuento del contable –contestó Luján-, pero entenderás que cueste creerlo. Tu amigo Carpena estaba implicado en un operativo para garantizar la huída de alguien, probablemente vinculado a ese grupo de rojos infiltrados al que pertenecían Longares y Odriozola.

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-No voy a negar que conocemos a alguna gente. Pero nunca pensé que pudieran matar a nadie. ¿No lo habrá hecho Higinio?

-Está muerto. Hace diez años.

La noticia sorprendió a Vigo, pero aparentemente la aceptó como algo lógico.

-No le veía desde mucho antes –fue todo lo que dijo.

-Hábleme de esa gente que conoce.

Trabajosamente, Vigo se levantó del sillón y caminó arrastrando los pies hasta una pared, de donde descolgó una foto. Volvió al sillón y se la ofreció a Luján. Luján la observó y luego se la pasó a Rebollo, quien asimismo se la pasó a Azpíriz. Cuando volvió a sus manos, Luján la estudió más detenidamente. Tres hombres en uniforme de Falange, uno de ellos Vigo, posaban sonrientes para la cámara, en un paisaje serrano.

-¿No nota usted nada en la foto? –Vigo parecía casi divertido.

Luján negó con la cabeza.

-No llevamos boina –informó el contable-. Esos uniformes son auténticos.

-¿Quiénes son?

-Éste –dijo Vigo señalando a un joven alto, delgado y fibroso- es Camilo Pérez. Éste –el chico de pie a su lado era algo más grueso, aunque igual de alto- es Pepe Durán.

El tal Durán llevaba la manga izquierda, vacía, prendida al resto de la prenda.

-Franco cumplió su promesa –dijo Vigo, con un deje de admiración en la voz-. Aquél que se había limitado a luchar y a cumplir con su deber, no fue molestado. Pérez y Durán no tuvieron problemas a pesar de haber sido destinados a Pontejos en los últimos meses de la guerra; Durán, además, perdió el brazo a principios del 39, con lo que para cuando terminó la guerra ya no era ni soldado. Entonces creían en el comunismo libertario. Yo, terminada la guerra, comencé a juntarme los fines de semana con la gente… la gente como yo, y como Carpena. Al principio lo rechazaron, pero yo les recomendé que se dejasen ver, que la mejor forma de confundirse con el paisaje sería hacerse falangistas. Con el tiempo se fueron haciendo nacionalsindicalistas de verdad.

Tosió levemente, como pidiendo permiso para hablar.

-No es tan difícil si… si piensas ciertas cosas. El falangismo nunca estuvo por el capitalismo. José Antonio quería la verdadera liberación del obrero y del campesino. El Estado totalitario, en el fondo, tiene algunas cosas de las que ellos querían. O, quizás, tan sólo pasó el tiempo.

-¿Dónde están?

-Hace tiempo que no les veo. Lo juro.

Hora y media después, los tres policías estaban de nuevo en la cafetería donde

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habían esperado a Damián Vigo. Ahora veían por la cristalera al vehículo de la Policía Armada que se lo llevaba. La Operación Tabla había sido un éxito. Una vez que habían conseguido toda la información posible sobre el asunto que verdaderamente les interesaba, los policías habían continuado el interrogatorio centrándose en la labor de esos grupos de instrucción en los que participaba el contable. Acabó por aparecer lo que esperaban. Pasquines clandestinos, reuniones extrañas, manifiestos reclamando de Franco la pureza revolucionaria. Fuegos artificiales. Pero como todo petardo puede siempre convertirse en una bomba pues, al fin y al cabo, está hecho de pólvora, Damián Vigo fue detenido y puesto a disposición del juez, al igual que lo había sido Carpena poco antes. De Vigo no volvieron a saber nada. De Carpena acabaron por saber que, tras unos años de cárcel, no había podido regresar a la policía, así que se había cambiado de ciudad.

-En fin –sentenció Rebollo, tras terminar su café-. Algo hemos avanzado. Sabemos que tenemos que buscar al tal Camilo Pérez y a José Durán. Algo es algo.

-Lo malo –repuso Luján- es que el que nos interesa de los dos, o los dos, nos lleva ventaja. Sabe que lo buscamos desde el día de Difuntos. Y nosotros no hemos sabido hasta hoy quién es. Bueno, en realidad aún no lo sabemos.

Rebollo arqueó las cejas, mostrando extrañeza.

-Sí. Son dos. Obviamente, uno de ellos es el asesino. Es lo que explica que Lucía le dejara pasar. Pero aún no sabemos cuál de los dos mató a Lucía Odriozola.

-Sí lo sabemos –musitó Azpíriz.

Rebollo y Luján lo miraron al unísono. El navarro apretó los labios.

-¿Ya puedo hablar, señor inspector? –Preguntó, con retintín en la voz, mirando a Rebollo.

-Déjate de gilipolleces –contestó Rebollo, con fastidio-. El Silencioso es una institución de los interrogatorios bien hechos. Descoloca al testigo. Pero, venga, ahora estamos a otra cosa. ¿Por qué dices que sí lo sabemos?

-Porque Durán es manco.

-Ya. ¿Y…?

-Que a Lucía Odriozola la mató un manco.

La mirada que Rebollo intercambió con Luján quería decir: «este tío es tonto». Pero Luján pensó: o muy listo.

-Explícate.

-No hay violencia para entrar –respondió Azpíriz tranquilamente-. Pero sí hay violencia para salir. Lo cual nos dice que el asesino no tuvo problemas para abrir la puerta al entrar, pero sí para salir.

-… porque entró acompañado y salió solo –susurró Luján.

-Exacto. Al salir, vuela de un disparo un cerrojo que se abre casi con respirarle

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encima. ¿Tan torpe era?

Azpíriz contempló con mal disimulada satisfacción el silencio de sus interlocutores.

-La clave de la puerta no es que el cerrojo sea fuerte o tenga llave. Es que hay que abrirla accionando el pestillo y el picaporte al mismo tiempo.

-¡Me cago en la hostia! –Murmurró Rebollo.

A Luján le costó cerrar la boca.

-¡Claro, joder! Una persona con una sola mano no podía abrir esa puerta. O accionaba el pestillo, o bajaba el picaporte. Por eso voló una de las dos piezas.

-Concentrémonos en Durán, entonces – concluyó Rebollo-. Y será –añadió, haciendo el ademán de levantarse- a partir de mañana.

Luján puso una mano en el hombro del inspector y presionó suave para que se sentase. En el rostro del inspector se dibujó la sorpresa. Luego, Luján se dirigió a Azpíriz.

-Rebollo tiene razón. Seguiremos mañana. Vete, Azpíriz. Yo tengo una cosa que hablar con él.

Si el navarro se sintió preterido por no poder ser partícipe del último diálogo entre los dos policías, no lo reflejó. De todas formas, probablemente estaba ya muy acostumbrado a la idea de que ellos eran los que tenían un caso entre manos, así pues era lógico que guardasen secretos.

Cuando se quedaron solos, Rebollo miró a Luján con fastidio.

-Es muy tarde, Luján. ¿Qué quieres ahora?

-Ismael… una vez me dijiste que si necesitaba algo especial en el caso Anselmo López, te lo pidiese a ti.

-En efecto.

-Pues hoy es ese día.

Rebollo acogió la noticia con afectada tranquilidad. Se echó hacia atrás en la silla, sacó un pitillo y se tomó su tiempo para encenderlo. Mientras hablaba, hizo un gesto con la mano, moviéndola de forma caótica, dejando retales de volutas de humo entre los dos.

-No entiendo, Luján. Estamos juntos en esto. Hemos investigado juntos. Yo sé lo que tú sabes. No veo que necesites nada extraordinario.

-Yo sí lo pienso. Es más: creo que es imperativo.

-¿Imperativo, qué?

-Exhumar el cadáver de Anselmo López.

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Rebollo le miró apretando los labios, con expresión de suficiencia.

-¿Eso? Eso se lo puedes pedir a cualquier juez. Conozco uno que no te pondrá ni el más mí…

-Y el de Cendoya.

Rebollo se quedó como si Luján le acabase de decir que había nacido en Alpha Centauri.

-¿Qu… qué? ¿Qué has dicho, Luján?

-Lo que has oído. Que hay que exhumar el cadáver de Julio Cendoya.

Ismael Rebollo respiró muy hondo. Para Luján fue una experiencia nueva verle tan sorprendido, al borde del shock. Con el rabillo del ojo, vio que el cigarrillo que tenía en la mano izquierda se le caía y quedaba sobre la mesa de la cafetería, humeando.

-Luján –terminó por decir, hablando con inseguridad-. ¿Tú… tú sabes lo que estás pidiendo?

-Sí.

-¡Cendoya murió en Rusia!

-Lo sé.

-¡Está enterrado en la puta Rusia! ¡En la tierra de los rojos!

-Ya te he dicho que lo sé.

-¿Quieres que le pidamos a los soviéticos permiso para ir al lago Ilmen a buscar la tumba de Cendoya y exhumar su cadáver?

-Hay referencias de donde está.

-¡Una mierda referencias! –Estalló Rebollo- ¡Las referencias no son un problema, joder! El problema es… ¡joder, el problema es el país, es un país de cabrones! Nosotros no nos hablamos con ellos, ¿o es que no lo sabes?

-Sé qué eso no es verdad –repuso Luján, afectando la tranquilidad que no tenía.

-¿Que no es verdad?

-No, no es verdad. Tú mismo me contaste el caso Abrantes.

Rebollo se tomó unos segundos para recuperar en su cabeza los datos del caso Abrantes. Luego negó violentamente con la cabeza.

-Eso es otra cosa.

-Lo sé.

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-Nosotros no podemos ir por el mundo desenterrando cadáveres.

-Lo sé. Tendrían que hacerlo ellos.

Rebollo abrió la boca. Luego se dejó llevar por la risa nerviosa.

-¡Esto es la hostia! ¡Pero la hostia de verdad! No me puedo creer que un policía español, en noviembre de 1957, me esté hablando con tanta tranquilidad de hablar con los rusos para desenterrar un cadáver de hace quince años. ¡Como si fuese un oficio judicial!

Luján se arrimó a Rebollo. Acercaron los rostros y comenzaron a susurrar.

-Mira, Rebollo. Yo no sé lo que habrás pensado tú de la… conversación de esta noche; pero, por mi parte, hay un par de cosas que me han quedado claras.

-Aparte de volverte completamente loco.

-¡Escúchame primero, coño! Mira, yo vivía en esta ciudad cuando la República y la guerra. Era muy joven, pero sabía escuchar. Y a mi alrededor se hacían muchos comentarios.

-Y, ¿qué tiene que ver eso?

-Los de Pontejos eran las fuerzas del gobierno. Todo el mundo lo sabía. ¿Y los carabineros? Rebollo, los carabineros eran un cuerpo policial dependiente del Ministerio de Hacienda. Y, ¿quién fue ministro de Hacienda?

-Ya. Negrín.

-Será por eso que los recuerdan como el ejército privado de Negrín. Los comunistas tenían el SIM75 y Negr匤 a sus chicos.

-Y eso, ¿qué cambia?

-Eso nos dice que Longares, o Cendoya, no era ningún cualquiera. No era ni un soldadito de plomo ni un militante con guerrera militar. Cendoya era un espía. Un espía muy hábil que a finales de 1938 ya lo tenía todo preparado para cambiar de identidad al final de la guerra y escaquearse. Es obvio que no le fue fiel a su jefe hasta el final. Eso es algo normal en los espías, que siempre acaban, tarde o temprano, mirando por sí mismos.

-Sigo sin entender por qué…

-Cuando terminó la guerra, Rebollo, entramos aquí como una apisonadora. Metimos en la trena a miles de personas. Limpiamos esto a fondo de cabrones. Pero Cendoya consiguió, no solo escaparse de nuestra mirada, sino convertirse en uno de los nuestros. Así las cosas, ¿quién te dice que en Rusia no pudo hacer el camino de vuelta?

75 Servicio de Información Militar, el sistema de espionaje montado por los comunistas

en el lado republicano.

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Los ojos de Rebollo se convirtieron en una línea muy fina. A todas luces, buscaba la manera de rebatir a Luján. Pero no podía.

-Ya sé que es muy difícil. Un grupo de soldados se queda pillado bajo el fuego enemigo, casi sin cobertura. Mueren como héroes. Es una situación en la que las personas normales no sobreviven. Y Cendoya, probablemente, tampoco. Pero lo que sí sospechamos es que él tenía recursos que los demás no tenían. Y sabemos otra cosa.

-¿Otra cosa?

-Sí, otra cosa. Yo interrogué a Herminio Pozas, así que lo sé bien. Sabemos que nadie lo vio morir. Todos los que le vieron morir murieron con él y los demás lo que vieron fue un cadáver abrasado por las balas. ¿Y si repitió la jugada de su hermano?

-¿La jugada de su hermano?

-La jugada de su hermano, sí. Razonablemente acicalado siempre, Higinio Longares, en el tiempo previo a su muerte, parece descuidar su higiene y se deja crecer el pelo y la barba. Un detalle curioso. Llegué a pensar que podría estar deprimido o algo así. Pero pensando en su hermano, esta noche, me he dado cuenta de que hay otra posibilidad.

-Trataba de no ser reconocido –dijo Rebollo.

-Exacto. Lo cual demostraría, por cierto, que temía ser asesinado. Que sabía que estaba en peligro. Pero el caso es que Cendoya pudo hacer lo mismo. En su caso, con más razones. Los soldados de la Azul no podían ni salir a mear fuera de las tiendas del frío que hacía. Dejarse barba era algo lógico en esa circunstancia. Con seguridad no fue el único. Si simuló su muerte, no le debieron faltar sustitutos.

Rebollo recuperó el pitillo y comprobó con fastidio que se había apagado. Lo reencendió con una nueva cerilla. Luego miró a Luján, y negó otra vez con la cabeza.

-Joder, Luján. Piensa lo que quieras, pero lo que pides es muy, muy difícil.

-Lo sé, pero si alguien puede conseguirlo es… Andrés.

-¿Andrés?

-Andrés, sí. El hombre al que fuimos a visitar tú y yo el año pasado. Ya sabes, Andrés…

Rebollo arqueó las cejas, en un gesto de escepticismo.

-Y, ¿qué esperas encontrar en la tumba de un muerto hace quince años?

-Lo primero es conseguir la exhumación. Luego tendremos que pensar más detenidamente el asunto.

Rebollo miró largamente a Luján, y luego negó con la cabeza, como decepcionado.

-Perdóname, Luján. Será que no te entiendo porque soy inestable.

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Cuatro de la mañana. Llueve en Madrid quedamente. Carlos Luján escucha el repiqueteo contra las ventanas de su dormitorio. Habitualmente, ese sonido le ayuda a dormir. Pero no puede. Tiene demasiadas cosas en qué pensar y ganas de pensar en ellas. Antes, en sus primeros años en la Brigada, era otra cosa la que le tenía despierto en una noche así; las caras de las personas que había apalizado regresaban, como si le quisieran hacer reproches, cada vez que cerraba los ojos. Pero eso pasó hace mucho tiempo. Ahora ha aprendido a compartimentar las cosas. A poner cada sentimiento en su sitio, adjudicarle su momento. Como nunca supo muy bien cuál era el momento para sentir compasión por las personas que pasaban por sus manos, acabó por olvidar sentirla. El tiempo pasa, y él piensa en Anselmo López…

Finalmente, se dice, he acabado por tener razón. Rojos renegados. Su primera tesis ha resultado, de alguna manera, ser la cierta.

Reconstruye, provisionalmente, la historia. Con sus zonas oscuras.

Una pareja de hermanos, probablemente gemelos: los Longares. Políticamente muy significados. Uno de ellos hace carrera en el mundo militar, probablemente en labores de inteligencia. O tal vez incluso es policía; se le podría buscar en los archivos de desafectos, pero tampoco merece la pena porque con un tipo así tampoco está nada claro que Longares vaya a ser su apellido real.

Longares acaba integrándose en el cuartel de Pontejos, en directa dependencia del gobierno. Eso es mucho menos de lo que necesita alguien tan hábil como él como para hacer buenos contactos y conseguir buena información, incluso la que no le correspondería a la unidad en la que se encuentra. Eso ocurre antes o después de estallar la guerra, pero es ahí donde permanece durante la contienda. Cuando se da cuenta de que la guerra está perdida, con Negrín además en Barcelona, muy lejos, comienza a buscarse la vida. Hace uso de su posición y de su alto nivel de información para cartografiar aspectos importantes de las defensas de Madrid. Es su seguro de vida. Un día, sus servicios captan la presencia de quintacolumnistas en la ciudad. Termina el año 38 y Longares se da cuenta de que esos falangistas son más valiosos vivos que muertos. Así que hace detener a uno de ellos y pacta con él un sabotaje a cambio de su libertad. En ese momento, Longares tiene una pareja, no se sabe desde cuándo; una fogosa activista de la FAI, Lucía Odriozola, a través de la cual pone a prueba su pacto con los falangistas dando salida de Madrid a un grupo de anarquistas que, después de la guerra, regresarán.

En lo que se refiere a la huida de los carabineros, la cosa, sin embargo, no sale bien. Contra lo que Longares había pensado, su maravilloso plan no es necesario. El golpe de Estado de Casado, y el simple y puro derrumbamiento del ejército republicano que viene después, frustran completamente sus planes. Pero él no es ningún idiota. Tiene un plan alternativo, para el cual se ha fabricado una identidad nueva, la de Julio Cendoya. Probablemente, no obstante, decide que su cobertura no es suficiente, motivo por el cual decide apuntarse a la División Azul. Acostumbrado a confundirse con el terreno, consciente de que no pocos voluntarios de la División son falangistas radicales, adopta él mismo el papel de radical.

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Sabemos, además, que en algún momento durante su periplo ruso, decide hacer saber a Damián Vigo, su antiguo contacto quintacolumnista, que está vivo. Probablemente, fue su hermano Higinio quien le hizo llegar esa postal. No hay más que juntar piezas. En la mente de Luján aparece el momento exacto del largo interrogatorio a Vigo.

-Antes has dicho que hacía años que no veías a Higinio Longares. ¿Cuándo contactaste con él después de la guerra?

-Tras la muerte de su hermano –había sido la respuesta del contable-. Cuando apareció yo ya estaba informado por las organizaciones de veteranos. Yo me alegré de verlo y le informé de que me veía con camaradas de Pontejos. Pero Higinio nunca vistió de militar. Supongo que su hermano se las arreglaría para librarlo. Estaba hecho de otra pasta. Vino a verme porque dijo que me había encontrado y porque no sabía que yo ya conocía la muerte de su hermano. Yo interpreté que todo lo que quería era garantizarse que no lo iba a delatar.

En algún momento en torno al año 1943, pues, tras la muerte de su hermano, Higinio Longares dejó clara su voluntad de desvincularse de todo lo que había significado él. Se negó a contactar con viejos camaradas suyos y decidió vivir su vida, una vida muy modesta. Pero persiste el misterio en torno a por qué, cinco años más tarde, repentinamente adquiere la conciencia de que quieren matarle, se esconde en una pensión de mala muerte, se dedica a llevar constantemente calcetines para que nadie pueda relacionarle con su hermano y es, finalmente, arrojado por alguien por el Viaducto; puesto que la hipótesis de que verdaderamente se suicidara es ya, teniendo en cuenta todo lo que vamos sabiendo, poco probable.

Lo siguiente que sabemos es que, de alguna forma, en Rusia Anselmo López se integra en el grupo de Cendoya. In Bello Amicitia. Longares, probablemente como una estrategia para mejorar su pedigree fascista, crea una especie de hermandad en la que están los más radicales. Y Anselmo López. Lo cual no cuadra, porque las dos personas que lo conocieron con las que se ha podido hablar, es decir su médico y la antigua compañera de Longares, Lucía Odriozola, lo dibujan como la antítesis de la persona violenta y echada para delante; y, en este punto, el testimonio de Odriozola, ella misma persona muy ideologizada, adquiere especial relevancia. El médico dejó dicho que López vivía consumido por el miedo. Lucía Odriozola lo consideraba el hombre más bueno del mundo.

Otro aspecto interesante y misterioso de este punto es la relación de Odriozola y López. Él regresó de Rusia tras quedar inútil para el servicio por recibir un balazo en la pierna. Se fue a vivir al culo del mundo en una ciudad como Madrid, abigarrada y enorme, y da la casualidad que su vecina es la compañera de Longares/Cendoya. Demasiada casualidad. Es más lógico pensar que, igual que Cendoya usó a su hermano para tener un poco atado a Vigo, usó a Odriozola para vigilar a López. Eso sí, probablemente nunca podremos aclarar en qué medida Lucía no traicionó a su amante, enamorándose del hombre al que tenía que controlar.

Lo que sí quedaba claro ahora es por qué aguantó una paliza en una comisaría. Protegía a Higinio Longares, el hermano de su novio que ella probablemente sabía que seguía viviendo en Madrid. No podía descubrir todo el pastel ante la policía porque, en ese caso, habríamos tirado del hilo Cendoya-Longares y habríamos llegado a él, cagándole la vida. Eso sí: finalmente, ni consiguió protegerle a él ni, a la larga, protegerse a sí misma. Ambos están muertos.

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Sin embargo: tiene lógica que Cendoya tratase de controlar a Vigo. Si las cosas se ponían muy feas, él era su única esperanza de presentarse en un tribunal y testificar que fue una especie de quintacolumnista voluntario de última hora. Pero, ¿qué lógica tenía controlar a López? ¿Qué sabía Anselmo? ¿Se trataba tan sólo de controlar que no delatase a Cendoya? En primer lugar, no tenía motivos. Anselmo López no parece el tipo de persona identificada con el Régimen. En segundo lugar, la actitud de López no deja lugar a equívocos: pudiendo obtener más apoyos, decide vivir una vida pobre, absolutamente insulsa. Es como Higinio Longares: a todas luces, se quiere quitar de en medio. Pero en medio, ¿de qué?

Solución: de RiP 203. De Amado. Las dos extrañas pistas sin solución de este caso, sobre las cuales, por cierto, Damián Vigo dijo no saber nada, y sonó muy convincente. RiP 203 es, quizá, la única traza que Anselmo López guardó de lo que fuese que supiera. Siempre quiso conservarla, repasando la anotación con lápiz para que nunca se borrase. Es obvio que, signifique lo que signifique, López no iba a olvidarlo. Si guardaba ese papel, era para dárselo a alguien, en algún momento.

Amado, por su parte, es la razón por la que Lucía Odriozola fue asesinada. Es el nombre de su asesino, o una palabra relacionada con su asesino; sin embargo, ahora sabemos que su asesino, muy probablemente, se llama José, o Pepe. Pero Odriozola no podía esperar que la Brigada de Investigación Criminal fuese a embarcarse en una investigación compleja para esclarecer la muerte de una puta entrada en años. Es evidente que si hizo esa anotación fue para que la viésemos, y fue porque sabía, o sospechaba, que estábamos investigando el caso López.

Lo cual nos lleva a otro detalle interesante. Lucía Odriozola sabía lo suficiente del caso López como para dar por hecho que la policía estaría detrás de él. Sabía por qué alguien como Franco podría estar interesado en ello.

Repentinamente, el teléfono chilló en el salón. Laura, junto a Luján, dio un respingo y se incorporó. Bruno empezó a llorar.

Luján estaba despierto, así que fue el primero en reaccionar. Se levantó mientras le murmuraba a su mujer que se ocupase del niño y, chasqueando la lengua con fastidio, se dirigió al salón. Encendió la luz, miró el reloj; cuatro y media. Quienquiera que sea, pensó, la va a cagar.

-Diga –dijo, con malos modos.

-Soy Azpíriz –dijo la voz de Azpíriz, al otro lado del teléfono.

-¿Tú? ¿A las cuatro y media?

-Yo, sí. A las cuatro y media.

-¿Estás gilipollas, o qué? ¡Has despertado al niño!

-Luján –el tono de Azpíriz dejaba poco lugar para la duda sobre su seriedad-. Tenemos que vernos. Ya. En una hora, como mucho.

Luján sintió una opresión en el pecho. Conocía al navarro. Aquello no era ni una broma ni una borrachera ni una chorrada.

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-¿Dónde has estado esta noche después de dejarnos?

-En un tiroteo –respondió Azpíriz, como quien dice «en el cine».

-¿En un tiroteo?

-Recordé algo –continuó como si tal cosa-. ¿Recuerdas las averiguaciones que te prometí en ambientes radicales?

-Dijiste que no habías conseguido nada.

-Y no conseguí nada. Por eso no te comenté los detalles. Me hablaron de algunas cosas, sobre todo de lugares. Me dijeron que muchas de las personas de esos grupos solían frecuentar un bar llamado Camper.

-Vaya nombre raro.

-Eso pensé yo. Hasta esta noche. Cuando me iba a casa, caí en la cuenta. Es muy tonto: Cam-per. Camilo Pérez.

Luján se escuchó respirar pesadamente. Había dejado de escuchar los llantos de su hijo, pero eso tal vez era porque estaba concentrado en la conversación.

-¿Por qué no me llamaste?

-Era tarde. Yo había vuelto a la Brigada por algunas cosas. Hablé con un capitán de guardia. Me parecieron suficientes hombres.

-¿Fuiste solo?

-Fui solo, sí. Con veinte policías más, no te jode. Encontramos el bar cerrado, claro. Pero el tipo vivía encima. Llamamos a la puerta, dijimos que era policía, y entonces empezó a disparar.

-¡Joder! ¿Y?

-Nada –la voz de Azpíriz era casi funcionarial-. No le dimos tiempo ni de rascarse el huevo izquierdo.

-¿Está muerto?

-Fiambre total. Eso sí, no era Pérez. Según la documentación, se llamaba Ardiles. Un amigo, supongo. Pérez no estaba, o tal vez escapó. Pero hablé con Ardiles antes de que estirase la pata. Y es por eso que necesitaba hablarte ahora mismo.

Azpíriz nunca se alteraba por nada. Pero en sus últimas palabras le había temblado algo la voz. Luján le dejó tomar aire.

-Luján, antes de morir le interrogué sobre sus actividades. No me hizo ni puto caso. Luego comenzó a morirse, entró en una especie de delirio. Entonces dijo: «mañana Franco se quedará solo», se rió, y la cascó.

-¿Mañana Franco…?

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-Luján, es la madrugada del 20 de noviembre. Mañana, o mejor dicho hoy, en El Escorial, hay una misa en honor de José Antonio. Ministros, autoridades, cuerpo diplomático. Franco va a estar todo menos solo. Pero se quedará solo.

-¡Ostias! ¡No me jodas!

Carlos Luján colgó el teléfono con violencia. Se tomó dos segundos para respirar y, después, descolgó de nuevo y comenzó a marcar el número de Ismael Rebollo.

El 20 de noviembre de 1957, 21 años después del fusilamiento de José Antonio Primo de Rivera en Alicante, se celebró en el Escorial un funeral por su alma. Era un acto habitual en la simbología del franquismo y su vinculación a la figura del fundador de Falange. Así pues, al acto estaban invitados el cuerpo diplomático, autoridades y representantes religiosas, civiles y militares, en suma el gotha del franquismo.

El acto venía planificándose desde hacía unos meses, pero a eso de las cinco y media de la mañana, cuando la decisión fundamental estaba en manos de Ismael Rebollo, se había decidido que el Caudillo no acudiese. Los indicios eran muy preocupantes. En las últimas horas, la policía había encontrado la punta del iceberg de una organización cuyo tamaño real desconocía; una organización que podría tener ramificaciones y apoyos en el extranjero a través del exilio rojo. Sin tener muchos datos, se sospechaba de elementos nacionalsindicalistas puros y anarquistas que habían llegado ya a algún nivel de entendimiento al final de la guerra y lo habían continuado posteriormente, todos ellos progresivamente integrados en la propia Falange.

A las cinco y media de la mañana ya se sabía que la persona que había muerto al responder con disparos a las llamadas de la policía se llamaba Arturo Reparaz y que había sido inquilino de Porlier76. El cadáver de Reparaz, de hecho, permitió confirmar que había sido miembro de partidas de defensa de la FAI en Madrid, donde se hizo bien conocido por su hostilidad hacia todo lo que consideraba burguesía. Terminada la guerra, no se pudo demostrar su participación en ninguna saca o paseo, motivo por el cual fue condenado a veinte años, sentencia que le fue después reducida. A pesar de estos antecedentes, Reparaz había podido ingresar en Falange. Trabajaba de camarero y encargado en el bar propiedad de Camilo Pérez.

Tras conocer estos datos, Carlos Luján se preguntó si Reparaz no sería la persona que esperaba a Léntulo Sediles en Chamartín. No lo creía, porque Reparaz parecía ser más un sicario que un jefe. En medio de la vorágine de aquella madrugada, se dio cuenta de que ya no podía seguir protegiendo a su jardinero, que tendría que ser interrogado. No obstante, al final de aquel día, cuando regresase de El Escorial, iba

76 En los primeros años de la posguerra, un convento de la calle madrileña de general

Díaz Porlier fue usado como cárcel, en la que estuvieron muchos condenados por motivos políticos y comunes.

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a descubrir que no protegía a sus testigos tanto como creía. Cuando la policía fue a buscarle la misma mañana del funeral, Léntulo Sediles apareció en su chiscón con una bala en la cabeza; los forenses dijeron que llevaba bastante tiempo muerto, bastantes días. Luján pensó: desde el día 1, cuando regresó a casa. La muerte de Sediles, en todo caso, confirmó las sospechas de Luján de que no era el contacto del jardinero; si lo fuera, o habría sabido que estaba muerto o lo habría matado él mismo; en ambos casos, difícilmente habría regresado a su pequeña casa encima del bar que regentaba, a esperar a que la policía lo localizase.

De hecho, aquel detalle, es decir el hecho de que Reparaz no hubiese sabido de la muerte de Sediles y probablemente tampoco de la de Lucía Odriozola, fue lo que más nervioso puso a Rebollo.

-Son listos –les explicó a Luján y Azpíriz, mientras paseaban nerviosos por una Puerta del Sol desierta, esperando que diesen las siete-. Actúan en células que alguien coordina, pero que no se conocen entre ellas. Léntulo Sediles podría haber sido asesinado a tres portales de la casa de Reparaz, y éste nunca se habría dado cuenta de que la muerte tenía relación con él. De esta forma, si les trincamos, no saben nada. Sólo conocen su puta esquinita de la Revolución.

-Pero tiene que haber un cerebro coordinador –opinó Azpíriz.

-Desde luego que sí –contestó Rebollo, y señaló a Luján con su cigarrillo-. Es más: según aquí tu amigo, es el tal Julio Cendoya.

A las siete de la mañana despertaron al Caudillo. En cuanto abandonó su cama, fue rápidamente informado de las sospechas policiales y de la propuesta de Rebollo, que sus superiores habían asumido. Sin embargo, Franco se negó en redondo a faltar al funeral.

Un joven policía armada salió de la Dirección General de Seguridad y corrió hacia el grupo de policías de paisano. Sus pasos resonaron en la noche. Jadeante, informó a Rebollo de que tenía que comunicarse con El Pardo. Los tres hombres y el jovencito volvieron al edificio, donde a Rebollo le indicaron un pequeño despacho desde el que podría hablar. Luego todos esperaron segundos muy largos. Finalmente, el teléfono del despacho donde se había encerrado Rebollo sonó con estrépito. El inspector no hizo intención de susurrar. Luján y Azpíriz, en el pasillo, captaron casi toda la conversación.

-Mi general, buenas noches…

-…

-Sí, muy sólidos. Lo suficiente, si lo prefiere usted así.

-…

-No, mi general.

-…

-Sí, mi general.

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-…

-Yo no puedo garantizar que eso sea exactamente así, mi general.

-…

-Mi opinión ya la conoce, mi general. El Caudillo debería… [inaudible]

-…

-Pero la prensa podría presentarlo de otra manera. [Inaudible] No puede decirse que eso fuera a ser una falta de respeto hacia la figura de José Antonio. Y, sin embargo…

-…

-…

-…

-Sí, mi general.

-…

-…

-…

-Sí, mi general. A sus órdenes.

Rebollo salió de la sala con cara de pocos amigos.

-La frase del muerto, eso de que Andrés no estará solo, no es concluyente. Puede querer decir muchas cosas.

Había usado con toda naturalidad el código privado con Luján para referirse de Franco.

-Pero, ¿Andrés sabe que está en peligro?

-Lo sabe; pero dice, y quizá no le falta razón, que apenas sabemos nada de ese peligro. Que podría tener ramificaciones exteriores que acabasen por sacar tajada de su ausencia. Que ni puede dar imagen de miedo ni puede, este año, faltar al funeral de José Antonio.

-¿Este año?

-Este año, sí –explicó Rebollo-. Soplan vientos de modernidad, amigos. Y la modernidad tiene sus demandas; la principal de ellas, un país con… menos Falange. Pero la modernidad no nos va a hacer tan cabrones como para dar la espalda a la memoria del camarada muerto.

Luján apretó los labios. Hizo esfuerzos por callar, pero no pudo.

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-De alguna manera, Rebollo, estás dándole la razón aquéllos quienes hoy pretendemos atajar.

Rebollo enarcó una ceja y miró a Luján con curiosidad y algo de violencia en los ojos.

-¿Qué has dicho?

-He dicho que de alguna forma les justificas. No a los rojos renegados, desde luego. Pero sí a los falangistas… -la palabra «auténticos» quiso nacer, sin conseguirlo- radicalizados. Al fin y al cabo, han sido traicionados.

Rebollo lo miró largamente, dedicando fugaces miradas al tercero en discordia, Azpíriz, probablemente para juzgar su posición en la discusión. Nunca le fue tan útil al navarro su cara de póquer.

-Eso que has dicho, Luján –terminó diciendo el inspector, muy despacio-, si lo dijeses un poco más alto, tal vez provocaría que pasaras a dormir en el sótano de este mismo edificio, en espera de juicio. Además…

Luján le hizo callar con un gesto de la mano.

-Qué sí, Rebollo. Que sí. Que sé lo que vas a decir: además, te lleva a dudar de mi lealtad. ¿Es así?

El inspector calló, la boca torcida por un gesto de disgusto.

-Hoy voy a salvar la vida del Caudillo –terminó por decir Luján, y al hablar sentía una profunda paz en el pecho-. De mi Caudillo. Dando la mía si es preciso. Porque lo entiendo todo. Entiendo que hace dos décadas de la guerra. Entiendo que España debe echar a andar. Entiendo que su destino es acabar sentada en la tribuna de la ONU junto a países hipócritamente democráticos. Entiendo que ése es un viaje que hará nuestro Generalísimo, y que si su carro va a aplastar a unos cuantos de los que no se quieran subir a él, lo justo con la Historia es aceptarlo.

Tragó saliva. Los ojos de Rebollo viraban hacia la compasión.

-Pero no me pidas que piense que esos cadáveres aplastados por el carro de la Historia son iguales que los que fueron aplastados hace ahora veinte años. Ellos son fieles a ideales muy elevados. ¿Han de morir esos ideales? ¡Pobre España! No seré yo quien lo frene. Pero, Rebollo, te lo vuelvo a decir: no intentes convencerme de que son unos cabrones.

Rebollo dejó escapar una risita, y luego realizó unos cuantos aplausos sordos.

-Bravo, bravo, bravo. Voy por rutas imperiales, caminando hacia Dios… Qué bonito, de verdad, qué bonito –repentinamente su rostro se endureció-. Eso sí, me temo que olvidas que esos preclaros varones comparten armas y planes de asesinato con pistoleros faístas que te aterrorizaron a ti y a los tuyos cuando apenas eras un niño. ¿Qué dirán tus muertos de este respeto tuyo hacia sus asesinos?

Luján hizo un gesto de escepticismo.

-Supongo que una mitad de esos muertos me diría que todo el mundo acaba

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por equivocarse. Y la otra mitad me preguntaría qué coño ha hecho… Andrés para empujar a falangistas y faístas a ser amigos.

Por toda respuesta, Rebollo se dio la vuelta y desapareció tras una enorme puerta. Luján miró a Azpíriz.

-No sé si no me habré quedado fuera de este operativo –musitó.

El navarro le contestó con un insulso: «Quizá».

Estuvieron allí, fumando y desayunando unos cafés que les trajeron en cuanto abrieron las primeras cafeterías de la zona. No volvieron a ver a Rebollo hasta las ocho y media. El inspector parecía como revigorizado, como si hubiese sido capaz de dormir todo ese rato.

-Por lo menos hemos conseguido pequeños cambios en el programa –informó-. Leves cambios de ruta, horarios cambiados en diez minutos… Además, se ha aceptado que la Lonja esté limpia de público. Sólo las formaciones previstas. Todos desarmados.

Extendió un croquis. Era fácil entender que incluía la portada de la basílica de El Escorial y la Lonja que la abraza.

-La entrada será muy pronto y muy rápida. Los vehículos entrarán en la Lonja, y el público deberá estar siempre detrás del murete que la delimita, así pues será difícil que ahí pase nada. A la salida es otra cosa, porque el Caudillo pasará revista a dos formaciones. Se ha aceptado que estén una enfrente de la otra para que la revista propiamente dicha no ocupe todo el trayecto desde la entrada de la basílica hasta el coche.

Miró brevemente a Luján y Azpíriz, como buscando confirmación de que entendían.

-Las formaciones son una especial del Ministerio del Ejército, formada completamente por voluntarios especialmente seleccionados; por aquí no hay nada que temer. La otra es la XVI Centuria de Montañeros de la Guardia de Franco. Si por aquí tuviésemos algo que temer, estaríamos jodidos.

Tragó saliva unos segundos.

-Éste es el punto crítico. Habrá varias decenas de policías de paisano mezclados entre el público, para controlar cualquier movimiento. Especialmente si aparece alguien manco. Además, vamos a colocar hombres de poste de vigilancia aquí, aquí y aquí. Yo iré unos pasos por detrás del Caudillo. Azpíriz, tú has demostrado esta noche que tienes olfato olisqueando cabrones. Te quedarás al pie del auto del Caudillo, esperándolo; pero no mires hacia la basílica, hacía allí mirarán otros. Tú mira hacia fuera, y la primera mierda que veas, te rascas la oreja derecha.

-¿Y si me pica la oreja derecha? –Como siempre, el tono de la pregunta no dijo nada sobre su seriedad.

-Pues te jodes por Dios y por España –fue toda la respuesta de Rebollo-. Luján –se detuvo unos segundos antes de hablar-, tú te colocarás aquí.

-¿En el centro de la plaza?

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-Más o menos. A mitad de trayecto del Generalísimo, detrás de la Centuria de Montañeros. Todos estarán brazo en alto.

-¿Y yo estoy mirando hacia?

-Hacia Azpíriz y el militar que estará a su lado. Ambos son la señal. Si cualquiera de ellos se rasca la oreja derecha, te quiero corriendo a toda hostia hacia el Caudillo.

Rebollo se detuvo, como sopesando la importancia de lo que estaba diciendo.

-No serás el único, desde luego. En la propia plaza habrá no menos de quince personas con la misma instrucción, aquí, aquí, aquí, aquí y aquí. Todo lo demás te tiene que dar igual. Tú tienes que llegar al Caudillo y si alguien te lo impide, te lo quitas de en medio. Una vez que llegues, que te dé igual lo que esté pasando. O sea: si ves a alguien que está a punto de reventarle la cabeza a algún ministro, ¿qué has de hacer?

-Proteger al Caudillo.

-¿Si te disparan?

-Protejo al Caudillo.

-¿Si me disparan a mí?

-Te remato, por si acaso.

Ismael Rebollo tardó segundo y medio en darse cuenta de que era broma.

-Menos coñas, que eso es serio –se quejó. Pero lo dijo sin convicción.

-Sólo tengo una duda –dijo Luján.

Rebollo, por toda respuesta, se quedó expectante.

-¿Por qué al Caudillo tiene que protegerle un miembro de la Brigada de Investigación Criminal?

Rebollo sonrió, con esa sonrisa de quien escucha a alguien hacer la exactamente la pregunta o comentario que esperaba. Luego dio una fuerte palmada a Luján en un hombro.

-¡Muchacho! Porque te has presentado voluntario, ¿o no lo recuerdas?

Luego hizo gesto de irse, pero se paró.

-¡Ah, coño! Se me olvidaba lo que más te va a gustar de todo esto, Luján. Tu misión no es ni de uniforme ni de paisano.

Luján enarcó las cejas, sin entender.

-Sube a la planta de arriba y pregunta por Mequinenza. Que te dé ropas de tu talla. Hoy vestirás de falangista.

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Mequinenza resultó ser un funcionario de escasa motivación y con poco armario. Por esta razón, aquella mañana Carlos Luján subió a El Escorial impecablemente vestido con un uniforme falangista que era una o dos tallas más pequeño de lo que le correspondía y una boina declaradamente más grande. Aún así, cumplió con su obligación y ocupó su puesto más de una hora antes de que apareciese Franco. Se distrajo observando a las diferentes unidades que fueron llegando marcando el paso, en perfecta formación marcial, y que media hora antes de comenzar el acto ya estaban dentro de la plaza. A Luján le dio la impresión de que el coche del Caudillo se desempeñaba con excesiva rapidez, pero tal vez era algo provocado por lo que sabía. Cuando la misa empezó, el día se había caldeado un poco. Luján dirigió su vista hacia la salida de la plaza, donde ya estaba el coche del Generalísimo. Distinguió claramente a Azpíriz y a un militar a su lado. Ambos estaban en posición de descansen, mirando hacia fuera, dando la espalda a la basílica. Desde ese momento, no les perdió de vista más de dos o tres segundos.

La mañana transcurrió lenta. Muy fría al principio aunque, conforme la mañana se fue definiendo, se fue haciendo más tratable. Carlos Luján se sentía débil y algo enfermo. En ese momento, hacía ya más de cincuenta horas que no había dormido a pierna suelta un rato bien largo. Pero quería aguantar. Cuando escuchó la batahola de los montañeros se dio cuenta de que habían recibido orden de formar. Miró el reloj y, recordando la agenda que le habían comunicado, apenas quedaban diez minutos para el momento indicado para el final de la misa. Se entretuvo mirando a los falangistas, con dos tipos de uniforme distintos (con el tiempo sabría que unos iban de esquiadores y otros de montañeros).

El horario real apenas se demoró unos minutos. Un cuarto de hora después, Franco, como escoltado por decenas de personas principales de las que habían acudido al funeral, apareció en la entrada del patio de los Reyes. Comenzó a escucharse la marcha real. Luján había fijado definitivamente la vista en Azpíriz y su compañero. Observó al navarro elevar el mentón como para ver mejor algo relativamente lejano. Se puso tenso. En ese momento, sintió un presentimiento. La Centuria de la Guardia de Franco colocó el brazo en alto; el saludo de José Antonio. Por alguna razón a Luján ese gesto, que adivinó por el rabillo del ojo, le estremeció.

El himno de España parecía no terminar nunca. Incluso, Luján tuvo la sensación de que Franco caminaba a cámara lenta hacia las formaciones a las que iba a pasar revista. Se dijo que era porque estaba afiebrado.

Siguió escudriñando. De repente, parecía como si Azpíriz no pudiese estarse quieto. Echó un vistazo al público. No vio nada raro. Los acordes del himno se sucedían perezosos. Luján pudo sentir que Franco se acercaba. Azpíriz. Nuevo gesto. Levanta la mano. El corazón de Luján se para. No, no se rasca la oreja. Suena la música. Cercana, lejana. Murmullos. ¿Murmullos? Luján sabe que está solo. Pierde la vista de Azpíriz para mirar a su espalda. Nadie. Vuelve a Azpíriz. Ya no se mueve. Pero pasa algo. Murmullos. La música. En una esquina de su visión, una centuria de jóvenes falangistas, firmes, brazo en alto. La sensación de que Franco está cerca.

Y un grito.

-¡Mediaaaaaaaaaa vuelta! ¡Ar!

Tres golpes secos. Luján se ha vuelto, olvidando a Azpíriz. Está helado, paralizado. Varias decenas de rostros le miran. Aunque no le ven. Algunos maduros y

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duros; otros, rostros adolescentes, casi unos niños. Él está detrás de ellos, y ellos le miran. Con mucha dificultad, como nadando por un mar de gelatina, Luján consigue comprender. La centuria ha ordenado media vuelta. En el justo momento en que frente a ella iba a pasar el Caudillo. Mientras suena el himno de España. Franco pasa revista a una colección de espaldas.

Funeral de José Antonio. En el recuerdo del camarada caído, que te jodan, cochino traidor. Delante de todo el mundo, los notables en la puerta de la basílica, esperando que se le deje salir; los de a pie, rodeando la plaza.

Durante unos segundos que parecen siglos, Carlos Luján se queda troquelado de los rostros de la compañía que acaba de dar la espalda a Franco. Pero eso es sólo un refugio para no pensar. Piensa en Franco muerto. Piensa en una mañana de noviembre en El Escorial y un solo segundo que acaba con todo. Un fogonazo, un ruido seco, y el fin. ¿Por qué no? Tal vez ya ha ocurrido. Siente esa angustia propia de las pesadillas, querer correr pero no poder, querer gritar pero ser incapaz. Luego, como un rayo, la idea de Rebollo cruza su cabeza, las notas del himno se hacen netas, parpadea, y sabe que tiene que reaccionar.

Con retraso, de una forma un tanto ridícula, portando un uniforme que a todas luces le viene pequeño, Carlos Luján anda deprisa, para coger el paso de la pequeña comitiva que ya ha superado a la Centuria, que permanece impasible dando la espalda a la ceremonia, que parece hacer el saludo fascista hacia el cielo, y se dirige al Rolls-Royce del Generalísimo.

A diez metros del vehículo, alcanza a Rebollo. Le mira. Rebollo niega con la cabeza. Luján nunca sabrá qué significado tiene aquel gesto. Camina con él hasta el automóvil. Franco camina con un ritmo constante, ni apresurado, ni lento. Al llegar a la puerta, se paran, como si les diese miedo entrar en el coche. Luján escucha a un militar de edad que se ha parado junto al Caudillo.

-Mi general. ¿Qué hacemos con ellos?

Franco se vuelve. Mira a Carlos Luján. Parece como si se hubiese vuelto porque recordase que debe estar allí. Luján se siente ridículo, con su uniforme pequeño. Pero Franco no demuestra ni una emoción. Luego se vuelve hacia el hombre que le ha hablado, y hace un gesto con la mano derecha, como diciendo que no se le de importancia, que es una tontería.

Y entra en el coche, que sale raudo. No sin que antes Ismael Rebollo se suba en el asiento del copiloto.

Cuando pudieron pensar, los policías sintieron, por encima de todo, relajación. Franco estará solo, había dicho Reparaz. Ellos creían que era una forma simbólica de referirse a un atentado. Convencidos como habían llegado a estar, lo que ocurrió, pese a ser un gravísimo acto de indisciplina, les pareció poca cosa.

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Además, la demostración de la XVI de Montañeros al paso del Caudillo fue incómoda y comprometida para Franco. Pero para Rebollo, Luján y Azpíriz resultó a la larga ser oro molido. Era como señalar con una flecha a las personas que tenían que interrogar. En los círculos azules de Madrid ya se tenía de antes a la XVI de Montañeros como una de las unidades más politizadas de Falange, más radicalmente falangista. Sin embargo, aquel gesto acabó de señalarlos.

El principal objetivo de la policía durante los días siguientes fue buscar responsables de aquella demostración. Sin embargo, a los investigadores del caso Anselmo López, en realidad eso les importaba muy poco. Les bastaba con saber que el hecho de que Reparaz supiera lo que iban a hacer demostraba cierta connivencia entre el grupo clandestino de anarquistas y aquellos falangistas; y contaban con la indudable ventaja de que Pepe Durán, su objetivo, era manco, así pues muy difícil de olvidar.

Los tres se mantuvieron en segunda fila. Rebollo, lógicamente, fue quien se encargó de dar los recados oportunos en los despachos policiales para que sus averiguaciones fuesen incluidas en los interrogatorios. Pasados unos días el escándalo de El Escorial comenzó a disolverse, entre otras cosas porque, obviamente, la prensa no lo publicó; sin embargo, los interrogatorios continuaron.

Todos los policías coincidían en señalar que cabía apostar a que muchos miembros del XVI de Montañeros conocían a Pepe Durán. Son cosas que se notan cuando se está interrogando, y tienen que ver con cambios de actitud, con brillos en los ojos y, sobre todo, con el lenguaje gestual; la mayor parte de las personas que son objeto de una pregunta incómoda dan la impresión de descubrir repentinamente que tienen manos y que, además, no saben qué hacer con ellas. No obstante, aquellos interrogatorios eran lo que los policías llamaban «conversaciones amables». Todos tenían orden de sus superiores de no alimentar la hoguera. Los díscolos montañeros apenas fueron molestados, y mucho menos fueron objeto de violencia en los interrogatorios. Si decían no conocer a alguien, eran creídos. No había más margen de maniobra.

La solución la encontró Azpíriz. Habían pasado ya casi diez años desde que el navarro comenzara en la Brigada y durante ese tiempo su carácter como policía se había forjado con claridad. Azpíriz no era hombre de acción, ni tampoco alguien con excesivas capacidades investigadoras. No era un líder sino más bien una persona atrabiliaria a la que le costaba relacionarse con compañeros a los que no conociese bien. Pero tenía un punto fuerte, y lo explotaba. Era tremendamente constante y tenía una memoria prodigiosa. Su futuro estaba en los atestados, en las diligencias, en las sentencias. Azpíriz era ese policía que en el fondo hace falta en cualquier comisaría que es capaz de ver vinculaciones imposibles entre datos, o de recordar esos datos para poder vincularlos.

Fruto de esta querencia suya, el agente se empapó de los expedientes de las personas que se iban a interrogar. Expedientes muy cortos, pues ninguno era delincuente o algo parecido. A su lado, Rebollo y Luján hacían llamadas, presionaban a los policías encargados de las gestiones, pero sin éxito. Él parecía estar aburrido, posando las narices sobre los papeles a falta de algo mejor que hacer. Pero una tarde, llegado ya el mes de diciembre, se encontraba con Luján en la vieja sala donde ambos habían comenzado sus carreras policiales y, de repente, musitó con naturalidad.

-Éste. Este tipo nos dirá dónde está el Pepe Durán de los cojones.

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Luján se acercó a la mesa de Azpíriz y espió los papeles. Un informe de filiación como cualquier otro.

-¿Qué hay de raro?

-Nada de raro –informó Azpíriz.

-¡No, macho, otra mierda de adivinanza, no! ¿Por qué has dicho que nos dirá dónde está Pepe Durán?

-Porque nos lo dirá.

Luján se pasó la mano por la cara, tratando de tranquilizarse.

-Joder, Azpíriz, ¿cuál es el cuento ahora?

El navarro, por toda respuesta, levantó la vista y se quedó mirando a Luján, directo a los ojos. Esto le hizo sentirse algo incómodo.

-¿Qué coño te pasa, eh?

-Luján, nunca me has llamado por mi nombre.

El comentario dejó al inspector completamente descolocado.

-¿Yo? ¿Nunca?

-Tú, sí. Nunca, sí. De hecho, creo que ni siquiera sabes cuál es.

-¡Cómo no voy a saber cuál es!

-Pues dímelo.

-Pues es… oye, tío, ¡estamos investigando un caso!

-Sí. Hace semanas. Puede esperar un poquito. Apenas unos segundos para que me digas mi nombre de pila.

Carlos Luján sintió que la congoja le pesaba en los hombros. Diez años trabajando juntos y, verdaderamente, se tenía que reconocer que para él Azpíriz siempre había sido Azpíriz.

-Tú tampoco me llamas nunca por mi nombre.

-Pero sé que te llamas Carlos. Y no lo hago porque tú no lo haces. Tienes más categoría que yo.

-Eso es una tontería.

-No lo es. Tú eres inspector y yo no. Aquí todo el mundo te admira y te respeta y a mí me consideran uno más.

Apretó los labios. Por un momento, en su rostro se dibujó el fastidio.

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-Tú elaboras teorías –dijo con voz ronca- y yo cuento cuentos.

Luján sopesó la posibilidad de enfadarse. Pero no pudo.

-Azpíriz, eso es un golpe bajo.

-José Antonio. Me llamo José Antonio.

-Pues eso, José Antonio. No digas que no te respeto.

Pero ya daba igual. José Antonio Azpíriz había decidido que la conversación había terminado en ese punto, y no había nada que Carlos Luján pudiera hacer. El navarro regresó al papel y señaló con el dedo una anotación.

-El padre de este muchacho –informó- es presidente de una pequeña orden militar.

-Ya. ¿Y?

-Pues que su abuelo también fue presidente de esa orden y el chico ingresará el año que viene en Zaragoza77.

-Los militares son familias enteras. No veo que hay de nuevo en ello.

-Conozco un poco la orden –continuó Azpíriz, como si Luján no hubiese hablado-. Es una reunión de veteranos que trata de cuidar de las viudas de sus miembros y esas cosas. Muy normal.

-Sigo sin ver…

Azpíriz miró de frente a Luján.

-Su abuelo la presidió. Su padre la preside. Él también va a ser militar. ¿No ves que necesita sucederles?

Luján no pudo evitar sentirse algo impaciente.

-Azpi, er, José Antonio, vamos a ver. Es una puta orden de amiguetes, joder. Chocolate con picatostes, partidas de julepe y mucho aguardiente.

-Pero tienen su parafernalia. Acuden todos los años al desfile de la Victoria con banderín propio y celebran su patrón el día de San Luis Gonzaga. Y ese día… Carlos, ese día, si no hay nada raro, Franco les recibe en El Pardo.

Luján se quedó mudo. Comenzaba a comprender.

-Franco –continuó Azpíriz- les recibe en su calidad de presidente honorario de la orden. Es el primero del escalafón del generalato y por eso le corresponde el puesto. Por supuesto que al Caudillo toda esta historia le importa una mierda salvo diez minutos al año. Pero, Luján: eso el chico no lo sabe.

77 La Academia General Militar.

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-Ajá. Y tú propones…

-No le podemos poner una mano encima. No lo podemos detener, ni retener siquiera. No podemos gritarle ni presionarle. Pero sí podemos invitarle a pensar. Pensar en qué pasaría si Franco llegase algún día a saber que con firmar una esquelita le puede joder la vida; dejarlo sin la presidencia de la orden, echarle de ella incluso.

-No creo que se molestase en hacer eso.

-Pero eso el chico no lo sabe. Y, desde luego, tampoco va a llamar a El Pardo para preguntárselo. Piénsalo. Tiene lógica. Le diremos que Franco no puede aceptar que dentro de diez o veinte años la prensa le haga fotos en El Pardo regalándole una pitillera de plata a un tipo que veinte años antes le dio la espalda a la salida de la basílica de El Escorial.

-Lo mismo es que, verdaderamente, no puede.

-No creo yo mucho en eso. Aquí en Madrid nos visitan amigos americanos, y les reciben los mismos que le hicieron una recepción a Himmler. Diez o veinte años es mucho tiempo.

Azpíriz hizo un gesto de la mano, espantando su propia digresión.

-Todo consiste en hacer aparecer la cosa como un conflicto de la hostia, y rezar para que el capullo no tenga mucha personalidad.

-¡Me cago en la hostia, qué buena idea! –Fue todo lo que consiguió decir Luján.

Se encargaron ellos mismos. Esta vez no permitieron intermediarios. Se presentaron a última hora de la tarde y conversaron largo y tendido con el joven que se había convertido en su objetivo. Ni policía bueno-policía malo, ni nada que se le pareciese. Tan sólo se plantaron delante de él y le dispararon a bocajarro. Aun comprendiendo la fogosidad de la juventud, el desaire al jefe del Estado había sido muy grande, y la memoria de Franco era, todo el mundo lo sabía, proverbial. Quizá algún día tuviese que arrepentirse de haber participado en aquella acción. El chico se defendió, ya con cierto temblor en los labios, argumentando que eran varias decenas, que él además estaba al fondo de la formación y que era imposible que Franco lo recordase.

Ya, claro, contestaron los policías. Pero hay un tecnicismo. Ellos, que habían descubierto su vinculación con la orden militar, estaban obligados a recogerlo en el expediente, quisieran o no. Reglamento de Funcionamiento Policial, artículo 456, apartado e, cuarto párrafo. Podía consultarlo si quería. Acertaron al apostar a que un español medio no tendría en casa a mano ningún compendio de legislación sobre orden público, así pues aquel chico no tuvo ocasión de comprobar que le estaban citando una norma inventada. Nosotros, prosiguió Azpíriz con voz suave, tenemos que recoger este aspecto en el informe. Es más: si algún día usted llegase a ingresar en la orden o a ocupar algún cargo en la misma (a ninguno de los dos policías se le escapó el detalle de que, al oír eso, su interlocutor se revolvió inquieto en su sillón), existe un informe preceptivo que se solicita a la policía. Un informe de antecedentes. Usted no tiene antecedentes, pero tiene esto que técnicamente se denomina Nota de Cautela. Y una Nota de Cautela, tratándose de una organización benéfica de carácter castrense presidida por el Caudillo, tendrá que serle comunicada. ¿Aunque hayan pasado veinte

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años? Aunque hayan pasado ochenta y Franco haya muerto, señor.

El resto fue fácil. Lo dejaron recocerse, torturarse con la idea de futuros problemas. Entró solito en la fase de negociación: ¿qué puedo hacer? Lenta, pausadamente, como si se les ocurriese en el momento, Luján y Azpíriz sacaron el asunto de Durán. Una Nota de Cautela quedaría claramente equilibrada con un informe positivo en materia de colaboración con la policía. Ya sabemos que usted de lo de El Escorial no sabe nada, pero, quizá…

Vistieron a Pepe Durán de persona fogosa que había tenido años atrás una pelea en la que habría herido levemente a otra persona. Era necesario encontrarle porque había que hacerle pagar una indemnización a la que había sido condenado. A propósito construyeron ese caso, insulso, para que el muchacho tampoco tuviese la sensación de ser un delator. Es una chorrada, dijeron, pero, si nosotros pudiésemos escribir que colaboró voluntariamente para localizarlo, toda esta gilipollez sería historia.

Bingo. Aquel muchacho dio dos direcciones, del domicilio y del trabajo de Pepe Durán, alias El Cervantes.

Visitaron la ferretería donde Pepe Durán era dependiente para descubrir que, como habían imaginado, desde el mismo día siguiente a la muerte de Reparaz no había aparecido por allí. En su domicilio tampoco estaba. Pero eso no les desanimó. Ahora las cosas habían cambiado. Ahora ya no tenían que interrogar a montañeros falangistas bajo la orden de no tocarles un pelo ni presionarles. Ahora la cosa iba del entorno de Pepe Durán. Por lo demás, el registro de su domicilio puso las cosas muy fáciles. Debajo de unas baldosas de la cocina aparecieron tres pistolas y un fusil desmontado, así como proclamas y documentación diversa. Una parte no desdeñable de los pasquines era documentación clandestina elaborada fuera de España, en lenguaje muy violento. No era propaganda; más bien como una especie de guías de revolucionario, lecturas para el hombre de acción.

Carlos Luján abrió la espita y dejó que todo el edificio se enterase de que la policía había descubierto el nido de un anarquista; esperó dos o tres días a que sus vecinos se acostumbrasen a modificar la imagen que tenían de aquel manco de camisa azul. Después de eso, no fue necesario esforzarse; la mayoría de los vecinos acudió voluntariamente a declarar a la comisaría.

Conforme llegaban las Navidades de 1957, el panorama se aclaraba, acorde con el optimismo general. Los periódicos y la radio machacaban casi constantemente con el mensaje de que lo peor ya había pasado y que en España volvía a haber de nuevo abundancia. Por doquier se sucedían las noticias y los reportajes sobre esquinas del país recuperando los tiempos que habían creído perdidos de fiestas en hogares calientes, con mesas repletas de manjares. El optimismo del país era también el de Luján y Rebollo. La información de los testigos apenas tenía incongruencias y era muy completa. José Durán Grisca era un hombre correcto pero que mantenía escaso contacto con sus vecinos. No obstante lo dicho, todos o casi todos lo temían, porque en los escasos conflictos que habían tenido con él, apenas pequeños problemas típicos de la vida comunal, había dejado claro que, aún con una sola mano, era capaz de imponer su criterio de forma expeditiva. Por su casa jamás pasaba nadie. Los sábados a mediodía solía quedarse en el portal esperando hasta que pasaba un coche que se lo llevaba, en dirección a la sierra; supusieron que a sus ejercicios de tiro. Ferretero durante la semana, revolucionario de vanguardia los fines de semana.

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Las gestiones en el parque de Chamartín de las Rosas también dieron sus frutos. La policía enseñó la foto del manco por ahí y varios testigos recordaron haberlo visto merodear el día que Léntulo Sediles fue asesinado.

Todo se reducía a encontrarlo. Y una vez más, fue la memoria de Azpíriz la que dio con la solución. Cierto día, ya muy cerca de la Navidad, llegó muy excitado a la Brigada y se tiró hacia Luján como si hiciera mucho tiempo que no lo viese.

-¡Creo que tengo algo! –Anunció.

A esas alturas, Luján había aprendido a respetar las intuiciones de su compañero, así pues se quedó mirándolo, invitándolo a hablar.

-El nombre completo de este hombre –dijo Azpíriz-. José Durán Grisca.

-Lo conozco bien.

-Hay dos elementos muy comunes. El nombre y el primer apellido. El segundo es muy poco normal.

-Azpíriz –respondió Lujan, escéptico-, hay millones de personas así.

-Lo sé. Pero a mí me ha hecho pensar. He pensado: un tipo clandestino. Un terrorista. Lo lógico es que su nombre sea falso. ¿Acaso no ocurrió eso con el tipo aquél, Cendoya?

-Eso es cierto.

-Ya. Pero, puestos a inventar un nombre ¿quién se pondría un segundo apellido tan extraño?

Luján se alzó de hombros.

-Probablemente, porque el tal Durán, o como se llame, suplantó a alguien, probablemente algún muerto. Y ese muerto se llamaría así.

-Cierto –concedió Azpíriz-. Pero, ¿qué me dirías si yo te dijese que ese apellido está relacionado con la verdadera actividad de nuestro amigo?

Luján se levantó de su silla y se enfrentó a Azpíriz, que estaba de pie junto a la mesa. Su expresión denotaba un intenso interés.

-¿Qué has dicho?

-Que el apellido Grisca puede ser una pista –respondió Azpíriz, tranquilo-. O puede que no. Pero es un hilo del que tirar.

El navarro miró al techo, como recargando sus recuerdos y su inspiración antes de seguir.

-Desde la primera vez que leí ese nombre en los informes me inquietó. Tenía la sensación de que ya lo había visto antes relacionado con el crimen, pero no sabía dónde. No te he dicho nada, pero he pasado algunas tardes repasando expedientes, sin encontrar nada.

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-… lo cual, como de costumbre, no te ha desanimado.

Un embrión de media sonrisa delató la satisfacción de Azpíriz por esas palabras.

-La solución no estaba en los atestados. Yo había leído acerca de un Grisca, un Grisca que, además, fue un asesino. Pero no fue aquí –con un gesto, abarcó la oficina de la Brigada.

Carlos Luján asintió, tomó un cigarrillo, lo encendió, se sentó en la esquina de la mesa y le hizo un gesto a Azpíriz para que hablase.

-La afición por los folletines de sucesos me hizo policía –explicó el navarro-. Primero, de niño, leía historietas. Pero poco a poco me fui interesando por las novelitas de historias reales. El 30 de noviembre de 1920, se produjo en Barcelona un asesinato.

-¿Hace casi cuarenta años? ¿Y te acuerdas?

-Fue un asesinato muy sonado. La víctima era diputado.

-Ya sé: Dato.

Azpíriz intentó, torpemente, disimular su incomodidad.

-Eduardo Dato no era diputado, sino presidente del Consejo de Ministros. Y no fue asesinado en Barcelona, sino en Madrid. El diputado del que te hablo se llamaba Francisco Layret.

-No me suena.

-¿Y te suena Luis Companys?

Aunque Azpíriz estaba hablando en un tono más bien bajo, ese nombre resonó en el aire e hizo que un par de cabezas se volviesen y les mirasen con extrañeza. A Luján no le importó.

-¿Te refieres al catalán ése, al fusilado? ¿Al de Pérez Farrás78?

-El mismo. El presidente de Cataluña.

Luján dedicó una mirada torva a Azpíriz. Como siempre con el navarro, era muy difícil saber si su comentario era la constatación de un dato o, más bien, la expresión de un deseo o una opinión. El inspector terminó por concentrarse en la siguiente chupada de su cigarrillo.

-Bueno, vale. Layret, Companys. ¿Companys mató a Layret?

-Difícilmente –contestó Azpíriz, sin expresar emoción alguna-. Ambos eran correligionarios. Además, Companys no pudo hacerlo porque estaba preso en un barco en el puerto.

78 Luján se refiere a Enric Pérez Farrás, que en 1934 era responsable de Seguridad de la

Generalitat de Cataluña y que secundó la rebelión liderada por Companys para declarar la República Catalana.

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-Hace rato que me he perdido, José Antonio.

Azpíriz torció el gesto, pero continuó como si tal cosa.

-Supongo que no te tengo que hablar del pistolerismo. Años veinte, obreros y empresarios tiroteándose por las esquinas de Barcelona. La ley de fugas…

Luján asintió.

-En el marco de todo aquello, la policía hizo una redada de sindicalistas y los metió presos en un barco.

-¿Campanas era anarquista?

-Companys. No. Pero tocaba los cojones igual.

-Ah.

-El caso es que, el día 30 de noviembre, los del barco se enteran de que los van a sacar de Barcelona. Companys se lo cuenta a su mujer. Su mujer se acojona, y se va a ver a su abogado.

-Layret.

-¿Ves como no estás tan perdido? Al llegar la señora al portal de Layret, éste baja a verla, con sus muletas porque era tullido. En ese momento, cuatro pistoleros del Libre79 se lo cargan.

-Lo cual nos lleva a Grisca.

-Fulgencio Grisca –informó Azpíriz, asintiendo-. Uno de los cuatro pistoleros80. Un apellido que no se olvida con facilidad.

Luján aplastó su cigarrillo en el cenicero, mientras negaba con la cabeza.

-Está muy traído por los pelos.

-Tenemos dos posibilidades –respondió Azpíriz, sin desanimarse-: Una: el manco suplantó a una persona que se llamaba José Durán Grisca, a la que difícilmente encontraremos. O bien: en el proceso de conseguirse una identidad nueva, a nuestro amigo le pudo el orgullo. No quiso renunciar a su apellido, para él muy preciado. Lo cual sería coherente con su «profesión». Es un pistolero, y le gusta pensar que viene de una estirpe de pistoleros.

Tosió levemente. Solía ser su señal de que había terminado su exposición.

-Además, ¿qué perdemos? Seguir la pista de todos los Gómez del país nos

79 El llamado Sindicato Libre era la organización sindical enemiga de la CNT. Estaba

formada sobre todo por trabajadores de ideología carlista y conservadora y, al igual que los anarcosindicalistas, tenía pistoleros en su seno.

80 Los otros tres fueron Fulgencio Vera, Ángel Coll y Carles Baldrich.

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llevaría un siglo. Pero, ¿y los Grisca? Además, si yo tengo razón, sabemos el hilo de donde tenemos que tirar…

La teoría de Azpíriz tomó cuerpo algunas semanas después, entrado ya el año 1958. A la policía de Barcelona le costó trabajo desempolvar viejos atestados y seguir la pista de aquel Fulgencio Grisca que una mañana de noviembre de 1920 había matado a un diputado en Barcelona. También fue trabajoso, una vez encontrado el hilo, sumergirse en la siempre procelosa caterva de hermanos y primos. Luján seguía las investigaciones por teléfono. El resto fue intuición. Cuando un día le llamaron de Barcelona y le informaron de que habían descubierto a un sobrino Grisca muerto en un tiroteo con la policía tras intentar atracar un banco, supo que ésa era la línea que tenía que seguir. Cuando la policía de Barcelona le informó de que de los tres hermanos de aquel hombre había uno del que nada se sabía, supo que le estaban hablando de su hombre. Principiado febrero tomó un tren y se fue a Barcelona. Allí participó en el interrogatorio del único hermano vivo de su objetivo, pues el otro había muerto en la guerra. Se llamaba Pedro Grisca. Tenía una mercería en el centro y les convenció de ser un probo ciudadano. De hecho, el recuerdo de su hermano y de su tío, el del Libre como él lo llamaba, no parecía gustarle demasiado.

Una entrevista más que, sin embargo, habría de ser fundamental en la investigación del caso López.

-Armando y Carlos… mis hermanos, ¿sabe?, eran así como uña y carne. Pero a Carlos lo mataron.

Pedro Grisca bajó la cabeza. Sabía bien que las personas que le estaban interrogando eran, en el fondo, las mismas que habían cometido aquella acción de la que él hablaba.

-¿Eran compinches?

-Algo así –contestó el hombre, con un rictus de escepticismo-. Armando era mucho mayor que Carlos, así pues no le dejaba ir con él a, er, bueno, a todas esas cosas a las que él iba.

-¿Lo hacían por dinero?

El testigo se alzó de hombros.

-No sé. Quizá. Dinero, poder… O sea, decían que el dinero lo corrompía todo, pero luego ellos se corrompían por él. No sé…

Carlos Luján entendió aquella respuesta. Un modelo típico de la época.

-Pero no eran propiamente anarquistas.

-¿Del sindicato, y eso? No, no, qué va –el hombre negaba casi con violencia-. Ellos decían que eran ellos, que las organizaciones todas acaban imponiéndose al individuo. Esas cosas…

Luján se sentó frente al hombre y le ofreció un cigarrillo. El testigo no habría agradecido con más pasión que le hubiese regalado mil pesetas.

-¿Son ustedes del mismo Barcelona?

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-De Hospitalet –contestó el hombre-. Un barrio ya en el campo, asimilado a la ciudad. Ellos querían levantar allí un ateneo, comenzar desde ahí. Decían que todo lo que hacían era para eso. Pero, claro, cuando eran más jóvenes.

-Luego…

-Luego Armando comenzó a ver la peseta. Se alquiló de matón, comenzó a dar golpes cada vez más ambiciosos. Y vino lo del banco.

-¿Y Carlos?

De nuevo, se alzó de hombres.

-Para cuando mi hermano murió, yo tenía ya veinte años. Me había casado ese año. Estaba en Barcelona y Carlos seguía en Hospitalet, aunque yo me traje a mi madre y allí no le quedó nadie. Un día se presentó en casa y dijo que se iba.

-¿A Madrid?

-No lo dijo.

-¿Y eso fue?

-En el 32. Septiembre del 32.

-¿Y no ha vuelto a saber de él?

-Sí. Bueno, en la guerra, no. Cuando estalló la guerra no sabía si estaba vivo o muerto ni dónde estaba. Pero apareció en el invierno del 38. Llevaba galones republicanos, de teniente, y había perdido el brazo. Discutimos.

-¿Por qué?

Pedro Grisca, más que fumar, devoraba su cigarrillo.

-Yo quería marcharme. A Francia. No había hecho nada. Tan sólo responder a la leva cuando llegó. De soldado me pegaron un tiro en el pie, fue una suerte. Veinticinco años y en casa. Pero se decían tantas cosas… No sé. Los moros…

Luján hizo un gesto con la mano, como intentando señalarle que no importaba que hubiese criticado a las gloriosas tropas de Franco; que pasara página y siguiese hablando. Eso tranquilizó al hombre.

-Carlos apareció por casa con su uniforme de teniente y modos de quien tiene la situación totalmente controlada. Aparcó un coche de la hostia a la puerta de mi casa en una ciudad en la que alguien que tuviese una bicicleta era ya el mandarín de la China. Repartió unas butifarras que nosotros habíamos olvidado que existían.

-Un republicano próspero…

-Sí. Pero raro. Porque todos los… republicanos prósperos, como usted les ha llamado, en aquel invierno, iban en dirección a Figueras primero, y a la frontera

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después. Para entonces lo del Ebro ya se había ido al carajo81. Todos huían a Francia. Menos Carlos.

Luján sonrió. Le ofreció otro cigarrillo.

-Déjeme seguir a mí. Su hermano le contó que el futuro estaba en Madrid, no en el exilio. Le dijo que había hecho contactos. Que lo tenía todo previsto.

Pedro Grisca miró a Carlos Luján con los ojos muy abiertos e, incluso, empalideció.

-Me… -balbució-… me dijo que la guerra era absurda. Que había descubierto que en ambos bandos había gentes iguales. Con las mismas ideas. Que todo había sido una conspiración para joder a los obreros. Que en la España nacional había una revolución en marcha…

-Y le invitó a unirse a ella.

Grisca no contestó. Parecía ensimismado en su pensamiento, en su discurso.

-Yo quería abandonar Barcelona. Pero… ¡para ir a Madrid! Lo que más me jodió es que ni siquiera se avino a ayudarme a sacar a mi mujer y a mi hija. Lo mandé a la mierda. Me miró con sonrisa de chulo, se dio la vuelta y desapareció. Juro que no lo he vuelto a ver.

Para entonces, Pedro Grisca estaba al borde de las lágrimas. Carlos Luján no estaba allí para presionarlo, así que lo dejó fumar un rato mientras pensaba en lo que le acababan de contar. Luego, cuando le vio más tranquilo, metió la mano en su gabán y buscó en un bolsillo interior un mazo de documentos que se había acostumbrado a llevar siempre consigo. Eran la partida de nacimiento de Julio Cendoya, que ahora sabía falsa; una foto del propio Cendoya obtenida de su expediente de divisionario; otra del cadáver de Higinio Longares; y, por supuesto, las pruebas que había encontrado en la casa de Anselmo López. Lo llevaba todo encima, atado con una goma, consciente de que le podía hacer falta con algunos testigos. Por ejemplo, Pedro Grisca.

Quería enseñarle la foto de Julio Cendoya.

-Sólo una cosa más. Aquel día, en 1938, ¿iba solo su hermano?

-No –contestó el hombre, más tranquilo-. Había otra persona con él.

Carlos Luján desató los documentos. Al ir a sacar la foto de Cendoya, se le resbalaron y cayeron todos sobre la mesa. Chasqueando la lengua con fastidio, tomó la foto de Cendoya y se la presentó.

-¿Era éste el hombre que lo acompañaba?

Pedro Grisca remiró la foto con atención. Luego negó con firmeza.

-No, no. Seguro que no.

81 La batalla del Ebro.

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Luján suspiró. Al menos, había que intentarlo. Comenzó a recoger sus documentos. Pero, repentinamente, lo que escuchó le heló el espinazo.

-No era ése –decía Pedro Grisca-. Era éste.

El dedo de Pedro Grisca estaba posado sobre la foto en la que dos hombres, uno maduro y gordo y otro joven y fibroso, posaban sonrientes en la calle Alcalá, con la Gran Vía al fondo.

Y señalaba a Anselmo López.

Además de la revelación sorprendente de que, en los últimos meses de 1938, Anselmo López había tomado ya contacto con el grupo de Julio Cendoya o tal vez formaba parte de él, Pedro Grisca dio, sin querer, la pista para su localización. Conforme las terminales de la policía franquista que vigilaban de cerca a la oposición en el extranjero, sobre todo en Francia, negaron que hubiese aparecido por allí ningún opositor manco que respondiese a la descripción de José Durán o Carlos Grisca, Carlos Luján se fue dando cuenta de que se había quedado en España. Lo cual era lógico. A esas alturas de la investigación ya sabía lo suficiente del grupo de Cendoya como para entender que no estaría ligado a grandes estructuras de oposición. Estaban tratando con personas muy individualistas que iban completamente a lo suyo. Lo habían hecho durante la guerra, y después también. Carlos Grisca no podía esperar que ni en París ni en ningún otro lugar del mundo las organizaciones de rojos se la fueran a jugar por él; probablemente, no lo conocerían demasiado y, en todo caso, no era de los suyos.

Rebollo no opinaba lo mismo. En interminables conversaciones con Luján, terminaba una y otra vez explicando lo de la organización por células. El terrorismo se compone de células que apenas se conocen porque ese desconocimiento es un seguro de vida para los activistas cuando alguno es capturado. Así pues, las organizaciones terroristas son ampliamente autónomas, por lo que no es de extrañar que el manco Grisca pareciese estar aislado, sin que eso, necesariamente, fuese a significar que estaba solo.

-Está claro que hemos golpeado la célula –argumentaba Rebollo-. No sabemos si Cendoya está vivo. Pero sí nos hemos cargado a Reparaz, hemos localizado sus apoyos más o menos bienintencionados en el falangismo, hemos desmantelado sus excursioncitas y, por último, el hermano de Cendoya, Longares, si alguna vez estuvo con ellos, está más que evidentemente muerto. Pero los supervivientes intentarán salir de España para reagruparse con otros opositores rojos.

Luján no era de esa opinión. La conversación con Pedro Grisca le había hecho pensar mucho. Había algo en la forma de actuar de Carlos Grisca que no acababa de tener lógica. Les habían contado que Cendoya montó un operativo para salvarse en un Madrid sitiado, ofreciéndose a traicionar a las fuerzas de la República contándole a los franquistas cuáles eran los puntos fundamentales de las defensas de la ciudad. Esto, se decía Luján, es lo que haría alguien que está acorralado.

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Pero Carlos Grisca y Anselmo López no estaban acorralados.

En efecto: Carlos Grisca y Anselmo López se encontraban, en las últimas semanas de 1938, a escasos kilómetros de la frontera francesa. Tenían lo que entonces no tenía nadie para llegar allí: un coche. Disponían de alimentos, de galones, de uniformes, de armas y de poder. Cualquier persona en esas circunstancias huiría del país. Pero no ellos. Ellos querían quedarse en España o, más concretamente, volver a Madrid.

-¡Aquel hombre te lo explicó! –Protestaba, en ese punto de la conversación, Rebollo- Habían llegado ya al pacto con los quintacolumnistas. No querían ir a Francia, a un destino incierto.

-¿Tan cierto era su destino en Madrid? –Respondía Luján- Por Dios, Rebollo: regresando a Madrid, asumían unos riesgos de cojones.

-En ese caso, ¿cuál crees tú que era esa fuerza que los mantenía unidos a Madrid?

-Joder, Rebollo. Si supiera eso, habría resuelto el caso Anselmo López.

En todo caso, la información dada por Pedro Grisca terminaba de confirmar algo: la relación de López con Lucía Odriozola no fue casual. Lucía era durante la guerra la novia de Julio Cendoya, el cual era un oficial de Carabineros al mano del cual había un grupo de personas entre las cuales estaba Carlos Grisca y, probablemente, Anselmo López. Era, pues, imposible que no se conociesen.

-No te precipites, Luján –le decía Rebollo en este punto-. Sólo sabes que Anselmo López conocía a Carlos Grisca a finales del 38. No sabes ni que fuesen compañeros, ni que ambos tuviesen relación con Cendoya. Pero debo reconocer que es la hipótesis más lógica.

-Y más ilógica, a la vez –respondía Luján-. Porque si Anselmo López tenía miedo de que su pasado volviese y en el pasado de la guerra tuvo relación con este grupo, parece lógico imaginar que era a ellos a quienes temía. Pero, si les temía, ¿por qué se dejaba vigilar tan estrechamente por alguien que sabía vinculada a ellos?

Todas estas discusiones e hipótesis terminaban en la necesidad imperiosa de dar con el manco Grisca. Si era Rebollo quien tenía razón y estaba para entonces en Tolouse, en París o en México, la cosa se complicaba aunque, como también solía decir el inspector, «para el brazo de Franco no hay nada imposible». Luján, en cambio, siguió creyendo en la hipótesis de que hubiese permanecido en España, escondido y, quizá, falto de apoyos. Y fue por creer en ella y querer confirmarla que acabó cayendo en la cuenta de algo que había dicho su hermano.

Hospitalet. Un barrio remoto. Un ateneo. Siempre quisieron empezar por ahí.

La gran ventaja con un tullido es que es más fácil de encontrar. La policía localizó a Carlos Grisca no muy lejos de donde había estado la casa de sus padres y le siguió durante dos semanas. Se hicieron extensos informes sobre su vida, que resultó ser muy ordenada, casi cronometrada. Vivía de dar clases particulares y las horas de éstas regían su vida con precisión matemática. Su semana laboral terminaba los jueves por la tarde, muy cerca de su casa. Invariablemente, al salir del domicilio del

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muchacho al que explicaba ciencias naturales, se tomaba dos chatos de vino en una taberna frente a su domicilio.

Principiaba marzo de 1958 la tarde que Ismael Rebollo y Carlos Luján entraron en aquella taberna. Rápidamente contaron los parroquianos; siete. Se colocaron en el extremo de la U que formaba la barra, justo enfrente de la puerta de salida. Estaban a menos de metro y medio de José Durán, o Carlos Grisca, quien en ese momento bebía de su primer chato de vino.

Había sido idea de Rebollo. Carlos Grisca era considerado un hombre muy peligroso. Lucía Odriozola sólo era una mujer, pero aquel hombre había conseguido reducirla y hacerla esperar su muerte sin apenas reaccionar, lo cual demostraba que sabía lo que hacía y sabía hacerlo. Tenía que ser una operación limpia y, además, era básico trincar al sospechoso vivo para poder interrogarlo. Para todo eso, Rebollo necesitaba verlo de cerca, saber cómo estaba de pertrechado.

Carlos Grisca les miró a ambos con un deje de extrañeza en los ojos. También habían previsto eso. Estaba en un pequeño barrio de una pequeña ciudad catalana. Sería más que probable que hiciese semanas que allí no entraba alguien distinto de los parroquianos habituales. Habían hablado de ello y, por eso, Luján fue tranquilo testigo de cómo su compañero siguió el guión a la perfección.

-Señor, ¿podría decirme si hay por aquí una tienda de ropa que se llama Márquez?

Carlos Grisca simuló sinceridad es sus esfuerzos por recordar.

-No, la verdad. ¿Ha interrogado usted a Marco, el del quiosco? Si no lo sabe él, no lo sabe nadie.

Rebollo le dio las gracias, apuró su vino, pagó y salió del establecimiento seguido de Luján.

-Ya sé todo lo que tenía que saber –informó.

Estudiaron la casa de Grisca. Comprobaron que si subía a la azotea, podía saltar a la casa de enfrente, porque la calle era muy estrecha. Era un salto muy expuesto para un manco, pero posible. Así pues, Rebollo ordenó a Luján que tomase tres policías armados, subiese a la terraza del edificio de enfrente y cerrase desde ahí una posible huida. Rebollo iría de frente por la puerta.

Se hacía de noche. Silencio. El ritmo de la vida detenido y apenas el murmullo de alguna radio en la lejanía. Luján contaba los segundos. Deseaba que el operativo terminase. Eso significaría tener a Grisca en sus manos. Un hombre que, claramente, conocía el pasado de Anselmo López, la auténtica piedra filosofal de todo aquel caso. Se decía que ni esperaría, que esa misma noche procedería al interrogatorio. Y todo se había hecho a las mil maravillas. Habían llegado hasta la misma puerta de su casa sin que sospechase nada.

¿Perfecto?

Esta misma noche. Esta misma noche, ¿qué?

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El interrogatorio.

Grisca no se había dado cuenta de nada. ¿De nada?

Luján pensaba. No dejaba de pensar.

La gente normal no interroga. La gente normal pregunta.

Sólo interrogan los policías.

Expiró todo el aire que tenía. Se irguió. Corrió hacia el borde de la terraza. Miró su reloj. Las nueve y ocho. El operativo se había fijado para las nueve y cinco.

Tomó aire y gritó con todas sus fuerzas.

-¡Isma…!

Pero no terminó. La explosión cortó su grito y le catapultó tres o cuatro metros hacia atrás.

La onda expansiva impactó sobre Rebollo de perfil. Ésta es la razón, según los forenses, de que el cadáver estuviese tuerto. El ojo del lado del cual estalló la bomba se salió de su cuenca y dejó un negro agujero que parecía mucho más grande que un ojo. El otro ojo, abierto, todavía parecía mirar a Carlos Luján cuando éste se presentó en el Instituto Anatómico Forense.

Los terroristas anarquistas eran, a decir de los policías que sabían de ello, los más capaces de suicidarse en el caso de saberse acorralados. Otros activistas quizá tenían más apego a sus vidas o menos miedo de las palizas y torturas. Por lo tanto, la hipótesis de que Carlos Grisca decidiese matarse no era en modo alguno descartable; el error estuvo en juzgar que no se había dado cuenta de que había sido localizado.

Obviamente, nadie supo nunca si de días atrás ya sospechaba algo, o todo ocurrió cuando Rebollo se dirigió a él para preguntarle. Lo que sí parece claro es que con su respuesta aparentemente insulsa, Grisca se dio cuenta de que estaba ante dos policías y decidió actuar en consecuencia. Los esperó con la bomba en la mano y, cuando sintió que llamaban a la puerta, se limitó a quitar la espoleta.

De lo poco que se pudo recuperar en su casa, nada fue relevante para el caso.

Carlos Luján lloró lágrimas sinceras por la vida de Ismael Rebollo. Su mujer lo encontraba de madrugada en el salón de su casa, fumando en silencio sin encender las luces. Simplemente, sin dormir. Cuando estaba solo en casa, Carlos Luján entraba en el dormitorio y buscaba en el cajón de su armario la tarjeta de La Aromática encontrada un día en el expediente de Lucía Odriozola. De repente, aquella tarjeta le pesaba como un pecado mortal. No se arrepentía de haberla guardado; pero se daba cuenta de que siempre había contado con que terminaría por confesarle a Rebollo esa decisión suya; quizá el día que Franco dejase de fusilar. De alguna manera, se sentía en deuda. Qué él supiera, Ismael Rebollo siempre le había sido fiel, pero eso es algo que no se podía decir de él mismo. Lo había hecho por proteger a una mujer sobre cuya suerte se sentía, de alguna forma, responsable; y, sin embargo, no le había servido de nada, porque esa mujer había terminado con una bala en la cabeza; y el hombre que la había disparado también había terminado por matar a Rebollo.

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Ismael Rebollo, traicionado por el propio Luján. Lucía Odriozola, falsamente protegida por él. Léntulo Sediles, quien también perdió la vida por su causa. Todos muertos. Y el caso, casi como el primer día, mientras Franco esperaba en El Pardo. No me decepcione, Luján. Y él ni siquiera sabía qué podía hacer para no decepcionar a su Jefe.

Antes de que terminase el mes de abril de 1958, aquél en el que se cumplían diez años del descubrimiento del cadáver de Anselmo López, Carlos Luján tomó una determinación. Se la comunicó con frialdad a su mujer, Laura, quien la escuchó sin protestar; y en los cinco días posteriores, además de no protestar, tampoco le dirigió la palabra. Luján era muy consciente de su dolor. Tenían una casa en el centro, él una carrera prometedora, una posición preeminente en la Brigada, y juventud. En esas circunstancias, cualquiera seguiría en la carrera. Lejos de ello, Luján había estudiado el mapa de España, había escogido una capital de provincia pequeña y a más de siete horas de coche, y había solicitado el traslado.

No sabía si el brazo de Franco sería tan largo y tan interesado como para enterarse de que la persona encomendada del caso López se quería ir al culo del mundo. Tampoco le importaba demasiado. Se imaginaba a sí mismo de nuevo en El Pardo. Se veía a sí mismo diciendo: «Mi General: la célula terrorista que quizá usted temió que intentase matarle está desarticulada; hay un terrorista huido cuya movilidad es nula, y el otro, su jefe, es un fantasma de cuya vida ni siquiera estamos seguros, pues en el lago Ilmen apenas tuvo una oportunidad entre cien mil de sobrevivir. El caso Anselmo López no se resolverá nunca, pero yo he cumplido con mi deber, y he protegido su vida». Se repitió tantas veces estas palabras que llegó a creer que las había pronunciado de verdad. Que ya había estado con Franco. Pero Franco nunca le llamó. Quizá por eso, Carlos Luján nunca abandonó el caso Anselmo López; nunca recibió la orden de hacerlo.

En mayo, sin embargo, su vida se había convertido en un hecho amargo. Llegaba a casa temprano, abandonado el hábito de trabajar lo que hiciera falta para dejar los asuntos bien arreglados en cada jornada, y se encontraba a su mujer trajinando ropa en maletas y baúles, mientras lloraba sin ruido. El pequeño Bruno daba vueltas por la casa como a medio gas; percibía la tristeza de su madre y, aunque no la comprendía, parecía imbuido de cierto sentimiento de solidaridad hacia ella. Luján la miraba fumando desde el sillón, tratando de buscar algo que decirle, sin éxito.

Uno de esos días de mayo, sin embargo, al llegar Luján a la Brigada, se encontró a su comisario esperándolo. Desde que se jubilase el primero de sus jefes, por la dirección de aquel grupo de la Brigada de Investigación Criminal habían pasado dos o tres comisarios; aquel último se llamaba Sánchez y era un tipo grande, ancho y silencioso con el que Luján, crecientemente autónomo a causa de la cercanía de Rebollo, apenas había intimado. Sin embargo, Luján sabía lo suficiente de Sánchez como para ponerse en guardia; en todo el tiempo que habían trabajado juntos, Sánchez jamás había llegado al trabajo antes que él.

-¡Ah, Luján! ¿Ha llegado usted ya?

A pesar de ser una pregunta retórica, Luján contestó afirmativamente.

-Me alegro. Nos han citado, y debemos salir ya si queremos llegar a la hora.

Sánchez le alargó el sombrero que Luján acababa de dejar sobre la mesa. El

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inspector asumió que sería algo relacionado con su traslado, así que salió detrás de su jefe, rogando porque esa misma mañana estuviese todo resuelto.

En la puerta esperaba un coche celular. Sánchez se sentó junto al conductor y Luján detrás, en el sitio habitual de los delincuentes. La situación le inquietó un poco. Pero si algo había aprendido con Ismael Rebollo, era a no tomar decisiones precipitadas.

El coche condujo suavemente por Madrid en dirección al Palacio Real, luego tomó hacia la plaza de España y, una vez allí, remontó la calle de la Princesa hasta llegar a Moncloa y al Ministerio del Aire, construido donde antes estuvo la Cárcel Modelo de Madrid.

El coche entró en el recinto del ministerio y Luján escuchó a Sánchez dar instrucciones al policía conductor para que buscase un sitio para parar.

-¿Qué hemos venido nosotros a hacer al Ministerio del Aire? –Preguntó Luján.

-No lo sé –confesó su jefe-. Ayer fuimos citados aquí, y eso es todo lo que sé.

Luján trató de no construirse prejuicios. Al fin y al cabo, la policía es necesaria en todas partes. Quien dice el Ministerio del Aire dice cualquier otro sitio.

Después de haberse identificado en la entrada mediante un papel timbrado que el comisario traía consigo, un soldado jovencísimo les guió por un dédalo de pasillos. Subieron escaleras dos veces. Finalmente llegaron a un pasillo que era igual que otros siete u ocho anteriores y se pararon frente a una doble puerta. Ahí, el soldado se paró frente al comisario y, tras juntar los talones sin ruido, informó:

-Es aquí.

-Está bien –dijo Sánchez-. Pero no se vaya. Me tiene que sacar de aquí.

Luján miró a su jefe. Inmediatamente, se dio cuenta de que era inútil intentar preguntarle por qué se marchaba sin entrar. De alguna forma, ya se había acostumbrado a todas estas cosas tan extraordinarias.

Llamó a la puerta. Una voz ligeramente aguda le indicó que podía pasar.

Dentro del amplio despacho encontró a un hombre entrado en años, vestido de paisano. Al darle la mano, le sonrió con afectación, con un gesto de felicidad tan exagerado que más parecía propio de un sacerdote que de un militar. Le invitó a sentarse en un sillón y le ofreció coñac de una botella que estaba en la mesita justo delante de sus rodillas, acompañada por dos copas balón.

-Estoy de servicio –dijo Luján.

-Yo también –dijo el hombre, mientras se servía su copa.

El habano sí lo aceptó. Normalmente, Luján sólo fumaba puros en fiestas y celebraciones, pero, aparte de apreciar que era un cigarro de calidad, juzgó necesario no dar la impresión de estar totalmente a la defensiva.

El hombre encendió otro cigarro y dio un largo trago de su copa. Después de

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eso, pareció relajarse en su sillón.

-Bueno, bueno, bueno –terminó por decir, con tono suave-. Así que usted es el famoso inspector Luján.

-Me gustaría darle la réplica oportuna –contestó Luján-. Pero, lamentablemente, todavía no me ha dicho quién es.

El hombre rió divertido, incluso palmeándose un muslo. Luego se alzó de hombros.

-Qué quiere que le diga. No puedo contarle demasiado sobre mí.

-Lo había imaginado.

El hombre pareció recordar algo.

-Hábleme de la guerra.

-¿Qué guerra?

El hombre río de nuevo. Pero no hizo el menor comentario. Se quedó mirando a Luján desde detrás de su enorme copa, mientras tomaba un largo sorbo.

-No sé qué contarle. Yo era un crío.

-Su tío murió en Francia.

-De pena, sí.

-Y a su suegro tampoco le fue muy bien.

-Más bien al padre de mi suegro. Pero no sé qué necesita que le cuente.

-Pues lo que siente.

-¿Lo que siento?

-Lo que siente, Luján.

El inspector aspiró una gran bocanada del puro. El humo anegando sus pulmones casi le mareó.

-No sé. Alivio. Por fin amaneció, ¿no?

-Dígamelo usted.

Luján se echó hacia atrás en el sillón. Sentía la incomodidad en la boca del estómago.

-¿Es esta entrevista un examen de fidelidad al Movimiento Nacional, o algo así?

Esta vez, el hombre sólo sonrió.

-Las personas sobre cuya fidelidad existe una mínima duda –dijo- no llegan ni

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al principio de este pasillo. No estoy hablando con usted de fidelidad, Luján.

El hombre se metió dos dedos en la boca y sacó pequeños trozos de puro que tenía pegados a su lengua.

-Esta entrevista trata de compromiso. Porque todos podemos ser fieles. Pero eso no quiere decir que nos comprometamos.

-¿Comprometernos? ¿A qué?

La sonrisa había desaparecido del rostro del hombre.

-Voy a contarle una historia, Luján. Hace ahora algunos años, para ser más exactos el 17 de mayo de 1947, el Caudillo fue a Barcelona. Ha ido muchas veces y volverá a ir las que hagan falta, entre otras cosas porque este país es nuestro, y a nosotros nadie nos encierra.

A quién se refería exactamente con «nosotros», no lo explicó.

-Aquella visita fue especial porque, menos de un día antes de un acto público que estaba previsto en la plaza de Colón, un joven policía, infiltrado en redes anarquistas de Barcelona, se enteró de que un grupo denominado Los Anónimos había decidido matar a Franco aquel día82; todo fue cosa de un terrorista ácrata llamado Domingo Ibars. Los terroristas habían fabricado unas pequeñas bombas que llevaban en carteras. Iban vestidos de burgueses y estaban mezclados entre la multitud que esperaba a Franco para vitorearlo. Probablemente, aquellos terroristas estaban dispuestos a morir en el atentado si era preciso. Creo que eso no le costará creerlo.

-No, desde luego.

-Casi no había tiempo –continuó el hombre-. Ya le he dicho que el policía consiguió la información cuando apenas quedaban horas para el acto. De hecho, no fue hasta algunos minutos antes de la llegada prevista de Franco que se pudo sospechar de dos activistas, al pie de la estatua de Colón, todos ellos mezclados con la gente con sus carteras. Se dio cuenta de que si intentaban detenerlos sería una carnicería. Si los terroristas activaban las bombas al verse descubiertos, un montón de gente a su alrededor moriría. Y también la policía enviada para prenderlos.

-Pero si no hacía nada, Franco llegaría e intentarían matarlo.

-Exacto. Y usted ya vivió lo de El Escorial, en noviembre pasado. Franco no es de los que vuelven grupas. Y la pieza era jugosa: Franco, don Blas Pérez83, el general Solchaga84, monseñorr Mondegro85, Baeza Alegría86, Rodríguez Martínez87 y hasta el

82 Se sabe que el grupo de Los Anónimos estaba fundamentalmente formado por maquis andaluces que habían abandonado las sierras del sur ante la presión policial.

83 Ministro de la gobernación.

84 Gobernador militar.

85 Titular de la diócesis.

86 Eduardo Baeza Alegría, gobernador civil de Barcelona.

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jefe Chinchilla88. Con haber hecho un par de plenos, los rojos habrían tenido el día.

Luján fumó, tratando de construir la escena en su cabeza.

-¿Qué habría hecho usted, Luján?

El inspector negó con la cabeza.

-No lo sé, la verdad.

-No, por favor. No conteste eso.

-¿Por qué?

-Porque si contesta eso, esta entrevista habrá terminado.

Luján se quedó mirando a su interlocutor. Escuchando una voz en su interior. Una voz que decía: es que yo quiero que termine ya. Nunca consiguió comprenderse del todo a sí mismo; nunca llegó a saber muy bien quién habló por su boca.

-¿Hubiera sido posible un cambio de itinerario?

El hombre negó.

-Demasiado tarde.

-Entonces, no había más remedio que inventar algo para evitar que los terroristas llevasen a cabo su plan.

El hombre sonrió, se inclinó hacia Luján y le palmeó una rodilla.

-Justo, Luján. Justo. Niños.

-¿Niños?

-Niños, sí. Montones de niños. Rodeando al Caudillo. Una escena conmovedora. Varios colegios enteros que habían acudido a ver a Franco caminando junto a su coche calle abajo. Y funcionó. Los terroristas, entre tanta gente, consiguieron escabullirse. Pero se llevaron sus bombas. Y, de todas formas, les dio igual, porque sólo tres días después detuvimos a tantos anarquistas en Cataluña que nos faltaban calabozos. Cayeron los comités de Barcelona, de Gerona, de Tarragona, de los metalúrgicos, de la construcción, química, textil, transporte, piel, espectáculos, los sindicatos de ladrilleros, de vidrieros, de artes gráficas, de energía. Todos.

Luján seguía viendo la escena en su cabeza. Cuando la borró, el hombre le miraba con curiosidad.

-¿Por qué me cuenta esto?

87 Director General de Seguridad.

88 Manuel Chinchilla, en aquel entonces jefe superior de policía de Barcelona.

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-Por dos razones –contestó el hombre-: La primera, para convencerle de algo que yo mismo negaré fuera de este despacho: la guerra no ha terminado. Hicimos cautivo al ejército rojo y lo desarmamos, y también alcanzamos nuestros últimos objetivos; pero no por eso la guerra ha terminado.

Por alguna razón que no entendía, Luján no se sintió ni sorprendido ni impresionado por aquellas palabras.

-¿Y la segunda?

El hombre se tomó unos segundos para responder.

-Porque necesito saber si usted tendría huevos de hacer lo mismo. De coger decenas de niños y colocarlos como un escudo. De salvar al Caudillo a cualquier precio.

Carlos Luján sopesó la respuesta durante segundos que duraron horas. Su cerebro le decía que no tenía respuesta para esa pregunta. Pero del sótano de su memoria llegaban gritos. Los gritos del hambre, del miedo. Los ojos de la joven Laura que él aprendió a amar, ojos que esculpían la incertidumbre de seguir viva en el siguiente amanecer. El dolor de saberla angustiada y la impotencia de no poder protegerla de ello. Luego los discursos, las lecturas; los arengas de los maestros, la dulce seguridad del patio de la Academia.

Del sótano de su memoria llegaban gritos. Y él necesitaba acallarlos.

-Proteger al Caudillo –terminó por decir, muy lentamente- no es una opción.

-Es una orden.

-Es una orden, sí.

El hombre mayor sonrió complacido. Aunque su rostro mutó rápidamente hacia el disgusto.

Tomó un papel de la mesita. Carlos Luján había adquirido la habilidad de leer incluso del revés, como estaba aquél. Encontró su foto y no tardó en darse cuenta de que era la concesión de su traslado.

-Una persona con su fidelidad, y sus habilidades, ¿por qué quiere marcharse a… -el hombre pareció necesitar aire para seguir-; por qué quiere irse tan lejos?

Luján apretó sus manos, entrelazadas. Notó que un nudo se subía a su garganta. Llevaba días, si no semanas, en los que prácticamente no hacía otra cosa que plantearse esa misma pregunta, y contestarla.

-A mi alrededor, la gente muere.

El hombre le miró con conmiseración.

-Entiendo. Se refiere a Rebollo. Y a aquel hombre de su infancia, el informador…

-Sediles.

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Y Lucía, pensó para sus adentros. También ella.

-Sediles, sí… No puedo decirle nada de eso. En cuanto a Rebollo, creo que es mi deber recordarle, y digo recordarle porque estoy seguro que usted ya lo sabe, que siempre supo que corría el riesgo de morir como murió. Y que lo aceptaba.

Luján no contestó. Trataba de recordar a su amigo sonriéndole alguna vez.

-Incluso aquel día, en Barcelona –continuó el hombre-. Sabiendo lo que sabía, no se separó del Caudillo ni medio metro. Habría muerto con él, y lo sabía.

Luján se sintió anonadado por la sorpresa.

-Había… había asumido que el joven policía de su historia era usted.

El hombre rió.

-Yo, amigo Luján, no soy policía. Me decepciona que no lo haya adivinado todavía. Quien era joven, y policía, en 1947, era su compañero Rebollo. Entonces era un miembro más de la Brigada de Investigación Criminal, pero su actuación quedó anotada. Además, a él le sirvió para darse cuenta de que cuál era su verdadera vocación. Luchar contra el crimen con mayúsculas, el crimen que se quiere cometer contra la Patria.

Luján suspiró.

-Me temo que yo no he tenido la misma visión que él. Es otra la vida que deseo.

-Lo entiendo. Pero a veces, Luján, no escogemos. Cualquier persona inteligente sabe que, aquel día en Barcelona, no estábamos en condiciones de decidir proteger la vida de los niños a toda costa. A mi guerra le hacen falta soldados como usted; y no puedo reclutarlos por obligación. Con desgana, usted no me sirve de nada.

-Entonces –contestó Luján, con voz ronca-, creo que no tenemos nada que hablar.

El hombre mayor alzó las manos, en un gesto de resignación, y se palmeó las rodillas con ellas. Luego se levantó, sonrió de nuevo, y estrechó la mano de Luján, en pie frente a él. Sólo que el apretón fue muy largo, más largo de lo normal; y, una vez terminado, el hombre seguía agarrando la mano de Luján.

-¿Me permite que le haga un regalo, antes de irse? Para que lo disfrute en su nuevo destino, pues tendrá muchas tardes para ello…

Luján asintió sin palabras.

-En noviembre de 1956 –el hombre casi susurraba- murió en París Juan Negrín. Ya sabe. El de los trece puntos de la mala suerte89. Quizá le guste saber que había sido expulsado del Partido Socialista.

89 Es una referencia sarcástica al documento de 13 puntos con que Negrín trató de

terminar la guerra en 1938.

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-No lo sabía –contestó Luján, con rictus de desprecio en los labios-, pero lo cierto es que me da igual.

El viejo sonrió.

-Negrín fue el cabrón del oro. Ya sabe, el ministro de Hacienda que decretó el traslado de nuestro oro a Moscú, del que ya nunca más se supo.

-Eso sí que lo sé bien.

-Dado que no sabía lo de la expulsión, no estará muy entonado en las maravillosas relaciones que han tenido los jerifaltes de la República desde el día que les echamos de sus poltronas –continuó el hombre-. Y no le voy a aburrir porque ya me ha dicho que no le interesa; pero es importante que, para lo que le voy a contar, retenga el dato de que los diferentes grupos políticos están enfrentados entre ellos, y el Partido Socialista tiene divisiones internas; fundamentalmente, entre la gente de Prieto y la gente de Negrín. No se pueden ni ver.

Luján se alzó de hombros, por toda respuesta.

-Negrín nunca se fió de Prieto. La verdad es que, desde el primer día de la posguerra, han estado peleando por el dinero. Porque se llevaron mucho dinero de aquí. Y uno de los campos de batalla es el asuntillo del oro. Negrín se negó sistemáticamente a dar cuenta de la gestión del oro frente al gobierno republicano en el exilio y, a su muerte, su hijo hizo algo realmente inesperado.

Luján estrechó la mirada.

-Lo recuerdo, ahora que lo dice. Los periódicos lo publicaron. Hizo llegar la documentación a Madrid.

-En efecto. Se lo contó todo a Franco. Todo.

El viejo soltó la mano de Luján. De todas formas, éste ya no tenía intención de marcharse.

-Nos llevó semanas compilar la documentación y cotejarla. Decenas de técnicos trabajaron día y noche en el Banco de España. Y, aunque en vida cometiese tantos pecados de procomunismo, creo que es justo reconocer que Negrín demostró que no mentía. Su documentación cuadra. El oro desplazado se corresponde con los pagos librados a la URSS a cambio de armas y servicios bélicos. Cuadra casi al céntimo. Casi.

El viejo le guiñó un ojo a Luján. El inspector sintió que su estómago ardía.

-Exactamente, ¿en qué cantidad no cuadra?

El viejo sonrió tristemente, y miró a Luján casi con compasión.

-Inspector Luján, no se ofenda, pero ésa es una información que nadie compartiría con un inspector policial de provincias.

Luego extendió un brazo en dirección al sillón donde el policía había estado sentado.

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-¿Nos sentamos de nuevo?

Luján tomó aire. Trató de pensar por encima de la batahola que su corazón y su cerebro tenían montada dentro de su cabeza.

-¿Podría saber qué es lo que seré, en lugar de inspector de provincias, si me siento?

El viejo rió brevemente.

-Ya sé que los de la Político-Social no tienen buena fama entre otros policías. Pero no se preocupe. Usted estará, ¿cómo se dice? En otra onda.

Luján no se atrevió a preguntar. Pero se dio cuenta de que el viejo se percataba de que tal respuesta le sabía a poco.

-Servicio de paisano –dijo el hombre- Despachos… discretos –añadió, mientras echaba una mirada circular al que ocupaban-. En lugares como éste.

-La segunda bis90 -susurró.

El hombre chasqueó la lengua.

-Usted no puede pertenecer a la segunda bis, Luján –le dijo-. Es usted policía, no militar. Usted formará parte de… el personal auxiliar. Si no le molesta que lo diga así.

Las voces se habían callado. En su lugar sólo quedaba, como una grabación, la voz de aquel hombre, algunos minutos antes, diciendo: a veces, Luján, no escogemos.

Lentamente, se sentó. El otro hombre hizo lo propio.

-Las cuentas tenían un descuadre de varios millones de pesetas. Un dineral. Pero el oro había sido clasificado y pesado: en Madrid, en Cartagena y en Odessa. Fue trasladado desde Madrid por personal de total filiación comunista, por orden de José Díaz91 y bajo la coordinación de El Campesino92. No, no era una cuestión de oro. En este mundo de hoy, hay cosas que valen mucho más que el oro.

El hombre tomó aire, pensando.

-Algunas semanas antes de empezar la guerra, el Banco de España acudió en ayuda de un empresario constructor con problemas de liquidez. En Madrid los anarquistas llevaban a cabo una huelga salvaje en los tajos que duraba ya dos meses y algunos empresarios empezaban a experimentar serios problemas por la inactividad. El Banco de España no era quién para acudir en ayuda de un particular de esa manera, pero supongo que habría argumentos de peso por medio, ya me entiende…

90 Unidad vinculada al Estado Mayor dedicada a labores de inteligencia.

91 Entonces Secretario General del PCE.

92 Valentín González, apodado El Campesino, fue uno de los principales generales comunistas en la guerra civil.

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El hombre se frotaba los dedos índice y pulgar de la mano derecha, uno contra el otro, mientras decía eso.

-El Banco descontó los cupones de unos bonos al portador que aquel empresario poseía en un banco suizo. Lógicamente, eso hacía al Banco propietario de esos títulos, hecho éste que se reconocía en un documento expedido por personas con poder suficiente para ello, y en el que figuraba un nombre más, el de la persona que habría de acudir al banco suizo en representación del nuevo propietario, con el fin de hacerse con los títulos.

-Y esa persona era…

-Nadie –respondió el hombre, y pareció casi divertido con la sorpresa de Luján-. Nadie. Tan sólo, el portador. En el Banco deberían estar pensando en a quién designar cuando estalló la guerra y luego, durante unas semanas, nadie recordó aquel papel. Del empresario hay una foto en la Causa General93. En todo caso, en aquellos días en el Banco se preocupaban sólo por el oro, por lo tangible, sin darse cuenta de que había que robar mucho para tener un botín tan jugoso como el que podían conseguir con un simple papel.

Luján dio la última bocanada de su puro habano, sintiendo que sus manos temblaban ligeramente.

-¿Cuándo se dio cuenta Negrín de lo del papel?

-Muy tarde –contestó el viejo-. No fue hasta que los funcionarios del Banco de España desplazados a Moscú pudieron repasar el arqueo hecho por los soviéticos, que fue muy lento y además tardaron en recibir, que cayeron en la cuenta de lo del descuento. Cualquiera podría usar el papel para hacerse con los bonos o con sus réditos. Se lo dijeron al doctor Pascua94, y éste a Negrín.

-¿Y lo buscó?

El hombre se alzó de hombros.

-Según sus notas, o confesiones, o como les quiera usted llamar, lo hizo, pero sin éxito. Sin embargo, los técnicos que revisaron la documentación cayeron en la cuenta de que, en la esquina de los papeles donde se documenta todo esto, el doctor Negrín había anotado, de su propio puño y letra, un nombre.

Carlos Luján se echó hacia atrás, como aplastado por una roca invisible.

-Anselmo López.

-Anselmo López –repitió el hombre, asintiendo con la cabeza-. Y éste es mi regalo de hoy, es decir la respuesta que usted lleva meses buscando. Del puño y letra

93 La Causa General fue el monumental sumario que montó el Ministerio de Justicia

franquista recogiendo los crímenes de la represión en la zona republicana. El documento tiene un número importante de fotos de personas fusiladas y asesinadas por los republicanos. La referencia del hombre, por lo tanto, se refiere a que el empresario fue asesinado.

94 Marcelino Pascua, embajador de la República en la URSS.

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de Negrín, en uno de sus papeles: Anselmo López, 1942. La fecha, con toda probabilidad, se corresponde con el momento en el que le fue comunicado a Negrín que aquel hombre había robado el dinero.

Carlos Luján sintió su mente repentinamente lúcida.

-Franco reabrió el caso Anselmo López para conocer su vinculación con el robo del Banco de España.

-Ajá.

-Y lo que sabemos nos ha llevado a sospechar que ese dinero acabó en manos de terroristas anarquistas. Los mismos que estaban con él a finales de 1938.

-Los mismos –dijo el hombre- que hemos desarticulado.

Luján torció el gesto.

-Cendoya sigue por ahí.

-Es posible. O no. Pero lo que sí está claro es que no esconderá el dinero en España. Y los bonos al portador no se pueden rastrear; eso sin contar que ya los habrá vendido.

Luján miró al suelo.

-Hemos fallado.

-No del todo –contestó el hombre, con dulzura en la voz-. Lo que hemos averiguado nos ha servido para acabar con un terrorista y obligar a huir a otro. El tercero es un fantasma. Ah, por cierto.

-¿Sí?

-Otro regalo –el hombre pareció repentinamente divertido-. Su intuición era muy acertada.

-No sé a qué se refiere.

El viejo blandió un sobre marrón.

-En cuanto firme unos papelitos y haga un par de juramentos podrá leerlo. Pero creo que puedo adelantarle ya su contenido. Es algo que usted pidió.

-¿Algo que yo pedí?

-Desenterramos a Anselmo López. Y lo que encontramos no sé si es lo que usted buscaba, pero es muy, muy interesante.

-No buscaba nada en concreto.

-La bala que dejó cojo a nuestro divisionario se alojó en la pierna. Seguía allí cuando sacamos los huesos del ataúd. Y, ¿sabe usted?, tiene un calibre de 7,92 milímetros.

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Luján se alzó de hombros.

-Sé poco de armas.

-Yo, en cambio, sé mucho –contestó el viejo-. Permítame que le aburra un poco.

El hombre miró al suelo, como tomando fuerzas para hablar.

-Los americanos usaron en la segunda guerra mundial armamento del calibre 7,62x63, casi idéntico al calibre del armamento ruso, de 7,62x 54R. El calibre 7,92 era un calibre casi universal. Lo usaban los máuser, así pues sus balas las tiraban los polacos, los alemanes, los checoslovacos… Las dos principales armas rusas, el mosin-garant y la ametralladora degtaiev, utilizaban calibre 7,62; lo mismo ocurría en las armas cortas.

-No me diga más –interrumpió Luján-. Si López hubiese sido herido por un arma rusa…

-… casi con seguridad, con mosin-garant; los relatos que tenemos nos dicen que se quedó en la retaguardia, así pues no se expuso a los nidos de ametralladoras.

-… pero eso supondría que el proyectil de su pierna debería tener un calibre de 7,62.

-Y no es así.

-El arma que lo hirió no era rusa.

-No –el hombre parecía disfrutar con la conversación-. Podría, ya se lo he dicho antes, ser un arma de diversos ejércitos. Pero por aquella zona, como usted sabe bien, además de rusos, sólo había soldados de otro ejército.

-Le hirieron con un arma alemana.

El hombre asintió.

-Un máuser 98k, según nuestra gente.

-Tal vez –dijo Luján- un ruso usó el arma de un alemán muerto.

El militar se alzó de hombros.

-¿En la retaguardia de la posición? Es posible, pero difícil. Además: eran los alemanes los que gustaban de usar armas rusas, que funcionaban mejor con aquel frío. No los rusos, Luján. No los rusos.

Luján no hizo esfuerzos por esconder su sorpresa. Así pues, Anselmo López había sido herido por un arma alemana. Aunque, ahora, todo eso, ¿de qué servía? Ya sabían quién le había matado: el llamado Julio Cendoya. Obviamente, en algún momento una vez terminada la guerra había averiguado el secreto de que era depositario Anselmo López, relacionado con el robo de un documento del Banco de España durante el traslado del oro a Cartagena. Probablemente, había intentado

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matarlo en Rusia, pero había fallado. Luego, o bien simuló su muerte en combate para volver a España y perseguirlo, o bien hizo que sus hombres le persiguieran. La caza terminó en abril de 1948. Al cadáver le cortaron las manos, típica condena medieval a los ladrones.

Saber eso, en cambio, ya no servía de nada.

El viejo se levantó y palmeó el hombro de Luján.

-El Caudillo –le susurró- está orgulloso de usted. Me ha pedido que le dé esto.

Sacó del bolsillo de su guerrera una pitillera de plata, y se la ofreció al inspector.

Muy pocos días después de la extraña entrevista producida en un despacho del Ministerio del Aire, Francisco Franco pronunció un discurso en las Cortes para presentar la Ley de Principios del Movimiento Nacional. Esa ley fue la primera en la que el régimen franquista no seguía fielmente los viejos 27 puntos de la Falange y, de hecho, el discurso de Franco aquel 17 de mayo de 1958 fue el primer discurso importante pronunciado por el Caudillo en el que no citó el nombre de José Antonio Primo de Rivera.

Para cuando eso ocurrió, no obstante, la vida de Carlos Luján había cambiado, o mejor dicho empezado a cambiar, de una forma tan clara que apenas tuvo tiempo de pensar en ello. Su mujer recibió la noticia de que había decidido no trasladarse con la misma resignación con que le había escuchado cuando le comunicó lo contrario.

-Me trasladaré de departamento, pero aquí, en Madrid –se explicó-. Será un trabajo distinto. Pero los horarios son más locos y tal vez tenga que viajar.

Hubiera querido contarle más. Pero en La Central, como se autodenominaba el departamento del que ahora dependería, le advirtieron que, sin ser estrictamente necesario guardar secreto absoluto sobre el trabajo propio, lo recomendable era procurar la mayor discreción posible, también con las personas más cercanas. Así pues, Luján se limitó a mirar a los ojos cansados de su mujer, e informar:

-Sea lo que sea, conservaré todos los trienios. Y cobraré dos mil pesetas más, por comisión de servicios.

Sea porque aquello es todo lo que podía interesar; sea porque comprendió que una subida de sueldo no se concede a menos que el trabajo sea de mayor responsabilidad, lo cierto es que Laura ni hizo preguntas ni le puso pegas a su marido cuando éste, cada vez más, comenzó a hacer una vida menos hogareña. Luján, en efecto, comenzó a pasar temporadas lejos de casa. Al principio seguía las normas de las que sabía que su mujer gustaba; la llamaba todas las noches, estuviese donde estuviese. Pero la vida se fue complicando.

Le ocultó a su mujer su salida al extranjero desde la primera ocasión. Le

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pareció una medida mínima de precaución. Viajó en coche junto con tres compañeros a Francia, a un pueblo cercano a Toulouse. Allí les esperaba un contacto a quien pagaron generosamente por marcar al personaje que se les habían señalado. Los papeles habían sido establecidos en Madrid, pero un día antes de la acción que tenían preparada se dieron una comilona, tan fuerte que dos de los miembros del equipo quedaron inservibles. Así pues Luján, que había ido a Francia para ir aprendiendo y foguearse, tuvo que cargar con la misión. Fue su bautismo de fuego y lo realizó con extrema facilidad. El objetivo era un granjero relativamente acomodado que prestaba cobertura a células anarquistas cuando necesitaban esconderse en Francia. Luján, siguiendo a rajatabla el guión que le habían encargado, lo acojonó primero y después le pegó un tiro en la rodilla derecha. El tipo casi le dio las gracias, entre dolores atroces, por dejarlo vivir.

1962 fue, en buena medida, el año de Luján. Pasó buena parte de él en Asturias, infiltrándose en asambleas y reuniones de los huelguistas95; enviaba informes práticamente a diario. También en Madrid, realizando muy a menudo discretas vigilancias en la calle Marqués de Cubas96. No obstante, además de eso terminaría por emular a su maestro Ismael Rebollo. Quince años después de que, como él sabía por el relato del hombre que lo había reclutado (y al que jamás volvió a ver), salvo la vida del Caudillo.

La Central y otros servicios más o menos conocidos y legales de la seguridad española tenían controlados a los distintos movimientos de oposición al franquismo, especialmente los radicados en Francia. Entre ellos estaban los grupos de inspiración anarquista, que eran los que más interesaban a las unidades contraterroristas. En 1956, aunque Luján prácticamente ni se enterase, el Partido Comunista había transmitido a través de Radio España Libre un manifiesto en el que apostaba por la reconciliación nacional, la superación de la guerra, y de una forma más o menos clara renunciaba a la política que había realizado en los primeros años de la posguerra, destinada a echar a Franco por la fuerza. Obviamente, los comunistas no quisieron decir con eso que abandonasen toda oposición; su estrategia había cambiado hacia la infiltración en el propio franquismo, sobre todo a través de la organización sindical. Por eso fueron tan importantes las vigilancias de la huelga del 62, porque los más enterados dentro del aparato de seguridad del franquismo se dieron cuenta de que era el primer pulso serio de inspiración comunista, y no sería el último. No obstante Luján, pese a colaborar en labores de vigilancia y espionaje dados los conocimientos y la práctica que iba acumulando, observaba todo esto de medio lado; era una labor más propia de la Brigada Político-Social. La suya era otra historia.

Vigilando a los opositores con capacidad y voluntad terrorista, pues, era inevitable llegar a los anarquistas. La vieja CNT tenía en París una Comisión teóricamente encargada de coordinar las acciones antifranquistas; pero, en la práctica, no eran pocas las personas y grupos que actuaban a su aire. No se trataba tan sólo de permanecer sin conocerse por razones de seguridad; se trataba de que era relativamente habitual que un grupo de activistas decidiese realizar una acción por su cuenta, si encontraba los medios para ello.

95 En 1962 se produjo la primera gran oleada de huelgas del franquismo,

iniciada sobre todo en las provincias del Norte.

96 Despacho de Enrique Tierno Galván.

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La obsesión de estos grupos era matar a Franco, y en La Central lo sabían bien.

Matar a Franco no resultaba nada fácil. La vida del Caudillo era una vida cuidadosamente reglada, muy del estilo militar que le gustaba, repleta de compromisos pero normalmente fácil de organizar; además, los españoles se habían acostumbrado a una rutina en la cual la prensa rara vez anunciaba por adelantado los movimientos del jefe del Estado, de modo que se sabía, por ejemplo, que se iba de vacaciones; pero era casi imposible saber con certeza el día en que llegaría a tal o cual sitio. No salía al extranjero. Fuera de Madrid, en vacaciones, el «providencial» regalo de los coruñeses, el pazo de Meirás, hacía las cosas bastante fáciles. Los encargados de la seguridad del Jefe del Estado se vanagloriaban de que nadie podía acercarse a menos de veinte metros del Generalísimo sin que antes lo supiesen al menos diez personas, y lo hubiesen aprobado.

Así las cosas, la obsesión de La Central era impedir atentados suicidas, al estilo del que pudo ocurrir en Barcelona en 1947. El gran problema que planteaban los terroristas anarquistas, y que los distinguía de los demás desde hacía ya un siglo, era su disposición a morir en sus acciones. Mateo Morral sabía que sus posibilidades de sobrevivir al atentado contra el rey eran escasas; el asesino de Canalejas le pegó un tiro a menos de doscientos metros del principal centro de gobierno de España y, consecuentemente, fue prontamente perseguido por la policía, ante lo cual se abrió la tapa de los sesos.

Carlos Luján, sin embargo, se destacaba por ser escéptico en este terreno. Hablaba de que incluso los anarquistas llegarían a un punto que él llamaba el punto de salto cualitativo.

-Matar es cuestión de medios –se explicaba-. Si alguien alcanza un punto en que tiene suficientes medios, puede plantearse matar con menos riesgo.

Los compañeros y superiores de Luján no es que se cachondearan de él, pero se limitaban a escucharle con conmiseración y a invitarle amablemente a poner los pies en la tierra. Luján, sin embargo, decidió seguir sus instintos e investigar, siempre que pudiera, las vías por las cuales los anarquistas podían llegar a disponer de grandes cantidades de dinero.

Realizando esas investigaciones es como llegó a Manuel Hijares97. Hijares era un exiliado que vivía en Francia y que había mostrado una habilidad especial, se diría que innata, hacia la falsificación. Como tal era conocido por la policía francesa. A base de falsificar dinero y otras acciones, había conseguido crear un pequeño emporio empresarial; sin embargo, su nivel y modo de vida le delataba; estaba claro que los pingües beneficios que arrojaban sus actividades no iban dirigidos a la compra de mansiones o de lujos. Utilizaba el dinero para financiar actividades anarquistas.

Carlos Luján comenzó a hacer viajes a Francia en rebaño. En la Central, «viajar en rebaño» significaba desplazarse bajo identidad falsa; la cosa venía de que, cuando hacía eso, el policía iba como disfrazado de cordero inofensivo. Con la connivencia de

97 Los datos de esta operación están cambiados. En realidad, el intento de matar a Franco

bombardeándolo mientras contemplaba la competición de traineras no se produjo en los años sesenta, sino a principios de los cincuenta. El militante anarquista que financió el intento de atentado no se llamaba Manuel Hijares, sino Laureano Cerrada.

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sus jefes, obtenida a base de dar mucho la murga en los despachos, consiguió hacerse pasar por un empresario español, de ideología indefinida, que hacía negocios con una pequeña empresa que era una de las tapaderas de La Central en París; la cual, asimismo, había logrado tener alguna relación con negocios de Hijares. A lo largo de algunos meses del año 61, Carlos Luján realizó varios viajes a Francia durante los cuales fue anotando cuidadosamente sus observaciones sobre el entorno de Hijares. Buscaba a alguien que, por mucho que tratase de disimular, no pudiera ser de la misma ideología que su jefe. La fidelidad a los principios es una gran cosa, pero en la vida real resulta prácticamente imposible rodearse de personas absolutamente fieles, especialmente cuando se realizan actividades económicas.

Carlos Luján acabó por trabar conocimiento con un joven francés que ayudaba a Hijares con las naturales gestiones burocráticas que genera todo negocio. Un día le invitó a comer y le compró. Fue una jugada segura; para entonces ya sabía que el muchacho apenas ganaba dinero y, además, tenía ciertas aficiones caras que no podía pagar. El muchacho espió para él con tanta pasión que si no necesitase tanto el dinero era como para creer que había leído los Principios del Movimiento y había visto a la Virgen.

Un día, el muchacho informó a Carlos Luján de una adquisición de Hijares extraordinariamente sospechosa. Primero, por lo extraño: se trataba de un avión. Segundo, por el secreto con que se había llevado a cabo la operación. El informador de Luján, de hecho, no conocía la compra por el trasiego de papeles que pasaban normalmente por sus manos, sino por haber escuchado, de casualidad, una conversación telefónica a media voz, y haber investigado por su cuenta.

¿Para qué podía querer Manuel Hijares un avión? Luján ató cabos. Un avión no sirve para una acción bélica; para una acción bélica, cualquiera que ésta sea, hacen falta varios. Además, esto no formaba parte del estilo de los anarquistas. Por lo demás, se informó y averiguó que el avión adquirido tenía, lógicamente, una autonomía de vuelo limitada. Así pues, los anarquistas habían comprado un avión en Francia; pero si querían usarlo para algo en España, tenía que ser cerca de la frontera.

Fue entonces cuando Luján se acordó de las traineras.

La competición de traineras era algo muy tradicional de San Sebastián en verano, como también lo era que asistiera el Caudillo. En parte por querencia personal y en parte también por imposición de seguridad, Franco solía llegar al puerto de San Sebastián antes de comenzar las carreras y desplazarse en una falúa a algún yate fondeado en la bahía, desde donde presenciaba la competición en primera fila y a salvo de movimientos extraños en el puerto. Esta básica medida de seguridad tenía, sin embargo, el problema de que lo situaba como un blanco fijo y solitario. Eso sí, Franco estaría rodeado de discretas lanchas con equipos de seguridad preparados para impedir incluso el acercamiento de buceadores. Pero, ¿y si el peligro llegaba del aire?

El plan tenía mucha lógica. Una avioneta que despegase de la frontera franco-española tardaría poco tiempo en llegar a San Sebastián. Suficientemente poco como para que los servicios de control aéreo tuviesen poco margen para localizarla, y menos aún para cursar órdenes a la fuerza aérea que pudiesen poner algún avión en el aire para neutralizarla. Para cuando la seguridad se pusiera en marcha, la avioneta ya estaría ametrallando y bombardeando el yate del Jefe del Estado. El atentado no afectaría nada más que al Caudillo, lo cual lo hacía aún más deseable por parte de sus impulsores.

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Un día de septiembre, muy poco antes de comenzar las competiciones de traineras en San Sebastián, la avioneta de Hijares, tal y como había previsto Luján, despegó del aeropuerto francés de Dax y puso morro hacia España. Nada más entrar en espacio aéreo español, dos aviones de caza, que la estaban esperando, se colocaron a sus lados y ya no la abandonaron hasta que regresó a Francia. Por los informes que luego pudo leer Luján elaborados por otros topos, los anarquistas jamás lograron explicarse cómo había logrado la policía franquista saber con antelación que el atentado se iba a producir, y cómo.

Era la segunda vez que Carlos Luján desmantelaba una organización contra Franco, y la primera que le salvaba la vida. Nadie le regaló entonces otra pitillera de plata. Pero ascendió a jefe de grupo.

El 7 de noviembre de 1963, Carlos Luján, estaba más que acostumbrado a mandar operativos. Las más de las veces, operativos policiales, casi siempre de la Político-Social; pero también había dirigido acciones en las que habían participado elementos militares, personas de la Segunda Bis o de inteligencia, y casi siempre el designado para mandar era él. Aquél día no era una excepción.

Cuando los inspectores Sánchez y Castuera llegaron a la cafetería donde habían quedado, se reconocieron con la mirada sin problemas. Luján ya estaba sentado en una mesa, esperando desde hacía más de un cuarto de hora. Eran dos policías jóvenes. Ambos trataban de disimular su nerviosismo.

-¿Qué sabéis del operativo? –Les preguntó Luján, con gesto serio, tras las presentaciones.

-Poca cosa –repuso Castuera, alzándose de hombros-. Una detención, nos han dicho.

-¿Y nada más?

Los dos inspectores se lo quedaron mirando, bloqueados por esa desagradable sensación de no saber a ciencia cierta si se ha cometido un error.

Luján suspiró, y abrió en número del Ya que tenía sobre la mesa de la cafetería. Sobre la página que escogió había una foto suelta. La foto de un hombre delgado, fibroso, aún joven aunque con entradas en su pelo.

-Éste es nuestro hombre –informó en voz baja, aunque cuidando que no fuese exactamente un susurro-. Y es caza mayor.

Los dos jóvenes policías se quedaron mirando a la foto. Ambos estaban frente a Luján. Ni siquiera se atrevieron a tocarla para darle la vuelta. Luján dejó que su fastidio y su impaciencia se reflejasen en su rostro.

-Vamos a ver… ¿es Sánchez y Castuera, verdad?

-Sí, señor.

-Sí, señor.

-Está bien. ¿Os importaría decirme, Sánchez y Castuera, cuál ha sido vuestra caza más importante?

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Ambos se miraron, desconcertados. Luján cerró el periódico, y tosió con afectación. Los dos jóvenes sintieron el aguijonazo de las prisas.

-Hemos… hemos hecho vigilancias.

-¿Vigilancias?

-El otro día –Sánchez hablaba con dificultad, como si tuviese la boca completamente seca-, en la Pegaso, por ejemplo. Y también, durante las huelgas de…

Luján bufó más que suspiró y se pasó una mano por la cara. Los policías se callaron. El inspector-jefe les miró. Había casi compasión en sus ojos.

-No me puedo creer que me manden dos pipiolos para esto.

-Señor, somos perfectamente capaces de…

-¿De? ¿De detener vosotros solitos a un miembro del Comité Central del Partido Comunista?

La lividez y la mirada de los jóvenes fueron las propias de alguien que hubiese vivido hasta aquel momento pensando que los miembros del Comité Central del Partido Comunista eran personajes de ficción, en realidad inexistentes.

Sánchez fue el primero que se recuperó. Tras echar una mirada hacia la cafetería, se acercó a Luján y bajó la voz.

-¿Vamos a detener al puto Carrillo?

Luján lo miró con desprecio.

-¿A ti te parece que el de la foto es el puto Carrillo, chaval? Y te diré más: ¿te parece que la mejor forma de pasar desapercibido en una cafetería es mirar para todos los lados antes de hacer una confidencia?

Aquello desarmó por completo a Sánchez. Se echó hacia atrás, apoyando la espalda en el respaldo de su silla, y allí se quedó, rígido, más que probablemente sin saber qué hacer. Luján se volvió hacia su compañero. Pero Castuera sólo era capaz de mirarle a él, con la boca entreabierta, el mentón colgando como sin fuerza.

-Se llama Julián Grimau –informó Luján-. Cincuenta y un años. Miembro del Comité Central.

-¿Qué hace en España? –Alcanzó a preguntar Castuera.

-Lo que todos –respondió Luján, tras dibujar un rictus con sus labios-. Tratar de poner a hervir la olla.

-¿A hervir…?

-¡Sí, cojones, a hervir la olla! ¿Quieres que te lo dibuje?

Castuera enrojeció hasta la raíz de los cabellos.

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-Pero eso da igual –continuó Luján-. Esta noche está detenido. Ése es nuestro trabajo.

Se inclinó hacia sus interlocutores.

-Pero es caza mayor –ahora sí les susurró-. No es ningún gilipollas. Ese cabrón tiene los huevos pelados de tanto hacer la revolución. No podéis cometer ni medio error.

Luego les dejó que se despertasen un poco, que bebiesen un poco de agua y, tras ocurrir todo eso, se levantó y, con media sonrisa, les dijo:

-¿Jugáis al mus?

Los dos policías, aún sentados, se miraron sin saber qué decir.

-¡Es una pregunta fácil, coño!

Sánchez y Castuera asintieron.

-Pues si jugáis al mus, conocéis las señas. En este negocio, las señas del mus son fundamentales. Recordadlo bien.

Luján fue repasándolas una tras otra, y hacía cada seña en cada momento antes de dar su significado.

-La señal de Voy Ciego significa que no hay posibilidad de realizar la acción. Puede ser porque el objetivo tenga posibilidades de escapar, porque haya civiles cerca o por otras mil razones. La señal de duples significa seguidme; si me la veis hacer, os pegáis a mi espalda y hacéis lo que yo haga. La señal de medias significa que el objetivo nos está calando; así que tenéis que acelerar. La señal de juego significa lo contrario: el objetivo aún no sabe que lo es. Y el solomillo…

Luján calló y los miró, esperando a que hablasen. Tres segundos más tarde, a Sánchez se le iluminaron los ojos.

-¿Vía libre? –Preguntó, con un deje de miedo en la voz.

Luján le sonrió y luego le estrechó la mano. Aquello relajó a los jóvenes inspectores.

Entonces Luján arqueó ostensiblemente las cejas, duples, y salió del bar.

Miró su reloj. Casi las tres de la tarde. Se volvió hacia sus compañeros y les hizo un gesto de la cabeza hacia delante. Luego apretó el paso. No necesitó mirar atrás. Sus dos compañeros, más jóvenes que él, se pusieron a su lado rápidamente. Luján pensó advertirles sobre lo poco usual que es la imagen de tres hombres caminando por la calle en formación; pero, como sabía que todavía estaba lejos de donde podían ser descubiertos, optó por callarse.

Caminaron por la calle Alcalá a paso vivo, sin esperar a que los semáforos les dieran paso. Luján quería correr aunque sin parecer angustiado. A Grimau lo estaban ya siguiendo y muy cerca de la cafetería en la que había estado con Sánchez y Castuera había un coche policial camuflado donde dos policías más estaban atentos a

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la radio. Todas aquellas precauciones tenían que ver con la posibilidad, remota pero existente, de que Grimau conociese a Luján. De todas las personas que participaban en aquel operativo, la única que había estado en el extranjero realizando misiones encubiertas había sido él. Siempre era posible de que le hubiesen calado alguna vez en París, por ejemplo. Que le hubiesen tomado alguna foto y la hubiesen hecho circular entre las personas que venían a España clandestinamente. Por esa razón, Luján no podía estar en la estación de metro de Goya, donde se les había informado que se bajaría Grimau, esperándole. Era demasiado riesgo porque en una estación de metro, el objetivo tenía muchas posibilidades de escapar. El operativo estaba montado de otra forma.

En la última manzana antes de la estación de Goya, Luján colocó sus manos en los costados de sus compañeros y empujó levemente. Los dos jóvenes inspectores reaccionaron inmediatamente, así pues, medio segundo más tarde, el jefe de grupo estaba solo. No se preocupó de controlar dónde estarían sus muchachos; era obligación de ellos no perderle de vista a él.

Se acercó a las escaleras de la estación de metro. Se paró en la acera, dando la espalda a un tipo que, embutido en una gabardina, leía el periódico. Parecía muy concentrado en su labor. Cuando se rascó la oreja izquierda, Luján supo que Grimau todavía no había llegado.

El jefe se movió hacia la esquina de Conde de Peñalver, cruzó el semáforo y allí, a prudente distancia de la salida del metro, esperó, fumando. Era una apuesta. Los informes eran claros: Grimau tenía su cita en la puerta del cine Universal, en Manuel Becerra. Pero como todos los clandestinos experimentados, antes de presentarse daría varias vueltas para comprobar que no le seguían. Por ello, los policías no esperaban que tomase la propia calle Alcalá, que le llevaba directamente al lugar de su cita; esto dejaba dos posibilidades: la calle Goya o la calle Conde de Peñalver. Luján, colocándose en la segunda, apostaba claramente porque Grimau tomaría la primera.

Fue una prueba más para Luján de que su sexto sentido policial seguía funcionando a las mil maravillas. Unos minutos más tarde, el hombre que leía el periódico se llevó el puño a la boca y tosió convincentemente. Carlos Luján sintió una punzada en el estómago cuando vio la cabeza semicalva de Julián Grimau llegar a lo más alto de las escaleras del metro y doblar a su derecha, hacia el semáforo que cruzaba a Goya.

Las instrucciones eran claras: la detención de Grimau debía producirse sin alharacas, y mucho menos daños. La orden que había recibido Luján de sus jefes de La Central había sido: «Tienes que hacerlo de forma que si alguien está comiéndose un bocadillo en el mismo banco donde Grimau esté sentado cuando le detengas, ni se entere». Esto significaba que a Grimau podían seguirle las dos docenas de policías que, de una forma u otra, estaban implicados en la operación; pero debían detenerle, tan sólo, el propio Luján, Sánchez y Castuera. Así las cosas, el seguimiento que se había previsto consistía en un solo hombre que caminaría a unos cinco metros detrás de Grimau. Sus relevos esperarían siempre en esquinas y se habían convenido dos señales específicas, una para que el caminante dejase claro que había visto a su compañero, y otra para que el que estaba parado dejase claro que estaba previsto para relevarlo. En la zona había tres coches policiales camuflados que se intercambiaban instrucciones por radio y se encargaban de dar instrucciones a los policías de su área.

Así pues, Luján asumió que en ese momento se estaba ordenado a todo el

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operativo de Conde de Peñalver que abandonase esa calle y se dirigiera en dirección a Manuel Becerra, mientras que los policías apostados a lo largo de la calle Goya se iban relevando. Luján observaba la operación desde la acera opuesta, a más de cincuenta metros de Grimau.

Grimau cometió un error. Al inicio de su paseo, apenas cambió de calle, con lo que le dio a la policía tiempo suficiente como para concentrar sus efectivos en lo que ahora sabían que era su itinerario. Remontó toda la calle Goya hasta doctor Esquerdo y luego, al llegar, dobló a la izquierda hacia la plaza de Manuel Becerra. Pero no iba aún a su cita. Antes de llegar, torció por Ayala; por desgracia para él, aquél era un movimiento muy fácil de prever (hubiera sido una estupidez por parte de Grimau pasar tan pronto por delante del lugar de su cita), así pues la policía estaba, para entonces, preparada. Viéndole casi llegando a Alcalá desde la confluencia de Ayala y Doctor Esquerdo, Luján pensó que, por lógica, Grimau no iba a torcer a la izquierda para volver a desembocar en Goya, así pues apostó a que cruzaría Alcalá. Y así lo hizo. Cruzó Alcalá pasando por delante precisamente del lugar donde Luján, Sánchez y Castuera se habían encontrado. Siguió por Ayala hasta llegar a la esquina con Alcántara. Allí dobló a la derecha, lo cual obligó a que el policía que le seguía tuviera que hacerlo algunos metros más hasta que la fila de relevos se recompuso.

En la confluencia de Alcántara con Don Ramón de la Cruz se produjo el momento más difícil del operativo. Grimau dobló a la derecha y luego, en la primera esquina, la de Montesa, de nuevo a la derecha, camino de Alcalá. En Montesa no había operativo, pensó Luján nada más doblar la esquina de Alcántara con Don Ramón de la Cruz y comprobar que Grimau había desaparecido del campo de visión. Sin embargo, el carácter bastante rectilíneo del barrio y la experiencia les ayudaron a no perder los nervios.

El policía que seguía a Grimau se paró a sacar un cigarrillo y lo encendió parsimoniosamente, dándole metros. Era el protocolo cuando un seguimiento se prolongaba demasiado. Para entonces, Luján ya había encontrado el coche camuflado de su área. Con rapidez, distribuyó órdenes. Grimau tenía tres posibilidades: una la desecharía con seguridad, pues era tomar de nuevo Ayala. La otra era tirar por la pequeña calle de Las Naciones. La otra era seguir hasta Alcalá. Luján ordenó que un policía se colocase en la pequeña calle; sólo uno porque estaba seguro de que no la tomaría, porque esa calle terminaba de nuevo en Alcántara y, de tomarla, Grimau se vería obligado a hacer lo que todo clandestino trata de evitar: llamar la atención pasando dos veces por el mismo sitio. El inspector-jefe dejó claro que lo que había que hacer era reconstruir el operativo en Alcalá.

Grimau no les decepcionó. Cruzó la calle Alcalá y, justo en la esquina de Hermosilla, entró en una cafetería.

Había llegado el momento.

Grimau estaba a punto de ir a su cita. El momento en el que actuarían Luján y sus dos inspectores. El momento en el que empezaba a ser de total importancia el dato de si Grimau le conocía o no. Sin poder evitar las arañas en el estómago y con las manos en los bolsillos de la gabardina, Carlos Luján entró en la cafetería. Se colocó en la barra a menos de dos metros de Grimau y pidió una copa de cognac.

Cuando le sirvieron, en el acto de levantar la copa, dejó que se resbalase un poco entre los dedos. Derramó apenas unas gotas de cognac, pero la copa chocó con

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el mostrador con cierto estrépito. Con su entrenado rabillo del ojo, Luján observó cómo Grimau, sorprendido, observaba la escena. Y luego seguía bebiendo su café.

Ahora Luján sabía que no estaba marcado.

Terminado el café, Grimau avanzó hacia Manuel Becerra pero, superada la primera manzana, volvió a torcer a la izquierda, cruzó Alcalá, y subió por Mártires Concepcionistas. Para entonces la policía lo tenía plenamente calado; si era cierto que había quedado a eso de las cuatro, apenas tenía ya tiempo para llegar, todo lo más, hasta Francisco Silvela, para regresar definitivamente a Becerra. Grimau parecía ser un policía más que obedecía las órdenes.

Grimau y Lara, su contacto, se encontraron en el punto designado y charlaron un rato largo. Para entonces, media plaza estaba ocupada por policías de paisano. Todos esperaban. Cuando se separaron, Grimau se acercó a la parada de autobús. Luján, apretando el paso, se acercó a unos metros de la marquesina; sin ver, era consciente de que Sánchez y Castuera estaban a su espalda.

Carlos Luján fue la última persona que aquella tarde a las cuatro y pico se subió en Becerra al autobús 18. Casi se le escapa una expresión de felicidad cuando contempló que Grimau se había sentado en uno de los asientos de un grupo de cuatro, enfrentados dos y dos. Si se lo hubiesen pedido por favor, no podía haberlo hecho mejor. A primera hora de la tarde, el autobús no llevaba mucha gente. Descontando al comunista y a los policías, apenas tres o cuatro personas. Y todas se sentaron detrás de donde se había sentado Grimau. Luján sonrió. Se ha sentado cerca de una puerta de salida, se dijo. Pero, con eso, lo que ha hecho ha sido darnos la oportunidad de cazarlo aquí mismo.

Hizo la señal de voy ciego a los cuatro policías que se habían subido además de él mismo, Sánchez y Castuera. Ninguno de ellos había hecho un relevo siguiendo a Grimau. Los cuatro asintieron muy levemente. Luján se sentó junto a Grimau, mientras que Sánchez y Castuera lo hacían en los otros dos asientos, frente a él.

El autobús arrancó. Luján miró a Sánchez. El inspector repitió la seña: voy ciego. Quedaban civiles en el autobús. Luján asumió que los policías de detrás estaban tomándose las cosas con tranquilidad para no asustar a los civiles. Esperaban a ver si el autobús se vaciaba él solo; actuarían sólo si alguien intentaba irse hacia delante, cerca del objetivo.

Luego le contaron que apenas les hizo falta enseñar sus placas a un par de viajeros que se fueron subiendo y que iban directos a los primeros asientos. Ninguno de ellos hizo el menor ruido. Nada más saber que un policía les invitaba amablemente a abandonar el autobús, ya no sabían hacer otra cosa que esperar a la siguiente parada para salir escopetados sin hacer preguntas. A la altura de la plaza de Ruiz de Alda98, llegó el último momento complicado. Julián Grimau, que hasta ese momento había dado la impresión de ir ensimismado en sus pensamientos, levantó la vista, miró a su derredor y comentó como para sí.

-Qué pocos viajeros…

98 Actual glorieta de López de Hoyos.

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Luján miró a Sánchez de nuevo. Voy ciego. Suspiró. Cerró los ojos dos segundos. Déjalo pasar, pensaba. Déjalo pasar. De una forma o de otra, está hecho.

El coche paró, y arrancó de nuevo. Entonces, Sánchez le guiñó un ojo.

El autobús estaba vacío. Aunque Luján no lo sabía, hasta los policías se habían bajado.

Grimau llevaba una cartera de mano con una cerradura de las de combinación. En ese momento, tamborileaba con los dedos en la cerradura.

Luján pensó: allá vamos.

Le dijo:

-No siga usted tocando, porque saldrá la clave.

Julián Grimau le miró. Probablemente, ni siquiera se dio cuenta de que era el mismo torpe bebedor de cognac de la cafetería. Sólo, con el leve temblor de una voz insegura, le contestó.

-No… no hay clave.

Pero también hablaron sus ojos. Eres policía. Y has venido a detenerme. Yo soy un comunista, y tú un franquista. Y aquí termina mi calle. Mi callejón sin salida.

Luján viró el rostro hacia delante. Me mordió la comisura de los labios. Medias. Nos está calando. Los ojos de sus compañeros pidieron instrucciones. Pero Luján no hizo nada.

Fue unos doscientos metros más allá, cuando el autobús gimió mientras frenaba en la siguiente parada, cuando adelantó los labios.

Solomillo.

Julián Grimau intentó levantarse.

Luján le agarró del brazo y tironeó hasta sentarlo de nuevo.

-Tú te quedas aquí –le informó, en voz baja pero firme.

Luján esperó a que el autobús llegase a Raimundo Fernández Villaverde. Escogió una tienda. Mirando a Castuera, señaló con la barbilla al conductor. El inspector se levantó como un resorte y se inclinó a hablar con el conductor. Al punto, el autobús paró.

-Fuera –ordenó Luján-. Y sin trucos.

Lo sacaron del autobús y lo metieron en una tienda. Allí Carlos Luján se identificó y pidió un teléfono. Marcó un número que ya se sabía de memoria. A la voz que le contestó le dio las señas de la tienda. El coche camuflado no tardó ni cinco minutos en llegar.

Luján, Sánchez y Castuera fumaban apoyados en la pared de un estrecho

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pasillo de la Dirección General de Seguridad. El jefe frente a los dos subordinados. Los tres estaban en ese momento dejándose llevar por el relajamiento extremo al final de un largo y tenso camino. Era ya media tarde bien cumplida. A escasos metros, tras una puerta, se estaba produciendo el interrogatorio de Grimau. De detrás de la hoja llegaban rumores apagados de voces. Casi siempre, los propios interrogadores. La voz de Grimau apenas intervenía y, cuando lo hacía, era en un tono bajo y monocorde. Luján apenas llegó una vez a entender las palabras «Partido Comunista».

Señaló a sus compañeros con el pitillo, mientras hacía un movimiento giratorio con la mano.

-Vosotros, os podéis marchar si queréis. Aquí ya no hacéis nada.

Los dos policías se miraron. Sánchez, finalmente, miró a Luján extrañado.

-¿Y el papeleo?

-¿Qué papeleo? –Preguntó, con voz distraída, Luján.

Sánchez se alzó de hombros.

-Pues, no sé, joder. La detención.

-¿Qué detención?

Luján sonrió. Siempre procuraba hacerlo en este punto. No era la primera vez que se encontraba en una situación así. Ni sería la última.

-Vosotros no habéis detenido a nadie. ¡Ah, joder! –Afectó falsa sorpresa, mientras se erguía y lanzaba miradas a la puerta de la sala del interrogatorio- ¿Os referís a Grimau? Pero, ¿no os habéis dado cuenta de que a ese tipo le ha detenido la policía?

-Nosotros… -repuso, lentamente, Castuera- nosotros somos…

-¿Policías? Sí, los dos. Policías en día libre. ¿No os lo han dicho? Todo el que trabaja conmigo lo hace en día libre. Porque nunca está conmigo, ¿lo entendéis? Vosotros estáis pasando la tarde con vuestras familias. O con vuestros amigos. O con vuestras amigas. Ahora mismo no estáis aquí. Y vuestra misión de hoy… bueno, no intentéis buscarla mañana en los partes diarios de vuestra unidad. No la encontraréis.

A los dos jóvenes les costó cosa de medio minuto comprender lo que se les decía. Luego miraron de nuevo a Luján. Como de costumbre, el inspector-jefe leyó en sus ojos cierta traza de alivio.

-¿Por qué nosotros? –Acertó a preguntar Sánchez.

Luján se alzó de hombros.

-Por un montón de cosas. Un montón de cosas que vuestros superiores y alguno de vuestros compañeros han observado. Cosas que llevan a pensar que sois de los que valen para esto. De los que valen para que el día de mañana la gente diga, a

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Grimau lo detuvo Minguez, lo detuvo Olazábal, y no se les ocurra abrir la boca99. No se les ocurra marear la perdiz con que si otros se ponen medallas que son mías, y todo eso. Auténticos españoles, con capacidad de sacrificio.

-Lo entiendo. Pero, es que…

Luján se adelantó hasta Sánchez y le puso una mano en el hombro.

-Habla, hombre. Habla sin miedo.

-No, si… lo que digo es que no entiendo por qué el secreto. Por qué no ha podido ser… una detención más.

Luján dio una larga chupada a su cigarrillo. Luego sonrió de medio lado.

-Sánchez, la clave es ésta: ese tipo –señaló con la mano que sostenía el cigarrillo la puerta del interrogatorio-, ese tipo no lo sabe. Pero está muerto. Ya está muerto.

La nuez de Sánchez subió y bajó ostensiblemente.

-Hace tiempo que conocemos sus movimientos. Los suyos y los de los suyos, no sé si me entiendes.

-Los comunistas.

-Los comunistas, sí. Nos están jodiendo bien, para qué negarlo. Los rojos siempre viven de lo mismo: de la gente que no les conoce. Han esperado como ratas desde que terminó la guerra a que en España hubiese suficiente gente que, por mucho que quisiera, no pudiese recordar aquellos tiempos. Los tiempos en los que ellos quemaban las iglesias y torturaban en las checas. Como Grimau, que era asiduo de una de ellas.

-Cabrones…

-Cabrones, sí. Cabrones. Pero listos. Llevan ya años con la cantinela ésa de la reconciliación entre españoles y toda esa puta mierda. Y la gente les cree. Y les cree también esa historia de que es bueno que haya sindicatos libres. Como si los sindicatos libres no hubiesen llenado España de basura.

Los jóvenes asintieron.

-Cuando supimos que este tipo iba a entrar en España de clandestino, un pez gordo, uno del Comité Central, alguien pensó: ¿por qué no? Este cabrón no lo sabía el día que cruzó la frontera, pero fue la última vez. Por eso yo mandaba el grupo.

Los dos policías le miraron con el desconocimiento en los ojos. Luján soltó una carcajada breve.

99 Los policías que detuvieron a Grimau, según la documentación oficial, fueron Juan

García Salabert, Félix Mínguez González, Javier Olazábal Cortázar, Francisco Sánchez Campanero, Juan Antonio de la Torre y Miguel Ángel Gil Gutiérrez.

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-¡Joder, señores! ¿Hay que explicároslo todo? El operativo tenía que salir de otra manera. ¿No os ha llamado la atención que cuando paramos en Fernández Villaverde tuviésemos que meternos en una tienda para llamar a la DGS? En un operativo de detención, tiene que haber como mínimo una parada preparada con un coche cerca, ¿no?

-Ya, ya… -respondió Castuera-. Pero, entonces, si no lo íbamos a detener, entonces… ¡joder! ¡Me cago en Dios!

Luján, sin dejar de sonreír, asintió con la cabeza, mientras sacaba de su cartuchera la pistola y la agitaba delante de los ojos del joven inspector.

-Sí, Castuera, sí. Con ésta me lo tenía que haber cargado. Si me hubiera dado la oportunidad. Pero el muy cabrón no huyó. Se limitó a obedecer y luego soltar en la tienda la chorrada ésa del comunista honrado100.

-¡Joder! –Mirando el rostro de Castuera, Luján se preguntó si, en caso de haber salido el operativo como se le había ordenado, no habría sido una mala elección- Pero, entonces, ¿y ahora?

-Algo se nos ocurrirá, señores. No les quepa duda de que algo se nos ocurrirá.

La voz sonó a la derecha del grupo, fuerte y grave. Los tres se volvieron. Luján se incorporó y casi se puso firmes. Había reconocido al hombre alto, espigado y entrado en años que los observaba.

-¡Señor!

Con total seguridad, Sánchez y Castuera no podían conocer a aquel hombre. Pero, a la vista de la actitud de Luján, también se cuadraron.

-Me han dicho que fue muy fácil.

-Considerando que la misión no se completó –respondió Luján; los dos policías hubieran sido incapaces de despegar los labios-, no sé si cabe decir eso, mi general.

El viejo esbozó una sonrisa de sacerdote compasivo.

-No se puede tener todo en la vida, Luján. Y, además, ustedes han metido el pollo en el horno. Cocinarlo es cuestión de tiempo.

-Con todos los respetos, yo no esperaría mucho, señor.

-¿Por?

Luján sintió una opresión en el pecho. Su sentimiento habitual cuando las ideas querían salir más deprisa que las palabras.

100 Una vez en la tienda tras bajar del autobús, y según su abogado, Grimau se dirigió a

los dependientes para decirles que no se estaba deteniendo a ningún delincuente, sino a «un comunista honrado».

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-Los rojos tienen a mucha gente engañada. Acuérdese de Munich101.

-¿Y?

-Mi general, en una semana, este tal Grimau tendrá a medio mundo agitando pancartas en su favor.

El hombre se alzó de hombros.

-Ya. Pero tan cierto como que eso va a ocurrir, lo es que a nosotros no nos va a importar lo más mínimo.

-Tiene razón. Pero muerto el perro, se acabó la rabia.

El hombre mayor pareció reflexionar, y luego asintió en silencio con rostro serio. Suspiró. Adelantó su brazo derecho. Sólo entonces Luján se percató de que desde que había llegado llevaba un vaso vacío.

-Ha pedido agua –informó el viejo- y la ha bebido de aquí. Parece que beber le ha desorientado un poco.

Luján no necesitaba mucho más para comprender. Se puso tenso. Quizá sus dos compañeros de aquella tarde seguían ahí; pero para él ya sólo quedaba el general mirándolo con ojos fríos.

-Por su padre, Luján. Por los tíos de su señora esposa. Por los amigos y los amigos de sus amigos a los que hace ya veinticinco años que no ha podido ver, porque tipos como ése –señaló a la puerta con la barbilla- lo decidieron así.

Tosió levemente. Se acercó a Luján.

-Lávenos esta puta mancha –le susurró al oído.

Luján le miró a los ojos, asintiendo con un gesto eléctrico. Luego se dio la vuelta, apartó a los dos policías y abrió la puerta. Era una habitación más larga que ancha. En el centro, sentado en una silla, estaba Grimau. Miraba al suelo con ojos perdidos, la boca entreabierta, medio drogado.

Luján miró a los dos policías maduros que estaban de pie junto al interrogado.

-Fuera.

-Oye, ¿tú…?

-¡Fuera! –Repitió Luján, blandiendo su credencial.

Cuando escuchó el chasquido de la puerta que se cerraba, se acercó a Grimau.

101 Luján se refiere a lo que se conoció como El Contubernio de Munich, una reunión de

antifranquistas del interior y del exterior celebrada en esta ciudad en junio de 1962 en la que, con la excepción de los comunistas, los nacionalistas catalanes y algún otro grupo, se sustantivó la filosofía de la reconciliación entre viejos rivales en aras de la lucha contra Franco y a favor de la transición democrática en España.

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El preso ni siquiera levantó la vista para mirarlo. El dolor en el pecho se hizo insoportable. Lágrimas viejas se embalsaron en los ojos de Carlos Luján. Varios rostros le miraron angustiados desde el fondo de su memoria. A su interior regresó, fresco como el primer día, el insondable temor adolescente a la muerte. Cerró fuertemente los puños. Las rodillas entrechocaron entre ellas. Luego, poco a poco, se dominó. Siempre había pensado que, puesto delante de alguno de los verdugos de sus años jóvenes, sentiría deseos de apalearlo. Pero eso era antes de que la vida le diese una oportunidad como aquélla. De repente, cuatro hostias le parecieron tan sólo un consuelo para torpes. A él le había tocado el Juego Mayor. Se emborrachó con sus pensamientos; un poco más, y habría estallado en una carcajada interminable.

Dio cuatro pasos hacia la ventana. La abrió. Luego volvió hacia Grimau. El preso seguía con la mirada baja y perdida.

-Hijo de puta –susurró-. ¡Hijo de puta!

Lo agarró por las solapas. Lo levantó. Le pasó el brazo derecho por la espalda y metió la mano bajo su sobaco derecho. Lo acarreó sin dificultad. No le pesaba. Cuando lo tuvo frente a la ventana, Grimau, desde las aguas profundas de su somnolencia, pareció querer decir o hacer algo. Luján sintió rabia. Rabia de que no fuese consciente de lo que le estaba pasando.

Después tomó aire, algo de impulso, y empujó el cuerpo por la ventana.

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Capítulo seis

Felipe Lastres gustaba tanto de definirse humildemente como «un tal Lastres » que en La Casa todo el mundo le conocía así, como si tuviese un extraño nombre mongol: Untal Lastres. Carlos Luján apenas conocía su nombre de pila por alguna casualidad y, de todas maneras, era consciente de que si algún día topaba con el DNI auténtico de aquel hombre (si es que tal cosa existía), probablemente sería para comprobar que en realidad se llamaba Enrique Otero, o Carlos Andrés Delso, o cualquier cosa menos Felipe Lastres.

En las primeras semanas de 1975, Carlos Luján había cumplido 53 años de edad y casi dieciocho de servicio como presunto funcionario civil del Ministerio del Aire. Desde 1957 hasta entonces, varios gobiernos se habían sucedido, vientos distintos del franquismo que, sin embargo, habían respetado básicamente los ministerios de índole militar; y, dentro de ellos, a esos despachos que ocupaba gente como Luján, extrañas ayudantías de departamentos con nombres abstrusos sobre cuya utilidad nadie nunca se preguntaba, lo cual era la mejor forma de conseguir que no se diesen cuenta de que su utilidad era muy otra. Pasaron los gobiernos y los generales al frente del imponente edificio construido sobre las ruinas de una cárcel, y nadie pareció jamás esperar que Luján fuese cesado. Él siguió ahí, atendiendo sus asuntos de despacho inexistentes en las etapas en las que se aconsejaba la inacción, y desapareciendo otras veces durante días, semanas incluso, para regresar más o menos al mismo tiempo que los escasos periódicos extranjeros que por allí se veían publicaban noticias sobre extraños sucesos ocurridos a exiliados españoles en París, en Montpellier, en Biarritz, en Amsterdam o en Berlín.

Felipe Lastres era, de tiempo atrás, y como él mismo decía, «lo más parecido a un jefe que tienes en esta profesión tuya tan creativa, Luján». Apareció por su vida después de lo de Grimau, durante las semanas en las que Luján estuvo sucio, es decir, obligado a la inacción hasta que su última travesura se olvidase; precaución que se hubiera tomado de cualquier forma, pero que fue aún más necesaria teniendo en cuenta que Grimau no tuvo el detalle de morir como se esperaba con la caída, sino que sobrevivió, obligando al Régimen a curarle las heridas para poder, después, fusilarlo. Precisamente en los días en que se preparaba el juicio de la calle Leganitos, Lastres apareció en el despacho de Luján, con una amplia sonrisa casi permanente que le había valido en La Casa el mote de Solistres102, anunciándole que él era lo mejor que le podía pasar a Luján.

-Que alguien como yo sea tu interlocutor a cara descubierta dice mucho de la confianza que te tenemos, hijo –explicó.

En 1963, cuando lo conoció, Felipe Lastres aparentaba tener cincuenta y tantos años. Luján calculó con rapidez la alta probabilidad de que hubiese llegado a ser alférez provisional en la guerra o cualquier otra cosa; así pues era perro viejo y quizá poderoso. En los años que siguieron, Lastres le demostró que no se había equivocado; sobre todo en lo segundo. Cada vez que una investigación de Luján se encontró con

102 El mote es una composición del apellido Lastres y el apellido Solís. José Solís Ruiz,

ministro en varios gobiernos de Franco, era conocido como La sonrisa del Régimen por su habitual actitud extrovertida y sonriente.

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una puerta cerrada, un archivo confidencial o un alto funcionario que escupía, normalmente a través de alguna secretaria, su displicencia, Carlos Luján llamaba al número que Lastres le había dado, donde la voz de un hombre joven tomaba oportuna nota y colgaba. Untal Lastres nunca tardó más allá de dos o tres días en descerrajar cualesquiera dificultades se pudiera haber encontrado el ex policía (formalmente, era un inspector en comisión de servicio como funcionario civil, aunque conservaba su identificación y, por supuesto, su arma). Además de eso, el viejo Lastres parecía tener recursos inagotables a la hora de encontrar un asiento libre en un avión abarrotado, o el abono del Bernabéu situado justo tres filas detrás de una persona que estaba siendo vigilada, o incluso que algunas personas, en las policías foráneas, mirasen para otro sitio justo cuando un Luján con peluca y barba postizas tenía que pasar delante de ellos. Todo eso lo hacía don Felipe sin abandonar la sonrisa ni la humildad. Sólo una vez, cuando ambos estaban en el despacho de Luján repasando la crónica en un periódico francés de la misteriosa desaparición de un tendero catalán radicado en París, Lastres se permitió un inmodesto desahogo. Apenas con un susurro, como para sí, silabeó:

-Si todos estos rojos supieran quién les está vigilando el culo, se pondrían a cantar el Cara al Sol con el brazo derecho bien estirado y en alto, y la mano izquierda protegiéndoles los huevos.

Al lado de Lastres, Luján pasó los años tomándole la temperatura al país. Además de hacer su trabajo, el ex policía era un ciudadano más, deseoso de conocer la marcha de España; sólo que él pertenecía a la estrechísima casta de quienes tenían un nivel de información muy superior a la media.

Lastres no era falangista. Pero eso, que a Luján le había dado tantos problemas con Ismael Rebollo, no lo fue en aquellos tiempos. La misión del 57, que culminó precisamente con la muerte de su compañero, le había enseñado a Luján que el activo más importante del Régimen no eran sus ideas, sino su timonel. Que el Movimiento propugnase o no tal o cual matiz de la doctrina de José Antonio podía ser importante; pero lo más importante aún era que pudiera seguir existiendo, y eso era algo que no garantizaban las ideas, sino las personas. La Persona. En esta evolución, lógicamente, influyó mucho que el oficio de Luján había pasado a ser proteger a Franco, primero evitando sus riesgos personales y luego, cuando los informes empezaron a ser insistentes en el sentido de que incluso los anarquistas abandonaban la idea de matar al Jefe del Estado, protegiendo su obra. Pero, además de esta influencia, también existió su propia evolución como persona.

Hay algo que Luján sabía y los españoles no: la cantidad de enemigos que rodeaban al Régimen. La guerra civil había puesto las cosas en su sitio, pero hacerlo así había sido un esfuerzo tan agotador que había impedido que la limpieza fuera definitiva. Luján solía decirle a sus compañeros en cada misión: «Vamos a intentar terminar algo que quedó pendiente en el 39». Así veía él el caso Grimau, por ejemplo. Para Luján, la justicia ejercida en la persona de aquel comunista tenía poco que ver con lo que estuviese haciendo en Madrid en los días que fue detenido, sino con el hecho de que, un cuarto de siglo antes, hubiera sido participante activo de una de las checas de Madrid. Y esto mismo es lo que seguía viendo en los objetivos de sus misiones, a pesar de que, crecientemente, estos objetivos eran personas que, al igual que él, no habían vivido apenas la guerra o no la habían vivido en lo absoluto. Este matiz, sin embargo, no le parecía ni medio importante; los jóvenes a los que vigilaba, espiaba, detenía y no pocas veces molía a palos no eran sino seres contaminados por ese pasado irresuelto, emponzoñados por un mal olor que se había colado por una

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ventana entreabierta; eran ese mismo mal olor, sin distinciones.

A base de seguirles, de sobornar a sus porteras, a sus lecheros, o de interrogar a hostias a sus mejores amigos, Carlos Luján aprendió que esos enemigos eran poderosos. Medio mundo estaba detrás de ellos, apoyándolos. Y, pensaba también, si por algo (además de tener la razón) superó el bando nacional al republicano en la guerra, fue por entender desde el principio que lo primero que hay que hacer con una guerra es ganarla y, después, si queda tiempo, discutir quién puso más muertos. Pues que la guerra continúa, se dijo Luján, no es el momento de perderse en exquisiteces sobre el Estado Sindical o la sucesión perfecta. Por eso, cuando Felipe Lastres lanzaba sapos y culebras contra la Falange y la llamaba «el flanco más débil del Régimen»; cuando despotricaba recordando que las costuras del franquismo saltaban por los dos terrenos exclusivos de los falangistas, el sindicalismo y la universidad, Luján asentía sin obligarse a callar como antes. Se sorprendía a sí mismo pensando exactamente lo mismo.

En realidad, esos dos «frentes», como ambos los llamaban, eran el único temor de Lastres: la universidad y los centros obreros. En todo lo demás, el sonriente jefe solía mostrarse relajado y confiado. Para él, los políticos de la oposición no eran más que paniaguados, y de algunos de ellos, como Llopis el Enjuto103 o Gil la Cojonera104, solía decir que, aunque ellos no lo supieran, aunque «todavía les engañe la impresión de que sus piernas les llevan a alguna parte», ya estaban muertos. Las defecciones del Régimen, como en el caso de Ridruejo, Laín o Ruiz Giménez, le daban risa.

-Tiene que haber de eso –justificaba-; no hay salsa sin perejil.

Paulatinamente, sin embargo, conforme fueron pasando los años la sonrisa de Lastres se hizo algo menos frecuente y algunas preocupaciones aparecieron en el rabillo de su mirada. Un día, un tren de excombatientes que se dirigía a una celebración en Vascongadas fue atacado. El suceso, en su momento, pasó casi desapercibido, incluso para los encargados de la seguridad como Luján; pero no pasó mucho tiempo sin que a todos se les grabasen a fuego las tres letras, ETA, de la organización responsable de aquel ataque. El asunto de los vascos afloró otro más grave a decir de la mayoría de los contertulios de Luján: el, primero sutil, con el tiempo cada vez más descarado, cambio de postura de la Iglesia. Los hombres de Franco asistían alucinados a las crecientes expresiones de simpatía hacia todo lo que el franquismo llevaba décadas combatiendo por parte de miembros de la Iglesia, incluso tan significados como Dom Escarré105. No sólo eso sino que, conforme la policía y la guardia civil comenzaron a hacer su trabajo, comenzaron a encontrarse con prelados directamente implicados en las acciones de los terroristas vascos.

-Teníamos que haber dejado que los rojos terminasen de quemar las iglesias y profanar los cementerios de monjas –se quejaba amargamente Lastres-. Qué poca vergüenza tienen los pater.

103 Rodolfo Llopis, secretario general del PSOE.

104 José María Gil Robles.

105 Abad de Montserrat. En los años sesenta protagonizó un enfrentamiento frontal con el Régimen a cuenta de unas declaraciones suyas a un diario francés.

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Llegados los años setenta, Carlos Luján volvió a vivir una escena que creía olvidada. En 1956, durante las horas angustiosas en las que el joven Miguel Álvarez estuvo a punto de morir a causa del tiro que había recibido en la cabeza, Carlos Luján frecuentó locales falangistas donde contempló a camaradas suyos afilando los cuchillos de la masacre que iba a comenzar nada más producirse el fallecimiento de su joven compañero. Durante esos días, en las pupilas de la gente brilló el odio y la determinación a volver a hacer de la violencia el argumento central de los días. Esas actitudes, esas miradas, esos tonos, regresaron, poco a poco, a no pocas conversaciones. En los círculos en los que se movía el trabajo de Luján, cada vez era más común encontrarse con compañeros disgustados con la situación. Disgustados de que no se hicieran las cosas bien con «lo vasco»; disgustados de que el franquismo se hubiera olvidado de devolver cien golpes por golpe; disgustados de que, cada vez más, editar y vender en España libros otrora subversivos hubiera dejado de ser un riesgo. Disgustados de que el Régimen pareciese haber olvidado la guerra permanente. Por eso, cuando comenzó a oír hablar de la posibilidad de que muchos elementos se «echasen al monte», no le extrañó.

En 1969, Franco se decidió por fin a designar a Juan Carlos de Borbón su sucesor. Lastres saludó la noticia con su habitual sonrisa y un lacónico:

-Ya tenemos la bolita colgada del árbol.

En las tertulias de Luján se echaba la culpa a los ingleses. Siempre tan aficionados a la monarquía, se decía, han terminado por convencer a Franco de que la mejor forma de estructurar el Movimiento es volviendo a instaurarla. Luján, al escuchar esto, torcía el gesto.

-No sé cuántas veces hará falta poner a los reyes en la frontera para que entiendan el mensaje –decía.

No obstante, aceptó los hechos con entera disciplina, o, mejor, como lo que eran, es decir el deseo de su Caudillo. Incluso le tocó acompañar al príncipe en algunos de sus primeros actos oficiales. Un día incluso le dio la mano, presentándose con su cargo del Ministerio. El Borbón pareció mirarlo con curiosidad, como si se estuviese preguntando qué diablos hacía un habilitado del Ministerio del Aire en un acto con productores remolacheros. Pero no hizo el más mínimo comentario. Luján se separó de él preguntándose si verdaderamente sería subnormal, como todos decían.

Circulaba un chiste por España. Para elegir a su sucesor, Franco le había hecho un examen a Juan Carlos. Le había preguntado cuáles son los cuatro puntos cardinales. El Borbón, dado que desconocía la respuesta, había escrito: «NO SE»; y había aprobado de chiripa. A veces a Lastres parecía que se le iba a acabar el aire de tanto reír después de contarlo.

Luego mataron a Carrero. La revolución. El presidente del Gobierno voló por los aires sin que ni Luján ni nadie pudiese mostrar ni un puto papel en el que siquiera lejanamente se insinuase una sospecha en tal sentido. Nervios. Untal perdió la sonrisa durante meses. Y, para cuando la recuperó, Luján, doctorado en sus gestos, se dio cuenta de lo forzada que era. Poco a poco, Luján se fue dando cuenta de que los trabajos que le encargaban eran de vigilancia. Sólo de vigilancia. Tráeme un informe completo de todos los que entran en el despacho de Tierno. Quiero saber con quién habla o deja de hablar José Mario Armero. Disfrázate de monja y échale un polvo al cardenal Tacancón, a ver qué te cuenta. A Luján todo aquello le impacientaba.

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-Nosotros –le decía a Lastres- no ganamos una guerra pinchando teléfonos y apuntando nombres en libretitas.

Y Lastres sonreía, forzado.

Un día, poco después de lo de Carrero, Lastres entró en el despacho de Luján y le entregó una carpeta con unos papeles grapados.

-Léelo –le dijo, sin intentar disimular el gesto serio-. Lo han hecho en… lo han hecho en otro departamento. Me ha puesto los pelos como escarpias.

El informe que leyó Luján era una nómina de traidores. Desarrollaba, en unas cuantas páginas escritas a máquina casi sin espacio entre las líneas, ideas e informaciones sobre personas del Régimen que, según las investigaciones, estaban dispuestos a abandonarlo. No había el menor intento de maquillar la verdad. Negro sobre blanco, el informe decía que los grupos que calificaba de «reformistas» eran cada vez más poderosos. Según el análisis, habían ganado la partida en el gobierno Arias nombrado después de la muerte de Carrero. Formalmente, todos esos grupos no propugnaban otra cosa que una evolución del Movimiento, pero sin poner en cuestión ni su carácter orgánico ni sus presupuestos fundamentales. No obstante, los redactores de aquellos papeles no perdían de vista la posibilidad de que los reformistas acabasen consolidando contactos permanentes con la oposición ilegal y derivando la nave en otro rumbo bien distinto. A Carlos Luján le costó entender aquel informe, y mucho más creerlo.

El 12 de febrero de 1975 llegó el discurso de Arias en las Cortes. Asociaciones políticas, que no partidos. Democracia orgánica, pero elección directa de los alcaldes. «El Régimen se pone en marcha hacia el futuro», sentenció Lastres, tratando, sin conseguirlo, de sonreír.

A partir de entonces comenzaron a pasar cosas. A Gil Robles, a Ruiz Giménez y a muchos como ellos les pusieron una vigilancia tan estrecha que prácticamente sus únicos actos privados eran los del cuarto de baño. De forma más o menos oficial, o sea más o menos oficiosa, grupos de miembros de La Casa comenzaron a vigilar a personas que nunca habrían soñado. Como Fernández Miranda. O Fraga, en Londres. A todos los fegisarios106. La información que obtenían, relacionada sobre todo con las personas a las que veían y, si era posible, algo de lo que hablaban, era encauzada inmediatamente por conductos militares. El objetivo era que el bando de quienes creían que transigir era claudicar tuviese información de primera mano sobre las intenciones del reformismo. Y funcionó. Las asociaciones, el proyecto estrella de Arias, se empantanaron. Por la oposición de los más rígidos y por la distancia que tomaron los del otro lado, temerosos de implicarse en un proceso que no se sabía si llegaría a algo. Todos estuvieron en alerta en los últimos días de septiembre. Los días previos a los fusilamientos. A Luján y a los suyos, el movimiento europeo contra Franco no les preocupó lo más mínimo. El franquismo, a su modo de ver, estaba acostumbrado a hacer esas cosas, y sacar más beneficio que pérdida. Pero prácticamente todo el mundo que alguna vez había tenido el más mínimo papel en alguna reunión donde siquiera lejanamente se hubiese hablado de democracia, fue vigilado en esos días. En

106 Fegisa es el nombre de una sociedad mercantil fundada por Fraga como think tank

reformista. La mayoría de los grandes nombres de su consejo fueron luego políticos de la UCD y de Alianza Popular.

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la propia Central se hizo una porra sobre el número de fusilados. El premio quedó muy repartido, porque la mayoría, Luján incluido, apostaron porque Franco iría al copo, fusilando absolutamente a todos los condenados. Por supuesto, todos estuvieron en la plaza de Oriente, junto con el resto del millón de españoles que, según la prensa, la abarrotó para vitorear a un anciano tembloroso que apenas pudo levantar los brazos en señal de poderío.

Todo eso cambió, sin embargo, un día de otoño de aquel año; el 17 de octubre. Un día cualquiera en el que Carlos Luján repasaba sus tareas en su despacho, cuando vio entrar a Lastres, ya no sin sonrisa, sino con los ojos húmedos. Se lo quedó mirando, petrificado, mientras el viejo, como si no consiguiese recordar lo que tenía que decir, abría y cerraba la boca varias veces. Antes de sollozar:

-Un infarto. Ha tenido un infarto.

Luján tenía en las manos un ejemplar del Ya.

-Aquí dice que es una gripe.

-¡A la mierda lo que dice! –Estalló Lastres, el que nunca elevaba una palabra por encima de la otra-. Es un infarto, ¿entiendes? ¡Un infarto! ¡La puta condena de muerte!

Carlos Luján trató de respirar despacio. Trucos de interrogador. Para dar tiempo a su interlocutor a reposarse, siquiera ligeramente. Pensó: ni siquiera me he cerciorado sobre de quién estamos hablando. Y sintió un escalofrío.

-Una vez tuvo una bala en la barriga y también lo dieron por muerto –dijo despacio, tratando de dominar la ira de su compañero-; y luego ha vivido medio siglo.

-Ten por seguro que si hubiese recibido ese balazo con 82 años, la habría palmado –respondió, sombríamente, el otrora sonriente Felipe Lastres.

Luján se levantó. Dio dos pasos hacia Lastres y le puso una mano en el hombro.

-Mi coronel… o lo que seas. No subestimes a tu Caudillo.

Luján lo recordó repentinamente, sentado frente a él, con una carpeta apoyada sobre los muslos y las manos entrelazadas sobre ella, mirándolo fríamente.

No me decepcione, Luján.

Y no nos falles tú ahora, Mi General.

-Esto es muy grave… ¡muy grave! –Lastres hablaba como para sí, mirando a todos las paredes de la habitación con gestos eléctricos-. No es sólo el hecho… el hecho en sí. Quiero decir, que se muera. Es cuándo. El momento.

-¿Lo dices por El Moro107?

107 Se refiere al rey de Marruecos, Hassan II. En el momento en que Luján y Lastres

hablan, hace ya meses que Marruecos ha reclamado su soberanía sobre el Sáhara, y en esos mismos días

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Lastres lo miró con fastidio.

-No lo decía por él aunque, ahora que lo mentas, no me extrañaría que ese hijo de puta terminase por darle la puntilla. No, el momento es malo porque aún no lo hemos montado.

-¿Montado? ¿El qué?

-¡Pues qué va a ser! ¡El montaje, Luján, el montaje! ¡Todo, todo! La nueva legislatura, las nuevas Cortes, los ayuntamientos, todo…

Luján sintió que comprendía.

-Ya entiendo. Te refieres a que si Franco se muere antes de que Arias haya puesto en marcha lo de las asociaciones…

-Si Franco se muere con estas Cortes, las próximas ya no tendrían por qué ser las suyas.

-Lo dices como si las Cortes gobernasen España. Están los organismos del Movimiento, están…

En ese momento, Lastres rió. Pero lo hizo amargamente, sin ganas.

-¿Las instituciones? ¡La mitad están en manos de los que se las quieren cargar, hombre! No, las cosas no eran así. No iban a ser así. La cosa iba de retirarse con el montaje hecho, dejarle al idiota el poder, y Franco sentado en una ventana de El Pardo con el catalejo. Vigilante. Franco y los que le siguen, los que son él.

-Los que somos él.

-Exacto. Los que somos él. Si el Borbón pensaba hacer otra cosa, con Franco tocándole los cojones no se atrevería. Y pasado el tiempo, estaría tan pringado como el que más. Si alguna vez soñó con que los de más allá de la frontera le viesen como una alternativa viable, ya no lo sería. En esas circunstancias, tendría que hacer lo que han hecho de toda la puta vida los Borbones: luchar para mantenerse.

Luján se rascó la barbilla. Su espíritu de interrogador que busca todos los ángulos de un hecho le pudo.

-Eso que estás diciendo nos lleva a la pregunta de por qué no se ha ido antes.

Esperaba la ira de su interlocutor. Pero no hubo tal. Lastres suspiró y dejó caer los brazos, como rindiéndose. El ojo clínico de Luján le dijo que había planteado una pregunta que su compañero ya se había hecho mil veces.

-El príncipe es sucesor desde hace sólo siete años. Repásalos. Tuvimos lo del proceso de Burgos; los problemas en la universidad. Luego la crisis económica. Supongo que nunca encontró el momento.

-Pues, por mucho que haya querido, le va a dejar una herencia jodida, quiera o

está comenzando a amagar con la Marcha Verde.

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no.

Felipe Lastres endureció el gesto. Apretó fuertemente los labios. Luego miró a Luján, tratando de sonreír.

-¡En fin! Todavía no está muerto, ¿no te parece? Aún no hemos dicho nuestra última palabra.

Carlos Luján se quedó pensativo tras escuchar el chasquido de la puerta del despacho cerrándose detrás de Lastres. Trataba de poner en orden todos los datos que tenía y los que imaginaba. Se concentró tanto en el trabajo que apenas escuchó cómo unos nudillos llamaban suavemente a la puerta. Acostumbraba a tratar de imaginarse quién sería el que venía, y para qué.

Aquella vez, aquel 17 de octubre de 1975, Carlos Luján no podía imaginar, ni por asomo, que era el caso Anselmo López el que, por tercera vez en su vida, llamaba a su puerta.

Y lo que menos podía imaginar que ese día que el caso llamase a su puerta lo haría en la forma de un hombre entrado en carnes, casi calvo pero aún con los nítidos perfiles faciales que él recordaba tan bien. Apareció detrás del joven teniente que lo anunció.

-¡Azpíriz! ¡José Antonio Azpíriz!

El teniente había anunciado al comisario de cierta ciudad del sur de Madrid pero, de alguna manera, Luján había sospechado que sería alguien conocido. Ambos amigos se abrazaron, se observaron, ponderaron mentirosamente lo bien que cada uno de los dos había aguantado el paso del tiempo, y luego se intercambiaron habanos.

Luján tomó una silla de las que tenía junto a su mesa, una inútil atención hacia visitas que nunca tenía, y la acercó al sofá en que Azpíriz había depositado sus carnes, que el tiempo había hecho abundantes. Aspiró una bocanada de su puro y luego se sacó con el dedo de la punta de la lengua una lasca de tabaco que se le había quedado prendida. Durante todo ese tiempo, Azpíriz esperó. Como no podía ser de otra manera, no había cambiado.

-Ya sé que te gusta mirar y callar –terminó por decir Luján-, pero esta vez creo que no tienes derecho. Al fin y al cabo, eres tú quien ha venido a buscarme. Y te habrá costado lo tuyo encontrarme.

-No sé por qué dices eso –se defendió Azpíriz-. Soy policía.

-Policía no: comisario –le corrigió Luján-. Pero yo sé lo suficiente sobre lo que soy yo como para apostar a que casi ningún comisario puede dar conmigo.

Azpíriz esbozó una sonrisa leve. Luego fumó un poco más antes de volver a hablar.

-Tienes razón. He movido Roma con Santiago para encontrarte. Es cierto que la tierra se te había tragado, pero yo tampoco he estado quieto estos años, y tengo mis contactos muy cerca de la sala de máquinas donde tú trabajas… ¿cómo lo diríamos? ¿De engrasador?

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Carlos Luján asintió con media sonrisa en los labios.

-Es una buena definición, sí. Engrasador. Me gusta.

-Y, ¿qué se habla bajo la línea de flotación del barco sobre nuestro capitán?

Luján abrió los ojos exageradamente.

-¿Has venido a informarte sobre la salud del Caudillo?

-No. He venido a informarte a ti de una cosa. Pero algo me tendré que llevar, ¿no?

Luján suspiró. Hacía casi veinte años que no veía a su compañero. Y, sin embargo, en el fondo de su rostro, bajo un camuflaje de papadas, estaba el joven muchacho que había sido, con la única excepción del difunto Rebollo, su confidente y amigo en los primeros tiempos en la Brigada. Durante unos pocos segundos, el tiempo se tensó y sintió la misma corriente de solidaridad y confianza del pasado.

-Como todas las personas que hablan poco, eres alguien poco significado, José Antonio. El barco zozobra, y hay un montón de lanchas alrededor recogiendo a marineros que quieren salvarse. Quizá el mejor consejo es que aproveches la ocasión.

-Mientras tú te hundes con el barco.

Luján asintió con la cabeza.

-Digamos que presté juramento.

-Y yo.

-Tú has jurado los principios del Movimiento. Pero el movimiento se demuestra andando.

-Vaya chiste de mierda. Manido, además.

-Lo sé. Pero es el único que se me ocurre para no ser verdaderamente original y tener que informarte de que se muere.

La información de que el Caudillo estaba en trance de muerte hizo en el rostro estólido del policía navarro el mismo efecto que todas las demás confesiones que Luján había tenido la ocasión de transmitirle. El ojo experto del ex policía, sin embargo, captó su inquietud en un detalle: apoyó el habano en un enorme cenicero que había en una mesita baja junto al sofá, y dejó de fumar.

-¿Mañana, pasado? –Fue su pregunta.

Luján sonrió y agitó la mano, como espantando la pregunta de su interlocutor.

-No creo, no creo. O sea: quiero creer que, si fuese tan inminente la cosa, yo lo sabría. E incluso tú, si me permites el comentario un poco despectivo.

-La cuestión no es si te lo permito, puesto que ya lo has hecho.

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-Ya. Bueno, el caso es que el Caudillo no está ahora en el Pardo secretamente conectado a una máquina que suena como un teléfono comunicando y que lo mantiene como Walt Disney108. Estará sentado en su despacho despachando papeles, o tal vez descansando. Qué digo: hoy hay Consejo de Ministros, y lo presidirá. Y, a menos que sea el Cid, no creo que pueda hacer eso después de muerto.

Azpíriz se sentó en el borde del sofá para acercarse a Luján.

-Oye, Carlos –dijo con un susurro, y a Luján no se le escapó el detalle de que le había cambiado el trato-, dime la verdad. Si Franco está a punto de morir, ¿debo decirle a mi mujer que haga acopio de alimentos y que, a ser posible, se vaya a pasar unas semanas al pueblo, cerca de la frontera?

Los ojos de Luján se estrecharon y brillaron. El ex policía sintió una presión en el estómago.

-Azpíriz, somos amigos, pero… ¿de verdad crees que puedes venir aquí, después de veinte años en los que no sé ni lo que has hecho, ni lo que has leído, ni los amigos que has hecho; y pretender que yo te diga si vamos o no a repetir la jugada del 36?

Azpíriz se echó hacia atrás. No era común verlo sin palabras. Luján sintió algo parecido a la compasión.

-No pienses tonterías, José Antonio. Los cuarenta años de paz no han pasado en balde, joder. En el 36, Franco no tuvo un 1 de octubre109.

-El 1 de octubre se celebró porque estamos solos en el mundo.

Luján señaló a su interlocutor, reforzando su argumento.

-Vale, vale. Pero, precisamente, si aceptas eso, también tendrás que pensar que el camino, por nuestra parte, tiene que ser otro. Porque en el 36 tuvimos amigos que ya no están ahí. Hoy, esos amigos encabezan manifestaciones contra nosotros. ¡Nada, nada de golpes de mano ni sorpresitas! Si algo ha cambiado en cuatro décadas, somos nosotros, el pueblo español. Hoy, el pueblo español hará lo que Franco le diga que haga. Ya sabes, atado y bien atado.

Luján sorbió de su puro y miró al cenicero mientras depositaba allí la ceniza. En ese momento fue como si se quedara solo, solo con sus propias inquietudes. Habló porque necesitaba escucharlas.

-Todo lo que tiene que hacer Franco es seguir vivo hasta fin de año. Antes, incluso. Con el 27 de noviembre, nos llega.

108 Luján se refiere aquí a la leyenda urbana, muy popular en aquellos tiempos, de que

Walt Disney había sido hibernado a su muerte para poder ser curado cuando la ciencia hubiese avanzado lo suficiente para ello.

109 Se refiere a la «manifestación del millón» de la plaza de Oriente, en solidaridad con Franco tras el aislamiento internacional producido por los cinco fusilamientos de miembros de ETA y del FRAP.

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-¿Sí?

-El 26 de noviembre se renueva la presidencia de las Cortes. Y el Consejo del Reino. Después de eso, la continuidad del proceso de reforma está garantizado. Institucionalmente, España seguirá siendo lo que Franco ha querido que fuese. Haría falta una revolución para cambiar eso. Y, créeme, si no está el horno para nuestros bollos, tampoco lo está para los suyos.

Azpíriz sopesó la información con cuidado y en silencio. Luego miró a Luján con expresión casi pedigüeña.

-Luján, ¿es cierto que tiene cáncer?

A pesar de que comenzaba a sentirse incómodo, el ex policía trató de no demostrarlo.

-Yo diría que no. Y, si vas a preguntarme por la chorrada del doctor Barnard110…

-Está bien, está bien –concedió Azpíriz-. Ya te he exprimido bastante. En fin, he venido a darte esto.

Le alargó un paquete de tabaco mentolado, sin cigarrillos.

Luján miró el paquete con extrañeza e hizo gesto de devolvérselo a su amigo.

-Yo no fumo cigarrillos de señoritas, Azpíriz. Además, este paquete está vacío.

Azpíriz sonrió.

-Acabas de citar, en la misma frase, dos de las tres cosas que me hicieron sospechar de este paquete. Pero primero te diré dónde lo encontré.

-Supongo que esto lleva a algún sitio.

-Lleva, sí. Este paquete estaba en el bolsillo de una persona que fue identificada como Juan Escofet, natural de Lérida, 20 años, mecánico. Con antecedentes por actividades subversivas, aunque poca cosa. En las investigaciones que hemos hecho nos lo han descrito más bien como un aprendiz de pistolero que como un ideólogo, no sé si me entiendes.

-De momento, no.

-Ya llegaremos. Al tal Escofet no hemos podido interrogarlo porque se tiró en plancha a las mesas del Anatómico-Forense. Esto fue, claro, después de que, con otros tres cómplices, tratase de atracar una sucursal bancaria en Móstoles. Hace cosa de tres semanas.

-Tengo un vago recuerdo de haberlo oído en la radio.

110 En los días que se relatan aquí, el doctor sudafricano Christian Barnard, primer médico

que realizó un trasplante de corazón, estaba visitando España. Uno de los rumores de moda en la calle es que había sido llamado para hacerle un trasplante de corazón a Franco.

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-Entraron, amenazaron al personal y consiguieron que el cajero les soltase 70.000 pesetas. No gran cosa. Probablemente esperaban encontrar más, porque esa sucursal realiza los pagos de la nómina de una fábrica cercana. Pero tuvieron la mala suerte de que el mes pasado la nómina se retrasó un día, así pues en la caja no había lo que ellos esperaban.

-Es lo que tiene informarse mal.

-Cierto. Encañonaron al personal, cogieron el dinero, y salieron a la calle, donde les esperaba un coche con el tercer cómplice. Pero el coche no arrancó. O el conductor lo caló, vete a saber.

-¿Era Escofet?

-¡Joder! ¿Cómo lo has adivinado?

Luján se encogió de hombros.

-Pura intuición. Me has dicho que el tipo era un piolín, que tampoco tenía antecedentes serios. O sea, que era su primer atraco. Y uno se suele bautizar en los atracos llevando el coche. Luego has dicho que tu olfato te dicta que el coche pudo calarse. Eso es algo que le pasa a un mal conductor o a alguien susceptible de ponerse nervioso en una situación así; nueva señal de inexperiencia. Y, además, has terminado con un «vete tú a saber», como renunciando a averiguarlo. Y eso me ha dado la pista de que el responsable de la acción debe estar muerto, como tu muchacho.

Azpíriz sonrió.

-Sigues siendo el mismo.

-Igual que tú. Das vueltas y vueltas, pero sin contarme la chicha.

-Todo tiene su momento –respondió Azpíriz-. En fin. El coche no arrancó. Los cómplices no esperaron mucho. Supongo que a la segunda o tercera intentona y dándose cuenta de que el chaval no iba a arrancar la máquina, salieron corriendo, cada uno por su lado.

-¿Les habéis pillado?

-No. Éstos sí que eran atracadores expertos. Se desempeñaron con total tranquilidad y presencia de ánimo e hicieron las cosas muy bien; me refiero, desde un punto de vista ladrón. Nadie consiguió activar una sola alarma. Así las cosas, la policía no llegó hasta que fue avisada por los primeros clientes que quisieron entrar y se encontraron con el follón. Por lo demás, es probable que escogiesen Móstoles por tener allí alguna agarradera escondida, porque lo cierto es que los tragó la tierra.

Luján suspiró.

-Ya. ¿Y Escofet?

-¿Escofet? En el coche. Intentando arrancarlo.

-¡No jodas!

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-Pues, sí. Ese fue su primer error. Se quedó donde no debía cosa de medio minuto que le costó la vida. Y, para cuando llegaron tres celulares, cometió el segundo error.

-No me jodas que al final arrancó el coche.

-En efecto, Luján. Para cuando ya da igual, porque está rodeado en una calle que no es estrecha pero tampoco es el Bernabéu, logra arrancar el coche y embiste. Se queda trincado al primer celular al chocar contra él y los armados, cuando ven que va a intentar la marcha atrás, se lo apiolan.

-Y a ti te llevan los efectos del finado.

-Ajá. Una pequeña mochila con una navaja, una pistola, documentación, un par de cartas insulsas, la foto de un niño de primera comunión, y la cajetilla de tabaco. Y entonces me hago las dos preguntas. Primera: ¿cómo es posible que un pecholobo fume mentolados, que es tabaco de maricas? Segunda: aún asumiendo que lo fumase, ¿por qué guardaba un paquete vacío? Todo esto me llevó a pedirle un favor al forense.

Luján adelantó la mano, reclamando silencio.

-No me lo digas. Tenía los pulmones limpios.

-Como la patena –asintió Azpíriz-. El hijo de puta no fumaba. Así que me fijé en el paquete. Estaba como está ahora.

Azpíriz señaló con la barbilla el paquete que Luján aún tenía en las manos. El ex policía lo miró dándole vueltas lentamente. Finalmente, se encogió de hombros e hizo un rictus de ignorancia.

-No le veo nada raro.

-No me extraña. Es sutil, muy sutil.

Azpíriz se acercó a Luján, moviéndose por el sofá. Su cara quedó a la altura del paquete. Señaló hacia un lateral del cabezal móvil que se abría para coger los cigarrillos.

-Estos paquetes duros tienen esta parte que es como una capucha que protege los cigarrillos. Es una sola pieza de cartón convenientemente doblada, como los trabajos manuales de un colegio.

-Eso ya lo veo.

-A los lados del cabezal, hay dos piezas triangulares pegadas que son las que dan consistencia a la capucha.

-Ya. ¿Y?

-Están desparejadas –sentenció el navarro, con voz neutra.

-¿Desparejadas?

-Desparejadas, sí. Una sigue perfectamente la línea de la capucha y la otra

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hace un ángulo, un ángulo de 23 grados según mi medidor de ángulos.

-¿Tienes un medidor de ángulos?

-¿Acaso no tienes un hijo?

-Sí, haciendo la mili. Pero no creo que guarde las escuadras y los cartabones del colegio.

-Los Azpíriz lo guardamos todo –informó el comisario-. De todas formas, lo importante es que los triángulos están desparejados.

-Bueno –concedió Luján, encogiéndose de hombros-, un pequeño defecto de fabricación.

-Me he informado con la Tabacalera –contestó Azpíriz-. Lo cojonudo de las máquinas es que si se equivocan una vez, se equivocan siempre. Pasé una semana revisando toda cajetilla dura que caía en mis manos. Y puedo asegurarte que esos ángulos disparejos no los ha hecho una máquina.

-¿Le has metido una semana de esfuerzos a la puta cajetilla de tabaco de un muerto de hambre?

-Pues sí. Y lo hice para descubrir que la cajetilla está reconstruida. Muy meticulosamente. Alguien la desarmó y la volvió a armar usando pegamento. Hasta me he tomado el trabajo de volver a pegarla yo para que pudieras apreciar el resultado.

Luján no pudo evitar una risa breve.

-Joder, Azpíriz, te felicito. Has resuelto el caso de la cajetilla reconstruida.

-Rómpela –le contestó Azpíriz.

-¿Que la rompa?

-Sí, rómpela. Con cuidado. Desármala. La cajetilla se usó para dejar un mensaje. Secreto.

Carlos Luján levantó la esquina de una de las piezas de cartón, y comenzó a despegarla. Le llevó cosa de medio minuto convertir la cajetilla en una sola pieza de extraña forma. En el acto final, desdobló dos piezas rectangulares que iban pegadas al lateral de la cajetilla.

En una de esas piezas, alguien había escrito: RiP 203.

Carlos Luján apartó la vista del informe policial definitivo sobre Juan Escofet. Sintió el abrazo de la contrariedad en el pecho. Era un informe lleno de datos insulsos. Los policías que lo habían redactado eran bastante categóricos al sostener la idea de

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que había sido la ambición la que había hecho de aquel muchacho un delincuente. Sus averiguaciones habían destapado una personalidad muy amiga de los vicios caros y al tiempo muy amargada por no poder pagarlos. Sin embargo, Luján sabía que si su teoría era cierta, Escofet estaba muy lejos de haber formado parte de una partida de simples y puros ladrones. Su apuesta más clara era Camilo Pérez. El dueño del bar Calper donde uno de sus sicarios había muerto en enfrentamiento con la policía era el único superviviente cierto del grupo radical desmantelado en el 57. Por lo demás, el hecho de que los atracadores fueran tres, y muy experimentados, abría la posibilidad de que en la partida estuviese Julio Cendoya.

Eso, y la anotación: RiP 203.

La reflexión de Luján era: ¿quién, hasta aquel momento, había conocido la contraseña RiP 203? Con seguridad, sólo dos personas. Una era Anselmo López. La otra era Lucía Odriozola. Desde el 58, en la conversación durante la cual fue captado para La Central, Luján sabía además otra cosa: esa contraseña tan querida no podía estar relacionada con otra cosa que con el robo de los bonos que habría realizado Anselmo López. De momento, no era capaz de imaginar cómo podría haber realizado dicho robo, pero todo: la actitud de López, el hecho de que guardase el papel, le decía que lógicamente la anotación tenía que tener relación con el robo.

Estaba comprobado que Anselmo López había tenido relación con Carlos Grisca, alias Pepe Durán, El Manco. Si, como Luján sospechaba, RiP 203 era una pista para localizar el dinero robado por López, podría habérsela dicho. Pero eso era poco probable. Visto cómo se las gastaba Grisca, López tenía que saber que, si le decía cómo localizar el dinero, el otro acabaría con él. De hecho, existía una posibilidad de que así hubiera sido y que Grisca fuese el asesino de Anselmo López; pero eso no cuadraba con su modesta existencia en Hospitalet, dando clases de matemáticas, si había logrado hacerse con una fortuna.

No era lógico, por lo tanto, que Grisca hubiese encontrado el dinero. Ni que lo hubiese encontrado Camilo López, quien regentaba un negocio modesto hasta su huida, casi diez años después de la muerte de Anselmo López. Y estaba, además, la muerte de Lucía Odriozola. ¿Por qué asesinarla? Habiendo dinero de por medio, eso cualquier policía o ex policía lo sabe bien, lo racional es siempre esperar que sea la razón de todo.

Si las teorías de Luján eran ciertas, Lucía Odriozola había muerto a manos de Grisca porque éste se había enterado de que la mujer había tenido acceso a las pistas sobre el escondite del dinero. Pero Lucía no había confesado nada. Había resistido una paliza de Luján y, aquella tarde, tuvo la presencia de ánimo de intentar dejar una pista (extraña e indescifrable, eso sí) sobre su agresor; sabía, pues, que iba a morir, y en esas circunstancias, lo más probable es que no dijese nada. Y si Grisca, que había llegado hasta ella, no consiguió nada, menos había conseguido Camilo Pérez antes de tener que huir.

Por ello, sólo quedaba una hipótesis: Anselmo López comunicó la pista, en Rusia, a otra persona. A su camarada Julio Cendoya. In Bello, Amicitia. Luego López fue herido y Cendoya murió en combate.

Si es que murió.

Cuando el equipo Luján-Azpíriz volvió a trabajar conjuntamente, lo hicieron

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como si apenas hubieran pasado dos horas desde la última misión de su juventud. Después del mucho tiempo que habían compartido vigilancias y casos en la Brigada, ambos se entendían a la perfección. Por lo demás, otra cosa que hizo la costumbre fue la automática asunción por parte de Azpíriz del hecho de que sería su compañero el que dirigiese las pesquisas.

En realidad, los protocolos de investigación en estos casos eran bastante sencillos. Como Azpíriz había dicho, la tranquilidad con que los tres huidos habían salido andando por las calles de Móstoles sugería que aquél era un terreno que conocían bien. Esto reducía mucho el ámbito de la búsqueda. Pero más aún lo reducía la sospecha de que alguno de los huidos fuese Camilo Pérez y, quizá, el escurridizo y fantasmagórico Julio Cendoya.

-Ya sé que Rebollo creía en células durmientes sin apenas comunicación -le decía Luján a Azpíriz-, pero no tiene lógica que sea algo así. Hay una pregunta clara. En 1957 pusimos a Camilo Pérez a la fuga. Tuvo que salir de España porque, de lo contrario, lo habríamos trincado.

-Sí, nos tomamos bien en serio esa búsqueda.

-Ajá. Camilo huyó. Pero, ¿huye y permanece quieto hasta 1975? ¿Por qué?

-No sé. ¿Porque Franco está en las últimas?

-¡Coño! Y, ¿qué tiene que ver eso con atracar un banco? Si fuesen el puñetero Carrillo lo entendería. Pero, ¿dos delincuentes? ¿Dos personas buscando pasta?

-Pues no. No tiene sentido.

-No, no lo tiene. Pero es un hecho que han esperado para volver. Han esperado casi veinte años, joder. ¿Por qué coño han esperado tanto?

-Sólo hay una respuesta -sentenció, con voz ronca, José Antonio Azpíriz.

Se miraron. Antes de hablar sus labios, ya se lo habían dicho con los ojos.

-Tienes razón. Mierda, tienes razón. Si no han venido antes, es porque no han podido.

Azpíriz se alzó de hombros.

-Está bien. Pero eso no nos dice mucho. Desconocemos las identidades que utilizan tanto Pérez como el posible Cendoya; menos aún del tercero en discordia. Sin mencionar que no es demasiado lógico lo de las dificultades; sobre todo en el caso de Cendoya, si está vivo.

-No sé si te entiendo bien.

El navarro apretó los labios, dejando que esa apenas media reacción fuese toda la pista posible sobre sus sentimientos.

-Me limito a tirar del hilo. Supongamos que Cendoya está vivo. Entonces hemos de suponer que en el lago Ilmen hizo la envolvente, llevó a sus compañeros a primera línea de fuego y, una vez allí, probablemente les mató él mismo.

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-Joder...

-Ni joder ni leches. No me digas que no lo has pensado así todos estos años. Yo también lo habría hecho. ¿Quién se queda tumbado esperando que los obuses se carguen precisamente a todo el mundo menos tú? Los debió quitar de en medio y luego, de alguna forma, quizá con alguna señal pactada de antemano, hizo saber a los rusos quién era y se escurrió hasta sus líneas; no sin antes vestir a algún muerto con su guerrera, claro.

-Pero eso ocurrió hace más de treinta años.

-Lo importante es cómo lo verían los rusos. Para ellos tuvo que ser un héroe. Un comunista infiltrado que sobrevive a su infiltración. Un republicano que engaña a Franco hasta el punto de convertirse en soldado suyo; condecorado, además. Es de suponer además que Cendoya, o sea Longares, les daría datos jugosos sobre las posiciones alemanas y españolas. Esas cosas se retribuyen. Lo cual nos lleva a imaginar a nuestro amigo en Rusia, disfrutando de cierto estatus político y personal, identificado con la cosa soviética.

-No creo que tenga que recordarte que mucha gente así murió prisionera en Siberia.

-Sí. Pero no en los últimos quince años. Luego llegó el gordo aquél, Chispita.

-Nikita. Jruschev.

Luján comprobó, con delectación, que seguía siendo incapaz de adivinar si los deslices de su compañero eran reales o no.

-Nikita, para tí la perra gorda. Llega el tío ese. Se saca el zapato111. Dice: Stalin, caca. Los presos a la calle. Y eso pasa a principios de los sesenta, o así. ¿Qué narices puede haberle pasado por la cabeza ahora, precisamente ahora, al Cejas112 para soltar a un preso que no soltó el gordo?

-No tiene lógica -admitió Luján.

-Hay que buscar un motivo más permanente.

Luján sintió una punzada en el estómago.

-¿Qué has dicho?

Azpíriz se quedó quieto, sin saber cómo reaccionar.

-¿Qué he dicho...? Pues, sólo, eso... un motivo más...

-Más permanente. ¿Es eso?

111 Jurschev se hizo especialmente famoso en occidente por su gesto de sacarse un zapato

en una reunión internacional y golpear con él la mesa.

112 Se refiere a Leonid Brezhnev, que sucedió a Jruschev. Tenía unas cejas muy pobladas.

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-S...sí -balbució Azpíriz, no muy convencido.

-Un motivo más permanente para impedir que alguien pueda salir, ser libre.

Agarró a su amigo y ex compañero por los hombros.

-Y yo creo que conozco uno -le respondió e, intantes después, se volvió para tomar su chaqueta-. ¿Y si Cendoya tenía a una banda, a su gente? Claro, muchos murieron en Rusia y, de los que quedaron en Madrid, Durán se mató y Pérez estaba con él. Pero los atracadores eran tres. ¿Y si...?

Luján se mordió el labio, pensando. Luego miró a Azpíriz y dijo, seco:

-A las seis de la tarde, en la cafetería del Ministerio.

-¿No me vas a contar...?

-No puedo, José Antonio. Son cosas de... cosas de engrasadores.

Carlos Luján condujo unos pocos kilómetros por la carretera de La Coruña, escuchando en la radio del coche el parte que hablaba del consejo de ministros, ya terminado; no cruzó palabra con su copiloto. El locutor utilizaba palabras que a todas luces pretendían instilar la idea de normalidad y plena salud por parte del Caudillo. En realidad, Luján sabía desde justo antes de meterse en el coche que aquel consejo se había celebrado con Franco conectado a unos aparatos de lectura cardiaca que los médicos habían colocado en una sala contigua; se lo había contado el otro ocupante del vehículo, Untal Lastres. Aunque ni el ex policía ni su jefe no podía saberlo aún, en efecto aquel consejo había sido muy problemático, especialmente cuando el orden del día llegó al asunto de Marruecos y la actitud del rey Hassan ante la inmintente descolonización del Sahara. El corazón de Franco se había acelerado peligrosamente.

Aún sin saberlo, Carlos Luján, conforme conducía por la autopista, se imaginaba haciendo equilibrios con su coche sobre el inmenso filo de una navaja.

Finalmente, llegó a la altura de la desviación que buscaba, en la cual tuvo que conducir apenas unos cientos de metros hasta llegar a un edificio cuadrangular y bajo. En la entrada había una barrera y un militar. Luján le enseñó su credencial.

-Señor -le indicó el centinela tras comprobar el extraño carné-. ¿No tiene cita?

-Es irregular, lo sé. Pero son días irregulares, no sé si me entiende.

-Ya, pero personas como usted sólo pueden venir con cita.

-¿Y de mi nivel?

Era la voz de Lastres, inclinado sobre Luján para hacerse visible por la ventanilla del conductor por parte del centinela. A Luján no se le escapó el detalle de

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que su jefe no estaba mostrando credencial alguna. Su credencial era su cara y lo imposible que le resultaba a cualquier centinela de aquel edificio no recordarla.

El guardia le dejó pasar con un gesto del brazo.

Aparcaron en la zona de visitantes y entraron en un ala del edificio. Lastres se condujo por los pasillos como si llevase décadas trabajando allí. Saludaba a todo el mundo con leves inclinaciones de cabeza. Luján empezó a hacer lo mismo y observó que personas a las que no conocía le devolvían el saludo. Educación, se dijo. O prevención.

Finalmente, Lastres chasqueó la lengua con delectación. Habían llegado al despacho que estaba buscando. Le dijo a Luján que esperase fuera y entró solo. Se oyeron voces y alguna risa dentro. No pasó mucho tiempo. Luego el mismo Lastres salió para indicar a Luján que entrase y, una vez en el despacho, le presentó a un hombre enjuto y alto, con aspecto de sufrir una úlcera estomacal crónica, pero que hizo esfuerzos por sonreír al estrechar débilmente la mano del ex policía. Lastres lo presentó como El Coronel, sin especificar nombre ni apellido.

-Hemos venido para pedirte ayuda. Para un caso muy jodido -informó Lastres, con voz que pretendía ser jovial.

-¿Como de jodido? -Preguntó el Coronel.

Luján suspiró. Pensó para sus adentros: o estamos aquí un buen rato, o nos marchamos en el mismo momento que termine de hablar.

-Es un asesinato. Lleva 27 años sin resolver.

El Coronel miró a Luján como si le hubiese mentado a la madre.

-¿27 años? ¿Eso es...?

-1948, sí.

El Coronel sopesó la información, con un evidente despiste en el rostro.

-Eso está prescrito... o amnistiado, ¿no?

-Tenemos motivos para pensar que éste no está prescrito, mucho menos amnistiado.

Durante una hora después de que Azpíriz se hubiera marchado del ministerio, Luján se había aplicado a explicarle a Felipe Lastres las generalidades del caso López. Incluyó lo de la entrevista de El Pardo en el 56 porque juzgó que no tenía sentido ocultarle esa información a alguien que a todas luces tenía un puesto en las cloacas del régimen al menos tan profundo como el del propio Rebollo; y además, porque necesitaba que lo supiera para que se aviniese a acompañarle para recabar información de quien podría tenerla. En ese punto, por todo esto, Luján esperaba que Lastres le corroborase y apoyase. Pero, por alguna razón que sólo se podría explicar conociendo los laberínticos recovecos del cerebro de aquel hombre que llevaba ya más de treinta años siendo quien no era y dedicándose a lo que no se dedicaba, Lastres permaneció quieto y en silencio.

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El Coronel dedicó a Luján una mirada escéptica. Así que el ex policía quemó su último cartucho.

-Se trata del caso de Anselmo López.

El Coronel hizo esfuerzos por disimular que había entendido a la primera de qué le hablaban. Pero falló y debió darse cuenta de ello, porque, tras unos segundos de silencio, hizo un rictus de la boca que quería significar resignación.

-Ese caso está desde hace años en un callejón sin salida. Bueno, ahora que lo pienso, Luján...

-Sí, no le falla la memoria, Coronel. Yo fui quien lo cerró.

-Y lo reabre ahora.

-Sí, señor. Es la segunda vez que lo reabro.

-¿Es algún tipo de obsesión?

El Coronel planteó la pregunta no a Luján, sino a Lastres. Pero entonces el superior de Luján sí que trabajó. Decir, no dijo nada. Pero eso fue, probablemente, porque no le hacía falta. A todas luces, los contertulios de Luján eran viejos compañeros; de ésos que se entienden con una mirada. La de Felipe Lastres dijo muchas cosas. Alguna de las cuales resonó en la boca de su interlocutor.

-En este edificio hay como seis o siete despachos de mierda a los que podrías haber ido de ser éste un caso de mierda -el Coronel parecía leer de la frente de Lastres. Untal se limitó a asentir en silencio-. Cojones -musitó con desgana el militar-. Además, seguro que lo que venís a pedir no es nada fácil.

El Coronel repasó las páginas del ajado expediente que Luján puso en silencio sobre su mesa. Era el viejo expediente sobre Julio Abrantes que, casi veinte años antes de aquel día, había terminado por acopiar Luján con las escasas notas que pudo hacer, y alguna documentación de apoyo, tras la extraña historia que sobre aquel tipo, mezcla de delincuente común y héroe de guerra perdida, le contó Ismael Rebollo. Durante un segundo, Luján sintió un nudo en la garganta. Recordando todo eso, pensó que algunas de las líneas nerviosas que alcanzaba a ver en las páginas que repasaba el Coronel, la letra de su antiguo jefe dejando alguna que otra anotación importante, era todo lo que le quedaba de él. Sintió un vacío en la boca del estómago. Luego un vértigo leve. Después, el gesto pétreo del Coronel le impidió seguir bajando por la cuesta de la melancolía.

-¿Qué quiere usted saber de Julio Abrantes?

-Quiero encontrarlo.

El Coronel sopesó unos segundos la respuesta de Luján.

-Podemos saberlo. Pero no será fácil. No creo que los rusos nos quieran contar sus registros funerarios.

-Está muerto... -Felipe Lastres no preguntó, sino que afirmó suavemente, casi en un susurro.

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-O debería estarlo -sentenció el Coronel.

-Perdone, señor, pero la precisión es importante. ¿Está muerto, o debería estarlo?

El Coronel le dirigió una mirada conminatoria.

-Cuidado, Luján. Sería usted el primer civil que se permite entrar en esta casa y preguntar qué sabemos o dejamos de saber.

Luján se revolvió en la silla. Se dijo que tenía que hacer esfuerzos por ser lo más diplomático posible. Pero no pudo.

-¿Sobre un combatiente de la División Azul, reenganchado en las Waffen SS, violador y asesino? Con todos los respetos, Coronel, cuando Rebollo me habló del caso Abrantes, hace veinte años, eran fáciles de entender las implicaciones políticas. Hoy, la verdad, y le repito que con todos los respetos, me costaría creerlas.

El Coronel se alzó de hombros, afectando sorpresa.

-¿Ah, sí? O sea, que o nosotros hemos dejado de ser azules o los rojos han dejado de ser rojos, ¿es eso?

Luján contó hasta diez.

-Con todos los respetos, Coronel. Abrantes no es Rudolf Hess113. Si está vivo, hasta la momia de Lenin lo habrá olvidado. Los rusos no tendrían hoy a un combatiente de las SS metido en unas cárceles donde no queda ni un preso político de Stalin, jugándosela a que alguien se entere y monte un San Quintín.

-Suponiendo que esté vivo.

-Desde luego, suponiendo que esté vivo.

El Coronel se retrepó en su sillón y miró a Luján, como midiéndolo. Luego cambió el tono, tratando de adoptar uno afectadamente jocoso.

-Parece que usted cree que puede estar vivo.

-Sí. Vivo, y en Móstoles.

-Ajá. Adonde habría llegado...

-No hace mucho.

-Ajá.

-Si las sospechas de Luján son ciertas -intervino Lastres, con humildad en la voz- Abrantes se ha juntado con uno o dos activistas de izquierdas que se dedican a la delincuencia común.

113 Se refiere al lugarteniente de Hitler, que en 1975 (y hasta 1987) permaneció

encarcelado en la cárcel berlinesa de Spandau, convirtiéndose en el último jerarca nazi preso.

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-Relacionados con el caso López.

-En efecto.

-Y, si el caso se reabre ahora, debo entender que desde 1957, que fue cerrado, no se ha sabido nada de esos tipos.

Luján no pudo evitar un gesto excesivamente imperativo de la mano pidiendo silencio. El Coronel, sin embargo, se lo perdonó. Parecía divertido.

-Creo que sé por dónde va. Las personas que huyeron en el 57 quedaron fichadas por algo más que la delincuencia común. Quedaron fichadas como activistas de ultraizquierda que se habían infiltrado en la estructura de Falange para pasar desapercibidos. Creemos que no regresaron a España, pero lo han hecho ahora. Lo cual no tiene lógica.

-Ya. Y han pensado que, tal vez, la lógica de todo esté en que regresan ahora porque es ahora cuando Abrantes ha podido salir de la URSS.

-Exacto.

El Coronel apretó los labios y elevó las cejas en un gesto de incredulidad.

-Luján, ¿no se da cuenta de lo inconsistente de su teoría? ¡Usted mismo se desmiente!

-¿Yo, me...?

-Usted, sí. Si los rusos se quitaron de en medio al Waffen SS, ¿por qué han esperado hasta el 75? Si tan cierta es su teoría de que han pasado página hace mucho tiempo, Abrantes llevaría aquí años, ¿o no?

Luján tuvo que reconocerse que el Coronel tenía razón. El obstáculo que en 1957 podía seguir existiendo para el regreso de Abrantes no se sostenía en el presente. En su momento era un peligro repatriar a un veterano de guerra que debía ser juzgado por delitos muy graves; pero eso se acaba diluyendo. Luján, por toda respuesta, alzó los brazos y los dejó caer, en gesto de impotencia.

-Lo sé, Coronel -respondió-. No voy a negar que es un palo de ciego. Hay dos posibilidades. Que yo tenga razón y haya algo que haya retenido a Abrantes hasta el día de hoy. La otra es que esté muerto.

El Coronel asintió, de nuevo serio. Miró a Lastres.

-Dime, Felipe. ¿Qué tal son los palos de ciego de aquí el amigo?

Lastres enarcó las cejas y declamó:

-De primera. Te lo digo yo: de primera. Pregunta en la casa si quieres.

El Coronel miró a Luján y le sonrió.

-Está bien. Pero nos llevará algún tiempo.

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-No mucho, espero -terció, con una sonrisa, Lastres. El Coronel se la devolvió, como si estuviera contento de tenerle a él de interlocutor.

-No, desde luego. Es una gestión oficial. Vamos de frente. Cuando no sólo no tienes que engañar al embajador sino que hasta lo puedes usar para que te ayude, todo es mucho más rápido.

Luego miró a Luján y le tendió el viejo expediente. Fue compasión lo que leyó en ex policía en los ojos del militar sin nombre.

En la radio, de vuelta hacia Madrid, un importante político hablaba a los periodistas. Aseguraba que Franco viviría más de cien años.

En una iglesia lejana, las campanas acababan de dar los cuartos. Ya se había hecho de noche. Al salir aquella tarde de casa, Carlos Luján se había asomado al balcón de una primera tarde todavía cálida, y había equivocado el juicio. Pensaba que estaría poco tiempo fuera del hogar y por eso había salido a cuerpo; si hubiera sabido que pasaría toda la tarde fuera, se habría protegido contra las traiciones del otoño cuando se va el sol.

El había creído que sólo sería testigo de un interrogatorio; cosa de un par de horas. Uno más como varios que había dirigido el comisario Azpíriz en los últimos días. Puro trámite todos. Personas residentes en la ciudad dormitorio donde se ubicaba el banco atracado a las que se les presentaba el retrato robot de los tres atracadores, así como la foto del cadáver de su desgraciado, e inexperto, cómplice. Luján acudía a aquellos interrogatorios por evadir sus pensamientos del trasiego de su oficina, inusitadamente intenso desde el consejo de ministros del 17, y también porque así se lo había pedido Azpíriz. Tal vez tú veas algo con tu olfato de buitre, le dijo. Como siempre, sin mala intención; pero también sin tonos netos que definiesen la frase como una broma.

La tarde del 21, sin embargo, les tocó la lotería. De los dos interrogados, uno resultó ser una mujer que se encontraba en la zona del banco visitando a una amiga, ya que ella vivía en la otra punta de la ciudad. Fue una suerte que estuviera allí. Los atracadores habían sido listos. Habían actuado en un entorno en el que sabían que se podían ocultar con rapidez; pero, al mismo tiempo, habían escogido muy bien la sucursal bancaria. Cuando la mujer los reconoció como los huéspedes de Ciriaco el Mecánico y comprobaron la dirección de Ciriaco Huertas Capdemón, pudieron ver que el domicilio se encontraba bastante lejos de la sucursal; de hecho, para ir desde uno hasta la otra, si se quería usar el transporte público, era necesario realizar diversas e incómodas combinaciones de autobuses. Era un lugar claramente escogido para que no fuese fácilmente relacionado con la base donde los ladrones se escondían.

Montar el operativo llevó unas dos horas. Por eso, cuando Carlos Luján, José Antonio Azpíriz y una dotación de siete policías armados se apostaron frente a la casa baja donde vivía Ciriaco, sonaron los cuartos posteriores a las ocho. Esperaban. Tenía que llegar una orden judicial y aún no había llegado. A todos los efectos, estaban

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investigando a unos chorizos, y ambos habían decidido que así debía ser, por lo menos de momento.

Carlos Luján puso la radio del coche dentro del cual esperaba con su ex compañero. Sintió un escalofrío en el espinazo al escuchar la voz neutra del locutor de Radio Nacional, con el tono seco y algo lúgubre de las grandes ocasiones.

En el curso de un proceso gripal, su Excelencia el Jefe del Estado ha sufrido una crisis de insuficiencia coronaria aguda, que está evolucionando satisfactoriamente, habiendo comenzado ya su rehabilitación y parte de sus actividades habituales.

A las diecinueve horas del día de hoy, su Excelencia el Jefe del Estado recibió en su despacho al presidente del Gobierno, con quien mantuvo una conversación de cuarenta y cinco minutos.

Azpíriz bufó más que suspiró hacia la ventana abierta del automóvil, y luego dio una larga chupada a su cigarrillo.

-Ya ha empezado -musitó.

-Ya ha empezado, ¿qué? -Preguntó Luján.

-¿Y tú me lo preguntas?

El navarro miró a Luján. Luján pensó: joder, me mira como si Franco fuese su padre.

-¿Dónde lo tiene?

-¿Dónde tiene qué?

-¡Luján, joder...! El... el cáncer.

Carlos Luján se recordó en el mediodía del día anterior en el despacho de Lastres. Qué cabrón es el navarro, pensó. Yo hice la misma pregunta.

Él respondió lo mismo que le respondió Lastres.

-No hace falta un cáncer para morirse.

Azpíriz procesó la información. Luján pensó, así pues probablemente también dijo con su mirada: es todo lo que te puedo decir. Hasta aquí puedo leer. El navarro lo aceptó, o pareció aceptarlo.

-Los que me dais miedo sois vosotros -terminó por decir, con el rostro vuelto hacia la calle.

-Nosotros.

-Vosotros, sí. Los defensores del Movimiento. Las...

Luján encendió un cigarrillo y dejó escapar una risa breve.

-¿No lo dices?¿Desde cuándo te callas lo que piensas, Azpíriz?

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-...

-Las cloacas del franquismo. Puedes decirlo. Sin miedo. No te preocupes. Lo tengo muy asumido. Soy una rata que merodea por las cloacas del Movimiento. Por lo visto -continuó, suspirando y moviéndose en el asiento para eliminar algún dolor de espalda provocado por la inacción-, por lo visto hoy por hoy el problema no está en los troskistas que van por ahí matando guardias civiles y comisarios de policía; o los sindicalistas que reciben telegramas de Moscú; o los aprendices de políticos que tienen engañada a media Europa. El problema somos nosotros: las ratas. Hay que ver cómo han cambiado los tiempos.

-No me entiendas mal, yo...

-Tú sólo has querido decir que qué pasará si muere Franco. Qué haremos. Y yo te lo voy a decir: ya está todo preparado. En las siete horas siguientes a la muerte de Franco, nos vamos a llevar por delante a siete mil españoles. Más o menos. Con eso basta. La lista ya está hecha. Si ésos están muertos, la hidra pierde la cabeza. Nada de arrestos ni polladas. Ocultaremos la muerte de Franco siete horas, durante las cuales dejaremos España como la patena. Será su testamento.

Azpíriz miró a su ex compañero. Ojos fríos, inexpresivos. Luján pensó: como no podía ser de otra manera, me ha calado.

-Si eso fuera verdad, no me lo contarías.

Luján rió.

-Cierto, cierto.

-Vale. Pero, entonces, fuera bromas. ¿qué cojones vais a hacer?

Un taxi paró cerca. De él se bajó un hombre y por la tensión en el rostro de Azpíriz, supo Luján que su amigo le conocía; así pues, probablemente, era algún funcionario judicial. Luján agarró el brazo de Azpíriz para captar su atención durante los segundos que el hombre tardó en caminar hasta su vehículo.

-Vamos a confiar, Azpíriz. No hay otra. Atado y bien atado. Son sus órdenes y, aún con las arterias reventadas, aquí, como hace cuarenta años, sólo manda Uno.

Entraron en casa de Ciriaco Huertas derribando la puerta. No se molestaron en llamar. Querían el bollo blando desde el primer mordisco. Y consiguieron lo que querían. Ciriaco el Mecánico (en realidad, mecánico en paro) dormía en su catre vestido apenas con unos calzoncillos y cuando se levantó, a gritos de los armadas, todavía como sonado por el sueño, en el centro de su escaso ropaje había una oscura y húmeda mancha. Luján pensó: me encantan los testigos que se lo hacen encima. Son el más claro preludio de un interrogatorio fácil. A eso se unió la mala hostia que se le puso al comprobar que Ciriaco, contra lo que él había esperado, estaba solo.

Siguiendo instrucciones de Luján, los uniformados buscaron un par de motivos fútiles, pequeños retrasos en cumplir sus instrucciones, alguna breve contestación a destiempo, para arrearle alguna que otra hostia al mecánico. Poca cosa, pero suficiente. Ciriaco se arrebuñó como pudo en la solitaria silla que los policías colocaron en el centro de la pieza de la casa que hacía las veces de salón y dormitorio,

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protegiéndose la cara. Un policía le lanzó una patada certera al estómago, y a partir de ese momento el interrogado ya no supo qué hacer, cómo cubrirse. Pero no lloraba. Imploraba con los ojos, desde la sombra de los brazos. Dos pequeñas luminarias que miraban alerta.

Luján se adelantó.

-Baja los brazos.

-¡Yo no he hecho nada!

-Montón de mierda: baja-los-brazos.

En sus años de policía, Carlos Luján había aprendido una cosa. La mayor parte de la gente se acojona y obedece a un policía que les grita a todo pulmón. Pero algunos parecen creer eso del perro ladrador, poco mordedor. Pero si a alguien, en una situación en la que está esperando que le grites, le das una orden tajante, en voz casi inaudible, muy, muy despacio, todo el mundo entiende el mensaje a la perfección. Sólo existe la alternativa de obedecer, o tener un par de costillas rotas antes de dos minutos.

Ciriaco obedeció y miró a Luján con su rostro cruzado de arrugas. Luján hizo un gesto de satisfacción, dio un paso adelante y se quedó frente al hombre, que bajó la vista.

-¿Dónde están?

-¿Dónde están, quié...?

La patada certera en la pata izquierda delantera de la silla la tumbó y dio con Ciriaco en el suelo. Un policía se adelantó para patearlo, pero Luján lo detuvo con la mirada. Dejó que el interrogado se hiciese un ovillo en el suelo para protegerse.

-¡Yo no sé nada!

-No, tú no sabes nada. Somos nosotros los que sabemos.

Luján alargó un brazo con la palma de la mano mirando hacia atrás. Oía ruidos tras de sí y sabía que había movimientos hacia el interrogado. Pero quería dejarle respirar. Si, además de estar cagado de miedo, lo agobiaban, no escucharía. Escuchó a Azpíriz susurrar órdenes breves; aún recordaba bien sus métodos, pues.

-¿Sabes algo de lo de SIARSA, Ciriaco?

-No sé de qué me habla -contestó Ciriaco desde el centro de su ovillo. Daba la impresión de que habría contestado lo mismo si le hubiesen preguntado su nombre.

-Te refrescaré la memoria. Una forja local. Cerca de aquí, en el polígono. Ochenta y cinco trabajadores, cuarta más, cuarta menos. El mes pasado fueron la huelga. Doce días.

-Le repito que no sé de qué me habla.

-Pero eso es sólo porque eres un subnormal de mierda y por eso aún no te has

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preguntado por qué sabemos tan bien dónde vives. Se montó una buena fiesta rojinegra114 en SIARSA. Acción directa, creo que le llamáis a eso.

-¿Le... llamamos? No sé de quién me habla.

-No te preocupes, yo te lo digo -Luján se sentó en la silla, justo al lado de aquel hombre maduro semidesnudo y tumbado en el suelo-. La mayoría de los obreros de SIARSA son cagarros como tú mismo. Unos son mierdecillas rojas y otros mierdecillas negras, y cuando se juntan la montan. Fueron a la huelga y hace cosa de tres semanas, en medio de los paros, apedrearon a tres furgones de la policía que acudieron a causa de los conflictos que se producían en la puerta de la fábrica. Y, ¿sabes una cosa que hacemos siempre cuando vamos a una así?

Luján cruzó una mirada con Azpíriz. Azpíriz, el siempre eficiente policía que tenía fichado a medio Móstoles y que, esa misma tarde, le había enseñado a Luján el pequeño informe que ahora estaba invocando. Luego se inclinó y, con la mano derecha, agarró fuerte la pelambrera de Ciriaco. El mecánico gimió. Luján tironeó como si quisiera separar la cabeza del cuerpo. Ciriaco gritó más. Luján se arrodilló en el suelo y colocó su rostro frente al de Ciriaco. El mecánico se orinó de nuevo. Luján esperó a que pudiese dominar mínimamente el dolor y entornase los ojos para mirarlo.

-Llevamos cámaras de fotos, Ciriaco. Y tenemos una muy bonita de ti, en medio de una pequeña multitud de rojos cabrones, tirando piedras. Dime, hijo de puta. ¿Cuándo cojones has trabajado tú en SIARSA?

Mandoble con la mano izquierda. Un nuevo grito.

-¿Desde cuándo contratan mecánicos en las forjas?

Un puñetazo. La nariz del viejo mecánico comenzó a manar sangre.

-Despídete de tu cara, Ciriaco -gritó, esta vez sí, Luján-. Éstos -señaló hacia detrás de él con la cabeza, hacia los policías- te van a hacer una nueva, por cabrón.

-¡Yo no he hecho nada malo!

Luján se irguió e irguió a Ciriaco, sin dejar de tirarle de los pelos. Una vez semierguido el mecánico, le propinó un rodillazo en el estómago. Escuchó el aire huir de su cuerpo. Lo empujó contra un mueble. Ciriaco chocó con estrépito contra la especie de cómoda. Un tocadiscos que había sobre ella salió disparado, y el ruido de múltiples pequeñas piezas rotas rebotando contra el suelo se multiplicó. El mecánico se quedó semisentado en el mueble, con los calzoncillos chorreando, llorando a lágrima viva y sangrando cascadas de sangre por la nariz rota.

-Deja de decir gilipolleces -le dijo Luján, recuperando el tono bajo y monocorde-. Estás a punto de donar a la ciencia policial tus huesos y la poca salud que te queda. Si no juegas bien tus cartas, para cuando amanezca no te van a conocer ni los hijos de puta de tus hijos.

Con la izquierda le agarró el cuello. Con la derecha le puso el dedo índice

114 El rojo y el negro son los colores del anarcosindicalismo.

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delante de los ojos.

-Te lo preguntaré una vez. Una sola. ¿Dónde están?

Ciriaco boqueaba, sin aire. Luján esperó. Cuando notó que los músculos del mecánico se relajaban, rebajó la presión. El interrogado recuperó el resuello. Y, luego, comenzó a sollozar. Un llanto callado, pero neto. Ciriaco lloraba por sí mismo. En ese momento, Luján supo que no hablaría.

-Lleváoslo -acabó por decir a los uniformados, que esperaban detrás de él-. Esta noche tenéis partida de ping pong.

Carlos Luján regresó a su casa a una hora prudencial, ligeramente después de la medianoche, y durmió hasta tarde, las diez o diez y media. Aún así, se despertó enormemente cansado, como si hubiese estado sometido a un ejercicio intenso en las horas anteriores. Encontró a su mujer en la cocina, trasteando sus cosas y escuchando un transistor, dentro del cual varias personas, con voces bastante neutras, discutían los pormenores de la enfermedad del Caudillo.

Laura miró a su marido como si llevase rato esperando que apareciese.

-¡Hola, Carlos! -Exclamó, con falsa sorpresa. Y luego le preguntó, bruscamente- ¿Cómo está?

Carlos observó a su mujer. Se dio cuenta de los muchos años que hacía de la desaparición de la joven chica, frágil y asustadiza, de la que se había enamorado. Algún día, quién sabe cuándo, la había sustituido una mujer madura, una mujer de rostro, de brazos, de pecho y caderas más anchos, mirada paciente y natural silencioso. Pero aquella mañana era como si aquella niña preciosa, aquella niña cuyo miedo le había impulsado a colmarla de besos, hubiese regresado de alguna parte desde el centro de aquella mujer madura. Era la mirada. La misma mirada de aquella Laura que aún temía que alguien aporrease la puerta de madrugada para llevársela a ella, o tal vez a su marido, a su hijo quizá, como se había llevado a varios de sus parientes, para no devolverlos jamás. Aquella insulsa mañana del 22 de octubre de 1975, el miedo, el horror en los ojos de Laura lo cambiaba todo. Luján trató de sonreír.

-Vivo. Está vivo, Laura.

Nada más brotar las palabras de su boca, el ex policía tuvo claro que su pequeña broma no le había gustado a su mujer. Laura hizo un mohín de asco al que no le ahorró ni uno solo de sus matices peyorativos. Luján se sintió en la necesidad de controlar la situación.

-No sé si me vas a creer -dijo, engolando ligeramente la voz-, pero te juro por mis muertos, Laura, que todo lo que dice ese parte médico es verdad. Es la verdad.

Eso le había dicho Lastres. Repetir constantemente: sólo tiene gripe. Delante de todo el mundo. De todo. Y había dicho, a modo de ejemplo: incluso a nuestras

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mujeres.

Laura no creyó a su marido. Luján no se lo reprochó. Eran demasiadas las veces en que habría regresado de viajes a ninguna parte, viajes de sangre y tragedia, pretextando haber estado en aburridas reuniones internacionales de burócratas. Y entonces se dio cuenta. Después de tantos años.

Es el cansancio, se dijo. Siempre vuelvo cansado después de cumplir con mis obligaciones. Ella lo lee en mis ojos. Sabe que vengo de quebrar a alguien, de amenazarlo. De levantarle una sien. Me ve cansado, y comprende.

Pero ya no podía hacer nada. Ni siquiera estaba autorizado a tranquilizarla más. Aún así, y por probar, de pie en medio de la cocina con el café en la mano, se escuchó decir:

-No me extrañaría nada que la información que den hoy sobre la puta gripe fuese tan aburrida como una audiencia en El Pardo.

Y no se equivocó. Quizá fue la última apuesta que ganaría Carlos Luján.

Después de desayunar se metió en su despacho y sopesó la mañana que tenía por delante. Podía ir al Ministerio. Pero no tenía gran cosa que hacer y la perspectiva de calentarse la cabeza con los miles de teorías que, con seguridad, pululaban ahora por los pasillos, le daba enorme pereza. Su verdadero asunto pendiente era tomar el coche y conducir al sur, hacia la comisaría de Azpíriz, para comprobar el resultado que una noche de ping pong había hecho en Ciriaco el Mecánico. Dos cosas le detenían, sin embargo. La primera, su cansancio que, paradójicamente, crecía con la mañana. La segunda, la teoría que le expresaba con claridad su intuición de quebrantarrojos, de que el viejo no hablaría. Eso era un acicate, porque venía a significar que hasta aquel anarquista, que tan sólo era un peón de célula, sabía que los dos refugiados que quizá había tenido en su casa eran algo importante. Incluso muy importante. O, quizás, estaba simplemente amenazado. Y aún cabía la tercera posibilidad: que fuese así de duro.

Todo esto confirmaba en la cabeza de Luján todas sus teorías; a esas alturas, ya no le cabían dudas de que, cuando menos, uno de los atracadores tenía que ser El Choto Cendoya. Treinta años después, acariciaba la posibilidad de esclarecer el caso Anselmo López. Pero todo eso, sin embargo, trabajaba a favor del silencio del viejo. Luján miró el reloj. Llevaban, como mínimo, ocho horas apaleándolo. A esas alturas, en realidad, Ciriaco estaría más que probablemente inconsciente. De haber hablado, lo habría hecho horas atrás, y él ya lo sabría.

Ese desánimo lo llevó a decidirse por quedarse en casa y limitarse a llamar a Azpíriz por teléfono.

El comisario y ex compañero le confirmó todas las cosas que su olfato le había dictado. A Ciriaco el mecánico se lo habían llevado al hospital penitenciario a eso de las cuatro de la mañana, cuando descubrieron que tenía una mano rota. No había vuelto a despertar desde entonces, pero lo lógico era no esperar nada, así pues ya se estaba elaborando la oportuna denuncia por agresión a la autoridad y pertenencia a organización clandestina.

Para cuando llegaron la Transición y la amnistía, Ciriaco ya no estaría para

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disfrutarla.

El viejo no había dicho nada. Vivía solo. Siempre había vivido solo. También en los últimos días. ¿La mujer que había dicho que lo recordaba en compañía de los atracadores? Una equivocación.

-¿Tú crees -había terminado por preguntar Luján- que hay alguna posibilidad de que el muy cabrón diga la verdad?

-Ni una -había contestado Azpíriz, sin asomo de duda-. Ese tipo sabe algo, créeme. O lo sabía, porque lo mismo ahora ya ni se acuerda de cómo se llama.

-Pues yo creo -Luján trataba de pensar al mismo tiempo que hablaba- que igual te equivocas.

-¿Quieres decir que es inocente?

-Yo no he dicho eso. He dicho que puede haber dicho parte de verdad.

-No lo entiendo.

-Dijo que los tres atracadores nunca fueron huéspedes suyos. ¿Y si eso es verdad? ¿Y si su encuentro, cuando fueron vistos por la señora, sólo fue un encuentro con un intermediario que les facilitó refugio?

-Eso explicaría -corroboró Azpíriz, hablando casi en susurros- que ningún vecino les viese juntos. Apenas lo estuvieron una vez, y apenas unos minutos.

-Sólo que tuvieron la jodida mala suerte de que una señora que luego da la puta casualidad que está en el banco atracado les vio.

-Encaja.

-Encaja, sí. Los huidos siguen en Madrid, o alrededores.

-¿Madrid?

-Madrid, sí. ¿Tú le ves al viejo ése con capacidad como para tener contactos en otras ciudades? ¡Por Dios, si todo lo que teníamos de él eran unas cuantas pedradas en una huelga de mierda!

-Un tercera fila.

-O cuarta. Azpíriz, ¿podrías...?

-¿Activar mis confidentes en la CNT? Luján, yo investigo tirones y estafas. No tengo de eso.

-Yo sé dónde conseguirlos -contestó Luján, pensando en el todopoderoso Lastres-. Déjalo de mi cuenta. Es importante averiguar qué sabe la organización del atraco y todo eso.

-Sabes bien que son autónomos -respondió Azpíriz, como si verdaderamente pudiera saber el tipo de cosas en las que Luján estaba al cabo de la calle-. Células

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dispersas sin coordinación. No es una guerra, sino mil guerras.

-Lo sé. Es lo lógico. Pero, joder, dos activistas llegan a España y en medio de toda la hostia de los fusilamientos, la tromboflebitis, la gripe y la leche en verso, intentan una acción gorda.

-Era una puta agencia bancaria, Luján.

-Era pasta, José Antonio. Y digo yo que no la querrían robar para comprar lotería.

-Ajá. Veo por dónde vas.

-Pero les sale mal y, para ocultarse, tienen que acudir a un matao que se alquila de agitador en conflictillos de cincuenta trabajadores. La única explicación es que la huida no estaba prevista. Y si la huida no estaba prevista...

-Entonces no había nadie serio, nadie importante, detrás de la milonga.

-Exacto, Azpíriz. Exacto.

Silencio en la línea. Casi se podía oír el cerebro el navarro zumbando.

-Si tan precario es todo -acabó por decir, despacio, como arrancando los conceptos de su memoria-, hay un dato positivo. Las opciones de Ciriaco no serían muchas.

-Pienso lo mismo. No creo que les diese más de una o de dos direcciones para acudir.

-Pero no ha soltado prenda.

-Registramos la casa, claro.

-Por supuesto -respondió el comisario, con cierto deje de decepción en la voz-. No se encontró agenda o anotación. En la casa no había ningún rastro que nos pudiese llevar a una tercera persona. No había más cosas que las del mecánico.

Carlos Luján sintió un pinchazo en la columna, y luego un escalofrío. Un viejo sentimiento que hacía más de diez años le había abandonado. Y, aún así, nada más sentirlo supo lo que era. La inspiración de los detalles.

-¿Qué has dicho?

-¿Qué he dicho, de qué?

-Que qué has dicho, José Antonio. Has dicho que no había más cosas que las del mecánico.

-Eso he dicho, sí.

-Mecánico en paro.

-En paro, sí. Desde hace dos años.

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-¿Qué tipo de cocina tenía?

-¿Importa eso?

-¿Te lo preguntaría si no importase?

Breve silencio.

-Carbón. Cocina de carbón.

-¿Ducha?

-¡Qué ducha! ¡Si la casa no tiene inodoro, joder!

Luján sintió que le faltaba el aire.

-Azpíriz, macho. ¿Qué clase tipo vive en una casa con una cocina del siglo pasado, sin cagadero, y tiene un tocadiscos?

-¿Un qué?

-Un tocadiscos. Grande. Con dos buenos altavoces. Tienes que recordarlo. Saltó por los aires cuando empujé al viejo y le arreé en el estómago.

-¡Joder, es cierto! Será... robado.

-O no. La pregunta, te he dicho, es qué clase de persona tiene una casa de mierda y un tocadiscos de puta madre. Y la respuesta es: alguien que lo ha robado, o lo ha comprado barato. Muy barato.

Carlos Luján y José Antonio Azpíriz tenían todo lo que necesitaban para ponerse a trabajar: un hilo del que tiraron. Se plantearon todas las formas por las cuales alguien podía tener acceso a un tocadiscos barato, además del robo, y, acto seguido, pusieron en funcionamiento amistades, contactos y deudas impagadas en la político-social, a la búsqueda de anarquistas en esos círculos. Sin embargo, la investigación, en lo que a Luján se refiere, experimentó un brusco frenazo. Se frenó a eso de las cuatro de la mañana, cuando, inopinadamente, sonó el teléfono en la casa del ex policía. Laura, a la que las décadas habían acostumbrado a ese tipo de sorpresas, se limitó a darse la vuelta en la cama y seguir durmiendo. Paradójicamente, fue el objeto de la llamada, Luján, quien se levantó tratando sin éxito de calmar el retumbe de su corazón, que parecía querer volar por los aires en su caja torácica. Inconscientemente, supo que algo gordo había pasado. Por algún momento, pensó que estaba en 1957, y se dijo: Miguel Álvarez ha muerto. Llaman para comunicar que la matanza ha comenzado.

Era Lastres, en persona. Su voz chorreaba lágrimas.

-Ha tenido una crisis.

-¿Una crisis? ¿Quién?

-¡Quién va a ser, cojones!

-Vale, vale. ¿Ha sido grave?

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-Mucho. Mucho, Luján. Dolores muy fuertes. Los calmantes, de adorno. El general, muy, muy nervioso, Luján.

-¿Cómo... sabes tú todo eso? -Preguntó Luján, entre desorientado e incrédulo.

-Es mi trabajo, y tu obligación -respondió Lastres, endureciendo la voz-. El corazón le falla. El yerno115 no es nada optimista. Le ha dicho a Valcárcel116 que podría durar apenas unos días. Horas incluso -se oyó un gran suspiro-. Vístete, Luján. Esta noche harás tu penúltimo servicio a España.

En realidad, Carlos Luján no entendió muy bien para qué lo convocaron. Su función fue ir al ministerio y esperar en una pequeña sala a que, en otra más grande y contigua, terminase una reunión en la que participaba su jefe. Nunca llegó a saber a ciencia cierta lo que se discutió aquella noche, como el puñado de noches que le seguirían. Él no era protagonista de aquel suceso. No lo fue hasta el final. Hasta la madrugada del 20 de noviembre.

Aquella noche quedó de suplente. Fueron otros de sus compañeros los que fueron enviados de misión ya de madrugada, mientras él se quedaba en la recámara. Fracasaron. Los enviaron para tratar de convencer al país, a través de los periódicos, de que Franco estaba perfectamente e incluso pensaba en presidir el siguiente consejo de ministros. Pero lo que España relató aquella mañana, en miles y miles de tertulias de barra de bar, fue que Franco ya estaba muerto. Que estaba en coma. Todo el día se habló en España entera de bases militares, unidades armadas en alerta máxima, dispuestas a conservar el poder de Franco si se producía su ausencia. La de los intoxicadores del Régimen fue una misión imposible. El propio Lastres lo había dicho, caminando junto a Luján por la calle Princesa, en las primeras luces de la mañana.

-Los médicos han decidido ser sinceros. Tienen miedo de que la Historia les reclame. Esto sólo va a ir a peor.

Al día siguiente, a la hora de la comida, Franco empeora de nuevo. El día 25 es el primero en el que las personas como Luján, con su nivel de información y de responsabilidad, son apercibidos de la probable muerte de Franco. Luján y alguno de sus compañeros esperan en el ministerio, fumando y llamando de cuando en cuando a sus mujeres para contarles mentiras cada vez más inconsistentes. La mañana es muy larga para Luján. A eso de las ocho, según les cuenta Lastres, el Caudillo se ha asomado al último abismo. Luego perora con eficiencia sobre cosas de las cuales probablemente no sabía una palabra hace unas horas, pero que ahora describe con puntillosidad de catedrático. Peritonitis bacteriana en germen. Fallos renales. Por mis cojones, al que diga fuera de esta habitación que al general le fallan los riñones, me lo cargo personalmente.

A la hora de la comida se sabe que el obispo de Zaragoza, monseñor Cantero Cuadrado, ha salido hacia Madrid, en palabras del asistente de Lastres, «a toda hostia». El prelado es miembro del Consejo de Regencia. A media tarde se sabe que en el Pardo está el obispo, el general Salas, también miembro del Consejo, el presidente Arias y los familiares de Franco. Todo el mundo piensa en un velatorio.

115 El marqués de Villaverde, casado con la hija única de Franco.

116 Alejandro Rodríguez de Valcárcel, presidente de las Cortes.

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El domingo 26 de octubre será un día difícil, si no imposible, de olvidar para Carlos Luján; y ello a pesar de que, en el entorno de aquellos días en que su mente se distribuía en exclusiva en el caso Anselmo López y la enfermedad de su Caudillo, habría otros más críticos. Sobre el primero de los asuntos, Luján seguía esperando. Esperando alguna noticia de Abrantes, su gran esperanza de poder encontrar algún hilo del que poder tirar para llegar a Julio Cendoya y sus cómplices. Esperando a que las pesquisas de la político-social diesen con algún activista anarco con acceso a tocadiscos baratos. Todo ello, evidentemente, con la sensación de tener los hechos totalmente cogidos por los pelos; pero con la visión de una cajetilla de tabaco deshecha y luego reconstruida en la cabeza. La visión clara de que, por débiles que fuesen las pistas, había algo enterrado bajo aquel casi insulso atraco bancario de días atrás.

En el caso de la enfermedad del Caudillo, el sábado 25 algunos periódicos se animaron a publicar el rumor de que el padre Bulart, confesor de Franco, le había dado la extremaunción. Para muchos españoles, y por ejemplo para Laura la señora de Luján, aquella noticia fue la puntilla. Como buena franquista, Laura sabía bien que los periódicos no podían publicar cualquier cosa; que lo hiciesen con ese rumor significaba muchas cosas. En realidad, aquella información había impresionado poco a Luján, pero no fue capaz de transmitirle a su mujer esa misma confianza. Él sabía, porque era cosa contada en sus círculos, que ya el año anterior, cuando la tromboflebitis117, Franco había recibido la extremaunción. Era una prevención lógica en un católico creyente que quería morir en gracia de Dios. Pero Laura no atendía a esas razones. Así pues, el matrimonio Luján, en solitario pues Bruno había dejado de acompañarlos desde los dieciséis años, acudió a la iglesia de su barrio a rezar por la vida del Caudillo, como se hizo en todos los templos del país. Madrid ofreció todo aquel día un aspecto notablemente distinto al normal. Era una ciudad a medio gas, una ciudad agazapada a la espera de acontecimientos.

A las siete y media hubo parte. Normalidad. Las gentes que querían creer comenzaron a creer los rumores positivos de las últimas horas, según los cuales Franco había confesado y comulgado. Un moribundo en coma no hace eso, se decía en los corrillos en las cafeterías, con el fondo bullanguero del Carrusel Deportivo. Llegadas las ocho, España se aprestó a ver el partido semanal en la televisión. El dolor quedaba aparcado.

A eso de las diez y media, el teléfono suena en casa de Carlos Luján.

-¿Diga?

-¿Puedes estar en el despacho en veinte minutos?

Lastres. O lo que quedaba de él.

-Desde luego.

-Mejor. Porque, como tardes un poco más, lo mismo para cuando llegues te has perdido la gran noticia.

117 En el verano de 1974, Franco sufrió una tromboflebitis en una de sus

piernas, que le obligó incluso a dejar la jefatura del Estado en manos de Juan Carlos de Borbón. No obstante, se recuperó de la dolencia.

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La gran noticia. Carlos Luján conduce por Madrid de forma enloquecida, como si tuviera que llegar al Ministerio del Aire para desactivar una potente bomba con temporizador. Está tan nervioso que suda a pesar de llevar la ventanilla baja y escucha su propia respiración. Escucha su respiración e imagina a Franco dando las últimas boqueadas.

Llega a su despacho corriendo por el pasillo desierto, que multiplica el eco de sus pisadas. No hay nadie. Busca el despacho de Lastres. Su jefe está allí, fumando un enorme habano y con un enorme vaso de ginebra en la mano.

-¿Ha...?

Untal, el que todo lo sabe, se alza de hombros.

-Creo que no. Aún. Creo.

Lastres, quizá para quitarse él mismo tensión de encima, despliega con voz neutra el parte médico paralelo. El auténtico. En las últimas horas, cada paso ha sido hacia abajo. Para luchar contra los trombos, le han diluido la sangre. Pero eso hace que ahora sobre sangre por todas partes, Luján. Los pulmones encharcados. El corazón no la puede hacer pasar. Y, claro, con la sangre más clarita, es más fácil sangrar. El general ha reventado por el estómago. Está ahora mismo manando sangre por el puto estómago, Luján.

Luján hace una pregunta estúpida, fruto del dolor del momento.

-Bueno, pero... ¿es grave?

Por toda respuesta, Lastres se incorpora en su silla, se acerca a la radio transistor que tiene a un lado de su mesa, y acciona el mando para encenderla. Siempre tiene puesta Radio Nacional.

Música clásica.

Gira el mando, lentamente. Encuentra la SER.

Música clásica.

La misma.

Radio Juventud, Radio Popular, Radio Intercontinental, Radio España.

La misma música118.

Luján comprende.

Doblan las campanas.

Quiere llorar. Pero no se lo permite a sí mismo. Aún hay algo que no entiende. 118 Hasta la llegada de la Transición, y durante el franquismo, en la radio española sólo había un

informativo de alcance nacional, popularmente conocido como «el parte», que todas las emisoras debían enganchar a su hora (aunque había informativos propios de índole local). Este tipo de disciplina se podía extender, lógicamente, a otras acciones, como emitir música clásica en momentos críticos.

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-Lastres, ¿qué hacemos aquí?

-No lo sé. Te juro por mis nietos que no lo sé.

-¿No lo sabes... tú?

-Quizá, ni yo ni nadie.

Lastres se incorpora y gira su cuerpo hacia Luján.

-La impresión... pero es sólo una impresión ¿eh? La impresión que tengo es que esto ha... esto ha roto el calendario. Están buscando una... ¿cómo la llaman? ¡Transición, eso es! Transición. Ya sabes, el rey ha muerto, viva el rey.

-Es lo lógico.

-Lo sé. También sé que sabes que esto es una carrera inversa; lo importante es llegar el último. La cosa está en el 27 de noviembre. Renovación de la presidencia de las Cortes. Don Alejandro119, ahí, bien colocado. Esto garantizaría un Consejo del Reino bien vigilado para proponerle al sucesor las ternas adecuadas. Vino nuevo, odres viejos. Atado y bien atado, ya sabes.

-Pero falta un mes.

-Falta un mes, sí. Y, además, los aperturistas presionan. El moro120 les hace el caldo gordo.

-¿El moro?

-Dice que el Sahara es suyo, que va a ir ahí a tomarlo con sus pordioseros, y ellos dicen que hay que gobernar, que es importante evitar los vacíos de poder, que si esto, que si lo otro...

-Ajá. Y, si se les muere hoy...

-Pues como picha en culo, Luján. Como picha en culo. No tienen ni que apartarlo, porque se tira él de cabeza al hoyo.

Luján se rasca la barbilla, pensando.

-Ya. Y, ¿de qué lado estamos?

El rostro de Lastres muta hacia algo que Luján creyó perdido: una de sus amplias, enormes sonrisas.

-Pues, amigo mío, no tengo ni puta idea. Pero lo que se dice ni puta idea. Quienes siempre me han mandado me han ordenado hoy hacer guardia ante la inminente muerte del Caudillo. Pero no sé más. Y, la verdad, no sé si quiero saber.

119 Alejandro Rodríguez de Valcárcel.

120 Se refiere al rey Hassan II de Marruecos.

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Carlos Luján, Untal Lastres y unos pocos miembros más de aquel estrecho cotolengo secreto que moraba en perdidos despachos de un ministerio cualquiera del franquismo pasaron aquella noche fumando, bebiendo y esperando la noticia de la muerte de Franco. Pero la noticia no llegó.

En la madrugada del 27 de octubre, el Caudillo consiguió mejorar, y pasó el día siguiente bastante tranquilo. La orden de deshacer la guardia hizo saltar los timbres del teléfono de Lastres a eso de las seis de la mañana. El jefe atendió el aparato con monosílabos. Luego colgó, le guiñó el ojo a sus subordinados que le miraban angustiados, y, con un esbozo de sonrisa, dijo:

-Ha pasado rozando, muchachos. Ha pasado rozando.

La noticia atravesó al grupo de policías y militares galvanizándolo de forma inmediata. Todos querían ir a casa a desayunar churros que comprarían por el camino. También Luján. Disfrutaba imaginándose a si mismo, compartiendo mesa camilla con su mujer, mintiéndole y quejándose de la absurda guardia a la que le habían obligado, joder, joder, nosotros puteados toda la noche y el Caudillo roncando como un lirón. La reunión se deshizo en apenas unos segundos. Luján se fue a su despacho, recogió allí suministro de tabaco pues el que llevaba se le había acabado, y pasó al despacho de Lastres a despedirse.

Fue entonces cuando Untal, golpeándose la frente con la palma de una mano, exclamó.

-¡La hostia! Casi se me olvida pero, ahora que te veo irte, me he acordado. ¡Cojones, qué cabeza!

Abrió un cajón de su mesa, sacó una carpeta amarilla, se levantó, caminó hacia Luján y se la ofreció, con gesto de orgullo.

-Eres un hacha, Carlitos. No se te escapa una.

-¿No se me...? ¿De qué me hablas, Lastres?

-Léelo -le contestó, señalando la carpeta con los ojos-. Lo lees, tomas notas y luego lo rompes, y lo tiras. Es el original. Nunca ha existido, ¿estamos?

Luján comprendió. Notó un eléctrico escalofrío en la espalda.

-Este informe -le explicó Lastres, dando golpecitos con un dedo en la carpeta- te explica por qué ese hijo de puta ha tenido que esperar hasta 1975 para volver a pisar la Patria.

Julio Abrantes. O Lev Petrovic. O Hans Heissenbüttel. Más tres o cuatro nombres más, según la policía soviética. Un pequeño grano en el culo de Stalin, de Kruschev y hasta de Leónidas Breznev, aunque es probable que sólo el primero de los citados supiese algún día de su existencia.

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El informe que recibió Carlos Luján en la angustiosa madrugada del 27 de octubre de 1975 era muy completo. Había sido concienzudamente elaborado, tanto que Luján imaginó que, tal vez, el funcionario que había escrito aquellos folios siempre había deseado poder escribirlos, y no le habían dejado. Porque escribir aquella historia era como escribir la historia de un fantasma. La peripecia de Julio Abrantes hasta mediados de los cincuenta estaba perfectamente descrita en las notas tal y como, veinte años antes, se la había referido a él de viva voz Ismael Rebollo. Abrantes se apunta a la División Azul. Lo hace, probablemente, para quitarse de enmedio de una España donde lo buscan ya. Nada político; es, simple y llanamente, un ladrón, un violador, un asesino. Durante sus primeros tiempos en Alemania, antes de jurar fidelidad al Führer y, por lo tanto, siendo aún un ciudadano español movilizado voluntariamente, comete un asesinato. Pero consigue marcharse al frente. Allí se reengancha las veces que hacen falta y, de hecho, cuando la División vuelve a casa, él se reengancha con las SS. Es hecho prisionero por los rusos en esa circunstancia y, juzgando que será mejor para su supervivencia, se hace pasar por alemán hasta que un perspicaz coronel carcelero se percata de su juego. Los soviéticos quieren devolverlo. Pero España no quiere. Abrantes es, a la vez, un voluntario de la División Azul y un delincuente al que habría que juzgar de regresar a España. Hasta aquí la historia conocida por Rebollo en el 56.

Pero el informe sigue. A todas luces, su redactor tiene muy buenas fuentes, o ha repasado esta historia mil veces con sus amigos de vodka, quienes quiera que sean. A la tercera o cuarta vez que Franco contesta que no a las propuestas de repatriación, los rusos deciden enterrar la identidad de Julio Abrantes. Para entonces, el español habla un alemán y, sobre todo, un ruso fluido. Así pues, es convertido en Lev Petrovic, aceptado como ciudadano de la URSS oriundo de una de sus remotas repúblicas caucásicas, y enviado a una factoría siderúrgica como obrero forzoso.

Lev Petrovic comete su primer delito como ciudadano soviético en 1961. Ese año monta un sistema de pequeños robos del economato de su factoría, alimentos que vende en el mercado negro. Cuando lo descubren, lo empapelan y condenan a la cárcel. En la cárcel mata a un recluso por una discusión tonta. A partir de ahí, Lev Petrovic comienza a deambular de cárcel en cárcel, cada vez a establecimientos de mayor seguridad. El autor del informe dice haber podido consultar informes carcelarios que lo califican de peligroso, falto de escrúpulos, y no lo califican de psicópata porque se supone que ese tipo de cosas sólo ocurren en el Occidente corrupto. Pero Abrantes/Petrovic tiene una naturaleza que todo ese tratamiento carcelario no hace sino incrementar. En 1974, como colofón a una continuada carrera de conflictos, peleas, agresiones, comenzado tras su encarcelamiento, vuelve a jugar fuerte. En la cárcel ucraniana donde está ingresado se monta una monumental pelea de patio durante la cual Julio Abrantes se las ingenia para matar a tres reclusos. Al tercero de ellos incluso lo ultima con sus propias manos. El informe incluye recortes de la prensa oficial soviética haciéndose eco del suceso, algo poco común para aquel país.

Algunos meses después del suceso, ocurre algo extraordinario. Mientras la justicia soviética prepara el juicio para condenar a Lev Petrovic, quizá a muerte, el recluso se saca un as de la manga que todo el mundo creía tenía olvidado o, en cualquier caso, había decidido no usar. Cualquier día, a la hora de pasar lista y al oír su nombre, se limita a gritar en español: yo no soy Lev Petrovic; me llamo Julio Abrantes, y soy español.

Veinte años después, el grano en el culo de Stalin vuelve a infectarse y a doler. Sólo que ahora es más complicado. Ahora Julio Abrantes es, con seguridad, el último

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miembro de la División Azul que queda en la URSS. Para entonces tiene 53 años y, por no quedar, en la Rusia soviética no quedan ni presos nazis. Los únicos que siguen pagando las consecuencias de la guerra son Julio Abrantes, en Ucrania, y Rudolf Hess, en Spandau. Los rusos saben que, en realidad, aquello por lo que está pagando Abrantes no tiene nada que ver con la lucha final contra el comunismo. Pero saben bien que Occidente no tiene por costumbre escucharlos, mucho menos creerlos. Si su historia, por cualquier casualidad, acaba en los periódicos de Occidente, harán maravillas con ella. El último combatiente. Abrantes, si es listo, dirá que todas las cosas malas que ha hecho son fruto del trato recibido en la cárcel; los soviéticos serán doblemente culpables: por haberlo mantenido preso, y por haberlo corrompido hasta convertirlo en un asesino.

Esta vez, los rusos no se andan con mariconadas diplomáticas. No existe constancia de ninguna consulta oficial al gobierno español. No obstante, el hecho de que el informe mantenga el mismo tono a partir de ese punto demuestra que su redactor siguió teniendo una buena información de los hechos, que tal vez le fueron referidos de forma extraoficial. En todo caso, lo que el informe cuenta es que Ricardo Abrantes nunca fue juzgado por los crímenes de Ucrania. El caso se cierra considerando que fueron actos de defensa propia. Inmediatamente, sobre Abrantes comienzan a llover, casi de un día para otro, diversos beneficios por presunta buena conducta, reducciones de condena, perdones, indultos parciales. La URSS fuerza su propia ley todo lo necesario para dejar al español limpio de polvo y paja, aunque sin dejar nunca de actuar como si verdaderamente fuese Lev Petrovic.

Un día de agosto de 1975, un turista soviético llegado de Moscú, llamado Lev Petrovic, está en Berlín Este. Toma un coche negro oficial del gobierno de la República Democrática de Alemania, con el que se acerca a la puerta de Brandenburgo. Los guardias fronterizos ni siquiera revisan el vehículo. Dos minutos después, Julio Abrantes se baja de ese coche a escasos quinientos metros de la puerta que acaba de traspasar, y acto seguido se lo traga la tierra.

Fin del informe.

-¿Qué opinas? -pregunta Luján, algunas horas después de haberlo leído por primera vez.

-Espera... -contesta, con un susurro, Azpíriz y, acto seguido, se concentra en la imagen y la voz del locutor del teledario que les mira desde la pantalla del televisor.

Ha pasado la tarde apaciblemente. Ha pedido más alimento. Ha descendido la hipertermia. La tensión arterial continúa estable. Ha disminuido la taquicardia. El ritmo cardiaco es normal. No ha cesado aún la tendencia del estómago a sangrar. Persisten los mismos signos de insuficiencia cardiacocongestiva. Continúa la gravedad.

Cuando termina el parte, el navarro está como embobado. Musita como para sí...

-¿Por qué lo llamarán hipertermia y no fiebre, coño?

-Por la misma razón que tú dices ilícito penal y no hijoputada.

La broma parece galvanizar al comisario de ciudad-dormitorio. Mira a su otrora compañero, y sonríe de medio lado, sin sonreír en realidad. Como en los viejos

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tiempos. A Luján el gesto le conforta de alguna manera que no sabría definir.

-Venga, va. ¿Qué opinas?

Azpíriz se alza de hombros.

-Que está bastante claro. Es uno de ellos. Las fechas coinciden.

-Y la oportunidad. Aunque ésta no la tengo muy clara.

-¿Que no?

-Bueno, quiero decir... la oportunidad está clara. Abrantes ha salido hace semanas de la URSS. Lo que no tengo claro es por qué le dio de repente por querer salir. Las amenazas con que soy español y todo eso. No hay un solo indicio de que su vida se deteriorase ahora en especial.

Azpíriz sorbió su puro con fruición.

-Joder, jefe. Estás perdiendo facultades...

-¿Yo?

-Tú, sí, tú. Parece mentira que no lo veas.

-No sé a qué te refieres.

-¿No me enseñaste en el informe recortes de la prensa de cuando lo de Ucrania?

-Pues... sí, pero no te sigo.

-Noticias enormes, varias columnas. En algunas incluso salía la foto de Abrantes.

-Ya. ¿Y?

-Joder, Luján. ¡Si te ve Rebollo te degrada! Piénsalo. Incluso salió la foto e más o menos en la misma época, Abrantes empieza a reivindicar su españolidad...

Zas. El escalofrío, como siempre. Un puñetazo en el mostrador.

-¡Me cago en Dios!

Tres o cuatro parroquianos volvieron el rostro. No muy interesados, en realidad. La expresión en el rostro de Azpíriz era de triunfo.

-Julio Abrantes está enterrado en el sistema penitenciario soviético. Hasta que se asoma por una ventana: los periódicos. Alguien ve su foto. Alguien lo reconoce.

-Un camarada...

-... que no puede ser Camilo Pérez. Camilo Pérez no era un veterano de la División Azul. Era un falangista miembro de la célula dirigida por Cendoya, pero no se

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movilizó con él a Rusia. Fue allí donde Cendoya y Abrantes coincidieron. Pero no Pérez. Compañero de la División Azul que pudiese estar hace unos meses en Rusia, que sepamos, sólo hay uno.

-El Choto.

-Cendoya, sí. Ve la foto. Dice: coño, Julio. Esto nos dice que la relación entre Cendoya y Abrantes en la División tuvo que ser algo más que hola y adiós. Quizá Abrantes era miembro de su cuadrilla de radicales.

-Rebollo no lo creía en el 56.

-Rebollo está muerto, pero no es Dios -Azpíriz, algo asustado por lo categórico de su afirmación, carraspeó levemente antes de seguir-. Sea como sea, ambos se conocen. Cendoya conoce las habilidades de Abrantes. Es un delincuente. Justo lo que él necesita. Alguien que le ayude a dar un palo, llevarse una pasta, y luego, con esa pasta, quizá, aplicarse a Rip 203.

-Lo que sea que sea eso.

-Lo que sea que sea, en efecto.

-Tiene sentido todo lo que dices. Pérez y Cendoya son políticos. No son delincuentes. Cuando Cendoya se da cuenta de que Abrantes sigue vivo, piensa que es la pieza que le falta a su equipo. El tipo de persona que necesita para atracar bancos. Así que probablemente consigue entrevistarse con él, y le aconseja toda la estrategia para que le suelten.

Azpíriz suspiró pesadamente, tras apurar su copa de coñá. Miró su reloj. Diez de la noche. Con un gesto de la boca, quiso decir que tenía que marcharse.

-Mientras no salga lo del tocadiscos, es el hilo que tenemos. Hay que buscar a Abrantes. Pero no sabemos nada de él. No sabemos lo que le gusta hacer.

-Cierto -concedió Luján, aunque esta vez la media sonrisa de triunfo estaba en sujs labios-, aunque siempre hay medios. Si no hubieses perdido facultades, tal vez ya se te habrían ocurrido.

-Touché -contestó Azpíriz, siempre inexpresivo-. Tú dirás.

-No sabemos lo que hace. Pero sí sabemos lo que lleva mucho tiempo sin hacer. Y seguro que le gusta.

-¿A qué te refieres?

-A follar, por supuesto. Recuerda que, cuando estuvo movilizado, tuvo el problemilla aquél de la chica embarazada y casualmente muerta. Un tipo así, decenas de años en la cárcel... tiene que ser una bomba.

Azpíriz tomaba notas en su libreta.

-Ajá. Buscaremos entre las putas de la zona. Preguntando por un tipo con acento...

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-O sin acento. Vete a saber.

-Ajá.

-Mejor que busquen a un tipo blanco. Poco bronceado.

Luján apuró también su copa, e hizo un gesto al camarero para pagar.

-Y, sobre todo, José Antonio, los gustos. Dile a tu gente que busque a un putero con gustos muy, muy raros.

Tras aquella entrevista con su ex compañero, Carlos Luján hizo algo que tenía terminantemente prohibido: facilitar el número directo del teléfono de su despacho a un ajeno, como en la jerga de su unidad llamaban a quienes no tenían relación con ella. Ese ajeno era Azpíriz. Para Luján, encontrar a Julio Abrantes, o mejor aún a Cendoya, era un objetivo crucial; y dado lo desestructurado de los tiempos que estaban pasando, le costó juzgar que mantener en secreto siete dígitos fuese a ser crítico. Consciente de que llevaba muchos años sin patear las calles y los lugares que los policías a las órdenes del navarro tendrían que recorrer para conseguir la información que buscaban, se habituó a esperar en su despacho, mirando el teléfono cada rato, esperando que sonase.

Sonó a las nueve y media de la noche del día 28. Pero no era Azpíriz. Era Lojendio, uno de sus compañeros de unidad.

-¿Has escuchado la radio?-Le preguntó a Luján, con un deje de temblor en la voz que al ex policía se lo dijo todo, sin decirle nada.

-No.

-Trombosis venosa mesentérica.

-Oh -Luján trató de afectar indiferencia-. Y, eso, ¿qué quiere decir?

-Serás imbécil -fue la respuesta de Lojendio-. Significa muerte en doce horas. Como mucho.

Cuarenta y cinco minutos después, Carlos Luján estaba en El Pardo, a prudente distancia de la entrada del palacio, tal y como le había ordenado Lastres por intermedio de Lojendio. La entrada estaba literalmente tomada por periodistas. Carlos Luján reconoció entre la turba a tres o cuatro secretas. Puede que los periodistas no se diesen ni cuenta, pero él, contemplándolos allí, tomando notas, se dijo para sí, con una sonrisa, que no había más que verlos para darse cuenta de que estaban allí disimulando, y pescando.

Hubo un pequeño revuelo y, finalmente, la masa de periodistas se quebró con mucho trabajo para dejar a pasar a Solistres, que en ese momento no estaba ni para sonrisas grandes ni pequeñas. El jefe directo de Carlos Luján, en realidad el único jefe

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que conocía, caminó parsimoniosamente hacia el lugar donde fumaba su subordinado, apoyado contra un semáforo. Muy profesional. Nadie habría imaginado que acudía a una cita en lugar de caminar sin rumbo.

Al llegar a la altura de Luján, le musitó un buenas noches de educación y siguió andando. Luján contó hasta trescientos diecisiete, cual era su costumbre, y luego echó a andar en la misma dirección. Atento a los chist. Finalmente, llegando a una bocacalle pequeña y penumbrosa, escuchó uno. Descubrió, en medio de la oscuridad, la roja llama ancha del puro de Lastres, dibujando líneas en el aire.

-¿Órdenes? -Inquirió Luján.

-Todo Dios a su casa, a esperar -El jefe parecía contrito, casi fastidiado, por lo que decía-. El general va a morir esta noche en compañía de los suyos. O sea, los Martínez -Lastres nunca decía Martínez-Bordiú; por alguna razón que Luján nunca supo, odiaba al yerno cardiólogo-, los Franco en sí mismos, los Polo. Y luego, la transición. Lo que sea que sea eso. Eso si los tirios tienen razón, claro.

-¿Qué tirios, coño?

-Los tirios -respondió Lastres, en medio de un suspiro-. Ahí dentro hay una montada de la rehostia. Los médicos discuten entre ellos. Educadamente, desde luego, pero se arrean de lo lindo.

-No entiendo qué discusión puede haber alrededor de un enfermo terminal.

-Es que es eso lo que no está claro -Lastres se acercó a Luján y, aunque estaban solos, susurró-. Al parecer, no hay acuerdo en torno a la trombosis venosa de los cojones. Es... como si los intestinos se muriesen por delante. O sea, no hay riego de sangre y dejan de funcionar. Entonces el cuerpo no elimina mierda, cosas que le sobran. Se puede sobrevivir sin riñones, pero sin intestinos no hay chichi que sobreviva, ¿lo entiendes?

-A la primera.

-Mejor que sea así -continuó Lastres, señalando al bulto oscuro de su subordinado con el brillante rescoldo de la punta de su habano-. El general tiene los riñones hechos cisco. El abdomen como un tambor y sangra por el estómago. Con la mitad de eso, tú y yo estaríamos muertos, pero él... joder que tiene cojones, el Caudillo.

-O tal vez le tienen que durar hasta el puto 27, sí o sí.

Lastres sopesó la respuesta. En el silencio espeso de la espera, Luján casi podía oír el frío de la noche.

-Tal vez -se limitó a contestar, finalmente-. Está jodido, Luján. Pero no muerto. Y si no tiene la puta trombosis, pues entonces...

Sorbió su puro, lentamente.

-... o sea, o sea -Lastres continuaba como si no hubiese dejado de hablar; como si, de repente, aflorase en su boca una conversación que bullía dentro de su cabeza-. Curar ya no se cura. El Caudillo se muere, macho. Hoy, mañana o el puto Día

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de la Raza del año que viene. Pero de ésta se muere. Pero si no hay trombosis no se va a morir esta noche. Eso sí, media España, o sea los cabrones y los crédulos, va a estar convencida de que ya está muerto. Pero ésa es su milonga.

Luján tenía las manos en los bolsillos de la gabardina. Apretó los puños.

-Lastres, oye: ¿qué hago aquí?

Esperaba que su superior afectase sentirse desagradablemente sorprendido por la pregunta. Pero nada de eso pasó. Lastres se limitó a suspirar y fumar a fondo antes de contestar.

-Hace diez días tuvimos un pequeño cónclave aquí. Gentes. Ya sabes.

-Gentes, sí. No preguntaré quiénes.

-Ajá. Nos convocaron por nuestra... probada lealtad.

-Ya.

-Probada, no -Lastres hizo esfuerzos por recordar-.No, no. La palabra que usó el Caudillo fue adentrada, o así.

Luján sintió arañas bailando en su estómago.

-Acendrada -acertó a decir-. Supongo que diría acendrada.

-¡Eso, acendrada! Fue hace cosa de dos semanas. No seríamos ni diez personas en la reunión. Franco nos habló de su estado. Muy sincero, telegráfico. Yo creo que aquella mañana le salió el general de la Legión que lleva dentro. Nos dijo que los médicos le habían hablado alto y claro de lo que tenía, que le habían dicho que si no se dejaba cuidar y lo dejaba todo peligraba su edad, pero que él había decidido seguir adelante con lo suyo.

-Era de esperar en él.

-Desde luego. Nos dijo también que era consciente de que a su alrededor había, cómo dijo... Mucha bulla. Ésas fueron sus palabras: mucha bulla.

-No estoy seguro de entender eso.

-Lo explicó, lo explicó. Se refería a su círculo íntimo y a la necesidad de que, cuando las cosas se pusieran feas, y es hoy el día que los suyos han decidido que están verdaderamente feas, ese círculo estuviese bien controlado. Franco, Luján, no quiere ni un paso en falso a su alrededor. Habló de dejar hacer a los médicos, dar prioridad a la familia y, más allá, establecer lo que llamó un perímetro de disciplina.

Luján tiró su propio cigarrillo.

-En el Pardo hay toda una guardia a servicio del general -dijo.

-Sí. Pero son gentes, en muchos casos, jóvenes, influenciables. Franco quiere cerca a personas con las bragas bien puestas. No sé si me entiendes.

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-A la perfección.

Lastres tiró el puro. Se enfrentó a Luján. En la oscuridad, el ex policía notó las dos manos de su superior sobre sus hombros.

-Nosotros sólo teníamos que dar dos nombres, Luján. Te imaginarás que me presenté voluntario. Luego dicté la lista de la unidad. Y Franco te eligió a ti, Carlos.

Después de eso, musitó un lacrimoso enhorabuena, y le abrazó.

En medio de aquel abrazo, Carlos Luján sólo escuchaba la voz de Franco, en la distancia del tiempo, diciéndole, ordenándole: No me decepcione, Luján. No me decepcione.

No encontró motivo para negarle a su mujer la naturaleza de su misión. Confiaba al cien por cien en la discreción de Laura, quien por supuesto no podía contar a nadie lo que sabía; y, al tiempo, necesitaba que ella conociese bien sus circunstancias para que no le extrañasen sus horarios locos.

Porque Franco sobrevive e, incluso, tras la noche en la que debió morir, entra en un periodo de relativa tranquilidad. Carlos Luján acude el mismo día 29 a su puesto en El Pardo. Allí le dan una acreditación especial, lo aleccionan sobre las mejores horas para entrar y salir de Palacio sin ser molestado por los periodistas, y le informan también de que su puesto es de perímetro tres; esto quiere decir que está alejado de Franco, a unas cuatro o cinco puertas. Carlos Luján, en realidad, no sabe si quiere ver a Franco moribundo; pero pronto duda de que, a pesar de la cercanía, alguna vez se le pueda presentar la ocasión.

El 30 de octubre suena el teléfono en el despacho donde Luján hace guardia en compañía de otros dos paisanos de los que apenas sabe su nombre de pila. Uno de ellos, que dice llamarse Ramiro, atiende la llamada.

-¿Tú eres Luján? -Le pregunta, con el auricular en la mano, señalándolo con la barbilla.

Luján asiente.

Ramiro cuelga.

-Era de tu oficina. Que te ha llamado un tal Azpíriz.

A la hora de comer, otro paisano desconocido releva puntualmente a Carlos Luján. Una vez traspasada la puerta de Palacio, el ex policía corre hacia su coche. Dos o tres periodistas, que lo ven, le siguen corriendo y haciéndole jadeantes preguntas. Luján sólo piensa en una cosa: si Azpíriz se ha atrevido a llamar al teléfono, es porque tiene algo.

Más de una hora después, Carlos Luján para su coche frente a la calle y el número que le han indicado en la comisaría de Móstoles, donde le esperaba el recado de Azpíriz. Se acerca al portal y pulsa el timbre del quinto. Espera unos cuatro minutos hasta que oye pasos pesados en el portal, el chasquido de la cerradura, y ve a un uniformado que le saluda respetuosamente y le franquea el paso. Juntos suben, a paso vivo, hasta el quinto piso. La puerta está abierta. Es una casa de dos dormitorios

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reconvertida a casa de cuatro dormitorios. Una pequeña meublé. El uniformado le señala la última habitación del pasillo a la derecha. Luján abre la puerta de cristales esmerilados. Dentro hay dos uniformados más, que se cuadran, y José Antonio Azpíriz, fumando con aspecto aburrido. Frente a él, un hombre entrado en años, en calzoncillos y camiseta, calvo, de rostro pétreo, y cuerpo macizo de color blanco, muy blanco. El tipo le mira con ojos torvos.

-¿Es usted el tal Luján? -Pregunta el hombre- Me han dicho que me buscaba.

-Jodido Abrantes de los cojones -contesta Luján, y siente que algo se disuelve en su pecho- llevo veinte putos años buscándote.

Julio Abrantes tenía el aspecto de una persona entrada en años que hubiera pasado toda su vida en labores de campo. Salvo que su vida de presididario le había dejado, como Luján previó, una piel casi láctea. Tenía el aplomo de quien ha visto mucho y vivido más. De las muchas personas a las que Carlos Luján había visto a lo largo de su vida en su tesitura, rodeados por policías armadas e inspectores de paisano, Julio Abrantes fue, de largo, quien más conservó la calma.

-No sé lo que sabe de mí -le dijo a Luján, con una sonrisa queriendo nacer en un extremo de sus labios-, pero puedo demostrar que he sido absuelto de todos los delitos de los que una vez estuve acusado.

-Yo no diría tanto -contestó Luján-. Hay un asuntillo en Alemania, antes de partir hacia Rusia con la Azul. Quizá lo hayas olvidado.

Abrantes se lo quedó mirando, como midiéndolo. Luego, casi repentinamente, se alzó de hombros.

-De eso hace mucho tiempo.

-Pero yo te puedo tocar mucho los cojones por ello.

-Oiga, el cabrón de la historia era aquel tipo. Él me...

-Ya. Y tú, antes de que él te corrompiese, eras un monaguillo, ¿verdad?

Luján se levantó y se inclinó sobre Abrantes, hasta poner su rostro a muy pocos centímetros del delincuente.

-Si he podido esperar veinte años para tenerte delante, créeme, soy capaz de encontrar todo lo que haga falta para putearte hasta el día que te mueras en cualquier cárcel. Española, por supuesto.

-Soy ciudadano soviético -respondió Abrantes, con aplomo, como sacando su as de la manga.

-Lo sé, tovarich Petrovic -contestó tranquilamente Luján, quien disfrutó

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observando cómo Abrantes, a pesar de sus nervios de plomo, acusaba el golpe-. Como sé que los rusos preferirían regalarle el Bolshoi a Gerald Ford antes que volver a verte por ahí.

Se sentó frente a él. Le palmeó una rodilla.

-Pero, ¡ea, dejémonos de polladas! Tú eres un tío listo, Abrantes. Si te buscara por lo de Alemania o por algo anterior, no estarías aquí, en tu putiferio, hablando con nosotros. Estarías en una comisaría. Y eso todavía te da una oportunidad.

Los ojos de Abrantes brillaron una milésima de segundo. Suficiente como para que Luján se percatase de que, obviamente, no sabía lo que no podía saber, y él sí. Durante su visita al Coronel con Lastres, éste había comprometido su colaboración pero, cuando ya se iban, había sido claro.

-Oiga, Luján. Todo esto tiene un denominador común: Abrantes no existe. Sea cual sea su situación, sean cuales sean sus ideas, Luján, no quiero a ese hijo de puta en una comisaría; no quiero su nombre en un parte de denuncia; no lo quiero delante de un juez. Espero haber sido suficientemente claro.

Carlos Luján tenía que soltar a Julio Abrantes. Pero eso, el retenido aún no lo sabía.

-¿Cómo de grande es esa oportunidad? -Acabó por preguntar Abrantes, lentamente.

-La hostia de grande -informó Luján-. Aquí tengo -sacó un sobre del bolsillo interior de su americana- un billete de avión. Buenos Aires. Esta noche. Los agentes tienen orden de, er, escoltarte hasta el embarque. Qué cojones, la orden es cerciorarse de que subes al puto avión.

-¿A cambio?

-Información.

Abrantes se alzó de hombros de nuevo.

-Pues vale. ¿De qué quieren que les hable? ¿Quieren saber cómo puede alguien conseguir LSD en una cárcel rusa?

Luján rió brevemente, y encendió un cigarrillo. Se lo ofreció a Abrantes, quien lo tomó con una de sus manos esposadas. Luego él encendió un segundo cigarrillo, fumó parsimoniosamente. Se sentó frente a él. Ambos hombres se miraban. Ambos procuraban que sus ojos no dijesen nada.

-Háblame del lago Ilmen -dijo, finalmente, Luján.

A Abrantes la pregunta lo descolocó por completo.

-¿Qué lago?

Luján disfrutó con su desorientación.

-El lago Ilmen. La División Azul. ¿No lo recuerdas?

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Abrantes estrechó su mirada, en un gesto de incredulidad.

-¿Me han detenido para hablar de la guerra?

Esta vez fue Luján quien se alzó de hombros.

-No sé por qué te extraña tanto. Tú acabaste en una sección de la División. Allí tuviste un compañero. Y da la casualidad de que ese compañero es el mismo con el que hace unos pocos días has intentado atracar un banco a un par de barrios de aquí. ¿No es así?

Carlos Luján sabía que Julio Abrantes podía negarlo todo perfectamente si imaginaba, y no le sería difícil, que todo lo que tenían sobre la participación de Cendoya en el atraco eran sospechas. Por eso le había enseñado el billete de avión. Necesitaba que tuviese algo que perder en caso de mentir.

La estrategia funcionó. Abrantes suspiró, como diciéndose a sí mismo: ya está, hasta aquí hemos llegado. Luján aprovechó el momento.

-¿De cuándo es vuestro reencuentro?

-Muy reciente. Por lo que me ha contado, vivió en Rusia varios años tras la guerra, pero sin continuidad. A los rusos sigue dándoles urticaria la gente a la que no le van las banderas de un solo color.

-Ya. Mejor que rojas, rojinegras, ¿es así?

Abrantes asintió fuertemente.

-Cendoya dice que es anarquista. Pero los rusos, o algunos rusos, parecen creer que es uno de los suyos.

-¿Por qué dices eso?

-Joder, por todo. Supongo que si saben tanto de Cendoya es porque ya han descubierto que, en realidad, no murió en... claro, joder. ¡Por eso me preguntaba por el lago Ilmen!

Luján rió y le palmeó un muslo.

-¡Exacto, amigo, por eso mismo! En efecto, hace mucho tiempo que sabemos que Cendoya se las arregló para engañar a sus propios compañeros, simular su muerte en el lago Ilmen, y pasarse a los rusos. Quizá él no sepa que fue condecorado por esa acción tan valiente. A título póstumo. Quizá quiera pasarse por el Ministerio del Ejército a recoger su medalla. Aunque tendría que dar algunas explicaciones.

Abrantes quiso responder a la sonrisa de Luján con otra, pero no lo consiguió.

-Sigue con lo de Cendoya y los rusos, anda.

-Según él -contestó Abrantes-, ha estado entrando y saliendo de Rusia varias veces en las últimas décadas. Eso no lo puede hacer cualquiera. Y, cuando me soltaron de la prisión, me fue a buscar en un coche enorme y me acompañó a la oficina donde me explicaron todo lo de mi liberación, el pasaporte nuevo con identidad soviética,

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todo. Él dice que todo eso no tiene más motivo que tener camelado a quien podía ayudarle. Hace veinte años...

Abrantes se detuvo para sorber su pitillo, pero no pudo seguir porque le detuvo la voz de Azpíriz.

-Yo te lo cuento. Hace veinte años, Cendoya estaba montando una célula dentro de la propia Falange. Una mezcla de falangistas radicales y anarquistas que juntó a base de extrañas amistades que hizo al final de la guerra. Pero unos policías le desmantelaron la organización.

Abrantes miró a Azpíriz como quien mira a un león que se prepara a saltar. Luján alabó en silencio la inteligencia estratégica de su compañero. Había conseguido dar la impresión de que sabían mucho más de lo que realmente sabían.

-En Berlín me dijo -musitó Abrantes- que aquel comando iba a matar a Carrero. Iban a hacerlo apenas dos meses después de la fecha en que los desmantelaron. El tipo aquél, por lo visto, tenía la costumbre de pasar horas en un despacho de la Castellana que daba a la calle. Habían diseñado una acción por la cual tomarían el hotel de enfrente y le dispararían. Ustedes... o los que desmantelaron la célula, le salvaron la vida. Claro que, a la larga, no le ha servido de mucho.

Abrantes se rió de su propia gracia. Luján y Azpíriz lo observaron estólidos.

-¿Qué te ha dicho Cendoya de su hermano Higinio? Higinio Longares.

Abrantes se alzó de hombros.

-No sé quién es ese tipo.

-¿Lucía Odriozola?

El interrogado negó tranquilamente con la cabeza.

Luján suspiró, fumó, intercambió una mirada con Azpiríz. Luego trató de serenarse.

-En fin, vamos al torrao. Lago Ilmen. La División Azul. Aquella sección. Refréscame la memoria. Estabas tú, y Cendoya, un tal Dositeo Galán...

-Ajá.

-Herminio Pozas...

-Hermi... ¡ah, sí, uno de Los Metralletas! -Abrantes se quedó parado un momento, decodificando que sus interlocutores no sabían de qué les hablaba-. Los llamaban así porque se tatuaron una metralleta aquí, en el dorso de la mano derecha.

-Ok, vale. Así que tenemos: Cendoya, Galán, Pozas... ¿y?

-Sí -concedió Abrantes-. También estaban Malaguita, y Castán el Loco, y Turienzo, y... espere... Cañadas, sí, Cañadas. Y López. Anselmo López.

-Es curioso -respondió Luján- Has citado al final a los muertos.

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Abrantes se quedó quieto unos segundos, mirando a ninguna parte, como si delante de él estuviesen proyectando la muerte de sus compañeros.

-No todos -respondió finalmente, con seguridad- López fue gravemente herido, pero se recuperó y lo repatriaron.

Luján sintió que un peso del estómago se aligeraba. Esa reacción era un dato importante: si Julio Abrantes no sabía que Anselmo López había sido asesinado en 1948, eso quería decir que, cualesquiera que fuesen las cosas de las que le hubiese hablado Cendoya en las últimas semanas, López no era una de ellas. Silencio el de Cendoya que era coherente con que además hubiese callado sobre su hermano y su novia. Cada vez le quedaba más claro a Luján que Cendoya había buscado a Abrantes porque necesitaba un brazo criminal ejecutor. Compartió la información telepáticamente con Azpíriz antes de seguir interrogando.

-Malaguita, Castán, Turienzo y Cañadas murieron en Rusia.

-… y os quedasteis solos tú y El Choto.

Abrantes miró a Luján con extrañeza.

-¿Solos? Ya le he dicho que estaban…

-Sí, me lo has dicho. Pero yo te hablo del grupito, no de la escuadra.

-¿Grupito?

-El grupito, sí. In Bello Amicitia. Anillos negros. ¿Dónde tienes el tuyo?

Abrantes apretó los labios y negó tranquilamente.

-Nunca lo tuve. Yo no voy de eso. En mi mundo los grupos se hacen y deshacen para dar palos. Pero, sí. Cendoya se quedó solo cuando Malaguita, Turienzo y Cañadas la palmaron. Días antes de lo del Ilmen.

-Cendoya también «murió» allí –continuó Luján-. Galán perdió una mano, regresó y murió de cirrosis algunos años más tarde. Y a Anselmo López lo mataron en 1948. Y es posible que Cendoya no fuese ajeno a ello.

Aquella era la tarde de las sorpresas para Abrantes. Pero esta vez aguantó el tipo más que razonablemente.

-¿Cendoya? ¿A López? ¿Por qué? Y, ¿cómo, si él...?

-¿Si él estaba fuera de España? -Le interrumpió Azpíriz- Tú mismo has dicho que estaba formando una célula terrorista interior. Para alguien que se planea la posibilidad de reventarle el cráneo a la mano derecha de Franco, un puñetero veterano le parecerá poca cosa, ¿no?

-Y, si preguntas por qué -continuó Luján-, ahora ya conoces la razón de este interrogatorio.

-¿Yo? Pero, yo, ¿qué puedo decirles?

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Luján trató de mostrarse tranquilo, casi desinteresado.

-Piensa, Abrantes, piensa. 1948. Quien quiera que mató a Anselmo López no podía tener más motivos que los que surgieran mientras vosotros caminabais por el hielo ruso. Así que háblame de la relación entre Luján y Cendoya.

Abrantes sacudió la cabeza, como tratando de convocar los recuerdos.

-No sé. Lejana. En realidad, no se conocieron mucho. Cendoya llegó al batallón cuando ya estaba formado. Se hizo rápidamente famoso por su grupo de radicales, los del anillo.

-In Bello Amicitia

-Eso. La bella amistad, todo eso.

-López era uno de ellos.

Abrantes se echó hacia atrás.

-¿López? ¡Eso, con perdón, no se lo cree ni usted!

-Su cadáver llevaba uno de esos anillos.

Abrantes reflexionó.

-Entonces... ¡qué cojones! Entonces, es que Cendoya lo mató, y ésa fue su marca. Porque Anselmo López, créame, jamás habría llevado ese anillo por deseo propio -tiró y aplastó su cigarrillo; Luján, sin solución de continuidad, le dio otro y le acercó la llama del mechero-. Ése López no sé qué coño hacía con nosotros, la verdad. La mayoría eran falangistas sinceros, antimarxistas decididos, que querían empujar a los comunistas hasta echarlos al mar por el otro lado de Siberia. Luego había otros... otros...

-Como tú -terció Azpíriz-. Llamémosles aventureros.

-A...ventureros, sí. Y luego la gente como Cendoya. Tremendos. Algunos de los que sobrevivieron se reengancharon conmigo en las SS. Yo lo hice por no volver, por no... ¡por no volver, vaya! Pero ellos creían en todo eso. Les vi llevar el uniforme con orgullo. Eran arios de verdad. Y odiaban a Franco.

-Menuda panda -comentó Azpíriz.

Abrantes lo miró con indisimulado desprecio.

-Usted no ha estado a veinte grados bajo cero, corriendo en la nieve para protegerse de los ataques de hordas de cabrones dispuestos a abrirte las tripas, a mordiscos si es preciso si se quedan sin bayoneta. Yo le juro que la mayor suerte que se puede tener en una situación así es que se te presente estando a la espalda de uno de esos hijos de puta.

Azpíriz calló, pero Luján le dedicó una mirada conmiserativa. Le gustaba el giro que había dado la conversación. Todos los veteranos, en el fondo, quieren hablar de su pasado combatiente.

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-Por lo que veo, López no encajaba con nadie.

-Con nadie. Nosotros, bueno, nos portábamos mejor que los alemanes con la población...

Luján pensó: «salvo tú, que la violabas y asesinabas». Pero, fiel a sus compromisos, y a sus intereses, se guardó de decir nada.

-... pero lo de López era exagerado. Todos le decíamos que más que de la División Azul parecía de la Cruz Roja. Y, además, era distinto a todos. Le bastaba con hablar para ser distinto.

-¿Y eso?

-Por las cosas de que hablaba. Las cosas que decía. Allí había algunos universitarios, falangistas convencidos que quisieron luchar, pero la mayoría éramos de otra pasta. No sé si me entienden.

-A la perfección.

-A López se le notaba que estaba muy cultivado.

-¿Por qué se le notaba? -Preguntó el navarro, con gesto de perspicacia- ¿Recitaba poemas, hablaba latín, o qué?

Abrantes negó violentamente.

-No, no va por ahí. El cabrón sabía un montón de cosas. Pero un montón.

-¿Qué tipo de cosas?

Abrantes se alzó de hombros de nuevo, dejando ver que eran terrenos que él no dominaba.

-Cosas... complicadas. Matemáticas, por ejemplo. Física, lo llamaba. Había una cosa sobre la que yo creo que lo sabía todo. Qué palizas nos daba. Sobre todo a los mandos. Hablaba y hablaba sobre cosas relacionadas con la resistencia de los materiales. Eso lo tenía en la boca siempre. Decía que se podían construir túneles para la defensa, que sería fácil. Nadie le hizo ni caso.

Carlos Luján anotó en su libreta: «AL era probablemente ingeniero».

-Yo te he preguntado por sus tendencias políticas.

-No tenía, que yo sepa -respondió Abrantes, con seguridad-. Puedo jurarle que López no era falangista.

-¿Qué pensaba de Franco?

Azpíriz no pudo reprimir una mirada de extrañeza hacia Luján. Pero él sabía lo que hacía. Tenía razones sobradas para pensar que pudiese haber una vinculación, algún tipo de relación, entre Franco y Anselmo López.

Pero Abrantes volvió a alzarse de hombros.

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-Hace muchos años, pero no recuerdo una sola vez que hablase de él, ni para decir blanco ni para decir negro. Pero lo más increíble no es que no fuese falangista. Esto ya hubiera bastado para preguntarse qué coño hacía ahí. Lo más increíble era el miedo que tenía.

-¿Miedo?

-Miedo, sí. A la guerra, a la muerte. He visto ese miedo, sobre todo al final de la mundial, cuando combatí al lado de adolescentes recién salidos de las academias. Lloraban bajo las bombas y llamaban a su mamá. Pero habían ido obligados. Lo de López no tiene sentido, porque era un voluntario. Estaba allí porque quería. Y, sin embargo, tan sólo el rumor de los obuses en la distancia le ponía en la mirada un miedo hondo y le provocaba temblor de manos.

Luján se rascó la barbilla. Habló para sí.

-¿Por qué alguien con tanto miedo se presenta voluntario para ir a la guerra?

Nadie contestó.

-Y, ¿por qué a la vuelta, condecorado por haber sido herido en combate, y siendo un ingeniero quizá muy valioso, se entierra en una vida arrastrada, sin oficio ni beneficio?

Para Luján estuvo claro, más claro que nunca: Anselmo López huía. Se escondía.

Se inclinó hacia Abrantes.

-Dime una cosa. Antes has dicho que Cendoya se incorporó a vuestra sección más tarde.

-Ajá.

-O sea que, al menos tú, no tuviste relación con él durante la instrucción en Alemania.

-Ninguna.

-Vale. Y, ¿serías capaz de recordar si pasó mucho tiempo entre la incorporación de Cendoya al batallón y la herida de López?

-Joder, ha pasado mucho tiempo. Mucho, mucho... Pero el caso es que...

Luján miró a Azpíriz. El navarro abrió los ojos de par en par.

-Joder, joder, joder. Ambos hechos están ligados... -susurró.

Abrantes miró a Azpíriz. Luego a Luján. Parecía asustado. Asustado por sus propios pensamientos.

-Es... ¡es cierto! Anselmo López resultó herido durante la toma fallida de la cota 789, y eso fue... eso fue... ¡joder!

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-La primera acción de guerra después de la llegada de Cendoya.

Abrantes asintió. Su mandíbula colgaba sin fuerza.

-Casi. La segunda. Pero apenas unos veinte días después.

Luján suspiró.

-De tu mirada deduzco que no te sorprenderá que te diga que la bala que extrajimos del cadáver de López en su tumba, hace ahora cosa de quince años, era la bala de un arma alemana.

Esta vez, la sorpresa se dibujó, neta, en el rostro del interrogado.

-¿Existe alguna posibilidad de que se produjese fuego amigo en aquella acción?

-Siempre la hay -contestó Abrantes, con un hilo de voz-. Lo dejamos atrás, fuera del radio de la artillería enemiga. Se le asignaron funciones de intendencia. Teníamos que tomar la cota, pero fracasamos. Los rusos contraatacaron. Por nuestro flanco. Adivinaron que estábamos muy castigados. Traspasaron los perímetros de seguridad, comprometiendo la seguridad incluso de porciones de nuestra retaguardia, donde estaba él. Por eso... por eso nadie dudó de que lo habían herido ellos.

Luján veía ahora las cosas claras. Sacó su fajo de documentación. El fajo de documentación que lo acompañaba desde 1948. Extrajo el viejo papel con la anotación RiP 203.

-Dime, Abrantes, ¿escribió López alguna vez algo delante de ti?

-Decenas de veces -respondió el ex divisionario.

-¿Dirías que ésta es su letra?

Abrantes apenas la miró unos segundos.

-No. Seguro. Esta letra es gordita y vertical. López tenía una letra muy elegante, muy caligráfica. De señorito.

Luego la nota, se dijo Luján, la escribió Lucía Odriozola.

-¿Qué significa RiP 203, Julio?

Cuando se liberó de la sorpresa, Abrantes negó con aplomo.

-No tengo ni idea. De verdad.

-¿No es un mensaje secreto entre los miembros de vuestro grupo?

-No, lo juro.

-¿Tienes tabaco?

-¿Yo?

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Mientras Abrantes se recuperaba de la sorpresa de la pregunta, un uniformado le alargó a Luján un paquete de tabaco rubio. Luján tiró los cigarrillos y deshizo el paquete como había aprendido el día que Azpíriz lo visitó. No había nada dentro.

Luján bufó con fastidio. Se levantó. Los rasgos de su rostro se endurecieron.

-Ahora mismo te la estás jugando, Abrantes. Mide bien tus respuestas y, por tu puta madre, macho, no se te ocurra mentirme.

Abrantes lo miraba desde abajo. Era un hombre curtido, pero Luján pudo oler que tenía miedo.

-¿No te dio Cendoya un paquete de tabaco mentolado?

Abrantes se quedó parado, sin palabras.

-¡Contesta, me cago en Dios! ¡Contesta, o te mato aquí mismo!

Sacó su pistola. El seguro sonó con un chasquido, Abrantes intentó echarse hacia atrás, pero tras él había una pared.

-¿Qué... qué cojones?

-¿Es que no te das cuenta, imbécil? ¡El tiempo de proteger ya ha pasado! ¡No tienes a nadie a quien proteger, salvo a ti mismo! ¡Así que habla!

-Yo... yo... una cajetilla... mentolados... yo no...

Luján levantó la mano con la pistola. Pero no descargó el golpe. Sintió un fuerte abrazo en su muñeca y el aliento de Azpíriz en su mejilla derecha. Y escuchó sus jadeos. Ambos compañeros lucharon brevemente. Finalmente, Azpíriz le hizo soltar la pistola.

-Los...mentolados -escuchó Luján decir a Abrantes-. La cajetilla era de Cendoya. ¡Era suya, joder!

-Pero, entonces, ¿por qué la tenía el pobre diablo que reclutasteis de chófer? -Preguntó Azpíriz, más entero que su ex compañero.

Abrantes lo miró como se mira a un salvador.

-Se la dio Cendoya. La noche antes. Estábamos todos: Cendoya, Camilo, el chico y yo. Planificamos. Cuando todo terminó, Cendoya le dio la cajetilla vacía al chico. Y le dijo que al día siguiente, tras el atraco, le diría a quién tenía que hacérsela llegar. De su parte. Durante el tiempo que estuviéramos escondidos.

-¿A quién le quería llevar esa cajetilla?

-No lo sé. Eso sólo lo sabe Cendoya. El chico murió en el atraco, ¿no? Eso dicen los periódicos.

Luján estaba ya más tranquilo. Ordenó sus pensamientos de acuerdo con lo que acababa de oir. Finalmente, sacó la fotografía de López con un señor grueso en la calle Alcalá.

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-¿Has visto alguna vez esta foto?

Fue un palo de ciego. No esperaba una respuesta positiva. Por eso fue el primer sorpendido cuando Abrantes contestó:

-Un millón de veces.

-¿Un mi... millón?

-Era de López. Él es el jovencito de la derecha. La tenía consigo en Rusia. Siempre la llevaba encima.

-¿Es su padre la otra persona?

Nueva alzada de hombros.

-Si lo es, nunca lo dijo. Él todo lo que decía es que aquella foto era su seguro de vida. También decía: en esa foto está todo.

-¿Su qué?

-Su seguro de vida. Eso decía.

-¿Y la firma de detrás? ¿Es de López?

Abrantes torció el gesto.

-Nunca le vi firmar pero, por cómo le digo que era su letra, y ésa la vi bien, creo que es difícil que sea su firma.

Luján dio unos pasos por la habitación. Entre interrogatorios pausas y demás, se había hecho de noche en las ventanas. Suspiró y se echó el pelo hacia atrás. Luego volvió hacia Abrantes, que esperaba sin mover ni una pestaña.

-Puedes irte, cabronazo. Pero antes, dime una sola cosa.

-Lo que usted diga.

-¿Para qué el dinero? ¿Qué prepara Cendoya?

Abrantes palideció.

-¿Me... me dejará ir, escuche lo que escuche?

Luján rió.

-Julio Abrantes, sólo llevas una cajetilla de tabaco corriente y moliente. Eres un puto peón. Una hormiga. Con darte un papirotazo, estamos listos. Habla sin miedo.

Abrantes consumió casi un tercio de su cigarro de una sola calada. Luego echó las toneladas de humo por boca y nariz. Y después miró a Luján a los ojos.

-El dinero es para comprar material y un par de voluntades. Eso dice siempre Cendoya. Por eso me esperó a mí. Hace mucho tiempo ya que no tiene apoyo para sus

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proyectos terroristas en España. Hace mucho que le cortaron el grifo del dinero. Los rusos lo tratan bien, le prestan coches oficiales y apartamentos en Moscú para que duerma; pero más o menos por la época en que ustedes desarticularon la célula que Cendoya dirigía desde fuera, decidieron que no se iban a implicar en acciones desestabilizadoras. Cendoya, en cambio, necesita una acción criminal, dar un palo gordo que le procure mucha pasta. Quiere jugar a lo grande.

-¿Cuánto de grande?

Esta vez fue Abrantes el que rio brevemente.

-Tan grande como volar la plaza de la Cibeles.

Cosa de un par de horas después, Carlos Luján se sentó en su casa frente a la máquina de escribir. Laura ya estaba acostada, pero él tenía que escribir aquel informe a la mayor brevedad. Una bomba en la Cibeles era cosa seria. Además, era terreno de su unidad, así pues él estaba obligado a informar. Escribió con fluidez, pues tenía todos los datos frescos en la cabeza. Cuando quiso mirar el reloj, eran más de las once. Pensó: ahora mismo, Julio Abrantes estará despegando camino de Argentina. Ese pensamiento lo sacó del torrente de informaciones que estaba redactando y lo impulsó a relajarse un poco. Por eso puso la radio.

Fue entonces, al filo de la medianoche, cuando se enteró de que, horas antes, el jefe del Estado, general Francisco Franco, había resignado sus poderes en la persona de Don Juan Carlos de Borbón.

El viernes 31 de octubre, Carlos Luján no tenía que ir a El Pardo, pues no tenía turno de vigilancia. Le vino bien para hacer lo que pretendía. Condujo hacia el sur, al encuentro de Azpíriz, mientras escuchaba en la radio, pasando de una emisora a otra, la noticia machacona de que el Príncipe presidiría el Consejo de Ministros, noticia que en casi todos los casos se difundía tratando indisimuladamente de teñirla de un halo de normalidad. Las radios querían actuar como si aquella vez fuera a ser como la del 74 y, por lo tanto, España volvería a ver a su Caudillo al frente del Estado. Carlos Luján, en cambio, sabía que era enormemente probable que no fuese así.

Al llegar a la comisaría de Azpíriz, le fue franqueado el paso al despacho del comisario. Su ex compañero le recibió en compañía de otro policía de paisano, bastante alto, muy delgado y moreno. Era tal su delgadez que la cabeza aparecía como inusitadamente grande y en el largo cuello reposaba una nuez enorme. El tipo tenía una pequeña verruga justo en el punto más elevado de la nuez y, mientras hablaba y pensaba, se entretenía estrujándola con dos dedos de su mano derecha.

Azpíriz lo presentó como Carlos Hermoso. Él y Luján se estrecharon las manos como si quisieran rompérselas mutuamente.

-Anoche, cuando nos fuimos... de allí, de ver a aquel tipo -explicó, parsimoniosamente, Azpíriz- pensé que, si no hoy, cualquier día vendrías para abrir

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nuevas vías de investigación. Carlos acaba de llegar de sus islas, pero sé que es un buen policía.

Luján sonrió al extraño.

-¿Así que eres godo?

-Los godos son ustedes -respondió, con voz melosa, el canario, y exhibió una sonrisa amplia y brillante como un amanecer limpio.

-Ya, perdona. Siempre me lío. ¿Te ha puesto tu comisario en antecedentes?

-En lo que se puede contar, sí.

Luján sonrió de nuevo. Le gustaba la franqueza de aquel tipo. Y le gustaba que fuera lo suficientemente inteligente como para darse cuenta de que Azpíriz no le había dado todos los datos.

-Resolver los casos de atraco a bancos, aunque sean frustrados, es importante, ¿no?

Hermoso guiñó un ojo.

-Por supuesto. Un país que deja estas cosas sin resolver acaba siendo fragilón... bueno, quise decir: debilucho, ya me entiende.

Luján asintió. Luego abrió sus notas y dejó escapar un suspiro.

-Vamos a ver... En las últimas ho... er, en los últimos tiempos, hay una prueba que ha adquirido una importancia inesperada -sacó de su pequeño fajo de documentación la foto y se la alargó al canario-. Hace tiempo que sabemos que el joven de la foto es Anselmo López, el hombre asesinado hace ahora más de veinte años, probablemente por al menos uno de los hombres que trató de perpetrar el atraco del otro día.

-Ajá -concedió Hermoso, mirando la foto con atención...

-Pero ahora tenemos razones para sospechar que esa foto es algo más que un recuerdo. Tiene un valor intrínseco, quizá vinculado al caso, que desconocemos. Por la vía de Anselmo López poco tenemos que investigar: es él, y punto. Pero ahora nos llegan testimonios de que, en vida, López decía que en esa foto estaba todo. Lo cual nos lleva a la necesidad de investigar todo lo que hay en esa foto, además de López.

-El otro -afirmó Azpíriz.

-Luján miró alternativamente al comisario y al inspector, asintiendo.

-Ajá. Exacto. Ésta es nuestra labor: investigar al otro.

-Ok, pero, eso, ¿cómo lo vamos a hacer? -Preguntó, con cierta decepción en la voz, Carlos Hermoso.

-Las pistas son pocas, ciertamente -concedió Luján-. Pero esta mañana he pensado algo. Llevo veinte años mirando esa foto, a ratos. Alguna vez he preguntado a

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testigos por ella, sin resultado. Nadie me ha sabido decir nunca quién es la persona de la foto. Pero algún comentario me han hecho. De personas de mayor edad que yo, acostumbradas a la forma de vestir en los años veinte o treinta en que está hecha la foto, me han comentado que, si bien las ropas de Anselmo López dan la impresión de ser corrientes, en el caso de su compañero la cosa cambia. Lleva un traje probablemente hecho a medida y un sombrero de marca. Esto nos hace pensar que es alguien de cierto estatus.

-Un político -dijo Azpíriz- o... un empresario.

Luján asintió con fuerza.

-Yo más bien creo que lo segundo. Aquí entran en juego algunos datos que, er, yo he acumulado sobre el caso a lo largo de los años. José Antonio, esto que voy a contar también será nuevo para ti.

Tragó saliva. Saboreó la tensión en espera de sus interlocutores.

-El motivo del asesinato de Anselmo López permaneció oculto durante muchos años. Pero a principios de los sesenta, tras la muerte de Rebollo y el desmantelamiento de la célula infiltrada en Falange, pudimos averiguar que el probable motivo de dicho asesinato pudo ser el dinero. En el otoño de 1936, durante el traslado del oro del Banco de España a Cartagena, desde donde fue llevado a la URSS, se extraviaron unos documentos que eran prácticamente dinero contante y sonante. Quien realizó ese robo fue realmente inteligente. Pensó, y no se equivocó, que los comunistas que custodiaban el traslado se obsesionarían con vigilar el oro, sin percatarse de que en un sitio como el Banco de España puede haber papeles que valgan mucho más que el oro. Ese robo fue probablemente cometido por Anselmo López.

-¡Joder! -Exclamó Azpíriz- Pero, ¿cómo lo robó?

-No lo sabemos con exactitud. Pero sólo ese robo puede explicar la constante huida de Anselmo tras terminar la guerra. Alguien sabía que tenía el dinero, y le perseguía para quitárselo. En todo caso, quizá la respuesta precisa a la pregunta esté en la foto.

-¿En la foto? -Los dos policías preguntaron casi al unísono.

-Sí, en la foto. He pasado la mitad de la noche pensando en ello. Me intrigaba la frase que nos dijo nuestra fuente. Eso de que todo está en la foto. Todo, todo. Y entonces caí en la cuenta: en la foto se ve el Banco de España.

Carlos Hermoso, que tenía la foto, la miró con atención.

-¡Es verdad! -Exclamó-. A la izquierda de la foto. Se ve toda la calle Alcalá, en frente el Banco Central y...

-¿Y si lo que quiere decir la frase es eso exactamente? Está todo porque se ve el Banco de España. El sitio donde se produjo el robo. Y dos personas se hacen una foto precisamente delante del Banco de España. ¿Qué nos sugiere eso?

Azpíriz abrió los ojos, se quedó a medio levantar y señaló a su ex compañero.

-¡No es casualidad! -Casi gritó- ¡No es casualidad que la foto se haya hecho allí!

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-¿Qué teoría tiene usted? -Preguntó, casi en un susurro, el canario.

Luján respiró hondo antes de contestar.

-Mi teoría es que Anselmo López supo de la existencia de los papeles del Banco de España porque tenía relación con aquél para quien fueron extendidos. Lo conocía y quizá participó en la gestión. Una gestión muy importante: un empresario agobiado por las huelgas y los conflictos del 36, con serios problemas de liquidez. Tan importante que, alguno de los días en que fueron a negociarla, dicho empresario y su amigo se hicieron una foto...

Hubo unos segundos de silencio. Luego, la voz de Azpíriz se deslizó desde lo más profundo del navarro.

-Hay un agujero en tu teoría.

-¿Cuál?

-Si Anselmo López ayudó al empresario en su gestión, tendría que ser financiero, o abogado. Pero lo suyo eran las matemáticas y la física.

Luján se rascó la barbilla.

-No había pensado en ello, y reconozco que es un problema en mi teoría. Pero no insalvable. Lo cierto es que éste es el único hilo que tenemos para tirar.

-OK, ¿conoces el nombre del empresario?

-Hice por saberlo en su día -contestó Luján-. Norberto Ayllón, constructor e importador. Pero, desgraciadamente, también sé que está muerto.

-¿Muerto?

-Sí, su foto está en la Causa General. Le reventaron el cráneo a las pocas semanas de estallar la guerra. Pero -elevó la voz para reponer a sus interlocutores del desánimo que se podía palpar- hay hilos que tocar. Está su familia. Buscadla y tratad de saber cosas de él. Eso y lo del anarquista vendedor de tocadiscos es todo lo que tenemos.

Carlos Hermoso se levantó. Luján hizo lo propio. Se estrecharon las manos.

-Si hay una sola persona que recuerda algo de su Ayllón -le dijo el canario-, yo lo averiguaré. Esté tranquilo.

Tras aquel encuentro se abrió un plazo de inacción en el caso Anselmo López. El 1 de noviembre, festividad de Todos los Santos, Luján pasó casi todo el día en el Pardo, al borde de su perímetro tres, sin grandes novedades. El día 2 era Día de Difuntos y no tuvo servicio. Fue el primer día en mucho tiempo que pasó completo con su mujer. Fueron juntos al cementerio y los dos estaban frente al televisor cuando comenzó a informar del viaje sorpresa del Príncipe a El Aaiún y el discurso que pronunció allí. Laura se confesó feliz de ver que España volvía a mostrarse fuerte y decidida. Luján no sabía qué pensar.

El día tres, a eso de las tres de la tarde, Carlos Luján había comido ya en su

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perímetro tres. Le trajo el almuerzo un guardia de Franco muy joven. Fiel a su costumbre profesional de tratar tener cerca a todo el mundo, los amigos y los enemigos, Luján bromeó con él sobre la calidad de la comida y afirmó que ojalá el menú del Caudillo fuese diferente. El chico, que le dijo llamarse Armando, contestó con una sonrisa forzada. Un gesto tan transparente que en ese momento le quedaron claras a Luján dos cosas: una, que Armando había servido en el perímetro uno. Otra, que Franco ya no estaba para ingerir nada que se pudiera identificar con el concepto de comida.

Eran las tres de la tarde. Luján compartía guardia en la misma habitación con un capitán de la guardia civil. Habían convenido que fumarían dentro de la estancia, pero sólo cigarrillos porque otros tipos de tabacos eran demasiado olorosos; a pesar de estar lejos de Franco, el olor a habano o a pipa muy probablemente provocaría la ira de los médicos. Fue por eso que el guardia civil se levantó y, tras pedirle permiso a Luján, se ausentó para salir al patio a fumar unos puritos a los que era muy aficionado.

A los vigilantes de guardia les dejaban utilizar el teléfono. Para llamadas cortas. Luján miró su reloj y decidió que dos días, festivo y medio laborable, eran suficiente plazo para esperar que los policías que trabajaban con él tuviesen algo que contarle. Confiaba en la creatividad y eficiencia de Azpíriz y su subordinado canario. Así pues, descolgó el teléfono, marcó un número para obtener línea, y luego hizo que el dial diese vueltas parsimoniosas conforme iba marcando él los dígitos correspondientes a la comisaría de Azpíriz.

Dos minutos después, estaba hablando con el navarro.

-¿José Antonio?

-Al aparato, Luján.

-Sí. ¿Hay algo?

-Algo sí. Poco, de momento, pero algo.

-Cuéntame.

-¿Puedes hablar?

-Ahora está la cosa tranquila. Dime.

-Hermoso ha estado investigando al empresario. Ayllón. Evidentemente, está fiambre. Eso ya lo sabías. Pero ha rastreado a la familia. Hemos tenido suerte. Es enorme. El tipo tenía un montón de hermanos y la mayoría trabajaban con él.

-¿Sobrevive alguno?

-Hermoso ha localizado a tres. Uno está gagá. La segunda es la típica hermana que no quiere hablar de la guerra; no quiere acordarse de que a su hermano lo mataron. Es que ni siquiera fue el único pariente que se apiolaron los rojos.

-Pues menos mal que hemos tenido suerte.

-La hemos tenido, sí. El tercero era el pequeño de la familia. Tiene cincuenta y pico años ahora. Muy buena memoria. Recuerda bien las andanzas de su hermano

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mayor.

-¿Ha aportado algún nombre?

-No -concedió Azpíriz, con voz ronca-. Pero nos ha dado una pista clara de dónde buscar.

-¿Sí?

-Sí. Ayllón era Rotario.

Luján trató de aclarar sus ideas.

-¿Eso no es una orden de caballería, o algo así?

-Suena como, pero es otra cosa -respondió, con tono casi profesoral, Azpíriz-. Los rotarios son un club americano de hombres de negocios. Se reúnen periódicamente para charlar y mantener el contacto. Si eres rotario estás moralmente obligado a ayudar a tus compañeros rotarios si te lo piden. No sé si ves por dónde voy...

Luján sintió que el optimismo crecía en la boca de su estómago.

-Lo veo con claridad. Si Ayllón hubiese sido ayudado en sus contactos con el Banco de España por alguien cercano a la familia, probablemente su hermano lo recordaría.

-Eso mismo pienso yo.

-Si no lo recuerda, entonces el apoyo tuvo que venir por contactos de negocios fuera de la familia. Y, si Ayllón pertenecía a un club en el que precisamente los miembros se ayudan unos a otros...

-Emites en la misma onda que yo, Carlos.

-Hay que hacerse con un directorio de miembros de los Rotarios.

-Estamos en ello. De hecho...

-Espera, espera. Calla...

Con el teléfono en la mano, Carlos Luján observaba a Armando, el guardia de Franco. El chico lo miraba desde la puerta de la habitación, la puerta que daba al perímetro dos. Lo miraba con los ojos muy abiertos, implorantes. Toda la sangre había huido de su rostro.

-Azpíriz, ya te llamaré.

-¿Qué pasa? ¿Por qué...? ¿Franco...?

Colgó.

Se levantó.

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Dio los cuatro pasos que lo separaban del guardia. Sentía como si las rodillas se negasen a sujetarlo.

-Armando, ¿qué pasa?

El chico abrió y cerró la boca varias veces, pero ningún sonido salió de ella.

Luján recordó sus lecciones sobre interrogatorios. Lo mejor para recuperar la atención de un interrogado es el dolor. Los interrogados que saben de qué va la cosa se entrenan para conseguir pensar en otra cosa. La tortura tiene como objetivo impedírselo, y luego doblegar su voluntad.

Tomó la mano de Armando, agarró disimuladamente el dedo gordo y, apoyando la uña del suyo en el nacimiento de la del guardia, apretó fuerte.

El chico soltó un gemido y apartó la mano. Pero ahora le miraba y le reconocía.

-Te he preguntado qué pasa.

El rostro del muchacho se ensombreció de nuevo.

-El... el...

-¿El Caudillo?

Armando asintió.

-¿Ha muerto?

Armando negó con la cabeza.

-¿Entonces?

El chico quiso contestar, pero otra vez no fue capaz. Aquello fue demasiado para Luján.

Atravesó el perímetro dos sin ver a nadie. Aunque, verdaderamente, iba tan centrado en llegar al perímetro uno que podría haber pasado al lado de una orquesta sinfónica en pleno concierto sin siquiera oírla. Conocía bien la distribución de las habitaciones. Aunque no era su misión estar en ellas, había tenido que aprender la disposición. Llegó finalmente a una pesada puerta de madera noble tras la cual, él lo sabía, estaba la habitación del Caudillo. Dudó unos segundos antes de accionar el pomo. En ese momento sintió un calor en la espalda. Se volvió. Detrás de él estaba Armando, aún angustiado, que lo miraba implorante.

-¿Vas a impedirme que pase? -Preguntó el ex policía.

El guardia ni afirmó ni negó. Se limitó a seguir mirándolo.

Carlos Luján tiró de la manija y escuchó, con angustia, el chasquido de la cerradura cediendo.

Lo que vio una vez que abrió la puerta deseó no haberlo visto nunca.

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Franco llevaba años siendo para los españoles que veían la televisión o el Nodo un anciano de gestos inseguros y andar parkinsoniano. Para Carlos Luján, sin embargo, no. Para Luján, en gran parte, Francisco Franco seguía siendo el general maduro, de unos 65 años, con el que él había tenido aquella lejana, inconfesada, entrevista en el último mes de 1956. Precisamente porque atesoraba en su memoria aquel recuerdo, le impresionó tan vivamente la visión del anciano que yacía acostado sobre su cama. El hombre que vio aquél mediodía Carlos Luján era ya menos de la mitad del hombre que él había conocido. Completamente desnudo, tenía los brazos abiertos y reposando a ambos lados del cuerpo, de donde le salían catéteres. Tenía los ojos entreabiertos, pero todo lo que alcanzó a distinguir Luján en el intersticio de los párpados fue blancura. La boca abierta, pues la mandíbula caía sin fuerza.

Alrededor de Franco dos mujeres y varios hombres de bata blanca se afanaban en acciones aparentemente caóticas. Luján distinguió al menos tres personas de paisano alejadas de la cama, apoyadas en las paredes, observando la escena.

En la habitación se percibía un olor acre y una sensación de horror. De hecho, Luján tuvo que acordarse de dónde estaba para no gritar. Porque lo más terrible de la escena no era encontrar al Caudillo convertido en un cuerpecillo enfermo que no podía ni levantar los brazos y parecía estar en una inconsciencia sufriente. Lo más terrible era ver la sangre brotar de sus narices y de su boca como de un surtidor. A pesar de la incansable labor de las enfermeras, que parecían trabajar como autómatas, el rostro del Caudillo nunca dejaba de estar teñido de rojo. La sangre brotaba por los agujeros de su cara como si huyese despavorida del interior.

Nadie hablaba. Salvo los médicos. Órdenes secas. Preguntas entrecortadas, telegráficas, usando la clave profesional. Franco ya tenía para entonces colocada la transfusión. Pero hasta un lego como Luján podía comprender que de nada servía meter dentro sangre si luego salía tan rápidamente. Luján miraba la escena fascinado, sin poder apartar los ojos, pero no quería seguir viendo el rostro del anciano que a ratos boqueaba como si se estuviese ahogando en su propia sangre. Bajó la vista. Sin saber por qué, se concentró en el muslo izquierdo del Caudillo. Se lo quedó mirando sin pensar nada, hasta que lo vio. Tenue al principio, tan tenue que se podía pensar que era fruto de la imaginación. Pero, pronto, neta y oscura. La mancha roja bajo la pierna.

Luján señaló en la dirección de la vista y dijo en voz alta, sin hablar a nadie en especial.

-Es... está... ¡también está sangrando por el...!

Una enfermera y dos médicos entendieron. Se colocaron al costado del Caudillo y lo movieron con cuidado. Debajo de su ano había un lago de sangre.

Poco tiempo después, casi todo el Caudillo estaba ya acostado sobre su propia sangre. El lenguaje de los médicos se hizo más comprensible. Lo suficiente como para que un testigo se percatase de que no sabían qué hacer. Uno de ellos, un hombre alto,

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ancho y de bigote, se inclinó sobre Franco. Le abrió la boca y se puso a accionar dentro de ella. Fue demasiado para Luján, que apartó la vista. No supo realmente cuánto tiempo había pasado antes de escuchar la voz de aquel hombre, que dijo:

-¿Habéis visto esto?

Luján se volvió. Aquel médico sostenía delante de sus colegas, en la palma de una mano enguantada completamente roja, una masa sanguiñolienta del tamaño de un puño.

-Una hemorragia que genera ese coágulo tiene que ser muy grande -dijo-. Señores, hay que operar.

Lo que siguió fue aún más caótico. Entre los médicos parecía haber opiniones para todos los gustos. Había quien veía innecesaria la operación, por imposible. A eso otros médicos contestaban con vehemencia que no podían sentarse a contemplar cómo se desangraba el Jefe del Estado. Luego se habló de operarlo en La Paz. Se sopesó la distancia, se discutió mucho sobre qué trayecto y cómo debería realizar la ambulancia. Otro de los médicos propuso la residencia Francisco Franco, porque allí, dijo, era donde estaba acostumbrado a operar. Pero, finalmente, uno de los hombres de paisano que estaba al fondo de la habitación dio tres pasos secos y se acercó a los médicos.

Luján conocía muy bien a aquel hombre. En esos días, de hecho, era su jefe. Era Manuel Llaneras, jefe de seguridad de Franco.

-Señores, la seguridad del Caudillo no se puede garantizar en ninguno de los establecimientos que han dicho.

Entre los médicos se reaccionó vehementemente. Se argumentó que si no se operaba al Caudillo con garantías, la seguridad sería lo de menos. Pero Llaneras no se movió ni un ápice. Ambas partes parecían avanzar hacia un enfrentamiento sin solución.

Luján se inclinó hacia Armando, que seguía a su lado.

-¿No tenéis los de la guardia algunas instalaciones aquí, para vosotros?

Armando se alzó de hombros. Seguía en gran parte sonado. Luján interpretó que era un sí.

-¿Y si lo operan aquí, en las instalaciones de la Guardia?

La idea de Luján no fue bien recibida inicialmente por los médicos, pero fue ganando terreno ante el apoyo decidido del jefe de seguridad, quien empezó a actuar como si ésa fuese la única alternativa. En realidad, lo era.

Ese frágil consenso lleva a la necesidad de trasladar a Franco, que está en un segundo piso, a la planta baja, donde hay un quirófano de la guardia de Franco que se usa de almacén y que, según informaciones que llegan, está siendo adecentado a toda prisa.

En la habitación no hay órdenes ni voluntarios. Mandan los médicos, y son ellos los que, de entre los presentes y los que han ido llegando, sin pedir credenciales de

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perímetros, escogen a las personas más fuertes y enteras para la labor. Luján da un paso al frente. Algo debe de llevar en la mirada porque es rápidamente aceptado por un médico joven de mirada reposada. Las enfermeras, con la pericia de su oficio, han conseguido mover levemente al general para colocar una manta debajo de su cuerpo. Para cuando los seis porteadores designados se acercan a la cama, ya está empañada de sangre. El olor a la vera de Franco es repugnantemente agridulce. Es como si su sangre se coagulase de nuevo en la boca de los testigos. A Luján lo colocan a izquierda del Caudillo, arriba, junto a su cabeza. Antes de agarrar la manta levanta la vista, para chocar con la mirada de Armando, al borde de la angustia.

-Respira hondo -le dice Luján- respira hondo y piensa cada cosa que vayas a hacer.

-Yo... no sé...

-¡Sí sabes, coño! Lo vas a hacer de puta madre, ya lo verás.

-Es que... es que... está.

-¡Pues no lo mires!

Alguien tiene que dirigir. Estar pendiente de puertas, de muebles, de posibles choques que pueden ser fatales para el enfermo. Luján le dice a Armando que levante él la vista. Rodeados como van de gente no hace ni falta. Pero lo hace para que así no se le troquele la vista en el enfermo. Al joven guardia de Franco, ver al Caudillo en ese estado lo está colocando al borde del colapso.

A la de tres, doce manos y doce brazos levantan muy suavemente a Franco. Luján cree estar levantando un cadáver pero, al perder contacto con la solidez de la cama, Franco gime.

-Og agor, éjeme ga -balbucea el general. Y luego, como en un eco, muy quedo- éjeme ga, éjeme ga...

Luján levanta la vista fugazmente. Para controlar a Armando. Sigue asustado, pero sus manos se cierran firmes sobre el trozo de manta con que sujeta su lado.

-¿Qué ha dicho? -Pregunta en un susurro.

-Creo que ha dicho que lo dejemos ya -contesta Luján-. Hay que ser cuidadosos.

Comienza el peregrinaje hacia el ascensor. Cada metro cuesta una eternidad y el enfermo no para de sangrar. Frente al ascensor hay una nueva parada para discutir cómo entrarán seis personas que llevan a otra en el cubículo que no fue diseñado para esto. Para entonces la discusión es breve. Si los porteadores han tenido momentos de debilidad, de miedo o de duda, los han dejado atrás. Incluso Armando parece despejado y hábil. Luján ha de cambiar su posición a la cabecera de la manta, tras la cabeza de Franco, para poder garantizar que la entrada en el ascensor se hace con suavidad.

Comienza la entrada. Luján sostiene la manta con fuerza y suda copiosamente. Como todos, incluso los que no llevan peso alguno. Su rostro está no más de cuarenta

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centímetros sobre el de Franco. En ese momento, el Caudillo abre los ojos. Las miradas se cruzan. Luján siente un escalofrío.

Franco habla, esta vez con total nitidez.

-Dios mío, qué duro es esto.

Luján siente ganas de llorar.

-Mi general -dice con voz rota-. Soy Luján. Carlos Luján. Y no le voy abandonar. No le fallaré, mi general.

Franco cierra los ojos. La puerta del ascensor se cierra con un chasquido.

Todos los porteadores fueron sustituidos en la planta baja de El Pardo, nada más salir del ascensor. Fueron otros quienes llevaron al Caudillo a la ambulancia y otros quienes se encargaron de llevarlo hasta la camilla donde esa noche fue operado con éxito de la gravísima hemorragia interna que sufría. A los que lo llevaron en el ascensor les dijeron que se marchasen discretamente a casa o se acuartelasen. Era una orden, y todos la cumplieron.

Carlos Luján llegó a su casa temblando de frío. El sudor de las últimas dos horas había envejecido en sus ropas hasta morir y volverse un sudor cadáver, rígido y frío. Su mujer no estaba en casa. Se desnudó muy despacio en el dormitorio, y clasificó sus ropas en el cesto de la ropa sucia. Menos su camisa. La camisa la dobló cuidadosamente, buscó una bolsa de papel y la dejó en el cajón de las cosas propias de su armario. Su familia todavía posee esa camisa a día de hoy. Aún hoy tiene los puños casi completamente manchados con la sangre de Franco. La de Franco y la de sabe Dios cuántos guardias civiles y guardias de Franco, que la donaron en los días anteriores al 3 de noviembre, y en la tarde de aquel día el Jefe del Estado recibió y expulsó casi al mismo tiempo.

Su mujer se alegró de verlo en casa. Él sonrió correspondiendo a esa alegría, pero eso fue todo de lo que fue capaz. Esquivó con torpeza las preguntas de Laura durante la cena. En medio de la misma, a las nueve, el telediario abrió con la noticia de un nuevo parte, extraordinariamente escueto, que hablaba de situación gravísima.

-¿Tú no tenías turno hoy en El Pardo, Carlos?

Luján se alzó de hombros.

-No he ido.

-¿Que no has ido?

-Pues porque no he ido... o sea, me llamaron diciendo que no hacía falta. Para mí esto es tan nuevo como para ti.

Laura lo miró largo rato y luego, solamente, musitó.

-Carlos...

Y cambió de tema.

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En la noche, en la oscuridad del dormitorio, Laura se volvió hacia Luján y le colocó una mano en el pecho.

-Carlos, ¿ha muerto?

Luján tragó saliva.

-Cuando yo le dejé -confesó, con voz entrecortada-, estaba vivo.

Su corazón parecía estar a punto de romperle las costillas.

Laura no dijo nada más. Le dejó volverse hacia su lado, quedarse solo con sus recuerdos. Recostado mirando hacia su el bulto penumbroso de su mesilla de noche, Carlos Luján notó el cosquilleo de una lágrima escapándosele por la cuenca de un ojo. La dejó seguir. Luego vino otra, y luego otra. Un poco más tarde, los ojos se le secaron. El ex policía no paraba de pensar en que aquella tarde se había despedido de Franco.

Seguía despierto a eso de las tres cuando, a través de una radio que alguien escuchaba demasiado alta en el vecindario, alcanzó a escuchar el parte que describía la operación. Despertó a Laura para decirle que Franco estaba vivo. Se durmieron abrazados.

La tristísima escena del día 3 tiene consecuencias positivas para Carlos Luján. Su actuación en esas horas tensas ha demostrado a algunos testigos importantes que tiene una gran capacidad de mantener la cabeza fría en situaciones complejas y comprometidas. La consecuencia inmediata es que se le eliminen los perímetros, aunque el mismo personal de seguridad de Franco que le comunica los hechos se preocupa de decirle más que insinuarle que se considera deseable que no haga uso de ese privilegio para entrar en la habitación de Franco, reducto cada vez más exclusivo de su familia, del príncipe, de los presidentes del gobierno y de las Cortes y de algún que otro fiel. Luján no sólo lo comprende, sino que lo agradece. A él, la visión de lo que va convirtiéndose el enfermo no le seduce en lo más mínimo.

El día 4, Luján descansa. De todo. El 5 vuelve a las guardias. Sus privilegios informativos, que en ocasiones parecen incluso mejores que los de su jefe Felipe Lastres, que también participa en el pequeño equipo de vigilancia, le dan noticias agridulces del posoperatorio real de Franco, más allá de lo que dicen, o más bien insinúan, los partes oficiales. Los médicos están preocupados por la tromboflebitis que le ha surgido en el muslo que usaron para colocar el catéter y, sobre todo, no dejan de repetir que sus peores temores sobre los riñones del Jefe del Estado se han confirmado. Ya nadie en ese estrecho círculo, exponencialmente mejor informado que el español medio y que incluso muchos personajes importantes del régimen, cree que los riñones de Franco vayan a volver a funcionar nunca. Suponiendo que salga de ésta, dicen todos, va a ser un Caudillo bajo diálisis hasta su muerte.

Con todo, la estrella de aquel día no es Franco. A las estancias del perímetro se

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acerca un Felipe Lastres sudoroso y con gesto preocupado. Luján, que le ve, cree que viene a hacerle una confidencia. Pero Lastres está excitado. Antes de que su subordinado haya llegado hasta él, suelta la bomba en medio de la habitación.

-El moro ha comenzado definitivamente la Marcha Verde.

Luján se queda perplejo. Ha dejado de pensar en estos temas en los últimos días. Pero sabe lo suficiente como para darse perfecta cuenta de lo complicado de la situación.

-¡Joder! ¿El viaje del Príncipe no iba a resolver eso?

-Iba -contesta, en tono sardónico, Untal Lastres.

Todo el mundo en los círculos por los que se mueve Luján había hecho esa lectura. La visita a El Aaiún no era otra cosa que la demostración de que España había dejado de ser un país sin timonel.

-¿Hassan sabe lo que hace?

Lastres sonríe de medio lado.

-No tiene otro remedio, Luján. Está atrapado. Apostó porque lo del Sáhara se iba a negociar entre España, Marruecos y Mauritania. Pero nosotros le salimos ranas. Autonomistas. Hemos metido a la ONU en medio. Ahora el Sáhara es eso que llaman un problema multilateral. Pero él ya ha llamado a miles de muertos de hambre a la Marcha Verde. No la puede parar, a menos que tuviese ese acuerdo del que ahora carece.

-Joder... ¿tardarán en llegar a nuestras líneas?

Lastres deja escapar un gesto de escepticismo.

-Hemos retrocedido diez kilómetros. Pero es todo lo que podemos retroceder. Si siguen andando, habrá sangre.

El asunto de la Marcha Verde obliga a Luján a doblar turno el día 6. En las habitaciones contiguas, por donde también deambulan los médicos y la familia, se vive como un triunfo el descenso de la urea, signo de que la diálisis está funcionando. No obstante, sigue la gran incógnita presente. Franco bajó al quirófano improvisado de El Pardo por una hemorragia interna en el estómago. La hemorragia fue suturada, pero no hay que olvidar que el Caudillo tiene gravísimos problemas de corazón que hace que esté constantemente medicado para hacer su sangre más líquida. La pregunta es, por lo tanto, si las suturas que los médicos han dejado en el estómago resistirán a la baja coagulación de un enfermo de 82 años y la medicación anticoagulante.

Pero todas éstas son informaciones que Luján pilla de aquí y de allí, en los pasillos. En realidad, de lo que está pendiente es de la Marcha Verde. En la habitación del perímetro tres donde hacía guardia y donde suele estar, alguien ha instalado una radio de campaña que capta transmisiones. Las tropas españolas en la frontera saharomarroquí esperan. A las once de la mañana, divisan los primeros camiones. En ese momento, se piensa que a eso de las cuatro, si Marruecos se atreve, comenzará la tentativa de invasión. Pero el cálculo es erróneo. La Marcha es más torpe. A las ocho,

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se declara una tormenta de arena que para a los manifestantes. Hasta ese momento, no han intentado penetrar en territorio español.

El día 7, Luján lo pasa en su casa, pegado al teléfono. Laura lo acompaña desde la cocina, aunque en realidad el ex policía sabe que su mujer se siente relajada de saber que a lo que le preocupa a su marido y a los que trabajan con él es la Marcha Verde. A lo largo de la mañana, Luján recibe cuatro llamadas, las cuatro con el mismo mensaje general: llegan más camiones. La Marcha se acrecienta, pero nadie parece haberle dado la orden de intentar entrar en Sáhara. Algunas personas piensan que tal vez les ha frenado la nota de la ONU deplorando la iniciativa, pero son los menos. Todo el mundo espera.

A eso de la una de la tarde, cuando se apresta para comer, el teléfono suena de nuevo. Pero ya no es su informante desde el Ministerio del Aire.

-Luján, nueva guardia -dice con voz neutra su jefe-. Está sangrando de nuevo.

-Voy para allá -declara Luján-.

-No, no -le interrumpe Lastres-. Aquí no vengas. Vete a La Paz. Lo llevan allí.

Luján va al hospital. Le han dicho la contraseña que tiene que decir para que los servicios médicos sepan que es una de las personas de perímetro. Aquello no es El Pardo, así que tiene hacinarse en salitas con conspicuos miembros del Movimiento y, fugazmente, con la esposa e hija del Caudillo. Hay personas que rezan. Otras parecen resignadas. 82 años. Dos operaciones en menos de una semana. Es el fin.

Cuatro horas después, son informados de que la operación ha terminado con éxito, y que Franco está vivo. Algunas voces eufóricas llegan a decir que no morirá nunca. Carlos Luján, sentado en un silloncito incómodo, cierra los ojos y desea estar en otra parte, en otro tiempo.

El día 8, Carlos Luján condujo de memoria hacia el sur y al llegar a la comisaría se hizo anunciar al comisario. Azpíriz lo recibió con el canario Hermoso. Ambos estaban exultantes.

-Nos preguntábamos si vendrías hoy -le dijo Azpíriz, casi sonriente-. Nos estaba costando esperar.

-¿Esperar?

-A ti. Te esperábamos a ti. Para contarte nuestros progresos.

-Por supuesto, pero... ¿habéis llegado a algo?

Azpíriz y el canario cruzaron una mirada de orgullo y de triunfo. Luego el navarro sacó un pequeño libro, de forma alargada, y lo abrió delante de Luján, orientado para que pudiera leerlo. Luján se percató de que todas las páginas estaban

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llenas de pequeñas fotos con pies de texto a su derecha.

-Éste -explicó Azpíriz- es el libro oficial de los Rotarios de 1936. Aquí están todos los clubes de España con indicación de sus miembros. He abierto por las páginas del de Madrid, por supuesto.

-No me digas más: hay banqueros.

-Los hay, en efecto. Hemos contactado con las familias. Ha costado mucho. Hermoso ha tenido que entrevistar a mucha gente y hundir la nariz en documentos privados, correspondencia, esquelas, esas cosas. Hemos hecho eso con un par de miembros sin conclusiones definitivas. La verdad, hace sólo unas horas pensábamos que esto nos podría llevar meses y, en realidad, no tendríamos la seguridad de conseguir nada.

-Pero la suerte es de quien está ahí para recibirla -interrumpió Luján. Azpíriz, esta vez, sonrió sin ambages.

-En efecto. Tuvimos la inteligencia de darle una copia de tu foto a los inspectores que se encargaron de los contactos.

Luján dejó escapar un mohín de escepticismo.

-Supongo que si en la guía hubiese alguien que se pareciese al de la foto, ya os habríais dado cuenta.

Azpíriz intensificó la luz de su rostro.

-Cierto. Pero yo no he dicho eso. He dicho que los inspectores llevaban una copia de la foto con la instrucción de preguntar si alguien conocía al hombre que aparece en ella. Que no está en el directorio del Rotario ya lo sabemos.

-Bien. ¿Y?

Carlos Hermoso miró al navarro, como pidiendo permiso para hablar. Luego se acercó a Azpíriz, y señaló una foto del directorio.

-Fui al domicilio de este señor: Luis Durán. Me recibió su nieto, que me trató deferentemente pero con indiferencia. Su abuelo tenía una empresa constructora, junto con otros socios de Valencia. También lo mataron en los primeros días tras el Alzamiento. Es todo lo que sabía. Pero me dejó hablar con su tía, una anciana que vive con él, ya muy viejita, no sé si sabe.

-Me hago cargo.

-Pero la mujer tenía la mente lúcida. Me contó que su padre se había especializado en blindajes. Que era el mejor de España en eso. Pero lo mejor vino cuando le enseñé la foto. Enseguida reconoció al hombre que está con López. Era el ingeniero jefe de su padre, un tal... un tal Urbano Trasobares. El Tío Urbano, como lo llamaba ella. Me contó que era un conocido de toda la vida de su padre y que solía ir por su casa. A ella la sentaba en sus rodillas y le cantaba canciones. Aún hoy, la viejita adora a aquel hombre.

-Y, ¿qué sabe de su suerte?

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-Todo. Lo sabe todo.

-Me está empezando a dar la impresión -contestó Luján con un suspiro-, que ahora me vas a informar de que Trasobares y su jefe murieron juntos, o por lo menos casi al mismo tiempo.

-Pues te equivocarás -interrumpió Azpíriz-. Según la declaración de la señora... de la señora Durán de Seisdedos -Azpíriz consultaba sus formularios al hablar-, a Urbano Trasobares se lo tragó la tierra en el otoño de 1936. Dijo que se iba a su oficina, y no se lo volvió a ver. Su familia asumió que había sido paseado, pero todas sus gestiones en checas y en comités obreros fueron inútiles. La familia Durán se mudó de su casa, un chalet en Moncloa, porque pronto resultó imposible vivir allí por las bombas y los disparos del frente. Una criada de la casa, que no vivía lejos, se acercaba de cuando en cuando a la casa, en los días en que no había actividad en el frente, para comprobar cómo estaba todo y poder contárselo a los Durán, que vivían cerca de la Gran Vía, con unos parientes.

-Un día de... la mujer cree que la Navidad de 1938 -continuó Hermoso, repasando sus notas-, la criada fue a casa de los Durán y les dijo que cuando se acercó a la casa, como tantas otras veces, encontró a Trasobares deambulando por allí. Reconoció a la criada, y le preguntó por los Durán. No quería saber dónde estaban. Quería saber si lo podían sacar de Madrid. Cuando la criada le contó la verdad, que no era otra que la familia del constructor apenas tenía con lograr su ración diaria de píldoras del doctor Negrín, Trasobares dijo, siempre según lo que la viejita dice que le contó la criada, dijo que ya sólo le quedaba una opción. Y desapareció de nuevo. Es de suponer que la desesperación lo hizo temerario.

-¿Por qué dices eso?

Hermoso miró a Luján con ojos que parecían decir: ¡pero si es obvio!

-Existen indicios para creer que Trasobares estaba en la lista de las checas desde algún momento del 36. Unos dos años después, todavía anda por Madrid, sin haber sido capturado. Eso no es nada fácil. Está claro que es hábil, sabe jugar sus cartas, sabe mostrarse y escabullirse cuando hay que hacerlo.

-...pero lo siguiente que sabe de él la familia Durán es que está muerto -continúa Azpíriz-. Nada de paseos ni descampados en las afueras ni arcenes. Aparece muerto a unos pocos centenares de metros de la Puerta del Sol. ¿Cómo pudo alguien tan precavido ir por un sitio tan vigilado? Es como un suicidio planeado.

Carlos Luján se miró los zapatos, pensando en lo que le acababan de contar. Repentinamente, el estómago le ardió. Dio un respingo.

-¡La última oportunidad!

Los dos policías lo miraron extrañados.

-¡La última oportunidad! -repitió Luján- Los recuerdos de la criada y de la anciana son correctos. Eso fue lo que dijo Trasobares cuando se dio cuenta de que sus jefes de toda la vida no podían hacer nada por él y sacarlo de Madrid. Quemó su último cartucho.

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-Está bien, está bien -concedió, escéptico y tras pensarlo unos segundos, Azpíriz-. Pero, ¿por qué en un lugar tan expuesto?

-Sólo hay una explicación: allí estaba su última oportunidad.

El canario los miraba con extrañeza. Pero Azpíriz y Luján se miraban con esa emoción contenida de cuando sabían que emitían en la misma onda.

-¿Te acuerdas del tipo de Hospitalet? -Preguntó Luján-. El que reconoció a López en la foto.

-Cómo iba a olvidarlo -contestó el navarro-. Por ese reconocimiento supimos que López había sido... ¡joder, joder, joder!

-Había sido, o había estado relacionado, con el ejército de Negrín -continuó Luján-. Los putos carabineros. Las unidades más ideologizadas de las fuerzas de seguridad. Muchas de ellas, acuarteladas en Pontejos. A unos centenares de metros de la Puerta del Sol.

Carlos Hermoso parecía no ser capaz de permanecer sentado en su silla.

-Entonces... ¡joder! Trasobares murió tratando de contactar con López.

-O después de hacerlo.

-¿Por qué después?

-Porque la huida de López tras la guerra no tiene sentido si no se encontraron. A mí me parece más lógico que la huida de López tuviese que ver con algo que Trasobares le dio. O que le dijo donde estaba. Otra cosa no tiene sentido. Si López hubiera tenido que ocultar durante la guerra su amistad con alguien que quería huir de los rojos, no tiene sentido que, llegada la Liberación, se enterrase en la División Azul por esa razón. Y no olvidemos que hablamos del 38. Navidad del 38. En ese momento, López tenía algo que ofrecerle a Trasobares. Lo mismo que Lucía Odriozola le ofreció a sus camaradas de La Aromática. Amigos franquistas que sacaban gente de Madrid.

-No sé. ¿Y si López huía, simplemente, de su pasado como rojo?-Argumentó Azpíriz.

-¿Perseguido por Cendoya, o sea Longares, o sea su principal jefe y mentor durante esa etapa roja?

-Tienes razón. No tiene sentido.

-No, no lo tiene. Lo que tiene sentido es que la huida de López tuviese que ver con algo que Trasobares le dio. Y creo que sé lo que es.

Luján midió durante segundos la tensión del despacho. Sus interlocutores esperaban sus palabras agazapados como fieras a punto de conseguir una presa.

-Mi teoría es ésta. La constructora de Durán se especializa en blindajes. ¿Quién construye blindajes? Los bancos. ¿Cuál es el primer banco de España? Ese mismo nombre lleva.

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-Joder... -la mandíbula de Azpíriz cayó sin fuerza.

-Supongamos que Durán trabaja para el Banco de España. Supongamos que construye o mejora o realiza el mantenimiento de las cámaras blindadas. Eso hace que su ingeniero jefe tenga que entrar en ellas, visitarlas. Quizá no lo hizo solo. Porque si alguien se llama ingeniero jefe es porque hay otros ingenieros a su cargo.

Azpíriz dio un puñetazo en la mesa.

-¡Me cago en Dios! ¡López!

-López, sí. El experto en resistencia de materiales que quería construir túneles por debajo del lago Ilmen. ¿Por qué no? López y Trasobares trabajan juntos. Se conocen. Luego llega la guerra. Trasobares no comulga con lo que pasa. López, tal vez sí. El ingeniero jefe ve cómo su ingeniero se enrola en las fuerzas de seguridad. Entonces López es joven y, quizá, fogoso. Pero Trasobares se queda solo con su secreto.

-¿Su secreto?

-Su secreto, sí. Los recuerdos que os han contado no han podido establecer con exactitud cuándo se volvió Trasobares un objetivo de los rojos. Cuándo comenzó su cacería. Sabemos, eso sí, que fue en el otoño del primer año de la guerra. Tengo la impresión de que, si lo investigamos a fondo, acabaremos descubriendo que el traslado del oro a Cartagena no es en modo alguno ajeno a ello.

-¿Quiere usted decir... el oro de Moscú? -Hermoso, de piel más bien cetrina, empalideció antes de decir eso.

-Es lo que digo. Mi idea es ésta: Trasobares aprovecha, en los primeros días de la guerra, y aprovechando que entra y sale de las cámaras del Banco de España cuando quiere, que las conoce perfectamente, roba, digo, unos papeles comerciales. Sabe que existen gracias a la confianza que su jefe tiene con él. Don Luis Durán, constructor, es miembro del Club Rotario. Como lo es Norberto Ayllón. Algún tiempo antes de la guerra, Ayllón le ha pedido que use sus contactos con los jerifaltes del Banco de España para conseguir una operación relativamente irregular de descuento de papel. Y se lo cuenta a Trasobares, porque un empresario que deja que su propia hija juegue a menudo en las rodillas de su ingeniero jefe, evidentemente no tiene secretos para él. Probablemente, en las primeras semanas tras el Alzamiento, Trasobares acaba sabiendo que tanto a Durán como a Ayllón los han matado los rojos. Y entonces se da cuenta: un papel convertible en dinero contante y sonante, emitido al portador, por un valor muy elevado. Además, ahora el Banco de España, media España en realidad, está en manos de los jodidos rojos, a los que Trasobares probablemente no profesa simpatía.

-Móvil, arma y oportunidad -susurró Azpíriz.

-Sí, José Antonio. Trasobares lo tiene todo. Pero hay algo que no podía prever. No podía prever que, quizá en los mismos días en los que él está perpetrando la sustracción, el presidente Azaña está firmando el decreto secreto por el cual se autoriza al gobierno a sacar el oro de España para tenerlo protegido. Semanas después, los comunistas se llevan el oro a Cartagena y lo meten en barcos camino de Odessa. En Cartagena, en Odessa o en ambas partes, se hace el lógico inventario. Y es

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entonces cuando Negrín descubre el hurto. Un robo que se toma tan en serio que aparece en las notas que su hijo entrega a Franco a finales del 56. Notas que dejan claro que ordena a su gente que persigan al ladrón y recuperen el dinero. Notas que sugieren que la búsqueda continuó después de la guerra, al menos hasta 1942 Búsqueda, que, además, acabó dando con Anselmo López.

Se produjo un silencio profundo en el despacho. Los rumores de la comisaría llegaban sordos desde más allá de la puerta cerrada.

-Pero -acabó por decir Azpíriz-, no tiene sentido. Si todo esto es cierto, entonces López, probablemente, tenía encomendado encontrar a Trasobares, no protegerlo.

-No creo que Anselmo López siquiera se imaginase que el robo del dinero, si es que supo algo de él antes de que Trasobares lo visitase en el 38, tenía algo que ver con su antiguo jefe. Pero lo que sí tengo por cierto es que cuando ambos se ven y Trasobares se lo cuenta todo, López decide callar y quedarse con el dinero.

-¿Quedarse con el dinero? -Protestó el navarro- Pero, entonces, ¿por qué ir a la División Azul, por qué vivir como un pordiosero?

-Porque Luis Cendoya tenía una orden, y no seré yo quien lo critique por serle fiel -respondió Luján-. Tenía una orden del doctor Negrín: perseguir al ladrón y conseguir el dinero de nuevo. En la navidad de 1938, Anselmo López valora sus opciones, y las de la guerra. Sabe que los rojos la han perdido, así pues no tiene nada que ganar siendo un buen revolucionario. ¿Quién le reprochará eso si su propio jefe, quien luego le perseguirá, está buscándose la vida? Se queda con el dinero. Disimula. Participa en los subterfugios que monta Cendoya para salvar su culo y el de su gente tras la derrota; eso lo sabemos porque a finales del 38 está con Grisca en Hospitalet, y Grisca le dice a su hermano que están montando una conspiración para aliarse con falangistas y quedarse en España. Luego desaparece. Hace la vida por su cuenta. Sabemos que López es de carácter más bien pusilánime y tembloroso. Una decisión tan individual y valiente tuvo que llamar la atención de Cendoya, policía experto. De alguna manera, Cendoya acaba por descubrir que López es el ladrón del dinero. Y lo persigue. Hasta Rusia. Lo que pasa en Rusia, amigos, es lo que no sabemos. Pero que me corten una pierna si no sé lo que Trasobares le dio a López el día que luego fue avistado y asesinado en plena calle: RiP 203.

Los otros dos policías tomaron aire, pero no dijeron nada.

-RiP 203 es la clave de dónde está, o estuvo, el dinero. Y la anotación en poder de López no está hecha con la letra de Lucía Odriozola como supuse. La letra será, probablemente, de Urbano Trasobares.

-Y sabemos otra cosa más -añadió Azpíriz.

-¿Ah, sí?

-Sí. Trasobares escribió en 1938 la instrucción RiP 203 y se la dio a Anselmo López. 37 años después, Cendoya entra clandestinamente en España con esa misma instrucción camuflada en una cajetilla de tabaco. Eso nos dice que en RiP 203 todavía hay algo. Tenemos que encontrarlo -sentenció el navarro, mirando alternativamente a sus dos interlocutores -antes que ellos.

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El día 9 de noviembre, incluso las personas que están de guardia en La Paz, donde el dispositivo de El Pardo se ha trasladado aunque algo más adelgazado, están más pendientes de Marruecos que de Franco. En Agadir se encuentra Antonio Carro, ministro de la Presidencia del gobierno Arias y a quien todos tienen por adalid del reformismo desde el franquismo. Tras horas de espera que son angustiosas, pues media España cree al rey Hassan completamente capaz de lanzar hacia delante su Marcha Verde incluso en plena estancia de un ministro español en Marruecos, lo que ocurre es lo contrario. Finalmente, llega la noticia de que el rey de Marruecos ha dado la orden de parar la Marcha. El día 10, por la mañana, Carlos Luján desayuna con su jefe Felipe Lastres, ya liberado de sus labores de vigilancia pero aún así visitante asiduo de todos los perímetros, cerca de la ciudad sanitaria. Lastres ha traído tres o cuatro periódicos. Todos destacan el fin de la Marcha Verde como una victoria personal del príncipe, jefe de Estado en funciones.

-Qué rápido abandonan las ratas el barco -apostilla amargamente Luján, mientras mastica un churro.

El día 11 tiene algo de desagradable descubrimiento para Luján. El ex policía lleva 72 horas escuchando partes anodinos en la radio y en la televisión y observando, durante las guardias, cierto tono de monotonía en el equipo que cuida al Caudillo. Eso le hace comentar durante su guardia, delante de un coronel de la guardia de Franco, que la situación parece estabilizada. Pero el maduro militar hace un rictus, mueve lentamente la cabeza negando, y, finalmente, susurra.

-No creas. El día 9, los médicos estuvieron esperando que orinase algo. Pero no salió nada. Así que los riñones están definitivamente kaput. Y hoy ha tosido sangre. Joder, si con todo lo que tiene encima pilla una pulmonía, es que ni él lo va a aguantar.

Por diversas circunstancias que atañen al equipo de vigilancia habitual, a Luján le proponen que doble turno, y acepta. Lo hace pensando en tener así la mayor parte del día 12 y el 13 para ocuparse del caso Anselmo López. Espera una noche tranquila. Pero a eso de las tres de la madrugada, alguien le zarandea en su sillón. Cuando Luján aparta los velos del sueño, se encuentra cara a cara con una enfermera.

-Señor, dice el doctor que si podría usted ayudarnos. Hay que sentar al general para intentar que tosa.

«Luego algo hay de verdad en lo de la pulmonía», dice Luján para sí.

Es la segunda vez en pocos días que Luján está en la sala hipóstila del régimen, frente al cadáver con respiración que ya parece su Caudilllo. El general está lleno de catéteres y cables. No parece estar consciente, pero debe estarlo, puesto que una persona inconsciente no tose ni sentada ni en postura alguna. Luján domina con facilidad sus sentimientos. Su mente se adapta a la situación con rapidez y encuentra terrenos para el optimismo. El enfermo que tiene delante no se parece al que transportó en un manta, sangrando como un becerro. Para él, esa diferencia se parece al concepto de curación. O se quiere parecer.

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Las enfermeras y un guardia de Franco incorporan al enfermo. Primero sentarlo en la cama y, luego, sacarlo a pulso para sentarlo en el sillón. En esta segunda operación es donde está previsto que se queden solos el guardia y Luján. Pero ese momento nunca llega. Luján, que es testigo de la incorporación del enfermo, se fija en el detalle de que los facultativos no miran a Franco. Miran a los monitores. Esperan que pase algo. O lo temen.

Y lo que quiera que sea que temen, pasa.

Uno de los médicos da órdenes cortantes, eléctricas.

-Abajo de nuevo. Posible hemorragia. Quien no sea médico o enfermera, fuera de la sala.

Luján sale disciplinadamente, junto con el guardia de Franco que se sienta en un silloncito frente a él, mirándose las manos, como si pensara que ha matado al Caudillo al moverlo. Ya no dormirán en toda la noche. Ambos pasarán la madrugada completa sentados, espiando comentarios de las personas que salen y entran de la sala. Tratando de averiguar por los tonos de voz, por el contenido de las frases, el nivel de gravedad de la situación. A eso de las cinco y media, se observan signos de una cierta relajación. Los médicos abandonan la sala donde está Franco y, al contrario de lo que han hecho toda la noche, no vuelven inmediatamente. Se permiten demorarse en los pasillos, donde sostienen conciliábulos en voz baja entre ellos. Esto hace pensar a Luján que o la situación está controlada, o Franco está muerto. Pero si Franco hubiera muerto, ¿acaso no lo sabrían ya?

Carlos Luján sabe desde la buena mañana del día 12 que Franco superará esta crisis, que ha consistido, en efecto, en la apertura de hemorragias internas en el estómago operado. Pero sólo parece saberlo él. Se pasea de incógnito por el hall del hospital, donde se hacinan los periodistas, y es testigo de los preparativos que casi todos los periódicos hacen de una edición especial notificando la muerte de Franco.

Mediodía. Su turno ha terminado, pero demora marcharse. Entonces ve llegar a la marquesa. La hija de Franco. Cruza los salones taconeando con seguridad y entra en la habitación de su padre. No hay trazas de discusión. No se oyen gritos. En realidad, nadie se permitiría el lujo de gritar en esa habitación. Todo parece muy civilizado, pero Luján no pierde detalle de que la mujer, al salir de la habitación, tiene la cara desencajada, desfigurada por la rabia, por la impotencia o, quizá, por la compasión. Detrás va su marido, el cardiólogo. Desaparece con ella. Vuelve. Se encara con los médicos. Abre los brazos y los deja caer en un signo de impotencia.

-¿Qué pasa? -Le pregunta Luján al coronel de la guardia, testigo como él de la escena.

El viejo militar se alza de hombros.

-Creo que se lo quiere llevar a El Pardo. Dice que su padre quiere morir allí. Que, en realidad, ni siquiera es consciente de estar en La Paz. Pero parece que los médicos piensan que ya es bastante delgado el hilo para que encima lo pisemos.

En ese momento, una enfermera se les acerca.

-¿Alguno de ustedes es el señor Luján?

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El ex policía se identifica.

-Tengo un recado para usted.

En La Paz ha desaparecido el privilegio telefónico para los vigilantes. Para hacer llamadas deben bajar a los teléfonos de las zonas comunes, y no gusta que lo hagan porque podrían ser acosados por los periodistas. Luján entiende que, quienquiera que le haya llamado, lo ha hecho por algo importante. Mentalmente, renuncia a su plan primero de irse a casa a dormir un poco.

-Dígame.

-Lo he apuntado para no olvidarlo -la mujer saca un papel de un bolsillo de su bata y lo lee con inseguridad -. El comisario Azpi, Anchu...

-Azpíriz.

-Eso, Azpíriz. El comisario Azpíriz quiere que sepa que Camilo Pérez ha caído a las dos de la tarde.

-Era más fácil de lo que parecía -explicaba Azpíriz, en el asiento de atrás del coche celular con el que serpenteaban por las calles de la ciudad-dormitorio, camino de la comisaría-. Buscábamos a alguien con capacidad para conseguir tocadiscos de cierta calidad a precios lo suficientemente bajos como para que los pudiera pagar un muerto de hambre. Y nos centramos en los decomisos y contrabandos varios. Ése fue nuestro error, el pensar que el contacto, por ser ácrata, tenía que pertenecer a algún submundo, o ser directamente un delincuente.

-Y no lo es.

-No lo es, no. Hace unos días, fui a casa de uno de mis cuñados a comer. Un cumpleaños. Me fijé en su tocadiscos. Enorme, nuevo, potente. Y de la misma marca. Así que le pregunté. Y me dijo: es un problema de tener contactos. Les venden equipos a los empleados a precios muy bajos. Todo lo que necesitas es un empleado que lo quiera comprar por ti.

-Ajá. Eso redujo la búsqueda un montón.

-Y tanto. En toda la plantilla de la empresa, hay sólo dos fichados por actividades cenetistas. A los dos les pusimos vigilancia, tomando en cuenta las fotos de Camilo Pérez hace veinte años. Ayer lo avistaron saliendo de uno de los domicilios. Hoy por la mañana salió, y ha vuelto a eso de la una y media. Claramente, ha llegado a comer y a dormir la siesta.

-Menuda siesta...

-Pues sí. Se la hemos jodido. Pero no ha opuesto resistencia.

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-¿Está solo?

-Ajá. Solo.

-Quizá Cendoya está en la casa del otro.

Azpíriz negó con gravedad.

-Ése, macho, está hecho con madera de otro tronco.

El coche se paró frente a la comisaría. Ambos antiguos compañeros salieron, cada uno por su lado, y entraron en el edificio andando a trancos. Luján franqueó el paso a Azpíriz. El navarro caminó con seguridad, atravesando el edificio, luego bajó dos tramos de escaleras, se encaró con una puerta de metal con una pequeña claraboya a la altura de la cara, y llamó con los nudillos. Un rostro con gorra de plato apareció en el vidrio, asintió, y luego se oyeron los cinco golpes de otras tantas vueltas de las llaves.

Había siete calabozos, pero sólo uno estaba ocupado.

-Liérganes -le dijo el comisario al uniformado -váyase a tomar un café. O, mejor: dos cafés.

-'sus órdenes, comisario.

Entraron en el calabozo donde estaba Camilo Pérez, aparentemente tranquilo, con los codos sobre las rodillas, las manos juntas, mirando al suelo. Alzó la vista para observar a sus interlocutores.

-¿Os conozco?

-No -contestó Luján-. Nosotros, en cambio, a tí sí. Como a tu amigo Vigo y otros más que tenías hace veinte años.

Pérez se mordió el labio inferior y asintió lentamente mientras los escrutaba de nuevo.

-Vosotros matasteis al manco.

-Que yo sepa, el Manco Durán fue víctima de una explosión de gas -contestó Luján, que se había sentado junto al detenido. Le ofreció un cigarrillo, que Pérez aceptó-. Haz la pregunta, Camilo.

-¿La pregunta?

-La pregunta, sí. La pregunta que estás pensando.

Camilo Pérez sonrió de medio lado, falsamente divertido. Luego se puso serio, miró a Luján, luego a Azpíriz, y preguntó:

-¿Cómo de jodido estoy?

-No mucho. Fuiste miembro de un grupo de falangistas radicales que probablemente pensó en matar a Franco. Pero la clave es eso de probablemente.

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Además, hace veinte años de eso; nosotros, como ya sabes, preferimos fusilar amenazas más modernas. Tu amigo el manco, como tú le llamas, mató a una persona. Lucía Odriozola; en realidad mató a otra, el inspector Ismael Rebollo, pero oficialmente es sólo otra víctima del butano. No hay nada que te vincule con el crimen de Odriozola. Imaginando, imaginando, podríamos pensar que mataste a Higinio Longares; el que se suicidó en el Viaducto.

-No fui yo -contestó, categórico, el detenido.

-Desde luego, desde luego -Luján le dedicó una sonrisa casi rastrera-. Higinio Longares era en realidad hermano de tu cómplice Cendoya y, visto que éste es el más listo de todos vosotros, porque el conductor murió en el atraco, a Abrantes lo trincamos hace días, y ahora has caído tú, visto eso, digo, supongo que si tú le hubieses rozado un pelo a su hermano ya habría acabado contigo.

Camilo Pérez se movió nerviosamente en su asiento. Luján y Azpíriz se cruzaron una mirada y asintieron. Esa mirada quería decir: de repente se siente incómodo. Luego Cendoya, que él sepa, ni siquiera sospecha que sabemos quién es en realidad. Piensa que pensamos que en el 57 nos limitamos a desactivar una célula falangista radical.

-Como te digo, no estás tan mal. De momento, todo lo que tenemos contra ti es tu participación en un atraco que os salió mal y en el que, además, tuvisteis la delicadeza de no disparar a nadie. Así pues, eres culpable de un delito y pagarás por él. La cuestión es cuánto. Y si será el único.

Pérez ni siquiera dijo nada. Se limitó a mirar a Luján, con curiosidad mezclada con miedo.

-Las cosas se te pondrían más jodidas si tu ficha empezase a politizarse. O sea, has venido a España clandestinamente, integrado en una banda cuyo jefe aún estaba hace unos meses paseando por el Kremlin como Pedro por su casa -Luján chasqueó la lengua-. Mala cosa, amigo. Si al comisario Azpíriz y a mí nos sale de los santos cojones, en menos de tres horas lo que ahora mismo es un puto atraco de sirleros se puede convertir en una acción terrorista. Distinta ley, distinta pena. Franco está enfermo, sí. Pero yo estoy en mi mejor momento.

Camilo Pérez aparentó tranquilidad. O lo mismo es que verdaderamente, estaba tranquilo.

-Si me cuenta todo eso es porque me necesita. Si no, a ustedes dos ya les habría salido de sus santos cojones cagarme la vida.

-Cierto, cierto -concedió Luján-. De hecho, nos preguntamos si nos harías un favor. Estamos dispuestos a ser algo generosos.

-¿Cómo de generosos?

-No estás en condiciones de hacer esa pregunta.

-Ni usted de no hacer un trato.

-En eso te equivocas -contestó, muy tranquilo, Luján, mirándose las uñas con

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aparente interés-. Ya te he dicho que de cuatro que erais ya habéis caído tres. Yo me lo monto muy bien, Pérez. Pero tengo billetes para irme a París con mi mujer dentro de unos días. Me vendría bien terminar esto... con agilidad.

-Si pierde ese tren -intervino Azpíriz-se cabreará mucho. Y, como Luján se cabree, te vas a aprender de memoria las galerías de Carabanchel, tío.

Camilo Pérez sopesó sus posibilidades durante unos largos segundos. Luego suspiró, les miró a los dos de nuevo, y, abriendo las palmas, dijo:

-Está bien. Buena fe. Ustedes preguntan, y yo contesto.

Luján se acomodó en el banco.

-¿Quién es Julio Cendoya?

-Usted ya lo sabe -contestó dubitativamente, Pérez-. El hermano de Higinio Longares.

-Es más que eso, ¿no?

Pérez asintió exageradamente.

-Bueno, claro. Claro que sí que lo es. El hombre hoy conocido como Julio Cendoya fue una vez el policía más hábil de España. Y también el que menos escrúpulos tenía.

-Todo un carabinero.

-Mucho más que eso. Lo llamaban el rey de Pontejos. En el cuartel de la motorizada era más famoso que el puto Castillo121. En el 36 yo tenía trece años. Era demasiado joven para estar en la primera línea122, pero ya me paseaba a diario por Marqués de Riscal123. Hasta nosotros lo teníamos siempre en la boca. Longares esto, Longares aquello... era una jodienda. Nos perseguía con saña, literalmente nos cazaba.

-Es extraño. En un anarquista, quiero decir.

Camilo Pérez pareció hasta divertido con el comentario.

-El anarquismo de Longares es muy posterior. Él era, y sigue siendo creo yo, un comunista de libro. En el 57, cuando huimos de España, nos reagrupamos en París. Él me dijo que no me preocupara, que contábamos con el apoyo logístico del Partido. Pero un día volvió de ver a su gente cabreadísimo. La Puta Reconciliación Nacional, gritaba. Pateaba los muebles de la rabia que tenía. Ése día se hizo faísta. No lo fue ni un milímetro antes. Se hizo anarco porque los anarquistas aún querían montarla. Porque lo que él quería era volver a España. Lo que él quería era armarla gorda. Y si podía pescar el pez gordo, mejor.

121 El teniente Castillo, significado por su izquierdismo. Fue asesinado en 1936.

122 Los miembros más combativos de Falange Española y de las JONS.

123 La sede de Falange estaba en esta calle.

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-Te creo -concedió Luján-. Más que nada porque con algunos de esos... pescadores me he terminado por encontrar yo. Llevan años en el fondo de la laguna.

A Camilo Pérez la demostración de poderío de Luján no pareció importarle demasiado. Siguió fumando como si la conversación no fuera con él. Luján esperó unos segundos y luego le palmeó una rodilla, para darle confianza.

-Háblame de ti.

-¿Hay algo que aún no sepan de mí?

-No sé. De hecho, no lo sabré hasta que me hables de ti.

En realidad, lo que Luján intentaba con esa pregunta era relajar a su interrogado. Tratar de que entrase en una suerte de rutina de respuesta.

-¿Por dónde quiere que empiece?

-Por la guerra, por ejemplo. Has dicho que cuando aún no tenías edad para estar en la primera línea de José Antonio ya querías un sitio en Falange. Luego llegó la guerra.

Pérez asintió.

-Mi padre tenía una vaquería en la calle Velázquez. Era un tipo razonablemente acomodado. Originario de Valladolid. El 14 de julio, cuando lo de Calvo Sotelo124, se quedó impresionado. Era de la vecindad, así pues supongo que si no lo conoció, conocería a alguien de su casa, el servicio quizá. Ese mediodía cerró la vaquería y proclamó que Madrid ya no era un lugar seguro. Nos llevó a todos al pueblo en la mañana del 15.

-Muy hábil, tu padre.

-Muy hábil, sí. Pero yo me marché cabreado. De golpe y porrazo, me separó de mi gente.

-Tu gente murió a puñados en las siguientes semanas. Y de formas no muy heroicas, por cierto.

-Lo sé. Pero no me hubiera importado compartir destinos como los de Ledesma o Albiñana125.

-O José Antonio.

Camilo Pérez contestó con el silencio y mirando en dirección contraria a su

124 José Calvo Sotelo, diputado del Bloque Nacional, fue asesinado en la noche del 13 de

julio de 1936. Vivía en la calle Velázquez.

125 Ramiro Ledesma era fundador de las JONS, que fusionó con Falange Española, fue asesinado en las primeras semanas tras el golpe de Estado. Al parecer, se negó a ser trasladado a su lugar de fusilamiento, por lo que fue rematado allí mismo. El doctor Albiñana fundó un grupo parafascista incluso antes que la Falange. Fue desterrado por la República, encarcelado tras el golpe y asesinado.

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interrogador, hacia la pared. Luján volvió a palmearle la rodilla.

-Ya veo, ya veo... Así que nos saliste jonsista, ¿eh?

Pérez se volvió hacia él. Había en su mirada una dureza que hasta entonces había permanecido ignota.

-Yo siempre fui jonsista. Los fascismos de señoritos son de señoritos.

-Tú eras un señorito, Pérez. Acabas de decir que tu padre era un hombre acomodado.

-Mi padre se levantaba a las cuatro de la mañana para ordeñar a las vacas. Si mi padre era un señorito, José Antonio era un Róchil. O el puto bastardo de cualquier infante de España salido.

En apenas dos segundos, Carlos Luján recordó a Carlos Luján. El Luján que, hace quince, veinte años, habría contestado a ese desprecio levantándose y apaleando quien hubiese osado proferirlo. De una forma tenue, difusa, se preguntó por qué aquello ya no despertaba la misma pasión en él. Por lo demás, Pérez bajaba por la cuesta.

-José Antonio dijo que los falangistas llevaban camisa azul porque esa es ropa de obrero, de mecánico. Dictaminó que se llevasen las mangas remangadas como hacen los obreros. Y supongo que con eso ya pensó que había lavado todas sus culpas de burgués. En el fondo, era como su padre, el generalito. Don Miguel, el que se pasaba los desfiles oficiales lanzando requiebros a las chicas bonitas, y que pensaba que por detalles así ya era uno más del pueblo. Pero todos ellos eran unos palaciegos. Unos mierdas.

-Así que tú crees que todo habría sido igual de haber sobrevivido José Antonio a la guerra.

Pérez asintió, entristecido.

-Nos dejamos nuestros dos pilares el día que a Ledesma lo asesinaron y el otro en el que cayó Onésimo126. Después de eso...

-¿Tú qué hiciste, entonces?

-En primer lugar -declamó el interrogado, mirando fijamente a la pared que tenía enfrente, como hablando para sí-, verle caer. A Onésimo, me refiero.

-¿Estabas allí?

-Estaba. Me alisté en Valladolid en cuando la situación se estabilizó. La guerra fue muy monocorde para mí. Bajamos a Segovia para reforzar la lucha en la sierra. Aquello estuvo empantanado los tres años. Pero tuve tiempo de hacer mis muescas en la culata de mi fusil.

126 Onésimo Redondo murió en un enfrentamiento de falangistas con fuerzas de la

columna Mangada, en Valladolid.

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-Lo supongo.

-Cuando llegó el 39, la situación se hizo más permeable. Había ya bastante gente que había logrado salir de Madrid y muchos que volvieron a entrar. Pero con la caída de Cataluña, las personas dentro del ejército que defendía Madrid que se ofrecieron para ser delatores fueron legión. Entrar en Madrid se convirtió en algo relativamente fácil, si tenías cojones.

-Y te apuntaste.

-De correo, sí. Quinta columna. Sacar gente, llevar mensajes, dar por culo. Asistir a la gente de dentro. Un día me detuvieron y me llevaron a Pontejos.

-Y allí conociste a Cendoya.

-Ajá. Supongo que conocen la historia.

-Ésta sí. La clave para penetrar las defensas de Madrid a cambio de la salvación del pequeño grupo de guardias de asalto, una novia, un hermano... Cendoya, Anselmo López, Lucía Odriozola y sus amigos sindicalistas. Sacáis a estos últimos. Pero luego la cosa sale mal.

-Casado dio el golpe, sí. Cendoya confiaba en la resistencia de Negrín, pero Negrín no pudo impedir el golpe y sus consecuencias. O le fallaron los comunistas, o él les falló a ellos.

-O los dos se fallaron entre ellos, y Casado a los dos.

-Es lo más probable, sí.

-Lo increíble es que lograse sobrevivir. Cendoya, quiero decir.

Camilo Pérez rió unos segundos, con ganas.

-Joder, amigo. Para todo lo que parece que sabe del tipo al que persigue, ¿no le ha dado para darse cuenta de que es un espía de primera?

-No sé qué quieres decir con eso.

-Los espías son excelentes jugadores de mus. Un buen jugador de mus siempre tiene dos planes. Porque el contrario puede acojonarse con los envites, o puede que no. Y tienes que tener dos planes, no uno.

-No estoy seguro de entenderte.

Camilo Pérez hizo un gesto de incomodidad por la ceguera de su interrogador.

-Cendoya no se vendió barato. Cuando nos detuvo y contactó con nosotros, nos animó a que pasáramos las líneas con algunos mapas que demostraran el nivel de información que tenía. Lo hicimos. Pero aquellos mapas, aquellos mapas que nos fueron extraordinariamente útiles para acabar con unas posiciones que nos traían por la calle de la amargura en el área de Navacerrada, no fueron gratis. A cambio, nos exigió documentación auténtica de la FET. Supongo que tenía a alguien que hizo las falsificaciones.

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Azpíriz puso una mano en el hombro de Luján.

-¿Higinio Longares no dibujaba?

Carlos asintió.

-Y muy bien. Él debió falsificar las identidades.

También nos hizo fotos. Sin que nos diésemos cuenta. Cuando estábamos con él. Es un tipo muy listo. Supongo que las utilizó para demostrar sus relaciones. Debió de pensar que nadie podría imaginar de qué iban, en realidad, esos contactos.

-Pero vosotros, tú por ejemplo, pudisteis delatarlo. Después de la guerra ya no os servía de nada.

-Cierto -concedió Pérez, mirando a Luján-. Pero, ¿por qué iba a delatarlo? Él me salvó la vida. Pudo darme el paseo, y no me lo dio. Y, además, conforme terminó la guerra, cuando lo vi reaparecer con todos los arreos de la FET y una camisa que tenía toda la pinta de ser muy vieja, hizo que olvidase pronto al comunista que llevaba dentro. Julio Cendoya se convirtió en un falangista de pura cepa, extraordinariamente radical. Conforme fue avanzando la posguerra, nosotros nos fuimos desafectando del franquismo, hasta colocarnos enfrente. ¿Por qué íbamos a hacerle a Franco el favor de señalarle a un comunista en sus filas que, además, cada vez parecía pensar más exactamente lo que nosotros pensábamos? Eso, más que miedo, lo que nos daba era risa.

-Y, además, se convirtió en vuestro jefe.

Pérez asintió de nuevo, tomando otro cigarrillo que le ofrecía el ex policía.

-Ninguno de nosotros podíamos competir con él. Con su inteligencia natural para la estrategia. Con su extraordinaria capacidad para adivinar si era o no comprometido hablarle con sinceridad a algún camarada... Sin Cendoya, nos habrían detenido pronto, o algo peor. Es el tipo más frío que he conocido nunca.

-¿Por qué no le seguiste a Rusia?

Pérez negó con la cabeza, mientras soltaba chorros de humo por la comisura de la boca.

-La guerra de Rusia era la puñetera guerra de Franco. El cubo de basura del Régimen. Lo repetimos una y mil veces en las discusiones del grupo. Y lo curioso es que Cendoya estaba de acuerdo.

-¿De acuerdo?

-De acuerdo, sí. Hasta un día, unos meses antes de la salida del contingente. Estuvo desaparecido cosa de una semana. Lo hacía con asiduidad. Sus asuntillos, lo llamaba. Cuando regresó estaba cambiado. Excitado, como si algo que llevaba esperando mucho tiempo hubiese ocurrido finalmente. Simplemente, anunció que se alistaba. Tuvo problemas para conseguir que lo aceptaran. Movió Roma con Santiago, hasta lo que lo consiguió. De repente, parecía que irse a la División Azul era lo último que tenía que hacer en la vida.

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-¿Recuerdas algo de aquellos días en que desapareció? ¿Dijo adónde iba, para qué?

Camilo Pérez se enfrascó en sus recuerdos.

-No, no. Ya digo que era muy reservado. Bueno, si acaso... no sé si lo recuerdo bien.

-¿El qué?

-Es una tontería.

-Deja que eso lo decidamos nosotros.

-Recuerdo que el día que se fue me pidió que lo despertase pronto. Tenía que madrugar. Y creo que me dijo que iba a tomar un tren. Y me dijo adónde. Pero no lo recuerdo.

Luján le apretó la rodilla con una mano.

-A Valencia -no lo preguntó; lo afirmó.

El detenido lo miró con los ojos muy abiertos.

-¿Cómo cojones sabe eso?

Luján sonrió.

-Tu pequeño caudillo fue a Valencia. De allí eran los socios de un constructor para el cual había trabajado Anselmo López. Hablando con ellos, o consultando su documentación, fue cómo descubrió que su compañero de cuartel, al que había tenido media guerra delante de sus narices, era el ladrón que Negrín le había ordenado buscar. Cendoya es muy inteligente, no lo pongo en duda. Pero fue engañado por un ingeniero acojonado. Y eso no estaba dispuesto a perdonarlo. Cuando quiso seguirle la pista a López, se dio cuenta de que se había alistado en la División Azul, probablemente para desaparecer de España. Es probable que Anselmo también supiese o sospechase que le seguían de cerca.

Azpíriz desplazó el peso hacia otro pie, como si estuviese incómodo o cansado. Pero no hizo ademán de sentarse, a pesar de que el uniformado, antes de irse, le había indicado dónde podía encontrar una silla.

-Sea como sea, esa historia demuestra que hubo un tiempo en el que Anselmo López fue bastante más que un pobre cobarde.

-No se equivoca usted -remachó Pérez, mirándolo de hito en hito-. Veinte años son muchos para escuchar historias de ese tipo y, créame, también tenía lo suyo.

-Eso es interesante -terció Luján-, y no había reparado en ello. Dime qué sabes de López. O, mejor, qué sabe Cendoya.

-En enero o febrero del 48, nos hizo llegar la orden de ir a por él. Supongo que ya saben que, estando en la División Azul, alguien descubrió a Cendoya, o mejor dicho a Longares. Lo cual no es de extrañar, porque ya les he dicho que era muy famoso en

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Marqués de Riscal en los primeros tiempos.

-Ajá. Lo sabemos. Simuló su muerte y se pasó a los rusos.

-Eso es. Después de aquello, ni él podía volver a España pretendiendo ser Julio Cendoya, español y falangista, y aparecer como convicente. Pero siguió dirigiendo la célula mediante mensajeros. Por eso nos dio la orden de encontrarlo y matarlo.

-¿A él sólo?

Pérez negó.

-A él, y a su perica.

-Que había sido la de Cendoya.

Pérez se alzó de hombros.

-Eso lo sé ahora que usted lo dice.

-Pero a Lucía la mató tu amigo el manco, que era compañero de Cendoya, así pues sabía bien que habían sido amantes.

-Pues sí -concedió Camilo-. Pero que sea la misma persona le hace confundir a usted las fechas. El manco no se llevó delante a esa mujer en el marco de esa operación. Fue muchos años después. Para entonces, Cendoya ya no quería matarla.

-¿Ah, no?

-No. A Lucía sí que le iba lo ácrata, como ya sabrán. Ella estaba...

-Sí, lo sé. En la Aromática.

Luján, al decir eso, dedicó una mirada a Azpíriz. El rostro del comisario no denotaba emoción alguna.

-Esa gente se medio reorganizó. Tomaron contacto con el exterior. Para entonces, Cendoya había dejado la URSS y estaba ya en París. A través de ellos la contactó. Nos informó de ello, pero no repitió la orden de matarla.

-Ella le dio algo -repuso Azpíriz.

-Sí -respondió Luján-. Debió ser RiP 203. O, quizás, lo de la foto.

-Lo de la foto ya lo sabía en el 48 -interrumpió Pérez.

-¿Cómo estás tan seguro?

Pérez rió brevemente.

-Para ser tan suspicaces, se les ha escapado un detalle. ¿Por qué recibimos la orden de matar a Anselmo López, si sólo él sabía dónde estaba el botín?

Luján y Azpíriz se quedaron sin palabras. Pérez disfrutó de su triunfo.

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-La orden, repito, era matarlo. Sí o sí. Nada de vivo o muerto. Muerto. Cendoya lo quería muerto. Todo lo que teníamos que hacer era recuperar la foto.

Luján y Azpíriz se dedicaron una mirada. El ex policía sacó de su bolsillo un pequeño hatillo de documentos, y extrajo la foto de él. Se la enseñó a Pérez.

-¿Esta foto?

Pérez no mostró emoción alguna al verla.

-Si apareció en poder de López, sí. Yo nunca la ví.

-El seguro de vida de Anselmo López... -susurró Luján-. La foto en la que está todo. Eso dijo.

-Pero -interrumpió Azpíriz-sigo sin entenderlo. Si Cendoya era incapaz de descifrar la clave RiP 203, ¿por qué se arriesgaba a matar a López, que sí la conocía?

Pérez apretó los labios. Luego negó con la cabeza.

-No lo sé. Sólo sé algo que tengo bien claro. Desde que desapareció en Rusia, desde la primera vez que su hermano Higinio primero y sus tapados anarquistas después vinieron a transmitirnos al Manco, a mí y a todos los del grupo las instrucciones de Cendoya, él siempre dejó clara una cosa: que, en cuanto pudiera pisar España, averiguaría el significado de aquella pista.

Luján y Azpíriz se miraron.

-¿Incluso ahora, décadas después?

Pérez apuró su pitillo y tiró la colilla al suelo.

-Ahora que estaba en Madrid, créanme, más que nunca. Ahora, lo que quiera decir eso...

-Lo que quiere decir eso es bien obvio -interrumpió Luján-. Hay, por lo menos, una persona más que conoce el significado de RiP 203.

Pérez no reaccionó. Actuaba claramente como si la cosa ya no fuese con él. Luján suspiró, se levantó y le tiró su paquete de tabaco en el regazo.

-Una sola cosa más.

-Usted dirá.

-Háblame de volar la Cibeles.

Camilo Pérez alzó la vista con preocupación.

-Yo...

-Tú estás en el punto de decidir si quieres ser un delincuentillo que colabora con la Justicia o un terrorista peligroso. De ésos que fusilamos, no sé si me entiendes.

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-Usted lo dijo antes. No puede acusarme de nada que no sea un atraco.

-Yo puedo hacer lo que me salga de los cojones. Puedo colgarte el asesinato de Kennedy si me da la gana. Así que habla. Y rápido, que no tengo todo el día.

Camilo Pérez asintió.

-El dinero era para poder comprar explosivos, y conseguir documentación falsa para comprar un furgoneta. Por lo demás, el plan era sencillo. Tres días antes de tratar de cometer el atraco, el chico que nos sirvió de conductor robó un coche. Hicimos la prueba. Condujimos hasta Cibeles y allí, enfrente del Palacio de Comunicaciones, lo paramos, simulando una avería. Salimos, abrimos el capó y nos fuimos. Nos alejamos unos cientos de metros. Queríamos ver cuánto tardaba la policía en llegar a revisarlo. Tardaron más de cinco minutos. Tiempo suficiente como para poner tierra de por medio.

-No parece un plan muy elaborado.

-Cuando no vas a por nadie en concreto y no te importa lo que pase, no tienen que serlo.

-Y a vosotros os no importaban las víctimas.

-A Cendoya no, desde luego. Nunca mostró la más mínima vacilación.

Luján miró a Azpíriz.

-Habrá que peinar la plaza las 24 horas. Con discreción.

-¿Tú crees que...?

-¿De Cendoya? De este tipo me lo creo todo.

Y luego se dio la vuelta y salió de la celda. Camilo Pérez abortó un torpe gesto de despedida.

La mañana del 19 de noviembre fue una mañana equívoca. El centro de Madrid, la plaza de la Cibeles, registraba su trasiego habitual de vehículos y personas, aunque, de alguna manera, parecía notarse que las personas actuaban como en sordina, esperando que algo ocurriese. Carlos Luján, vestido con un mono azul gastado, fumaba de pie en el estrecho parterre que rodea la fuente cibelina. Comprobó una y mil veces, durante las más de tres horas que pasó allí, reparando presuntamente una avería de la fuente, que no se viese ni un uniformado en la plaza, excepción hecha de los militares dentro del Cuartel General del Ejército. Era la instrucción más estricta de todas las que había dado. Camilo Pérez acabó por decirles, en un interrogatorio posterior al que protagonizaron Luján y Azpíriz, que todo lo que sabía con certitud de la acción que Julio Cendoya tenía diseñada para la Cibeles es que quería causar cuanto más pánico mejor, así pues pensaba realizar el atentado entre las once de la mañana y

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las dos de la tarde. Así pues, prácticamente desde el día del primer interrogatorio, en esas horas se colocaba en la plaza un discreto operativo de policías de paisano, cuyos principales cometidos eran esperar hasta que una furgoneta se averiase y, sobre todo, impedir que se concentrasen personas uniformadas en la zona, policías visibles, para que Cendoya nunca pudiera pensar que estaba siendo vigilado.

Todo aquello era una apuesta. Cendoya sabía lo que le había contado a Camilo Pérez y, obviamente, para entonces ya tenía claro que Pérez había sido cazado. Resultaba lógico pensar que hubiese abandonado el proyecto de atentado. Pero eso, claro, sería así siempre y cuando el atentado fuese sólo una forma de tratar de hacer daño al franquismo, de conseguir un golpe de efecto desde la oposición. Si, como sospechaba Luján, en realidad la acción tenía relación con RiP 203, con el caso Anselmo López y con el dinero del Banco de España, entonces Cendoya no tendría más remedio que realizar dicha acción. Por eso, el operativo se montó como si se tuviese la certeza de que el terrorista no sabía que había sido descubierto.

Los días, en cambio, pasaron. Angustiosamente. El día 14, Luján está de nuevo en su puesto cuando, a las tres y media de la tarde, escucha a las enfermeras hablar con los médicos de sudor frío, de distensión abdominal. Se queda en el perímetro tres, pero hasta allí llegan las noticias de que todo parece indicar que, tal y como los médicos vienen temiendo desde las operaciones, las suturas del Caudillo en el estómago no se han cerrado y el general ha reventado. Todo el mundo se acuerda entonces de los deseos de la mujer y de la hija, así pues el ambiente en el hospital se centra en esperar la llegada de una ambulancia que, para todos, tiene más de coche mortuorio que de ambulancia. Sin embargo, ya nadie sabe muy bien por qué, Franco es operado aquel día de nuevo; por tercera vez en unos pocos días. Muchas horas después, abrumado por las ojeras y aún en su puesto, Carlos Luján se cruzará con Felipe Lastres.

-¿Qué estáis haciendo? -le pregunta, airado- ¿Lo estáis manteniendo vivo a cualquier precio hasta el puto 27?

Lastres lo mira con odio.

-Nunca uses la segunda persona -responde entre dientes-. No lo olvides. Tú no.

El día 16, Radio Macuto informa de que por el tubo que entra en el Caudillo sale líquido intestinal. Hasta los más legos entienden que las entrañas de Franco son ya una mezcolanza de sangre y ponzoña, una cascada de mierda que sus riñones hace mucho tiempo que no saben limpiar. El día 17, Luján participa por la mañana en la vigilancia de Cibeles, que ya ha comenzado días atrás coordinada por Azpíriz, y por la tarde va a La Paz. Lleva días sin pisar su casa. En el hospital le cuentan que le han puesto hielo en el vientre a Franco. Para mejorar la coagulación. Es, le dice una enfermera, como intentar reparar un motor averiado con un mondadientes.

El 18 ya todo el mundo espera la muerte. En la tarde, a un soñoliento Luján se le acerca Lastres.

-Ojalá se muriese -le dice su jefe-. Ahora.

De esas palabras, y la mirada que las pronuncia, saca Luján la idea clara de que el desenlace está cercano.

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Carlos Luján seguía en tensión. Tenía la convicción de que todo lo que habían imaginado ocurriría, y cada mañana que se unía a los vigilantes, desde distintos puntos, aparentando labores diversas, tenía la sensación de que aquél sería el día. Cada vez que se fijaba en una furgoneta que entraba en la plaza pensaba que sería ésa. Como lo pensó de la DKV blanca que llegó desde el paseo del Prado, y a la que Luján siguió con la mirada. El vehículo entró en la plaza, bordeando el Palacio de Comunicaciones como si fuese a tomar Alcalá arriba, pero se paró delante del palacio, en el espacio para los autobuses. La columna vertebral de Luján ardió. Tomó su walkie talkie, apretó el botón y susurró.

-¿Lo estáis viendo?

-Lo vemos –informó la voz de Azpíriz, desde las terrazas del palacio-. ¿Dejamos hacer?

-Déjame ver.

Luján se apoyó contra la Cibeles, agachado. En esa posición, en la que era difícil reparar en él a distancia, sacó del bolsillo del mono unos prismáticos y enfocó al vehículo. El conductor seguía sentado en su puesto, con la ventanilla bajada y las manos en el volante. Luján lo vio respirar pesadamente.

-No se baja –musitó Luján al walkie-. ¿Por qué no se baja?

-Parece nervioso –dijo una voz; Luján reconoció la del policía que estaba, según el operativo, paseando a un perro justo delante del Palacio.

-Puesto del Palacio –dijo Luján-, ¿hay alguien más en el vehículo?

Escuchó las corrientes pulsatorias del walkie. El policía del perro había pulsado sólo una vez el botón de hablar. Eso quería decir que no.

-Hay que detenerlo –la voz de Azpíriz sonó casi nerviosa.

-No veo por qué –contestó Luján-. El conductor está dentro. Si está dentro, sabemos que nada va a estallar. De otra manera, saldría de ahí.

-Pero Cendoya no es tonto –repuso Azpíriz-. Estará vigilando desde algún punto. Y sabe que una furgoneta no puede pararse en un lugar prohibido mucho tiempo, delante del puto Palacio de Comunicaciones, sin que pase algo. No tenemos tiempo.

Carlos Luján reconoció que era verdad. Pero entonces tuvo la idea.

-Puesto del Palacio. ¿Tiene la furgoneta bajada la ventanilla del copiloto?

Clac. Clac. Dos veces. Eso era un sí. Y un golpe de suerte.

-Las instrucciones son éstas: acérquese a la furgoneta, andando a buen ritmo y, cuando pase junto a la ventanilla del copiloto, desde la acera, tire usted dentro, al asiento, su walkie talkie. Y luego aléjese.

-¿El walkie? –Protestó Azpíriz- ¿Estás seguro?

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-Casi –contestó Luján-. Todos los puestos, repito, todos los puestos en tierra: cesen la vigilancia de la furgoneta.

Luján oyó un clac. Asumió que era Azpíriz, que iba a decir algo. Pero, al final, permaneció en silencio.

-No vigilen, repito, no vigilen la furgoneta. Todos ustedes, vigilen sus sectores y busquen a las personas que estén mirando hacia el Palacio de Comunicaciones. Quiero que controlen a los turistas, a los paseantes, a cualquiera que esté mirando en la dirección de donde está la furgoneta. ¿Hay alguien en el Prado?

-Puesto cinco –respondió una voz.

-Bien, puesto cinco. Esto es lo que va a hacer. Aléjese de la plaza un par de cientos de metros. Aprisa. Una vez allí, pare el primer autobús que pase, le enseña la placa y le ordena que pare. Esperen a mi señal. A mi señal, entra usted en la plaza en el autobús y lo detiene un minuto en paralelo a la furgoneta. ¿Le quedó claro?

-Ya estoy yendo hacia allí –respondió puesto cinco.

-Está bien. Puesto palacio, proceda.

Luján esperó tensos segundos hasta que oyó la voz de Azpíriz desde la terraza.

-Ya ha dejado el walkie.

El ex policía suspiró, y luego presionó la tecla de su propio aparato.

-Le habla la policía. Está usted completamente rodeado. Debe usar este aparato para comunicarse con nosotros. Cójalo y póngalo sobre las piernas. De ningún modo se lo lleve a la boca o a la cara. El walkie-talkie debe permanecer, en todo caso, por debajo del nivel de la ventanilla. A la derecha hay un botón. Presiónelo cuando quiera hablar y suéltelo para escuchar. Ahora, cójalo y pruebe.

Luján comprobó con los prismáticos que el conductor se inclinaba a su derecha para coger el walkie. En ningún momento se vio el aparato.

Luego clac. Y luego una voz.

-Yo no he hecho nada.

Clac.

-Usted no es Julio Cendoya.

-No, no –la voz del hombre sonaba cada vez más aterrada-. Me llamo Julián Sánchez, yo…

Luján esperó más de medio minuto a que terminasen las convulsas explicaciones del conductor.

-Está bien, está bien. Ahora diga sí o no. Sólo sí o no. ¿La furgoneta es suya?

-No.

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-Le han pagado por conducirla hoy.

-Sí.

-Y le dieron instrucciones para que se parase ahí, como si se hubiese averiado.

-Sí.

-Y sus instrucciones son tan sólo esperar a que aparezca la policía.

-Sí. Y luego marcharme.

Luján sintió que algo en su estómago se relajaba. Justo como él había imaginado.

-Puesto cinco, adelante. Todos los demás, atentos a sus vigilados. Cualquier cambio de actitud quiero que me lo reporten inmediatamente.

Si Cendoya estuviese delante del Palacio de Comunicaciones, estaría demasiado cerca. Si vigilase desde dentro, estaría muy expuesto en un lugar de donde le costaría huir. Era casi obvio que estaba vigilando la furgoneta desde otro punto de la plaza. Una furgoneta que, tal y como Luján sospechaba y acabaría comprobándose poco tiempo después, no llevaba ni un gramo de explosivo. El objetivo de Cendoya no era volar la Cibeles. Lo fue antes de que él supiera que sus cómplices habían sido trincados. Ahora era hacer parecer que la volaba, para que hubiese un momento en el que todo policía presente en la zona estuviese vigilando la furgoneta.

Pero para poder controlar su plan, necesitaba tenerla a la vista. Según pensaba Luján, en el momento que el autobús se parase en paralelo, Cendoya perdería ese contacto visual. Dependiendo de lo ágil de su mente, acabaría por darse cuenta de que ese movimiento no era casualidad. Lo cual equivalía a darse cuenta de que podrían haber descubierto su juego. Y trataría de huir.

El autobús entró ronroneando en la plaza. Con un sonoro suspiro hidráulico, se paró al lado de la furgoneta. Comenzó a pasar el tiempo. Segundos tensos. Luján dejó caer los prismáticos. Se levantó. Miraba nerviosamente en derredor suyo. Tratando de buscar algo anormal. Pero, ¿cómo distinguir algo anormal en una abigarrada plaza que es un cóctel constante de formas de actuar distintas? Los dedos se le crisparon en torno del walkie talkie. Miró hacia el autobús. Una fila de coches estaba situada detrás de él y hacía sonar las bocinas para que se moviese. A cada segundo era más obvio que estaba anormalmente parado. Luján apartó la vista. La verja del Cuartel General. Nada. La esquina del Banco de España. Nada. El Paseo del Prado. Nada. Quizá vigilaba desde un edificio, pensó. Pero, ¿cómo acceder a una ventana sin despertar sospechas?

Nada.

Nada.

Nada… ¡Me cago en Dios!

-¡Siete, siete, siete! ¡Puesto siete!

El corazón de Luján quería destrozarle el pecho.

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-Siete, adelante, Siete.

-Un hombre. Entrado en años, grueso. Hacía fotos de la plaza desde la esquina de Barquillo. Ha llegado el autobús y ha seguido enfocando. Pero no disparaba. Además, es que…

-¡Hable, coño, puesto siete!

-Soy aficionado a la fotografía. O sea, aficionadete. No necesitaba el objetivo que tenía para hacerle fotos al palacio desde donde está.

-Es nuestro hombre –corroboró Luján-. ¿Dónde está?

-Controlado –contestó el policía-. Ha entrado en Barquillo y está en una cafetería. Dos policías lo tienen en campo de visión.

Carlos Luján sintió que las piernas le temblaban y el aire le faltaba cuando entró en la cafetería y vio a Julio Cendoya, indolentemente inclinado sobre su café con leche en la barra. Estaba sentado en una banqueta. Luján pensó: nadie que está presto a huir se sienta. Aunque sólo le veía el perfil, y a pesar también de los muchos años transcurridos desde las fotos que tenía de él, Luján lo reconoció. Tenía el mismo aire altivo de las fotos.

El ex policía se sentó junto a Cendoya y pidió un café. Cuando el camarero se lo trajo, le enseñó su carné policial y le dijo:

-Le agradecería que nos dejase en paz a este señor y yo. Sería bueno que no dejase que nadie se nos acercase mucho. Pero con discreción.

El camarero se cagó de miedo y asintió balbuceando. Pero Cendoya no apartó la vista de su taza de café. Luján hizo lo propio. Se inclinó sobre su taza, y bebió a sorbos cortos.

Pasó mucho tiempo. Tal vez minuto y medio. Tal vez veinte años.

-Dicen que está muerto –acabó por decir Cendoya. Tenía una voz neta, muy grave.

-Todavía no –contestó Luján-. Al menos oficialmente. Pero es cuestión de horas. Quizás, ahora mismo…

Cendoya se volvió hacia Luján. El ex policía vio algo parecido a la simpatía en sus ojos.

-Tres preguntas, señor Luján. Hágame tres preguntas.

-¿Tres?

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-Preguntas, sí. En veinte años, habrá muchas cosas que usted haya querido saber. Me admira su constancia. Por eso, creo que al menos las tres cosas que más le intriguen se las debo decir. Lo demás, tendrá que arrancármelo.

Luján encendió un cigarrillo. Le ofreció uno a Cendoya, pero éste lo rechazó. Se sintió mareado. No tenía tres preguntas. Tenía trescientas. Se sentía como el pobre al que de repente le dicen que podrá elegir cualquier restaurante de una ciudad para cenar. Finalmente, balbuceó más que preguntó:

-¿Qué quiere decir RiP 203?

Cendoya rió.

-Ésa no la voy a contar. RiP 203 es el final del camino, señor Luján. Aún tiene usted que dar algunos pasos. Lo averiguará, no se preocupe. Pero pregúnteme cualquier otra cosa.

Luján tragó saliva.

-¿Por qué le cortó las manos al cadáver de Anselmo López?

-Yo no hice eso –contestó Cendoya, muy tranquilo-. La última vez que vi a Anselmo en mi vida estaba vivo. Vivo, aunque gravemente herido en una pierna. Es cierto que dí desde Moscú la orden de matarlo. Pero se me adelantaron. Y quien se me adelantó fue quien le cortó las manos. Eso sí, yo sé por qué.

-Pues dígamelo.

Por toda contestación, Cendoya sonrió y dijo:

-Por la misma razón por la que el cadáver llevaba el anillo de nuestra pequeña hermandad. Pero no siga por ahí. Pregunte otra cosa.

-Soy yo quien decide qué preguntar.

-Se equivoca, Luján. Usted ha ganado. Me ha encontrado. Pronto saboreará las mieles de su triunfo. Aunque no estoy nada seguro de que le vayan a saber dulces. Pero, hasta entonces, seré yo quien decida. Y decido que me pregunte usted otra cosa.

Luján se alzó de hombros. Lo tenía. Pronto, Cendoya estaría en una sala de interrogatorios. Si quería jugar a aquel jueguecito, por él no quedaría.

-¿Cuándo le abandonó Lucía Odriozola?

Cendoya arqueó las cejas.

-Luci me quería bien. Como amaba a la revolución. Pero la revolución se marchó un día camino de Alicante, huyendo de Franco, y se olvidó de ella. Como de mí. Yo creí que no me lo reprochaba. Pero tal vez me equivoqué. La culpa, no obstante, la tuvo ella. Ella y sus amigos aromáticos. Yo me puse la careta y desde el día que lo hice, si me hubiesen ordenado detener a algún compañero, lo habría hecho.

-No me cabe la menor duda.

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-Lo sé. En vano intenté convencerla de que estábamos detrás de algo muy gordo. Algo lo suficientemente gordo como para renunciar a cualquier otra cosa: amigos, contactos, pasado… Estuvieron a punto de encontrarnos. Yo me fui a la División Azul y ella se tuvo que emplear… bueno, usted ya lo sabe.

-Ajá.

-Cuando Anselmo volvió yo le dí recado de que lo vigilase. Estrechamente.

-Anselmo era la clave del dinero.

-Y de más cosas.

-¿Ah, sí?

Luján contestó con escepticismo. Pensó que Cendoya jugaba con él. No esperaba su respuesta.

-Más cosas, sí. Anselmo también era la clave del secreto de Amado.

Luján se volvió como el rayo hacia Cendoya. El terrorista lo miraba divertido.

-¿Quién es Amado?

Cendoya se alzó de hombros.

-Alguien cuya muerte investigamos un día. En el 36. Una persona que había muerto en lo que ya entonces era zona nacional. Teníamos interés en conocer las circunstancias de la muerte de aquel hombre. La investigación fue una orden directa de Negrín.

-No creo que Negrín pudiese ordenar muchas investigaciones en zona nacional.

Cendoya asintió, sonriendo.

-Cierto, cierto. Nos costó casi dos años poder situar un infiltrado con garantías. Necesitábamos alguien que hubiese trabajado con nosotros, pero que no despertase sospechas. Alguien que se pudiese hacer pasar por pudiente. Con educación. Con estilo.

-Un ingeniero –musitó Luján.

Cendoya sonrió ampliamente.

-Veo que lo capta.

-Así que Anselmo López investigó el asesinato de Amado. Y, si dice que era la clave, algo debió descubrir.

El rostro de Cendoya se ensombreció. Luján comprendió.

-Pero no se lo contó.

Cendoya suspiró.

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-López volvió… de su misión a finales 1938. Llegamos a creer que lo habían trincado o que había desertado. Sin embargo, regresó. Me he reprochado muchas veces el no haberme dado cuenta de que esto no era lógico.

-¿Por qué?

-Sabiendo lo que sabemos hoy, no era lógico, no. ¿Volver a la zona republicana? Anselmo estaba convencido, como otros muchos, de que ya habíamos perdido la guerra. Lo lógico hubiera sido desertar, porque López no tenía las manos manchadas de sangre, y podía contar cosas. Con los años, he llegado a darme cuenta de que regresó porque de alguna manera pensaba que lo que había descubierto lo podía proteger; o, quizás, temió que, de desertar, nosotros mismos lo delatásemos por venganza.

Sorbió un poco de su café, mirando hacia adelante, hablando como para sí.

-Yo, desde luego, lo habría hecho-musitó. Y continuó-: Luego, poco tiempo después de llegar, lo veo salir del cuartel como un furtivo. Durán y yo le seguimos. Le perdemos. Aunque, en la batida, cobramos una pieza.

-Trasobares.

-Trasobares, sí. El tipo intentó huir, pero lo abatimos. Yo no podía saber que Trasobares acababa de convertirse en la segunda razón de Anselmo López para estar donde estaba.

-No le entiendo, la verdad.

-¿Eso es la tercera pregunta?

Luján hizo un gesto, como queriendo decir: ¡qué más da!

-Anselmo volvió por RiP 203. La pista que Trasobares le dio antes de morir. Volvió para proteger su dinero. Para poder vigilarlo. Y en RiP 203, en el mismo sitio donde tenía guardado el dinero, guardó el secreto de Amado que acababa de adquirir.

Luján se echó hacia atrás. Comprendía.

-Y, finalmente, usted ha entendido ese mensaje en clave. Sabe dónde está todo eso.

Cendoya asintió, mirando a Luján con desánimo.

-Es jodido que te pillen en la última etapa.

Cendoya rió de nuevo. Luján le ofreció un cigarrillo.

-No, gracias.

-¿No fuma?

-Fumaba. Cigarrillos rusos. Asquerosos. Pero ahora tengo la tensión alta. Por cierto…

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Sacó, parsimoniosamente, una píldora del bolsillo delantero de su camisa, se la metió en la boca, y luego la tragó con el resto del café. Después miró de nuevo a Luján.

-Dígame, Luján. ¿Cree usted que hay algo más importante que cumplir una misión?

-Nada en lo absoluto.

-Ajá. Piensa como yo. Pero suponga por un momento que quien le ordena una misión desaparece. ¿Le da eso derecho a usted a no continuar con ella?

Luján reflexionó.

-Pues… no lo sé, la verdad.

Cendoya sonrió levemente, y arrastró por el mostrador una carpeta marrón, hacia Luján.

-En esta carpeta está la pieza del puzzle que le falta. Una vez que la lea, quizá, tendrá usted que decidir. Como decidí yo. Yo continué mi misión aún cuando quien me la ordenó había desaparecido. Usted no sé lo que hará.

Luján no quiso leer los papeles. Tenía claro que Cendoya daba por terminada la entrevista, y tenía claro que, si así era, ya no le sacaría nada más. De momento.

Se levantó.

-Creo que es momento de que nos vayamos.

Pero Cendoya siguió sentado.

-¿Le ha explicado Camilo mi teoría del mus?

-¿Lo de la jugada alternativa?

-Sí, ésa.

-Pues sí. Pero no veo que…

Cendoya hizo girar su banqueta y se encaró con Luján. Tenía los ojos embalsados de tristeza.

-Ahora mismo, señor Luján, me gustaría aceptarle ese cigarrillo. Pero me temo que hay un órdago sobre la mesa.

Casi al mismo tiempo de decir estas palabras, un sólido hilo de saliva comenzó a correrle por la comisura de la boca.

Dos minutos después, estaba muerto.

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Madrugada del 20 de noviembre de 1975. En la habitación de Franco. A ratos, algún médico entra; sobre todo su yerno, el marqués. Pero dentro sólo está una enfermera y un hombre mayor, alto, desgarbado, calvo y con un bigote parecido al del propio Caudillo. El silencio es tan espeso como permite el zumbido incansable de los aparatos. Franco, surcado por los tubos, los catéteres y los diferentes parches y sensores, está tumbado boca arriba. Su pecho apenas se mueve, muy de cuando en cuando, movido por débiles espasmos respiratorios.

Ésta es la escena que Carlos Luján entrevé cuando llega a la habitación anterior a la sala. Allí, un joven guardia se le interpone.

-No se puede pasar.

-Tengo permiso.

-Han sido derogados todos esta tarde. Excepto familia, gobierno y, er, el, er, Jefe del Estado.

Luján mira al chico. Piensa: miénteme y dime que no es lo que estoy pensando. El chaval tiene los ojos humedecidos.

-¿El de dentro es don José Antonio?

El chico asiente.

-Entra, entonces. Dile que soy Carlos Luján. Él me conoce. Sabe de... cosas que he hecho. Servicios. Entenderá.

No muy convencido, el guardia entra, cerrando la puerta tras de sí. Menos de un minuto después, José Antonio Girón de Velasco sale de la habitación.

-¿Luján? -pregunta, mirándole con el ceño fruncido- No se ofenda, pero sus pretensiones son de lo más inconveniente.

-Lo sé, señor. Lo sé. Le he visto desde aquí cuando he llegado y sé... sé que lo que va a pasar, va a pasar muy pronto. Pero, por eso...

-Luján, no están las cosas para despedidas personales. Espero que entienda...

-Yo no quiero despedirme, señor. Quiero rendir un último servicio. Se me encargó una misión, y hoy la he completado.

-Pues tendrá usted superiores a los que...

-No, señor. Esto es algo entre el Caudillo y yo.

-¿Entre usted y el Caudillo?

-Tendrá que confiar en mí, señor. Créame: si todavía oye, si todavía entiende, le gustará escuchar lo que tengo que decirle.

Girón reflexionó un momento. Luego suspiró, dejó caer los brazos, y abrió la

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puerta.

-La familia vendrá pronto. No deben verle aquí.

Luján, por toda respuesta, entra en la habitación, rodea la cama de Franco, toma sin ruido una silla, y se sienta en ella, a escasa distancia de la cabeza del Caudillo. Inclinándose hacia él, susurra. Dos, tres minutos. No más. Luego se levanta, recoloca la silla, saluda con un gesto amable a la enfermera, y sale. Girón sale con él.

-¿Contento? -Le pregunta el viejo falangista, mientras le estrecha la mano.

-Sí, señor -contesta Luján, y luego añade-: misión cumplida.

Luego Luján sale de La Paz y deambula lentamente en la noche, camino de la plaza de Castilla.

No ha llegado ni a la prolongación de la Castellana cuando el corazón de Francisco Franco se detiene para siempre.

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Epílogo Me llamo Bruno Luján. Yo he escrito todas las páginas que acabas de leer. Pero

antes de explicarte cómo y por qué las escribí, y algunas cosas que pasaron después, debo hablarte de mí.

Dos o tres veces en las páginas anteriores, has sabido de mí. Yo soy Bruno, el hijo de Carlos Luján y de Laura Gómez. Nací cuando ya mis padres no me esperaban, hace ahora casi sesenta años. Crecí en un hogar que mi padre apenas visitaba, así pues estaba mucho más unido a mi madre que a él. Mi padre quería que yo fuese policía, que siguiese su estela. Yo le decía que sí más por atavismo que por convicción. En 1975, al mismo tiempo de la muerte de Franco y en las últimas escenas de la investigación del caso Anselmo López que han quedado descritas en las páginas anteriores, estaba haciendo mi servicio militar. Para mí, el servicio militar fue la experiencia definitiva que necesitaba para desafectarme de mi padre. Antes ya, en la escuela, había conocido gentes de ésas a las que la policía franquista perseguía y, poco a poco, me sentí identificado con ellos. El 20 de noviembre de 1975, en mi cuartel se celebraron misas y paradas en honor del Caudillo; pero un reducido grupo de militares brindó con champán, y yo estaba allí para acompañarlos. Cuando regresé de mi servicio militar, hecho un hombre como solía decir mi madre, las relaciones con mi padre y con ella se fueron haciendo progresivamente más difíciles. Apenas un par de años después, hice unas oposiciones a un banco, las aprobé y me fui de casa.

Lo del banco fue sólo para mantenerme por mí mismo y saber qué hacer con mi vida. Al poco tiempo de independizarme, me eché una novia que me introdujo en el mundo del teatro. Entonces en Madrid había un grupo independiente en cada barrio y yo me uní a uno de escaso éxito. Representábamos obras que, de una forma o de otra, siempre estaban pretendiendo releer la reciente Historia de España. Era nuestra obsesión en aquel entonces. Por las mañanas abría cuentas corrientes y por las tardes interpretaba a milicianos moribundos y militares represores. Ésa, sin embargo, no era mi vocación. Durante aquellos años en que llegaron, primero el Partido Comunista y luego la Constitución, tuve muy poco contacto con mis padres. Con mi padre apenas cruzaba alguna que otra palabra. Las escasas paellas de los domingos comenzaron siendo una discusión política constante para terminar siendo un funeral de silencios; renuncié a discutir con él y, el día que hice eso, renuncié a hablar con él. Por mi madre supe que, hasta su jubilación, mi padre regresó a su puesto policial y allí fue apartado. Al parecer, solía decir: siempre me colocan en el punto de los edificios más lejano a una pistola. A mí no me daba ninguna pena. Para entonces ya me había hecho una idea bastante fiel de cuáles habían sido sus cometidos profesionales; una idea bastante repugnante.

Siempre pensé que dejaría el banco por el teatro, pero la verdad es que lo que dejé fue el teatro. Me di cuenta de que la escena no era lo mío, pero de aquella experiencia, de aquellos tiernos y torpes intentos que hicimos por escribir historias asamblearias destinadas a remover conciencias, me quedó ese gusanillo, el de contar historias. Desde entonces, pocas cosas deseé tanto como poder ser, poder considerarme, un escritor. Fui un escritor sin éxito. En los años ochenta me gasté una fortuna en sellos remitiendo originales a revistas, editoriales y agentes literarios. Jamás recibí ni una respuesta. Ni siquiera negativa. Me casé en 1987 con una compañera de trabajo. Alicia fue paciente lectora de mis manuscritos. Un día, tras toneladas de comentarios eficazmente comprensivos, estalló en ella la sinceridad y, frente a mi milésima decepción, sentenció:

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-El problema, Bruno, es que en todo lo que escribes se nota a la legua que lo que cuentas no lo has vivido.

Esa reflexión me ayudó a dejar de querer ser escritor sin sufrir por ello. El problema ya no estaba en cómo escribía. Estaba en las cosas que contaba. El problema era mi vida de pequeñoburgués sin horizontes. Fue la situación perfecta; una explicación que todo lo disculpaba y, al tiempo, era compatible con una visión marxista de la vida. En aquel entonces, yo no quería ni necesitaba más.

Mi padre, Carlos Luján, falleció el día de Año Nuevo del 2005. Desde entonces, Alicia y yo, y mis dos hijos, multiplicamos en lo posible las visitas a mi madre. Hizo falta porque perdió la cabeza poco tiempo después de fallecer él, como si su Alzheimer estuviera esperando aquel evento para estallar. Falleció en el verano.

Los últimos meses de mi madre fueron los típicos en una persona rápidamente atacada por la demencia senil. Además de las dificultades que la hicieron dependiente, se convirtió en un ser mucho más hábil en la convocatoria de los recuerdos lejanos que en cosas tan simples como saber qué había desayunado aquel mismo día. A mí solía confundirme con su padre, El Guarnicionero, y me preguntaba casi constantemente, con ojos angustiados, si iba a ir a buscar comida a la calle. Me fui dando cuenta de que, de alguna manera, mi madre pensaba que si salía a la calle me matarían.

En sus momentos de lucidez, mi madre adquirió plena conciencia de que se moría; pero no le importaba demasiado. Había compartido una vida entera con su hombre, y su hombre ya no estaba. Para entonces, yo ya había abandonado, por respeto hacia ella y su enfermedad, la costumbre de maldecir a mi padre. Aunque mi madre, en esos momentos de lucidez, recordaba bien mi animadversión. Por eso me decía:

-Tu padre era un misterio. Pero nunca dejó de amar.

En una de aquellas tardes lúcidas, mi madre me preguntó qué pensaba hacer con el piso del barrio de Salamanca cuando ella faltase. Yo le afeé la pregunta, pero la verdad es que ya lo había pensado. El piso estaba excelentemente bien situado, pero era demasiado pequeño para cuatro personas. Por lo demás, en el 2005 se podía sacar una buena pasta por él. Ante su insistencia, acabé por confesarle que pensaba venderlo. Entonces me hizo jurarle que no tiraría ni vendería nada de aquella casa sin antes haberlo revisado. En realidad, se convirtió en su obsesión. En la única idea que era capaz de sacarla, de vez en cuando, de las brumas de la demencia.

Cuando mi madre murió, me invadió una tristeza profunda e inesperada. Mis padres eran mis padres, por mucho que me sintiese lejano a ellos en algunas cosas. Pero, de alguna forma, saber que ya no estarían ahí, el hecho de que desapareciesen los dos en tan poco tiempo, me dejó un poso de insatisfacción y, tal vez, incluso de culpa. Creo que cumplí la promesa con mi madre más por vencer esa autoculpa que por obedecerla a ella. Revisé todos y cada uno de los objetos de la casa y, en la medida que pude, aquellos más valiosos me los quedé, o se los repartí a amigos, conocidos, donaciones, esas cosas.

Si no hubiera hecho esa revisión a fondo, probablemente habría vendido el armario ropero del dormitorio de mis padres sin siquiera haberle quitado la ropa de dentro. Y, si hubiera hecho eso, nunca habría abierto el cajón de su base. Nunca habría descubierto el pequeño reservado de aquel cajón y nunca habría reparado en que el

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marrón de una carpeta se confundía con la oscuridad del cubículo.

Fue en esa carpeta donde descubrí la documentación del caso Anselmo López. La tarjeta en la que, un día, Lucía Odriozola había anotado: La Aromática, Chamartín de la Rosa. El inquietante papel con la anotación RiP 203, quizá escrito algún día por Urbano Trasobares. La foto en la que el propio Trasobares y Anselmo López posan en la plaza de Cibeles, con una firma casi borrada ya en el envés. Los informes policiales sobre Julio Cendoya, Higinio Longares y Lucía Odriozola. El puntilloso informe de algún diplomático oficiosamente radicado en Moscú sobre Julio Abrantes. Los papeles de la constructora Durán y Cía, de Valencia, que Julio Cendoya le dio a mi padre la mañana en que se suicidó tragándose una pastilla de veneno en una cafetería de la calle Barquillo. También descubrí una pequeña joya, una cadena de muñeca, rota, con una plaquita y en ella, grabado, el nombre de Quintín Santiso. Y descubrí también un abigarrado montón de cuartillas, eso sí convenientemente numeradas y ordenadas, donde mi padre, probablemente en los últimos años de su vida a juzgar por lo tembloroso de su escritura, escribió la historia que yo acabo de contar. El suyo es un estilo mucho más preciso y exento de circunloquios. Pero todo lo que he contado en las notas anteriores es, sucintamente, lo que pasó y él contó en sus notas que pasó. Todo lo que yo he hecho ha sido rellenar huecos con algo de ambientación y dar un poco de sistemática al laberinto de notas y referencias del diario.

Las notas de mi padre terminan donde yo las he dejado. Su dietario termina en la madrugada del 20 de noviembre de 1975. Termina con las mismas palabras que pronunció horas después en la televisión el presidente Carlos Arias: Franco ha muerto. Después, nada. Pero antes de ese cierre, entre el momento que he relatado y el cierre definitivo de las notas, mi padre aclara el caso Anselmo López.

Volvamos al 19 de noviembre de 1975. Carlos Luján está en la acera de la calle Barquillo, a pocos metros de los forenses que se están llevando el cadáver de Julio Cendoya, alias el Choto, el hermano de Julio Longares, el oficial del Cuerpo de Carabineros que profesaba, o decía profesar, una lealtad total a su jefe, Juan Negrín. Carlos Luján, finalmente, abre con manos temblorosas la carpeta de Cendoya le ha legado. Como he escrito antes, encuentra dentro papeles de la constructora Durán. Al principio, lee con desesperación. No son cuentas. Tampoco son cartas. Son documentos técnicos. Planos de obra, en alzada y cartográficos. Están repletos de anotaciones a lápiz, pero la mayoría son fórmulas matemáticas.

Hasta que cae en la cuenta.

La constructora Durán era experta en blindajes. Eso la hizo, a los ojos de los policías, candidata lógica a realizar obras en el Banco de España. Y no se equivocaron, porque, efectivamente, allí realizaron obras de acondicionamiento, durante las cuales Urbano Trasobares tuvo conocimiento de los papeles que finalmente robó. Pero eso ocurrió poco antes y poco después de comenzar la guerra. Los planos de obra que Julio Cendoya trajo de Valencia durante sus averiguaciones en la posguerra son muy anteriores. Todos están fechados en 1917. Un trabajo de Durán de dicho año pudo ser realizado por Trasobares, pero no por López. Así pues, los planos son de Urbano.

Al principio, Luján pensó que eran planos del Banco de España. Visto que no lograba comprender su significado, cruzó la calle y se dirigió allí. Es de suponer que allanaría con su placa cualquier resistencia. Acabó, probablemente, delante de algún experto del banco, el cual, nada más ver los planos, le informó de que no correspondían con el Banco de España. Nosotros, le dijo, no tenemos una disposición

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así de cajas de seguridad. Tiene que ser otro sitio. ¿Cuál? Bueno, en 1917, pueden ser varios. ¿Está seguro que en ningún sitio dice aquí qué obra es? Funcionario y policía revisan los legajos concienzudamente hasta que, en efecto, en una de las páginas encuentran una anotación a lápiz, casi borrada. La misma que, con seguridad, encontró Julio Cendoya. Dice: Primera Fase Banco Río de la Plata.

Río de la Plata.

RiP.

En 1917 se estrenó el edificio del Banco del Río de la Plata, que posteriormente se llamó Banco Central, luego Banco Central Hispano y, finalmente, al menos de momento, acabó ocupando el Instituto Cervantes. En aquellas obras de construcción participó la constructora Durán, ocupándose de los blindajes. Para dos personas como Trasobares y López, RiP 203 era el código perfecto. Los planos lo demostraban. Delimitaban la zona de cajas por áreas específicas, áreas que no necesariamente estaban relacionadas con la propia numeración de las cajas. RiP203 significa, pues, el área 03 del sector 2. Una pista que sólo podría ser transparente para alguien que o hubiese participado en la obra, o estuviese familiarizado con su realización. El error de Luján fue creer que todo lo que Trasobares le había dado a López era la pista. Debió darle unos planos parecidos a los que se conservaron en la sede de Durán, para que pudiera guiarse por unos sectores en los que en realidad no había trabajado. O, tal vez, estando ya López integrado en la empresa y trabajando para él, volvieron a realizar obras en el mismo edificio y recuperaron la terminología, con lo cual López ya no necesitaba ni eso para orientarse.

Carlos Luján volvió a cruzar la calle. Ahora sabía exactamente qué caja de seguridad tenía que consultar. Aunque, cuando llegó allí, se encontró con un obstáculo. Las cajas de seguridad son personales. Sólo pueden verlas personas autorizadas. ¿Ha visto usted este carné de policía? Sí, lo he visto, pero para abrir una caja de seguridad sin ser el dueño ni estar autorizado, además del carné, señor, tiene que traer una orden judicial.

Luján, en todo caso, estaba demasiado cerca como para arredrarse. Así que preguntó quién estaba autorizado. A regañadientes, el bancario consultó su documentación. Una caja de seguridad alquilada mucho tiempo atrás. Alquilada por don Urbano Trasobares. Sólo están autorizados a verla él o persona autentificada por medio de la firma del propio Trasobares.

Luján comprendió. Buscó en su documentación y sacó la foto. Es mi seguro de vida, decía López. Todo está ahí, decía. Le dio la vuelta.

-Esta es la firma –contestó el policía.

Tras la oportuna comprobación, el empleado del Banco Central le trajo la caja.

Carlos Luján no esconde en sus notas que esperaba encontrar en la caja los papeles del Banco de España. Pensaba que Anselmo López había sido asesinado antes de poder disfrutarlos. Pero en eso se equivocó. Nada más comprobar el contenido de la caja de seguridad, solicitó al banco la relación de visitas que había tenido la caja, para descubrir tres, además de la inicial: una de Urbano Trasobares el 20 de julio de 1936;

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una segunda, también de Trasobares, en 1938, apenas unas horas antes de morir abatido cerca de la Puerta del Sol; y una tercera de Anselmo López, a principios de abril de 1948. Así pues, Trasobares robó los papeles del Banco de España y los depositó en la caja. Apenas unas horas tras el Alzamiento, cuando comienza a barruntar su fracaso en Madrid y la posibilidad (en esto no se equivocó) de que el gobierno acabase por incautar el contenido de todas las cajas, los saca. Y, en 1938, cuando desesperado decide jugar la última carta de que el carabinero López lo saque de Madrid, los mete de nuevo. Por lo que se refiere a López, saca los papeles el día de se sabe en peligro de ser asesinado. Trató de evitar su muerte con los papeles.

Pero había algo más en la caja. La cadenita de Quintín Santiso. No obstante, en las notas de mi padre no había la menor referencia a ella.

Deberé, pues, hablar de Quintín Santiso. Pero como hablar de Santiso es como escribir en el aire, creo que lo más justo contigo, lector, es que antes te aclare lo que pasó en el caso Anselmo López:

Anselmo López, ingeniero de estructuras, trabaja en el inicio de la guerra para una constructora llamada Durán que realiza labores en el Banco de España. Cuando estalla la guerra, tanto los dueños de la constructora como el propio ingeniero jefe son perseguidos o marginados, al ser considerados burgueses y fascistas. Anselmo López se encuentra sin trabajo y en un entorno peligroso para él. Está en edad militar, no tiene ninguna tara y, probablemente, no quiere terminar en el frente. Decide que lo más inteligente para evitar esas cosas es buscarse algún destino fuerte, donde no pueda ser molestado. Alguien le habla de los carabineros. El ejército privado del doctor Negrín. Allí lo aceptan con rapidez. Es una persona, probablemente, de inteligencia superior a lo normal, y en ese cuerpo de élite necesitan gente así.

Es enviado a una misión peligrosa, a investigar la muerte de un tal Amado. Todo ello por orden del mismísimo primer ministro Negrín. Regresa en la Navidad de 1938, convencido de que la guerra se ha perdido. Poco tiempo después de su regreso, camina un día por los alrededores del cuartel de Pontejos cuando lo aborda Urbano Trasobares. Trasobares ha logrado sobrevivir sin ser detenido durante dos años, pero ahora quiere salir de Madrid. Acude a López porque es el único amigo que tiene con posición entre las fuerzas de seguridad republicanas, para ver si éste le puede sacar. Da la casualidad de que, por aquel entonces, el jefe de López, Longares, ha iniciado contactos con falangistas de la Quinta Columna para preparar su salida de Madrid a cambio de confidencias. A esas alturas, Longares es fiel a Negrín, pero hasta un punto; como buen espía, como buen jugador de mus, urde un Plan B. López se lo cuenta a Trasobares y Trasobares le ofrece todo lo que tiene por unirse a él. Que es mucho: una fortuna en activos financieros del Banco de España al portador. Los tiene en una caja del Banco del Río de la Plata. Una caja que él mismo ha construido. Es probable que Trasobares se procurase la propiedad de esa caja a perpetuidad tras las obras del 17. Incluso es posible que inicialmente la caja no fuese suya, sino de la constructora.

Trasobares es, pues, un diamante en bruto. Una de las pocas personas que puede haber en ese momento en Madrid en posesión de una fortuna de dinero que hará las delicias de cualquiera en cuanto la guerra termine. López se guarda la pista, promete sacar a Trasobares de Madrid. Pero Trasobares muere pocos minutos después, cuando es avistado por otros carabineros, que lo reconocen y lo abaten. En ese momento, López se da cuenta de que es depositario de un tesoro. Lo más seguro sería decírselo a Longares. Pero Longares acaba de traicionar al mismísimo Negrín, mostrándose dispuesto a enseñarles a los nacionales los secretos de la defensa de

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Madrid. ¿Qué le garantiza que no le matará a él y se quedará con el dinero? Así pues, decide callar.

El coronel Casado acaba con los planes de Longares. No habrá huida de Madrid. El golpe de Estado de Casado, que hace inefectiva la oferta de Longares de entregar los planos de las defensas de la capital, atrapa en Madrid a los hermanos Longares y a su compañero Grisca, a quien todos conocen como El Manco, a su novia Lucía, y a Anselmo. En ese momento es cuando se hace realmente valiosa la habilidad de Longares para tener un Plan B. Se ha preocupado de conseguir de sus amigos falangistas documentación auténtica de Falange Española Tradicionalista y de las JONS y, con la ayuda de su hermano Higinio, portentoso dibujante, falsifica nuevas identidades para él, para Grisca y, quizá, para Anselmo López, en cuyo caso éste no es su nombre real, aunque nunca lo sabremos, a menos que alguien encuentre en el fondo de un sótano o de una librería de viejo los archivos de la casa constructora Durán. Prueba de que Longares es un hombre que lo hace todo muy puntillosamente es que, durante la guerra, ha hecho buscar una parroquia donde todos los registros natalicios hayan desaparecido y, cuando encuentra la de La Abubilla, se procura, probablemente mucho antes del final de la guerra, certificados de nacimiento a nombre de Julio Cendoya. Por qué Higinio y Lucía no entran en el juego es algo que nunca sabremos, aunque probablemente tiene que ver con el hecho de que Longares, o Cendoya como ahora se llama, es un revolucionario, y piensa seguir siéndolo. El mismo sueño vestido con una camisa de otro color. Grisca, de mentalidad tan violenta o más que la de Cendoya, se le une, como se les unirá Camilo Pérez en cuanto Cendoya y Grisca logren convencerlo de que la mejor forma de conseguir un Nuevo Amanecer es que muera Franco, o muera Carrero, o algo así.

Julio Cendoya es ahora un miembro de la Nueva España. Con esa naturalidad tan estratégica que tiene, tira por la borda todo lo que le sobra en este nuevo presente; incluida Lucía Odriozola quien, como él mismo acabó por reconocer en la conversación con mi padre, obviamente le reprochaba más cosas de las que él imaginaba. En todo caso quizá, ahora que ha sobrevivido, ahora que está seguro, se siente culpable por la traición que él sabe un día estuvo dispuesto a cometer. Así que toma una decisión. El primer ministro Negrín le encargó un día, en algún momento tras el traslado del oro a Odessa, que investigase el robo de los activos y atrapase al ladrón. Y decide seguir la investigación, por fidelidad, como le insinuó a mi padre cuando se vieron, poco antes de su suicidio; o, tal vez, por mera ambición. Ya volveremos a esta duda, porque finalmente será crucial.

Muy probablemente, Cendoya, todavía Longares, ha invertido mucho tiempo en los años de la guerra en esa investigación. Ha entrevistado a gentes en el Banco de España. Ha delimitado quién podía saber de la existencia de aquellos papeles. Ha tirado de hilos. Ha llegado, tal vez, a Urbano Trasobares y la constructora Durán. Ya en los años del franquismo, justo cuando Serrano está llamando a la juventud española a ir a Rusia a luchar contra el comunismo, Cendoya viaja a Valencia y consulta los archivos de la casa Durán. Y es entonces cuando descubre a Anselmo López. Junta piezas. Se da cuenta de que ahora tiene una respuesta a una pregunta que probablemente se ha hecho muchas veces, y es cómo es posible que alguien que ha sobrevivido dos años a las patrullas de milicianos de Madrid sea finalmente pillado paseándose a escasos metros del epicentro de la revolución. Si alguna vez pensó que Trasobares era un provocador, ahora se da cuenta de que si estaba allí es porque iba a ver a alguien que estaba allí: López.

El dinero ha estado siempre a escasos metros de él. Sólo que él no lo sabía.

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Regresa de Valencia dispuesto a matar a López y recuperar el dinero. Tampoco sabemos muy bien qué hubiera hecho después: si hacérselo llegar a Negrín o quedárselo. El hecho de que no ocurriese ninguna de esas dos cosas es indicativo de que Cendoya no mató a Anselmo López. De haberlo hecho, una de las dos tendría que haber ocurrido. Pero Cendoya no recibió el dinero, obviamente. Y Negrín tampoco, porque en la documentación que su hijo hizo llegar a Franco a su muerte, los activos seguían faltando, según le refirió a mi padre el militar sin nombre que lo reclutó en el 58.

Regresemos a los primeros cuarenta. Cendoya regresa de Valencia y va a por López. Cuando lo encuentra, se entera de que está camino de Rusia. ¿Por qué? Bueno, López era compañero de Cendoya, y de Grisca. O tal vez, ya entonces, tiene una relación con Lucía y ésta sabe cosas, aunque esta tesis es bastante alambicada; lo más probable es que en aquel entonces siga existiendo un vínculo entre Cendoya y su novia. De alguna manera, sin embargo, López sabe que están sobre su pista. Sabe que posee en la caja fuerte RiP 203 una fortuna de suficiente entidad como para que alguien como Longares, o como El Manco, asesine sin problemas. López odia la guerra. Se hizo carabinero para no ir al frente. Lo suyo es hacer fórmulas de resistencia en un despacho. Pero sabe que en Madrid su muerte es segura. Así pues, huye hacia el único sitio donde cree que no le buscarán.

Pero es débil. Y las personas débiles necesitan amparo, protección. Al principio, ese amparo es meramente amistad, apoyo personal. Mi padre no dejó nada escrito sobre esto, pero yo tengo la teoría, y más adelante explicaré por qué, de que el primer, gran amigo, que tuvo Anselmo López en la División Azul fue Dositeo Galán. Galán es su confidente, su amigo. Un tipo que es un fascista de libro, encabronado por la deriva, si no antifascista, sí no-fascista, del Caudillo. Uno más de los muchísimos falangistas que fueron a Rusia a empujar a Hitler a ganar la guerra, convencidos de que era la mejor forma de conseguir que Franco fuese fascista sí o sí. Pero Galán no es violento. Es un soldado, pero no un asesino. Sin embargo, llega un momento en el que López necesita la ayuda de alguien con mentalidad de asesino o, cuando menos, con capacidad para serlo.

Ese alguien, anota mi padre en sus notas, es el cabo Herminio Pozas.

Los hechos se suceden muy rápidamente. Julio Cendoya se las arregla para ser trasladado a la Escuadra Alcubierre. Allí está su objetivo, que es Anselmo López. Como dice mi padre en sus notas, cabe imaginar lo que pensó López cuando vio a Cendoya convertido en líder de una manada de falangistas radicales, todos unidos por su anillo y su lema Amistad en la Guerra, durmiendo a escasos metros de su tienda. Se vio muerto. Una hermandad contra él. Eso sólo lo puede contrarrestar con otra hermandad.

Los Metralletas.

López ruega, o compra, la protección de Herminio Pozas. Tiene mucho con que comprar: a la vuelta a España, posee toneladas de dinero. Habla con el cabo. Necesita salir de allí cuanto antes. Para entonces, la Escuadra Alcubierre está en el lago Ilmen. Un matadero. Hay que pensar de prisa. Pozas no es de los que se arredran. Cree que Cendoya sólo está buscando el momento para matar a López o para presionarlo, y se da cuenta de que la mejor manera de salvar su inversión es hacer precisamente eso. Así pues, en una de las acciones, aprovecha fríamente un fiero contraataque ruso. Es un experto tirador, capaz de disparar a gran distancia; por eso lo usan de francotirador.

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Esa vez hace lo mismo, sólo que en lugar de apuntar a los rusos, apunta a la pierna de un compañero. Es él quien dispara a López y lo deja cojo. Al hacer eso, sabe que le está comprando un billete de primera clase a España.

Cuando Cendoya sabe de la herida de López, comprende al instante. López es un cobarde. Los rusos han contraatacado con fuerza y casi han llegado a la retaguardia, pero aún así la probabilidad de que hayan herido a López es remota, y lo sabe. Entiende que alguien le ha herido a propósito y comprende los motivos. Y entonces se da cuenta de que está en peligro; porque quien ha hecho eso puede matarlo a él. Con el agravante, además, de que él no sabe de quién se trata. Hábil como siempre, tiene su plan B, y lo ejecuta, desapareciendo en la acción del Ilmen, como probablemente ya tenía pactado con los rusos, a los que quizá ha estado pasando información, como estaba dispuesto a hacerlo con los falangistas al final de la guerra civil. Sin embargo, sabe que no puede volver a España como si tal cosa. Julio Cendoya está muerto; y el jefe de carabineros Longares es un criminal de guerra que sería rápidamente delatado por ese falangista misterioso que protege a López. Cendoya, por lo tanto, decide dirigir su célula desde fuera, utilizando a su hermano Higinio como correo. Y echa mano de Lucía. Por eso escribí antes que lo más lógico es que aún hubiese un vínculo entre ambos. Cendoya le pide a Lucía que vigile a Anselmo López.

Cuando López llega a Madrid, se da cuenta de que tiene tanto miedo de Pozas como de Cendoya. Su movimiento no es, probablemente, un movimiento movido por la ambición, sino por el miedo. No traiciona a Pozas por quedarse con el dinero. Lo traiciona porque sabe que, si espera en Madrid el regreso de la División Azul y Pozas sobrevive, lo que hará éste es coger el dinero y luego matarlo. ¿Por qué está tan seguro? Pues ésa es otra pregunta muy interesante que aún tardaremos algo en contestar.

Por el momento, lo que tenemos es a un ingeniero condecorado con honores, miembro conspicuo de la Falange Española Tradicionalista y de las JONS, alguien que sólo tendría que mover un dedo para ser jerifalte de cualquier sindicato vertical o ministerio, que, sin embargo, se entierra en la vida pordiosera de un limpiador de establos que malvive en unas casas baratas de Vicálvaro. Ciertamente, hay una persona que ha recibido el encargo de buscarlo y marcarlo. Pero esa persona es Lucía Odriozola, mujer despechada por Julio Cendoya en la posguerra. Lucía encuentra a López, pero no para vigilarlo, sino para vivir a su lado y enamorarse de él.

Lo siguiente que sabemos es que, en 1948, desde fuera de España, Julio Cendoya da la orden de matar a Anselmo López. ¿Por qué? Mi padre se dio cuenta del detalle de que Cendoya tuviese, en 1975, los papeles que se había llevado de Construcciones Durán. Signo inequívoco de que, a pesar de su accidentado periplo, logró conservarlos, quizá porque los llevase encima cuando desapareció, quizá porque los tuviese en Madrid y se los hiciese enviar por sus correligionarios. Viendo esos papeles se da cuenta. Probablemente, él también ha escuchado a López decir en Rusia, o le han referido que ha dicho, eso de que todo está en la foto. En 1948, cuando mi padre aún está formándose para tomar posesión de su primer destino, Julio Cendoya descifra el misterio que mi padre no descifrará hasta 1975. Se da cuenta de que RiP es Río de la Plata, y que 203 son las coordenadas de una caja fuerte. Se acuerda de la firma de la foto y piensa, acertadamente, que ésa es la llave para abrir la caja. Sólo eso explica que López se fuese a Rusia con una foto tan insulsa y que siempre la llevase encima.

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Anselmo López estaba condenado, pues. Pero Cendoya no lo mató. ¿Por qué? Bastaría la simple razón de que es obvio que no encontró el dinero, el cual en el 75 ya no estaba en la caja. López lo había sacado. Y no se lo dio a Cendoya, porque si se lo hubiese dado, éste no habría intentado, casi treinta años después, realizar primero, y simular después, una bomba en plena plaza de Cibeles, con la clara intención de focalizar la atención de todo el mundo en el palacio de Comunicaciones, mientras él entraba en el Banco Central y, puesto que no tenía la foto, se hacía con el contenido de la caja a punta de pistola.

Pero, además de lo obvio, está lo que el propio Cendoya le dijo a mi padre, en un momento de su vida en el que engañarle o mentirle ya no le servía de nada, pues había resuelto suicidarse tomándose una presunta pastilla para la tensión. Le dijo que el cadáver de Anselmo López tenía las manos cortadas por la misma razón por la que llevaba en los calzoncillos del anillo con el lema In Bello Amicitia.

Mi padre siempre pensó que el anillo lo había colocado allí Anselmo López, conocedor de que le iban a cortar las manos y dejar indocumentado, para dar una pista de su asesino. Lo del anillo tiene lógica: sabe que los hombres de Cendoya lo van a matar; pero... ¿y lo de las manos? ¿Por qué estaba tan seguro Anselmo López de que sus asesinos lo iban a mutilar? La respuesta es: porque el detalle de las manos siempre fue crucial. Por dos veces, Carlos Luján lo tuvo delante, pero no lo supo ver.

Herminio Pozas se había tatuado una metralleta en una mano. Y Anselmo López hizo lo mismo. Como señal de vinculación con su pequeña hermandad. El problema de Pozas, cuando mató a Anselmo López, era dejar un cadáver con una metralleta tatuada en su mano. Eso, de aparecer el cadáver, le llevaría a la policía hasta él, y entonces él no podría adoptar la postura distante, tenuemente colaboradora, que había decidido adoptar cuando fuese interrogado. No pensaba negar que conocía al finado pero, de alguna manera, tenía que conseguir que las investigaciones se centrasen en Cendoya. Tampoco estaba dispuesto a hablar mal de Cendoya, a insinuar lo que sabía, esto es que era un comunista, un rojo infiltrado, porque eso impediría su estrategia de perfil bajo. Así que se le ocurrió cortarle las manos al cadáver, para evitar lo de la metralleta, y colocarle en los calzoncillos uno de los anillos de la pandilla de Cendoya, que en su condición de cabo de la escuadra probablemente obtuvo de alguno de los camaradas muertos en el Ilmen.

La jugada le salió a Pozas redonda. Mi padre fue engañado por él de una forma tan perfecta que incluso él mismo le dio la clave de que había triunfado. Cuando mi padre le preguntó a Herminio Pozas en El Pardo si creía que Anselmo López era un falangista de verdad, el asesino del pobre ingeniero ladrón supo que había conseguido engañarle. Aún así, cuando mi padre se marchó, Pozas decidió asegurarse, cerrar el círculo. Quizá mi padre le dio la impresión de ser un policía tan meticuloso como realmente era. Así que echó mano de Higinio Longares.

El pobre Higinio Longares es una pieza fundamental en toda esta historia. No está hecho de la pasta de su hermano. Él todo lo que quiere es una vida más o menos normal. Casi la consigue. Quitando la anormalidad de tener que ir siempre con calcetines, para que nadie con información pudiera relacionar su sindactilia con la de su hermano, Longares se hizo una vida insulsa en una pensión insulsa. Pero él nunca había estado en Rusia. Y ni su hermano ni ninguno de los camaradas de su hermandad volvió de allí. Él no podía saber que Herminio Pozas era Herminio Pozas. Por lo demás, Higinio Longares era camarero de profesión, y Pozas tenía un mesón. Estremece pensar qué habría pasado si mi padre, cuando le visitó allí por primera vez, se hubiese

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cruzado con Longares sirviendo cafés.

Julio Cendoya usaba a su hermano para enviarle información, a él y a terceros, cuando estaba en la División Azul, y también después. Probablemente le envió a él la postal que terminó en las manos de Damián Vigo. Eso quizás le dio a Pozas la posibilidad de interceptar esos correos. Saber de Higinio Longares y de su existencia. Una vez en España, lo contrató. Le dijo a Longares que no quería que nadie supiese que estaba trabajando con él; quizá le puso una excusa relacionada con su contrato, o su pasado. El caso es que Longares le creyó, y obedeciéndole garantizó a Pozas que, cuando Longares apareciese muerto, nadie le pudiese relacionar con él. Cuando mi padre le visitó, como he dicho antes, decidió cerrar el círculo. Mató a Longares pero, obviamente, antes de hacerlo le presionó para que hablase. Higinio Longares no era ningún valiente. Probablemente, para conservar la vida, marcó a Camilo Pérez, a Carlos Grisca o Pepe Durán. Y a Lucía Odriozola. Herminio Pozas guardó toda esa información para sí. A los anarco-falangistas no tenía por qué tocarlos. Cendoya podía ordenar que le buscasen, sí; pero, en el fondo, ¿qué sabía Cendoya de Herminio Pozas? Difícilmente podrían esos hombres investigarlo sin despertar sospechas. Y sospechas eran lo que menos necesitaban en un momento en el que les rondaba la investigación de un crimen.

El caso Anselmo López tenía que terminar así. Pero hay dos determinaciones que lo impidieron. La primera, la de Julio Cendoya, que nunca quiso olvidar o, tal vez, tenía un motivo para no olvidar, para no abandonar. La segunda, la de Carlos Luján. Y de Franco. En diciembre de 1956, el Estado franquista recibe los papeles de Negrín. Acto seguido, Franco reabre el caso Anselmo López. Ha encontrado en los papeles una anotación de Negrín que señala a López, al lado de la fecha 1942. De esa anotación deduce que Negrín siguió la pista del dinero incluso después de la guerra, y que la encontró. Pero López murió en 1948. Otro tiene el dinero. El Caudillo necesitaba que mi padre lo buscase.

En el entorno de toda aquella investigación, Carlos Luján revisita a Herminio Pozas. Ofuscado con la versión del asesinato que creyó en 1948, ni siquiera se dio cuenta de lo mucho que Herminio Pozas había prosperado. Su modesto colmao era ahora un gran restaurante con merendero. Ni se le pasó por la imaginación preguntarse de dónde había salido tal capacidad inversora en unos años que fueron tan difíciles para todos los españoles. Pero lo realmente importante de la visita de mi padre es la visita en sí, y las preguntas que mi padre le hace a Pozas, sobre Cendoya, poniendo además en duda la versión construida por el cabo de un auténtico héroe muerto en la flor de su valentía. Aquella entrevista selló la suerte de Lucía Odriozola y de Carlos Grisca, y no acabó con Camilo Pérez porque éste huyó a tiempo.

Grisca y Pérez fueron perseguidos, en paralelo, por la policía y por el propio Pozas. Bueno, Grisca no. Lo primero que hizo Herminio Pozas con Grisca no fue perseguirlo, sino contratarlo. Pepe Durán no era hombre de grandes convicciones, aunque él mismo creyese lo contrario. Era susceptible al argumento del dinero, y Pozas tenía mucho. Lo localizó y le pagó para que matase a Lucía Odriozola. El día de Difuntos que Durán visita a Lucía para matarla, apenas unos minutos antes de la llegada de mi padre, ella está cenando y, de alguna manera, tal vez porque el propio Grisca se lo dice, se percata de lo que va a pasar. No podemos saber, por lo demás, de qué hablan Grisca y Lucía, ella sentada en su mesa camilla, con una mano bajo las faldas del mueble agarrando el cuchillo, y Pepe Durán, de pie. Pero lo lógico es pensar que Durán, puesto que la iba a matar y ya daba igual, colmase la curiosidad de su víctima sobre su verdadero asesino, es decir quién había ordenado su muerte. Cuando lo supo, Lucía

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ganó tiempo suficiente para grabar en la madera de la mesa, antes de morir, un nombre: Amado. Amado, pues, fue su asesino. Aquí he defendido la teoría de que fue Pozas quien ordenó el asesinato de Odriozola. Pero existe otra posibilidad: que fuese Cendoya. Esta teoría sería incluso coherente con el mensaje, puesto que Cendoya, una vez, fue amado por Odriozola. Sin embargo, hay dos serios peros a esta teoría. El primer pero es que Lucía sabía muy bien lo que la policía sabía sobre el caso López. Sabía que mi padre sospechaba de Cendoya; si quería dejarle una pista, nunca habría escrito amado; habría escrito Cendoya. El segundo pero es peor: exactamente, ¿por qué razón pudo ordenar Julio Cendoya, en algún momento después de diciembre del 56, el asesinato de Lucía Odriozola? De hecho, Lucía se había escondido de él para vivir con López. ¿Cómo sabía Cendoya dónde vivía Lucía Odriozola? Él no pudo esperarla a la salida del 56, como probablemente hizo Pozas o tal vez el propio Manco, y seguirla hasta su domicilio.

Lucía dejó entrar a Durán porque eran viejos conocidos de Pontejos, de la guerra. Sólo después se dio cuenta de que Durán había ido allí para matarla. Mi padre tocó con la punta de los dedos la posibilidad de salvar su vida.

Pozas montó, probablemente, toda una estrategia para borrar todos los caminos que pudiesen llevar al caso Anselmo López. Mató a Lucía. Luego, la policía entró en acción. Mi padre, Rebollo y Azpíriz se dieron cuenta de que un policía cercano a ellos había tenido la oportunidad de trabajar de informador para el misterioso personaje que informó a Léntulo Sediles de la verdadera identidad de la camarera de barra americana, que nunca sabremos quién era; es probable que la detención de Carpena, o tal vez el descubrimiento del cadáver de Sediles, le hicieran huir. De Carpena llegaron a Damián Vigo y de Vigo a la célula formada por Arturo Reparaz, Pepe Durán y Camilo Pérez. Reparaz murió en la acción del Camper, en la que Camilo consiguió huir; antes de morir, el camarero se acordó de la desafección que los montañeros le tenían preparada a Franco y, con su última frase, despistó a la policía durante más o menos 24 horas. Luján, Rebollo y Azpíriz persiguieron un presunto atentado contra la vida de Franco que no era tal. Luego localizaron a Grisca y éste se suicidó.

Éste es, sucintamente, el caso Anselmo López. Así lo explica mi padre en sus notas posteriores al relato que he desarrollado con anterioridad. Cuando encontré la documentación durante la operación de desarme de la casa de mis padres, la estudié, la resumí y, finalmente, me dí cuenta que, tal vez, gracias a la puntillosidad de mi padre, por fin había podido superar el obstáculo que un día me había señalado mi mujer. Por fin había vivido una historia que se merecía contar. Así que me senté al ordenador y pasé varios meses escribiendo las páginas que tú, lector, acabas de leer.

Fueron meses un tanto alucinantes. Mis hijos ya eran casi adultos y no me demandaban tiempo. Así que yo disponía de mucho tiempo por las tardes, y en la noche, para escribir. Escribí la historia de Carlos Luján y el caso Anselmo López en sesiones de teclado de varias horas, tan largas que también se hicieron intensas. Con el tiempo, empecé a vivir dentro del caso Anselmo López. Cada hecho que escribía verdaderamente estaba allí. Visité los lugares que el relato iba descubriendo. Hice una absurda guardia, de pie en una esquina de la calle Hermosilla, vigilando el despacho de José María Gil-Robles. Visité El Pardo muchas veces. Luego terminé el relato, repasé las notas finales de mi padre explicando el caso y, espoleado por las mismas, hice unas rápidas averiguaciones en el pueblo. Una mañana de invierno, parecí llegar a la última pared de esta historia. Fue la mañana en la que un viejo hostelero de El Pardo me contó que recordaba a Herminio Pozas, y recordaba bien que había muerto de cáncer a

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principios de los noventa.

Pero yo empecé a hacerme preguntas. Y no encontraba respuestas para ellas.

Un día, caí en la cuenta de una cosa. Una cosa muy sencilla. Azpíriz es un apellido ciertamente extraño, especialmente en un sitio como Madrid. Busqué en la guía de teléfonos y encontré cuatro. Pero sólo uno se llamaba JA. Así que llamé y hablé con José Antonio Azpíriz, propietario de una imprenta en el barrio de San Blas, e hijo de un policía retirado llamado José Antonio Azpíriz. Le costó superar la extrañeza de tener al otro lado del hilo telefónico a un hombre de su edad que le hablaba de un asesinato cometido seis décadas atrás, pero cuando lo hizo se deshizo en amabilidad para que yo pudiera visitar su casa, y a su padre. José Antonio Azpíriz tenía entonces 83 años, un grave enfisema pulmonar y la misma querencia por el laconismo que había desesperado a mi padre.

-Papá -le dijo su hijo-, éste es Bruno Luján, que ha venido a verte. Bruno, el hijo de tu compañero Carlos Luján.

El anciano me miró con ojillos vidriosos, como ponderándome.

-Yo he estado en tu casa cuando apenas eras un bebé -me dijo-. Vigilé tu sueño una noche.

-Lo sé, señor -le contesté yo-. Lo he leído.

A José Antonio Azpíriz no le sorprendió demasiado la noticia de que mi padre hubiese llevado un registro cumplido de las gestiones del caso López. Aquel caso, susurró antes de caer en una nueva cascada de toses, le obsesionaba lo suficiente como para eso y para mucho más. Le ofrecí leer mi manuscrito pero lo rechazó porque casi había perdido la vista. Entonces yo me ofrecí para leérselo. Cuando mi mujer supo por mí que iba a pasar un montón de tardes en casa de un antiguo compañero de mi padre leyéndole una novela que yo había escrito, me miró como si me hubiese nacido un sequoia entre los ojos. Y se negó en redondo, claro. Tan claro como que no le sirvió de nada.

Le leí mi manuscrito a José Antonio Azpíriz a lo largo de unas diez o doce tardes, casi seguidas. Nunca mostró cansancio. Rechazó mi oferta primera de contarle simplemente las conclusiones finales. Para el viejo, probablemente, era más importante revivir aquellos tiempos y, sobre todo, adivinar lo que mi padre pensó en los mismos, que conocer el resultado del caso Anselmo López. De hecho, una vez me dijo: esa solución es algo sin lo cual he vivido 50 años razonablemente felices. El punto que más le sorprendió fue diciembre del 56. Es obvio que mi padre jamás le confesó su entrevista con Franco, y el hecho de que el mismísimo Caudillo fuese responsable de la reapertura del caso lo descolocó tanto que, por una vez y sin que sirva de precedente, lo reflejó en su rostro estólido.

Cuando, finalizado el relato el 20 de noviembre del 1975, repasé el caso y le expliqué las conclusiones más o menos como las acabo de escribir, mostró escasas emociones. Al final, zanjó el asunto con un simple:

-Si dijera ahora que me lo olí, no queda nadie vivo que me pueda desmentir. Pero yo sé que estaría mintiendo.

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Pero fue en ese momento, muchas, muchas horas después de la primera en la que conocí a aquel viejo zorro que, en parte, había enseñado a mi padre a pensar como él, en parte había aprendido él a pensar como un verdadero Luján; fue en ese momento, digo, cuando la visita empezó realmente para mí. Porque todo eso que yo había hecho lo había hecho solamente con un objetivo: comprobar si las dudas que a mí me corroían eran absurdas, o no.

Confieso que llegué a pensar que lo eran. Tras la lectura completa de la novela y de las notas, José Antonio Azpíriz pareció entrar en un estadio de paz y, de hecho, llegué a sospechar que se iba a arrancar a hablar de cualquier otra cosa, como pasando página. Pero no fue así. Yo había salido al pequeño balconcito de aquel cuarto piso a fumar. En el interior de la casa no se fumaba en atención al enfisema del abuelo. El hogar de los Azpíriz está en una de las orillas de la M-30, eran las ocho o las ocho y media y, a unos metros de mis pies, el tráfico era rápido, intenso y ruidoso. Así que cuando el anciano habló, lo único que percibí fue eso: que hablaba. Me asomé dentro y le miré.

-¿Me ha dicho algo?

-Sí le he dicho algo, sí -contestó Azpíriz-. Le he dicho que hay dos cosas que no entiendo.

Lo sentí. Como lo había dejado escrito mi padre en sus notas. Un impulso eléctrico en la columna. El preludio de algo importante.

-Qué casualidad. Yo también tengo dos preguntas en la cabeza que no sé cómo contestarme.

El viejo me miró sin pasión.

-¿Cuál es la primera?

Me alcé de hombros.

-Es bastante obvia. Me pregunto por qué mi padre guardó con toda la documentación del caso una cadenita a nombre de Quintín Santiso, si no hay ningún Quintín Santiso vinculado al caso.

José Antonio Azpíriz se chupó los labios nerviosamente, y luego tosió durante medio minuto sin poder parar. En sus ojos leí la angustia, la incomodidad de no poder hablar por culpa de sus pulmones. Cuando pudo hablar, sin embargo, lo hizo con total tranquilidad, en un tono monocorde.

-En realidad, la segunda pregunta es mucho más importante.

-Estoy de acuerdo -contesté, y las manos me temblaban de la emoción-: ¿por qué Franco reabrió el caso Anselmo López en 1956?

Esta segunda pregunta tiene una respuesta muy simple: Franco descubrió en los papeles de Negrín el robo de López, y decidió recuperarlo. Pero esta explicación es pueril; buena prueba de su puerilidad es que los hombres informados del franquismo tardaron más de un año en confesarle toda la cuestión a mi padre y, de hecho, sólo lo hicieron cuando comprobaron que estaba dispuesto a irse al culo del mundo y quitarse

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de enmedio, cosa que no cuadraba con sus planes. En efecto, como bien dijo Azpíriz: si es obvio que Franco y sus hombres más cercanos (Rebollo, sin ir más lejos) conocían la historia de los bonos descontados desde finales del 56, ¿por qué no se la contaron entonces a Luján?

Aquella tarde, escuchando de fondo los coches pasar quebrando los límites legales de velocidad, me dí cuenta de que había una historia detrás de la historia. Un caso detrás del caso López. Y la clave de ese segundo caso era Quintín Santiso.

Cuatro o cinco meses después de estos hechos que relato, a eso de las nueve y media de la noche del 8 de abril del 2007, José Antonio Azpíriz se durmió delante del televisor y ya no se despertó más. Yo le había visitado en los cuatro o cinco meses anteriores todo lo que había podido, pero su hijo me contó que, cuando estaba solo, pasaba horas repasando mi novela con una lupa. Unas dos semanas después del funeral me llamó y me citó en una cafetería de su barrio.

-Hemos encontrado esto en la caja de papeles del viejo -me informó, ofreciéndome un sobre-. ¿Ves lo que hay escrito en él? Dice: «Para discutir con BL» Supongo que ese BL eres tú, ¿no? Bruno Luján.

Dentro del sobre había una cuartilla. En ella, Azpíriz había escrito tres cosas. En una línea: «¿Y si Dositeo Galán era su confidente?». En la segunda: «Aunque me eches a toda la puta Falange encima», con la palabra Falange fuertemente subrayada. Y, en la tercera, la palabra «fragilón» , también subrayada.

José Antonio Azpíriz me dejó en herencia, pues, las tres pistas que encontró para entender realmente el caso Anselmo López.

Me he referido de pasada a la primera de ellas y prometí volver a ella. En efecto, la idea de que Dositeo Galán pudo tener un papel más importante del que nadie, tampoco mi padre, sospechó nunca, tiene su importancia. Anselmo López era un hombre débil. Un hombre que necesitaba darse como se dio a Lucía Odriozola, aún pudiendo sospechar de ella que siguiese siendo realmente fiel a Julio Cendoya. A Herminio Pozas se acercó para que le protegiera, pero difícilmente pudo confiar en él como confidente si tanto lo temía (y tenía razones de peso para temerlo, como demostraron los hechos). ¿Y si buscó un tercer confidente? ¿Y si ese confidente estuvo en la propia Escuadra Alcubierre?

Dependiendo de lo que supiese Galán, cuando mi padre lo abordó quizá decidiese ser cauto. Si conocía bien con quién se estaba jugando la vida, con tipos como Pozas y Cendoya, tal vez tuvo miedo y decidió no hablar claro. Pero no hablar claro no quiere decir no hablar.

Repasando mi propia novela con el original que Azpíriz subrayó y llenó de notas, caí en la cuenta de por dónde llegó el navarro a la conclusión de que Galán sabía cosas. Galán le habla a mi padre de la vista que tiene en su trabajo de la Cibeles y del Banco del Río de la Plata. Cuando mi padre y Galán se encontraron, aquella era ya una forma extraña de referirse a ese edificio. Mi padre, obviamente, no cayó en la cuenta, pero Galán le estaba dando una pista para interpretar RIP203.

Si aceptamos esta teoría, hay otra cosa que llama la atención. Azpíriz la subrayó y comentó profusamente con su letra desestructurada. Pero ya llegaremos a eso.

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La otra pista es la frase «aunque me eches a toda la puta Falange encima». La pronunció, en mi novela está, Anselmo López, durante un delirio del que fue testigo el doctor Daudén, quien se lo confesó confidencialmente a mi padre. Esta frase sirvió para que mi padre se diese cuenta de que Anselmo López, una vez regresado de Rusia y antes de morir, se sentía perseguido. Pero no cayó en la cuenta de que esa frase, sabiendo lo que sabemos, no tiene lógica. López se sentía perseguido por una persona, la que lo mató, Herminio Pozas. Y por Luis Cendoya, que no era una persona sino que, efectivamente, dirígía una pequeña organización. Pero Cendoya no tenía capacidad de mandarle a López La Falange encima. Cendoya era, en realidad, un clandestino, y López no podía ignorarlo pues habían sido compañeros en Pontejos. Pozas, por lo demás, tampoco tenía esa capacidad. Sólo era un combatiente que, al regresar, se hizo mesonero.

Lo cual nos lleva a la pregunta: ¿a quién se dirige el afiebrado Anselmo López cuando habla de que le pueden echar a la toda la puta Falange encima? Y, ¿por qué se podría hacer él acreedor de ello? ¿Por haber robado los papeles del Banco de España? Cuando López tuvo aquel delirio, todavía faltaban diez años hasta que el franquismo tuviese información del robo, y las posibilidades de que llegase a conocerlo eran muy remotas (nadie pensaba entonces que Negrín fuese a enviarle a Franco la documentación).

Y está, por fin, la tercera pista. La llave secreta del caso López: la palabra fragilón. Yo sabía, ciertamente, que la había escrito en la novela. Cuando llegué a casa, abrí el fichero en Word y activé la prestación de buscar palabras. Tenía el cursor colocado más o menos a mitad de novela, y la encontró. La palabra fragilón, según las notas de mi padre, la pronuncia Carlos Hermoso, un policía canario que trabajaba con Azpíriz en Móstoles, durante la investigación del caso en el 75. Luego le dije al programa que buscase otra y me informó de que no la encontraba, y me preguntó si quería que buscase desde el principio del documento. Yo no me había dado cuenta de que el cursor no estaba en la página 1. Fui a pinchar en el no pero pinché en el sí por error. Bendito error. El Word buscó desde el principio y la encontró una segunda vez.

La palabra fragilón fue pronunciada por Herminio Pozas en la primera entrevista que tuvo con mi padre, en 1948.

Me documenté en internet. Fragilón es un canarismo, una palabra propia del habla canaria. Repasé mis notas. Herminio Pozas le dijo a mi padre que era extremeño y que ni siquiera en la guerra había salido de Extremadura.

¿Cómo es posible que un extremeño de pura cepa conozca y utilice un canarismo?

La respuesta sólo es una: porque ha vivido en Canarias. Bastante, incluso mucho tiempo. Pero, por alguna razón, lo oculta.

Volvamos a la guerra civil. En algún momento de la guerra, el presidente Juan Negrín da a sus unidades más fieles la orden de investigar una muerte. La pregunta es: en un momento en el que miles de personas están muriendo, ¿qué interés puede tener el comandante en jefe de unas fuerzas contendientes en investigar en la zona enemiga una muerte? La respuesta sólo puede ser: porque es una muerte importante. De alguna manera importante.

Y esa muerte la investigó Anselmo López.

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¿Y si era lo que sabía sobre esa muerte lo que le hacía temer que alguien le echase a toda la Falange encima?

Cuando me hice esa pregunta, volví a sentir el impulso eléctrico en el espinazo. Y se me dobló cuando me dí cuenta de que todo eso estaba, de alguna forma, insinuado en las notas de Azpíriz. Lo cual nos lleva a una conclusión más.

Azpíriz pensaba, de alguna manera, que la muerte investigada por López y el desliz canario de Pozas estaban relacionados.

Una vez que se ha pensado esto es cuando hay que volver, como yo volví, a las declaraciones de Dositeo Galán, pensando que tal vez tienen mucho más contenido del sospechado.

Hagamos un poco de historia.

El general Francisco Franco Bahamonde era una de las bichas de las izquierdas en 1936. No le perdonaban que hubiese dirigido la durísima represión de la revolución de Asturias de 1934 y que hubiese colaborado con la CEDA de Gil-Robles como jefe del Estado Mayor. Pero era un general joven y no era tan fácil apartarlo del servicio. Así pues, cuando el Frente Popular ganó las elecciones, lo nombraron capitán general de Canarias, donde el gobierno pensó que tendría pocas posibilidades de conspirar.

Pero Franco conspiró. Con freno y marcha atrás, llegando a poner de los nervios a Emilio Mola, pero conspiró. Franco tenía dos misiones cuando llegase el alzamiento. La primera era sublevar Canarias, objetivo que se reputaba relativamente fácil y, de hecho, lo fue. El segundo era volar a Marruecos para hacer uso de su prestigio, sublevar a las tropas africanas y trasladarlas a la península para sofocar aquellos lugares de resistencia que hubiesen quedado tras el golpe de Estado, y que resultaron ser más de la mitad del país.

La comandancia general de Canarias, donde Franco tiene sede, está en Santa Cruz de Tenerife. Hay dos razones para que Franco no pueda utilizar el aeródromo de la isla para tomar ese avión hacia Marruecos. La primera es que está vigilado por el gobierno, el cual, por lo tanto, se habría percatado de la llegada de aquel avión. La segunda es que el aeródromo de Tenerife tenía entonces una operatividad muy limitada a causa de sus nieblas frecuentes. Los alzados no podían fiar a las nubes la suerte del ejército de Marruecos. Por ello, los conspiradores deciden que el avión que llevará a Franco a Marruecos aterrizará no en Tenerife sino en Gando, Gran Canaria.

El 5 de julio de 1936, el propietario del diario monárquico ABC, Juan Ignacio Luca de Tena, se pone en contacto con su corresponsal en Londres, Luis Bolín, para hacerle el encargo de que alquile un avión que deberá estar en Casablanca el 11 de julio y debe tener autonomía para volar desde ahí a las Canarias y vuelta. Bolín hace una gestión rápida, tras conseguir dinero de un banquero español, y en un par de días alquila el avión y luego busca un pasajero inglés, llamado Pollard, que haga las veces de turista; pasajero que, además, invita a su hija y a otra mujer a unirse a ellos, con lo que el vuelo adquiere todos los tintes de un periplo de gentes con dinero127.

127 Los viajeros ingleses fueron Hugo Pollard, su hija Diana y Dorothy, una amiga de él. Se ha

especulado mucho con que Pollard fuese en realidad un espía y no un simple bon vivant contratado por Bolín, pero no hay pruebas definitivas de ello.

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El avión llega a Casablanca en la noche del 12 de julio. Y aterriza en Gando a las tres menos veinte de la tarde del día 15. Al amanecer del día 16, Pollard está en Tenerife, donde ha ido en barco con las rubias, y establece contacto con el emisario de los alzados, un médico canario.

En algún momento de la mañana del día 15 de julio de 1936, por lo tanto, Franco sabe que el avión que le tiene que llevar a Marruecos le está esperando en la otra isla. Teóricamente, la cosa no va mal de tiempo. Los planes del golpe de Estado, elaborados por Mola, establecen que el día 18 (en tres días, pues) deberán sublevarse Burgos, Sevilla, Aragón, Valladolid, Málaga y Marruecos. Al día siguiente lo deberán hacer Navarra, Galicia, Cataluña, Castilla la Nueva y León. Y el 20 todas las demás. Pero, sin embargo, esta planificación se rompe por Melilla, donde el general republicano Romerales y sus colegas de la UMRA (unión de militares antifascistas) lleva desde el día 6 tomando medidas antigolpe que los conspiradores consideran excesivamente peligrosas como para esperar hasta el 18. Ya en la madrugada del 16 al 17 hay en Melilla unidades alzadas128.

El desborde de la olla melillense significa dos cosas: la primera, que el alzamiento de Canarias no podrá esperar hasta el 20. Y, la segunda, que el traslado de Franco a Marruecos es urgente. Pero Franco está en Tenerife, no en Gran Canaria. Está vigilado y no puede hacer venir el avión. Tampoco puede trasladarse de una isla a otra sin permiso de la autoridad, es decir del gobierno. Y el gobierno no va a ser proclive a dejar a Franco, jefe militar bajo sospecha, que se mueva.

Como le dijo Dositeo Galán a Carlos Luján, en este punto el general Franco tuvo un golpe de suerte. El día 16, durante unas prácticas de tiro, al general Balmes, gobernador militar de Canarias, se le dispara la pistola y se mata accidentalmente. En comunicación con el subsecretario del Ministerio de la Guerra, Franco informa del luctuoso suceso (al parecer con retraso, que el subsecretario le reprocha) y le comunica que tiene la intención de asistir a los funerales del general. En Las Palmas de Gran Canaria.

Eso, nene, es lo que se llama suerte. Éstas fueron las palabras de Dositeo Galán cuando habló de estos hechos con mi padre. Mi padre, probablemente y puesto que no las comentó en sus notas, se las tomó como un regüeldo de un fascista borracho resentido con Franco.

Pero, ¿y si le estaba dando una pista?

Porque también dijo: Con el nombre que tenía el finado, era como para pensar que los sentimientos de su compañero general no eran sinceros.

Ésa era la pista. Un intento, torpe, fallido, de que mi padre cayese en la cuenta de cuál era el nombre de pila del general Balmes.

Se llamaba Amado.

128 Se trata del tercer tabor del quinto grupo de regulares indígenas de Alhucemas, al mando del

comandante Ríos Capapé.

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Mi padre averiguó, en la mañana del 19 de noviembre de 1975, que Anselmo López había conseguido mantener en secreto una caja fuerte bajo las coordenadas en clave RiP203. No pudo evitar que Herminio Pozas lo matara para hacerse con el dinero del Banco de España, pero sí murió sin decirle nada de la caja fuerte. Probablemente lo hizo así para proteger a Lucía Odriozola, quien, si no sabía cuál era el secreto de RiP203, sí sabía lo que había dentro de esa caja y, por eso, cuando supo, quizá por el propio Manco, que Pozas había enviado a matarla, dejó un torpe mensaje para que la policía tirase del hilo.

Según esta teoría, Amado Balmes no murió por accidente. Murió asesinado. Alguien lo abordó, lo redujo, y le obligó a dispararse la pistola a bocajarro. Ese asesinato se cometió en Gran Canaria. Tuvo, por lo tanto, que ser cometido por alguien que estaba en las Islas Canarias. La región de España donde se utiliza la palabra fragilón para definir a los débiles.

Ese alguien tal vez se llamaba, en realidad, Quintín Santiso. Tal vez llevaba una cadenita con su nombre el día que mató al general Balmes. Tal vez luchó con él para reducirlo antes de matarlo y, tal vez, en esa lucha, perdió la joya, y no se dio cuenta de ello. ¿Y si Anselmo López la encontró durante su investigación?

Todos estos hechos son sólo hipótesis. Y, además, plantean el problema de cómo mi padre pudo tirar de ese hilo en 1975 y, unas catorce o quince horas después, le pudo decir a José Antonio Girón que había cumplido su misión. Todo lo que recibió mi padre aquel día 19 de noviembre fueron los papeles de Cendoya, que le llevaron a la caja fuerte; y la cadenita de Santiso, que en sí no conduce a ningún sitio.

He pensado en esto muchas noches. Lo he pensado desde diversos ángulos y, finalmente, me he dado cuenta de que debo pensar como el viejo Azpíriz. Como, en el fondo, pensaba mi padre. La solución puede estar en cualquier rincón de los hechos.

Bajo esta filosofía, he dado miles y miles de vueltas a la conversación final de mi padre con Cendoya. A las reflexiones del viejo espía negrinista sobre continuar una misión aún después de que quien te la ordena ya no está. No podía referirse a la búsqueda del dinero, porque, si hemos de creer al innominado militar que reclutó a mi padre para las cloacas de Franco, ese asunto estaba ya razonablemente claro en el 42. La única razón de esta frase es que Cendoya también supiese, o hubiese averiguado, lo de Pozas. Quizás Anselmo López jugó un juego más sutil, y más peligroso. Primero se protegió de Cendoya con Pozas. Pero después, cuando se dio cuenta de que Pozas era Santiso, pudo protegerse de Pozas con Cendoya. A la luz de esta tesis, cabe preguntarse si Pozas le disparó para hacerle un favor y mandarlo a España o, en realidad, falló. Dositeo Galán dijo: un López fue al lago Ilmen, y otro volvió...

La misión eterna del negrinista después de Negrín no pudo ser otra que buscar el descrédito del general Franco demostrando que asesinó al general Balmes. Por eso Negrín, que tendría alguna información, ordenó dicha investigación, costase lo que costase. Negrín murió, la República murió; los comunistas abandonaron a Cendoya, incluso los anarquistas le dieron la espalda, hasta impedir que fuese operativo en España hasta que el crimen carcelario de Julio Abrantes le abrió las puertas. Todo eso pasó, pero Cendoya continuó con su misión.

En aquella cafetería de la calle Barquillo, Julio Cendoya, que ya había sentenciado su propia muerte, se dio cuenta de que, igual que él nunca dejaría su misión, mi padre tampoco abandonaría la suya. Incluso cuando se diese cuenta de que

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su misión nunca le había sido comunicada. Porque Franco, si todo esto es cierto, no querría que mi padre resolviese el caso López. Querría que encontrase las pruebas que, quizá, ahora sabía que alguien había conseguido para Negrín y Cendoya también estaba buscando. Si todo esto es cierto, Franco no sabía que Quintín Santiso había cambiado su identidad por la de Herminio Pozas. En realidad, si es así, Pozas, o mejor Santiso, hacía bien en ocultarse. Porque si al general le interesaba borrar las pruebas, su mera existencia como ser vivo era un problema. Esto nos llevaría a concluir que en la Escuadra Alcubierre coincidieron tres divisionarios que lo eran, de una u otra forma, por huir de sus verdaderas identidades.

Pero ya lo he dicho: todo esto difícilmente lo pudo adivinar mi padre en el espacio de unas horas. Tal vez no le hizo falta. Hay otra hipótesis. Según esta hipótesis, en RiP203 había algo más que una joya. Había papeles. Los papeles que López había acumulado, quizá en zona nacional pero más probablemente en la republicana, tras investigar la muerte de Balmes. Papeles que tal vez demostraban la existencia de un soldado llamado Quintín Santiso. Tal vez legionario. Tal vez delincuente habitual, asesino profesional, reciclado en el ejército. Tirador de élite. Falto de escrúpulos. Tal vez los papeles lo situaban en los sitios correctos en los momentos exactos. Tal vez demostraban que tuvo la oportunidad de estar a solas con el general Amado Balmes...

No podemos saber lo que demostraban esos papeles, porque ni siquiera sabemos si existieron alguna vez. Pero una cosa sí tengo por cierta: si existieron, mi padre los destruyó. Los destruyó en la tarde del 19 de noviembre. Y después de destruirlos, después de comprender que la misión que recibió el 13 de diciembre de 1956 en El Pardo no fue resolver el caso Anselmo López, sino encontrar y destruir esos papeles, después de todo eso, digo, se fue a La Paz, porfió para poder sentarse en la cama de Franco, y susurró al oído el moribundo:

-Mi general, los papeles sobre la muerte del general Balmes han sido destruidos. Mi general, no le he decepcionado.

Y Franco, escuchase o no esas palabras, falleció apenas unos minutos después.

Creo que esto es todo lo que se puede decir sobre el caso Anselmo López.