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UNIVERSIDAD DE CHILE FACULTAD DE ARTES ESCUELA DE ARTES ESTUDIO DE LAS PERCEPCIONES DE LA OBRA DE MAGDALENA Y AURORA MIRA MENA EN LA PINTURA CHILENA DEL SIGLO XIX Tesis para optar al grado de Licenciatura en Artes con Mención en Teoría e Historia del Arte Tesista: Macarena Rojas Líbano Profesor Guía: Enrique Solanich SANTIAGO - CHILE 2006

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UNIVERSIDAD DE CHILE

FACULTAD DE ARTES ESCUELA DE ARTES

ESTUDIO DE LAS PERCEPCIONES DE LA OBRA DE

MAGDALENA Y AURORA MIRA MENA EN LA PINTURA CHILENA DEL SIGLO

XIX

Tesis para optar al grado de

Licenciatura en Artes con Mención en Teoría e Historia del Arte

Tesista: Macarena Rojas Líbano Profesor Guía: Enrique Solanich

SANTIAGO - CHILE

2006

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Agradecimientos

Ellos y ellas lo saben…

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ÍNDICE

INTRODUCCIÓN 4

OBJETIVOS 6

JUSTIFICACIÓN DE LA INVESTIGACIÓN 7

CAPÍTULO I

La mujer durante el siglo XIX 9

CAPÍTULO II

El desarrollo de la pintura chilena y la presencia femenina 16

CAPÍTULO III

La Academia de Pintura y la actividad artística en el siglo XIX 23

CAPÍTULO IV

La familia Mira Mena 27

Magdalena y Aurora Mira: Estudios e influencias 34

Los Salones Oficiales de Pintura 37

La obra de las hermanas Mira vista por los críticos de arte 40

La pintura de Magdalena y Aurora Mira 47

CAPÍTULO V

La obra de Magdalena Mira Mena 59

CAPÍTULO VI

La obra de Aurora Mira Mena 70

CONCLUSIONES 83

BIBLIOGRAFÍA 87

ANEXO 90

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INTRODUCCIÓN

En la corta vida de las artes plásticas en Chile, la contribución femenina al arte aparece

documentada tardíamente. Múltiples razones contribuyeron a ello, especialmente lo relacionado

con la formación educativa de la mujer, ya que el rol que la sociedad le tuvo asignado fue

incompatible con el desarrollo y perfeccionamiento de sus capacidades personales, más allá del

ámbito estrictamente familiar. Empero, durante el transcurso del siglo XIX se vislumbró una

paulatina incorporación de ésta al quehacer cultural, intelectual y, sobre todo, artístico, pero tal

apertura sólo se registró en la llamada alta burguesía. Esta situación se vio avivada por el auge de

las reuniones sociales, en las que se discutía acerca de actualidad y cultura y en donde

particularmente, todo lo referente a la pintura resultó ser un contenido infaltable desde la creación

de los Salones de Pintura.

Fue gracias a este auge en la vida cultural, fomentado, entre otras cosas, por la estabilidad social

política y económica imperante en el país, que la mujer comenzó a participar, aunque no de

manera preponderante, dentro de la vida activa y pública, sin compensar totalmente las

insuficiencias de su educación.

La instrucción de ellas se hizo más bien de manera informal, al relacionarse con figuras ilustres,

con personajes más cultos y con diversos extranjeros que se avecindaron en el país. Esta situación

les permitió la adquisición de nuevos y más profundos conocimientos, distantes y diferentes de

los que les proporcionaron la enseñanza familiar, las instituciones religiosas y los colegios de

señoritas, en los que se generaba gran parte de su educación. Como nunca antes germinó un canal

de comunicación entre ambos sexos.

Estas circunstancias, paulatinamente, permitieron que se produjera, a fines del siglo XIX, un

hecho cultural inédito que marcó el triunfo definitivo y el inicio público de una actividad

pictórica que había comenzado tímidamente, pero que ya contaba con algunas figuras

precursoras. Por primera vez, numerosas pintoras aficionadas tomaron la iniciativa de enviar sus

trabajos a los Salones de Pintura.

En el Salón de 1883, realizado en el Congreso Nacional, en el que participaron figuras de la talla

de Pedro Lira y Ramón Subercaseaux, por vez primera la mujer obtuvo modestos premios y se

encontró en mayoría frente a los hombres, en una relación de 18 a 23, la que aumentó

considerablemente en los años siguientes. Sin embargo, dentro de este cuantioso grupo de

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expositoras, tan sólo unas pocas sorprendieron a los entendidos por su talento pictórico, a pesar

de los limitados estudios artísticos que la época les había conferido. Entre ellas se encontraron las

hermanas Magdalena y Aurora Mira Mena.

Aunque su condición social les impidió dedicarse a un profesionalismo integral, estas jóvenes

pertenecientes a la clase privilegiada se dedicaron con entusiasmo al arte y, sin querer, rompieron

y reaccionaron con lo que la época había asumido para ellas. De este modo atrajeron la mayor

parte de las miradas, los comentarios y los aplausos, al tiempo que detonaron profusos artículos

en la prensa, entre los que fue fácil advertir el agrado con el que fueron recibidas:

Vemos aparecer y afirmarse de una manera elocuente, por todos reconocida, tres

talentos distinguidos, originales, llenos de las más lisonjeras promesas. Los nombres

de las señoritas Mira y de la señorita Celia Castro, ayer poco conocidos, son ahora los

más populares en las dos capitales de Chile: Santiago y Valparaíso. 1

En los años siguientes su participación no se detuvo, se agregaron los salones de 1885, 1886,

1891 y 1895, donde igualmente alcanzaron las más altas recompensas y cumplidos de una crítica

que utilizó hacia ellas un lenguaje directo, que elogió tanto sus características técnicas como su

frescura. Sin embargo, muy pronto la presencia de estas dos figuras tan notorias, a las que se les

había augurado un futuro prometedor, se extinguió dentro del más apabullante silencio y, aunque

se hicieron notar algunos lamentos, pareciera ser que para la época el hecho no causó mayor

extrañeza. “Las hermanas Mira habían cumplido lo más importante de su misión. Después se

cerró sobre ellas el silencio de la intimidad, y no mucho más tarde el del olvido” (Carvacho

1953, p. 13).

Ese citado mutismo radicó en la especial condición de la mujer que, una vez casada, se veía

recluida a las actividades propias del hogar. No había excepciones y con mayor razón lo fue para

estas “señoritas” que, aunque fueron criadas bajo el alero de una de las cunas más poderosas,

cultas e instruidas de Santiago, no pudieron escapar de los dictados de su tiempo y del

conservadurismo propio de las familias más pudientes.

A partir de los antecedentes de la presencia femenina en la pintura chilena y, especialmente en la

consideración que se tuvo en la época hacia las hermanas Magdalena y Aurora Mira, fue que

1 Las Bellas Artes en la Exposición (1884, Noviembre 6). El Ferrocarril.

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surgieron en la tesista numerosas interrogantes tales como: ¿Cuál fue la razón para que las

hermanas Mira fueran tan reconocidas en su época?, ¿inscribieron la presencia femenina en el

quehacer artístico nacional?, ¿cuáles fueron las razones por las que alcanzaron una favorable

evaluación de su obra pictórica?, ¿cuál fue la razón para que expusieran durante un período tan

breve de tiempo y desaparecieran sin trascender?, ¿qué logros pictóricos en la pintura chilena

pueden atribuírseles?.

En síntesis, para dar respuesta a las interrogantes señaladas en la presente tesis, se investigó sobre

la situación particular de la mujer chilena de élite dentro del entorno social del siglo XIX,

especialmente durante la segunda mitad, su modo de vida, su educación y el rol que desempeñó

en la sociedad. Posteriormente, se indagó en las características y el desarrollo de la pintura

chilena, junto con sus principales exponentes y, derivado de ello, la incorporación femenina al

quehacer artístico nacional, sus precursoras extranjeras y la primera generación. También se

analizó el entorno familiar en el que crecieron ambas hermanas, sus estudios e influencias. Se

examinó el significado de su breve, pero maciza participación en los Salones de Pintura entre

1883 y 1895 y su temprano alejamiento; las impresiones con que fueran recibidas y los

cuestionamientos que se generaron a partir de su aparición en la vida pública. Finalmente, la tesis

presenta un análisis de la obra pictórica de las hermanas Mira Mena, lo que permite al lector

formarse un juicio acabado sobre su significación en nuestra pintura.

En síntesis, la presente tesis se planteó la siguiente interrogante: ¿Cuáles son las percepciones

acerca de la obra de Magdalena y Aurora Mira Mena en la pintura chilena del siglo XIX?

OBJETIVOS

General

Estudiar las percepciones acerca de la obra de Magdalena y Aurora Mira Mena en la pintura

chilena del siglo XIX.

Específicos

Definir la situación de la mujer chilena en el entorno social y cultural del siglo XIX.

Describir el significado de la participación femenina en el quehacer pictórico nacional del

siglo XIX.

Investigar los estudios e influencias en la obra pictórica de Magdalena y Aurora Mira.

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Evaluar la significación de la obra Magdalena y Aurora Mira en el ambiente de la época y

en la pintura chilena.

JUSTIFICACIÓN DE LA INVESTIGACIÓN

Al inicio de la historia de la pintura chilena, marcada tradicionalmente por una renombrada y

variada pléyade masculina en la que destacaron los nombres de Pedro Lira, Alberto Valenzuela

Llanos, Alfredo Valenzuela Puelma y Juan Francisco González2, llamó la atención que

aparecieran de modo relevante algunas figuras de mujer. Esta investigación, si bien no podía

abarcarlas a todas, buscó conocer cuál fue la contribución de ellas, hasta ahora tan marcadamente

ignoradas en la pintura nacional.

Surgió desde ahí el deseo de rescatarlas, ya que fueron esos personajes inaugurales y sus iniciales

manifestaciones pictóricas, que parecieron ser tan triviales y poco significativas, las que

posteriormente se revelaron como trascendentales para el desarrollo de la plástica nacional. En

este sentido, fueron esas primeras mujeres las que marcaron los cimientos para las futuras

generaciones de pintoras, cuyas representantes trascienden hasta el día de hoy. Para el estudio

acabado de este tema, fue necesario correr la cortina de la infancia de la pintura, en relación con

los orígenes de las manifestaciones que conducen a explicar aspectos trascendentales de los

fundamentos sobre los que reposa la pintura actual.

Magdalena y Aurora Mira representaron, en su elección de vida y en su obra, el paradigma de

esta primera generación que ha sido de algún modo omitida. Lamentablemente, sus pinturas han

permanecido un tanto olvidadas por los actuales historiadores del arte, quienes escuetamente las

mencionan, lo que dificulta colocarlas nuevamente en la memoria colectiva. Probablemente esta

sea la consecuencia que se traduce en el escaso material bibliográfico disponible sobre su vida y

obra, situación que exige la necesidad de proveer de un texto cuyo peso teórico y crítico las

instale en el lugar que les corresponde en la historia del arte pictórico nacional.

Esta tesista consideró necesario dar a conocer a estas figuras dentro del proceso histórico

nacional, con el propósito de asignarles su justa dimensión. El propósito fue recuperar el material

existente sobre ellas, su corta pero bullada participación en los Salones de Pintura. La idea matriz

2 Esta constitución es planteada por el crítico de arte e historiador Antonio Romera, quien reúne bajo la denominación de Los cuatro maestros, a quienes considera como los pintores más destacados e importantes en el desarrollo del arte chileno de fines del siglo XIX y principios del siglo XX (Romera, 1976).

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giró en torno a elaborar un análisis de sus obras desde una visión integradora, que incluyera los

datos biográficos y las diversas opiniones publicadas.

Para concretar dicho propósito fue preciso indagar en su factura, intencionalidad y expresividad,

elementos todos, que posibilitaron reconstruir, en parte, esa historia olvidada.

El trabajo expuesto en esta tesis se sumerge en sus motivaciones más íntimas, valoriza sus

producciones como reflejo de la intimidad de las hermanas, de su visión de mundo y, al mismo

tiempo, desenmascara una temporalidad cultural específica.

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CAPÍTULO I

La mujer durante el siglo XIX

Fue el hogar, durante el siglo XIX, el centro de todas las actividades de la época y el lugar por

excelencia del sexo femenino ya que eran ellas quienes lo manejaban y lo mantenían unido; en él,

la familia siempre ocupó un sitial preponderante dentro del ambiente cultural, social e incluso

político.

La familia estuvo marcada por un carácter patriarcal y por sobrias costumbres guiadas por un

fuerte sentido religioso, que le permitió mantener por muchos años la solidez de su estructura.

Con frecuencia se encontró compuesta por un gran número de integrantes, que incluía a los

padres, varios hijos, criados e incluso, algunos parientes, quienes lograron desarrollarse en los

más variados ámbitos de la actividad nacional tales como la política, el comercio, la agricultura,

la salud y la educación. Este punto es trascendental, ya que esa diversidad de caracteres, intereses

y conocimientos, influyó notoriamente en el aumento del bagaje cultural de sus miembros y en su

posición privilegiada para acceder a una multiplicidad de conocimientos, especialmente en las

clases acomodadas.

En esa época los pasatiempos habituales tenían relación directa con el contacto social y la vida al

aire libre. Las damas se veían siempre acompañadas de alguna mujer mayor (nunca del brazo del

hombre), se paseaban a pie por los tajamares del Mapocho o salían en carruaje a recorrer la

ciudad, asistían con regularidad a la iglesia, a las carreras de caballos y al teatro. Pero, lo más

llamativo, fueron los carnavales, las fiestas religiosas populares y, sobre todo, las tertulias.

Estas reuniones, tan características en las casas de la gente de élite se realizaban para celebrar

algún suceso especial como matrimonios, bautizos o comuniones y fueron el lugar propicio para

discutir, tanto los acontecimientos políticos como los temas culturales. Sin proponérselo a priori,

llegaron a convertirse en un escenario ideal para que las jovencitas, fomentadas por sus padres,

lucieran sus talentos a los invitados o posibles pretendientes, tocando un instrumento como el

piano o la guitarra, cantando o bailando.

La educación femenina durante la primera mitad del siglo en estudio estuvo muy descuidada y

fue suplida, en las situaciones que lo requerían, mediante el ingenio, la agudeza y los modales

llenos de gracia y coquetería. Las jóvenes fueron criadas en base a principios cristianos,

preparadas para el matrimonio como dedicadas, devotas y silenciosas esposas, madres y dueñas

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de casa. En caso contrario, debían inclinarse hacia la vida conventual. Estas líneas de formación

explican que sus intereses secundarios fueran los de la lectura, la escritura y la pintura, ya que

para el cuidado del hogar no se necesitaban mayores conocimientos que los procurados por la

propia madre y que comenzaban desde la más tierna infancia con las reglas de comportamiento,

las labores de mano, la cuidadosa preparación de los platos y dulcería fina, el bordado y los

estudios de piano, entre otros.

Durante la segunda mitad del siglo, gracias al auge de la educación institucionalizada y del

resurgimiento cultural propiciado por la llegada de intelectuales extranjeros (que trajeron consigo

las ideas románticas), se comenzaron a percibir cambios sustanciales que transformaron la vida

social y las costumbres familiares con directa incidencia en el quehacer femenino.

En este período, Santiago pasó de ser una ciudad tranquila, a ser el centro del acontecer social. La

grandiosidad y el lujo marcaron los nuevos hábitos sociales, en los que fue mucho más frecuente

la vida nocturna, los bailes, las comidas y las salidas al teatro. Surgieron los barrios elegantes, se

inauguraron las grandes mansiones junto a edificios y monumentos lujosos, lo que trajo como

efecto grandes contrastes entre las viviendas del centro con las de las afueras. A lo anterior, se

agregó un notorio cambio en el modo de vida entre la gente pudiente con respecto a las clases

media y baja, quienes se mantuvieron fieles a las tradiciones y las costumbres.

A pesar de ello, la clase alta mantuvo la importancia de la vida familiar y el hogar continuó

siendo el centro de la vida, aunque, poco a poco, sus lazos fueron menos estrechos y sus

miembros masculinos comenzaron a dedicar mayor parte de su tiempo a las actividades que se

realizaban fuera de él, tanto en los clubes como en las asociaciones político-culturales. A partir

de ese momento, la imagen de moderación y recato de la mujer experimentó importantes

variaciones, tal como lo explicara Teresa Pereira:

Hay frecuentes observaciones en memorialistas sobre el modo de ser de la mujer de

fines de siglo, a la cual censuran en comparación con la de épocas pasadas. Hay

críticas a su afición por los bailes, los teatros y las tertulias, en desmedro de sus

deberes. Las jóvenes han adquirido más libertad en sus modales y ya no salen

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acompañadas del padre, la madre o el hermano, como era lo acostumbrado (1978, p.

104).

Por su parte, las mujeres también comenzaron a exigir más libertades, reflejadas éstas en una

mayor seguridad, evidenciada en sus salidas sin compañía, lo que unido al aumento de su interés

en temas ilustrativos, les permitió una activa participación en reuniones grupales en las que se

discutía especialmente sobre literatura. De éstas surgieron las ideas que abrieron a paso a la

organización de centros culturales, de beneficencia y sindicales.

La tradición de los salones continuó con más fuerza que nunca, pero su eje principal lo

constituyeron las conversaciones sobre la actualidad. Las veladas fueron una buena excusa para

mostrar la pomposidad que incluyó en su decoración sofás tallados y tapizados en ricas telas,

lujosos cortinajes y grandes espejos que adornaban las paredes, fiel reflejo de la moda francesa

imperante. El adorno del hogar, el menú de la cocina y la preocupación por la vestimenta, que se

llenó de gasas, sedas y adornos que se importaban de los talleres franceses, eran un reflejo más de

los gustos de la época. Este nuevo interés social hizo que varias damas distinguidas abrieran sus

propios recintos para recibir y codearse con lo más selecto del mundo intelectual y político.

Figura de avanzada y precursora en estas lides fue doña Isidora Zegers (1803-1869), quien reinó

indiscutidamente en el plano musical. También se puede mencionar el salón de Enriqueta Pinto y

el de Martina Barros Borgoño (1850-1944), a ellos asistían ministros, miembros del congreso,

escritores, artistas y músicos que discutían sobre política, literatura, arte y teatro. En estos salones

florecieron importantes debates críticos y en ellos la mujer comenzó a ser parte imprescindible,

porque demostró su interés en la cultura y en el acontecer político del país. Dicha actuación se

vio estimulada por el auge de la prensa que la mantenía informada sobre los temas de actualidad.

Esta elegancia y ostentación propia de las clases más pudientes, comenzó a convivir con la

característica y profunda vida espiritual. Fue así que, las rigurosas costumbres religiosas y el

cumplimiento de los ritos guiaron todas sus actividades, pero también dieron cauce a lo que

puede considerarse como la primera lucha femenina. Por una parte, la defensa de las ideas

religiosas (que se encontraban arraigadas desde la época colonial) y, por la otra el alejamiento del

hogar para dedicarse a las obras de beneficencia.

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Esta situación les permitió salir lentamente de sus estrechos círculos, sin descuidar las tareas del

hogar y sumadas a las mencionadas reuniones sociales se instalaron y transformaron su situación

de un modo bastante radical para la época. Asombra ver cómo aparecieron, gracias a ellas,

numerosas organizaciones de ayuda a los más necesitados, lo que contrastó con sus contadas

actuaciones políticas, intelectuales y culturales de los años precedentes. Las damas no sólo se

interesaron en la propagación de la fe, sino también influyeron en el financiamiento de la

publicación de periódicos católicos como La Unión de Valparaíso.

La ilustración y la influencia liberal, cuyas armas que les permitieron levantarse y luchar por la

defensa de la religión, permitieron que esa mentalidad religiosa tan estricta inclinara su peso

hacia la educación y el desarrollo cultural de las mujeres, lo que provocó que su situación

comenzara a dar nuevos frutos.

La rudimentaria instrucción femenina inicial en el hogar comenzó a ser complementada en

algunos conventos, como el de las Agustinas o las monjas Claras. Posteriormente, se acrecentó

con la creación de numerosos liceos particulares y fiscales, colegios religiosos para señoritas,

auspiciados por las damas de clase alta. Las niñas más acomodadas asistían al Sagrado Corazón,

en el que cursaban ramos relacionados con los principios básicos de aritmética, gramática,

catecismo, historia sagrada, literatura e idiomas. La mayor parte del tiempo escolar se

concentraba en las labores de mano, en las clases para una correcta actuación en sociedad y sobre

todo, en la formación moral que tenía directa relación con las costumbres religiosas y la caridad.

La creación de estos establecimientos permitió un mayor desarrollo de la educación que, aún

cuando siguiera ligada a su actuación en el hogar, se sistematizó y reglamentó.

En relación con la pintura, las niñas estudiaban los principios del dibujo y del color, casi siempre

se detenían en las copias tradicionales de cuadros de maestros consagrados y rara vez iban más

allá de la sencilla acuarela. Al salir del colegio, se apresuraban a olvidar sus estudios artísticos,

por ser consideradas:

Como futilezas deleznables en presencia de las graves y absorbentes preocupaciones

del peinado, el vestido y las tertulias que las esperaban en el mundo… En cuanto a

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pensar en exhibirlas en público, habría sido ofender vivamente el pudor de la autora,

como si el tener talento fuera una vergüenza. 3

El que apareciera algún temperamento singular y audaz, que no se ajustara a los moldes

convencionales tuvo su inicio en el ambiente familiar más que en la incipiente institución escolar.

Por esta razón, fueron las mujeres aristócratas, junto con las de clase media emergente, las que

demostraron mayores inquietudes intelectuales y manifestaron el influjo de un medio que fue

propicio a los cambios en su quehacer.

Todas las circunstancias mencionadas, sumadas a los avances producidos en el ámbito de la

instrucción, provocaron una evolución en la mentalidad de la mujer, la que adquirió un mayor

desarrollo intelectual y, paulatinamente, se hizo conciente de sus derechos. A fines del siglo

emergieron las condiciones para integrarse a la actividad nacional, aparecieron las primeras

profesionales y, numerosas señoras comprendieron que debían asumir nuevos roles y

responsabilidades, diferentes a los que desempañaban hasta ese entonces.

Por su parte el Estado comenzó a mostrar interés al destinar parte de su presupuesto a la creación

de establecimientos educacionales, liceos, talleres y escuelas técnicas (en algunos casos

gratuitos), lo que aumentó la calidad de la educación y disminuyó las cifras que en los censos

arrojaban un analfabetismo femenino cercano al noventa por ciento.

Durante la presidencia de Manuel Montt (1809-1880), se comprendió la importancia de la

educación de la mujer, lo que provocó un auge en los programas de educación pública al crearse,

en 1854, la Escuela Normal de Preceptoras. Este hecho marcó la incorporación de los planes de

Educación Primaria a escala nacional, con la consecuente disminución de las diferencias de

instrucción entre los sexos. En 1877 se decretó, no sin polémicas, que las mujeres podían obtener

títulos profesionales4 y someterse a las mismas disposiciones de los hombres (lo que nunca fue en

la práctica) e incorporarse a la vida económica para ejercer una profesión. Toda una revolución

para la época que rompió una gran cantidad de prejuicios cuando vio nacer una nueva generación

3 Juan de Santiago. (1887, Julio 24). Semanas de Santiago. La Unión Valparaíso.

4 La primera mujer en ingresar a la Universidad de Chile fue Eloísa Díaz (1866-1950), quien se matriculó en la

Escuela de Medicina y junto a Ernestina Pérez (1868-1954), fueron las primeras profesionales de América Latina

(www.memoriachilena.cl).

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que dejaba atrás esa incapacidad que históricamente la había rodeado. Ya no existían excusas y la

sociedad completa comenzó, gradualmente, a esperar otra cosa y ellas mismas, al unirse a los

planteles estudiantiles e incorporar silenciosas demandas, demostraron cuánto había cambiado en

sus intereses.

En la última etapa del siglo, mientras el campesinado se empobrecía, la clase alta obtenía las

mayores ventajas al participar de manera activa en las decisiones del gobierno. Aspiró a los

mejores empleos y no temió ostentar sus riquezas ni manifestar sus opiniones y, aunque ambas

clases compartieron las ventajas del nuevo orden de las cosas, es ésta última la que se encontró en

mejores condiciones para recoger los frutos que se les ofrecían.

En suma, al iniciarse el siglo XIX, los protagonistas de la historia eran sólo los hombres, ellos se

debían a la actuación pública y las mujeres al mundo privado. Tanto la cultura como la educación

y la vida en el hogar dejaban mucho que desear en relación con el desarrollo de sus capacidades y

su mundo se movía dentro de esos estrechos límites. Hasta esa época se mantuvo el ideal

femenino impuesto por la tradición y la religión: pureza, sumisión y rígida obediencia a las

normas establecidas. Pero, a partir de la década del cincuenta, la mujer, especialmente la de clase

alta, comenzó a despertar de su estado de postergación, incentivada por la literatura francesa y los

contenidos de la prensa. Sin embargo, aunque llegó a exigir, silenciosamente, su derecho a la

educación y al trabajo, su situación ante la ley no mostró avances significativos, pero las mejoras

educativas habían abierto sus caminos y ya no pudo quedar aislada esta vez.

Irrumpieron así en la vida pública, sobre todo en el campo literario y artístico, en el que

demostraron con creces que poseían las facultades y los talentos, sólo que no había existido

ningún tipo de incentivo ni exigencias para su desarrollo educativo e intelectual. Por ello fueron

escasas las figuras que se mantuvieron informadas y fue natural que pertenecieran, casi

exclusivamente, a las familias más acomodadas porque poseían un mayor bagaje cultural.

En el caso de la actividad pictórica femenina, se puede desprender que su atraso se debió a todas

esas circunstancias que coartaron, en gran medida, su libertad y desarrollo de aptitudes. El arte es

un producto social, condicionado por la atmósfera material y cultural en el que germina. Un

producto de la combinación de elementos históricos, económicos, religiosos y políticos, de los

cuales nacen las inquietudes. Es por ello que el desarrollo de la creación no ocurre de manera

independiente a esas condiciones, sino por el contrario, al ser ésta una concepción de mundo, se

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encuentra próximo a su realidad social. Demoraron en insertarse al ambiente de la plástica

nacional, ya que necesitaron contar con mayores armas para que esto ocurriera.

Las primeras obras fueron bastante tímidas y primitivas, se encontraron asociadas más con una

distracción momentánea que con un vuelo creativo mayor, pero con el correr de los años, al

presentárseles condiciones más favorables, se transformó en una actividad que cobrará un

desarrollo inusitado a partir de 1883, fecha en la que aparecen las bases del primer movimiento

pictórico femenino que tuvo, desde entonces, cultivadoras destacadas.

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CAPÍTULO II

El desarrollo de la pintura chilena y la presencia femenina

Durante la época colonial la pintura tuvo una escasa actividad y las primeras manifestaciones

culturales, dominadas por las ideas religiosas y el afán evangelizador, se importaron desde los

talleres de la Escuela Quiteña, que abasteció nuestro modesto mercado con cuadros religiosos y

algunos retratos.

Es por ello que si la Colonia no fue prodiga en este tipo de creaciones, fundamentalmente

masculinas y anónimas, lo fue menos en relación a las de la mujer. Igualmente, durante el periodo

existieron algunos antecedentes tímidos de lo que fuera su primera expresión artística, en las

llamadas “Lozas de las Monjas”, cerámicas realizadas en greda, de inspiración costumbrista,

junto con algunas escenas de Belén y La Sagrada Familia.

Años más tarde, cuando el país consolidó su vida cívica y se afianzó la Independencia, se produjo

un despertar cultural que, en el ámbito artístico, influyó en la perdida de vigencia de la pintura

colonial, dando paso a una que eludía lo religioso, destacaba el mundo terrenal, al hombre y a su

importancia dentro del quehacer histórico.

Chile no demostró verdadera preocupación e interés por la pintura, sino hasta la llegada de

algunos artistas extranjeros atraídos por la naciente estabilidad. En relación con el trabajo

artístico realizado por mujeres se apreció una situación similar. Pudo comenzar a advertirse

silenciosamente su presencia y su valorización de la actividad, gracias a la llegada de algunas

extranjeras provenientes de países con mayor erudición. Fueron éstas quienes, al propagar sus

inquietudes artísticas, propiciaron la eclosión de la pintura femenina en el ámbito nacional.

“En el círculo de la enseñanza artística femenina desempeñó un rol de importancia el Colegio de

Pensionistas de Santa Rosa, de la calle Merced, que regentaron con responsabilidad los

educadores argentinos Bienvenida y Procesa Sarmiento y Benjamín Lenoir” (Pereira 1992, p.

55).

Procesa Sarmiento de Lenoir (1818-1899), hermana menor de Domingo Faustino Sarmiento

(1811-1888)5, fue una figura adelantada que tuvo gran importancia en el desarrollo de las

5 Político, escritor, pedagogo y presidente argentino que desarrolló en Chile una importante labor cultural y

educacional (www.memoriachilena.cl).

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habilidades artísticas en el ambiente educacional femenino. Instruida en el campo de la pintura en

Argentina, su país natal, en donde recibió clases de pintura y dibujo, llegó a Chile en 1841, fecha

en la que abrió una escuela en la ciudad de San Felipe. En 1845 se trasladó a la capital, en donde

continuó sus estudios artísticos con Raymond Monvoisin.

En 1851 dirigió, en Santiago, el Colegio Pensionistas de Santa Rosa junto a su hermana

Bienvenida, quien se especializó en la enseñanza de labores para el hogar y en la técnica del

dibujo aplicado al tejido en lanas. Procesa, en cambio, se dedicó a realizar diversas copias de los

cuadros del maestro bordelés, junto con numerosas acuarelas y retratos, entre los que destaca el

del presidente Manuel Montt.

Durante el período inicial de la pintura, es imprescindible mencionar el influjo de la escritora y

viajera inglesa Mary Graham (1785-1842). Esta mujer sumamente culta y con una marcada sed

de conocimientos, pronto se transformó en una maravillosa cronista e historiadora que dejaría un

legado de gran relevancia.

Hija de un marino de profesión, que le inculcó su pasión por los viajes, recibió desde niña una

completa educación en arte y humanidades. Su formación pictórica la recogió de William de la

Motte (1775-1873) y los principios estéticos de Sir Joshua Reynolds (1723-1792). El primero, en

lecciones perfectamente académicas, le señaló los modelos de las marinas y los paisajes,

aprendizaje que le proporcionó un gran sentido de la perspectiva.

Casada en 1809, con un capitán de la marina, visitó las costas de Sudamérica y llegó a Chile en

1822. Como resultado de su estancia en el país, publicó su diario de vida denominado Diario de

mi residencia en Chile en 1822. En él plasmó sus observaciones sobre la sociedad criolla de

Valparaíso y de Santiago, su idea del país, expresada en las costumbres de sus habitantes y las

fiestas religiosas y la gente más influyente del ámbito político y cultural con las que trabó

amistad. Gracias a ello es que se posee actualmente una fuente viva del estado del país durante

los primeros años de la Independencia.

Como documento histórico, su diario tiene gran valor, sin embargo, en esta tesis adquieren mayor

preeminencia los dibujos a lápiz y las acuarelas que acompañan sus escritos. En ellos, Graham

supo captar los detalles del paisaje, sus bocetos de las zonas que visitó pusieron en evidencia sus

cualidades gráficas y su sentido retiniano, junto con su capacidad de síntesis y selección, en

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composiciones perfectamente ilustrativas y descriptivas, motivadas por el espíritu científico de la

época.

Por último, fue ella misma quien entregó una noción de la pintura que se realizaba en ese

entonces en el país. Se evidenció en aquellas páginas, su preocupación por el poco avance que

ésta experimentaba, debido al escaso contacto con las obras europeas, lo que la llevó a afirmar:

“No creo que haya actualmente en todo Chile un solo pintor, nacional y extranjero, y me duele

pensar que el país tiene aún que atender a muchas cosas de importancia más apremiantes que

las bellas artes” (1953, p. 84).

Años más tarde (1848), de la mano de Raymond Monvoisin apareció la francesa Clara Filleul

(1822-1888). Poco se sabe de esta mujer, discípula del pintor, que llegó para colaborar con él en

la producción de sus pinturas en su taller de la Calle Monjitas. En este lugar, Clara realizaba, por

medios mecánicos, los estampados de los encajes que decoraban los trajes de las damas, junto

con miniaturas y réplicas de sus grandes lienzos, cuyo valor, en la actualidad, se considera más

bien documental, ya que parte de las obras de Monvoisin se perdieron.

Sus obras personales, realizadas en formato y técnica tradicionales, se vieron siempre opacadas al

lado de las de su maestro, aunque se diferenciaron de éstas, porque fueron de pequeña dimensión,

de factura apretada, algo toscas y sumamente apegadas al detalle. Se sabe que presentó algunas

de ellas en exposiciones nacionales en los años 1852 y 1854.

Cabe destacar que sus obras como retratista para una clientela de élite, alcanzaron notoriedad, ya

que por primera vez, numerosas personalidades públicas, como el almirante Blanco Encalada,

solicitaron ser plasmadas por el pincel de esta mujer.

Otra ilustre visitante, la primera artista de consideración que golpeó a la opinión pública

coetánea, según señala Pereira Salas, fue Clara Álvarez Condarco Duddig (1825-1865). Nacida

en Londres, en donde su padre (argentino), se encontraba al servicio de Chile, recibió una

educación privilegiada que se vio reflejada a su regreso al país, alrededor de 1839. Su alto grado

de cultura y de refinamiento le permitió dedicarse a la enseñanza, a traducir ensayos y libros de

autores franceses e ingleses y a escribir artículos literarios y críticos para el diario El Mercurio de

Valparaíso.

En el campo artístico, poco se conoce de sus obras y de su actual paradero. Se sabe que recibió

clases en los talleres de Monvoisin y de Juan Mauricio Rugendas y, que sus primeras pinturas las

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envió a la Exposición Nacional, organizada por la Cofradía del Santo Sepulcro (1849), en la que

fue galardonada con la primera medalla.

Finalmente su predisposición literaria fue más fuerte y decidió dejar los pinceles para dedicarse al

periodismo, a través del cual sembró sus ideas feministas en diversos ensayos sobre la educación

y el rol de la mujer.

Todas estas extranjeras que arribaron al país por diversas razones, fueron quienes comenzaron a

sembrar inquietudes y con ello, a sentar las bases de lo que sería el movimiento pictórico

femenino. Fue su presencia ejemplar, unida a la nueva situación económica y cultural imperante

en el país, lo que permitió que se comenzara a tomar con mayor seriedad la actividad cultural

entre las chilenas y que muchas de ellas lograran desarrollar su sensibilidad artística, apoyadas

por algunos pintores de renombre.

Fue en ese momento que apareció Paula Aldunate Larraín (1812-1884), quién ha sido distinguida

como “el más antiguo vestigio de la actividad artística entre chilenas” (Abarca 1975, p. 11). Fue

alumna de Rugendas y sus dibujos y acuarelas, principalmente paisajes de reducido formato,

poseen significativos rasgos románticos que siguen la línea de su maestro.

También es preciso mencionar a Agustina Gutiérrez Salazar (1851-1886), nacida en San

Fernando en el seno de una familia numerosa, sumamente culta e interesada en el arte. Ella fue la

primera mujer que, en 1866, recibió clases de Alejandro Cicarelli en la Academia de Pintura y al

cabo de algún tiempo, transformó la pintura en su profesión.

Realizó más de 2.000 obras, entre las que se cuentan numerosos retratos de señoras de la alta

sociedad, motivos mitológicos, temas épicos, naturalezas muertas y composiciones que fueron

destacados por la prensa nacional en varias oportunidades, lo que le permitió una participación

destacada en las exposiciones de 1875 y 1884. Asimismo, desempeñó una labor educativa al ser

designada, por el gobierno, como la primera profesora de dibujo en una escuela del Estado.

Otra pionera de la pintura chilena es Clarisa Donoso Bascuñan. Nacida en una acomodada familia

talquina, recibió de su padre, Andrés Donoso Cienfuegos, educado en Francia, el gusto por la

cultura en general y por el arte en particular.

Estudió en Santiago con Francisco Mandiola (1820-1900), amigo de la familia y abordó no sólo

las copias sino también el retrato al natural, el que realizó de manera más bien técnica. Conoció el

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género paisajístico a través de sus visitas al taller de Antonio Smith (1832-1877) y recibió

lecciones de Cosme de San Martín (1850-1906), quién la preparó para el concurso de Artes e

Industrias de 1872, exposición que dio gran impulso a las bellas artes, en la que obtuvo mención

honrosa.

De sus obras Pereira Salas expresa: “todos ellos de un sustantivo valor de época demuestran

habilidad técnica en la reproducción de las formas, el gusto por la reproducción casi fotográfica

de los modelos, y una cierta destreza que le permite construir con acertada perspectiva sus

cuadros” (1992, p. 196).

La exposición de 1876, organizada por Benjamín Vicuña Mackenna en el cerro Santa Lucía dejó

al descubierto los talentos de María del Tránsito Prieto y de Dolores Vicuña de Morandé, a

quienes les auguraron un brillante porvenir. La primera, alumna de Antonio Smith, e interesada

por ende en el paisaje, presentó un óleo de un fundo de Parral y dos copias, como era la

costumbre. Por su parte, Dolores Vicuña envió dos cuadros con contenidos mucho más ingenuos:

Paisaje con Patos y Pollitos recién nacidos, junto con la copia de un cuadro costumbrista, en los

que demostró la técnica de su dibujo.

Finalmente, el triunfo de la mujer en el arte se evidenció cuando se inauguraron los Salones

Oficiales de Pintura (1882) para las artes plásticas y se realizaron con regularidad exposiciones

colectivas, pero la conquista definitiva puede ubicarse fidedignamente a partir de 1883 y 1884,

con la cuantiosa concurrencia de pintoras aficionadas que presentaron sus obras.

Entre esta primera falange de mujeres, también estuvieron presentes las hermanas Luisa y Raquel

Huidobro; Isolina, María Luisa y Laura Pinto; Regina Matte, Rosa Ortúzar, Natalia Pérez,

Mercedes Sánchez, Dolores Vicuña de Morandé y Magdalena Mira, a las que se agregarían, en la

exposición del año siguiente, la ya destacada Celia Castro6, María Cafarlli, Valentina Paganani,

6 No puede dejar de hacerse una breve mención a Celia Castro (1860-1930). Nacida en Valparaíso, estudió pintura

con el pintor alemán Pedro Olsen (1855-1890), con Juan Francisco González y Pedro Lira. En 1908, luego de

exponer en las exposiciones de 1883, 1887 y 1889, aceptó una beca que le otorgó el gobierno para trasladarse a París

en donde expuso con cierto éxito. Sus pinturas se caracterizaron por la utilización del óleo y temáticas tales como

retratos, paisajes y naturalezas muertas, preferentemente de formato reducido. Es considerada por Pereira Salas como

la primera pintora profesional de nuestro país (1992, p. 205), ya que no tuvo otra meta que el ejercicio desinteresado

del arte.

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Delfina Pérez, Ana Bruce, Margarita Fabres, Zoila Avaria de Morandé, Javiera Ortúzar, Ana

Luisa Ovalle y Aurora Mira, todas ellas compensaron con creces la escasa presencia femenina

existente hasta ese momento.

En todo el territorio se abrieron las puertas a la actividad pictórica femenina, en La Serena, María

Rojas; en Concepción, Amelia Castro; en Valparaíso Genoveva Merino Marín, Blanca Saint

Marie de Ossa, Mercedes Vergara y Dolores Álvarez Concha, alumnas de Alfredo Helsby y

cultivadoras del género costumbrista. Al igual que ellas, también muchas extranjeras residentes

en el país se hicieron presentes.

Lamentablemente la mayor parte de las pintoras mencionadas pasó al olvido, por lo que en la

actualidad se desconoce el paradero de muchas de sus obras, dificultándose su puesta en valor.

Sólo un reducido grupo alcanzó un lugar destacado en la historia, llamando la atención de la

época, no por una especie de subversión, sino más bien porque verdaderamente poseyeron gran

talento y una sensibilidad que sobresalió entre las demás.

¿Por qué recién en 1884 se produjo tanto interés femenino por participar en los Salones de

Pintura? De lo anteriormente expuesto puede inferirse que el deseo de formar parte del quehacer

artístico siempre existió, pero su presencia fue documentada tardíamente, como consecuencia del

rol que le fuera asignado a la mujer y que hizo imposible el desarrollo de sus talentos pictóricos o

cualquier tipo de actividad en un plano más profesional y competitivo, patrimonio exclusivo del

género masculino hasta entonces.

El rol social de la mujer no era compatible con el desarrollo de sus capacidades, su educación

continuaba ligada con las tradiciones de tipo colonial, destinada a convertirla casi exclusivamente

en dueña de casa. Pero durante esta época, a la estabilidad político-económica, sumada a una

intensa actividad cultural, la gran cantidad de tertulias y los Salones de Pintura, permitieron su

entrada y facilitaron el contacto de la mujer - mayoritariamente de clases acomodadas - con la

otra realidad de la pintura, con el mundo serio del arte, con numerosos intelectuales y pintores

extranjeros con posturas consolidadas.

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Im. 1: Magdalena y Aurora Mira.

Un cambio sustancial sobrevino a la sociedad chilena, había llegado

el momento en que la mujer, incorporada al quehacer artístico

nacional, logró desarrollar una vida cultural mucho más intensa y

rica, codeándose con mayor “igualdad de condiciones” con los

pintores más importantes del período, ante los cuales, muchas de

ellas ya no se sintieron en desventaja, sino todo lo contrario.

Todas estas pintoras, las más destacadas, junto con las de escaso

mérito artístico, fueron quienes prepararon el terreno para la

posterior manifestación del arte femenino. Ellas fueron buenos

ejemplos para estimular las inquietudes artísticas y abrir los nuevos

horizontes, que se revelarían amplios a partir de la década de los

ochenta.

Este fue el ambiente artístico femenino en el que crecieron Magdalena y Aurora Mira (Im.:1).

Ambas tuvieron la suerte de presenciar y ser parte de esa primera generación de mujeres que en

Europa aparecieron de la mano de Berthe Morisot (1841-1895) y Mary Cassatt (1845-1926).

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CAPÍTULO III

La Academia de Pintura y la actividad artística en el siglo XIX

Desde la segunda mitad del siglo XIX las Bellas Artes alcanzaron un notable desarrollo dentro

del conjunto del ámbito cultural del país. Durante ese período, en el que se verificó un mayor

crecimiento material e intelectual, comenzó a florecer un mercado de consumo y se inició el

comercio de bienes artísticos. Este hecho estimuló la producción de obras de arte, el surgimiento

de los coleccionistas privados, la apertura de numerosas tiendas especializadas y continuamente

se organizaron exposiciones.

La vida en los circuitos sociales se intensificó formidablemente dada la presencia de algunos

mecenas y de personalidades intelectuales, sociales y políticas que contribuyeron en la difusión y

el éxito de la actividad artística. Se produjo mayor interés por parte del público, gracias a

numerosas publicaciones en las que se apreciaron discusiones críticas que comprobaron un

aumento de las ideas estéticas.

La riqueza del periodo y las numerosas personalidades artísticas fueron consecuencia de estos

factores a los cuales se sumó la acción del gobierno mediante la creación de cursos de escultura y

de arquitectura en la recién estrenada Academia de Pintura. Esta institución, que asumió un

control exclusivo del arte, permitió que la actividad se sistematizara y reglamentara. En ella no

sólo se aprendía el oficio, sino que bajo su alero los artistas se encontraron en un espacio de

seguridad, de prestigio social y de acreditación profesional, junto con relativa estabilidad

económica.

Fue así que la llamada Generación del Medio Siglo, a la que pertenecieron Aurora y Magdalena

Mira, se enmarcó dentro de uno de los periodos más vigorosos de la historia de la pintura, pese al

sobresalto propio de la guerra civil del momento. Las instituciones artísticas se encontraban

consolidadas, los Salones adquirían regularidad, la Escuela de Bellas Artes gozaba de local

propio y se había inaugurado un inmueble en la Quinta Normal que servía de museo y para la

realización de los Salones Anuales.

La Academia de Pintura, con un ideal neoclásico de belleza, nació en la Europa de mediados del

siglo XVII. Su principal cometido fue la formación de pintores que retrataran la vida del rey y sus

logros, lo que claramente estableció los límites discursivos de sus artistas. La Academia de

Pintura en Chile fue creada por decreto supremo durante el gobierno de Manuel Bulnes (1849),

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época en la que se vislumbraba en Europa y, especialmente en Francia, nuevas tendencias. Por

una parte, se encontraban los pintores oficialistas y por la otra, los mal llamados revolucionarios,

que aparecieron de la mano de Gustave Courbet (1819-1877), de François Millet (1814-1875) y

de los impresionistas.

La Academia chilena, aunque desfasada, reprodujo aquel modelo y sus elementos conceptuales

fueron trasladados sin que se deliberaran las consecuencias que tendría dicha inserción dentro de

un medio que poseía una realidad completamente diferente, derivada del alejado acontecer

mundial y de los escuálidos recursos con los que contaba para emprender esa importante tarea.

¿Cuáles fueron las concepciones importadas?, ¿qué elementos visuales primaron?, ¿qué

argumentos permitieron leer el trabajo de los pintores y conceptuarlos como academicistas?

En líneas generales puede señalarse que la idea de proporción, medida, orden y equilibrio fueron

las nociones determinantes como sinónimo de belleza y perfección. En relación con la temática

abordada, la Academia mantuvo su preferencia por los temas de composición, la mitología, los

cuadros de tema, el retrato, las escenas de género, los contenidos medievales e históricos y, junto

con ello, se desarrolló la pintura de las flores y frutas. Posteriormente fue el paisaje la expresión

más auténtica y característica de la pintura nacional.

En relación con las características plásticas, la superficie pictórica debía ser verosímil, en otras

palabras, se realizaba una búsqueda de la realidad al interior del cuadro, en el que cada elemento

adquiría su valor y su sentido, normados por las relaciones de la óptica y de la geometría en el

plano. La inquietud se encauzó por el deseo de dar a los temas pintados una mayor objetividad,

por lo que se buscó un dibujo riguroso y medido que se mantuviera en íntima relación con la

composición. Se utilizó el color local, supeditado al contorno de la forma para dar las

características materiales y de estilo singular a cada elemento, con ello se producía el efecto

lumínico deseado al que se unió una pincelada plana y con poca materia para destacar el valor y

la proporción de la composición.

Las figuras determinantes en la Academia fueron sus tres primeros directores. Ellos proyectaron

una tradición que antes no existía, encauzaron el modo de pensar la pintura y marcaron

decisivamente el carácter de un arte dentro del cual, muy pronto, comenzó a entreverse un

sentimiento romántico.

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El primero de ellos, Alejandro Cicarelli (1810-1874), representó las concepciones meridionales

del estilo neoclásico, se centró en una enseñanza rígida que no varió posteriormente con la labor

de Ernesto Kirchbach (1830-1876). Sólo con la llegada de Giovanni Mochi (1827-1892) se

transformó su sentido.

Este tercer director, en una primera etapa se adhirió al clasicismo, para luego derivar en una

tendencia realista que se corresponde con su estadía en Chile. En ese entonces aconsejó a sus

alumnos el estudio directo de la naturaleza y del espacio urbano y puso el acento técnico en la

anatomía y la perspectiva para beneficio de una mayor naturalidad.

Estos tres maestros dejaron huellas imborrables en sus numerosos discípulos, cuyos perfiles

pueden registrarse a partir de ciertas constantes comunes. En todos ellos aparece una superación

respecto de la temática del neoclasicismo tardío aún cuando sus telas se mantuvieron dentro del

molde académico. Destacó el rigor lineal con el que trabajaron la superficie y la utilización del

color local, con el propósito de lograr la máxima objetividad que los adhirió a la representación

duplicadora de la realidad. Galaz e Ivelic indican: “La orientación académica gravitó

nítidamente en la labor de distintos artistas chilenos…Abraham Zañartu (1835-1885), Pascual

Ortega (1839-1899), Cosme de San Martín (1850-1906), José Mercedes Ortega (1856-1900),

Ernesto Molina (1857-1904), Magdalena Mira (1859-1930) y Aurora Mira (1863-1939)” (1975,

p. 103).

Por otra parte, el artista y crítico de arte Carlos Navarrete explica que hay dos constantes que se

pueden visualizar a través de las distintas generaciones de pintores chilenos como resultado de

aquella enseñanza académica. La primera se relaciona “con la descripción meticulosa de los

elementos que componen el modelo, centrando el estudio en las diversas texturas y

materialidades de las que están compuestos, esto como una manera consciente o inconsciente de

certificar el rango o valor social de lo pintado” (1985, p. 17). A esta constante la denomina

Tradición y Ornamento, dentro de la que destaca a Cosme San Martín, Magdalena Mira, Celia

Castro y Arturo Gordon, entre otros. La segunda constante mencionada como Escenificación del

Modelo, puede desligarse del trabajo propuesto por Kirchbach y el cuidado que éste profesó en el

montaje del modelo a pintar, es decir, a su deseo de ubicar racional y cuidadosamente los

elementos tras un largo proceso selectivo. “Hay un grupo de artistas que tienen un especial

apego por el orden del modelo, como si se tratase de una metáfora expresiva, incluso metafísica

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para indagar en los limites de la representación” (1985, p. 18), entre este último grupo se ubican

Onofre Jarpa y Aurora Mira.

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CAPÍTULO IV

La familia Mira Mena

Los pueblos al igual que las personas son la consecuencia de una historia particular, por ello cabe

preguntarse: ¿Quiénes fueron Magdalena y Aurora Mira Mena? ¿Cuál fue el ambiente en el que

crecieron y moldearon sus inquietudes artísticas? ¿Cómo llegaron a cultivar la pintura?

La respuesta a esta y otras interrogantes ha sido necesario buscarlas en el ambiente familiar y

social de la época pero, sin duda alguna, la figura que jugó un rol decisivo en el desarrollo de las

hermanas fue su padre.

Pedro Nolasco de Mena (1791-1861), el abuelo materno, se dedicó como fue característico de los

varones del clan familiar a numerosas actividades entre las que se incluyeron el comercio, la

agricultura y la beneficencia. Fue el primer Ministro de Hacienda, en tiempos de la

administración de Manuel Bulnes, período durante el cual se alcanzó la consolidación de las

finanzas chilenas. Posteriormente, en 1847, se desempeñó como Presidente del Senado.

Por el lado paterno eran descendientes de una familia de hidalgos de tradiciones chileno-

españolas (armadores del norte de España). Gregorio de Mira (1825-1905) fue hijo de Juan José

de Mira y de doña Mercedes Iñiguez de Ceballos, ambos formaron un hogar privilegiado, en el

cual, sus cuatro hijos pudieron acceder a una educación de calidad. Ésta permitió que Juan

Vicente, el mayor, se desarrollara como renombrado cronista político, polemista, diputado e

intendente de Atacama y que Gregorio, que había obtenido el título de abogado, prescindiera de

su carrera para dedicarse a las actividades relacionadas con la agricultura y el comercio.

Sin embargo lo que definió su existencia fueron sus inquietudes artísticas, ligadas estrechamente

con la promoción y el desarrollo de éstas en el ámbito nacional.

Don Pedro Nolasco de Mena contrajo matrimonio con Pastoriza Alviz, de esta unión nació

Mercedes (1822-1909) quien, años más tarde, sería la madre de las pintoras. Al momento de su

fallecimiento se publicó:

Fue educada la señora Mena de Mira en un hogar de austeras virtudes donde se

enriqueció su alma, ya generosa de por sí, con notables ejemplos de caridad, de

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abnegación y sacrificio. Se unió en matrimonio al señor Gregorio Mira, de

respetada memoria y ambos formaron una de nuestras más distinguidas familias7.

Aunque estas notas periodísticas laudatorias, suelen ser matrices hechas, no puede desconocerse

que esta familia fue una de las más distinguidas y cultas de la ciudad de Santiago.

Hoy se hace difícil percibir la atmósfera que debió reinar dentro de las paredes de aquella célebre

casa señorial construida por el abuelo Juan José en 1819, en el sector de Gran Avenida, frente al

Llano Subercaseaux. Sólo es posible imaginarlo a través del relato que hiciera en 1822, el marino

y armador francés Lafond de Lurcy (1802-1876). Durante su estadía en Chile, conoció y viajó por

Valparaíso con Juan José de Mira, dado que éste lo invitó a pasar una temporada en Santiago

junto a su familia. De su narración se colige que conoció con cierta profundidad a los integrantes

cuando vivió en aquella casona: “Esta familia, que era una de las principales de la ciudad, me

agradó inmediatamente: se respiraba en ese hogar no sé qué perfume de honradez antigua: era

una verdadera familia patriarcal” (Lafond 1970, p. 34). También hizo referencia al asombro que

le causó la cantidad y diversidad de integrantes que la componían: más de veinte personas vivían

entre las mismas paredes, hijos, esposas, nueras, nietos e inclusive, numerosos esclavos blancos y

negros8 a quienes se consideraba como parte de ella.

“Esta familia, que era aún muy rica, vivía modestamente, sin usar el lujo en las habitaciones, y

en vano se habría buscado en ellas la sombra del confort, que, por otra parte era totalmente

desconocido en Chile” (Lafond 1970, p. 35). Igualmente señaló que la casa poseía un patio

embaldosado, rodeado de corredores, en donde se encontraban las piezas de los niños y algunas

oficinas. En el fondo se hallaban el salón, el comedor y la antesala, cuya puerta conducía a un

segundo patio, rodeado igualmente de corredores, en donde se ubicaban los dormitorios de la

familia; en el centro, un jardín adornado con una fuente de agua y al fondo la cocina, que

comunicaba con el último patio y las piezas de los sirvientes. En relación con el ornato Lafond

comentaba que los tapices, sillones, sillas de madera y sofás revelaban un gusto refinado; los

candelabros, espejos venecianos y lámparas de cristal completaban el entorno con una gran

sencillez.

7 La señora Mercedes Mena de Mira (1909, Diciembre1) La Unión de Valparaíso. 8 En 1823 se aprueba la ley de la abolición total de la esclavitud.

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El hogar de los Mira Mena debió ser una prolongación un poco más actual del descrito. En él se

hablaban varios idiomas, se escuchaba y tocaba buena música; se discutía sobre arquitectura,

literatura, decoración, arte, poesía y teatro; todo lo cual se complementaba con las prácticas del

espíritu como la caridad y la oración.

Im. 2: La familia Mira Mena.

El matrimonio formado por Gregorio Mira y

Mercedes Mena tuvo ocho hijos, dos hombres y

seis mujeres (Im. 2). Todos ellos lograron

desarrollar sus múltiples capacidades, las cuales

fueron celebradas e incentivadas por un padre

orgulloso, cuyo instinto de artista lo hizo

descubrir, muy pronto, la vocación que se

insinuaba con fuerza en dos de sus hijas.

Cabe destacar a Juan José que figuró en el

parlamento y en la administración pública; a

Rosa que poseyó notables condiciones musicales

y quién, junto con el dominio de varios idiomas, trazó los planos y dirigió la construcción de la

iglesia que la familia construyó en su fundo de Colina. Completaban el clan familiar Magdalena y

Aurora.

Gracias a este privilegiado entorno presente en la familia, a su clara conciencia del rol que jugaba

la educación, al contacto directo con los personajes más ilustres del ambiente capitalino y los

viajeros que, como Lafond, acudían con frecuencia a las reuniones y fiestas organizadas en el

hogar, pudieron desarrollar sus inquietudes y alcanzar un alto grado de cultura en el más amplio

sentido de la expresión.

Gregorio Mira, filántropo de espíritu inquieto y hombre público, fue aficionado durante su vida a

la música y la pintura. Desde muy joven concurrió a los primeros talleres instalados en el país, en

los que se aproximó a sus primeras nociones de pintura y, aunque no descolló entre los grandes

de su generación, cuenta entre sus obras con cuadros meritorios, no por su excelencia plástica,

aún cuando en ellos se aprecia manejo y dominio de la técnica, sino más bien, por encontrarse

entre los precursores de la pintura nacional, tal como lo mencionó Benjamín Vicuña Mackenna.

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Eugenio Pereira Salas hizo referencia a su labor cuando señaló al respecto:

En los primeros decenios del siglo diecinueve surgen en el país algunas

personalidades artísticas que demuestran la temprana aparición de valores

representativos. Aunque la labor de alguno entre ellos es dispersa y escasa, merecen

el título de precursores con que comúnmente se los ha designado (1992, p. 74).

Gregorio Mira frecuentó en su juventud el taller del alemán Mauricio Rugendas (1802-1858)

quien llegó al país en el año 1834. Este arquetipo del artista romántico, descubridor de nuestro

costumbrismo, dejó una huella imborrable que significó la primera mirada extranjera sensible del

ser nacional.

Rugendas se acercó como retratista a la pequeña élite social. Merced a este contacto creó interés

y admiración en el gusto de una época que recién se gestaba y así, se dio comienzo a la incipiente

enseñanza de la pintura, cuando formó un pequeño grupo de seguidores entre los que se contó al

padre de las pintoras. Isabel Cruz ha señalado que en Chile su huella fue sumamente productiva,

“más que formar discípulos propiamente tal, contribuye a encauzar hacia la vocación artística

al grupo de jóvenes que frecuentan su compañía tales como José Luis Borgoño, José

Gandarillas, José Zegers Montenegro, Gregorio Mira y José Tomás Vandorse” (1984, p. 136).

Gregorio también fue alumno de José Zegers y uno de los primeros en asistir al taller del francés

Raymond Monvoisin (1790-1870). Este pintor neoclásico de espíritu romántico, llegó en 1843

para dirigir la Academia de Pintura y obtuvo un éxito insospechado. A su arribo efectuó, en la

antigua Universidad de San Felipe, la primera muestra de pintura realizada en el país. Expuso

catorce de sus grandes óleos, que causaron gran impresión en la élite santiaguina. Como

consecuencia de dicha exposición, la sociedad burguesa, ansiosa por alejarse del retraimiento

colonial, ávida de mayor cultura y refinamiento, sobre todo con aquello que tuviera que ver con

el gusto francés, corrió a ser retratada por el galo, quien contribuyó, de este modo, a fijar la

fisonomía idiosincrásica.

En septiembre de 1843, Monvoisin dictó cursos de pintura y de dibujo en el Colegio Cabezón.

“Este taller se vio concurrido por los argentinos Gregorio Torres, Procesa Sarmiento y Franklin

Rawson, y por los chilenos José Gandarillas, Vicente Pérez Rosales, Gregorio Mira y Francisco

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Mandiola, quienes forman el primer contingente de la pintura nacional en el período de la

República” (Montecino 1970, p. 16).

Estos dos pintores extranjeros dejaron una huella significativa en el padre de las pintoras y en la

pintura nacional. Fueron ellos un puente de estímulo al gusto por el arte que comenzó a

acrecentarse en los altos círculos, arte que el promediar el siglo incluyó sólo a un reducido grupo,

todos ellos con moderados intereses estéticos. “Sólo a eso se reduce la enseñanza artística en

Chile durante la primera mitad del siglo XIX. Contados son los que entonces viajan a Europa y

de allí traen nuevas inquietudes o un flamante aprendizaje” (Cruz 1984, p. 156).

En este contexto, Gregorio fue uno de los pocos pintores afortunados que pueden mencionarse

antes de la fundación de la Academia de Pintura, por ello ha sido es considerado, junto con José

Gandarillas, José Tomás Vandorse, Clara Álvarez Condarco (única mujer), Francisco Javier

Mandiola, José M. Borgoña, Manuel Ramírez Rosales y Antonio Gana, como uno de los

precursores chilenos de la pintura nacional.

Im. 3: San José.

Su interés se reflejó en la participación que tuvo en la primera

exposición de pintura que, con motivo de las Fiestas Patrias

(1848), organizó en Santiago Pedro Palazuelos y Astaburuaga.

La crítica de la época lo hizo merecedor de una medalla de plata

como respuesta a los retratos familiares presentados, que

destacaron por su pulcro oficio. El jurado emitió un juicio

favorable al decir: “desde luego que este caballero aficionado

tiene sobresalientes disposiciones artísticas, de aquellas que

cultivadas con la contracción, juiciosidad y buen gusto que

acredita en sus obras el señor Mira, no puede menos de elevarle

al primer rango en breve tiempo” (Pereira 1992, p. 74).

En 1849 concurrió nuevamente y obtuvo una mención honrosa por su Retrato del señor

Fernández y su copia del cuadro La Magdalena.

El crítico e historiador del arte Eugenio Pereira Salas lo menciona, junto a Domingo Matta y

Santiago Antonio Saldívar, como parte de las primeras personalidades aficionadas, que surgieron

a principios del siglo y que demostraron la temprana aparición de valores plásticos

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representativos, aún cuando la labor realizada por ellos fuera sumamente dispersa y escasa,

merecen que se los designe como precursores.

Im. 4: El naufragio de San Pablo.

El padre de las pintoras no puede señalarse entre los eximios

pintores, debido a que nunca se perfeccionó ni profundizó

en sus estudios artísticos. Probablemente su temprana

desaparición se debió a sus numerosas actividades,

principalmente, por su obligación como sostenedor de una

familia numerosa a la que se debía ante todo. Ello malogró

una ocupación que pudo haber dado mayores frutos (Im. 3 y

4).

Sin embargo, merece ser destacado por las gestiones que realizó en la plástica nacional a través

de su participación en la Unión Artística9, junto a personajes de la talla de Manuel Rengifo,

Arturo Edwards, Luis Dávila Larraín y Francisco Undurraga Vicuña. Fue ésta una sociedad

formada para estimular la producción del arte nacional que tuvo como principal cometido la

realización del Salón Anual de Pinturas. Desde ella se dio un vigoroso impulso a la actividad

artística y se incrementó el patrimonio de las colecciones, con obras de pintores nacionales y

extranjeros.

La Unión Artística, entre otras muchas actividades, editó la revista Bellas Artes, otorgó becas

para que algunos pintores se perfeccionaran en Europa y administró los premios y las

recompensas que se otorgaban en los diferentes certámenes. El empuje de esta Institución fue lo

que permitió reunir los fondos para la edificación del Partenón en la Quinta Normal, un local

destinado en forma permanente a las actividades plásticas, que pasó a ser el centro de la vida

artística y de los Salones Nacionales hasta 1910.

A la muerte de Gregorio Mira, el 1 de Marzo de 1905, tanto la prensa local como la de

Valparaíso, dieron a conocer el aprecio y la importancia que él tuvo para el ambiente artístico-

cultural de la época:

El señor don Gregorio de Mira nacido en los albores de la República, contribuyó

desde su juventud a casi todas las obras de caridad y de cultura que entonces

9 Fundada por Pedro Lira y Luís Dávila Larraín en 1867, llamada en ese entonces Sociedad Artística (Pereira, 1992).

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comenzaron a derramar sus dones entre las clases más desvalidas del pueblo de

Chile... constituía hasta hoy uno de los más preclaros ornatos de la Sociedad chilena:

uno de esos ejemplos vivos de otra generación mejor, que se presentan como el

prototipo de nobles virtudes y grandes y generosos servicios....”10 Y al final, el

mismo artículo agrega: “con él se extingue una vida recta dedicada al bien y a la

práctica de las más hermosas virtudes, y que puede con justicia citarse como un

ejemplo para la generación actual.

Las palabras que describieron a esta figura señorial permitieron a la tesista la siguiente reflexión:

causa extrañeza que este padre católico observante, que concentra en su figura todos los valores

elitistas de la época, poseedor de una cuantiosa fortuna y de una gran erudición; que levantó

varias escuelas, templos y capillas; que acogió en su hogar a los desamparados y que militó con

entusiasmo, desde sus primeros años, en el Partido Conservador (incluso en calidad de Director

Honorario), permitiese a sus dos pequeñas hijas, a los “ángeles de su hogar”, la participación

pública en los Salones de Pintura.

El hecho de que ambas hermanas pintaran fue una práctica habitual entre las señoritas de clase

alta, donde el ejercicio de la pintura era un privilegio propio del afrancesamiento que dominaba a

las clases más pudientes. Pero esos trabajos, de acuerdo con la usanza de la época, estaban

destinados a servir de adorno en alguna pared en la privacidad del hogar y, quizás, en contadas

ocasiones, podían revelarse a los visitantes como una gracia de su autora; con ello, los deberes

hacia la sociedad se encontraban cumplidos y toda otra actividad quedaba relegada,

irremediablemente, a un segundo plano:

Si era altruista podía llevar su tiempo libre con las obras de caridad. Si gustaba de

los trabajos domésticos dirigía a las sirvientas en los secretos de las viandas, los

refinamientos de la repostería y en las mixturas para beber. Si se sentía asistida por

10 Don Gregorio de Mira. (1905, Marzo 31). El Porvenir.

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las musas, cantaba, ejecutaba instrumentos musicales, bordaba o pintaba obritas,

dulce y candorosamente decorativas (Carvacho 1976, p. 14).

Por ello, es extraño que Magdalena y Aurora llegaran a exponer a tan temprana edad, junto a los

más destacados pintores nacionales, pero más sorprendente aún fue que este padre les permitiera

“tan libremente” el desarrollo de sus potencialidades individuales. Una hipótesis ante este hecho

es que, al margen de los prejuicios, Gregorio haya visto realizada su propia pasión inconclusa por

medio de sus grandes amores: sus hijas. Como lo hace ver Víctor Carvacho “él se desarrolló en

ellas” (1953, p. 12) y permitió que expusieran sus habilidades en los concursos ya que tuvo la

certeza de que contaban con una gran capacidad y talento. Lamentablemente sólo pudieron

hacerlo durante el breve tiempo que transcurrió previo a que contrajeran matrimonio.

Gregorio Mira, talvez sin proponérselo, había “fundado escuela” en sus propias hijas; ellas, su

mayor orgullo, serían quienes prolongarían con creces su nombre y el de su familia, éxito que

alcanzó su momento cumbre, en su notable participación en los Salones de Pintura y en el elogio

de la crítica que, años más tarde permitió afirmar a los entendidos: “Sus hijas han sido las

primeras personas de la alta sociedad consagradas a las Bellas Artes...” (Carvacho 1953, p. 14).

Magdalena y Aurora Mira: Estudios e influencias

Fue su padre quien, les proporcionó las primeras nociones de pintura transmitiéndoles los signos

inequívocos de una afinada sensibilidad.

Su aprendizaje pictórico, en un comienzo, debió haber formado simplemente parte de

lo que algunos entendían entonces por educación completa dirigida a las jóvenes de

alta sociedad. Pudieron así, Magdalena y Aurora Mira, haber sido encantadoras

aficionadas a las bellas artes. Pero en las dos había una inspiración auténtica y

reales condiciones técnicas.11

11Luis Oyarzún, (1953, Septiembre 12). La Pintura de las hermanas Mira. La Nación.

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Tiempo después recibieron lecciones del pintor francés Théodore Blondeau cuya labor didáctica

fue muy significativa12. Blondeau, hombre de cultura refinada, dibujante de pulcra factura y

cierta estampa costumbrista, las introdujo en el dibujo neoclásico y en la técnica de Monvoisin.

El académico de la lengua Jorge Huneeus Gana (1866-1926) las menciona en la primera línea de

los discípulos de Pedro Lira, “descollando por sobre todos” (1908, p. 830). Aunque respecto a

ello no hay seguridad, ya que Lira las nombró escuetamente en las últimas páginas de su

diccionario. A pesar de ello su estampa puede ligarse con Magdalena ya que ambos tuvieron un

desarrollo pictórico y preferencias similares.

Pereira Salas también señaló al pintor Juan Francisco González entre sus maestros y, de ser así,

su huella fue mucho más visible en la obra de Aurora. Finalmente se encuentra Giovanni Mochi

quien, en las clases dictadas en la Academia de Pintura, donde ambas recibieron su preparación

formal, las guió firme y seriamente por el naturalismo, hacia una plástica cuyo ejercicio constante

fue base de su quehacer y las habilitó para su brillante participación en los salones y concursos

nacionales.

La labor docente de Mochi fue sumamente fructífera ya que este italiano supo despertar las

vocaciones de sus alumnos, al tiempo que les entregaba nuevas herramientas a nivel estético. Su

orientación inauguró una etapa de mayor flexibilidad que se dirigió a perfeccionar sus aptitudes

naturales, sin someterlos a las fórmulas irrestrictas que dominaban, hasta entonces, la creación y

que no permitían el más mínimo arranque personal.

Mochi se alejó de la temática histórica y mitológica y, aunque no abandonó la importancia de la

técnica, del dibujo, la anatomía y la perspectiva lineal, que pueden verse desplegadas en cada una

de sus telas y en la de sus dos destacadas alumnas, dejó fluir libremente el aspecto psicológico

que perpetuara la realidad anímica y la profundidad del alma del retratado, punto éste de

relevancia ya que posteriormente se asoció con una parte del trabajo realizado por Magdalena.

De esta manera Mochi, por una parte, acercó a Magdalena y Aurora a las imposiciones

académicas anteriores, de las cuales no se podían escapar y por la otra, les facilitó su

aproximación a un incipiente naturalismo y realismo. Ellas asimilaron sus enseñanzas, pero se

12 Realizó clases en el colegio Zapata y en la escuela Naval de Valparaíso (Pereira, 1992).

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dejaron llevar por sus inspiraciones personales y llegaron incluso a superar al maestro en muchos

aspectos.

Se sabe que en la Academia las mujeres no fueron fácilmente admitidas, ya que debían pasar por

estrictas pruebas de admisión que medían tanto su nivel técnico, como sus conocimientos. Una

vez saltada exitosamente la valla eran ubicadas en cursos separados de los hombres, dado que

éstos tenían un plan de estudios diferente, “condición genérica” que produjo en ellas no pocos

inconvenientes. Esas trabas, tan propias de la época, impidieron su asistencia a las clases de

anatomía y sólo pudieron lograr el conocimiento del cuerpo humano mediante censurados moldes

en esculturas de yeso. Este hecho inevitablemente condicionó el quehacer en la pintura femenina.

Desde esa particular situación pueden inferirse dos reacciones; por una parte, muchas de las

pintoras del periodo, impedidas de acceder a este conocimiento específico se dedicaron al paisaje

y a la naturaleza muerta. Esto les permitió, más cómodamente, acceder sin tapujos a su objeto de

estudio, el cual les resultó, más familiar y cómodo; pero, en otras, este problema fue resuelto a

partir de una mayor dedicación e intuición. Esas mujeres, a pesar de las trabas, lograron llegar a

dominar y sobresalir en el retrato y en la figura humana.

Es posible aseverar que en la pintura desarrollada por las mujeres durante este período, estuvo

presente un cierto rechazo o incomodidad hacia la figura humana y un acercamiento a motivos

más cercanos como las flores o el paisaje. Esto simplemente por lo que fue posible en dicho

momento y no tan sólo debido a una atracción hacia temas que tienen relación directa con la

sensibilidad femenina, como algunos han querido ver. La mayor parte de ellas se acercaron a lo

que les resultó más accesible en términos plásticos, aunque hubo otro grupo que, a partir del

desarrollo de aptitudes instintivas, logró superar esas trabas y sorprender.

En este marco, extrañamente ambas hermanas se inclinaron hacia ese ámbito en el que otras

vacilaron. Aurora se volcó con cómoda seguridad hacia sus flores y bodegones, en pos de ese

mundo conocido que estudió y asimiló a destajo y Magdalena se dedicó en exclusividad al retrato

y la figura humana y, aunque Aurora lo hizo en menor medida, sorprende agradablemente el que

también haya trabajado el desnudo femenino. Este aspecto puede asociarse a una mayor intuición

y sagacidad o, especie de clarividencia al momento de abordar las formas y los volúmenes.

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Los Salones Oficiales de pintura

La actividad pictórica se materializó para el público mediante las exposiciones, sistema que se

consolidó tempranamente entre las costumbres sociales republicanas y fueron ellas las que

comenzaron a fomentar el gusto por lo artístico.

En los primeros tiempos, el interesado o el aficionado a la pintura, tuvo como única alternativa

visitar las exposiciones en alguna casa de comercio y en instituciones particulares. Pero más

tarde, cuando lo artístico ganó mayor importancia porque se transformó en símbolo de status, se

generaron nuevas y mayores demandas contemplativas. Se iniciaron así las colecciones privadas

y los talleres de los pintores fueron visitados con regularidad, luego se organizaron, de manera

permanente, los Salones Anuales, que fueron la cita perfecta para los entendidos y el lugar de

reconocimiento para los nuevos artistas.

Magdalena expuso por primera vez en el Congreso Nacional en 1883, en una muestra organizada

por Pedro Lira y Ramón Subercaseaux, pero fue al año siguiente cuando verdaderamente se

consagró ante la crítica y el público en la gran Exposición Nacional (patrocinada por la Sociedad

Nacional de Agricultura) que tuvo una concurrencia aproximada de siete mil personas, todo un

record para la época. Dicha exposición contó con la presencia del Presidente de la República y

sus ministros, del cuerpo diplomático y municipal de Santiago, senadores, diputados y jefes del

ejército entre otros, quienes observaron, a lo largo de los dos salones transversales del extremo

sur del palacio, más de trescientos cuadros al óleo, muchos a la aguada, algunos al pastel y una

infinidad de dibujos a lápiz, a la pluma y al carbón, junto con docenas de planos y numerosas

esculturas.

Fue en ese ambiente en el cual, a la edad de 24 años, Magdalena se presentó con varias telas,

junto a figuras consagradas y representativas del ámbito artístico de la talla de Pedro Lira, Pedro

León Carmona, Alfredo Valenzuela Puelma, Juan Francisco González, Ramón Subercaseaux y

Celia Castro, entre quienes logró sobresalir.

Exhibió cinco pinturas: La bruja conjurando la tempestad, Hermana de la caridad, el Retrato de

Sofía Cousiño Mira, Ultimo ensayo y Ante el caballete o Retrato de Gregorio Mira13, por las que

obtuvo, junto con Pedro Lira y Ramón Subercaseaux, el primer premio del salón. En 1885 dio a

conocer, fuera de concurso, tres telas: Esperando el Apir, El primer robo y La viuda. En 1886 13 Misma obra citada bajo las dos denominaciones (Carvacho 1953, p. 6).

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presentó dos piezas de escultura en alto relieve, retratos de Gregorio Mira y de Aurora Mira junto

a una sola composición titulada Agripina Metella en prisión, réplica del mismo tema exhibido por

Aurora el año anterior.

Por esos años contrajo matrimonio con el jurisconsulto Ramón Cousiño López, con quien tuvo

dos hijos, Aurora y Sofía. Este hecho marcó su desaparición de las exposiciones públicas. El

periódico El Taller Ilustrado en su Nº 160 (1888) lamentó su ausencia al expresar “la efímera

pero brillante carrera de las señoritas Mira...”.

En 1891 Magdalena reapareció por penúltima vez en el Salón Oficial de Pintura. Allí presentó un

Busto de Gregorio Mira (escultura en bronce) y el Retrato de Mercedes Mira de Fernández

Concha, uno de los últimos de cuerpo entero que se le conocen y que fue galardonado con el

Premio de Honor. Su última participación fue en 1896, con el sobrerrelieve Rosa Mira Mena.

Las prioridades de Magdalena habían cambiado, el hogar y la familia, en aquellos días más

exigentes que los de hoy, la alejaron forzosamente de las tareas artísticas a las que dedicó una

parte importante de sus años de juventud. El cuidado de sus hijas, sus posteriores viajes a Europa

y su estadía en Roma durante tres años, le impidieron dedicarse a la pintura con la intensidad con

que lo hiciera cuando se encontraba soltera, motivo por el cual, excepcionalmente se tienen

noticias de sus trabajos durante este período.

Sus retratos fueron reemplazados por paisajes del viejo mundo, ruinas y marinas de las costas

mediterráneas de las que actualmente poco se conocen y que desmerecen su producción anterior.

Son obras que fueron destinadas a la decoración de su casa y como regalo para sus amigos más

cercanos. Uno de ellos, el señor arzobispo Casanova fue obsequiado con una marina de las playas

de Nápoles. Este agasajo permitió acceder a una de las últimas noticias que de ella hace

referencia la prensa escrita de ese entonces. El Taller Ilustrado comentó: “Cuando creíamos que

la señorita Mira de Cousiño había ya abandonado la paleta y los pinceles, nos es grato saber

que acaba de terminar un cuadro.”14. Más adelante, la misma nota entregaba indicios de que ese

alejamiento tampoco fue extraño y que el desarrollo de la pintura continuaba percibiéndose por

algunos como una actividad secundaria: “Ojala que la señora Mira de Cousiño continúe

dedicando sus pasatiempos a las bellas artes, para estímulo de sus amigas y satisfacción de los

admiradores de su talento.” 14 Un cuadro, por la señora Magdalena Mira de Cousiño. (1888, Marzo 19). El Taller Ilustrado.

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Aurora siguió un recorrido equivalente al de Magdalena, en relación con la breve, pero generosa,

aparición en los Salones y en la elección de vida, aunque si es posible apreciar una menor

participación, junto con una diferenciación con respecto a la preferencia temática y el modo en

que abordó la tela.

Con tan sólo 19 años se dio conocer en 1884, cuando presentó tres telas tituladas: Médica de

campo, Monja de la caridad y un retrato, por los que obtuvo Medalla de Plata. Al año siguiente

exhibió Agripina Metella en prisión y Mesa de comedor, por las que ganó Medalla de Oro. Luego

de diez largos años de ausencia, en 1895 envió al Salón, en un gran formato, el retrato de su

hermana mayor Rosa Mira, por el que recibió el Premio de Honor.

En 1900 contrajo matrimonio con José Luis Vergara Silva, viudo con tres hijos, lo que marcó el

desaparecimiento de su carrera artística pública. En su residencia de Gran Avenida, proyectada

por ella misma, se dedicó a la decoración del hogar y al cuidado de sus hijastros; por ello, sus

pinturas se redujeron al adorno de su hogar y en regalos para sus parientes y amigos cercanos.

Murió luego de enviudar, en diciembre de 1939, nueve años antes había fallecido su hermana.

La vida y obra de las hermanas Mira llevó al historiador del arte Víctor Carvacho a escribir:

Ha terminado definitivamente “la efímera pero brillante carrera” de Aurora y

Magdalena. Es decir su carrera oficial… pero no la propiamente artística, que

llevaban en la sangre y desarrollarían hasta el fin” (1953, p. 7). Ellas salieron del

arca de su mansión, vivieron un momento de exaltación espiritual, recogieron

algunas ramas de laurel y volvieron a su retiro. Allí transcurrió el tiempo hasta que

llegó el momento de irse definitivamente. Sobre ellas se cerró la curiosidad pública y

en sus interiores todo aconteció como debía ser: como joyas en un estuche quedaban

invisibles (1953, p. 13).

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La obra de las hermanas Mira vista por los críticos de arte

Como se señaló la participación pública de la mujer en el arte fue prácticamente desconocida en

el siglo XIX, sin embargo cuando ésta irrumpió fue muy cuestionada y generó al interior de los

Salones de Pintura un revuelo inesperado que obligó a la crítica contemporánea a expresarse y a

analizar su situación de muy diversa manera. En este marco es interesante realizar un pequeño

recorrido por aquellos primeros artículos publicados, porque parte de la respuesta puede

encontrarse en esas vivas y comprometidas líneas.

Con motivo de la primera exposición de 1883, en donde apareció un mayor contingente

femenino, uno de esos artículos expresaba:

El hombre y la mujer no se encuentran en presencia del arte en condiciones

análogas; lejos de eso sus condiciones no son siquiera comparables, y esta profunda

disparidad debe ser tomada en cuenta al apreciar las obras de los dos... La

educación de la mujer está encerrada en un círculo de ideas tan estrechas que no

basta para abrazar esas esferas inmensas que debe concretar una obra de arte para

ser digna de su nombre15.

Se puede apreciar que el crítico explicaba esta disparidad relacionándola directamente con el

ámbito educacional, que recluía a la mujer dentro de los estrechos límites del hogar, de los que

era sumamente difícil escapar. Esa carencia manifestada en la falta de ideas propias las

condenaba a seguir tras las huellas de algún artista renombrado, que “amablemente” las tomaba

bajo su alero protector y les asignaba un papel como eternas imitadoras de obras ajenas.

Puede que este análisis escape de la comprensión de los cánones de autonomía actuales, en

tiempos en que la mujer se mueve con gran libertad y que no existen mayores ataduras a su

desarrollo intelectual ni a sus capacidades plásticas. Pero, si se retrotrae la mirada, puede

adivinarse la enorme dificultad que debió significar esta primera transposición desde los rígidos

patrones que tutelaban a la sociedad capitalina − tanto en lo que dice relación con la educación

como con el rol que debían desempeñar − y que, con motivo de la exposición citada, comenzaron

15 En el Salón. (1883, Septiembre 21). La Época.

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a movilizarse y fueron ejemplo para las futuras generaciones de artistas. Sin duda una nueva

senda permitió cuestionar las normas que se basaban en la repetición de herencias arcaicas.

Entre los más heterogéneos comentarios que se generaron, destaca la preclara lucidez del análisis

del autor de la nota del diario La Época; la contemporaneidad de su juicio y su claridad son un

referente sumamente decidor, sobre todo cuando afirmó fehacientemente que, si algunas damas

decidieron realizar algo por su cuenta, las consecuencias de aquella “osadía” dieron como

resultado obras de carácter mediocre e insignificante, que no revestían ninguna calidad ya que

esas telas irremediablemente reflejaban su estrecha concepción del mundo y su modo de vida más

elemental.

La culpa de esta situación no estribó mayormente en ellas, sino más bien en las limitaciones y

salvedades a su hacer, junto con toda una serie de prejuicios. El cambio que necesariamente debió

llegar, fue expresado al final de este mismo artículo:

Sería, pues, soberanamente injusto ir a buscar en los cuadros de nuestras jóvenes

pintoras lo que está fuera de su alcance por la naturaleza misma de las cosas, lo que

podrán solamente poseer cuando lleguemos a un grado de cultura que por ahora

solamente se divisa en los más lejanos horizontes.16

Paralelamente a esta publicación, se encontró otra que señalaba que la mínima participación de la

mujer residió en la falta de pintores capacitados que supieran motivar sus vocaciones, en el

conservadurismo dominante en los altos círculos de la cultura y a la informalidad y liviandad con

la que se valoraban las labores que no producían mayores utilidades:

Si pretendiéramos explicarnos la causa que aleja a las niñas del cultivo de las artes

mencionadas, quizás podríamos hallarla en el temperamento conservador que nos

domina y que recibe con sospechas o con indiferencia los nuevos horizontes de

actividad que nos señala la época en que vivimos. Tal vez nos sería dable hallar otro

de los motivos de la precipitada indiferencia en la inconstancia que también nos

16 En el Salón. (1883, Septiembre 21). La Época.

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domina en toda labor que no prometa utilidades positivas, y en la dificultad –como

causa más lejana- de conseguir maestros hábiles, que sepan dar un cultivo

provechoso al talento de sus discípulos.17

Como puede advertirse, ambos artículos entregaron respuestas claras sobre la problemática. Uno

de ellos colocó el acento en la educación, mientras que el otro lo hizo en la severa concepción

cultural arraigada en los grupos de élite, quienes fueron los que sembraron la idea que la pintura

femenina, no así la masculina se relacionaba más con un pasatiempo trivial que con un hecho

trascendente.

Pero la fuerza de la expresión artística femenina en los Salones de Pintura continuó al año

siguiente con un importante avance en relación a la etapa anterior. En ese momento la mujer

chilena demostró que poco a poco se escapaba de ese círculo obtuso de incapacidades y trabas

que se habían trazado para ella al revelar ejemplos decidores de cuánto habían cambiado sus

intereses, junto con su habilidad y seguridad con el pincel. Esa misma crítica se vio obligada a

señalar:

Como se ve, la mujer chilena rompe de una manera brillante y audaz el círculo

tradicional y ya estrecho de los antiguos planes de estudio, hasta el extremo de que

en pocos años más podremos señalar a las repúblicas hispano-americanas, como una

de las muchas muestras de nuestro rápido adelantamiento, el nombre de aventajadas

artistas y de niñas dedicadas.18

Pero, ¿qué es lo que permite afirmar, con tanta certeza, que las hermanas Mira hayan sido

pioneras en entregarse a la pintura en nuestro país?, ¿qué ocurrió para que fuesen ellas las que

descollaran entre ese primer contingente que se presentó en los Salones?, ¿qué atmósfera creó

entre las otras pintoras su actuación?, ¿qué tipo de análisis obligó a una innovación en la mirada

de los críticos?

17 Manuel Rodríguez Mendoza. (1884, Noviembre 8). La Exposición. La Época. 18 Manuel Rodríguez Mendoza. (1884, Noviembre 8). La Exposición. La Época.

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La respuesta proviene de los mismos documentos de los que ya han sido extractados algunos

pasajes y que, en este caso, entregaron afirmaciones que permiten concluirlo. A lo largo de los

escritos realizados con motivo de la exposición de 1884, puede apreciarse, incluso desde las

primeras líneas, el asombro de los entendidos: “Pasamos ahora a ocuparnos de lo que ha sido la

mayor sorpresa para los inteligentes y para el público a la vez…del puesto distinguido que han

conquistado…varias señoritas de indisputable talento.”19 Otro de ellos expresaba: “…estamos

obligados a dar la preferencia al bello sexo, esta vez tan admirablemente representado”20.

Esa distinción se debió, en primer lugar, a la gran cantidad de exponentes femeninos, hecho que

no pudo menos que ser sobrecogedor, pero también porque pudo percibirse, aún en su

desventajosa condición, lo que fue considerado como el despegue del oficio en dos de ellas, a

quienes auguraron un futuro prometedor que incluso pudo hacerlas rivales de otros pintores

consagrados.

El escritor Manuel Rodríguez Mendoza al comentar la exposición de 1884 afirmaba:

Hasta hoy, y refiriéndose siempre a nuestra tierra, el arte pictórico, cultivado por el

bello sexo no existía. Solo en el presente año, año fecundo para Chile en notables

obras artísticas, ha comenzado a operarse una reacción que promete en lo porvenir

colocar el nombre de algunas niñas al mismo nivel de merecimiento en que figuran

los señores Lira, Valenzuela, Subercaseaux, Vargas y San Martín.21

Magdalena y Aurora fueron coronadas como uno de los “talentos poderosos y convencidos”,

situación que llevó a La Unión de Valparaíso (1887), a publicar un extenso artículo dedicado

ellas, luego de una visita efectuada a la casa familiar y a su taller de pintura. En él se afirmaba

que, desde el preciso momento en que aparecieron quedó:

…triunfalmente derribada una preocupación social torpe…en adelante una niña de

la alta sociedad podrá dedicarse seriamente al estudio de las bellas artes y podrá

19 Las Bellas Artes en la Exposición. (1884, Noviembre 6). El Ferrocarril. 20 La Exposición. (1884) El Americano. 21 Manuel Rodríguez Mendoza. (1884, Noviembre 8). La Exposición. La Época.

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exhibir al público sus trabajos... en este vasto y agitado reloj del siglo ha sonado

para la mujer la hora en que debe principiar a convencerse de que el talento vale

también un poco, por lo menos tanto como un peinado bien hecho o como un traje

bien armado…Los tiempos, como los dioses de la mitología han pasado para no

volver.22

Con respecto al cambio propiciado por las hermanas, Pedro Pablo Figueroa (1857- 1909)

expresó:

Cuando exhibió sus primeras obras produjeron una profunda admiración en la

sociedad. Se había visto a la mujer consagrada a las labores propias de su sexo, pero

no luchando con las artes en el palenque del progreso; y la señorita Mira

reaccionaban contra el pasado y la inercia que imperaba en la juventud ilustrada e

inteligente…A su ejemplar dedicación a las artes, se debe, en gran parte, el rápido y

soberbio despertar de la mujer chilena a la vida del arte, olvidando los prejuicios

sociales y haciendo cumplida justicia al ingenio (1897-1901, p. 319).

Puede deducirse la admiración que causaron sus pinturas a partir de los comentarios realizados en

El Taller Ilustrado, diario que dedicó un artículo completo a la Hermana de la Caridad, en el que

afirmó: “es uno de los mejores que pudimos admirar…“23. Por su parte el diario La Época

analizó las cinco telas enviadas al Salón por Magdalena y consideró que en ellas estaban

presentes verdaderas cualidades magistrales.

Sobre el retrato de su padre, Manuel Rodríguez Mendoza comentó:

Es un trabajo que haría honor a cualquier artista de justa nombradía: pues lo

creemos tan bien ejecutado como el mejor de los cuadros de una figura, exhibidos

por el más aventajado de nuestros pintores, el señor Pedro Lira…esa cara es

22 Juan de Santiago. (1887, Julio 24). Semanas de Santiago. La Unión de Valparaíso. 23 La Hermana de la Caridad. (1885, Julio 20). El Taller Ilustrado.

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perfecta”24, sobre lo mismo otro artículo afirmaba: “… es una de las más elocuentes

producciones que encierra nuestra exposición,”25

En cuanto a Un último Ensayo, la prensa no se privó de hacer elogios:

La señorita Mira se revela en este preciso cuadro verdadera y grande artista. Nada

le falta para llegar a las altas regiones del ideal, 26 a lo que agrega: Si la señorita

Magdalena Mira continúa cultivando la pintura con el mismo éxito que hasta el

presente, será bien pronto una artista notable, no sólo en Sud-América, sino también

en Europa.27

Hacia Aurora surgieron elocuentes comentarios tales como: “perfectamente caracterizado”28 o:

“…hay mucha corrección y soltura en el dibujo”29 y se consideró que al igual que su hermana

“es también más que una aficionada, una verdadera artista.”30

Como se aprecia, las alabanzas fueron numerosas. Se destacó su gracia, su naturalidad, la falta de

énfasis o afectación, la intención creadora vista como una verdadera poesía y la delicada

elegancia de la pintura. Párrafo aparte se dedicó a la soltura en el dibujo y al buen tratamiento del

color.

En ese momento la crítica, que se regía por estrictos patrones, no se encontraba en condiciones

para juzgar la pintura de una mujer (a partir de una mirada que tomara en cuenta su situación

particular), sino que tendió a realizar comparaciones con los eximios pintores de la época que

contaban con numerosos años de aprendizaje. Esta situación sólo logró elevarlas y engrandecerlas

a los ojos de los críticos, que se vieron obligados a afirmar la igualdad de condiciones con la que

ellas contaban.

24 La Hermana de la Caridad. (1885, Julio 20). El Taller Ilustrado. 25 Las Bellas Artes en la Exposición. (1884, Noviembre 6). El Ferrocarril. 26 La Exposición. (1884) El Americano. 27 La Hermana de la Caridad. (1885, Julio 20). El Taller Ilustrado. 28 La Exposición. (1884) El Americano. 29 La Exposición. (1884) El Americano. 30 La Exposición. (1884) El Americano.

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De estos comentarios se colige que hubo una grata sensación de sorpresa que reveló el alto grado

de respeto y admiración por Magdalena: “Se ve que la señorita Mira, no sólo conoce el arte, sino

que lo siente”…“a diferencia de la generalidad de los exponentes, hay más talento, más arte y

más sentimiento que en media pared del salón.”31

En la exposición de 1886, nuevamente la crítica hizo gala de sus más profusos enaltecimientos.

Sobre Agripina Metella de Magdalena se dijo: “es un asunto tan delicado tratado con tanta

elevación de sentimientos y con tal melancolía en su fondo que impresiona verlo”32 y lo que es

más genial: “talentos como el de la señorita Mira y el señor González serán el orgullo de Chile

una vez desarrollados en el viejo mundo”33.

A ello se suman las impresiones que causaron dos piezas de escultura en alto relieve y los retratos

cuidadosamente ejecutados de Gregorio Mira y de Rosa Mira: “Hoy nos ha sorprendido saber

que la señorita Mira maneja el buril con la misma destreza que el pincel.” 34 La prensa que se

había emocionado anteriormente con sus pinturas, ahora aumentó su admiración y llegó incluso a

compararla con uno de los más grandes escultores: “…el más sincero aplauso también a aquella

que quiere seguir la senda de Miguel Ángel, y que ya empieza, reflejando en sus primeras obras,

toda su alma de artista.”

Finalmente, a partir de una de las últimas apariciones de Magdalena en el Salón de 1891, con un

retrato de cuerpo entero de su hermana Mercedes, en La Libertad Electoral se comentó: “…la

señorita Mira está dotada de un alma que ha penetrado las altas regiones del arte. Por eso sus

figuras tienen vida y carácter, y sus telas efectos sorprendentes y los atrevidos toques de una

mano maestra” (Carvacho 1953, p. 7).

Igualmente sobre el retrato de Rosa Mira pintado por Aurora (1895), la prensa dijo:

…y sorprende, que una niña que no ha salido de su país, y que por lo mismo no

siempre ha podido contar con buenos profesores, haga de un retrato, de uno de esos

mismos retratos, de los cuales la mayoría de nuestros pintores - algunos con muchos

31 Diógenes (1884, Octubre 27). Publicación desconocida. 32 Una visita al Salón de Pintura. (1886, Noviembre 3). La Libertad Electoral 33 Una visita al Salón de Pintura. (1886, Noviembre 3). La Libertad Electoral 34 Exposición de Pinturas. (1886, Octubre 22). La Unión de Valparaíso

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años de viajes y estudios - , hacen una tela vulgar, un cuadro bellísimo de

composición, armonioso de colorido… (ob.cit.).

La Pintura de Magdalena y Aurora Mira

Los capítulos precedentes han abierto la puerta para el análisis de la pintura de Magdalena y

Aurora Mira Mena. Como se señalara en la introducción, el interés de esta tesista se orientó al

descubrimiento de su comunidad de intereses y características, junto con el sello personal con el

que cada una abordó la tela. Esta indagación fue la que permitió también, dar respuesta a la

escasa valoración que de la obra ha surgido desde los críticos e historiadores del arte chileno.

En la obra de las hermanas y derivado de sus estudios con Mochi y Blondeau, puede apreciarse

que su propósito fue dominar los aspectos exteriores para transcribir el mundo visible a partir de

sus particularidades dominantes. En esta medida, evitaron las estridencias y tonalidades fuertes y

todo se mantuvo dentro del recato y el decoro que su clase les entregó como enseñanza. En otras

palabras, utilizaron las formas académicas, recatadas y cerradas que igualmente caracterizaron a

la clase conservadora a la que pertenecieron; pero, aunque fueron representativas de aquella

orientación, ello no les impidió en ciertos momentos y más que nada en las obras ajenas a los

Salones Oficiales, tan estrictos en sus planteamientos, apartarse de su rigurosidad y

despersonalización, especialmente Magdalena.

Sus particularidades se relacionaron con los sentimientos de la época, por el gusto hacia un estilo

recargado, sumamente florido y por la búsqueda del tema ingenuo y romántico, sin mayores

pretensiones. A pesar de esas grandes similitudes, la intención con que el pincel aplicó el

pigmento, una vez asimiladas esas enseñanzas evidencia sus improntas, ellas inevitablemente

transfirieron a la tela ese “algo” que fuera propio a cada una.

A Magdalena se ha acostumbrado relacionarla con el retrato y a Aurora con las flores, situación

que reduce toda su producción a esos dos ámbitos. Con ello se desconoce el abanico completo de

las pinturas de las hermanas y el hecho de que “recorrieron en ellas todo el repertorio de las

predominantes en el siglo” (Carvacho 1953, p. 14), e incluso, llegaron a espejear aspectos de lo

que se estaba gestado fuera del ambiente pictórico nacional.

En Magdalena los grandes temas históricos y religiosos pueden apreciarse en su Agripina

Metella, en Hermana de la Caridad y en su pintura de ruinas romanas; la impronta académica

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clásica dominante que recuerda a Pedro Lira, se asoma en el Retrato de Gregorio Mira, el

Retrato de Mercedes Mira y en el de su hija Aurora. Por otra parte, en El primer robo se aprecia

su intención de indagar en el exotismo, e incluso se emparienta con el romanticismo; en La viuda

y Vida dura se acercó a una visión más realista del tema y del retratado y reflejó un atisbo a la

nueva sensibilidad en El vagabundo, en el que se advierte una pincelada más suelta y expresiva

que deja ver la huella del material y el espesor de la pintura. Puede considerársela casi agresiva si

se la compara con la consistencia de otras de sus obras, en las cuales, el trazo con menor

notoriedad se desvanece y se pierde. Esta carga también se encuentra, aunque no tan

magistralmente, en sus paisajes y, en estos últimos junto a la pintura anteriormente mencionada,

se relaciona con el impresionismo, para llegar, finalmente, a una búsqueda propiamente pictórica

en Retrato de una desconocida.

Im. 6: Florero.

Im. 5: Pescadoras.

A lo anterior debe agregarse un descubrimiento de esta tesista,

Magdalena también desarrolló el tema floral de manera independiente

(Im. 6), faceta que tan sólo se le había atribuido a su hermana.

Aunque técnica y compositivamente esta pintura desmerece en parte a

su producción, porque no posee la fuerza ni el vigor que se refleja en

el resto de su obra. Lamentablemente se desconoce la fecha de su

realización, pero por las particularidades de su ejecución, la falta de

comodidad y el poco cuidado del montaje, lo más probable es que

haya sido efectuada en una data temprana o en un periodo de

aprendizaje.

Con Aurora ocurre algo similar, la plenitud de sus obras encierra un

número considerable de constantes o temáticas. Comenzó por la

inclinación neoclásica historicista con el mismo tema de Agripina,

realizó ensoñadoras alegorías decorativas, abordó el paisaje y el

retrato de sus familiares.

En ella también fueron descubiertas nuevas facetas a partir de dos

obras desconocidas por el público, más no así por la familia: una

marina y unas pescadoras (Im. 5 y 7). Esta última, José Luis Vergara35

35 Descendiente de Luis Vergara Silva, marido de Aurora Mira.

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la denominó “pintura de manchitas”, porque fue realizada velozmente con los materiales

sobrantes en su paleta luego de efectuar una composición de mayor envergadura.

En este cuadro Aurora trabajó la superficie con la primera representación que habría tenido en

mente, antes que los óleos se secaran. Pero en esa aparente “falta de prolijidad” se reflejó toda su

personalidad, expresada en la soltura y espontaneidad con que se aplicó en la tela. Debido a ello,

se distanció de la línea seguida por toda su producción anterior, ya que en este momento no la

dominó el dibujo, ni la línea, ni la obligación de darle a la superficie su color local.

Como se aprecia, las dos hermanas desarrollaron el género retratístico, aunque Aurora en menor

medida que su hermana. Desfilaron bajo sus pupilas todos los integrantes del clan Mira Mena, en

un claro afán autorreferencial y único en la pintura chilena. Se vieron obligadas a mirarse, a

volverse sobre si y crearon una obra que se alimentó y que absorbió los elementos propios de su

estirpe y de su entorno, para convertirlos en parte fundamental de la misma, lo que se encontró en

directa relación con el cerrado ambiente en el que se desenvolvieron.

Im. 7: Marina.

El gran tema les fue extraño a ambas y por ello se

volcaron a lo que tuvieron más cerca, tomaron como

modelos a sus seres queridos (el padre, la madre, tíos,

sobrinos e hijos, junto con el personal de servicio

doméstico) y aquellos objetos habituales que rodearon su

existencia.

Esta situación sólo hizo engrandecer su obra por la ya citada autorreferencialidad que hicieron

suya y, porque la plantearon como una especie de archivo vivo y tangible en el que es posible

investigar y acceder a su pasado como familia. Tal como algunos pintores reflejaron las verdades

de Chile, ellas lo hicieron con la suya, tal como lo efectuara el Mulato Gil al plasmar la efigie de

los próceres, ellas lo perpetraron con los integrantes de su estirpe. En este caso fueron ellos

quienes representaron y significaron lo más ilustre de su mundo reducido.

Al haber comprendido a su hogar como el centro de sus vidas, es que se intuyen las razones por

las cuales sus imágenes fueran testimonio figurativo de quienes dieron forma y sentido a su

mundo y la razón por la cual se decidieron enaltecerlo.

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Es por ello que vale la pena rescatar y conservar su memoria, sin ella se renunciaría conocer, por

su propia fuente, su modo de vida y el testimonio de una mentalidad, de un imaginario, de un

sistema de valores y de un sinnúmero de aspectos sociales que hacen interesante el conocimiento

de nuestra historia.

Im. 9: Autorretrato de Magdalena Mira.

Im. 8: Autorretrato de Aurora Mira.

Aunque parezca curioso, en ciertas ocasiones, algunas de

las obras pueden ser atribuidas indistintamente a una o a la

otra. Carvacho ilustró esta situación con las dos Agripina

Metella (Im.14 y 15).

Ambas la realizaron desde una misma composición y

técnica, por lo que formalmente son similares, sin embargo

se encuentran presentes en cada obra, ciertos detalles,

aparentemente intrascendentes, que las alejan más que

aproximarlas. Es por ello que se ha considerado que se

encuentran más bien dentro de la agrupación que

comprende sus diferencias y que será tratado con detención

en las páginas subsiguientes.

Más representativos en este aspecto son sus autorretratos

(Im. 8 y 9) y en ellos se produce una situación extraña: el

que comunica más suavidad y dulzura, el de rasgos

redondeados, mirada dócil y apacible, que sobresale entre

la negrura del fondo, corresponde al rostro de Magdalena

quien, como se distinguirá más adelante, pintó con más

carácter y fuerza, mientras que en el de Aurora sucede todo

lo contrario. Vestida de traje oscuro, un grueso cuello de

piel que rodea un rostro de facciones marcadas y, sumado a

su mirada fija y profunda, dan la impresión de más

gravedad y seriedad de lo que su pintura representa.

Fue como si cada una, al momento de realizarlo, plasmara

en la tela las características dominantes o la esencia de la

pintura de la otra.

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Otras obras distintivas de este punto son: el Retrato de una Desconocida de Magdalena y el de

Rosa Mira, de Aurora, en el que extrañamente no aparecen flores (Im. 10 y 11). Uno y otro tienen

mucha semejanza, tanto en la parte compositiva como en la técnica.

Im. 10: Retrato de una desconocida.

Im. 11: Retrato de Rosa Mira Mena.

Magdalena y Aurora pintaron a su modelo de medio cuerpo,

vestida de traje oscuro, con sus cabellos atados y su mano

derecha apoyada en un rostro de mirada pensativa y soñadora.

Como en el resto de sus telas, trabajaron el fondo en base a

manchas más apuradas, dejándolo como en brumas, pero en

este caso, esa premura no contrasta con la pincelada utilizada

en la modelo, sino que ambos, fondo y figura, poseen un

tratamiento similar, lo que demostró mayor libertad y vuelo

creativo mediante el tratamiento pictórico.

La soltura es evidente y las pinceladas pueden apreciarse tanto

en las manos de Rosa, como en el blanco pañuelo que sostiene

junto a su barbilla y que contrasta con la negrura de su traje,

además la mujer no se encuentra completamente recortada ni

hay tanta prolijidad. En esta pintura pueden apreciarse detalles

sin terminar, como en la mano que apoya en su regazo.

Por su parte, en la desconocida mujer de Magdalena

predominan en el fondo manchas que se van aclarando

alrededor del rostro y que conforman una especie de aureola

de luz. Demostró en él una mayor maestría y, al igual que en el

anterior, se encuentran menos acabados y delimitados los

contornos, lo que permite que el brazo se pierda dentro del

traje.

La preeminencia temática es la primera diferencia evidente entre ambas hermanas. La figura

humana fue más propia de Magdalena, quién la hizo suya magistralmente una vez dominada la

técnica. Por su parte, la naturaleza muerta fue el tema elegido por Aurora, dado que ésta le

permitió dejarse llevar por su imaginación y ensueño. Magdalena fue más seca y realizó un

tratamiento minucioso y limpio en el cual, es fácil advertir su insistencia en alcanzar la

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perfección formal; pero, en lo que pareciera ser una fría fachada, intentó llegar a una silenciosa

vida interior e insistió constantemente en la búsqueda alusiva a la existencia singular de sus

personajes.

Aurora por su parte, no investigó con tanto ahínco en esa perfección formal o, si lo intentó, no lo

consiguió tan plenamente como su hermana, porque no la movió esa aspiración de perfección,

sino más bien sus propios deseos. Es por ello que no logró ser tan objetiva ni metódica y, a partir

del desarrollo posterior de una pincelada menos detenida y más cargada de materia, se introdujo

en otros campos, igualmente reales porque éstos se encontraban apegados a la naturaleza de las

formas, pero más fantasiosos, buscando deleitarse en naturalezas muertas y ensoñadoras

alegorías, componiendo diversos conjuntos de recargada constitución.

Antonio Romera, crítico e historiador del arte, que realizó sucesivos estudios a sus pinturas hacia

las cuales escala en admiración, reparó en que: “Un cotejo de ambas artistas nos dice que el

estilo de Magdalena está hecho de eliminaciones y sacrificios. El de Aurora, de una retórica que

busca sus efectos en la reiteración de las superficies y en los motivos complicados”36. En Aurora

ello derivó de su complacencia externa por las formas visuales, por su colorido y por su materia.

Fue más emocional al reparar extasiada en sus motivos sin abstraerse de su sentir personal; ellos

fueron un pretexto para deleitarse con su sensual colorido y lo que estos le evocaron.

Magdalena tuvo un punto de vista más próximo y su mirada, más marcada por el peso escrutador

de la formación académica, fue analítica y fría. Al acercarse a sus modelos indagó en su

fisonomía y expresión con un rigor documental, en los que buscó penetrar en lo material para

replicarlo con lujo de detalles y, una vez captado, lo utilizó para llegar a los matices íntimos de la

expresión humana.

Como ejemplo de esta situación se puede mencionar uno de sus estudios, sobre el cual afirmó

Carvacho:

Mirado por la espalda- lo ha puesto en el ángulo más original y difícil-, se ha

propuesto resolver una verdad puramente representativa; captar una cabeza,

describir unos rasgos, darnos a conocer un tipo humano que, camino de la vejez,

36 Romera, Antonio. (1957). Zig-zag.

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comienza a desinflar la redondez madura de las formas para irse soltando en los

pliegues que muestran, al mismo tiempo que la dureza de la parte ósea, la marchita

sequedad de la piel en sus huellas tatuadas por el tiempo (1953, p. 15).

Es el Retrato del cochero de la familia (Im. 12), que pintó de espaldas al espectador, en el que

sólo reveló parte de su perfil izquierdo. De la misma manera en que Lira lo hizo con su Mujer de

los alfileres, Magdalena lo ha dejado en el enigma más absoluto, ya que no mostró sus ojos y la

oscuridad que lo envuelve por la espalda como una sombra amenazante, hace confundir su traje

con su cabello y con el fondo. Entre esa negrura, lo único que destella es parte de ese rostro

serio, cansado y curtido por la temprana vejez, pero que aún así conserva la distinción y dignidad

propia de su trabajo.

Este documento retrató la voluntad descriptiva de la artista, su aptitud para ahondar en la verdad

exterior y en las formas naturales con una asombrosa facilidad, debido a que llegó, en base a

ciertos rasgos mínimos, como es el de una solapada silueta, a alcanzar la naturaleza íntima del

personaje.

Im. 12: El cochero.

Para Carvacho (1953) el lóbulo tosco de su gran oreja

explica su condición y oficio. Su tamaño pudo

relacionarse metafóricamente con la capacidad para

prestar atención a las confidencias de sus patrones, o

quizás, que en el simple hecho de conducir, se encontró

obligado a escuchar lo que sus pasajeros discutían

durante el transcurso del trayecto. Este imperceptible

dato, que revela una gran meditación y consideración por

parte de la pintora, sumado a la iluminación que delimitó

y destacó únicamente a ese perfil que no se dejó

identificar con plenitud, desenmascaran la verdad de este

hombre.

Al igual que en El cochero, en la totalidad de la obra de Magdalena puede apreciarse la

iluminación del rostro como una constante, a la que se le suma un halo de luz que aparece

alrededor de algunos de sus personajes. Esta particularidad es un factor clave, ya que se encuentra

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en directa relación con el deseo de que los protagonistas de sus pinturas adquieran e inunden de

vida plena a la tela. Fue, en esos semblantes acentuados, en donde ella vio reflejada su posición y

sus estados de ánimo.

La pesquisa científica descrita y lo que será la posterior exploración interior de Magdalena, no

son visibles en la pintura de Aurora. Sus estudios de las formas y las carnaciones resultaron ser

de una atractiva gama de tonalidades que revelan una personalidad mucho más sencilla y ligera,

que se dejó llevar por su sensibilidad. En ella no existió esa agudeza que intentaba captar lo físico

para luego traspasarlo, sino más bien, su deseo fue el de acercarse y llegar al mundo de las

formas, de los objetos, de las materialidades y texturas movida por la quimera que estos le

evocaban, más que por la captación escrutadora de su verdad, aunque fuese esta última su guía.

Del examen completo de sus obras se visualiza su contraste más palpable: Magdalena escudriñó

la realidad para aprehender las formas reconocibles y, a partir de ellas fue capaz de llegar a la

vida interior; mientras que Aurora, conocedora de esta realidad visual, intentó plasmarla de la

misma manera que su hermana; captación que quedó un tanto restringida debido a que su pincel

se movilizó más profundamente por su realidad anímica. Actuó al revés de Magdalena, colocada

ante su modelo tal vez quiso plasmarlo fielmente, pero la fuerza que la movilizó fue otra. Una

que convirtió a sus formas en un estallido de fragilidad, de superficie melancólica y bucólica, en

contraste con la mayor dureza y fuerza expresada por Magdalena, cuya mano se deslizó

firmemente sobre la tela.

Im. 13: Interior del salón.

Aurora transcribió en el modelo y en la superficie las

impresiones brotadas desde su imaginación. Paso a paso, su

pincel trazó figuras coloridas, duplicó su objeto, delineó

contornos y formas que dieron plena consistencia a los

materiales utilizados, pero siempre traspasados por su

espiritualidad.

El Interior del Salón (Im. 13) merece comentario especial, esta

pintura representa dos hermanas en plena ejecución de adornos

florales. Una se halla sentada con un grueso ramo y la otra

coloca una guirnalda alrededor del busto de su padre. Mediante

esos agasajos florales, invistió la figura paterna con majestuoso

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galardón. Seguramente Aurora seguramente tuvo como propósito el realce de ésta, a la que

describió con formas en las que no se aprecia la inflexibilidad que dominó en Magdalena. Este

hecho puede relacionarse con la manera en que pintó la alfombra, el sillón y el busto, pormenores

que su hermana hubiera plasmado con mayor prolijidad para llegar a una imagen más verídica de

lo que ellos y su materialidad en sí representaban. Pero sobre todo, porque se evidencia que se

dejó llevar más por el sentimentalismo, por cargas internas que por el deseo de un mero traspaso.

Otra apreciación que aclara y recalca esta diferencia entre las dos, puede extraerse de las dos

Agripina Metella. Es un mismo tema, un hecho histórico que seguramente ambas conocieron en

los cursos de historia griega y romana en la Academia: la vida de la madre de Nerón, una mujer

fuerte y ansiosa de poder, había sido encarcelada en la isla de Pontia por conspirar en contra de su

hermano Calígula para quedarse con el trono. Tal vez, el impacto que la historia pudo producirles

fue la motivación que las llevó a plasmarla o quizás, la causa residió en una tarea encomendada

por uno de sus maestros.

Al observar los cuadros con “idéntico tema”, las semejanzas en la composición y la severidad del

dibujo son sorprendentes, situación que las hizo ser catalogadas en un comienzo como

intercambiables. Ambas ubicaron a su protagonista dentro de una prisión de proporciones

similares, rodeada de fríos ladrillos, encadenada, sentada en una esquina sobre una saliente

rocosa del muro, con sus manos entrelazadas, su pierna derecha estirada y la izquierda flechada,

ataviadas con una amplia túnica blanca de bordes dorados que deja ver sólo parte de su cuello,

brazos y pies.

Im. 14: Agripina Metella en prisión. M. Mira.

Sin embargo, más allá de estas similitudes, pueden distinguirse

sutiles diferencias compositivas que son cruciales, ya que ellas

comunican la presencia de dos personalidades diferentes.

En primer lugar, la mirada: la Agripina de Magdalena tiene los

ojos abiertos, en cambio los de la de Aurora se encuentran

entrecerrados. Una contempla aparentemente el mundo exterior

y derivado de esa mirada, puede inferirse que ella repara más

conscientemente en su situación actual. Más, aunque su rostro

posea una tristeza desesperada, el tener los ojos abiertos implica

que fue capaz de reconocer que ha sido la causante de su propia

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Im. 15: Agripina Metella en prisión. A. Mira.

desgracia, a diferencia de la otra que se niega a ver la realidad

que la rodea.

Podría objetarse en esta última que también tiene sus ojos

abiertos, tan sólo que como mira hacia abajo se perciben como

entrecerrados, pero aún en ese caso, su mirada vaga y cabizbaja

es un indicador que la aleja de su realidad circundante para

conectarla con lo mas profundo de su ser.

Así, esta Agripina prefiere encerrarse en su propio mundo

interior, uno que no posee los límites ni las fronteras materiales

del entorno que actualmente la rodea. Un mundo que la aleja de

su responsabilidad en los hechos y del enfrentamiento con el

escenario que ella misma había provocado, como una forma de búsqueda de salvación a través de

su ensoñación creadora.

La postura corporal también viene a agregar nuevos datos. La Agripina de Aurora se encuentra

distendida en una clara posición de reposo, como entregada no a su destino, sino más bien a su

escape y, es por ello que sueña para olvidar los malos recuerdos, porque ese algo más allá de lo

terrenal, la creación de su imaginario es lo que puede protegerla de su cruda realidad. Mientras

que la de Magdalena, sentada en ángulo, con el cuerpo recto, indica que probablemente ella

acepte su cruel escenario y sea más consciente del peso de su culpa.

Otro elemento digno de ser destacado es la prisión en la que se encuentran. La primera posee una

pequeña ventana redonda enrejada que simboliza, a pesar de las circunstancias, su necesidad de

conectarse con el mundo exterior. Mientras que la segunda, “encerrada” en una celda sellada, sin

ningún tipo de distracción externa se halla con todo dispuesto para concentrarse en sí misma.

Un sutil detalle en la Agripina de Magdalena merece otra reflexión. Agripina, con sus

extremidades desnudas en directo contacto con el frío suelo, lo cual la obliga a mantenerse en

alerta, mientras que la otra usa sandalias, es decir, existe una separación entre ella y la superficie

que, sin duda representa la realidad de su presente.

Por último, el corte de pelo habla de una visión más masculina y segura de una y más femenina,

suave, romántica y frágil de la otra.

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Este cuadro de Aurora refleja fielmente lo que fue su producción pictórica y sus características:

ella conmovida con la historia pareciera ser que la ha traducido a partir de su emoción fantasiosa.

Al igual que la protagonista, Aurora prefirió entregarse al ensueño placentero, quizás así se

escapaba de las perturbaciones, se adentraba en un mundo más lírico y superficial, lleno de

coloridos y formas redondeadas, en cambio Magdalena, más segura, la pintó con los ojos

abiertos, debido a que ella misma pudo ser una mujer más fuerte que su hermana. La energía que

la motivó fue diferente y se encontró en mejores condiciones para enfrentar directamente lo

visible hasta traducirlo con una gran penetración en lo medular.

Antonio Romera (1908-1975) afirmó que la Generación del Medio Siglo a la que pertenecieron

las hermanas Mira Mena se malogró en gran parte, porque no desarrollaron plenamente su obra

artística. En el caso de ellas la exploración terminó abruptamente con la llegada de sus

obligaciones maritales. Esa búsqueda inconclusa se reflejó en sus estilos fluctuantes, que en

algunos momentos fue sumamente apegado a los cánones académicos y en otros mostró un

ligero sentido de expresión personal.

Si el entorno hubiese sido favorable, ¿qué lugar tendrían Aurora y Magdalena en la pintura

chilena? Puede deducirse que se debatieron entre estímulos dispares que se entrecruzaron,

propios de una época crucial e indecisa en la que las viejas fórmulas seguían más presentes que

nunca, pero comenzaban a chocar al asomarse otras nuevas. Así, ambas resplandecieron, pero

también se ocultaron y, esa oscilación tan característica, en la que radica gran parte de su encanto,

tuvo directa relación con el momento de cambios por los que transitaba su entorno, especialmente

en la cerrada tradición elitista que comenzaba poco a poco a abrirse y que se encontraba al mismo

tiempo en vías de desaparecer.

Ellas tuvieron que valerse de las formas tradicionales que se les impusieron a partir de su rígida y

cerrada enseñanza y del estrecho mundo en el que fueron criadas. Obligadas al uso de esas

formas convencionales en las que se sintieron cómodas, lograron desarrollar una pintura acorde

con su entorno histórico y su situación. Una obra versátil, que abarcó un considerable número de

corrientes y formatos, familiar como ninguna, congruente con su diario vivir y sin mayores

pretensiones.

Pincelaron la superficie motivadas por la afición de quien tiene verdadero apego y amor por lo

que hace. Las dos realizaron una pintura cotidiana que, como se ha señalado reiteradamente, no

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tuvo más pretensiones que la de expresar silenciosamente sus vidas, enaltecer su cómoda

existencia y decorar con buen gusto los muros de sus hogares, en suma, una pintura sencilla, que

buscó complacerse en sí misma.

Por ello, pretender de ellas más de lo que lograron sería absurdo, si bien en ciertos momentos

escaparon apocadamente de su influjo y fueron capaces de dar señales propias, son éstas las que

hay que rescatar porque las que las hacen relevantes. Las dos traspasaron la tela, Aurora con su

potente mirada atravesó a sus retratados y plasmó en ellos su propia existencia. Magdalena en

cambio reflejó no su propio estado anímico, sino que el de los retratados y, aunque no fuera esa

su intención sometieron a crítica los valores morales e intelectuales de la concepción que se tenía

de la mujer.

En su hermandad llegaron a alcanzar un potente equilibrio al conjugar una doble raíz: instinto y

razón, impulso sensual y claridad mental, entre el encantamiento serpentino de las formas y los

colores, como reflejo de lo sentimental y lo entrañable, junto con la sabiduría derivada de la

fidelidad al dibujo, que viene de lo razonado y lo abstracto.

En conclusión, si en una primera instancia pareciera ser que las hermanas se encontraban unidas

por un afán similar, un modo de vida, un interés común como la pintura y por un deseo de

plasmar el mundo visible tal como éste se presentó ante sus ojos, ese nexo fue sólo aparente. Se

alejaron lentamente porque cada una plasmó su mundo movida por su temperamento, por su

imperativo artístico individual y, sin lugar a dudas, fue la tela el lugar propicio para que esto

quedara en evidencia.

Magdalena y Aurora generalmente han sido tratadas en conjunto por los historiadores, sin

embargo, luego de caracterizar los aspectos que las ligan, vale la pena separarlas ya que

posteriormente sus trayectorias tomaron rumbos diferentes.

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CAPÍTULO V

La obra de Magdalena Mira Mena (1859-1930)

Establecidas las características generales de las pinturas de Magdalena y Aurora Mira Mena, fue

necesario profundizar en cada una de sus trayectorias artísticas.

Im. 16: Autorretrato. Magdalena Mira.

En el caso de Magdalena, esta pesquisa permitió distinguir que

ella se alejó del modelo dominante, de la inflexibilidad que

decretaban los tiempos y de las condiciones que su entorno le

había impuesto, por lo que llegó a búsquedas que se relacionaron

con un sentir más propio.

Fue así que su pintura adquirió mayor consistencia, debido a la

elección de una temática que le dio plena oportunidad para

lograrlo: El retrato. Dicho género floreció en el país al comienzo

del siglo XIX, sus orígenes en Chile se explican por el auge

económico y el reforzamiento de la clase dirigente. De este

periodo destaca la presencia de José Gil de Castro, artista que

reemplazó las imágenes religiosas por la de los hombres.

A partir de la Independencia resurgió como una nueva valoración del individuo y “ocupó un sitial

de honor en la pintura chilena llamada de medio siglo. Más que la manifestación de un

culturalismo histórico, el retrato es una necesidad” (Helefant 1978, p. 10).

Es un tipo de pintura sumamente compleja, porque la labor del gran retratista, tiene como desafío

principal (igual que en el autorretrato), captar la apariencia externa y la existencial de un rostro.

La primera premisa consiste en la representación fiel y objetiva del modelo real, pero a ello se

agrega un componente subjetivo, propio de la exteriorización del pintor, que se manifiesta en la

manera que éste aborda la tela, en la elección del color o del modelo y en la selección de rasgos

relevantes que van a hacer reconocible al retratado. La preferencia por las fisonomías del modelo

y por sus características varía entre un pintor y otro y se modifican con el gusto imperante en la

época. Este fenómeno otorga al retrato la propiedad de ser un testimonio histórico, cultural y

estético invaluable que permite el estudio de la concepción plástica del pintor, las cualidades del

retratado, su rango social, su carácter y su identidad como también abre la posibilidad para

escudriñar en sus pretensiones.

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Im. 17: Retrato de Mercedes Mena.

Im. 18: Retrato de Gregorio Mira.

Gracias a su amplia preparación, Magdalena se dejó ver en

ellos como una pintora seria, interesada, al igual que Pedro

Lira, en dominar los secretos de la técnica y los

fundamentos básicos del arte como el color y el dibujo. En

ambos casos llegó con gran autoridad a dominarlos, hasta

alcanzar una verdadera perfección formal.

Se acercó así a sus modelos, valiéndose de una paleta

sobria en la que predominaron los blancos, ocres y rosados.

Usó una pincelada oscilante que por momentos se aligeró

prodigiosamente, para luego apretarse y desaparecer.

Mediante ello elevó la materia oleosa que se hizo dócil en

sus manos, especialmente en los claroscuros y en las

sombras suaves a veces esfumadas.

La estructura interna de sus pinturas reveló la indiscutida

subsistencia de su formación académica, evidenciada en el

rigor lineal con el que trabajó la superficie, especialmente

cuando encerró los contornos y las siluetas. Logró con

precisión la objetividad de las formas, en las que utilizó el

color subordinado a los imperativos de la realidad. Pero, tal

como se mencionó en las páginas anteriores, ella en algún

momento “perdió” su complicidad con la orientación

objetivista, ya que exploró y descubrió indistintamente los

recursos plásticos acomodándolos a sus deseos, más allá de la verdad puramente visual, para

llegar a consumar obras de una gran fuerza interior. Aquí se desligó de la frialdad y de la

despersonalización de las normas de la escuela (aunque ese peso técnico subsistió como base

silenciosa de su quehacer) y expresó un nuevo concepto en su pintura y, por ende, consiguió un

aspecto más moderno de la misma.

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Im. 19: Retrato de Sofía Cousiño Mira.

Im. 20: Retrato de Ana Mira Mena.

Im. 21: Retrato de Juan Vicente de Mira.

La obra de Magdalena presenta un desarrollo fluctuante e

indeterminado, por ello, si forzosamente se tuvieran que

establecer etapas resultaría sumamente complejo. Esta

situación, tan particular, llevó a tesista a la realización de una

clasificación que hace caso omiso de un orden cronológico

estricto, razón por la cual se las agrupó según las diversas

intenciones que pueden verse expresadas en cada obra.

Se distinguen dos grupos fundamentales de creaciones: el

primero denominado línea de estudios y captación de la

verdad exterior, caracterizado por ser el más formal y

objetivo; el segundo corresponde a esa otra intención de

ahondamiento que se ha descrito en más de una oportunidad

en las páginas anteriores.

En el primero su labor de retratista quedó a medio camino, ya

que sólo captó la apariencia externa. Se detuvo en la tela para

describir meticulosamente los personajes, se centró en el

estudio de las texturas y las materialidades, características que

la incorporan en la denominada categoría de Tradición y

Ornamento. Magdalena, precedida por la reflexión, se

preocupó más de las cualidades de la ejecución que de la vida

del modelo del que tomó distancia. En su dibujo delineó

fielmente los rasgos faciales del retratado, lo que permitió que

el observador lo identificara fácilmente, ayudado por la rica y

recargada descripción de su atuendo que casi siempre lo hacía

participe de su rango social. Fue así como resaltó los

elementos plásticos aprehendidos que dieron por resultado

“verdaderas copias del natural”.

Esta primera orientación, objetiva y analítica, se encuentra

representada por el grupo de los autorretratos y de los retratos

familiares.

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Im. 22: Retrato de Pedro Mira Mena .

Im. 23: Retrato de Mercedes Mira.

Im. 24: Aurora Cousiño Mira (1905).

Autorretrato y retratos muestran el sello de su tiempo e

igualmente son un documento de alto valor para conocer la

biografía de la artista. Sin embargo el autorretrato, resulta ser

una especie de examen psicológico, una exteriorización de sí

misma, en la que la personalidad de la artista cobra la más alta

dimensión.

En la imagen de Magdalena (Im. 16), que se halla bastante

maltratada y ajada por el paso del tiempo, se manifestó toda su

primera intención creadora, todo ese poder de indagación

visual; ella, mediada por el espejo en el que se observó de

reojo y con detenimiento, se estudió y redescubrió en su

propia imagen, pincelada tras pincelada ayudada por su poder

de contemplación visual. Esa búsqueda descriptiva que realizó

con tanta agudeza en sus familiares, fue aplicada sobre si

misma, para captar fidedignamente la propia apariencia, en la

que eliminó todo tipo de atavío excesivo. Sólo adornó su

cuello con un fino, pero deslucido collar y con su cabello

peinado hacia atrás, resaltó e iluminó su rostro sereno, seguro

y sobre todo contemplativo.

Magdalena, más influida por Blondeau y Lira, legó una gran

cantidad de representaciones de familiares en los que se ve esa

primeriza intención de alcanzar la perfección formal. Sus

obras se caracterizaron por su carácter estático, por su enfoque

de tres cuartos, media figura y cuerpo entero y por la

utilización de una prolija representación que logró captar la

apariencia externa, más no la existencial.

En el retrato de Mercedes Mena (Im. 17), reprodujo a su

madre vestida a la usanza de la época, sumamente ataviada,

con una tiara sobre su cabeza y un alto cuello de piel que cae

por sobre sus hombros, con un gusto sobrio y elegante. En

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Im. 25: Retrato de Pedro Fernandez Concha.

Im. 26: Busto de Gregorio Mira.

Im. 27: Rosa Mira Mena.

ningún momento intentó humanizarla, probablemente la idea

fue presentarla digna, como una especie de emperatriz, cuando

transfirió sobre la tela su ideal de madre, una figura perfecta y

pulcra. Sin proponérselo, la mostró fría y poco acogedora, lo

cual la alejó de todo lirismo y poesía.

En el retrato de su padre (Im. 18), aunque su rostro se muestra

más amable, igualmente carece de existencia plena.

Son parte también de esta agrupación los Retratos de Sofía

Cousiño Mira, pintado sobre tela ovalada (Im. 19), el de Ana

Mira Mena (Im. 20) y Juan Vicente de Mira (Im. 21), todos

curiosamente ejecutados de perfil, con un dibujo cuidado y

elegante y con fondos oscuros que resaltan los rostros

iluminados. Si se agregan el Retrato de Pedro Mira Mena (Im.

22), el de Mercedes Mira de Fernández Concha (Im. 23), el de

Aurora Cousiño Mira (Im. 24) y el de Pedro Fernández

Concha (Im. 25), queda completa la producción retratística

familiar.

A esta realización hay que agregar una de sus facetas más

inexploradas. Se trata de los estudios que realizó con el

escultor, crítico de arte y periodista José Miguel Blanco (1839-

1897). En este campo desarrolló una pequeña labor que

merece ser destacada.

Una de ellas es un busto de Gregorio Mira en bronce (Im. 26)

adornado con hojas y la otra, un sobrerrelieve de Rosa Mira

Mena (Im. 27). Al igual que Blanco, Magdalena utilizó

materiales nobles y siguió los cánones del academicismo

tradicional, cuya tendencia neoclásica siempre estuvo apegada

a la búsqueda de la proporción áurea y a un sobrio modelado

con el que acató la razón. Persiguió la perfección, la carnación

real y reforzó su espíritu de observación y descripción.

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Como obra de término de esta agrupación se encuentra Ante el caballete o Retrato de Gregorio

Mira (Im. 28), debido a que en ella se encuentra esa verdad física y descriptiva, pero es también

el comienzo de otros atisbos. En esta tela, que sigue la línea de la época, “ha logrado la más

considerable realización de su poder intelectual de escrutación, la descripción busca las

perfecciones mas entrañables” (Carvacho 1953, p. 16).

Im. 28: Ante el caballete.

Se hace evidente en ella, su correcto dibujo y su apego a la forma

real, su facilidad para darle al total una correcta y estudiada

armonía. Su padre, de pie ante el atril de su hija, observa

atentamente una de sus pinturas, probablemente en lo que debe

haber sido su propio taller, ya que se pueden apreciar afirmados en

la pared, un bastidor y lo que pudiera ser una carpeta de la que

sobresale una hoja (quizá algunos de sus bosquejos o dibujos) y

una pintura que la define por sobre su menudencia: un retrato.

Magdalena fijó, con gran naturalidad, la figura de su padre, en su

verdad más objetiva, pero también se presiente y luego se hace

evidente, esa intención soterrada de llegar a desentrañarle al

espectador la verdad del hombre al que ella tanto admiró.

Esa admiración se desprende del cuidado que puso en la realización de la atmósfera circundante,

al crear alrededor de Gregorio esa aureola de luz tan particular de algunas de sus obras. Esa

iluminación que pareciera irradiar de él, encarna lo que significó para ella en vida, una especie de

guía e iluminador espiritual, un consejero de su arte, su más grande admiración, quizás hasta su

propia fuerza. Pero Magdalena también transmitió en esta pintura, no sólo lo que su padre

representó para ella, sino que además traspasó su personalidad al dejar entrever su posición, su

prestancia de hombre honorable, recto, seguro, justo y comprometido. Sobre todo reflejó un

sentimiento de confianza hacia quien se encuentra de pie, con sus brazos cruzados mientras

observa detenidamente el trabajo de su hija, con gesto severo, pero a la vez, afectuoso y lleno de

una gran satisfacción.

Es por ello que finalmente, Magdalena no se quedó entre las estrechas paredes del modelo de

Tradición y Ornamento, ya que algunas de sus pinturas comenzaron a trasladarse hacia un nuevo

horizonte, del que en este retrato se asomaron los primeros atisbos.

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Magdalena no buscó la gran composición y, aunque pintó de preferencia a sus familiares, en su

mundo retratístico reveló otro prototipo de modelos entre los que se cuentan personas de orígenes

más humildes y, es en ellos, en donde verdaderamente fue capaz de llegar a aquel suceso

milagroso de unificación física y espiritual, que insólitamente no alcanzó a prosperar en los de su

familia.

Fueron los sirvientes, los miembros del entorno doméstico de su hogar o los necesitados, la gente

más inaccesible, quienes la incitaron a penetrar más allá de la superficie, a imaginar la vida

dolida y sacrificada que se escondía tras ella para, de algún modo, comprometerse con la misma.

Ellos pudieron significar para Magdalena una conexión con ese otro modo de vida, el de las

clases sociales menos acomodadas. En ellas la gente ha tendido a mostrar sin tapujos sus

emociones, a diferencia de lo que sucedía en las clases acomodadas que siempre se caracterizaron

por ser públicamente menos demostrativas.

En esos retratos, colocó especial acento en los rostros, para quedar expuesta como una verdadera

artista, como una pintora que buscó captar no sólo la apariencia externa, sino también la realidad

más íntima, sin mayores idealizaciones ni embellecimientos, con lo que se acercó sutilmente al

realismo.

Im. 29: La viuda.

“El realismo con cierto tinte social no es frecuente en la

pintura chilena. Sin embargo lo encontramos en

Magdalena Mira y de manera bastante acentuada” (Cruz

1984, p. 25).

Magdalena se alejó de los temas mitológicos, religiosos o

alegóricos y pasó a concentrarse en los rasgos esenciales y

típicos de los caracteres; ya no fue eje esa necesidad de

captación de lo real en un sentido naturalista o fotográfico.

Su meta ya no fue la de transmitir belleza ideal, como en

el caso de los restantes miembros de su familia, sino su

horizonte fue el conocimiento de la realidad como verdad.

La Viuda (Im. 29) pertenece a esta tendencia al reflejar la

realidad de un suceso trágico. En ella realizó un acierto de

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profundidad y delicadeza que permite advertir tanto su propia existencia, como la de una

desconsolada anciana que llora su pérdida.

La mujer, ataviada y cubierta de severo luto, con un amplio traje y un velo, sólo deja al

descubierto su rostro y sus manos. Está sentada con su espalda completamente encorvada,

mientras se afirma el rostro con su mano derecha, lo que exterioriza el peso de su agobio ante el

dolor y la soledad que ha tenido que enfrentar abruptamente. Delante de ella, una mesa sobre la

que se apoya un crucifijo y lo que pudiera ser una Biblia, objetos que realzan la presencia de la

muerte, enmarcan su sufrimiento espiritual y su resignación. También está presente un ramillete

de flores que interrumpe la negrura de su vestimenta, para comunicar el último soplo de vida que

ella, a través de esa ofrenda simbólica, le entregó a su marido.

Al igual que en El cochero tampoco se puede apreciar la totalidad de su rostro y se llega a

descifrar su condición y su estado anímico, no tanto por el atavío o por el entorno sino más bien,

por que se encuentran iluminadas y desnudas únicamente sus manos y su rostro y debido a la

presencia del nimbo que enmarca su semblante pesaroso.

Im. 30: La bruja conjurando la tempestad.

La bruja conjurando la tempestad (Im. 30) también se encuentra

ligada con el realismo. Magdalena pintó a una mujer despojada

de toda vulgaridad y melodramatismo; no pretendió crear ese

tipo ideal que aparece en sus retratos de familiares y que, en este

caso, encarnara el espíritu del mal, por el contrario, esta obra

representa a una bruja humana, a una mujer de edad, con el

rostro curtido y ajado por el peso de los años, vestida con un

deslucido traje y que, con actitud cansada y abatida, pretende

dominar a la tempestad con la hierba que sostiene en su mano

derecha y que, de un momento a otro, arrojará al fuego.

Igualmente que en Vida dura (Im. 31), los rasgos de cansancio

de la mujer, sus ojos caídos, las ojeras marcadas, la mirada triste

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Im. 31: Vida dura.

y abatida, signos inequívocos de la vejez, proyectan el

acercamiento y la identificación de la pintora con el alma

humana. Fue por su intención de lograr la representación de una

realidad fatal, que la obligó a centrarse en la expresión directa de

los sentimientos y dejar en un segundo plano el refinamiento de

la técnica pictórica.

Estos tres últimos rostros de mujeres son muy similares entre sí,

en cuanto al tratamiento matérico, pero sobre todo debido a que

en ellos Magdalena fue capaz de transmitir el dramatismo y la

impresión de una existencia poco afortunada.

En El vagabundo (Im. 31), mediante la ondulación de los tonos, a partir de verdaderas manchas

de color que la acercan a una intención impresionista, alcanzó una verdadera espontaneidad y

libertad expresiva. Tan sólo con mínimos brochazos fue capaz de captar el todo y de entregar lo

esencial del mismo. No necesitó ocuparse minuciosamente del dibujo, ni de recortar la figura del

fondo o de darle a cada lugar su tonalidad local, sino que mediante una paleta reducida a dos

tonalidades opuestas, trabajó velozmente en su cabello y su barba, dejándolas confundirse con el

fondo oscuro en el que su traje no se distinguiría si no fuera por la mancha que hace las veces de

corbata.

Im. 32: El vagabundo.

En esta pintura, que se opone radicalmente a todo cuanto

Magdalena había realizado con anterioridad, percibió que

menos es más, que no era necesario esconder la pincelada y la

materia que da la vida para calar en la existencia de este

hombre, cuyo rostro es lo único que se encuentra iluminado,

porque eso significaba esconderse ella misma, su propia

presencia y alcanzar, en menor medida, su anhelo revelador.

De esta manera es que la segunda agrupación completa viene a

cerrar su ciclo de gran retratista, ya que en ellos logró conjugar

la apariencia externa de los primeros con la existencialidad del

rostro.

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En esas producciones desarrolló un mayor realismo37, llegó a plasmar documentos psicológicos

en los que consiguió mayor contacto con la existencia misma de los retratados

Alcanzó también nuevos propósitos con su Retrato de una desconocida, imagen

fundamentalmente visual que marcó sin querer (ya que se trata de un estudio para un retrato

dejado sin terminar), una tercera línea pictórica. Gracias a ese hecho fortuito Magdalena “ha

sobrepasado las imposiciones de las corrientes dominantes de la época en Chile y, de modo

contemporáneo, a la pintura más avanzada europea; como lo hubiese hecho Toulouse Lautrec,

Degas o Picasso del periodo barcelonés, ha buscado la expresión de un sentimiento puramente

pictórico. Es decir, se ha colocado, por actitud natural de su talento, en la sensibilidad de la

época” (Carvacho 1953, p. 18).

Sus aportes no fueron tan sólo de orden social, en relación con el hecho de ser una de las

primeras mujeres en desempeñar un papel activo dentro del desarrollo de la pintura chilena,

también fue capaz de realizar una obra imponente en corto tiempo, sobre todo si se toma en

cuenta el estrecho círculo de las presiones sociales que pudieron recaer sobre ella. Estos últimos

retratos, en los que se percibe cómo alcanza una mayor libertad y un modo de expresión más

propio, fueron su aporte principal.

Magdalena innovó al ir en búsqueda de algunas poses poco convencionales, como en El Cochero

y en sus retratos de perfil, un modo de composición que no se había realizado antes, en la

utilización de un formato ovalado que influye en la visión total para efectos de lectura y en líneas

generales, al realizar por primera vez una obra tan familiar y hogareña (por lo mismo

autorreferencial), en la que incluso se presentaron al interior del cuadro otros cuadros de la

misma autora, como sucede en Ante el Caballete.

Magdalena poseyó el gusto severo y puro de la alta escuela. Fue dueña de notables cualidades

técnicas que, en momentos, no socavaron totalmente su sello distintivo, mediante ellas fue capaz

de llegar a un mayor contenido, cuando utilizó una pincelada de toques más sueltos y un dibujo

que paulatinamente se hizo en ellos más expresivo. En pocas palabras ella se conservó

37 Esta tendencia puede verse como influjo de su maestro Giovanni Mochi quien, colocando acento técnico en las

características anatómicas, estudiando racionalmente lo visto, llegó a describir y detallar el contenido humano en

retratos bien logrados tanto en lo material como en lo psicológico. Magdalena, al igual que él, llegó a conjugarlos

ambos, perpetuando en la tela una realidad que fue más allá del significado literal.

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absolutamente clásica en la forma de componer, pero al ir más allá de las formas delimitadas y

seguras, esa objetividad de la que tanto se vanagloriaban los academicistas se desatendió gracias

a su deseo de escrutación, por la nota inquisidora y reveladora en la que se proyectó. En ellos

encontró finalmente, una coherencia entre el contenido y la forma, un sano equilibrio entre razón

e intuición y, aunque seguía sujeta a las formas tangibles y reales, logró adentrarse en el interior

del ser humano para proyectarlo en la tela.

De esta forma su pintura se hizo más honesta y viva, se alejó del idealismo con el que descubrió a

sus familiares más cercanos, quienes debieron representar para ella la magnificencia, el

enaltecimiento y la validez de su existencia plena.

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CAPÍTULO VI

La obra de Aurora Mira Mena (1863-1939)

En sus comienzos demostró dominio en los grandes temas de rigor, como en su Agripina Metella,

la gran composición en sus alegorías, en el retrato, en la figura humana e incluso en el paisaje y

las marinas. Pero cuando llegó el momento de elegir su temática representativa, probablemente

influenciada por Mochi y sobre todo por Juan Francisco González, desatendió todas aquellas

tendencias, en pos de los objetos cotidianos de su hogar, de las flores y frutas que en su

exuberante colorido y resplandor primaveral, fueron dispuestas sobre jarrones en gruesos ramos o

esparcidas casualmente sobre una mesa o en el suelo.

Aurora siguió ligada técnicamente al academicismo en la totalidad de su obra, predominó en ella

una representación objetiva y naturalista. En sus retratos y alegorías, evolucionó hacia tintes más

románticos (a diferencia de su hermana, que lo hizo hacia el realismo en sus personajes

populares), para recoger algunos influjos impresionistas en sus flores. Gracias a estas últimas, se

distinguió entre toda la tradición de la temática nacional, se instaló como artista y consiguió su

lugar dentro de la historia de la plástica chilena.

Im. 33: Joven pintor.

Al igual que en Magdalena, la panorámica de sus trabajos

muestra esa oscilación tan característica que, en ciertos

momentos, las llevó a ambas a pintar obras sumamente

apegadas a los moldes tradicionales (con pinceladas apretadas

y preocupadas por el dibujo) y, en otros a alcanzar una mayor

soltura y expresión para volver a replegarse dentro del punto

de partida.

Fue como si se hubiera presentado una especie de lucha

silenciosa entre formas familiares y conservadoras que se

reflejaron en las exposiciones en los Salones y otras que se

dejaron asomar casualmente de la mano de su pincel.

Es por ello que en la pintura de Aurora también se ha hecho caso omiso de fechas y se la

clasificó en dos grupos que distinguen diferentes líneas temáticas. El primero denominado

captación externa y complacencia epidérmica, caracterizado por su regocijo superficial y su

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traspaso personal y el segundo que corresponde a sus pinturas florales, caracterizado por su

regocijo superficial junto con el goce de los sentidos.

Las creaciones de la primera agrupación comprenden las escasas veces que trabajó la figura

humana y que incluyen: su Autorretrato, los retratos del Joven pintor, el de Carmen Fernández y

los dos de Rosa Mira (entre los que se cuenta aquel que tiene tanto contacto con La desconocida

de Magdalena); el Rincón del Salón y Las alegorías, todas enmarcadas dentro de la corriente de

Tradición y Ornamento. Aurora mostró apego por describir los objetos de la escena, la riqueza

de las telas y los atuendos y siguió las reglas correctas de la composición y el equilibrio

académico.

El retrato del Joven Pintor (Im. 33) es una buena pintura, realizada con acierto y dedicación, aquí

se mostró preocupada por el detalle, de la luz, del acabado y probablemente, de las características

del muchacho, muy al estilo de Magdalena.

Im. 34: Retrato de Rosa Mira Mena.

El de Rosa Mira Mena es diferente (Im. 34). La melancólica

modelo se encuentra sentada sobre un suntuoso diván,

inclinada, mientras mira lánguidamente hacia el frente.

Aurora lo realizó técnicamente de manera admirable, pero si

se presta mayor atención, puede repararse en la manera veloz

en que resolvió el fondo y en cómo se complació en el

trabajo del ropaje, en el juego con las calidades de esas

blancas telas, que contrastan con la negrura de la capa que

cubre casualmente su espalda y con el encaje que se desliza

en suaves pliegues alrededor de su cuello, que remata en el

borde del vestido. Pero sobre todo, esas coloridas flores, en

tonos lilas, amarillos, rojos y rosas, que colocadas en un

grueso ramo a un costado de la modelo, caen esparcidas

casualmente bajo sus pies, para ofrecer sus destellos entre la

enmarañada alfombra.

El encaje, las flores, la textura del vestido y la alfombra, esos elementos tan dispares y ajenos al

propósito de cualquier retrato, ostentan más vida que su modelo, quien parece haber sido un

mero pretexto dentro de una composición realizada exclusivamente para fijar la mirada en ellas.

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Im. 35: Retrato de Carmen Fernández.

Esa complacencia hacia las formas visuales y su sensual colorido,

con el más puro deseo de transmitir la sensación epidérmica,

también se manifestó en el Retrato de Carmen Fernández Mira

(Im. 35). Aurora ubicó a su modelo de pie, con su brazo derecho

tras la espalda y el izquierdo extendido con un grueso ramillete

de rosas, apoyada contra el marco de una ventana, con la vista ida

dirigida hacia el exterior. No se evidencia ninguna intención por

transmitir, ni por tomar contacto con la existencia particular de

Carmen, ella sólo ha sido otra excusa para deleitarse en el trabajo

de las delgadas capas de su vestido, en sus pliegues y en su

vaporosa transparencia. Esta faena, junto con la de las flores

colocadas cuidadosamente, tanto en su mano como en el

antepecho de la ventana, fueron el motor de su pintura.

Resulta evidente que, aún cuando realizó retratos en los que el motivo principal debió haber sido

el personaje plasmado, cobraron mayor importancia los elementos secundarios e igualmente sus

flores y el trabajo con las texturas y el colorido se transformaron en el centro de su estímulo

pictórico. Conjuntamente en ellos Aurora no logró ser imparcial al pintar. Esa mirada

melancólica, ladeada y esquiva que parece contemplar, pero que en el fondo no repara en nada

externo, fue característica en todos los retratos femeninos, incluida su Agripina Metella.

Im. 36: Alegoría a la primavera (Detalle).

De esa persistencia puede derivarse el traspaso

de sus propias pasiones a la modelo, en otras

palabras, Aurora no logró captar en ninguno de

ellos (al igual que Magdalena tampoco lo hizo

en los retratos de sus familiares) la presencia

particular del retratado, sino que se plasmó a sí

misma. Esa transferencia se aprecia también en

la figura femenina sentada en el Rincón del

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Im. 37: Alegoría (Detalle).

Im. 38: Alegoría (Detalle).

Im. 39: Alegoría en el techo del comedor.

salón y en sus alegorías.

Estas últimas, una vez más, fueron la excusa

perfecta para pintar, como se aprecia en

Alegoría a la primavera (Im. 36), una mujer

vista desde abajo hacia arriba, en un escorzo

frecuente en la pintura barroca.

Estas imágenes metafóricas la personificaron al

encarnar la época que más la representó,

elevándose hacia el cielo en un sublime atavío,

rodeada de nubes, de querubines protectores y

guirnaldas de rosáceos matices, descalza y libre

como nunca lo fuera, dentro de ese mundo

onírico y colorido que ella misma descubrió y

en el que fue una indudable maestra.

Una de ellas (Im. 37 y 38), ubicada en el teatro

de la familia, llama la atención por el inaudito

formato y la multitudinaria presencia femenina.

Pareciera que Aurora hubiese querido enaltecer

al género y deleitar al espectador con la belleza

semidesnuda de los cuerpos.

Sorprende una mujer que, en la esquina

superior se encuentra de frente. Aurora

pudorosamente la pintó como una niña al

esconder su pecho, en cambio, en las que se

encuentran de espaldas perdió la timidez

cuando modeló los cuerpos con gran agilidad y

destreza. Los voluptuosos dorsos demarcados

se encuentran colmados de sensualidad, gracias

a la pincelada más pastosa que deja ver la

mancha.

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En estas alegorías, empotradas en los muros de su casa, Aurora hizo presente su profundo

sentido religioso, a la vez que voló hacia las quimeras del ensueño decorativo. Para Carvacho no

tiene paralelo en intenciones en la pintura chilena:

Habría que pensar en los pintores del barroco europeo, principalmente los Carracci

y El Tiépolo. Más no se vea aquí una exageración ni tampoco una identificación. Es

tan solo una manera de dar a entender como era capaz de conjugar los grandes

movimientos, las grandes líneas que hacen la estructura de un cuadro para cumplir lo

que ha sido oficio inseparable de toda buena pintura: su sentido ornamental (1953, p.

19).

Pero Aurora no se vinculó sólo al modelo de Tradición y Ornamento ya que también demostró un

mayor cuidado y un apego insistente en el montaje, lo que permitió que, en muchas

oportunidades se distinga el orden de los diferentes elementos dispuestos, lo que la enmarca

dentro de la variante de Escenificación del Modelo. Esta situación puede evidenciarse en la

segunda agrupación y la más numerosa, correspondiente a sus conjuntos florales.

Durante el siglo XVII en Europa, se trabajaron composiciones que se caracterizaron por resaltar

el espacio íntimo del hogar, por la valorización de los productos obtenidos mediante el esfuerzo y

por la representación de objetos inanimados dentro de un espacio determinado. Cuadros con

comida o bebida, utensilios de cocina y servicio y todo aquello que se empleaba para poner en la

mesa fueron las elecciones preferentes. Este tipo de pintura con el tiempo se transformó en todo

un género estilístico que pasó a llamarse naturaleza muerta o bodegón, categoría dentro de la que

se clasifican las flores y las frutas. Lo principal fue la captura de la belleza transitoria y frágil de

aquello que inevitablemente envejece hasta marchitarse y morir. La pintura de objetos sin vida o

que en algún momento van a perderla, conducía a la reflexión más profunda sobre la existencia

del ser.

En el país, “desde José Gil de Castro hasta los primeros maestros de la Academia, el pintar

naturalezas muertas sólo estaba reservado para ensayar el oficio y el gusto por la composición,

para luego enfrentarse al tema en vivo” (Castillo 1993, p. 11).

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Chile en pintura estuvo condicionado por el paisaje. Las flores y las frutas constituyeron

pequeños fragmentos que venían a complementar o a ornamentar un espacio mucho más

importante. Por ese motivo, el género fue considerado como inferior, como un vasallo de los

grandes temas o composiciones a los que quedaron subordinadas, colocadas como un agregado

colorido, como una nota graciosa e intrascendente. En la Academia se abordaron como una

manera de estudiar las formas y las carnaciones, para que los alumnos aprendieran y demostraran

su oficio y habilidad constructiva, antes de emprender los grandes temas de composición, como

la pintura de batallas o la de hechos históricos; por ello sus dimensiones fueron modestas y su

uso fue más del ambiente privado que del público.

Antonio Romera señaló que las primeras flores en la pintura chilena aparecieron con el Mulato

Gil de Castro y posteriormente con Monvoisin, quien buscó el lado decorativo al colocarlas en

algunos de sus retratos femeninos como un embellecimiento que competía con la belleza del

modelo:

Tendremos que dar un paso gigante para hallar la flor como motivo exclusivo

del cuadro, no como adorno de una composición mas compleja, en la cual

quedan marginadas y en función adjetiva, sino como cosa esencial. Enseguida

vienen al recuerdo los nombres de las hermanas Mira38 .

Im. 40: Mesa de Comedor.

Sin duda, ambas hermanas gustaron poner alrededor de sus

modelos arreglos florales, pero fue Aurora la que las

independizó en la tela. Fue capaz de explayarse ante ellas, de

involucrarse en su pomposa y colorida materia y traspasarles

su sensualidad y gozo ante la contemplación de la vida y su

belleza natural. En su obra los asuntos florales alcanzaron total

autonomía, ya que no existieron como añadidos ajenos, se

encontraron solas en su más absoluto y avasallador esplendor.

Los elementos del cuadro no fueron un factor complementario

ni auxiliar, sino algo válido por sí mismo, tal como lo hiciera

38 Romera, Antonio (1956, Noviembre 3). Floreros y Bodegones en le Pintura Chilena. Zig-Zag. Pág.: 38.

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en su Mesa de Comedor.

La pintura (Im. 40), fue organizada para el mayor deleite en esa superabundancia de elementos,

texturas y coloridos. Nuevamente en fondos poco trabajados, en comparación con sus primeros

planos llenos de vida, destaca una mesa cubierta por un mantel con encajes que se hacen

brumosos al llegar a las orillas. La atención del espectador se sitúa inmediatamente en el

cuidadoso arreglo que se ubica sobre ella: un gran ramillete de rosas en el fondo y al costado uno

más pequeño, más adelante, una fuente rebosante de jugosas frutas: duraznos y manzanas, un

pocillo que desborda de racimos de uvas, un plato con lo que pudieran ser trozos de pastel, dos

copas translúcidas junto a un jarrón de cuello alto. Todo este conjunto remata adelante con una

servilleta, la mesa ha sido dispuesta para el deleite de la vista y del paladar.

Im. 41: Ramillete de novia.

Aquí se puso en evidencia su tendencia al culto y la veneración de

los objetos y se reveló una mayor objetividad, a partir de la

disposición cuidadosa de los elementos que se encuentran sobre la

mesa. El lugar en que ubicó cada objeto debió haber sido muy

estudiado, de modo de no restarle primacía a ninguno, hasta

alcanzar la más perfecta armonía del conjunto. Esta creación, única

dentro de los parámetros de su pintura, marcó el comienzo de su

preferencia temática autónoma. A partir de ella Aurora distinguió y

separó lo que sería su mayor interés pictórico.

Ramillete de novia (Im. 41), Flores de acacio (Im. 42); Rosas y campánulas (Im. 43); Jarrón con

lilas (Im. 44); Flores y frutas (Im. 45); Rosas sobre porcelana (Im. 46); Frutillas y rosas (Im.

47); Flores y guindas (Im. 48); Hojas de parra (Im. 49); Claveles; Hortensias y Peonías;

evidenciaron su regocijo visual ante las formas y también ante los sentidos.

Im. 42: Flores de acacio (Fragmento).

Las flores fueron su lenguaje y una vía mediante la que logró

comunicar sus sentimientos más intensos, aquellos que la

dominaron en el momento de plasmarlas en la tela; ellas se

relacionaron con su naturaleza etérea y soñadora, con sus

pasiones más delicadas y románticas. Con las frutillas,

guindas, uvas y los manjares de la Mesa de comedor, ofreció

el complemento terreno a través de la jugosidad de la fruta y

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del disfrute que se obtiene al degustar. De esta manera Aurora manifestó toda su naturaleza

sensual al ofrecer a la vista, al tacto y al olfato toda la realidad de lo pintado. Llegó así a un

equilibrio al deleitar y deleitarse con complacencia sensorial; conjugó la formalidad matérica de

las flores y el ensueño que éstas le evocaron, con el agrado de su degustación. En este grupo de

pinturas y gracias a la preferencia temática, se confirmó su ligazón con Juan Francisco González.

El amor por las flores y frutas los unió irremediablemente y gracias a esa preferencia indiscutida,

lograron una superación de la jerarquía temática, aunque cada uno a su manera, ya que al

compararlos se hizo evidente la gran distancia que existió entre ellos.

González desarrolló una predisposición pictórica en la que primó lo sensitivo, se alejó del

proceso plástico tradicional en el momento en que desechó todo tipo de idealización del modelo

y, porque recogió parte de la lección impresionista en su tendencia a una pintura al aire libre, la

luminiscencia, la disolución del volumen, la pincelada suelta y espontánea que dejó al

descubierto la mancha. Aunque no lo parezca, este artista le dio importancia al dibujo y a la línea

y, al igual que Aurora, eligió con cuidado su composición para lograr un todo armónico, si bien

en su caso la espontaneidad de sus pinceladas y la expresión fueron indudablemente mayores.

Aurora se compenetró con su obra al darle mayor importancia al color y al dibujo, pero se quedó

apegada a lo racional que le impuso el academicismo, sin poder romper violentamente con los

convencionalismos y las fórmulas reinantes. Aunque en algunos momentos llegó a presentir la

sensualidad impresionista de su factura, nunca dejó de darle primacía a lo que sus ojos

reconocían. Dominó ese aprendizaje técnico que le restringió la proyección de sus pasiones; aún

así, se advierte que su motivación principal fue esta última, pero plasmada bajo la única manera

que conoció como correcta para realizarla.

Las flores de González “tienen la intensa conmoción de la vida humilde y efímera” (Cruz 1984,

p. 262). Las pintó sobre tela, madera y cartón, al sol, a media luz, entre tinieblas, heladas por el

frío y deshojándose deslucidas en su último aliento. Aurora capturó la belleza fungible de las

flores en su momento de mayor esplendor, de magnificencia sublime; prefirió deslumbrarse con

su apariencia idílica y pulcra, esa misma que se manifiesta en las más complacientes

ensoñaciones. Las modeló sobre tela, en seda y en una fina porcelana con base blanca. Otorgó a

cada flor una nueva vitalidad con los colores y el brillo hasta alejarlas del fondo.

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Im. 43: Rosas y campánulas.

Im. 44: Jarrón con lilas.

Im. 45: Rosas sobre porcelana.

En algunas de ellas se rigió a la perfección por los imperativos de

la pintura tradicional y resultaron ser ejemplares fríos,

imperturbables y sin vida propia, tan perfectos que pareciesen no

existir. En otros comenzó tímidamente a desplegar su sensibilidad

reflejada en una mayor soltura en la pincelada. Captó efectos

fugaces mediante el uso de colores claros y pinceladas cargadas

que se hicieron más “atrevidas” en comparación con las

anteriores, a tal punto que carecen de ese acabado perfecto que no

permite entrever a quién los realiza. En lugar de modelar tan

cuidadosamente toda la composición, algunas partes presentaron

detalles (generalmente las flores), mientras que otras apenas

fueron esbozadas, como las hojas y el fondo. Las ya descritas

Pescadoras y Rosas y Rocas (Im. 48), fueron un ejemplo de ello.

En esta última, realizada por una Aurora de avanzada edad,

insistió justamente en un tratamiento más espontáneo y libre de la

pincelada.

Insinuada por el espíritu que la movía, utilizó colores más

brillantes y llamativos, cargados con una pasta abundante y

sensual, junto con la pincelada de manchas más ligeras y

depuradas, características que más tarde la vincularían al

impresionismo.

A diferencia de su hermana, ella se mantuvo mucho más apegada

a su estrecho círculo del que sólo se apartó en sutiles ocasiones.

Aún así, motivada por su temperamento, rehusó la temática

académica, los temas históricos y religiosos (que caracterizaron

sus primeras creaciones), con los que no se sintió a gusto.

Conjuntamente con González y Mochi, utilizó un formato de

reducidas dimensiones que le permitió transmitir intimidad y

acercamiento hacia un motivo decrecido que incluso llegó a

magnificarse.

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Im. 46: Rosas y rocas.

Im. 47: Flores y frutas.

En relación con la elección temática, ninguna de

las hermanas desarrolló una pintura al aire libre,

dado que no abandonaron los estrechos límites de

su estudio o de su hogar, salvo en contadas

ocasiones. Ante ello, cabe preguntarse, ¿porqué no

lo hicieron?, ¿porqué se limitaron a plasmar los

objetos y seres que se encontraban dentro de su

limitado entorno?

En el caso de Aurora, la elección se debió a que la

naturaleza muerta se adecuaba más a su

personalidad que la pintura histórica. Esta última

la obligaba a traducir literalmente el tema a la tela,

tal como la narración lo exigía, en cambio los

arreglos florales podían ser escogidos y

acomodados de acuerdo a sus necesidades y

deseos. En el caso de las flores y de sus parientes

ambos se encontraban al alcance de su mano, por

lo que no requería ir a buscarlos en el exterior con

el consiguiente revuelo social que ello implicaba.

Galaz e Ivelic (1975), indican que en estas telas surge inmediatamente una relación con

necesidades decorativas y, dadas sus particularidades, es probable que el sitio más adecuado para

exhibirlas haya sido las paredes de su hogar.

Im. 48: Frutillas y rosas.

Estos autores afirman que Aurora trabajó casi

exclusivamente motivos florales, porque éstos mantienen

una estrecha relación con su sensibilidad femenina,

concepción que puede catalogarse un tanto peyorativa ya

que reduce la elección solo a una cuestión de género. Tal

vez no sea esa su intención pero, con ello se alude a que

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Im. 49: Flores y guindas.

las mujeres son más emotivas, mientras que los hombres

tienden más a la racionalidad. Si este planteamiento fuera

cierto, tendría su reflejo en las obras plasmadas: en las

efectuadas por mujeres se prestaría mayor atención a los

sentimientos y a los pequeños detalles; mientras que las

masculinas estarían marcadas por un raciocinio abstracto,

situación que es absolutamente discutible.

La opción por el retrato en Magdalena y por las flores, en Aurora, tuvo que ver con numerosos

factores: las pasiones, los intereses propios y la combinación de diferentes elementos sociales,

culturales y económicos. Por ello, el que Aurora se haya dedicado a pintar naturalezas muertas no

tuvo que ver solamente con un factor de género, sino con la suma de otros que por supuesto lo

incluyen. Debió pesar el recato con el que fueron criadas, el celo de su padre, la influencia de los

profesores, la falta de acceso al estudio anatómico y su propia inclinación.

Galaz e Ivelic también afirman que:

Aurora Mira, en sus cuadros de flores se limita a mostrar la naturaleza en su

estallido primaveral, asumiendo la misma actitud que se aprecia en todos estos

artistas, es decir, la fidelidad al modelo, la carencia de proyección personal, la

renuncia a cualquier recreación del motivo (1975, p. 84).

Im. 50: Hojas de parra.

En Aurora triunfó el modelo, las flores se exteriorizaron mediante

un conocimiento plástico que no traicionó en ningún momento su

verdad externa, por el contrario la honró. Según este punto de

vista, el tema impuso las reglas del juego y elementos como el

color y el dibujo se sometieron a su impulso, por lo que el cuadro

resultó ser descriptivo y naturalista. A pesar de ello la artista no

quedó enteramente subordinada a una actitud pasiva, ya que como

fuera recalcado en numerosas oportunidades, lo que transmitieron

como totalidad fue un indicador de que ella tendió a la emoción

antes que a lo puramente racional, campo este en el que destacó su

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hermana.

Pedirle a Aurora que distorsionara la realidad física o las cualidades de los objetos hubiese sido

imposible, ya que por sus estudios tendió a buscarla y accedió a ella con profundo respeto por las

proporciones de los seres en la naturaleza. Ese fue su sustento aprehendido y fue fiel a ese

aprendizaje, pero no solo se quedó atrapada en éste, sino que se permitió idealizar y fantasear en

la recreación de la obra. Es necesario ir más allá para comprender, a partir de sus pinturas, el

cómo se des desplegó su naturaleza menos meditativa y rigurosa, más soñadora y romántica, que

quiso evadirse mediante sus pinturas. En ellas se desprendió de algunas nociones, adentrándose

en otras nuevas gracias a esa carga emotiva ya mencionada, situación que indudablemente

implica una proyección personal.

En síntesis Aurora pinto lo que disfrutó en su vida cotidiana y dignificó aquellos objetos que no

poseían, hasta entonces, un cierto nivel artístico o que se consideraban como secundarios dentro

de la tela. La visión del clasicismo hizo que en la pintura sólo se tuvieran en consideración los

llamados asuntos nobles, que en ella son dejados de lado, en pos de los que parecían ser los más

insignificantes: La naturaleza muerta, aperitiva o degustativa, irrumpió en un mundo pictórico

que, hasta ese momento no había intentado provocar a los sentidos.

Fue Aurora, junto a Juan Francisco González, una de las primeras en utilizar la flor como un

motivo exclusivo dentro del cuadro, no sólo como un mero adorno de una composición más

compleja, sino como parte esencial de la misma.

Fue esa naturaleza en su estallido la que se transformó en su identidad, ella se reflejó fielmente en

esas elecciones y en esas búsquedas. Al trabajar con la existencia del mundo exterior a través de

sus texturas, luminosidades, colores y sugeridos volúmenes, dio cuenta de su mundo interior, de

su vida a partir de los objetos y de las personas que rodearon su existencia.

Una aureola de poesía envuelve todas sus pinturas, ella fue mucho más espiritual que técnica,

aunque esta última la dominó a la perfección, pero la técnica es más fría y reflexiva y su pintura

proviene de lo hondo. Cuando Aurora se enfrentó a su motivo llevaba acumuladas un sinfín de

pasiones y huellas que eran reflejo de una actitud pasional más que de una simple idea racional.

La importancia del dibujo, de la observación y el cálculo fueron la guía ordenadora, que vino de

la mano de la enseñanza pero, bajo ese velo improvisado primaron sus sensaciones anímicas. En

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este contexto Aurora llegó a la perfecta unión entre la razón que rige su dibujo y la inspiración

que proviene de lo más profundo de su existencia.

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CONCLUSIONES

La pintura fue uno de los ámbitos que más demoró en desarrollarse en Chile y el siglo XIX,

en donde se gestaron sus orígenes, fue básicamente masculino. Desde esa óptica se

comprende que la inserción femenina en el quehacer pictórico haya sido tardía. La mujer, en

dicho contexto, cumplió un papel discreto y por ende, necesitó de más carácter y condiciones

para dedicarse a las actividades ajenas a los quehaceres hogareños. En consecuencia, su

participación estuvo estrechamente ligada a la realidad social y cultural del país. Aún así, se

demostró su alta presencia y lo que partió como un interés secundario se transformó en una

actividad que renovó y completó el ciclo del desarrollo artístico nacional.

Un reducido número de mujeres dedicadas a la pintura se planteó su realización como artista

pero, a pesar de la “mayor libertad”, el restrictivo modelo social femenino inevitablemente las

relegó a su papel principal: ser esposa. Esta situación afectó directamente a Magdalena y

Aurora y demostró el escaso control que poseyeron sobre el destino de sus vidas.

La incorporación femenina en el ambiente cultural del siglo XIX surgió en aquellas que

pertenecieron a las familias más pudientes y, en ese entonces, las más cultas. Altas esferas en

las que se gozó con todo aquello que tuviera que ver con el refinado gusto francés, por lo que

el arte resultó ser de suma importancia como símbolo del conspicuo status.

La pertenencia de ellas a una de esas familias acomodadas posibilitó su desarrollo espiritual,

intelectual y artístico. Paradójicamente, las características propias de su vida plácida y

regalada, las utilizaron para crear belleza y formar parte, en una primera línea, de aquellas

que comenzaron a romper tímidamente con algunos prejuicios. Pueden ser consideradas como

mujeres que escaparon de lo común y que, sin pretenderlo, sentaron un precedente ejemplar

que abrió un espacio en la historia de la pintura a la presencia femenina. Por esa razón,

merecen un sitial destacado.

En relación con sus estudios e influencias, indudablemente el entorno del hogar y los cursos

tomados en la Academia influyeron en su desarrollo artístico y en sus preferencias temáticas.

Magdalena, de Pedro Lira y Theodore Blondeau recogió la idea de captar fidedignamente el

exterior de sus retratados. De Giovanni Mochi tomó la intención realista que impregnó en sus

cuadros de personajes populares.

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En el caso de Aurora fue Mochi junto a Juan Francisco González, quienes dejaron la huella

más significativa; gracias al primero se relacionó de manera directa con la naturaleza,

mientras que el segundo le proporcionó la noción de que el más nimio detalle podía

engrandecerse en la tela.

Con Magdalena y Aurora Mira Mena se cerró el ciclo de las consecuencias femeninas de la

Academia de Pintura. Bajo la perspectiva academicista el arte no era más que un modo de

representar la realidad y el cuadro era concebido como una construcción utilitaria del

universo, destinado a mostrar fielmente lo que se representaba. Sin embargo, esa sujeción

académica, como comúnmente se ha afirmado, no llevó a las hermanas a concebir sus

trabajos como fruto de un ejercicio reglamentado y frío.

No quebraron normas, ya que ni ellas mismas ni el entorno que las rodeó les facilitaron la

ampliación de su cosmos y tampoco se les exigió más de lo que entregaron debido a su

condición femenina. Al mismo tiempo, se debe tomar en cuenta, atendida la estrechez del

ambiente, que estas dos señoritas si bien, tuvieron la inaudita idea de dedicarse al arte

intentaron provocar el menor daño posible según los cánones convencionales de la época.

Esa falta de trasgresión no les impidió asimilar con nuevos ojos sus enseñanzas. Magdalena y

Aurora encontraron una estampa personal dentro de la despersonalización académica, ellas se

reflejaron en sus pinturas y lograron espejear lo que habrían llegado a entregar si el medio no

les hubiera sido tan adverso, esto no le resta mérito a sus obras; por el contrario, las

engrandece.

Su falta de principios dogmáticos o de argumentos ideológicos fue su propia ideología. No

pretendieron representar ninguna lección moral con la cual mejorar la sociedad, se limitaron a

elegir y elogiar los aspectos más gratos de su propia visión de mundo. Aún así, ambas le

devolvieron a la pintura su perdido carácter ornamental y llevaron a cabo una sutil ruptura al

democratizar la belleza, en el sentido que hasta los objetos más cotidianos tuvieran un valor

estético. Los arreglos florales, los integrantes de la familia, los criados, los más ignorantes,

junto a la silenciosa e inocente vida femenina, fueron motivos de regocijo visual.

Lamentablemente esas mismas razones que a los ojos de la tesista las engrandecen, han sido

las mismas que se han esgrimido con anterioridad para su escasa valoración actual, una que

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estima a la pintura más por la nota renovadora que por la expresión de la más pura

simplicidad, una que aparta a las obras decorativas por su falta de pretensión discursiva. Esta

óptica, preferentemente masculina, considera que su contribución fue exigua ya que el

horizonte que revelaron fue el de sus propias restricciones, razón por la cual no pudieron

llegar a la “altura” de los hombres. En parte eso es cierto, pero en ese desmedro superfluo que

elogia a los consagrados se las ha minimizado y desmerecido por representar el reflejo una

condición de vida que estaba fuera de su control.

No se comprendió ni se estimó hasta hoy, que su más grande aporte y el valor de su pintura

fue por una parte, llevar a la reflexión sobre la problemática de género dentro del arte y por la

otra, el reflejar su necesidad de crear hermosura en el único ámbito que fue realmente suyo: la

simpleza de la vida doméstica.

Estos dos datos pueden mostrarlas como mujeres y pintoras “modernas”, no en el sentido

literal del término, sino como mujeres valientes que merecen destacarse dentro del molde

rígido que les confirió una vida cómoda, cuyas pinturas, alejadas de los centros creadores en

donde se gestaba el impresionismo, entregaron un anuncio de aquello. Ellas se integraron

fervorosamente a un quehacer que, por la espontaneidad con que el sentimiento pictórico

brotó, se ajusta con una comprometida actitud contemporánea.

De aquellas primeras pintoras como Magdalena y Aurora, hasta la Generación del Trece, el

Grupo Montparnasse y la Generación del Veintiocho, que incluyeron destacados nombres de

mujer, sobrevino la década del cuarenta, en donde la fisonomía artística fue radicalmente

opuesta. Las puertas de la plástica nacional quedaron abiertas para ellas al punto de llegar a

desenvolverse de manera independiente sin mayores ataduras sociales. Llegaron a configurar

un grupo difícil de definir en términos numéricos y estilísticos y, en la actualidad, son muchas

las que ocupan un lugar consagratorio, porque poseen personalidades fuertes y gravitantes

dentro del quehacer artístico.

Esta situación se posibilitó gracias a esas mujeres singulares, de esas moderadamente públicas

como las Mira que de la mano de las más ocultas, permiten que hoy en día la mujer sea un

icono representativo de la sociedad y que se muestre más segura e independiente, entre otras

de sus tantas cualidades.

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No obstante no siempre fue así y al examinar el pasado de esas gestoras que se atrevieron a

renovar aquello que les estaba destinado de antemano, se pudieron localizar esas grandes

diferencias.

El arte que no re-conoce su propia historia no podrá jamás alcanzar su desarrollo pleno.

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ANEXO Nº 1: Premios y exposiciones

Magdalena Mira Mena

· Exposición 1883. Salón Oficial, Santiago.

Cabeza de viejo

· Exposición 1884. Salón Oficial, Santiago: Medalla de oro.

La bruja conjurando la tempestad

Hermana de la caridad

Retrato de Sofía Cousiño Mira

Un último ensayo

Ante el caballete o Retrato de Gregorio Mira

· Exposición 1885. (Fuera de Concurso) Salón Oficial, Santiago.

Esperando el Apir

El primer robo

La viuda

· Exposición 1886. Salón Oficial, Santiago.

Agripina Metella en prisión

Dos medallones en altorrelieve uno de Rosa Mira Mena

· Exposición 1891. Salón Oficial, Santiago

Retrato de Mercedes Mira de Fernández Concha. Premio de Primera Clase

Escultura:

Retrato del Sr. Gregorio de Mira

Retrato de la Srita. Rosa Mira. Por las que obtiene medalla de Tercera Clase

· Certamen Edwards 1891: Premio Costumbres Nacionales.

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Aurora Mira Mena

· Exposición 1884. Salón Oficial, Santiago: Medalla de plata.

Medica de campo

Monja de la caridad

Retrato

· Exposición 1885. Salón Oficial, Santiago: Medalla de oro.

Agripina Metella en prisión

Mesa de comedor

· Exposición 1886. Salón Oficial, Santiago: Medalla de Primera Clase.

· Exposición 1895. Salón Oficial, Santiago (Fuera de Concurso)

Retrato Rosa Mira Mena

· Certamen Edwards 1895: Premio de Honor.

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ANEXO Nº 2: Obras

Magdalena Mira Mena

1. Retrato de Carmela Mira Mena, 1880 (aprox.). Óleo sobre tela de 70 x 70.

2. Retrato de niña, 1880 (aprox.). Óleo sobre tela de 38 x 48.

3. Retrato de Pedro Mira Mena, 1880 (aprox.). Óleo sobre tela de 70 x70.

4. Estudio de manos. Año desconocido. Óleo sobre tela de 34 x 44.

5. Autorretrato, 1880 (aprox.). Óleo sobre tela de 25 x 30.

6. Cochero. Año desconocido. Óleo sobre tela de 40 x 50.

7. Retrato de Ana Mira Mena, 1882-4. Óleo sobre tela de 40 x 50.

8. Ante el caballete o Retrato de Gregorio Mira, Medalla de oro en el Salón de 1884. Óleo sobre

tela de 70 x 90.

9. Hermana de la caridad, Medalla de oro en el Salón de 1884. Óleo sobre tela de 70 x 90.

10. La bruja conjurando la tempestad, Salón de1884. Óleo sobre tela de 60 x 95.

11. Retrato de Sofia Cousiño Mira, Medalla de oro en la Exposición oficial de 1884. Óleo sobre

tela ovalada de 40 x 50.

12. Retrato de Ana Mira Mena, 1884.

13. El primer robo, Salón de 1885. Óleo sobre tela de 70 x 155.

14. La viuda, Salón de1885. Óleo sobre tela de 33 x 46.

15. Vida dura, 1885. Óleo sobre tela de 60 x 95.

16. Esperando al apir, Salón de1885.

17. Cabeza de estudio, 1885. Óleo sobre tela de 20 x 20.

18. Agripina Metella en prisión, Premio de honor en el Salón Oficial de1886. Óleo sobre tela de

89 x 119.

19. Bustos en altorrelieve de Gregorio Mira y Rosa Mira, Salón de1886.

20. Retrato de una desconocida, 1890. Óleo sobre tela de 37 x 50.

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21. Autorretrato, 1890 (aprox.). Óleo sobre tela de 45 x 60.

22. Retrato de Mercedes Mira de Fernández Concha, Premio de honor en el Salón Oficial

de1891. Óleo sobre tela de 140 x 240.

23. Busto de Gregorio de Mira, 1891.

24. Juan Vicente de Mira. Año desconocido. Óleo sobre tela de 60 x 60.

25. Retrato de Gregorio de Mira, 1895 (aprox.). Óleo sobre tela de 51 x 63.

26. Retrato de Mercedes Mena Alviz de Mira, 1895 (aprox.). Óleo sobre tela de 51 x 63.

27. Mercedes Mena de Mira, 1900 (aprox.). Óleo sobre tela de 70 x 150.

28. Pedro Fernandez Concha, 1900 (aprox.). Óleo sobre tela de 40 x 50.

29. Retrato de Gregório Mira, 1904. Óleo sobre tela de 35 x 63.

30. Aurora Cousiño Mira, 1905. Óleo sobre tela 35 x 50.

31 Vagabundo. Año desconocido. Óleo sobre tela de 25 x 35.

32. La bordadora. Año desconocido. Óleo sobre tela de 75 x 100.

33. Mujer Joven. Año desconocido. Óleo sobre tela de 38 x 50.

34. Virgen. Año desconocido. Óleo sobre tela de 45 x 85.

35. Camino a la Hacienda Las Palmas. Año desconocido.

36. La cordillera de Los Andes, 1890.

37. Retrato de Juan Vicente de Mira. Óleo sobre tela de 60 x 60.

38. Retrato. Óleo sobre tela de 35 x 47.

39. Florero. Año desconocido.

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Aurora Mira Mena

1. Interior del Salón, 1884. Óleo sobre tela de 43 x 65.

2. Agripina Metella en prisión, Medalla de oro en el Salón Oficial de 1885. Óleo sobre tela de

143 x 205.

3. Retrato de Rosa Mira Mena, Premio de honor en el Salón Oficial de 1895. Óleo sobre tela de

140 x 240.

4. Rosas sobre porcelana, 1900 (aprox.). Óleo sobre tela de 40 x 70.

5. Rosas sobre seda, 1900-1910. Óleo sobre tela de 51 x 69.

6. Retrato de Mercedes Mira de Fernández Concha, 1900 (aprox.). Óleo sobre tela de 42 x 48.

7. Alegoría en el techo del comedor. Año desconocido. Óleo sobre tela de 240 x 300.

8. Alegoría a la primavera, 1917. Óleo sobre tela de 300 x 200.

9. Flores y frutas, 1910-1920. Óleo sobre tela de 160 x 180.

10. Parra y uvas, 1910-1920. Óleo sobre tela de 180 x 180.

11. Uvas y granadas, 1910-1920. Óleo sobre tela de 80 x 140.

12. Retrato de Carmen Fernández Mira, 1920 (aprox.). Óleo sobre tela de 103 x 170.

13. Rosas y azahares, 1925.

14. Flores y frutas, 1928. Óleo sobre seda de 53 x 46.

15. Rosas y rocas, 1935 (aprox.). Óleo sobre tela de 65 x 52.

16. Autorretrato. Año desconocido. Óleo sobre tela de 41 x 50.

17. Joven pintor. Año desconocido. Óleo sobre tela de 40 x 55.

18. Mesa de comedor, Medalla de oro en el Salón Oficial de 1885. Óleo sobre tela de 135 x 170.

19. Ramillete de novia, 1925. Óleo sobre tela de 25 x 25.

20. Flores de acacio. Año desconocido. Óleo sobre tela de 70 x 120.

21. Rosas y campánulas. Año desconocido. Óleo sobre tela de 53 x 58.

22. Jarrón con lilas. Año desconocido. Óleo sobre tela de 47 x 70.

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23. Hortensias. Año desconocido. Óleo sobre tela de 130 x 70.

24. Rosas sobre porcelana. Año desconocido. Óleo sobre porcelana de 40 x 70.

25. Frutillas y rosas. Año desconocido. Óleo sobre tela de 24 x 30.

26. Peonías. Año desconocido. Óleo sobre tela de 32 x 45.

27. Flores y guindas. Año desconocido.

28. Hojas de parra, 1896. Óleo sobre tela de 60 x 90.

29. Claveles. Año desconocido.

30. Desde el balcón. Año desconocido. Óleo sobre tela de100 x 160.

31. La cordillera de los Andes, 1890.

32. Marina.Año desconocido.

33. Pescadoras.Año desconocido.