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Extremoccidente es un periódico colectivo, impreso y bimensual sobre Cultura & Política, que se funda en Santiago de Chile en Noviembre del 2010.

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Juan Pablo Abalo

En su conferencia -a la que atinadísimamente llamó Poética Musi-cal- dada en la Universidad de Harvard, más precisamente durante el año escolar de 1939 y 1940 del Harvard College, el compositor ruso Igor Stravinski apuntó a varios problemas de la estética musical y lo hizo, en el mayor de los casos, con una claridad envidiable. La tipología de su propia música, su fisonomía como compositor o el extraño arte de saber descartar, eliminar para seleccionar los materiales precisos que configurarán una obra determinada, son parte de esta lúcida conferencia. No es casualidad, en vistas a que se trata de un asunto tan importante como lo es la práctica que da o quita vida al arte de los sonidos, que el ruso se haya reservado para el final el capítulo sobre la interpretación y la ejecución musical. Muy al modo de Michel de Montaigne en sus ensayos, Stravinski tituló a este capítulo “de la ejecución” y es sin duda uno de los más atractivos. En él, el músico separa aguas entre ambas prácticas, por lo general referidas de manera frecuente y confusa para aludir al mismo fenómeno. Para el compositor, una diferencia importante entre estos dos momentos radica en que la primera (la interpretación) contiene a la segunda (la ejecución), regla que no corre en sentido inverso. Es decir, todo intérprete “es al mismo tiempo y necesariamente un ejecutante”, no así el ejecutante, al que la interpretación podría no dársele en absoluto. Pero aún más fundamental es para Stravinski la diferencia de orden ético “y que plantea un caso de conciencia”, lo que marca una kilométrica distancia entre la interpretación y la ejecución musical. Al ejecutante no podemos exigirle más que la “traducción material de su parte”, dice Stravinski, en cambio al intérprete debemos exigirle, además, “una complacencia amorosa” con la obra, una traducción de esos aspectos más misteriosos que hacen de la música un arte abstracto como ningún otro; debemos en definitiva exigirle jugarse su propio pellejo. Ahora bien, cuando quien ejecuta o interpreta una música no es ni lo uno ni lo otro, es decir, no es un intérprete ni tampoco un ejecutante, sino que se dedica a otras actividades como la ingeniería, los negocios, la presidencia de un país o las dos últimas a la vez, no hay por dónde exigirle que cuando ejerce su derecho a expresarse musicalmente como todo el mundo lo haga de este u otro modo. Pues bien, es exactamente el conflicto en el que sin querer queriendo nos puso el presidente de Chile cuando en plena facultad de sus libertades, no así de su prudencia, menos de su tino, y para nada de la sensatez, decidió canturrear esa extraordinaria canción de Patricio Manns llamada Arriba en la Cordillera (mezcla curiosísima entre el folklor sudamericano y un acompañamiento vocal del tipo contrapuntístico tan propio de la antigua música norteamericana). Es entonces como calculadamente alrededor de una fogata y antes de que se diera inicio al rescate-show de los mineros del norte, el presidente de Chile junto al ministro de minería -a cargo del mando de una infructuosa guitarra- gritoneaba la extraordinaria canción de Manns. Si este fue un acto interpretativo, no lo fue en terrenos musicales. La interpretación se jugó más bien en la capacidad del presidente de leer y sacar provecho de los misterios de un momento y un lugar que terminaron por transformarse en escenario de un programa de televisión de alta sintonía al que faltaron las modelos en bikini y los humoristas que se rieran de los mineros y sus amantes para un rating de carácter planetario. Si, en cambio, el del presidente fue un acto de ejecución musical (me inclino más por esta opción), ni el ministro tenía demasiado dominio del material guitarrís-tico ni el presidente del material melódico, menos de la letra que, dicho sea de paso, parecía hablarle directamente a él, sólo a él y a nadie más que a él en ese preciso instante: “¿qué sabes de cordilleras / si tu na-ciste tan lejos? / hay que conocer la piedra / hay que recorrer callando / los atajos del silencio / mi padre anduvo su vida / por entre piedras y cerros”. Como sea que fuere, el presidente, un falso aficionado de Manns y de su club Colo Colo, hizo su pequeño e incontinente (como todo en él) espectáculo musical en medio del rescate-show, ejecutando mala o buenamente, depende de cómo asumamos la palabra ejecución acá, la extraordinaria canción de Manns. Las palabras de Stravinski en su conferencia de Harvard respecto de la vanidad y la música resonaron en la mina cuando el presidente canturreaba la extraordinaria canción de Manns: “cara a los espíritus superficiales, siempre ávidos y siempre satisfechos de un éxito inmediato y fácil que lisonjee la vanidad de quien lo obtiene, pervirtiendo el gusto de quienes lo aplauden”.

DE LA EJECUCIÓN

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El empresario educacional Jorge Segovia, madrileño, fundador de la primera Universidad del conglomerado SEK, a la sazón Presidente de la Unión Española y recientemente elegido mandatario de la ANFP, debe ser por estos días una de las figuras más odiadas por la masa o hinchada futbolera del país. Razones no faltan (aunque también Mayne-Nicholls y Bielsa han aportado lo suyo en esta comedia de egos).

Historiador del Arte, el nuevo presidente de la ANFP confiesa ser hincha simultáneo del Real Madrid y del Barcelona. Le gustan, al parecer, las cosas importantes, las cosas que triunfan. Algo por lo demás muy estético: una indefinición de carácter conceptual semejante a las paradojas y humores presentes en los ready-mades de Duchamp (ejemplo que a todas luces no calza con su gusto artístico). Una “contradicción vital”, similar a la manifestada a comienzos de su campaña presidencial en 1989 por el candidato de la derecha Hernán Bucci, a la postre perdedor en las urnas frente a un roble de los principios y convenciones morales como lo era y sigue siendo el cuasi centenario Patricio Alwyn (tanto que era acérrimo defensor de “una justicia en la medida de lo posible”).

Pero también -dentro de esta conveniente confusión de gustos, intereses y afinidades- habría que enfatizar la amplitud de corazón del Presidente Piñera, atormentado por la duda y la contradicción existencial-lucro-popular: la de ser hincha confeso de la Universidad Católica y a la vez accionista privilegiado del popular Colo Colo. Todo por amor al pueblo, el mejor negocio de todos; todo por amor a las instituciones conservadoras desde el punto de vista religioso, el mejor negocio de todos. ¡Síntesis magistral!

El pije y el roto; el cuico y el marginal; el beato chucheta y el malandra carretero; el abajista y el flayte; Cristo y el indio de la clásica camiseta del cacique. Todo junto. Símbolo evidente del término de la transición.

No se podía pedir mayor simbiosis, mejor mixtura religioso-popular ¿Y nuestro nuevo Presidente de la ANFP? Sabemos que se trata de una persona de buen gusto, refinado, culto. Amante de la buena mesa y la ópera; pero también del Arte religioso. Lo opuesto al malhumorado y hosco nortino Harold Mayne-Nicholls, quien, entre otras afinidades, gusta de jugar fútbol los fines de semana, juntar estampillas y que ha confesado -sin tapujos- que colecciona camisetas de sus ídolos futboleros, donde su preferida sería la regalada por Kaká. También le gusta la fotografía (no sabemos si aquellas registradas de los monumentos religiosos), y las novelas de Osvaldo Soriano. Todo lo contrario a la sofisticada cultura artística y moral de Segovia: hijo ideal (a pesar de la demanda judicial hecha a su padre por motivos monetarios), yerno ideal, hermano de sangre del candoroso Ministro de educación Joaquín Lavín, a quién se ha ligado con el actual escándalo susci-tado por la bajada de cama a Mayne-Nicholls.

Personas educadas, incapaces de cualquier golpe bajo o jugada artera. Personas, al fin y al cabo, formadas bajo las severas leyes de la buena crianza. Un ejemplo del gusto estético de Segovia: su refinamiento le impidió volver con regularidad al estadio Santa Laura. Tuvo oportunidad de conocerlo a comienzos de los años 90. Lo encontró deprimente, abandonado, indigno de un equipo como el de sus amores de la madre patria: el Santiago Bernabéu o el Camp Nou. Se sabe que sólo hizo dos visitas al estadio de la plaza

Juntos venceremos:

Guillermo Machuca

Chacabuco, antes de irse en 1998 a vivir a Boca de Ratón en la “elegante” Florida de los Estados Unidos, donde tuvo la ocasión de expandir su imperio universitario. De vuelta logró lo imposible: modernizar el añoso recinto de Santa Laura.

A esto se refiere cuando se habla de eficiencia. Se trata, a la larga, de un asunto estético. Todo lo contrario a la precaria residencia del monacal Bielsa en Pinto Durán y su glotonería culinaria, consistente en un surtido impresionante de pastas italianas, de dulces diabéticos y altas dosis obsesivas de videos de sus rivales. Pero sobre todo de su aspereza social, refrendada en sus modales parcos, forzados, tan poco protocolares. A veces, no dar bien la mano puede terminar gatillando hechos históricos de magnitud colosal (los egos son implacables y mortíferos al momento de batirse en duelo). Los malos modales necesitan ser castigados, sobre todo si dichos gestos son acompañados por un ropaje caracterizado por un buzo deportivo y unos anteojos colgantes de tía solterona.

En cambio, Segovia y Lavín frente a tanta pasta y profesionalismo audiovisual, frente a tanto trabajo bien hecho, prefieren lo siguiente: el primero, la música culta; el segundo, los ritmos populares. Incluido las añejas canciones de protesta (donde el Presi-dente Piñera ha demostrado su jerarquía vo-cal, interpretando a Patricio Manns). Todo de manera protocolar. Aquí se conjuga el triunfo final del populismo, en el sentido transversal del término: la ópera (Segovia es Director del Teatro Municipal de Santiago) combinada con toda la variedad musical administrada por los medios televisivos, irradiados de poder empresarial y de gusto huachuchero.

Observemos detenidamente a Segovia y Lavín; el primero, respingadamente altanero, con pinta de empresario carente de principios; el segundo, más tierno, con cara de chico mateo nerd; uno sonriente, de expresión facial tímida e infantil; el otro culto, vehemente, siempre dispuesto a triunfar sin importar las consecuencias. Juntando ambas personalidades, exclu-yendo los lentes, ¿qué encontramos? Ya sabemos la respuesta: un perfecto Piñera.

un perfecto Piñera

foto _Luis Lattanzi

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Paz López

Son las diez de la noche de un día domingo. Enciendo el televisor. Hace unos meses, en un país vecino, tuve la oportunidad de pre-senciar las agitadas discusiones que un pro-grama oficialista despertaba en la oposición y entre quienes representaban a buena parte del periodismo progresista. Que lo que ahí hacen es propaganda política y no periodismo, decía un periodista; que no son más que sacerdotes del periodismo, replicaba un escritor. ¡Traidores, gorilas, oli-garcas, reaccionarios, empleados del mes!, objetaban por otro lado quienes veían en esas declaraciones la consumación de un pacto con los poderes monopólicos de los medios de comunicación de ese país. Recordaba esto mientras un domingo a las diez de la noche encendía el televisor y veía en pantalla a Fernando Villegas responder a quienes lo acusaban de ignorante, homofóbico, misógino y facho: “La izquierda me toma por conservador y los conservadores por alguien de izquerda. Yo les digo que nunca me he sumado a trincheras de ninguna clase”.

Entre dimes y diretes, lo que insinúan estas frases breves pero infames, como les hubiera llamado Foucault, es el comienzo de una guerra de posiciones pasajeras donde es la complejidad de la reflexión política lo que queda afuera. De aquí, de allá o de ningún lugar, lo que se expone inquietantemente

en esta especie de breviario de nuestra época histórica es una coyuntura que, como ya se ha escrito, está marcada por el tema del fin o la relativización de las viejas distinciones entre derechas e izquierdas. En realidad la caída de esta distinción no es tan grave como los abusos a los que empieza a prestarse. En Argentina Martín Caparrós, que hace apenas unos años publicó una monumental obra en tres volúmenes sobre la militancia revolucionaria de los 60 y los 70, aparece hoy en los medios apoyando el agotamiento de las políticas de la memoria; el periodista Jorge Lanata, que tanto luchó por esclarecer las aberraciones perpetradas por el terrorismo de estado, vocifera ahora que ya está harto de que le hablen de la Dictadura. Y nuestro sociólogo Fernando Villegas, que no podía ser menos y que décadas atrás formó parte de las Juventudes Comunistas, defiende por estos días el uso de la fuerza policial para reponer con urgencia el “orden público”.

Por supuesto que lo que diga o no Villegas importa bastante menos que el modo en que sus palabras sintomatizan un tránsito hacia cierto estado pre-crítico de la política. Porque en caso de tratarse de un fin o un agotamiento de los modos clásicos de entender la política, esto debería llevarnos a reinventar de la manera más justa posible, como decía Derrida, otro concepto de lo político, uno que esté a la altura de las demandas que impone la constitución

epistemológica del presente. Ello no implica en absoluto habitar indistintamente el ethos de la izquierda o de la derecha según la ocasión, como quien elije cada mañana con qué prenda de vestir enfrentará el día. Nombrar como política el modo en que cada quien escupe frases caprichosas al viento para llamar la atención y distinguirse del resto, parece bastante pobre.

Cuando decimos que el fin de la política es el agotamiento de un relato que volvía discernibles una serie de conceptos antagónicos, no estamos hablando del fin de la izquierda o el fin de la derecha. Hay todavía una fidelidad comprometida en esta opción, una fidelidad que navega en la batahola del oportunismo. Esa fidelidad es una memoria persistente de todo aquello que la historia, como Menard lo sugiere en este número a propósito del caso Mapuche, trata siempre de ocultar: que mientras se habla del fin de todo, algunos aprovechan de reinstalar las fronteras, la sangre y el suelo; la ley del mercado y el disfraz del derecho. “La imagen del carabinero poniendo una pistola en el cuello de uno de los miserables -decía Villegas- es una notable excepción, una valiente excepción”. Ser de izquierda supone partir por entender que jamás la historia se dará el lujo de contar con excepciones policiales “valientes”, supone trocar la guerra de posiciones soberanas por un pensamiento que fabrique un tejido que logre abolir la jerarquía de los discursos.

Las chaquetas de Villegas

Demian Schopf.

“Asiel Timor Dei”, Impresión Lambda, 125 x 150 cm., 2001Cortesía del artista

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A pesar de la advertencia de Heráclito, Gonzalo Díaz in-siste en hacer hablar a los que, de alguna manera, yacen en esa falsa liquidez de la fotografía impresa. Todas las imágenes, y especialmente las que se pueden ver en esta exposición, fueron alguna vez algo líquido, fijado, secado o quemado por alguna luz. Pero en el olvido, pierden sus características históricas, cronológicas y materiales, quedan a la deriva y se mezclan y confunden con todo lo otro que flota en el inconsciente.

Es posible imaginar, incluso con cierta exactitud, que las escenas que dieron origen a la foto de Lonquén, o de los cadáveres del río Mapocho, por ejemplo, fueron ejecuta-

El archivo de Gonzalo Díazacerca de índice, galería D21, 2010

Gonzalo Díaz,

La Termodinámica de Quintiliano,2010. Grabado digital sobre papel

de algodón (61 x 110 cm.) Construcción de archivo digital: Antonia Sabatini.

no se ha de (no se debe) obrar y hablar como (estando) dormidos (yacientes), pues también entonces creemos obrar y hablar.

Heráclito: frag. 73

das tal vez de noche, por agentes que actúan cuando los demás duermen, al amparo de la oscuridad. Oscuridad, vacío interestelar o nada metafísca, que está figurada en esta muestra de varias maneras. Entre otras, como el fuera de cuadro infinito del computador, indicado con el ángel enrollando el cielo de Giotto.

En la circulación de las imágenes del archivo de Gonzalo Díaz, confluyen ya unidos entrañablemente por los líquidos de la memoria y por el uso, algunos fragmentos de la escritura de Heráclito el Oscuro, junto a las efímeras fotografías de un diario de Santiago. Los cadáveres en el río, el perro que nunca falta en el escenario de un drama y que es el guardián de la puerta, cadáveres sepultados en hornos de cal, cenizas, ruinas. Además de eso, una reproducción de la serigrafía básica de la cordillera de los Andes en la caja de fósforos, versión antigua, la cual me imagino, es vista por el cadáver que flota en el río: una forma borrosa y sin embargo, inequívoca.

La perfección cerrada de la impresión de estas imágenes y del papel, no permite ver las distintas cualidades superficiales de los originales, como el papel de diario amarillento, el grosor de la tinta serigráfica, de la pintura o de las tramas. Contribuye a dar la sensación de unos líquidos maravillosos congelados y uniformes bajo el vidrio. Crea otro abismo cualitativo como un espejo, otro fuera de cuadro hacia otro más allá.

Díaz falsifica, como si fuera la filigrana de un billete, la trama serigráfica de la cuatricromía. Reproduce una mancha aguachenta, como barro en los cuatro cuadros que componen la serie de Heráclito, y que le da unidad y vehículo a todos los objetos que aparecen en la obra. Me parece a mí como si en todo este ordenamiento de su archivo, dividido en mundos de distintos órdenes, Díaz hubiera encontrado extrañas piezas de armamento, o inventos futuristas que son las botellas de Riemann y Klein, para unir dos cosas imposibles, para hacer contínuos el adentro y el afuera, o para intersectar un instante pretérito.

Natalia Babarovic

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n Registro de existencia, último documental del realizador Guillermo González que cuenta con guión de Bruno Cuneo, ciertas tomas naturalis-tas se contraponen a una cámara que husmea en las cosas desechadas como si fuese la nariz de un perro inquieto mientras pequeños desen-

foques deliberados transmiten la sensación de una imagen llana que titubea. Los primeros planos de dos hombres sencillos que le hablan al espectador parecen comportarse del mismo modo frente a los planos contrapicados del desenlace, que sirven para exponer de un modo satírico los alardes de un Santiago fetichista y monumentalizado. Es el Antonioni de los espacios desérticos contra el teledirigido de Riefensthal hacia el cielo de los líderes. La cámara de González está pensando ese asunto que el guión de Cuneo conduce al contrapunto entre dos vidas que se rozan sin encontrarse: la de un artista viñamarino que desde hace años colecta objetos inútiles en un sitio eriazo de Valparaíso y la de un viejo obrero calificado que arreglaba radios que ya no existen. Lo interesante –lo increíble, tal vez- es que este es un documental en el que la intriga hace que las imágenes hablen sobre lo que las palabras esbozan en cuadros o láminas, como si el compartimento de las existen-cias retratadas contuviera al mismo tiempo dos formas de tratar el registro en el cine: el de la cita, el de la técnica.

En virtud del juego que comienza por confeccionarse entre el sitio eriazo y el taller, no será difícil notar para el espectador que el artista es alguien que opera con la cita. Buena parte de su vida habita en esa misión sinuosa, consistente en crear, a través del ensamble delirante de objetos descartados, una sintaxis o jeroglífico que procura eludir la maldición de la técnica. La técnica aparece allí como la película pegajosa contra la que G. Colón lucha cada día en su sorprendente taller de inventos. Se trata de cosas que, reunidas de cierto modo, sacuden desde adentro el formato cotidiano que las envuelve y asfixia. Esto es lo que se palpa en la primera parte del documental, porque la

segunda está dedicada a exhibir un curioso descubrimiento. G. Colón se encuentra en el año 2002 con un conjunto de objetos que parecen pertenecer a una misma persona y que han sido arrojados allí, a ese basural, no se sabe por quién ni tampoco por qué. Esos objetos están ahí, son testigos atontados del desapego de otra vida: tubos de radios descatalogados, placas para circuitos electrónicos, una colección de manuales de principio de siglo que pertenecen a una colección llamada “El taller del radio reparador”, unas hojas amarillentas con dibujos conteniendo mapas o líneas de circuitos internos de radio, una libreta de calificaciones del Liceo, varias cartas personales, una serie infinita de fotografías, una pesa oxidada, un reloj desperta-dor, contratos en papel máquina, un par de maletas llenas de bobinas de cobre.

Lo cierto es que este hallazgo de objetos técnicos obsole-tos da ocasión al artista para realizar una exposición. La fórmula resulta similar a aquella que en otro tiempo animó las páginas de una notable novela de Saer, Glosa, donde tres amigos caminan veintiún cuadras comentando una fiesta a la que ninguno de los tres asistió. Aquí es una vida desconocida la que se exhibe, una vida hacia la que conducen esos objetos inanimados y que parece haber pertenecido a otro régimen u otras condiciones de producción. Quien aparentemente habría pertenecido a ese régimen es un tal Hugo Cortés, nombre de cuya existencia nos enteramos por los papeles encontrados. El montaje se traslada entonces a esa exposición en la que los enseres de Cortés son expuestos como si se tratara de los restos cotidianos de una vida que ya no existe. Pensamos que ya no existe y, poco a poco, nos vamos quedando con la imagen de que Cortés debió ser un hombre muy solitario, un hombre sin hijos, un hombre sin parientes ni amigos ni nadie que quisiera hacerse cargo de su pobre botín, de aquellas pocas cosas que atesoraba. Debió ser un hombre inexistente, un hombre mínimo, casi impersonal, abocado sólo a la tarea de reparar radios rotas, de leer manuales de

procedencia americana para realizar correctamente su obra. Pero sobre el final de la exposición alguien se acerca al artista para pasarle un papel en el que hay una dirección: Pasaje del Mar 318. Allí, en ese pasaje, podría el artista encontrar a quien está transitando de ser su objeto a ser su alter-ego: el tal Cortés. Entonces sucede que el artista, cuya vida ha estado siempre abocada a hacer de las cosas útiles cosas inútiles con el fin de eludir la técnica, se enfrenta a este otro hombre cuya vida habría consistido en lo contrario: hacer de las cosas inservibles algo provechoso o eficiente. Claro, si era un técnico, un obrero calificado, un reparador de radios rotas. El contraste entre cita y técnica en la imagen se prosigue así en la contraposición entre las dos vidas que registra: la del artista que hace de lo que era útil algo inservible y la del técnico que hace de lo que era inservible algo útil. En un rapto de entusiasmo, diríamos que este documental cesa y continúa en lo que podríamos llamar un ready-made de vidas, vidas con las que ninguno de los dos testigos cuenta y que por eso busca cada una en la otra, como las imágenes de este documental, que se llaman mutuamente para proseguirse en lo que a cada una le falta y añora. Por eso podríamos decir que, despojado de toda auto-complacencia, este documental formidable se comenta a sí mismo en el cierre, cuando el trabajador cansado –el técnico- y el “cansador intrabajable” –el artista- se reúnen a conversar. Y entonces ante el hombre de oficio, el artista no dejará de sentir la felicidad perdida de no haber poseído las cosas cuando todavía eran útiles, mientras que ante el artista recolector no dejará de sentir el hombre de oficio una remota devoción por la posibilidad de tenerlas como inservibles. ¿No será este un documental que hace del arte y de la técnica la imposibilidad de contar en la vida con el más mínimo vestigio de existencia? Registro de existencia es una teoría del cine que hace de la imagen la conti-nuación de la vida por otros medios. Nada menos que eso.

Registro de existencia, un documental de Guillermo González y Bruno Cuneo

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Macarena García M.

Un poeta amigo me comentó que a fines de octubre estuvo en Valparaíso participando de las mesas de poesía que se organizaron en el marco del tercer o cuarto Foro de las Culturas, evento internacional que ocupó esta vez la sede patrimonial local. Haciéndome la lesa, porque algo de lo ocurrido me habían comen-tado ya –entre otras cosas, de la furtiva aparición de Pohlhammer y de la performance del fanclub de Lemebel en un recital, día sábado, en la Piedra Feliz-, le pregunto qué tal anduvo la cosa, no queriendo por cierto oír más que otra de esas tantas historias de viejos y no tan viejos poetas chilenos que, aunque repetidas, pueden todavía ser graciosas. Me habla entonces de lo que le pareció “lo más rescatable” del evento: la presencia de Waldo Rojas. ¡Notable! Me cuenta además que para él fue in-creíble porque juraba que estaba muerto, o que era una especie de fantasma, de esos que deambulan por Casa de Campo, alegoría de los Tres Tristes Tigres que se guar-daron para siempre el espíritu de los sesenta en Chile.

“Gran época esa” me diría el mismo Rojas unos días después. Porque como también yo pude comprobarlo, este escritor no sólo no estaba fuera de las pistas sino que llevaba circulando por Santiago algo más de dos meses: venía a dar un seminario sobre el surrealismo. ¿Se puede transformar la vida en un lugar tan muerto?, le pregunté, con el perdón de los fantasmas del bicen-tenario. Y es que lo contacté rápidamente queriendo conocerlo, me hice de un par de excusas no del todo ficticias, lo telefoneé y horas más tarde me recibió muy amable en su departamento en calle Mosqueto acom-pañado de su señora. “Gran época lo que fue Chile en ese entonces, una intensidad cultural que tal vez no vuelva a repetirse”, me dijo moviendo las manos en un gesto de entusiasmo, sin nostalgia –esa la sentía yo, en la boca, una especie de nostalgia por lo no vivido-, buscando las palabras adecuadas para describir eso que fue: “carretes, poesía, películas, música, todo re-vuelto… unos años impresionantemente activos”. Cla-ro, si Waldo Rojas tenía apenas 29 años cuando debió partir al exilio el año 74, poco después de terminar la filmación de La sombra del sol, una película que escribió y que fue dirigida por Silvio Caiozzi y que antes de ser terminada fue prohibida en Chile, por la dictadura, pro-hibida ella y prohibidos también sus creadores. Aunque unos alcanzaron a salir y otros no. Müller, por ejemplo, él no alcanzó a salir. “La realización de esa película da para otra película. Todo eso fue asqueroso”, me cuenta, recordando las cosas que tuvo que oír cuando la pro-ducción de la cinta los obligó a interactuar con los mili-tares a cargo de ese pueblo nortino donde es recreado para la película el juicio popular a dos errantes abusa-dores. Caso real la una, caso real sería también la otra.

Pero de esa realidad parece Waldo Rojas no tener resistencia alguna a hablar, y siendo en todo caso que no iba yo precisamente a hablar de eso. Apareció solo: la historia de su partida, la de su exilio, que no fue fácil, para nada: él y Raúl Ruiz junto a sus esposas, los cuatro viviendo en un departamento de veintinueve metros cuadrados, la misma historia de tantos más. Lo que se extendió para otros y no para él, según me contó, fue la incertidumbre: “estuve dos años sin saber lo que ocurriría y entonces se acabó. Decidí quedarme en París, decidí armar mi vida allí”. Hablamos también de su venida, de sus últimas venidas, cada dos años, más o menos. Que ve otro Chile, que la gente se ve aburrida, que incluso los profesores de la universidad tienen la misma cara, que es muy triste lo ocurrido con la Concertación porque haya sido lo que haya sido era una especie de muro de contención para la arremetida de la vio-lencia soterrada en el país. Que no imagina lo que ocurrirá, pero que piensa que nuevas generaciones pueden hacer algo, “habrá que ver”, y yo que en parte pertenezco a una de esas preferí callar. Que na-die habla de lo ocurrido me dijo además. Que pocos recuerdan, que pocos han pensado bien la manera de escribir la dictadura. Entre quienes lo han hecho celebra la obra de Germán Marín y de Hernán Valdés.

Sea como sea, lo cierto es que el colorido manto de olvido que usamos en Chile para protegernos del frío, del viento gélido, irónico de la actualidad, para este poeta chileno radicado y nacionalizado en Francia no tiene ninguna utilidad. Y no porque no pase frío. Sim-plemente las imágenes acuden a la conversación, son parte del modo en que se narra: hola, soy Waldo Rojas, vivo en Francia, estoy de paso en Chile, país donde nací.

He pensado varias veces que lo que hace contrapeso al olvido es la humildad, que quizá sea esa la única y última condición del recuerdo. La de Rojas es la de sorprenderse, en este caso, porque yo conocía de sobra su trabajo; la de reconocer su parte fantasma por nunca haberse “sacado la foto”; la de compartir desinteresa-damente algunas historias del Chile de su época sin eludir, para terminar, la palabra “humillación”; la de reconocer que pese a todo guarda una deuda con este país. Porque eso me dijo: “yo le debo mucho a este país, a la educación que este país me dio, una educación gratuita”. De ahí que no entienda la cara dura de estos parkas rojas y los de antes, gente que se educó gratis y que hoy no hace nada por revertir las cosas, por devolver el ojo de la cara al chileno que nació deudor. “¡Porque este es un país pobre! ¡Este siempre fue un país pobre! Esa es la realidad y eso es lo que se quiere olvidar”.

Rosas rojas para Waldo

Crónica de una visita

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legitimen el quehacer de los escritores de provincia, además de entregar mayor apoyo legal a las editoriales pequeñas para que éstas puedan constituirse como sujetos legales; consignamos la necesidad de recopilar y estudiar los documentos y propuestas ya elaborados y consensuados como política oficial por los distintos agentes del mundo del libro; y exigimos la regeneración de la Sociedad de Escritores de Chile.

El último Encuentro Nacional de estas características se había efectuado al comienzo de la democracia, o sea hace casi 20 años atrás. Un aire de nostálgia se colaba entre los que participamos y como pasa en ocasiones como esas, Quimantú salió a relucir como iniciativa editorial a seguir; un sentimiento de pérdida evocador, que para los que no vivimos esa época y nos encontramos a veces en librerías con aquellos libros, nos hace adquirirlos y guardarlos como valiosas piezas de museo.¿Pero qué se puede decir de todo esto? La primera cuestión es ¿por qué no se invitó a más escritores jóvenes, sabiendo que la literatura hoy pasa por la socia-lización de editoriales independientes, así como los ciclos de lecturas y revistas? El segundo punto es ¿por qué no se preparó más el debate y a los expositores? Asuntos cómo de qué va la ley del libro y cuáles son las políticas del Consejo Nacional del Libro y el Ministerio de Educación. Por ejemplo se discutió sobre la dignificación del profesorado, pero no había ningún representante del gremio que pudiese exponer acerca del trabajo gremial de los profesores en la actualidad. En cambio, del área editorial, Marisol Vera aportó generosamente al debate, pues su exposición nos informó sobre las políticas editoriales de forma bastante aclarato-ria. Pablo Brodsky, en tanto, leyó un ensayo sobre Juan Emar y Baldomero Lillo en la mesa que trataba Función y reconocimiento social del escritor, ensayo que no tenía por dónde bajarlo a una realidad concreta; resulta extraño que Brodsky, que tiene un puesto dentro del Consejo Nacional del Libro y que está preparado para debatir más abiertamente sobre políticas del libro y el funcionamiento institucio-nal, rescatara un ensayo de sus años de universidad.

El tercer punto, y quizás lo más preocupante, es por qué sacar una declaración de los escritores teniendo escasos antecedentes concretos respecto a la norma-tiva vigente y las eventuales impugnaciones que corresponden. Podemos deba-tir acerca de la dignidad del escritor y cómo el neoliberalismo lo ha destruido ideológicamente como sujeto crítico; pero más allá de esas consideraciones, en las que podemos concordar sin grandes esfuerzos, lo interesante es detectar los lugares a intervenir que abran el debate y que modifiquen ciertas conductas institucionales. ¿Quién será el interlocutor válido para recoger estas necesarias inquietudes y a dónde van a ir a parar estas nobles prerrogativas?

Después de este “esfuerzo de Valparaíso”, uno se va con una sensación incierta, porque las características de estas declaraciones la mayoría de las veces cumplen con una función catártica más que programática, son estructuras comunicaciona-les demodé, filiaciones que ocurren cada veinte años y coinciden con el cambio de un gobierno (de los años sesenta en adelante hay un seguidilla de estos encuentros, donde despierta el espíritu crítico). Entonces entramos en el terreno de los actos simbólicos y sus diversas configuraciones, un espacio que tiende a girar sobre sí, una estructura aislada de los lugares de decisión que validen en términos sociales las demandas y preocupaciones de un sector de la cultura. Por eso es urgente el compromiso de todos para crear una plataforma autorizada por parte de la institucionalidad y los diversos sectores de la sociedad civil, que se abra hacia una participación que logre profundizar las contradicciones mediante una disputa territorial, legal y crítica con la autoridad y el mundo de la cultura.

David Bustos

El último fin de semana de octubre se realizó el Primer Encuentro Nacional de Escritores Valparaíso 2010, organizado por la SECH, filial de esta misma ciudad, como una iniciativa desarrollada al interior del “Forum de las Culturas”.

El objetivo principal: discutir en una mesa cuatro temas que los orga-nizadores prefijaron: Desafíos de la literatura para una nueva educación; Ética, política y literatura hoy; Función y reconocimiento social del escritor y Contingencia de los nuevos medios editoriales. Todo para que, finalizado el encuentro, se hiciera una declaración donde los escritores sacaran algunas conclusiones.

El inicio fue frío. Haciendo uso de una oratoria de profesores universitarios algunos poetas se extendieron sobre temas como la ética, la crisis del libro versus el mundo digital, la relación del escritor y el editor, etc. Los más coloquiales relataron pormenorizadas experiencias personales sobre los años de dictadura, y por ahí un despistado poeta de Valparaíso repetía, cada vez que le tocaba intervenir, que leía a Hegel en alemán. Otros, conscientes de la valiosa oportunidad, emitieron opiniones interesantes acerca de la situación del escritor y su relación con el medio. De las sorpresas se destaca el caso de Andrés Morales, realmente comprometido con sacar temas adelante, siempre con un espíritu pragmático y teniendo claridad en los planteamientos. Por otra parte, un par de poetas reparaba en la degradación del lenguaje. Pepe Cuevas, por ejemplo, enfatizaba lo importante que era volver a ocupar la palabra Pueblo. Alejandro Lavquen retomaba el tema gremial y el entuerto de la SECH Santiago: “Aquí hay muchos que no pueden hablar de ética”, decía mirando inquisidoramente, como si antes de hablar todos tuviésemos que hacernos el test del pelo o una radiografía al espíritu para ver las metástasis del capitalismo en nuestros ser. Nain Noméz, reflexivo, acotaba agudamente entre otras cosas que había que estudiar la relación histórica del escritor y el estado; y Eduardo Llanos proponía antologías, de esas que pueden ser “terriblemente útiles” para una lectura de la poesía o la narrativa de manera instructiva. El destacado poeta Jaime Huenún hizo contundentes intervenciones acerca del tema mapuche y la violencia a la que es sometido su pueblo hoy. En mi intervención, hablé como editor independiente y poeta, advirtiendo el vacío de participantes menores de 40 años.

Reproduzco algunas de las conclusiones: Los escritores proponemos un mayor acercamiento con los pueblos originarios para la legitimación de una educación pluricultural; pedimos crear instancias de encuentro entre escritores, estudiantes y profesores de forma sistemática, que propicien un acercamiento a la literatura y fortalezcan el pensamiento crítico; exigimos una rearticulación de los planes y programas del ministerio de educación con el fin de extender las lecturas de literatura chilena; abogamos por una recuperación y dignificación del profesorado y de su condición funcionaria conjuntamente con la inserción de literaturas originarias en los planes y programas de educación; exigimos una normativa que reconozca la entidad del escritor en sus dimensiones legales y sociales y como un ente social activo; reclamamos por la reconstitución de espacios de sociabilidad literaria; reiteramos la urgente necesidad de crear una editora nacional que cobije de modo plural a la totalidad de los escritores de Chile; proponemos la creación de un catastro de todas las editoriales independientes del país; recomendamos establecer una modalidad de premios regionales que

Aclarar la garganta

Primer Encuentro Nacional de Escritores, Valparaíso 201O

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Claudio Guerrero U.

Convocado por el Grupo Iberoamericano de Editores y organizado por la Cámara Chilena del Libro, en los días previos a la inauguración de la Feria del Libro se realizó en los salones del Club de la Unión de Santiago el 8° Congreso Iberoamericano de Editores. Se trató de un encuentro gremial, cuyos principales interlocutores fueron los presidentes de las asociaciones nacionales de editores y gerentes o directores de editoriales, los que discutieron acerca del presente y futuro del libro. Y de entre todos los interesantes tópicos que se tocaron, rescato tres dogmas que se repetían entre los asistentes y una utopía o, al menos, la necesidad de una.

“El mundo va a lo digital”. En esta frase el mundo del libro reúne todo el realismo del que se cree capaz, a la vez que cifra en ella sus más inconfe-sables miedos y esperanzas. Nada es más evidente, nada es más seguro: el futuro del libro es digital. Y es muy probable que así lo sea. Pero con el estoico augurio que abandona el porvenir del libro en lo digital parecemos estar clausurando cualquier otro acento o énfasis con el cual pensarlo. Es curioso: lo que a la indus-tria le parece un preocupante desafío (¿cómo y qué venderemos?, ¿cómo cobraremos?), se transforma en un tran-quilizador bálsamo que nos quita la responsa-bilidad de

pensar el futuro que queremos para el libro (¡para qué pensarlo, ya sabemos cómo será!). Amén.

Derecho de autor, panóptico ad infinítum. Parece que la industria del libro está dispuesta a imaginar los más inverosímiles dispositivos tecnológicos, pero no puede pensarse sin el derecho de autor. Es comprensible; esta industria existe, en buena medida, gracias a este sistema de explotación. Pero el resto de los ciudadanos tenemos todo el derecho a pensar la verdadera perti-nencia de una convención legal que está activando en el mundo entero mecanismos complejísimos para vigilar y castigar (eventualmente) el modo en que utilizamos los bienes culturales. Así como vamos, si hay que profetizar,

vaticino futuros encuen-tros de editores

en que los temas centrales serán los requisitos locales para cortar el internet de un usuario o el mejor formato para vigilar la

cantidad de veces que prestamos un

libro electrónico.

Estado editor, no por favor. En algunas mesas del congreso surgió espontáneamente —pues no estaba en el programa— la discusión sobre el llamado “estado editor”, es decir, la participación activa del Estado como un agente editorial. Con las excepciones habituales (rescatar libros valiosos pero difícilmente comercia-lizables), el consenso era casi absoluto: nada es más sano ni más conveniente que dejar la edición de libros a cargo de quienes “deben hacerla”, las editoriales privadas. Independiente de lo que piense la industria del libro, la idea de un “estado editor” es discutible, y su conveniencia debe pensarse de acuerdo a los objetivos que cada sociedad se plantee y a las condiciones que existan para lograrlos.

¿Una utopía para el libro? Actualmente abundan las películas que profetizan enormes desastres para el futuro de la humanidad. Hay quien dice que preferimos pensar, hoy por hoy, en la destrucción del mundo antes que en su transfor-mación. Cuando escucho las profecías —las “apocalípticas” y las “integradas”— sobre el futuro del libro, me da una impresión similar. ¿Acaso no podemos pensar que el futuro del libro es algo que estamos construyendo en nuestra práctica cotidiana? Si hacemos el esfuerzo de imaginar un futuro po-sible y deseable para el libro, tal vez podamos guiar nuestros actos en pos de este objetivo. A estos esfuerzos conjuntos de la imaginación y la voluntad se les solía llamar utopías; y aunque muchas no se cumplieron y han pasado de moda, gracias a ellas el mundo no siempre ha seguido siendo lo que acostumbraba a ser, o lo que él mismo nos permitía pensar.

Tres dogmas y una utopía en un encuentro de editores

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“El tiempo presente y el tiempo pasado/tal vez en el tiempo futuro estén ambos presentes,/y el tiempo pasado contenga el futuro”. Así arranca Burnt Norton, primera parte del Cuatro Cuartetos de T.S. Eliot. O así traduce J.R.Wilcock en su versión del año 1956 publicada por Raigal: primera noticia que tuve de Wilcock, cuando conseguí el ejemplar en una feria de usados, a 10 pesos argentinos, al costado de un parque en Caballito. Pero en verdad la primera noticia me debió llegar antes, cuando como a los catorce leí Los subterráneos de Kerouac. Quién a esa edad se fija en quién traduce. La tarea absolutista de traducirse a sí mismo acapara, y todavía no asoma la mala conciencia de que resulta imposible.

La más emblemática obra de Wilcock, La sinagoga de los iconoclastas, nuevamente reluce en mesones de librerías. Tercera edición que Anagrama hace de este carnaval de ficción publicado en 1972 por Adelphi, y cuya primera edición al castellano (1981) encontré tirada en otra feria (a luca y media), esta vez en Pudahuel hace tres años. Partí en la micro de vuelta al centro de Santiago y no cesé su lectura hasta el final de cada uno de esos retratos no imagi-narios sino verdaderamente trastornados que iban desfilando. El ejercicio no era nuevo, ya se sabe, la hebra que apuntala de Borges a Alfonso Reyes y

de ahí a Marcel Schwob. Sin embargo esto gozaba como de un acelerador de partículas, que dejaba muy en evidencia todo lo que podía haber en Borges de regusto místico y metafísica trascenden-tal. Además, lo que hacía Wilcock explicaba mejor o disimulaba mucho menos el remache que había hecho Bolaño en La literatura nazi en América, quien a su vez se había bañado con maestría de nuevo en el mismo río.

Aquí el lema tendría que ser: el sueño obstinado de la razón excreta monstruos. Buena parte del arca de La sinagoga termina zozobrada tras el fracaso de sus respectivas empresas filosóficas, científicas o mágico-religiosas. Por exceso o por inviabilidad. Alfred William Lawson, por ejemplo, es autor de la Peor Novela del Mundo. Llorenc Riber, dramaturgo catalán, osa poner en escena las Investigaciones Filosóficas de Wittgenstein. El utopista Rosenblum decide retornar a la humani-dad a su época más feliz: la Inglaterra isabelina. Theodore Gheorghescu, pastor evangélico, buscó el bien conservando cadáveres de negros. O Klaus Nachtknecht, profesor de alemán en la Universi-dad de Santiago, quien junto al chileno Sebastián Pons abre una cadena de hoteles volcánicos. Cada vez que se cite, sagradamente habrá que

preguntarse: ¿quién fue Wilcock, traductor y escritor alucinado? Nacido en Argentina, publicó media docena de libros de poemas escritos en castellano, sin embargo La sinagoga estaba escrita en italiano. Un caso de escritor extraterritorial a lo Nabokov, a lo Beckett (también lo tradujo), que un día decide irse del país porque ya no aguanta a Perón o porque está convencido, como dicen que dijo, de que el castellano ya no tiene más pila, no da para más. Su incomodidad lo hace abandonar Buenos Aires (también abandonar sus libros de poemas y algunos buenos amigos como Bioy Casares y Silvina Ocampo) para establecerse en Roma, continuar con el oficio de traductor y vincularse a escritores como Moravia, Pasolini o Roberto Calasso.

De los sistemas se ríe Wilcock, de los ideales obcecados y sus representantes, con humor corrosivo que también es su propia ternura y celebración para con aquello que está condenado de antemano y que sin embargo se aventura con febril convicción: todo. Su tarjeta de visita rezó: INVENTOR DE AUTORES BAJO DEMANDA. Practicante del mal genio pero jamás de la melancolía, murió solo y de un síncope en 1978. Vida -literatura- anotada como estampa final a su galería de ilusos disidentes de la cultura.

INVENTOR DE AUTORES BAJO DEMANDA

Un claro retroceso en materia de derechos humanos y memoria introduce el Proyecto de Ley de Presupuesto, presentado por el ejecutivo, para el año 2011. En dicho proyecto se suprime el financiamiento otorgado a instituciones vinculadas a la defensa de los derechos humanos y al rescate de la memoria, reemplazán-dose por un fondo concursable abierto a todo tipo de proyectos.

Desde el colectivo Extremoccidente repudiamos esta nueva distribución del presupuesto que excusándose en una lógica de “libre competencia” no aboga por una política que debe discriminar entre los procesos de memoria histórica que en Chile siguen aún abiertos.

Gonzalo Abrigo

A propósito de la “La sinagoga de los iconoclastas” de J. R. Wilcock

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Considero que la apreciación general sobre la Concertación no se hace cargo, obviamente, de la extrema complejidad del pro-ceso vivido en nuestro país bajo los gobiernos de la Concertación; además se ejerce desde un lugar de-masiado distante, que no considera las tareas y compromisos que los mismos intelectuales, artistas, etc., realizaron y/o no realizaron durante esos años. Saludos, Sergio Rojas

Lo único en su contenido que sí me generó sus-picacias es la referencia a las “universidades mediocres” que no aparecen en los “ranking” internacionales. Éstos últimos, sabemos, igno-ran realidades locales y se basan en índices que han formado una maquinaria académica que muchas veces sirve, justamente, para es-conder la mediocridad. Soy conciente de que nunca habrá un ranking “justo”, pero por lo mismo no sé si sea lo más adecuado dejar en ellos la posibilidad de juzgar la medio-cridad. Saludos cordiales, Claudio Guerrero

Como saben me sumo entusiasta al proyecto de EO, como diría al-gún viejo comunista (o una vieja comunista, ¿por qué siempre suena mal cuando se vuelve femenina la expresión?): aplaudo y saludo el proyecto compañeros/as y como hasta ahora seguiré participando en él hasta que las velas ya no ar-dan. Pero saben que el tono de la declaración me parece insuflado por un viejo, y quizás añejo, sentir humanista. Todo el entusiasmo y el disenso, pero sin humanismo. Un abrazo, Alejandra Castillo

Estimados, también adscribo entusiasta al proyecto, in-cluso a la carta y sobre todo a la observación de la compañera Castillo... En es-pecial me perturba el tono medio pastoral de asumir la defensa de “este pueblo que ha sufrido tanto…” Saludos, André Menard

Estimados y estimadas, saludo las intervenciones del compañero Menard y la compañera Castillo. Y, por mi parte, sugeriría, retirar de la declaración eso de “nueva dignidad a la política”. En tanto historiador les digo, eso no se ve bien. Suena a ibañismo, a políti-cos con escoba, a derechas... En fin, la dignidad en Chile nunca ha sido una cosa de izquierda. Un abrazo, Miguel Valderrama

Me pasó algo parecido a lo de Alejandra con lo de la dignidad: porque no es que falte dignidad a la política hoy por hoy, me parece, lo que falta es política sin más, y la política siempre es digna, diría, es la responsabilidad por la dignidad de cada cual (y ya no sé si diría eso). En fin, menos que humanista (ese siem-pre es un problema que discutir) me pareció un poco izquierdosa en ese mismo sentido un poco revenido; pero qué se le va a hacer, una retórica sin memoria (sin que lleve las huellas y los estigmas de los viejos modos de hablar y denunciar) puede ser muy sospecho-sa. Me tomé la libertad de hacerle unas mar-quitas a la carta... Abrazos, Pablo Oyarzún

¡Querido Federico! Amigas y amigos. Estoy encantado de colaborar en EO y agradezco la invitación. Si es preciso agregar mi firma a la carta propuesta, lo hago de todo corazón, pues concuerdo plenamente con el diagnóstico formulado (aunque pue-da resultar monocorde; aunque tal vez no se formule en la música que yo preferiría). Miguel Vicuña Navarro

Estimadas y estimados, encontré tres errores, por si aún están a tiempo de corregirlos. Ahí van:1ª pág., 1er párrafo, 8ª línea. DICE: (...) que en latino-americana muestra hoy (...) y DEBE DECIR: (...) que en latinoamerica muestra hoy (...). 3ª pág., 1er pá-rrafo, 1ª línea. La palabra realities debe ir en cur-siva por ser un anglicismo. 3ª pág., 1er párrafo, 3ª línea DICE: (...) Pero en el mundo mueren 25 mil per-sonas por día de hambre, de las que casi 20 mil (...) y DEBE DECIR: (...) Pero en el mundo mueren de hambre 25 mil personas por día, de las que casi 20 mil (...) ¡Sa-ludos!, Miguel Ángel Viejo

Me imagino que ese debate abierto sobre el “tono preciso” de la declaración es lo que “precisamente” debe marcar el “tono permanente”, hoy y en el futuro, de este proyecto. Carlos Durán

Pablo, pensé que acordarías conmigo en que la dignidad es una cosa que ya no va más. Dignidad es el nombre de una política de gran señor, de una política que apela a un orden de significación que de algún modo se sustrae a todas las interpelaciones, a todas las morales. Miguel Valderrama

Me sumo a las observaciones de Alejandra, Pablo y otros. Y qui-siera agregar una más: ¿”tercera vía”? En realidad quien patentó el nombre fue Blair, apoyado por Giddens. Allende consideró la suya la “segunda”, siendo la primera la de la revolución violenta. Tomás Moulian ironizó hace algunos años con su libro “la quinta vía”. Jorge Arrate

Estimados todos: Desde luego los tonos van a encontrar siempre una correspon-diente desafinación (sea por culpa de la oreja o por las propias cuerdasvocales), prefiero celebrar la ini-ciativa y que tonos y desafinacionesfinalmente se reúnan en la “dignidad” del disenso. Un abrazo. Diego Fernández

Querido Federico, me sumo encan-tado al proyecto, pero me parece fundamental el debate que se ha creado en torno al “tono” o a lo que alguien llamó la “música”. Ese tono o esa música, dijo alguien más, decidirá el tono de lo que viene, es la carta de presentación, es importante. Creo que uno de los desafíos fundamentales de esta revista, aparte de recuperar la inteligencia crítica para un sec-tor que, como dijo Pablo Oyarzún, “anda con permiso administra-tivo”, es dejar atrás el tono plañi-dero, renovar la retórica y cuidarse de no incurrir en la fraseología: en las mismas palabras de siempre, pero también en los mismos gustos, enfoques y lecturas. Bruno Cuneo

Estimados, celebro con entusiasmo el proyecto, me sumo a la carta, concordandocon las observaciones de Alejan-dra y los demás, que reflejan lo quepienso. Agregaría que si bien el sistema es elitista (siempre lo ha sido), tampoco está funcionando para los que acceden a colegios privados de matrículas altísi-mas. Es el enfoque “funcional” al sistema de la educación -que no se resuelve conLiceos de excelencia u otros par-ches- lo que está mal. Me sumo fe-liz y gracias por la invitación. Marisol Vera

Me parece estupendo que una revista, o un grupo humano, legitime e incorpore su auto-crítica: viejas lógicas se desvanecen con ello de un plumazo. Es un gesto del comité edito-rial que no puedo sino saludar y corresponder con mi firma. Un abrazo a todos, Bruno Cuneo

No hay para qué ponerse tan solemnes. Despedazar la carta. Interpelarla. Remodelarla. Rebatirla. Y toda la afinación en Re que sea necesaria: ésa ya es la discusión. Saludos a los conocidos & desconocidos de siempre, Gonzalo Abrigo

Tras leer todos estos correos, creo que debemos con-cordar en que esto es solo el inicio, tal como señalan bien Rodrigo y Gonzalo. Doy mi apoyo a EO y mi con-fianza para seguir discutiendo, con tiempo, los de-talles, tonos, matices, etc. Abrazo a todos, Miguel Ruiz

Aquí estamos nuevamente, apoyándo(nos). La carta es buena y los comentarios son buenos. Nury González

Hola. Lo que pretende EO, lo que pretende en tanto red abierta, plural, colectiva, son los matices y tonos que se construyen por medio del debate participativo. Saludos, Virginia Errázuriz

Suscribo con toda confianza la carta. De todos modos, creo que las precisiones en el lenguaje y los tonos (provocadores antes que dignos y, sobre todo, cáusticos como el del mejor Moro o Erasmo, a propósito de humanismos) hablan de qué terreno estamos pisando o como dijo Gonzalo Díaz: ¿dónde queda nuestra cocina? Enrique Morales

Querida(o)s toda(o)s. Yo firmo la carta tal como se envió origi-nalmente, sin ninguna modificación –no porque no concuerde con las modificaciones: la que comparto en plenitud es la de Jorge Arrate-, sino porque, si andamos en esa onda, jamás es-taremos de acuerdo. Compañero, firmaré la carta que quede, y esto es un voto de confianza. Abrazos a todo(a)s, Rodrigo Zúñiga

Yo no sé dónde queda la cocina. Gonzalo Díaz