coloquio en sicilia vittorini

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Conversaciones en Sicilia ELIO VITTORINI Maria Alejandra Valero FONDO EDITORIAL DE HUMANIDADES Y EDUCACIÓN Colección Académica. SERIE TRABAJOS DE LICENCIATURA Manifestaciones Afectivas de Niños en Condición de Maltrato a Través de Juegos Teatrales Universidad Central de Venezuela Giuseppe Giannetto RECTOR Ernesto González VICERRECTOR ACADÉMICO Manuel Mariña VICERRECTOR ADMINISTRATIVO Elizabeth Marval SECRETARIA GENERAL Facultad de Humanidades y Educación Benjamín Sánchez DECANO Vincenzo Piero Lo Monaco COORDINADOR ACADÉMICO Eduardo Santoro COORDINADOR ADMINISTRATIVO Aura Marina Boadas COORDINADORA DE EXTENSIÓN Omar Astorga COORDINADOR DE POSTGRADO Adriana Bolívar COORDINADORA DE INVESTIGACIÓN Las obras publicadas en la Colección Académica, serie Trabajos de Ascenso y Licenciatura, solo han sido modificadas en su diagramación no así en su contenido, respetandose en su integralidad el texto que ha sido reconocido por el jurado calificador con la mención publicación. El Editor ©Fondo Editorial de Humanidades y Educación 2001 Departamento de Publicaciones Universidad Central de Venezuela Ciudad Universitaria. Caracas-Venezuela. Teléfonos: 605 2938. Fax: 605 2947 Trabajo presentado por Maria Alejandra Valero para optar a la Licenciatura en Idiomas. 1ª edición 2001 Diseño de colección y portada: Adrián Prado Edición al cuidado de: JNL&A Auto edición electrónica: JNL&A

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Page 1: Coloquio en Sicilia Vittorini

Conversaciones en Sicilia

ELIO VITTORINI

Maria Alejandra Valero

FONDO EDITORIAL DE HUMANIDADES Y EDUCACIÓN Colección Académica. SERIE TRABAJOS DE LICENCIATURA

Manifestaciones Afectivas de Niños en Condición de Maltrato a Través de Juegos Teatrales

Universidad Central de Venezuela

Giuseppe Giannetto RECTOR Ernesto González VICERRECTOR ACADÉMICO Manuel Mariña VICERRECTOR ADMINISTRATIVO Elizabeth Marval SECRETARIA GENERALFacultad de Humanidades y Educación Benjamín Sánchez DECANO Vincenzo Piero Lo Monaco COORDINADOR ACADÉMICO Eduardo Santoro COORDINADOR ADMINISTRATIVO Aura Marina Boadas COORDINADORA DE EXTENSIÓN Omar Astorga COORDINADOR DE POSTGRADO Adriana Bolívar COORDINADORA DE INVESTIGACIÓNLas obras publicadas en la Colección Académica, serie Trabajos de Ascenso y Licenciatura, solo han sido modificadas en su diagramación no así en su contenido, respetandose en su integralidad el texto que ha sido reconocido por el jurado calificador con la mención publicación. El Editor©Fondo Editorial de Humanidades y Educación 2001Departamento de Publicaciones Universidad Central de VenezuelaCiudad Universitaria. Caracas-Venezuela.Teléfonos: 605 2938. Fax: 605 2947 Trabajo presentado por Maria Alejandra Valero para optar a la Licenciatura en Idiomas.1ª edición 2001Diseño de colección y portada: Adrián PradoEdición al cuidado de: JNL&AAuto edición electrónica: JNL&A100 ejemplares impresos en Venezuela. Printed in Venezuela

PRÓLOGO

Más que un desplazamiento físico, Conversación en Sicilia representa un viaje a la memoria, a los recuerdos. Silvestro, un tipógrafo siciliano

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que vive en Milán, recibe un día una carta de su padre en la que dice que abandonó a su madre. El protagonista, dominado por abstractos furores, sufre permanentemente un inquieto deseo de acción, pero se siente impotente puesto que no ha conseguido la manera de salir de su quietud en la no esperanza. Un impulso lo incita a tomar el primer tren hacia Sicilia. Aquí comienza un viaje que es, desde el principio, un regreso al pasado que ayuda a Silvestro a encontrarse de nuevo con el presente. Una vez en Sicilia, el viaje asume una dimensión simbólica en la identificación de algunos personajes, que adquieren significados emblemáticos y que se unen a las etapas simbólicas que caracterizan los cinco bloques narrativos en los que está estructurado el libro. Así pues, el viaje a Sicilia asume el carácter de itinerario simbólico, que se convierte en un reconocimiento del mundo de los recuerdos a través de la recuperación gradual de la memoria y, por ende, del propio ser. Una vez que la memoria aflora, ayuda a Silvestro a encontrarse de nuevo con el paisaje, la casa de la madre y las personas del pueblo, que adquieren un poder evocador. La memoria no es algo que se recupere de manera inmediata, es más bien un proceso lento y pausado que Elio Vittorini quiere transmitir. Para ello, se vale de un ritmo narrativo particular, caracterizado por la repetición de palabras y sintagmas y por el predominio de la sintaxis coordinativa, además del alto grado de alusión simbólica, más característico del lenguaje poético que de la prosa. De hecho, una de las particularidades estilísticas de esta novela es el lirismo de la prosa, que está intrínsecamente relacionado con el ritmo. Otras de las características de la novela son la abundancia de los diálogos, la extensión de los períodos, la insistencia en la iteración de las frases más significativas y las onomatopeyas. Todos estos elementos determinan el ritmo pausado y lento de la prosa. Así, en la sintáxis, en la construcción del período y en la arquitectura compositiva de cada página, que están en función del ritmo, se pone de manifiesto la invención estilística del autor. No son las acciones sino la lentitud que predomina durante el desarrollo de la novela ya que Conversación en Sicilia es, ante todo, un viaje a la memoria. Por ello, todos los elementos del período vittoririano tienen como fin dar un ritmo lento a la prosa, esencial para el proceso de recuperación gradual de la memoria. Otro aspecto interesante de Conversación en Sicilia son las referencias culturales: las connotaciones de esta índole aparecen frecuentemente a lo largo de la narración. Por ello, si bien la novela posee un alto grado de alusión simbólica, que nos remite a imágenes de pura abstracción fantástica, Sicilia se nos presenta en todos sus particulares como por ejemplo el paisaje; la comida, en especial los alimentos que ofrece la misma naturaleza; los platos preparados por la madre; los hábitos alimenticios; las costumbres de sus pobladores... Elio Vittorini nos traslada al "corazón puro de Sicilia" y de sus habitantes. En efecto, el viaje se dilata en una humanidad variada con la intención de que el viaje imaginario conduzca a uno que va más allá de estas fronteras a toda la humanidad. También se pueden encontrar algunos momentos cruciales de la historia del siglo XX: la Guerra Civil Española, la dictadura fascista en Italia y la asfixiante atmósfera política que pesaba sobre Europa a finales de los años 30. En este sentido, se podría decir, como afirma

Sergio Pautasso, crítico italiano, que Elio Vittorini representa poéticamente, en esta obra, los conflictos que afligen a la humanidad, como el hambre, la miseria, la represión política, la guerra, entre otros, a través de la intensidad simbólica de las conversaciones y de los encuentros de Silvestro con los diferentes personajes. Por este motivo, bien valdría caracterizar Conversación en Sicilia como la novela-poema del “mundo ofendido”. Así, Vittorini introduce la conciencia del mal, de la opresión y de la injusticia que pesan sobre el serhumano. He aquí, pues, un viaje a Sicilia, durante tres días y las noches respectivas, en el que la recuperación de la infancia es el punto de partida para un descubrimiento nuevo y diferente del propio ser.

EN TORNO A LA TRADUCCIÓN DE CONVERSACIÓN EN SICILIA La traducción literaria, puente entre múltiples lenguas y, por ende, entre múltiples culturas, requiere un minucioso trabajo por parte de quien traduce. En efecto, una traducción de este género no sólo consiste en pasar una determinada información de un idioma a otro sino también en transmitir la cultura inherente a la obra. Aquí entra en juego el papel del traductor como mediador de culturas: éste debe hallar la forma expresiva que acerque al lector a la cultura origen respetando, en la medida de lo posible, el estilo y las cualidades estéticas del texto original. Para esta labor, el traductor literario necesita conciliar una vía media que le permita llegar a una creación paralela, y así lograr producir en el lector un efecto análogo a aquél que genera la obra original, en cuanto a las particularidades estilísticas de una determinada obra. En este sentido, el traductor debería tratar de acercar el lector al autor, pues una de las intenciones de la traducción de un texto literario es transmitir al lector de la lengua término una expresión estético cultural que no le es propia, además de permitirle adentrarse en la cultura original. Para lograr lo mencionado anteriormente, se puede manejar el concepto de fidelidad en traducción, que consiste en la fidelidad al texto original pero no sólo al sentido de las palabras sino también a los rasgos estilísticos de la obra. La traducción literaria implica una lectura activa y un tratamiento adecuado del mundo subjetivo del autor. El traductor debe asumir un papel de mediador entre culturas para lograr ser fiel al texto original sin transgredir, en la medida de lo posible, los límites de la lengua término. En lo que respecta la traducción de Conversación en Sicilia, es importante destacar que esta obra constituye un testimonio original de un momento histórico, alusivo a modos de ser y de vivir que, para efectos de la intención del autor, trascienden de su contexto. Además, el texto es portador de una carga semántica y expresiva particulares. De ahí la importancia que reviste traducir esta obra de la manera más fiel respetando, en la medida de los posible, su contenido semántico y cultural para preservar toda la riqueza de esta obra y además mostrar al lector de nuestros días una condición humana alusiva a la Italia meridional de mediados de los años treinta. Así, la traducción de esta obra literaria planteó, como suele hacerse en un inicio con toda

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traducción, una profunda reflexión que llevó a tomar una serie de decisiones, siempre tomando en cuenta como punto de partida el texto. Una de las primeras reflexiones que se hizo en cuanto a la traducción de esta obra fue en torno a la invención estilística del autor, con el fin de reproducir sus cualidades estéticas de modo que resultase un eco del texto original. Una de las características de esta novela es la creación de un ritmo narrativo particular por parte del autor. De ahí la importancia de ser fiel a ese ritmo para que el lector en la lengua de llegada pueda experimentar las mismas sensaciones estéticas y lingüísticas, en cuanto al ritmo lento y pausado de la prosa, y así sienta un eco del original. El respeto de las cualidades estéticas por medio de la reproducción de un efecto análogo del estilo de la lengua fue una constante en la traducción de esta obra. Otro aspecto que también debió tomarse en cuenta en el momento de traducir Conversación en Sicilia fue el lirismo de la prosa, intrínsecamente relacionado con el ritmo. En efecto, es imposible que el lector no se percate del tono poético que predomina en esta obra caracterizada por el alto grado de alusión simbólica, que es más característico del lenguaje poético que de la prosa. Por esta razón, se puede definir el lirismo de la prosa vittoriniana como un rasgo estilístico del autor, y el traductor debería valerse de diferentes recursos para tratar de reproducir ese efecto. Esos recursos provienen principalmente de un buen análisis del texto, que permite diferenciar entre las características propias de una lengua y el estilo de autor, además de la capacidad poética del traductor. De este modo, para la traducción de Conversación en Sicilia se trató de producir, en la medida de lo posible, una creación paralela que transmitiera un eco del original, dándole un especial tratamiento a la recreación del efecto, ya que la carga estilística es parte esencial de su contenido. En resumen, en el momento de traducir Conversación en Sicilia, se plantearon dos objetivos. Por un lado, acercar al lector al texto y cultura originales. Por otro, recrear los valores estéticos de la obra con el fin de conseguir una creación paralela. Ojalá estos objetivos se hayan podido lograr viéndolos recompensados con la “fidelidad” que pueda percibir el lector al leer esta traducción. María Alejandra Valero

Conversación en Cicilia

PRIMERA PARTE I.

Yo estaba, aquel invierno, dominado por abstractos furores. No diré cuáles, no sobre esto me he puesto a contar. Pero es necesario que diga que eran abstractos, no heroicos, no vivos; furores, de algún modo, por el género humano perdido. Desde hace mucho tiempo esto, y andaba con la cabeza gacha. Veía titulares de periódicos resonantes e inclinaba la cabeza; veía amigos, por una hora, dos horas, y permanecía con ellos sin decir una palabra, inclinaba la cabeza; y tenía una compañera o esposa que me esperaba pero ni siquiera con ella decía una palabra, también con ella inclinaba la cabeza. Llovía, mientras tanto, y pasaban los días, los meses, y yo tenía los zapatos rotos, el agua que me entraba

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en los zapatos, y no había otra cosa que esto: lluvia, masacres en los titulares de los periódicos, y agua en mis zapatos rotos, mudos amigos, la vida dentro de mí como un sordo sueño, y no esperanza, quietud. Esto era lo terrible: la quietud en la no esperanza. Creer perdido al género humano y no tener fiebre de hacer cualquier cosa en contra, ganas de perderme, por ejemplo, con él. Estaba agitado por abstractos furores, no en la sangre, y estaba quieto, no tenía ganas de nada. No me importaba que mi compañera me esperase, reunirme con ella o no u hojear un diccionario era para mí lo mismo; y salir a ver a los amigos, a los demás, o quedarme en casa era para mí lo mismo. Estaba quieto, era como si jamás hubiese tenido un día de vida, ni jamás hubiese sabido qué significa ser feliz, como si no tuviese nada que decir, que afirmar, negar, nada mío que poner en juego, y nada que escuchar, que dar y ninguna disposición para recibir, y como si jamás en todos mis años de existencia hubiese comido pan, hubiese bebido vino, o bebido café, jamás hubiese ido a la cama con una muchacha, jamás hubiese tenido hijos, jamás me hubiese caído a golpes con cualquiera, o no creyese todo eso posible, como si jamás hubiese tenido una infancia en Sicilia entre las tunas y el azufre, en las montañas; pero me agitaba dentro de mí por abstractos furores, y pensaba en el género humano perdido, inclinaba la cabeza, y llovía, no decía una palabra a mis amigos, y el agua me entraba en los zapatos.

II. Entonces llegó una carta de mi padre. Reconocí su caligrafía en el sobre y no la abrí enseguida, me demoré en ese reconocimiento, y reconocí que había sido niño, que también había tenido, de algún modo, una infancia. Abrí la carta y la carta decía: Mi querido muchacho: Tú sabes y todos ustedes saben que siempre he sido un buen padre, y para su mamá un buen marido, en fin, un buen hombre, pero ahora me ha sucedido algo, y me marché, pero ustedes no me deben juzgar mal, sigo siendo el mismo buen hombre que era, y para todos ustedes el mismo buen padre, un buen amigo para su mamá y además podré ser un buen marido para esta, digamos, mi nueva esposa con quien me marché. Hijos míos, yo les hablo sin vergüenza, de hombre a hombres, y no pido el perdón de ustedes. Sé que no hago daño a nadie. Ni a ustedes que se marcharon antes que yo y ni a su mamá a quien en el fondo quito la molestia de mi compañía. Conmigo o sin mí es lo mismo para ella que seguirá cantando y silbando en su casa. Voy, pues, sin añoranza por mi nueva vía. Ustedes no se preocupen por el dinero u otras cosas. Su mamá no tendrá necesidad de nada; recibirá, cada mes, por completo, mi pensión de ex-ferroviario. Yo viviré de clases particulares, realizando así, de esta manera, un viejo sueño mío que su madre siempre me había impedido realizar. Pero les ruego, ahora que ella está sola, vayan alguna vez a visitarla. Tú, Silvestro, tenías quince años cuando nos dejaste y desde entonces, adiós, no se te vio más. ¿Por qué el ocho de diciembre, en vez de mandarle la misma postal de felicitaciones para su onomástico, no tomas el tren y le haces una visita? Te abrazo junto a tu querida esposa y los niños y créeme, tu queridísimo papá, Costantino. Vi que la carta provenía de Venecia, y comprendí que él nos había escrito a todos nosotros, sus cinco hijos esparcidos por el mundo, cartas con las mismas palabras precisas, en serie. Era extraordinario: y releí la carta, y reconocí a mi

padre, su rostro, su voz, sus ojos azules y su manera de obrar, me veía por un momento niño aplaudiéndolo mientras él recitaba Macbeth en una sala de espera, en una pequeña estación ferroviaria de la línea desde San Cataldo a Racalmuto. Lo reconocí a él y yo que había sido niño, y pensé... Sicilia, montañas en ella. Mas la memoria no se abrió en mí sino sólo por esto; reconocerlo a él y verme niño aplaudiéndolo, a él con su traje rojo en Macbeth, su voz, sus ojos azules, como si él estuviese de nuevo recitando en un escenario llamado Venecia y de nuevo se tratase de aplaudirlo. No se abrió, pues, sino apenas por esto, y siguió obstruida, y yo me encontré quieto en mi no esperanza como si jamás hubiese tenido quince años de infancia, y de Sicilia, tunas, azufre, Macbeth, en las montañas. Otros quince años habían pasado luego de aquellos, a miles de kilómetros de allá, de Sicilia y de la infancia, y tenía casi treinta años, y era como si no hubiese tenido nada, ni los primeros quince, ni los segundos, como si jamás hubiese comido pan, y no me hubiese enriquecido de cosas y cosas, sabores, sentidos, en tanto tiempo, como si no hubiese estado jamás vivo, y estuviese vacío, así estaba, como si estuviese vacío, pensando en el género humano perdido y quieto en la no esperanza. Ya no tenía más ganas de mirar a la cara a mi compañera, hojeaba el diccionario, mi único libro que era capaz de leer, y comencé a sentir dentro de mí un lamento como un pífano que sonaba lamentoso. Iba al trabajo todas las mañanas, por mi oficio de tipógrafo-linotipista, trabajaba siete horas como linotipista al día, al calor grasiento del plomo, bajo la visera que me protegía los ojos, y un pífano sonaba dentro de mí y movía dentro de mí ratones y ratones que no eran precisamente recuerdos. No eran más que ratones, oscuros, amorfos, trescientos sesenta y cinco y trescientos sesenta y cinco, ratones oscuros de mis años, pero sólo de mis años en Sicilia, en las montañas, y los sentía moverse dentro de mí, ratones y ratones hasta quince veces trescientos sesenta y cinco, y el pífano sonaba dentro de mí, y así me vino una oscura nostalgia como de volver a tener dentro de mí mi infancia. Volví a tomar y a releer la carta de mi padre y miré el calendario; era el seis de diciembre; habría tenido que escribirle para el ocho la misma postal de felicitaciones a mi madre, habría sido imperdonable olvidarlo ahora que mi madre estaba sola en su casa. Y escribí la postal de felicitaciones, la metí en el bolsillo, era sábado de fin de quincena y cobré mi salario. Fui a la estación para echarla al correo, pasé frente al vestíbulo, estaba lleno de luz, y afuera llovía, el agua me entraba en los zapatos. Subí a la luz las escaleras del vestíbulo, para mí era lo mismo continuar bajo la lluvia hacia la casa o subir aquellas escaleras, y así subí a la luz, vi dos anuncios. Uno era de un diario, resonante por nuevas masacres, el otro era de la Compañía Italiana de Turismo, decía: Visite a Sicilia, cincuenta por ciento de descuento desde diciembre hasta junio, 250 liras para Siracusa, ida y vuelta, tercera clase. Me encontré entonces por un momento como frente a dos caminos, uno de regreso a casa, en la abstracción de aquella muchedumbre masacrada, y siempre en la quietud, en la no esperanza, el otro dirigido a Sicilia, a las montañas, en el lamento de mi pífano interno, y en algo que podía también no ser una tan oscura quietud y una tan sorda no esperanza. Aun así me daba lo mismo tomar uno u otro, el género humano estaba lo mismo perdido, y supe de un tren que partía para el Sur a las siete, en unos diez minutos. Sonaba agudo dentro de mí el pífano y me daba lo mismo partir o no partir, pedí un boleto, doscientas cincuenta liras, y me quedaron, del salario quincenal

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que acababa de cobrar, otras cien liras en el bolsillo. Entré en la estación, entre las luces, entre las altas locomotoras y los maleteros gritones y comenzó un largo viaje nocturno que para mí era lo mismo que estar en casa, en mi mesa hojeando el diccionario o en la cama con mi esposa-muchacha.

III.

Estaba viajando, y en Florencia, hacia la media noche, cambié de tren, hacia las seis de la mañana siguiente cambié otra vez de tren, en Roma Termini, y hacia medio día llegué a Nápoles, donde no llovía y envié un giro telegráfico por cincuenta liras a mi esposa. Le dije: - Regreso el jueves. Luego viajé en tren por las Calabrias, comenzó a llover de nuevo, a ser de noche y reconocí el viaje, yo de niño en mis diez fugas de casa y de Sicilia, yendo y viniendo por toda aquella región de humo y de galerías, y silbidos inenarrables de tren parado, en la noche, en la entrada de una montaña, frente al mar, frente a nombres de sueños antiguos, Amantèa, Maratèa, Gioia Tauro. Así un ratón, de repente, ya no era más un ratón dentro de mí, era olor, sabor, cielo y el pífano sonaba por un momento melodioso, ya no lamentoso. Me dormí, me desperté y volví a dormirme, a despertarme, finalmente me encontré a bordo del transbordador para Sicilia. El mar era negro, invernal, y de pie sobre el alto puente, aquel altiplano, me reconocí de nuevo niño, atrapando el viento, devorando el mar hacia una u otra de las dos costas con aquellos escombros, en la mañana lluviosa, ciudades, pueblos, amontonados a la orilla. Hacía frío y me reconocí de niño, teniendo frío y aun así permaneciendo obstinado sobre la altaplataforma, en el viento, a plomo sobre el movimiento y el mar. Por lo demás no se podía caminar, el transbordador estaba lleno de pequeños sicilianos de tercera clase hambrientos y apacibles en el frío, sin abrigo, las manos en los bolsillos de los pantalones, el cuello de la chaqueta levantado. Había comprado en Villa San Giovanni algo de comer, pan y queso, y comía sobre el puente, pan, aire crudo, queso, con gusto y apetito porque reconocía los antiguos sabores de mis montañas, e incluso olores, rebaños de cabras, humo de ajenjo, en aquel queso. Los pequeños sicilianos, encorvados con la espalda hacia el viento y con las manos en los bolsillos, me miraban comer, eran de cara oscura, pero apacibles, con barba de cuatro días, obreros, jornaleros de los campos de naranjas, ferroviarios con sombreros grises con la banda roja de la cuadrilla de trabajos. Y yo, comiendo, les sonreía a ellos y ellos me miraban sin sonreír. Ninguno me respondió, todos me miraban, las mujeres de aspecto voluminoso sentadas sobre grandes sacos llenos de cosas, los hombres de pie, pequeños y como chamuscados por el viento, las manos en los bolsillos. Y yo de nuevo dije: - No hay queso como el nuestro. Porque de repente me sentía entusiasmado por cualquier cosa, aquel queso, sentirlo en la boca, entre el pan y el aire fuerte, el sabor blanco y aun así áspero, y antiguo, con los granos de pimienta como repentinos granos de fuego en el bocado. - No hay queso como el nuestro, - dije por tercera vez. En ese momento uno de aquellos sicilianos, el más pequeño y apacible, y además el de cara más oscura y el más quemado por el viento, me preguntó:

- ¿Pero es siciliano, usted? - ¿Por qué no? – yo respondí. El hombre se encogió de hombros y no dijo más nada, tenía una especie de niña, sentada sobre un saco, a sus pies, y se inclinó hacia ella, y salió del bolsillo una gran mano roja y la tocó como acariciándola y a la vez ajustándole el mantón para que no tuviese frío. Por algo de aquel gesto yo vi que la niña no era su hija sino su esposa y entre tanto Mesina se acercaba, ya no era un montón de escombros en la orilla del mar, sino casas y muelles y tranvías blancos y filas de vagones negruzcos sobre largos espacios de ferrocarril. La mañana era como de lluvia pero no llovía, todo estaba mojado sobre el alto puente y el viento soplaba mojado y los silbidos de los barcos resonaban mojados, y como silbidos de agua llegaban de la tierra los de las locomotoras, pero no llovía, y por la otra parte de las chimeneas se vio por un momento en medio del invierno marino la torre del faro móvil, altísima, navegando por Villa San Giovanni. - No hay queso como el nuestro, - dije yo. Todos los sicilianos de pie se habían volteado hacia las barandas del puente para mirar la ciudad, y también las mujeres sentadas sobre los sacos habían volteado la cabeza para mirar. Pero ninguno se movía hacia la entrecubierta para prepararse a desembarcar; ¡todavía había tiempo! Recordaba bien que faltaban, del faro a la llegada al puerto, más de quince minutos. - No hay queso como el nuestro, - dije. Y mientras tanto terminaba de comer, y el hombre con la esposa niña se inclinó otra vez, mejor dicho, se arrodilló, tenía una cesta a sus pies y, observado por ella, comenzó a hacer algo alrededor de la cesta. Ésta estaba cubierta con un pedazo de tela encerada cosida en el borde con cordel, y despacito él deshiló un poco de cordel, metió la mano debajo de la tela, sacó una naranja. No era grande, ni muy bonita, no de fuerte color, pero era una naranja, y silenciosamente, permaneciendo de rodillas, se la ofreció a la esposa niña. La niña me miró, yo vi sus ojos en el interior de la capucha del mantón y después la vi sacudir la cabeza. El pequeño siciliano pareció desesperado, y permaneció de rodillas, una mano en el bolsillo, la naranja en la otra. Se puso de pie y siguió estando así, con el viento que golpeaba la visera mojada de la gorra contra la nariz, la naranja en la mano, quemado por el frío en su pequeña figura sin abrigo, y desesperado, mientras que a plomo debajo de nosotros pasaban, en la mañana de lluvia, el mar y la ciudad. - Mesina, - dijo con lamento una mujer; y fue una palabra dicha sin ningún motivo; sólo una especie de lamento; y yo observé al pequeño siciliano de la esposa niña pelar desesperadamente la naranja, y desesperadamente comerla, con rabia y frenesí, sin tener ninguna gana, y sin masticar, tragando y como maldiciendo, los dedos mojados del jugo de la naranja en el frío, un poco encorvado en el viento, la visera de la gorra mojada contra la nariz. - Un siciliano no come jamás por la mañana, - dijo él de pronto. Agregó: - ¿Es americano, usted? Hablaba con desesperación pero con apacibilidad, como siempre había estado apacible incluso en la desesperación de pelar la naranja y en la desesperación de comérsela. Las últimas tres palabras las dijo agitado, en tono de estridente tensión como si le fuese de algún modo necesario, para la paz del alma, saberme americano.

-Sí, - dije yo, viendo esto. – Americano soy. Desde hace quince años.

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IV. Llovía, sobre el muelle de la Stazione Marittima donde el pequeño tren que tomaría aguardaba; y de la multitud de sicilianos que se bajó del transbordador parte se fue, con el cuello de la chaqueta levantado, las manos en los bolsillos, a través de la plaza bajo la lluvia; parte se quedó, con mujeres y sacos y cestas, como poco antes a bordo, inmóviles, de pie, bajo el cobertizo. El tren iba a ser alargado con los vagones que habían pasado el mar sobre la embarcación; y esto era una larga maniobra; y yo estaba cerca del pequeño siciliano de la esposa niña que de nuevo estaba sentada sobre el saco a sus pies. Esta vez él me sonrió viéndome y aun así estaba desesperado, con las manos en los bolsillos, en el frío, en el viento, pero sonrió, con la boca, debajo de la visera de tela que le cubría la mitad de la cara. - Tengo algunos primos en América, - dijo. – Un tío y algunos primos... - Ah, sí, - dije yo. - ¿Y en qué parte? ¿En Nueva York o en Argentina? - No lo sé, - respondió él. – Quizás en Nueva York. Quizás en Argentina. En América. Así dijo y agregó: - ¿De qué parte es usted? - ¿Yo? – dije yo. – Nací en Siracusa... Y él dijo: - No... ¿De qué parte es de América? - De... De Nueva York, - dije yo. Por un momento permanecimos callados, yo con esta mentira, mirándolo, y él mirándome a mí, desde sus ojos ocultos bajo la visera de la gorra. Luego, casi tiernamente, él preguntó: - ¿Cómo van las cosas en Nueva York? ¿Van bien? - No se hace uno rico, - respondí. - ¿Qué importa esto? – dijo él. – Se puede vivir bien sin enriquecerse... Al contrario es mejor... - ¡Quién sabe! – dije yo – también allá hay desempleo. - ¿Y qué importa el desempleo? – dijo él. – No es siempre el desempleo lo que hace daño... No es eso... No estoy desempleado, yo. Indicó a los demás pequeños sicilianos de alrededor. - Ninguno de nosotros lo está. Trabajamos... En los campos... Trabajamos. Se detuvo, cambió de voz, agregó: - ¿Ha regresado por el desempleo, usted? - No, - yo dije. – Vine por algunos días. - Ajá, - dijo él. – Y come por la mañana... Un siciliano no come jamás por la mañana. Y preguntó: - ¿Comen todos en América por la mañana? Hubiera podido decir que no, y que también yo, de costumbre, no comía por la mañana, y que conocía a tanta gente que quizás no comía más de una vez al día, y que en todo el mundo era lo mismo, etcétera, pero no podía hablarle mal de una América donde no había estado, y que, después de todo, no era ni siquiera una América, real, concreta, sino su propia idea del reino de los cielos sobre la tierra. No podía; no habría sido justo. - Creo que sí, - respondí. – De un modo o de otro... - ¿Y al mediodía? – él preguntó entonces. - ¿Comen todos, al mediodía, en América? - Creo que sí, - dije yo. – De un modo o de otro... - ¿Y por la noche? – él preguntó. - ¿Comen todos, por la noche, en América? - Creo que sí, - dije yo. – Mal que bien...

- ¿Pan? – dijo él. - ¿Pan con queso? ¿Pan con verdura? ¿Pan con carne? Con esperanza él me hablaba y yo ya no podía decirle que no. - Sí, - dije. – Pan con otra cosa. Y él, pequeño siciliano, permaneció callado por un momento en la esperanza, luego miró a sus pies a la esposa niña que estaba sentada inmóvil, oscura, toda cerrada, sobre el saco, y estaba de nuevo desesperado, y desesperadamente, como hace un momento a bordo, se inclinó y deshiló un poco de cordel de la cesta, sacó una naranja, y desesperado la ofreció, todavía inclinado sobre sus piernas dobladas, a su mujer y, después del rechazo sin palabras de ella, desesperadamente se sintió abatido con la naranja en la mano, y comenzó a pelarla para sí, a comérsela él, tragando como si tragase maldiciones. - Se comen en ensalada, - yo dije, - aquí en nuestra tierra. - ¿En América? – preguntó el siciliano. - No, - yo dije, - aquí en nuestra tierra. - ¿Aquí en nuestra tierra?- el siciliano preguntó. – ¿En ensalada con aceite? - Sí, con aceite, - dije yo. – Y un diente de ajo, y sal... - ¿Y con pan? – dijo el siciliano. - Seguro, - yo respondí. – Con pan. Las comía siempre, quince años atrás, de niño... - ¿Ah, las comía? – dijo el siciliano. - ¿Vivía bien en ese entonces, usted? - Regular, - yo respondí. Y agregué: - ¿Jamás ha comido naranjas en ensalada, usted? - Sí, alguna vez, - dijo el siciliano. – Pero no siempre hay aceite. - Ya, - yo dije. – No siempre hay una buena cosecha... El aceite puede costar un poco caro. - Y no siempre hay pan, - dijo el siciliano. – Si uno no vende las naranjas no hay pan.Y hay que comerse las naranjas... Así ¿Ve? Y desesperadamente comía su naranja, mojándose los dedos, en el frío, con jugo de naranja, mirando a sus pies a la esposa niña que no quería naranjas. - Pero alimentan mucho, - dije yo. - ¿Puede venderme alguna? El pequeño siciliano terminó de tragar, se limpió las manos en la chaqueta. - ¿De verdad? – exclamó. Y se inclinó sobre su cesta, registró adentro, bajo la tela, me entregó cuatro, cinco, seis naranjas. - ¿Pero por qué? – yo pregunté. - ¿Es tan difícil vender las naranjas? - No se venden, - él dijo. – Nadie las quiere. Entre tanto el tren estaba listo, alargado con los vagones que habían pasado el mar. - En el exterior no las quieren, - continuó el pequeño siciliano. – Como si tuviesen veneno. Nuestras naranjas. Y el dueño nos paga así. Nos da las naranjas... Y nosotros no sabemos qué hacer... Nadie las quiere. Venimos a Mesina, a pie, y nadie las quiere... Vamos a ver si las quieren en Reggio, en Villa San Giovanni, y no las quieren... Nadie las quiere. Resonó el pito del jefe de tren, la locomotora silbó. - Nadie las quiere... Vamos de un lado a otro, pagamos el viaje para nosotros y para ellas, no comemos pan, nadie las quiere... Nadie las quiere. El tren se movió, salté a una puerta del tren. - ¡ Adiós, adiós ¡-Nadie las quiere... Nadie las quiere... Como si tuviesen veneno... Malditas naranjas.

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V. Me acababa de echar en el asiento de madera, con el tren en movimiento, cuando oí dos voces en el pasillo que hablaban entre ellas de lo ocurrido. No había ocurrido nada que fuese un verdadero acontecimiento, ningún hecho, ni siquiera un gesto; sólo que un hombre, aquel pequeño siciliano, me había gritado, detrás de sus últimas palabras, el final de su cuento mientras no había más tiempo y el tren estaba en movimiento. Sólo esto; unas palabras. Y he aquí dos voces hablando de lo ocurrido. - ¿Pero qué quería aquel tipo? - Parecía que protestaba... - Con alguien estaba resentido. - Diría que estaba resentido con todos... - Lo diría también yo; era un muerto de hambre... - Si hubiera estado abajo lo habría detenido. Eran dos voces de cigarro, fuertes, y monótonas, dulces en dialecto. Hablaban en siciliano, en dialecto. Asomé la cabeza al pasillo y los vi en la ventanilla, dos hombres de figura maciza, fornidos, con sombrero y abrigo, uno con bigote, el otro no, dos sicilianos tipo carreteros, pero bien arreglados, rozagantes, presuntuosos en la nuca y en la espalda, y aun así, con algo de disimulado y torpe que, quizás, era timidez. “Dos barítonos”, dije para mis adentros. Y uno, en efecto, aquel sin bigote, tenía más bien voz de barítono, cantante y sinuosa. - No habrías hecho más que tu trabajo, - él dijo. El otro tenía sólo voz ronca de cigarro, detrás de su bigote, pero dulce en el dialecto. - Naturalmente, - él dijo.- No habría hecho más que mi trabajo. Volví a meter la cabeza dentro del compartimento pero permanecí escuchando, pensando, con el variar de las voces, barítono y ronco, en las dos caras de ellos, sin bigote y con bigote. - A los tipos así hay que detenerlos, - dijo Sin Bigote. - Efectivamente, - dijo Con Bigote. – Nunca se sabe. - Todo muerto de hambre es un hombre peligroso, - dijo Sin Bigote. - ¡Cómo no! Capaz de todo, - dijo Con Bigote. - De robar, - dijo Sin Bigote. - Es de suponer, - dijo Con Bigote. - Lanzar cuchillazos, - dijo Sin Bigote. - Indudablemente, - dijo Con Bigote. - Y dedicarse incluso a la delincuencia política, - dijo Sin Bigote. Se miraron a los ojos, se sonrieron, yo lo vi por la cara de uno y por la espalda del otro, y así continuaron hablando, Con Bigote, Sin Bigote, de lo que entendían por delincuencia política. Parecía que entendían la falta de respeto, de consideración, dijeron, y acusaron, sin resentimiento, a la humanidad entera, dijeron que la humanidad había nacido para delinquir. - Cualquier clase... cualquier estrato... - dijo Con Bigote. Y Sin Bigote: - Sean ignorantes... Sean instruidos... Y Con Bigote: - Sean ricos... Sean pobres Sin Bigote: - Ninguna diferencia. Con Bigote: - Tenderos... Sin Bigote: - Abogados... Con Bigote: - Mi charcutero, en Lodi...

Sin Bigote: - Y en Bolonia, un abogado... De nuevo se miraron a los ojos, de nuevo se sonrieron, de nuevo vi eso por la cara de uno y por la espalda del otro, y los oí en el fragor de la ruta entre los naranjos y el mar contarse de aquel charcutero y de aquel abogado en Bolonia. - Ves, - dijo Con Bigote, - no tienen respeto. - No tienen consideración, - dijo Sin Bigote. Y Con Bigote: - En Lodi, mi barbero... Y Sin Bigote: - Mi dueño de casa, en Bolonia. Y se contaron de aquel barbero en Lodi, de aquel dueño de casa en Bolonia, y Con Bigote dijo que una vez había detenido a aquel barbero suyo y lo había tenido encarcelado por tres días, y Sin Bigote dijo que había hecho lo mismo con un carnicero suyo en Bolonia, y yo por sus voces sentía que estaban satisfechos, conmovidos por su satisfacción y casi a punto de echarse los brazos al cuello en la común satisfacción de esto que sabían que podían hacer: detener y encarcelar. Y se contaron otros pequeños sucesos, siempre sin resentimiento, siempre con lamento, y al final con satisfacción, luego se quedaron perplejos y se preguntaron por qué, después de todo, la gente los miraba mal. - Pero es porque somos sicilianos, - dijo Con Bigote. - Es esto, porque somos sicilianos, - dijo Sin Bigote. Hablaron sobre ser siciliano en Lodi y ser siciliano en Bolonia, y de repente Sin Bigote lanzó como un grito de dolor, dijo que en su pueblo, en Sicilia, era incluso peor. - ¡Ah!, ¡Sí! Es incluso peor, - dijo Con Bigote. Y Sin Bigote: - En Sciacca, yo... Y Con Bigote: - En Mussumeli, yo... Dijeron de qué modo en Sciacca y en Mussumeli era peor, y Sin Bigote dijo que su madre no decía lo que él era, tenía vergüenza de decirlo, y decía que era empleado en el Catastro. - ¡Empleado en el Catastro! – dijo - Es cuestión de prevención - dijo Con bigote. - Lo sé... Viejos prejuicios - dijo Sin Bigote. Y dijeron cuán imposible era vivir en el pueblo. Corría el tren con estrépito entre los naranjos y el mar y Sin Bigote dijo: - ¡Qué naranjos! -; y Con Bigote dijo: - ¡Qué mar! -; y los dos dijeron qué bueno era en su pueblo, en Sciacca, en Mussumeli; pero de nuevo dijeron que allí no se podía vivir. - Yo no sé por qué regreso - dijo Con Bigote. - ¿Acaso yo lo sé? – dijo Sin Bigote. – Y tengo mi esposa boloñesa, mis hijos boloñeses... Aun así... Y Con Bigote dijo: - Apenas estoy de permiso, pero es infalible cada año... Y Sin Bigote: - Infaliblemente... En especial en este mes de Navidad. Y Con Bigote: - En especial en este mes. ¿Para luego recibir qué? Y Sin Bigote: - Revolvérsele a uno las tripas... Y Con Bigote: - Pudrírsele a uno la sangre... En ese momento, alguien que estaba sentado frente a mí cerró con fuerza la puerta del compartimento, más bien diría que la tiró. Las voces se apagaron, cortadas de golpe, en el rumor del movimiento. Y volaba el tren por los campos de naranjos, al pie de las montañas, frente al mar. Aparecía y desaparecía una alta nieve, lejos; el cielo estaba claro, limpio por el viento, ya sin lluvia, si bien todavía sin sol; y yo reconocí aquella carrera, vi que íbamos a mitad del camino entre Mesina y Catania. Y ya no oía las dos voces

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afuera; miré a mi alrededor, deseoso de otros sicilianos.

VI.

- ¿No sentía el mal olor? – dijo el hombre que estaba frente a mí. Era un siciliano, grande, un lombardo o un normando quizás de Nicosia, también él un tipo como de carretero al igual que aquellos de las voces en el pasillo, pero auténtico, abierto, y alto, con los ojos azules. No joven, de unos cincuenta años, y yo pensé que mi padre ahora quizás se parecía a él si bien yo recordaba a mi padre joven, esbelto, y delgado, recitando Macbeth, vestido de rojo y negro. Debía de ser de Nicosia o Aidone; hablaba el dialecto aún hoy casi lombardo, con la u lombarda, de aquellos lugares lombardos del Val Demone: Nicosia o Aidone. - ¿No sentía el mal olor? – él dijo. Tenía una pequeña barba grisácea, los ojos azules, la frente olímpica. Estaba sin chaqueta, en el frío compartimento de tercera clase, tipo carretero quizás sólo por esto, no por otra cosa, y arrugaba la nariz por encima del escaso pelo del bigote y de la barba, pero velludo como un hombre antiguo, sin chaqueta, en mangas de camisa de pequeños cuadros oscuros, y un chaleco enorme, marrón, con seis bolsillos pequeños. - ¿El mal olor? ¿Qué mal olor? – yo pregunté. - ¿Cómo? ¿Usted no lo sentía? – dijo él. - No sé, - yo respondí – No entiendo de qué mal olor habla. - ¡Oh! – él dijo. – No entiende de qué mal olor hablo. Y se volteó hacia los demás que estaban en el compartimiento. Los demás eran tres. Uno, joven, con una gorra de tela fina, y envuelto en un mantón, de cara amarilla, enjuto, diminuto; estaba sentado en el rincón diagonal a mí, contra la ventanilla. Uno, también joven, era sanguíneo, fuerte, con los cabellos crespos y negros, el cuello negro, un obrero de ciudad, seguramente un catanés; y estaba sentado en la otra punta de mi asiento, frente al enfermo. El tercero era un pequeño viejo sin un pelo en la cara, y oscuro, con la piel coriácea, con escamas cúbicas, como de tortuga, e increíblemente pequeño y enjuto: una hoja seca. Él había subido en Roccalumera y estaba sentado, si es que a eso se le puede llamar estar sentado, en el borde del asiento, entre el lombardo y el enfermo, con el brazo de madera del asiento, que hubiera podido levantar y no había levantado, contra la espalda. A él especialmente, volteándose hacia los demás, se dirigió el gran lombardo. - ¡No entiende de qué mal olor hablo! – dijo el Gran Lombardo. Un sonido vino como un soplo, de silbido incipiente, muerto, sin cuerpo ni voz: - ¡Ji¡ -Y era el viejito que se reía. Pero él no se reía ahora. Se reía, con los ojos, desde el primer momento en que había subido; con los ojos agudos, vivos, fijos, riéndose, mirando a su alrededor, a mí, al asiento, al joven catanés, y riéndose: feliz. - ¡Increíble! No entiende de qué mal olor hablo, - dijo el Gran Lombardo. Todos me miraban a mí, y estaban joviales, el enfermo con escuálida jovialidad silenciosa de enfermo. - ¡Ah! – yo dije, jovial también yo. – No entiendo de verdad... No siento ningún mal olor...

Entonces intervino el catanés. Se inclinó, sanguíneo, con la gran cabeza rizada, sus gruesos muslos y brazos, sus enormes zapatos, y dijo: - El señor habla del mal olor que venía del pasillo. - ¿Venía mal olor del pasillo? – dije yo. - ¿Pero cómo? Es increíble, - gritó el Gran Lombardo. - ¿No lo sentía? Y el catanés dijo: - El señor habla del mal olor de esos dos... - ¿Esos dos? – yo dije. - ¿Esos dos en la ventanilla? ¿Olían mal? ¿Qué mal olor? Oí de nuevo el sonido muerto, sin cuerpo ni voz, del minúsculo viejo y vi que su boca era como una fisura de alcancía. Vi también al enfermo, impasible, en su silenciosa jovialidad, envuelto en su mantón; y vi al Gran Lombardo casi furioso pero alegre en los ojos que parecían los ojos azules de mi padre. Entonces entendí qué era el mal olor. - ¡Ah, el mal olor! – dije. – ¡El mal olor! Todos se sintieron contentos y satisfechos, apaciguados, pero en el pasillo esos dos volvían a donde habían sido niños, a su tierra. - Es extraño, - dije. – No hay lugar en el mundo donde son tan mal vistos como en Sicilia... Y aun así casi todos son sicilianos, en Italia, los que realizan ese oficio. - ¿Todos sicilianos? – el Gran Lombardo exclamó. - ¡De verdad! – yo dije. – Desde hace quince años que ando por Italia... He vivido en Florencia, he vivido en Bolonia, en Turín, y vivo en Milán, y en todas partes he encontrado a un siciliano que realiza ese oficio... - Ya, así dice también mi primo que viaja, - observó el catanés. Y el Gran Lombardo dijo: - ¡Bueno!, por lo demás es comprensible... Nosotros somos un pueblo triste. - ¿Triste? – dije yo, y miraba al viejito de rostro jovial, de pequeños ojos hormigueantes de jovialidad. - Muy triste, - dijo el Gran Lombardo. – Es más, es lúgubre... Siempre dispuestos, todos, a verlo todo negro... Yo miraba el rostro del viejo, yo nada decía, y el Gran Lombardo prosiguió: - Siempre esperando algo diferente, mejor, y siempre desesperándonos por poder tenerlo... Siempre desconsolados. Siempre abatidos... Y siempre con la tentación en el cuerpo de quitarnos la vida. - Sí, es verdad, - dijo el catanés con seriedad. Y se puso a examinar las puntas de sus enormes zapatos. Y yo, sin quitar la mirada del rostro del viejo, dije: - Puede ser que sea verdad... ¿Pero qué tiene que ver esto con realizar ese oficio? Y el Gran Lombardo dijo: - Creo que tiene que ver por alguna razón... Creo que tiene que ver. No sé cómo explicarlo, pero creo que tiene que ver. ¿Qué hace uno cuando se abandona? ¿Cuándo se da por perdido? Hace lo que más odia hacer... Creo que es esto... Creo que es comprensible si son casi todos sicilianos.

VII. Luego el Gran Lombardo habló de sí mismo, venía de Mesina donde había ido a ver a un especialista por una enfermedad de los riñones, y regresaba a casa, a Leonforte, era de Leonforte, allá arriba en Val Demone, entre Enna y Nicosia, era dueño de tierras con tres hermosas hijas hembras, y tenía un caballo sobre el que recorría sus tierras, y entonces creía, tan alto y soberbio era aquel caballo,

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entonces creía ser un rey, pero no le parecía que eso fuese suficiente, creerse un rey cuando montaba a caballo, y habría querido adquirir otro conocimiento, así dijo, adquirir otro conocimiento, y sentirse diferente, con algo nuevo en el alma, habría dado todo lo que poseía, e incluso el caballo, las tierras, con tal de sentirse más en paz con los hombres como alguien, así dijo, como alguien que no tiene nada que reprocharse. - No porque yo tenga algo en particular de que reprocharme, - dijo. Nada en absoluto.Y ni siquiera hablo en sentido de mojigatería... Pero no me parece estar en paz con los hombres. Habría querido adquirir conocimientos frescos, así dijo, y que le pidiese cumplir con otros deberes, no los acostumbrados, otros, nuevos deberes, y más altos, hacia los hombres, porque no había satisfacción en cumplir con los acostumbrados deberes, y uno se quedaba como si no hubiese hecho nada, descontento de sí mismo, desilusionado. - Creo que el hombre está maduro para otra cosa, - dijo. - No solamente para no robar, no matar, etcétera, y para ser un buen ciudadano... Creo que está maduro para otra cosa, para nuevos, para otros deberes. Y es esto lo que uno siente, creo yo, la falta de otros deberes, otras cosas que cumplir... Cosas que hacer para nuestra conciencia en un sentido nuevo. Guardó silencio y habló el catanés. - Sí, señor, - dijo. Y se miraba las enormes puntas de sus zapatos. - Sí, - dijo. Creo que tiene razón. Y se miraba sus zapatos, sanguíneo, lleno de salud, pero con una tristeza de vigoroso animal insatisfecho, caballo o buey, y de nuevo dijo “sí”, convencido, persuadido, como si le hubiesen dado un nombre por una enfermedad suya, y no dijo nada más, y no habló de sí mismo, y sólo añadió, preguntó: - ¿Es usted un profesor? - ¿Yo profesor? – el Gran Lombardo exclamó. Y el viejito al lado de él emitió su “¡ji!” de hoja seca, sin cuerpo de voz. Parecía que quien hablaba era una ramita seca. - ¡Ji! - dijo - ¡ji! Por dos veces. Y tenía los ojos agudos, hormigueantes por la risa, y el rostro coriáceo, y oscuro, como un caparazón seco de tortuga. - ¡Ah! – dijo con la boca de fisura de alcancía. - No hay nada de qué reírse, abuelito, no hay nada de qué reírse, - dijo, volteándose hacia él, el Gran Lombardo, y de nuevo habló de sí mismo, desde el comienzo, de su viaje a Mesina, de sus tierras en Leonforte, de sus tres hijas hembras una más hermosa que la otra, así dijo otra vez, y de su caballo alto y soberbio, y de sí mismo que no se sentía en paz con los hombres y de cómo creía que se necesitaba una nueva conciencia, y nuevos deberes que cumplir, para sentirse más en paz con los hombres, todo exclusivamente, esta vez, para el pequeño viejo que lo miraba y se reía y decía “¡ji!”, un rumor de silbido incipiente, sin cuerpo de voz. - ¿Pero por qué?, - dijo el Gran Lombardo en un determinado momento. - ¿Pero por qué está sentado tan incómodo? Esto se puede levantar. Y levantó el brazo de madera contra el cual el pequeño viejo estaba sentado en el borde del asiento. - Esto se puede levantar, - dijo el Gran Lombardo.

Y el pequeño viejo se volteó y miró el brazo de madera levantado y dijo de nuevo “¡ji!” un par de veces, pero se quedó sentado incómodo, en el borde, asiéndose con las manitas coriáceas a su bastón de madera nudosa y casi tan alto como él, con el pomo en forma de cabeza de serpiente. Fue en aquel movimiento de voltearse para mirar el brazo cuando yo vi la cabeza de serpiente, y entonces vi algo verde en la boca de aquella cabeza de serpiente, eran tres hojitas de un ramito de naranjo, y el pequeño viejo me vio y dijo de nuevo “¡ji!” y tomó el ramito de naranjo y se lo puso en la boca, en su boca como de fisura de alcancía, cabeza de serpiente también él. - Ah, yo creo que es precisamente esto, - dijo el Gran Lombardo, hablando ahora a todos en general. – Ya no experimentamos satisfacción cumpliendo con nuestro deber, nuestros deberes... Cumplirlos nos es indiferente. Nos sentimos igual de mal. Yo creo que es precisamente por eso... Porque son deberes demasiado viejos, demasiado viejos que se han vuelto demasiado fáciles, ya sin significado para la conciencia... - ¿Pero de verdad usted no es profesor? – dijo el catanés. Era sanguíneo, un buey, y con tristeza de buey se miraba también sus zapatos. - ¿Yo, profesor? – dijo el Gran Lombardo. - ¿Tengo aire de un profesor? No soy unignorante, puedo leer un libro, si quiero, pero no soy un profesor. Estuve con los salesianos, de muchacho, pero no soy un profesor... Así llegamos a la última estación antes de Catania, ya en los suburbios de la gran ciudad de piedra negra, y el viejito que decía “¡ji!” como una ramita seca se bajó; y luego llegamos a Catania, había sol en las calles de piedra negra que pasaban, calles y casas, piedra negra, a plomo bajo el tren, y llegamos a la estación de Catania, y el catanés se bajó y también el Gran Lombardo se bajó y, asomándome por la ventanilla, vi que también Con Bigote y Sin Bigote se habían bajado. Todo el tren, en fin, se bajó, y el viaje prosiguió sólo con los vagones vacíos bajo el sol, y me pregunté por qué no me había bajado yo también. Tenía, de todos modos, el boleto para Siracusa, proseguí el viaje en el vagón vacío, bajo el sol, a través de una llanura vacía. Y en el pasillo, regresando al compartimiento, me sorprendió encontrar, inmóvil en su puesto, envuelto en el mantón, con la fina gorra de tela en la cabeza, al joven de aspecto amarillo por la enfermedad, y con él, mirándolo a él que me miraba, sin una palabra, pero contento de estar con él, viajé y viajé, bajo el sol por la llanura vacía, hasta que la llanura se cubrió de verde malaria, y llegamos a Lentini, al pie de largos declives verdes de naranjales y malaria, y el joven envuelto en el mantón se bajó y se entumeció de frío bajo el sol, sobre la acera desierta, descarnado por la malaria. Así me quedé sólo, y el campo era de rocas hacia Siracusa a orillas del mar, pero luegolevanté la mirada y vi afuera a Sin Bigote, inmóvil, de pie, en el pasillo, que me miraba.

VIII. Él me sonrió. Estaba en el pasillo dando la espalda al sol, y el campo de roca y el mar a sus espaldas,y estábamos nosotros dos, él y yo, en todo el vagón, quizás en todo el tren, en el

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recorrido por el campo vacío. Me sonrió con su cara de fumador de cigarros, sin bigote, y grueso en el abrigo color berenjena, el sombrero color berenjena, entró, se sentó. - ¿Me permite, verdad? – dijo, cuando se sentó. - ¡No faltaba más!, - yo respondí. - ¿Cómo no? Y él estuvo contento por poder permanecer sentado con mi permiso, contento ya no por el hecho en sí de sentarse, había todo un vagón para sentarse, sino por el hecho de sentarse aquí, donde yo estaba, otro, un hombre. - Me pareció haberlo visto bajarse en Catania, - yo observé. - ¿Ah, me vio? – dijo él, contento. – Es que acompañé a un amigo mío al tren de Caltanisetta. Volví a subir en el último momento. - Ah, ah, - dije yo. - Volví a subir por el último vagón. - Ah, ah, - dije yo. - Por un segundo. - Ah, ah, - dije yo. - Y había un vagón de primera y de segunda en el medio, - dijo él. – Y me tocó quedarme por allá, lejos de mis maletas. - Y yo dije: - Ah, ah. - Pero me bajé en Lentini y me vine hasta aquí, - dijo él. Y yo de nuevo dije: Ah, ah. Y él no dijo más nada, permaneció callado por un momento, contento, satisfecho de haber explicado todo. Luego suspiró, sonrió y dijo: - ¡Estaba preocupado por las maletas! - Ya, - dije yo, - nunca se sabe... - ¿Verdad, eh? – él dijo. – Nunca se sabe... Con esos tipos de mal aspecto que andan por ahí... - Ya, - dije yo. – Con esos tipos de mal aspecto... - Como ese que se bajó en Lentini, - dijo él. - ¿Lo vio? - ¿Quién? – dije yo. - ¿Ese todo envuelto en trapos? - Sí, - dijo él. – Ese todo envuelto... ¿No tenía cara de delincuente? Yo no respondí, y él suspiró, miró alrededor, leyó todas las placas de esmalte del compartimiento, y miró el campo vacío, curvo, veloz e igual, de abrasada roca a lo largo del mar, y luego sonrió y finalmente dijo: - ¡Soy un empleado del Catastro! - ¡Oh! – dije yo. ¿De verdad? Y... ¿Qué hace? ¿Está de permiso para ir a su casa? - Sí, - respondió él. – Estoy de permiso... Voy a Sciacca, a mi pueblo. - A Sciacca, - yo dije. - ¿Y viene de lejos? - De Bolonia, - respondió él. - Tengo mi empleo allá. Y mi esposa es boloñesa. Y también mis hijos. Estaba contento. Y yo dije: - ¿Y va para Sciacca por aquí? - Sí, por aquí, - dijo él, - Siracusa, Spaccaforno, Modica, Genisi, Donnafugata... - Vittoria, Falconara, - yo dije. – Licata. - ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! – dijo él. – Girgenti... - Agrigento, ¡quiere decir usted!, - dije yo. - ¿Pero no le convenía seguir por Caltanissetta? - Sí, me convenía, - dijo él. – Y me ahorraba ocho liras. Pero por aquí es siempre a lo largo del mar... - ¿Le gusta el mar? – yo le pregunté.

- No lo sé, - respondió él. – Creo que me gusta. De todos modos la ruta me gusta... Y suspiró, y sonrió, luego se levantó y dijo: - ¿Me permite? Y fue al compartimiento vecino y regresó con un pequeño cesto de merienda para niños, pero de fibra, y se lo puso sobre las rodillas, sus cortas piernas, lo abrió, tomó un pan y sonrió. - Pan, - dijo. - ¡Eh! ¡Eh! Luego sacó una larga tortilla y sonrió. - Tortilla - dijo. Yo le sonreí. Y él con una navaja cortó la tortilla en dos pedazos, me ofreció un pedazo. - ¡Oh, gracias! – yo dije, esquivando su mano llena de tortilla. Él se contrarió un poco. - ¿Cómo? – dijo. - ¿No quiere aceptar? - ¡No tengo hambre! – yo dije. Y él: - ¿No tiene hambre? Viajando uno tiene siempre hambre. Y yo: - Pero si ni siquiera es la una todavía. Comeré en Siracusa. Y él: - Bien. Comience ahora. En Siracusa continuará. Y yo: - Pero es imposible. Me quitaría el apetito Y él se contrariaba cada vez más. Insistía. - ¡Oh! Soy empleado del Catastro – dijo de nuevo. Y dijo: - ¡No me haga este desaire!Aunque sea por aceptar... Acepté y comí con él la tortilla, y él estaba satisfecho, y yo también lo estaba en cierto modo, contento, en cierto modo, de complacerlo, masticando tortilla y ensuciándome las manos de tortilla como él. Y mientras tanto había pasado Augusta con su monte de casas muertas en medio del mar, entre veleros y naves, y entre salinas, bajo el sol, y se acercaba Siracusa, viajábamos, por el campo vacío, a lo largo del mar de Siracusa. - Comerá con más apetito en Siracusa, - él dijo. Y agregó: - ¿Se queda allí? - Me quedo allí, - yo respondí. - ¿Vive allí? – dijo él. - No, - yo respondí. – No vivo allí. - ¿Pero no tiene a nadie en Siracusa? – dijo él. - No, - yo respondí. - Entonces va por negocios, - él dijo. - No, - yo respondí. – No. Él me miró desconcertado, comiendo tortilla, mirándome comer su tortilla y yo dije: - Tiene una bella voz de barítono, usted. De inmediato él se sonrojó. - ¡Oh! – dijo. - ¿Por qué? ¿No lo sabía? – dije yo. - Oh, en cuanto a saberlo lo sé, - él dijo, sonrojado y contento. Y yo dije: - Naturalmente. No podía usted haber vivido hasta ahora sin saberlo. Lástima que sea empleado del Catastro en vez de cantar... - Ya, - él dijo. – Me hubiese gustado... En Falstaff, en Rigoletto... En todos los escenarios de Europa. - O también por las calles ¿Qué importa? Siempre es mejor que ser un

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empleado, - dijeyo. - Oh, sí, quizás... – él dijo. Y se calló, un poco desconcertado, y permaneció en silencio, masticando, y detrás de la curva del campo de roca apareció, contra el mar, la roca de la Catedral de Siracusa. - Henos aquí en Siracusa, - yo dije. Él me miró y sonrió. - Ya usted ha llegado, - observó. Nos despedimos, el tren entró en la estación. - Creo que encontraré rápido el transbordo, - él dijo. Y me bajé en Siracusa, el lugar donde había nacido y de donde quince años atrás me había marchado, una estación mía en la vida. De nuevo, bajando sus maletas, el supuesto hombre empleado en el Catastro y, en fin, Sin Bigote, se despidió de mí. - Hasta la vista, - me dijo. - ¿Pero qué hará en Siracusa? Yo ya estaba lo suficientemente lejos para no responderle y no le respondí, y me alejé hacia la salida y ya no lo vi. Y llegué a Siracusa. ¿Pero qué habría hecho en Siracusa? ¿Por qué había venido a Siracusa? ¿Por qué había comprado el boleto precisamente para Siracusa y no para otra parte? Ciertamente me había sido indiferente para dónde comprarlo. Era para mí lo mismo. Estaba en Sicilia. Visitaba a Sicilia. Y podía también volver a subirme en el tren y regresar a casa. Pero había conocido al hombre de las naranjas, a Con Bigote y Sin Bigote, al Gran Lombardo, al catanés, al pequeño viejo de la voz de rama seca, al joven malárico envuelto en el mantón, y me pareció que quizás no me era indiferente estar en Siracusa o en otra parte. “Qué tonto, - me dije. - ¿Por qué en cambio no iba a ver a mi madre? Con el mismo dinero, el mismo tiempo, en las montañas...” Y me encontré en la mano la postal no enviada de felicitaciones para mi madre, pensé que era el día ocho. “¡Caramba! - pensé. - ¡Pobre vieja! Si no se la llevo yo mismo no la recibirá para hoy”. Y fui a la estación de los ferrocarriles secundarios para ver si me alcanzaba el dinero para continuar el viaje hasta la casa de mi madre, en las montañas.

SEGUNDA PARTE

IX. A las tres, en el sol de diciembre, detrás del mar que crepitaba escondido, el pequeño tren entraba, pequeños vagones verdes, en un desfiladero de roca y luego en la selva de tunas. Era el ferrocarril secundario de Sicilia, que iba desde Siracusa por las montañas: Sortino, Palazzolo, Monte Lauro, Vizzini, Grammichele. Comenzaron a pasar las estaciones, casetas de madera con el sol sobre el sombrero rojo de los jefes de estación, y la selva se abría, se estrechaba, de tunas tan altas como horcones. Eran como de piedra celeste, todas las tunas, y cuando se encontraba un alma era un muchacho que iba o venía, a lo largo de la línea, recogiendo los frutos coronados de espinas que crecían, como corales, sobre la piedra de las tunas. Gritaba al tren mientras el tren pasaba delante de él. Soplaba el viento en las minas de la floresta; uno lo sentía sonar, durante las paradas, como poco antes el mar, un viento menudo de crepitaciones. Luego revoloteaba al viento un trozo de banderilla roja, iba y venía. Y entre las tunas aparecían casas; el tren se paraba sobre los arcos de un puente y desde el puente rodeaba la grada de techos; se atravesaba la galería, se pasaba de nuevo entre tunas y peñones, y de nuevo no se veía más alma que la de un muchacho. Él le gritaba, le gritaba al tren, mientras el tren pasaba delante de él; y el sol estaba encima de su grito, sobre las banderillas rojas, sobre los sombreros rojos de los jefes de estación. De repente, luego, un sombrero rojo, una banderilla roja, un grito de muchacho no tuvieron más sol, y debajo de las tunas oscureció, apareció una luz. Un asno gris vadeó un camino de agua; y se subió y se pasaron galerías, se vieron largas lomas de montaña, y en las paradas, abajo en una cuenca, se vieron cuatro luces, cinco luces, los pueblos. Luego se escuchó un fragor de torrente y una voz dijo: - Estamos en Vizzini -. Y el estruendo del torrente se detuvo a los pies del tren, estábamos parados, se bajó a lo largo del agua, en plena noche y, por una parte, estaba la montaña, por la otra, el cielo. Ese era Vizzini, pasamos allí la noche. No estaba el autobús para mi destino, y yo no había dormido desde hacía dos noches, y tenía frío, y no me importaba no haber encontrado el autobús, sólo me importaba dormir, y dormí allá, profundamente como enterrado bajo aquél olor de algarrobos. Y me levanté al día siguiente, impregnado también de algarrobos, con aquel olor ya en mí, con la luz que entraba por la ventana sin postigo, y viajé, como si el sueño continuase, en el autobús, a lo largo del torrente; desde Vizzini, en lo alto de tres valles, más hacia lo alto en las montañas, por tres horas, hasta que alguien dijo: - Neve, - y llegamos.

X.

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“Parece mentira, - pensé, - ¡Estoy en el pueblo de mi madre!” cuando bajé del autobús al pie de la larga escalinata que llevaba a la parte alta del pueblo de mi madre. El nombre del pueblo estaba escrito sobre un muro al igual que en las postales que yo enviaba a mi madre cada año, y lo demás, aquella escalinata entre viejas casas, las montañas alrededor, las manchas de nieve sobre los techos, estaban frente a mis ojos como, de repente, recordaba que había sido así una o dos veces en mi infancia. Y me pareció que estar allá no me era indiferente, y me alegré por haber venido, por no haberme quedado en Siracusa, por nohaber retomado el tren para el norte de Italia, por no haber terminado todavía mi viaje. Esto era lo más importante de estar allá: no haber terminado mi viaje; es más, quizás, haberlo comenzado apenas; porque así, al menos, yo lo sentía, mirando la larga escalinata y en lo alto las casas y las cúpulas, y las pendientes de casas y de rocas, y los techos en el valle del fondo,y el humo de alguna chimenea, las manchas de nieve, la paja, y la pequeña multitud de niños sicilianos descalzos sobre la capa de hielo que había en el suelo, en el sol, alrededor de la fuente de hierro fundido. “Parece mentira, estoy en el pueblo de mi madre”, pensé de nuevo, y me parecía improviso, estar allá, como de improviso uno se encuentra en un punto de la memoria, e igualmente fabuloso, y creía estar viajando en una cuarta dimensión. Parecía que no hubiese pasado nada, o que hubiese sido sólo un sueño, un intermedio de ánimo, entre el estar en Siracusa y el estar allá, y que el estar allá era producto de mi decisión, de un movimiento de mi memoria, no de mi cuerpo, y así también el estar allá aquella mañana, así también el frío de la montaña, y el placer de encontrarme allá; y ni siquiera lamentaba no haber estado aquí la noche anterior, a tiempo para la fecha del onomástico de mi madre, como si aquella luz fuese todavía del día 8 y no del día 9, o fuese de un día en una cuarta dimensión. Sabía que mi madre vivía en la parte alta, recordaba haber subido aquella escalinata cuando veníamos para acá a visitar a los abuelos en mi infancia, y comencé a subir. Había fajinas de leña sobre los escalones, delante de algunas casas, y subí, y de vez en cuando había un borde de nieve, en el frío, en el sol de la mañana, ya casi mediodía, finalmente llegué a la parte más alta, encima del inmenso pueblo de la montaña y los valles salpicados de nieve. No se veían personas, sólo niños descalzos con los pies ulcerados por los sabañones y di vueltas entre las casas ubicadas en lo alto, alrededor de las cúpulas de la gran Iglesia Madre que también la recordaba antigua en mi memoria. Di vueltas con la postal de felicitaciones en la mano, en ella tenía el nombre de la calle y el número de la casa donde vivía mi madre, y muy fácilmente pude ir directo, guiado por la postal, como un cartero, y también un poco por la memoria. Además quise preguntar en alguna bodega que vi, de sacos y de barriles, y así llegué de visita a la casa de la señora Concezione Ferrauto, mi madre, buscándola como un cartero, con la postal de felicitaciones en la mano y el nombre, Concezione Ferrauto, sobre los labios. La casa era la última de la calle indicada, a horcajadas de un pequeño jardín, con una breve escalera externa. Subí, bajo el sol, miré otra vez la dirección sobre la postal, y me encontré en casa de mi madre, reconocí el umbral y no me era indiferente estar allí, era lo más pleno del viaje en la cuarta dimensión. Empujé la puerta y entré en la casa y desde otra habitación una voz dijo: - ¿Quién es? – Y yo reconocí aquella voz, después de quince años que no la recordaba, la misma de hacía quince años que ahora recordaba: era alta, clara, y

recordé a mi madre hablando en mi infancia desde otra habitación.-Señora Concezione, - dije.

XI. La señora apareció, alta, con la cabeza clara, y yo reconocí perfectamente a mi madre, una mujer alta con el cabello castaño casi rubio, y el mentón duro, la nariz dura, los ojos negros. Sobre la espalda tenía una manta roja en la cual se mantenía caliente. Me reí. – Pues bien, muchas felicidades, - dije. - Oh, es Silvestro, - dijo mi madre, y se me acercó. Yo le di un beso filial en la mejilla, ella me besó en la mejilla y me dijo: - ¿Pero qué diablos te trae por estos lugares?. - ¿Cómo hiciste para reconocerme? – dije yo. Mi madre se reía. – También yo me lo pregunto, - dijo. Llegó olor de arenque asado, mi madre añadió: - Vamos a la cocina... ¡Tengo el arenque en el fuego! Fuimos a la habitación contigua donde el sol pegaba sobre la cabecera de hierro oscuro de la cama, y por allá a la pequeña cocina donde el sol pegaba sobre cualquier cosa. En el suelo, en una pequeña tarima de madera, estaba encendido un brasero de cobre. En él estaba asándose el arenque, humeando, y mi madre se agachó para voltearlo. – Verás qué sabroso es, - dijo. - Sí, - dije yo, y respiraba el olor del arenque, y no me era indiferente, me gustaba, reconocía el olor de las comidas de mi infancia. – Me imagino que no hay nada más sabroso, -dije. Y pregunté: ¿Lo comíamos, cuando era niño? - ¡Cómo no!, - dijo mi madre. – Arenques en invierno y pimientos en verano. Era siempre nuestra manera de comer. ¿No te acuerdas? - Y las habas con cardos, - dije yo, recordando. - Sí, - dijo mi madre, - las habas con cardos. Tú te volvías loco por las habas con cardos. - ¡Ah! – dije yo. - ¿Me volvía loco por ese plato?... Y mi madre: - Sí, siempre querías un segundo plato... Y así también con las lentejas cocidas con la cebolla, los tomates secos, y el tocino... - ¿Y una ramita de romero, no? - dije yo. Y mi madre: - Sí... Y una ramita de romero. Y yo: - ¿También de aquello siempre quería un segundo plato? Y mi madre: - ¡Cómo no! Eras como Esaú... Habrías dejado hasta la primogenitura por un segundo plato de lentejas... Me parece estarte viendo cuando llegabas de la escuela, a las tres, a las cuatro de la tarde, con el tren... - Ya, - dije yo, - con el tren de carga, en el furgón de equipajes... Primero yo solo, luego Felice y yo, luego Felice Liborio y yo... - Todos ustedes pichoncitos, - dijo mi madre. – Con sus cabezas llenas de cabellos, y la cara negra, las manos siempre negras... Y enseguida preguntaban: ¿Hoy hay lentejas, mamá? - En aquellas casas de guardavía de la línea donde vivíamos, - dije yo. – Nos bajábamos del tren en la estación, en San Cataldo, en Serradifalco, en Acquaviva, todos aquellos lugares que habíamos recorrido, y había que caminar uno o dos kilómetros para llegar a casa... Y mi madre: - Sí... También tres kilómetros de vez en cuando. El tren pasaba y yo sabía que ustedes estaban en camino, a lo largo de la línea, y ponía a calentar las lentejas, el arenque a asarse y luego los oía gritar: tierra, tierra.

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- ¿Tierra? ¿Cómo es eso de tierra? - pregunté yo. - ¡Sí, tierra! Por algún juego de ustedes, - dijo mi madre. – Y una vez, en Racalmuto, la casa de guardavía estaba en una subida y el tren debía disminuir la marcha, y habían aprendido a bajarse del tren en movimiento, y se bajaban delante de la casa, y yo tenía un negro presentimiento de que se cayesen debajo del tren, y los esperaba afuera con un palo de madera... - ¿Y nos pegabas? - dije yo. Y mi madre: - ¡Cómo no! ¿No te acuerdas?... Les rompía las piernas con aquel palo de madera. Y también los dejaba sin comer, algunas veces. Volvió a levantarse con el arenque en la mano, sosteniéndolo por la cola, y examinándolo, por un lado, por el otro; y yo vi, en el olor del arenque, su cara en nada menguada respecto a cuando había sido una cara joven, como yo recordaba que había sido, y con la edad que añadía algo más en ella. Era esto, mi madre; el recuerdo de la que había sido quince años antes, veinte años antes cuando nos esperaba al saltar del tren de carga, joven yterrible, con el palo de madera en la mano; el recuerdo, y la edad de toda la lejanía, y el algo más de ahora, en fin, dos veces real. Examinaba el arenque, teniéndolo levantado, por un lado, por el otro, no quemado en ningún lugar, y aún así todo asado, y también el arenque era esto, el recuerdo y el algo más de ahora. Y esto era cada cosa, el recuerdo y el algo más de ahora, el sol, el frío, el brasero encendido en el centro de la cocina, y lo adquirido en mi conciencia en aquel punto del mundo donde me encontraba; cada cosa era esto, dos veces real; y quizás era por esto que no me era indiferente sentirme allá, viajar, porque era dos veces real, también el viaje más allá de Mesina, y las naranjas en el transbordador, y el Gran Lombardo en el tren, y Con Bigote y Sin Bigote, y la verde malaria, y Siracusa, y, en fin, la misma Sicilia, todo dos veces real, y de viaje, cuarta dimensión.

XII. El arenque fue limpiado, colocado en un plato, cubierto de aceite, y mi madre y yo nos sentamos a la mesa. En la cocina, digo; con el sol en la ventana detrás de la espalda de mi madre cubierta con la manta roja y el cabello castaño muy claro. La mesa estaba contra la pared, y mi madre y yo estábamos sentados uno frente al otro, con el brasero bajo la mesa y el plato de arenque arriba, casi lleno de aceite. Y mi madre me arrojó una servilleta, me pasó un plato pequeño y un tenedor, sacó de la gaveta un grueso pan consumido por la mitad. - ¿No te importa si no coloco el mantel? – preguntó. - Oh, no, - dije yo. Y ella: - No puedo lavar todos los días... Ahora estoy vieja. Pero siempre en mi infancia se había comido sin mantel, a excepción de los domingos y los días de fiesta, recordaba que siempre mi madre había dicho que no podía lavar todos los días. Comencé a comer arenque y pan, y pregunté: - ¿Cómo es posible que no haya sopa? Mi madre me miró y me dijo: - ¿Qué iba yo a saber que tú venías? Y yo la miré, le pregunté: - Pero yo lo digo por ti. ¿No haces la sopa para ti? - ¿Lo dices por mí? – dijo mi madre. – Casi nunca en mi vida he tomado sopa... Cocinaba para ustedes y para su padre, para mí esto era mi comida: arenques en el invierno, pimientos asados en el verano, mucho aceite, mucho pan... - ¿Siempre esto? – pregunté yo.

- Siempre, ¿Por qué no? – dijo mi madre. – También con aceitunas, naturalmente, y de vez en cuando carne de cerdo, salchichas, cuando teníamos el cerdo... - ¿Teníamos el cerdo? - pregunté yo. - Sí, ¿No recuerdas? – dijo mi madre. – Teníamos el cerdo algunos años, en las casas de guardavía, lo alimentábamos con tunas, y luego lo matábamos... Y yo aquí me acordé del campo alrededor de una casa de guardavía con la línea del tren, y las tunas, y con gritos de cerdo. Vivíamos bien en las casas de guardavía, pensé. Todo aquel campo para correr, sin estar cultivado, sin campesinos, sólo con alguna oveja y los hombres del azufre que pasaban de regreso de las minas de azufre en la noche, cuando ya nosotros estábamos acostados. Vivíamos bien, pensé, y pregunté: - ¿También teníamos pollos, no? Mi madre dijo que sí, que teníamos algunos, naturalmente, y yo dije: - Preparábamos la mostaza... Y mi madre: - Hacíamos toda clase de cosas... Los tomates secados al sol... Los mostachones de tunas. - Vivíamos bien, - yo dije, y lo pensé, pensando en los tomates secándose al sol durante los mediodías de verano sin un alma en tanto campo. Era campo seco, color de azufre, y yo recordé el gran zumbido de insectos en el verano y el manar del silencio, y de nuevo pensé que vivíamos bien. - Vivíamos bien, - dije. - ¡Teníamos las redes metálicas! - ¡Eran casi siempre lugares de malaria! – dijo mi madre. - ¡Aquella gran malaria! – yo dije. Y mi madre: - ¡Gran invierno! Y yo: - ¡Con las cigarras!... Y pensé... la floresta de cigarras adyacente a las redes metálicas de las ventanas, de la baranda, en la soledad del sol, y dije: - ¡Yo creía que las cigarras eran la malaria! - ¡Ja! ¡Ja! – se rió mi madre. - ¿Quizás por eso atrapabas tantas? - ¿Las atrapaba? –yo dije. – Pero yo creía que la malaria era el canto de ellas, no ellas... ¿Las atrapaba? - ¡Cómo no! – dijo mi madre. – Veinte, treinta cada vez. - Y yo: - Me imagino que las atrapaba por capricho... – Y pregunté: - ¿Qué hacía? - Mi madre se rió de nuevo. – Creo que te las comías, - dijo. - ¿Me las comía? – exclamé yo. - Sí, dijo mi madre. – Tú y tus hermanos. Ella se reía y yo estaba desconcertado. -¿Cómo es posible? – pregunté. Y mi madre dijo: - Quizás tenían hambre. Y yo: - ¿Teníamos hambre? Y mi madre: - Quizás sí. - ¡Pero si vivíamos bien en nuestra casa! – protesté. Mi madre me miró. – Sí, - dijo. – Tu padre recibía dinero cada fin de mes, y entonces por diez días vivíamos bien, éramos la envidia de todos los campesinos y de la gente de la azufrera... Pero después de los primeros diez días éramos como ellos. Comíamos caracoles. - ¿Caracoles? – dije yo. - Sí, y achicoria silvestre, - dijo mi madre. Y yo le pregunté: - ¿Y comíamos achicoria durante veinte días? Y mi madre: - Caracoles y achicoria silvestre. Pensé en eso, sonreí, luego dije: - Me imagino que eran sabrosos, después de todo.

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Y mi madre: - Exquisitos... Se pueden hacer de tantas maneras. Y yo: - ¿Cómo, de tantas maneras? Y mi madre: - Simplemente hervidos, por ejemplo. O con ajo y tomate. O pasados porharina y fritos. Y yo: - ¡Qué ocurrencia! ¿Pasados por harina y fritos? ¿Con la concha? Y mi madre: - ¡Pero por supuesto! Se comían chupándolos por la concha... ¿No te acuerdas? Y yo: - Me acuerdo, Me acuerdo... Todo el placer está en chupar la concha, me parece. Y mi madre: - Se pasan horas, chupando...

XIII. Por dos o tres minutos permanecimos en silencio, comiendo el arenque, luego mi madre comenzó a hablar de nuevo, me explicó algunas maneras de cocinar los caracoles. Así podría enseñárselas a mi mujer, me dijo. Pero yo le dije que mi mujer no cocinaba caracoles. Y mi madre quiso saber qué cocinaba mi mujer por lo general, y yo le conté que por lo general cocinaba hervido. - ¿Hervido? ¿De qué? – exclamó mi madre. - Hervido de carne, - dije yo. - ¿De carne? ¿De qué carne? – exclamó mi madre. - De carne de res, - dije yo. Mi madre me miró con desagrado. Me preguntó a qué sabía. Y yo le dije que no tenía ningún sabor en especial, que era pasta con caldo. - ¿Y la carne? – me preguntó mi madre. Yo le dije que verdaderamente, por lo general, no había carne después de haber tomado el caldo. En fin, le expliqué todo; zanahorias, apio y un trozo de hueso con carne; todo cuidadosamente para que ella comprendiera cómo en Italia del Norte se vivía mucho mejor que en Sicilia, al menos hoy en día, al menos en las ciudades, y se comía, en cierto modo, como cristianos. Mi madre me miraba siempre con desagrado. - ¡Oh! – exclamó. - ¿Eso todos los días? Y yo le dije: - ¡Claro! ¡No sólo los domingos! ¡Al menos mientras trabajo y gano! Mi madre estaba desconcertada. – ¡Todos los días! ¿Y no se aburren? – dijo. - ¿Y a ti no te aburre el arenque? – yo dije. - Pero el arenque tiene sabor, - dijo mi madre. Y se puso a contarme de todos los arenques que creía haber comido en su vida, me dijo que en eso, en su capacidad de comer arenques y arenques, era como su padre, mi abuelo. - Creo que los arenques tienen algo bueno para el cerebro, - dijo. – También dan un buen color. E ilustró todo lo que creía que tenían de bueno los arenques para variadas cosas y para las funciones humanas, declaró que quizás mi abuelo era un gran hombre precisamente gracias a los arenques. - ¿Era un gran hombre, el abuelo? – yo pregunté. Recordaba vagamente haber crecido, en mi más lejana infancia, con una sombra sobre mí; debía de haber sido la sombra de la grandeza de mi abuelo; y pregunté: - ¿Era un gran hombre, el abuelo? - ¡Cómo no! ¿No lo sabías? – dijo mi madre. - Yo dije que sí, que lo sabía, pero le pregunté qué había hecho de grande, y mi madre gritó que había sido grande en todas las cosas. Había traído al mundo hijas grandes y hermosas, todas hijas hembras, gritó, y había construido aquella

casa donde ahora ella vivía con sus propias manos, a pesar de no ser un albañil... - Era un gran hombre, - dijo. – Podía trabajar dieciocho horas al día, y era un gran socialista, un gran cazador y grande a caballo en la procesión de San José... - ¿Cabalgaba en la procesión de San José? – dije yo. - ¡Cómo no! Era un gran jinete, el mejor de todos aquí en el pueblo, y también en Piazza Armerina, - dijo mi madre. ¿Cómo quieres que hicieran la cabalgata sin él? - Y yo dije: - Pero era socialista... - Y mi madre: - Era socialista... No sabía ni leer ni escribir, pero entendía la política y era socialista. Y yo: - ¿Cómo podía cabalgar detrás de San José si era socialista? Los socialistas no creen en San José. - ¡Eres una bestia! – dijo entonces mi madre. – Tu abuelo no era un socialista como los demás. Era un gran hombre. Podía creer en San José y ser socialista. Tenía cabeza para mil cosas a la vez. Y era socialista porque entendía la política... Pero podía creer en San José. No decía nada en contra de San José. - Pero me imagino que los curas lo veían contradictorio, - dije yo. Y mi madre: - ¿Y qué le importaba a él de los curas? Y yo: - ¡Pero la procesión era una cosa de curas! - ¡Eres un gran ignorante! – exclamó mi madre. – La procesión era de caballos y hombres a caballo. Era una cabalgata. – Se levantó y se fue hacia la ventana, y yo entendí que debía seguirla hasta allá. – Ves, - dijo. La ventana daba hacia la pendiente de techos y luego hacia los valles, el torrente y los bosques en el sol invernal, y hacia la montaña de frente con peñascos manchados de nieve. – Ves, - dijo mi madre. Y yo vi más intensamente, aquellos techos con chimeneas sin humo, y el torrente, los bosques de algarrobos, las manchas de nieve, más intensamente, o sea, dos veces reales, y mi madre dijo: - La cabalgata partía desde allá enfrente, en dirección de aquel poste del telégrafo... Hay una pequeña iglesia que no se ve, en aquella montaña, pero la iluminaban por dentro y por fuera y se convertía en una estrella y la cabalgata partía de la iglesia, con linternas y cascabeles, y descendía la montaña. Y siempre de noche, naturalmente. Se veían las linternas y yo sabía que mi padre estaba a la cabeza, un gran jinete, y todos esperábamos en la plaza allá abajo o en el puente. Y la cabalgata entraba en los bosques, y ya no se veían las linternas, se escuchaban sólo los cascabeles. Era una cosa larga y luego la cabalgata aparecía por el puente, con todo el ruido de los cascabeles y con linternas, y con él a la cabeza como si se sintiese un rey... - Creo que me acuerdo, - dije yo, y, en efecto, me parecía al menos haber soñado algo parecido, campanilleo de caballos y una gran estrella en la frente de la montaña, en plena noche, pero mi madre dijo: - ¡Ni por asomo! Tenías sólo tres años la única vez que la viste. Y yo miré de nuevo aquella Sicilia que estaba afuera, luego a mi madre toda envuelta en la manta roja, de la cabeza clara a los pies, y vi que llevaba en los pies zapatos de hombre, zapatos viejos de mi padre, de guardavía, altos y quizás con clavos, como siempre ella había tenido la costumbre de usarlos en casa, recordaba, para estar más cómoda, o sentirse en cierto modo plantada en el hombre, y un poco hombre, costilla de hombre.

XIV. Regresamos a la mesa y como la miraba sin hablar ella me dijo:

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- ¿Pero qué me miras? Y yo dije: - ¿No te puedo mirar? - Bueno, - dijo mi madre, - si me quieres mirar, mírame, pero termina de comer... –Corté otra rebanada de pan, que estaba duro y blanco de concha, como mal cocido, y dije: -¿Pero qué le ocurrió a papá para irse con otra mujer, después de viejo? Mi madre pareció sorprendida, también ofendida, como si tuviese que objetar a cada una de mis palabras. - ¿Qué sabes tú? – gritó. - Él me lo escribió, - yo dije. - ¡Ah, cobarde! – gritó mi madre. ¿Te ha escrito que se fijó en otra mujer, y me dejó plantada, y se fue con ella? Yo dije que sí, que era eso lo que había entendido, y ella gritó: - ¡Qué cobarde! Y yo dije: - ¿Por qué? ¿No es verdad? Y mi madre: - ¿Cómo quieres que sea verdad? ¿Ya no te acuerdas de cuán cobarde era? - ¿Cobarde? – dije yo. - Pues sí, - gritó mi madre. – Cuando me pegaba y luego se ponía a llorar y me pedía perdón... Y yo exclamé. - ¡Oh! – dije. – Se ve que lo lamentaba. - ¡Qué! ¡Lo lamentaba! - gritó mi madre. – Como si yo no supiese defenderme, y no le pegase yo también... Quizás era esto lo que lamentaba. Yo me reí. - ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! – me reí, y me acordé de ellos, mi padre delgado como un muchacho, con los ojos azules, y ella pesada, fuerte con las botas, los dos peleando cuando se convertían en fieras y se golpeaban golpeándolo todo, dando patadas al sillón, dando puños a los vidrios, golpes a las mesas, y nosotros nos reíamos y aplaudíamos. - ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! – me reí.Y mi madre dijo: - ¿Entiendes cuán cobarde era? Y también cuando yo paría, él lloraba. Yo tenía dolores, pero no lloraba, y él lloraba. ¡Habría querido ver a mi padre en su lugar! - Me imagino que lamentaba mucho verte sufrir, - dije yo. - ¡Lo lamentaba! – gritó mi madre. - ¿Por qué debía lamentarlo? No me iba a morir. Era mejor si me daba una mano en vez de llorar... Y yo: - ¿Qué podía hacer? Y mi madre: - ¿Cómo, qué podía hacer? ¿Tú no haces nada cuando tu mujer pare? Y yo: - Bueno, la sostengo... - ¿Viste que algo haces? – dijo mi madre. – Pero él ni siquiera me sostenía... Estábamos tan solos por aquellas soledades, y había tanto que hacer, preparar el agua caliente, pero él sólo sabía llorar... O corría a la casa del guardavía cercano para llamar a las mujeres de allá... Eso le gustaba, tener otras mujeres en casa. Pero ellas jamás venían enseguida, y yo necesitaba ayuda, les gritaba que me ayudaran, que me sostuvieran, que me pusieran a caminar, y él lloraba. No quería ver... - ¡Ah! – yo exclamé - ¿No quería ver? Mi madre me miró con ojos un poco bizcos. – No, no quería ver, - dijo. Luego agregó:- Creo que ustedes veían más que él. Salían... Yo la interrumpí. - ¿Nosotros veíamos más que él? – dije. Y mi madre: - Sí, todos ustedes querían ver... De la habitación de ustedes

salían al descanso de la escalera y se metían donde estaba él, pero él no levantaba los ojos y ustedes los tenían bien abiertos. Miraban a su padre que lloraba, a mí que trataba de caminar apoyándome en los muebles, y entonces yo le gritaba que los mandara para afuera, pero él ni siquiera sabía hacer eso... Habría querido ver a mi padre en su lugar. - ¿Tu padre? - yo dije. - ¡Seguro! – gritó mi madre. – Él era un gran hombre, un jinete y un campesino que podía labrar la tierra dieciocho horas al día, y tenía coraje, y él hacía todo cuando mi mamá paría... Así lo hubiera querido ver yo en su lugar. Le decía que los mandara para afuera, y él nada, no entendía, no levantaba los ojos, tenía miedo de mirar. Y yo lo llamaba cobarde, le decía que me ayudara, le decía que me sostuviera porque tenía dolores, ¿Y sabes qué me decíaél? Me decía: pero espera que lleguen. - ¿Quién tenía que llegar? – dije yo. Y mi madre: - Hablaba de las mujeres que había ido a llamar... Pero no siempre las mujeres llegaban a tiempo, y yo una vez sentí la cabeza del niño afuera, era el tercero de ustedes, y me eché en la cama y le dije: ¡Corre, que aquí está! - ¿Y nosotros estábamos allí mirando? – dije yo. Y mi madre: - Naturalmente... Él no los había mandado para afuera. Pero eran muy pequeños. Solamente tú y Felice, tú de dos años y medio, y Felice de un año o un poco más, el niño era el tercero de ustedes... Vi que tenía toda la cabeza afuera... - ¿Y nosotros estábamos allí mirando? – dije yo. Y mi madre: - ¡Pues sí! Y también el niño estaba allí mirando, afuera con toda la cabeza y los ojos abiertos, era un hermoso niño, y yo le gritaba a tu padre que corriera y lo halara. ¿Y sabes qué hizo él? Levantó los brazos al cielo y se puso a invocar a Dios como cuando recitaba sus tragedias... - ¡Oh! – yo dije. Y mi madre: - Sí, eso hizo... Y el niño me miraba, se le ponía la cara morada, era un hermoso niño, yo no quería que se estrangulase... - Supongo que entonces llegó alguien, - yo dije. Y mi madre: - ¡Qué va! Eran las dos de la madrugada y no llegó nadie... Pero yo agarré la botella del agua que estaba sobre la mesa de noche, me había puesto furiosa, y se la tiré por la cabeza a tu padre... - ¿Le diste? – yo dije. Y mi madre: - ¡Vaya que si tengo una buena puntería! Le di y entonces él se persuadió y me ayudó. Y me ayudó, me haló al niño sano y salvo, como si fuese otro hombre y no él, pero naturalmente yo empujé más de lo que él haló, tenía la cara toda roja y sudada... - ¿Ves que no era un cobarde? – dije yo.- No le faltaba coraje. Más bien tenía algo más que se le fue con la salida de la sangre. - ¿Algo más? – exclamó mi madre, y miraba el plato ahora vacío. - ¿Qué podía tener de más? ¡No era un hombre como mi padre! Luego se levantó de la mesa y se fue a una habitación oscura detrás de la cocina, quizás un desván, y era extraño cómo caminaba de ligera con sus botas.

XV. - ¿A dónde vas? –grité tras ella. Su voz me respondió sofocada, como si estuviese debajo de una manta de

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polvo. – ¡Busco un melón! – Y yo estaba seguro de que por allá había una habitación oscura, con el techo bajo, un desván. Esperé, y ya no quedaba ni un arenque en el plato, ni olor de arenque en la cocina. Y mi madre regresó, trayendo en la mano un melón largo. - ¿Ves qué bello? – dijo. - ¡Un melón de invierno! Sonreía, y era una aparición, ella misma y el recuerdo de ella, dos veces real con el melón en la mano, como, en mi infancia, en la casa de guardavía. - También teníamos melones de invierno, - yo dije. Y mi madre: - Sí. Los tenía entre la paja, en el gallinero. Ahora los tengo acá en el desván. Tengo unos diez. - ¿Los tenías en el gallinero? – dije yo. - ¡Pero si era un misterio dónde los tenías! Nunca logramos saberlo. Parecía que los custodiabas dentro de ti. Y de vez en cuando, un domingo, sacabas uno. Te ibas como ahora y regresabas con un melón... Era un misterio... Y mi madre: - Me imagino que buscaban por todas partes. Y yo: - ¡Qué sí no! Si hubiesen estado en el gallinero los hubiéramos encontrado. Y mi madre: - Y con todo eso estaban ahí. Pero en un hueco excavado en la tierra y cubierto con la paja. - ¡Ah, así sí! – dije yo. – Y nosotros pensábamos que los custodiabas dentro de ti, de algún modo... Mi madre sonrió. - ¿Era por eso que me llamaban Mamá Melón? – dijo. Y yo: - ¿Te llamábamos Mamá Melón? Y mi madre: - O quizás Mamá de los Melones... ¿No te acuerdas? - ¡Mamá de los Melones! – yo exclamé. Puso el melón en la mesa y rodó despacio hacia mí, una vez, dos, de corteza verde sutilmente incrustada en oro. Me incliné para olfatearlo. - Es él, - dije. Y fue olor profundo no sólo de él; viejo olor como vino del solitario invierno en las montañas, frente a la línea solitaria, y del comedor, pequeño, con el techo bajo, en la casa de guardavía. Miré alrededor. - ¿No hay aquí ninguno de nuestros muebles? – dije. Y mi madre: - Ningún mueble. Está la vajilla y las cosas de cocina, las nuestras... Y las colchas, la lencería. Los muebles los vendimos cuando nos vinimos para acá... - ¿Pero cómo decidieron venirse para acá? – yo dije. Y mi madre: - Yo lo decidí. Ésta es la casa de mi padre y no se paga alquiler. Él la construyó por partes durante los domingos... ¿Adónde querías que nos fuésemos? Y yo: - No sé... ¡Pero la verdad es que aquí uno está bien alejado del ferrocarril!¿Cómo puedes vivir sin ni siquiera ver la línea? Y mi madre: - ¿Qué importa ver la línea? Y yo: - Decía... ¡Sin oír jamás un tren! Y mi madre: - ¿Qué importa oír pasar un tren? Y yo: - Creía que te importaba... ¿Salías tú para estar frente a la barrera con el banderín cuando pasaba? - Sí, y si no mandaba a uno de ustedes, - dijo mi madre. Y yo exclamé: - ¡Ah! ¿Mandabas a uno de nosotros algunas veces?

Pero no me importó su respuesta. Pude acordarme de mí y del tren en una relación especial como de diálogo, como si hubiese hablado con él, y por un momento sentí como si tratase de recordar las cosas que él me había dicho, como si pensase en el mundo del modo en que había aprendido, en esas conversaciones nuestras, de él. Dije: - Había un lugar donde estábamos cerca de la estación. Serradifalco creo... No la veíamos, pero podíamos oír los vagones de carga chocar uno contra otro durante las maniobras... Recordaba invierno, la gran soledad del campo redondo, sin árboles, sin hojas y la tierra que olía, invernal, como un melón; y aquel ruido. - ¡Me gustaría oír aquel ruido! – dije. - ¡Vamos, corta el melón de una vez! – gritó mi madre. Hice una incisión en la dura concha y el cuchillo se hundió inmediatamente. Mientras tanto, mi madre había traído vino y vasos. Y el vino era pobre cosa pero el melón estaba abierto en medio de la mesa, y bebimos perfume invernal de melón.

XVI. Luego yo dije: - ¿Y entonces? - ¿Entonces? – preguntó mi madre. - Sí, entonces, - dije yo. - ¿Entonces qué sucedió con papá? Mi madre pareció de nuevo ofendida. - ¿Por qué hablar de eso? – refunfuñó. Me da lo mismo, con él o sin él... Y si para él es lo mismo estar sin mí, no me importa para nada. - ¿Entonces es verdad que se marchó con otra? – yo dije. Y mi madre: - ¿Se marchó? Se marchó ¡Ni por asomo!. Yo lo eché. Ésta es mi casa. Y yo: - ¡Oh señora! ¿Te aburriste de él y lo echaste? Y mi madre: - Bien. Lo soporté por muchos años, y ahora era demasiado, no podía soportar verlo enamorado a su edad... - ¿Cómo que se enamoró? – dije yo. Y mi madre: - Pero siempre fue así con las mujeres. Siempre necesitaba tener a otras mujeres en casa y ser el gallito en medio de las mujeres... Sabes que escribía poemas. Se los escribía a ellas... - Eso no tiene nada de malo, - dije yo. Y mi madre: - ¿Nada de malo? ¿Y ellas que me miraban de arriba abajo cuando oían que las llamaba reinas en aquellos poemas?, ¿No tenía nada de malo? - ¿Las llamaba reinas? – dije yo. Y mi madre: - Claro que sí. ¡Y también abejas-reinas! Unas sucias esposas de guardavía, y maestras, y esposas de jefe de estación... ¡Abejas-reinas! Y yo: - ¿Pero ellas cómo podían saber que se trataba de ellas? Y mi madre: - ¡Bien! Cuando alguna lo veía ser amable con ella, y en las fiestas brindar por la más bella mirándola a ella, y luego leer aquellos poemas con los brazos abiertos hacia ella, ¿Qué más necesitaba para saberlo? Yo me reí: - ¡Ah, aquellas fiestas! ¡Aquellas reuniones! - Era un gran loco, - dijo mi madre. No podía estar sin alboroto... Cada seis, siete días debía por fuerza inventar algo, llamar a los ferroviarios de toda la línea con sus mujeres e hijas, y ser el gallo en medio de ellos. Había períodos en los que había reuniones todas las noches, o en nuestra casa, o en casa de los demás... O

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baile, o juego de naipes, o recital... Y él en el centro de la fiesta con los ojos resplandecientes... Pude recordar a mi padre con los ojos azules y resplandecientes, en el centro de mi infancia y de Sicilia, en la soledad de las montañas, y también recordé a mi madre, no infeliz en verdad, sino comportándose como dueña de casa y vertiendo el vino a su alrededor y resplandeciente, risueña, para nada infeliz por un marido tan gallo. - Era grande en esto, - continuó mi madre. – Nunca se cansaba de bailar y no se perdía ninguna pieza. Se terminaba el disco y corría a cambiarlo, y regresaba, y agarraba a una dama y bailaba. Y sabía cómo dirigir la cuadrilla con una frase acertada cada vez que hablaba... Y sabía tocar el acordeón y también la zampoña. Y era el mejor tocador de zampoña de todas las montañas y tenía una gran voz que llenaba un valle. ¡Ah! Era un gran hombre, como un guerrero antiguo... Y se veía que se sentía un rey sobre su caballo. Y cuando la cabalgata aparecía por el puente, con las linternas y los cascabeles, y él que se sentía un rey a la cabeza, nosotros gritábamos que viva... ¡Que viva papá, gritábamos! - ¿ Pero de quién hablas? – pregunté yo. - Hablo de papá, de tu abuelo, - dijo mi madre. - ¿De quién creías que hablaba? Y yo: - ¿Hablas del abuelo? ¿Era el abuelo el que tocaba el acordeón? Y mi madre: - No, esto no... ese era tu padre. Tocaba el acordeón y cambiaba los discos. Corría y cambiaba los discos todo el tiempo. Y bailaba todo el tiempo. Era un gran bailarín, un gran galán... Y cuando me quería a mí de dama y me hacía girar yo me sentía como si hubiese vuelto a ser una niña. - ¿Te sentías una niña con papá? – dije yo. Y mi madre: - ¡Claro que no! Digo con papá, tu abuelo... ¡Era tan alto y grande, y tan orgulloso, con su barba rubia y blanca! Y yo: - Entonces era el abuelo el que bailaba. Y mi madre: - También tu padre bailaba. Con el acordeón y todas las mujeres que me traía a casa... Traía demasiadas. Habría querido bailar cada noche. Y cuando yo no había querido ir para alguna reunión de una casa de guardavía demasiado lejana, me miraba como si le hubiese quitado un año de vida. Pero nosotros siempre queríamos ir a las fiestas donde él iba... - ¿Él, quién? – dije yo. - ¿Papá o el abuelo? Y mi madre: - El abuelo, el abuelo...

XVII. Habló y habló un buen rato, mi madre, del abuelo, o de papá, o de quien quiera que fuese, en fin, del hombre, y yo me encontré pensando que parecía ser una especie del Gran Lombardo. No recordaba nada del abuelo, recordaba tan solo su mano que me agarraba, niño de tres años, o de cinco, llevándome por las calles y las escalinatas de aquel punto suyo sobre la tierra. Pero podía imaginármelo parecido a una especie del Gran Lombardo, digo el gran cabelludo del tren con la pequeña barba blanca, que había hablado, en el tren, de su caballo y de sus hijas hembras y de otros deberes. - Supongo que fue un Gran Lombardo, - dije. Habíamos terminado de comer también el melón, y mi madre se había levantado, recogía los platos. - ¿Qué es un Gran Lombardo? – dijo. Yo me encogí de hombros. No sabía qué responder, en verdad, y dije: - Es un

hombre... - ¿Un hombre? – dijo mi madre. Y yo: - Un hombre alto, grande... ¿No era alto el abuelo? Y mi madre: - Era alto. ¿Se llama Gran Lombardo un hombre que es alto? Y Yo: - No, realmente. No por la estatura... Y mi madre: - ¿Entonces por qué piensas que era un Gran Lombardo? Y yo: - ¡Porque sí! ¿No era rubio y con los ojos azules, el abuelo? Y mi madre: - ¿Y es eso un Gran Lombardo? ¿Alguien que es rubio y con los ojos azules? ¿Es fácil ser un Gran Lombardo? - Bien, - dije yo. – Quizás es fácil, quizás no... Mi madre se plantó inmóvil delante de la mesa, y había cruzado los brazos bajo sus antiguos senos, me miraba con ojos un poco bizcos, envuelta en la manta roja. - Es fácil que alguien sea rubio y tenga los ojos azules, - dijo. - Eso sí, - dije yo. – Pero un Gran Lombardo puede no ser rubio. Pensé en mi padre con los ojos azules, no rubio, y como a él también lo creía una especie de Gran Lombardo, en Macbeth, y en todas las tragedias recitadas sobre tablas de estación, para ferroviarios y guardavías, dije: - Puede también ser sólo con los ojos azules. - ¿Y entonces? – dijo mi madre. Y, en efecto, yo pensaba en cómo era el Gran Lombardo, el hombre del tren que había hablado de otros deberes, y me pareció, en su nostalgia, que no tenía los ojos azules, que sólo era un hombre con muchos cabellos. - Bien, - dije, - Un Gran Lombardo es un cabelludo. ¿Tenía muchos cabellos el abuelo? - ¿Muchos cabellos? – dijo mi madre. – No, no tenía muchos. Tenía mucha barba, blanca y rubia... Pero le faltaban cabellos en la mitad de la cabeza... ¡No era un Gran Lombardo! - ¡Pues sí! – dije yo. – Era lo mismo un Gran Lombardo. - Y mi madre: - ¿Cómo podía serlo si dices que un Gran Lombardo es un cabelludo? Él no tenía mucho cabello... Y yo: - ¿Y qué importa el cabello? Estoy seguro de que el abuelo era un Gran Lombardo... Debió de haber nacido en un lugar lombardo. - ¿En un lugar lombardo? – exclamó mi madre. - ¿Qué es un lugar lombardo? Y yo: - Un lugar lombardo es un lugar como Nicosia. ¿Sabes algo de Nicosia?... Y mi madre: - He escuchado algo. Es donde hacen el pan con las avellanas encima... Pero mi padre no era de Nicosia. - Hay muchos otros lugares lombardos, - yo dije. – Está Sperlinga, está Troina...Todos los lugares de Val Demone son lugares lombardos. Y mi madre: - Pero él no era de Val Demone. ¡No era un Gran Lombardo! Y yo: - También fuera de Val Demone hay lugares lombardos. Aidone no está en Val Demone y, aun así, es un lugar lombardo. Y mi madre: - ¿Es un lugar lombardo Aidone? Una vez tenía una tinaja de Aidone. Pero él no era de Aidone. - ¿De dónde era? – pregunté yo. – Supongo que era de la Valle Armerina... De esos lugares... También hay un lugar lombardo en Valle Armerina. - Era de Piazza, - dijo mi madre. Nació en Piazza y luego vino acá. ¿Es un lugar lombardo Piazza Armerina? Permanecí callado por un momento, pensé, y luego dije: - No, no creo que Piazza sea un lugar lombardo.

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Y mi madre dijo triunfante. - ¿Ves que no era un Gran Lombardo? – dijo. - ¡Y, en cambio, yo estoy seguro de que lo era! – exclamé yo. ¡No podía no serlo! Y mi madre: - ¡Pero si ni era un lugar lombardo! Y yo: - ¿Qué importa el lugar? Aunque hubiese nacido en China estoy seguro de que era un Gran Lombardo... Entonces mi madre se rió. - ¡Eres un testarudo! – dijo. - ¿Por qué quieres exactamente que sea un Gran Lombardo? Y también yo me reí, por un segundo. Luego dije: - Por el modo en que tú hablas de él, parece que debía de serlo. Parece que debía de pensar en otros deberes... Dije esto muy seriamente, con nostalgia del Gran Lombardo conocido en el tren, y de hombres y hombres que eran similares a él, de mi padre en Macbeth, y del abuelo, y del hombre en una imagen como él. – Parece que debía de pensar en otros deberes, - dije. - ¿Otros deberes? – dijo mi madre. Y yo: - ¿No decía que esos deberes nuestros de ahora son demasiados viejos? ¿Que están marchitos, muertos y que no se siente satisfacción al cumplirlos? Mi madre estaba desconcertada: - No sé. No creo, - dijo. Y yo: - ¿No decía que se necesitaban otros deberes? ¿Nuevos deberes, no los de siempre? ¿No decía así? - No sé, - dijo mi madre. – No sé. No se lo escuché decir. Ahora me parecía de nuevo que me era indiferente estar allá, en casa de mi madre, de viaje, y no estar más bien en mi vida de todos los días, y, aun así, siempre con gran nostalgiadel Gran Lombardo, pregunté: - ¿Él estaba satisfecho? ¿Estaba satisfecho de sí y del mundo, el abuelo? Mi madre me miró por un rato, desconcertada, y estuvo a punto de decirme algo. Pero cambió de idea y dijo: - ¿Por qué no? – Luego me miró de nuevo, y yo no le respondía, y me miró, me miró, y de nuevo cambió de idea, dijo: - No, en el fondo no lo estaba. - ¿Ah, no lo estaba? – dije yo. Y mi madre: - No, del mundo no lo estaba. - ¿Y de él sí lo estaba? – dije yo. – ¿No estaba satisfecho del mundo y de él sí lo estaba? Y mi madre: - Sí, creo que de él sí lo estaba... - ¿No pensaba en otros deberes? – dije yo. - ¿Lo estaba? Y mi madre: - ¿Por qué no habría de estarlo? Se sentía un rey en su caballo, en la cabalgata... ¡Y nos tenía a nosotras, sus tres hermosas hijas hembras! ¿Por qué no habría de estarlo? Y yo: - Bien. Quizás tú no sabes si lo estaba o no...

XVIII. Luego mi madre se puso a fregar los platos. No había agua corriente y los lavaba con una palangana de arcilla llena de agua caliente, y lavándolos se puso de inmediato a silbar. - ¿Me ayudas? – dijo, cuando le echó el agua caliente al primer plato. Yo me levanté y me puse a ayudarla, y ella restregó con un poco de ceniza el plato, me lo pasó y me señaló un balde con agua fría, quería que enjuagase el plato en

aquel balde, luego lo enjuagué. Y seguimos de ese modo, con los demás platos y cubiertos, y ella silbaba, cantaba, yo la miraba. Cantaba, digo, pero en voz baja, viejos motivos sin letra, mitad mugido, mitad silbido, y un gorjeo a ratos; y era una cómica mujer con sus cincuenta años o un poco menos, y su cara no estaba todavía vieja; estaba seca por los años, pero no vieja, más bien joven, y con el cabello castaño casi rubio, con la manta roja sobre la espalda, con las botas de mi padre en los pies. Vi sus manos, y eran grandes, desgastadas, nudosas, completamente diferentes de la cara, porque también podían ser de hombre que tumba árboles o trabaja la tierra mientras que su cara era de odalisca en cierto modo. “¡Éstas mujeres nuestras!” pensé, y no me refería sólo a las sicilianas sino a las mujeres en general sin delicadeza en las manos para la noche, y quizás, algunas veces, infelices por eso, celosas y salvajes por eso, por no tener las manos de odalisca como sí tenían el corazón y la cara y no poder tener a sus hombres atados a ellas con sus manos. Pensé... mi padre y yo, todos los hombres, con nuestra necesidad de manos suaves sobre nosotros, y creí entender algo de nuestra inquietud con las mujeres; de cómo estábamos listos para abandonarlas, a nuestras mujeres con las manos rudas y ágiles, casi masculinas, duras en la noche; y de cómo nos hacíamos esclavos al llamar reina a una mujer que fuese mujer, odalisca, cuando tocaba. Era así, pensé, como se amaba la idea de la gente de lujo, y de toda la sociedad civil-militar, las jerarquías, las dinastías, los príncipes y reyes también en las fábulas; por la idea de que la mujer cuidase para la ternura sus manos. Bastaba saber de la existencia de ellas, bastaba poder saber que existían estas mujeres, y verlas más allá, para nosotros, de sus caballos, e insignias y eunucos; y era así, pensé, cómo se amaba toda la fiesta y el gran serrallo, también a sus hombres, y las trompetas, las insignias, y que uno, no por distracción, desviaba la mirada de nuestras mujeres y muchachas, pares a nosotros, buscando a otras yo, mi padre, todo hombre, y buscando otra cosa más en otras sin jamás suponer que uno buscaba un contacto de manos tiernas sobre nosotros. Esto pensé; y pensé... cobardes de nosotros, mirando las manos de mi madre, informes, y pensando en sus pies también éstos informes en los viejos zapatos de hombre, y que había que ignorar como partes de otra naturaleza en ella, innombrable. Pero mi madre cantaba y era pájaro cantando, mugidos, silbidos y un gorjeo a ratos, y sus manos y sus pies no importaban, e importaba sólo que cantase, fuese pájaro, la madre-pájaro del aire y, en sus huevos, de la luz, que da la luz. Bien, -dije, - me imagino que así pasas el tiempo cuando estás sola. - ¿Así? - dijo mi madre. - Sí, - yo dije. – Cantando. Mi madre se encogió de hombros y quizás mostró que no sabía que estaba cantando. Y yo agregué: - ¿No te importa estar sola? Entonces ella me miró con sus ojos bizcos de los momentos de perplejidad, luego arrugó la frente, dijo: - Si piensas que debo sentir la falta de compañía de tu padre te engañas... ¿Por qué piensas esas cosas? - ¿Por qué? – yo dije. - ¿No te hacía buena compañía? Me imagino que también te ayudaba a fregar. Y mi madre: - Eso no significa que yo deba sentirme sola sin él... Y Yo: - ¡Era un hombre amable! Y mi madre: - ¡Oh! ¡No se necesita tener un hombre amable en casa! Esa fue mi desgracia, que fuera un hombre amable... Y yo: - Quisiera que te explicases mejor. Y mi madre: - Ves, tu abuelo no era amable... No llamaba reina a las

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mujeres, no escribía poemas para ellas... - Supongo que no le gustaban, - dije yo. Y mi madre: - ¿No le gustaban? Le gustaban diez veces más que a tu padre... Pero no tenía necesidad de llamarlas reinas. Cuando le gustaba una se la llevaba al valle. Son muchas aquí en el pueblo las que se acuerdan de él. Y muchas también en Piazza. - ¿Y tú te quejas de mi padre? – yo dije. – Se me ocurre que habrías estado peor, con tu carácter, siendo la mujer del abuelo, por ejemplo. - ¿Peor? – exclamó mi madre. - ¿Cómo que peor? - Bien, dije yo. – El abuelo se las llevaba al valle y mi papá les escribía poemas. Se me ocurre que aquellas escapadas al valle te hubiesen resultado más duras que los poemas... Y mi madre: - ¡Nada que ver! Todo lo malo eran los poemas, con tu padre... Habría sido feliz con que se las hubiese llevado sólo al valle. Y yo: - ¿Cómo? ¿Se las llevaba al valle y luego les escribía poemas? Y mi madre: - Naturalmente... y las llamaba reinas, las trataba como reinas. Era un hombre amable. Y si alguna tenía un nombre de alcurnia como por ejemplo Manon, parecía volverse loco, algo ridículo para su edad. - ¿Quién tenía el nombre de Manon? – pregunté yo. Y mi madre: - Esa fue la equilibrista del circo. Por ella lo eché... Porque se llamaba Manon. Pero siempre la trataba como reina. Era un hombre amable. Hubo una pausa sin que yo respondiese, y mi madre pareció esperar. Así que yo dije: -Era un hombre amable. Y mi madre: - Esto era lo malo. Habría sido feliz si solamente la hubiese llevado al valle... En cambio, él llegaba y me decía: “Querida mía, si tú fueses una jovencita, podrías llamarte Manon”. - ¿Y eso era lo malo? – dije yo. Y mi madre: - Lo malo era que las trataba como reinas, no como vacas sucias. Y que les daba a entender quién sabe qué. Esto era lo malo. Yo no podía mirarlas de arriba abajo. - ¡Ah! – dije yo. ¿No podías mirarlas de arriba abajo? – Y mientras tanto pensaba: -¡Cómica esta mujer! Y mi madre dijo: - Él les daba a entender que eran quién sabe qué y ellas me miraban como si fuesen quién sabe qué... Venían a la casa, mujeres de ferroviarios, campesinas, y eran descaradas, tranquilas, no bajaban los ojos, me miraban como si fuesen quién sabe qué. ¡Y yo no podía mirarlas de arriba abajo! ¡Cómica esta mujer!, pensaba yo. Y mi madre dijo: - ¡Esto era lo malo! ¡Él les daba a entender que eran mucho más que yo! ¡Y ellas me miraban como si fuesen mucho más que yo! ¡Porque él las llamaba reinas! No les hacía creer que eran unas vacas sucias. Y yo no podía mirarlas de arriba abajo. Así hablaba ella y yo pensaba: ¡Cómica esta mujer! ¡Cómica esta mujer!, y para mis adentros casi me reía. Sabía cómo éramos, nosotros los hombres, cobardes quizás, mi padre, yo mismo, pero justos, después de todo, en nuestro entusiasmo con ellas y en darles a entender a ellas que eran quién sabe qué, y para mis adentros casi me reía.

XIX. Ahora mi madre había tomado la escoba y barría alrededor, y era con mucha

riqueza madre y mujer, y yo, para mis adentros, casi riéndome, pensé que también ella habría podido ser una de aquellas que ella llamaba vacas sucias, reina, a pesar de sus toscas manos, para otros hombres, oculta, y abeja - reina, y madre de entusiasmos. ¿Por qué no? Pensé. Demasiada riqueza de madre tenía ella en sí como para haber sido sólo una mujer y haberse desgastado, mezquina, pobre diabla, detrás de los entusiasmos de su hombre por otras mujeres. Tenía en sí demasiada vieja miel, moviéndose ahora en aquella pequeña cocina, tan alta y con los cabellos rubios, la manta roja en su espalda. Demasiada vieja miel tenía en sí. No podía haber sido una pobre diabla. Y para mis adentros casi riéndome, dije. - ¡Eres una cómica mujer! ¿ Habrías querido que se sintiesen vacas? - ¿Lo habría querido? - dijo mi madre. – Habría querido reírme de todo eso... - ¡Eres una cómica mujer! – yo dije. - ¿Te habrías reído de eso? Y mi madre: - Naturalmente. ¡No me habría importado nada de eso! ¡Me habría reído de eso! Pero él no las trataba como vacas... Y yo: - ¿Por qué él habría debido? Tenían un marido como tú, también hijos como tú... Y mi madre: - ¡Bueno! ¡Nadie las obligaba a ser como vacas! Y yo: - ¿Era tan sucio lo que hacían? ¿No hacían lo mismo que tú hacías con él? ¿O hacían alguna otra cosa? - ¿Alguna otra cosa? – exclamó mi madre. Y por un momento dejó de barrer. - ¿Cómo que alguna otra cosa? – dijo - Hacían la misma cosa, claro. ¿Qué más podían hacer? - ¿Y entonces? – dije yo. – Tenían un marido como tú. Tenían unos hijos como tú. Y no hacían nada más sucio de lo que tú también hacías con él... ¿Por qué él habría debido tratarlas como vacas sucias? Y mi madre: - Pero él no era su marido, era mi marido... - ¿Y ahí está la diferencia? – yo dije. Y para mis adentros me reía. La veía perpleja en medio de la cocina, con la escoba en la mano, sin barrer ya, y para mis adentros me reía. - No entiendo cómo razonas, - dije. Y, riéndome para mis adentros, decidí aventurarme. – No entiendo cómo razonas, - dije de nuevo. Y dije: - ¿Eras tú una vaca sucia cuando lo hacías con otros hombres? Mi madre no se sonrojó. Sus ojos se encendieron, su boca se cerró, dura, y toda ella estaba dura, más alta, agitada en su vieja miel, pero no se sonrojó. Y yo, riéndome para mis adentros, dije: - Porque supongo que tú también habrás estado en el valle... – Estaba contento de agitarla en su vieja miel, y me reía para mis adentros, estaba locuaz. - ¡No habrás estado siempre en una cocina! – dije. - ¡También habrás estado en el valle con alguien! - ¡Oh! – dijo mi madre. Estaba petrificada en medio de la cocina, y agitada en su vieja miel, pero no sonrojada, no avergonzada. - ¡Oh! – dijo, mirándome de arriba abajo. Y era más que mi madre, diciendo esto, madre-pájaro, madre-abeja, pero su vieja miel en ella era demasiado vieja y se aquietó en ella, se apaciguó, maliciosa, y yo era, después de todo, un hijo de veintinueve años, casi treinta años, y extraño a ella en una mitad de mí, desde hacía quince años, un hombre

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cualquiera en una mitad de mí, y así dijo ella volviendo a barrer: - ¡Bueno, supongo que se lo mereció si estuve con otros hombres, una o dos veces! Y yo pensé, riéndome para mis adentros: “¡Ah, vieja vaca!” Y dije: - ¡Claro que se lo mereció! Luego pregunté: - ¿Muchas veces? ¿Con muchos hombres? - ¡Oh! – exclamó mi madre. - ¿Qué te crees que he trajinado por los hombres? Y yo: - ¡Pero no! Quería saber si había sido con un hombre o dos... Y mi madre: - ¡Con uno! ¡Con uno! Porque otra vez fue un error y no cuenta. - ¿Un error? – dije yo - ¿Cómo que un error? Y mi madre: - Fue una historia con un compadre mientras estábamos en Mesina.Después del terremoto... Fue algo por la confusión, en fin, era muy joven y no se habló más de eso. - ¡Pero mira! – dije yo. - ¿Y con el otro? - Y mi madre: - ¡Oh! ¡Con el otro fue por casualidad! - ¿Y era también otro compadre nuestro? – dije yo. - Y mi madre: - No. Era alguien que no conocía. - ¡Era alguien que no conocías! – exclamé yo. Y mi madre: - ¿Qué hay de sorprendente en ello? No sabes cómo sucedieron las cosas. Y yo: - ¡Me imagino que te habrá violado! Y mi madre: - ¿Violado? Yo me reí para mis adentros por el tono con que mi madre dijo eso, luego, observándola como desde otro punto de la tierra, no desde ahí en su misma cocina y en su Sicilia, pregunté: - ¿Pero dónde fue? ¿Ya estábamos en las casas de guardavía?

XX. - Estábamos en Acquaviva, - dijo mi madre. Yo ahora la escuchaba desde otro punto de la tierra y pensé... Acquaviva muy lejana en el espacio, una soledad en el desfiladero de una montaña. También dije: - Pero éramos yatodos mayores en Acquaviva. Era después de la guerra. - ¿Y qué hay con eso? – dijo mi madre. - ¿Tenía que haber pedido permiso a ustedes que eran mayores? Tú tenías once años. Iban a la escuela e iban a jugar... Así era en aquellas soledades, Acquaviva, San Cataldo, Serradifalco, los muchachos que iban a la escuela en un tren de carga, que jugaban en las grietas del redondo campo, el hombre trabajando con la pala, la madre lavando o haciendo otra cosa, cada uno con su propio diablo bajo el cielo de las soledades. Era espléndido, tan lejano en el espacio, y mi madre dijo que era un verano terrible. Esto significaba ningún hilo de agua en todos los torrentes por cientos de kilómetros a la redonda y delante de los ojos nada más que rastrojos desde donde el sol salía hasta donde se ponía. No había casas por veinte, treinta kilómetros a la redonda, etcétera, a lo largo de la línea, las casas de guardavía aplastadas en la tierra por la soledad; y que era un terrible verano significaba ninguna sombra por todos aquellos kilómetros, las cigarras reventándose bajo el sol, los caracoles vacíos por el sol, cada cosa en el mundo convertida en sol. – Era un terrible verano, - dijo mi madre.

Había terminado de barrer, daba vueltas por la cocina poniendo las cosas en su lugar, y no contaba nada, sólo respondía a mis preguntas. - ¿Era una mañana, era una tarde? – pregunté yo. Y ella: - Creo que era una tarde. No había avispas, no había moscas, no había nada... Debía de ser una tarde. - ¿Y tú qué hacías? – pregunté yo. Y ella: - Había hecho el pan... Pues había esto: por kilómetros y kilómetros olor a serpiente muerta bajo el sol, luego, de repente, alrededor de una casa, olor a pan recién sacado del horno. – Había hecho el pan, -dijo mi madre. - ¿Y luego? – pregunté yo. Y mi madre: - Lavaba. Tenía una tina afuera, al lado del pozo y debía de ser en la tarde porque había sombra precisamente por la parte de la tina... Lavaba siempre en la tarde. Pues era de tarde, y había olor del pan recién sacado del horno alrededor de una casa, y ahí había un pozo, había agua traída en un tren con el vagón-cisterna, una mujer que lavaba. Pero mi madre no contaba nada, respondía a mis preguntas, y yo le pregunté: - ¿Y entonces él? - Era un viandante, - dijo mi madre. - ¡Un viandante! – exclamé. - Sí, uno que viajaba a pie, - dijo mi madre. Y yo: - ¿Por todos aquellos kilómetros sin un hilo de agua... sin pueblos...? Y mi madre: - Sí. Con una pequeña alforja con ropa para cambiarse y vestido de soldado sin estrellas, y un viejo sombrero de segador en la cabeza. Y se había quitado los zapatos, los llevaba, amarrados juntos, sobre la espalda... - ¿Venía de lejos? – dije yo. Y mi madre: - Me imagino... Me contó que había pasado por Pietraperzia, Mazzarino, Butera, Terranova y otros cientos de lugares. Pero parecía que venía directamente de donde había terminado la guerra. Todavía vestía de soldado aunque no tenía ninguna estrella. - ¿Todo a pie? – dije yo. – Por Terranova, Butera, Mazzarino, Pietraperzia? Y mi madre: - A pie... ya aquel día desde hacía cuarenta y ocho horas no encontraba ni un pueblo ni un alma. - ¿Y no comía desde hacía cuarenta y ocho horas? ¿No bebía desde hacía cuarenta y ocho horas? – dije yo. Y mi madre: - Es más... El último lugar por donde había pasado era una finca, y los perros no dejaban que los viandantes se acercasen a las fincas. Así me contó, y mientras tanto había bebido un balde de agua. Se detuvo, como si no tuviese más nada que decir, y yo le pregunté: - ¿No quería nada más que agua? - Quería también otra cosa si podía tenerla, - dijo mi madre. – No pedía, de verdad, pero yo le di una ración del pan que había sacado del horno una hora antes y se la condimenté con aceite, sal y orégano, y él olfateaba el aire, el olor del pan, y decía ¡Bendito sea Dios! De nuevo mi madre se detuvo, ya no contaba, respondía a mis preguntas, y yo pregunté alguna cosa, no sé qué cosa más, y mi madre dijo que aquel hombre la miraba mientras decía bendito sea Dios y comía el pan. Y yo de nuevo le pregunté algo, ya no sé qué, y mi madre dijo cómo entendió que el hombre estaba hambriento y sediento también de otra cosa y no pedía, diciendo bendito sea Dios, pero quería también otra cosa si podía tenerla. Y yo de nuevo le pregunté ya no sé qué, y mi madre dijo que habría querido que el hombre no

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quedase hambriento y sediento de nada, y cómo habría querido verlo aplacado, cuán cristiano y caritativo le parecía aplacarlo en su hambre y sed de otra cosa. Y yo pensé: ¡Bendita vaca! Y dije: - Pero, en fin, ¡ésta también fue una cosa pasajera! - No, - dijo mi madre, el hombre regresó otras tardes. Y yo: - ¿Entonces era de aquellos lugares? ¿No era un viandante? Y mi madre: - Era un viandante. Iba a Palermo y había atravesado toda Sicilia. Y yo: - ¿Iba a Palermo? ¿Fue a Palermo? Y mi madre: - Iba pero no fue. Fue hasta Bivona y allí encontró un trabajo en una azufrera, se quedó allí. - ¿En Bivona? – dije yo. Pero Bivona queda lejos de Acquaviva... Y mi madre: - Es más allá del monte. Unos cincuenta kilómetros... Todos los pueblos quedan a unos cincuenta kilómetros de Acquaviva. - No, - dije yo. – Casteltermini está más cerca de cincuenta kilómetros. ¿Cómo es que no se quedó en Casteltermini? Y mi madre: - Quizás en Casteltermini no había trabajo. O quizás quería continuar hacia Palermo, y llegó a Bivona, y allí decidió de otro modo. - ¿Y caminaba cincuenta kilómetros a pie para venir a verte? – dije yo. Y mi madre: - Cincuenta para venir y cincuenta para irse. Era un viandante... Y el séptimo día después de aquella tarde volvió a aparecer. - ¿Volvió a aparecer muchas veces? – dije yo. Y mi madre: - Varias veces. Me traía pequeños regalos. Una vez me trajo un panal de miel fresca que perfumó toda la casa... - ¡Oh! – exclamé yo. Y dije: - ¿Cómo es que no volvió a aparecer? - Pues bien, - dijo mi madre. E iba a seguir, pero me miró y me preguntó: - ¿No me preguntas si era un Gran Lombardo? - ¡Oh! – exclamé yo. - ¿Por qué? ¿Qué tiene que ver? - Creo que lo era, - dijo mi madre. – Creo que pensaba en otros deberes. ¿No es un Gran Lombardo alguien que piensa en otros deberes? - ¿Pensaba en otros deberes? – exclamé yo. - ¿Él? ¿El viandante? - Sí, - dijo mi madre. – Hacia el invierno hubo una huelga en las azufreras y también los campesinos se rebelaron, pasaron trenes cargados de guardias reales... Ahora mi madre me contaba, no era necesario que yo le preguntase. – Los ferroviarios no hicieron huelga, - dijo. – Pasaron trenes cargados de guardias reales. Y murieron más de cien en Bivona; no de guardias reales; de ellos... - ¿Y tú crees que él haya estado entre los muertos? – yo dije. - Así creo, - dijo mi madre. - Porque de otro modo ¿No habría vuelto a aparecer?

-¡Ah! – yo dije. Y miré a mi madre, vi que ya no tenía nada que hacer en la cocina y que estaba quieta, tranquila, y que, con la mano, se estiraba el vestido sobre la pierna, y de nuevo pensé: ¡Bendita vaca!

TERCERA PARTE

XXI. Llegó un balido lamentoso desde la tarde afuera, y no se apagó, aumentó, se hizo música: eran zampoñas. - Ahora comienza el tiempo de las novenas, - dijo mi madre. Luego agregó: - Es necesario que vaya a hacer mi ronda. - Y se sentó en una silla para cambiarse los zapatos, se quitó los de hombre, se puso un par de botines de mujer que estaban debajo de la mesa. - ¿Tu ronda? ¿Qué ronda? – pregunté yo. - Te llevo conmigo, - mi madre respondió. Se levantó, con los botines ya puestos, y era más alta y ondulante, fue a su habitación a vestirse para salir, me habló desde allí en medio de la música de las zampoñas. Me dijo que se había dedicado a poner inyecciones. Creía, dijo, que no podía esperar nada de mi padre, y había comenzado a ganarse la vida así, poniendo inyecciones. Vestida con un abrigo negro, y con una gran cartera, como de comadrona, metida bajo el brazo, me condujo afuera en el frío sol, y el viaje en Sicilia empezó de nuevo.

XXII. Pasamos por detrás de la casa, por una calle que bajaba, y caminando entre muros de huertos, llegamos a una puerta y tocamos. La puerta se abrió. Adentro estaba oscuro, y no vi a quién nos había abierto. No había ventana; había sólo, en lo alto de la puerta, un postigo con un vidrio negruzco, y no vi nada, ni siquiera vi más a mi madre. Pero la escuchaba hablar. - Traje conmigo a mi hijo, - dijo. Luego preguntó: - ¿Cómo está su marido? - Lo mismo de siempre, Concezione, - respondió una voz de mujer. Y exclamó: -¡Qué hijo tan grande tiene usted! Y desde el fondo una voz de hombre dijo: - Estoy aquí en la cama, Concezione. Era subterránea, y aún dijo: - ¿Aquél es hijo suyo? - Es Silvestro, - mi madre dijo. Hablaban lejos de mí, las tres voces, y eran de criaturas invisibles. También hablaban de mí. - ¡Salió tan grande como usted! – dijo la voz de mujer. Me veían y eran invisibles: eran como espíritus. Y como un espíritu mi madre puso la inyección, perfectamente en la oscuridad, hablando de éter y aguja. - Tiene que comer, - dijo. – Mientras más coma más rápido se curará. ¿Qué comió hoy? - Comí una cebolla, - la voz del hombre respondió. - Era una buena cebolla, - dijo la voz de la mujer. - Se la asé en las brasas. - Bueno, - mi madre dijo. - Debería darle también un huevo. - Se lo di el domingo, - dijo la voz de la mujer. Y mi madre dijo: - Bueno. Desde el fondo de la oscuridad me gritó: - Ahora vamos, Silvestro.

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Yo acariciaba cálido pelo de cabra frente a mí. Había avanzado algunos pasos sobre el desigual terreno de tierra desnuda y buscando con las manos había encontrado cálido pelo, estaba quieto, en la fría oscuridad, calentándome las manos en aquel pelo vivo. - Ahora vamos, - repitió mi madre. Pero la voz del hombre, desde el fondo, la detuvo un minuto más. - ¿Cuántas inyecciones más deberé ponerme? – preguntó. - Mientras más se ponga, mejor sanará, - mi madre respondió. - Pero tengo otras cinco, - dijo la voz. Y la voz de la mujer dijo: - ¿Cree que se curará con estas otras cinco? - Todo es posible, - mi madre respondió. Entonces se abrió la puerta, y mi madre volvió a ser visible, con su cartera de comadrona metida bajo el brazo, en el umbral. Salimos y volvimos a caminar, entre muros de huertos, hacia otra casa de la ronda de mi madre, y doblamos a una calle que pasaba por debajo de la primera, en bajada. Frente a nosotros estaba, además de los espacios del valle, la montaña cubierta de nieve; y por un lado había pequeñas casas que, en sus huertos, surgían contra el cielo y la montaña lejana; del otro lado, bajo el sol, resplandeciente y aun así apagado, había pasadizos de casas excavadas en la roca debajo de las casuchas y los huertos de más arriba. Los huertos eran minúsculos; aparecían, más arriba, entre techo y techo, como recipientes con verduras; y por la calle habíacabras inertes bajo el sol; en el aire frío había música de zampoñas con tintineo de esquilas de cabras. Era una pequeña Sicilia amontonada, de nísperos y tejas, de huecos en la roca, de tierra negra, de cabras, con música de zampoña que se alejaba detrás de nosotros, y se volvía nube o nieve, en lo alto. Pregunté a mi madre: - ¿Qué enfermedad tiene ese hombre?

-Como los demás, - respondió mi madre. – Unos tienen un poco de malaria. Otros tienen un poco de tisis.

XXIII. No caminamos más que uno o dos minutos, y mi madre tocó a otra puerta, y de nuevo yo me encontré en la oscuridad, sobre un terreno de desigual tierra desnuda, en un olor de pozo abandonado. - Traje conmigo a mi hijo, - dijo de nuevo mi madre. Y de nuevo escuché hablar de mí, a gente que no veía, y entre las voces distinguí también una voz de niño. Dijo mi madre: - ¿Tienen las ampolletas? - Las tenemos, - respondió una voz de hombre. - Otras voces hablaron a la vez. - Enciende el fuego, Teresa. - Agarra la paja. Y la voz del hombre habló con la voz del niño. Era voz de un hombre que tenía al hijo, de un año o dos, en los brazos. Mi madre dijo otras cosas que tenían que ver con la inyección, y el hombre le respondió, hizo unos ruidos, abrió un pequeño cajón, con la pequeña voz aguda del hijo en los brazos. Luego, en la profunda oscuridad de pozo, brilló una luz de fósforo, vi las manos de mi madre, y cuando pasó el momento de aquella luz sobre sus manos,

escuché su voz que preguntaba: - ¿Y bien? Dos o tres veces preguntó: - ¿Y bien? Preguntó: - ¿Cómo sigue? Y la voz del hombre preguntó fuerte con la suya: - Concezione dice cómo sigue. - ¿Eh? - fue entonces la respuesta. Y mi madre preguntó: - ¿Qué le dieron de comer? - Le daremos achicoria, esta noche, - respondió la voz que era del hombre. Luego hubo la pregunta sobre cuántas inyecciones había que ponerle, y dejamos a aquellos espíritus, nos fuimos, mi madre dijo que era una suerte que estuviese enferma una mujer en vez de un hombre, porque no importa si una mujer estaba enferma, mientras que si estaba enfermo un hombre, uno está perdido... - ¿Cómo que uno está perdido? –yo dije. - No vuelven a comer ni en invierno ni en verano, - dijo mi madre. Y dijo que por lo general las mujeres no sabían qué hacer cuando el hombre se enfermaba; y ni siquiera sabían ir a recoger un poco de achicoria en el valle, y ni siquiera ir a buscar caracoles por el brezal; no sabían hacer otra cosa más que meterse en la cama junto al hombre.

XXIV. La música de zampoña estaba lejos sobre la cima del pueblo, perfectamente nube o nieve, y desde el fondo del valle subía ahora un fragor de torrente. Entramos en una oscuridad sofocante. Había oscuridad y humo y aun así las voces de los invisibles hablaron calmadas como en las demás casas. También la voz de mi madre habló sin perturbarse por el humo. - Traje conmigo a mi hijo, - dijo. Dijo las mismas palabras que las otras veces; habló de mí, luego de las ampolletas, de la aguja; y por un momento una luz de fósforo brilló sobre sus manos. Cuando pasó el momento de luz preguntó: - ¿Y bien, cómo sigue? La respuesta fue: - ¡Mah! Y mi madre preguntó: - ¿Qué le dieron de comer? - Ahora comeremos, - fue la respuesta. - Estamos cocinando, - fue también. Eran muchas voces. Así salimos de nuevo, y mi madre dijo lo contrario de la vez anterior. Dijo que era una desgracia cuando estaba enferma la mujer, la madre. Era mejor cuando estaba enfermo el hombre, dijo. Porque además los hombres, en invierno, no trabajaban, y eran unos buenos para nada, y si se enfermaba la mujer, uno está perdido... Porque la mujer, dijo, podía ir siempre a recoger achicoria en el valle o buscar caracoles por el brezal. Era la mujer, la madre, la que mantenía en pie la casa. Y de nuevo entramos en una oscuridad, de nuevo mi madre se volvió invisible, habló invisible. Habló de mí: - ¡Traje conmigo a mi hijo! Luego habló de ampolletas y aguja, puso la inyección bajo la luz de un fósforo

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que le iluminó por un momento las manos. Luego preguntó si el enfermo había comido, y la respuesta fue que algo comería, esa noche o mañana, y salimos, mi madre se volvió visible y dijo lo contrario de la vez anterior, dijo que cuando estaba enfermo el hombre, uno está perdido... Y seguimos bajando por el foso negro de la calle, del todo ya fuera del sol, del todo en la sombra, con tintineo de esquilas de cabras y rumor de torrente, y frío: y seguí entrando en lugares de oscuridad y olor de pozo, oscuridad y olor de oscuridad, u oscuridad y humo, y mi madre hablaba de mí, preámbulo, hablaba de ampolletas y de aguja, hacía preguntas sobre la comida, y siempre, mientras nos íbamos, había una pequeña suspensión de una voz preocupada que quería saber cuántas inyecciones más eran necesarias para sanar, y si no había que ponerse más de un cierto número como cinco o siete o diez. De esta manera viajábamos por la pequeña Sicilia amontonada; de nísperos y tejas y rumor de torrente afuera; de espíritus, adentro, en el frío y la oscuridad; y mi madre era conmigo una extraña criatura que parecía estar viva conmigo en la luz y con los demás en las tinieblas, sin perderse jamás como yo, un poco, me perdía cada vez entrando y saliendo. Cada vez, saliendo, ella decía lo contrario de la vez anterior. Una vez decía que cuando estaba enfermo el hombre, uno está perdido... Y otra vez decía que cuando estaba enferma la mujer, uno está perdido... Decía además: - Unos tienen un poco de malaria. Unos tienen un poco de tisis. Y una vez decía que era mejor tener un poco de malaria en vez de un poco de tisis; otra vez decía que era mejor tener un poco de tisis en vez de un poco de malaria. Decía: - Con la malaria no es necesario ir hasta Enna por las medicinas. Me contó que era un desastre tener que ir a Enna para que el Dispensario diera las medicinas para la tisis, y tener que hacer un largo viaje, tener que gastar treinta y dos liras, y también correr el riesgo de ser internados en el hospital. La gente, me contó, iba a Enna la primera vez, luego no iba más. No podía. - En cambio con la malaria es el Ayuntamiento el que da las medicinas, - decía. Pero la vez siguiente decía: - Con la tisis basta ir a Enna y dan todas las medicinas que uno quiera. Contó que era un desastre tener que depender del Ayuntamiento para las medicinas de la malaria. El Ayuntamiento era pobre, no tenía muchas medicinas, y nunca daba más de una caja. ¿Cómo se podía sanar con una caja? - En cambio con la tisis es el Dispensario de Enna el que da las medicinas, - decía. - Es grande, es rico, es una cosa del Gobierno, - decía. Y cada vez decía lo contrario de la vez anterior.

XXV. Entramos, ya muy cerca del fragor del torrente, en una casa donde había luz. No era una casa excavada en la roca, era una casa de piedras que surgía en su huerto en el borde de la calle. Tenía, por detrás, una ventana, y por esa ventana un poco de luz. - Buenas tardes, traje conmigo a mi hijo, - dijo mi madre entrando. Ella no se volvió invisible y yo vi a la gente, vi en ellos a toda la gente que no había visto antes. Vi, en la cama, al enfermo, un hombre con los ojos cerrados en

la cara sucia de barba; y vi a cinco o seis mujeres como monjas que estaban sentadas al pie de la cama alrededor de un balde colocado en el suelo. Como siempre, mi madre habló de mí antes que nada. - Traje conmigo a mi hijo, - dijo. Y yo vi cómo lo decía, vi cómo los demás me miraban ante sus palabras. - ¡Un gran hijo tiene! – dijo una. - Los tengo a todos grandes y este es el mayor, - mi madre dijo. Y la mujer preguntó: - ¿De dónde vino? Hablaron de mí, como siempre, mi madre y las mujeres, y yo vi que ellas tenían el balde lleno de caracoles negros y cogían los caracoles uno a la vez, chupaban. Eran mujeres jóvenes y ancianas, vestidas de color oscuro, y cuando habían chupado echaban la concha de nuevo en el balde. - ¡Buen provecho! – dijo mi madre. Entonces se puso a hablar de las ampollas, y de aguja, de éter, abrió su cartera, volteó al enfermo y le puso la inyección. Yo vi al enfermo que permaneció boca abajo. - ¿Y bien? – mi madre le preguntó. No hubo respuesta. Y de nuevo mi madre preguntó: - ¿Y bien? Respondió ahora una mujer anciana: - Es inútil... No habla. - ¿No habla? – exclamó mi madre. - No habla, - otra de las mujeres respondió. Las cinco mujeres chupaban, sentadas al pie de la cama, y la más anciana dijo fuerte: - Gaetano, habla. Aquí está Concezione. Lentamente el enfermo se volteó sobre un costado, pero no respondió. Y la mujer más anciana se dirigió a mi madre: - ¿Vio? No quiere hablar, - dijo. Mi madre se inclinó hacia el enfermo, yo la vi ponerle una mano sobre la espalda. - ¡Qué cuento es este, Gaetano! – dijo - ¿No quiere hablar? Lentamente el enfermo se quitó y mostró la cara, pero de nuevo no respondió. Ni siquiera, todavía, había abierto los ojos. - Es inútil, Concezione, - dijo la mujer más anciana. - No quiere hablar... Desde ayer no habla. Mi madre preguntó: - ¿Comió? Las mujeres señalaron el balde y la más anciana respondió: - Sí, comió. Entonces el enfermo de improviso habló. Dijo una grosería. Yo lo miré y vi que tenía los ojos abiertos. Los tenía fijos sobre mí, examinándome, y yo lo examiné a él, en aquellos ojos suyos, y fue, por un momento, como si nos encontrásemos solos, hombre y hombre, sin ni siquiera la circunstancia de la enfermedad. Yo no vi el color de sus ojos, vi en ellos tan sólo al género humano que eran. - ¿De dónde viene? – dijo él. - Soy hijo de Concezione, - dije yo. El hombre volvió a cerrar los ojos y mi madre dijo a las mujeres: - Deberían mantenerlo alegre.

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Luego a mí:-Silvestro, vamos.

XXVI. Yo había estado muy enfermo, durante meses, algún tiempo atrás, y conocía la profundidad de estarlo, esta profunda miseria en la miseria del género humano obrero, en especial cuando uno está en cama desde hace ya veinte días, o treinta, y allí uno se queda, entre cuatro paredes, nosotros y las cosas de paño de la cama, las cosas de metal de la cocina, y la madera de las sillas, de la mesa, del armario. Entonces no hay nada más en el mundo, y se miran estas cosas, los muebles, pero uno no puede hacer nada con ellos, no se puede hacer un caldo de silla o de armario. Y es tan grande el armario que uno tendría que comer por un mes. Y uno mira estas cosas como si fuesen cosas para comer; y quizás por eso los niños se vuelven peligrosos y rompen, rompen... El más pequeño tiene todo el día una clavija de silla en la boca y grita si la madre trata de quitársela. Ella, la madre, es decir, la esposa o, en fin, la muchacha mira los libros y de vez en cuando también coge uno, se pone a leerlo. Pasa horas hojeando y leyendo. Y el enfermo pregunta: - ¿Qué lees? La mujer no sabe qué está leyendo, pero un libro puede ser cualquier cosa, un diccionario o una vieja gramática. Dice entonces el enfermo: - ¿Justo ahora te dio por tener algo de cultura? Y la mujer vuelve a guardar el libro, pero luego vuelve a mirar la fila, de libros, no de cosas que se comen, y de nuevo coge uno, y esta vez sale de casa, está afuera por un buen rato en la tarde. - ¿En cuánto lo has vendido? - pregunta luego el enfermo. La mujer dice que lo ha vendido por una lira y media, y el enfermo no está contento, nunca entiende mucho la situación, tiene una fiebre impertérrita, en la vieja cama de días y días, a su lado. Y quisiera algo, aparte de aquel libro que fue suyo cuando era muchacho, y se espera un poco de caldo, y al final grita contra la mujer que, en cambio, compró pan y queso para ella y para los niños. - Buitres, - dice de los niños. Ellos, en la escuela, tienen todos los días un plato de sopa. Esta es una buena iniciativa, dar todos los días un plato de sopa, en las escuelas, a los niños de la gente que se muere de hambre. Pero parece un aperitivo. Después de aquella cucharada de sopa los niños regresan a casa mostrando los dientes, y no aceptan explicaciones, quieren comer a toda costa, y son como animales feroces, devoran las clavijas de las sillas, quisieran devorar al padre y a la madre. Si un día encontrasen al enfermo solo, lo devorarían. Sobre la mesa de noche, en la cabecera del enfermo, están las medicinas. Los niños llegan de la escuela, mostrando los dientes, afilados, con el hambre afilada, y se acercan al enfermo, quisieran comérselo, vienen con pasos de lobo... Pero está la madre en casa, y los niños dejan tranquilo al enfermo, se lanzan sobre las medicinas. - Buitres, - el enfermo dice. Y mientras tanto el hombre del gas ha cortado el gas, el hombre de la luz ha cortado la luz, se pasan largas noches a oscuras en la habitación del enfermo. Sólo el agua no ha sido cortada; el hombre del agua viene cada seis meses, así no se corre el peligro inmediato de que llegue y corte el agua, y se bebe, se bebe, se

bebe agua lo más que se puede, cocinada de cualquier manera o también cruda. Pero está la dueña de la casa que viene todos los días, quiere ver al “señor enfermo”, quiere verlo personalmente, y cuando entra y lo ve le dice: - Bien, señor enfermo, demasiado lujo no pagar el alquiler y estar en cama... Mándeme al menos a su mujer para que me lave los platos. Y la mujer va a casa de la dueña a lavar los platos, lavar el piso, lavar la ropa; todo por la cuenta del alquiler no pagado; y el enfermo permanece solo en casa por largas horas con la impertérrita fiebre a su lado que lo golpea en la cara, lo golpea, lo golpea, lo sacude como aprovechándose de su soledad. Regresa la mujer y el enfermo le pregunta si no ha traído nada de casa de la dueña. - Nada, - la mujer dice. Nunca traes nada. - ¿Pero por qué al menos no vas a recoger verdura silvestre? – él pregunta. - Dice la mujer: - ¿Dónde? Va por las calles y llega al parque; hay hierba en los prados, hay verde en los árboles, es verdura, y arranca hierba, arranca ramas de abetos y pinos, luego también va a los jardines yarranca flores y regresa con verdura a casa, hojas y flores escondidas en el pecho. Todo eso se lo echa encima al enfermo y él es un hombre entre las flores. - Aquí está, - dice la mujer. - ¡Verdura!

XXVII. Yo conocía esto y más que esto, podía comprender la miseria de un enfermo y de su gente alrededor de él en el género humano obrero. ¿Acaso no la conoce cada hombre? ¿Acaso no puede comprenderla cada hombre? Cada hombre alguna vez ha estado enfermo, en la mitad de su vida, y conoce a este extraño que es el mal, dentro de él, su impotencia frente a este extraño; puede comprender a su semejante... Pero quizás no todo hombre es hombre; y no todo el género humano es género humano. Esta es una duda que se presenta, bajo la lluvia, cuando uno tiene los zapatos rotos, agua en los zapatos rotos, y nadie ya en particular que le ocupe el corazón, no más vida suya particular, nada ya hecho y nada ya que hacer, tampoco nada ya que temer, nada ya que perder, y ve, más allá de sí mismo, las masacres del mundo. Un hombre se ríe y otro hombre llora. Los dos son hombres; también el que ríe ha estado enfermo, está enfermo; y aun así él se ríe porque el otro llora. Él puede masacrar, perseguir, y uno que, en la no esperanza, lo ve que se ríe ante los diarios y titulares de prensa, no va con el que se ríe, si acaso llora, en la quietud, con el otro que llora. No todo hombre es hombre, entonces. Uno persigue y otro es perseguido; el género humano no es todo el género humano, sino sólo el del perseguido. Asesinen a un hombre, él será más hombre. Y así es más hombre un enfermo, un hambriento; es más género humano el género humano de los muertos de hambre. Pregunté a mi madre: - ¿Qué piensas de todo esto? - ¿De qué?, - mi madre dijo. Y yo: - De todos estos a los que pones inyecciones. Y mi madre: - Pienso que quizás no me podrán pagar. - Está bien, - dije yo. – Y todos los días vas lo mismo a casa de ellos, les pones la inyección, y esperas en cambio que puedan pagarte, de alguna manera. ¿Pero qué piensas de ellos? ¿Qué piensas que son? - Yo no espero, - dijo mi madre. – Yo sé que unos me pueden pagar y otros

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no. Yo no espero. - Y vas lo mismo a casa de todos, - dije yo. - ¿Pero qué piensas de ellos? - ¡Oh! – exclamó mi madre. – Si voy a casa de uno también puedo ir a casa de otro, - dijo. No me cuesta nada. - ¿Pero qué piensas de ellos? ¿Qué piensas que son? – dije yo. - Mi madre se detuvo en la mitad de la calle donde estábamos y me dirigió una mirada ligeramente bizca. También sonrió, y dijo: - ¡Qué extrañas preguntas haces! ¿Qué debo pensar que son? Es una pobre gente con un poco de tisis o un poco de malaria. Yo sacudí la cabeza. Hacía preguntas extrañas, mi madre podía ver esto, y aun así no me daba respuestas extrañas. Y yo quería esto, respuestas extrañas. Pregunté: - ¿Has visto alguna vez a un chino? - Claro, - mi madre dijo. – He visto unos dos o tres... Pasan para vender collares. - Bien, - dije yo. Cuando tienes frente a ti a un chino y lo miras y lo ves, en el frío, sin abrigo, y tiene la ropa rasgada y los zapatos rotos, ¿Qué piensas de él? - ¡Ah! Nada de especial, - mi madre respondió. – Veo a muchos otros, aquí en nuestra tierra, que no tienen abrigo para el frío y tienen la ropa rasgada y los zapatos rotos... - Bien, - dije yo. – Pero él es un chino, no conoce nuestra lengua y no puede hablar con nadie, nunca puede reírse, viaja en medio de nosotros con sus collares y sus corbatas, con suscinturones, y no tiene pan, no tiene dinero, y nunca vende algo, no tiene esperanza. ¿Qué piensas tú de él cuando lo ves así que es un pobre chino sin esperanza? - ¡Oh! – respondió mi madre. – Veo a muchos otros que están así, en nuestra tierra... Pobres sicilianos sin esperanza. - Lo sé, - dije yo. - Pero él es chino. Tiene la cara amarilla, los ojos oblicuos, la nariz achatada, los pómulos salientes y quizás huele mal. Él está sin esperanza mucho más que todos los demás. No puede tener nada ¿Qué piensas tú de él? - ¡Oh! – respondió mi madre. – Muchos otros que no son pobres chinos tienen la cara amarilla, la nariz achatada y quizás huelen mal. No son pobres chinos, son pobres sicilianos, y aun así no pueden tener nada. - Pero ves, - dije yo. – Él es un pobre chino que se encuentra en Sicilia, no en China, y ni siquiera puede hablar del buen tiempo con una mujer. Un pobre siciliano, en cambio, puede... - ¿Por qué un pobre chino no puede?- preguntó mi madre. - Bien, - dije yo. Me imagino que una mujer no le daría nada a un pobre viandante que fuese un chino en vez de un siciliano. Mi madre frunció las cejas. - No sabría, - dijo. - ¿Ves? –yo exclamé. – Un pobre chino es más pobre que todos los demás. ¿Qué piensas tú de él? Mi madre estaba enojada. - Al diablo con el chino, - dijo. Y yo exclamé: - ¿Ves? Él es el más pobre que todos los pobres y tú lo mandas al diablo. Y cuando lo has mandado al diablo y piensas en él, tan pobre en el mundo, sin esperanza y mandado al diablo, ¿No te parece que es más hombre, más género humano que todos? Mi madre me miró siempre enojada.

- ¿El chino? – dijo. - El chino, - dije yo. - O también el pobre siciliano que está enfermo en una cama como éstos, a los que les pones inyecciones. ¿No es él más hombre y más género humano? - ¿Él? – dijo mi madre. - Él, - dije yo. Y mi madre preguntó: - ¿Más que quién? Respondí yo: - Más que los demás. Él que está enfermo... Sufre. - ¡Sufre! – exclamó mi madre. – Es la enfermedad. - ¿Solamente? – yo dije. - Quita la enfermedad y todo ha pasado. - dijo mi madre. – No es nada... Es la enfermedad. Ahora yo pregunté: - Y cuando tiene hambre y sufre ¿Qué es? - Bien, es el hambre, - mi madre respondió. - ¿Solamente? –yo dije. - ¿Cómo que no? – dijo mi madre. – Dale de comer y todo ha pasado. Es el hambre. Yo sacudí la cabeza. No podía obtener extrañas respuestas de mi madre, y aun así todavía seguí preguntando: - ¿Y el chino? Ahora mi madre no me dio una respuesta; ni extraña, ni no extraña; y se encogió de hombros. Ella tenía razón, naturalmente: quiten la enfermedad al enfermo, y no habrá más dolor; denle de comer al hambriento y no habrá dolor. Pero el hombre, en la enfermedad ¿Qué es? ¿Y qué es en el hambre? ¿No es, el hambre, todo el dolor del mundo convertido en hambre? ¿No es, el hombre en el hambre, más hombre? ¿No es más género humano? ¿Y el chino?...

XXVIII. Ahora ya no seguíamos bajando a lo largo del monte de casas, volvíamos a subir por el otro costado, desde el fondo del valle, caminábamos hacia el sol y la música de zampoña como nube o nieve, en lo alto. - ¿Alguna vez has estado enferma? – pregunté a mi madre. - Una vez, - mi madre respondió. - ¿Qué tuviste? – pregunté yo. - No lo sé, - mi madre respondió. – No fui al doctor y no sé qué tuve... Me curé yo sola. - ¿Te curaste tú sola?- dije yo. – Tú, siempre especial... - ¡Especial! – exclamó mi madre. - ¿Cómo especial? - Digo que quizás, - yo respondí, - pensabas que eras diferente de los demás. ¿No es así? - Yo no pensaba nada, - mi madre dijo. Y yo pregunté: - ¿Estuvo papá alguna vez enfermo? - ¡Cómo no! – mi madre respondió. – Estaba enfermo todo el tiempo. Tenía malaria. - Bien, - dije yo. – Papá quería al doctor. Y mi madre: - ¡Cómo no! Era como un niño. Tenía frío, fiebre alta, sabía que tenía malaria, y aun así quería lo mismo al doctor... Y yo: - Papá era un hombre humilde.

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Y mi madre: - Tenía miedo. Y yo: - Era un hombre humilde. Estaba un poco cansado, la calle era en subida, con un pequeño muro por un lado, en ese punto, y me apoyé en el pequeño muro. Había viajado, desde mi quietud en la no esperanza, y todavía estaba viajando, y el viaje era también conversación, era presente, pasado, memoria y fantasía, no vida para mí, y aun así movimiento, y me apoyé en el pequeño muro, pensé en mi padre cansado, no Macbeth, no rey, con sus ojos azules. Enfermo, él cargaba todo el dolor del mundo, y aceptaba no ser Macbeth, preguntaba por el doctor, quería sanar, era como un niño. ¿Un hombre es más hombre cuando es como un niño? Es humilde, admite su propia miseria y en la propia miseria grita. ¿Es más género humano? - Era un hombre humilde, en el fondo, - dije de nuevo. Miré a mi madre y retiré la mano del pequeño muro. - ¿Y el abuelo jamás estuvo enfermo? – pregunté. - Estuvo muy enfermo, - mi madre respondió. - ¡Cómo!, - yo exclamé. - ¿También él? - ¿Por qué no? – dijo mi madre. – Tenía unos cuarenta años, yo tenía siete u ocho. - Me imagino que no quería al doctor, - dije yo. - No, - dijo mi madre. – Se curó él mismo... Una vez vino el doctor de los pobres, pero no regresó más, él no lo quería. Y yo: - ¡Por lo mismo! Pensaba que era especial. Y mi madre: - ¡Qué cuento es ese! Pensaba que no estaba enfermo... - Precisamente, - dije yo. – Pensaba que era especial, no poder enfermarse, uno como él. ¡Era un hombre orgulloso! Mi madre irguió la espalda y se sintió orgullosa. - Claro. Era un hombre orgulloso, - dijo. - ¿Y qué le dio? – yo le pregunté. - ¿Un poco de tisis o un poco de malaria? - ¡Pues no! – exclamó mi madre. – Estuvo muy enfermo, - dijo. - ¡Murió y resucitó! No apoyándome ya en el pequeño muro sino en el brazo de mi madre, yo pensé en los hombres, en mí mismo, y en papá, en el abuelo, hombres humildes y hombres orgullosos, y pensé en la humanidad y en el orgullo en la miseria, y me sentí orgulloso de ser hijo de hombre. Es cierto que alguno no era hombre; y no todo el género humano era género humano. Pero no porque fuera humilde un hombre no era hombre. Y tampoco porque se sintiera orgulloso. Un hombre podía gritar como un niño, en la miseria, y ser más hombre. Y podía negar su propia miseria, sentirse orgulloso, y ser lo mismo más hombre. Un hombre orgulloso es un Gran Lombardo y piensa en otros deberes, cuando es hombre. Por eso él es más hombre. Y por eso, quizás, su enfermedad es muerte y resurrección. - Fue una pulmonía, - contó mi madre. – O algo parecido. Y no quería ver al doctor.Dijo que no estaba enfermo. Echó al doctor de los pobres. El pan es muy caro, dijo, para los pobres. Cuesta, cada bocado, una jornada de trabajo. Y echó al doctor. Nosotros tenemos que trabajar, le dijo. Y siguió trabajando, sus catorce horas al día. Hasta que una noche murió y resucitó. - Era grande el abuelo, - dije yo.

- Era grande, - dijo mi madre. Ya, arriba por la callejuela, habíamos salido de la sombra del valle, habíamos llegadoal sol y mi madre dijo: - ¿Cómo te parece que pongo las inyecciones? ¿Bien, no? - Bien, - dije yo. - ¿Ves? – dijo mi madre, y estaba triunfante, estaba satisfecha. - ¿Ves? – dijo. – Puedo ganarme la vida por mí misma. Llegamos lejos del rumor del torrente, estábamos, en el sol, de cara al sol que dentro de poco se pondría, y podíamos oír extenderse, sobre la cima del pueblo, la nieve o nube de la música de zampoñas.

-Ahora vamos a casa de la viuda, - dijo mi madre. – Ésta es una que tiene algo de dinero. Paga de contado.

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XXIX. La viuda era una mujer de unos cuarenta años, su carne era aún hermosa, y vivía en el primer piso, en una casa de dos o tres grandes habitaciones de techo alto. - La llaman la viuda, - dijo mi madre, - pero en realidad no es una viuda. Es la mantenida de un poderoso señor... - ¿Y por qué se pone inyecciones? – dije yo. - Porque es una señora, - mi madre respondió. – Los señores se ponen inyecciones. Y ella se acostumbró con ellos. Pero quizás también tiene un poco de tisis. De cualquier modo, era una mujer agradable, y su carne era hermosa. Parecía que vivía sola, en sus grandes habitaciones; ella misma vino a abrirnos. - La esperaba, Concezione, - dijo. - Supe que llegó uno de sus hijos ¿Es él? La casa, desde el portón para arriba, tenía un olor como si por todo el otoño se hubiese puesto ahí a fermentar el mosto. Este es el olor de las casas no pobres de ciudad, en Sicilia, empalagoso, no embriagador; y compañero carnal de la oscuridad. La viuda nos acogió con algarabía, riendo, y tenía el pecho grande, la voz rica de pecho de grandes senos y los ojos negros, los cabellos negros. - Supongo que he hecho bien en traerlo, - dijo mi madre. – ¡Qué hijo tan hermoso!¿No? - ¡Es alto y fuerte! – la viuda dijo. – Digno de usted, Concezione. Y se reía con algarabía, nos hizo pasar a sus habitaciones que olían, como el portón y la escalera, a mosto, pero también un poco a canela, y eran viejas, sin demasiados muebles, y sin otra cosa más que abanicos de tarjetas postales en las paredes, y más bien oscuras, sin mucha luz, porque los balcones daban a un pequeño jardín cerrado, hacia tramontana. Mi madre siguió hablando de mí. - ¿Cómo supo que llegó? – dijo. – Supongo que habría hecho mal si no lo traía... - Oh, - respondió la viuda. – Me habría quedado con la curiosidad de conocerlo. Ella quería ofrecernos por fuerza marsala y galletas. Desde la mesa donde nos las ofrecía se veía la casa completa, dos o tres grandes habitaciones con muchas puertas, todas abiertas, y con una mesa en cada habitación, y una inmensa cama con una colcha rosada en una de ellas.

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- Y así, - decía la viuda. Y se reía con algarabía. Me hizo algunas preguntas sobre Italia del Norte. Y le preguntó a mi madre si me había llevado con ella a todas las casas por las que hacía su ronda. - Claro, - dijo mi madre. Y estaba satisfecha por haberme impuesto en tantas casas, agregó que había querido mostrarme qué bien ponía las inyecciones. Y la viuda se rió. Me miró, a mí hombre, con ojos negros. Y con voz rica de pecho de grandes senos dijo: - Pero conmigo no, Concezione. - ¿Qué cosa con usted no? – dijo mi madre. - Conmigo no le muestre qué bien pone usted la inyección. - ¿Por qué no? – dijo mi madre. - Y la viuda se rió, dijo: - No me dejo poner la inyección delante de él. - ¿Por qué no? – dijo mi madre. Y se había armado de voluntad para imponerme. - ¿Por qué no? – dijo. - Porque no es necesario, Concezione, - la viuda respondió. – Aquí no es necesario, - dijo. – Hay tantas habitaciones. Puede esperar sin que tenga que salir a la calle. - Pero no es por eso, - dijo mi madre. – Yo quiero que vea cómo pongo la inyección. - Ya lo ha visto muchas veces, - la viuda respondió. – No es necesario que también lo vea aquí. Y se dirigió a mí, riéndose dijo: - ¿Verdad, señor Silvestro? - Sí, supongo, - dije yo. Pero me gustaba que me impusieran. - ¿Qué cosa sí? – me preguntó ahora a mí mi madre. - ¿No quieres ver cómo pongo la inyección a la señora? - Oh, sí, - yo respondí. - Pues bien, - dijo mi madre. – Quiere verlo. - ¡Pero Concezione! – exclamó la viuda. – Yo no quiero que me vea. Mi madre se rió. - ¡Ah, ah! - dijo. - Pero es mi hijo. Es como si fuese yo misma... - Pero es un hombre, - la viuda dijo. Y mi madre dijo: - ¿Cree que jamás ha visto a una mujer en su vida? La viuda no dijo nada más. Se rió y se rindió. Y haciendo un gesto hacia mí dijo riéndose: - ¡Y él que espera, el mal intencionado! Se tendió en la cama y mi madre la desnudó. - Esto es un abuso, Concezione, - dijo sobre la almohada, riéndose. Y mi madre le hundió la aguja en la carne, con gusto, luego me miró, victoriosa, y señalando aquella carne, dijo: - ¿Ves que buenas formas tiene? La viuda se agitaba en la cama, riéndose. - ¡Oh, Concezione! – decía. - Y casi tiene cuarenta años, - dijo mi madre. Yo le hice un cumplido. Y la viuda gritó: - ¡Oh, señor Silvestro! – Se endureció, quería levantarse, pero mi madre todavía la mantuvo tendida, incluso quitándole la ropa más arriba. - Espere que la vea bien, - dijo. Y a mí: - ¡Mira Silvestro! - ¡Pero es un abuso! – dijo la viuda, y forcejeaba, quería levantarse. Al final mi madre la dejó levantarse, y la viuda, riéndose y sonrojada, me dijo:

- Es un gran mal intencionado, señor Silvestro. Se despidió de nosotros cordialmente, y mi madre y yo salimos a la calle, en la música de las zampoñas y el sol, de cara al sol que se ponía, y nos reímos, y mi madre dijo que la viuda nos había hecho esperar tanto porque había sido una mantenida y no se sentía en una posición regular. - Pero es una buena mujer, - dijo. - ¿Y tiene buenas formas, no? – agregó. Y me miró, me guiñó el ojo, y mientras tanto cruzamos la calle. - ¡Oh, sí! – yo dije. - Y tiene una fresca piel, - agregó mi madre. - ¡Oh, sí! – yo dije. Y mi madre: - Es una de las que mejor se ve para su edad aquí en el pueblo. Y yo: - Supongo. Y mi madre: - Pero hay otras de la misma edad que se ven mucho mejor que ella. - Yo me veía mejor que ella, - dijo. - Y no creo que me desluciría al lado de ella ahora que tengo cincuenta años, - dijo también. - ¡Oh, no! – dije yo. - ¿Todavía estoy en forma, verdad? – dijo mi madre. - ¡Oh, sí! – dije yo. – Ni siquiera tienes una cana. Y mi madre: - Deberías ver qué lozana estoy abajo. Y yo: - Puedes estar orgullosa de ti. - Claro, - mi madre exclamó. – Se lo decía a tu padre. Deberías estar orgulloso de una mujer lozana como yo a mi edad... Pero él no entiende nada de las mujeres. Sólo hablaba de manos finas y ojos y cosas así en sus poemas. - Me imagino que no podía hablar de otra cosa en sus poemas, - yo dije.

-Bueno, pero hubiera podido considerar lo demás antes de hablar, - dijo mi madre. –Habría estado orgulloso de mí si hubiese considerado lo demás. Mi padre estaba tan orgulloso de mí y de las demás hijas... Decía que ninguna muchacha tenía la espalda tan hermosa como las nuestras, en toda Sicilia... ¡Ah, estaba orgulloso de mí, mi padre!

XXX. Más arriba, de cara al sol que se ponía, habíamos llegado a otro portón como el de la viuda, si bien más pequeño y con menos pretensiones, y con una de las aldabas rota. - Ahora vamos a casa de una amiga mía, - dijo mi madre. - ¿Para ponerle también la inyección? –yo pregunté. - Sí, - mi madre respondió. – Quiero que tú veas qué lozana es ella también... Quizás más que la viuda... Y también tiene casi cuarenta años. - ¿Y es también viuda? –yo pregunté. – Quiero decir, - pregunté, - ¿También ella fue mantenida por un gran señor? - ¡Oh, no! –mi madre respondió. – Es una mujer casada. Tiene cuatro hijos... - Entramos, por el pequeño portón carcomido, en el pasillo, y también allí, por las escaleras, se sentía el olor viejo de mosto característico de las casas no pobres, en Sicilia. Pero luego, en la casa, olía menos; todo era demasiado viejo, en la casa, muebles, baldosas, cortinas, colchas de camas, todo demasiado viejo y muerto, y más que otra cosa se sentía el polvo. - ¿Por qué se pone la inyección? – pregunté yo. - ¿Está enferma? - No, - mi madre dijo. – Cree que tiene un poco de anemia. - ¿Y se dejará poner la inyección delante de mí? – dije yo.

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- ¿Por qué no? – dijo mi madre. - Pero si no quiere no insistas, - yo dije. - Pero claro que querrá, - dijo mi madre. Entramos en la casa introducidos por un niño de cinco años que nos abrió la puerta. Otros dos niños vinieron a nuestro encuentro, uno quizás de siete años, y uno de ocho o nueve, con los cabellos largos y largos delantales por lo que no se sabía si eran varones o hembras. - ¡Concezione! ¡Concezione! – gritaban, y nos condujeron por toda la casa, todas habitaciones muy oscuras, y luego desde una pequeña terraza vino a nuestro encuentro una muchacha de quince o dieciséis años que también se puso a decir: - ¡Concezione! ¡Concezione! Por último nos vino al encuentro la señora amiga de mi madre. - ¡Concezione! ¡Concezione! – dijo. Era una mujer no muy grande, para nada de aspecto anémico, y también redonda, y agradable, de hermosa carne y joven. Se abalanzó sobre mi madre y la besó, echándole los brazos al cuello, como si no la viese desde hacía meses y, entre los niños que hablaban y gritaban, dijo: -¡Sabía que ibas a traer a tu hijo! - ¿Supiste que llegó? – dijo mi madre. - Sí, - la amiga de mi madre respondió. – Lo supe enseguida, y por eso pensé que lo traerías. ¡Qué hijo tan bello! Los niños gritaban, hablaba la muchacha, y estábamos en una habitación con una cama, matrimonial, y muy alta, y mi madre dijo a su amiga: - ¡Anda, échate en la cama! - ¿Me la vas a poner delante de él? – dijo la amiga de mi madre. - ¿Por qué? ¿Quieres que salga? – exclamó mi madre. - No digo eso, - la amiga de mi madre respondió. Todos los niños estaban en la habitación, también la muchacha, y la señora amiga de mi madre dijo: - Me da un poco de vergüenza. ¡Es ya hombre! Mi madre se rió y ella se rió con mi madre. También la muchacha se rió. - Pero lo hice yo tan grande, - dijo mi madre. – No te debe dar vergüenza. Así la amiga de mi madre se echó en la cama. - ¡Me imagino que ya ha visto a tantas mujeres! – dijo. Se desvistió ella misma, y mientras esperaba que mi madre la pinchase, dijo: - Me imagino que las ha visto más provocativas que yo. Los niños saltaban alrededor, gritaban, y mi madre todavía no estaba lista para pinchar, dijo: - ¿Tenías miedo de parecerle provocativa? Se rió, y la muchacha se rió con ella, y la amiga de mi madre, mientras los niños saltaban alrededor, se rió contra la almohada y exclamó: - ¡Oh, no Concezione! Sé bien que casi podría ser su madre. Entonces yo dije: - No creo que eso cuente... Tenía una hermosa carne; quería hacerle un cumplido. Y ella gritó: - ¿Qué quiere decir? Y mi madre gritó: - ¿Quieres decir que te parece provocativa? - ¿Por qué no? –yo dije. - ¡Oh! – gritó la amiga de mi madre, riéndose. - ¡Oh! – gritó mi madre, riéndose. La muchacha se rió junto con las dos, y mi madre puso la inyección, la amiga de mi madre se levantó para hablarme, riéndose, con un dedo amenazador bajo mi cara. - ¿Sabe qué es usted? – dijo. – Es un impertinente. Apenas salimos mi madre me preguntó:

- ¿De verdad te pareció provocativa? - ¿Por qué no? – respondí yo. - ¡Oh! – exclamó mi madre. Y se rió. - ¡Una mujer que tiene diez años más que tú! – dijo. Y agregó: - ¿También la viuda te pareció provocativa? - ¡Pues claro! – yo respondí. – Incluso mucho más... - ¡Oh! – exclamó mi madre! Se rió y dijo: - Si lo hubiera sabido no te habría dejado ver. Pero dentro de sí estaba alegre, de alguna manera victoriosa, y llegamos, de aquella calle en subida, a una especie de espacio abierto hacia todo el valle y el sol que se ponía. Mi madre miró el sol, luego me preguntó:-¿Cuándo fue la primera vez que viste cómo es una mujer?

XXXI. Había siempre música de zampoña en el gran aire frío brillante de sol, y ahora era viva, no nieve, no nube, muy cerca, y en ella había campaneo de esquilas de cabras, campaneo pleno, ya no un tintineo esparcido, era como si rebaños y rebaños pasasen por detrás de las casas. - ¿Cuándo fue la primera vez? – yo dije. Me puse a pensar, tratando de recordar para responder a mi madre. - Sí, la primera vez que viste cómo es una mujer, - dijo mi madre. Y yo traté de recordar; estaba contento de recordar y me era fácil. - Creo que siempre he sabido cómo es una mujer, - dije. - ¿Incluso a los diez años, cuando eras un muchachito que saltabas desde el tren en movimiento? – exclamó mi madre. - Sí, - dije yo. – Sabía bien cómo es una mujer, a los diez años. - ¿También a los siete años? – exclamó mi madre. – ¿También a los siete años, cuando eras un niño y te sentabas en el regazo de mis amigas? - Creo que sí, - yo dije. – También a los siete años. ¿Dónde estábamos, cuando tenía siete años? Mi madre sacó la cuenta. - Era el primer año de guerra, - dijo. – Estábamos en Terranova. Estábamos en una casa de guardavía a un kilómetro del pueblo. - ¿En Terranova? – yo dije. Había leído Las Mil y una noches y tantos otros libros allá, de antiguas historias, de antiguos viajes, a los siete y ocho y nueve años, y Sicilia también era este allá, Mil y una noches y antiguos países, árboles, casas, gente de antiquísimos tiempos a través de los libros.Luego me había olvidado, en mi vida de hombre, pero lo tenía dentro de mí, y podía recordar, encontrar de nuevo. ¡Dichoso quien tiene algo que encontrar de nuevo! Es una suerte haber leído cuando niño. Y doble suerte haber leído libros de antiguos tiempos y antiguos países, libros de historia, libros de viajes y Las Mil y una noches en especial. Uno también puede recordar lo que ha leído como si de algún modo lo hubiese vivido, y uno tiene la historia de los hombres y todo el mundo dentro de sí, con la propia infancia, Persia a los siete años, Australia a los ocho, Canadá a los nueve, México a los diez, y los hebreos de la Biblia con la torre de Babilonia y David en el invierno de los seis años, califas y sultanas en un febrero o un septiembre, en verano las grandes guerras con Gustavo Adolfo

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etcétera por Sicilia - Europa, en una Terranova, en una Siracusa, mientras cada noche el tren se lleva a los soldados para una gran guerra que es todas las guerras. Yo tuve esta suerte de leer mucho durante mi infancia, y en Terranova, Sicilia significa también Bagdad y Palacio de las Lágrimas y jardín de palmas para mí. Allá leí Las Mil y una noches y otras cosas, en una casa que estaba llena de sofás y muchachas de algún amigo de mi padre, y recuerdo la desnudez de la mujer, como de sultanas y odaliscas, concreta, cierta, corazón y razón del mundo. - Sí, sabía más que nunca cómo es una mujer, a los siete años, - dije. - ¿Más que nunca? – dijo mi madre. - Más que nunca, - dije yo. – Lo sabía y lo veía. Siempre tenía delante de los ojos cómo es una mujer. - ¿Qué quieres decir? – exclamó mi madre. - ¿Pensabas en eso? Y yo: - No. No pensaba en eso. Sabía y veía. Eso era todo. ¿Bastante, no? - ¿En quién veías? – preguntó mi madre. Y yo: - En cada mujer... Era muy natural para mí. No era malicia. Así era. No era malicia. Pero aun así era la mujer. A los siete años uno no conoce los males del mundo, no el dolor, y no la no esperanza, no está agitado por abstractos furores, pero conoce a la mujer. Jamás alguien nacido de sexo masculino conoce a la mujer como a los siete años y antes. Ella, delante de él, no es consuelo, entonces, no es alegría, y tampoco broma. Es certeza del mundo; inmortal. - Una vez, cuando tenía siete años, - conté a mi madre, - una muchacha hija de unos amigos nuestros se enfermó y se murió. Estuvo como tus enfermos, no sé si orgullosa o humilde, y yo seguía yendo a su casa, con frecuencia estaba por largas horas cerca de la cama de ella. La conocía desde hacía tiempo; ella jugaba conmigo, me ponía en su regazo, y se cambiaba la camisa delante de mí. Mientras estaba enferma, todos los días venía una mujer y le ponía la inyección, y yo estaba allá, la veía como ahora he visto a la viuda y a tu amiga. No era lo mismo, naturalmente. No había nada de provocativo. Pero un día ella me dijo: -¡Moriré! - ¿Y entonces? – exclamó mi madre. - Nada, - dije yo. - ¿Cómo que nada? – exclamó mi madre. - Era una de nuestras amigas Aladino. Era una hermosa muchacha... - ¿Era una casa de hermosas muchachas, verdad? – dije yo. - Sí, - contó mi madre. – El padre de ellas iba y venía de Malta con los barcos de carga de pez griega y alguna de ellas iba a veces con él. Luego una se quedó en Malta, se casó con un orfebre... Otra se casó con un agente comercial. Y aquella otra murió. Terminó mi madre de contar, y preguntó: - ¿Y bien? Tú hablabas de cuando murió... - Te lo dije, - yo respondí. – Ella murió y yo seguí yendo a aquella casa. Miraba a las hermanas en vez de a ella. - ¿No lamentaste su muerte? – preguntó mi madre. - No lo sé, - yo dije. – Veía a las demás, desnudas como ella... Nunca fue tan hermoso, - dije. - ¿Cómo? – exclamó mi madre. - ¿No has visto mujeres mejores que las Aladino? - No digo esto, - yo dije. - ¿Y tu mujer? – exclamó mi madre. - ¿No es tampoco como las Aladino tu mujer? ¿Qué esposa tomaste?

- No digo esto, - yo dije. - ¡Has visto poco de las mujeres! – exclamó mi madre. - No digo esto, - yo dije por tercera vez. Y mi madre dijo: - Ven, ahora vamos a casa de la señorita Elvira. Verás qué hermosa puede ser una muchacha a los veinte años. Aceleró el paso, y caminando delante de mí, entre la gente, entre las cabras, en el gran sol rojo que se ponía, y en medio del glorioso balido de música de las zampoñas, dijo además:-Siempre he pensado que quizás mis hijos nunca habían visto nada parecido,

cuando le pongo la inyección a la señorita Elvira.-

CUARTA PARTE

XXXII.

Pero ya estaba cansado de aquellos enfermos y de aquellas mujeres, y contrarié a mi madre, no quise subir a la casa de la señorita con ella. Llegamos bajo el edificio, a mitad del monte de casas, y le dije: - Te espero aquí. - ¿Qué cuento es ese? – gritó mi madre. Se volteó como para pegarme, como una madre ofendida, pero me encontró hombre de treinta años, no muchacho, y casi extraño; y habló, gritó. - ¡Qué tonto! – gritó. Pero yo gané, porque realmente no quería subir, la rueda del viaje se había detenido dentro de mí, en este momento. ¿Con qué fin habría tenido que ver a otra mujer? ¿O también a otro enfermo, con qué fin? ¿Con qué fin para mí? ¿Con qué fin para ellos? Muerte o inmortalidad yo las conocía; y Sicilia o mundo era lo mismo. Miré el edificio, y pensé en allá adentro, la mujer lista para la inyección de mi madre, y para mis ojos, para el hombre; y me negué a considerarla más inmortal que a cualquier otra o que a un enfermo o a un muerto; me senté sobre un guardarruedas. – Te espero aquí, - dije de nuevo a mi madre. Luego, mientras esperaba, vi venir desde arriba del valle una cometa, y la seguí con los ojos cuando pasaba por encima de mí en la alta luz, me pregunté por qué, después de todo, el mundo no siempre era, como a los siete años, Las Mil y una noches. Escuchaba las zampoñas, las esquilas de las cabras y voces por la grada de techos y por el valle, y me lo pregunté muchas veces mientras en aquel aire miraba la cometa. Ésta se llama dragón volador en Sicilia, y es de alguna manera China o Persia por el cielo siciliano, zafiro, ópalo y geometría, y yo no podía dejar de preguntarme, mirándola, por qué de verdad la fe de cuando uno tiene

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siete años no existía siempre, para el hombre. ¿O quizás sería peligrosa? Uno, a los siete años, tiene milagros en todas las cosas, y de la desnudez de ellas, de la mujer, se tiene la certeza de ellas, como supongo que ella, costilla nuestra, la tiene de nosotros. La muerte existe, pero no le quita nada a la certeza; jamás causa ofensa, en aquella edad, al mundo de Las Mil y una noches del hombre. De niño, uno sólo pide papel y viento, sólo necesita echar a volar una cometa. Uno sale y la echa a volar, y es grito que se levanta desde ella, y el niño la lleva por las esferas con un hilo largo que no se ve, y así su fe consuma, celebra la certeza. ¿Pero luego qué haría con la certeza? Luego, uno conoce las ofensas causadas al mundo, la impiedad, y la servidumbre, la injusticia entre los hombres, y la profanación de la vida terrena contra el género humano y contra el mundo. ¿Entonces qué haría si tuviese, no obstante, siempre certeza? ¿Qué haría? Uno se pregunta. ¿Qué haría, qué haría? Me pregunté. Y la cometa pasó, quité los ojos del cielo y vi a un amolador que se había parado frente al edificio.

XXXIII.

Toda la calle estaba bañada por el sol abierta hacia el valle, y el amolador centelleaba luz desde varios puntos de sí mismo y de su carretilla, de cara negra ante mis ojos deslumbrados por la luz. - ¡Amolador, amolador! – gritó a las ventanas del edificio. Su voz resonó, picando vidrios y piedras; y yo noté que era una especie de pájaro salvaje con uno de aquellos sombreros que se ven en el campo en la cabeza de los espantapájaros. - ¿Nada que amolar? – gritó. Ahora parecía que se dirigía a mí y yo me quité del guardarruedas, me acerqué a su voz cruzando la calle. - Pregunto a usted, forastero, - él gritó. Era grande con las piernas desplumadas y parecía en cierto modo engurruñado en su caballete, moviendo la rueda de adelante hacia atrás para probar. - ¿No trajo nada que amolar a este pueblo? – gritó. La rueda del viaje comenzaba ahora a moverse dentro de mí, así hurgué en mis bolsillos, primero en uno y luego en el otro, y mientras buscaba en un tercero el hombre continuó: - ¿No tiene una espada que amolar? ¿No tiene un cañón que amolar? Saqué una navaja, y el hombre me la arrancó de la mano, empezó a amolar furiosamente; y me miraba, con la cara negra como por humo. Le pregunté: - ¿No hay mucho que amolar en este pueblo? - No mucho que valga la pena, - el amolador respondió. Y siempre me miraba, mientras sus dedos bailaban, con la pequeña hoja entre ellos, en el remolino de la rueda; y estaba risueño, era joven, era un simpático tipo delgado bajo el viejo sombrero de espantapájaros. - No mucho que valga la pena, - dijo. No mucho que valga la pena. No mucho que agrade. - Amolará bien los cuchillos. Amolará bien las tijeras, - dije yo. Y el amolador: - ¿Cuchillos? ¿Tijeras? ¿Cree que todavía existen en este mundo cuchillos y tijeras? Y yo: - Pensaba que sí. ¿No existen cuchillos y tijeras en este pueblo? Centelleaban como filo de cuchillos los ojos del amolador, mirándome, y de su boca abierta en la cara negra la voz brotaba un poco ronca, con entonación

burlona. – Ni en este pueblo, ni en otros, - él gritó. – Yo recorro muchos pueblos, y son quince o veinte mil las almas para las cuales amuelo; aun así nunca veo cuchillos, nunca veo tijeras. Dije yo: - ¿Pero qué le dan para amolar si nunca ve cuchillos, nunca ve tijeras? Y el amolador: - Eso se lo pregunto siempre a ellos. ¿Qué me dan para amolar? ¿No me dan una espada? ¿No me dan un cañón? Y los miro a la cara, a los ojos, veo que todo lo que me dan ni siquiera se puede llamar clavo. Ahora se calló, y también dejó de mirarme; y se encorvó sobre la rueda, aceleró el pedal, amoló velozmente concentrado por más de un minuto. Al final, dijo: - Da placer amolar una verdadera hoja. Usted puede lanzarla y es un dardo, puede empuñarla y es un puñal. ¡Ah, si todos siempre tuviesen una verdadera hoja! Pregunté yo: - ¿Por qué? ¿Piensa que sucedería algo? - ¡Oh, me gustaría amolar una verdadera hoja! - el amolador respondió. Volvió a amolar en una furiosa concentración por algún segundo, luego, disminuyendo, y en voz baja, agregó: - Algunas veces me parece que sería suficiente que todos tuviesen dientes y uñas que amolar. Se los amolaría como dientes de víbora, como uñas de leopardo... Me miró y me guiñó el ojo, con ojos brillantes y cara negra, y dijo: - ¡Ah! ¡Ah! - ¡Ah! ¡Ah! – dije yo, y le guiñé el ojo a él. Y él se inclinó hacia mi oído, me habló al oído. Y yo escuché sus palabras en mi oído, riéndome, “¡ah! ¡ah!”, y le hablé al oído, y fuimos dos que se hablaban al oído, y nos reíamos, nos dábamos palmadas en la espalda.

XXXIV.

Luego el amolador me dio mi navaja, afilada como dardo y puñal, y yo le pregunté cuánto costaba, él me dijo cuarenta céntimos, y yo saqué cuatro monedas, de diez cada una, se las puse sobre la repisa de su caballete. Abrió un cajón, y yo vi que estaba dividido en tres secciones con monedas de veinte y diez en cada una por la suma de quizás cinco liras o seis. Dije yo: - ¡Escasa jornada, hoy! Pero él ahora no me escuchaba, noté que movía los labios, murmuraba. Estaba absorto, y movía mis monedas entre sus dedos, el murmureo se volvía cada vez más fuerte. – Cuatro de pan, - escuché. – Cuatro de vino... – Luego, de golpe: - ¿Y el hombre con bigote? Más fuerte comenzó de nuevo: - Cuatro de bigote. Cuatro de pan... –Y de golpe: - ¿Y el vino? Más fuerte todavía comenzó de nuevo: - Cuatro de vino. Cuatro de bigote... – Y de golpe: - ¿Y el pan? Entonces yo dije: - ¿Pero por qué no pone todo junto y luego lo divide? - Es demasiado riesgo, - dijo el amolador. – Algunas veces me comería todo, otras veces me bebería todo... – Se rascó la cabeza, y me devolvió diez céntimos, mirando el cielo. -Tome, - dijo. – Quería quitarle dos monedas más pero Dios no quiere. Eran estas dos monedas las que provocaban la confusión.

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Me los volví a meter en el bolsillo, riéndome, los diez céntimos y él llevó de nuevo los ojos del cielo a la tierra, satisfecho distribuyó las tres monedas que le quedaron en las tressecciones del pequeño cajón. - Dos de pan, dos de vino, y dos de bigote, - dijo. Y agitó las manos libres, agarró su armatoste por las varas, se encaminó por la calle en subida en la luz del sol que ya iba a ponerse. Y yo no dudé en seguirlo. - ¿Va para arriba? – dije. – Voy con usted. Mas, a pesar de estar satisfecho por haber resuelto el problema, ya no estaba alegre, al contrario, estaba triste, y no hablaba. Caminaba mirando alrededor, meneando la cabeza de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, bajo el viejo sombrero de espantapájaros. Y era casi un espantapájaros, por su cara negra, los ojos centelleantes, la gran boca delgada, y la chaqueta remendada, y los pantalones rotos, y los zapatos viejos, los huesudos movimientos de las largas piernas y de los codos. - Debo excusarme, - dijo de repente. – Creí que podía hacerlo porque usted es un extranjero. - Oh, no es nada, - dije yo. – Dos monedas más o dos monedas menos... Y él: - La cuestión es que uno no sabe cómo arréglaselas con los extranjeros. Quizás haya amoladores que cobran ocho monedas, en otros pueblos, y uno corre el riesgo de perjudicarlos cuando cobra seis, ¿No le parece? Algo reanimado él, y divertido yo, seguimos adelante en silencio otro trecho de la calle, y el sol se había puesto, un campaneo descendía desde la cumbre de las casas. Luego el amolador se aclaró la garganta. – Es hermoso el mundo. Y yo también me aclaré la garganta. – Me imagino, - dije. Y el amolador: - Luz, sombra, frío, calor, alegría, y no alegría... Y yo: - Esperanza, caridad... Y el amolador: - Infancia, juventud, vejez... Y yo: - Hombres, niños, mujeres... Y el amolador: - Mujeres hermosas, mujeres feas, gracia de Dios, picardía y honradez... Y yo: - Memoria, fantasía. - ¿Cómo dice? –el amolador exclamó. - Oh, nada, - dije yo. - Pan y vino. Y el amolador: - Salchicha, leche, cabras, cerdos y vacas... Ratones. Y yo: - Osos, lobos. Y el amolador: - Pájaros. Árboles y humo, nieve... Y yo: - Enfermedad, curación. Lo sé, lo sé. Muerte, inmortalidad y resurrección. - ¡Ah! –el amolador gritó. - ¿Qué? – dije yo. - Es extraordinario, - dijo el amolador, - ¡Ah, y oh! ¡Ih! ¡Uh! ¡Eh! Y yo: - Supongo. Y el amolador: - Demasiado mal ofender al mundo. Y yo no dije nada más, había retrocedido a los pensamientos anteriores al encuentro con él, mientras pasaba por el cielo la cometa, como si ahora él fuese aquella cometa. Lo miraba y me detuve, y también él se detuvo, me preguntó: - Disculpe, si uno conoce a otra persona que le ha agradado mucho conocer, y entonces le quita dos monedas o dos liras de más por un trabajo que en cambio

se debería hacer gratis, por el gran agrado que le da conocerlo, ¿Qué es esa persona, un hombre del mundo o uno que ofende al mundo? Y yo empecé a reírme: - ¡Oh! – me reí. Y era natural. Y él preguntó: - ¿No es uno que ofende al mundo? ¿Es del mundo? ¿Pertenece al mundo? - ¡Oh! – me reí yo suavemente, ya que era natural. Y él se rió: - ¡Ah! Se quitó el sombrero y saludó. – Gracias amigo, - dijo. Y de nuevo se rió: - ¡Ah! Yo me reí de nuevo: - ¡Oh! – Y él dijo: - Uno algunas veces confunde las pequeñeces del mundo con las ofensas al mundo. Luego comenzó de nuevo a hablarme al oído: - Si hubiese cuchillos y tijeras... Y me habló al oído, un minuto o dos, pero yo no le hablé a su oído, ahora para mí era como si fuese mi cometa que hablaba.

XXXV. Llegamos a la parte más alta del pueblo, a una especie de plaza, y no había más sol, no había más esquilas de cabras ni zampoñas, no estaba mi madre, no había mujeres, y el amolador me indicó una tienda. - ¿Quieres conocer a alguien que tiene un punzón? – me preguntó. Una cabeza de caballo de madera pintada sobresalía del arco de piedra de la tienda, y a los lados de la entrada, en las jambas, y en los mismos batientes abiertos de la puerta, vi colgados cuerdas y cueros, con flecos, campanillas y penachos multicolores. Dejó el amolador su armatoste en la plaza, y saltó delante de mí bajo el umbral, me llevó para adentro. – ¡Ezechiele! – gritó. - ¡Ezechiele! Adentro había un largo corredor, oscuro hacia el fondo, y cuerdas y cueros, flecos, campanillas y penachos, riendas, látigos, sillas, todo tipo de adornos y arreos de caballería colgados de las dos paredes e incluso suspendidos del techo. - ¡Ezechiele! – gritó de nuevo el amolador mientras avanzábamos. Detrás de nosotros llegó alguien corriendo, nos tropezó con dulce violencia, pasó de largo, y una voz de muchacho estalló: - ¡Es Calogero, tío Ezechiele! Seguimos avanzando nosotros por el estrecho pasaje, entre adornos y arreos de caballería, sillas, riendas, látigos, etcétera; y ya íbamos a tientas, en total oscuridad, y descendíamos en el corazón puro de Sicilia. El olor era bueno, en aquel corazón nuestro, era, por las invisibles cuerdas y los cueros, como de polvo nuevo, terrenal, pero todavía no contaminado por las ofensas del mundo que tienen lugar en la tierra. Ah, yo pensé, ah si de verdad creyese en esto... Y no era como si anduviese bajo tierra, era como si anduviese sobre la trayectoria de la cometa, teniendo la cometa en los ojos y por eso no teniendo más nada, teniendo oscuridad, y teniendo el corazón de la infancia, siciliano y de todo el mundo. Finalmente vislumbramos frente a nosotros una lucecita, y la lucecita se tornó en claridad y un hombre tomó forma, sentado delante de una minúscula mesa con riendas y látigos y sombras de riendas y látigos colgando por encima de su cabeza. - ¡Ezechiele! – llamó el amolador. El hombre se volteó, y su cara era regordeta, y sus pequeños ojos brillaron como si dijesen: “¡Sí, amigo mío, el mundo está ofendido, pero no todavía aquí adentro!” Con voz armoniosa él preguntó: - ¿Calogero, quieres el punzón?

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Y entonces me vio, y sus pequeños ojos se dilataron y expresaron preocupación, hasta que el amolador, mi cometa, no dijo: - No lo necesito para esta noche, Ezechiele. Encontré a este amigo que tiene una navaja. - ¿Ah, de verdad? - el hombre exclamó, y se puso de pie, era de baja estatura y de cuerpo regordete, con rizos rubios, con hoyuelos en las mejillas, y con los pequeños ojos otra vez vivaces como si dijesen de nuevo: - El mundo está ofendido, pero no todavía aquí adentro. Buscó, quizás sillas, detrás de las cortinas de cuerdas y flecos, hizo ruido con las campanillas por todas partes, luego volvió a sentarse sin haber encontrado o concluido nada. - Dile que me da mucho gusto, - dijo al amolador. Había, al lado de la mesa, una escalerilla de madera que se perdía entre los arreos colgados del techo, y el amolador se apoyó en ella con una mano. - También a él le da muchogusto, - respondió. - Mucho gusto, - dije yo. Y el hombre me examinó sonriendo, seguro de que me daba gusto, pero porque lo había dicho el amolador, no porque lo decía yo. Fue con el amolador con quien siguió hablando. - Me parece que se ve bien, - dijo otra vez examinándome. - Lo vi enseguida, - respondió el amolador. - No hay dudas. Y el hombre Ezechiele: - No, no hay dudas. Y el amolador: - Él sufre. Y el hombre Ezechiele: - Sí, él sufre. Y el amolador: - Es por el dolor del mundo ofendido por lo que sufre. No es por él mismo. Y el hombre Ezechiele: - No por sí mismo, claro está. Cada uno sufre por sí mismo, y aun así... Y el amolador: - Y aun así no hay ni cuchillos ni tijeras, nunca hay nada. Y el hombre Ezechiele: - Nada, nadie sabe nada, nadie se da cuenta de nada... Callaron, y se miraron, y los ojos del hombre Ezechiele se habían llenado de tristeza, los ojos del amolador resplandecían más blancos que nunca, casi como asustados, en la cara negra. - ¡Ah! - dijo el amolador. - ¡Ah! - dijo el hombre Ezechiele. Y se acercaron uno a otro, sobre la minúscula mesa, se hablaron al oído, luego el amolador, echándose hacia atrás, dijo: - Pero nuestro amigo tiene una pequeña navaja. Es por el dolor del mundo ofendido por lo que sufre. - Sí, - el hombre Ezechiele dijo. Y me miraba, sus ojos pequeños brillaban tristes como si dijeran: - Muy, muy ofendido está el mundo, muy ofendido, muy ofendido, más de lo que nosotros mismos no sabemos. Luego de nuevo se volteó para mirar al amolador. - ¿Le has dicho cómo nosotros sufrimos? - preguntó. - Había comenzado a decírselo, - el amolador respondió. Y el hombre Ezechiele: - Bien, dile que no sufrimos por nosotros mismos. - Eso lo sabe, - el amolador respondió. Y el hombre Ezechiele: - Dile que no tenemos nada de qué sufrir por nosotros mismos, no tenemos dolencias en la espalda, ni hambre, pero igual sufrimos mucho, ¡oh, mucho!

Y el amolador: - ¡Lo sabe! ¡Lo sabe! Y el hombre Ezechiele: - Pregúntale si de verdad lo sabe. Y el amolador a mí: - ¿Es cierto que usted lo sabe? Yo afirmé con la cabeza. Y el hombre Ezechiele se puso de pie, dio unas palmadas, llamó: - ¡Sobrino Achille! Desde la espesura de los arreos se asomó el muchacho que nos había tropezado en el corredor. - ¿Por qué, - el hombre Ezechiele le dijo - no estás aquí escuchando nuestras palabras? El muchacho era muy pequeño, con rizos rubios como el tío. - Escuchaba, tío Ezechiele, - respondió. El hombre Ezechiele dio su aprobación y de nuevo se dirigió al amolador. - Entonces, - dijo, - su amigo sabe que nosotros sufrimos por el dolor del mundo ofendido. - Lo sabe, - el amolador dijo. El hombre Ezechiele comenzó a recapitular: - El mundo es grande y es hermoso, pero está muy ofendido. Todos sufren cada uno por sí mismo, pero no sufren por el mundo que está ofendido y así el mundo sigue estando ofendido. Miraba a su alrededor hablando, y sus pequeños ojos se cerraron en la tristeza, luego buscaron vivamente al amolador. - ¿Y le dijiste a nuestro amigo - dijo él, - que yo escribo sobre los dolores del mundo ofendido? En efecto, había una especie de cuaderno sobre la minúscula mesa, y un tintero, una pluma. - ¿Se lo has dicho, Calogero? - él dijo. El amolador respondió: - Iba a decírselo. Y él dijo: - Bien, a nuestro amigo puedes decírselo. Dile que como un ermitaño antiguo yo paso aquí mis días sobre estos papeles y que escribo la historia del mundo ofendido. Dile que sufro pero que escribo, y que escribo sobre todas las ofensas una por una, y también sobre todos las caras ofensivas que se ríen por las ofensas cumplidas y por cumplir. - Cuchillos, tijeras, picas, - gritó el amolador. Y el hombre Ezechiele posó una mano sobre la cabeza del muchacho, me señaló. -¿Ves a este amigo nuestro? - dijo. - Como tu tío, él sufre. Él sufre por el dolor del mundo ofendido. Aprende, sobrino Achille, y ahora cuida tú la tienda mientras yo acompaño a Calogero y a él a beber una copa de vino en la taberna de Colombo.

XXXVI. Así volvimos a subir al aire libre y el aire estaba oscuro, sonaban las campanas del Avemaría. El amolador agarró su tablero ambulante por las varas y comenzó a empujarlo, a caminar, y yo caminé con él, el hombre Ezechiele caminó entre nosotros, pequeño y a pequeños pasos, envuelto en un mantón. “¡Muy ofendido está el mundo!” “¡Muy ofendido está el mundo!” decían sus ojos mirando a su alrededor con tristeza. Luego se posaron sobre el tablero en movimiento del amolador. - ¿Qué tienes, Calogero, sobre tu molino? - él preguntó, deteniéndose. - ¿Qué tengo? - el amolador preguntó, también él deteniéndose. - Es un papel, - dije yo. Y el amolador lanzó un grito. – ¡Que el diablo me lleve!, - gritó, - ¡Otra vez!

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- ¿Multa otra vez? - preguntó el hombre Ezechiele. Y el amolador gritó: - ¡Otra vez! Levantó los brazos al cielo, dio dos o tres saltos extravagantes en el aire, se mordió las manos, y se quitó el sombrero de espantapájaros, lo arrojó al suelo. - Pero así... Pero así... - decía. - ¡Es la tercera vez en un mes! - gritó. - Tijeras, punzones, cuchillos, picas y arcabuces; morteros, hoces y martillos; cañones, cañones, dinamita y cien mil voltios... Ezechiele hizo el gesto de Josué cuando detuvo el sol. Y el amolador se detuvo. - Amigo, - dijo el hombre Ezechiele. - Sí, amigo, - el amolador respondió. - ¿Por qué sufrimos nosotros? - el hombre Ezechiele preguntó. - ¿Por qué? - respondió el amolador. - Por el dolor del humano género ofendido. Y el hombre Ezechiele: - No por nosotros mismos, pues. Por el dolor del mundo ofendido. No por nosotros mismos... Y el amolador: - No por nosotros mismos, se entiende. Y calló, volvió a agarrar por las varas su molino, lo empezó a empujar de nuevo, y todos con él nos movimos de nuevo. - ¿Pero cómo haré para pagar? - murmuró luego. Pareció que luego escuchó algo preocupante y se detuvo de nuevo, y agitó su armatoste escuchando. - No oigo el dinero, - dijo. Estaba casi oscuro, atardecer extremo, y sus ojos resplandecían como filo de cuchillos en lo negro de su cara. Él abrió el cajoncito, miró adentro, abrió aún más, sacó para afuera el cajoncito, lo volteó al revés. No cayó nada, y el hombre Ezechiele dijo: - Acuérdate que nosotros no sufrimos por nosotros mismos sino por el dolor del mundo ofendido. - Me acuerdo, - el amolador murmuró. - Y el hombre Ezechiele preguntó: - ¿Cuánto había? Respondió el amolador: - Había pan, había vino, y había impuestos, dos con treinta, dos con treinta, y dos con treinta, una buena jornada. - Bien, - dijo el hombre Ezechiele, - el vino te lo daré yo, ahora, en la taberna de Colombo, y el pan si lo permites te lo puedo ofrecer esta noche en mi mesa... - Sí, - el amolador continuó, - y la cabeza me la cubre el respetable sombrero de mi abuelo, la espalda me la protege la bendita chaqueta de mi padre, los cojones me los esconden los pantalones del padre Orazio, los pies... Hay mucha bondad entre los hombres, mucha bondad, y el techo lo tengo asegurado en la casa cálida con las vacas de Gonzalez. ¿Para qué se trabaja en tres oficios? Para vivir de caridad, como prescribió el Nazareno. - Pero muchacho, - el hombre Ezechiele dijo, - piensa que tu dinero quizás lo ha cogido un pobre viandante... Quizás desde hacía mucho tiempo él no comía y no bebía. Tú sólo debes estar contento por haberle dado la manera de saciar el hambre y la sed. Permaneció en silencio el amolador y comenzó de nuevo a empujar su armatoste, y caminando suspiraba. Luego caminando habló. - ¡Exactamente!, - dijo. – ¡Exactamente! Éstas no son las ofensas al mundo

por las cuales podemos sufrir. Éstas no son más que pequeñeces entre pobres hombres del mundo.¡Ah, cuchillos! ¡Ah, tijeras! ¡Hay muchas otras cosas que ofenden al mundo! - ¡Muchas otras cosas! – murmuró el hombre Ezechiele. - ¡Muchas otras cosas! ¡Muchas otras cosas! –el amolador gritó. – ¡Y las pequeñeces son sólo pequeñeces, pequeñas bromas entre hombre y hombre dentro del círculo del mundo!¡Quien jamás haya jugado una pequeña broma a su semejante, que tire la primera piedra... Yo mismo le jugué hoy una broma a nuestro amigo! - ¿Ah, sí? – exclamó el hombre Ezechiele, y se rió. - Sí, una pequeña broma de dos centavos, - el amolador dijo, y también él se rió. - También yo me reí, y contamos lo de la pequeña broma, y éramos tres que nos reíamos como niños amigos. - Pero este viandante podía dejarme el dinero del impuesto, - dijo el amolador. Aquí dejó de reírse y sus ojos centelleaban como filo de cuchillos explosivos. - ¡Ah, punzones! – gritó. - ¿Y si este viandante fuese el mismo guardia tramposo que me multó? No es la primera vez que mi ganancia del día desaparece justo cuando me multan. El hombre Ezechiele lo agarró y lo sostuvo firme por el brazo. - ¡Coincidencia! – dijo. De este tipo no son las ofensas al mundo por las cuales nosotros sufrimos.

XXXVII. Sereno estaba el aire frío y las campanas ya no volaban por el cielo, callaban en su nido. Pero todavía se distinguían los colores de las cosas en la pequeña calle, yo vi, y grité: - ¡Miren! ¡Una bandera! - ¿Bandera? – dijo el amolador. Y el hombre Ezechiele: - ¿Qué bandera? - En aquella puerta, - dije yo. Y el hombre Ezechiele: ¡Pero si es Porfirio! ¡Es el pañero! Mis dos compañeros se rieron, y yo me acordé de la costumbre que había en Sicilia de indicar las tiendas de telas con un paño colgado fuera de la puerta. No importaba de qué color era; podía ser verde, podía ser amarillo, podía ser azul; donde había un paño significaba que había un “pañero”, se vendía tela. Allí el paño era rojo y el amolador dijo dirigiéndose a mí. –Pero Porfirio tiene medio par de tijeras. - ¿Ah, sí? – dije yo. - Sí, - el amolador dijo, - y cuando algunas veces me da vergüenza fastidiar todo el tiempo a Ezechiele por el punzón, hago que Porfirio me dé sus tijeras. - Aquí Ezechiele propuso: - Quizás es la ocasión de presentar a nuestro amigo a Porfirio. - Quizás sí, - el amolador dijo. Me llevaron adentro, y el armatoste para amolar se quedó de nuevo en la calle, pero la tienda no era profunda, era una especie de habitación con las telas amontonadas en pilas altas sobre algunas sillas todas cerca de la puerta. - Entren, por favor, - una clara voz invitó desde el interior oscuro. - Buenas noches, - saludaron. – Buenas noches. Y la voz continuó: - Buenas noches. Iba a cerrar. - ¿E iba a dejar el paño afuera? –el amolador preguntó.

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- No, lo iba a retirar ahora, - respondió la voz. Y el hombre Ezechiele dijo: - Rojo de nuevo, hoy. Y la voz: - Sí, desde hace algún tiempo estoy poniendo rojo. Pero mañana cambio a azul turquí. Y el hombre Ezechiele: - ¡Seguro! ¡El mundo es variado! Y la voz: - ¡Variado! ¡Hermoso! ¡Grande! - ¡Y está muy ofendido, muy ofendido! – murmuró el hombre Ezechiele. Y el amolador dijo entonces: - Háblale de nuestro amigo, Ezechiele. - ¿Qué amigo? –la voz preguntó. Una humana forma se movió, detrás de aquella voz, en la oscuridad, y pareció que se movía toda la oscuridad: era gigantesca. Separada del hombre, que vino cerca de mí en la claridad de la puerta, la hermosa voz cálida preguntó de nuevo: - ¿Qué amigo? ¿Este señor que está aquí? - Este señor, - el hombre Ezechiele respondió. – Como tú, Porfirio, y como Calogero el amolador, como yo, como ciertamente muchos otros sobre la faz de la tierra él es un hombre que sufre por el dolor del mundo ofendido. - ¡Ah! – exclamó el inmenso hombre. Se vino más hacia mí y una tibia brisa, su aliento, me desordenó los cabellos sobre la frente. - ¡Ah! – él exclamó de nuevo. Bajó su larga mano desde lo alto, buscó la mía y me la estrechó con un apretón que, a pesar de todo, era gentil. – Mucho gusto, - él dijo sobre mi cabeza. Y dirigiéndose a los demás preguntó: - ¿Sufre, ustedes me han dicho? Siroco cálido era su aliento en mis cabellos y, siempre agarrándome la mano con fuerza gentil, el hombre repitió: - Mucho gusto... - Por favor, - respondí yo. – No hay de qué. - ¡Oh! –el hombre dijo. – Hay mucho de qué. Es un grandísimo honor. Y yo: - El honor es mío. Y el hombre: - No, todo mío, señor -. Y de nuevo dirigiéndose a los demás, mientras volaban mis cabellos bajo su aliento, de nuevo preguntó: - ¿Él sufre, pues? - Sí, Porfirio, - el hombre Ezechiele respondió. – Sufre y no por sí mismo. - No por las pequeñeces del mundo, - explicó el amolador. – No porque lo hayan multado, no porque haya tratado de jugar una pequeña broma a sus semejantes... - No, - el hombre Ezechiele dijo. – Es por el dolor universal por lo que sufre. Y el amolador dijo: - Por el dolor del mundo ofendido. En la oscuridad el hombre Porfirio ahora me tocaba la cabeza, la cara, y de nuevo exclamó: - ¡Ah! – Luego dijo: - Entiendo y aprecio. - ¡Tijeras y cuchillos! – gritó entonces el amolador. - ¿Tijeras? – repitió despacio el hombre Porfirio. Era una masa de oscuridad, con un calor que le salía de alguna parte al girar entre nosotros como benéfica corriente del golfo, y con viento en la cima, y con voz dulce, profunda. - ¿Cuchillos? – él repitió. Y dulcemente, profundamente dijo: - No amigos, no cuchillos, no tijeras, nada de todo esto es necesario, sino agua viva... - ¿Agua viva? – murmuró el amolador. - ¿Agua viva? –murmuró también el hombre Ezechiele. Y el hombre Porfirio continuó: - Se lo he dicho mil veces y se lo vuelvo a decir. Sólo el agua viva puede lavar las ofensas del mundo y calmar la sed del género humano ofendido. ¿Pero dónde está el agua viva?

- Donde hay cuchillos hay agua viva, - el amolador dijo. - Donde hay dolor por el mundo hay agua viva, - dijo el hombre Ezechiele. Ya estábamos sumergidos en la noche, y las voces se apagaron, ya nadie nos habría podido oír hablar. Estábamos cerca, con las cabezas cerca, y el hombre Porfirio era como un enorme perro negro San Bernardo que mantenía unidos a todos y a sí mismo en el calor de su pelo. Por mucho tiempo él habló del agua viva; y habló el hombre Ezechiele, habló el amolador; y las palabras fueron noche en la noche y nosotros fuimos sombras, yo creía que había entrado en un conciliábulo de espíritus. Luego la voz del hombre Porfirio se tornó alta. – Vamos. Les ofrezco una copa de vino en la taberna de Colombo, - él dijo. Y quitó el paño rojo colgado de la puerta, cerró, nos condujo envueltos en su cálida corriente por la calle.

XXXVIII. Sólo en la taberna de Colombo él adquirió lineamientos y colores. Aparecieron sus dos metros de alto, su metro de ancho, vestido de piel oscura, con la cabeza llena de cabellos uno blanco y uno negro, con ojos azules, barba castaña y manos rojas: realmente un gran perro San Bernardo de mirada generosa. - ¡Salud, Colombo! – dijo al entrar. También el armatoste del amolador entró con nosotros, y el local estaba alumbrado con acetileno, y hombres cantaban: “E sangue di Santa Bumbila”. Colombo, detrás de la barra, era un hombre con un pañuelo amarillo amarrado a lo pirata alrededor de la cabeza. - Olé, - él respondió. Y el hombre Ezechiele dijo: - Vino. Estos señores son mis invitados. - ¿Tuyos? – protestó dulcemente el hombre Porfirio. – Yo los invité a todos. Los hombres que cantaban estaban sentados en un banco contra el muro, sin mesa adelante, y tenían pequeñas jarras de hierro en la mano, cantaban meciendo cabeza y busto con movimiento simultáneo. – Pero de primero yo los había invitado, - explicó Ezechiele. - Aquí tienen el vino, - Colombo dijo, y puso en la barra cuatro jarras llenas. Luego sonriéndose agregó: - Esta puede ser la invitación del señor Ezechiele. Luego puede ser la invitación del señor Porfirio. - Claro, - dijo el hombre Ezechiele. - Entiendo y aprecio, - dijo el hombre Porfirio. Y levantó su jarra: - Muy honrado. El hombre Ezechiele se inclinó. Yo también me incliné. Y el amolador gritó: - ¡Viva! Había un brasero encendido en medio de aquel local sin mesas, y acurrucados cerca de él dos jóvenes labriegos se calentaban las manos. Colombo vertía de un barril, preparaba nuevas jarras, y los hombres se mecían en el banco cantando despacio, y del suelo, de los muros, de la oscura bóveda emanaba olor secular de vino acumulado sobre el vino. Todo el pasado del vino en el hombre estaba presente alrededor de nosotros. - ¿Viva qué? – preguntó el hombre Ezechiele. - ¡Viva esto! –el amolador respondió, levantando su jarra. - ¿Esto? – dijo el hombre Porfirio. - ¿Qué es esto? Bebió y todos bebieron, también yo bebí, y las jarras resonaron vacías sobre

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el cinc mojado de la barra. Colombo vino del barril con más vino. - Mundo, - el amolador gritó. – Tierra, bosque y enanos del bosque; hermosa mujer, sol, luz, noche y mañana; humo de miel, amor, alegría y fatiga; y sueño sin ofensas, mundo sin ofensa. “E sangue di Santa Bumbila...” cantaron roncos los hombres del banco. Estábamos bebiendo la segunda jarra, el estribillo encontró sordos el aire y las paredes.– No creo, - dijo el hombre Porfirio. - Y aun así, - el hombre Ezechiele dijo. - No, se necesita agua viva, - dijo el hombre Porfirio. - ¡Olé, agua viva! – gritó Colombo el tabernero. - ¡He aquí agua viva! ¿No es ésta agua viva? Tomen hombres; alegría, vida, agua viva... Sacudió la enorme cabeza el hombre Porfirio pero bebió, y todos bebieron, yo también bebí, y los dos labriegos cerca del brasero bebieron con los ávidos ojos, los hombres del banco cantaron dentro de las jarras vacías. – Árboles e higos frescos, agujas de pinos, - continuó el amolador, - estrellas en los corazones honrados, mirra e incienso, sirenas del mar profundo; libres piernas, libres brazos, libres pechos, cabellos y vellos al viento en libertad, carrera y lucha libre ¡uh! ¡oh! ¡ah! - ¡Ah! ¡Ah! ¿Ah? – cantaron los hombres del banco. - ¡Ah! ¡Ah! – dijeron los dos sentados cerca del brasero. Otros hombres entraron. Colombo gritó olé y vertió vino, y también él bebía, y bajo la bóveda oscura no había más que vino desnudo a través de lossiglos, y hombres desamparados en todo el pasado del vino, tufo desnudo de vino, desnudez del vino. - ¡Beba amigo! –el amolador me dijo, y me pasó la tercera jarra. - Entonces el hombre Porfirio notó: - Nuestro amigo es forastero. - Sí, es forastero, - confirmó el hombre Ezechiele. – Calogero fue el primero en conocerlo. - Él tiene una navaja, - el amolador gritó. – Él tiene el agua viva. Él sufre por el mundo ofendido, y el mundo es grande, el mundo es hermoso, el mundo es ave y tiene leche, oro, fuego, trueno e inundación. ¡Agua viva a quien tiene agua viva! - He aquí el agua viva, hombres, - dijo Colombo. Y también él bebía, también él estaba desamparado en la desnudez del vino, era el enano de las minas de vino. - No soy tan extranjero, - respondí yo al hombre Porfirio. - ¿No tanto? – dijo el hombre Ezechiele. - ¿Cómo no tanto? – preguntó el hombre Porfirio. Bebiendo despacio mi tercera jarra yo expliqué que no era tan extranjero, y los pequeños ojos del hombre Ezechiele brillaron de satisfacción. - ¡Ah! ¡Caramba! – exclamó el hombre Porfirio. - ¿No sabían que es uno de los hijos de la Ferrauto? – dijo el enano Colombo. Y el amolador gritó: - La Ferrauto tiene muchos cuchillos. ¡Viva la Ferrauto! – Todos terminaron de beber la tercera jarra, sólo yo iba todavía por la mitad, y el amolador me la vació al suelo, dijo que debía beber la cuarta con ellos. - Conocía a su abuelo, - el hombre Porfirio dijo. - ¿Quién no lo conocía? – gritó el amolador. – Él tenía el agua viva. - Sí, - dijo el hombre Porfirio. – Él venía para acá conmigo, bebíamos juntos... - Era un gran bebedor, - observó Colombo, el enano. Desde el banco contra la pared los hombres cantaban ahora con tristeza. “E sangue di Santa Bumbila”, cantaban siempre, y mecían la cabeza, el busto,

estaban tristemente desamparados en la matriz de desnudez del vino. - También él sufría por el mundo ofendido, - el hombre Ezechiele dijo. - ¿Mundo ofendido? ¿Qué mundo ofendido? – gritó el impúdico enano del vino. - Y también conocí a su padre, - dijo el hombre Porfirio. - Fuimos amigos, - agregó el hombre Ezechiele. – Era poeta y actor shakesperiano.Macbeth, Hamlet, Bruto... Una vez recitó para nosotros. - Ah, magnífica ocasión, - el amolador gritó. - ¡Cuchillos y tridentes! ¡Hierros incandescentes! Todos bebían la cuarta jarra, sólo yo tenía en la mano la mía todavía intacta, escuchando sobre mi padre delante del vino. - Veníamos para acá a beber juntos, - dijo el hombre Porfirio. Y el impúdico gnomo observó: - Fue aquí donde dio aquel recital. Vino con una capa roja y a mí me dijo que yo era el rey de Dinamarca. - A mí me dijo que yo era Polonio, - murmuró humildemente el hombre Ezechiele.Luego agregó: - ¡Ah! ¡Sufría mucho por el mundo ofendido! Aquí el amolador gritó de nuevo: - ¡Viva! Y el hombre Porfirio preguntó de nuevo: - ¿Viva qué? - ¡Viva! ¡Viva! –el amolador gritó. - ¡Viva! – gritó un borracho. - ¡Viva! – gritó otro borracho. - ¡Viva! – murmuró humildemente el hombre Ezechiele. “¡E viva, viva, viva!” cantaron desde el banco los tristes hombres que se mecían. Así, sufriendo por sus desdichas personales y sufriendo por el dolor del mundo ofendido estaban juntos en el desnudo sepulcro del vino y podían ser como espíritus, finalmente lejos de este mundo de sufrimientos y de ofensas. Sentados en el suelo cerca del brasero los dos jóvenes sin vino lloraban.

XXXIX. - Otra jarra para mí y para mis amigos, - ordenó el hombre Porfirio. Él se había desabotonado la enorme piel en que vivía, mostraba sus miembros; y el hombre Ezechiele se había librado de su enredado mantón. – Será la última jarra, - el hombre Porfirio dijo, - mas será una jarra todavía. Él ya había bebido seis jarras. Ezechiele y el amolador habían bebido cinco, yo todavía iba por la cuarta casi llena. Enorme, rojas sus manos y su cara, blanca y castaña su barba, blancos y negros sus cabellos, él sobresalía en aquel subterráneo del vino. Era hombre, no pertenecía al vino como Colombo el gnomo, pero era un gran rey conquistador que vivía, en aquella conquista suya ultramundana, en el vino. Y aun así negaba que el vino fuese agua viva, y no olvidaba al mundo. – No se ilusionen, no se ilusionen, - decía. - ¿Qué? – decía el amolador. Y el hombre Ezechiele giraba alrededor sus pequeños ojos, con preocupación imprevista: “¡No!” parecían gritar sus ojos. Y entonces el hombre Profirio, cerrada la mano roja sobre la empuñadura de la séptima jarra, aseguraba que ya no había más pequeñeces del mundo donde había vino. - ¿Pero las ofensas del mundo? ¿Las terribles ofensas al género humano y al mundo? – preguntaba el hombre Ezechiele.

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Yo, repito, iba siempre por la cuarta jarra. Algo me había detenido al principio de esa jarra y no podía beber más, ya no osaba adentrarme en la escuálida desnudez sin tierra del vino. - Beba, amigo, - el hombre Profirio me incitaba. Yo trataba, y tomaba un sorbo entre los labios y el vino parecía bueno, por sí mismo, así entre los labios, y aun así yo no podía beberlo; por todo el pasado humano en mí sentía que no era cosa viva exprimida del verano o de la tierra, sino triste, triste cosa fantasma exprimida de las cavernas de los siglos. ¿Y qué otra cosa podía ser en un mundo siempre ofendido? Generaciones y generaciones habían bebido, habían vertido su dolor en el vino, buscando en el vino la desnudez, y una generación bebía de la otra, de la desnudez de escuálido vino de las otras pasadas, y de todo el dolor vertido. “E sangue di Santa Bumbila”, cantaban los tristes hombres del banco. Ya cada uno en el local había inclinado la cabeza, cada uno estaba triste. El amolador estaba triste con mirada explosiva. Ezechiele estaba triste con ojos asustados, se miraba alrededor en el ansioso pánico de volver a ver las formas del mundo ofendido. Él había sido Polonio delante de mi padre shakesperiano. ¿Y el hombre Porfirio?¿Quién había podido ser el hombre Porfirio delante de mi padre Hamlet? Él era el único sereno, porque era el único que había permanecido no ilusionado, y, aun así, era gravemente responsable. Nos miraba, a mí, a Ezechiele, al amolador y a los borrachos de pie delante de la barra, a los dos jóvenes que lloraban sentados en el suelo delante del brasero, a los hombres que cantaban en el banco. Tristes, ellos mecían la cabeza cantando en el banco, y parecía quela mecían como algunos la mecen cuando lloran, y el canto de ellos era ronco lamento... Por un buen rato el hombre Porfirio los miró, luego miró de nuevo a Ezechiele, a mí, al amolador, miró a los dos jóvenes llorando que no habían bebido nada en toda la noche, y yo pensé que quizás estaba consternado por habernos arrastrado detrás de él, tantos hombres, en aquella escualidez de conquista subterránea. Pero él, en cambio, estaba sereno, y se aisló en sobrenatural relación con el gnomo Colombo. No miró a nadie más, y su cara estaba sonriente, sólo vio, delante de sí, la desnuda felicidad, de gnomo del vino, de Colombo. Y yació en la matriz del vino, y permaneció desamparado en tranquilo sueño, si bien de pie, fue el sonriente durmiente antiguo que duerme a través de los siglos del hombre, padre Noé del vino. Yo lo reconocí y dejé la jarra, no era en esto en lo que habría querido creer, en esto no había mundo, y me fui, atravesé la pequeña calle, llegué donde vivía mi madre.

XL.

La casa estaba sobre el borde de la pendiente de techos que dan hacia el valle. Subí la pequeña escalera externa, llegué hasta el descanso. Sabía que me hubiera gustado no tener que entrar, no tener que buscar comida y cama, estar más bien en el tren, y me detuve. El frío era intenso, abajo había luces, arriba también, en pequeños grupos esparcidos de cuatro o cinco; y el aire era azul. En el cielo brillaba el hielo de una gran estrella abandonada.

Era de noche, en Sicilia y la tranquila tierra: el ofendido mundo estaba cubierto de oscuridad; los hombres tenían al lado luces encerradas con ellos en sus habitaciones, y los muertos, todos los asesinados, se habían levantado y se habían sentado en las tumbas, meditaban. Yo pensé, y la gran noche fue en mí noche tras noche. Aquellas luces abajo, arriba, y aquel frío en la oscuridad, aquel hielo de estrella en el cielo, no eran una noche sola, eran infinitas; y yo pensé en las noches de mi abuelo, las noches de mi padre, y las noches de Noé, las noches del hombre, desamparado en el vino e inerme, humillado, menos hombre que un muchacho o que un muerto.

QUINTA PARTE

XLI.

Entonces pensé que Hermosas Señoras, el nombre de la calle que estaba cerca de aquí, era muy nocturno para Sicilia: significaba los Espíritus. El hombre que se quedaba desnudo e inerme caminaba en la noche y encontraba a los Espíritus, las Hermosas Señoras Malvadas que lo molestaban y escarnecían, y también lo pateaban, todas Fantasmas de acciones humanas, las ofensas al mundo y al humano género salidas del pasado. Ya no los muertos, sino fantasmas; cosas que no pertenecían al mundo terrenal. Y el hombre a quién el vino u otra cosa había vuelto inerme era, por lo general, presa de ellos. Decía: los reyes, los héroes. Y se dejaba invadir la despojada conciencia, aceptaba las antiguas ofensas por gloria. Pero alguien, Shakespeare o mi padre shakesperiano, en cambio, se apoderaba de ellos y entraba en ellos, despertaba en ellos lodo y sueños, y los obligaba a confesar las culpas, sufrir por el hombre, llorar por el hombre, hablar por el hombre, convertirse en símbolos para la humana liberación. Algunos en el vino y algunos no. Un gran Shakespeare, en la pureza de sus noches de meditación sin miedo, y mi pequeño padre en la oscuridad loca de sus noches crecidas bajo el vino. Ese era el mal para mi padre, que estuviese desamparado y loco en su vino, pobre hombre. Noé para cubrir con piadoso manto, no hombre de signos y prodigios. Yo, de todas maneras, no lo sabía. La noche llegaba largamente esperada por nosotros en las ventanas, y ocupaba todo el redondo campo, sin árboles, sin hojas. Aparecía mi padre ya vestido para su representación, aparecían sus hombres. - ¿Están listos? – decía. Y descolgaba del muro su cuerno de jefe de guardavías. Sin ruido nos montábamos en la vagoneta, nosotros de Hamlet. Mi madre se

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sentaba en el medio, con una silla, nosotros nos poníamos alrededor de sus pies, y mi padre maniobraba en la proa mientras que dos hombres empujaban. Así corría la vagoneta, de día para los trabajos de badil a lo largo de la línea; de noche para Hamlet. Los dos hombres empujaban un poco, luego, comenzando una bajada, también ellos subían, y listo, la vagoneta corría sola hacia una sala de espera en una estación si era invierno, y si era verano hacia una ferroviaria llanura donde la representación tenía lugar al aire libre, entre los segadores provenientes del trigo y entre fuegos, entre gritos, con mi padre poseído montado sobre un escenario de travesaños. ¡Ah, y entonces la noche! Desde los paralelos de la tierra ladraban los perros, en los horizontes; y los siete cielos invisibles, las montañas de la Vía Láctea, se llenaban de jazmín. Diez, quince eran las estrellas; y aun así nosotros sentíamos un perfume de millones de estrellas. Y mi padre había sonado el cuerno desde el principio. Luego advertía algo, en el oído, y gritaba: - ¿Quién va por ahí? Se trataba de alguna otra vagoneta sobre la línea, delante de nosotros. - Polonio, - era la respuesta. O también: - Fortimbrás. O también: - Horacio. Y todos eran hombres desamparados y enajenados que se apoderaban de los fantasmas en virtud del vino.

-¡Oh, mundo ofendido! ¡Mundo ofendido! – grité yo, pensando en ello. No esperaba respuestas más que de la memoria, en cambio, me llegó una de la subyacente tierra. Fue una voz que dijo: - ¡Ehm!

º XLII.

“Algún otro amolador”, pensé. Miré hacia abajo, buscando, y no vi nada. No había más que las mismas luces en la fría calma. - ¿Quién está ahí? – llamé. - ¡Ehm! – respondió de nuevo la voz. Miré, buscando mejor, y entonces vi que las luces no eran las mismas de las cerradas habitaciones donde vivían los hombres. Parecía que aquellas estaban apagadas. Y otras ardían rojizas en plena noche, eran como linternas de ferroviarios puestas en el suelo por el valle. Pero yo buscaba al que había dicho: - ¡Ehm! - ¿Ehm?– dije. - ¿Ehm? - ¡Ehm! ¡Ehm! ¡Ehm! – respondió la terrible voz. Decidí bajar para buscarla y bajé, me encontré entre aquellas luces como linternas abandonadas, vi que eran luces de muertos. – Ah, estoy en el cementerio, - dije. - ¡Ehm! –la voz respondió. - ¿Quién es? – yo pregunté. - ¿Es el sepulturero? Respondió la voz: - No, no. Soy un soldado. Hice un esfuerzo para ver, la voz se escuchaba cerca; pero las luces de los muertos no daban claridad alrededor. - ¡Extraño! – dije yo. Y el soldado se rió. - ¿Extraño?

- ¿Quizás está usted de guardia aquí? – yo le pregunté. - No, - dijo el soldado. – Estoy descansando. - ¿Aquí entre las tumbas? – exclamé. - Son hermosas y cómodas tumbas, - dijo el soldado. Y yo dije: - Quizás usted vino para pensar en sus muertos. - No, el soldado respondió. – Si acaso pienso en mis vivos. - ¡Ah! – yo dije. – En la novia, supongo. Y el soldado: - Un poco en todos. En mi madre y mis hermanos, y mis compañeros, y los compañeros de mis compañeros, y en mi padre en Macbeth. - ¿Su padre en Macbeth?- yo exclamé. - Claro, señor, - respondió el soldado. – Él suele recitar los papeles de los reyes, pobre hombre. - ¿Cómo es posible? – yo exclamé. - ¡Oh, sí! – dijo el soldado. Ellos piensan que los dioses toleran en los reyes lo que aborrecen en los seres comunes. - ¿Pero cómo es posible? – yo exclamé de nuevo. – También mi padre es así... - Bien, - el soldado observó. – Así son todos los padres. Y mi hermano Silvestro... Yo casi pegué un grito. - ¿Su hermano Silvestro? - ¿Por qué grita?, - el soldado preguntó. – No hay nada de extraordinario en tener un hermano Silvestro, pobre muchacho. - No, - respondí yo. – Pero Silvestro es mi nombre. - ¿Y qué hay con eso? – dijo el soldado. – Los nombres son pocos y los hombres tantos. Yo pregunté: - ¿Su hermano tiene treinta años? - No, señor, - el soldado respondió. – Él es un niño de once o doce años. De pantalones cortos, con la cabeza llena de cabellos, y está enamorado. Ama, ama al mundo. Es como yo en este momento... - ¿Cómo usted? – murmuré. - Sí, - el soldado respondió. – Nada puede ofendernos en nuestro amor, al niño, y a mí... - ¿Usted qué? – murmuré. El soldado se rió. - ¡Ehm! – se rió. Yo extendí la mano. - ¿Dónde está usted? - Por acá, - dijo el soldado. Yo fui para allá buscándolo con la mano, pero no alcancé nada. Las luces sin claridad de los muertos eran ahora un largo camino detrás de mí y había muchos todavía alrededor, adelante. - ¿Dónde está usted? – pregunté de nuevo. - Por acá, por acá, - el soldado dijo. - ¿Ah, por este otro lado? – yo exclamé. - Seguro, - respondió él. – Por este otro. - ¿Cómo? – yo exclamé. - ¡Entonces por la izquierda! - ¡Ehm! – el soldado dijo. Me detuve. Quizás estaba en el fondo del valle: las luces de los muertos brillaban ahora sin alumbrar más arriba de mí. – En fin, - grité. - ¿Está o no está usted ahí? Respondió el soldado: - Es lo que yo a veces me pregunto ¿Estoy, no estoy? De todas maneras puedo recordar. Y ver... - ¿Qué más? –yo pregunté. - Basta, - el soldado dijo. – Veo a mi hermano y quisiera jugar con él. - ¡Ah! – yo exclamé. - ¿Usted quisiera jugar con un niño de once años?

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- ¿Por qué no? –el soldado respondió. - Él es más grande que yo. Yo tengo siete años, si él tiene once. Yo grité: - ¿Cómo? ¿Usted es un soldado de siete años? El soldado suspiró y con un tono de reproche dijo: - Me imagino que he sufrido bastante para llegar a esto. - ¿A esto? – yo dije. - ¿A ser soldado? - No, - él respondió. – A tener siete años. Jugar con mi hermano. - ¿Está jugando con su hermano? – yo le pregunté. - Sí, señor, - él respondió. – Con su permiso, también estoy jugando. - ¿También? – yo observé. - ¿Qué otra cosa hace? - Hago muchas otras cosas, - él respondió. – Hablo con una muchacha. Podo una vid. Riego un jardín. Corro... - Oh, usted se olvida de que está entre estas tumbas, - dije yo. - Para nada, - él respondió. – Sé bien que también estoy aquí, y que nada puede ofenderme... Estoy tranquilo, en cuanto a esto. - En fin, es feliz, - yo observé. - Él suspiró de nuevo. - ¿Cómo puedo serlo? Yazgo en un campo de nieve y de sangre desde hace treinta días. - ¿Pero qué incoherencia está diciendo? – yo exclamé. Ahora el soldado no me respondió de inmediato, así pude escuchar por un momento el gran silencio que había entre él y yo. - ¡Ehm! – dijo el soldado. - ¡Ehm! – dije yo. Y el soldado: - Tiene razón. Discúlpeme. Era mi forma figurada de hablar. Yo respiré satisfecho, y de nuevo extendí instintivamente la mano. - ¿Dónde está?-Por acá, - el soldado dijo.

XLIII.

Como la primera vez, lo busqué por algunos minutos, por la izquierda, por la derecha, luego desistí. – Está demasiado oscuro, - dije. - Ya, - él respondió. Y me senté sobre una tumba, con la luz del muerto al lado. - Mejor sentarse. - Mejor así, - el soldado respondió. – Y con mayor razón ya que hay representación. - ¿La representación? –yo exclamé. - ¿Qué representación? - ¿No vino para la representación? – dijo el soldado. Y yo: - Yo no sé nada de representaciones. Y el soldado: - Oh, siéntese y verá... Ya están llegando. Yo: - ¿Quiénes están llegando? El soldado: - Todos ellos, reyes y opositores, vencedores y vencidos... Yo: - ¿Está hablando en serio? No veo a nadie... El soldado: - Quizás es a causa de la oscuridad. Yo: - ¿Y entonces por qué hace la representación? El soldado: - Tienen que hacerla. Ellos pertenecen a la historia... Yo: - ¿Y qué representan? El soldado: - Las acciones por las cuales son gloriosos. Yo: - ¿Cómo? ¿Cada noche?

El soldado: - Siempre, señor. Hasta tanto Shakespeare no escriba en versos todo sobre ellos, y vengue a los vencidos, perdone a los vencedores. Yo: - ¿Qué? El soldado: - Lo he dicho. Y yo: - Pero entonces es terrible. El soldado: - Es espantoso. Yo: - Me imagino que sufren mucho. Césares no escritos. Macbeth no escritos. El soldado: - Y los secuaces, los partidarios, los soldados... Sufrimos, señor. Yo: - ¿Usted también? El soldado: - También. Yo: - ¿Pero cómo que usted también? El soldado: - Yo también represento. Y yo: - ¿Representa? ¿Está representando ahora? El soldado: - Siempre. Desde hace treinta días para acá. Yo: - ¿Pero no me decía que jugaba con su hermano de once años? El soldado: - Sí. Y hablo con una muchacha, podo una vid, riego un jardín... Yo: - ¿O entonces? El soldado no respondió. - ¿O entonces? –yo insistí. El soldado respondió: - ¡Ehm! - ¡Ehm! ¿Por qué ehm? – grité yo. De nuevo el soldado no respondió. - ¿Sigue aquí? – yo llamé. - Aquí estoy, - respondió el soldado. Yo: - Temía que se hubiese ido. Él: - No, estoy aquí. Yo: - No quisiera que se fuese. Él: - No me voy. - Bien, - dije yo. Y titubeé. Dije bien otra vez. Otra vez titubeé. Otra vez dije bien. Finalmente pregunté:

- ¿Es algo feo? - Me temo que sí, - respondió él. – Hecho esclavo, herido cada día más en el campo de nieve y de sangre. - ¡Ah! –yo grité. - ¿Es esto lo que representa? - Precisamente, - el soldado respondió. – Yo pertenezco a esta gloria. Dije yo: - ¿Y es mucho sufrimiento? - Mucho, - dijo él. – Por millones de veces. Yo: - ¿Por millones de veces? Él: - Por cada palabra impresa, cada palabra pronunciada, por cada milímetro de bronce levantado. Yo: - ¿Le hace llorar? Él: - Nos hace llorar. - Pero también, - yo dije, - juega con su hermano y habla con aquella muchacha, y hace todas aquellas otras cosas... ¿No es un consuelo? - No lo sé, - respondió el soldado. - ¿No basta? – yo observé. - No lo sé, - respondió de nuevo el soldado. Dije yo: - Usted me esconde algo. Parecía que estaba tranquilo y que nada podía ofenderlo...

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- Así es, - el soldado respondió. - Entonces, - grité, - no es verdad que llora. - ¡Pobre de mí! – suspiró el soldado. Con humilde voz le pregunté: - ¿Puedo hacer algo para consolarlo? Él volvió a responder que no sabía. Y yo sugerí: - Quizás un cigarrillo. Hurgué en los bolsillos para buscar los cigarrillos, agregué: - ¿Quiere que intentemos? - Intentemos, - él respondió. Ofrecí el cigarrillo. – Aquí está, - le dije. Pero me quedé con el cigarrillo en la mano. - ¿Dónde está?, - llamé. - Estoy aquí, - dijo el soldado. Me puse de pie, di un paso hacia adelante, di otro paso, y siempre ofrecía el cigarrillo, pero siempre el cigarrillo me quedaba en la mano. - En fin, ¿lo quiere o no? – grité. - Lo quiero, lo quiero, - el soldado respondió. Grité: - Entonces tome. El soldado no me respondió. - Tome ¿Dónde está? – grité. El soldado ya no me respondía. Y yo seguí gritando, comencé a correr, me encontré fuera del valle, de nuevo en el descanso de la escalera de la casa de mi madre; vi que el cementerio estaba muy lejos, debajo de mí, con sus luces.

XLIV. Dormí durante todo el resto de la noche, y olvidé, pero cuando me desperté todavía era tiempo nocturno. Cenizas frías envolvían, en el hielo de las montañas, a Sicilia, y el sol no había salido, no saldría. Era noche sin la calma de la noche, sin el sueño; por el aire volaban cuervos; de los techos, de los huertos salía de vez en cuando un disparo. - ¿Qué es? – pregunté a mi madre. - Miércoles, - mi madre respondió. Ella estaba tranquila, de nuevo con su manta sobre los hombros, con los zapatos de hombre en los pies, pero de un humor obstinado, reacia a hablar. - Hoy me marcho, - le dije. Mi madre se encogió de hombros; sentada y sobre su cabeza la ceniza que envolvía a Sicilia. - ¿Pero qué pasa? – grité. Me levanté y me fui al descanso de la escalera, y mi madre lentamente me siguió. Era como si me vigilase. “Pam” hizo un fusil. - ¿A qué le disparan? –yo pregunté. Mi madre se había parado en la puerta y miraba hacia lo alto, donde volaban los cuervos. - ¿A ellos? – pregunté yo. - Sí, a ellos, - mi madre respondió. De nuevo estalló un fusilazo, y laceró las cenizas del aire, los cuervos graznaron invulnerables. - Se ríen, - yo observé.

- ¿No se te ha pasado la borrachera? – dijo mi madre. La miré; ella estaba allí, repito, como si me vigilase. - ¿Estaba borracho? – pregunté. - ¿Ni siquiera lo sabes? – dijo mi madre. – Regresaste igual que tu padre cuando regresaba con la borrachera. Hostil. Y te echaste en mi cama, tuve que dormir en el sofá. Estalló otro fusilazo. - Yo no entiendo qué les sucede, - mi madre continuó. – Tu abuelo cantaba y bromeaba cuando había bebido. Un cuarto fusilazo salió de un huerto, siguió un quinto, pero los cuervos volaban siempre invulnerables por la alta ceniza del cielo, y nunca cambiaban la trayectoria, y graznaban, se reían. - ¿Por qué esos cuervos? – exclamé. Ahora mi madre prestaba atención, miraba esperando que alguno de los pájaros cayese. - ¿Pero de verdad les disparan a ellos? – yo le pregunté. Un sexto, un séptimo fusilazo fallaron, y mi madre se enfadó. - Es inútil. No les dan, - dijo. Volvió a entrar en la casa y regresó corriendo con una escopeta, también ella se puso a disparar. “¡Pam! ¡Pam!” Pero nada alteró el inalcanzable vuelo de los cuervos. - Se ríen, - yo observé. “¡Pam! ¡Pam! ¡Pam!” mi madre respondió. Entonces se levantó una voz de mujer gorda desde el pie de la escalera y trajo un anuncio a mi madre, le gritó, entre los disparos y los cuervos: - ¡Madre afortunada!

XLV. Sin una palabra, de vuelta a la cocina, mi madre se sentó. El brasero estaba encendido, en el medio, y ella, poco a poco, tomó en sus manos las tenazas, luego las agitó, las meció, luego las metió en la ceniza y revolvió poco a poco las brasas, luego se levantó y se fue hasta la hornilla, y yo pensaba que no había entendido nada. - ¿Comerás conmigo antes de marcharte? – me preguntó. - Como quieras, - dije yo. – Como quieras. Pensaba que no había entendido nada, y habría estado dispuesto a hacer cualquier cosa por ella, aunque el viaje a Sicilia ya hubiese terminado. Querida mujer vieja; ¡madre afortunada! Me preguntó si me conformaba, como el día antes, con un arenque, o si quería un poco de achicoria. Me preguntó si mientras tanto quería una taza de café, y se puso a preparar café, y yo vi sus movimientos alrededor de la cafetera y de la hornilla, la vi abstraerse en sus quehaceres como toda mujer se abstrae, y temblé por su soledad, por la mía, por la de mi padre, por la de mi hermano muerto en la guerra. - ¿A qué hora te marchas? – me preguntó. Sicilia se había detenido, y yo sufría por ello, respondí que quería llegar a tiempo para partir aquella noche de Siracusa. Ella molía el café, moliendo calculó en cuanto a los trenes y autobuses. Luego dijo. - Espero que no te enroles, al menos. Entonces supe que ella había entendido todo. - ¡Oh! – exclamé.

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Y ella agregó: - Volverás alguna otra vez. - ¿Estás contenta de que haya venido a verte? –le pregunté yo. Y ella dijo: - Por supuesto. Da gusto hablar con un hijo, después de quince años... Terminó de moler y un borboteo de agua rebosada sobre el fuego la atrajo de nuevo a su hornilla, todos aquellos objetos de su soledad. Continuó: - Los años van y vienen, los hijos van y vienen... Y como los cuervos chillaban por el lado de la ventana, dijo: - ¡Estos cuervos! - ¿Pero qué los atrae hacia acá? – dije yo. Mi madre se encogió de hombros. – De vez en cuando aparecen. En el silencio que siguió yo le pregunté: - ¿Quién era? Mi madre miró las cosas de nuestra infancia esparcidas por la cocina, y miró a lo lejos, luego más cerca, respondió: - Era Liborio. - ¿Ah, el tercero de nosotros? – dije yo. Y ella: - Todavía no había andado por el mundo y se alegró cuando lo llamaron. Me ha enviado postales desde los lugares del mundo que ha visto. Tres el año pasado, dos este año. ¡Hermosas ciudades! Le habrán gustado. - ¿Eran las ciudades de la guerra? – observé. - Creo, - ella respondió. - ¿Y estaba alegre? – yo grité. Lo grité así, luego agregué: - ¡Una buena idea, para el muchacho! Dijo mi madre: - Ahora no pienses mal de él. - ¿Mal? –yo grité. - ¿Cómo se te ocurre? Habrá sido un héroe. Mi madre me miró como si yo hablase con amargura. - ¡No! – dijo. – Era un pobre muchacho. Quería ver el mundo. Amaba el mundo. - ¿Por qué me miras así? – grité. – Fue bueno. Conquistó. Venció. Todavía más fuerte grité: - Y murió por nosotros. Por mí, por ti, todos estos sicilianos, para que continuaran todas estas cosas, y esta Sicilia, este mundo... ¡Amaba el mundo! - ¡No! – dijo mi madre. - ¡No! Fue un niño al igual que tú. Tú tenías once años y él siete. Tú... - Dame ese café, - grité. - Sí, - mi madre respondió. Y llenó una taza, me la trajo. Colocándola delante de mí sobre la mesa, agregó: - Me imagino que de igual modo no lo habría visto de nuevo. ¡Pobre muchacho! Amaba el mundo.

XLVI. La vi abstraerse en este pensamiento, el pobre muchacho que amaba el mundo; y reflexionar en el deseo de todo muchacho: conocer el mundo, caminar por hermosas ciudades, encontrar mujeres. Mientras tanto bebí el café, mi madre me miró como si tuviese una extraña expresión; como, por ejemplo, si bebiese mi café con zozobra y rabia. En verdad, creo que negaba el pensamiento en ella del pobre muchacho, y la idea en mí de los siete años. No quería que un soldado tuviese siete años. Así, con verdadera zozobra o verdadera rabia, exclamé: - ¡Diablos! Mi madre volvió a sentarse en la silla que estaba delante del brasero y, muy despacio, observó: - Sólo no entiendo una cosa. ¿Por qué aquella señora me llamó

afortunada? Rápido, dije: - Pero está claro. Por su muerte que te honra. Y ella: - ¿Su muerte me honra? Y yo: - Muriendo él obtuvo honor... De nuevo ella me miró como si yo hablase con amargura. Antes bien era una manera estable en su mirada que ponía sobre mí en cuanto yo me mostraba: una sospecha, un reproche. Con reproche dijo: - ¿Y esta es mi fortuna? Y ella, siempre con reproche: - Pero lo perdí, ahora. Debería llamarme desgraciada. Y yo: - Para nada. Perdiéndolo lo has obtenido. Eres afortunada. Dije yo, con obstinación: - Su honor se revierte sobre ti. Tú lo has parido. Y ella, siempre con reproche: - Pero lo he perdido, ahora. Debería llamarme desgraciada. Y yo: - En absoluto. Perdiéndolo, lo has adquirido. Eres afortunada. Perturbada, mi madre se quedó meditando por un instante: Siempre me miraba con desconfianza, con reproche. Y parecía que se sentía en mis manos. Me preguntó: - ¿Estás seguro de que aquella señora no ha querido tomarme el pelo? - ¡Oh, no! – le respondí yo. – Sabía bien lo que decía. - ¿De verdad pensaba que soy afortunada? –ella preguntó. - Seguro, - yo le respondí. – Habría querido estar en tu lugar. Y ella: - ¿En mi lugar? ¿Cómo en mi lugar? Y yo: - En tu lugar con Liborio muerto... Habría estado orgullosa. Y ella: - Me envidiaba, pues... Yo: - Todas las mujeres te envidian. Pero con todo mi madre seguía mirándome con desconfianza. Se sentía en mis manos, era evidente. Y ahora estalló: - ¿Pero qué dices? - Digo la verdad, - dije yo. – También está escrito en los libros. ¿No recuerdas nada de los libros de escuela? Dijo ella: - Sólo llegué hasta el tercer grado. Y yo: - Habrás estudiado un poco de historia. Ella: - ¡Mazzini y Garibaldi! Yo: - Y César, Mucio Escévola, Cincinato, Coriolano. ¿No recuerdas nada de la historia romana? Ella: - Recuerdo lo que dijo Cornelia, madre de los Gracos. Yo: - ¡Qué bueno! ¿Qué dijo Cornelia? Ella: - Dijo que sus joyas eran sus hijos. Yo: - ¿Lo ves? Cornelia estaba orgullosa de sus hijos. Ahora mi madre se sonrió. - ¡Qué tonto! – exclamó. – Pero los hijos de Cornelia no habían muerto. - ¡Ya! – dije yo. Todavía no habían muerto. ¿Pero por qué crees que Cornelia estaba orgullosa de ellos? - ¿Por qué? – observó mi madre. Y yo dije: - Porque sabía que estaban dispuestos a morir en cualquier momento... Cornelia era una madre romana. Mi madre se encogió de hombros, de nuevo perturbada, y siempre me miraba con desconfianza. - ¿Ves? –yo continué. – Aquella señora te ha considerado una especie de Cornelia. ¿No te gustaría ser una especie de Cornelia? - No sé, - respondió, desconfiada, mi madre. Y preguntó: - ¿Cómo era Cornelia? - ¡Ah, era una gran mujer! – dije yo, una noble, una matrona...

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Y mi madre: - ¿Una hermosa mujer? Y yo: - Hermosa y sabia. Alta. Rubia. Como tú creo. - ¡Pero mira! –mi madre exclamó. - ¿O por qué escriben sobre ella en los libros? - Todo por mérito de sus hijos, - yo grité. - ¡Afortunada! – exclamó mi madre. Y yo grité: - ¿Has visto? Así también tú eres afortunada... Se estremeció mi madre: - ¿Yo? – Y con la cara roja, fuego y llamas, con la manta sobre los hombros, precipitadamente exclamó: - ¿Quieres decir que también escribirán sobre mí en los libros? - Casi, - dije yo. – De ti y de tu hijo. Ya pertenecen a los libros. Mi madre estaba perturbada. Todavía no lograba recuperarse, y no confiaba. - ¿A los libros? ¿A los libros? – gritó. - A la historia, - dije yo. - ¿No lo sabías? Al irse del mundo él entró en la historia. Y tú con él. - ¿Yo con él? – gritó, perturbada, mi madre. - Tú con él. Tú con él, - grité yo. - ¿Crees que todavía perteneces al mundo? – grité. - ¿A esta tierra de aquí? ¿Esta Sicilia? Más fuerte grité: - No, querida mía. Verás que te llamarán y te darán una medalla. - ¿Una medalla? – mi madre gritó. - Sí, en el pecho, - grité yo. Y aquí finalmente bajé la voz, continué con calma. – Por lo que él hizo para el mundo. Para aquellas ciudades. Para Sicilia. Concluí: - Una medalla por el mérito de él. Mi madre, precisamente en este momento, comenzó a desmoronarse. - ¿Cómo es posible? – dijo. – Era sólo un pobre muchacho. Y yo comencé a temer. También comencé a recordar.

XLVII. ¿Qué significaba un pobre muchacho? Miré alrededor de mí la cocina, vi la hornilla y la olla de terracota sobre ella, más allá la artesa para el pan, y luego el recipiente del agua, el lavadero, las sillas, la mesa, en la pared el viejo reloj, así lo llamábamos, de mi abuelo, y mirando temía. Miré, temiendo, también a mi madre. Envuelta en la manta era, entre sus cosas, como cada una de sus cosas; llena de tiempo; de humano género pasado, infancia y otras cosas, hombres e hijos, de historia sí. Allá adentro continuaría su vida, y todavía asaría arenques sobre el brasero, se pondría los zapatos de mi padre en los pies. Yo miraba y temía. Y me preguntaba quién era más pobre muchacho. ¿Quién era más pobre muchacho? Temía, repito. Y mientras tanto también comenzaba a recordar. Y comenzando a recordar saqué un cigarrillo, lo encendí. Era el primer cigarrillo, aquel día, y el único, el mismo que me había quedado de la noche de borrachera. Lo encendí, tiré el fósforo y, recordando qué cigarrillo era, fumando, me encontré poco a poco con lágrimas en las manos. Fumando, salí de casa: “Cra, cra, cra”, chillaban por el cielo en cenizas los cuervos. Me fui a la calle, anduve por las calles de aquella Sicilia ya no más viaje, quieta, y fumaba y lloraba.

“¡Ah, ah! ¡Él llora! ¿Por qué llora?” chillaron los cuervos entre ellos, viniéndome detrás. Yo continué mi camino sin responder, y de repente, también vino detrás de mí una vieja negra. - ¿Por qué llora? – preguntó. Nada respondí, y seguí adelante, fumando, llorando; y un maletero que esperaba en la plaza con las manos en los bolsillos también me preguntó: - ¿Por qué llora? También él vino detrás de mí, y yo pasé, siempre llorando, delante de una iglesia. Nos vio el cura, a mí y a los que me seguían, y preguntó a la vieja, al maletero, a los cuervos: -¿Por qué llora este hombre? Se unió a nosotros, y algunos niños nos vieron, exclamaron: - ¡Mira! ¡Él fuma y llora! También dijeron: - ¡Llora por el humo! – Y vinieron detrás de mí con otros, llevando detrás de mí su juego. Así también vino detrás de mí un barbero, y vinieron detrás de mí un leñador, un mendigo, una muchacha con la cabeza envuelta en un chal, un segundo mendigo. Me veían y me preguntaban: - ¿Por qué llora? – O preguntaban a los que ya me seguían: - ¿Por qué llora?– Y todos se convertían en mis secuaces: un carretero, un perro, hombres de Sicilia, mujeres de Sicilia, y hasta un chino. – ¿Por qué llora? – preguntaban. Pero yo no tenía ninguna respuesta que darles. No lloraba por algún motivo. En el fondo ni siquiera lloraba; recordaba; y el recuerdo tenía esta apariencia de llanto ante los ojos de los demás. ¿Qué podía hacer? Continuaba por mi camino. Y llegué a los pies de la desnuda mujer de bronce que estaba dedicada a los caídos, encontré a mi alrededor a todos los amigos de los días anteriores, a los sicilianos que había encontrado y con los cuales había hablado durante mi viaje. - Hay otros deberes, - me dijo el Gran Lombardo. – No llore. - No llore, - me dijeron los amigos de las enfermedades. - No llore, - me dijeron las amigas. Y el pequeño amigo de las naranjas también me dijo: - No llore. Estaba el catanés, y dijo: - Tiene razón el señor. No llore. - ¡Ji! – dijo el viejito con la voz de ramita seca. - Pero yo no lloro por ustedes, - dije. – No lloro. Me había sentado sobre el escalón al pie de la mujer de bronce, y ellos, mis amigos, me rodeaban, creían que lloraba por ellos. – No lloro, - yo continué. – Y lloraba. – No lloro. Estoy pasando una borrachera. - ¿Qué significa? – dijo Con Bigote a Sin Bigote. - Algo disimula, - dijo Sin Bigote a Con Bigote. - No lloro, - yo continué. – No disimulo nada. Y el hombre Ezechiele gritó: - ¡Muy ofendido está el mundo! - Pero yo no lloro en este mundo, - yo repliqué. Dijo la viuda: - Llora por su madre. La otra mujer dijo: - Llora por su hermano muerto. - No, no, - yo repliqué. – No lloro en mí. No lloro en este mundo. Y de nuevo dije que, al contrario, no lloraba en absoluto, dije que no lloraba por nadie, por nada de Sicilia y lo demás, por nada en el mundo, y los despedí, los invité a todos a irse, dije de nuevo que pasaba una borrachera. Me preguntó el amolador: - ¿Dónde ha agarrado esa borrachera? - En el cementerio, - yo le respondí. – Pero no hay que hablar de eso. - ¡Ah!, - el amolador dijo.

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Y yo terminé de fumar, terminé de recordar. Dejé de llorar.

XLVIII.

Entonces levanté los ojos hacia la desnuda mujer de bronce del monumento. Era una bella mujer joven en sus dimensiones dos veces más de lo natural y su piel lisa de bronce; bien formada, afirmaría mi madre; con piernas, senos, espalda, vientre, brazos... Estaba provista de todo lo que hace a una mujer una mujer, como recién salida de la costilla del hombre, en verdad. También tenía marcado, oscuramente, el sexo; y largos cabellos le adornaban, con sexual gracia, el cuello; el rostro sonreía por sexual malicia, por toda la miel en ella, y por su estar desnuda allá en el medio, dos veces más grande de lo necesario, de bronce. Me levanté, y le di vueltas alrededor, para examinarla mejor. La recorrí por detrás, por un costado y de nuevo por detrás. Los amigos me observaban, y los viejos me guiñaban el ojo, las mujeres y las muchachas se escudriñaban unas a otras con la cabeza gacha, el Gran Lombardo, grave, se aclaraba la garganta. - Es exactamente una mujer, - dije yo. El amolador se me acercó, se plantó a mi lado sobre el pedestal y también él levantó los ojos. – Seguro, – exclamó. – Es una mujer. Dimos vueltas los dos delante de ella, con los ojos siempre levantados. – Tiene leche, allí, - observó el amolador. Y se rió. Se rieron, desde los pies del monumento, las muchachas. Se sonrió el Gran Lombardo.– Es una mujer, - dije yo de nuevo. Me alejé uno o dos pasos del pedestal, y el amolador me siguió, los dos miramos a la mujer en su conjunto. - ¿No está mal, no? –el amolador preguntó. Yo le hice notar la sonrisa de ella. Y el amolador me dio un golpecito con el codo. -¡Ah, ah! – dijo. La mujer estaba erecta, con un brazo levantado hacia el cielo, y el otro sobre el pecho como para tocarse la axila del otro. Se sonreía. – Se las sabe todas, - el amolador dijo. Se rió, al pie del pedestal, una muchacha, y el amolador agregó: - Se las sabe tanto como el tamaño que tiene. - Incluso sabe mucho más, - dije yo. – Sabe que es invulnerable. - ¿De verdad? –mi interlocutor exclamó. - Claro está, - dije yo. – Sabe que es de bronce. - ¡Ah, sí! – exclamaron mis interlocutores. Y yo continué: - ¿Se ve, no? - Se ve, - reconocieron mis interlocutores. Yo bajé un escalón y me volví a poner abajo, sentado. Cada uno se alejó un paso, cada uno se sentó. - Esta mujer es para ellos, - dije. Todos asintieron, y yo agregué: - Ellos no son muertos comunes, no pertenecen al mundo, pertenecen a otra cosa, y tienen a esta mujer para ellos. - ¡Ehm! – había dicho el soldado. - ¿No es gentil de parte nuestra dedicar a ellos una mujer? – continué. – En esta mujer nosotros los celebramos. - ¡Ehm! – había dicho el soldado. - ¡Ehm! ¡Ehm!

- Y en esta mujer, - yo continué, - en esta mujer... Me interrumpí, y el soldado habló dentro de mí, dijo fuerte: - ¡Ehm! - ¿ Ehm? – preguntaron, sentados alrededor, mis interlocutores. - Nada, - yo dije. - ¡Sólo he dicho ehm! Pero de nuevo el soldado habló dentro de mí, y de nuevo dijo: - ¡Ehm! - ¿Qué cuento es este? - se preguntaron uno a otro Con Bigote y Sin Bigote. - Es una palabra sellada, - yo respondí. Los sicilianos se miraron entre ellos. - ¡Ah! – dijo el hombre Porfirio. - ¡Ya! – dijo el hombre Ezechiele. - Seguro, - dijo el amolador. Y el Gran Lombardo asintió con la cabeza. Cada uno asintió. Uno dijo: - También yo la conozco. - ¿Qué? – Con Bigote preguntó. - ¿Qué? – preguntó Sin Bigote. En lo alto sonreía, por encima de todo esto, la mujer de bronce. - ¿Y es mucho sufrimiento? – preguntaron los sicilianos.

EPÍLOGO

Esta fue mi conversación en Sicilia, durante tres días y las noches respectivas, concluida como había comenzado. Pero debo notar que todavía sucedió algo después del final. Había regresado a casa de mi madre para despedirme, y la encontré en la cocina lavándole los pies a un hombre. El hombre estaba sentado de espaldas a la puerta, era muy viejo: ella, arrodillada en el piso, le lavaba los viejos pies en un balde. – Me marcho, mamá, - yo le dije. – Está aquí el autobús. Mi madre asomó la cabeza por un lado del hombre. - ¿Entonces no comes con nosotros? – respondió. El hombre no se volteó, ni a mis palabras ni a las suyas. Tenía el cabello blanco, era muy viejo, y tenía la cabeza gacha, parecía estar absorto profundamente, o que dormía. -¿Duerme? – pregunté yo en voz baja a mi madre.

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- No, llora, el tonto, - ella respondió. Y agregó: - Siempre ha sido así. Lloraba cuando yo paría, y también llora ahora. En voz baja, yo exclamé: - ¿Pero cómo? ¿Es papá? Él, mientras tanto, no nos prestaba atención. Me acerqué para mirarlo a la cara, vi que la ocultaba con las manos. Me parecía, de todas maneras, demasiado viejo; y por un momento casi pensé que era mi abuelo. También pensé que podía ser el viandante de mi madre. - ¿Regresó ahora? – pregunté en voz baja. Mi madre sacudió la cabeza con desaprobación. - Llora, - dijo. – No sabe que soy afortunada. Pero en ese momento dejó solos en el agua del balde los viejos pies del hombre, y se levantó, me llevó aparte. – A propósito, tu me has engañado con la tal Cornelia, - me dijo. – No fue en el campo de batalla donde murieron sus Gracos. - ¿No fue en el campo de batalla? – yo exclamé, siempre en voz baja. - No, - continuó mi madre. – Lo vi en sus libros de niños, cuando estabas afuera. - Bien, - dije yo. Y la besé en una sien. – Adiós. - ¿No quieres saludarlo, a él? –mi madre preguntó. Yo vacilé, mirando al viejo, luego dije: - Lo saludaré en otra ocasión. Déjalo tranquilo.– Y salí de la casa, de puntillas. Para evitar equívocos o malentendidos advierto que, así como el protagonista de esta Conversación no es autobiográfico, la Sicilia que lo enmarca y acompaña es sólo por aventura Sicilia; sólo porque el nombre de Sicilia me suena mejor que el nombre de Persia o Venezuela. Por lo demás, me imagino que todos los manuscritos se encuentran en una botella.