pragmática y metapragmática: la ironía lingüística

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Actas XIV Congreso AIH (Vol. I). G REYES. Pragmática y metapragmática: la ironía lingüística - Pragmática y metapragmática: la ironía lingüística Graciela Reyes UNIVERSITY OF ILLINOIS AT CHICAGO LA IRONÍA ES UNA afirmación doble: se dice algo y se transmite al interlocutor el mensaje implícito «no quiero decir esto». La ironía es una práctica eficaz y prestigiosa de comunicación implícita, tema central de la pragmática. Lo que quiero proponerles hoy es que no se puede hacer una descripción adecuada del comportamiento irónico si no se lo considera esencialmente reflexivo: como lenguaje utilizado contra mismo. Un enunciado tipo de «qué libro interesante» para implicar algo así como «qué libro insoportable»-no es solamente una crítica, más o menos dura o más o menos humorística, de la realidad (en este caso de un libro), sino una crítica de la frase «qué libro interesante» y por lo tanto de la posibilidad de que el lenguaje funcione mal. En la ironía, los hablantes analizan una realidad que no merece su aprobación y que hacen contrastar con otra realidad mejor (en la que, por ejemplo, los libros son interesantes), pero también analizan, simultáneamente, la capacidad del lenguaje para decir una cosa por otra, la inestabilidad referencial de los signos y, muchas veces, los usos habituales de ciertas expresiones. La ironía pone de manifiesto, de manera indirecta, el proceso de repetición de expresiones y rutinización de los significados, que, por otra parte, es tan económico y eficiente en el uso del lenguaje, porque nos permite hacer inferencias rápidamente 1 Los hablantes tenemos conciencia del desgaste o des- semantización a la que sometemos el lenguaje, por mera repetición, y la ironía es un modo de mostrar ese desgaste. Teniendo en cuenta que la rutinización lingüística depende, a su vez, de la índole de nuestras actividades cognitivas en general, todas ellas hechas posibles por el lenguaje, la ironía abre un interesante paralelismo entre funcionamiento del código, mente y cerebro. Mi idea de la ironía es que esta actúa como un espejo: un espejo crítico de cómo funciona el lenguaje, que a su vez refleja cómo funciona la mente, lo que a su vez depende de cómo funciona el cerebro (y viceversa). Los hablantes no somos conscientes de estos paralelismos-no podemos percibir nuestro funcionamiento neurofisiológi- co-pero los intuimos, intuimos la erosión, la pérdida y también la revitalización del sentido, porque sí somos usuarios conscientes del lenguaje. 1 Sobre el papel de los significados habituales en el proceso de interpretación lingüística véase Stephen C. Levinson, Presumptive Meanings. The Theory of Generalized Conversational lmplicature. Cambridge: MIT Press, 2000. 147 -11- Centro Virtual Cervantes

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Actas XIV Congreso AIH (Vol. I). G REYES. Pragmática y metapragmática: la ironía lingüística-

Pragmática y metapragmática: la ironía lingüística

Graciela Reyes UNIVERSITY OF ILLINOIS AT CHICAGO

LA IRONÍA ES UNA afirmación doble: se dice algo y se transmite al interlocutor el mensaje implícito «no quiero decir esto». La ironía es una práctica eficaz y prestigiosa de comunicación implícita, tema central de la pragmática. Lo que quiero proponerles hoy es que no se puede hacer una descripción adecuada del comportamiento irónico si no se lo considera esencialmente reflexivo: como lenguaje utilizado contra sí mismo. Un enunciado irónic~el tipo de «qué libro interesante» para implicar algo así como «qué libro insoportable»-no es solamente una crítica, más o menos dura o más o menos humorística, de la realidad (en este caso de un libro), sino una crítica de la frase «qué libro interesante» y por lo tanto de la posibilidad de que el lenguaje funcione mal.

En la ironía, los hablantes analizan una realidad que no merece su aprobación y que hacen contrastar con otra realidad mejor (en la que, por ejemplo, los libros son interesantes), pero también analizan, simultáneamente, la capacidad del lenguaje para decir una cosa por otra, la inestabilidad referencial de los signos y, muchas veces, los usos habituales de ciertas expresiones. La ironía pone de manifiesto, de manera indirecta, el proceso de repetición de expresiones y rutinización de los significados, que, por otra parte, es tan económico y eficiente en el uso del lenguaje, porque nos permite hacer inferencias rápidamente 1

• Los hablantes tenemos conciencia del desgaste o des-semantización a la que sometemos el lenguaje, por mera repetición, y la ironía es un modo de mostrar ese desgaste. Teniendo en cuenta que la rutinización lingüística depende, a su vez, de la índole de nuestras actividades cognitivas en general, todas ellas hechas posibles por el lenguaje, la ironía abre un interesante paralelismo entre funcionamiento del código, mente y cerebro.

Mi idea de la ironía es que esta actúa como un espejo: un espejo crítico de cómo funciona el lenguaje, que a su vez refleja cómo funciona la mente, lo que a su vez depende de cómo funciona el cerebro (y viceversa). Los hablantes no somos conscientes de estos paralelismos-no podemos percibir nuestro funcionamiento neurofisiológi-co-pero los intuimos, intuimos la erosión, la pérdida y también la revitalización del sentido, porque sí somos usuarios conscientes del lenguaje.

1 Sobre el papel de los significados habituales en el proceso de interpretación lingüística véase Stephen C. Levinson, Presumptive Meanings. The Theory of Generalized Conversational lmplicature. Cambridge: MIT Press, 2000.

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Según las investigaciones más recientes en neurofisiología2, nuestra vida cognitiva

consiste, básicamente, en ciclos continuos de transformación de la novedad en rutina. Esa actividad cíclica está reflejada en el cerebro, donde ambos hemisferios participan en todos los procesos cognitivos, pero el hemisferio derecho desempeña un papel importante en el procesamiento de lo nuevo, junto con los lóbulos frontales, y el hemisferio izquierdo se especializa en las actividades más rutinarias. El lenguaje, como la mente y como el cerebro, también funciona en ciclos de rutinización, que des-semantizan las expresiones, o sea, las van volviendo más y más vacías, por obra de la repetición. Gran parte de nuestras prácticas irónicas delatan, directa o indirectamente y con mayor o menor consciencia, esa vaciedad o inadecuación del lenguaje, como puede verse en la frecuencia con que los hablantes irónicos se ensañan con expresiones desgastadas como qué libro interesante, Fulano es un genio, qué bien, muchas gracias, o, más exactamente, con el uso de expresiones como esas. Por supuesto, los enunciados irónicos no necesariamente reproducen lugares comunes: cualquier secuencia es apta para ser ironizada, en contexto, pero la ironía no se ejerce sobre expresiones que sean novedosas en el discurso presente: es imprescindible que un enunciado irónico suene a algo ya dicho, suene a lenguaje ya usado. Si no, tal enunciado no se puede considerar irónico, porque la ironía es un contralenguaje, al menos en alguna medida.

Vivimos en una época dada al examen crítico de nuestra percepción y experiencia del mundo y a cómo expresamos esas experiencias. En filosofía y en lógica, la búsqueda del significado auténtico llevó, en el siglo XX, a expresar gran desconfianza por el lenguaje, acusado de imprecisión, ambivalencia, capacidad para distorsionar. El filósofo Paul Grice, uno de los fundadores de la pragmática, propuso una lógica de la conversación, o sea de cómo comprendemos los significados transmitidos, que pasa por encima de las vaguedades del lenguaje y revela por qué este nos sirve para comunicar-nos, pero ningún pragmatista niega que el lenguaje es vago, ambiguo, confuso, demasiado saturado de significaciones previas o posibles, o bien carcomido por el uso: como nunca podemos salir del lenguaje, la relación entre lenguaje y verdad, tan conflictiva, es la relación del lenguaje consigo mismo, y se expresa de varias maneras-una de ellas es la ironía-en la conversación cotidiana.

En nuestra «edad irónica», los medios de comunicación, en especial la televisión, fomentan una actitud irónica o fatigada, la actitud de quien está de vuelta. Ya han surgido, incluso, detractores de la ironía, que la acusan de consolidar falta de compromiso con la verdad, falta de valores firmes3• Los antiirónicos denuncian que, si todo es un dejá vu carente de interés, no vale la pena creer en nada ni hacer nada más que intentar medrar creando una imagen vendible de uno mismo. Por supuesto, la idea de que no hay nada nuevo bajo el sol es muy antigua. Los hablantes tienen alguna conciencia incómoda de que usamos los significados heredados, ya fijados por el lenguaje, para concebir y transmitir significados nuevos, y que por lo tanto no hay,

2 Entre los trabajos de intención divulgativa, véase especialmente Elkhonon Goldberg, The Executive Brain. Frontal Lobes and the Civilized Mind, Oxford, Oxford University Press, 2001.

3 Véase, por ejemplo, Jedediah Purdy, For Common Things: Irony, Trust and Commitment inAmerica Today, New York: Knopf, 1999.

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quizá, ningún significado realmente nuevo. La ironía se articula sobre un ya dicho o algo que presenta como ya dicho, y

promueve escepticismo, crítica, o una distancia incompatible con la inocencia. Cuando estaba escribiendo este trabajo, una sobrina mía me mandó una foto de su primer hijo, y en el reverso de la foto había escrito «Qué bebé precioso», marcando la ironía con letras mayúsculas y subrayado doble. Esa distancia afectiva-esa expresión subrayada, como si comentáramos la expresión primero y el bebé después-nos protege de hacer el ridículo desnudando nuestras emociones y también nos permite expresar, quizá no de un modo totalmente consciente, que el lenguaje es repetitivo, fútil, y que nosotros somos demasiado listos como para aceptar sus rutinas. Por supuesto, el bebé al que me refiero es precioso y su madre es la primera en creerlo, por lo cual al decir «qué bebé precioso» no transgrede ninguna máxima comunicativa y es totalmente veraz. La meta de su ironía es otra, es hacer un comentario cultural y lingüístico que no afecta al bebé e incluso lo realza, en este caso, pues hace notar, indirectamente, que para hablar de este chico haría falta una expresión nunca oída.

La pragmática ha reivindicado la ironía como tema propio y ha propuesto varias teorías. Últimamente hay una carrera entre los pragmatistas más jóvenes para dar la mejor definición de ironía, esa bestia que todos sabemos qué es pero nadie puede definir del todo bien. En el Journal of Pragmatics aparecen por lo menos dos artículos anuales sobre ironía y sarcasmo. En cada estudio alguien propone una definición nueva y explica por qué es superior a todas las anteriores, empezando por las de Paul Grice y John Searle, los filósofos que abrieron este campo de especulaciones teóricas al fundar la pragmática lingüística. Desde otras publicaciones, y con igual frecuencia, participan en esta carrera teórica psicolingüistas y especialistas en inteligencia artificial y computa-ción, que también proponen sus teorías, fundándolas en experimentos que intentan comprobar cómo reconocen los hablantes las ironías y qué efectos producen. La razón de tanto interés se relaciona con el hecho de que la ironía es una desestabilización del significado, y pone en tela de juicio el lenguaje y la comunicación. Yo creo, incluso, que el análisis de la ironía y de todos los usos no serios del lenguaje es fundamental para llevar a cabo la tarea de la pragmática en estos primeros años del siglo: encontrar explicaciones más abarcadoras para dar cuenta de cómo se produce e interpreta el significado durante las interacciones lingüísticas.

En efecto, el análisis de la ironía provoca preguntas básicas sobre el funcionamiento del lenguaje en todos los géneros comunicativos en que se manifiesta. Además de revelar con notable claridad la conciencia que tienen los hablantes del uso de la lengua, nos obliga a replanteamos nada menos que las finalidades de la comunicación en nuestra vida. ¿Es cierto, como proponen las teorías pragmáticas, que la comunicación es, básicamente, normativamente, un intercambio de información? ¿Es cierto, o cuán cierto es, que los hablantes tienen el propósito continuo de ser eficaces en el intercambio informativo? ¿Es cierto que los hablantes tratan de usar el lenguaje racionalmente, evitando la proliferación de significados y los malentendidos? ¿Es verdad que apreciamos aquello de «al pan pan y al vino vino»? ¿Es verdad que la comunicación tiene éxito casi siempre? No voy a intentar esbozar, ni siquiera a grandes rasgos, respuestas a estas preguntas, pero sí quisiera que mi manera de presentar la ironía verbal sirviera para ayudar a reconsiderar estos problemas y otros semejantes.

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Desde Austin, uno de los fundadores de la pragmática, la ironía es un caso de lo que él llama «lenguaje no serio», el lenguaje que carece de fuerza ilocutiva. La ironía no es «seria» porque transmite algo así: «digo esto pero no quiero decir esto, y tú sabes lo que digo pero no digo». El lenguaje no serio, desterrado de la pragmática por Austin, que lo consideró parásito de las acciones lingüísticas genuinas, es hoy uno de los objetos centrales de la pragmática, porque revela la esencia del significado lingüístico y las finalidades de las interacciones verbales.

El significado irónico es siempre implícito. No hay ironías explícitas. La ironía es una implicatura, que surge de la relación entre lo dicho o explícito y lo implicado, por lo general intencionalmente. Esta relación es producto de una manipulación del hablante. Hay en pragmática dos o tres definiciones básicas de la ironía: se la ve como la transgresión deliberada, y admitida y celebrada por las dos partes, de la condición de sinceridad de los actos de habla o de la máxima de verdad que regula la cooperación entre los hablantes, ya que el ironista no es sincero o bien el oyente o lector irónico, agrego yo, no son sinceros, puesto que escuchan o leen otra cosa distinta de lo dicho. En otra teoría, la de Dan Sperber y Deirdre Wilson, se presenta la ironía como un eco de algo dicho, pensado, posible, de una norma cultural, de lo que se espera decir en una situación, etc. El hablante se disocia críticamente del contenido de lo que reproduce como eco, y la ironía solo alcanza sentido cuando hay a la vez eco y actitud negativa4.

Voy a volver enseguida a la noción de eco. Otra teoría propone que la ironía es un caso de simulación: el hablante se hace el

tonto y crea un oyente imaginario que también es tonto, puesto que interpreta el sentido literal del enunciado, cuando corre por debajo el verdadero sentido, el irónico, entendido así por los interlocutores no tontos, o sea los irónicos5• Estas teorías, combinaciones de estas teorías, y otras versiones que acaban de proponerse y tienen nombres incitantes, como «teoría de la incongruencia pertinente»6 o «teoría de la exhibición implícita»7

,

consideradas por sus autores, sin ironía, superior a todas las anteriores, son correctas pero ninguna es totalmente satisfactoria, quizá porque, aunque la ironía es, semántica-mente, una clase natural, no todos los hablantes ni todos los investigadores la ven de la misma manera, salvo en los casos prototípicos, y eso es lo que hace difícil llegar a la teoría definitiva. Yo no voy a entrar en esta carrera y proponer aquí mi definición, solamente voy a encarar el fenómeno desde la metapragmática, dándole así mayor alcance y nuevo sentido, según creo.

La metapragmática es un nivel de análisis pragmático que trata de explicar la

4 Véanse Dan Sperbery Deirdre Wilson, Relevance. Communication and Cognition, Oxford: Blackwell, 2ª ed., 1995; y también «lrony and relevance: A Reply to Seto, Hamamoto snf Y amanashi», en Robyn Carston y Seij i U chida, Relevance Theory. Applications and Implications, Amsterdam: John Benjamins, 1998.

5 Véase Herbert Clark y Richard Gerrig, «Ün the pretense theory of irony», Journal of Experimental Psychology, General, 113 (1), 1984, pp. 121-126.

6 Salvatore Attardo, «lrony as relevant inappropriateness»,Journal of Pragmatics, 32, 2000, pp. 793-826.

7 Akira Utsumi, «Verbal irony as implicit display of ironic environment: Distinguishing ironic utterances from nonirony», Journal of Pragmatics, 2000, pp. 1777-1806.

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conciencia que tiene el hablante del uso del lenguaje. La actividad metapragmática del hablante puede ser explícita, como en las citas en discurso directo o indirecto, o implícita, como en la ironía. En todo caso, el análisis metapragmático parte de la idea de que hablemos de lo que hablemos, casi siempre hablamos también del lenguaje, porque comentamos de alguna manera nuestras constantes elecciones lingüísticas y las de los demás, o comentamos las aptitudes e ineptitudes del lenguaje8

La reflexividad es una característica fundamental del lenguaje humano. Se entiende por reflexividad «la capacidad y sin duda la tendencia de la interacción verbal para presuponer, estructurar, representar y caracterizar su propia naturaleza y su propio funcionamiento. La reflexividad es uno de los rasgos definitorios de los lenguajes naturales y de las prácticas discursivas implementadas por estos lenguajes»9

• Esto quiere decir que los hablantes tenemos algún grado de consciencia de cómo usamos el lenguaje, de por qué un uso es preferible a otro (más eficiente, más adecuado), de las dificultades de la selección continua de formas y combinaciones de formas para expresar y comunicar lo que queremos, del juego constante entre lo que transmitimos explícita-mente y lo que transmitimos implícitamente. La interacción lingüística más habitual y espontánea, la conversación, supone tanta actividad reflexiva, que, dice John Haiman, una conversación no consciente de sí misma, no reflexiva, es casi como una prueba de circo, cuando uno se pregunta «cómo pueden hacer eso» 10

Y a Dámaso Alonso, en nuestra tradición lingüística, había contradicho la idea de Bally de que el empleo «voluntario y consciente» del lenguaje es exclusivo del escritor. «Si he de basarme en mi experiencia personal», escribe Dámaso Alonso, «creo que el escritor no avanza por su delgado camino de luz de un modo distinto al del hablante en la conversación ... El que conversa tiene a todo lo largo de su elocución la consciencia de los efectos de su acto, consciencia que en el artista suele darse sólo cuando, vuelto de su inmersión, suprime, varía, pule, modera» 11 (pp. 586, 587). La conclusión de Dámaso Alonso es que el habla literaria y la corriente son solo grados de una misma cosa12

En mis trabajos sobre la cita he insistido siempre en que el comentario metapragmá-tico a veces es marginal pero muchas veces es central, y que las conversaciones más importantes para el hablante son las que presentan más trazas, generalmente explícitas, de preocupación por el uso del lenguaje propio y ajeno. La obsesión metalingüística es

8 He tratado estos temas en Metapragmática. Lenguaje sobre lenguaje, ficciones, figuras. Valladolid: Universidad de Valladolid, en prensa. Dedico allí un capítulo a la ironía como juego con las referencias a la realidad, juego con resonancias de otros textos y juego con la comunicación misma y la conexión con el interlocutor. Remito a esa descripción y a los ejemplos allí analizados para completar las ideas expuestas en esta conferencia.

9 John Lucy, «Reflexivity», Journal of Linguistic Anthropology, 9 (1-2), 2000, p. 213; traducción mía.

10 John Haiman, Talk is Cheap. Sarcasm, Alienation, and the Evolution of Language, Oxford, Oxford University Press, 1998.

11 Dámaso Alonso, «Límites de la estilística», Poesía española, Madrid: Gredos, 1962, pp. 586-87.

12 lb., p. 584.

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también frecuente en charlas espontáneas, repletas de humor lingüístico, sobreentendi-dos, ambigüedades deliberadas o descubiertas a posteriori, juegos de palabras. Como hacen notar los estudios recientes de lingüística cognitiva y computacional, los hablantes explotamos de forma constante la polisemia del lenguaje y las ambigüedades, y muchas veces, desoyendo a Grice, preferimos ser conspicuos a ser perspicuos13

• Aunque la ambigüedad sale cognitivamente cara, porque resulta más difícil de procesar, es, por un lado, inevitable, y, por otro, nos ofrece una serie de ventajas, por ejemplo transmitir más informaciones y asociarlas entre sí y cimentar nuestras relaciones con el interlocutor, creando complicidad en el juego lingüístico.

La teoría del eco, que tan bien enmarca el fenómeno de la conducta irónica, suele aceptarse solo a medias, con la objeción de que solamente se puede probar que algunas ironías son ecos, no todas, ya que no en todas se puede localizar el origen del eco. Sperber y Wilson han insistido en que no es necesario localizar una fuente determinada, pero para sus críticos persiste el problema de que, entonces, cualquier frase podría ser eco de otra. Esto es verdad, pero no cualquier frase se presenta como eco de otra: en la teoría del eco, la relevancia, o sea la cantidad y pertinencia informativa en contexto, de un enunciado irónico consiste en interpretarlo como alusión a una frase identificable o no, a lo que se podía haber dicho, a normas generales, a modos de hablar, etc. Cualquiera sea el modo de explicar cómo recuperamos significados, si gracias al instinto de relevancia, como proponen Sperber y Wilson, o gracias a acuerdos sociales de interacción, nuestra capacidad de reconocer ironías en contexto revela que no cualquier eco es irónico, aunque se defienda que todas las ironías son ecos.

La objeción que puede hacerse a la teoría del eco es que, para que haya ironía, además de un eco disociador y crítico se necesita también que el hablante finja afirmar el contenido que critica, y esto es así porque se puede citar algo con aversión, separándose abiertamente de sus contenidos, sin intención irónica, meramente con la intención de mostrar la voz ajena para riculizarla o combatirla. Pero la descripción de Sperber y Wilson capta bien el carácter forzosamente metalingüístico del fenómeno, su referencia crítica al lenguaje.

En casi todas las ironías se percibe la imagen de una frase reconocible por su forma y su contenido, que se caracteriza por expresar, sobre todo en la conversación, apetencias o expectativas normales de la comunidad o de un grupo, o solamente del ironista; estas expectativas quedan más o menos contradichas por la situación a la que se refiere la ironía. Se trata de citas implícitas que representan, muchas veces, un pensamiento estereotípico, fácilmente accesible y aceptable. El hablante, como en tantos otros casos de enunciados no serios, afirma dos cosas a la vez, por lo menos, y de una de ellas, la explícita, no se hace cargo, del todo o en parte. Si el texto ironizado no se percibe como ya usado, el tono, la intención y el contexto le darán el sabor de lo ya dicho o, al menos, de lo posible. La ironía es una cita que se diferencia de otras porque es un acto de ficción abiertamente mostrado, presenta una evaluación negativa de algo y lo hace mediante un contraste. En la ironía no hay necesariamente contradicción, pero

13 Véase, por ejemplo, Brigitte Nerlich y David D. Clarke, «Ambiguities we live by: Towards a pragmatics ofpolisemy», Journal of Pragmatics, 33, 2001, pp. 1-20.

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sí hay contraste entre una realidad y otra a lo largo de una dimensión determinada de análisis.

Tomemos una ironía prototípica. Alguien se comporta groseramente, y mi amiga me dice: qué amable. La afirmación literal qué amable es un mal uso deliberado del lenguaje, y como tal lo tomo, agregando lo implícito, en este caso algo así como qué grosero. ¿Cuál es la función de esta ironía? ¿Porqué se toma uno el trabajo de decir otra cosa, incluso, a veces, con riesgo de ser malentendido? Porque las ironías transmiten de un modo muy vívido una opinión, al contrastar lo que la hablante esperaba o lo que hubiera sido aceptable con la realidad que está juzgando o al evocar de algún modo, en las ironías más complejas, varias realidades contrastantes.

Lo citado, en qué amable, es una frase que usamos habitualmente para indicar una situación positiva, que es la normal o bien la deseable. Lo que hacemos es repetir irónicamente lo que en casos no irónicos es una frase que indica complacencia y nada más, y que ahora, en cambio, marca el contraste con el estado de cosas que criticamos, a lo largo de un continuum gradual de la dimensión semántica «amabilidad».

Los conocimientos y creencias sobre el uso del lenguaje y sus hábitos no solamente guían la conducta lingüística de los hablantes y los juicios que hacen sobre ella, sino que explican las inferencias que se pueden hacer en determinados contextos, pues las inferencias están siempre controladas por expectativas, y las expectativas fundadas en criterios de adecuación y en hábitos. Los hablantes tienen un repertorio de frases usuales, que distinguen de las menos usuales. Algunos pragmatistas llaman a los significados más accesibles, por habituales, significados salientes 14

• Cuando el hablante utiliza irónicamente un significado saliente, lo revitaliza semánticamente porque lo sitúa en una dimensión de contraste respecto de alguna realidad. Así, la expresión qué amable, ironizada, nos hace notar qué poco apropiada es a la situación, adquiere un nuevo valor negativo. Según los experimentos hechos por los psicolingüistas, un frase evaluativa, usada literalmente, posee menor efecto que si se la emplea para indicar un contraste, o sea que una crítica irónica es, al parecer, más efectiva que una crítica literal 15

• Esto contradice la caracterización que suele darse a la ironía cuando se la estudia como un recurso de cortesía lingüística. Desde el punto de vista de Ja cortesía, se considera que la ironía es atenuante y protectora de ambos interlocutores, ya que es un modo indirecto de hablar, más fácil de cancelar, o menos claro, menos agresivo, que una evaluación negativa explícita. Creo que los efectos que produce la ironía dependen de muchos factores contextuales que solamente pueden estudiarse caso por caso, y que, por lo tanto, las ironías pueden ser desde críticas aniquiladoras hasta sugerencias amables.

Los lugares comunes, las fórmulas habituales, las verdades generales, condensan muchas voces: no las dice ya una persona, sino un grupo, una comunidad, una tradición.

14 Véase Rache! Giora y Ofer Fein, «Ün understanding familiar and less-familiar figurative language», Journal of Pragmatics, 31, 1999, pp. 1601-1618.

15 Véase, entre otros, Herbert L. Colston y Jennifer O'Brien, «Contrast and pragmatics in figurative language: Anything understatement can do, irony can do bettern, Journal o.f Pragmatics, 32, 2000, pp. 1557-1583.

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Son frases de tercera mano pero también tienen la solidez de lo dicho por todos, de lo que se considera normal, consensual. La ironización apunta a ambas dimensiones, en diferentes grados según los contextos.

Cuando una de esas expresiones del repertorio usual se ironiza con mucha frecuencia, sufre el desgaste de la ironización misma, se vuelve cliché irónico, y nos obliga a un refuerzo. La expresión qué bien, por ejemplo, usada en tantas ironías, requiere a veces refuerzo, si la situación de la que se habla no es suficientemente clara o si no lo es la intención del hablante. Decimos, por ejemplo: qué bien, lo digo en serio. Por otra parte, los lugares comunes que reflejan las opiniones aceptadas, o las expectativas, o los deseos o ilusiones de la comunidad son candidatos a ser ironizados, porque los hablantes están atentos siempre a que la vida no es como debería ser y como ha quedado retratada en el lenguaje. O bien los hablantes son subversivos y quieren desestabilizar creencias recibidas, como sucede, sobre todo, en la literatura. Pensemos, por ejemplo, en el uso irónico que hace Femando de Rojas de los refranes y sentencias con que Celestina intenta seducir a sus víctimas y las conduce finalmente a la muerte.

Algunas ironías no recurren a frases reconocibles, y esas son las que corren más peligro de no ser captadas por los interlocutores, si faltan señales que permitan inferirlas. Pero, como en cualquier tipo de comunicación, el hablante tiene que ocuparse de guiar al oyente, para que este haga las inferencias que correspondan.

Veamos algunas señales suprasegmentales típicas de la ironía y el sarcasmo 16• En

mi comunidad lingüística, como en casi todas, las ironías se dicen con cierto alargamien-to y apertura de las vocales y con marcada nasalización: Mirá qué bieeeeen. La nasalización es más evidente en el sarcasmo, que expresa mayor rechazo hacia las palabras emitidas. La participación de la nariz, y, en general, de lo icónico, en estas formas de comportamiento lingüístico marcadas por la afectividad, ha sido examinada por varios autores, entre ellos Fonagi, que, siguiendo a Darwin17

, dice que, cuando una persona quiere eliminar algo nauseabundo, lo hace por la boca y también por la nariz. A estos rasgos suele agregarse, en las ironías más sarcásticas, cierta lentitud en la

16 Casi todos los pragmatistas tratan la ironía y el sarcasmo como dos formas de lo mismo, considerando el sarcasmo, cuando lo tratan, como una forma agresiva de ironía. Aunque esa es también mi postura, al menos en este trabajo, señalo rápidamente algunas diferencias entre ambas estrategias. El sarcasmo es siempre intencional, por lo cual no existen situaciones sarcásticas, como sí existen situaciones irónicas. El sarcasmo es más crítico que la ironía y tiene, por lo general, una interpretación única. La ironía es fundamentalmente ambigua: se produce, como dice Linda Hutcheon, mediante un juego de significados contrastantes, rara vez un solo significado, y rara vez exactamente el mismo para todos los intérpretes (véase L. Hutcheon,Irony 's Edge. The Theory and Poli tics of Jrony, London, Routledge, 1994 ).

El sarcasmo es descortés y la ironía, por el contrario, puede servir para proteger la imagen del hablante, al oscurecer sus verdaderas opiniones. Por otra parte, la ironía no siempre es verbal: hay pintura, música, arquitectura irónicas. Finalmente, la ironía tiene prestigio filolosófico y literario, ya que supone evaluaciones sutiles, ingenio en el uso del lenguaje y complicidad con el interlocutor.

17 l. Fonagi, «Synthese de l'ironie», Phonetica 23, pp. 42-51 y Charles Darwin, The Expression of the Emotions in Man and Animals, New York: Appleton y Co., 1873. Ambos citados por Haiman, Talk is Cheap, p. 30.

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articulación y una caída de la entonación en la sílaba que lleva el acento. Tenemos el efecto icónico de «masticar las palabras con desprecio», desprecio, que, notemos, recae directamente en las pobres palabras, especialmente si las ha dicho la víctima del sarcasmo. También suele aparecer, en el sarcasmo, un resoplido (por la nariz, con los labios apretados) o una risita frustrada: Seguro que quiere ayudarme, hm.

Así como el mensaje irónico es incongruente (contrasta con la situación a la que se refiere y con las opiniones del hablante) la entonación también lo es, precisamente para marcar las otras incongruencias. Por ejemplo, es muy frecuente, en español y en muchas otras lenguas, una entonación plana, acompañando palabras aparentemente entusiastas: qué alegría; bárbaro; mm, qué maravilla.

También hay marcadores de ironía sintácticos y semánticos. Los más habituales y mejor conocidos son los que indican exageración, por ejemplo los adverbios enunciati-vos del tipo de realmente, sin duda: realmente es un genio. Otros rasgos que también señalan exageración son las cortesías excesivas, los registros muy formales, la dicción muy marcada. Estos y otros mecanismos llaman mucho la atención sobre las expresiones usadas, desmintiéndolas al provocar el mensaje metacomunicativo «no quiero decir esto». Tales indicadores, y otros, pueden encontrarse en lenguas muy distintas. La ironía parece ser un recurso común a todas las culturas. Probablemente exista alguna comunidad en la que todos hablen en serio siempre, o al menos no irónicamente, pero me cuesta imaginarla, tanto como me cuesta imaginar una conversación en la que nadie prestara atención a las palabras que está usando.

Dice John Haiman en su libro Talk is Cheap, ya citado, (el título podría traducirse «Hablar no cuesta nada»), que la ironía y el sarcasmo revelan, mejor que ningún otro fenómeno, la conciencia que tenemos los hablantes de que el lenguaje, por ser lenguaje, es en realidad «aire caliente», no tiene consecuencias, por sí mismo, en la realidad. Cambiar un pañal o decir una palabra mágica producen un efecto instantáneo, son actos instrumentales. El lenguaje produce efectos solo si lo que dice A es entendido y aceptado por B, y estas operaciones son tan frágiles que están controladas por instituciones: como no podemos creer en la verdad de lo que nos dicen debemos recurrir a las leyes, por ejemplo. La ironía, tal como la presenta Haiman, es una demostración pública de nuestra conciencia de que los signos lingüísticos, cuya asociación con el significado es totalmente arbitraria y están desplazados por completo del aquí y ahora (pues significan más o menos lo mismo en diferentes circunstancias), pueden usarse con el propósito de engañar. La ironía es un engaño mostrando el truco. Otros usos del lenguaje que sirven para engañar, pero que aceptamos convencionalmente, son los usos corteses y los rituales. En todo caso, la acusación de Haiman-«hablar no cuesta nada», «hablar de la boca para afuera»-nos permite avanzar un poco más y decir que los hablantes saben que los signos siempre están desplazados (pues significan otra cosa distinta de lo que son), que nos alienan (pues tenemos que aprender a usarlos y podemos manipularlos, a diferencia de expresiones genuinas y no manipuladas, como un grito de dolor) y que nos permiten mentir. Somos escépticos del lenguaje, tanto como de la realidad que conocemos y evaluamos gracias al lenguaje. Por eso somos irónicos.

La ironía es un fenómeno metapragmático por excelencia. Revela por lo menos tres tipos de conocimientos y creencias del hablante, que pueden ser más o menos conscientes: en primer lugar, un conocimiento del lenguaje, de su modo de funcionar;

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en segundo lugar, un escepticismo sobre la capacidad del lenguaje para expresamos y para nombrar la realidad: en tercer lugar, la fe, casi ciega, en el interlocutor, que es el coautor de la ironía. Hasta las ironías más crueles presuponen y refuerzan la complicidad con el interlocutor, que a veces es cómplice y víctima a la vez. Lúdicamente, la ironía hace hablar mal al lenguaje, lo desplaza doblemente, lo vuelve a alienar. La ironía es una re-alienación lúdica del significado lingüístico. No tiene una gramática propia (no existe un «modo irónico» similar al modo subjuntivo) porque, por la índole de la ironía, necesitaríamos un código jerárquicamente superior para ironizada, y así al infinito, contra todas las leyes de economía y eficiencia que nos permiten manipular el lenguaje con discreto éxito 18

En casi todos los trabajos sobre ironía se distingue de entrada entre la verbal y la situacional, como si fueran dos fenómenos completamente distintos 19

. Ambas manifestaciones tienen, sin embargo, elementos básicos en común. En primer lugar, algunas ironías no intencionales forman parte de situaciones irónicas, ya que todo enunciado es un elemento constitutivo de una situación. Cuando la hablante A, cuyo marido tiene una amante, dice a su amiga B, que conoce la verdad, que ella, A, no soportaría que su marido la engañase, este enunciado, dicho con inocencia (salvo que hagamos intervenir al inconsciente) forma parte de una situación irónica, aunque no es un enunciado irónico en sí mismo. La situación irónica es la que resulta del contraste entre la realidad y las creencias de A, expresadas verbalmente.

Por otro lado, el atributo de irónicas, que aplicamos a ciertas situaciones (del tipo expresado por dichos como «en casa de herrero cuchillo de palo») indica siempre un contraste a lo largo de alguna dimensión de juicio, tal y como sucede en las ironías llamadas verbales, en que se contrasta lo dicho y lo no dicho, a partir de un estado de cosas criticado. Por eso es muy posible que la idea de «ironía de la vida» o «ironía de las cosas» provenga de una extensión del término, que pasaría de ser la designación retórica de un tipo de estrategia verbal a ser una evaluación de ciertos tipos de situaciones. Esta extensión captaría lo esencial de la ironía verbal, que es la incongruen-cia y el contraste, y lo propondría como cualidad de ciertas situaciones, consideradas incongruentes de por sí. De la misma manera que decimos, por extensión, que una música, un cuadro y también una persona son irónicos, adjudicándoles el atributo de producir ironías, podemos decir que un estado de cosas es irónico, aplicando a la realidad una denominación metapragmática que distingue ciertos usos del lenguaje. El adjetivo irónico sería, en ese caso, una metáfora, y la ironía, práctica verbal muy cultivada y apreciada, sería un punto de referencia para entender el mundo. Lo que mostraría la penetración de la metapragmática en nuestros juicios sobre las realidades no lingüísticas2º.

18 Cfr. Haiman, op. cit., p. 59. 19 Dicen, por ejemplo, Sperber y Wilson: «There may exist interesting relations among

(di fferent forms ), but there is no reason to expect them to fall under a single unified theory of irony»(«Verbal irony: pretence or echoic mention?», Journal of Experimental Psychology, General, 113, 1984, p. 130. )

20 He repetido aquí observaciones hechas en Metapragmática, op. cit.

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El lenguaje, que, como todo sistema semiótico, opera por medio de la repetición de los signos, que están desplazados de contexto y mantienen significados reconocibles en cada nuevo empleo (o no nos servirían para nada), opera en ciclos de semantización y des-semantización. El desgaste está compensado por la continua tendencia a la innovación lingüística. Los hablantes tienen conciencia del ciclo novedad-rutina y de las fosilizaciones y resurgimientos del significado, así como tienen alguna conciencia del papel alienante del lenguaje. Hablar una lengua-incluso nuestra lengua materna, pero piensen en el caso de tener que usar un código que no dominamos bien-nos obliga siempre a alguna forma de control que tiene el efecto de separamos de nuestra propia experiencia y manipularla, a costa de la espontaneidad y la sinceridad21

• A veces, en momentos cruciales, nos damos cuenta de la inanidad de las fórmulas: qué difícil es decirle a alguien «te quiero» o «lo siento» sin oír la repetición, la fórmula. Esa misma conciencia de que el lenguaje nos separa de nuestras emociones auténticas es la que nos lleva a distanciamos abiertamente del lenguaje y usarlo de un modo no serio, como cuando mi sobrina postmodema dice de su hijo qué precioso bebé citando su propio pensamiento, adelantándose a decir lo que yo voy a decir, comentando las bobadas repetidas que decimos en estos casos, y a la vez diciendo, amurallada en su ironía, que el bebé es precioso, ya que la ironía también sirve para decir la verdad fingiendo que se finge no decirla.

Mi insistencia en el aspecto metapragmático de la ironía no debe dejarles la impresión de que quito importancia a la ironía como estrategia que sirve para comentar, generalmente en forma negativa, una realidad, contrastándola con otra mejor. Solo quiero hacer notar que no tendría sentido evaluar la realidad usando mal el lenguaje deliberadamente, llamando tanto la atención sobre el lenguaje, si no quisiéramos incluir, en nuestra crítica, al lenguaje mismo. La ironía, en mayor o menor grado según los casos, recoge y exhibe los más profundos escrúpulos metapragmáticos de los hablantes: la conciencia de la repetición y el desgaste, la conciencia del engaño posible, la conciencia del desplazamiento de la experiencia provocado por la actividad semiótica. El metamensaje irónico («digo lo que digo pero no lo digo, sino que digo lo que tú sabes») a la vez multiplica las resonancias con otras expresiones usadas en casos contrastantes, revitaliza el significado acentuándolo y extendiéndolo, y consolida la complicidad con el interlocutor, a veces a costa de la exclusión de otros interlocutores. La ironía es una constante llamada de atención, que nos hacemos nosotros mismos, sobre la capacidad del lenguaje para confundir y engañar, o sea, para crear ficciones. Capacidad indispensable para producir literatura (y por lo tanto dar expresión a nuestros más profundos sentimientos y deseos), pero también para comunicamos diariamente mediante recursos tan importantes como citas, metáforas, hipérboles, eufemismos, cortesías, implícitos, presupuestos. Sin la capacidad alienadora y ficcionalizadora del lenguaje apenas podríamos dialogar con los demás. En su relato «El otro», en el que narra un encuentro con una versión joven de sí mismo, escribe Borges, denunciando irónicamente la fatalidad semiótica de toda comunicación: «!El otro y yo/ no podíamos engañamos, lo que hace difícil el diálogo».

21 Cfr. Haiman, op. cit.

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En suma. El lenguaje posibilita la cognición: sin lenguaje, caeríamos en la nada inconcebible. Pero el lenguaje, que articula organizadamente nuestra experiencia del mundo es, como dice George Steiner, demasiado conservador y opaco para expresar intuiciones nuevas, y de ahí los intentos de innovación lingüística de los poetas y de los pensadores22 • En sucesivos reciclajes, que son lentísimos, la gramática va convencionali-zando la novedad, haciéndola expresable. Pero estos procesos tienen su propia inercia, de la que, sin ser poetas, somos conscientes los hablantes en alguna medida. Al desencajar el lenguaje y obligarlo a decir mal-con la esencial colaboración del interlocutor-la ironía lo acusa y a la vez lo rescata, tensando los límites de la comunicación y festejando a la vez la ambigüedad, el riesgo y el acuerdo entre los hablantes. Como la literatura, la ironía hace palabras de palabras, una operación que a la vez denuncia, exalta y celebra inmensamente el lenguaje.

22 George Steiner, Grammars of Creation, New Haven, Y ale University Press, 2001, p. 11 .

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